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YO FUI PILOTO AVIADOR NAVAL

PRÓLOGO .................................................................................................................................. 2

I) ESTAFETA A MAR DEL PLATA .................................................................................... 3

II) INCENDIO A BORDO! ................................................................................................... 11

III) INSTRUCTOR DE VUELO............................................................................................ 18

IV) BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS ................................................... 25

V) BIELA MAESTRA ........................................................................................................... 33

VI) BAJO MÍNIMOS .............................................................................................................. 40

VII) CORTES DE CABLE...................................................................................................... 48

VIII) CASI GUERRA................................................................................................................ 59

IX) EYECCIÓN BAJO EL AGUA ........................................................................................ 66

X) MALVINAS ....................................................................................................................... 74

XI) PISTAS CON NIEVE ...................................................................................................... 89

XII) ÚLTIMOS COMANDOS ................................................................................................. 96

EPÍLOGO................................................................................................................................. 103

PUBLICADO EN BCN ........................................................................................................... 105

DEL AUTOR............................................................................................................................ 111

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PRÓLOGO
Este libro está dirigido a quienes
les interesa la aviación militar, y
especialmente la operación
aeronaval en portaaviones.
En este relato, lo más objetivo
posible, traté de evitar los juicios de
valor, que quedarán para el lector, y
mi mayor compromiso fue el de
intentar abarcar el disímil nivel de
conocimientos específicos en la
materia de quienes encaren su
lectura.
Pido disculpas a los conocedores
del tema por la simplificación de la
terminología para su mejor
seguimiento por parte de aquellos no
habituados a la misma. Es por ello
que se unifican términos como
altura, altitud y nivel de vuelo, o velocidad
indicada, verdadera o absoluta, sólo con el
propósito de no complicar lo medular del relato.
También la terminología marinera es aclarada
y simplificada para la mejor comprensión del
texto, y fue mi hija Guillermina, Licenciada en
letras, quien me advirtió cuando yo utilizaba
palabras de uso común en la profesión pero no
en el lenguaje corriente.
Las experiencias vividas en muchos años de
Aviador Naval las transmito en la forma más
simple y directa, sin pretender que esta sea una
obra literaria -muy lejos de mis posibilidades-,
pero sí buscando que se ajusten a los hechos
reales.
Quizá las fotos que acompañan digan más
que las palabras sobre las diferentes etapas de
mi carrera - que comenzó con viejas aeronaves
militares a pistón y culminó operando reactores
en portaaviones durante conflictos -, y sobre mi
apasionamiento por el vuelo en general, que me
llevó a tripular aviones de aeroclub, planeadores
y hasta un globo aerostático.
Este libro lo dedico a la memoria de mi Segundo Comandante, el Capitán de Corbeta Carlos
María Zubizarreta, muerto durante el conflicto Malvinas, y a la del Teniente de Fragata Marcelo
Gustavo Márquez, también integrante de mi Escuadrilla y muerto en combate sobre nuestras
islas irredentas.

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I) ESTAFETA A MAR DEL PLATA

Habían transcurrido cuarenta


minutos desde el despegue y en el
horizonte comenzaban a verse
nubes bajas; al principio quebradas
y más tarde cerrándose en un manto
blanco donde se reflejaba la luz del
día.
El pronóstico que había recibido
en la oficina de meteorología de la
Base Aeronaval Comandante
Espora, estimaba la ruta en
condiciones visuales, con alguna
formación dispersa de cúmulos
humilis, llamados también de buen
tiempo; y el destino previsto, la Base
Naval Mar del Plata estaría con
vientos leves y en condiciones de
operación visual.

Este era el único tipo de operación


para aproximar a la corta pista de
césped en la Base de Submarinos,
pues no tenía radioayudas para
realizar una entrada por instrumentos
en caso de baja nubosidad. Para esa
eventualidad se utilizaba el
aeródromo de Camet.
Tripulaba un North American
Texan AT-6 de la Segunda
Escuadrilla Aeronaval de Propósitos
Generales, el tipo de avión que había utilizado durante el curso de aviador y en el cual tenía
180 horas de vuelo, llamadas duales por volar con instructor, y otras tantas como piloto desde
que había dejado la Escuela de Aviación Naval un año atrás, además de haber sumado una
experiencia de 200 horas en multimotores.
En vuelo nivelado noté que el horizonte artificial tenía una falla. Lentamente la barra del
horizonte caía inclinándose, lo que mostraba al avioncito del instrumento como si estuviera en
ascenso y en giro. Yo trababa el antiguo horizonte que funcionaba a succión, lo destrababa y
luego de un corto lapso aparecía la imagen del avioncito girando en ascenso. Repetí la
maniobra varias veces y siempre obtenía la misma respuesta. Esto no implicaba grandes
problemas, era un soleado día del mes de julio y el horizonte terrestre me daba la referencia
perfecta de mi posición en el espacio.
Los 550 HP del Pratt & Whitney sonaban de maravillas y yo, entonces joven, inexperto y
vehemente Guardiamarina, disfrutaba de ese vuelo solo, llevando únicamente el portafolios de
cuero con candado, que contenía documentos clasificados, amarrado con correas al asiento
trasero.
Este vuelo llevando y trayendo correspondencia se realizaba semanalmente y era la
oportunidad para los “michis” (así llamados amablemente los Guardiamarinas) de efectuar un
vuelo rasante sobre la playa la mayor parte del trayecto, generalmente entre Necochea y Mar
del Plata, donde la costa es más atractiva, y durante la época de verano a la concurrencia en

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las playas se le retribuía los saludos con
movimientos de alas.
Esto no se reflejaba en el plan de vuelo
presentado antes de partir, donde
estipulábamos un nivel visual de traslado en
altura.
Pasado el lateral de Tres Arroyos con 1500
metros de altitud, el tope de las nubes
quebradas iban quedando por debajo del avión.
Continué mi navegación por estima sobre la
capa que ya se mostraba más compacta y con
agujeros de tanto en tanto que dejaban ver el
terreno. Velocidad por tiempo me daba
distancia recorrida y algunas referencias
conocidas en tierra rescatadas entre los
agujeros me fueron ubicando para iniciar el
descenso a través de uno de ellos sin entrar en
nubes.
Reconocí el sector próximo a Chapadmalal y en
vuelo rasante bajo la capa nubosa me dirigí a la pista próxima al puerto de Mar del Plata. La
base de las nubes estaba realmente baja y luego del aterrizaje un piloto destinado allí me
preguntó, como al pasar, cuál era el “plafond” – altura de las nubes -, a lo que contesté
evasivamente que estaba en condiciones visuales. Cumplidos los trámites de entrega y
recepción de portafolios, luego de reabastecer el avión y ya pasado el mediodía inicié mi
despegue de la pista de césped paralela a la Avenida que la separa del Club de Golf con
arrumbamiento sur y la intención de seguir rasante sobre la playa hasta dejar la nubosidad y
después trepar.
Cuando volaba por el través del faro Punta Mogotes le dirigí una mirada a la Escuela
Complementaria de la Armada. Allí había transcurrido mi primer año en contacto con la Marina,
atraído por un afiche de propaganda que mostraba en planta un avión parecido al F9F
“Panther” con la leyenda “Usted puede volar este avión”. Vivía en Córdoba y fue un compañero
del quinto año del Nacional que llegó con la novedad a nuestra clase. Algunos se interesaron,
yo entre ellos, aunque mi vocación había
sido hasta ese momento la Ingeniería.
Ignoraba qué significaba ser
Guardiamarina en comisión y luego de
dos años de curso recibir el alta de
oficial y las alas de Piloto Aviador Naval
para alcanzar el grado máximo de
Capitán de Corbeta en una carrera
limitada y con diferentes tiempos de
ascenso en cada grado.
Debía tener el bachillerato cumplido y
mis 17 años estaban comprendidos
entre las exigencias de edad requeridas.
Tampoco me faltaba coordinación
motriz, pues desde los 12 años conducía
motos y autos amparado por mi
hermano Guillermo, quién había oficiado
de “instructor”.
Del grupo que inicialmente adhirió con
entusiasmo para rendir el examen de
ingreso, sólo quedé yo, que el único

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vuelo que había realizado en mi vida
era un cruce de Buenos Aires a Colonia
en los viejos hidroaviones Sunderland y
nunca había pasado seriamente por mi
mente la aviación. Es más, vivía en
Argüello a pocos kilómetros de la
Escuela de Aviación Militar y veía volar
frecuentemente a sus aviones con
cierta indiferencia. Entre mis lecturas
estaban “Vuelo Nocturno” o “Piloto sin
Piernas”, pero no significaban una
verdadera vocación. Los leía con el
mismo entusiasmo que me despertaban
“El Hombre Mediocre”, “Compulsión”,
“El Lobo Estepario” o “Crimen y Castigo”.
El año nuevo de 1960 me encontró en Buenos Aires de pasada a Mar del Plata. Allí compartí
algunas horas con mi primo Marcelo Fox, de extraordinaria facilidad para la escritura, quién, al
conocer mis intenciones de ser piloto, garabateó con su especial sentido del humor una elegía
dedicada a mi persona, en dos de cuyas estrofas expresaba:" El joven ya no volvió / las alas de
gris acero / con que surcaba los aires / entre las olas cayeron”. “Ay del que quiso volar / y
llevado por su vértigo / cayó en brazos de la muerte / en las aguas del océano”. (Un presagio
parcialmente cumplido años más tarde).
Con este “aliciente”, que se sumaba a los mal disimulados temores de mi madre y mi
hermana Cora, arribaba a Mar del Plata donde residía mi hermano Marcelo y con su tutoría me
presentaba a la Escuela Complementaria de la Armada donde unos 120 aspirantes rendimos
exámenes psicofísicos, caracterológicos y de materias básicas. De los 30 cursantes que
iniciamos ese año la Escuela, 16 pasamos al segundo año, luego de recibir la instrucción militar
y académica para aspirar a ser Marinos.
El segundo año y medio lo realizamos en la Escuela de Aviación Naval, en aquellos tiempos
con asiento en Comandante Espora (Bahía Blanca). En junio de 1962, 12 Guardiamarinas
recibíamos con orgullo las alas de Pilotos Aviadores Navales luego de unas 240 horas de vuelo
incluyendo la navegación final hasta Ushuaia y aproximadamente 900 horas de clases teóricas.

Dejaba esos recuerdos a la vista


de la ciudad de Miramar a mi
derecha volando muy bajo sobre la
playa y prestando atención a las
evoluciones de los pájaros,
especialmente gaviotas, sobre la
línea de costa para evitar una
colisión que provocara averías al
avión.
La visibilidad iba en disminución y el
techo de las nubes era cada vez más
bajo. Estaba perdiendo referencias
visuales y corría el peligro de quedar
en vuelo por instrumentos a esa bajísima altura.
Decidí acelerar el avión mientras trababa por enésima vez el horizonte artificial y luego de
destrabarlo inicié un rápido ascenso por instrumentos para superar el espesor de las nubes
antes que se manifestara la falla. Toda mi atención la dediqué al horizonte artificial
manteniendo el avioncito del instrumento sobre la barra horizontal en actitud de ascenso con
las alas paralelas al mismo.

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Cuando se vuela por instrumentos hay sensaciones que se reciben, distintas del predominio
visual, a través del aparato vestibular y los receptores somatosensoriales. Su influencia en el
organismo cuando provoca sensaciones diferentes a las que ciertos instrumentos muestran,
puede llevar a la desorientación espacial, que es la percepción incorrecta de la actitud, altitud o
movimientos de la propia aeronave en la relación a la tierra. Esto se manifiesta más
intensamente volando aviones menos estables, con altas velocidades de rolido y con mayores
aceleraciones como el caso de los aviones de combate.
Esta desorientación espacial es la causa de numerosos accidentes cuando un piloto,
generalmente de poca experiencia, transforma un vuelo visual en instrumental y luego no sigue
fielmente el instrumento principal que es el horizonte artificial y se deja llevar y confundir por
sensaciones que recibe de los otros medios. El instrumento puede estar indicando la realidad,
pero las sensaciones inducidas por los otros canales desorientan al piloto llegando a perder el
control del avión. Un caso reciente sería el de John John, el hijo del presidente J.F. Kennedy
cuando se accidentó volando nocturno sobre el mar por intentar mantener un vuelo por
instrumentos para el cual no estaba debidamente calificado.
Habían transcurrido varios segundos en el ascenso por instrumentos y mantenía el avioncito
del horizonte en su posición de ascenso nivelado cuando comencé a sentir raras sensaciones.
Lleve la atención al “Palito” (Indicador de giro angular) y observe con horror que estaba
inclinado, lo que significaba que giraba; el velocímetro mostraba un aumento de velocidad,
indicando así que la nariz del avión estaba bajando; el altímetro se había detenido y
comenzaba a señalar descenso; el “climb” (indicador de velocidad ascensional) más sensible
que el altímetro, indicaba hacia abajo y el giro direccional estaba en movimiento, por lo que
cambiaba de rumbo.
En el curso de aviador no me había destacado en la etapa de vuelo por instrumentos y
menos con el llamado “panel parcial” que consistía en salir a volar en la cabina trasera bajo una
capota de lona que nos impedía la visión exterior y con los instrumentos principales horizonte
artificial y giro direccional trabados y tapados para evitar su uso. Era una lucha mantener las
diferentes actitudes y trayectorias del avión por los retardos en la indicación de los
instrumentos como el altímetro, accionado por un aneroide lo mismo que el “climb” y por
diferencias de presiones como el caso del velocímetro. A las órdenes del instructor que
mantenía vuelo por referencias desde la cabina delantera, realizábamos los ejercicios, y uno de
ellos consistía en que el instructor llevaba al avión a las denominadas "posiciones no usuales”,
con el avión en actitudes de nariz pronunciadamente arriba o abajo en giro y en ocasiones
invertido y luego nos daba el control para que recuperáramos el vuelo recto y nivelado.
Ahora debía descreer del horizonte artificial, que me indicaba ascenso nivelado, y volar
“panel parcial”.
Comprendí rápidamente la situación en que me encontraba, con el avión a baja altura, sin
posibilidades de abandonarlo, entrando en una espiral descendente que irremediablemente iba
a terminar contra el terreno. Sentí miedo y mientras trataba de centrar el “palito” para nivelar el
avión y parar el descenso que indicaban los instrumentos gritaba. Eran gritos de mi
inconsciente, que creía en Dios, y que no quería morir tan joven.
Sin visibilidad exterior, los instrumentos secundarios indicando con retardo variaciones que
debía asociar con la posición del avión en el espacio y en contraposición a lo que mostraba el
horizonte artificial, hizo falta una lucha que duró el tiempo suficiente como para parecer una
eternidad.
Pero el “Tata” Dios se acordó de mí en esta que sería la primera de otras situaciones en que
tuvo que ayudarme. En medio de la desesperación para controlar al avión vi el disco del sol
apenas dibujado en las grises nubes y le apunté con la nariz del avión. Instantes después
emergía de las nubes con el sol enfrente y al borde de la pérdida de sustentación por el ángulo
de trepada.

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Nivelé y noté que me temblaban
las piernas. Las rodillas casi
chocaban una contra otra.
Agradecí que era el mes de julio y
el sol estaba bajo en el horizonte.
El resto del vuelo sobre la capa de
nubes a Espora fue de profunda
reflexión; sabía que había estado
muy cerca de un fatal accidente.
Luego del aterrizaje, asenté en la
planilla del avión 3-G-22 que el
horizonte artificial fallaba; resto sin
novedad. Era el día 12 de julio de
1963. Tenía 21 años recién
cumplidos y había conocido a mi
futura mujer hacía cuatro meses.
Stella se iría acostumbrando poco a poco a las anécdotas y particulares situaciones que
viviríamos en el futuro. A decir verdad, antes de cumplirse un mes de conocernos ya había
sufrido por los sucesos del 2 de abril de 1963.
Estos lamentables hechos ocurridos principalmente en la provincia de Buenos Aires entre los
llamados Azules y Colorados de las Fuerzas Armadas, me encontraron destacado con la
Escuadrilla en la Estación Aeronaval Puerto Madryn, cumpliendo las habituales tareas de
cooperación con la Flota de Mar, que periódicamente, entre cinco y seis veces por año
concurría a efectuar ejercicios en la zona de Golfo Nuevo.
Durante esa etapa realicé mi primera experiencia de operación a bordo del portaaviones
A.R.A. “Independencia”, volando el North American SNJ-5C, una versión del AT-6 equipado
con gancho de aterrizaje en el reforzado cono de cola, y luego de haber efectuado durante el
mes de marzo más de 100 aterrizajes en la zona pintada sobre una pista de la Base Espora
que simulaba el área de cables de frenado del buque y utilizando como ayuda a la
aproximación el sistema “Espejo” similar al del portaaviones.
Después de haber completado mi calificación a bordo y estando en Puerto Madryn en la
madrugada del 2 de abril nos despertaron para que a primera hora embarcásemos en el
portaaviones. Ese día, los “michis” enganchamos sin novedades y así estuvimos hasta el 8 de
abril. Por radio escuchábamos las noticias procedentes de Buenos Aires informando que
nuestro portaaviones se dirigía hacia el norte “con una dotación de veinte Panthers preparados
para el ataque!”.
Sin embargo los Panther que se encontraban en Punta Indio, cerca de Magdalena, jamás
habían operado en nuestro Independencia por las limitaciones del tipo de catapulta que tenía,
único medio para lograr el despegue del reactor desde el buque. Junto a los Panthers y desde
Punta Indio, también empeñados en acciones, estaban los F4-U Corsario, que eran los únicos
aviones de ataque que podían operar desde el portaaviones.
Nuestros SNJ-5C no estaban artillados y sólo eran aviones de adiestramiento.
A partir de esos hechos comencé a dudar de la información que nos llegaba por distintos
medios. ¿La falsa noticia era una información realizada a propósito, como guerra psicológica o
era simplemente la ignorancia sobre nuestras verdaderas capacidades y limitaciones?
Sólo en una oportunidad y con posterioridad a los hechos narrados -el 21 de julio de 1963-
se produjo el enganche de un Panther, a pesar de que no estaba previsto que así fuera. Debía
practicar únicamente aproximaciones a la cubierta y lo realizó el entonces Capitán de Fragata
Justiniano Martínez Achaval, quien luego de algunos "toque y siga" bajó el gancho y tomó un
cable, quedando a bordo. Al avión luego se lo desembarcó en puerto con una grúa y fue
llevado por tierra al aeródromo. Así también fueron bajados los SNJ-5C el 9 de abril en la Base
Naval Puerto Belgrano cuando el Portaaviones entró a la misma sin destacar antes los aviones.

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Para trasladarlos a Espora
debimos luego despegar desde una
vieja pista que corría paralela al
muelle y en la que en otros tiempos
operaban aviones de la ex-Base
Aeronaval Puerto Belgrano.

Los periódicos traslados a Puerto


Madryn, cuando la Flota de Mar
realizaba sus navegaciones a la zona
de Golfo Nuevo, eran épocas de
mucha actividad de vuelo.
Nuestra escuadrilla de Propósitos
Generales tenía que realizar tareas tales como fotografiar los piques de los proyectiles de
ejercicio sobre el agua, del tiro naval efectuado desde los cañones de los buques sobre los
blancos remolcados por un buque de apoyo, o fotografiar el cruce de las estelas en inmersión
de los torpedos de ejercicio lanzados desde buques o submarinos sobre blancos navales, y
estas fotografías servían luego para verificar los resultados obtenidos.
Asimismo remolcábamos la “manga”, un blanco de tela que se desplegaba desde el avión, -
para este caso el Beechcraft AT-11 o el Consolidated PBY-5 A Catalina-, que estaban
adaptados para la tarea, con un sistema de cable que le permitía llevar a más de 300 metros la
manga utilizada como blanco por la artillería de los buques. En una ocasión un piloto alarmado
porque las explosiones del tiro antiaéreos se veían próximas a la nariz del avión transmitió por
radio al buque “Informo que a la manga yo la remolco, no la empujo” a efectos de que
mejoraran la puntería desde abajo.
Otros vuelos servían para calibrar los radares de los buques o simular ataques aéreos a la
flota para la defensa antiaérea, pero la actividad más atrayente era la operación a bordo del
“Independencia”.
El portaaviones navegaba rumbo hacia el viento para crear sobre su cubierta un “viento
relativo” que era la suma del viento real y el producido por su velocidad de desplazamiento. De
esta manera el avión que aproximaba desde la popa del buque tenía una menor velocidad de
acercamiento a la pista, lo que favorecía la maniobra para el anavizaje.
Para incorporarnos al circuito de aterrizaje volábamos en formación paralelos al curso del
buque por su banda de estribor, y luego de superarlo girábamos al rumbo opuesto
individualmente con intervalos de un minuto mientras descendíamos a 300 pies de altura, al
tiempo que configurábamos el avión con tren, flaps y gancho abajo y abríamos la cabina por
seguridad, para facilitar el abandono del avión en caso de caer al agua.
Nuevamente en posición paralela al buque, pero con rumbo contrario, y antes de llegar a la
pierna inicial de la aproximación realizábamos la comunicación por radio con la torre de control
del buque, indicando que estábamos en condiciones de iniciar la maniobra para el aterrizaje.
Por el través de la popa del buque comenzábamos el giro de aproximación por izquierda a
básica, y en la mitad del mismo se estaba en condiciones, teniendo la altura correcta, de poder
ver la “pelota” reflejada en el espejo de la banda de babor que tenía líneas de referencias en
ambos lados de color verde dado por varios focos.
La pelota era como un pequeño sol producto del reflejo de focos amarillos concentrados
sobre el espejo cóncavo. El haz de luz reflejado en el espejo materializaba visualmente una
pendiente de aproximación que llevaría al avión a la zona de cables de frenado sobre el
comienzo de la pista angulada del portaaviones y en final debía mantenerse centrada la pelota
con las líneas verdes de referencia. Si la pelota estaba arriba de la línea de referencia es que
nos estábamos quedando alto, si se veía abajo lo contrario, y era un permanente juego de
movimientos de acelerador y controles para mantener fija la velocidad del avión que era muy
cercana a la de pérdida de sustentación (cuando el avión deja de volar), al mismo tiempo que

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centrada la pelota y alineado el avión con el eje de la pista que era angosta, corta y se movía
acompañando el cabeceo y rolido del buque.
Manteniendo la pelota centrada, el avión recorría en final la trayectoria que lo llevaba a
tomar con el gancho de cola uno de los cinco cables de frenado que estaban elevados casi
veinte centímetros de la cubierta y que distanciados entre sí alrededor de seis metros daban
una zona de menos de treinta metros para que se produjese el enganche.
La pendiente de la aproximación de cuatro grados dada por el haz de luz del espejo se
graduaba desde el buque para enganchar normalmente entre cables tres y cuatro.
A veces el gancho rebotaba en la cubierta y saltaba el cable, o en otras ocasiones el piloto
nivelaba y el gancho sobrevolaba los cables sin tomarlos, en cuyo caso se producía el “Bolter”
y el piloto debía reaccionar poniendo todo el acelerador despegando sobre la pista angulada
para volver en un nuevo intento.
La velocidad relativa entre el N.A. y el buque era muy baja, lo que favorecía la maniobra, ya
que en la fase final con la velocidad cercana a setenta nudos del avión y entre veinte y treinta
nudos de viento relativo sobre el buque, el acercamiento al enganche tenía lugar a unos
cincuenta nudos (alrededor de cien kilómetros por hora), la mitad de velocidad que
experimentaría años después con el Skyhawk. Pero en esos años se operaba sin señalero de
aterrizaje para los N.A. - sí lo tenían los F4-U “Corsarios” y los S-2 A “Trackers”-, lo que
significaba no contar con ayuda externa para la maniobra.
Luego de tomar el cable, el mismo era arrastrado sobre cubierta ofreciendo una resistencia
graduada para cada tipo de avión por un complejo sistema oleoneumático que detenía a la
aeronave luego de unos cuarenta metros de recorrido.
Durante el enganche se manifestaba una brusca desaceleración y se llegaba al final de la
corrida donde el avión retrocedía levemente y el personal de cubierta de vuelo desenganchaba
el gancho del cable, lo subía y trababa manualmente.
Bajo directivas de los encargados de cubierta, luego de subir el flap nos dirigíamos al
estacionamiento a proa estribor para despejar la pista angulada y permitir la maniobra de los
demás aviones que estaban en circuito de aterrizaje. Éramos algo reacios a rodar el avión en
cercanías de la banda del buque que se movía, cuando parecía que de seguir con las señas
impartidas caeríamos al agua.
Por no tener un señalero de aterrizaje que nos hiciera notar los errores cometidos durante la
aproximación, todos en el buque asumían ese papel y recuerdo que hasta un oficial odontólogo
con alguna permanencia a bordo se tomaba la atribución de criticarnos y aconsejarnos!
Previamente a la operación en
portaaviones ya habíamos realizado
en Espora el famoso “Dilbert”, que
consistía en un simulador de la
cabina del avión a la cual
concurríamos con el equipo de vuelo
y éramos atados con cinturones de
seguridad de espalda y asiento. Esta
cabina montada sobre una torre,
luego deslizaba por rieles desde
unos cuatro metros al agua y allí se
sumergía violentamente en una
pileta quedando bajo el agua en forma invertida. A partir de ese momento debíamos
desconectar los cables de comunicaciones al casco de vuelo y destrabar los arneses que nos
mantenían asegurados al asiento, nadar luego hacia el fondo de la pileta para liberar al avión y
emerger a la superficie, continuando inmediatamente con el desprendimiento del paracaídas de
“tipo asiento”, que por su flotabilidad positiva tendía a hundirnos el torso con la cabeza hacia
abajo. Después de activar el salvavidas, debíamos inflar el bote de supervivencia, treparnos a
él y prepararnos para el rescate.

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Con respecto a este ejercicio, recuerdo vívidamente a un piloto que luego de varios intentos
para pasar la prueba, debiendo ser ayudado por los nadadores de rescate que se encontraban
en la pileta para actuar en estos casos dijo “Este paracaídas me va a matar”. Sus palabras se
cumplieron meses más tarde, cuando después de un despegue del portaaviones su avión cayó
al mar. Él, luego de abandonarlo, no pudo desprenderse del paracaídas, que terminó siendo la
causa de su muerte al impedirle respirar.
También realizábamos un ejercicio de rescate en el mar. Con traje antiexposición y equipo
de vuelo éramos abandonados por un buque, flotando en una balsa de supervivencia.
Cuando se acercaba el helicóptero de rescate debíamos dejar la balsa para nadar y tomar la
eslinga de rescate que arriaban con un cable por medio de un guinche desde la aeronave,
asegurarnos la misma al cuerpo bajo un torbellino de viento y agua originado por el rotor del
helicóptero que estaba sobre nuestras cabezas y luego éramos izados a la aeronave, a veces
con más altura que la deseada. Años después sería recuperado así luego de caer al mar.

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II) INCENDIO A BORDO!

A fines de 1962 ya había comenzado a volar


el Catalina PBY-5A que junto a los Beechcraft
C-45-H y AT-11 tenía la Escuadrilla como
multimotores de propósitos generales.
Alternaba en ellos mis vuelos con el
monomotor N.A. SNJ-5C y los AT-6 recibidos
desde Punta Indio luego de los sucesos de abril
de 1963. Las Escuadrillas de Ataque se
trasladaban a Espora mientras la Escuela de
Aviación Naval hacía su mudanza a Punta Indio
a fines de ese año.
Mi experiencia en el PBY, luego de apoyar la
regata de Buenos Aires-Mar del Plata-Punta del
Este en 1963, las navegaciones al sur en
diversas tareas y muchas horas sobre la flota
remolcando la manga o fotografiando
ejercicios de tiro, llegaron a conformar al
comandante de Escuadrilla, que luego
de los correspondientes exámenes me
habilitó como Comandante de avión.
El Catalina era un extraordinario avión
anfibio, con controles manuales que
requerían bastante esfuerzo para
maniobrar debido a su gran estabilidad.
Carecía de flap, pero su envergadura
y superficie alar aseguraba una baja
velocidad de aproximación. También
muy baja era su velocidad de crucero,
poco más de cien nudos.
El mecánico de avión tenía un habitáculo debajo del
ala y era quien controlaba el sistema de combustible.
Había una coordinación a través del intercomunicador
para toda la operación de los dos motores Pratt &
Whitney de 1425 HP cada uno, que durante la
maniobra de despegue aturdían con su ruido, más
despegando del agua con corridas próximas al minuto.
Solo quedaban para esa época dos de estos
anfibios, sobrevivientes de la Escuadrilla de
Exploración que incorporados en 1946 habían
realizado vuelos de suma trascendencia como el
primero en unir el continente americano y la Antártida
con descenso en 1952.
También completó en esa oportunidad, al regreso
de la Antártida, la travesía a Buenos Aires en un
mismo día. Su apariencia de bote con ala soportada
por parantes externos, pontones rebatibles en las
puntas de ala usados para amerizar, alojamiento
lateral en el fuselaje de las ruedas de aterrizaje,

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abertura en proa para la maniobra de ancla o amarre, entelado la mayor parte de su ala y
superficies de control, le daban una apariencia anacrónica ya en los años sesenta, y en alguna
oportunidad nos intercambiábamos bromas por radio al cruzarnos con el Bristol de la Fuerza
Aérea Argentina, acerca de cuál tenía el privilegio de ser más inusual para la época. Por cierto
el Catalina databa de 1937.
En las tareas de cooperación con los buques, los vuelos no eran menores a las cuatro horas
de duración y para matizar las continuas evoluciones, circulaba el mate y los sándwiches de
bifes que se preparaban en la cocina eléctrica del avión. El baño era muy rudimentario, pero a
veces debía utilizárselo por las prolongadas navegaciones.
Además de los pilotos, la tripulación se completaba con el mecánico y su ayudante, el
radiooperador que utilizaba los viejos equipos de media frecuencia y generalmente transmitía y
recibía en morse. También iba un artillero y su ayudante para las tareas de remolque de la
manga y el equipo de fotografía. En navegaciones complejas, un oficial aviador cubría el
puesto de navegador.
En esos Catalinas sobrevivientes no funcionaban los obsoletos radares y para cruzar un
frente de tormenta se optaba por un nivel bajo, muy bajo sobre el mar, aunque en ocasiones
las condiciones del terreno no lo permitían y había que encararlo con un nivel medio. En esas
oportunidades llovía tanto adentro como afuera del avión!
En un tedioso traslado desde Espora a Puerto Madryn, que con vientos de frente
significaban alrededor de cuatro horas de vuelo, al entonces Capitán de Fragata Justiniano
Martínez Achaval que volaba en el puesto de Comando, se le ocurrió que podíamos hacerle
una broma al jefe de la Estación Aeronaval.
Poco antes del arribo nos declaramos en emergencia por tener un incendio a bordo que no
podíamos controlar.
Para simularlo, en un balde lleno de agua disparamos una señal de humo, de las utilizadas
para lanzar y marcar un punto de referencia en la superficie del mar.
El balde colocado en el “blíster”, así llamado la zona de ingreso al avión que servía además
como punto de observación y de afuste para las ametralladoras, lanzaba el denso humo que
sumado a nuestras angustiadas voces por radio y algunos movimientos con el paso de la hélice
que variaba los ruidos de los motores, generaba un espectáculo sobrecogedor.
En el aeródromo de Puerto
Madryn todo era frenético, la
ambulancia y el camión de
bomberos se desplegaban por las
pistas siguiendo al vehículo del jefe
de la Aerostación, el entonces
Capitán de Corbeta Jorge Baylac.
Luego de agregar confusión sobre
la pista que íbamos a utilizar, con el
consiguiente movimiento de los
vehículos en tierra, aterrizamos en la
pista principal donde nos siguieron
hasta nuestra detención.
Junto al camión de bomberos y la
ambulancia arribó el “Jeep” del Jefe
de Estación que se aproximó
rápidamente hacia la zona izquierda de la cabina donde estaba el Capitán Martínez Achaval,
quien en esos momentos corrió la ventanilla lateral del piloto y asomó la cabeza para decirle en
su característica tonada cordobesa “Te jo...”. No pudo terminar la frase, había recibido un
baldazo de agua que Baylac traía escondido en su espalda.
Se conocían muy bien en este tipo de andadas. Una vez en plena época de los levantamientos
militares de ese tiempo, se habían enfrentado con armas largas cargadas con munición de

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fogueo en el pasillo de la casa de oficiales de Puerto Madryn en horas de la noche, cruzándose
toda clase de epítetos, mientras los desconcertados “michis” que dormíamos en las
habitaciones que daban al pasillo no atinábamos a reaccionar ante los fuertes disparos y
fogonazos que llenaban el lugar.
Estos hechos generalmente terminaban alrededor de una mesa y con una copa en la mano
que alguien debía pagar.

Así el entonces Teniente de


Corbeta L.M. y yo debimos pagar un
cajón de buen vino luego de haber
estado perdidos volando de noche
en la Patagonia. El vuelo había
comenzado al atardecer en un
Beechcraft C-45-H despegando
desde Puerto Madryn para evacuar
una familia de la zona que había
recibido graves quemaduras en un
accidente, y el destino era
Aeroparque de la Ciudad de Buenos
Aires, donde esperarían las
ambulancias para el posterior
traslado de los heridos al Instituto del
Quemado.
Previa escala técnica en Espora para cargar combustible con más de seis horas de vuelo
arribamos a Buenos Aires ya pasada la medianoche. Luego de descansar hasta después del
mediodía, regresamos haciendo nuevamente escala en Espora para completar combustible,
saliendo de esta Base bien entrada la noche.
Había fuerte viento y la visibilidad estaba reducida por polvo en suspensión.
El C-45 “Expeditor” era un bimotor de transporte liviano equipado con dos motores Pratt &
Whitney de 450 HP, de tren convencional y ese año (1964) equipado con solo dos
radiocompases para navegación.
Ya en el aire, no teníamos indicación de estas radioayudas y con la baja visibilidad existente
nos “montamos” sobre la ruta que estimamos sería la Nro. 3 que se dirigía a Viedma y el rumbo
nos confirmaba una gran corrección de deriva debido al fuerte viento del sector oeste, ya que
para mantenernos sobre la ruta nuestro rumbo era cercano a 240 grados en lugar de los 190
para ir hacia Viedma.
Cerca de la medianoche las radioemisoras cortaban su transmisión y existían pocos
radiofaros en la ruta. Entre Bahía Blanca y Puerto Madryn, podía tomarse Viedma o San
Antonio Oeste pero ambos de poco alcance y muchas veces fuera del aire.
Cuando arribamos a lo que interpretamos que era Carmen de Patagones/Viedma pusimos un
rumbo oeste para evitar volar sobre lo que sería el Golfo San Matías en esas condiciones, sin
recibir señales de radiofaros.
Esperábamos tener San Antonio Oeste por la izquierda para caer hacia el sur.
Luego de navegar mucho tiempo con este rumbo comenzamos a recibir señales en la proa
del avión de una radioemisora que no podíamos identificar aunque los radiocompases seguían
girando permanentemente sin ninguna indicación estable.
En el sector a nuestra izquierda no aparecía San Antonio. Comenzamos a preocuparnos y a
secar prácticamente los tanques de combustible antes de cambiarlos. El sistema de
combustible tomaba de tres diferentes tanques; de la nariz del avión, auxiliares y principales.
Noche oscura, sin visibilidad, con mucho viento en altura y sin señales de los
radiocompases. Abajo luces de autos cada tanto en un camino rumbo este-oeste.
En lo que debía ser el Golfo de San Matías vimos algunas luces aisladas ¿Buques? No

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parecían. Comentamos; por el tamaño, quizás el “Queen Elizabeth”. No era el momento de
chanzas.
Por radio nos llamaron del control preguntando la posición y si teníamos nueva estima de
hora para arribar. Estábamos desubicados, mejor dicho, estábamos perdidos en la Patagonia
de noche y consumiendo la nafta del avión.
Una señal de radio se escuchaba mejor y la aguja del radio compás comenzó a oscilar en
dirección oeste. Luces en proa de un pequeño pueblo. ¿Sería Conesa? Pero otros grupos de
luces se comenzaban a ver en esa dirección. De pronto tomamos conciencia de lo que
realmente ocurría. Habíamos salido desde Bahía montados sobre la ruta que lleva a Choele –
Choel y desde allí con rumbo oeste teníamos a General Roca y Neuquén en la proa.
Recalculamos el combustible necesario desde esa posición y con rumbo sudeste recalamos
en San Antonio y aterrizamos tiempo después en Puerto Madryn luego de casi cuatro horas y
media de navegación, el doble de la duración normal del vuelo.
El entonces Capitán de Corbeta Aldo Miranda, Comandante de la Escuadrilla en persona nos
esperaba al pie del avión. Con una sonrisa aceptó las explicaciones, pero el cajón de vino no
fue perdonado.

El Beechcraft C-45 en sus distintas


versiones fue utilizado por la Aviación
Naval durante más de treinta años.
Por la disposición de su tren de
aterrizaje de tipo convencional, no era
fácil aterrizarlo y la posibilidad de un
rebote o “pato” estaban siempre
presentes.
El “pato” se produce por estar el
centro de gravedad del avión detrás
del tren de aterrizaje principal en los
llamados aviones convencionales con
rueda o patín de cola donde reposa el
fuselaje con una actitud de nariz alta.
Luego del toque de las ruedas principales al bajar la cola del avión, si existe un exceso de
velocidad, por aumento del ángulo de ataque del ala, se produce un aumento de sustentación y
el avión tiende a volar nuevamente en una situación de riesgo por su actitud de nariz alta
próxima a la perdida de sustentación y tener la potencia reducida previa al toque en la pista.
Años más tarde en una oportunidad un piloto con mucha experiencia, pero sin la necesaria
continuidad en el adiestramiento del avión C-45, debió finalmente desistir de poder ponerlo en
tierra luego de muchos intentos y rebotes y cedérmelo a mí, que volaba como piloto de
seguridad para que lo aterrizara.
En otro caso parecido, siendo yo copiloto en un traslado a Aeroparque, cuando allí
aterrizábamos y en el medio de un tremendo “pato” con la nariz alta, baja velocidad y motores
reducidos, quien volaba en el asiento del piloto -mucho más antiguo que yo- sin inmutarse me
miró y dijo “¡Usted lo tiene!”. Este es el término que se utiliza en instrucción cuando se cambia
el control del avión.

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El “Carlitos” como cariñosamente lo
llamábamos, tenía un fuerte tren de
aterrizaje que soportaba muy bien el
maltrato que recibía en sus aterrizajes
a manos de inexpertos “michis” o viejos
pilotos sin continuidad en el
adiestramiento.

