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Capítulo

VI. Grupos, movimientos colectivos e instituciones sociales

Miquel Domènech i Argemí

Introducción

Prácticamente desde su nacimiento la psicología social ha sido sensible a los fenómenos


grupales, colectivos e institucionales. Los ha asumido como parte de su objeto de análisis y ha
ofrecido modelos de inteligibilidad para los mismos. Éstos suponen un cambio en el nivel de
análisis propuesto en relación con todo lo que hemos examinado en los capítulos anteriores.
Pasamos de centrar nuestra atención en procesos que regulan las interacciones entre las
personas a centrarla en fenómenos que implican un enorme número de individuos. Semejante
nivel integra los anteriores procesos y muestra algunos de los fenómenos más interesantes que
se desarrollan en el interior de nuestras sociedades.

El grupo detenta una importancia capital en nuestra vida cotidiana. Nacemos, nos educamos y
vivimos en pequeños grupos. Realizamos nuestro trabajo en grupos organizados, pasamos el
tiempo de ocio en grupos informales, etc. Resulta prácticamente imposible imaginarse un
individuo al margen de cualquier clase de agrupación. Pero ¿qué es un grupo? Su definición
no es tan sencilla como puede parecerlo. Algunos autores han puesto el acento en la
percepción común que tendrían todos sus miembros, otros en la dimensión afectiva y
motivacional, y más frecuentemente se insiste en la estructura e interdependencia que se
observa en el interior de los grupos. Además, hay que decir que no todos los grupos son
similares. Existen tipologías. Las más conocidas son las que contrastan el grupo primario (el
elemento que lo caracteriza es la relación directa, íntima y personal que se establece entre sus
miembros) con el secundario (caracterizado por relaciones formales, indirectas e
impersonales), y el de referencia (colectivo al que un individuo se vincula o aspira a
vincularse psicológicamente, es decir, grupo con el que desea identificarse) con el de
pertenencia (aquel al que pertenece realmente un individuo).

A pesar de tan dispares definiciones y tipologías, lo que es evidente es que en un grupo se


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observa una pauta de estructuración que no aparece en una agregación azarosa o circunstancial
de individuos. Tal cosa permite hablar de estructura y dinámica grupal. Ésta se rige por la
aparición de posiciones diferenciadas, estatus, roles y fenómenos de liderazgo. También
presenta procesos de cohesión, toma de decisiones y estructuras de comunicación. La
dinámica grupal es tan poderosa y efectiva que hace del grupo el marco de referencia para sus
miembros. Es decir, pauta la veracidad y verosimilitud de sus opiniones en relación con los
comportamientos más adecuados para cada momento, incide en la formación de identidad de
sus participantes y guía la interacción con los miembros de otros grupos.

Tales relaciones permiten que nos acerquemos a fenómenos sociales como el conflicto
intergrupal. En el capítulo se revisan dos de las principales teorías que explican el mismo: la
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teoría realista del conflicto y la teoría de la identidad social. Si bien la primera insiste en que
en una situación de conflicto hay una competencia por conseguir unos recursos objetivamente
escasos, la segunda arguye que la formación de una identidad social positiva es el elemento
clave que permite entender la diferenciación grupal y la posible aparición posterior de un
conflicto.

Por último, el capítulo analiza los fenómenos que implican a grandes cantidades de personas.
Entre los más importantes destacan los fenómenos de multitudes, los movimientos sociales y
las instituciones. Cada uno de estos tres fenómenos presenta un nivel distinto de organización y
estabilidad. Así, los movimientos sociales son más complejos y organizados que las
multitudes, las cuales presentarían un alto grado de precariedad y desorganización, y las
instituciones son entidades tan organizadas que, a su vez, determinan la organización de otros
patrones de acción social y presentan enormes raíces en el universo vital de un colectivo.

Los objetivos básicos del capítulo pretenden:

a) definir qué es un grupo;

b) la correcta comprensión de los fenómenos grupales, su tipología y dinámica;

c) entender los rudimentos de las relaciones intergrupales; y

d) discriminar entre procesos colectivos, movimientos sociales e instituciones sociales.

1. Definición y tipos de grupos

Con este epígrafe hemos agrupado algunas de las cuestiones introductorias con las que se
tendrá que familiarizar para poder profundizar después en el estudio de los procesos más
comúnmente estudiados en el campo de los grupos. Básicamente, se trata de hacer un breve
repaso de los orígenes próximos del estudio de la dinámica grupal, y también de delimitar
conceptualmente qué se entiende por grupo y de qué tipologías de grupo se habla
habitualmente.
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1.1. El inicio del estudio de los grupos

Es evidente que buscar el inicio de la reflexión sobre los grupos, entendida ésta en un sentido
muy amplio, nos podría llevar a tener que remontarnos hasta fechas muy lejanas. De hecho,
éste es un fenómeno que se produce siempre que buscamos el origen de alguna ciencia humana
o social porque, tomada en este sentido amplio que decíamos, la reflexión sobre nuestra
condición, sobre los procesos de influencia a los que somos susceptibles o sobre las maneras
de organizarnos, está fuertemente arraigada en aquello que consideramos los inicios de nuestra
civilización.

Así pues, y dado que no es un ejercicio de historia ni de filosofía lo que pretendemos hacer
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aquí, nos limitaremos a centrarnos en la búsqueda de los inicios de la investigación grupal
como campo científico diferenciado. En este sentido, el acuerdo es bastante generalizado en
torno a la fecha de los años treinta. Efectivamente, es en esta década que podemos localizar
algunas de las investigaciones que más influyeron en el desarrollo del estudio de los grupos tal
como hoy lo entendemos. Concretamente, queremos hablar de Moreno, de los estudios en la
planta Hawthorn, de Sherif y, muy especialmente, de Lewin.

A Moreno le debemos la concepción de la sociometría como método para medir la atracción y


el rechazo entre los miembros de un grupo. A partir de un cuestionario donde los sujetos
indican a qué compañeros de su grupo escogen o a cuáles rechazan para hacer alguna tarea o
actividad, como también cuáles creen que les escogen o les rehúsan, esta técnica permite
elaborar un mapa del estado de las relaciones socioafectivas del grupo que se llama
sociograma:

Figura 6.1

Tal como señalan Cartwright y Zander (1968), la importancia de la sociometría de Moreno


reside en el hecho de haber proporcionado a la dinámica de grupos una técnica útil para
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investigar los fenómenos grupales y haber dirigido la atención hacia rasgos del grupo como la
posición social, los patrones de amistad o la formación de subgrupos, remarcando la
importancia de la estructura informal del grupo.

Los estudios en la planta Hawthorn de la Western Electric, en los que tomó parte como
investigador más conocido E. Mayo, supusieron una fuerte ruptura con todo lo que se creía
hasta entonces en materia de organizaciones. El objeto de los estudios era poner en evidencia
la incidencia que tenían ciertos factores ambientales y biológicos en el rendimiento de los
trabajadores. Sus resultados alcanzaron gran variedad de cuestiones; sin embargo, a efectos de
lo que aquí nos interesa, habría que remarcar que pusieron de manifiesto la importancia que
tiene conocer la organización social del grupo de trabajo para entender las relaciones entre los
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trabajadores y sus jefes o los niveles de productividad de los trabajadores.

Los estudios en la planta Hawthorn tuvieron una repercusión especial en el campo de la


psicología de las organizaciones; sin embargo, su papel en la psicología de los grupos es
también innegable, dado que ponen
“en evidencia que los individuos no responden en absoluto a las condiciones materiales de su entorno sólo tal como son, sino tal
como las sienten, y que la manera como las sienten depende de las normas y del clima del grupo al que pertenecen y de su
grado de pertenencia a este grupo.”

V. Aebischer y D. Oberlé (1990). Le Groupe en Psychologie Sociale (p. 31). Paris: Dunod.

Sherif, con sus experimentos sobre el efecto autocinético, representa una aportación
fundamental a la comprensión de la influencia del grupo en la formación de normas y de
actitudes, y también en el estudio experimental de los fenómenos grupales. El planteamiento de
Sherif lo podríamos resumir de la siguiente manera:
“El fundamento psicológico para el establecimiento de normas sociales, tales como los estereotipos, las modas, las convenciones,
las costumbres y los valores, es la formación de marcos de referencia comunes como producto del contacto de los individuos
entre ellos. Una vez que estos marcos de referencia son establecidos y son incorporados al individuo, contribuyen, como
factores importantes, a determinar o modificar sus reacciones en las situaciones que afrontará más tarde [...]”

M. Sherif (1936). Influences de groupe sur la formation des normes et des attitudes. En A. Lévy. Psychology Sociale. Textes
Fondamentaux anglais et américains (p. 233). Paris: Dunod, 1978.

Uno puede afirmar que, con Sherif, queda definitivamente establecida la importancia que tiene
en la vida de las personas su pertenencia a grupos.

Finalmente, como decíamos antes, la referencia a Lewin tiene que ser un poco especial. De
hecho, es a él a quien se atribuye la invención del concepto de dinámica de grupo y el primero
en crear un centro especializado para el estudio de los fenómenos grupales: el Research
Center for Group Dynamics en el MIT. De hecho, Lewin es, probablemente, uno de los autores
al que más paternidad y acciones pioneras se atribuyen en este campo. En cualquier caso, no
hay duda de lo siguiente:
“Lewin introdujo la noción de que la pertenencia grupal es, psicológicamente hablando, un trasfondo determinante de la
conducta del individuo en una multitud de entornos y que habría de ser tomada en consideración siempre que se trate de
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cambiar o influir a los individuos.”

D. Bargal, M. Gold y M. Lewin (1992). Introduction: the heritage of Kurt Lewin. Journal of Social Issues, 48, 6.

1.2. Definición y concepto de grupo

Desde el momento en que el concepto de grupo puede abarcar cosas tan diferentes como una
banda de ladrones, una familia o un equipo de fútbol, está bien claro que los problemas que
pueden surgir a la hora de definirlo pueden ser muy importantes.

Según el trabajo clásico de Hare (1962), hay cinco características que diferencian a un grupo
de una colección de individuos. Los miembros del grupo están en interacción los unos con los
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otros, comparten un hito común y un conjunto de normas, y llevan a cabo diferentes roles en
una red de atracción interpersonal. De hecho, tal como se verá ahora a continuación, lo que
hace Hare es recoger la mayoría de los elementos que se consideran claves para las
definiciones de grupo más conocidas. La prueba de que la selección no debe ser en absoluto
del todo mala es que, posteriormente, se nota su influencia en las definiciones que se han
continuado elaborando.
Definición de grupo según el Diccionario de psicología social y de la personalidad

“Forman un grupo dos o más personas que interactúan entre sí, comparten un conjunto de metas y normas comunes que dirigen
sus actividades, y desarrollan un conjunto de roles y una red de relaciones afectivas.”

R. Harré y R. Lamb (Dir.). (1986). Diccionario de psicología social y de la personalidad (p. 211). Barcelona: Paidós, 1992.

También es verdad, sin embargo, que tal como Baron, Kerr y Miller (1992) comentan, con el
paso de los años, algunos psicólogos sociales han preferido decantarse por definiciones de
grupo lo más flexibles posible. Como ejemplo ponen la definición que proporciona Forsyth,
que reduce el concepto de grupo al hecho de influirse.
Definición según Forsyth

“Para enfatizar la importancia de la influencia mutua entre los miembros, podemos determinar un grupo como dos o más
individuos que se influyen mutuamente por medio de la interacción social.”

D. R. Forsyth (1990). Group Dynamics (p. 7). Pacific Grove: Books / Cole Publishing Company.

La otra posibilidad que queda, al abordar el problema de la definición, consiste en repasar las
diferentes definiciones disponibles y clasificarlas según el énfasis que ponen en uno u otro
aspecto. En este sentido, Shaw (1979) ofrece una revisión, que se ha convertido ya en clásica,
a partir de seis criterios:

1) Las percepciones de los miembros del grupo: para que el grupo exista hace falta, según
las definiciones que se incluirían aquí, que los miembros perciban la existencia del grupo.
Definición a partir de la percepción de los miembros

“El pequeño grupo se define como un cierto número de personas que interactúan en una sola reunión cara a cara o en una serie
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de reuniones, en las que cada individuo recibe una impresión o percepción de cada uno de los demás miembros, lo
suficientemente distinta para que pueda [...] presentar una reacción a cada uno de los otros miembros, en tanto que personas
individuales [...].”

Bales, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 21).
Barcelona: Herder, 1980.

2) La motivación: los individuos se adhieren al grupo porque piensan que puede satisfacerles
alguna necesidad.
Definición a partir de la motivación

“La definición que parece más esencial es la de que un grupo es un conjunto de organismos en el que la existencia de todos [...]
es necesaria para la satisfacción de ciertas necesidades individuales de cada uno.”

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Cattell, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 21).
Barcelona: Herder, 1980.

3) Los objetivos del grupo: son definiciones muy relacionadas con las anteriores.
Definición a partir de los objectivos grupales

“[...] son unidades compuestas de dos o más personas que entran en contacto para lograr un objetivo, y que consideran que
dicho contacto es significativo.”

Mills, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 22).
Barcelona: Herder, 1980.

4) La organización del grupo: es la que da preferencia a los elementos estructurales.


Definición en términos estructurales

“El grupo es una unidad social consistente en un cierto número de individuos que se encuentran en un estatus y que desempeñan
unas relaciones de rol más o menos definidas, y que poseen un sistema propio de valores y normas que regulan la conducta de
los individuos miembros [...].”

Sherif y Sherif, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p.
23). Barcelona: Herder, 1980.

5) La interdependencia de los miembros: quizás es porque Lewin es el pri

mero en remarcar la importancia de la interdependencia, pero el caso es que son bastantes


autores los que comparten este punto de vista.
Definición a partir de la interdependencia

“La concepción del grupo como un todo dinámico debe incluir una definición de grupo basada en la interdependencia de los
miembros (o, mejor dicho, de las subpartes del grupo).”

Lewin, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 23).
Barcelona: Herder, 1980.

“[...] un conjunto de individuos que comparten un destino común, es decir, que son interdependientes en el sentido de que un
hecho que afecta a uno de los miembros es probable que afecte a todos.”

