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David Le Breton

UNA BREVE HISTORIA


DE LA ADOLESCENCIA

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Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
r Le Breton, David
Una breve historia de la adolescencia- 1a ed. -Ciudad
Autónoma de Buenos Aires: Nueva Visión, 2014
128 p.; 19x13 cm. (Psicología de la niñez y adolescencia)

ISBN 978-950-602-660-8
Traducido por Víctor Goldstein
1. Sociología. l. Goldstein, Víctor, trad.
CDD 301

Título del original en francés:


Une breve histoire de l'adolescece
© Editions J,-C. Béhar

. Cet ouvrage a bénéficié du soutien du Programme d'aide a la


publication Victoria Ocampo de l'Institut franc;ais d'Argentine/
Ambassade de France.
Esta obra cuenta con el apoyo del Progrma de ayuda a la
publicación Victoria Ocampo del Institut franc;ais d'Argentine/
Ambassade de France. ··

Traducción de Víctor Goldstein

ISBN 978-950-602-660-8

Toda reproducción total o parcial de esta


obra por cualquier sistema -incluyendo
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mente autorizada por el editor constituye
una infracción a los derechos del autor y
será reprimida con penas de hasta seis
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art. 172 del Código Penal).

© 2014 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748


(C1189AAV), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República
Argentina. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina.
l. LOS «CRECIENTES»

En la juventud éramos un todo y el


terror y el dolor del mundo penetraban
en nosotros total y enteramente. No
existía una separación definida entre la
alegría y el pesar: se fundían en una sola
cosa, del mismo modo que nuestra vida
de vigilia se funde con el sueño y el dor-
mir. Nos levantábamos por la mañana
como un ser, y por la noche nos sumer-
gíamos en un océano, nos ahogábamos
por completo, aferrados a las estrellas
y a la fiebre del día.
HENRY MILLER, Primavera negra'

La adolescencia no es un hecho, sino, ante todo, una


cuestión que atraviesa el tiempo y el espacio de las socie-
dades humanas. Algunas se preocupan por distinguir las
clases etarias y las responsabilidades que les están ligadas.
Éstas definen un período intermediario entre la infancia
y la madurez social, de manera precisa o difusa según las
situaciones. Otorgan entonces un estatuto específico a
los jóvenes en materia de sexualidad o de compromiso en
su comunidad. Otras no las tienen en cuenta, y la madu-
ración social se da de forma insensible, sin ceremonias ni
atención particular. Una cronología de esta edad, pues,
no está necesariamente delimitada y depende de una
apreciación cultural infinitamente variable. A menos
que se fije un estado civil arbitrario, tanto la adolescencia
como el momento de su entrada o de su salida suscitan
interrogaciones interminables. Las definiciones son

' Henry Miller, Printemps noir, París, Gallimard, 1975.


[Primavera negra, trad. de Patricio Canto, Buenos Aires, Santiago
Rueda, 1964.]
5
múltiples, según las épocas y las sociedades, así como los
criterios de acceso a la madurez social.