Durante algo más de dos años en la


Escuadrilla adquirí experiencia en
traslados a distintos puntos del país y
en algunos casos me tocó improvisar,
como cuando cumplí un vuelo desde
Espora a San Rafael (Mendoza) con escala en Santa Rosa (La Pampa) en un N.A.-SNJ-5C
llevando a un oficial que había tenido una desgracia familiar.
En la escala de regreso en Santa Rosa, luego de cargar combustible, y cuando intenté poner
en marcha el motor, el arranque eléctrico del avión falló. Por haber llevado un pasajero en el
asiento trasero, no tenía mecánico para el caso. Una diferencia que el SNJ-5C tenía con el AT-
6 era este sistema que reemplazaba al de motor de arranque con previa inercia y luego
encloche. Por esta razón no tenía la posibilidad de emplear como en el AT-6 la manija de
arranque que se accionaba desde el exterior para dar inercia al motor de arranque y luego
conectarlo con una leva para girar el motor del avión. La alternativa era pedir a Espora el envío
de un avión de apoyo para la reparación, que seguramente significaría quedarme una noche en
el lugar.
Recordé la maniobra utilizada en oportunidades por los pilotos de transporte para casos
similares que consistía en arrollar el extremo de una cuerda en el domo de la hélice y tirar del
otro extremo para girar el motor, que previamente cebado, arrancaba al conectarse los
magnetos cuando la cuerda lo liberaba.
Así procedí, con la diferencia que el domo no era liso, sino que tenía los contrapesos de la
hélice de paso variable y donde podía quedar enganchada la cuerda y arrollarse en el otro
sentido si arrancaba el motor antes, con impredecibles resultados. Arrastrada la cuerda por un
vehículo del Aeródromo el fiel motor arrancó en el primer intento para mi tranquilidad. Luego de
saludar y agradecer el apoyo recibido por parte del personal del aeródromo, realizando algunas
pasadas bajas, puse proa a Espora para arribar sin novedad.
Una tarea realmente particular para la que fui designado consistió en el seguimiento de un
torpedo lanzado desde un buque de noche.
El ejercicio se realizó en Golfo Nuevo y para la experiencia se instaló una luz en la proa del
torpedo inerte que sería lanzado sobre el blanco. Yo debía volar un NA a 500 pies de altura
(150 mts) para poder seguirlo y dar su posición cuando finalizara su carrera y quedase
boyando, para que se completase su rescate.
Estos torpedos de ejercicio podían acabar con la carrera del oficial de armas submarinas del
buque si no llegaban a recuperarse.
En la cabina trasera volaba uno de mis compañeros de promoción, el Guardiamarina Raúl
Machado, quien seguiría atentamente mis maniobras con los instrumentos a fin de tomar el
control del avión si yo descuidaba el vuelo por mirar en esa noche oscura, sobre el negro del
mar desde muy baja altura, donde solo se veían las luces de navegación de los buques. En
posición, orbitando sobre el buque a la señal de ¡fuego! vi salir al torpedo y luego de unos
instantes la luz desapareció. Sobre la proyección de la corrida busqué sin resultado, mientras a
través de la radio nerviosas voces desde el buque preguntaban ansiosas si veíamos el
artefacto.
La búsqueda se prolongó y la desazón del buque era manifiesta, cuando en una de las
evoluciones pude apreciar que una luz boyaba pero en sentido contrario a la trayectoria del

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lanzamiento. El torpedo había caído 180°
por una falla en su giróscopo, luego se ser
disparado y había corrido indetectado
hacia el opuesto del blanco.

En otras oportunidades debíamos actuar


como fotógrafos portando una inmensa
cámara F-8 o K-20 y sentados en la cabina
trasera del NA apenas sujetados por las
correas de asiento que se aflojaban para
poder maniobrar dentro de la misma.
Utilizando casco de cuero, para evitar
que el viento producto de la velocidad del avión N.A nos volase el casco duro, y con la cabina
abierta, debíamos obtener semiasomados las fotos en el momento que el piloto en el asiento
delantero inclinaba el avión y lo hacía deslizar para que el ala no tapase los piques sobre el
agua de los disparos de cañones navales.
El tiempo de volido de los proyectiles era de varios segundos y después de la señal por radio
de “fuego” y de observar el fogonazo de los cañones, el piloto debía calcular éste tiempo y
realizar la maniobra para obtener las fotos en el instante preciso de los “splash” en el agua.
Las viejas cámaras fotográficas tenían cajas porta rollos destacables que utilizaban una
chapa como protección a la película. Una
vez colocada la caja en la cámara y previo
al trabajo, debía retirarse la chapa a través
de una hendidura y luego de obtenerse las
fotografías, y antes de desmontarse el
porta rollo, debía colocarse nuevamente la
protección.
No faltaron oportunidades, en las que
luego de disparar la máquina encuadrando
el horizonte y el tren de blancos donde se
observaban los piques de los proyectiles,
nos dábamos cuenta que la chapa
permanecía en su lugar y que ya no había
otra ocasión para registrar la salva efectuada. En estos casos era difícil explicarle a la Oficina
de Análisis de Armas por qué no había fotos del ejercicio realizado por determinado buque que
minuciosamente se había preparado para ejecutarlo y tener luego el resultado de la restitución
fotográfica.
Esos años, en la Escuadrilla de Propósitos Generales, fueron pródigos en vuelos, con una
gran diversidad de tareas y tipos de avión a volar.
Los “Michis” que éramos mayoría, cometíamos las imprudencias propias de nuestra
juventud; como realizar vuelos rasantes nocturnos sobre localidades, acrobacia en formación
no contemplada en los planes de
adiestramiento de la Escuadrilla o los
simples desafíos de quién volando en N.A.
rompía la tulipa de la luz de navegación de
punta de ala al otro avión. Para esto
volábamos en formación de frente – lado a
lado – y el numeral debía acercarse muy
lentamente a la exacta altura de alas, pues
de lo contrario el flujo de aire ocasionaba
que el ala más alta se elevase y viceversa,
desacomodando la posición. Cuando el
Jefe de Logística se sorprendió por la

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cantidad de plásticos rotos, dejamos de practicarlo.
En 1964, para la operación de los SNJ-5C a bordo del Portaaviones, comenzamos a contar
con Oficial Señalero al Aterrizaje (OSA) al igual que el resto de los aviones que operaban en el
mismo. El entonces Teniente de Navío Miguel A. Grondona se desempeñaba principalmente en
nuestro control.
Con las indicaciones del señalero a través de la radio podíamos regresar a bordo, o al
menos intentarlo, cuando existían fallas en el espejo de aproximación o el mismo estaba fuera
de límites para ser estabilizado por el cabeceo del buque. Esta autoimpuesta limitación
obedecía a razones de seguridad. El haz luminoso del espejo estabilizado materializaba una
pendiente de aproximación de cuatro grados con respecto a la horizontal y podía coincidir con
la estructura del buque en su popa, cuando el portaaviones cabeceaba en esos valores. En
este caso el avión podía estrellarse contra el buque manteniendo perfectamente la pendiente
de aproximación.
En una oportunidad, operando el portaaviones frente a Mar del Plata, yo realizaba con un
SNJ-5C ejercicios de interceptación guiado por radar desde el buque en un sector al este del
mismo. Un frente de tormenta de rápido avance pronto afectó al buque y a mi regreso debía
enganchar o dirigirme al Aeródromo de
Carrasco en Montevideo por ser la única
alternativa operable, sin tener que cruzar
el frente frío. Bajo el guiado por radio del
Teniente Grondona luego de un “bolter”,
pude enganchar en mi segundo intento, ya
bajo fuerte lluvia y con amplios cabeceos
del Portaaviones.
También practicábamos ante la posible
falla de radio, la aproximación por medio
de las señales que con banderolas hacía
el señalero que se encontraba en una
plataforma a popa sobre la banda de
babor, en forma similar a la ejecutada en
los primeros años de las operaciones de
portaaviones sin sistema óptico de
aproximación.
Durante ese año realizamos un gran
número de navegaciones y operaciones
desde el buque en ejercicios como el
“Caimán” en la zona de San Antonio
Oeste con una participación masiva de
Buques, Aviones y la Infantería de
Marina.
A finales de 1964, recién casados
emprendíamos con Stella el viaje en un
Citroën 2 CV modelo 1962 que mi suegro nos había regalado hacia la ciudad de Veróni ca, con
escala en Mar del Plata para disfrutar la luna de miel por una semana.
Aún Guardiamarina aunque próximo a ascender a Teniente de Corbeta, con 1200 horas de
vuelo en total, más de la mitad como piloto, y 53 enganches en el portaaviones, había sido
designado para ser instructor de vuelo en la Escuela de Aviación Naval sita en la Base
Aeronaval Punta Indio.

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III) INSTRUCTOR DE VUELO
A mediados de diciembre de 1964 iniciaba el curso teórico – práctico de instructor de vuelo,
que se desarrollaba durante el receso anual de la Escuela de Aviación, para estar en
condiciones de impartir instrucción cuando los alumnos, que comenzaban sus clases teóricas
en febrero, terminasen las materias básicas previas al vuelo.
El curso de instructor consistía en volar desde la cabina trasera del avión las técnicas de las
diferentes etapas de vuelo y la didáctica correspondiente, “enseñando” a un veterano instructor
que simulaba ser un alumno en la cabina delantera cometiendo los errores más usuales, y
otros que no lo eran tanto. En total
requería unas 60 horas de vuelo.

El curso de Aviadores Navales


estaba conformado por diferentes
etapas y la primera era Seguridad, que
constaba de 25 vuelos duales y
verificaciones que preparaban al
alumno para su vuelo solo, luego de
dominar el despegue, aterrizaje,
recobradas de pérdidas de sustentación
o entradas en tirabuzón, distintas
performances del vuelo y toda clase de
emergencias simuladas durante las fases del mismo.
Después vendría la etapa de Maniobras Especiales, que eran técnicas de despegue y
aterrizaje con vientos de través y en campos reducidos.
A partir de esta etapa comenzaba simultáneamente la instrucción en Acrobacia e
Instrumental Básico, dependiendo el período a realizar de la meteorología, que era muy
limitativa para la acrobacia cuando existían capas de nubes.
Más tarde serían las etapas de Radioinstrumentos y Formación. En la primera, luego de
completar los periodos en simulador de tierra, los alumnos volaban en el asiento trasero bajo
capota realizando radionavegaciones y entradas por instrumentos incluyendo las controladas
por radar desde tierra (GCA, Ground Control Approach).
La etapa de Formación, primero se cumplía con una sección (2 aviones) y luego en división
(4 aviones).
Habiendo dominado el vuelo por instrumentos, los alumnos realizaban la etapa de Nocturno
y la de Formación Nocturna, cuando terminaban la correspondiente etapa diurna en formación.
Por último vendrían las etapas de Armas, donde se realizaban ejercicios sobre los blancos
dispuestos en un polígono de armas aéreas, y las navegaciones observadas que culminaban
con una Navegación Final, visitando distintos puntos del país, normalmente ubicados en el sur -
el teatro de operación más corriente-, con muchos aviones de la escuela y otros de apoyo,
generalmente de transporte con el personal de mecánicos y la logística de repuestos
necesarios.
Al finalizar el Curso, los alumnos no tenían menos de 180 horas de vuelo.
La actividad para el instructor de vuelo no se limitaba a dar doble comando; también debía
asumir un cargo en la administración de los diferentes Departamentos que conformaban la
estructura de la escuela y además contribuir con la enseñanza teórica de los alumnos
impartiendo clases de acuerdo a la materia que se le asignaba. En mi caso fui designado para
enseñar “Aerodinámica I y II”; primero como ayudante de la cátedra y a partir del segundo año
a cargo de la materia. En mis primeras experiencias como profesor, mientras desarrollaba en el
pizarrón interminables fórmulas de la teoría de los fluidos, miraba de reojo a un particular
alumno que tenía previos conocimientos en la materia. Mientras él asentía involuntariamente
con la cabeza a mis deducciones, yo seguía escribiendo. El problema surgía cuando

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comenzaba a mover la cabeza en el
otro sentido en señal de duda o
desaprobación y la alarma amarilla se
prendía en mi interior; tomaba
distancia del pizarrón y reveía lo
escrito. Cuando tomé la titularidad de
la cátedra mis fantasmas habían ya
desaparecido.
La enseñanza era metódica y
exigente. Antes de cada periodo el
alumno debía describir al instructor
todas las maniobras que se
realizarían en vuelo con el mayor
detalle y ese prevuelo demoraba
entre 30 y 45 minutos. Luego de
retirar los paracaídas del pañol se concurría al avión y se realizaban las inspecciones,
secuencias de verificación, puesta en marcha, rodaje, comunicaciones, despegue, salida de
circuito hacia la zona de vuelo asignada y sus correspondientes niveles, para realizar las
maniobras del período.
Finalizadas las mismas se producía el regreso al circuito que podía comprender maniobras
de aterrizajes y despegues con las infaltables simulaciones de emergencia que
incansablemente realizaba el instructor.
Después del aterrizaje final y el regreso a plataforma de estacionamiento, vendría el post-
vuelo, donde el instructor recalcaría los puntos más importantes de lo realizado.
El instructor entregaba la planilla con la calificación en cada maniobra del vuelo y su concepto
general, si el alumno aprobaba el periodo o debía repetirlo enfatizando en determinados
aspectos.
Terminado este vuelo, otro alumno estaba esperando al instructor para desarrollar un turno
similar y así teníamos normalmente tres periodos de instrucción durante el día, y la posibilidad
de otro nocturno.
Había etapas más divertidas y con gran cantidad de adrenalina, como la enseñanza de los
primeros aterrizajes o emergencias simuladas a baja altura. Otras etapas requerían mucho
esfuerzo físico, como el de impartir varios turnos seguidos de acrobacia.
Dar instrucción en Instrumental era algo aburrido, siguiendo desde la cabina delantera las
trayectorias básicas y alejamientos o acercamientos por diferentes rumbos a las radioayudas
de tierra que los alumnos realizaban bajo la capota.
Una etapa linda de la instrucción era el vuelo en formación, que requería estar muy atentos
hasta que el alumno dominaba los
movimientos relativos entre los aviones
y más aún en formación nocturna
donde las luces de navegación eran las
referencias para mantener la posición,
y en ocasiones ayudaba la pálida luz
de la cabina del otro avión o las llamas
de los caños de escape del motor.
Pero en todas ellas siempre estaba
presente la duda ¿hasta cuándo dejar
progresar al alumno en su error antes
de tomar el control del avión para evitar
que el error se transformara en
emergencia o accidente?
El aprendizaje en este tipo de

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habilidades es dominado por la prueba y error, al igual que cuando comenzamos a andar en
bicicleta. Primero hay ayuda externa con ruedas laterales traseras o quien sujete del asiento
para conservar el equilibrio, pero en algún momento se produce el “solo” y la instrucción
recibida de apoyo ante errores que se reconocen y luego se evitan, es vital para el desempeño
posterior.
¿Cuál es el momento en que el instructor debe tomar el control del avión durante un
despegue en que el alumno sin suficiente movimiento en los pedales no mantiene la trayectoria
recta y comienzo a irse hacia el costado de la pista?
De tomarse el control demasiado pronto, el alumno no entenderá cuánto pie debe aplicar
para contrarrestar el movimiento. Si se deja progresar el error, este debe ser tal que el
instructor cuando tome el control pueda resolver la situación alcanzada. Este límite es la
diferencia en una buena instrucción, pero también da menos margen para evitar un accidente.
En mi primer accidente superé ese límite. Tenía 160 horas como instructor. El 23 de marzo
del 1966 en el AT-6 EAN 221 realizaba un vuelo de instructor de instrumental básico desde la
cabina delantera. El alumno era un Capitán de Corbeta de una Armada extranjera y debía
realizar desde la cabina trasera bajo capota un despegue por instrumentos para luego
ascender a cumplir el periodo. El viento ligero de la izquierda estaba dentro de los límites para
la maniobra.
El alumno inició la corrida desviándose suavemente a la derecha y la mantuvo luego recta.
El bastón de mando permanecía atrás durante la carrera de despegue. El avión despegó con la
actitud de nariz alta a una velocidad de 60 millas por hora y el alumno, en lugar de llevar el
bastón hacia delante para reducir la actitud y mantener un ascenso normal, llevó más atrás el
control de elevación. Yo lo seguía en los controles suavemente para reaccionar en la maniobra,
pero no pude evitar este movimiento. Tomé el control al grito de ¡Yo lo tengo! y llevé el bastón
hacia delante, pero era tarde: se producía la pérdida de sustentación y caía el ala derecha,
como era habitual en el AT-6. Intenté recuperarlo aplicando toda la potencia al mismo tiempo
que con el pedal izquierdo trataba de levantar el ala derecha (en ese caso no se usa el alerón
para no agravar la pérdida), pero desde unos cuatro metros el avión cayó con rumbo hacia la
derecha de la pista y fuera de control.
Sobre el terreno recorrimos unos 100 metros, mientras se rompían ambos parantes del tren
de aterrizaje, se doblaban las palas de la hélice y saltaban pedazos del flap además de otras
averías.
Una vez detenido el avión corté rápidamente la alimentación de combustible y el sistema
eléctrico para evitar un incendio, y procedí a salir de la cabina y ayudar al aturdido alumno que
había vivido la experiencia bajo la capota. No sufrimos lesiones físicas, pero quedó herido mi
orgullo al ver el estado del avión.
El único consuelo fue que no era el primer accidente que se registraba con esta maniobra, y
poco después fue eliminada para la instrucción en el NA. Se practicaría nuevamente años más
tarde con aviones de tren de triciclo que tienen una actitud de despegue más baja producto de
la rotación de la nariz con suficiente velocidad, además del mejor control direccional durante la
corrida de despegue.
La Escuela de Aviación Naval también tenía aviones C-45-H para adiestramiento por
instrumentos y yo tenía la oportunidad de volarlo en traslados que permitían variar la rutina del
circuito sobre Punta Indio.
Durante el primer año como instructor todo es novedad en la enseñanza del vuelo y es
gratificante al final del curso ver recibir las alas de aviador a quien un año antes tenía dudas de
cómo rodar un avión. Se percibe el progreso de los alumnos y el resultado final depende del
esfuerzo empeñado.
Durante el segundo año como instructor, se está en condiciones de tomar verificaciones de
las diferentes etapas, para culminar en el tercero como examinador con la consiguiente
facultad de determinar cuándo el alumno está en aptitud de salir solo o aprobar etapas.

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La responsabilidad era mucha cuando nos bajábamos de la cabina trasera luego de un
examen de Seguridad para dejar que el alumno realizase su primer vuelo solo.
En este caso concurríamos a la torre de control y seguíamos con ansiedad ese vuelo que tanto
marca a un aviador.
El primer solo es inolvidable y también la recepción que le espera al alumno cuando regresa
del mismo. Sus compañeros rodean al avión cuando arriba a plataforma y luego del protocolar
saludo de una autoridad de la Escuela y su instructor de vuelo, el alumno es capturado por sus
camaradas que realizan imaginativas tropelías con él. El simple “manteo” de arrojarlo por el aire
es lo mínimo. Al día siguiente concurrían a su próximo vuelo generalmente teñidos o rapados
cuando no era moda en esa época, y con algunos restos de aceites o pinturas que no habían
podido borrar de los festejos.

Durante mi tercer año como


instructor cursé la Escuela de
Aplicación en la especialidad de
Mantenimiento Aeronáutico. Si bien
tenía dedicación exclusiva al curso,
volaba los fines de semana dando
instrucción o realizando
adiestramiento para mantener la
actividad de vuelo.
El curso, además de tener el
centro de gravedad en la
especialidad del mantenimiento
aeronáutico, abarcó una serie de actividades que fueron gratificantes, aunque por momentos
de muy distintas ramas del conocimiento. Gracias a las gestiones del entonces Director de la
Escuela, Capitán de Fragata Siro de Martini con quien había tenido mi primer contacto antes de
ingresar a la Armada, llegamos a cursar un cuatrimestre en la Universidad del Salvador con
materias de Ciencias Políticas al mismo tiempo que estudiábamos Cálculo Matricial para la
resolución de problemas de Investigación Operativa. Uno de mis trabajos prácticos de
selección de armamentos lo llamé “Prometeo”; título en el que se refleja la diversidad de las
disciplinas que estudiábamos.
En otro de los períodos del curso concurrimos a la Base Naval Mar del Plata, y cursando
Guerra Antisubmarina tuvimos embarcos en Fragatas y también navegamos en Submarino, lo
que fue una experiencia única.
Fue ese año, mientras visitábamos la Base Espora que tuve la oportunidad de volar por
primera vez un reactor al salir en la cabina trasera de un TF-9J “Cougar”. Su piloto quedó
decepcionado al comprobar que no me había impresionado. Fue un lindo vuelo, pero yo creía
que sería muy distinto al del T-28 “Fennec” que ya volaba, y no lo fue tanto.
En 1968 comencé mi cuarto año como instructor, algo renovado por la actividad académica del
año anterior y con la novedad de la incorporación en la Escuela del North American T-28
“Fennec” para la instrucción.
Este avión había sido adquirido a Francia en 1966, país que los tenía preparados, artillados,
con blindaje y elementos para la operación en el desierto, por haberlos utilizado en Argelia.
El motor Wright R-1820-56 S de 1350 H.P. a través de la hélice tripala de paso variable,
entregaba la propulsión necesaria para los máximos 4000 kilogramos del avión.
Con su incorporación y la experiencia recogida en los últimos años por quienes habían
efectuado el curso de Aviadores en Pensacola (EE.UU.), se introdujeron también algunos
cambios en el modo de impartir la instrucción de vuelo.
El primero fue que el alumno dejaba de contestar si o no con el correspondiente ademán de
la cabeza ante las preguntas del instructor. Con el AT-6 tenía prohibido el uso del
intercomunicador para hablar con el profesor de vuelo, a menos que este lo autorizase, y
utilizaba un micrófono de mano para las comunicaciones con la torre. El T-28 tenía incorporado

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comunicación interior y exterior en sendos interruptores colocados en la manija del acelerador y
el micrófono se instalaba en el casco cerca de la boca.
Presionando uno u otro de los interruptores le resultaba fácil la comunicación, aunque a veces
“salía al aire” en radio -en lugar de por el intercomunicador- una secuencia relatada para el
instructor.
Otra novedad fue permitir al alumno llevar un anotador de rodilla con la guía de vuelo del
avión, con sus procedimientos en tierra y en vuelo normales y de emergencias. Ahora no tenía
que aprender de memoria todas las secuencias de verificaciones que debía relatarle al
instructor y realizarlas simultáneamente.
Por caso la secuencia de verificación previa al despegue en AT-6 constaba de 33 ítems y
aún hoy la recuerdo. Mezcla rica, paso mínimo, aire frío al carburador, tanque de combustible
más lleno conectado, magnetos en ambos, batería y generador conectados, temperatura de
aceite normal, presión de aceite normal, presión de combustible normal, temperatura de
cabeza de cilindros normal, etc. hasta finalizar con la prueba de los controles de vuelo antes de
alojar la pista y trabar la rueda de cola en el eje de la misma.
Ahora el alumno leía la secuencia de los procedimientos normales, aunque los de emergencia
los debía conocer de memoria.
También se introdujo la aproximación de precaución para asegurar la pista en caso de
regreso con fallas diferidas al aeródromo y ante la posibilidad de que la misma se convirtiese
en emergencia.
Esta consistía en cumplir con parámetros de altura, velocidad y configuración del avión que
permitiesen realizar una trayectoria del tipo espiral en descenso sobre la pista en uso y
asegurar su aterrizaje aunque fallase el motor durante la aproximación.
En una oportunidad dando instrucción de formación en T-28, el piloto del otro avión notó una
gran pérdida de aceite en el motor de mi avión, que no daba ninguna indicación anormal en los
instrumentos de la cabina. Por esta razón me dirigí a una aproximación de precaución y declaré
la emergencia diferida para tener prioridad en el circuito de aterrizaje.
Alcanzada la “llave alta” que era sobre la cabecera de pista en uso con determinada altura y
configuración, inicié el giro a “llave media” en el lateral de la pista y allí pude ver la columna de
humo gris que estaba dejando. Continué cumpliendo con los parámetros de altura y velocidad
del descenso y asegurado el toque en pista corté el motor y controlé la corrida de aterrizaje. Sin
propulsión, el avión debió ser remolcado posteriormente al estacionamiento. Luego se
comprobó que no quedaba aceite en el tanque por una avería del sistema de válvulas del
motor, lo que hubiera significado una detención de la planta de poder si prolongaba el vuelo;
pero en la trayectoria de precaución hubiese tenido siempre la pista asegurada para este caso.

El tren triciclo del T-28 facilitaba la maniobra de aterrizaje y despegue. Además la visibilidad
desde la cabina trasera era
excelente, muy diferente para dar
instrucción que con el N.A., donde
las referencias laterales en el terreno
eran las únicas visibles por su
elevada actitud en las maniobras de
aterrizaje y despegue. Por caso en
nocturno, luego de la llamada
“ruptura de planeo” cuando el avión
comenzaba a nivelarse para el
aterrizaje, sólo las balizas de pista
en ambos lados daban idea de la
posición del avión respecto al eje de
la misma y a la altura sobre el
terreno, ya que nada se podía ver
adelante, oculto por la nariz del

22
avión.
Durante el año 1968 volaba cuatro
tipos de aviones, T-28, AT-6, C-45 y
PBY-5A y a veces tres de ellos en el
mismo día. Esto era gratificante por la
variedad de tareas, pero no desde el
punto de vista de la seguridad aérea. Si
bien en general, el tipo de emergencias
para estos aviones tenían grandes
semejanzas para su resolución, existían
diferencias que podían agravar la
misma y hasta debía esforzarme en
recordar las diferentes velocidades y
valores a aplicar de presión de admisión
y revoluciones de hélices en cada
performance. Pero hacía lo que me
gustaba y encima me pagaban. Nunca
para ser rico, pero al menos para vivir
con dignidad.

La escuela había recibido el último de


los Catalinas transformado en “aula volante”. Dotado de facilidades para la navegación aérea
con varias mesas para alumnos, se realizaban navegaciones para la práctica de los futuros
pilotos. Con esta finalidad realizaba navegaciones hasta Ushuaia, que me permitían mantener
contacto con la desolada y atractiva Patagonia.
Así también lo empleábamos en otras tareas especiales, como en una ocasión a principios
del mes de diciembre de 1967 cuando con el entonces Teniente de Navío Miguel A. Grondona
trasladamos a los alumnos para que realizaran el ejercicio práctico final de Supervivencia, en la
laguna Chascomús. Luego de Completar algunos acuatizajes de adiestramiento, dejamos en el
medio de la laguna a los alumnos con sus instructores. Debían abandonar el anfibio, subirse al
bote individual de supervivencia, llegar a la costa y luego regresar caminando a la Base Punta
Indio - a muchos kilómetros de distancia - sorteando líneas “enemigas”, pernoctando y
alimentándose según lo aprendido teóricamente. Sólo contaban con los elementos que se
llevan en el chaleco de supervivencia, así que la flora y la fauna salvaje o doméstica del lugar
corrían serios riesgos. Quien fuera interceptado por el “enemigo”, materializado por un grupo
de Infantes de Marina, debería repetir el ejercicio.
Taxeábamos esperando que los botes arribaran a la orilla y observamos que uno de ellos no
avanzaba pese a las esforzabas braceadas de su ocupante. Estaba cayendo la tarde y mucho
tiempo no podíamos esperar. Debajo de mi overol tenía un pantalón de baño, así que luego de
acercarnos lo prudencial por los motores en marcha me zambullí desde el blíster del avión y fui
nadando hasta el bote del “naufrago”. Era un joven cabo segundo que realizaba su primera
práctica como ayudante de instructor. Nunca olvidará lo que significa tener un “ancla de capa”
cuando está sumergida para evitar la deriva. Izado el artefacto poco le llevó alcanzar la costa,
al mismo tiempo que yo abordaba al Catalina donde me esperaban con toallas y café caliente.
Antes del anochecer dejábamos la laguna, luego de la habitual corrida de más de un minuto
con ambos motores a pleno y su ensordecedor ruido en la cabina mientras el anfibio se
montaba sobre el “redán” antes de abandonar el agua.
A partir de 1969 sólo quedaría el T-28 como avión de formación básica en la Escuela. En
este tipo de avión en junio de 1968, tuve un leve incidente cuando realizaba el rodaje a
cabecera de pista para llevar a cabo un vuelo de prueba.
El EAN 105 había tenido una recorrida periódica y como era habitual le correspondía un
vuelo de aceptación.

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Durante la recorrida realizada, se le había cambiado el parante de la rueda de nariz del tren
de aterrizaje. En la inspección visual que realicé previa al vuelo, con especial atención al
parante, no encontré novedades. A mitad del rodaje a cabecera de pista con velocidad normal
y entre 700 y 900 RPM del motor, comenzó a sonar la bocina “indicación del tren de aterrizaje
arriba”, al mismo tiempo que el indicador de rueda de nariz pasaba a posición intermedia.
Instantes después la hélice tocaba el suelo al tiempo que bajaba la nariz del avión, se
paraba bruscamente el motor y el T-28 se arrastraba unos metros más hasta detenerse
apoyado sobre el tren principal y lo que quedaba de las palas de la hélice.
Procedí con la secuencia de detención del motor, abrí la cabina y junto al mecánico que
ocupaba el asiento trasero nos deslizamos por el ala.
La investigación posterior determinó una errónea conexión del sistema hidráulico accionador
del parante luego de la prueba sobre gatos hidráulicos que se realizaba para verificar su normal
funcionamiento. Por las vibraciones del rodaje el perno mecánico de seguridad se había
deslizado y el parante accionado por la presión hidráulica se retrajo. En definitiva, cuando
bajaba el tren principal subía el parante de la rueda de nariz e inversamente.
Esta falla hubiera provocado un accidente mayor si se hubiese manifestado en la carrera de
despegue o luego, cuando regresara para aterrizar con rueda de nariz retraída o el tren
principal arriba.
A mediados de Diciembre de 1969 había superado las 3000 horas de vuelo, con 1100 como
instructor de vuelo y luego de 5 años de Escuela, el Director de la misma me felicitó al decirme
que sería trasladado al Portaaviones A.R.A. “25 de Mayo”,
recién arribado al país en reemplazo del A.R.A.
“Independencia”. No era lo que tenía en mente; había
solicitado traslado a la Primera Escuadrilla de Ataque,
ahora remozada con los aviones Aer Macchi MB-326.
Integrar la plana mayor del Portaaviones significaba
una tarea en la cubierta de vuelo para operación de los
aviones de las distintas Escuadrillas, y ello me alejaba del
vuelo.
Ahora como Teniente de Fragata, con Stella
embarazada de Claudina, que nacería pocos meses
después, y nuestras hijas Gabriela y Guillermina, nacidas
durante este periodo, regresamos a Bahía Blanca a
mayor velocidad en el Citroën 2 CV modelo 1966, que con
mucho esfuerzo habíamos cambiado. Este alcanzaba 80
Km. por hora, en lugar de los 60 del anterior.
Nos alejábamos del tranquilo pueblo de Verónica. Allí
habíamos experimentado una agradable vida familiar
nucleados en el Club de Oficiales de la Base, donde
practicábamos deportes y compartíamos reuniones
sociales simples pero de imperecederas amistades.

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IV) BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS
Los dos años transcurridos como integrante de la Plana Mayor del buque insignia de la
Armada fueron de intensa actividad, tanto en navegación como durante los períodos en puerto.
Las etapas en el mar eran prolongadas y recorrimos todo el litoral marítimo realizando
ejercicios con aeronaves en distintas condiciones de mar, diurno y nocturno.
Me desempeñaba en la cubierta de vuelo, donde el personal vistiendo uniformes con
distintivos colores según sus tareas, actuaba en coordinación digna de ballet para asegurar el
éxito de las operaciones con la máxima seguridad.
En la cubierta actuaban diferentes equipos responsables de cumplir una tarea específica que
se eslabonaban hasta concluir la operación. Desde el grupo que recibía los aviones
procedentes del hangar a través de los ascensores y los estacionaba en la cubierta de vuelo,
hasta el oficial que daba la orden para su despegue o catapultaje; tractoristas, encargados de
los calzos o trincas para inmovilizar el avión en cubierta, directores de cubierta para puesta en
marcha y rodaje, encargados de operar matafuegos, rescate de tripulaciones en caso de
accidentes vistiendo trajes de amianto, “gancheros” para liberar el gancho del avión del cable
de cubierta luego del anavizaje, etc., todos eran eslabones intermedios de esa cadena que era
tan fuerte como su eslabón más débil, y en este aspecto el adiestramiento continuado en
puerto aseguraba que el nivel de fallas fuera el mínimo, sin debilidades.
En cubierta también operaban los encargados de los sistemas de electricidad para la puesta
en marcha, maquinaria de los cables de frenado y catapulta, aprovisionamiento de combustible,
de armamento, nadadores de rescate para casos de salvataje en el agua, etc.
De los 70 hombres que componían
nuestra división de la cubierta de vuelo,
50 de ellos eran conscriptos, la
mayoría del interior del país en su
primer contacto con el mar. Poco
tiempo después de su incorporación y
luego de un arduo entrenamiento se
desplazaban por la movediza cubierta
de vuelo entre aviones con hélices en
movimiento de día o de noche,
orgullosos de las diversas tareas que
desempeñaban. Durante esos dos
años, a excepción de un tractorista que
en una mala maniobra cayó a uno de los balcones laterales del buque, sin mayores
consecuencias físicas, no hubo que lamentar ningún accidente del personal de cubierta.
La pista de 160 metros de largo y 8º angulada con respecto a la crujía del buque, tenía 6
cables para su frenado en una zona de 30 metros.
Los aviones que operaban eran los Grumman Tracker S-2A de exploración y guerra
antisubmarina, con un peso máximo de 11900 Kg., propulsados por dos motores Wright R-
1820-82A, con hélices tripala y equipados con sistemas para la guerra antisubmarina y
armamento para tal fin, como bombas, cohetes y torpedos antisubmarinos.
Los “Búhos” operaban día y noche, y sus enganches se escuchaban en la mayor parte del
buque cuando con casi 9000 Kg. tocaban la pista a unos 160 Km. por hora.
Para el despegue podían utilizar la carrera libre que requería bastante menos de los 214
metros de pista que tenía axialmente el portaaviones. Pero, en nocturno era mandatario por
seguridad en la maniobra la utilización de la catapulta, que los aceleraba más y tenían una
actitud de franco ascenso cuando abandonaban la proa del buque.
También operaban los North American T-28P de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de
Ataque. Estos aviones eran T-28-F modificados en el Arsenal de Punta Indio para que pudieran
operar a bordo. Fueron transformados 12 aviones en un comienzo y luego 2 más para

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reemplazar las pérdidas sufridas por accidentes, y los trabajos particularmente se centraron en
reforzar el cono de la cola donde se instaló el gancho de frenado; así también se modificó la
horquilla del tren de aterrizaje de nariz. Fue necesaria la instalación del sistema hidráulico para
subir y bajar el gancho y su correspondiente mando en la cabina delantera.
Otras reformas fueron la instalación en el mando del acelerador de un sistema para
"puentear" el limitador de potencia en caso de ser necesaria la máxima disponible y hasta se
limaron algunos centímetros las puntas de pala de las hélices para reducir el riesgo de un
toque con la cubierta de vuelo.
El otro tipo de aeronave que operaba era el helicóptero Aerospatiale Alouette III, utilizado en
propósitos generales, particularmente como aeronave de rescate.
Durante las operaciones de vuelo diurnas de aterrizajes o despegues, siempre se disponía
de un helicóptero en estación de vuelo sobre el portaaviones equipado con un guinche para el
izado desde el mar de los sobrevivientes en caso de amerizaje de una aeronave durante esas
fases críticas de las operaciones. El helicóptero transportaba un grupo de nadadores de
rescate, que se lanzaban al mar para socorrer en el agua a los náufragos y ayudarlos en la
sujeción de la eslinga con la cual serían izados a bordo mediante el guinche de la aeronave.
Para los helicopteristas era una tarea tediosa, pero gracias a ella se salvaron muchas vidas,
entre ellas la mía años más tarde.
Durante las operaciones de vuelo
nocturnas se contaba con un
destructor que navegaba en
cercanías del portaaviones, listo
para desplegar embarcaciones
menores para el rescate, ya que el
Alouette no estaba capacitado para
esa tarea de noche.
Una de mis funciones era
controlar el sistema óptico que daba
la pendiente de aproximación a la
cubierta. Este sistema reemplazaba
al espejo que reflejaba la luz de
focos, originando la “pelota” con su
haz lumínico, como tenía el
“Independencia”.
El sistema nuevo era una plataforma estabilizada giroscópicamente que mantenía una doble
columna de luces que se proyectaban con diferente intensidad y color para materializar la
pendiente de aproximación que veía el piloto como una “pelota” luminosa con respecto a las
referencias de luces verdes horizontales. Su intensidad era máxima en la pendiente correcta,
débil por encima de ella y llegaba a ser roja cuando se volaba debajo de la pendiente.
Con un simple mástil de altura
variable y un espejo a 45º en la parte
superior, yo podía corregir la pendiente
verificando la pelota en el punto de
toque deseado del gancho del avión,
entre cables 3 y 4, y con la altura del
mástil graduada según el avión que
operaba, para tener la posición de la
visual del piloto en el momento del
toque en cubierta con la pelota
centrada.
Cuando por razones de mar gruesa
el movimiento de buque superaba en

26
cabeceo la inclinación de la pendiente, el sistema no mantenía la estabilización por seguridad y
en estos casos la aproximación se realizaba solamente bajo el control por radio del señalero de
aterrizaje.
Los períodos de navegación se extendían entre dos o tres semanas con una actividad que
no tenía interrupciones en las operaciones de vuelo. En los momentos de descanso el punto de
reunión era el “Salón de Fumar”- llamado así por ser uno de los pocos espacios autorizados a
encender fuegos, ya que por los miles de litros de aerocombustible a bordo, el peligro de un
incendio era una permanente preocupación-.
En el lugar se reunían la Plana Mayor del buque y los pilotos embarcados luego de las
actividades del día y podía disfrutarse de improvisados conjuntos musicales con los que
rivalizaban las distintas unidades que operaban.
Existían muchos juegos de mesa, y entre ajedrez, truco, bridge, “tute” y “chuña”, se
terminaba la jornada.
También la concurrencia al cine era grande. Se habilitaba uno de los tres hangares para la
proyección de películas que luego de vistas se intercambiaban con el crucero u otros buques
con facilidades de este tipo.
Estábamos acostumbrados a que las sillas se desplazaran siguiendo el movimiento de rolido
del buque cuando este era intenso, y en oportunidades debía suspenderse la función.
Tampoco era extraño el fuerte ruido que producía un “Búho” enganchando en la cubierta
sobre el hangar-cine, luego de una misión nocturna.
A la capilla del portaaviones concurríamos a misa durante las navegaciones, y allí fue
bautizado mi hijo Rodrigo durante un período en Puerto en 1971.

En el mes de mayo de 1970, aprovechando una licencia entre navegaciones, retomé el vuelo
en la Base Espora. Me readapté al
T-28 y realicé el adiestramiento
necesario en prácticas de aterrizaje
en tierra para portaaviones (PTAP),
con el objetivo de volar como
adscripto a la Segunda Escuadrilla
de Ataque durante los embarcos.
A partir de la siguiente
navegación en la que realicé mi
calificación a bordo con 14
enganches, en todas las etapas de
navegación siguientes efectuaba un
refresco de PTAP previo a la
zarpada, y luego volaba desde el
buque, donde llegué a completar en los
dos años 33 enganches.
En otra oportunidad encabecé una
visita a la Escuela apadrinada por el
portaaviones que se encontraba en la
ciudad de Santa Cruz, lo que me
permitió compartir la cabina de un C-45
y regresar al vuelo de traslado, ya que
me había convertido en un piloto de
circuito de aterrizaje.
Para complementar la falta de vuelo,
que en dos años no alcanzó las 70
horas, me dediqué al otro extremo en la
presión atmosférica.

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Con todo el apoyo del Comandante del Portaaviones, el Capitán de Navío Marcos Oliva Day,
realicé durante los fines de semana un curso de buceo deportivo en la Universidad Nacional del
Sur, que luego de varios meses de clases teóricas y prácticas en pileta, complementamos
durante el verano de comienzos de 1971 en Puerto Madryn con la práctica en el mar, llegando
a obtener la habilitación como buzo deportivo dos estrellas. Habíamos realizado orientación
submarina, descendido a 30 metros de profundidad y experimentado buceo nocturno.
A partir de entonces, cuando el buque fondeaba en Golfo Nuevo, salía con los buzos del
portaaviones a realizar descensos, aunque en invierno solo pudiésemos aguantar poco tiempo
las bajas temperaturas del mar, aun con gruesos neoprenos.
El buceo deportivo pasó a ser una actividad que incorporé desde esa época, y regresé
periódicamente a practicarlo al Golfo Nuevo, acompañado por mis hijos que también lo realizan
en la actualidad.
En mis ratos libres preparaba las materias que durante dos años cursamos los Pilotos
Aviadores, para rendirlas en la Escuela Naval Militar. De aprobarlas, tendríamos la posibilidad
de cambiar al Cuerpo de Comando y acceder a una carrera sin limitaciones del grado máximo
a alcanzar. Este curso llamado de Transición era una de las condiciones; además se tomaría
en cuenta el desempeño hasta el ascenso al grado de Teniente de Navío donde se producía el
cambio.
Durante los años transcurridos como Piloto aviador, por no haber cursado la Escuela Naval,
no faltaron actitudes de algunos pocos que demostraban cierto menoscabo por nuestro origen.
Recuerdo en particular a un oficial, no aviador naval, que se desempeñó como profesor de una
materia en el curso de Aplicación que yo cursaba junto a otros aviadores que habían realizado
la Escuela Naval. Mi calificación en el examen final fue promediada con una nota de concepto
general que la bajó drásticamente. No admitía que mi calificación final fuera mayor que la de
los otros oficiales aviadores.
Años más tarde este oficial demostró tener muy poco coraje durante el conflicto Malvinas y
allí terminó su carrera naval.
Mucho antes habían puesto final a su carrera en la Aviación Naval diez de la docena original
de mis compañeros de promoción.
La mayoría, desanimados por las perspectivas en la futura carrera y tentados por la oferta de
sueldos tres veces superiores que obtenían en las aerolíneas comerciales; otros, con secuelas
de los sucesos de abril de 1963 y posteriores actos de indisciplina en vuelo que culminaron con
arrestos graves, tales como separarse de una división en vuelo con NA-AT6 y realizar
acrobacia en formación en sección ante la incredulidad del líder de los cuatro aviones.
Américo Videau perdía la vida años más tarde en La Pampa, cuando volando su avión
fumigador se estrellaba e incendiaba.
A comandantes de Boeing 747 llegaron Carlos Puentes, Carlos Ardalla, Mario Massolo,
Carlos Mesa y Jorge Dejean, mientras que primero en Austral y luego en Aerolíneas Argentinas
se desempeñaron Roberto Wilkinson y Jorge Badih.
Otra historia tuvo Raúl Machado, que primero voló en Austral, más tarde en Aerolíneas
Argentinas, y luego de ser subdirector provincial de aviación en Río Negro regresó a la línea
comercial con Dinar.
El caso Hugo Sánchez fue particular, pues abandonó el vuelo siendo Comandante de
Boeing 737 para dedicarse al mantenimiento de jardines y la vida naturista.