Fiedler, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 23).
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Barcelona: Herder, 1980.

6) La interacción: que de hecho podría considerarse una forma de interdependencia.


Definición a partir de la interacción

“Puede considerarse al grupo como un sistema abierto de interacción en el que las acciones determinan la estructura del
sistema [...]”

Stogdill, citado en M. E. Shaw (1976). Dinámica de grupo. Psicología de la conducta de los pequeños grupos (p. 24).
Barcelona: Herder, 1980.

Obviamente, ésta que acabamos de reproducir no es la única clasificación posible. Cuando se


dispone de un número parecido de elementos y tan variados, las posibilidades de clasificación
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se multiplican hasta límites que escapan al sentido de una introducción como la que hacemos
aquí. Sin embargo, no nos podemos resistir a la tentación de ofrecer una versión más moderna
del término. En este caso, Brown (1988) es el autor al que haremos referencia, aunque de
manera mucho más breve que la anterior. En definitiva, su propuesta es ésta:

1) El factor crucial consiste en compartir un destino común: por ejemplo, Lewin.

2) La clave está en la existencia de algún tipo de estructura social, sea formal o informal: por
ejemplo, Sherif y Sherif.

3) Lo que es determinante es que se produzca una interacción cara a cara: por ejemplo, Bales
o Homans.

4) Definición en términos de autocategorización. Ésta es, sin duda, una variante clara respecto
del planteamiento de Shaw. Desde este punto de vista, un grupo existe cuando “dos o más
individuos [...] se perciben como miembros de la misma categoría social”.

1.3. Tipos de grupos

Tan orientativo como repasar las definiciones que existen en torno al concepto de grupo puede
resultar echar una ojeada a algunas de las tipologías grupales que se utilizan. Efectivamente,
por medio del análisis de los tipos de grupo que son más comunes entre los estudiosos de los
fenómenos grupales, podemos también hacernos una idea bastante buena de qué es lo que se
entiende por grupo.

1) Grupo primario-grupo secundario

El concepto de grupo primario lo debemos a Cooley, que lo elaboró para referirse a aquel tipo
de grupos en los que el elemento caracterizador fundamental es la relación directa, íntima y
personal que se establece entre sus miembros.
“Por grupos primarios entiendo aquellos que se caracterizan por una cooperación y unas relaciones personales estrechas y
directas (face to face association). Son primarios en varios sentidos, pero principalemente porque intervienen de un modo
fundamental en la formación de la naturaleza social y de los ideales sociales del individuo.
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El resultado de tan estrecha relación es –desde un punto de vista psicológico– una cierta fusión de individualidades en un todo
colectivo de tal manera que el propio yo se identifica con la vida y los objetivos comunes del grupo, al menos con muchos de
ellos. Tal vez la forma más sencilla de describir a esta comunidad sea decir que (el grupo) se convierte en un ’nosotros’ [...].”

Cooley, citado en B. Schäfers (1980). Introducción a la sociología de grupos (p. 76). Barcelona: Herder, 1984.

El tipo de grupos en los que Cooley está pensando son la familia, el grupo de juegos de los
niños, el vecindario, etc.; son, en este sentido, grupos que proporcionan una experiencia
temprana del todo social, que funcionan como agentes de socialización.

Contrapuesta a esta noción de grupo primario, tenemos la de grupo secundario. En este caso ya
no se trata de un grupo pequeño donde priman las relaciones estrechas como el anterior, sino
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que más bien hay que tener en mente la idea de organización, donde las relaciones son más
formales, indirectas e impersonales.

2) Grupo de referencia-grupo de pertenencia

El concepto de grupo de referencia es introducido por Hyman, pero obtiene su importancia a


raíz del uso que hacen de él Merton y Kitt (1950) al reinterpretar los datos de un estudio
clásico sobre las actitudes de los soldados llamado The American Soldier. Según estos datos,
se constataba que el número de soldados inexpertos destinados a las unidades de soldados
veteranos predispuestos a desplazarse a una zona de combate (28%) era significativamente
menor que el de las unidades formadas exclusivamente por soldados inexpertos (45%). La
explicación de este fenómeno, que de otra manera resultaba incomprensible, se encuentra en el
hecho de que los soldados veteranos eran muy poco proclives a entrar en combate (15%), y
que los soldados inexpertos que llegaban a sus unidades tomaban a los veteranos como grupo
de referencia. Merton y Kitt (1950) afirman que esto es así a causa de la doble función del
grupo de referencia: ayudan al individuo a acceder a este grupo y facilitan su integración una
vez es miembro de él.

Kelley (1952) constata que la expresión grupo de referencia ha sido utilizada para describir
dos clases de relación de una persona con un grupo. Unas veces se utiliza para referirse a
aquel grupo por el que una persona aspira a ser aceptada o a mantener una aceptación. Con el
fin de conseguirlo, ordena sus actitudes según aquello que percibe que es aceptado entre los
miembros del grupo. Éste sería el caso de Merton y Kitt, por ejemplo. Otras veces, este
concepto se utiliza para designar a un grupo del que una persona se sirve con el fin de elaborar
juicios sobre ella misma o sobre los otros. A partir de aquí, Kelley (1952) resume en dos las
funciones del grupo de referencia en la determinación de las actitudes:

a) Función normativa
“un grupo funciona como grupo de referencia normativo para una persona en la medida en que las evaluaciones del grupo se
basan en el grado en el que la persona se conforma con ciertos estándares de comportamiento o de actitud y en la medida en
que la administración de recompensas o de castigos está condicionada por estas evaluaciones.”

H. Kelley (1952). Deux fonctions des groupes de référence. En A. Lévy. Psychology Sociale. Textes Fondamentaux anglais
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et américains (p. 143). Paris: Dunod, 1978.

b) Función de comparación
“un grupo funciona como grupo de referencia comparativo para un individuo en la medida en que el comportamiento, las
actitudes, las ciscunstancias u otras características propias de sus miembros constituyen las normas o los puntos de
comparación según los cuales este individuo formula juicios y evaluaciones.”

H. Kelley (1952). Deux fonctions des groupes de référence. En A. Lévy. Psychology Sociale. Textes Fondamentaux anglais
et américains (p. 143). Paris: Dunod, 1978.

Es obvio decir que por grupo de pertenencia se entiende aquél al que pertenece
verdaderamente el individuo y que, a veces, puede coincidir con el de referencia. Una
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explicación de este fenómeno en estos términos, referencia y pertenencia, requiere, como
críticamente apunta Gukenbiehl (1980), lo siguiente:

a) que uno distinga entre la inclusión “objetiva” de una persona en un grupo y la “subjetiva”
que ésta hace de sí misma;

b) que uno disocie analíticamente el grupo al que pertenece una persona (grupo de
pertenencia) del grupo del que obtiene las ideas y criterios fundamentales que determinan su
acción (grupo de referencia);

c) que se acepte que la causa determinante de la acción de la persona es el grupo de referencia


y no el de pertenencia.

2. Estructura y procesos grupales

Así se expresaba la corresponsal del Mundo Deportivo en su crónica del cuarto partido
correspondiente al play-off final de la liga de baloncesto de la temporada 1994/1995.
“En un equipo de baloncesto, como cualquier otro deporte, se van formando a lo largo de la temporada una serie de escalafones,
de clases y de roles, de manera que, cuando llegan los momentos decisivos, todo el mundo –jugadores, técnicos y aficionados–
sabe quién tiene que asumir la responsabilidad.”

Si en lugar de una periodista deportiva hubiera escrito la crónica una psicóloga social, quizás
habría dicho que a lo largo de la temporada se va desarrollando una pauta subyacente de
relaciones estables entre los miembros del grupo; es decir, a lo largo de la temporada se va
desarrollando una estructura grupal que consiste en eso: una delimitación de escalafones,
clases y roles, una asunción de responsabilidades de dirección o liderazgo, el establecimiento
de ciertas formas de comunicación, etc. Este hecho –la aparición de la estructura– sería, para
algunos, lo que precisamente diferenciaría al grupo de la mera agrupación de individuos
(Hare, 1962).

Así pues, hemos escogido este encabezamiento para agrupar algunas de las temáticas más
tratadas de entre las muchas que son objeto de análisis en el amplio campo del estudio de los
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grupos. La manera como un grupo se organiza, los diferentes papeles que sus miembros pueden
llevar a cabo, el tipo de procesos que intervienen en su configuración, en su desarrollo y, a
veces, en su disolución, son el tipo de cuestiones que conforma el grueso de lo que veremos en
este apartado.

Podría parecer, a primera vista, que hacemos uso de dos conceptos –estructura y procesos–
que son antinómicos y que difícilmente pueden ir juntos para describir un mismo fenómeno.
Ciertamente, al hablar de estructura, estamos haciendo referencia a una dimensión estática que
podría parecer que no tiene nada que ver con la dimensión dinámica que introduce el término
procesos. Así, pensamos en un puente, o una casa, en términos de estructura, pero no de
proceso; y, en cambio, pensamos en un partido de fútbol o en una guerra en términos de
proceso, pero no de estructura. Queremos decir con esto que, normalmente, no utilizamos estos
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dos conceptos para describir una misma cosa, y no lo hacemos porque todo parece llevarnos a
pensar que hay cosas que tienen una naturaleza fundamentalmente estática, mientras que hay
otras cuya naturaleza es eminentemente dinámica.

Sin embargo, los fenómenos grupales son, precisamente, un caso paradigmático para
demostrar que el tipo de argumentación que acabamos de hacer más arriba es sólo una
simplificación de cómo son las cosas y que, de hecho, no sólo podemos pensar una misma
cosa atendiendo al mismo tiempo a dimensiones estructurales y procesales, sino que, a
menudo, es conveniente hacerlo así. Difícilmente podríamos obtener una visión atinada de lo
que es un grupo sin caracterizarlo con un mínimo de estabilidad y, al mismo tiempo, de
dinamismo y cambio. Por eso, parece que hablar de estructura y de procesos –una asociación
por otro lado bastante recurrente en toda la bibliografía grupal– es del todo adecuado.

Cartwright y Zander (1968) hablan de tres factores como responsables de la aparición de


diferencias estables dentro de un grupo; es decir, que estarían en el origen de la estructura
grupal. En primer lugar, sitúan las exigencias para una eficiente ejecución de grupo o, lo que
es lo mismo, relacionan el éxito de un grupo en la consecución de sus metas con su capacidad
de desarrollar una cierta especialización de funciones entre sus miembros. En segundo lugar,
mencionan las diferentes motivaciones y capacidades de los individuos que conforman el
grupo, que a medida que se van expresando dan lugar a pautas de relación estables.
Finalmente, hablan de las características físicas y sociales del ambiente de grupo, las cuales
abarcan desde el propio espacio disponible hasta las diferentes relaciones de agrado y
desagrado entre los miembros. A estos tres factores, Shaw (1976) les añade un cuarto al que
llama las “estructuras únicas” del grupo. Dado que Shaw piensa que un grupo puede tener más
de una estructura, dependiendo de cuál sea la dimensión –liderazgo, atracción, comunicación,
etc.– que sirva como referencia para el establecimiento de diferencias entre los miembros de
un grupo, parece bastante plausible que cada una de estas estructuras tendrá un efecto
determinado sobre cada una de las otras, y así en la estructura global del grupo.

Al hablar de estructura, acostumbran a ser diferentes las dimensiones que los autores escogen
como fundamentales para su descripción. Sin embargo, hay dos elementos que no faltan nunca,
el estatus y el rol. Lo primero que haremos, pues, será hacer un repaso de lo que quieren decir
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estos dos conceptos.

2.1. Estatus y roles

Reanudemos el ejemplo del baloncesto que poníamos más arriba. Es bien sabido que, en todos
los deportes colectivos, los diferentes componentes de un equipo son asociados a una posición
determinada. En el baloncesto, en concreto, hablamos de posiciones como la de base, escolta,
ala o pívot. Si tomamos esta última posición como ejemplo, estaremos de acuerdo en que
algunas de las conductas que esperamos de un buen pívot, dado que se trata de un jugador alto,
son coger rebotes o intimidar a los contrarios que quieren encestar; estas conductas configuran
su papel en el equipo. Finalmente, es bien cierto, también, que en la mayoría de los equipos
hay jugadores que consideramos determinantes, que tienen un estatus importante por su papel
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decisivo en la consecución de los objetivos del equipo. Hemos hablado, en definitiva, de tres
elementos característicos de la estructura grupal: la posición, el rol y el estatus.

De hecho, de lo que queremos hablar es de rol y de estatus, pero hemos incluido el concepto
de posición porque a menudo se confunde con el de estatus y llegan a utilizarse los dos como
equivalentes (Linton, 1936). Este tipo de equiparaciones, sin embargo, no resultan extrañas si
tenemos en cuenta que estamos hablando de términos que, como hemos visto en el ejemplo,
están íntimamente relacionados. Sin embargo, hay autores que remarcan especialmente que
estos conceptos no se tienen que confundir (Shaw, 1976).

Así, si dejamos por definida la posición como el lugar social que una persona ocupa en un
grupo, nos quedan por definir y tratar un poco más vastamente los conceptos de estatus y de
rol, sin los cuales, por otra parte, queda cojo el concepto de posición.

El estatus hace referencia al prestigio que tiene un miembro de un grupo. Cuanto más
apreciado o admirado es por el resto de componentes grupales podemos decir que más alto
estatus tiene un individuo. Generalmente, se considera que este prestigio es una función del
grado en el que su contribución es crucial para el éxito del grupo, y también de la cantidad de
poder que tiene este individuo (Baron, Kerr y Miller, 1992).

En lo referente al estatus, se han estudiado los efectos que puede tener en la relación entre los
miembros de un grupo. Así, por ejemplo, parece que los miembros con estatus más alto son
tratados con más tolerancia y reciben valoraciones más altas por parte de los otros miembros
del grupo. Al mismo tiempo, parece también que un mayor estatus confiere un mayor impacto
en las decisiones grupales.

Incluso, se ha llegado a decir que el estatus podría tener una repercusión en la autoestima de
las personas: cuanto más estatus, más autoestima.