SENTIMIENTO

Adolescencia viene del latín adolescens, participio presente


de adolescere, que significa crecer, a diferencia del parti-
cipio pasado adultus, que marca el hecho de haber dejado
de crecer. Las dos expresiones aparecen de manera
significativa alrededor del siglo xvr, durante un período ?
en que el sentimiento de la diferencia de las edades co-
mienza a ponerse de manifiesto en los medios sociales
privilegiados. En la medida en que designa un fenómeno
de crecimiento, la noción de adolescencia remitió primero
a la medicina, debido a la pubertad, y a la psicología, debi-
do a las particularidades del psiquismo del joven y, sobre
todo, de la famosa «crisis». La juventud, por su parte,
sería de entrada una noción que depende del lazo social.
Tal era ya antaño la posición de Debesse (1937), quien
distinguía adolescencia (psicología) y juventud (so-
ciología).
Del mismo modo, para otros investigadores, la ado-
lescencia sería el período que da paso a la juventud pero,
en los mundos contemporáneos que coexisten en la
actualidad, semejante cronología de las edades no es muy
pertinente, aunque la escolarización obligatoria, en
particular, impone una larga moratoria. La adolescencia
se vuelve a menudo precoz, y algunos comportamientos
calificados de «adolescentes» atañen a numerosos jóvenes
que en ocasiones superaron ampliamente la treintena.
Hoy en día, la adolescencia se ha vuelto una cuestión
social, y resulta difícil coincidir en una definición precisa
a su respecto. El acceso a la universidad o al primer tra-
bajo, hasta el comienzo de la desocupación para otros,
caracterizaría la entrada en la juventud, la salida del
6
universo adolescente de la segunda parte de la enseñanza
secundaria, pero también aquí las fronteras son vagas,
porque autonomía no siempre rima con una vida estu-
diantil que puede ser precaria. Convertirse en un hombre
o una mujer no está ya ritualizado, sino que se efectúa a
través de una progresión personal. La adolescencia es
ante todo un sentimiento.

LA EDAD DE SUSPENSIÓN

La adolescencia no es algo que caiga de maduro; nació


insensiblemente en nuestras sociedades en los medios
burgueses a partir de un cambio de afectividad en el seno
de las familias a lo largo del siglo xvrn, que además con-
sagra la invención de la infancia; se cristaliza lentamente
con el correr de siglo xrx a través de la instauración de la
escuela obligatoria por las leyes Ferry. Se emancipa en los
años sesenta, y particularmente en mayo de 1968. Y
debido al consumo juvenil y a la dificultad creciente de la
entrada en la vida, es entronizada en los años noventa,
pero se fragmenta en pre o posadolescencia, en adules-
cencia* ... al tiempo que sigue suscitando el problema
de su definición, de lo cual da testimonio la ausencia de
estatuto jurídico de la adolescencia todavía hoy. El ?
derecho reconoce solamente dos categorías definidas
por el estado civil: el menor y el mayor. Pero la noción
de menor agrupa un amplio abanico de edades (Feuillet
et al., 2012).
La adolescencia es para nuestras sociedades un período
más o menos largo entre la infancia y la maduración so-
cial, un período de formación escolar o profesional. El
joven no es ya un niño, sin disponer todavía de los dere-
chos o de la amplitud de acción de un adulto. Este
• Palabra formada por adulto y adolescencia y utilizada por
Tony Andrella. [N. del T.]
7
Hperíodo es, ante todo, de resolución para él de la cuestión
del sentido y el valor de su existencia. La adolescencia, en
efecto, es un tiempo de suspensión en el que las signi-
ficaciones de la infancia se alejan mientras que aquellas
de la edad de hombre o de mujer solo se dejan presentir.
El joven está en busca de diferenciación en lo que concierne
a sus padres, entra en un cuerpo sexuado y accede a una
autonomía creciente. Dilema difícil, pasaje en ocasiones
dolor~so en una sociedad donde ningún acontecimiento
ritualiza su avance. En el contexto del individualismo
democrático, cada adolescente se convierte en su propio
barquero y decide en soledad acerca del sentido de su
existencia (Le Breton, 2007).

