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Emidio Campi

Reforma: ¿Un concepto protestante?

Para muchos, la palabra “Reforma” evoca inmediatamente las memorias heroicas de un monje
agustino alemán que martilló sus 95 tesis un 31 de Octubre de 1517. Sin embargo, el término tenía una
historia que precedía a Lutero, un uso común que había existido en la época del latín clásico. En su
sentido más amplio, reformatio significaba cualquier intento por renovar la esencia de la comunidad,
institución, o grupos similares, volviendo a los orígenes y fuentes primarias. En efecto, el concepto fue
conocido por la Cristiandad desde sus inicios, siendo utilizado en tiempos de los “Padres de la
Iglesia”, para quienes los cristianos y la iglesia requerían de una “reformatio in melius per Deum” –
una transformación para mejor–. Desde entonces la idea fue adquiriendo un sentido concretamente
religioso.

Con todo, no fue sino hasta la Temprana Edad Media cuando el término obtuvo un peso
significativo, relacionado, primero que todo, con el impulso de la tradición monástica occidental. En el
siglo VI, Benito de Nursia era un “reformador”, principalmente debido al hecho de haber reformado al
monasticismo. Otras olas de reformatio dentro de la iglesia se sucedieron por iniciativa de Benito de
Aniano (siglos VIII y IX), los monjes de Cluny (siglos X y XI), los monjes de Hirsau (XI, XII), la
orden del Císter (XII) y los dominicos y franciscanos (XIII). Se luchaba no solo por la renovación de
una tradición monástica en decadencia, sino por una completa “reforma” del cristianismo y de la
cristiandad.

Pero el movimiento de reforma fue más allá de la esfera del monasticismo, logrando abarcar
desde principios del siglo XI aquellos movimientos religiosos laicos, tales como los albigenses, los
cátaros y los valdesianos. Estos últimos en especial, consideraron que el “giro constantiniano” era la
ruina de la Cristiandad, proponiendo una reforma eclesiástica desde adentro hacia afuera, con tal de
guiar a la iglesia hacia una nueva vida apostólica. Incluso Joaquín de Fiore (1130/1135 -1202), quien
profesó sus votos como monje del Císter en 1168, puso su esperanza en una profunda renovación
espiritual de la iglesia a partir de una percepción profética que anunciaba la pronta irrupción de la era
del Espíritu Santo en la historia.

Mientras la iglesia se deterioraba progresivamente, las demandas de reforma aumentaban en


magnitud e intensidad. Las expresiones, emendatio ecclesiae in capite et it membris (corrección de la
iglesia a partir de su cabeza y miembros), usada por primera vez por el papa Alejandro III en una carta
del 29 de octubre de 1170, y su equivalente reformatio universalis ecclesiae, esgrimida por Inocencio
III en su bula papal un 19 de abril de 1213 en su convocación del cuatro concilio general de Letrán
(1215), pasaron a ser de uso común para expresar una necesidad general y profunda, a la vez que se
mantuvieron como un tópico a lo largo de toda la Edad Media y el período Temprano Moderno. La
demanda de una reformatio in capite et membris fue considerada en numerosos concilios de reforma,
especialmente en los de Constanza y Basilea en el primer tercio del siglo XV. Hay una definición
notable del término llevada a cabo por el teólogo español Juan de Segovia (1395-1458), figura líder
del Concilio de Basilea, quien definió la Reforma como una correctio morum pro exstirpatione
vitiorum (corrección de la moral para extirpar los errores). Esta definición implicaba volver a los
inicios, a través del cultivo de las virtudes cristianas tradicionales, y proponía contener la corrupción
por medio de una mejoría en la administración eclesiástica. De paso, el concepto había adquirido un
significado análogo en el reino secular, apareciendo en la Reformatio Sigismundi, un documento
anónimo contenedor de una serie de planes que buscaban refundar el orden político y social del Sacro
Imperio Romano Germánico, aludiendo a la preservación y restauración de la paz y justicia por medio
de una potentia conservativa et pacativa imperii (poder conservador y paliativo del Imperio).

Sin embargo, la Baja Edad Media presenció también otras tendencias radicales respectivas a
una reformatio ecclesiae. Por ejemplo, tanto los lolardos (seguidores de Juan Wiclef) como los husitas
(seguidores de Juan Hus), censuraron el comportamiento impío de la iglesia, desafiándola a volverse
fiel a la Palabra de Dios. Para Wiclef, la Biblia no solo era una autoridad entre muchas, sino que por sí
sola se posicionaba sobre todas las demás. Junto a este principio, proponía que las Escrituras habían
sido pensadas para todos los hombres. Hus, por su parte, fue más allá al manifestar su repudio al uso
exclusivo del cáliz para quien celebrara la Eucaristía, considerándolo como un acto contrario a las
Escrituras y a la tradición de la Iglesia.

Finalmente, el movimiento humanista no puede pasarse por alto. Al igual que otros
movimiento religiosos de la época, hombres eruditos como Pico della Mirandola, Lefevre d’Etaples,
Rodolphus Agricola, Johannes Reuchlin, Juan Colet y Erasmo se apoyaron de una visión bíblica para
hacer frente a la necesidad de renovación de la iglesia. Pensamos por ejemplo en el Enchiridion militis
Christiani de Erasmo, en el cual atacó con un ingenio corrosivo los escasos intentos de la iglesia por
llevar a cabo una vida cristiana, burlándose de las ceremonias y siendo sarcástico en relación a los
excesos de cultos a los santos y a las reliquias. Sin embargo, también dejó claro que el camino hacia la
religión verdadera estaba en la buena lectura y sobre todo, en el estudio de las Escrituras y de aquellos
comentarios que los antiguos habían realizado sobre ella. Cabe destacar además su dedicación a las
bellas letras, al énfasis puesto en la revitalización de la Antigüedad Clásica y a su preocupación por la
philosophia Christi, según la cual, toda la verdad, donde fuera que se encontrara, pertenecía a Cristo,
así como también una comunidad cristiana debía tener una base ética y estar permeada de una
ferviente fe.