En cuanto al concepto de rol, ya hemos dicho que estaba íntimamente ligado al de posición y
estatus. Hemos mencionado también, cuando hablábamos del ejemplo del baloncesto, que en
cada posición en el juego se relaciona un determinado tipo de conductas que pensamos que
son propias de aquella posición. Esto mismo que vemos tan claro en un deporte se puede hacer
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extensivo a cualquier otro tipo de posición social. Piense un momento, por ejemplo, en el caso
de un profesor en una institución de enseñanza presencial. A menudo, cuando empiezan las
clases, los alumnos nunca han visto a su nuevo profesor, no saben cómo es físicamente. Esto,
no obstante, no les impide reconocerlo cuando entra en clase y lleva a cabo un par de
acciones. Si alguien entra en clase y cierra la puerta diciendo buenos días a todo el mundo y
empieza a explicar la lección, ya sabemos que aquel que hace tal cosa se está comportando
como alguien que situaríamos en la posición de profesor; en definitiva, realiza conductas
propias del rol de profesor.

Es así, pues, que podemos entender el rol como aquel conjunto de conductas asociadas a una
posición particular dentro de un grupo. Dicho de otra manera, y en una definición que recoge
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las proporcionadas por diferentes autores, “[...] el término rol se refiere al conjunto de
expectativas que los miembros del grupo comparten, relativas a la conducta de una persona
que ocupa una posición determinada en el grupo” (Hare, 1962, p. 101).

Si bien al principio de la formación de un grupo es difícil apreciar claramente cuáles son los
roles de sus diferentes miembros, a medida que el grupo va desarrollándose, se produce una
diferenciación de roles. Es decir, se va haciendo patente que no todos los miembros hacen las
mismas cosas ni se espera de ellos las mismas cosas. Brown (1988) explica esta
diferenciación de roles en función de tres razones básicas:

1) Los roles implican una división del trabajo entre los miembros que a menudo facilita la
consecución de las metas grupales.

2) Los roles ayudan a aportar orden a la existencia grupal dado que permiten la predictibilidad
de la conducta de los miembros.

3) Los roles forman parte de nuestra autodefinición dentro del grupo. Un rol bien definido
contribuye de manera importante a la identidad.

Tradicionalmente, los teóricos de los grupos han diferenciado dos tipologías básicas de roles:
roles relacionados con la tarea y roles socioemocionales. Los primeros serían aquellos que
tienen como prioridad realizar la tarea que el grupo tiene como objetivo y los segundos hacen
referencia a aquellas acciones que van encaminadas a satisfacer las necesidades afectivas de
los miembros del grupo. Benne y Sheats (1948) elaboraron una de las primeras clasificaciones
de roles grupales a partir de las dos tipologías que hemos mencionado, además de una tercera
que llaman roles individuales. A continuación reproducimos, como muestra, algunos de los
roles que estos autores discriminaron. Si se fija en ello, se dará cuenta de que son fácilmente
reconocibles en gran cantidad de situaciones grupales.

Roles relacionados con la tarea

Iniciador: recomienda nuevas ideas, nuevas maneras de acercarse a los problemas.


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Informador: proporciona opiniones, valores, sentimentos.

Coordinador: muestra la relevancia de cada idea y su relación con el conjunto de los


problemas.

Evaluador/crítico: somete a análisis las realizaciones grupales y evalúa la eficacia de los


procedimientos.

Roles socioemocionales

Alentador: recompensa a los otros dando acuerdo y afecto.

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Armonizador: hace de mediador en los conflictos entre los miembros.

Observador/comentarista: señala los aspectos positivos y negativos de la dinámica


grupal.

Seguidor: acepta las ideas dadas por los otros y sirve como audiencia para el grupo.

Roles individuales

Agresor: pone en duda la competencia de los otros, desaprueba sus acciones.

Bloqueador: negativista, resistente, a menudo en desacuerdo sin razones objetivas.

Buscador de reconocimiento: llama la atención sobre él mismo, sus méritos o éxitos.

Dominador: intenta imponer su control sobre el grupo.

No querríamos terminar esta sección sin una breve referencia a algunos de los problemas que
se han estudiado respecto a los roles. Nos centraremos en dos cuestiones: la ambigüedad de
rol y el conflicto de rol. En cuanto a la primera, ocurre cuando no son claros los
requerimientos de conducta específicos de un rol determinado, lo que es especialmente
relevante en los contextos laborales cuando una persona entra de nuevo en una organización y
no tiene suficiente información sobre su rol o desconoce cuáles son las expectativas que tienen
de él sus nuevos compañeros. Por otro lado, ocurre un conflicto de rol cuando una persona,
por su rol, tiene que realizar conductas que no quiere realizar, y también cuando una persona, a
causa de sus diferentes roles en diferentes grupos, tiene que atender al mismo tiempo a
demandas que son contradictorias.

2.2. Liderazgo
“Su pierna de hueso se apoyaba sobre este agujero de taladradora, con un brazo levantado, y cogiéndose a un obenque, el
capitán Ahab se alzaba, mirando derecho, más allá de la proa del barco, que no paraba de hocicar. En la entrega fija y sin miedo
de esta mirada hacia adelante había una infinidad de la más firme fortaleza, una voluntariosidad decidida e inexpugnable. No
decía nada, y sus oficiales tampoco le decían nada, aunque en sus gestos más menudos y en sus expresiones mostraban
claramente la conciencia incómoda, e incluso penosa, del hecho de que se encontraban bajo una mirada turbada de mando. Y no
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sólo eso, sino que Ahab, preso de sus humores, estaba delante de ellos con una crucifixión en la cara, con toda la innumerable
dignidad real y abrumadora de algún dolor poderoso.”

Melville, Moby Dick

La literatura está llena de referencias a personajes como este capitán Ahab, que ejercen una
gran influencia sobre aquellos que les rodean. Un sólo gesto, quizás tan sólo una mirada, y
estos individuos parece que puedan hacer que todos los otros colaboren en aquello que se
proponen.

Lo cierto, sin embargo, es que este fenómeno no es exclusivo de la literatura. Sabemos muy
bien, gracias a los libros de historia y a crónicas recientes recogidas en los medios de
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comunicación, que han existido, y existen, personas que consiguen arrastrar detrás de ellos
grandes cantidades de individuos. Napoleón, Gandhi, Fidel Castro y Jomeini son algunos
ejemplos de personas que podríamos considerar grandes líderes de masas, y que casi nos
hacen pensar que es cierto aquello de que la historia la escriben los grandes personajes.

De hecho, las opiniones que los políticos tienen a propósito del liderazgo han sido asunto de
interés para la psicología de los grupos. Forsyth (1990, p. 214) recopila en su Group
Dynamics algunas definiciones proporcionadas por destacados líderes mundiales que nos
dicen mucho sobre su peculiar manera de entender la tarea de liderar:
“Utilizar a la gente es como utilizar la madera. Un artesano habilidoso puede utilizar todo tipo de maderas, sean grandes o
pequeñas, rectas o curvas.”

Ho Chi Min

“El liderazgo es la habilidad de decidir qué hay que hacer, y entonces hacer que los otros lo quieran hacer.”

Dwight Eisenhower

“Ser un líder significa ser capaz de movilizar a las masas.”

Hitler

“[Un líder es] alguien que implanta nobles ideales y principios con resultados prácticos.”

Richard M. Nixon

“El verdadero líder tiene que sumergirse en la fuente del pueblo.”

Lenin

Sin embargo, no se trata de hablar de estos fenómenos tan destacados. No hay que arrastrar
millones, ni miles, ni siquiera centenares de personas, para considerar que alguien es un líder.
Más bien, el tipo de fenómenos que la psicología social investiga puede no involucrar a más
de veinte o treinta personas. De hecho, esto también lo podemos comprobar en la vida
cotidiana cuando decimos que, a un equipo de fútbol, le falta un líder en el campo, o cuando en
el trabajo echamos de menos a alguien que diga qué es lo que hay que hacer.

Está claro, pues, que al hablar de liderazgo estamos haciendo referencia a un proceso que
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resultará familiar a la mayoría de ustedes si no a todos. Ahora bien, ¿qué es un líder? ¿Cómo
podemos definir esta figura que probablemente desempeña el rol más importante de un grupo?
Ya se ha visto qué piensan los políticos. Quizás se encontrará alguna definición especialmente
ingeniosa o atinada. De hecho, se trata de definiciones que se corresponden bastante con los
diferentes matices que encontramos en las concepciones propias del sentido común. Como se
puede comprobar, el acento se pone siempre en la figura misma del líder –”alguien que
implanta nuevos ideales...”–, a la que se adscriben ciertas aptitudes –”el liderazgo es la
habilidad...”–, y de la que esperamos ciertas actuaciones –”...tiene que sumergirse en la fuente
del pueblo”. Esta centración en la figura del líder nos remite al primer gran grupo de
formulaciones sobre el liderazgo que queremos explicar. Se trata de aquellas investigaciones
que presentan el lideratzgo como un rasgo personal.
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2.2.1. El liderazgo como rasgo personal

La creencia de que “un buen líder nace, no se hace”, ciertamente, se corresponde bastante con
una cierta idea popular y casi romántica de los procesos grupales. La leyenda y, a veces, un
cierto tipo de historia están llenas de grandes personajes, figuras sin las que ciertos
acontecimientos parece que no habrían sido posibles. Y el caso es que a todos estos grandes
personajes acostumbramos a atribuirles características personales determinadas que pensamos
que están en la base de su éxito como líderes. No nos imaginamos a Fidel Castro yendo a un
curso de treinta horas para aprender a ser un buen líder. Más bien tendemos a pensar que su
personalidad, su carisma, su encanto, su talento, o cosas así, es lo que realmente explica el
poder de fascinación que en algún momento de la historia más reciente ha tenido este
personaje.

Esta imagen del liderazgo –como calidad consustancial con ciertas personas– que, por lo
tanto, puede ser que la gente tenga o no tenga, pero que no se adquiere, presidió, durante los
primeros cincuenta años aproximadamente de este siglo, la mayoría de investigaciones hechas
en el campo de la psicología social. Así, los diferentes investigadores de esta época buscaban,
fundamentalmente, la delimitación de aquellas cualidades físicas, psicológicas o
socioculturales que hacían de ciertas personas unos líderes eficientes. La cantidad de datos
que estos diferentes estudios produjeron es considerable, y las conclusiones, como era de
esperar, para todos los gustos. Prácticamente no había ningún rasgo de la personalidad que no
tuviera una correlación mínima, en alguno de estos trabajos, con el estatus de líder. La
inteligencia era probablemente el más frecuente, pero sin desmerecer otros como la altura, la
seguridad en uno mismo, las habilidades interpersonales y un largo etcétera.

Una de las estocadas definitivas a la línea de investigación que consideraba el liderazgo como
rasgo personal la puso la famosa revisión de Stodgill de ciento cuatro artículos publicados y
donde afirmaba lo siguiente:
“Una persona no se convierte en un líder en virtud de la posesión de alguna combinación de rasgos, sino que el patrón de las
características personales del líder ha de guardar alguna relación relevante con las características, actividades y metas de los
seguidores.”
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Citado en P. B. Smith y M. Peterson (1988). Leadership, Organizations and Culture (p. 4). London: Sage, 1988.

A medida que esta línea de investigación se fue agotando, fueron surgiendo otras que
apuntaban hacia hipótesis alternativas. Una buena parte de las investigaciones se encaminaron
en la dirección de presentar el liderazgo en términos de conducta. Es decir, en lugar de
concebirlo como un rasgo que poseían ciertas personas, se trataba de presentarlo como un
cierto estilo de conducta que cualquier persona podía tener. A continuación veremos el tipo de
estudios que esta interpretación generó.

2.2.2. El liderazgo como estilo de conducta

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La referencia al trabajo de Lewin, Lippit y White es, en este caso, obligada. Estos tres autores,
en una famosísima investigación, analizan las repercusiones de tres estilos de liderazgo
diferentes aplicados a clubes de niños de diez años. Se trata de que todos los niños pasen por
las tres formas de liderazgo y de que cada líder experimente las tres formas de dirigir los
grupos. Los tres patrones en cuestión son llamados por los autores como democrático,
autocrático y laissez faire. En el cuadro siguiente se pueden ver las características de cada
uno.

Fuente: White y Lippit (1960), p. 350.

White y Lippitt (1960), posteriormente, resumen en seis las principales conclusiones que se
pueden extraer de esta experiencia:

1) El laissez faire no funciona igual que la democracia: los niños realizan menos trabajo y de
peor calidad, juegan más.
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2) La democracia puede ser eficiente: aunque se tiende a pensar lo contrario, los grupos
democráticos son tan eficientes como los autocráticos; están más motivados que los
autocráticos, como se aprecia cuando siguen trabajando aunque el líder no esté, lo que no pasa
en los grupos autoritarios. Además, se puede apreciar una mayor originalidad en la
democracia.

3) La autocracia puede generar mucha hostilidad y agresividad: aquí los resultados varían
según los grupos y según el experimento, por lo que no se puede decir que sean concluyentes.
Sin embargo, parece que la tendencia apunta hacia el hecho de que los grupos autocráticos
pueden manifestar agresividad más fácilmente, especialmente hacia las cabezas de turco.

4) La autocracia puede crear un descontento que no se manifieste superficialmente: ésta es una


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conclusión que puede parecer arriesgada; pero de hecho los únicos casos de renuncia se
encontraron en niños que en aquel momento participaban en un grupo autocrático; y, habiendo
preguntado a viente niños qué líder les había gustado más, diecinueve prefirieron al
democrático por encima del autocrático.

5) La autocracia genera más dependencia y menos individualidad: fue en los grupos


autocráticos donde se registraron más conductas catalogadas como “sumisas” o
“dependientes”; las conversaciones eran menos variadas. La impresión del observador es que
se da una pérdida de individualismo.

6) En la democracia había más atención hacia el grupo y más amistad: esto se puso de
manifiesto en una tendencia a preferir el pronombre nosotros por encima del yo en los grupos
democráticos, o la mayor frecuencia de observaciones centradas en el grupo, como también de
observaciones amistosas y de elogio mutuo.