28
Para 1970, sólo Eduardo Figueroa, con una extensa
campaña como piloto de transportes, y yo quedamos en
actividad de la Promoción V de Pilotos Aviadores.

En enero de 1972 el portaaviones se trasladó a los


Estados Unidos para traer en su hangar los aviones Douglas
A-4Q Skyhawk recién adquiridos. Yo no fui de la partida; en
diciembre de 1971 me comunicaron que había sido
designado para integrar la comisión de traslado en vuelo
desde los Estados Unidos de tres Pilatus PC-6B/H2 Turbo
Porter, fabricados bajo licencia en la Fairchild, y que se
habían adquirido para Propósitos Generales. Para esa fecha
se operaba uno en la Antártida como transporte ligero, y
había protagonizado el salvamento de científicos de la base
británica Fossil Bluff en agosto - septiembre de 1971, entre
sus múltiples actividades.
A mediados de enero del siguiente año llegábamos a
Washington, en un duro invierno, las tres tripulaciones
compuestas de piloto, copiloto y mecánico.
Realizados los trámites de rigor en esa ciudad, permisos
de sobrevuelos y visas para los diferentes países a recorrer, nos instalamos en Hagerstown
(Maryland) para recibir las clases teóricas del avión y la correspondiente habilitación en vuelo
diurno y nocturno. Era mi primera experiencia en turbohélice, ya que una Pratt & Whitney PT-6-
A-20 de 550 HP, con hélice tripala era el propulsor.
En una semana completamos el adiestramiento, la recepción de los aviones con vuelos de
aceptación y afinamos los detalles de la navegación que sería en formación y bajo condiciones
visuales.
De los tres aviones, dos estaban equipados con tanques de ala suplementarios; al tercero
para que tuviera la misma autonomía de vuelo se le habían instalado dos tambores de 200
litros cada uno en el interior de la cabina de pasajeros, y una bomba eléctrica y tuberías para
trasvasar el combustible al sistema del avión.
La alimentación al motor desde estos tambores se haría una vez en vuelo nivelado de
crucero, cortando la alimentación desde en tanque integral del ala y conectando la bomba
eléctrica del sistema de tambores. Se debería vigilar atentamente la presión de combustible por
posibles caídas en caso de existir aire atrapado en la tubería, e inmediatamente conectar la
alimentación del avión para evitar la “plantada” de la turbina. Tampoco existía un indicador del
combustible remanente en los tambores, por lo tanto debía calcularse por tiempo y flujómetro lo
consumido y estar muy atento a la caída de presión para retomar del tanque principal. El
mecánico cada tanto golpeaba los tambores y afinaba el oído para adivinar cuanto restaba en
el interior.
Yo era el más moderno de los tres
pilotos - los dos restantes eran
Tenientes de Navío-, así que me hice
cargo del engendro.
El Porter es un pequeño avión de
11 metros de largo y una envergadura
de 15 metros, con gran capacidad de
carga; siete pasajeros o 1000
kilogramos y preparado para
aterrizajes y despegues en campos
muy cortos.
Equipado con ruedas muy anchas

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en su tren fijo, de tipo convencional, le permite la operación en terrenos poco preparados y
también tiene la posibilidad de instalación de esquíes para la nieve.
Si bien es un avión sencillo, la utilización del modo Beta en la aproximación final causaba
imprecisiones en el momento de nivelar para el toque, con oscilaciones en la nariz que podía
llevar al toque de las palas de hélice en caso de descuido.
Para quienes habíamos volado con tren convencional, el problema era menor; no así para
los tres copilotos que estaban acostumbrados al tren triciclo. Lo único extraño era volar con la
mano izquierda sobre un bastón en lugar del volante típico en una disposición de controles
para piloto y copiloto.
Para fines de enero, con unas 15 horas de vuelo en el avión, dejábamos Hagerstown para ir
a Spartanburg en Carolina del Norte. Realizábamos el vuelo a bajo nivel para no entrar en
aerovías y a la velocidad muy baja de crucero del avión, unos 200 kilómetros por hora. El
copiloto del avión líder, el Teniente de Corbeta Jorge Cuyas se ocupaba se las
comunicaciones. Hasta la primera escala el tiempo nos acompañó, luego comenzó a nevar con
cielos cerrados durante cuatro días.
En la pequeña ciudad ya éramos conocidos. Todas las mañanas dejábamos el hotel para ir
al aeropuerto a esperar que mejorara. Cuando caía la noche ya habíamos hecho nuevas
reservaciones y así al siguiente día. Nos hicieron reportajes en el Aeródromo, que fueron
publicados en el diario local con profusas fotos de los argentinos y los simpáticos aviones que
trasladábamos.
El último día de enero cumplimos la etapa a New Orleans. Lo que me llamó más la atención
en ambas navegaciones fue la cantidad de aviones que cruzamos en vuelo, algo inusual
cuando uno volaba en nuestro país y más en la Patagonia.
Con los diferentes niveles de vuelo en las aerovías, otorgados por las autoridades de control,
aviones de todo tipo, civiles y militares, concurríamos a esas áreas de tanta densidad de vuelo.
Luego de haber conocido la Bourbon Street y el río Mississippi, bordeando el golfo de
México nos dirigimos a la ciudad de Brownsville, en la frontera con ese país, previa escala para
completar combustible en Galveston. Habíamos empleado casi 16 horas para recorrer el
territorio de los Estados Unidos.
En Veracruz, nuestra siguiente escala, ya en México, realicé un turno de vuelo de instrucción
en pista para habilitar a los tres copilotos que no habían completado todos los aspectos del
aterrizaje en campos cortos y especiales.
El primer cruce de la cordillera lo hicimos entre Veracruz y la cuidad mexicana Tapachula
sobre el Pacífico, luego de un frustrado intento por nubosidad que nos obligó a regresar.
El cruce requirió no sobrepasar los 3000 metros, altura sobre la cual deberíamos usar
oxígeno, por no tener el avión cabina presurizada. Tampoco tenía instalación para el uso de
oxígeno.
La real aventura comenzaba. Volar Centro América hasta Perú, sobre un tupido manto verde
que desde la línea de costa hacia el interior, trepando las elevaciones, le daba una continuidad
sólo interrumpida por algún lago o altas montañas.
Tratábamos de volar sobre la línea de playas para tener la posibilidad de un aterrizaje en
caso de fallas del único motor. La selva, de enormes árboles, no era el mejor lugar para
intentar aterrizar en emergencia, por el consiguiente peligro de desaparecer de la superficie
verde y quedar varios metros abajo sin posibilidad de rescate en caso de sobrevivir el
aterrizaje. Muchos aviones han sido “tragados” literalmente en esas zonas. Comentábamos
risueñamente que tampoco el mar era buen lugar, por los tiburones, y en las playas podíamos
observar grupos de chozas e indígenas en canoas recorriendo ríos que desembarcaban al mar.
¿Serían reductores de cabeza? En fin, debíamos confiar en la PT6 y no hacer otra cosa más
que admirar la naturaleza desde ese lugar tan privilegiado que se desplazaba bajo y lento, muy
lento.

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De esta manera fuimos
completando etapas, primero El
Salvador, luego Costa Rica y más
tarde Panamá.
Debíamos volar evitando las horas
de máxima inestabilidad
meteorológica, luego del mediodía,
cuando se formaban nubes de
desarrollo vertical con fuertes lluvias.
Volamos siempre esquivando los
Cúmulus Nimbus tan comunes en esa
región. De las nevadas de Spartanburg, habíamos pasado a las tórridas temperaturas durante
el día y la noche.
La siguiente escala era uno de los vuelos más comprometidos. El tramo a la ciudad de Cali
en Colombia no tenía prácticamente alternativas y deberíamos cruzar la cordillera para llegar a
esa ciudad que nos ofrecía combustible JP-1 para las turbinas.
Hasta Panamá habíamos tenido un buen apoyo meteorológico, donde la Base Americana
Howard era el último punto con excelente información.
El largo trecho desde Panamá a Colombia se cumplió sin problemas hasta llegar a la
cordillera, que debíamos pasar para entrar en Cali. Una compacta nubosidad tapaba los valles
del acceso y sin posibilidades de ir por arriba de las nubes por falta de equipo de oxígeno,
debimos recurrir a la alternativa, el aeródromo de Buenaventura sobre la costa. En esa época
de Aeródromo sólo tenía el nombre: era una picada en la selva, pista de césped despareja, una
construcción de madera a modo de torre de control a donde el operador, con el torso
descubierto corrió a cubrir las comunicaciones ante la presencia de los tres aviones que
evolucionábamos en la zona.
Luego del aterrizaje pudimos confirmar, que como decían las publicaciones de tránsito
aéreo, no tenían combustible para turbinas.
Debíamos esperar el siguiente día para intentar nuevamente entrar en Cali, a efectos de
poder cargar combustible y seguir.
Luego de amarrar los aviones, iniciamos el traslado a través del camino fangoso rodeado de
selva hacia el pueblo a bordo de la caja de un viejo camión que era el único vehículo en el
lugar. Gracias al edificio del destacamento de la autoridad marítima, pudimos pasar la noche en
una habitación.
Para entrar y salir de Cali al día siguiente, tuvimos que volar algo por arriba de los 3000
metros, y por poco tiempo superamos los 4000, cosa que no llegó a afectarnos.
Luego de completar el combustible y de reparar una pérdida de aceite que a través de una
manguera de lubricación tenía uno de los aviones, -y de intensificarse ponía en riesgo la
operación del motor-, nuevamente sobre la selva Colombiana nos dirigimos a Guayaquil.
En esa ciudad y posiblemente por la ingesta de agua en destinos previos, uno de los pilotos
debió ser internado por la deshidratación que presentaba por diarrea y vómitos. En la siguiente
etapa a Lima, con escala en Talara, mi copiloto, el Teniente de Fragata Urtubey voló a la
izquierda del convaleciente Teniente de Navío Oscar Arce, mientras que el Teniente de
Corbeta Carlos Perrone lo hacía conmigo.
En Lima debimos realizarle a los aviones las inspecciones correspondientes a 50 horas de
vuelo que habíamos ya registrado.
Para cruzar la cordillera con un nivel de 3000 metros debíamos llegar a Puerto Montt.
Primero volamos el desértico sur de Perú y norte de Chile, haciendo escala técnica en Arica
para luego arribar nocturno a Antofagasta después de 8 horas de vuelo en el día. En la jornada
siguiente arribamos a Santiago, luego de una escala técnica en La Serena, a partir de la cual el
paisaje dejaba su aspecto desértico para mostrar el verde de su terreno corriendo entre la
cordillera de los Andes y el Océano Pacifico.

31
Más al sur, en clima templado, habiendo despegado desde Puerto Montt luego de cargar
combustible y dejando el Tronador a nuestra derecha, mientras ingresábamos por el valle con
3000 metros, poníamos proa a la Base Aeronaval Trelew, sobrevolando el Nahuel Huapi.
Al jefe de la comisión, el entonces Teniente de Navío Enrique Isola lo esperaba la familia en
esa Base, que sería asiento de los aviones conformando la Escuadrilla de Propósitos
Generales.
Arribamos dos días después a la Base Espora luego de 26 días de navegación, con 20
escalas y más de 75 horas de vuelo. Stella, al ver los aviones, no podía creer que con ellos
hubiésemos viajado desde los EE. UU. Yo tampoco, pero era una realidad.
Después de la presentación de los aviones y algunos vuelos demostrativos de sus
capacidades, entre las que se contaba despegar y aterrizar con muy poco viento en la hache
pintada para operación de helicópteros, los aviones regresaron a su definitivo asiento, pero yo
permanecería en Espora. Había sido destinado a la Segunda Escuadrilla de Ataque y sería
adiestrado en el país como oficial señalero de aterrizaje en portaaviones, curso que
normalmente se realizaba en los Estados Unidos.

32
V) BIELA MAESTRA
A la semana de regresar de los
Estados Unidos iniciaba mis vuelos en
el T-28-P. Este avión conformaba el
núcleo de la Escuadrilla de Ataque, pero
también estaban asignados a ella
Beechcraft C-45-H y en abril de 1972 se
sumarían los flamantes Queen Air B-80.
Inmediatamente comencé el curso de
señalero.
Para lograr la habilitación, debía
controlar más de 1000 aproximaciones
en circuito simulado de portaaviones en
tierra (PTAP) de los aviones T-28-P,
primero observando el desempeño de un oficial señalero en las directivas dadas a los pilotos
durante la aproximación, según la actitud del avión relacionada con su velocidad, la alineación
con respecto al eje de la pista, y la trayectoria al punto de toque en la zona simulada de cables
para el enganche. Posteriormente efectuaba el control con respaldo de un veterano oficial
señalero y finalmente hacía solo el control con un ayudante para las anotaciones.
Los errores de cada aproximación se registraban con siglas en una libreta que contenía el
historial de los pilotos individualmente, y con ellas se analizaba su desempeño, que luego era
comentado en la reunión de post-vuelo.
Al comienzo del año se habían
presentado los pilotos recién egresados
de la Escuela de Aviación Naval, que
debían realizar más de cien
aproximaciones cada uno de PTAP
para su calificación a bordo del
portaaviones y ello me permitió, dada la
cantidad de novatos, alcanzar el
número requerido para mi habilitación
como señalero en septiembre de ese
año 1972, luego de observar y controlar
a bordo del portaaviones más de 300
aproximaciones.
La actividad de vuelo era intensa,
principalmente en tareas de ataque con
la calificación en armas, maniobras de
combate y operaciones en
portaaviones. Regularmente volaba el
C-45 en traslados, y con la
incorporación del B-80, propulsado por
dos motores Lycoming 540 de 380 HP
y hélices tripala, tenía mis primeras
experiencias en el uso de radar
meteorológico.
Con el apoyo de estos transportes
ligeros, la escuadrilla se desplazaba
hasta Ushuaia para efectuar
ejercitaciones en la Isla Grande de Tierra del Fuego. No sólo cumplíamos tareas con las
lanchas rápidas de la Base Naval y apoyo aéreo cercano al Batallón de Infantería de Marina
N°5 asentado en Río Grande, sino que además efectuábamos ejercicios de supervivencia en

33
tierra, como el de recorrer 40
kilómetros por Tierra Mayor sobre un
sendero nevado, pernoctando en la
travesía hasta alcanzar Puerto
Harberton, donde una lancha rápida
nos esperaba para regresar a
Ushuaia.
Con tanta actividad en la zona,
conocíamos todos los pasos de la
cordillera que sobrevolábamos
rasante entre montañas nevadas,
sobre una deshabitada región que
conformaba un espectáculo
inolvidable.
La operación en pista nevada no
era problema mientras no existieran
planchones de hielo que pudiesen
hacer perder el control del avión. Para evitar esto, diariamente se eliminaba el hielo con una
vieja turbina de Panther montada sobre un vehículo que recorría la pista apuntando con el
chorro de escape caliente sobre el eje de la misma. Con un ancho despejado de pocos metros
podíamos despegar y aterrizar con precauciones. Era normal el tratamiento con urea para
mantener operables las pistas de ambas bases en Tierra del Fuego.
Alternábamos las idas a Ushuaia con los embarcos en el portaaviones, y uno de ellos fue
muy especial: se ordenó la calificación nocturna a bordo con el T-28-P. Los pilotos con mayor
experiencia fuimos seleccionados para el evento. Yo me había convertido en “centurión”, al
sobrepasar los cien enganches en portaaviones y junto con el Comandante, el jefe de
operaciones y otros tres oficiales comenzamos la práctica de PTAP nocturno en Espora. Como
señalero se desempeñaría el Teniente de Navío Eduardo Marty, quien era el segundo
Comandante.
La maniobra prevista de despegue nocturno en carrera libre - por no tener el avión un
sistema que le permitiese ser catapultado - fue criticada por los experimentados pilotos de
Tracker, quienes no la practicaban por falta de seguridad en operación nocturna. El avión
dejaría la proa del buque con muy poca velocidad y a 50 pies (15 metros) del agua, sin
referencias visuales en la oscuridad de la noche. En cambio con catapultaje, el avión tendría
mayor velocidad y dejaría la proa en una trayectoria marcada de ascenso, pero no era este el
caso por no estar técnicamente preparado el T-28P.
Tampoco se contaba con un copiloto que siguiese los instrumentos cuando el piloto debía
mirar al sistema óptico de aproximación y la referencia de alineación durante el giro de básica y
final en la aproximación.
La referencia para alinearse a la pista se lograba visualizar porque a popa del buque,
siguiendo el eje de la pista, pendía una “guirnalda”, así llamado un pesado tubo con varios
focos que formaba un ángulo recto con las luces del centro de la pista.
Si el avión estaba alineado en final, sólo se vería una recta, y se podría ver una recta quebrada
en ángulo a la derecha o izquierda del eje de la pista si el avión estaba alineado a la izquierda
o derecha respectivamente.
Luego de un intensivo adiestramiento simulado nocturno en Espora, el 25 de Agosto
navegando en la zona del Rincón a unas 120 millas de Espora realizamos tres enganches
diurnos previos a la operación de esa noche.
Con el crepúsculo despegaron el entonces Capitán de Corbeta Carlos A. Vattuone y el
Teniente de Navío Oscar Arce, quienes completaron sus tres enganches para calificar. Yo
debía subirme al avión en marcha que dejaba el Comandante estacionado a proa estribor.

34
Luego de haberme colocado los cinturones de seguridad, conectado el cable de
comunicaciones del casco y probado la máscara de oxígeno, comencé las pruebas y
verificaciones antes de dar la señal de listo para ser empujado por el team de cubierta hacia
popa para el despegue.
Mi sorpresa fue grande cuando vi la luz ámbar que indicaba inverter auxiliar conectado.
Probé el inverter principal y este fallaba. La alimentación al horizonte artificial era a través de la
corriente eléctrica del inverter que convertía la energía eléctrica del avión a las necesidades del
instrumento. Cuando el principal fallaba, saltaba al auxiliar.
Dudé en parar motor y cambiar de avión con todas las complicaciones que esto significaría.
Por otra parte, dependía del horizonte artificial como nunca para volar en esas condiciones.
Pero si el comandante había cumplido su periodo, ¿Por qué yo no?
Di el OK y fui llevado a popa. La noche era ahora cerrada sin luna y con una capa alta de
nubes que ni dejaba ver las estrellas.
Flap en posición, cabina abierta, acelerador a fondo, señal de listo, linterna del jefe de
cubierta señalando la proa del buque y solté los frenos. Las líneas de luces de cubierta
comenzaron a pasar y la poca iluminada zona de la isla, donde estaba la torre de control,
también quedó atrás. Adelante tenía la oscuridad total y llevé mi vista al horizonte artificial para
rotar y mantener la actitud de ascenso. El instrumento respondía bien y el avión también. Con
ascenso positivo reduje la potencia, y luego de alejarme comencé un giro por instrumentos, con
30 grados de inclinación, 180 grados de rumbo, al mismo tiempo que nivelaba a los 500 pies.
Eché una breve mirada afuera para ver las luces del portaaviones buscando la pierna inicial.
Esta pierna era más por rumbo opuesto al buque que por la pobre referencia de las luces que
se veían.
Con la velocidad ajustada de 100 nudos, todo flap y gancho abajo, realizaba la comunicación
con torre y luego el giro a básica, al mismo tiempo que reducía la velocidad para entrar en final.
Cuando en el espejo de babor aparecía la “pelota”, una corta comunicación se realizaba: “05,
pelota” y la voz del señalero “recibido pelota”. La atención se distribuía rápidamente entre
horizonte artificial, velocímetro, pelota, y alineación. El altímetro era reemplazado al seguir la
trayectoria que daba el sistema óptico. Ahora volaba con 80 nudos, pelota centrada y
corrigiendo la alineación al eje de pista que tendía a desplazarse con el movimiento del buque.
Al ruido del motor variando constantemente con los movimientos del acelerador se le
superponían las indicaciones del señalero por radio, breves y de voz tensa. En final corta la
atención se centraba sólo en la pelota centrada hasta el toque en cubierta y uno estaba listo
para aplicar toda potencia para despegar en la corta pista remanente si no se producía la
brusca desaceleración producto del enganche.
Una vez en cubierta atendía las señas con linternas de los directores de cubierta para las
maniobras preparatorias de un nuevo despegue, al mismo tiempo que verificaba los
instrumentos tenuemente iluminados con luz roja y seguía la lista de chequeo configurando al
avión. Nuevamente la seña de acelerar el motor del jefe de cubierta de vuelo con movimientos
de linterna, mi contestación de listo con cambios previstos en las luces de navegación y otra
corrida hacia la oscuridad total en la proa del buque, luego de la indicación con la linterna hacia
esa dirección habilitando el despegue.
En todas las maniobras se palpaba una ansiedad contenida, imperaba un silencio por demás
significativo y sólo se cruzaban comunicaciones de rutina muy ajustada con la Torre de Control
y el señalero.
En el otro avión se había producido el cambio de pilotos y en lugar del Teniente Arce volaba
el Teniente de Corbeta C.P. En su primera aproximación el señalero le había ordenado escape
en final.
Luego de completar mis tres enganches para calificarme fui llevado a estacionamiento en
proa estribor y desde allí me dirigí al puesto del señalero para colaborar con el Teniente Marty,
quien me comentó rápidamente que al Teniente C.P. le había tenido que ordenar escape en

35
final por tercera vez, ya que no venía en condiciones para un enganche seguro y que si en la
siguiente aproximación no enganchaba lo iba a derivar a Espora, la alternativa para este caso.
La aproximación del Teniente C.P. fue normal, un poco alto en la parte final y ante el pedido
del señalero de que redujera potencia sobre el comienzo de la cubierta, así lo hizo, al mismo
tiempo que dejo bajar la nariz más de lo debido (“Dive for Deck” en el argot de señaleros) y la
rueda de nariz tocó fuertemente en cubierta quebrándose la horquilla del tren. Las palas de la
hélice comenzaron a romperse mientras el avión se arrastraba por la cubierta iluminado
dramáticamente por las chispas que provocaban las partes en contacto con la chapa de la
pista. Con la nariz deslizando sobre cubierta, por fortuna el gancho tomó uno de los cables e
impidió que el avión cayese al mar en su corrida descontrolada.
Este accidente, sin consecuencias personales, selló el fin de la operación nocturna con T-28
en portaaviones. El Guardiamarina Rodolfo D. Rivas que había despegado para cumplir su
calificación, fue derivado a la alternativa situada 120 millas, en un solitario vuelo nocturno sobre
el mar.
Relacionado con la operación en
portaaviones fue el 11 de mayo de 1973
cuando sufrí mi primer accidente grave.
Ese día debía realizar un periodo de
PTAP preparativo a la etapa de
navegación. Yo tenía en mi haber 640
aproximaciones en tierra simuladas de
portaaviones y 154 enganches a bordo,
100 de ellos con el T-28-P.
Como se acostumbraba en esos
cortos periodos, subí al avión en
marcha en la cabecera de pista,
cambiando con el entonces Teniente de
Corbeta Jorge “Tito” Giretti, quien me entregó el A-03 sin novedad luego de completar su vuelo
de PTAP.
Realicé la prueba de motor que alcanzó los valores normales de 44 pulgadas de presión de
admisión y 2550 revoluciones por minuto, y a 1045 despegué de la pista 34 de la Base Espora
para incorporarme al circuito simulado de portaaviones en la pista 34 auxiliar.
Mantuve la configuración para la operación con flaps y tren de aterrizaje abajo y cabina
abierta.
Con potencia para ascenso manteniendo 90 nudos y en giro por izquierda próximo a los 200
pies sobre el terreno, escuché dos fuertes contraexplosiones, sentí vibraciones en el motor y la
pérdida total de potencia. La reacción fue un reflejo condicionado habituado a tantas
emergencias simuladas a baja altura: bajé la actitud del avión para ganar velocidad y subí el
tren de aterrizaje al mismo tiempo que seleccionaba el campo donde aterrizar con tren arriba. A
mi derecha estaba el edificio de la Aeroestación, a mi frente, una pronunciada zanja y hacia la
izquierda estaba más despejado. Giré instintivamente a este sector y cinco segundos después
tocaba tierra con bastante velocidad vertical, ya que por la poca altura no alcancé a acelerar el
avión para efectuar una nivelada más suave.
El ala derecha golpeó con un poste de alumbrado y el avión giró bruscamente casi 90
grados y continuó desplazándose sobre el ala izquierda, lo que ocasionó su rotura y el
desprendimiento del motor.
El violento giro me arrancó el casco y se rompió parte del anclaje del asiento que se
desplazó, dando mi cabeza contra la protección de goma de la visera del cubretablero. Esta se
deformó con el golpe al mismo tiempo que yo perdía la conciencia. El avión se detuvo en
menos de 60 metros de corrida sobre el terreno. Quienes acudieron a mi auxilio, relatan que
estaba inmóvil, con los ojos abiertos, la cabeza recostada hacia un lado en estado semi
inconsciente.

36
Cuando arribó el médico de guardia con la ambulancia, no podía convencerme de que
subiera a la misma para ser trasladado. Yo le respondía que no estaba volando, que había ido
a realizar el plan de vuelo a la oficina de Tránsito Aéreo. El Teniente de Navío Médico Alberto
Arieu al final tuvo que apelar a su mayor antigüedad y ordenarme que subiera a la ambulancia
pese a mis obstinados reclamos, aunque yo dejaba sentado que obedecía por ser el de mayor
rango e insistía en que no estaba volando.
Dos horas más tarde, mientras obtenían placas radiográficas de mi columna en el Hospi tal
Naval de Puerto Belgrano, recobré la plena consciencia.
Allí estuve unos días en recuperación y observación por los politraumatismos. Aún hoy sufro
de algunos dolores en la espalda por el aplastamiento sufrido en la columna vertebral y
también secuelas del fuerte impacto en la cadera.
Más tarde supe el origen de la falla y plantada inmediata del motor. Se había roto la biela
maestra que en un motor radial es colapsante de su funcionamiento. Esta rotura, por fatiga de
material, no da aviso previo. La emergencia se había producido en condiciones bastante
desfavorables por la reducida velocidad, muy poca altura y configuración del avión, lo que me
dejó muy poco margen para resolverla; sólo 5 segundos de tiempo.

Un mes después del accidente,


recomenzaba el vuelo y en agosto de
ese año la Escuadrilla realizaba un
despliegue de los acostumbrados a
Ushuaia. Deberíamos permanecer en
la Base Trelew con los aviones
artillados en prevención de algún
ataque terrorista en la semana del 22
y luego seguir al sur.
Para el traslado desde Espora por
secciones, yo había confeccionado el
plan de vuelo con un nivel alto que
exigía el uso de oxígeno.
El uso de oxígeno, por el peligro
de incendio, fue el único impedimento a uno de mis hábitos que violaban la seguridad aérea, ya
que desde Guardiamarina en los traslados a bordo del N.A., luego de un rancho en vuelo, - así
llamado a la frugal comida que llevábamos en el avión para largos vuelos de navegación-,
acostumbraba a fumar en pipa y para desgracia de mis acompañantes, también lo hacía en
multimotores.
Era una de las pocas violaciones a la seguridad aérea en la que incurría, pero al oxígeno lo
respetaba y no fumaría en pipa, aunque esta vez cometería otro error: el de no controlar
detalladamente la carga del avión.
A los aviones se le instalaron el par de pods, uno en cada ala, que llevaban dos
ametralladoras Browning de 12,7 milímetros cada uno y cohetes en las estaciones externas
bajo el ala, con siete cohetes de 2,75 pulgadas cada una.
Como no había avión de apoyo para la carga, a los espacios libres de los pods, los artilleros
los completaron con munición de repuesto para la operación.
El portaequipajes en la parte inferior del fuselaje, de bastante volumen, también fue bien
aprovechado, no solo con el equipaje de la tripulación, piloto y mecánico, sino también con la
palamenta para asegurar al avión (trincas, calzos, capa de motor y cabina, etc.). A esto se le
sumaban los tubos de oxígeno bien completos, lo mismo todo el combustible de los tanques y
algún bolso personal dentro de la cabina donde había bastante espacio. Con mi numeral
ocupamos la pista e inicié la carrera de despegue desde cabecera 34. Luego de haber
recorrido casi la mitad de los 2400 metros de pista, el T-28 alcanzaba la velocidad de despegue
y una vez rotado noté que la velocidad ascensional era realmente baja. Me sentí tentado a

37
abortar el despegue, pero mi numeral estaba en carrera de despegue tras de mí, y yo en el
aire.
Era evidente que había cometido un gran error. Acostumbrado a que los 1300 HP del R-
1820 excedían en la operación normal y el avión tenía más de 1000 Kilogramos de carga útil,
no había realizado el cálculo de peso y balanceo antes del despegue. La configuración y el
peso de toda la carga efectuada habían colocado la operación en una situación incómoda.
Debí mantener ascenso recto durante mucho tiempo, pues cuando iniciaba el giro dejaba de
ascender. Estaba al límite de peso máximo y mi numeral también. La potencia, al máximo
continuo, nos daba un alto consumo al mismo tiempo que la velocidad de traslado era baja. Lo
primero que debí hacer fue cambiar con tránsito aéreo el plan de vuelo por reglas de
instrumentos con alto nivel, a visual fuera de aerovía, pues nos costaba alcanzar el nivel
mínimo de traslado por aerovía.
Con los aviones “montados” a nivel (volando con gran ángulo de ataque, poca velocidad y
mayor consumo) mientras calculábamos el combustible para el arribo a Trelew, comentábamos
con el numeral lo ridículo de vernos con máscara de oxígeno en una navegación a tan baja
altura que no podíamos superar por el exceso de carga.

Durante la estadía en Ushuaia de


esa etapa, me tocó ser protagonista de
la destrucción de varios vidrios de las
instalaciones de la Base Aeronaval.
Para las ejercitaciones de armas
utilizábamos el polígono de la península
situado al sur de la pista; allí
efectuábamos lanzamientos de bombas,
cohetes y proyectiles de ejercicio
(inertes, sin cabeza explosiva).
A efectos de realizar lanzamiento con
armamento de combate, se dispuso de
un blanco sobre el sector este de la pista en proximidades del Canal Beagle y aunque bastante
lejos, frente a la torre de control para que se pudiese verificar el tiro desde la misma. El blanco
consistía en una vieja carrocería de ómnibus descargado. Para mayor efecto de los posibles
impactos de proyectiles, en su interior había algunos tambores de combustible contaminado, no
apto para uso aeronáutico.
En la primera corrida de lanzamiento efectivo en bombardeo en planeo, un afortunado 0;0
(llamado así el impacto que no tiene desvíos en alcance y dirección) acabó con el blanco, los
vidrios de la Base por onda expansiva y las ganas del jefe de la Base de repetir la experiencia.
La bomba de sólo 50 Kg. que yo había lanzado multiplicó su efecto con los tambores de
combustible que también estallaron causando una tremenda explosión que asimismo sacudió
la tranquilidad de la ciudad.
En los últimos meses del año, fui designado piloto para una serie de pruebas de lanzamiento
de un desarrollo de misil antisuperficie radioguiado, similar en muchos aspectos al Bullpup
americano de uso en Vietnam.
Este programa encarado por CITEFA (Centro de Investigaciones Técnicas de las FF. AA.) a
solicitud de la Armada se denominaba “Martín Pescador” y el primer lanzamiento sin guiado
desde un avión T-28 lo había realizado el Teniente Oscar M. Arce el año anterior.
Esta vez debía ensayarse el radioguiado con un comando de ocho puntos incorporado en el
bastón de mando del avión.
Mediante un simulador en tierra bastante primitivo, realicé más de 600 guiados para llevar al
misil desde su lanzamiento al blanco distante unos 6 kilómetros en un tiempo inferior a los 12
segundos, superponiendo con el blanco el haz de luz que simulaba la combustión del misil y
una bengala en su cola. El sistema no contaba con mira especial para el guiado, y las señales

38
de radio transmitidas accionaban las aletas del misil permitiendo su control en altura y dirección
para mantenerlo proyectado sobre el blanco.
El 14 de diciembre de 1973 realicé el primer lanzamiento efectivo con radio control desde el
T-28-P característica A-05.
El blanco simulado era de dimensiones correspondientes a la de un destructor y estaba en la
zona del polígono de armas de la Base de Infantería de Marina Baterías donde se realizaban
lanzamientos de munición de guerra.
Con un planeo de 10º debería lanzar a una distancia de 6000 metros del blanco, y la
trayectoria del misil sería monitoreada por un complejo sistema, al igual que las órdenes que en
el corto tiempo yo le transmitiría quedarían registradas para la reconstrucción del guiado.
El misil, que superaba los dos metros de largo y de grueso calibre, sobresalía del borde de
ataque del ala en más de un metro y colgaba del ala derecha, mientras que bajo la izquierda
estaba instalada la antena del sistema de guiado. En el amplio portaequipajes del avión
estaban las cajas de control para lanzamiento y monitoreo de las órdenes. En tierra, estaciones
móviles registraban las experiencias.
El primer lanzamiento fue exitoso y lo único que me sorprendió fue la gran diferencia de
paralaje –distintos puntos en su proyección - al salir el misil desde abajo a la derecha, y no
como lo había experimentado en el simulador, desde el centro del avión. La tendencia a
sobrecorregir fue manifiesta.
La experiencia la repetí en otras dos oportunidades y el 21 de diciembre culminaba con la
etapa del programa en el cual nuevamente estaría presente al siguiente año.
El 31 de diciembre ascendía a Teniente de Navío y dejaba de ser Piloto Aviador Naval. El
entonces Capitán de Corbeta Carlos A. Ruiz, Comandante de la Escuadrilla, me entregaba las
alas de círculo completo que me distinguirían como Aviador Naval de acuerdo a una orden
superior de Personal Naval.
En el mes de marzo de 1974 cumplía mi presentación en el nuevo destino, la Primera
Escuadrilla de Ataque, integrada por aviones Aer Macchi MB-329 y asentada en la Base
Aeronaval Punta Indio.
Tenía algo más de 3800 horas de vuelo, y 169 enganches en portaaviones, pero recién
ahora sería mi primera experiencia con reactores.