Como resultado de esta breve visión de conjunto, puede decirse que en la víspera de la
Reforma, los conceptos relacionados con una reformatio ecclesiae no hacían alusión a un solo asunto,
abarcando desde cuestiones relacionadas con la búsqueda de una completa renovación del legado
espiritual antiguo, hasta argumentos acerca de la disciplina radical de una esperanza escatológica.
Todos los significados estuvieron orientados de un modo u otro hacia la imagen de una condición
cristiana primitiva, y tuvieron en común la esperanza de que ésta se restaurara eventualmente.

Teniendo en cuenta el turbulento proyecto de reforma tardomedieval, dentro del cual se ve


claramente reflejada una actividad de vida frenética junto a una piedad intensa, la mención de algunos
reformadores del siglo XVI puede sacar a la luz algunas sorpresas. Como se ha hecho notar, el
principal objetivo de Lutero no coincidió con las aspiraciones de muchos de sus contemporáneos. Él
no quería reformar, ni su orden religiosa, ni el aparato administrativo de la iglesia; y solo
indirectamente se preocupó de una renovación social. No solo se mantuvo escéptico respecto de los
esfuerzos de reforma del pasado y de su propia época -“Casi he renunciado totalmente a una reforma
general de la iglesia” dijo una vez-, sino que raramente uso la palabra “reforma” para describir su
propia obra. Y cuando empleó el término, lo hizo con una notable diferencia, otorgándole más
importancia a la reforma de la doctrina, antes que a la reforma de prácticas y rituales de la iglesia,
insistiendo en que la primera conllevaría a una reforma de la vida.
Como resultado, el asunto de la “Reforma” se elevó a un plano totalmente nuevo, de acuerdo
al cual toda la discusión previa quedaba atrás. Como afirmaba Lutero en un sermón el año 1515, la
“legitimate reformatio necesita, primero y por sobre todo, que se escuche nuevamente la Palabra de
Dios con temor y miedo”, y como dijo en su primer comentario de los Galatas, “ésta ocurre cuando la
Palabra verdadera es predicada con pureza”.

Los argumentos de Zuinglio y Calvino siguieron básicamente la misma línea de pensamiento.


La reformatio ecclesiae era alcanzable y, de hecho, debía ser alcanzada, pero no era una reforma de la
Iglesia y su estructura. Ellos no buscaban una iglesia de Zuinglio o una iglesia de Calvino, tampoco
demandaron una renovación de la vida eclesiástica, sino que más bien colocaron en el epicentro la
Palabra de Dios, alrededor de la cual la Iglesia existía. Era suficiente que la ecclesia catholica et
apostolica confesara para comprender cómo éste debía constituirse a través del Verbo divino. Así fue
como Zuinglio definió a la iglesia como una “comunidad fundada en la fe en Jesucristo Señor y en su
Palabra”. En uno de los episodios de la Reforma Suiza, conocido como la disputa de Berna de 1528,
los protestantes liderados por Zuinglio presentaron la siguiente tesis: “la sagrada Iglesia cristiana, cuya
única cabeza es Jesucristo, ha nacido de la Palabra de Dios, y esta permanece siempre y no escucha la
voz de los extraños”. Lo mismo sucedió para Juan Calvino, quien rara vez consideró a la Iglesia como
uno de los objetivos de una reformatio. Su forma de referirse al término demuestra su celo de
restauración en relación a una restitución de la Iglesia de Dios, cuya cara original había sido
desfigurada: “donde sea que veamos la Palabra de Dios sinceramente predicada y oída, donde sea que
los sacramentos se administren de cuerdo a la institución de Cristo, no puede dudarse que la Iglesia de
Dios tiene existencia alguna”. Tal restauración no se llevaría a cabo de una sola vez, sino que debe
realizarse de forma paulatina hasta el fin de los días. Evidentemente, Calvino no creía que la
restauración fuera algo propio de sus días, sino de un proceso restaurativo de la Iglesia.

En conclusión, los reformadores tuvieron una idea de reforma eclesiástica completamente


diferente de la que solía utilizarse hasta ese entonces, por lo cual no es extraño que, luego del
entusiasmo inicial, muchos se rehusaran a seguirlos. Para algunos, se iba muy rápido, para otros, no
era suficiente. Quienes permanecieron fieles a la vieja iglesia, aseguraban que los reformadores habían
llegado muy lejos. En este caso la reforma significó una revolución, un escándalo y una destrucción de
la Cristiandad. Del otro lado de este espectro estaban aquellos como Thomas Müntzer o los
anabaptistas, para quienes los reformadores no habían ido lo suficientemente lejos. Una renovación de
la fe no bastaba para aquellos que no deseaban esperar pacientemente el fruto de la fe, tal como habían
recomendado los reformadores. Lo que se había iniciado, debía terminarse, lo cual implicaba una
reforma de la Iglesia más radical, donde en ciertos casos la violencia cumpliría con el objetivo de
establecer la pureza absoluta. No obstante, éstos no lograron acabar con su tarea durante el siglo de la
Reforma.

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