Aunque en el estudio se utilizan tres estilos de liderazgo diferentes, es justo decir que el
verdadero objeto de la comparación es demostrar que es mejor estilo el democrático que el
autocrático. Para entender esto, hay que situar históricamente este trabajo –algo que finalmente
siempre resulta muy útil para poder interpretar el sentido de ciertas investigaciones. Realizado
en los años treinta, los regímenes autoritarios eran en aquel momento una forma de gobierno
que se imponía en ciertos países de Europa. Es quizás por ello que hace falta ir con cuidado
con ciertas interpretaciones que el estudio ha generado. De hecho, éste no permite concluir,
como a veces se ha hecho, que los grupos de trabajo dirigidos por un líder democrático sean
más eficientes. Lo que sí que manifiesta el estudio, y eso es quizás más importante, es que hay
que definir cuáles son los criterios que se tienen que utilizar para establecer el baremo de la
eficiencia de un grupo. A menudo se equipara eficiencia con productividad. El estudio de
Lewin y de sus colaboradores permite, sin embargo, ponderar este tipo de planteamientos
introduciendo la dimensión del clima social.

En esta misma línea de interpretar el liderazgo antes como un estilo de conducta que como un
rasgo personal, se desarrollan, entre los años cincuenta y sesenta, toda una serie de estudios
que introducen una variación con respecto a lo que acabamos de explicar. En lugar de diseñar
situaciones experimentales para desarrollar en el laboratorio, los autores que ahora
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presentaremos prefieren estudiar los diferentes estilos de liderazgo en organizaciones ya


establecidas, por medio del uso de cuestionarios donde seguidores y líderes expresan sus
percepciones de la conducta del líder.

En la Ohio State University se reunió el grupo más productivo de estos investigadores. Sus
resultados se concretaron en la delimitación de dos factores, independientes el uno del otro,
que parecía que eran fundamentales para comprender el rol de líder: nos estamos refiriendo a
la consideración y a la iniciación de estructura. La consideración tiene que ver con la conducta
socioafectiva del líder; es decir, aquella que va dirigida a la expresión de respeto por las
opiniones y sentimientos de las personas que lo siguen, y también a una preocupación por su
bienestar y satisfacción. La iniciación de estructura hace referencia al grado en el que el líder
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organiza y define su relación con sus seguidores; es decir, conductas como asignar roles y
tareas, establecer normas o evaluar el rendimiento. El líder eficiente era considerado aquel
que puntuaba alto en estas dos dimensiones.

Contemporáneamente a los trabajos del grupo de la Universidad de Ohio, Bales desarrolla un


sistema de categorías para poder observar grupos de laboratorio. Su punto de partida es que la
razón de ser de todo grupo pequeño es la realización de alguna tarea. En función de eso, hay
dos grandes grupos de conductas que contribuyen de alguna manera a este fin: conductas
centradas en la tarea y conductas socioemocionales. Los resultados de diferentes
observaciones apuntan hacia el hecho de que, a medida que el grupo se desarrolla, van
surgiendo especialistas en cada una de estas orientaciones, de tal manera que aquellos que
ejercen un liderazgo en la

tarea, difícilmente lo hacen también en los aspectos socioemocionales.

Finalmente, con respecto a este repaso de algunas de las contribuciones en el estudio del
liderazgo como estilo de conducta, también hay que referirse al trabajo de Blake y Mouton.
Estos autores inventan la famosa “parrilla del liderazgo”. En esta misma línea de los autores
que acabamos de mencionar, Blake y Mouton hablan también de dos dimensiones básicas a la
hora de analizar el liderazgo, las cuales hacen referencia a la tarea que hay que realizar y a las
personas que están implicadas en ella. Así, un líder puede expresar diferentes grados de
interés por la tarea y diferentes grados de interés por las personas. Todo puede representarse
gráficamente, en la ya mencionada parrilla, de la manera siguiente:

Figura 6.1
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Fuente: Blake y Mouton (1985, p.12).

Queda bastante claro, después de la revisión de estos últimos trabajos que acabamos de ver,
que, aunque puedan recibir nombres diferentes, hay dos dimensiones que se consideran
importantes en la conducta de liderazgo: la tarea y las personas. De lo único que se trata, si
seguimos este modelo, es de averiguar cuál es la combinación adecuada para conseguir la
mejor conducta o estilo de liderazgo. Sin embargo, como ahora veremos a continuación, la
posibilidad de que pueda haber un determinado estilo de liderazgo que sea el mejor para
cualquier situación ha sido puesto seriamente en duda. A los enfoques que han seguido este
punto de vista se les llama situacionales.
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2.2.3. El liderazgo como función de la situación

Así pues, si no hay un estilo de liderazgo que nos garantice el éxito de una gestión, ¿de qué nos
podemos fiar? ¿Hay algún factor que sea determinante? La respuesta que se da desde este
punto de vista es sencilla: depende de la situación. Efectivamente, el éxito o fracaso de las
actuaciones del líder depende, fundamentalmente, de las características de la situación en la
que se hacen y no tanto de sus características personales. Un mismo líder puede ser eficaz en
una situación y absolutamente ineficaz en otra.

De las teorías situacionales, la más destacada, sin duda, es la teoría de la contingencia de


Fiedler. Este autor se propone determinar qué tipo de liderazgo es más efectivo para cada tipo
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de situación. Fiedler identifica dos estilos de liderazgo, entendiendo por estilo de liderazgo
“un sistema relativamente consistente de interactuar con otros que ocupan una posición
subordinada” (Fiedler, 1971, p. 640): motivados por la relación y motivados por la tarea. Los
primeros son personas que tienen como principal objetivo el mantenimiento de relaciones
interpersonales próximas, y los segundos tienen como objetivo fundamental el cumplimiento
de la tarea grupal. En cuanto a la situación, Fiedler habla de tres aspectos importantes.
Partiendo de la base de que la relación líder-seguidores es una relación de poder, en la que el
líder trata de influir a sus subordinados, hay tres aspectos que pueden influir: la relación líder-
miembros del grupo, el grado de estructuración de la tarea y la posición de poder del líder. La
combinación de estos tres aspectos da como resultado ocho posibilidades, que van de la más
favorable para el líder a la más desfavorable.

A partir de aquí, Fiedler analiza qué estilo de liderazgo se muestra más efectivo para cada
situación. Éste es el gráfico con los resultados:

Figura 6.2
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Fuente: Fiedler (1968, p. 407).

Lo que Fiedler (1971) subraya a la vista de los resultados es que puede ser tan bueno un líder
orientado a la tarea como un líder orientado a las personas; lo único que hace falta es que se le
coloque en la situación adecuada. No hay líderes buenos ni líderes malos; en todo caso,
cuando un líder no funciona, hay tres soluciones posibles: a) entrenarlo para que cambie de
estilo, b) asignarlo a una situación para la que sea adecuado, c) cambiar la situación a fin de
que corresponda al estilo de líder.
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2.3. Cohesión

Se trata, en este caso, de un concepto que ha sido planteado por muchos autores como noción
central en el estudio de los grupos (Maisonneuve, 1968). Se ha llegado a decir que es la
cohesión lo que da distinción al grupo y lo que le diferencia de una simple agregación de
individuos. Sin embargo, no estamos ante un tema al que todo el mundo se refiera en el mismo
sentido. Así, Schachter, Ellertson, Mcbride y Gregory (1951) clasificaron los diferentes
significados otorgados al concepto de cohesión en dos grupos:

1) Aquel formado por las definiciones que hacen referencia a algún aspecto de los procesos
grupales. Cohesión equivale, en este caso, a términos como moral, eficiencia o espíritu de
grupo.

2) Aquel otro en el que las definiciones se refieren fundamentalmente a la atracción que el


grupo tiene para sus miembros. De hecho, son muchos los investigadores que han igualado el
concepto de cohesión al de atracción.

La definición de cohesión que, probablemente, ha sido más citada en el conjunto de trabajos


sobre este tema pertenece a este grupo que la equipara con la atracción:
“[la cohesión es] la resultante de todas las fuerzas que actúan sobre los miembros para que permanezcan en el grupo.”

L. Festinger (1950). Comunicación social informal. En D. Cartwright y A. Zander (1968), Dinámica de grupos. Investigación
y teoría (p. 208). México: Trillas, 1977.

A partir de esta concepción de la cohesión en términos de atracción, han sido muchas las
investigaciones que han invertido esfuerzos para concretar cuáles son los efectos que la
cohesión tiene sobre los miembros y el funcionamiento grupal. Cartwright (1968), por
ejemplo, lo sintetizó en una lista de cuatro consecuencias fundamentales: un grupo con
cohesión hace que sus miembros se mantengan en el grupo; cuanta más cohesión, más poder
posee el grupo sobre sus miembros; al aumentar la cohesión, se produce un aumento de la
frecuencia en la comunicación entre los miembros, como también un mayor grado de
participación en las actividades del grupo y un descenso de las ausencias; los grupos que
tienen cohesión hacen aumentar la autoestima de sus miembros y producen un descenso de su
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ansiedad.

Más tarde Shaw (1976), en su valoración de los estudios sobre cohesión, habló de cuatro
variables con las que ésta se había relacionado:

Cohesión e interacción: los datos apuntan hacia el hecho de que la cantidad y la calidad
de la interacción están relacionadas con la cohesión grupal. La cohesión, siguiendo esta
línea de investigaciones, facilitaría la interacción verbal e incluso repercutiría en el
contenido mismo de la interacción. Ésta sería más positiva en los grupos con cohesión
que en los grupos sin cohesión.

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Cohesión e influencia social: parece que cuando los miembros se sienten atraídos por el
grupo, hay una motivación por comportarse según los deseos de los otros miembros del
grupo con el fin de facilitar el funcionamiento grupal.

Cohesión y productividad: los grupos con cohesión alcanzan aquellos objetivos que
consideran como propios con más eficiencia que los grupos sin cohesión.

Cohesión y satisfacción: parece una consecuencia razonable de la cohesión en términos


de atracción el hecho de que los miembros se sientan satisfechos de pertenecer al grupo.
Difícilmente alguien se sentiría atraído por un grupo que no le proporcionara algún tipo
de satisfacción.

Algunos de los problemas que la caracterización de la cohesión en términos de atracción


interpersonal comporta se encuentran en Hogg (1987, 1989), que remarca especialmente cómo
falla este tipo de consideración cuando hablamos de grupos mayores en los que los miembros
no se conocen entre sí y no pueden sentirse, por lo tanto, unidos por la atracción. En definitiva,
para Hogg, el concepto de cohesión como atracción es eminentemente reduccionista, y se
encuentra en la línea de asimilar la conducta grupal a la conducta interpersonal.

2.4. Toma de decisiones

Tomar una decisión en grupo es una experiencia por la que seguro que todos han pasado
alguna vez. Los contextos pueden ser muchos y variados, y van desde los más lúdicos, como
decidir con el grupo de amigos qué película ir a ver un domingo por la tarde, hasta los más
serios, como puede ser decidir una actuación laboral con los compañeros de trabajo. Además,
resulta que nuestra vida está fuertemente influida por decisiones que otros toman en grupo: por
ejemplo, cuando el Consejo de Ministros decide elaborar una política presupuestaria
restrictiva, o cuando el Consejo de Administración de una multinacional como la Volkswagen
decide desmantelar una de sus plantas de producción de coches.

El hecho de que las decisiones grupales tengan esta repercusión ha llevado a los psicólogos
sociales a tratar de averiguar cuáles son las ventajas y los inconvenientes de tomar decisiones
en grupo. Los datos, sin embargo, no parecen muy alentadores. De hecho, uno de los estudios
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más famosos y más citados sobre la toma de decisiones (Janis, 1972) trata de hasta qué punto
puede llegar a tener malas consecuencias una decisión tomada en grupo. Los estudios que
Janis presenta se centran en decisiones tomadas por diferentes comités de gobierno de Estados
Unidos en diferentes momentos de crisis: durante la Segunda Guerra Mundial, la guerra de
Corea, etc. Uno de los casos de los que se ocupa es el de la decisión tomada por Kenedy y su
comité asesor, en 1961, de apoyar a un grupo de anticastristas que pretendieron invadir Cuba a
partir de un desembarque en la bahía de Cochinos. La operación en cuestión fue un auténtico
desastre. El análisis que Janis hace del proceso por el que se tomaron las decisiones lleva a
este autor a pensar que la responsabilidad del fracaso hace falta atribuirla a un tipo de
funcionamiento al que llama pensamiento grupal:

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“Por pensamiento grupal, Janis se refería a las situaciones en las que el estilo de liderazgo, la cohesión grupal y la crisis
combinados llevan a la supresión del disentimiento en los grupos hasta tal punto que los miembros grupales acaban apoyando
políticas (normas) que son extraordinariamente desconsideradas.”

R. S. Baron, N. L. Kerr y N. Miller (1992). Group Process, Group Decision, Group Action (p. 71). Buck.

En su explicación de este fenómeno, Doise y Moscovici (1984) resumen las razones que Janis
ofrece para explicar estos fracasos grupales en la toma de decisiones:

1) Una creencia indiscutida en la moralidad inherente al grupo que lleva a sus miembros a no
tomar en consideración las consecuencias morales o éticas de sus decisiones.

2) Una presión directa sobre cualquier miembro del grupo que exprese argumentos en contra
de los estereotipos, ilusiones o compromisos del grupo.

3) La autocensura de aquellos que se desvían del consenso aparente del grupo.

4) La ilusión compartida unánimemente sobre los juicios conformes a la opinión de la


mayoría.

En definitiva, al generarse una falsa sensación de consenso, los miembros del grupo,
procurando que éste se mantenga, pierden su capacidad crítica. Este interés por evitar el
conflicto dentro del grupo acaba llevando a una disminución de la calidad de la toma de
decisión.

Para evitar estos penosos efectos del pensamiento grupal, Baron, Kerr y Miller (1992)
recogen cuatro precauciones que se derivan de los estudios sobre este tema:

1) Promover la discusión abierta de todas las alternativas.

2) Considerar escenarios del tipo “en el peor de los casos” y crear planes de contingencia.

3) Prevenir a los líderes de no defender ningún plan en los momentos iniciales de la discusión.