39
VI) BAJO MÍNIMOS
Luego de completar el adiestramiento en simulador y rendir el examen teórico de
conocimientos y procedimientos de vuelo, a fines de marzo inicié mis primeros vuelos en el
Macchi. El MB-326 había sido incorporado a la Aviación Naval en el año 1968 en reemplazo de
los Grumman Panther, y un total de ocho aviones componían la Primera Escuadrilla Aeronaval
de Ataque.
De origen italiano, este biplaza de adiestramiento equipado con una turbina Rolls Royce
Viper 20 MK 540 de 1544 kilos de empuje tenía modernos asientos eyectables Martin Backer
dispuestos en tándem. Su capacidad de armamento, dos ametralladoras de 12,7 mm montadas
en blísteres destacables de sus estaciones bajo las alas, más la combinación de bombas y
cohetes hasta un peso máximo de 1814 kilos en seis estaciones alares de cargas externas y
una mira Ferranti para la puntería, lo hacían apto para misiones de ataque ligero y combate
aire-aire.
Al vestuario del piloto que regularmente había utilizado -overol y guantes de vuelo de tela
nomex, que constituye una primera defensa contra el fuego, chaleco de supervivencia con
salvavidas incorporado, casco con visores para sol y nocturno, máscara de oxígeno, botas con
protección de acero en las punteras para seguridad y traje antiexposición para sobrevivir a las
bajas temperaturas cuando se operaba sobre el mar ante la posibilidad de tener que abandonar
el avión - se agregaba el traje anti-G’s.
Esta prenda cubre desde la cintura hasta los tobillos y se ciñe al cuerpo por medio de cierres
relámpagos y tientos que se ajustan sobre el abdomen y a lo largo de las piernas para una
perfecta presión. Se conecta al sistema del avión con una manguera provista de una boquilla,
que permite el desenganche ante un tirón provocado en caso de eyección del asiento.
El ingenio trabaja a demanda de las fuerzas de la gravedad aplicadas durante las maniobras
del avión. Cuantas más "g" se aplican, mayor presión de aire derivado del compresor del motor
se introduce en el traje, inflando las cámaras de aire que lo componen y ejerciendo así presión
sobre el abdomen y las piernas para restringir la sangre que fluye hacia los miembros
inferiores. Así se retardan los efectos de la menor cantidad de sangre en la parte superior del
cuerpo, y se evita la pérdida de conocimiento dentro de ciertos límites.
En maniobras verticales con el T-28 normalmente se aplicaban como máximo entre cuatro y
cinco "g"s, no solamente por las limitaciones estructurales del avión, sino también porque los
pilotos alcanzaban la "visión gris", previa a la "visión negra" y el subsecuente desmayo. Con el
sistema anti g superábamos los seis "g" sin problemas en aplicaciones constantes. También
existían las esporádicas o instantáneas en parte de una maniobra, con valores de siete o más
aceleraciones de la gravedad, y estas eran registradas en un acelerómetro del avión y volcadas
en el historial del mismo, ya que acortaban la vida del fuselaje en horas de vuelo.
El sistema no está preparado para las "g" negativas, donde el flujo de sangre es inverso,
hacia la cabeza. Pero también todos los aviones - a excepción de los acrobáticos -están muy
limitados estructuralmente en sus valores negativos, y por esta razón siempre se busca la
maniobra con "g"s positivas. Como ejemplo, para perder altura bruscamente, en lugar de
bajarse la nariz, se invierte el avión y se aplican "g"s positivas, llevando rápidamente la nariz
hacia abajo, para luego regresar a la posición normal con otro medio tonel. El indicador de las
"g"s aplicadas era un instrumento que debíamos tener muy presente para no sobrepasar las
fuerzas de gravedad recomendadas.
El asiento eyectable significaba también un cambio. Ya no tendría que retirar el paracaídas,
inspeccionarlo y colocármelo para utilizarlo como asiento en el N.A. o como respaldo -por ser
de espalda- en el T-28.
El paracaídas estaba incorporado en el asiento, y luego de una inspección visual del mismo
y de los seguros que el asiento tenía en tierra para evitar una eyección involuntaria, debíamos
colocarnos los pares de correas de asiento y espalda, y además unas ligas sujetas a los
tobillos que actuarían llevando los pies hacia el asiento dentro de la secuencia de eyección,

40
para proteger las piernas de golpes contra la parte superior de la cabina en el momento que el
asiento abandonara la misma impulsado por el cartucho eyector.
Para el accionamiento del sistema existen dos mandos. Uno superior, que consiste en llevar
hacia abajo la manija colocada sobre la cabeza; entonces una tela de lona resguarda la cara
del piloto del muy fuerte viento relativo que encuentra al dejar la cabina, y al mismo tiempo sus
brazos quedan en una posición más protegida sobre el tórax evitando lesiones en los mismos y
en los hombros. La manija inferior, situada en la entrepierna. También inicia la eyección, pero
es considerada secundaria por no tener las ventajas de la anterior, aunque a veces es la única
alcanzable por diversos motivos, como elevadas fuerzas de gravedad que impiden levantar los
brazos.
La utilización del asiento eyectable es mandatorio según el tipo de avión y la situación. Para
el Macchi, situaciones como un incendio a bordo, pérdida de control del avión, avería total del
motor en condiciones de vuelo nocturno sin posibilidades de alcanzar un campo preparado,
etc., significaban la necesidad de eyectar. Para estos casos, es más sencillo accionar una
manija y encontrarse cayendo suspendido por un paracaídas luego de que toda la secuencia
automática se cumpliera, que en contraposición la difícil tarea de abandonar con paracaídas un
avión. Muchos accidentes fatales en la aviación militar se produjeron porque el piloto intentó
llegar con el avión al suelo en vez de abandonarlo con paracaídas. En aviones de elevadas
velocidades sin asiento eyectable, como el Chance Vought Corsario o el Gloster Meteor,
abandonar el avión con paracaídas era una experiencia realmente difícil.
Por supuesto, el sistema de
eyección también puede fallar, pero
existe la posibilidad de desconectar el
paracaídas del asiento con un simple
movimiento de palanca y abandonar el
avión, con las limitaciones que ello
impone. De igual manera puede el
piloto separarse del asiento o abrir el
paracaídas en caso de falla de estos
pasos durante la secuencia posterior a
la eyección.
La adaptación al Macchi me resultó
sencilla; el avión de ala recta, con
buena maniobrabilidad, no presentaba
dificultades para el control. Maniobras
tales como llevarlo en ascenso vertical
hasta velocidad cero, centrar los controles y esperar que luego de detenerse cayese
inicialmente de cola para luego bajar violentamente la nariz y ser recuperado luego con el
aumento de la velocidad, eran indicadoras de su comportamiento aerodinámico sin tendencias
al tirabuzón.
También se recuperaban las actitudes de un gran ángulo de trepada (más de 60° sobre el
horizonte) y muy baja velocidad, aplicando 0 "g" para no entrar en pérdida de sustentación,
hasta que el avión recuperaba velocidad suficiente con nariz abajo para su vuelo normal.
Practicábamos tirabuzones de dos vueltas y tanto en la entrada como en la recobrada eran
maniobras muy suaves.
Para el vuelo de navegación estaba equipado con un VOR -ILS y dos ADF, pero su único
horizonte artificial eléctrico estaba presentando algunas fallas en esa época.
Mi adiestramiento se veía interrumpido cuando debía embarcar en el portaaviones para
cumplir tareas de oficial señalero de aterrizaje de los T-28, hasta tanto se formase otro
señalero bajo instrucción.
En uno se estos embarcos controlaba la aproximación del 3–A-206 tripulado por el Teniente
de Fragata R. E. E. El avión había quedado un poco alto en la parte final de la aproximación,
por lo que le ordené "corte" para asegurar la zona de cables. Con la reducción del motor, el

41
piloto dejó que la nariz bajara ("Dive for Deck") y en contacto con la cubierta el parante de la
nariz colapsó.
El noble T-28 comenzó a tocar las puntas de pala de la hélice sobre la cubierta metálica del
buque, y siguió su corrida hasta despegar nuevamente. Con sus palas de hélice reducidas,
grandes vibraciones del motor por el consecuente desbalanceo y con toda la potencia aplicada,
el avión no lograba trepar. El piloto subió el tren de aterrizaje y por radio transmitió que tenía
vibraciones muy fuertes y no tenía indicación de arriba de la rueda de nariz. Le contesté que no
era la indicación lo que no tenía - era la rueda de nariz.
Por la imposibilidad de aproximar nuevamente al buque a un enganche de emergencia, y de
llegar a la alternativa que se encontraba a unas 150 millas, el comandante del grupo aéreo
decidió el amerizaje del avión.
El motor a régimen máximo sólo mantenía nivel y ya estaba con indicación de muy alta
temperatura. El buque cayó - cambió de rumbo - para efectuar un recalmón (zona de calma
relativa en el mar originada por la estructura del buque en su giro) y el avión realizó el
amerizaje proa al viento en esa zona. El piloto salió en pocos segundos y rápidamente fue
rescatado por el helicóptero Alouette que estaba en estación. Antes de los treinta segundos el
avión desaparecía de la superficie del mar.
Era la primera experiencia para el Teniente R.E.E, ya que habría de ser rescatado
nuevamente del mar dos años más tarde, cuando el T28 3-A-205 que tripulaba tuvo falla de
motor luego del despegue y cayó a proa del buque. Cerca estuvo de que el portaaviones lo
arrollara, y luego de desprenderse con dificultades del correaje, subió a superficie para ser
posteriormente izado por el guinche del helicóptero y llevado a bordo.
Durante esos embarcos, teniendo fresco el adiestramiento en T-28, yo también realizaba
algunos enganches; luego regresaba a Punta Indio y continuaba con mis vuelos en reactor.
Mientras realizaba un período de
combate aéreo en el MB-326 había
tenido un apagón de turbina ("Flame
out") que había solucionado con el
botón de reencendido en vuelo, pero
la falla no se detectó posteriormente
en tierra.
Poco tiempo después regresaba
con un numeral, el guardiamarina
L.S., de realizar un período de
armas en el polígono de Punta Indio.
Volando en formación entramos al
circuito de tránsito para efectuar la
llamada ruptura de formación en la
cabecera opuesta con 300 metros
de altura para incorporarnos al
circuito de aterrizaje.
En la maniobra como líder giraba 90° del rumbo con una inclinación de 45° de alas, al tiempo
que reducía la potencia y sacaba freno de picada para que la velocidad disminuyera y
permitiese bajar el tren de aterrizaje; luego reajustaba la potencia para volar a nivel con tren
abajo, buscando la posición inicial. Mientras ejecutaba el procedimiento, mi numeral- que
realizaba lo mismo unos segundos después- me llamó por radio para decirme que había tenido
un apagón de turbina. Rápidamente le contesté con una sola palabra: "Reencienda!". Su
contestación fue también inmediata: "Lo intenté, pero no reenciende. ¿Qué hago, me eyecto o
me plancho?". Giré bruscamente hacia la posición que él tenía para apreciar la situación y mi
respuesta no demoró: "Tírese adelante que tiene un campo 'piola'". A partir de esa indicación
empecé a sufrir más que el "michi". Por manual, el avión está previsto para aterrizar en caso de
emergencia en un campo no preparado con tren de aterrizaje abajo. Su altura para eyección
también estaba dentro de los parámetros. Ambas alternativas implicaban riesgo. La eyección

42
del asiento Martin Backer era a través del plexiglás de la cabina, y no teníamos antecedentes
en la Escuadrilla de eyecciones del avión. Por otro lado, un campo no preparado puede tener
desagradables sorpresas que difícilmente se ven desde el aire sin un reconocimiento previo.
Pero le aconsejé lo que yo hubiera hecho y esperaba un feliz resultado.
El "michi", que mantuvo su habitual calma, bajó el flap y niveló en el campo con los 100
nudos (180 kilómetros) de velocidad correspondientes. Desde el aire pude seguir la corrida de
aterrizaje y detención del avión, para recobrar la respiración contenida al escuchar la voz de mi
numeral diciendo que "todo estaba OK".
Excepto unas pocas averías en el flap, el avión no sufrió mayores daños, y una semana más
tarde estaba volando, luego de que encontraran el origen de los últimos "flame out": una válvula
de drenaje de la turbina que debió recorrerse en todos los aviones.
Al regreso de uno de los primeros traslados de la escuadrilla al sur, ocurrió un incidente que
pudo haber sido de graves consecuencias.
Habíamos despegado desde la Base Aeronaval Almirante Zar (Trelew) seis Macchis con
destino a Punta Indio. Volábamos en divisiones de tres aviones y sin suficiente viento de cola -
algo poco común en ese arrumbamiento, ya que en altura predominan los vientos del sector
sudoeste en esas latitudes- de modo que la navegación no daba suficiente margen para
completar el vuelo directo, por lo que aterrizamos en la alternativa, Base Aérea Tandil, para
reabastecer combustible y ver el estado meteorológico en Punta Indio, que no era del todo
bueno.
La nubosidad estaba para condiciones instrumentales, y la tendencia no era a mejorar.
Luego de completar los tanques con JP -1 despegamos para realizar el relativamente corto
trayecto que nos restaba. Llegando a destino, la torre de control nos informó que se estaba
cerrando el campo, con disminución del plafond, lo que significaba que no podríamos aterrizar
si se alcanzaban los mínimos meteorológicos y deberíamos regresar a Tandil.
Aunque lo normal es una entrada por secciones (dos aviones), ¡el líder de la formación
ordenó una entrada instrumental de seis aviones! Volando en "V", el líder con dos numerales,
uno a cada lado, y el líder de la segunda división como "farol" y con los otros dos numerales,
iniciamos la penetración.
El tope de la nubosidad era muy definido por ser una capa de estratos y no estaba por arriba
de los 600 metros. En formación muy cerrada entramos en nubes durante el giro de
procedimientos. La aproximación era con VOR- ILS y el campo estaba apenas sobre los
mínimos meteorológicos para ese tipo de radioayudas, y por debajo para el "circling" - circuito
realizado sobre el aeródromo luego del contacto visual para ir a otra cabecera de pista -, que
es de 500 pies de altura sobre el terreno.
Seguíamos al líder dentro de nubes cumpliendo con los pasos de la trayectoria: freno de
picada abajo, con velocidad reducida tren de aterrizaje abajo, reajustar potencia, medio flap en
posición, etc., que efectuábamos de acuerdo a las órdenes del líder recibidas por el canal
interno de radio, en tanto entrábamos en final de la aproximación dentro de la nubosidad gris
cerrada pero muy estable en cuanto a turbulencia.
Desde la torre seguían informando sobre la evolución de las condiciones meteorológicas que
empeoraban. Yo había recibido la señal sonora del localizador externo del ILS y estaba a la
derecha del líder de la formación manteniendo la posición muy cercana para no perderlo de
vista. El otro numeral, a su izquierda, era el Teniente de Corbeta Jorge Oliveira. Más atrás
venía la otra división con su líder volando como “farol” muy cerca de la cola del primero y sus
dos numerales a nuestra retaguardia manteniendo su posición con el “farol”.
No habíamos alcanzado el localizador interno, cuando sin recibir ninguna señal por radio o
visual, el líder realizó un abrupto escape, metiendo freno de picada, potencia plena, y tren y
flap arriba. Aunque intentamos seguirlo, lo perdimos de vista los que volábamos pendientes de
su avión, y así quedamos cinco aviones dentro de nubes entre localizadores externo e interno a
muy baja altura, sin avión líder que realizara la aproximación instrumental. Mi escape lo hice en
giro por derecha, mientras el Teniente Oliveira lo hacía por izquierda. La otra división realizaba

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otro tanto y se desmembraba. Volando por instrumentos y rogando no colisionar con alguno de
los otros aviones en la misma situación, uno a uno emergimos sobre la capa de nubes.
El "Tata" Dios había oficiado de controlador aéreo e impedido que en tan reducido espacio
seis aviones se encontraran en lugar y tiempo.
Nos juntamos por secciones y de esta manera realizamos una a una el procedimiento por
instrumentos como la doctrina manda. Como numeral mío voló el Teniente de Corbeta Julio
Barraza, y luego de hacer contacto con poco más de cien metros de techo, efectuábamos el
aterrizaje en formación. Nunca recibimos una explicación satisfactoria de parte del líder más
antiguo que realizó tan precipitado escape en final de la aproximación.

En el mes de agosto regresé a


Espora para transferirle mi experiencia
con el "Martín Pescador" al Teniente de
Fragata Edgardo Espina, quien realizó
nuevos lanzamientos experimentales
desde el T-28 A- 205 mientras yo lo
seguía desde otro avión asistiéndolo.
Durante una semana regresé al vuelo
con motor a pistón y experimenté la
incómoda sensación de falta de
aceleración al soltar los frenos para el
despegue, en comparación al impulso
inicial dado por el cien por ciento de la
turbina cuando iniciaba la carrera de
despegue con el Macchi.
En la escuadrilla, los MB- 326 pasaban una mala época con los horizontes artificiales y la
transferencia de combustible de los tanques de punta de ala a los tanques de ala desde donde
tomaba el motor. De esta falla uno se daba cuenta luego de un largo tiempo de vuelo a través
del sistema indicador de combustible. La conjunción de estas cosas y algunos factores más
que nunca faltan ocasionaron el accidente del MB-326 4-A-105 en Monte Caseros.
La Escuadrilla tenía previsto el desplazamiento a la ciudad de Corrientes para efectuar
apoyo de operaciones fluviales. La meteorología era realmente mala, cubriendo con nubosidad
baja desde Punta Indio hasta Corrientes. Nos trasladaríamos seis aviones volando por
secciones, y ya el primer intento fue un aviso: a poco de despegar el líder de una sección tuvo
fallas de su horizonte artificial y tuvo que regresar volando como numeral de su acompañante
para poder realizar el procedimiento instrumental, ya que Punta Indio estaba con doscientos
metros de “plafond”.
Otra sección debió regresar al detectar fallas en uno de los aviones. Yo volaba en la tercera
como numeral del Teniente de Navío J.C. y también regresamos por problemas de
transferencia de combustible. En esa oportunidad, en final corta de la aproximación para el
aterrizaje y tomando distancia del líder luego del procedimiento instrumental -porque el viento
estaba fuera de límites de través para el aterrizaje en formación -, yo entré en la turbulencia
originada por el avión anterior y debí esforzarme para controlar el mío.
Al día siguiente, reparadas las fallas y con la situación meteorológica sin mayores
variaciones, nuevamente despegamos las tres secciones.
Atravesamos el área de control de Buenos Aires por el norte y manteníamos un nivel de
traslado sobre capas de nubes cercano a los 30000 pies. Debíamos aprovechar la altura y su
viento para llegar a Corrientes sin problemas.
Luego de haber dejado Rosario por el través, comenzaron a manifestarse las fallas en el
avión de mi líder de sección: la del horizonte artificial eléctrico y también la falta de
transferencia de combustible de tanques de ala al central, consumidos ya los tanques de alas

44
externos. El líder debería dirigirse a una alternativa cercana, pues a Corrientes no llegaba con
el combustible remanente, y a Punta Indio tampoco.
La información que recibíamos del estado de los aeropuertos de la zona era desalentadora;
la mayoría bajo mínimos meteorológicos, y el resto operando por instrumentos pero
desmejorando. Luego de evaluar las alternativas posibles y de mantener comunicaciones con
el líder de la formación, quedó considerado como meteorológicamente más apto el Aeródromo
de Monte Caseros, aunque no tenía JP-1 y se debería traerlo desde Paso de los Libres.
Yo asumí el liderazgo de la sección, pues con falla de horizonte el otro avión dependía del
mío para el vuelo por instrumentos. El Teniente de Navío J.C. debía volar formación cerrada
para no perderme de vista; caso contrario, él y su tripulante corrían el riesgo de tener que
eyectarse. Además no tenían combustible disponible por mucho tiempo.
La entrada por instrumentos a Monte Caseros era con VOR y radiobaliza interna como
radioayudas, algo mejor que una con ADF, pero no tanto como una aproximación con
indicación además de pendiente, como en el ILS. Bloqueado el VOR inicié la penetración
desde los 10000 pies con mi numeral "pegado" a la derecha. Cruzamos capas de nubes
medias y luego entramos por instrumentos en la capa baja. El alejamiento fue normal y
estabilizado en el radial de acercamiento, y con los aviones en configuración de aterrizaje no
quedaba otra que descender, si era necesario, los mínimos establecidos en la carta de
navegación, pues el avión de mi numeral no tendría suficiente combustible para intentar otra
aproximación y debería abandonarlo.
Alcanzados los mínimos seguíamos volando por instrumentos y descendiendo cuando pude
ver el río Uruguay en la vertical, aunque no continuamente. Seguí mi descenso y recién con 60
metros (180 pies) dejé la capa de nubes. Estábamos enfrentados a la pista, la visibilidad
horizontal no era buena, pero sobre el río los sesenta metros de altura parecieron suficientes
para que mi numeral me sugiriera que siguiéramos por el río a Paso de los Libres donde
tendríamos combustible. A poco de recorrido el río notamos que la decisión no era buena; por
momentos el techo era más bajo y la visibilidad peor.
Ya habíamos dejado por el través izquierdo la pista, así que debí realizar un "circling" para la
pista en uso, seguido del numeral, mientras esquivábamos antenas y otras elevaciones
cercanas a la ciudad. La aproximación fue muy cerrada, pues se perdía de vista la pista, y
recién en final corta inicié el descenso. Aterricé sobre el margen derecho de pista para que mi
numeral lo hiciera sobre la izquierda, pues el componente de viento, que no era mucho, estaba
de ese sector.
Controlada la corrida, lo comuniqué por radio en canal interno y esperé el "controlado" de mi
numeral para detener el avión y regresar hacia el desalojo de pista y de allí a la plataforma de
estacionamiento. No recibí la comunicación y seguí hasta el final de pista, al mismo tiempo que
por radio llamaba al numeral. Silencio. Algo andaba mal. Miré por los espejos superiores de la
cabina y en vuelo no estaba. Tímidamente giré el avión en el final de pista y con esfuerzo pude
mirar hacia atrás. El 105 estaba detenido en forma inusual sobre el costado de pista y en su
primer tercio.
Esta vez su avión había entrado en la turbulencia producida por el mío en cercanías de la
pista y no había podido controlar las bruscas oscilaciones que acabaron en un aterrizaje brusco
y algunas averías sin consecuencias personales.
Esa noche gozamos de la hospitalidad del Regimiento que sería tapa de noticias muchos
años después, y al día siguiente, con buena meteorología, un Grumman Albatros UH-16 B
aterrizaba transportando al grupo de mecánicos que acondicionaría el avión accidentado para
trasladarlo en camión a Punta Indio.
Yo completaría mi vuelo a Corrientes para cumplir con las operaciones previstas durante una
semana. Más tiempo le llevó al 105 entrar en servicio nuevamente, pero muy cerca estuvo de
perderse.

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A fines de ese 1974, el Torneo de
Tiro Aeronaval se llevaría a cabo en
la Base Aeronaval Punta Indio. Sus
orígenes se remontaban a los
desafíos de tiro aéreo que en
diversas oportunidades habían
mantenido escuadrillas de ataque
entre sí.
En los primeros años de los '70, el
Comando de la Aviación Naval los
oficializó entre todas las escuadrillas
de ataque, y luego incorporó también
a la de Exploración compitiendo con
la Antisubmarina. La Primera,
Segunda y Tercera Escuadrillas de Ataque con aviones Macchi, T-28 y A-4Q respectivamente,
y la Escuadrilla de la Escuela de Aviación Naval con T-28 eran los participantes de ese año.
Las pruebas del torneo abarcaban lanzamiento de cohetes 30°, bombas rasante y en planeo
de 30°, ametrallamiento y una llamada 'Pentathlon', que comprendía una navegación rasante
con puntos de verificación y posterior entrada al polígono de tiro para efectuar un lanzamiento
de bombas.
El armamento era de ejercicio y cada avión realizaba cuatro corridas efectivas sobre los
blancos. El reglamento, que se fue perfeccionando durante toda la década, preveía
penalidades y puntuaciones para cada ejercicio. De los segundos de diferencia entre el instante
del primer lanzamiento y la hora asignada para realizarlo, pasando por los desvíos en los
parámetros de tiro (altura mínima, ángulo de picada, velocidad del lanzador, etc.) y las fallas de
armamento, surgía una puntuación que corregía la precisión del tiro en sí con relación al centro
del blanco. Dada la diferencia entre las plataformas de tiro, cada escuadrilla competía contra el
valor estadístico de su llamado "blanco ficticio" que se obtenía de los últimos años de errores
probables circulares en la calificación anual de sus pilotos.
Era una semana donde los aviadores de ataque se reunían y competían con la pasión propia
de un River-Boca. Se editaban circulares al finalizar cada jornada y no faltaban las chanzas por
los resultados de cada prueba con sus innumerables anécdotas. La rivalidad era tan grande
que hasta se sospechaba de la posibilidad de algún sabotaje, como el de cortarle un cable
eléctrico a una cohetera para que fallase el lanzamiento del cohete, o mover la mira para que
saliese de alineación en puntería. Por tal razón los sistemas de armas eran verificados y
armonizados antes de cada vuelo.
Por cada ejercitación competían dos pilotos que no podían repetirse en otra prueba. Ese año
lo hice en bombardeo 30° con un
aceptable rendimiento, pero no ganamos
la prueba.
Al finalizar el torneo y luego de la
entrega de los premios renacía la
habitual camaradería de quienes
nuevamente se enfrentarían el siguiente
año, quizás participando con otra
camiseta. En mi caso particular,
competiría con el Skyhawk y
anteriormente lo había hecho con el T-
28.
A fines de año fui designado para
realizar en los Estados Unidos el curso
de familiarización en el TA-4 J - un
biplaza del A-4 - , para ser destinado

46
posteriormente a la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque.
El "Rodrigazo" había licuado la deuda del crédito que contraje para cambiar el Citroën 2 CV
modelo 66 por un flamante Renault R-6 1974, aunque con Stella y los cuatro chicos apenas
podíamos acomodarnos en él.

47
VII) CORTES DE CABLE
A principios de enero de 1975, los tres pilotos designados, el Teniente de Navío Jorge
Colombo, el Teniente de Fragata Carlos Sánchez Alvarado y yo, nos presentábamos en la
Escuela de Lenguas de la Base Aérea Lackland, sita en San Antonio, Texas, para realizar el
curso obligatorio que se le impartía a los extranjeros antes de una instrucción militar, con el
objeto de familiarizarnos con el idioma, costumbres castrenses y vida cotidiana en los Estados
Unidos.
Durante dos meses compartimos clases con oficiales de más de treinta países. En aquellos
tiempos sobresalían en cantidad los cadetes iraníes, que realizaban cursos de varios años
hasta adquirir el idioma y el rango de oficiales en las fuerzas armadas de su país, para terminar
operando material de guerra muy avanzado. No menos numeroso era el grupo de
representantes de Arabia Saudita.
Entre los amigos que hicimos con
mayor rapidez, además de
españoles, brasileros o peruanos por
razones de afinidad en las
costumbres, estaba un capitán de la
Fuerza Aérea de Indonesia, llamado
Yulikin por haber nacido en el mes
de Julio, que había realizado cursos
en la Unión Soviética pero que con
el cambio ideológico de su país
entonces los realizaba en los
Estados Unidos. Jugaba
frecuentemente al tenis con nosotros
y su compañía era muy agradable.
Tiempo después nos invitaría a
visitar Yakarta, pero por razones obvias tuvimos que desechar tan amable muestra de amistad.
Alcanzados los niveles requeridos de conocimiento de inglés, nos presentamos a principios de
marzo en la Base Aeronaval de Kingsville, y yo fui incorporado en el Escuadrón VT-22 junto al
Teniente Colombo, mientras que el Teniente Sánchez Alvarado volaría en el VT-21.
Luego de tres semanas para
estudiar el avión TA-4J, los
procedimientos de vuelo y algunos
turnos de adiestramiento en tierra
utilizando el simulador FT-90, el 24
de marzo efectué mi primer vuelo.
Los períodos iniciales eran en
cabina trasera bajo capota y de
procedimientos instrumentales.
Luego volaría familiarización desde
la cabina delantera, y más tarde
formación de cuatro aviones,
nocturno, formación nocturna y
demostrativos de combate aéreo.
Con mi primer instructor, un
Mayor de la Infantería de Marina con dos campañas a Vietnam en su haber - la primera
volando helicópteros y la segunda aviones Phantom- realizamos una singular travesía de fin de
semana a Los Ángeles.
Yo volaba desde la cabina trasera en condiciones instrumentales con un nivel de 33000 pies,
y la altura de presión en la cabina era de 17000 pies. El nivel de oxígeno líquido había bajado
lo suficiente como para hacernos dudar que pudiéramos llegar directo a Los Ángeles con lo

48
remanente. El Mayor Collins me pidió que no respirara oxígeno para ahorrar, y él me vigilaría
por los espejos retrovisores para indicarme, cuando yo tuviera los efectos de la hipoxia, que
respirara del sistema de oxígeno.
Yo tenía la experiencia de sufrir
los efectos de la falta de oxígeno
durante los ejercicios que
anualmente realizábamos en la
cámara hiperbárica de la Base
Aeronaval Espora. A los 25000 pies
la hipoxia hace sentir en pocos
minutos sus efectos de confusión
mental, lentitud en apreciar y
reaccionar ante distintas situaciones
y una sensación de conformismo y
abandono. A mayores niveles, sólo
unos pocos segundos bastan para
causar el desmayo. En los Estados
Unidos habíamos cumplido la
prueba ascendiendo hasta 45000 pies.
Con 17000 pies de cabina, los efectos de la hipoxia se demoraban unos minutos. Mientras
volaba por instrumentos notaba cuándo mis reacciones no eran las adecuadas en tiempo y
tomaba la máscara de oxígeno, respiraba varias veces en forma profunda y seguía volando
ante la atenta mirada de mi instructor desde la cabina delantera.
De todas maneras no llegamos a
Los Ángeles. Tuvimos que
descender en la Base Yuma para
reaprovisionar combustible y
oxígeno líquido.
Dado que el presidente de los
Estados Unidos visitaba Los Ángeles
en ese día, y por razones de
tramitación de los permisos de
tránsito aéreo, para ir a la Base
Aeronaval El Toro en Los Ángeles
tuvimos que realizar la corta etapa
restante volándole formación a un
F4 que tenía su permiso de vuelo
aprobado. A la Base llegamos a
tiempo para la tradicional celebración del "Happy Hour" de los viernes a la tarde, donde
pasamos un agradable rato con cerveza tirada del bar.
El regreso nocturno del domingo nos enfrentó a una descomunal línea de tormenta de tal
magnitud, que volando con 40000 pies aún lo hacíamos dentro de nubes. Abajo se iluminaban
los núcleos de los cúmulus nimbus con los relámpagos, y en el parabrisas del avión danzaban
luces de "San Telmo", producto de las elevadas corrientes estáticas, que de tanto en tanto
estallaban en una viva luz amarillenta.
Aún a ese nivel, la turbulencia se hacía sentir y cerca del techo de vuelo del avión no existe
mucho margen para mantener el control, por lo que la tensión y concentración en los
instrumentos no daba para comentarios. Luego de la aproximación controlada por radar
arribábamos a Kingsville, que había sufrido una severa tormenta con muy fuertes lluvias.
A fines del mes de abril habíamos completado las 35 horas de vuelo acordadas para nuestra
instrucción, y luego de cuatro meses regresamos a la Argentina para reencontrarnos con
nuestras familias y un cargo en la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, que tenía
los aviones A-4Q “Skyhawk”.

49
Los McDonnell Douglas A- 4B
procedentes de la reserva de la
Marina de los Estados Unidos fueron
recorridos y modificados en ese país.
La instalación de equipamiento
electrónico acorde a lo requerido por
la Armada, como el equipo IFF, el
transreceptor de UHF y el ADF se
sumaban al importante reemplazo del
reactor J 65-W-16 de 7500 libras de
empuje por el J 65-W-20 de 8400.
Las alas fueron modificadas para
incorporar los spoilers, muy
importantes para aterrizajes con
vientos fuertes de través, tan
comunes en nuestros aeródromos de una sola pista en la Patagonia. Asimismo, para la
operación a bordo del portaaviones era necesario contar con un asiento eyectable de
capacidad 0/0 (sin requerimientos de velocidad y a nivel del mar), y por tal razón se le
instalaron los ESCAPAC 1 A -1.
Todas estas modificaciones dieron lugar a la versión A- 4 Q específica de la Armada
Argentina. Este avión de caza y ataque con un peso vacío de 4600 kilogramos, tenía un peso
máximo de despegue de 10200 kilogramos, lo que le dejaba una gran capacidad de carga de
combustible y armamento.
La Escuadrilla conformada
inicialmente con 16 aviones A4 Q
Skyhawk en 1972 ya había tenido la
pérdida de dos aviones y la vida de
ambos pilotos.
El 16 de enero de 1973 el A 4-Q 3
A- 216 se accidentó en proximidades
de Bahía Blanca, provocando la
muerte de su piloto, el Teniente de
Fragata Mario Peña, quien se
desnucó al eyectar por haberse
enganchado la manguera de su
máscara de oxígeno en la T del
acelerador, lo que le provocó un
fuerte tirón de la cabeza hacia abajo
al momento que el cohete eyector hacía que el asiento abandonara la cabina. Posteriormente
se aseguró la manguera por medio de un broche al traje de supervivencia para evitar otro
suceso semejante.
El 25 de Junio de 1973 se accidentó el 3 -A- 215 sobre el mar próximo a Monte Hermoso,
desapareciendo el Teniente de Navío Eduardo Marty.
En ambos casos los pilotos estaban realizando maniobras verticales (rizo) y las Comisiones
de Investigaciones de los accidentes les atribuyeron como causa más probable la pérdida de
control del avión por el llamado "Departure". Este fenómeno se manifiesta como un violento
tirabuzón al perder el conjunto de cola el flujo de aire perturbado por el ala principal. Luego de
los accidentes llegó a la Escuadrilla el resultado de la investigación que se había realizado
sobre el tema en los Estados Unidos. Esta pérdida de control se produce con grandes ángulos
de ataque (a baja velocidad) y se manifiesta con violentos giros en los tres ejes del avión; la
respuesta típica para la recuperación ante una supuesta entrada a un tirabuzón sólo agrava el
"departure".

50
Para este caso debían centrarse los controles de bastón y pedales y llevar a 0 grado la
incidencia de la cola volante, y esperar que se reestableciera el flujo de aire sobre el empenaje
de cola, cuando cesarían los violentos movimientos de avión y se pudiera recobrar el control
del vuelo.
Bajo los 10000 pies la eyección era mandataria por no existir suficiente espacio para la
recuperación del avión.

En mayo de 1975 los recién incorporados a la unidad realizamos los cursos de conocimiento
y procedimientos del avión (que
incluían un examen de identificación
de todos los elementos de la cabina
con los ojos vendados), y el manual
del avión con sus procedimientos
normales y de emergencia se
convirtió desde esa fecha en mi libro
de cabecera mientras volé el A-4.
Un avión de alta performance no
deja margen para errores. Solo, en
una estrecha cabina donde los
acontecimientos transcurren a gran
velocidad, la reacción ante una falla
o situación inesperada debe ser
inmediata y correcta. Solo el
acabado conocimiento del
funcionamiento de los sistemas del
avión puede dar una respuesta
acorde.
El primer vuelo lo realicé el 10 de
junio con la ventaja de mi
experiencia en el TA 4-J, y si bien yo
tenía más de 4000 horas de vuelo,
sólo 200 eran en reactor. Imaginaba
cuán distinta había sido la situación
para los pilotos que salían sólo con
la instrucción teórica, y que antes de
despegar por primera vez habían
recibido una que otra palmadita en la
espalda y el deseo de buena suerte
y feliz aterrizaje- lo que había
ocurrido también en aviones como el
Corsario o el Panther, que carecían
de biplazas y eran evolucionados
con respecto a los de instrucción
existentes-.
Tres días después se accidentaba
operando en Portaaviones el 3 A-
310 y perdía la vida su piloto, el
Teniente de Fragata Cristian
Echegoyen. En una aproximación, su
gancho no tomó ninguno de los
cables y la turbina tenía un régimen
bajo en el momento de toque en
cubierta porque el piloto había

51
reducido el acelerador algo por debajo del 80% recomendado. El retardo en la aceleración de
la turbina para alcanzar el 100 por ciento fue mayor al tiempo que tardó en recorrer los escasos
metros restantes de la pista angulada, y cuando el piloto apreció que caería al mar inició la
eyección del asiento. Esto se produjo cuando el avión caía de la cubierta de vuelo inclinándose
a la izquierda. El asiento, fuera de parámetros ya que era 0/0 para la condición de avión en
posición horizontal, salió impulsado por el cohete en una trayectoria casi paralela a la superficie
del mar, donde impactó con fatal consecuencia para el piloto. Su cuerpo no pudo ser rescatado
por los nadadores que se habían arrojado desde el helicóptero, y fue arrastrado inerme hacia el
fondo del mar por el peso de todo el equipo y del paracaídas abierto.
Este accidente durante la operación a bordo del Portaaviones relativamente pequeño para
aviones a reacción, se sumaría a los incidentes habidos con cortes de cable de frenado luego
del enganche del avión sobre cubierta de vuelo.
El entonces Capitán de Corbeta Eduardo Alimonda había sufrido esta mala experiencia
luego de un normal enganche. La casi inmediata rotura del cable de frenado lo dejó liberado
con suficiente velocidad aún como para despegar nuevamente, aunque volando
dramáticamente muy cerca del agua, gracias al efecto aerodinámico producido por el aumento
de sustentación originado por el flujo de aire bajo el ala en presencia de la superficie, llamado
efecto "suelo".
Otro caso había experimentado el entonces Capitán de Corbeta Julio I. Lavezzo, cuando el
cable se cortó en el final de la corrida de anavizaje. Con poca velocidad llevó su avión al eje de
pista de la cubierta que es más larga y con un frenado bien aplicado detuvo el avión antes de la
proa del buque.
Estos casos originaron estudios profundos y consultas con la Armada Australiana, que
operaba aviones A-4 en el portaaviones "Melbourne", gemelo del nuestro.
Los cables fueron cambiados y se
mantenían los márgenes de
velocidad de acuerdo al peso del
avión al momento del enganche.
Con el peso máximo fijado para el
aterrizaje, con 107 nudos de
velocidad relativa se llegaba al límite
del cable. Tomándose un margen de
3 nudos, más otros tantos de posible
error de velocímetro, la velocidad
relativa no debía superar los 101
nudos. Esto se lograba de acuerdo a
la velocidad relativa del viento en la
cubierta de vuelo, resultante de
sumar la velocidad del buque -unos
veinte nudos- a la del viento real. En
función de estos valores, un avión
con poco combustible y por lo tanto bajo peso que requería unos 125 nudos en final,
necesitaba un mínimo de 25 nudos en cubierta para lograr una velocidad relativa máxima de
100 nudos con respecto a los cables.

52
Normalmente se operaba con
valores relativos de viento mayores a
los 30 nudos, gracias a las
condiciones generalmente muy
ventosas de nuestro litoral marítimo
sur. Por estas razones se debía ser
muy cuidadoso con el combustible a
bordo, única variable para disminuir el
peso del avión en el momento de la
aproximación, y se daba la cantidad
en decenas de libras al momento de
obtenerse la "pelota" durante el giro a
final. De ser necesario, con
anterioridad se arrojaba combustible
al mar para entrar en peso de
aterrizaje.
Asimismo se utilizaba el indicador de ángulo de ataque para volar en forma más precisa la
aproximación. Existía un indicador de unidades de ángulo de ataque que se cotejaba con el
peso y velocidad del avión para verificar su correcto funcionamiento.
Esta información de ángulo de ataque se convertía en una señal luminosa en un pequeño
semáforo sobre el panel de instrumentos del avión (AOA), que permitía volar la aproximación
manteniendo la actitud con la indicación del semáforo y al mismo tiempo poder seguir la
"pelota" y alineación con el eje de la pista.
La indicación del semáforo se repetía en uno instalado en el parante de la rueda de nariz, y
de esta manera el señalero de aterrizaje apreciaba la velocidad del avión en final. Con
semáforo en rojo, la velocidad era excesiva; con verde el avión estaba lento y con ámbar traía
la velocidad correcta para el enganche.
El día 23 de septiembre de 1975, luego de noventa aproximaciones PTAP, más de cincuenta
horas en el A-4Q y con una experiencia anterior de 172 enganches, realicé el primero en
Skyhawk. Luego del enganche era guiado a catapulta. Había experimentado la sensación del
catapultaje como vuelo de bautismo a bordo de un Grumman Tracker S-2A en el asiento del
copiloto años antes, pero esto sería un poco diferente. Montado sobre la catapulta, al avión se
lo tomaba con un grueso cable llamado estrobo con dos ojales en los extremos, desde la
tortuga impulsora, que corría sobre el eje de la catapulta, a los ganchos fijados bajo el ala en
cada alojamiento del tren de aterrizaje principal. Luego se lo enganchaba en la cola con otro
cable que tenía un fusible de acero y con la "tortuga" se tensaba el estrobo desde la caseta de
control de catapulta que arrastraba el avión ligeramente hasta que quedara tirante el cable de
cola.
Atrás del avión se levantaban los deflectores del chorro de la turbina sobre la cubierta de
vuelo, que era una gran pantalla accionada por un sistema hidráulico, y el señalero de
catapulta realizaba la seña de poner 100 por ciento en la turbina.
La mano izquierda llevaba el acelerador en forma de T todo adelante y se tomaba de una
manija fija a la estructura para evitar que la aceleración del catapultaje hiciera retroceder el
brazo y redujera la potencia con la fatal consecuencia de caer delante del portaaviones.
La mano derecha esperaba abierta que el bastón fuera hacia atrás por la aceleración,
mientras se mantenía el codo firmemente apoyado sobre el cuerpo.
Luego de una rápida lectura de los instrumentos para verificar que todo estaba normal, se
saludaba militarmente al jefe de cubierta para dar a entender que todo estaba bien, y
rápidamente la mano regresaba a su posición y la cabeza se apoyaba sobre el cabezal del
asiento. A partir de ese instante, con la mirada puesta en la proa del buque- que oscilaba
levemente arriba y abajo- se esperaba la señal del jefe de cubierta tocando con la banderilla el
suelo y el operador accionaba el sistema de la catapulta a vapor, capaz de acelerar las 22500
libras del avión a más de 120 nudos en menos de 50 metros de recorrido.

53
El fusible de cola se rompía si la
presión del mecanismo era la
requerida para impulsar el avión y
liberaba la corrida del mismo,
arrastrado a través del estrobo por la
“tortuga”. En esos segundos de fuerte
aceleración la visión se aproximaba a
la gris por las g's imprimidas, y el
bastón de mando se desplazaba hacia
la mano que recién lo tomaba.
Algunos definían la aceleración como
un fuerte empellón en la espalda, o un
fuerte "patadón", como diría un
cordobés. Decían que con el tiempo
uno se acostumbraba; evolucionaba
de no ver nada al principio hasta llegar a gustar de la sensación.
El avión quedaba con un buen margen de velocidad y en actitud de ascenso, y -una vez
repuesto el piloto de la fuerte experiencia- inmediatamente se continuaba el vuelo controlado.

Ese mismo día de mi primera experiencia con el A-4 a bordo, luego de realizar mi segundo
enganche, fui llevado a proa estribor para efectuar el reabastecimiento en "caliente" de
combustible al avión. Esta maniobra consistía en completar a través de la probe - lanzadera en
la proa del avión para reabastecimiento en vuelo - el combustible requerido para seguir
efectuando aproximaciones sin necesidad de detener el motor.
En esa posición fui espectador privilegiado de las desventuras del Teniente de Fragata
Carlos Sánchez Alvarado, que al igual que yo estaba realizando la calificación a bordo del A -
4Q.
Su aproximación y enganche habían sido normales, pero se cortó el cable de frenado y su
avión - el 3-A-313 - quedó sobre cubierta con poca velocidad para intentar volar, y con mucha
para frenarlo.
Cuando pasó a escasos metros por mi costado en dirección a la proa del buque el piloto tiró
de la manija superior del asiento y se produjo la eyección de la cabina e inmediatamente
después el cohete impulsó el asiento. La llama del MK1- MOD 1 iluminaba la escena del
asiento proyectándose hacia arriba y adelante. La secuencia se cumplía de acuerdo al manual;
alcanzados unos 200 pies de altura las vejigas de asiento y espalda se inflaban por el disparo
de los cartuchos de nitrógeno, luego de destrabar las correas de asiento, y girando hacia
adelante el cuerpo del piloto se separaba del mismo, al tiempo que salía el paracaídas
extractor accionado por un cartucho y luego el paracaídas principal que rápidamente tomaba la
forma de hongo. No habían pasado cinco segundos desde que abandonara el avión, que el
Teniente Sánchez Alvarado pendía
del paracaídas, y unos segundos
después caía increíblemente sobre la
cubierta y a mi lado en la proa.
Con 35 nudos de viento relativo en
cubierta, el paracaídas inflado como
una gran vela comenzó a arrastrar al
desafortunado piloto por la cubierta
hacia la popa del buque, mientras
éste intentaba infructuosamente
desprenderse del velamen, que
estaba unido al torso de vuelo por los
"fitings" difíciles de accionar con los
guantes nomex colocados. En popa

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del buque, el Teniente de Fragata Aeronáutico Julio García corrió desde la plataforma de
señalero con la intención de parar el paracaídas, pero la acción era similar a detener un velero
que se desplazaba a 35 nudos por la superficie. Paracaídas y piloto cayeron al mar por la popa
del buque y allí el piloto pudo desprender la sujeción del paracaídas, inflar su chaleco de
supervivencia y ser rescatado sin lesiones por el helicóptero de estación.
El equipo de vuelo lo había resguardado durante el arrastre sobre la cubierta por más de 150
metros.
Las operaciones con el Skyhawk a bordo serían suspendidas casi un año para determinar
con estudios más profundos el origen de los cortes de cable.