4) Hacer revisar las ideas grupales por expertos externos y abogados del diablo.
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El pensamiento grupal no es, sin embargo, el único efecto estudiado en cuanto a la toma de
decisiones grupales. Otro fenómeno que ha sido muy trabajado es el que se conoce con el
nombre de polarización grupal. Éste es un fenómeno que consiste en la extremización de los
juicios como consecuencia de la discusión grupal:
“La opinión de un grupo implicado en una toma de decisiones tenderá a ser más extrema en la dirección de la norma que las
opiniones iniciales de sus miembros.”

S. Moscovici (1985). Social Influence and Conformity. En G. Lindzey y E. Aronson (Ed.), The Handbook of Social
Psychology (p. 397). New York: Random House.

Stoner es el primero que puso en evidencia este fenómeno que inicialmente se conocía como
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risky shift (‘desvío hacia el riesgo’), puesto que el grupo mostraba una tendencia a tomar
decisiones más arriesgadas que los miembros individuales. Este hecho resultaba bastante
sorprendente dado que contradecía las teorías disponibles en aquellos momentos, que
predecían más bien que la discusión grupal tenía un efecto moderador de las opiniones de los
miembros del grupo. El caso es, sin embargo, que los estudiosos de los grupos se vieron
obligados a explicar aquella rareza y tuvieron que generar un montón de bibliografía para
justificar el fenómeno, como por ejemplo, que el riesgo era un valor cultural o que los
individuos arriesgados son más influyentes. Posteriormente, no obstante, se demostró que los
grupos también podían mostrarse más conservadores, por lo que el término polarización
reemplazó el de risky shift, que quedó subsumido como un caso particular de aquél.

Quizás los que más han contribuido a la difusión y popularización del fenómeno de la
polarización son Moscovici y Zavalloni. Estos investigadores diseñaron un experimento con
tres momentos: “preconsenso”, “consenso” y “postconsenso”. En cada uno de estos momentos,
se medía la opinión; por lo tanto, se obtenía la opinión previa individual, la opinión grupal y
la opinión de cada uno después de la discusión grupal. Los resultados indican que los
miembros del grupo desplazaban su actitud hacia el extremo de la escala conservando el signo
inicial. Otras corroboraciones serían las siguientes: cuanto menos implica la decisión en el
grupo, menos se desviará de la media de las opiniones individuales; que el consenso grupal
cambia las opiniones y preferencias individuales, y que la discusión estructura la
comunicación y la información en torno a una dimensión normativa (Moscovici, 1985).

Morales (1989) hace una recopilación de las cuatro aportaciones más significativas que
comporta el estudio de la polarización en el marco de los fenómenos grupales:

a) Pone de relieve uno de los mecanismos por los que el grupo pequeño influye sobre las
actitudes de sus miembros y permite explicar la resistencia al cambio de pautas de conducta
de grupos con cohesión.

b) Proporciona una buena base desde la que explicar el caso del pensamiento grupal, además
de dar una guía del papel que puede jugar el líder en las discusiones grupales.

c) Pone sobre la mesa la vieja idea lewiniana de la existencia de procesos grupales.


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d) Permite el estudio de una gran cantidad de fenómenos de interés para la psicología, como la
relación de las actitudes y el cambio de actitudes con las normas sociales generales.

2.5. Los procesos de comunicación

Parece bastante plausible pensar que, si hay alguna cosa que tiene que ser determinante en la
vida de un grupo que se ha marcado unos objetivos comunes para todos sus miembros, ésta
tiene que ser la comunicación. Obviamente, el hecho mismo de que puedan compartir unos
objetivos se tiene que basar en la posibilidad de que los miembros del grupo puedan
comunicarse entre sí. Y si hace falta una acción conjunta con el fin de alcanzar estos objetivos,
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ésta no se puede desarrollar sin un mínimo de comunicación. No en vano oímos muy a menudo
que los grupos tienen problemas de comunicación, que son interpretados como un obstáculo
importantísimo para la consecución de las metas grupales. No es extraño, pues, que en el
conjunto de la literatura centrada en los grupos se puedan encontrar un buen número de
contribuciones dedicadas a aclarar en qué consiste una buena comunicación y cuáles son los
efectos que diferentes formas de estructuración de la comunicación pueden tener sobre la
actividad grupal.

Para hacerse una idea del tipo de investigaciones emprendidas sobre comunicación,
mencionaremos las investigaciones de Bavelas (1950, 1951) y Leavitt (1951) sobre redes de
comunicación y rendimiento de grupo. Este último autor, a partir de los trabajos anteriores de
Bavelas, investigó la incidencia que tenían en la actuación del grupo cuatro tipos diferentes de
redes de comunicación en grupos de cinco miembros. La tarea que los grupos tenían que
realizar consistía en averiguar cuál era el símbolo que todos los miembros tenían en común.
Para llevar a cabo esta tarea contaban, cada uno de ellos, con un cartón con cinco de estos seis
símbolos posibles:

Figura 6.3

Así, pues, los sujetos tenían que colaborar entre ellos con el fin de resolver su tarea con éxito,
pero cualquier comunicación no era posible. Dado que cada individuo estaba solo en un
cuarto, tenían que seguir unas reglas para comunicarse: sólo era posible pasarse notas escritas
y sólo a aquellos a quienes tenían acceso, lo cual variaba según cuatro redes de comunicación
diferentes.

Figura 6.4
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Según el trabajo de Leavitt, se puede concluir que la persona que ocupa un lugar central es
más probable que sea reconocida como líder. Es posible que esto sea debido al hecho de que
la persona que ocupa el lugar central dispone de más información que las otras. Igualmente
parece que los errores cometidos por el grupo están en función del patrón comunicativo, por lo
que una red centralizada es más eficiente para la solución de problemas. Estudios posteriores
(Shaw, 1976) indican que esto es así sólo si la tarea es sencilla, ya que cuando aumenta la
complejidad, es mejor una red descentralizada. La moral es también diferente según la
posición y según el grupo: parece que las personas que ocupan lugares centrales se sienten
más satisfechas; en este sentido, parece que los grupos descentralizados muestran una mayor
satisfacción.

3. Las relaciones intergrupales


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Desgraciadamente, estamos bastante acostumbrados a encontrar noticias en los periódicos que


sirven perfectamente como ejemplos de lo que son las relaciones intergrupales. Las guerras,
concretamente, constituyen el caso paradigmático de una relación intergrupal, es decir, una
relación entre individuos en términos de su pertenencia grupal. En una batalla se pueden
encontrar cara a cara Juan y Pedro, pero si intentan matarse el uno al otro no es porque se trate
de Juan o Pedro, sino porque uno y otro pertenecen a dos grupos que están enfrentados. Es
decir, uno y otro sólo se quieren deshacer del miembro de otro grupo.

Ciertamente, se trata de un caso de relación de conflicto, que no es la única manera que tienen
los grupos de interactuar. Sin embargo, los estudios dedicados al análisis de este tipo de
situaciones, quizás por el alcance de las consecuencias que pueden tener, constituyen el grueso
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del material disponible. ¿Qué lleva a dos o más grupos a enfrentarse? ¿Qué tipo de procesos
activan en el interior del propio grupo una situación de conflicto con otro grupo? ¿De qué
manera podemos intervenir para poner fin a un conflicto intergrupal? Ésta es la clase de
preguntas a la que trataremos de dar respuesta a continuación.

3.1. Teoría realista del conflicto

Esta teoría parte de la idea de que el conflicto aparece cuando entre dos grupos hay metas
mutuamente incompatibles. Es decir, que el hecho de que un grupo alcance su meta implica
necesariamente que el otro no la pueda alcanzar. Para poder poner esto en evidencia, Sherif
llevó a cabo una serie de tres experimentos en unos campamentos de vacaciones, que se han
convertido en un clásico de la disciplina. A continuación presentaremos los detalles más
importantes del experimento.

Los experimentos de Sherif fueron llevados a cabo los veranos de 1949, 1953 y 1954 en unos
campos de vacaciones de niños entre once y doce años creados para la ocasión. Se trataba de
niños blancos, de clase media, que no se conocían previamente y que serían seleccionados
atendiendo a unos criterios de “normalidad psicológica” y de similitud en cuanto a la
procedencia sociocultural y económica. Obviamente, los niños no sabían que estaban
participando en un experimento y que eran observados y eran estudiados por unos monitores
que en verdad eran experimentadores. A pesar de que se trata de tres experimentos y de que no
siempre hubieron las mismas etapas los unos y los otros, seguiremos el esquema de
explicación del propio Sherif (1967) y pasaremos a relatar las diferentes fases que
comprenden.

1) Etapa de las elecciones espontáneas de amistad interpersonal

Esta etapa corresponde sólo a los dos primeros campamentos. En el tercero, los niños
pertenecen a dos grupos diferentes desde el primer momento; de hecho, inicialmente ni
siquiera saben que hay otro grupo acampado cerca. En esta primera fase, los niños participan
en diferentes actividades libremente, y escogen libremente las amistades, los compañeros de
comedor, etc. Cuando ya han participado en diferentes actividades, informalmente, se les
pregunta cuáles son sus mejores amigos. Una vez recogidos estos datos, son distribuidos en
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dos edificios, de manera que aproximadamente los dos tercios de los mejores amigos queden
en el otro edificio. Después de que han sido formados los grupos, resulta que cuando se les
vuelve a preguntar por sus amistades, éstas se encuentran, mayoritariamente, entre los
miembros de su grupo.

2) Etapa de formación de grupos

Se separa a los sujetos en dos grupos lo más igualados posible en términos de tamaño y
habilidades de sus miembros. Por otro lado, los niños se van ocupando de diferentes
actividades que requieren actuaciones interdependientes entre los chicos de un edificio con el
fin de alcanzar una meta común, y aparecen bastante rápidamente un líder y unos ayudantes,
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cosa que indica que se ha formado una organización de grupo. Mediante observaciones y una
especie de experimento con una diana, los investigadores comprueban que los chicos valoran
a sus compañeros según el estatus que tienen, de manera que cuanto más estatus tiene alguien,
más probable es que sus actuaciones sean sobredimensionadas.

3) Etapa de conflicto intergrupal

Cediendo, aparentemente claro está, a las demandas de los chicos, la dirección organiza una
serie de juegos competitivos –béisbol, fútbol, pruebas de fuerza, etc.– que implican un premio
para el grupo ganador. El grupo perdedor no tiene que recibir nada. Como consecuencia de
esto, se producen dos efectos fundamentales:

Por un lado, las relaciones con los miembros del otro grupo se deterioran por momentos.
Los insultos, las peleas y las incursiones acaban siendo el pan de cada día. No tenemos
que olvidar que, al menos en los dos primeros campamentos, los niños tienen sus mejores
amigos en el otro grupo.

Por el otro, aumenta considerablemente la solidaridad, la cooperación y la moral


intragrupal. Incluso en una serie de microexperimentos que los niños realizan como
juegos, se puede observar que aparecen sesgos que favorecen al propio grupo en la
formación de juicios, actitudes y preferencias sociométricas.

4) Etapa de cooperación entre grupos: reducción del conflicto entre grupos

Esta etapa corresponde sólo al último de los tres experimentos hechos en los campamentos de
verano. La idea de partida era comprobar si lo que hasta entonces se tenía como válido para la
reducción del conflicto, que había que proporcionar una “información correcta” a los grupos
implicados, era acertado o no.

En una primera fase de esta etapa, los experimentadores introducen una serie de situaciones
que implican contactos entre los grupos en situaciones consideradas como agradables. En
lugar de reducir el conflicto, estas situaciones propician ocasiones para insultarse y seguir
enfrentados. En una segunda fase, los experimentadores procuran introducir metas
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supraordenadas con el fin de reducir el conflicto.

Por meta supraordenada, Sheriff entiende una meta que es inalcanzable por un solo grupo en
solitario. Va más allá, por lo tanto, de la noción de meta común. Otra implicación de su
definición es que la meta supraordenada reemplaza las otras metas que pudiera haber
anteriormente.

De esta manera, los dos grupos de niños se tienen que enfrentar a una serie de problemas
comunes cuya solución pasa necesariamente por la colaboración: encontrar un escape de agua
en las cañerías que iban del depósito al campamento, reunir bastante dinero para alquilar una
película, o estirar una cuerda con el fin de arrastrar el camión “estropeado” que lleva la
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comida para todos. Como consecuencia de estos episodios, la hostilidad baja gradualmente y
los miembros de los dos grupos empiezan a sentirse más amigos, hasta el punto de que deciden
volver con el mismo autobús.

Queda claro, pues, que ha sido la posibilidad de colaborar lo que ha permitido establecer unas
buenas relaciones entre los niños. Sin embargo, observando detalladamente el relato de los
experimentos de Sherif, se puede apreciar que los niños se muestran competitivos entre ellos
incluso antes de cualquier contacto; es decir, no hace falta que haya una incompatibilidad entre
los grupos para la consecución de metas. Es precisamente este detalle una de las razones
importantes que llevó a toda una serie de otros investigadores a profundizar el tema para
adivinar qué es el mínimo que hace falta efectivamente para desarrollar un conflicto entre
grupos.

3.2. La teoría de la identidad social

Esta teoría, aplicada al caso de las relaciones intergrupales, intenta determinar si es cierto que
hace falta una incompatibilidad de metas entre grupos para dar origen a un conflicto entre
éstos. Tajfel y sus colaboradores diseñaron una serie de experimentos donde ponían de
manifiesto que la discriminación intergrupal aparece incluso en casos en los que los grupos
implicados son temporales y sin casi sentido real, ya que la mera categorización es suficiente.
En el experimento clásico, se pide a los alumnos de una clase que expresen sus preferencias
sobre cuadros de pintores de los que nunca han oído hablar antes –es decir, una tarea que se
puede considerar poco importante para los sujetos. A partir de aquí, se les indica si el pintor
que les gusta es Klee o Kandinsky –las dos categorías. En realidad, la adscripción a uno u otro
grupo es realizada al azar por los experimentadores, y los cuadros que han contemplado en las
diapositivas también han sido atribuidos a uno u otro pintor al azar. Los niños sólo saben a qué
categoría pertenecen ellos, ignoran la identidad de los otros miembros de las categorías.
Durante el experimento, y eso es importante como contraste con lo que hemos visto del de
Sherif, los sujetos no interactúan entre sí. Se trata, pues, de una situación de grupo mínimo. A
partir de aquí, se aísla a cada sujeto un rato breve y, con el pretexto de que se trata de un
experimento de toma de decisiones, se pide a cada niño que adjudique diversas cantidades de
dinero a otros dos niños en función de unas matrices que les proporcionan los
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experimentadores.

Tabla 6.2

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Fuente: Tajfel (1981), p. 307.

El sujeto desconoce la identidad de aquellos a quienes reparte el dinero, sólo sabe el código
numérico y el grupo al que pertenecen. Se forman tres tipos de parejas, de tal manera que unas
veces tiene que repartir el dinero entre un miembro de su grupo y otro del otro grupo, otras a
dos miembros de su mismo grupo y, finalmente, otras a dos miembros del otro grupo. Se les
informa de que al final del experimento recibirán la cantidad que les hayan adjudicado sus
compañeros.

Las matrices estaban diseñadas con el fin de poder evaluar qué estrategia de reparto seguía el
sujeto. Eran posibles las siguientes: máxima ganancia conjunta (es decir, escoger el reparto
que implicaba más dinero en valor absoluto), máxima ganancia para los miembros del propio
grupo (endogrupo), máxima diferencia a favor del endogrupo incluso a costa de ganar menos
el propio grupo, e imparcialidad. Hay dos resultados que indican la existencia de
discriminación sin conflicto real aparente: por una parte, la fuerte incidencia que tuvo la
estrategia de máxima diferencia en situaciones de repartir dinero entre niños de grupos
diferentes; por la otra, el hecho de que, al tener que repartir entre dos miembros del propio
grupo, estaban más cerca de la máxima ganancia conjunta que cuando repartían entre dos
miembros del otro grupo (exogrupo).
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Efectivamente, tal como ya se ha visto en el segundo capítulo, según la teoría de la identidad


social, ésta deriva de la pertenencia a un grupo. Ahora bien, en la medida en la que esta
pertenencia contribuye, como también ya se ha dicho, al autoconcepto del individuo, hace falta
que el grupo al que uno pertenece obtenga una valoración positiva. Y aquí es donde se
explican los resultados del experimento: los sujetos han buscado esta identidad social positiva
por medio de un mecanismo de diferenciación del propio grupo respecto del otro. Y para
buscar esta “distinción positiva” han utilizado la única dimensión que tenían al alcance, el
reparto del dinero, de manera que favorecieran al propio grupo.

Con toda seguridad estos experimentos y otros derivados han originado muchas más
valoraciones y discusiones, pero en todo caso no es nuestro interés alargarnos en esta
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cuestión. Tan sólo conviene remarcar el aspecto más soprendente de los resultados: el hecho
de que se desarrolle una discriminación intergrupal sin la existencia de ningún conflicto, lo
cual contradice los planteamientos de Sherif que veíamos más arriba.

4. Procesos colectivos e instituciones sociales

Así explicaba La Vanguardia el atentado contra el general Martínez Campos en Barcelona en


1893.
“El ruido de las detonaciones y el espectáculo de la caída del general, después de los primeros segundos de estupor, produjeron
en la multitud el pánico consiguiente; hubo carreras, desmayos, atropellos; las puertas de las tiendas y de los balcones se
cerraron con estrépito y todo el mundo pensó únicamente en ponerse fuera de peligro. El asombro y la confusión hizo que
algunas personas rodaran por el suelo y se hicieran contusiones; también eran atropelladas por los otros que, pensando sólo en
escaparse, pasaban por encima de los que se habían caído. Nadie se preocupaba de nada más que no fuera huir, y dejaban
abandonados unos bastones y sombreros; algunas mujeres también perdieron los parasoles y los sombreros en la huida, y
después, en la calle de las Corts, se recogieron algunas piezas de vestir e incluso una vaina de sable.”

La reacción de la gente al oír las detonaciones parece comprensible: ¡carreras, desmayos,


atropellos, “¡sálvese quien pueda!” que diríamos. Una conducta propia de una multitud, un
gentío cuyas reacciones parecen imprevisibles, por ser espontáneas y desestructuradas.
Algunas de las características que se mencionan de las multitudes son:

a) Se autogeneran y no tienen fronteras naturales.

b) Se ignoran las diferencias existentes entre sus miembros y domina la igualdad en ellos.

c) Se reduce al mínimo el espacio privado correspondiente a cada uno de los miembros de la


multitud.

d) Sensación de anonimato.

e) Son inestables, no tienen ni pasado ni futuro. No tienen estructura, objetivos, planes de


actuación (Rebolloso, 1994).

Quizás el hecho de que las multitudes presenten esta imagen de imprevisibilidad las habría
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hecho, como reto, suficientemente atractivas para los científicos sociales como objetos de
estudio. Sin embargo, no hay que olvidar que el interés por el comportamiento de las
multitudes es contemporáneo a la emergencia de las masas en el plano político y social, lo
cual hace pensar que es eso lo que dio el impulso necesario para el surgimiento de lo que
también se ha llamado psicología de las masas (Moscovici, 1985). Efectivamente, los
primeros autores que llevan a cabo un estudio sistemático de los fenómenos de masas
pertenecen a las postrimerías del siglo XIX, un siglo que ha sido bastante intenso en cuanto al
surgimiento de luchas y conflictos caracterizados por acciones en las que las multitudes están
involucradas decisivamente. Por otra parte, el compromiso de estos mismos autores con las
clases acomodadas del momento es también sintomático.

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Como Reicher (1987) ha remarcado, todo lleva al hecho de que los primeros estudios sobre la
masa estuvieran marcados por dos sesgos: uno político –de manera que lo que se buscaba era
desacreditar, criminalizar la masa– y otro de perspectiva –por el hecho de que aquellos que
hablaban de las multitudes nunca eran parte de ellas; siempre hablaban desde fuera. Un
ejemplo claro de este tipo de sesgos nos lo proporciona Gustave le Bon. Su libro,
Psychologie des foules, es probablemente uno de los libros más influyentes en la historia del
pensamiento grupal. Este autor, que está convencido de estar viviendo un periodo de
“transición y anarquía”, es un claro representante de las concepciones más retrógradas de la
sociedad. Así, consideraba las masas como una fuerza pujante que emergía en medio de aquel
caos y que, cada vez más organizadas y por medio de sus representantes, conducían a la
sociedad hacia el comunismo, el cual, no hay que decirlo, era para le Bon equiparable al fin
de la civilización. Para hacerse una idea de lo que le Bon está hablando cuando se refiere a la
multitud, aquí tenemos la reproducción de un fragmento de su obra:
“En determinadas circunstancias, y tan sólo en ellas, una aglomeración de seres humanos posee características nuevas y muy
diferentes de las de cada uno de los individuos que la componen. La personalidad consciente se esfuma, los sentimientos y las
ideas de todas las unidades se orientan en una misma dirección. Se forma un alma colectiva, indudablemente transitoria, pero
que presenta características muy definidas.”

G. le Bon (1895). Psicología de las masas (p. 26). Madrid: Morata, 1986.

Como veis, pues, una de las características fundamentales que le Bon otorga a las masas es la
posesión de un “alma colectiva”, una expresión que utiliza para dar a entender que el conjunto
de personas que conforman una masa, al interactuar, dan lugar a características absolutamente
nuevas que no son el producto de una suma y el término medio de los elementos constitutivos.
Eso es así, entre otras cosas, porque, según le Bon, en el alma colectiva se borra la
individualidad de los hombres. En definitiva, son las cualidades inconscientes lo que
predomina en la masa, aquello que todos los hombres tienen en común, y es así que las masas
no acumulan la inteligencia, sino la mediocridad:
“Por el mero hecho de formar parte de una masa, el hombre desciende diversos peldaños en la escala de la civilización. Aislado
era quizás un individuo cultivado, en la masa es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro [...] la masa es siempre inferior al
individuo aislado.”

G. le Bon (1895). Psicología de las masas (p. 33). Madrid: Morata, 1986.
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¿Cuáles son los procesos responsables de estas características propias de la masa? Le Bon
piensa que hay tres causas: por una parte, la anonimia, provocada por el sentimiento de
potencia invencible que el individuo integrado en una masa adquiere por el solo hecho del
número, y que facilita la desaparición del sentimiento de responsabilidad que normalmente
retiene a los individuos; por la otra, le Bon habla del contagio mental, que hace que en la
masa, todo sentimiento, todo acto, se convierta en contagioso hasta el punto de que el
individuo sacrifica muy fácilmente su interés al colectivo; finalmente, la tercera causa
apuntada es la sugestibilidad, con lo que equipara el efecto de la masa sobre los individuos al
de un hipnotizador que provoca el desvanecimiento de la personalidad consciente del
hipnotizado, aboliendo su voluntad y su discernimiento.

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Al fin y al cabo, le Bon acaba presentándonos a la multitud como ente eminentemente
patológico, preñada de rasgos negativos: irracional, violenta, destructiva, etc. ¿Es ésta la
única manera en la que se representan estos fenómenos colectivos? Obviamente, no. La
psicología, en general, y la psicología social, en particular, han elaborado diferentes
explicaciones con la pretensión de ofrecer una concepción más esmerada que la de le Bon,
aunque, muchas veces, están bastante influidas por él.

4.1. Modelos para el estudio de los procesos colectivos

Básicamente hay tres modelos clásicos, que son los que más incidencia han tenido hasta hace
muy poco y que designaremos a partir del concepto explicativo clave: contagio, convergencia
y norma emergente.

1) Contagio. Este modelo se encuentra preferentemente entre los estudiosos de principios de


siglo, todavía muy influidos por la obra de le Bon. Por contagio hay que entender:
“[...] la difusión del afecto o de la conducta de un participante de la multitud en otro; una persona sirve como estímulo para las
acciones imitativas de otra.”

S. Milgram y H. Toch (1969). Collective Behavior: Crowds and Social Movement. En G. Lindzey y E. Aronson (Ed.), The
Handbook of Social Psychology (p. 550). New York: Random House.

La homogeneidad de la conducta de la multitud sería consecuencia de este mecanismo de


contagio, el cual, por otra parte, vendría facilitado por las condiciones de contacto estrecho
que se dan en la multitud. Algunos autores que se basan en el contagio como mecanismo
explicativo son Tarde, McDougall, Floyd Allport o Blumer.

2) Convergencia. Desde este punto de vista, la homogeneidad de las multitudes no se explica


a partir de ningún proceso de transmisión entre los que las conforman, sino que responde al
hecho de que las multitudes se generan porque convergen en ellas personas que comparten
alguna característica común. Así, la reacción violenta de una multitud de hooligans después de
un partido de fútbol no ocurre por el efecto contagioso de la acción de algunos de ellos, sino
que responde al hecho de que son precisamente personas violentas las que convergen en
situaciones como ésta. Este planteamiento no quiere decir que el contagio y la convergencia
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sean, necesariamente, explicaciones excluyentes, dado que es posible que los dos mecanismos
operen a la vez.

3) Norma emergente. Sobre este punto nos extenderemos un poco más porque, con respecto a
las otras dos explicaciones, esta teoría resulta de entrada bastante sorprendente.
Efectivamente, en lugar de basar su argumentación en el hecho de que la multitud es
homogénea en la conducta, la teoría de la norma emergente mantiene que esta homogeneidad es
sólo aparente y que responde a una ilusión del observador. Lo que un observador esmerado
puede comprobar es que dentro de la multitud se pueden distinguir diferentes tipos de
conductas. Cuando, por ejemplo, leemos en el periódico que una multitud lanza piedras a la
fachada de la embajada norteamericana, por citar un caso que acostumbraba a ser frecuente
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años atrás, esto no se ha de interpretar como que todas y cada una de las personas que estaban
presentes en el lugar estaban llevando a cabo esta acción. Ahora bien, el hecho de que esta
acción sea sin duda la que más resalta de todas las que en aquellos momentos están ocurriendo
lleva a cualquier observador a generalizar y atribuir a toda una multitud una acción que, de
hecho, ha sido llevada a cabo sólo por algunos.

Turner y Killian (1972), basándose en sus estudios con grupos pequeños, son los que
formularon la teoría de la norma emergente. Dado que parten de la presuposición de que la
homogeneidad de la multitud es sólo una ilusión, su esfuerzo se orienta a explicar a qué se
debe este fenómeno. La respuesta que ofrecen es que en las diferentes situaciones de multitud
se genera una norma de cuál es la conducta apropiada a partir de las acciones sobresalientes
de ciertos individuos. Esta norma sirve de referencia tanto para los implicados como para los
observadores para explicar lo que pasa, sin atender a las que son las verdaderas acciones, y
se convierte, por un efecto de presión grupal, en un poderoso elemento regulador de la
conducta individual. Así, la conducta de masa pierde aquella imagen de proceso
desestructurado, incontrolado e impredecible que está especialmente presente en la teoría del
contagio, y toma una dimensión bastante más racional en la que los integrantes de la multitud
actúan de la manera que lo hacen porque perciben que ésta es la manera adecuada o apropiada
a la situación.

Más contemporánea es la elaboración de otra versión, alternativa a las otras tres, que Reicher
(1984, 1987) diseña a partir de la teoría de la identidad y de la categorización social de Tajfel
y Turner. En función de esto, la masa es considerada como cualquier otro grupo social; es
decir, funciona a partir de la adopción de una identificación social común por parte de sus
miembros. Según Reicher (1984), los miembros de la multitud tienden a elaborar una identidad
situacional apropiada a partir de la cual obtienen una guía para la acción. Por lo tanto, la
actuación de los miembros de la multitud funciona, como en el caso anterior, a partir de
normas que actúan como guías de conducta. Pero, no obstante, Reicher (1984) marca tres
diferencias importantes con respecto a la teoría de la norma emergente: las normas,
efectivamente, se obtienen viendo cómo los otros hacen algo, pero para que esto que hacen los
otros se convierta en normativo, hace falta que estos otros sean vistos claramente como
miembros del grupo, pues no es un proceso de creación de normas, sino de inferencia, lo que
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explica que las normas surjan inmediatamente. Finalmente, las conductas que pueden ser vistas
como normativas tienen que caer dentro de un margen permisible en términos de los atributos
que definen la identidad social o, dicho de otra manera, no cualquier norma puede surgir de
una multitud determinada. El papel que, por lo tanto, juega la ideología en la explicación de
Reicher es determinante.