El A-4 es un avión donde el piloto


está sentado muy adelante sin
referencias de las alas que se ven
hacia atrás, y tiene alta velocidad de
rolido – giro sobre el eje longitudinal -,
lo que motiva que el piloto sea
proclive a sufrir desorientación
espacial. Estas ocasiones son
comunes durante el vuelo en
formación instrumental o nocturno sin
buenas referencias.
Hay momentos en que el numeral -
que vuela pegado al líder para no
perderlo de vista y no tiene
posibilidad de seguir los instrumentos
para verificar su vuelo- realmente no
sabe cuál es su posición en el espacio. En formación nocturna de traslado en altos niveles sin
luna, donde el terreno se confunde con el cielo y las esporádicas luces en tierra con estrellas,
la sensación es de estar volando dentro de una esfera negra con puntos blancos, y me ha
ocurrido pensar que realizábamos maniobras acrobáticas en formación mientras mantenía mi
posición respecto al líder que volaba recto y a nivel. Por esta razón, volando como numeral en
estos casos no es sencillo pasar a volar por instrumentos, y la demora en visualizar la situación
es indeseable en momentos críticos. Muy próximo estuve a esta experiencia en una ocasión.
Dentro del plan de adiestramiento que cumplía, una noche salí como numeral del Teniente
de Navío A.B. a realizar una navegación táctica a baja altura que tenía tres puntos de
referencia sobre el terreno y completaba un circuito con regreso a Espora. Luego de volar con
300 metros sobre el terreno las dos primeras piernas, pusimos rumbo al sur para volar la
tercera. Ya habíamos observado relámpagos en esa dirección y los apreciamos lejanos. Yo
volaba formación a la derecha del líder que mantenía la navegación nocturna con los 300
metros, esperando alcanzar el punto de referencia en el tiempo calculado y caer luego a la
pierna final con dirección a la Base. Navegábamos a 360 nudos y para ajustar los segundos de
diferencia, se reducía la velocidad a 300 nudos o se aumentaba a 420 durante determinados
segundos para cumplir los tiempos de pasaje en cada referencia.
El regreso tuvo que ser adelantado cuando nos encontramos repentinamente volando dentro
de nubes, con mucha turbulencia y entre relámpagos. Nos había tragado -literalmente- un
activo cúmulus oculto en la noche.
El líder comenzó un giro de 180 grados para salir del mismo, pero con una inclinación de
sólo 30 grados por estar volando por instrumentos y tenerme en formación. Esto, sumado a los
360 nudos de velocidad con los que habíamos entrado, ocasionó que la permanencia dentro de
ese tétrico escenario nos resultara eterna.
La turbulencia sacudía el avión del líder y por supuesto al mío también, que subía y bajaba
de la posición al mismo tiempo que al acelerador lo operaba entre el 100 por ciento y el
reducido (IDLE), y entraba y sacaba freno de picada sin descanso. Igual suerte corrían los

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controles de vuelo en un continuo movimiento. Trataba de no perderlo de vista y me ayudaban
los relámpagos que iluminaban el avión del líder.
Más tarde, con un vaso de whisky en el bar de la Base mientras afuera llovía muy fuerte, el
líder de la aventura me confesaba lo preocupado que había estado durante el incidente por la
posibilidad de perderme si no hubiese podido mantener la posición. Yo no había tenido tiempo
de preocuparme, toda mi atención se había centrado en mantenerme en formación, pues a esa
baja altura y en esas condiciones, pasar al vuelo por instrumentos hubiera sido muy difícil.
Durante esos años, debido a las
acciones de guerrilleros, las medidas de
seguridad en la Base se habían
extendido también a los edificios donde
habitábamos con nuestras familias en
Bahía Blanca. Si bien esta ciudad tuvo
pocos atentados- entre ellos el que le
costó la vida a dos integrantes del
Ejército-, la cercanía con Azul y el
ataque que en enero de 1974 llevaron a
cabo contra la guarnición del Ejército y
que costó la vida no sólo de militares
sino también de sus familias, determinó
un incremento en las medidas de
defensa.
Me costó convencer a Stella de que recibiera instrucción con el uso de un arma y que no
realizara trayectos rutinarios llevando nuestros hijos a la escuela. Cubríamos guardia en los
edificios durante la noche y esto provocaba no poder cumplir actividad aérea al día siguiente
por falta de horas de sueño en el descanso reglamentario. En el caso del A-4 yo respetaba la
norma que había pasado por alto en otro tiempo siendo guardiamarina. Volando el PBY -5A
luego de una trasnochada, ajustaba muy fuerte el volumen de una radio sintonizada en el ADF
que recibía a través de los auriculares y con mucho café soportaba con algunos cabeceos el
tedio del vuelo. En una oportunidad volando el Catalina con un compañero como copiloto y
habiendo trasnochado ambos, fuimos despertados por el mecánico que no recibiendo
contestación a sus llamadas por intercomunicador, se acercó a la cabina para ver qué ocurría.
El piloto automático mantenía el vuelo de traslado y ambos “michis” dormíamos plácidamente.
A partir de marzo de 1976, por las diversas funciones que se debieron cubrir en el ámbito
civil, tales como intervenciones en universidades, sindicatos, municipalidades, etc., quedamos
muy pocos pilotos en la Escuadrilla, lo cual me permitió volar 200 horas en el A-4Q y completar
el plan de adiestramiento en todos sus aspectos: lanzamiento de munición de combate, tiro
aire-aire, combate aéreo, navegaciones, fotoreconocimiento, reabastecimiento en vuelo,
navegaciones a máximo radio de acción, etc. Llegué a cumplir en septiembre mi calificación a
bordo del portaaviones, luego de los estudios efectuados relativos a la actividad de los
reactores en el buque.
En 1977 la actividad fue similar, pero con cuatro hechos importantes para mí: en enero
fallecía mi hermano Arturo, abogado y padre de siete hijos, en marzo nacía Martiniano, nuestro
quinto hijo; en julio me trasladaba a los Estados Unidos para realizar un curso sobre la
operación del misil aire- aire, y en septiembre tenía lugar mi primer corte de cable.
La relación con Chile por las Islas del Canal Beagle estaba empeorando, y a mediados del
mes de julio se ordenó el traslado a la Base Aeronaval Río Grande de seis A-4Q artillados con
seis bombas MK-81 de 250 libras instaladas en un MER (Lanzador múltiple de seis estaciones)
bajo la estación central, ocupando las dos estaciones de alas con tanques suplementarios de
combustible de 300 galones.
Las condiciones meteorológicas eran muy malas en todo el sur, y el despliegue se demoró.
Yo había realizado la etapa a la Base Aeronaval Trelew y estaba condicionado en el tiempo por
la comisión a los Estados Unidos, así que se decidió que otro piloto me reemplazara para el

56
tramo faltante. El Capitán de Corbeta J.C. recibió el 3-A-311 en Trelew, y yo partí hacia la
Capital Federal.
El día 18 de julio, en Buenos Aires y próximo a viajar a los Estados Unidos me enteré de que el
avión se había destruido por impacto contra un terraplén próximo a la cabecera de pista 07 de
la Base Río Grande, y que su piloto había eyectado sin consecuencias personales, luego de
haber efectuado una aproximación instrumental en adversas condiciones meteorológicas sobre
el campo nevado. Las bombas, que se trasladaban sin espoletas, no llegaron a explotar.
Durante un mes, en la base Aérea Mac Dill, junto al Teniente de Navío Sánchez Alvarado
recibimos clases teóricas y prácticas sobre el mantenimiento y operación del misil aire-aire
Sidewinder AIM- 9J, aunque la Aviación Naval poseía el modelo 9B - considerado obsoleto
para los americanos-, de manera que debimos profundizar sobre las diferencias.
Ya de regreso al país y durante una incorporación al Portaaviones A.R.A. "25 de Mayo", con
una experiencia de 450 horas en el avión y 25 enganches tuve el primer aviso del 3-A-303.
El buque no estaba lejos de la Base Espora, a unas 80 millas náuticas, y navegando en zona
de poco viento. Por las limitaciones de los cables, debía enganchar con un máximo de 2000
libras de combustible para tener una velocidad de 121 nudos en final.
Luego de algunos pases de toque y siga con gancho arriba y alcanzado el nivel deseado de
combustible, me indicaron que bajara el gancho.
Como había sólo 20 nudos sobre cubierta - lo que hacía el anavizaje más proclive al "bolter"-
volé con pelota un poco baja y el indicador de AOA, entre amarillo y verde, es decir un poco
lento.
En buena alineación, aunque el viento corría por la pista axial ya que era casi todo producto
del movimiento del buque, toqué cubierta e inmediatamente llevé el acelerador al 100 por
ciento y entré el freno de picada al tiempo que esperaba la desaceleración. Esta no se produjo;
sentí un abrupto tirón y tuve la sensación de un "bolter", por lo que roté la nariz despegando
nuevamente el avión con buen control aunque con extrañas vibraciones.
Observé que al avión le faltaba la punta de ala izquierda y parte del alerón del mismo lado.
Le pregunté a la torre de control qué había pasado y me contestaron que había perdido partes
del avión por el chicotazo del cable que se había cortado, y que me dirigiera a la Base Espora
para aterrizar. Pregunté si el tren de aterrizaje estaba normal y si había alguna evidencia de
fuego, pues tenía movimientos erráticos en los indicadores de tabs – compensadores - de
dirección y elevación, que son indicaciones secundarias de incendio en la cola.
Respondieron que el tren aparentaba normal, que no se veía humo y ampliaron la
información con respecto a los restos del avión que se encontraban en la cubierta de vuelo;
había partes de un drop de combustible y del flap.
El nivel de traslado óptimo eran 22000 pies, pero luego de subir tren y flap seguían las
vibraciones y la relación de ascenso no era la normal, así que nivelé con 15000 pies, ya que
con 1500 libras de combustible y a 60 millas de Espora llegaba sin problemas.
Enlazado por radio con Bahía Control escuché que aterrizaba un A-4 y le pedí si podía
reunirse en final larga para verificarme las averías. Era el 3-A-305 piloteado por el Teniente de
Navío Carlos Sánchez Alvarado que rápidamente despegó para ir al punto de reunión a 12
millas de la cabecera de pista. Confirmó tren abajo normal y las averías del avión; además, que
el gancho de aterrizaje estaba incrustado en la parte inferior del fuselaje y no bajaba.
Entré en final de precaución con 150 nudos, flap arriba y spoilers – ruptores de flujo sobre el
extradós del ala - desconectados, ya que tenía indicación de rueda de nariz insegura y el AOA
no encendía, lo que podía significar una falla del switch del tren que también impedía el armado
de spoilers en vuelo al reducir el motor -lo que es muy indeseable-, y así me aseguraba contra
la posible falla.
El toque lo realicé con 140 nudos e inmediatamente armé spoilers sobre la corrida para
favorecer el frenado. Los frenos respondieron bien, cosa que de no ser así hubiera significado
un serio problema, pues si bien estaba armado el cable de frenado en el final de pista, el
gancho no bajaría como para detener la corrida del veloz aterrizaje sin flap.

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El aspecto del avión era lamentable, el cable había cortado las chapas de duraluminio con
una extraordinaria facilidad.
Esta vez el cable seis del
portaaviones se había cortado en la
unión con la "botella" que lo conecta al
sistema de cable en el interior de la
máquina de frenado. Un error en la
soldadura especial de las 169 filásticas
del cable que se unen en la botella fue
la causa primaria. El cable cortado
deslizó por el gancho del avión hasta
que la botella se trabó contra él y el tirón
rompió el otro extremo que hizo las
veces de un látigo, cortando las
estructuras del avión. Todo esto ocurrió
en instantes, y por suerte el cable no
alcanzó a nadie del personal en cubierta
de vuelo.
También fue una botella, pero de buen Whisky, la que el entonces Comandante de la
Aviación Naval, el Contraalmirante Rafael Serra me hizo llegar con una tarjeta que decía "¡Que
la disfrute!"
El 3-A-303 sería reparado y regresaría al vuelo antes de fin de año, cuando yo preparaba
mis valijas para ir a mi nuevo destino, la Escuela de Aviación Naval en Punta Indio, esta vez
como Jefe del Departamento Instrucción Aérea. Poco antes de hacer mi presentación en
Escuela, cumplía una etapa de navegación en el portaaviones y el día 10 de enero a bordo del
3-A-307 me convertía en "Bicenturion" por alcanzar los 200 enganches, hecho que fue
festejado esa noche en el salón de fumar. Luego recibí formalmente una medalla dorada que
acompañaría a la de plata de Centurión que ya tenía en mi poder. Ese año recibí también el
premio “Corresponsales Navales”, correspondiente al mejor desempeño como piloto de
portaaviones.
El traslado de los siete integrantes de la familia a Punta Indio a bordo del Renault 6 nos
demostró en la práctica que necesitábamos un auto con mayor capacidad.

58
VIII) CASI GUERRA
Me había olvidado del ruido que produce un motor a explosión a diferencia del reactor y en
el primer despegue de adaptación al T-28 de Escuela, en medio de la corrida le pregunté al
entonces Capitán de Corbeta Jorge Paris, quien desde el asiento trasero volaba como piloto de
seguridad, si era normal el ruido que hacía. "No", me contestó," ¡aborte el despegue que el
motor está fallando!". Frené el avión a pocos metros del final de pista.
Como Jefe del Departamento Instrucción Aérea, mi responsabilidad primaria era el
desarrollo de los cursos de vuelo y me competía la planificación, el cumplimiento del programa
y la verificación de los niveles obtenidos.
Pronto comencé a volar con cada uno de los instructores para comprobar la normalización
de los procedimientos de vuelo y más tarde a efectuar períodos con alumnos para seguir el
desarrollo de la instrucción y posteriormente realizar los exámenes en vuelo para su primer "
solo" en el T-28.
Era el último año del "Fennec"; pronto sería reemplazado por el Beech T-34-C-1 Turbo
Mentor recién adquirido para la instrucción en Escuela.
Para el traslado en vuelo de los T-34 desde los Estados Unidos se había constituido una
comisión que arribaba en el mes de junio
con los primeros ocho aviones de un total
de quince.
La segunda comisión, a excepción del
jefe encargado de traslado, sería
realizada por el grupo de pilotos que
habían permanecido dando instrucción
durante ese período, incluido yo.
Habiendo volado el T-34 durante el
mes de julio y parte de agosto, a
mediados de este mes partíamos a bordo
de un Lockheed Electra L-188 de la
Armada ocho pilotos - uno más que la
cantidad de aeronaves a trasladar, en
previsión de que surgiera la necesidad de
un reemplazo-, y un grupo de mecánicos
para el apoyo logístico al traslado.
En la fábrica de Beech Aircraft Corporation de Wichita, Kansas, efectuamos los vuelos de
aceptación y en menos de una semana iniciábamos el traslado de los aviones hacia el país.
Propulsado por un motor turbohélice PT-6A-25 Pratt & Whitney de 715 HP de potencia y
equipado con una hélice tripala con paso beta, este avión de instrucción era muy confiable.
Contábamos con sistema oxígeno y
si bien no teníamos cabina presurizada,
los niveles de vuelo de traslado serían
de entre 13000 y 17000 pies, con una
aceptable velocidad verdadera y buen
alcance debido a su carga de
combustible.
El primer día de traslado, recorrimos
todo el tramo sobre territorio
norteamericano desde Wichita hasta la
frontera con México, con una escala
técnica y en cinco horas de vuelo.
Por disposiciones del gobierno

59
mejicano, no se podía sobrevolar su territorio con más de cuatro aeronaves militares
simultáneamente o dentro de un período de cuatro días, de manera que en la siguiente
jornada, desde un cómodo hotel en Brownsville, veíamos partir a la división del Capitán de
Corbeta Jorge Paris, jefe de la comisión de traslado, rumbo a Veracruz.
Cuatro días más tarde lo haría la división de los tres aviones restantes a mi cargo,
aterrizamos en El Salvador, luego de casi seis horas de vuelo con una escala técnica en
Veracruz para el reabastecimiento de combustible.
Nuestro vuelo no tendría las incidencias del anterior, que por razones meteorológicas debió
aterrizar en Guatemala en medio de una convulsión político-militar en ese país y bajo
amenazas de armas debieron aclarar su procedencia, destino, y que eran totalmente ajenos a
los hechos que se registraban.
Nuevamente reunidas las dos divisiones en El Salvador cumplimos la etapa a San José de
Costa Rica y otra jornada a Panamá.
Contábamos con el apoyo del L-188, que no solo transportaba mecánicos y repuestos, sino
que también nos mantenía actualizados por radio de la información meteorológica en esa zona
tan inestable. Esto nos sería de mucha utilidad en la siguiente etapa hasta Guayaquil, de una
duración mayor a cinco horas de vuelo con una parada técnica.
Luego cumpliríamos la escala en Lima, donde hallaríamos la tradicional hospitalidad de la
Aviación Naval Peruana de cuyos orígenes, en la formación de pilotos de ala fija, había tomado
participación en 1965, como profesor de vuelo en la Escuela de Aviación Naval,
reencontrándome con esos pilotos ya convertidos en máximas jerarquías y tomaríamos tres
días para realizarle las inspecciones correspondientes de mantenimiento por 25 horas de vuelo
a los aviones y para descanso de las tripulaciones.
La situación con Chile tan deteriorada en 1978, determinó que evitásemos su sobrevuelo.
Por tal razón desde Lima cumplimos la etapa a Tacna, en el sur de Perú, y desde allí, al
siguiente día, cruzaríamos la Cordillera de los Andes hacia Santa Cruz de la Sierra en Bolivia.
El nivel de la aerovía nos exigía
ascender a 26000 pies y si bien no
había problemas con el oxígeno, volar
sin cabina presurizada a ese nivel era
muy incómodo. Nos sentíamos
hinchados como escuerzos, la dilatación
de los órganos del cuerpo era
manifiesta y el cruce a ese nivel no fue
breve.
Haríamos nuestra entrada al país por
el Aeropuerto Internacional de Jujuy y
desde allí volaríamos en el mismo día a
Corrientes.
El día 14 de Septiembre cubríamos la
etapa Corrientes – Punta Indio, aterrizando luego de una ausencia cercana al mes, con la
travesía de más de dos semanas y 35 horas de vuelo.
Nos esperaban nuestras familias y una desagradable sorpresa; en dos horas debíamos
despegar hacia la Base Espora para participar de un importante desfile sobre Puerto Belgrano
al día siguiente. Ahora no recuerdo cuál era el importante motivo, pero sí la falta de
consideración que tuvieron con nosotros.
En el mes de Octubre fui convocado en Espora para realizar una etapa a bordo del
Portaaviones “25 de mayo” tripulando el A-4Q.
Luego de realizar mis exámenes teóricos de conocimiento y operación del avión, y con sólo
tres horas y media de vuelo cumpliendo PTAP, en dos días realizaba ocho enganches y
nuevamente regresaba a dar instrucción en el T-28 a Escuela.

60
La situación por las Islas del Canal
Beagle era la causante de tal
apresto; también en Punta Indio
estábamos abocados al posible
despliegue en los Aeródromos del
sur con los T-34 y T-28 de la Escuela
y los Macchi de la Primera
Escuadrilla Aeronaval de Ataque,
además de los restantes aviones de
reconocimiento y enlace.
Sin dejar de impartir enseñanza en
vuelo a los alumnos, con los
instructores practicábamos
maniobras de combate y tiro sobre el
polígono de armas.
A principios del mes de Diciembre,
mientras las escuadrillas de Punta Indio se
destacaban a la Isla Grande de Tierra del
Fuego, a mí me ordenaron presentarme a la
Tercera Escuadrilla de Caza y Ataque para
integrarme al grupo de ataque del
Portaaviones con el Skyhawk.
Nuevamente cumplí tres horas de vuelo y
el día 8 de Diciembre estaba enganchando en
el buque.
El grupo Aéreo de ataque estaba en el
punto máximo de su capacidad operativa, con
los once A-4Q y diecisiete pilotos, además de
un oficial señalero, el Teniente de Navío Axel
Adlercreuts convocado desde una línea aérea
comercial a la cual se había incorporado
luego de solicitar su retiro de la Armada poco
tiempo antes.
No era el único convocado entre el
personal retirado, y varios se habían
presentado espontáneamente ante la
posibilidad de servir en la ocasión. Algunos
antiguos jefes entre ellos fueron destinados a
cubrir puestos que en las Bases dejaban los pilotos para destacarse al Teatro de Operaciones.
Mientras navegábamos hacia el sur, los pilotos realizábamos vuelos de adiestramiento y
puesta a punto de los sistemas de armas.
Durante el desarrollo del llamado “Operativo Tronador” los aviones se mantenían en estado
de máxima alerta y con ILC (Interceptor Listo en Cubierta) en condiciones de ser catapultado
en escasos minutos y armados con dos misiles AIM-9B “Sidewinder” y cañones de 20
milímetros.
Para cubrir esta guardia debíamos realizar las pruebas de rutina del avión, y luego
permanecer a bordo del mismo durante dos horas en condiciones de poner en marcha y ser
catapultados inmediatamente.
Contábamos en este caso con sólo un tanque de combustible subalar -el ventral-, y la
mayoría de las veces por la distancia a la cual operábamos en el este de la Isla de los Estados,
no teníamos posibilidades de alcanzar un aeródromo de alternativa en tierra en caso de no
poder enganchar. Por esta razón había aviones A-4Q preparados con tanque de

61
reabastecimiento en vuelo Sargent Fletcher “Buddy Pack” en la estación ventral listos a
reunirse con el avión en problemas para transferirle combustible en vuelo.
Debido a esta previsión también cubríamos la guardia de “Tanquero”, el avión equipado con
este sistema.
En estas condiciones, con tanques subalares y el “Buddy Pack”, éramos catapultados con el
peso máximo de 22500 libras, lo que requería una aceleración en catapulta que dejara el avión
con 150 nudos (280 km/h) volando en proa. Un verdadero “empujón” en la espalda para
alcanzar esta velocidad en 45 metros de recorrido, partiendo desde unos 40 km por hora (la
velocidad del buque).
Le tocó en suerte al Comandante de la Escuadrilla, el entonces Capitán de Corbeta Julio I.
Lavezzo realizar la primera interceptación el día 21 de diciembre sobre un avión CASA 212 de
la Armada Chilena.
Este avión en funciones de explorador había despegado desde Puerto Williams y buscaba al
este de la Isla de los Estados la posición de nuestra Flota.
El Comando Superior no autorizó que se lo derribara, y luego de recibir unas pasadas
intimidatorias y sin contacto radial, el avión explorador optó por retirarse hacia el continente.
Hubo también falsas alarmas con aviones propios no identificados, pero en otra ocasión
nuevamente fue interceptado un CASA 212 y se repitió la acción del A-4Q, esta vez tripulado
por el Teniente de Fragata Horacio Pettinari, quien tampoco contó con la autorización para
derribarlo.
Estos encuentros fueron el clímax en
cuanto a las acciones desde el mar.
Pocas horas antes de concretarse las
operaciones previstas de desembarco,
el buque y sus escoltas ponían rumbo al
norte de acuerdo a las órdenes
impartidas por el Comando Superior. La
mediación del Papa detenía la
operación.
El 24 de Diciembre nos
destacábamos con los aviones desde el
portaaviones en cercanías del Golfo San
Matías con rumbo a Espora. Allí
festejamos Nochebuena con el grupo de
pilotos de la Fuerza Aérea que estaba
desplegado en la Base, pero en mi
caso, a 700 kilómetros de Stella y los
chicos.
Continué en Espora hasta mediados
del mes de enero volando el A-4Q,
hasta que la situación no dejó dudas de
que se transitaba de “casi guerra” a la
negociación pacífica.
A fines de Enero ya volaba
nuevamente el T-28 y el T-34 en la
Escuela de Aviación Naval,
continuando mi tarea como jefe del
Departamento Instrucción Aérea, ahora
con el grado de Capitán de Corbeta.
Durante ese año 1979 la instrucción
para los alumnos sería desde el

62
comienzo con T-34-C-1; los T-28 eran desafectados y nueve de ellos transferidos a la Aviación
Naval Uruguaya.
Para la instrucción avanzada se incorporaba el Beech Aircraft Super King Air 200, equipado
con dos motores turbohélice PT-6A-41 Pratt & Whitney de 850 SHP y hélices tripalas con paso
reversible. Este avión de transporte de corto alcance y peso máximo de 5670 kg., equipado con
moderno instrumental, era una buena escuela de multimotor, y en él tuve mi primer contacto
con el director de vuelo, el piloto automático asociado al mismo y el radar meteorológico en
color.
El día 25 de junio, en uno de los tantos vuelos de instrucción, tuve mi primer incidente con
un T-34, el 1-A-415. El período correspondía a la etapa Precisión y era la verificación a un
alumno de la Prefectura Naval Argentina, el oficial ayudante Eduardo Jireck.
Primero habíamos practicado cinco aterrizajes de precisión sobre Punta Indio y luego
estábamos completando el período con tirabuzones de dos vueltas en una de las zonas de
trabajo. La potencia aplicada era la correspondiente a acrobacia (950 p/libras torque). Luego
del quinto tirabuzón y en vuelo a nivel, comenzaron a fluctuar las indicaciones de torque,
flujómetro y revoluciones de la turbina de gas (N1).
Tomé el control del avión, reduje el torque para vuelo a nivel (600 p/libras torque) y con 8500
pies me dirigí hacia la Base con la intención de efectuar una aproximación de precaución,
declarando la emergencia para tener prioridad en el circuito.
La falla se iba agravando y cerca del aeródromo la caída de potencia era considerable. En
estas condiciones, con baja potencia y paso de hélice para crucero, en la velocidad óptima de
planeo, la pérdida de altura había aumentado mucho aproximando a los 1000 pies por minuto y
decidí poner la hélice en bandera para mejorarla. El T-34 se había transformado en un
planeador, solo que su L/D (relación sustentación / resistencia) era pequeña y mantenía el
descenso entre 500/700 pies por minuto. Sobre la cabecera de pista, volando desde la cabina
trasera, inicié la aproximación de emergencia, que por costumbre de las simuladas
demostrativas, le iba relatando al alumno que en la cabina delantera seguía las maniobras que
yo realizaba para cumplir con los parámetros de altura y velocidad que me aseguraran el
primer tercio de la pista para el toque.
La operación de tren abajo y flap, alimentados por circuitos eléctricos fue normal, lo mismo
que el aterrizaje, aunque el avión corrió algo más de lo normal por no poder aplicar paso beta,
que aumenta la resistencia al avance y ayuda al frenado, por estar la hélice en bandera.
La emergencia se había originado en la falla de una pequeña pieza de teflón dentro de la
unidad de control de combustible de la turbina, que restringía el paso del mismo.
Para mi satisfacción, meses después leí una modificación al manual de procedimientos de
vuelo de los fabricantes del avión, que recomendaba, para casos de pérdida de potencia a
valores menores de las 400 p/libras torque, aplicar paso bandera para mejorar la relación de
descenso. Mi decisión, gobernada por la experiencia, había sido correcta.
Ese año, el Torneo de Tiro
Interfuerzas se llevaría a cabo durante
el mes de octubre en la Base
Aeronaval Río Grande, y la Escuela
intervendría por primera vez con los
Aviones T-34-C-1.
Nos destacaríamos una semana
antes con el llamado Grupo Aeronaval
Insular para operar previamente en la
Isla Grande de Tierra del Fuego desde
sus Aeródromos de campaña,
desarrollados en 1978 por el caso
Canal Beagle. Se trataba de pistas de
tierra o sectores de ruta asfaltada en

63
distintos lugares de la isla, donde aviones como el T-28 o el T-34 podían operar con
limitaciones en caso de despliegue.
Esa semana lo haríamos en la cabecera este del lago Fagnano, donde una corta pista de
césped rodeada de montañas y junto al lago sería el lugar de operación.
Dormíamos en refugios bajo tierra, excavados y con el acceso tapado para no ser
identificados, y el frío se combatía con estufas a leña hechas con tambores de 200 litros. Se
quemaba dentro del pozo, y había una disimulada tubería para la salida del humo al exterior,
aunque gran parte de éste quedaba en el interior.
El baño era artesanal, una creación nuestra, también con tambores, y el chorrillo del
deshielo era el agua que utilizábamos para lavarnos. Para preparar la comida contábamos con
una cocina de campaña y el menú no variaba mucho: guisos o tallarines.
Por radio recibíamos las órdenes para cumplir determinadas misiones y algunas de ellas las
realizábamos despegando nocturno con un balizamiento provisto por bochones de kerosene y
el conocimiento adquirido de las montañas que nos rodeaban para los rumbos de salida.
Reabastecíamos desde “Pillow-Tanks", unos tanques de combustible de campaña de los
cuales - mediante bombas manuales y pasándolo por filtros especiales para evitar la
contaminación -transferíamos el aeroquerosene al avión.
Cuando nos hicimos presentes en la Base de Río Grande luego de una semana en esas
condiciones, lo primero que notamos fue la cara de asco que nos ponían al recibirnos quienes
habían permanecido operando desde esa Base. Estábamos ahumados y sin habernos bañado
durante días, y parecíamos leprosos en la forma en que nos abrían camino. En esos días una
ducha caliente había sido nuestro mayor deseo.

En el Torneo de Tiro, sólo podíamos competir en el lanzamiento de bombas en planeo y


rasante, ya que el T-34 carecía en esos tiempos de pods de ametralladoras y aún no tenía
habilitado el sistema para lanzar cohetes. Por tal motivo se originó la discusión acerca de si
nuestra participación sería válida para competir por el Campeonato, que era la suma de varias
pruebas.
Las escuadrillas de aviones A-4Q y Macchi ese año realizarían también el lanzamiento de
bombas nocturno. Nosotros no lo habíamos practicado en la Escuela por ser una condición de
tiro no prevista para el Instituto.
No me quedó otra que desafiar a que también
intervendríamos en bombardeo nocturno, por lo que
sumaríamos cuatro pruebas sobre seis, contando la
navegación táctica. Las sonrisas de los adiestrados
pilotos de ataque de las escuadrillas intervinientes me
resultaron entre burlonas y compasivas, pero el
desafío fue aceptado.
Esa noche salimos tres aviones a practicar por
primera vez el lanzamiento nocturno en T-34, y si bien
los tres pilotos, los entonces Teniente de Navío Luis
Collavino, Teniente de Fragata Owen Crippa y yo lo
habíamos realizado en otros aviones, esta vez sería
con 45 grados de picada, pues con menor ángulo de
planeo las correcciones de mira necesarias eran
tapadas por el largo motor del avión y por lo tanto,
para ver el lugar donde apuntar, debíamos picar más
pronunciadamente para menor corrección.
La experiencia de la prueba no fue muy
satisfactoria, pero importante para la noche siguiente
que sería el torneo.
Competimos con el Teniente Collavino y en el

64
primer lanzamiento tuve la suerte de encontrar bien los parámetros de tiro que mi numeral
repitió. Algunos nos dijeron luego que pasábamos de la altura mínima de recobrada por lanzar
muy bajo con 45 grados, pero de noche es difícil ver al avión en el Arpa (Sistema tipo ábaco
para medir parámetros de lanzamiento desde el puesto verificador en tierra) y repetimos los
cuatro lanzamientos cada uno con notables resultados.
Al día siguiente, cuando recibía el premio por haber ganado la prueba individualmente, ya no
había sonrisas en el rostro de los pilotos de las otras escuadrillas. Esto no alcanzó para ganar
el torneo, pero no desentonamos con los resultados generales.
A fines del mismo mes realizamos la navegación final con los alumnos de la Escuela de
Aviación Naval recorriendo Córdoba, Mendoza, Neuquén, Bariloche y desde allí la costa de Sur
del Atlántico hasta Río Grande para luego regresar a Punta Indio, con más de 24 horas de
navegación aérea en nueve días. Ese mes sumaría 65 horas de vuelo, y no fue el de máxima
en el año.
Después vendría la etapa
avanzada en multimotor, volando el
BE-200, para finalizar en el mes de
diciembre el curso.
Yo me ocuparía de preparar mi
examen de ingreso a la Escuela de
Guerra Naval durante el mes de
enero, que según Stella, no aprobaría
si tenían en cuenta la aparente
dedicación al estudio, pues
acostumbraba estudiar tomando sol
en la pileta de la Base y mi color no
era de quien estuviese abocado a los
libros. Pero en febrero ingresé al
curso que desarrollaría durante
medio año.
A mediados de 1980 nuevamente cumplía mi presentación en la Tercera Escuadrilla
Aeronaval de Caza y Ataque. Tenía una experiencia de más de 5200 horas de vuelo, de ellas
casi 1600 como instructor y sumaba 216 enganches en portaaviones.
Esta vez viajábamos en un Renault 12 Break modelo 1978, que resultaba acorde al grupo
familiar.

65
IX) EYECCIÓN BAJO EL AGUA
“Las alas de gris acero entre las olas cayeron”.
Marcelo Fox
La mayoría de los pilotos de la
Escuadrilla de A-4Q estaban preparando
sus valijas para viajar a Francia con el
objeto de volar en el país galo el Marcel
Dassault Super Étendard, e integrar lo
que sería la Segunda Escuadrilla
Aeronaval de Caza y Ataque a su
regreso al país con los 14 aviones
adquiridos.
En la Tercera de Ataque sólo
quedaríamos seis pilotos hasta fin de
año, y durante esos meses yo me haría
cargo del Comando que dejaría el
Capitán de Corbeta Jorge Colombo,
quien era el designado a cargo de la
Comisión a Francia.
Con una buena disponibilidad de
aviones y tan pocos pilotos, pronto
comenzamos una intensa actividad
cumpliendo con ejercicios como el
"UNITAS" con la Armada de los
Estados Unidos, interviniendo en
etapas de portaaviones y logrando por
única vez en el historial de la
Escuadrilla el primer puesto en el
Torneo de Tiro que ese año se
desarrolló en la Base Aeronaval
Almirante Zar, Trelew.
Luego de realizar el último embarco
del año en el “25 de Mayo”, a principios de diciembre programamos una visita a unidades de la
Fuerza Aérea Argentina con seis A-4Q y el apoyo de un B-200 para trasladar a los mecánicos.
Primero realizamos la visita a Villa Reynolds, sede de la IV Brigada Aérea en ese tiempo,
base de los A-4B y luego Plumerillo, donde está la V Brigada Aérea y en esa época los A-4C
En ésta última me reencontré con el entonces Mayor Zolabarrieta, con quien en 1965 habíamos
representado a las Fuerzas Armadas
Argentinas integrando el equipo que
intervino en el Primer Torneo
Sudamericano de Básquetbol para
Fuerzas Armadas y que se desarrolló
en Asunción del Paraguay.
Cuando a los 17 años ingresé a la
Marina yo tenía un buen nivel de
juego, adquirido en un club de barrio
que en una década ascendió desde
Tercera División a Primera y luego
entró en decadencia desapareciendo
de la actividad. En los años de
crecimiento de "Argüello Juniors" yo

66
jugaba en ese club, y recuerdo haber
enfrentado en un equipo contrario a
quien sería treinta años después
presidente de la República, el
entonces abogado Carlos Saúl
Menem que era un referente
conocido del peronismo en Córdoba.
Durante la navegación a Mendoza
realizamos un sobrevuelo al
Aconcagua, que en un claro día sin
viento resultaba un espectáculo
inolvidable con las nevadas cumbres
que lo rodeaban.
Alguno de los pilotos que me
acompañaban se vieron sorprendidos
cuando por radio, en canal de
frecuencia interna, les recordé que en
caso de eyección debían accionar la
separación manual del asiento
eyectable para que el paracaídas se
abriese lo antes posible y no a los
14000 pies que está programado por
un aneroide para realizar la
separación automática del piloto al
asiento. Con esas alturas, quizás el
aneroide nunca llegase a actuar a los
14000 pies por haber encontrado la
montaña antes. Volábamos niveles
cercanos a 21000 pies y muy
próximos al suelo.
En ambas Bases tuvimos reuniones
de gran camaradería con pilotos de
los “Halcones” de la Fuerza Aérea, y
en poco más de un año estaríamos
juntos peleando por las Islas Malvinas.
En ese fin de año le entregaba el
comando al Capitán de Corbeta Jorge
A. Philippi y yo continuaba como
segundo comandante, ya que había
ejercido “a cargo” por ausencia y era
una situación transitoria.
Con el Capitán Philippi nos
conocíamos desde 1961, cuando inicié
el curso en la Escuela de Aviación
Naval y él estaba finalizando su curso
de Piloto Aviador.
Habíamos estado revistando juntos
en varios destinos posteriormente,
como la segunda de Propósitos Generales, la Escuela de Aviación y varios años en la Tercera
de Caza y Ataque. Existían lazos de amistad entre las familias y habíamos compartido muchas
actividades sociales y deportivas desde nuestros respectivos noviazgos en Bahía Blanca

67
La actividad de la Escuadrilla
mantuvo su intensidad con traslados
al Sur, adiestramiento en combate,
tiro aéreo, operaciones en
portaaviones, etc. Fue en una de
estas etapas donde tuve el accidente
más grave de mi carrera.
El día domingo 9 de agosto de
1981 era catapultado a bordo del A-
4Q 3-A-303, en horas de una tarde
muy apacible. Estaba efectuando
recalificación y ya había completado
dos enganches en el 3-A-307 durante
la mañana.
“Cubierta estable, viento 28/30
nudos”. La voz del señalero me
transmitía por radio las condiciones existentes para el anavizaje en el portaaviones “25 de
Mayo”.
“03, pelota, tres cinco” fue mi respuesta al observar la indicación de luz amarilla que
proyectaba el sistema estabilizado indicador de la pendiente de aproximación de la banda de
babor del buque. Al mismo tiempo confirmaba la cantidad de cientos de libras de combustible
del avión.
Finalizaba mi giro de básica para enfrentarme en la pierna final con 500 pies de altura y
abajo a la izquierda quedaba la blanca estela del buque que contrastaba con un mar casi calmo
de tonalidad azul verdoso. Adelante una gruesa “T” invertida pintada de amarillo indicaba el
comienzo de la pista angulada en 8 grados con respecto a la crujía del portaaviones y sobre su
derecha, la “isla” repleta de balcones, antenas y la chimenea del buque desde donde surgía
una columna de humo que se alineaba rápidamente al viento relativo, corriendo paralela al eje
de la pista angulada.
Mi atención se distribuía en mantener la “pelota” centrada con respecto a la línea de
referencia verde que materializaban focos a sus costados, el indicador de ángulo de ataque en
“Donna” con la luz del semáforo en amarillo y la alineación con respecto al eje de pista que se
iba desplazando ligeramente hacia la derecha por el movimiento del buque.
Suaves movimientos con el
acelerador y controles de vuelo
mantenían las referencias, y al motor
en un régimen entre 80 y 90 por
ciento de sus 8200 libras de empuje.
La elevada popa del buque se
balanceaba lentamente y el ruido
agudo de la turbina era quebrado por
las indicaciones del Oficial Señalero a
través de la radio.
Contaba en mi haber con más de
250 enganches, pero la atención y
tensión eran las de siempre. No hay
oportunidades para el descuido; sólo
después del vuelo se puede recrear
en el recuerdo y reconfortarse con
esta actividad tan intensa y querida por los aviadores navales.
El portaaviones aumentaba rápidamente su tamaño; crucé su popa con 130 nudos de
velocidad y con pelota centrada llegué a la zona de los seis cables de frenado. Al momento del
toque en cubierta llevé con un movimiento mecanizado de la mano izquierda el acelerador al