4.2. Los movimientos sociales


Considerando:

Que la emancipación de los trabajadores tiene que ser obra de ellos mismos, que sus esfuerzos para conquistar su emancipación
no deben tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes.

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Que el sometimiento del trabajador al capital es la fuente de toda servidumbre: política, moral, material.

Que, por esta razón, la emancipación económica de los trabajadores es el gran objetivo al que debe ser subordinado todo
movimiento político.

Que todos los esfuerzos que se han hecho hasta aquí han fracasado por falta de solidaridad entre los obreros de las diversas
profesiones en cada país, y de una unión fraternal entre los trabajadores de diversas regiones.

Que la emancipación de los trabajadores no es un problema simplemente local o nacional, sino que, por el contrario, interesa a
todas las naciones civilizadas, ya que su solución está necesariamente subordinada a su concurso teórico y práctico.

Que el movimiento que se lleva cabo entre los obreros de los países más industriosos de Europa, al procurar el nacimiento de
nuevas esperanzas, advierte solemnemente de no recaer en los viejos errores, y aconseja combinar todos esos esfuerzos aun
aislados.

Por estas razones:

Los que abajo firman, miembros del Consejo elegido por la asamblea celebrada el 28 de septiembre de 1864 en Saint-Martin’s
Hall, en Londres, han tomado todas las medidas necesarias para fundar la Asociación Internacional de Trabajadores.

Y con este espíritu han redactado el reglamento provisional de la Asociación Internacional.

Preámbulo a los estatutos de la Primera Internacional. En J. Droz (1966). Historia del socialismo. Barcelona: Laia, 1977, pp.
30-31.

El movimiento obrero es un caso ejemplar de lo que se entiende normalmente por movimiento


social:
“Un movimiento social representa un esfuerzo realizado por un gran número de personas con el fin de solucionar colectivamente
un problema que sienten que tienen en común.”

Toch (1965, p. 5)

Efectivamente, el movimiento obrero reúne todas las características que tradicionalmente se


han considerado relevantes para discernir entre lo que es y lo que no es un movimiento social:
por una parte, la existencia de un grupo agraviado; por la otra, el sentimiento compartido de
conocer cuál es el camino que hay que seguir para solucionar su problema, siempre por medio
de canales no institucionalizados. Es cierto que hoy en día el movimiento obrero se ha
institucionalizado en gran medida, por lo que hemos recogido este manifiesto del siglo pasado,
cuando todavía no se puede de hablar del movimiento obrero como institución.
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Otros tipos de movimientos sociales en los que seguro que debe estar pensando en estos
momentos son, efectivamente, el movimiento feminista o el movimiento gay, por citar un par de
los más clásicos. Igual que pasaba en el caso del movimiento obrero, se puede distinguir un
grupo agraviado que se organiza de manera alternativa a la institucional con el fin de tratar de
mejorar su posición social. De hecho, tal como dice Kitschelt (1993), una de las pocas
generalizaciones válidas que se pueden extraer de la literatura sobre la movilización colectiva
es la creencia de que los movimientos sociales surgen sólo cuando los grupos agraviados no
pueden trabajar por medio de los canales establecidos con el fin de comunicar nuevas
reivindicaciones en el proceso político de la toma de decisiones.

Sea por su posición contestataria, sea porque no siguen los caminos institucionalizados, lo
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cierto es que los movimientos sociales a menudo han tenido una imagen social no muy buena.
Del mismo modo que ha pasado con las multitudes, ciertos sectores de la sociedad, y también,
justo es decirlo, ciertos científicos sociales, han asociado los movimientos sociales con gente
confundida, impulsiva, sin rutinas institucionales, gente que se siente insegura y que busca en
el movimiento colectivo una forma de pensamiento que por sí sola no puede alcanzar. No es
nada extraño, pues, que ciertos estudios sobre los movimientos sociales se hayan dedicado a
averiguar las consecuencias negativas que los movimientos tienen en la gente: sacrificio de la
autonomía personal, homogeneización de la manera de pensar, percepción selectiva, etc. Es
evidente que la explicación la encontramos en el hecho de que se trata de un área
especialmente ideológica de un campo ya de por sí muy ideológico, como es la ciencia social.
En cualquier caso, sería muy poco ecuánime no reconocer el importante papel que los
movimientos sociales tienen en el cambio social, ya que muchas de las condiciones de vida
que hoy en día nos parecen obvias e, incluso, consustanciales a la naturaleza humana no han
recibido siempre esta percepción por parte de la sociedad. En realidad, son básicamente el
fruto de la lucha de estos movimientos sociales que, oponiéndose a lo que en su momento era
socialmente establecido, pusieron las bases para cambiar hacia una sociedad más justa.

Desde hace unos años, sin embargo, podemos decir que las visiones problematizantes de los
movimientos sociales han ido perdiendo fuerza en el seno de la teoría psicosocial y han ido
ganando terreno enfoques que eluden interpretar las diferentes variantes del comportamiento
colectivo en clave de conducta irracional. De una manera muy breve, a continuación
comentaremos los dos principales acercamientos que, en la actualidad, dominan el panorama
teórico en torno a los movimientos sociales.

Empezaremos por la teoría de la movilización de recursos. En el origen de esta teoría se


encuentra un descontento por estos enfoques tradicionales que se inspiraban básicamente en la
psicología social de la conducta colectiva y que se centraban casi exclusivamente en las
causas que los originaban, sin prestar atención al proceso por el que crecían, cambiaban y
declinaban.

Riechman y Fernández Buey hacen una síntesis muy entendedora de lo que supone esta teoría:
“El enfoque de movilización de recursos parte del análisis de las organizaciones, no de los individuos. No se pregunta por qué los
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individuos se suman a los movimientos sociales, ni si su comportamiento es racional o irracional, sino que más bien analiza la
eficacia con la que los movimientos (o más exactamente las organizaciones de los movimientos) emplean los recursos de que
disponen (activistas, dinero, conocimientos, etc.) para alcanzar sus objetivos. Se da por sentado que la insatisfacción individual y
los conflictos sociales existen en todas las sociedades, y que por tanto los movimientos sociales no dependen de la existencia de
ese potencial, sino más bien de la creación de organizaciones capaces de movilizarlo.”

J. Riechman y F. Fernández Buey (1994). Redes que dan libertad (pp. 23-24). Barcelona: Paidós.

Si, desde la lógica tradicional, el agravio compartido parecía llevar casi automáticamente a la
acción, para los teóricos de la movilización de recursos hace falta un acercamiento más
complejo. Para demostrarlo, proponen un análisis en términos de la variedad de recursos que
los movimientos sociales tienen que movilizar con el fin de tener éxito, y también el
contrapeso que implican las tácticas que utilizan las autoridades con el fin de controlar o
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incorporar los movimientos.

Siguiendo a McCarty y Zald (1977), algunas de las cuestiones que habría que tener en cuenta
son:

El proceso por el que los movimientos sociales consiguen agregar recursos de todo tipo:
humanos, materiales, etc.

El mínimo de organización que hace falta para poder agregar estos recursos, lo que
implica la importancia que tiene estudiar las organizaciones a las que los movimientos
sociales dan origen.

El papel que juega la implicación de individuos y organizaciones externos a la


colectividad que conforma el movimiento social, en el éxito o fracaso del movimiento.

Las posibles explicaciones de la implicación individual y grupal en términos de costes y


de recompensas.

El cambio respecto de las concepciones tradicionales es bastante evidente, y las repercusiones


que tiene en la misma manera de contemplar aspectos que van asociados a ciertos tipos de
movimiento es también bastante destacable. Como dice Lapeyronnie (1988), en el modelo
clásico, la acción colectiva era vista como una manifestación de una disfunción del sistema.
En el modelo de la movilización de recursos, incluso una acción violenta puede ser concebida
como una forma normal, aunque no convencional, de acción política, dado que los individuos
implicados están fuertemente integrados.

A pesar de las evidentes insatisfacciones que este modelo plantea con su concepción
puramente racional e instrumental de los movimientos sociales, tenemos que reconocerle un
doble mérito: por una parte, ahorrarnos una presentación maniquea de los movimientos en
términos de buenos y malos, una práctica en la que han caído tan a menudo no pocos
estudiosos de la cuestión; por la otra, posibilitarnos herramientas más adecuadas para
comprender movimientos sociales de tipos nuevos que atraviesan las fronteras convencionales
de grupo agraviado, como por ejemplo, el movimiento pacifista y/o ecologista.
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El otro enfoque teórico del que quiero hacer mención es el llamado paradigma de los nuevos
movimientos sociales, que parte del supuesto de que las transformaciones sufridas por las
necesidades occidentales en los últimos años han tenido un efecto directo en la resignificación
de los movimientos sociales. Según esta aproximación, con la transición de la antigua
sociedad industrial a la actual sociedad “compleja” o de la información, los ejes de conflicto
ya no son económicos o políticos, sino que son culturales y simbólicos y están íntimamente
ligados a los sentimientos de pertenencia a grupos sociales diferenciados.

Uno de los autores más destacados entre los defensores de este planteamiento es Alberto
Meluci. Según este autor, la acción colectiva en forma de movimiento social proporciona a los
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individuos recursos simbólicos que les permiten aumentar su potencial de individuación,
favoreciendo su autonomía y la posibilidad de autodefinirse. Sin embargo, a la vez que eso
sucede, y con la finalidad de preservar la integración interna, los sistemas altamente
diferenciados requieren extender los mecanismos de control sobre los niveles simbólicos de
acción donde se construyen los significados, las identidades y las bases individuales del
comportamiento.
“El mismo movimiento por el que estos sistemas sociales distribuyen estos recursos para la individualización sirve de manera
simultánea para fortalecer las formas de control y transferirlas a ese nivel básico en el que se dan forma el significado y la
identidad individual.”

A. Melucci (1998). La experiencia individual y los temas globales en una sociedad planetaria. En P. Ibarra y B. Tejerían (Ed.),
Los movimientos sociales. Transformaciones políticas y cambio cultural (p. 371). Madrid: Trotta.

En este sentido, los movimientos sociales actúan como fuerza que resiste las presiones
sistémicas hacia la conformidad. Así, Melucci entiende los movimientos sociales como
generadores de códigos culturales alternativos a los dominantes. Y aquí la noción de identidad
colectiva adquiere una relevancia apreciable.
“Llamo identidad colectiva al proceso por el que se construye un sistema de acción. La identidad colectiva es una definición
interactiva y compartida producida por un número de individuos (o grupos, en un nivel de complejidad mayor) respecto de las
orientaciones de su acción y el campo de oportunidades y constreñimientos en los que esta acción tiene lugar.”

A. Melucci (1996). Challenging codes. Collective action in the information age (p. 70). Cambridge: Cambridge University.

En el fondo, lo que interesa a Melucci es el proceso por el que un colectivo se convierte en un


colectivo, cosa que a menudo no se cuestiona sino que es tomada por un hecho fuera de duda.

4.3. Las instituciones sociales

Habitualmente, se reconocen dos acepciones a la noción de institución: una que estaría


vinculada principalmente a la reflexión sociológica y otra que se acercaría más al uso que
hacemos de ella en el lenguaje ordinario y que también es propio de la psicología.

Empezamos por la primera de las dos, la que es más propia de la sociología. En este caso,
tenemos que decir que los sociólogos utilizan a menudo la noción de institución para referirse
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a aquellos elementos constitutivos de la sociedad que presentan un grado estable de


organización. Las instituciones son, en un sentido sociológico amplio, “los principales
sistemas organizados de relaciones sociales en la sociedad” (Harré y Lamb, 1986). El
matrimonio, la justicia, el mercado, son algunos de los ejemplos que rápidamente se nos
ocurren.

Dicho de otra manera, las instituciones son, eminentemente, aquellos conjuntos de reglas y
convenciones que son socialmente aceptadas en un momento determinado, una especie de
pautas preestablecidas, socialmente legitimadas, que sirven para regular las interacciones
entre las personas. Este papel normativo, y también su continuidad en el tiempo, les confiere
una imagen de entes que existen por encima y más allá de los individuos concretos. De hecho,
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como plantea la antropóloga Mary Douglas, las instituciones tienen un papel especialmente
relevante en el momento en el que estos individuos concretos tienen que tomar decisiones que
superan su capacidad de raciocinio individual; entonces, dice esta autora, son las instituciones
las que indican qué es lo que hace falta hacer (Douglas, 1986).

Esta relación entre la institución y el individuo es, sin duda, polémica y es objeto de diferentes
controversias que reflejan la tensión entre las explicaciones de la vida social centradas en el
individuo y las que toman la colectividad como eje explicativo central. En el primer caso,
prácticamente parecería que la noción de institución es más una manera de hablar que otra
cosa, vista la focalización en el nivel individual a la hora de explicar los fenómenos sociales.
Un ejemplo de ello nos lo ofrece Jon Elster cuando dice:
“He estado diciendo que las instituciones ’hacen’ o ’intentan’ esto o aquello pero en términos estrictos esto es una insensatez.
Sólo los individuos pueden actuar e intentar. Si pensamos en instituciones como mandamientos y olvidamos que están
compuestas por individuos con intereses divergentes, podemos desorientarnos desesperadamente. En particular, las quiméricas
nociones de ‘la voluntad popular’, ’el interés nacional’ y la ’planificación social’ le deben su existencia a esta confusión.”

J. Elster (1989). Tuercas y tornillos. Una introducción a los conceptos básicos de las ciencias sociales (p. 153).
Barcelona: Gedisa, 1990.

En el otro extremo encontramos a aquellos autores, como Mead, que plantean que sin
instituciones sociales no podría haber personas o personalidades individuales plenamente
maduras:
“De cualquier modo, sin instituciones sociales de alguna clase, sin las actitudes y actividades sociales organizadas por medio de
las cuales se constituyen las instituciones sociales, no podrían existir personas o personalidades individuales plenamente
maduras; porque los individuos involucrados en el proceso vital social general, del cual las instituciones sociales son
manifestaciones organizadas, pueden desarrollar y poseer personas o personalidades plenamente maduras, sólo en la medida en
que cada uno de ellos refleje o aprehenda en su experiencia individual esas actitudes y actividades sociales que las instituciones
sociales corporizan o representan.”