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100 por ciento al mismo tiempo que
con el pulgar de esa mano accionaba
el "switch" para entrar el freno de
picada y poder despegar de nuevo en
caso de que el avión no enganchara.
Simultáneamente comenzó la
desaceleración del avión. Había
tomado el cable número tres, en el eje
de la pista, y mi cuerpo era contenido
por las correas que me aseguraban al
asiento a través del torso, mientras
que mi cabeza se desplazaba
libremente hacia delante.
La nariz del avión, ahora baja, se
estremecía con movimientos laterales
oscilantes a consecuencia de la gran
desaceleración que sufría al detenerse las 14500 libras de peso del avión a una velocidad
relativa de 100 nudos en una distancia inferior a los 60 metros.
A mi frente el océano, separado por escasos metros de cubierta.
Súbitamente, cuando estaba a muy poca velocidad y reduciendo el acelerador hacia el
mínimo, mi cuerpo se apoyó contra el respaldo del asiento y mi cabeza dio bruscamente contra
la almohadilla del mismo. El avión se había liberado del cable al cortarse el mismo y aceleraba
su carrera. Instintivamente llevé el acelerador a la posición de cien por ciento por el hábito
adquirido en los toque y siga o "bolters" sobre cubierta, por estar acelerándome.
Esta vez no tenía velocidad suficiente para despegar de nuevo, como me ocurriera cuatro
años antes con este mismo avión, e inmediatamente reduje de nuevo el acelerador al mismo
tiempo que ponía pie derecho para tratar de llevarlo hacia el eje de la pista axial y tener mayor
espacio para intentar frenarlo. Allí tendría unos 50 metros más de cubierta, pero la velocidad
era excesiva para frenarlo y el avión derrapaba hacia la banda de babor. Escuché la voz del
señalero que por radio me gritaba" ¡Eyecte – Eyecte!" y mi reacción fue instintiva: con la mano
derecha accioné la palanca inferior del asiento de eyección, sentí una sorda explosión detrás
mío y la cabina accionada por el cartucho que había disparado se desprendió hacia atrás.
Ahora -pensé -saldría empujado por el cohete del asiento, pero el asiento no salió.
El avión continuó su carrera hacia el fin de la pista angulada; la rueda de nariz se hundió en
el balcón de ese sector y el avión pasó sobre un montaje antiaéreo de 40 mm, al mismo tiempo
que giraba bruscamente a la izquierda por ser la rueda de ese lado la primera en perder
contacto con la pista.
Dejé de ver la cubierta; caía al mar desde 13 metros con el avión invertido y fuertemente
sujeto al asiento de eyección con las correas superiores e inferiores. No habían transcurrido 5
segundos desde el momento que el cable se había cortado, y yo perdía el conocimiento
cuando impacté contra el agua.
Todas estas acciones e imágenes, desde que reconozco la emergencia cuando el cable se
corta, las recuerdo vívidas en un tiempo que transcurre como si fuera en cámara lenta hasta
que el avión cae al mar al morir la tarde.
Es a partir del momento en que me estaban trasladando en un helicóptero Sea – King en
horas de la noche hacia el Hospital Naval de Puerto Belgrano distante unas 100 millas, que
comienzo a recobrar la conciencia y hasta llego a pensar que atado como estaba a la camilla,
pocas probabilidades tendría de sobrevivir a un amerizaje en esa noche.
Qué ocurrió luego de caer al mar lo supe con posterioridad por las narraciones de todos los
protagonistas, pero no he logrado recordar ninguno de esos momentos.
Al golpear el avión contra el agua en posición de nariz abajo e invertido se produjo la
eyección del asiento y debo de haber salido como un torpedo hacia el fondo del mar

69
propulsado por el cohete que en ese momento encendió. En caso contrario hubiera corrido la
suerte del avión, dirigiéndome al fondo del océano.
El estado de mi brazo izquierdo era una evidencia de la fuerza con que el asiento abandonó
al avión. Tenía la mano izquierda sobre el acelerador, lo que es un grave error en la eyección, y
mi antebrazo sufrió las consecuencias de salir entre medio del costado interno de la cabina y la
superficie lateral del asiento que dejan un escaso espacio. Por tal razón sufrí las fracturas de
cúbito, radio y troquiter, además de la luxación escápula humeral.
El asiento prosiguió, a través de los diferentes cartuchos explosivos, con su secuencia que
destraba el correaje al torso, infla las vejigas para separarme del asiento e inicia la salida del
pilotín extractor del paracaídas. Si esta secuencia hubiera fallado, hubiese seguido hasta el
fondo del mar atado al asiento.
Vestido como estaba, con traje antiexposición que retiene aire entre el cuerpo y la tela, más
el resto del equipo de vuelo: torso, chaleco de supervivencia y anti-g aún secos, mi cuerpo
comenzó un lento ascenso hacia la superficie por la flotabilidad positiva.
Quienes luego de casi dos minutos
me vieron aparecer en la superficie
cuentan que yo braceaba con la
derecha. Inmediatamente el Alouette en
estación de rescate y a los comandos el
entonces Capitán de Corbeta Carlos
Espilondo se acercó a mi posición y dos
nadadores se arrojaron al mar, para
luego de desprenderme el paracaídas,
pasarme la eslinga de rescate bajo los
hombros.
Fui izado con el guinche del
helicóptero al mismo tiempo que iniciaba
su traslado, pero yo no lo acompañé
mucho trecho: inconsciente y con el hombro luxado, mis brazos se alzaron dejando deslizar la
eslinga y nuevamente caí al mar. Esta vez los hombres “ranas” debieron nadar a mi nueva
posición, y cuando llegaron, sacarme de debajo de la superficie, pues con el equipo mojado ya
no tenía flotabilidad positiva y habían cometido el error de no inflarme el chaleco salvavidas.
La eslinga la engancharon al mosquetón que para estos casos se lleva en el torso de vuelo y
esta vez sí me izaron al Alouette.
Cuando me depositaron en cubierta de vuelo la primera maniobra fue sacarme toda el agua
que había en mi interior y rápidamente por el ascensor de proa en cubierta de vuelo me
llevaron en camilla hacia el quirófano.
En ese camino sufrí mi primer paro
cardiorrespiratorio, del cual me
recuperaron.
Durante mucho tiempo no
respondía a estímulos externos, y en
quirófano sufrí mi segundo paro
cardiorrespiratorio del cual también
me sacaron. Los médicos días más
tarde me preguntaron si recordaba
cómo me habían recuperado de estos
paros. Ante mi negativa se sintieron
aliviados.
Presentaba Politraumatismo, Asfixia
por inmersión, Pulmón en shock, Paro
cardiorrespiratorio, Traumatismo de

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cráneo con pérdida de conocimiento; Traumatismo biorbitario, Fractura cúbito radial y costilla
izquierda, Luxación glenohumeral anterior izquierda, Herida submentoniana, supreauricular y
palperal izquierda, Hematoma bipalperal; Equiomosis conjuntiva bilateral y escoriaciones
múltiples, según lo informaba en el parte de accidente el entonces Capitán de Corbeta Médico
Edgar Coria, quien me había atendido junto a los médicos del grupo aeronaval.
Esa noche ingresaba a la sala de Terapia Intensiva del Hospital, donde permanecería
durante cuatro días.
A medianoche, el Capitán de Corbeta Jorge Philippi y Graciela, su señora, llamaban al
departamento donde vivíamos en Bahía Blanca para avisarle a Stella de mi accidente e
internación. Unos meses después sería yo quien le avisara a Graciela de la desaparición de su
marido durante el conflicto Malvinas.
Mi aspecto debe de haber sido realmente desagradable, con edemas, derrames, costuras,
etc., y a ese punto llegué en conclusión cuando noté que quienes me visitaban en Terapia
Intensiva y que no eran médicos, pronto se retiraban pálidos. Las enfermeras no quisieron, con
excusas pueriles, facilitarme un espejo que solicité en varias oportunidades para verme.
Aún días después, ya en habitación
común, cuando mis hijos pudieron
visitarme, quedaron realmente
impresionados. Si alguno pensaba en
seguir medicina, creo que frustré su
carrera.
Entre los factores que me ayudaron
a sobrevivir a las posibles secuelas
neurológicas del accidente, según los
especialistas, estaban el frío del agua
y el hecho de haber estado respirando
durante el vuelo oxígeno cien por
ciento. El A-4 no tiene sistema a
demanda que mezcla oxígeno al aire
de cabina, sino un equipo de oxígeno
líquido con su convertidor y regulador
que proveen oxígeno puro.
Pero creo que el “Tata Dios” no me tenía previsto en ese día o se equivocó en el listado San
Pedro.
Superado el riesgo mayor de las
posibles complicaciones pulmonares o
renales, comenzó el calvario de la
recuperación del brazo izquierdo.
Operado con clavos tutores en ambos
huesos del antebrazo, estrené un yeso
que llevaría durante más de tres meses
con modificación de posturas, tamaños,
etc.
Declarado sin servicio para el vuelo,
cada dos meses pasaba por la Junta de
Reconocimientos Médicos, que informaba
sobre mi recuperación sin secuela de los
diversos traumatismos, escoriaciones,
neumonitis intersticial, etc., pero seguía
afectado mi brazo izquierdo y de tal manera que existían grandes restricciones de movimiento.

71
Concurría a la Escuadrilla para
realizar las tareas de Segundo
Comandante, pero miraba con
envidia cómo volaba el resto de los
pilotos.
Hacia fines de año, se entregaron
los premios de las ejercitaciones de
armas del año 1980 en una
ceremonia llevada a cabo en el Salón
de Actos de la Base Naval Puerto
Belgrano. Me tocó subir a recibir el
premio del diario “La Capital” de
Rosario, por el mejor promedio anual
individual de tiro aéreo entre todos
los pilotos de escuadrillas de ataque.
Al verme con el brazo enyesado
alguno comentó jocosamente "¡Como hubiera sido
con los dos brazos!".
En los primeros días de diciembre de 1981 y una
semana después de sacarme el yeso, asumía el
comando de la Tercera Escuadrilla Aeronaval de
Caza y Ataque. Con la mano izquierda tenía
dificultades para sostener la espada durante la
ceremonia en la que el Capitán de Corbeta Jorge A.
Philippi me entregaba el Comando para irse
destinado a la Base de Río Grande.
El estado del material aeronáutico era penoso
como el mío físicamente.
En los últimos meses de operación, habían
aparecido fisuras en el larguero intermedio del ala,
detectadas en el mes de noviembre cuando luego de
un enganche en el portaaviones el 3-A-306 comenzó
a perder combustible en la cubierta de vuelo desde la
nacella del tren de aterrizaje.
Inspeccionados los diez aviones, resultó que siete
tenían ese larguero fisurado, y fueron trasladados al
Taller Aeronaval Central para su reparación. Este era
un trabajo mayor, que consistiría en cambiarles el ala.
De los tres aviones que restaban en servicio sin fisuras, uno debía recorrerse en inspección
mayor a partir de enero y otro a partir de marzo, trabajos que llevaban unos tres meses en el
taller.
Para agravar la situación, los cartuchos impulsores de asientos eyectables MK-1 Mod 0
instalados, vencían todos el 30 de diciembre de ese año y debido a la llamada enmienda
Humprey – Kennedy, los Estados Unidos no nos entregaban los cartuchos que habíamos
enviado a recorrer con suficiente anticipación para el recambio.
La demora en la eyección que tuve en agosto de ese año podía ser una señal de que
estaban al límite de su vida.
Gracias a un préstamo de la Fuerza Aérea Argentina, contamos con tres cartuchos
eyectables a partir de enero de 1982.
Asimismo, de los doce pilotos de la Escuadrilla, cuatro eran recién incorporados, uno estaba
con el mínimo adiestramiento y yo sin posibilidades de volar hasta después de la operación que

72
tenía prevista en el mes de abril para la extracción de
los tutores del brazo, y del período de rehabilitación
correspondiente.
Dos de los seis pilotos restantes no habían
realizado aún su calificación a bordo del
portaaviones.
Teniendo en cuenta que la incorporación de los
Super Étendard acaparaba los esfuerzos para su
puesta en operaciones, y que lentamente nuestra
Escuadrilla sería reemplazada por los mismos en las
tareas de ataque y defensa contra aérea embarcada,
mis reclamos eran con todos los fundamentos
habidos para que mis superiores no cejaran en el
apoyo de nuestros aviones degradados, pues su
carencia afectaba seriamente las capacidades de la
Armada durante la transición.
Pedía máxima prioridad para subsanar las averías
de los aviones con fisuras, y ante la posibilidad de
cambios de ala, que las mismas fueran con cinco
estaciones externas, -como los modelos A-4C en
adelante- y con spoilers.
Durante el mes de marzo se llevó a cabo la primera etapa de mar, operando nuestra
escuadrilla con los tres aviones, dos de ellos prorrogados para la inspección mayor, en la cual
se calificó un piloto y otros cuatro veteranos realizaron recalificación. También se efectuaron
ejercitaciones con municiones en hangar y cubierta de vuelo, antes de desembarcar el 25 de
marzo.
El día 26 de marzo fui citado junto con los restantes comandantes a una reunión secreta con
el Comandante de la Aviación Naval.
Allí fuimos informados de que se había decidido recuperar las Islas Malvinas.
Sólo hice una pregunta: "¿Cómo piensan que van a reaccionar los ingleses?". La
contestación fue “Los ingleses no saben qué hacer con las Islas. Habrá negociaciones.”

73
X) MALVINAS

El día 29 de marzo embarcábamos


en el portaaviones “25 de Mayo”, con
tres aviones A-4Q y cinco pilotos
calificados, con la misión de apoyar las
operaciones para la recuperación de
las Islas Malvinas.
Sólo los comandantes conocíamos el
destino de esa navegación y Stella se
despidió de mí con la creencia de que
efectuaríamos otra rutinaria etapa de
mar.
Durante la noche de primero de abril
y la madrugada del día dos, con una
radio portátil e instalado en la torre de
control del portaaviones, seguí paso a
paso la transmisión de la radio de
Puerto Stanley.
No me extrañó la flema del locutor isleño que se comunicaba con diferentes habitantes de
las cercanías a la ciudad y recibía los relatos de cómo se iban detectando los avances de las
tropas argentinas, con voces apenas alteradas por los sucesos que estaban viviendo.
Describían el paso de combatientes, las zonas donde se escuchaban disparos y algún
comentario hecho sin ribetes anormales o cargados de emotividad. Luego fue tomada la radio y
se efectuaron los comunicados en castellano e inglés para el control poblacional.
Esa mañana presidí la formación de armar trabajo del grupo de hombres embarcados de la
Escuadrilla, que no podían ocultar su alegría al enterarse del éxito de la recuperación de las
Islas.
El apoyo de nuestros aviones no había sido necesario, pero fue en esa ocasión que les
transmití mi convicción de que desde ese momento debíamos trabajar mucho porque para
nosotros la tarea recién comenzaba.
El 6 de abril desembarcábamos
en Puerto Belgrano y
comenzábamos una actividad
extraordinaria. Los pilotos recién
incorporados a la Escuadrilla, sin
experiencia en el A-4, fueron
trasladados a sus anteriores
destinos operativos, como el caso
del Teniente de Navío Guillermo
Owen Crippa, quien luego tuviera
una destacada actuación volando
Aer-Macchi MB-339A, cuando atacó
en forma individual con cohetes de
127 mm y cañones de 30 mm a la
fragata HMS “Argonaut” el día 21 de
mayo, mientras realizaba un vuelo
de reconocimiento armado que detectó el desembarco de las fuerzas británicas en San Carlos.
Los tenientes de corbeta Gabriel Alejandro Richmond, Roberto Diego Loubet Jambert y
Pablo Miguel Linari fueron destinados a la misma Escuadrilla de ataque. Así también el
Teniente de Fragata Diego Luis Goñi, que estaba en la etapa primaria de su instrucción en el

74
A-4, aunque en los últimos días de operación fue reincorporado a la Escuadrilla para colaborar
en vuelos de mantenimiento.
Al mismo tiempo incorporábamos los pilotos que habían sido trasladados a otros destinos a
fines de 1981. El Capitán de Corbeta Jorge A. Philippi regresaba desde Río Grande, los
Tenientes de Navío Benito I. Rotolo y José C. Arca lo harían desde un lugar más lejano,
Francia, adonde estaban por comenzar el curso de vuelo en los Super Étendard.
También se incorporarían el
Teniente de Navío Carlos Oliveira y
el Teniente de Fragata Alejandro
Olmedo.
Había siete aviones que estaban
sin servicio por fisuras del larguero
central del ala; a tres de ellos se les
cambiaron las alas, colocándoseles
alas de A-4B que tenían las células
adicionales de repuesto con
modificaciones para spoilers.
Dos de los aviones volaron con
dichas fisuras durante las
operaciones y otros dos restantes
permanecieron en el Taller
Aeronaval Central durante el conflicto (3-A-308 y 3-A-309) mientras se les efectuaba el cambio
de ala.
Los cohetes eyectores del asiento ESCAPAC 1-A1 habían vencido el 30 de diciembre de
1981, y para equipar los aviones incorporados, por orden del Comandante de la Fuerza
Aeronaval N° 2, con fines de operación real y durante el tiempo que durase el conflicto, se
prorrogó la vida de los cartuchos vencidos MK1-Mod 1, eyector de asiento. Esta medida fue
tomada sin apoyatura técnica.
Durante el mes de agosto de 1981, luego de mi accidente, y debido a la tardía expulsión del
asiento eyectable, se había probado en tierra un cohete impulsor MK-1 y esta experiencia
había sido satisfactoria.
Con mi segundo comandante, el Capitán de Corbeta Carlos Zubizarreta, coincidimos que
para un cartucho que tenía una vida útil de 60 meses instalados, la prórroga estaría dentro del
margen de seguridad tomado por el fabricante para su utilización.

Si bien yo no estaba autorizado a


volar por las secuelas físicas del
accidente, le informé a mi superior
que lo haría para conducir a mis
pilotos, ya que no me quedaría en
tierra en caso de combate.
El 9 de abril realicé mi primer
vuelo luego de 8 meses sin
actividad. Tenía algunos problemas
para la operación del avión; entre
ellos no podía abrir o trabar la
cabina por el esfuerzo que
demandaba a mi brazo accidentado el hecho de accionar la palanca para tal fin, situada a la
izquierda, pero los mecánicos lo hacían desde el exterior del avión. Tampoco podía mover la
palanca para subir el tren de aterrizaje por la misma razón, y debía tomar el bastón de vuelo
con la mano izquierda y cruzar el brazo derecho para accionar el mando del tren que estaba a
la izquierda.

75
Asimismo, a los interruptores
sobre el sector izquierdo trasero,
llegaba apoyando esa mano sobre la
consola y moviendo los dedos
arrastraba el brazo hacia atrás hasta
lograr accionarlos.
En una semana, con poco más de
siete horas de vuelo estaba listo para
ir nuevamente al portaaviones; había
volado instrumental, nocturno,
realizado prácticas de tiro bombardeo
rasante, reabastecido en vuelo con
los KC-130 “Hércules” de la Fuerza
Aérea Argentina y efectuado casi 30
aterrizajes de PTAP.
El 18 de abril embarcábamos en el portaaviones con 12 pilotos y ocho aviones, y luego de
recalificarnos los siete reincorporados, realizábamos ejercitaciones de ataque a los
destructores ARA “Hércules” y “Santísima Trinidad”, que eran del tipo 42 -similares a la HMS
“Sheffield”- guiados por los Grumman Tracker que operaban desde el portaaviones.
La táctica de los ataques era en base a la doctrina desarrollada durante 1978, cuando se
habían realizado experiencias con apoyo del grupo de Investigaciones Operativas de la
Universidad Nacional del Sur, liderado por el retirado Capitán de Navío Aviador Naval Gerardo
Sylvester.
Para aproximarnos sin ser detectados a este tipo de buques de Defensa Aérea equipados
con radares de control aire 965, debíamos estar volando a menos de 500 pies de altura dentro
de las 100 millas náuticas, luego a menos de 100 pies dentro de las 50 millas náuticas y volar
finalmente con menos de 50 pies (15 metros) dentro de las 30 millas náuticas.
De esta manera penetrábamos por debajo de su lóbulo de emisión radar y nos preveníamos
de los lanzamientos de misiles superficie – aire, Sea-Dart de 30 millas náuticas de alcance.
En la fase final del ataque efectuábamos maniobras para evitar el punto de impacto del
fuego de cañón dirigido por radar, basados en el cálculo del volido de los proyectiles y en los
cambios efectuados en rumbo.
Con tres aviones debíamos maniobrar para no pasar sobre el blanco con una separación en
tiempo comprendida entre los 5 y 20 segundos. A efectos de eludir las esquirlas producto de
las explosiones de las bombas lanzadas por los aviones precedentes en el ataque, la maniobra
prevista con cambios en rumbos, nos llevaba a un intervalo mayor de 20 segundos. Al mismo
tiempo se atacaba desde diferentes sectores de aproximación al blanco para dificultar la
puntería de las armas antiaéreas. El lanzamiento en bombardeo rasante estaba previsto con
300 pies de altura, para que con 2
segundos de retardo armado de
espoleta (el mínimo posible de las
que usábamos) la bomba quedase
armada en una caída de 200 pies y si
impactaba en una estructura, tener el
margen de 100 pies de altura para
asegurar la explosión.
El retardo de explosión de la
espoleta, graduado a 25 milésimas
de segundo, permitía la penetración
y posterior explosión dentro de la
estructura. Al desprender hasta seis
bombas de 500 libras con un
lanzador múltiple, aplicábamos el

76
lanzamiento automático con un intervalo de 200 milisegundos entre bombas, que a 450 nudos
de velocidad, permitía que las bombas con cola retardada (Snakeye) cayeran 40 metros
distanciadas entre ellas y que lanzadas a 45 grados del eje de crujía del buque, la probabilidad
de impacto de por lo menos una bomba, para la neutralización del blanco, era muy alta.
Estas experiencias se las habíamos transmitido a los pilotos de la Fuerza Aérea Argentina,
que durante ese tiempo concurrieron a la Base Aeronaval Espora. El armamento que
poseíamos era diferente, pero la mayor insistencia nuestra fue que evitaran la aproximación en
altura, pues desde 150 MN con radares 965 los detectarían y eso facilitaría la interceptación de
las PAC’S (Patrullas Aéreas de Combate con aviones Sea-Harrier equipados con misiles
Sidewinder AIM-9L) o el lanzamiento de misiles Sea-Dart con 30 MN de alcance y asimismo, la
detección temprana del ataque posibilitaría el fuego naval antiaéreo dirigido con radar y por lo
tanto más preciso.
También les advertimos a los mismos pilotos que sería poco probable un impacto de bomba
lanzado en bombardeo en planeo, por el tiempo de volido de la misma y la maniobra del buque
a 30 nudos de velocidad en mar abierto.
La bomba americana MK-82 de 500 libras de peso con cola retardada de nuestro arsenal
permitía su lanzamiento en vuelo rasante, y que la misma se retrasase en su caída con
respecto al avión por la aerodinámica de mayor resistencia, debido a los cuatro grandes
chapones que se armaban luego de ser lanzadas. De esta manera, al explotar, su efecto no
alcanzaba al avión lanzador que se había adelantado.
Para asegurarnos de que las bombas cayeran con la espoleta armada luego del
lanzamiento, atábamos los cables que activan las espoletas de cola y nariz a la estructura del
lanzador del avión, en lugar de conectar los mismos a los solenoides previstos a tal fin. Este
último es el procedimiento normal, que permite arrojar la bomba armada, o en caso necesario -
a través de un interruptor en la cabina -, sin que se arme la espoleta al abrirse el solenoide y
desprenderse el cable para su armado. Como estos que permiten la alternativa podían fallar,
no los utilizábamos y de esta manera nos asegurábamos que las espoletas siempre se
armaran al desprenderse la bomba y quedasen listas a iniciar la explosión de la misma. En
caso de emergencia arrojaríamos las bombas sobre el mar y allí explotarían.
Durante esa etapa también efectuamos ejercitaciones de interceptación aérea, conducidos
por los radares del portaaviones y sus buques escoltas, sobre aviones de la Fuerza Aérea que
operaban al sur de Comodoro Rivadavia y simulaban ataques sobre la Flota.
Desembarcamos el 25 de abril en la Base Naval Puerto Belgrano y durante el siguiente par
de días, se le instalaron a dos aviones equipos de navegación VLF Omega para mejorar las
condiciones de navegación sobre el mar.
Este había sido un permanente reclamo de años anteriores, pero siempre se encontraron
motivos por parte de la conducción de la Armada para no concretarlo, de la misma manera que
nunca fueron oídos nuestros pedidos de instalarles cañones de 30 mm a los A-4 para aumentar
la posibilidad de fuego y la fiabilidad en el uso. Asimismo, instalamos en otros dos aviones, a
modo de experimentación, equipos OTPI, que son receptores de sonoboyas utilizados para la
guerra antisubmarina por los aviones Tracker a efectos de recalar sobre las emisiones de las
mismas cuando se lanzan al mar. Su fin era poder arribar sobre una sonoboya que arrojase un
avión Tracker sobre el mar, para desde allí tener una marcación y distancia de un blanco dada
por el avión explorador que no podía mantenerse en zona, ya sea por su autonomía o por
amenazas del enemigo.
Nuevamente embarcamos el 28 de abril y en esa oportunidad durante el traslado en vuelo
hacia el portaaviones comencé a sentir los síntomas de un cólico renal, tan conocidos por
haberlos sufrido en varias oportunidades. Luego del enganche, fui directamente a la enfermería
del buque para que me aplicaran una inyección calmante del dolor y después de un día de
reposo, y habiendo “escupido” la piedrita estaba en condiciones de volar nuevamente.
Durante esta etapa comenzamos a cubrir la guardia de interceptor listo en cubierta (ILC)
para rechazar posibles ataques aéreos o interceptar exploradores enemigos, con dos aviones a

77
cinco minutos del catapultaje y armados con misiles Sidewinder AIM –9B y cañones de 20 mm.
También estaban preparados cuatro aviones con seis bombas MK82 y un avión de reserva con
sistema lanzador de “Chaff” para engaño electrónico, todos a 30 minutos de alerta.
El octavo avión estaba configurado con un tanque de reaprovisionamiento en vuelo para ser
catapultado en caso de necesidad, dado que operábamos sin aeródromo de alternativa en
tierra. Esto significaba que el combustible era el necesario para ir al blanco y volver al
portaaviones, y en caso de no poder enganchar, recibir el combustible del avión tanque para
alcanzar una alternativa o tener más intentos al buque.
Los doce pilotos nos constituimos en dos grupos de seis para cubrir estas guardias y lo
hacíamos alternadamente por un día y durante las horas de luz, ya que no teníamos sistemas
para efectuar ataques nocturnos. Sólo podíamos, en este caso, ser catapultados dentro de la
última hora de oscuridad para llevar a cabo una misión durante el crepúsculo matutino.
Entre los que no cubrían la guardia efectiva, estaba previsto el vuelo en los aviones con
“Chaff” y Tanque, además del puesto de oficial señalero de aterrizaje.
Los planes de comunicaciones aéreas con los aeropuertos del Sur en el continente, y de las
Islas, sumados a los sectores de aproximación para cada campo de aterrizaje, códigos IFF de
identificación, cambios diarios de códigos para el reconocimiento de unidades propias,
diferentes frecuencias y bandas, etc., hacían bastante confuso el panorama de las
comunicaciones entre las unidades argentinas, que a su vez no estaba totalmente coordinado
con las Fuerzas Navales en la zona de operaciones.
En nuestro anotador de rodilla llevábamos todas las variantes, pero no dejaba de ser un
complejo número de páginas.
Así el primero de mayo, cuando se inician los ataques británicos sobre Puerto Argentino, en
horas de la tarde, ante contactos desconocidos de los radares de defensa aérea se produjeron
los primeros despegues de los ILC. Estos contactos resultaron ser aviones Camberra de la
Fuerza Aérea que regresaban hacia el continente sin enlazar con la Fuerza Naval o activar el
IFF, lo que era bastante lógico para quienes se habían empeñado en combate y además
sufrido pérdidas.
El Grupo de Tareas del Portaaviones estaba situado en un área al este de Puerto Deseado a
unas 120 millas de la costa y este tipo de alarmas se repitieron siempre por la misma causa, de
ser contactos radares ocasionadas por aviones Argentinos en tránsito del continente a las islas
o en su regreso sin entablarse comunicaciones.
También ese primero de mayo en horas de la tarde, un Tracker en misión de explorador
detectó siete blancos estimados de la Fuerza de Tareas enemiga, y el portaaviones con sus
buques escoltas puso rumbo hacia esa posición para lanzar el ataque con nuestros aviones.
Los blancos estaban fuera del alcance para nuestra configuración con seis bombas y perfil de
vuelo con rasante en su mayor parte.
El sol se ponía a 1800 horas y debíamos esperar para realizar el ataque en el crepúsculo
matutino.
Nuevamente fue localizada la Fuerza Naval enemiga a 2300 horas por otro Tracker.
Se alistaron seis A-4Q con cuatro bombas MK-82 y yo lideraría el ataque, manteniendo un
avión de reserva y otro como tanquero para el regreso.
Por tablas de probabilidades, considerando la defensa antiaérea y contra aérea británica, de
nuestros seis aviones, cuatro llegarían a lanzar sus bombas y sólo dos regresarían a bordo.
De 16 bombas lanzadas existía una probabilidad de impacto del 25 por ciento, o sea, cuatro
bombas de 500 libras. Esto podía neutralizar un portaaviones y la pérdida de cuatro aviones
era aceptable.
Poco después de medianoche, un explorador enemigo, estimado un Sea -Harrier, se mantuvo
a unas 60 MN de la fuerza naval orbitando durante treinta minutos en señal que mantenía
contacto sobre nuestro grupo del portaaviones.
El ataque ya no sería sorpresivo; nos estarían esperando con todas sus unidades en alerta
máxima, como pude confirmar años después. Además la Fuerza Enemiga no estaba apoyando

78
un desembarco en las Islas como en un principio se había creído y por lo tanto tenía libertad de
acción.
Durante la noche comenzó a calmar el viento, hecho poco usual en esa zona, y la distancia
esperada durante la madrugada de los blancos era mayor a 250 MN. Se debía aligerar el peso
de los aviones para poder ser catapultados con poco viento real. La variable eran las bombas,
ya que el combustible era el necesario para cumplir la misión.
Próximo a la hora de catapultaje el viento era nulo y solo podía llevar una bomba cada avión.
La probabilidad de impacto se redujo a sólo una bomba de cuatro lanzadas. El comando
superior decidió que la pérdida prevista de aviones propios y la escasa probabilidad de éxito,
no justificaba la operación y que se reservaban los aviones para otra oportunidad favorable.

La guerra recién comenzaba, pero


esa oportunidad desde el
portaaviones no se repitió. Esa tarde
era hundido el crucero A.R.A.
“General Belgrano” por un submarino
de propulsión nuclear que lanzaba
torpedos convencionales fuera del
alcance de detección de nuestros
buques escoltas de guerra
antisubmarina. No había dudas de
que nuestras posiciones eran
conocidas por el enemigo con
diversas fuentes de información, y
los buques debieron replegarse a
zonas de aguas menos profundas
para evitar los ataques de
submarinos nucleares.
El día 9 de mayo la Escuadrilla desembarcaba del portaaviones, y se inició el traslado de
todo el apoyo necesario para poder operar desde la Base Aeronaval Almirante Quijada en Río
Grande.
El 12 de mayo se trasladó la primera división de aviones y el 13 lo hice yo, luego de tener
fallas en el avión el día anterior.
Durante esa navegación, con planes de vuelos reservados, tuvimos suerte de no colisionar
con un bimotor civil, que volando con rumbo opuesto y al mismo nivel, cruzó entre los aviones
de nuestra formación a mitad camino entre Bahía Blanca y Viedma.
Desde el día 14 de mayo
empezamos a cubrir la guardia con
seis aviones en configuración de
ataque armados con cuatro bombas
MK-82 y cañones de 20 mm. Un
avión sería de reserva y el otro
estaba configurado como tanque,
para salir a auxiliar algún regreso en
emergencia de combustible, ya que
operábamos al límite del radio de
acción. Lamentablemente el tanque
se averió a los pocos días, en un
accidente en plataforma de
estacionamiento y no pudimos contar
con el sistema durante el resto de la
campaña. Los inconvenientes desde
Río Grande eran muchos, en esa época del año y a esa latitud. El cuarenta por ciento de los

79
días presentó condiciones adversas para operar, por baja nubosidad, visibilidad restringida,
vientos transversales fuera de límites en su única pista, pista con hielo, etc. Y muchas veces se
contraponía con la situación meteorológica en las Islas Malvinas.
Las horas de luz eran pocas y a eso se le sumaba la diferencia de una hora con respecto a
las Islas Malvinas, lo que significaba que anochecería una hora antes en esa longitud.
La información sobre posiciones del enemigo era escasa y la desactualización marcada,
cuando se llegaba casi dos horas después por las demoras de la operación en tierra, la
distancia navegada y el reaprovisionamiento de combustible en vuelo. Operando desde los
portaaviones más cercanos a las Islas, los “Sea-Harrier” tenían el dominio del aire, y la
presencia de las Patrullas Aéreas de Combate (PAC) se incrementaban al arribo de los aviones
atacantes argentinos, posiblemente por información retransmitida por infiltrados en la zona de
despegues que le llegaban desde el continente y la colaboración del país trasandino.
La pista de Puerto Argentino serviría en caso de emergencia para un aterrizaje, pero no
posibilitaba la operación para aviones de alta performance por su escasa longitud.
Tampoco se recibía un control positivo radar desde la Isla, por las condiciones de vuelo
rasante tanto en el ataque como en la retirada, que impedían las comunicaciones. Solo había
información de PAC’s del enemigo en la zona y esta información llegaba a través de aviones
retransmisores que fuera del alcance del enemigo podía recibir la información y transmitirla a
los atacantes en vuelo rasante.
El tiempo de permanencia en zona de operaciones era mínimo por la gran distancia a
navegar, y la posibilidad de un rescate en caso de abandono del avión más allá de las 150
millas de la costa era ínfima.
El Buque Aviso de la Armada, “Alférez Sobral” había sido atacado en misión de rescate de
los tripulantes de un Camberra de la Fuerza Aérea el día 1 de mayo y tiempo después sería
derribado un helicóptero del Ejército Argentino cuando intentó heroicamente rescatar a los
náufragos del pesquero “Narwal”.
La supervivencia en el mar a esas latitudes, aunque se cuente con traje antiexposición y
bote individual equipado, es sumamente improbable.
En Río Grande ocupábamos una sala de pilotos en el hangar, donde permanecían las
tripulaciones de guardia con el prevuelo realizado en forma general y luego se actualizaba con
los datos de la misión ordenada. Yo permanecía desde la madrugada en contacto radial -a
través de equipos con criptofonía -con el comando superior que estaba en la Base Espora, y
recibía por ese medio las órdenes de atacar.
A la noche regresaba a esa central de operaciones bajo tierra para comunicar las novedades
generales del día.
Con el Capitán de Corbeta Jorge Colombo, que era el comandante de los Super Étendard,
concurríamos a escuchar lo que llamábamos “La voz del Amo” dos veces al día. Luego
quedaba un oficial de guardia que atendía llamados y nos requería ante eventos importantes.
Una semana después de estar alistados, el 21 de mayo, se produjo el desembarco de los
británicos en San Carlos; pero cuando nos ordenaron la primera misión de ese día aún no
estaba claro lo que sucedía.
La orden fue “Atacar buques en el estrecho de San Carlos, frente a Puerto San Carlos.
Cantidad de buques 4/5. Posición no determinada. Avión tanque para el regreso si es
necesario y PAC de la Fuerza Aérea Argentina en el área”.
La meteorología en Río Grande era buena, lo mismo que las alternativas en el continente.
En la zona de operaciones se indicaban 6/7 octavos de Stratus a 300/400 metros con
chubascos que disminuían la visibilidad y capas de nubes medias y altas.
Antes del despegue nos ampliaron la información de que los buques podían ser entre 9 y 12.
A las 1015 despegaba en el 3-A-301 junto con el Teniente de Fragata Alejandro Olmedo y el
Teniente de Navío Marco Benitez como numerales y 10 minutos después lo hacia la segunda

80
sección, integrada por el Capitán de Corbeta Carlos Zubizarreta, el Teniente de Corbeta Felix
Medici y el Teniente de Navío Carlos Oliveira.
Esta separación en tiempo obedecía a que ocupábamos con tres aviones el ancho de pista y
luego del primer despegue, los otros aviones rodaban a cabecera para efectuar la mani obra, ya
que no podían estar en pista atrás de los que despegaban, por el peligro de ingestión en la
turbina de algún elemento extraño impulsado por el escape de los motores al 100% en la
carrera de despegue de los aviones precedentes.
Tampoco podíamos demorarnos en reuniones luego del despegue que en formación
realizábamos, pues con el combustible a pleno estábamos en condiciones marginales para
realizar la navegación a las islas distantes unas 400 millas, efectuar el ataque y retirada en
vuelo rasante desde 100 millas del blanco con el elevado consumo de combustible que eso
significa, y regresar al aterrizaje con algún margen de reserva de combustible.
Por esta premura en gastar el mínimo posible de combustible en tierra, desde la puesta en
marcha de la turbina hasta el despegue y dado que el A-4 no tiene batería, durante el rodaje
debía programar el sistema de navegación VFL Omega al mismo tiempo que realizaba las
verificaciones correspondientes del avión y su armamento. En esa primera experiencia con el
equipo, si bien lo había practicado en tierra, debo haber cometido algún error en la introducción
de datos, que luego del despegue se tradujo en que el navegador no funcionaba.
Tampoco funcionó el del Capitán Zubizarreta y debí navegar con marcación de cola de las
radioayudas de Río Grande.
Cumpliendo el perfil del vuelo según la distancia estimada por la velocidad y tiempo, a falta
de navegador, dentro de las 100 millas estimadas de las Islas, comenzamos a volar rasante
sobre el mar, pero sin una marcación de rumbo que fuese confiable, ya que con esa altura no
recibíamos señales de Rio Grande.
Volábamos por debajo de una capa de nubes muy poco quebrada y con chubascos de nieve
que dificultaban la visibilidad.
Cuando divisé la costa baja de las Islas, creyendo que recalaba sobre la Isla Soledad en el
sector de Islas Pelada y Aguila, comencé a recorrer lo que estimé el Estrecho de San Carlos.
Luego de varios minutos sin divisar blancos, alcanzamos el mínimo de combustible necesario
para regresar y lo hicimos en amplio giro por derecha sobre la isla. Ya con rumbo hacia Río
Grande vi al buque “Carcarañá” fondeado cerca de la costa y luego al buque “Bahía Buen
Suceso” sobre la costa opuesta y más al sur.
Luego de más de dos horas de vuelo, frustrados por no haber visto a los posibles blancos y
con el combustible mínimo, aterrizábamos con las 4 bombas MK-82 en el lanzador. Esta era la
cantidad de bombas que por peso máximo para el despegue podíamos llevar con carga
completa de combustible.
Ahora la información sobre la situación era un poco más precisa y la siguiente misión de ese
día fue “Atacar buque averiado frente a Bahía Fox y si la primer sección tiene éxito, la segunda
continuar por el Estrecho San Carlos hasta ubicar los buques y atacar”. Esta era modificada
posteriormente por la de “Atacar los buques próximos a Puerto San Carlos. Avión S -2 en boca
del Estrecho San Carlos para guiado entre 1400 y 1500 horas”.
La situación meteorológica en la zona de operaciones daba 4/5 octavos de Stratus a
500/600 metros con chubascos aislados y capas de nubes medias a altas. Había mejorado un
poco para efectuar ataques, pero también hacía más vulnerables los aviones ante la presencia
de PAC’s enemigas en el Área de Operaciones.
Los pilotos del segundo vuelo estaban esperando listos a partir una vez que se
reabastecieran los aviones de combustible y se trabajó en ambos navegadores para verificar su
funcionamiento.
Les transmitimos nuestras vivencias y poco después de las 1400 horas partían con 15
minutos de diferencia las dos secciones.

81
En la primera iban el Capitán de Corbeta Jorge Philippi, el teniente de Fragata Marcelo
Márquez y el Teniente de Navío José Arca. La segunda sección la componían los Tenientes de
Navío Benito Rótolo, Carlos Lecour y Roberto Sylvester.
En la sala de operaciones con la información de los buques argentinos que había avistado,
pude determinar que realmente había recalado sobre la isla Gran Malvina recorriendo el Canal
Colón y la Bahía San Julián. En el giro por derecha ingresé de regreso por el Estrecho de San
Carlos al sur de Puerto Howard. Allí estaban cerca de Puerto Fox los buques avistados.
Mientras confeccionaba el informe
de misión seguía las alternativas de
la división en vuelo. De los seis
aviones que habían partido sólo
regresaban los tres de la segunda
sección. Ellos habían escuchado las
comunicaciones de la primera
sección cuando realizaban su
ataque y posteriormente cuando
advertían que eran atacados, y al
líder de la misma que informaba que
se eyectaba.
Desde Puerto Argentino nos informaban que el Teniente Arca había sido rescatado luego de
eyectar de su avión, que con averías mayores había llegado al Aeródromo, pero no podía
aterrizar por faltarle partes del tren de aterrizaje. Luego de la eyección cayó al agua en la Bahía
y desde allí fue rescatado por un helicóptero del Ejército piloteado por el entonces Capitán
Svendsen, quien debió hundir en el agua uno de los esquíes de la aeronave como último
recurso para subir al piloto, ya que no tenía guinche de rescate.
Por el teniente Arca supimos que la sección, luego de atacar a una fragata tipo 21, había
sido interceptada por aviones Harrier. El recibió fuego de cañón; confirmó que el capitán
Philippi había comunicado que se eyectaba al ser alcanzado su avión por un misil, y que no
sabía del avión del Teniente Marquez. Sólo había visto un paracaídas, pero no podía precisar
de quién era.
Esa noche cumplía una de las tareas más tristes; comunicarles a Graciela y sus hijos - que
vivían en Río Grande, por ser el destino original del Capitán Philippi en ese año- de su
desaparición en combate, aunque le transmitía mi esperanza porque se había observado un
paracaídas. Alguien en Mar del Plata cumplía una similar comisión con la familia del Teniente
Márquez.
La sección del Teniente Rótolo
también había atacado una fragata
tipo 21 en proximidades de la Bahía
Ruiz Puente en el estrecho de San
Carlos.
Por informaciones posteriores,
declaraciones del Comandante del
buque e investigaciones de detalle,
no quedan dudas de que el
resultado del ataque de ambas
secciones fue el final para la Fragata
HMS “Ardent”.
También supimos luego del
conflicto por quien derribó al
Teniente Márquez, que su avión explotó en el aire al recibir impactos de proyectiles de 30 mm y
meses más tarde, que ese piloto, el Fl. Lt. John Leeming, el día 23 de Febrero de 1983, perdió
la vida al colisionar su Harrier con otro similar mientras practicaba maniobras de Combate
Aéreo a 10000 pies sobre su Base en Inglaterra.

82
El Capitán Philippi aparecería cuatro días después de caer en el Estrecho San Carlos, de
nadar hasta la costa, sobrevivir en la Isla Soledad y ser finalmente encontrado por el
administrador de una estancia de la zona, quien luego de albergarlo comunicó por radio a
Puerto Argentino la novedad, desde donde irían a recuperarlo en helicóptero.
La siguiente misión fue el 23 de mayo, y la orden decía “Atacar buques en Puerto San
Carlos, número indeterminado, previo reabastecimiento en vuelo con KC-130 en posición:  =
52° 30’s; = 66° 00’w a 1300 horas. El ataque será posterior al de Fuerza Aérea Argentina.
Objetivo Material Principal Buques y Secundario Puerto e Instalaciones”.
La meteorología en Río Grande no era buena, existía fuerte viento de través en la pista y
ésta se encontraba mojada por la llovizna leve de los Nimbus Stratus que cubrían el cielo a 800
metros. El tope de las nubes superaban los 7500 metros. Para el área de operaciones el
pronóstico era bueno y Puerto Argentino informaba patrullas aéreas de combate enemigas en
arco sobre la Isla Soledad.
Esta vez me acompañarían el Teniente de Navío Marco Benitez, el Capitán de Corbeta
Carlos Zubizarreta y el Teniente de Navío Carlos Oliveira.
Volaba en el 3-A-301 equipado con VFL-Omega y dejé la pista a 1235 horas. Luego de un
giro amplio para reunirnos, antes de entrar en nubes, puse rumbo al punto coordinado sobre el
mar para encontrar el avión tanque de la Fuerza Aérea.
Las misiones del día 21 nos habían demostrado prácticamente la necesidad de reabastecer
combustible, aunque en teoría llegábamos en el límite, y esto era otra variable más en la
planificación de los vuelos.
Comencé el ascenso dentro de nubes con los cuatro aviones muy juntos para no perdernos
de vista y por suerte el navegador funcionaba correctamente. Luego de cruzar los 7500 metros
salimos de la nubosidad.
Llegando al punto fijado para reabastecer combustible me comuniqué con el avión KC -130 y
este me confirmó que estaba desplazado hacia el este 120 millas del punto previsto y además
que volaban a 4000 metros.
Gracias al sistema de navegación pude reorientar mi navegación. Luego inicié un descenso
para alcanzar los 4000 metros donde los aviones de reabastecimiento estaban volando entre
capas de nubes. Para poder cumplir la misión, debíamos completar los tanques subalares.
Iniciamos el reabastecimiento por secciones en cada uno de los dos KC-130.
La maniobra consistía en volar a la velocidad del avión Hércules, del cual se desprendía
desde el sistema de reaprovisionamiento bajo su ala la manguera de una longitud aproximada
a los 50 pies y con una canasta en su extremo a modo de embudo.
Aproximando desde atrás del avión con baja velocidad relativa entre ambos debíamos
introducir la probe del A-4 en la canasta y automáticamente se sellaba el encastre y se podía
recibir el combustible. La probe es la pequeña lanzadera tubular al frente del avión.
Esta maniobra la realizábamos con los A-4 equipados con tanque bajo el fuselaje para casos
de necesidad, pero también la habíamos practicado con el KC-130. Para quien está
acostumbrado al vuelo en formación y aprecia bien los movimientos relativos, la maniobra no
es dificultosa, excepto que en oportunidades la turbulencia aerodinámica originada por el avión
tanquero afecta al receptor y complica el enganche.
El avión del Teniente Oliveira tuvo fallas en el sistema de recepción de combustible y luego
de que intentara repetidas maniobras sin éxito, le ordené que regresara a Río Grande, ya que
no tenía combustible suficiente para toda la misión.
Actualicé mi nueva posición y los tres aviones iniciamos la navegación hacia las Islas, más
precisamente al punto de recalada que era la Isla San José al oeste de Gran Malvina.
Antes de las 100 millas del objetivo volábamos rasante sobre el mar con el radar altímetro
graduado en 15 metros para que su alarma nos avisara si bajábamos de esta altura. No era el
caso, pero volando sobre un mar calmo sin referencias se pierde la sensación de la
profundidad visual y esto es peligroso tan cerca del agua.

83
Una vez sobre la Isla Gran Malvina inicié la navegación rasante sobre el terreno de un verde
brillante por la humedad y desolado, que me llevaría a la zona de elevaciones del lado este de
la misma y frente a Puerto San Carlos para ocultarnos de los radares tras los cerros de ese
sector. Durante esta fase me comuniqué con el avión de Fuerza Aérea que cumplía la misión
de retransmisor de comunicaciones y le requerí información actualizada sobre los blancos y la
presencia de PAC’s enemigas. En esos momentos estaba en la frecuencia un piloto de la
Fuerza Aérea que comunicaba luego del ataque que un A-4 había sido derribado, otro estaba
averiado, un tercero no había lanzado y que el cuarto estaba sin novedad. Pertenecían a la
escuadrilla del Capitán Pablo Carballo que nos habían precedido ese día en el ataque a los
buques en la bahía. Los blancos estaban en el estrecho y en la bahía del Puerto de San
Carlos.
Con rumbo Este ordené a mis numerales la aceleración a 450 nudos, selectar armamento y
les deseé suerte.
Ascendí un poco para pasar por el lateral del Monte Rosalia de 450 metros y pude ver la
costa de la Isla Soledad y la entrada a la bahía. Estaba alto al dejar la costa y con bastón
adelante y algo de g’s negativas llevé el avión hacia los 300 pies.
El mar se veía calmo; el primer
buque que divisé fue una Fragata en
el medio de la bahía que navegaba
hacia la salida y pude observar que
en popa tenía un helicóptero. Inicié
mi corrida de tiro desde muy lejos
hacia el blanco y hasta ese momento
todo parecía un ejercicio de ataque
tantas veces repetido con la Flota de
Mar. La única diferencia fue cuando
se comenzó a llenar el cielo con
humo negro de las explosiones de
las granadas antiaéreas y las
trazadoras de ametralladoras. Se notaba que el buque tiraba con su cañón de proa y por el
volumen de fuego no era el único que lo hacía. Luego pude observar otras uni dades fuera y
dentro de la bahía.
Recorrer el estrecho me llevaría poco menos de un minuto y antes de llegar a la boca de la
bahía pude ver sobre el norte de la misma con la proa apuntando al sur, pero sin navegar, un
buque grande de tipo logístico que de inmediato se convirtió en mi blanco por ser más
redituable. Nuestra prioridad eran los Portaaviones, luego los buques logísticos y recién
después las fragatas o destructores.
La calma en el aire había desaparecido, estaba turbulento y no sé si fue a causa del viento
sobre la costa alta o producto del fuego antiaéreo. Con la mira puesta en el blanco vi salir una
especie de luz de bengala desde la proa del buque que se movía erráticamente hacia mí.
Reconocí que era un misil y caí bruscamente hacia la derecha. Por el rabillo del ojo tuve la
sensación de que algo pasó por mi izquierda y violentamente caí al rumbo de ataque. La mira
estaba pasando la proa del buque y lancé mis bombas. El avión liberado de la tonelada de
explosivos se encabritó y mientras iniciaba maniobras evasivas, girando a uno y otro lado, al
tiempo que me “pegaba” al agua, escuché las detonaciones de mi salva. Por mi derecha dejaba
un buque de transporte pintado de negro, mientras yo realizaba un amplio giro hacia el norte
para protegerme volando rasante sobre el terreno.
Cuando nuevamente encontré el mar al norte de la Isla Soledad, puse rumbo hacia el oeste
manteniendo mi vuelo rasante a 450 nudos de velocidad.
Mi corazón se alteró: tenía enfrente una silueta grande, semejante a un navío, que no
distinguía bien por el sol, pero buques amigos no había en zona y yo no tenía más que
cañones de 20 mm que seguro se trabarían en la primera ráfaga.

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Su nombre lo conocí luego: era Roca Remolinos, que aflora varios metros en el medio del
mar. Escuché por radio las voces de mis dos numerales que también habían sobrevivido al
fuego antiaéreo y se estaban reuniendo. Se notaban contentos.
Para mí comenzaba otro problema: el indicador de combustible estaba marcando bajo nivel
y era señal que los tanques externos de combustible no habían transferido en forma normal.
Intenté la transferencia a través del “by-pass” de ala sin resultados y luego lancé el generador
de emergencia, como último recurso, pero los drops no transferían.
Era peligroso ascender tan pronto por la posible presencia de interceptores enemigos, pero
no me quedaba otra alternativa que cumplir un perfil de vuelo que se utiliza en casos de
emergencia llamado “Fouled Deck Range”, cuando se debe alcanzar una alternativa desde el
mar ante la imposibilidad de enganchar en el portaaviones.
Lancé todas las cargas externas mediante la palanca que hace explotar unos cartuchos que
expulsan los tanques subalares y el lanzador MER, al mismo tiempo que iniciaba el ascenso a
40000 pies con el avión limpio aerodinámicamente.
El Capitán Zubizarreta reunido con el Teniente Benitez ya estaban con proa a Río Grande y
quisieron acompañarme, pero me negué pues debía volar un perfil de vuelo en forma muy
prolija y prefería hacerlo solo para no complicar la maniobra. Al nivelar tenía 1100 libras de
combustible y estaba a unas 250 millas del aeródromo. Normalmente este era el combustible
con el que se aterrizaba y debería tener en ese punto unas 2300 libras en operación normal.
Lo que siguió fue una sucesión de datos que me daba el navegador. Por momentos el
combustible era lo justo para llegar y por momentos no, todo era función del viento en altura
que era la variable. De no llegar debería eyectar sobre el mar. Todavía me quedaban unas 100
millas para arribar cuando los otros aviones pasaron a frecuencia de torre para el aterrizaje y
no los volví a escuchar.
A unas 60 millas inicié el descenso en ralentí y solicité al control que me guiara por radar al
final de la pista para realizar una aproximación directa de precaución alta.
Ingresaba por instrumentos a los 7000 metros y debía salir de nubes con la pista al frente y
la altura correcta. El navegador VLF junto al controlador me permitieron alcanzar ese punto. Allí
bajé el tren de aterrizaje y fue cuando pasé a la frecuencia de la torre de control. Por ella me
ordenaron que aterrizara sobre el margen derecho de la pista. Cuando pregunté por qué causa
no me respondieron, y sólo repitieron que usara la mitad derecha de pista.
El viento estaba cruzado, la pista húmeda y esas no eran buenas condiciones para el A-4.
Cuando aterricé pude ver a un A-4 accidentado sobre el margen izquierdo de la pista, que
estaba apoyado sobre la nariz y sin la cabina. Bajé el gancho del avión y tomé el cable armado
en mitad del recorrido de la pista; este sistema redujo la velocidad del A-4 y luego se cortó. Una
vez controlada la corrida subí el gancho para rodar hacia el estacionamiento. Cuando en
plataforma corté motor, mi indicador de combustible marcaba 200 libras, menos de lo necesario
si hubiera tenido que escapar y realizar otro circuito.
Una trágica noticia me esperaba: había fallecido el Capitán de Corbeta Carlos Zubizarreta.
En la carrera de aterrizaje, con las bombas en su lanzador, porque no las pudo lanzar
durante el ataque por fallas del sistema, el avión 3-A-306 reventó la cubierta izquierda y
comenzó a desviarse hacia ese lado. Previendo la salida de pista y como el manual de
procedimientos aconseja para estos casos, inició su eyección.
Voló la cabina, salió el asiento impulsado por el cohete pero no ascendió como para permitir
que se cumpliera toda la secuencia en tiempo, y el paracaídas se desplegó al instante en que
él impactaba contra el terreno.
El cohete eyector aún quemaba lento y con muchísimo humo negro. Era uno de los cohetes
vencidos y prorrogados para las operaciones. Esa misma noche le rendíamos honores
fúnebres cuando un F-28 embarcaba su féretro para ser trasladado a Bahía Blanca donde Ana
y sus hijos lo esperaban junto a las autoridades de la Armada.
Años después pude confirmar a qué buque había atacado sin éxito ese 23 de mayo. Era el
de asalto anfibio H.M.S. “Intrepid”, que si bien no me derribó con el misil “Sea-Cat” de guiado

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manual, cumplió su cometido al sacarme de puntería en el momento del lanzamiento de las
bombas, quedando larga mi salva.
El Teniente de Navío Marco Benitez, quien me seguía en la formación, continuó su corrida y
efectuó el lanzamiento de tres bombas (la cuarta no salió) sobre la fragata tipo 21 HMS
“Antelope”, y no escuchó las explosiones de sus bombas. En tierra me contaría que vio pasar
no menos de dos misiles cercanos a la cola de mi avión, procedentes de tierra, posiblemente
del sistema Rapier, que yo no había visto. La H.M.S. “Antelope” había sido también atacada
por la escuadrilla del Capitán Pablo Carballo y alcanzada con una bomba de 1000 libras en su
banda de estribor por el entonces Primer Teniente Guadagnini, quien perdió la vida en esta
acción. La Fragata se hundió el día 24 de Mayo luego de que se intentara desactivar una de las
dos bombas que había recibido y esta explotó, originando incendios incontrolables y el
posterior estallido de su santabárbara que la partió en dos. Esa imagen recorrió el mundo al ser
captada por una dramática fotografía.
El 25 de mayo nos traía buenas
noticias; había sido recuperado el
Capitán Philippi, los Super Étendard
hundían al portacontenedores “Atlantic
Conveyor” y la Fuerza Aérea a la
Fragata “Coventry”.
En esas noches personal civil del
Taller Aeronaval Central pintaba los
remanentes cuatro Skyhawks, con
colores verde y marrón para
camuflarlos según el terreno de las
Islas, habida cuenta de que el original
color destinado a operaciones sobre el
mar era muy llamativo sobre tierra.
Los británicos se habían asentado
en las Islas, mantenían el dominio
aéreo y sus defensas contra aéreas
estaban afianzadas.
Nuestros aviones siguieron
operando en secciones durante el
resto del conflicto y cumplieron su
última misión el día 12 de junio, ya
que la salida programada para el 14
fue anulada ante la caída de Puerto
Argentino.
Estas misiones con lanzamientos
sobre instalaciones en tierra, en
muchos casos fueron abortadas por
la presencia de PAC’s enemigas en
la zona y en otros casos su éxito fue relativo.
El día 14 de junio yo cumplía 40 años y esa noche cenamos los ocho pilotos en un
restaurante de Río Grande. Nos acompañaba el entonces Teniente de Fragata Diego Goñi, que
se había incorporado pocos días antes a la Escuadrilla para realizar vuelos de mantenimiento
solamente, porque no tenía el adiestramiento necesario para cumplir misiones de combate.
También estaban el Teniente de Corbeta Técnico Héctor Vite, que tenía a su cargo el
mantenimiento aeronáutico de los aviones y mi gran amigo Eduardo Blau, ex –piloto aviador y
en esos tiempos Comandante de Boeing 737, que había acomodado su vuelo comercial para
visitarme en tal ocasión. El, como tantos otros pilotos de Aerolíneas Argentinas, había cumplido
vuelos de traslado de tropas a las Islas Malvinas hasta mediados del mes de abril, cuando se
declaró la zona de exclusión.

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Muchos ex –pilotos navales en esa situación nos habían visitado para darnos apoyo moral,
entre ellos mis compañeros Jorge Badih y Jorge Dejean.
También habíamos recibido días antes la visita del entonces Capitán de Navío Aviador Naval
Máximo Rivero Kelly, que no estaba en la línea de Comando por sus funciones en ese año,
pero nos acercaba toda su experiencia y el apoyo a nuestra tarea con la mayor comprensión, al
igual que el entonces Capitán de Navío Héctor Martini que era el oficial aviador más antiguo en
la zona.
El conflicto había terminado y encontrados sentimientos nos embargaban.
Habían transcurrido tres meses desde el primer embarco en portaaviones para una etapa de
adiestramiento y desde ese momento no habíamos tomado respiro; los hechos fueron
acelerándose y la actividad creciente involucrándonos más y más.
Desde la alegría por la toma de Malvinas a la decepción por la derrota, habían transcurrido
poco más de 70 días, pero toda una vida para nosotros.
Muchos conocidos y amigos de todas la Fuerzas dejaban de pronto un lugar vacío. Quien
ocupaba una cama, un lugar en la mesa, de un día al otro no lo hacía más. Estaba ausente
físicamente para siempre. Sabíamos a
qué nos exponíamos, y sólo un
inconsciente puede decir que no sentía
temor. Lo esencial era dominarlo,
convivir con él, pero superarlo.
Durante las misiones no había
momentos para pensar en otra cosa
que no fuera la misión en sí.
La planificación del vuelo, las
operaciones en tierra, la navegación,
eran etapas que cumplíamos en forma
rutinaria y con todos los sentidos
puestos en ellas.
El ataque sólo difería con el
adiestramiento por el fuego antiaéreo,
pero en esos pocos segundos la concentración era
total, no había tiempo para pensar en otra cosa.
La ansiedad se manifestaba en tierra, en mi caso
dormía poco y adelgacé. Como Comandante tenía
además responsabilidades sobre mis pilotos y
mecánicos que iban más allá de mis propias
exigencias.
Creo que esa noche del 14 nos embargaba la
frustración del final no deseado y quizás el alivio por
el final a la ansiedad. Un parroquiano desde otra
mesa nos invitó con unas botellas de vino, en
homenaje a que habíamos combatido, pero la
sociedad en general arrastrada por las críticas al
gobierno militar nos ignoró.
Nuestro regreso fue sin gloria; había reproches de
todo tipo, críticas sin conocimiento en la materia y un
desaliento generalizado.
Pocos días después me operaban nuevamente el
brazo izquierdo para extraerme los tutores de los
huesos y a fines de agosto una Junta Médica
determinaba que podía continuar volando pese al 30
por ciento de incapacidad laboral originada por las

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restricciones de mi brazo.
De regreso junto a mi familia, me di cuenta de que valoraba mucho más los hechos simples
y casi intrascendentes de la vida que anteriormente no consideraba. Tenía otra óptica y
diferentes actitudes, ante lo que pensaba que ya no representaba lo verdaderamente
importante y que quizás antes me quitaban el sueño.
Poco después recibía la distinción de la Armada Argentina al “Honor al Valor en Combate”
por “Como Comandante de la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, participar en
condiciones físicas disminuidas a causa de un accidente de aviación anterior, dando
permanente ejemplo a sus subordinados”.
Esta sería homologada también por la condecoración “La Nación Argentina al Valor en
Combate” mediante decreto y recibía el reconocimiento del Congreso a los Combatientes.
Quienes integramos la Escuadrilla en esa oportunidad y con nuestras señoras a partir de ese
momento, nos reunimos anualmente en fecha próxima al 21 de mayo, nuestro bautismo de
fuego, para recordar las acciones y homenajear a nuestros muertos.
Sabemos que también en Gran Bretaña, el ex-Comandante de la “Ardent” se reúne con su
tripulación a los mismos fines en similar fecha.
Durante los meses de septiembre y octubre la actividad de vuelo fue poca y sólo realizamos
un ejercicio con la Marina de Brasil operando desde el portaaviones A.R.A. “25 de Mayo”.
Durante esa etapa llegué a los 260 enganches, y esa sería mi última actividad en el tan querido
buque.
Hacia fines de año perdía la vida el Teniente de Corbeta Roberto Luobet Jambert en un
accidente a bordo del 3-A-306 cuando realizaba un vuelo nocturno y quizás por desorientación
espacial. El A-4 era el mismo que
volaba el Capitán Zubizarreta
cuando se eyectó en Río Grande y
había sido recuperado durante el
mes de junio por el personal del
Taller Aeronaval Central. Debe ser
uno de los pocos casos en que un
mismo avión monoplaza es factor
común en la muerte de dos pilotos.
El día 2 de noviembre yo había
realizado en él mi último vuelo en A-
4 y a fines de ese mes me hacía
cargo del Comando de la Primera
Escuadrilla Aeronaval de Ataque sita
en la Base Aeronaval Punta Indio

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XI) PISTAS CON NIEVE

El león de la Primera de Ataque


estaba lamiéndose las heridas.
Durante el conflicto había
desarrollado sus operaciones desde
el Aeropuerto de Puerto Argentino,
volando los Aer Macchi MB-339A
que habían sido incorporados a la
Aviación Naval en 1981, con un total
de diez aparatos.
Estos aviones de entrenamiento
avanzado y ataque ligero de origen
italiano, eran una versión mejorada
del MB-326GB tan conocido por mí.
Un turborreactor Rolls Royce Viper
MK 632-43 de 1812 Kg. de empuje,
un 15 por ciento mayor que la Viper 20 MK 540 que equipaban al otro modelo, le permitía un
peso máximo de despegue de 5900 kilos en lugar de los 5216 del 326 y algo más de velocidad.
El asiento de la cabina trasera más elevado y equipado con buen instrumental, lo hacía más
apto para la formación de pilotos, al mismo tiempo que incrementaba su poder de fuego con un
par de cañones DEFA de 30 mm y hasta 1815 KG de bombas y cohetes bajo sus alas.
Durante su participación en el combate habían fallecido los Tenientes de Fragata Carlos
Alberto Benitez, en un accidente operacional al regreso de una misión, y Daniel Enrique Miguel,
al ser derribado mientras ejecutaba armas en mal estado, además de otros sistemas
degradados por acción del tiempo que serían reemplazados, aunque no llegó la oportunidad.
Uno de estos aviones que regresó fue el 4-A-115, que el día 21 de mayo al comando del
Teniente de Navío Owen Crippa había detectado el desembarco en Puerto San Carlos.
Recibía yo el Comando de la “Primera de Ataque” del Capitán de Corbeta Carlos Alberto
Molteni, quien se había destacado por su espíritu combativo, recibiendo la distinción de “Honor
al Valor en Combate”. La escuadrilla la conformaban 21 pilotos, de los cuales 10 eran recién
egresados de la Escuela de Aviación Naval y otros estaban en su primer año en el destino y
con poca experiencia debido a la discontinuidad en vuelo que habían tenido a causa del
conflicto.
La tarea de formar esta cantidad
de pilotos con sólo tres instructores
habilitados no sería fácil.
Disponía de cinco MB-326 que
destiné a la instrucción de nuevos
pilotos y entre tres y cuatro MB-339
para el adiestramiento de los ya
formados.
El día 1 de diciembre de 1982
realizaba mi primer vuelo de
readaptación al viejo modelo Macchi.
En esta versión volaría con todos mis
nuevos pilotos dándoles instrucción y
recién en el mes de abril me sentaría
en uno de los nuevos aviones.
Volaba un promedio cercano a las
cuarenta horas mensuales, dedicadas principalmente a la enseñanza y con el esfuerzo de los

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otros dos instructores, el Jefe de operaciones; Teniente de Navío Jorge Oliveira y el Jefe del
Departamento Logística Teniente de Navío Jorge Becerra, pronto los entusiastas pichones
desarrollaron alas.
El tercer piloto que tenía con experiencia, el Teniente de Navío Horacio Tallarico, se
trasladaba a principios de año al Brasil, para realizar en la fábrica de Embraer los vuelos de
aceptación de los once EMB-326 Xavante que serían incorporados en pocos meses a la
Escuadrilla y a la Escuela de Aviación Naval.
Para tal fin, a mediados del mes
de junio nos trasladamos pilotos y
mecánicos en un Lockheed Electra L-
188 a San José Dos Campos.
El primer traslado sería de seis
aviones. Luego de realizar un vuelo
en zona para adaptarnos a las
pequeñas diferencias entre el
Xavante y nuestro modelo, el 15 de
junio por secciones y en condiciones
instrumentales hicimos la navegación
a Florianópolis. Allí completamos
combustible y continuamos el vuelo
hasta Pelotas, donde ya de noche y
con meteorología desfavorable decidí
pernoctar.
El Comandante de Escuadra, Capitán de Fragata Julio Falcone al recibir la noticia por radio
le comunicó a Stella donde estábamos, y ella inicialmente lo tomó como un chiste.
Arribaríamos al siguiente día a la Base, donde nos esperaba el personal militar formado con
el Comandante de la Fuerza, el Capitán de Navío Carmelo Astesiano Agote, para dar la
bienvenida a los nuevos aviones.
Se iniciaba una etapa distinta para la Escuadrilla en ese año, volcada a la faz operativa, con
la buena cantidad de aviones y pilotos ya formados.
Pronto comenzaríamos a participar en todos los ejercicios que realizaba la Flota de Mar,
actuando como Aeronaves basadas en tierra en calidad de atacantes y poniendo a prueba sus
defensas antiaéreas y contra aéreas, como así también destacándonos a la Isla Grande de
Tierra del Fuego, para realizar ejercicios de apoyo al Batallón de Infantería de Marina N° 5, de
tan brillante desempeño durante el conflicto Malvinas, y a las lanchas rápidas basadas en
Ushuaia.
Operábamos desde la Base
Aeronaval de Río Grande, que tantos
recuerdos me traía cuando visitaba
su sala de operaciones, y desde la
Base Aeronaval Ushuaia, a la cual no
había ido en los últimos años por las
limitaciones de la pista para la
operación de los aviones A-4, dada
su corta longitud y condición de
frenado afectada por nieve o
humedad en la mayor parte del año.
Si bien la pista de Ushuaia se
mantenía con una franja barrida de
nieve en la parte central, no siempre
se podía operar, ya sea por tener
planchones de hielo o nevar copiosamente en los horarios de vuelos a realizar.

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La ciudad, rodeada de altas montañas deja sólo un sector de aproximación sin obstáculos,
que es al sudeste por el canal Beagle. Esto imponía serias restricciones a la operación
instrumental y prohibía la nocturna.
El joven y mayoritario grupo de oficiales le había transmitido su gran entusiasmo a la unidad
y el llamado “Espíritu de Escuadrilla” estaba realmente alto.
Recorríamos los cañadones entre las montañas nevadas que conocía desde mis años en T-
28 y realizábamos ejercicios de tiro sobre blancos remolcados por lanchas rápidas o sobre el
terreno, en ataques sorpresivos, llegando indetectados por las alturas de la zona.
En tiempos libres realizábamos
excursiones al Valle de Tierra Mayor,
donde tomamos contacto con los
“Snow Cat", y los entusiastas del
esquí, que eran varios, empezaron a
concurrir a la única pista que en esos
años estaba habilitada cercana a la
ciudad.
Pronto se crearon confusiones
como la ocurrida cuando desde el
Comando con base en Río Grande
nos preguntaban por radio cuál era el
estado de la pista. Uno de mis
jóvenes oficiales a cargo de la radio y
fanático del esquí contestó que
excelente. Hubo una pausa y luego una repregunta con voz de duda, desde la otra base. "¿No
es que nevó toda la noche?". "Si, pero está bien asentada" contestó con seguridad el fanático.
Nuevamente silencio, cuchicheo en el otro extremo de la red y la siguiente pregunta.
"¿Entonces no fue barrida?". Esto extrañó al joven oficial ¿desde cuándo se barre la pista de
esquí? Allí cayó en cuenta y no tuvo mejor respuesta que "¿De qué pista me habla?”
Del frío clima en la Isla Grande a fines de agosto, un nuevo grupo nos dirigimos a San José
Dos Campos para realizar el traslado del segundo lote de cinco aviones Xavantes que estaba
listo.
Nuevamente debimos pernoctar en Pelotas, pero esta vez Stella no fue sorprendida con la
comunicación.
A partir de principios de Septiembre contábamos con 16 MB-326 y cuatro MB-339, aunque
debíamos compartir el uso de los 326 con la Escuela de Aviación Naval, que daría instrucción
avanzada en reactor a partir de ese año.
Una de las tareas que cumplíamos fue la evaluación y lanzamiento de misiles de ejercicio
“Martín Pescador” por parte del Macchi, aquel misil que 11 años antes yo había experimentado
como piloto de T-28.
Eran comunes los ejercicios de apoyo aéreo cercano al Regimiento de Tanques 8 de
Magdalena y los traslados a la Base Aeronaval Espora para cumplir operativos. Esto sumado a
los despliegues que mensualmente realizábamos sin el Grupo Insular al sur, originó que pronto
debiéramos distribuirnos con mi segundo Comandante, el Capitán de Corbeta Miguel Isaac, las
actividades que se superponían.
El MB-339 era un monomotor con amplia cabina en comparación al A-4, y en vuelos de
navegación por instrumentos o nocturno, el dominante horizonte artificial en un tablero bien
iluminado, dotado con Director de Vuelo, buenos equipos de navegación y comunicaciones,
RMI de excelente presentación, indicadores confiables, sumado a la cabina presurizada de
buena aclimatación y sistema de oxígeno a demanda daban como resultado un placentero
vuelo.
Por esta razón en los últimos meses del año, la mayoría de los vuelos los realicé en este
modelo, pero lo bueno dura poco, y a fines del mes de diciembre otra gran cantidad de nuevos

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pilotos arribaron desde la Escuela de Aviación, y el mes de enero lo dediqué nuevamente a la
instrucción con el MB-326.
Cerraba uno de los mejores años de mi carrera, el ejercicio de un Comando pleno de
actividades, de entrega al servicio de un grupo altamente motivado, con entusiasmo contagioso
por todo lo que realizaba.
Recién ascendido a Capitán de
Fragata, luego de 320 horas de vuelo
durante mi Comando en la Primera
de Ataque y con un haber de más de
5800 horas, de las cuales 1700 eran
como instructor, hacía mi
presentación en la Escuela de
Aviación Naval para asumir el cargo
de subdirector en el mes de marzo de
1984.
Pronto me vi envuelto en la tarea
administrativa; planes reguladores,
manuales, partidas de
funcionamiento, asignación de
combustible, simuladores de vuelo,
estadísticas, clases, ceremonias,
informes, estudios de Estado Mayor, nuevos organigramas, supervisión de diferentes guardias
y hasta el detalle de la puesta en servicio de la vieja impresora “Davinson” que completaba a la
aún más vieja “Minerva” con tipografía, de la imprenta de la Escuela, donde se confeccionaban
los manuales de estudio y de vuelo.
Todo pasaba por la subdirección y poco a poco me fue alejando del vuelo.
Concurría a dar clases y supervisar otras o iba a presenciar mesas de examen.
También formaba parte del Consejo de Dirección, donde se analizaba la continuidad de un
alumno que presentaba problemas, en general para la asimilación de las maniobras de vuelo.
Era una situación desagradable tener que separar del curso de aviadores a un alumno que
hacía todo lo posible para superar las etapas de vuelo, pero que no tenía condiciones naturales
para desarrollarlo dentro de la normalidad.
En este aspecto, la Escuela fue siempre muy
exigente, llegando a promediar tasas de eliminación
cercanas al 40 por ciento de los alumnos, aunque con
el advenimiento de aviones más sencillos para las
maniobras, como era el T-34-C, la tasa había
disminuido.
Durante 1984 mantenía alguna actividad de vuelo,
principalmente en el Macchi, donde adaptaba a
instructores que volaban desde la cabina trasera para
las futuras etapas avanzadas de los alumnos, y en
algunas oportunidades salía a volar turnos de combate
aéreo con pilotos de la Primera de Ataque para
transmitirles experiencias.
Con el desarrollo de la etapa avanzada en reactor
por parte de los alumnos a principio de 1985, tuve un
par de meses de mucha actividad, pero pronto regresé
a unos pocos vuelos en T-34 o B-200.
Durante ese periodo tuve la ocasión de realizar mi
primer vuelo en Globo Libre. Mi compañero de
promoción Jorge Badih, junto a otros entusiastas, la

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mayoría de Aerolíneas Argentinas, conformaban el Club de Aerostatos “Albatros”, y en uno de
sus modelos compartí la navegación con Jorge.
El globo utilizado, un viejo “Piccard”, era de aire calentado por medio de quemadores de gas
líquido, comandado por controles semejantes a los aceleradores que permiten el paso de gas
desde las garrafas que en este caso eran dos de 20 kilogramos cada una, a los enormes
quemadores donde una llama piloto permanece siempre encendida.
La tela empleada en el globo, semejante a la de los paracaídas, presentaba una amplia zona
ignífuga en la parte inferior próxima a los quemadores y un sistema de cables, correas y fuertes
telas unían la esfera con la barquilla construida en mimbre, por su flexibilidad ante las
deformaciones producidas durante el arrastre en terreno cuando se aterrizaba con viento.
Este es un factor muy limitante, tanto para el inflado del globo, que tiende a oscilar y dificulta la
maniobra, como para el toque en tierra por la velocidad de desplazamiento con respecto al
terreno y los posibles obstáculos.
El vuelo en globo tiene un origen conocido de salida; el destino depende de Dios o Eolo para
los paganos.
Con la dirección del viento en altura, elegimos un lugar al sur del pueblo de Verónica, libre
de arboleda y construcciones, donde iniciar su inflado. El chorro de aire, para esta maniobra, lo
proveía un ventilador accionado por un pequeño motor a explosión. Con el aire frío el globo se
desplegó sobre el terreno y es allí cuando luego de las últimas verificaciones del correcto
adujado de los cables, comenzamos a calentar el aire de su interior con la llama de los
quemadores en aplicaciones controladas.
El globo buscó la vertical y su empuje hacia arriba igualó el peso de la barquilla y mientras
dos amigos sujetaban la misma de su exterior, realizamos la inspección final.
El instrumental era muy sencillo, altímetro, variómetro y un gran indicador de temperatura
que colgaba desde arriba del globo en su parte interior, además de los indicadores de gas que
poseían las garrafas. Última acelerada y las cuatro manos que nos sostenían dejaron que la
física actuara.
La primera grata impresión en ese balcón alto que se desplazaba, fue la ausencia de viento,
algo lógico pero no experimentado, y solo podía notarse alguna pequeña cortante de viento
cuando oscilaba la llama del piloto del quemador.
La segunda impresión fue el silencio que acompaña a la travesía y la claridad con la que se
escuchan los sonidos provenientes desde la superficie. El silencio era quebrado por la
aplicación periódica de gas a los quemadores para mantener el nivel de vuelo y pude
experimentar el gran retardo que tiene entre la aplicación del calor y la reacción del globo para
el control de altura.
Con la variación de altura se gobierna el rumbo dentro de un limitado cambio de dirección
del viento, pero no era necesaria mucha corrección para aterrizar dentro de los límites de la
Base Punta Indio, muy grande de por sí.
La navegación duró poco más de media hora sobre los sorprendidos habitantes de esa
tranquila zona, y las pasadas muy cercas del Stearman PT-17 del aeroclub de Verónica
configuraban una imagen del pasado, cuando sobre la Base flotaban los globos libres tipo L
italianos y SEA ingleses, medio siglo antes.
Elegimos el sector libre de obstáculos para el aterrizaje y dejando disminuir la temperatura
del aire controlando la acción de la llama, nos preparamos para el toque y para el
accionamiento de la palanca de desgarre. Con esta palanca a través de cables se abre un
sector de varios gajos de la parte superior del globo que están unidas mediante tela “velcro” y
así permitir el escape rápido del aire caliente del interior para que el globo pierda empuje y no
arrastre la barquilla más de la cuenta sobre el terreno.
El contacto con tierra debe realizarse a mínima velocidad vertical y luego accionarse la
palanca de desgarre. Si bien cumplimos las normas, el aterrizaje no fue muy elegante debido al
arrastre de 20 metros producto del viento reinante y donde agarrados en el interior de la

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barquilla que se desplazaba de costado y que no tiene buena "suspensión", incorporábamos en
cada tumbo algunos desechos de animales.
Esa noche y con viento calmo, lo utilizamos como globo cautivo mediante una larga cuerda y
era espectacular la imagen del globo proyectado sobre el cielo cuando se accionaban los
quemadores en el continuo subir y bajar que muchos amigos pudieron disfrutar.
La Base se prestaba para este tipo de experiencias; ya tiempo antes habíamos realizado
arrastre de paracaídas con vehículo. Ciñendo un arnés de paracaídas que permitía mediante
un mosquetón fijar una larga cuerda que se tomaba desde la parte trasera de una camioneta,
enfrentados al viento sobre una vieja pista y con el paracaídas desplegado, iniciábamos una
corta carrera acompañando el movimiento del vehículo, hasta que el paracaídas sustentaba
como un barrilete y nos impulsaba hacia arriba y en ese momento dejábamos de correr. Hubo
quien alardeó “tren arriba” al dejar de correr algo anticipadamente, sin contar que una ráfaga
temporaria lo había elevado circunstancialmente y nuevamente tocó suelo con el trasero
arrastrándose lastimosamente sobre la pista de asfalto; pero fue la excepción: hasta chicas con
zapatos de tacos realizaron el ejercicio que las devolvía a tierra al disminuir la veloci dad del
vehículo.
En otros casos preferíamos desprendernos de la correa de arrastre, para aplicar lo visto en
teoría de cómo posarse en tierra al caer en paracaídas. Hoy pueden verse esas prácticas
frecuentemente en lugares de turismo, aunque con velámenes más aptos que los que
usábamos en esos años.
Durante esos dos años sucedieron hechos que nos afectaron familiarmente; el fallecimiento
del hermano de Stella primero y luego el de su padre Henry Hardcastle, a quien yo admiraba
por su integridad y hombría de bien, y que era para mí la imagen del padre que había perdido a
los 12 años de edad.
Otro hecho aunque material, fue que nos robaron en Verónica el auto, un lugar en el que ese
tipo de cosas era tan poco frecuente que la policía del lugar nos decía que debía ser una
broma de amigos, pues allí se dejaban los autos en la calle con las puertas sin llave -al menos
hasta ese primer hecho!-. Luego de tres meses logramos recuperarlo aunque bastante
deteriorado en la ciudad de La Plata, gracias a la acción de un subcomisario que indagó ciertas
fuentes, pero nunca me quedó claro cómo fue el hallazgo del Renault 12 break 78.
Compensaba en algo tantas desdichas el casamiento de mi hija mayor Gabriela a fines de
1985.
Al año siguiente, era trasladado al Comando de
Operaciones Navales a ocupar un escritorio. Había
tenido mucha suerte en mi carrera; era ese el primer
destino en tierra alejado del ruido de los motores, con
excepción de las Escuelas que obligatoriamente
había cursado, aunque no había dejado de volar.
Este Comando tenía asiento en la Base Naval
Puerto Belgrano y con mi familia nos instalábamos
en Bahía Blanca.
Alcanzaba las 6000 horas de vuelo en mi haber
luego de haber realizado algunos vuelos de traslado
en B-200 durante fines de semana o nocturnos, pero
no eran frecuentes tales oportunidades.
A mediados del año el Contraalmirante Jorge
Ferrer, que era el Jefe del Estado Mayor del
Comando de Operaciones Navales, me comunicaba
que yo había sido designado para integrar la
Comisión Naval en Europa durante los dos siguientes
años.
La ciudad de Bonn nos recibió con diecisiete

94
grados bajo cero en el mes de enero de 1987. La Comisión Naval tenía sede en Hamburgo, pero
sería trasladada a la entonces capital de la Alemania Federal en un par de meses, así que nos
instalamos en un appart Hotel en Bonn y yo viajaba los 400 kilómetros que nos separaban de
Hamburgo en tren, permaneciendo solo los fines de semana en Bonn, mientras Stella buscaba
casa durante el resto de los días tratando de descifrar las abreviaturas en alemán de los avisos
clasificados de los diarios, e identificando la zona en un mapa, adonde iríamos a realizar la visita
durante los sábados y domingos. Luego de un mes logramos instalarnos en una casa con toda la
familia.
Mis responsabilidades en la Comisión estaban relacionadas con el material de aviación y debía
tratarme con las empresas que realizaban la provisión de repuestos o reparación de material
aeronáutico, ninguna de ella con asiento en Alemania. Para el caso de los aviones Fokker F-28 era
en Holanda, Francia por los Super Étendard y helicópteros Alouette III, Italia por los Aer Macchi y
los helicópteros Augusta y Sea King e Israel por los trabajos de IAI en la modernización de los
Trackers S-2F, encarado con los
créditos de la abortada compra de A-
4E.
Durante mi estancia en Europa
tuve la oportunidad de concurrir al
Salón Le Bourget 87, Farnborough 88
y Hannover 88, superlativas muestras
de aeronáutica mundial,
especialmente las dos primeras.
Así también tomé contacto con los
escritores ingleses Douglas a Rough y
Colin R. Smith, integrantes del grupo
de investigadores sobre temas
aeronáuticos, que dieron luz al libro
“Falklands, the Air War”.
Inicié un intercambio epistolar,
porque consideré que el libro escrito sin apasionamiento, reflejaba con muc ha exactitud los hechos
históricos, y en mi caso les señalaba los pocos errores que en el tratamiento sobre la actuación de
la 3ra Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque habían cometido, para que se corrigiesen en
próximas ediciones.
El intercambio de información se hizo profuso y tuve oportunidad de conocerlos cuando con
motivo de mi viaje al salón Farnborough nos invitaron a cenar con Stella, luego de haber recorrido
los museos de guerra de la aviación naval y del ejército, próximos a Yeoviltown.
Otro hecho destacable fue la exposición que realicé sobre la actuación de la Escuadrilla que
comandé en Malvinas, ante el Estado Mayor Conjunto Alemán. Lo único que pude decir en este
idioma fue el saludo inicial, el resto fue en inglés, porque mis conocimientos del idioma de Goethe
eran los necesarios para sobrevivir en la vida diaria, ya que en mis comunicaciones con las
diversas empresas con que operaba no lo necesitaba.
Cuando al finalizar la charla, el auditorio comenzó a golpear los asientos me sorprendí. Luego
me explicaron que en lugar de aplausos era la manifestación de aprobación; al menos habían
entendido el mensaje.
En fechas patrias o con visitas oficiales de importancia, concurríamos a la embajada. Así
dialogamos con el entonces canciller Dante Caputo y tiempo más tarde con el gobernador de La
Rioja, quien por entonces realizaba su campaña proselitista por Europa para la presidencia. Fue
comentada la cantidad de “piedras en el camino” y “palos en la rueda” a esa visita que no
escatimaron desde la embajada, y luego me enteré lo poco que permaneció en el cargo el
embajador, declarado alfonsinista, después de la asunción del Doctor Carlos Menem. De éste me
quedó una vergonzosa imagen cuando en una reunión con empresarios y ante mucho público, se
acomodó los auriculares de la traducción en simultáneo, al mejor estilo aeronáutico, es decir, con la
unión de los cables sobre su cabeza. El murmullo y las risitas apagadas llenaron el salón.
A principios de 1989 regresaba con mi familia al país y conocería a Tomás, mi nieto que ya
cumplía un año.