G. H. Mead (1982). Espíritu, persona y sociedad. Desde el punto de vista del conductismo social (p. 279). Barcelona:
Paidós.

En este sentido, sin embargo, hay que remarcar que Mead no está diciendo que las
instituciones supongan una manera de subvertir la individualidad, que quedaría anulada por el
conjunto extraído de pautas fijas y específicas de acción que emanarían de las instituciones.
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Más bien, las instituciones proporcionarían pautas en un sentido muy amplio y dejarían mucho
margen para la originalidad, la flexibilidad y la variedad de conductas.

Yendo un poco más allá, podríamos decir que, en definitiva, son las instituciones las que
permiten a la teoría social entender la vida social como un todo y conceptualizarla como una
especie de compleja liturgia permanente. Las instituciones, en definitiva, serían las
responsables de mantener unida a la sociedad. Y es justo decir que si esto fuera así sería sin
duda porque tendrían un componente que iría más allá de lo puramente normativo como hemos
remarcado hasta ahora. Es importante destacar, también, que las instituciones pretenden
satisfacer necesidades fundamentales. De hecho, algunos autores prefieren remarcar esta
dimensión (Munné, 1974), aunque está claro que el problema de un planteamiento de las
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instituciones como satisfactorias de necesidades sociales surgiría en el momento de tener que
delimitar cuáles se pueden considerar necesidades y, todavía más, cuáles de estas necesidades
se pueden considerar fundamentales. El acuerdo aquí podría ser bastante complicado porque,
a pesar de la aparente trascendencia con la que toda institución se presenta socialmente, es
evidente que esto se debe más a un efecto del discurso que se elabora en torno a ella que a su
propia esencia.

Así pues, podemos resumir esta visión sociológica de las instituciones sociales con una
definición que engloba las diferentes vertientes que hemos mencionado hasta ahora:
“Podemos considerar que una institución es una pauta normativa especificada, cuya ’supervivencia exitosa’ está determinada
por el arraigo que tenga en la tradición del universo vital de una comunidad, por su imposición mediante la movilización de poder
y el carisma, y por su adaptación a experiencias de aprendizaje, intereses y cálculos de utilidad situacionalmente cambiantes.”

R. Münch (1987). Teoría parsoniana actual: en busca de una nueva síntesis. En A. Giddens, J. Turner et al. La teoría social
hoy (p. 181). Madrid: Alianza, 1990.

La segunda acepción a la que nos referíamos más arriba tiene que ver con el lenguaje
cotidiano y, de hecho, también con el lenguaje más propio de la psicología. En este caso,
utilizamos la palabra institución con el fin de designar cierto tipo de establecimientos donde
se encuentran recluidas un determinado número de personas, a menudo al margen de su
voluntad, con el fin de atender sus necesidades. Ésta es, sin duda, una manera bastante habitual
de explicar lo que son las instituciones y nos gustaría remarcar dos aspectos que nos parecen
no poco importantes y que son bastante indicativos del tipo de organización del que hablamos:
por un lado, el hecho de que, a menudo, las personas que se encuentran recluidas lo están al
margen de su voluntad; y, por el otro, el hecho que la decisión sobre cuáles son estas
necesidades que tienen que ser atendidas no reside en las propias personas que reciben la
atención, sino que a menudo son personas consideradas especialistas las que deciden que un
niño necesita ser educado, que un preso hace falta que sea rehabilitado o que una persona
diagnosticada con un trastorno mental requiere un tratamiento determinado. En este caso,
cuando hablamos de instituciones nos referimos a lugares como el hospital, la prisión, la
escuela o el manicomio.

Goffman es probablemente el autor que ha analizado más en profundidad en qué consiste la


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vida en uno de estos establecimientos, concretamente, en aquellos que se caracterizan por


alcanzar el grado máximo de absorción del tiempo y el interés de sus miembros. A este tipo de
instituciones Goffman las llama instituciones totales y las define como establecimientos
cerrados al exterior y donde se reúnen, o son reunidos, durante un periodo de tiempo
considerable, personas que han de hacer las actividades básicas de su vida en compañía de
otros que hacen las mismas cosas que ellos, a partir de un programa prefijado, según objetivos
determinados y bajo la tutela de un cuerpo de funcionarios. Goffman considera cinco tipos
diferentes de instituciones totales. Es importante tener presente que se trata de una obra del
año 1961 y que, con toda seguridad, el imaginario social que deja entrever resulta, a veces, un
poco tronado para nuestra manera contemporánea de entender el mundo, tal como se puede
apreciar en algunas de las expresiones y calificaciones que utiliza:
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1) Instituciones que tienen como finalidad cuidar de personas que parecen ser al mismo tiempo
incapaces e inofensivas: hogares para ciegos, abuelos, huérfanos o indigentes.

2) Instituciones que tienen como finalidad cuidar de aquellas personas que no pueden cuidar
de ellas mismas y que la sociedad las ve como una amenaza involuntaria potencial: hospitales
para enfermos infecciosos, hospitales psiquiátricos y leproserías.

3) Instituciones que se han organizado con el fin de proteger la comunidad de aquellos que
voluntariamente suponen un peligro para ésta y cuya finalidad no prevé de manera inmediata el
bienestar de los reclusos: prisiones, presidios, campos de trabajo y concentración.

4) Instituciones que tienen como objetivo hacer de la mejor manera posible una tarea de
carácter laboral: cuarteles, barcos, escuelas de internos o, dice Goffman, mansiones señoriales
desde el punto de vista de los que viven en las dependencias como personal de servicio.

5) Para acabar, encontraríamos aquellas instituciones que actúan como refugio del mundo y
que, a menudo, también están involucradas en la formación de religiosos: abadías,
monasterios, conventos, etc.

Lo que hace Goffman (1961) es centrarse en el caso de las instituciones psiquiátricas;


concretamente, su propósito, tal como declara en la introducción de su libro Internados,
consiste en averiguar cuál era la situación del paciente internado.

En este conjunto de ensayos, el autor analiza la organización de la experiencia cotidiana y la


interacción cara a cara entre los usuarios de este tipo de instituciones. Mediante un esmerado
trabajo etnográfico, Goffman puede describir el proceso por el que las personas incorporan
las normas institucionales y también los efectos que tienen las instituciones sobre la actividad
individual, y las huellas que dejan en el orden de la interacción. Goffman, en definitiva, nos
explica cómo la institución hace de mediadora en las relaciones entre las personas que forman
parte de ella.

Además, Goffman analiza los efectos que produce el hecho de que todos los aspectos de la
vida de un individuo se desarrollen en un único lugar, siempre en compañía de otros y a partir
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de secuencias programadas y obligatorias; concretamente nos ofrece una excelente


caracterización de las consecuencias de todo eso en el mundo social de las personas internas,
pero tal como es experimentado subjetivamente por los actores de este mundo idiosincrático.
Así es como nos muestra cómo la institución controla el tiempo del interno e invade
completamente su sentido de identidad, lo que origina lo que el autor denomina profanación
del self. Desde el momento del ingreso en el establecimiento, el interno es privado de las
posibilidades y de los objetos que determinan o soportan su identidad; es decir, pierde
individualidad y privacidad. El trabajo de este autor es una buena descripción de cómo los
internos de las instituciones totales se ven obligados a aceptar sin ningún tipo de respiro las
definiciones de su identidad generadas por otros.

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En definitiva, su obra constituye una de las fuentes más importantes de las que se ha
alimentado la crítica a las instituciones; una crítica a la que también ha contribuido de manera
capital la obra de Michel Foucault. Y su contribución la consideramos principal en la medida
en la que este filósofo francés da un paso más allá que Goffman y define la sociedad entera en
los términos que caracterizan a las instituciones de encierro o, como él mismo ha dicho, de
secuestro. Foucault (1976) no se limita a radiografiar con meticulosidad los quids del
funcionamiento de los establecimientos institucionales, remarcando la importancia de los
aspectos disciplinarios, sino que hace de la disciplina la característica esencial de las
sociedades modernas, a las que pasa a tildar de sociedades disciplinarias.

De hecho, Foucault nos muestra cómo aquellas dos acepciones de las que hablaba al principio,
de hecho, se complementan; una se remite a la otra. Probablemente no sabríamos definir la
sociedad sin el conjunto de normas y convenciones que regulan la vida social, pero,
igualmente, nos parece imposible explicar nuestras sociedades modernas sin hacer referencia
a los establecimientos institucionales. Cuando, por ejemplo, se critica la prisión como
institución generadora de delincuentes, siempre encontramos aquella vocecita que nos
recuerda: “sí, muy bien, las prisiones también crean problemas, pero ¿que quizás sería posible
una sociedad sin prisiones? ¿No acabaría todo en un puro caos?”. Efectivamente, podemos
decir que nuestra conceptualización de la sociedad, la imagen que la modernidad ha asentado,
es que no es posible la vida en común sin reglas compartidas y sin establecimientos que las
transmitan y/o segreguen a aquellos que, por alguna razón, no se ajustan a ellas.

Efectivamente, la aportación de Foucault consiste en presentarnos una imagen de la sociedad


moderna como continuo tráfico de una institución a la otra y, por lo tanto, como un continuo
tráfico de un sistema disciplinario a otro. Aquello que en sus inicios era una medida
circunstancial, un patrón accidental, una métrica singular, una práctica puntual de los ejércitos
protestantes, las escuelas jesuitas o los hospitales marítimos pasa a ser una fórmula general.
Como Ewald (1990) ha señalado, la principal conclusión que podemos extraer de Vigilar y
castigar no es que se pueda imaginar la prisión como algo posible gracias a la generalización
de las técnicas disciplinarias, muy al contrario, la conclusión es que podemos imaginar la
prisión como la institución que ofrece a la sociedad moderna su auténtica imagen.
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Así, pues, quizás nadie mejor que Foucault para obtener una guía de cómo profundizar el
estudio de una institución, una guía a partir de cuatro niveles de análisis:

1) La racionalidad o la finalidad de la institución. Se trata de delimitar sus objetivos, la


razón formal por la que ha sido creada.

2) Los efectos. Es decir, una cosa es lo que se dice que es el objetivo de la institución y otra,
lo que la institución consigue. El ejemplo que pone Foucault es el de la prisión.
Supuestamente, su finalidad es reformar al individuo, y lo que consigue, fundamentalmente, es
intensificar los comportamientos delictivos.

3) El uso. Es decir, cuando una institución no cumple su finalidad, hay que ver cuál es el uso
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que se hace de ella. Foucault sigue con el ejemplo de la prisión y plantea el uso que tiene
como mecanismo de eliminación.

4) Las configuraciones estratégicas. Aquí, Foucault se refiere al proceso por el que estos
“usos no previstos” se convierten en parte de una nueva racionalidad.

Conclusiones

En este capítulo habéis encontrado algunos de los aspectos más importantes en cuanto al
estudio de los grupos y los fenómenos colectivos. Verá que, más que definir qué es un grupo,
hemos presentado algunos de los criterios que tradicionalmente se ha pensado que se tienen
que dar para poder hablar de grupo. Hemos presentado, por ejemplo, cuatro criterios básicos,
como: compartir un destino común, la existencia de algún tipo de estructura, que haya
interacción cara a cara y que dos o más personas se consideren miembros de ella. Estos
criterios representan, según diferentes grupos de autores, condiciones suficientes para poder
hablar de grupos.

Se ha visto también que hemos dedicado una extensión considerable de este capítulo a
explicar en qué consisten los principales procesos grupales. Esto es así porque se trata de la
temática que más literatura ha generado y que constituye el núcleo fundamental de lo que se
conoce como dinámica de grupo. Así, hemos hablado del estatus y de los roles, como
características básicas que configuran la estructura grupal. Nos hemos ocupado extensamente
del fenómeno del liderazgo, que podemos considerar como uno de los más importantes en la
vida grupal. Se han podido ver tres formas diferentes de explicar el liderazgo: el liderazgo
como rasgo personal, es decir, como una característica propia de ciertas personas, una
concepción que se resume con la frase “el líder nace, no se hace”; el liderazgo como estilo de
conducta, es decir, el líder no es más que alguien que tiene ciertas conductas relacionadas con
la dirección del grupo y que, fundamentalmente, pueden orientarse hacia la tarea o hacia las
personas; el liderazgo como función de la situación, es decir, cada situación determinada
requiere un tipo de líder adecuado a aquella situación; en definitiva, no existe el líder ni el
estilo de liderazgo ideal.
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Más adelante, nos hemos ocupado de la cohesión, de la toma de decisiones y de los procesos
de comunicación. De la cohesión hemos remarcado la asimilación que se ha hecho con el
concepto de atracción. En cuanto a la toma de decisiones, hemos hablado de dos fenómenos
que intentan explicar los resultados inesperados de algunos procesos de decisión. Hemos
hablado del pensamiento grupal, responsable de decisiones de poco éxito y de la polarización,
que explica la extremización de ciertas decisiones. Finalmente, de la comunicación hemos
remarcado, sobre todo, la existencia de diferentes tipos de redes y de los efectos que éstas
pueden tener sobre el rendimiento grupal.

El tercer apartado del capítulo, lo hemos dedicado a los procesos intergrupales. Se ha visto
que la teoría realista del conflicto y la teoría de la identidad social ofrecían versiones
Introducción a la psicología social, edited by Gracia, Tomàs Ibáñez, Editorial UOC, 2004. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/biblioues21sp/detail.action?docID=4735129.
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diferentes sobre lo que hace falta para que dos grupos entren en conflicto: la existencia de
incompatibilidad de metas, en un caso, y la mera categorización, en el otro.

Los procesos colectivos han ocupado el último apartado del capítulo. La multitud, los
movimientos sociales y las instituciones sociales han sido presentados como tres niveles
diferentes de fenómenos colectivos que van de lo más efímero y desorganizado a lo más
estable y estructurado.
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