95
XII) ÚLTIMOS COMANDOS

De regreso al país, en febrero de


1989 asumía la dirección de la
Escuela de Aviación Naval, donde
volcaría la experiencia de tantos
años en la instrucción; pero siempre
existe algo nuevo en la materia.
Se había formalizado para ese
año la implementación para alumnos
de una etapa previa a los vuelos en
T-34, que consistiría en realizar
algunos períodos en planeador de
doble comando para la adaptación al
medio aéreo y al mismo tiempo
serviría para ayudar a detectar en
los futuros pilotos características
indeseables, como la falta de
coordinación o la mala apreciación
durante las maniobras.
Por esta razón realicé mi primer
vuelo en planeador, asignatura
pendiente que no había podido
concretar en el año 1963, cuando
me había inscripto para hacer el
curso en el aeroclub de Punta Alta y
sólo llegué a volar el Stearman 76
D-1 en cabina delantera para
efectuar remolque, pero nunca a
tripular el planeador por la gran
demanda existente y las prioridades
en la asignación de los vuelos que
no me favorecían.
Esta etapa de volovelismo en la Escuela era el resultado de un gran esfuerzo con el apoyo
de dos aeroclubes, el de La Plata, que nos cedía el planeador durante los días de semana y el
del aeroclub Verónica, que aportaba el Stearman para el remolque, y los traslados del
planeador a La Plata los días viernes, para nuevamente regresarlo los días lunes.
Había mucho voluntarismo y gran entusiasmo por parte de los instructores, que habían
tenido mucha experiencia anterior en vuelos de planeador en el ambiente civil, como el
Teniente de Navío José Plá, pero no llegó a concretarse la incorporación de medios propios
como para que la experiencia adquiriese la entidad de acción permanente en los programas de
instrucción.
Si bien los vuelos en planeador no fueron causas de separación de curso, los antecedentes
de malos desempeños pesaron en la evaluación posterior de los alumnos con problemas de
vuelo en T-34, y existía una correlación marcada entre los resultados de la etapa en
volovelismo y las posteriores durante el desarrollo del curso.
A fines de julio de ese año, recibimos a un piloto muy particular para realizar un vuelo desde
cabina delantera de un Turbomentor, que acompañado por un instructor de vuelo se
desempeñaría con habilidad en los comandos: era el recién asumido Presidente de la Nación,
que luego de compartir un asado dominical regresaría a la Capital Federal.

96
Ese año realizamos la navegación
final al sur del país en el mes de
octubre, y mi último vuelo de
instrucción lo haría en la etapa final
de la misma, desde Mar del Plata a
Punta Indio con el Teniente del
Ejército Argentino, Guillermo
Madariaga.
La Escuela de Aviación Naval era
el último destino en contacto directo
con las aeronaves, con mi oficina
instalada en un hangar, ventana por
medio de la plataforma de aviones,
desde donde llegaban el rumor de
sus motores y ese olor tan particular
de la combustión del JP-1.
Asumía que me alejaba del vuelo y
lo expresé de alguna manera en el
discurso que pronuncié en diciembre
de ese año al entregarle las alas de
aviadores a los recién recibidos.
El estudioso de temas
aeronáuticos, Iván de Benedectis a
quien no tuve el gusto de conocer,
captó la esencia de mi despedida, y
mi discurso fue publicado meses
después en la “Revista Aérea” (Para
América Latina, España y Las
Filipinas) donde bajo el título de
“Nueva Promoción de Pilotos Navales en la Argentina” y luego de una breve descripción de la
ceremonia estaba la transcripción.

En febrero de 1990, ya con el grado de Capitán de Navío pasaba a la condición de alumno


nuevamente. Realizaría con oficiales del Ejército Argentino y de la Fuerza Aérea el curso
Superior de Estrategia Militar de un año de duración.
Con interesantes enfoques de Estrategia Nacional y Militar; Geopolítica; Economía;
Logística, etc., materializados con exposiciones, conferencias, visitas a distintos organismos
del país y también del exterior, el curso transcurrió en ese año donde se producía el último
alzamiento militar del siglo en la Argentina y cuando mi yerno, el Teniente de Navío Ricardo

97
Helman caía con su helicóptero Alouette III 3-H-112 en el Mar Rojo, sin sufrir consecuencias
personales, luego de una rotura en la planta propulsora al despegar de la cubierta del
Destructor Meko 360 “Almirante Brown”, durante su despliegue al Golfo Pérsico.
Esto ocasionó que alguien me preguntara “Si era de familia la idea de bañarse en el mar sin
sacarse la aeronave”, en referencia a mi accidente de 1981.
Ricardo regresaría tiempo después para reunirse con Gabriela, Tomás y la hija casi
desconocida para él, Sofía, luego de siete meses de ausencia.

En 1991 fui designado Jefe de la Base Aeronaval Comandante Espora. La jefatura de una
base es una tarea algo ingrata, porque es el destino encargado de proveer los distintos
servicios operativos y administrativos a todas las unidades asentadas en la misma.
Desde el pronóstico meteorológico, pasando por la oficina de tránsito aéreo, el
mantenimiento de las calles de rodaje, pistas, iluminación, sistemas de aproximación,
comunicaciones, remolque, combustible, guardias, servicios de incendio, etc. hasta la
calefacción de los alojamientos, el agua caliente, la energía eléctrica, teléfonos o los servicios
de comida, transporte, sanidad y contaduría, son responsabilidades que competen a la Base y
que funcionan los 365 días del año y las 24 horas del día.
En estas tareas se desempeñaban 700 hombres en Espora, casi 300 de ellos personal civil
de la Armada.
Lo normal es que los servicios funcionen bien y así todos están acostumbrados, sin medir
los esfuerzos que se realizan para que no falte nada. Esto no se reconoce si no se ha
experimentado, pero ¡Guay! de que algo falle en un momento, pues todos elevarán su voz,
criticando que ese día faltó tal cosa.
La dedicación completa sólo la podía efectuar viviendo dentro de la Base y allí me mudé con
Stella, mientras mis hijos solteros ocupaban nuestro departamento de Bahía Blanca.
Durante ese año me tocó organizar un fin de semana de “Puertas Abiertas” para todo público
que quisiera visitar la Base y que tuvo gran repercusión en la zona, no sólo por lo atractivo del
programa de ver en acción a las distintas escuadrillas con un programado show aéreo, sino
también por las demostraciones de acrobacia de entusiastas organizaciones dedicadas, con
material adecuado como aeronaves Spitz y planeadores de alta competición, sumados a los
vuelos del Stearman de Punta Indio, el pasaje de aeronaves de distintos aeroclubes de la zona
y por primera vez en muchos años la presencia de un
globo tripulado por mi compañero Jorge Badih.
No faltaron paracaidistas, aeromodelos e infantes de
marina realizando “Rappeling” desde los helicópteros Sea
King. Todo un éxito y de masiva respuesta ciudadana.

No tuve que mudarme de la Base al año siguiente,


pues fui designado Comandante de la Fuerza Aeronaval
N° 2, la máxima organización operativa de la Aviación
Naval en la zona, que abarcaba la Base, Escuadras
Aeronavales y el Arsenal. Ahora sumaba a lo anterior
otros 500 hombres que componían las distintas
escuadrillas y talleres de mantenimiento aeronáutico, en
armas y electrónica.
El año transcurrió con mucha actividad aérea, pese a
los recortes presupuestarios, ya que debimos cubrir el
apoyo con helicópteros al brote de cólera en la provincia
de Salta para el traslado de enfermos con aportes extra
presupuestarios y otras actividades de salvaguardia a la
vida humana en el mar, como la evacuación en varias
oportunidades de accidentados en buques pesqueros

98
muy alejados de la costa y con peligro para sus vidas.
Los ejercicios “Unitas”, “Fraterno”, “Araex”, etc., con diversas Armadas Occidentales y la
campaña antártica fueron tareas a lo largo del año que requirieron nuestra presencia.
Yo no estaba ya en los comandos de alguna aeronave cumpliendo una misión; mi tarea era
la conducción de esos elementos y si bien era muy gratificante cuando lo planeado y
coordinado en sus detalles salía bien, en mi interior sentía algo de envidia cuando iba a
despedir una aeronave que salía a operar, por no estar yo en lugar de su piloto.
Con estos dos años finalizaba mi carrera operativa;
posteriormente iría a la “alfombra roja”, como
llamábamos algo despectivamente, a las oficinas del
edificio “Libertad”.
En Buenos Aires me haría cargo de la Jefatura de
Asuntos Especiales y tendría un contacto estrecho
con la Cancillería relacionado a la problemática del
Atlántico Sur. Actuaba como enlace con las diferentes
Direcciones del Ministerio de Relaciones Exteriores
que monitoreaban el tema de la pesca, la navegación
en proximidades a las Islas, los enlaces derivados del
acuerdo de Madrid, la llamada milla 201, la captura de
pesqueros infractores, etc.
Pocos meses después conformé la delegación que
viajó a Londres para iniciar los primeros contactos
militares posteriores al conflicto Malvinas.
Este fue un año interesante donde pude apreciar la
profesionalidad de nuestros diplomáticos de carrera,
hecho que no se repitió al año siguiente cuando fui
designado enlace con el Ministerio de Defensa, y
salvo algunos contados casos, me decepcionó el nivel
de conocimientos respecto del tema medular de su
existencia.
En el último año de mi carrera activa, me desempeñaría como Jefe del Departamento
Relaciones Institucionales, que abarcaba también, además de los anteriores enlaces, a los
representantes de la Armada ante el Congreso de la Nación.
Con el cambio del Jefe del Estado Mayor, a fines de 1996 y no siendo considerado para la
conducción superior de la Armada, solicitaba mi pase a retiro.
Los siguientes vuelos serían en Cessna 152 del Aero Club Bahía Blanca, donde me adapté
para acompañar a mi hijo mayor Rodrigo, que realizaba el curso de piloto, aunque por deporte,
ya que estaba finalizando su carrera de contador público nacional. En este aeroclub ya había
volado un Piper “Colt” 35 años antes, llevando como pasajeros a Stella y a mi futuro suegro,
luego de la adaptación realizada al avión con un histórico instructor de la Aviación Naval y civil,
el Suboficial Mayor José Luis Pefaure.
También volé en zona un Cessna 182 y un bimotor de la Piper, con mi amigo Guillermo
Olivero, y en estos casos disfruté del vuelo, pero ya no tendrían la carga de adrenalina de un
enganche en portaaviones o del cruce en el inicio de un combate aéreo.
Durante los 25 años de mayor actividad aérea (1961-1986) había completado casi 4000
períodos de vuelo con 6000 horas totales y cerca de 10700 aterrizajes; 260 de ellos en
portaaviones. Luego de tantos años, quizás la cifra en horas de vuelo para un piloto comercial
represente muy poco, acostumbrados a 15000 o 20000 horas en el mismo lapso, sólo que en
vuelos comerciales cada traslado de varias horas tiene “mucho de aburrimiento y quizás
algunos segundos de espanto” como algunos lo expresan.
En mis vuelos promedios de 1,5 horas de duración con 2/3 aterrizajes por período promedio,
nunca hubo tiempo para aburrirme y sí muchos segundos de “espanto”.

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Agradezco al “Tata Dios” por poder contarlo.

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EPÍLOGO

"NUEVA PROMOCIÓN DE PILOTOS NAVALES"


Transcripción del discurso pronunciado en diciembre
de 1989 en la Escuela de Aviación Naval.
“Llamado a silencio sus motores y aquietadas las
alas de sus pájaros, la Escuela de Aviación Naval hace
un paréntesis en su jornada para celebrar, como lo
viene haciendo desde hace más de 70 años, la
Ceremonia que es la esencia y motivo de su razón de
ser: entregar las simbólicas alas que convierten a sus
Oficiales tripulantes de las naves de la Armada en
marinos que también vuelan.
Orgullosos pechos lucirán el distintivo, premio al
meritorio esfuerzo que hoy culmina y gracias también a
la dedicación de sus profesores académicos, de sus
abnegados instructores de vuelo, de la constancia de
los mecánicos de avión y del apoyo recibido por parte
del personal militar y civil que integra los distintos
destinos de esta Fuerza Aeronaval. Cuando mis
alumnos iban a comenzar la instrucción en vuelo, tuve
con ellos una reunión y en aquella oportunidad
comparé el aviador con un músico, con un ejecutante
que mezcla la ciencia y el arte: ciencia para comprender una partitura y arte para ejecutarla
armoniosamente.
En cuanto a la ciencia, sabía que todos se dedicarían con entusiasmo al estudio de los
procedimientos de vuelo, que tendrían acabado conocimiento de la partitura y para la
interpretación no pedí genios como Mozart, pero debían ejecutar con arte; el arte es un don y
volar también.
Señores oficiales alumnos: Habéis terminado de interpretar la obertura, a partir de hoy, otras
batutas estarán en alto para iniciar los sucesivos movimientos de la obra que ejecutaréis con
otros instrumentos.
Conocéis el ‘Andante’ de un vuelo nocturno, mientras mitiga la oscuridad una proyección
multicolor de los apenas iluminados instrumentos de vuelo reflejándose sobre el parabrisas.
Algunos de vosotros estaréis destinados a ejecutar movimientos ‘Allegros’, fuertemente
sujetos al asiento eyectable dentro de una estrecha cabina, sometidos a las variables fuerzas
de la gravedad, mientras maniobráis tijeras en combate abarcando el amplio cielo, o cuando
lancéis la carga del armamento sobre el blanco en tiempo, luego de una agotadora navegación
táctica. Y qué decir el ‘Ballet’ en tanto trasladéis carga bajo el helicóptero, abasteciendo desde
nuestras naves alguna lejana base del continente Antártico, o cuando, a la caza de un
submarino, ejecutéis un ‘adagio sostenido’ coronando la ‘hoja de trébol’.
Pero será el movimiento más altísimo, el culminante de la ejecución y que os distingue como
aviadores navales, el instante en que el cable del portaaviones sujete el gancho de vuestra
aeronave, deteniendo luego de una precisa aproximación, vuestro vuelo sobre la reducida
cubierta, o en el momento que sintáis la emocionante aceleración de un catapultaje que deje
vuestro avión volando en una cerrada noche sobre el extenso mar, para cumplir con la misión.
A lo largo de vuestra carrera encontraréis también el ‘intermezzo’ y éste será el estudio que
os continuará formando para ser un mejor profesional, o el destino alejado del vuelo que debe
cumplirse por el servicio, pero sólo marcará el preludio de una nueva interpretación y cuando
luego de toda una vida terminéis la obra, no esperéis desde la platea un ‘¡Bravo!’, quizás algún
aplauso, pero luego el silencio, y será en este silencio que recordaréis lo mejor de la obra. La

103
excitante obra de un marino que también vuela, como no dudo ahora lo estarán reviviendo los
señores ex-Comandantes de la Aviación Naval, ex-Directores del Material Aeronaval y ex-
Directores de esta Escuela de quienes tenemos hoy el honor de estar acompañados en esta
Ceremonia y estoy seguro de que ellos ante un ‘Bis’ de la platea de la vida, comenzarían
nuevamente a interpretar con el mismo entusiasmo la carrera de Aviador Naval, con entrega
total; en esta profesión no hay otros amores.
Señor Teniente Madariaga: cabal representante de nuestro glorioso Ejército, habéis
compartido con nosotros un duro y exigente año, donde os brindamos lo mejor de lo que
tenemos y os requerimos el mismo esfuerzo, nos dejáis un grato recuerdo de vuestra excelente
formación. Os deseo suerte en vuestra carrera.
Señores alumnos del Curso de Aviadores Navales: Ejecutad como profesionales, porque
habéis probado que estáis en condiciones de hacerlo y tened siempre presente que la patria os
confía estas aeronaves porque está convencida de que llegado el supremo momento de
ofrendar la vida por ella, lo haréis como valientes así como lo hicieron los Zubizarretas, los
Marquez, los Benitez, los Miguel.
Que nuestra Señora Stella Maris, os acompañe en vuestro vuelo”.

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PUBLICADO EN BCN
LA TERCERA ESCUADRILLA AERONAVAL DE CAZA Y ATAQUE
A 25 AÑOS DEL CONFLICTO MALVINAS.
Una aproximación a la verdad histórica.

Habían transcurrido pocos meses desde la finalización de las acciones de combate, cuando
se publicó en este Boletín mi artículo “La Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque
durante el Conflicto del Atlántico Sur” (BCN Nº734 ENERO-MARZO 1983).
Debido a la falta de información fidedigna sobre los blancos atacados y los daños
ocasionados, me referí, en esa oportunidad, de manera condicional a los resultados obtenidos
durante la contienda.
En los años siguientes y gracias a la profusa bibliografía sobre el tema, a los contactos que
tuve con protagonistas e investigadores de ambas partes del enfrentamiento, así como al paso
del tiempo, que fue disipando en gran parte la disparidad en la adjudicación de los éxitos-
consecuencia lógica aunque indeseable, de los intereses particulares o institucionales-, puedo
llegar ahora a una aproximación a la verdad histórica, al menos en los casos que desarrollaré y
que atañen a la Unidad de la cual fui comandante durante el conflicto.

 CASO 1: FRAGATA Tipo 21 H.M.S. “ARDENT”.

El día 21 de mayo de 1982 y desde tempranas horas, la “ARDENT”, al comando del Capitán
de Fragata Alan West, se encontraba en el sur de la bahía Ruiz Puente, en el canal de San
Carlos, actuando en apoyo al desembarco y hostigando la zona del aeródromo “CONDOR” de
la Fuerza Aérea en la Pradera del Ganso.
Esta Unidad fue atacada y hundida por la aviación argentina en el transcurso del día.
Desde la Base Aeronaval “ALMIRANTE QUIJADA” en Río Grande y en la segunda salida de
ataques de ese día, a 1410 hs despegó la primera sección de tres aeronaves” SKYHAWK” A4-
Q, armados con cuatro bombas MK-82 (500 libras ) con cola retardada para lanzamiento en
reguero a baja altura. El intervalómetro instalado en el lanzador múltiple estaba graduado para
que a la velocidad del ataque (450 kts) las bombas cayeran distanciadas unos 40 metros entre
ellas, otorgando una alta probabilidad de impacto.
La primera sección estaba
tripulada por los entonces Capitán
de Corbeta Alberto J. Philippi,
Teniente de Navío José C. Arca y el
Teniente de Fragata Marcelo G.
Márquez.
La segunda sección, igualmente
artillada, la tripulaban los entonces
Tenientes de Navío Benito I. Rotolo;
Roberto G. Sylvester y Carlos
Lecour. Esta sección despegó 15
mts más tarde por la demora habida
en la reparación de las fallas
encontradas durante los vuelos de
esa mañana.
La primera sección atacó con un arrumbamiento este-oeste a una Fragata tipo 21, dentro de
la bahía Ruiz Puente, y al menos dos impactos sobre la estructura en popa fueron observados.
En el posterior escape fueron interceptados por una patrulla de combate de aviones “SEA -
HARRIER” que derribaron con un misil “SIDEWINDER” al Cap. Philippi y con cañones de 30
mm. causaron la explosión del avión del Tte. Márquez y averías en el del Tte. Arca.

105
El líder de la sección logró eyectar, cayendo en paracaídas a las aguas del estrecho San
Carlos y luego de nadar a la costa, sobrevivió cuatro días en la isla Soledad hasta ser
rescatado.
El Tte. Márquez murió en combate y el Tte. Arca logró llegar a Puerto Argentino en donde
debió abandonar su avión por no estar el mismo en condiciones para poder aterrizar. Fue
rescatado por un helicóptero del Ejército Argentino desde las aguas de la bahía minada, para
ello, la aeronave, por carecer de guinche, debió hundir un “ski” en el agua en una arriesgada
maniobra.
La segunda sección, que escuchó
las comunicaciones del vuelo
anterior y sus resultados, atacó
también en la Bahía de Ruiz Puente
y con un arrumbamiento general
este-oeste a una Fragata tipo 21. El
líder horquilló sus cuatro bombas en
el blanco, sin observarse impactos
directos; el Tte. Lecour lanzó tres
bombas, una de las cuales pegó
muy cerca de la banda de estribor
“envolviendo al buque con una nube
negra de humo y esquirlas” (del
informe al regreso de misión),
mientras que las cuatro bombas del
numeral tres no fueron observadas en sus resultados, dado que luego del ataque los otros
aviones recibían fuego antiaéreo de las otras Unidades de superficie que se encontraban en el
canal y efectuaban maniobras evasivas.
Los tres aviones regresaron a la Base en Rio Grande con algunos impactos de esquirlas en
sus fuselajes.
Si bien la difusión del único hundimiento en ese día sufrido por la “Task Force”, fue casi
inmediato a través de los medios de comunicación británicos, los pormenores de los ataques
recién se conocieron en julio de ese año, mediante las primeras declaraciones del comandante
del buque al “NAVY NEWS” de regreso a su país.
Durante la primavera de 1982, el escritor norteamericano Jeffrey Ethell recorrió las bases
aéreas y aeronavales de nuestro país, manteniendo entrevistas con los pilotos involucrados en
las acciones aéreas y junto al escritor inglés Alfred Price, que investigó en el Reino Unido,
publicaron “AIR WAR SOUTH ATLANTIC” en 1983.
Con respecto a la pérdida de la “ARDENT” estos escritores concluyeron que se debió a las
averías provocadas por el impacto de una bomba de 1000 libras durante un ataque de aviones
DAGGERS del Grupo 6 en Bahía
Ruiz Puente (a 2.30 p.m.) y que
posteriormente sufrió daños más
graves durante un ataque de
SKYHAWKS del Grupo 5 (a 2.45
p.m.) y luego más serios daños,
durante un ataque de SKYHAWKS
(a 3.01 p.m.) de la TERCERA
ESCUADRILLA AERONAVAL. El
buque posteriormente fue
abandonado y hundido.
Con estos antecedentes, es
asumido este último ataque de
aviones A4 como el efectuado por la
primera sección y no quedaba claro

106
qué fragata había atacado la segunda sección; tal es así que en el libro “EXOCET” de Emilio
Villarino (1983) se manifiestan estas dudas entre los entrevistados intervinientes en esa acción.
Durante los años posteriores, en base a lo publicado e investigado sobre las declaraciones
de los distintos actores involucrados en las acciones, horarios de los ataques, tipos de
lanzamientos efectuados, presencia de unidades navales y aéreas en la zona, características
de las aeronaves A4 participantes (los navales mantuvieron su color gris claro hasta el 24 de
mayo ,y a partir de esa fecha se pintaron con esquemas para ataques sobre terreno ) y las
posiciones relativas de las unidades, se llegó a la certeza casi total de que los ataques
realizados por ambos grupos de SKYHAWKS con 16 minutos de separación eran los
correspondientes a la primera y segunda secciones de A4-Q de la Armada.
En el BCN N*752/753 (Enero-
Junio de 1988), se publicó la carta al
Director que envié actualizando mi
artículo de 1983, donde expresé
entre otros puntos “La sección
integrada por los Tenientes de Navío
Rotolo, Sylvester y Lecour habría
atacado también a la H.M.S.
“ARDENT”.-
En el artículo “El último día de la
“ARDENT” firmado con el
seudónimo Ala Delta (BCN N* 764-
1991) se transcriben párrafos del
libro de Martín Middlebrook (“The
Fight for the Malvinas” 1989) y la
carta náutica de la zona de
operaciones del 21 de mayo a
0900hs.(Esta fue publicada en el libro (“The Royal Navy and the Malvinas war “de David Brown
en 1987) que son correspondientes con lo aseverado respecto al ataque de ambas secciones.
Más tarde fue publicado en 1992 la “Historia de la Aviación Naval Argentina” Tomo III, donde
en el capítulo 43 se menciona este hecho aunque solo como una posibilidad.
En esta muy completa obra del Contraalmirante Héctor Martini, también se incluyeron otras
actualizaciones que investigaciones posteriores al conflicto habían recogido.
Durante los años siguientes , artículos publicados en revistas especializadas mencionaron el
ataque de ambas secciones como el golpe final a la “ARDENT” y así también las efemérides
navales al referirse a estos hechos expresan que las dos secciones “…..atacan unidades de
superficie británicas en el Estrecho de San Carlos-Hunden la fragata HMS “ARDENT”…”
dejando algunas dudas al considerar varias unidades.
En diciembre de 2001, los integrantes de la segunda sección y algunos testigos, pudieron
escuchar el relato detallado de los ataques recibidos en boca de quien fuera el comandante del
buque, el futuro lord del almirantazgo británico, .Almirante Alan West.
En esta reunión, acerca de la cual se publicó recientemente en la revista “Defensa y
Seguridad” Nº de marzo-abril de 2006, fue categóricamente confirmado que el hundimiento de
la “ARDENT” se debió al ataque de ambas secciones aeronavales.
La Armada en octubre de 2006 ha reconocido, mediante una resolución, a los pilotos de
ambas secciones como autores del ataque y su posterior hundimiento, dejando sentados en los
registros del Fondo Histórico Acciones Bélicas Islas Malvinas los contenidos de la misma.

 CASO II: Destructor tipo “COUNTY”.

El día 23 de mayo de 1982, durante un ataque que lideré sobre las unidades navales
enemigas presentes en la Bahía de San Carlos, realicé mi lanzamiento de cuatro bombas MK -

107
82 sobre una nave de gran tamaño que estaba semioculta por las elevaciones del terreno en el
sector norte de la bahía.
Inicialmente atacaba a una fragata tipo 21 que se encontraba en el medio de estuario, pero
cambié de blanco durante la corrida al apreciar el mismo como más redituable. Próximo al
lanzamiento, debí efectuar una maniobra brusca de giro para evitar un misil “SEA -CAT”
lanzado desde la proa del buque. Esta afectó mi puntería en la parte final, y el lanzamiento de
las bombas fue sobrepasando el blanco, siendo larga mi salva.
Ya de regreso de la misión, no pude identificar al blanco que durante unos pocos segundos
había visto y aprecié que su gran puente y elevada proa podía corresponderse con un
destructor del tipo County, además de poseer lanzadores de misil “SEA- CAT” en la proa.
Con el tiempo, esta primera
aproximación fue descartada, pues el
único destructor de ese tipo (H.M.S.
“ANTRIM”) había zarpado durante la
noche.
Sin embargo, en los escritos se
continuó con el ataque a un buque de
este tipo, y hasta la probable avería
al mismo.
Fue recién en el año 1987, que
con los datos extraídos del libro de
David Brown ya mencionado, pude
reconocer al buque que ataqué sin
éxito ese día; el de Asalto Anfibio
H.M.S. “INTREPID”, cuyo sistema de
lanzamiento de misiles “SEA-CAT“
no me derribó, pero evitó que mis
bombas fueran lanzadas con precisión.
Desde entonces he mencionado este hecho en todos mis escritos y el libro “HISTORIA DE
LA AVIACIÓN NAVAL” TOMO III en el capítulo 42 lo actualiza, pero en las estadísticas del cap.
68 sigue figurando el destructor tipo “COUNTY“, lo mismo que en las efemérides navales.

 CASO III. FRAGATA TIPO 21 H.M.S. “ANTELOPE”

Este es el caso más complejo, en donde existen informaciones contrapuestas y por el cual
sostuvimos un intercambio epistolar con fuertes argumentos con el entonces Capitán Pablo
Carballo, el aguerrido y exitoso piloto
de A4-B de nuestra Fuerza Aérea, y
que el día 23 de mayo lideró el
ataque sobre Unidades navales
enemigas en la Bahía de San Carlos
minutos antes del nuestro.
Al igual que nuestra misión, la
Escuadrilla de aviones “SKYHAWK”
de la Fuerza Aérea, había
reabastecido combustible en vuelo
desde dos KC-130, antecediéndonos
en el pasaje sobre los blancos, y de
ellos escuchamos, por la frecuencia
de enlace con el retransmisor de
comunicaciones, el resultado del
ataque: un avión había sido
derribado, otro estaba averiado y

108
quien se comunicaba nos dio en general la situación de los blancos.
Luego de sobrepasar los montes de la costa oeste de la isla Gran Malvina, que nos
protegían de la detección temprana radar en nuestro vuelo muy rasante, el primer buque que
divisé fue una fragata tipo 21 que navegaba en medio de la bahía con un helicóptero en su
popa, y puse rumbo hacia ella. Las siete millas que nos separaban representaban un minuto de
vuelo a los 450 nudos de la aproximación. Fue casi terminando el cruce del canal cuando vi al
blanco que era más redituable y cambié al mismo, como lo menciono en el punto anterior.
El entonces Teniente de Navío Marco Benítez que me seguía en la formación, continuó la
corrida sobre la fragata y lanzó sus bombas sobre la misma, que presentaba su proa y caía
hacia estribor. El piloto no escuchó las explosiones de las bombas, algo que es muy notorio.
Luego de ambos ataques aéreos, la “ANTELOPE”, tenía dos impactos de bombas sin
explotar y después de trasladar a la tripulación a otras unidades, su Comandante el Capitán de
Fragata Nick Tobin ordenó la desactivación de las mismas.
Diferentes fuentes mencionan que
eran dos bombas de 500 libras y
otras que eran de 1000 libras.
Con respecto a la que se
encontraba en la unidad de aire
acondicionado, sobre las dos salas
de motores cercana a la aleta de
estribor, no me queda duda de que
era la que arrojó el entonces Primer
Teniente Luciano Guadagnini, quién
murió heroicamente luego del
lanzamiento, quizás alcanzado por el
fuego antiaéreo que lo lleva a
colisionar con el mástil de popa y
caer al mar.
En la publicación “MALVINAS THE AIR WAR” (pág. 431) puede apreciarse una foto de la
“ANTELOPE” con el agujero dejado por la bomba al entrar por estribor y el mástil roto
La segunda bomba que impactó al buque penetró sobre la amura de babor, antes del puente y
se alojó en la camareta de suboficiales .
En el libro “NUESTRA GUERRA POR MALVINAS” de Geoffrey Underwood, se transcriben
declaraciones del comandante del buque, que expresa con respecto al primer ataque de dos
aviones “…una bomba pasó entre el mástil principal y el posterior y la otra impactó en el buque
hacia popa sobre la banda de estribor...” “...el avión fue alcanzado, chocó con el mástil principal
y se desintegró en una gran bola de fuego, esparciendo pedazos a unas 100 yardas del
buque”. Luego fueron atacados por otros dos aviones “… abrimos fuego con el cañón de 4,5
pulgadas y con el “SEA-CAT”, los dos aviones giraron y un misil alcanzó a uno de ellos sobre la
colina.” “Fuimos entonces nuevamente atacados por nuestra banda de babor y una bomba
penetró en el buque adelante, cerca de los camarotes de suboficiales.”
Dos expertos en explosivos; el
WO. Phillips y el Sgto. Jim Prescott,
fueron embarcados para desarmar
las bombas “Ellos estaban seguros
de que podían hacer el trabajo” dijo
el Cdr. Tobin “comenzaron con la
bomba de popa, porque dijeron que
habían tratado con una similar en
otro buque … luego de varios
intentos para desactivar la bomba,
utilizando diversos métodos,
explotó..”.

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El posterior incendio, hizo estallar compartimientos de misiles y luego de más explosiones se
quebró el casco y se hundió con la popa y la proa asomadas en el agua en forma de “V”.
Este relato confirmaría que las bombas eran diferentes. Al encarar los expertos en
explosivos el desarme de una que ya conocían (La Fuerza Aérea utilizaba bombas de origen
inglés de 1000 libras, y por razones del espoleteado, con retardos grandes por ser bombas
lisas al ser lanzarlas en vuelos rasantes, muchas de ellas no explotaron el 21 de mayo) y que la
de proa sería la lanzada por el Tte. Benitez.
También indicaría que el origen de la primera explosión sería durante el intento de
desactivar la bomba lanzada por el Capitán (P.M.) Luciano Guadagnini.

BIBLIOGRAFÍA:

 B.C.N. Ejemplares : N*734;752/753 y 764


 “AIR WAR SOUTH ATLANTIC” J.Ethell y A. Price-Sidgwick & Jackson (1983)
 “EXOCET” Emilio Villarino- Ed. Siete Días (1983)
 “MALVINAS THE AIR WAR” R. Burdien y otros- Arms & Armour (1986)
 “THE ROYAL NAVY AND THE MALVINAS WAR” David Brown-Leo Cooper (1987)
 “THE FIGHT FOR THE MALVINAS” Martin Middlebrook (1989)
 “OUR MALVINAS WAR” Geoffrey Underwood
 “HISTORIA DE LA AVIACIÓN NAVAL” TOMO III CL Héctor Martini-SEC. GEN.
NAV.(1992)
 “PROBADO EN COMBATE” Bgd. Pio Matassi - BIB. NAC. AER. (1995)
 “NO VENCIDOS” CL. Horacio Mayorga-Planeta (1998)
 “YO FUI PILOTO AVIADOR NAVAL” CN. Rodolfo Castro Fox-Serie Aeronaval (2002)
 Revista “ MACH 1” Ejem :08;36;59;60 y 62
 Revista “DEFENSA Y SEGURIDAD” Ejem.:25 y 30
 “SERIE AERONAVAL “ N*11 Jorge Nuñez Padín

 Diarios nacionales y extranjeros; artículos varios en revistas especializadas y


correspondencia personal.

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DEL AUTOR
Egresó en 1962 como Guardiamarina Piloto Aviador Naval; orientado en Caza y Ataque y
capacitado como Señalero de Portaaviones e Instructor de vuelo. Operó desde los
portaaviones (A.R.A. “INDEPENDENCIA” y A.R.A. “25 DE MAYO“) durante más de 10 años y
se desempeñó otros tantos como profesor de vuelo, donde llego a ejercer la dirección de la”
ESCUELA DE AVIACIÓN NAVAL“.
Fue acreedor de los premios “Corresponsales Navales” y Diario “La Capital” de Rosario por
su actuación como Piloto de Portaaviones y en ejercitaciones de tiro aéreo respectivamente.
Fue comandante de la “PRIMERA ESCUADRILLA AERONAVAL DE ATAQUE “; de la
“TERCERA ESCUADRILLA AERONAVAL DE CAZA Y ATAQUE”; de la “ESCUADRA
AERONAVAL N*1” y de la “FUERZA AERONAVAL N*2.” Ejerció la jefatura de la “BASE
AERONAVAL COMANDANTE ESPORA”
Realizó diversos cursos en el país y en el exterior, participando en el traslado en vuelo
desde los EEUU y desde el Brasil de aeronaves para la Armada.
Por su actuación en el conflicto Malvinas fue acreedor a la distinción “Honor al Valor en
Combate” y la condecoración “La Nación Argentina al Valor en Combate” por: “… participar en
condiciones físicas disminuidas a causa de un accidente de aviación anterior, dando
permanente ejemplo a sus subordinados”.
Asimismo, recibió la medalla del “Congreso Nacional a los Combatientes”

RODOLFO A. CASTRO FOX


Capitán de Navío VGM (R.E.)

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