EL TIEMPO DE UNA CEREMONIA

En las sociedades tradicionales, hoy enormemente


destruidas por la globalización, los jóvenes no viven ese
largo intervalo marcado a veces por desasosiego: los ritos
de pasaje se abstienen de él, llevando de la infancia a una
posición activa y responsable en el seno de su comunidad.
Allí, las generaciones se suceden,y los saberes no caducan,
garantizados por los antepasados y una cosmología que
engloba al conjunto de las relaciones con el mundo. Esas
sociedades instituyen ritos de pasaje entre la infancia y la
maduración social que eliminan la cuestión de la transi-
ción adolescente. Al término de la redefinición inducida
por el rito se pasa de una clase etaria a otra, y la prece-
dencia adolescente no dura más que el tiempo de las
ceremonias. Una vez realizadas éstas, el exniño, según
las indicaciones culturales propias de cada sexo, se ha
vuelto un hombre o una mujer de su comunidad. Otras
sociedades no conocen esos ritos de pasaje y su entrada en
la maduración social es gradual. La adolescencia no exis-
te en una sociedad que no tiene un tiempo de margen
8
consagrado a la transmisión entre la infancia y las
responsabilidades sociales «adultas».
El acceso a la maduración social está guiado por orien-
taciones precisas. Los ritos de pasaje son una de las
modalidades corrientes en las sociedades tradicionales
para llevar al joven a sus nuevos deberes bajo la égida de
los mayores. Dispone de un margen de maniobra limitado,
las orientaciones para existir con los otros le son sumi-
nistradas por el lazo social. Pero la dimensión comunitaria
sigue siendo esencial, y las representaciones sociales y
culturales son compartidas por el conjunto de la
comunidad, aunque existan diferencias a este respecto,
por ejemplo entre los hombres y las mujeres. En nuestras
sociedades divididas en clases sociales, en grupos parti-
culares a menudo surgidos de diferentes culturas, el
pasaje de la infancia a la edad de hombre ya no está
señalado, y el adolescente permanece en una larga fase
intermediaria.

9
11. RITOS DE INICIACIÓN
DE LAS SOCIEDADES
TRADICIONALES

Pero cualquiera sea la angustia y


cualquiera sea la certeza del sufri-
miento, sin embargo nadie pensaría en
sustraerse a la prueba [... ] y, por mi
parte, de ningún modo lo pensaría: yo
quería nacer, renacer.
CAMARA LAYE, El niño africano 2

Los datos culturales para definir el acceso a la edad de


hombre son infinitamente variados según las sociedades,
están marcados por un rito de pasaje o por una serie de
etapas menores, casi insensibles, que eliminan entonces
el período de margen que caracteriza la adolescencia. Los
puntos de referencia de la maduración social son múltiples
según las sociedades: separarse de los padres; casarse,
pero si es un matrimonio precoz solo traduce la salida de
la infancia; primer hijo; matrimonio de los hijos;
autosuficiencia alimentaria; responsabilidad social o re-
ligiosa; muerte del padre; o bien no es alcanzada sino al
término de los ritos de iniciación (Glowczewski, 1995).
Como la maduración social es una noción vaga, depende
de las definiciones culturales, e infinitos son los caminos
para desembocar en ella. Los ritos de pasaje no son más
que una forma entre otras del reconocimiento y de la
institución de los jóvenes en una comunidad. Para las
sociedades que los conocen, el avance en la existencia
está regido por ritos que entremezclan con el correr del
tiempo en su lugar respectivo y, según los usos, las

2
Camara Laye, L'enfant noir, Presses Pocket, 1953. [El niño
africano, sin indicación de traductor, Madrid, Mundo Negro,
198s.J
11
diferentes clases etarias. Cada uno asume en su tiempo
las cargas que le confiere su comunidad. Las tensiones
sociales son así desactivadas, del mismo modo que la
eventual angustia del tiempo que viene, porque el «joven»
conoce el camino que debe seguir observando a sus pa-
dres o a sus mayores. Un día tendrá la misma posición
(Godelier, 2003).
Muchas sociedades ignoran los ritos de iniciación en la
edad adulta. La noción de adolescencia no siempre es
identificada. Los criterios que preludian el pasaje hacia la
madurez social son diferentes de una sociedad a otra,
la pubertad no necesariamente es el momento de esta
identificación. Los ritos masculinos son privilegiados
frente a los de las chicas (Benedict, 1950, 37). Pero en
ocasiones todavía varones y niñas reciben la misma
iniciación. Esas ritualidades construyen entonces un
momento necesario y propicio que conduce a la
maduración social a través de una serie de etapas
determinadas por la costumbre. Ellas ponen en juego la
identidad social de género instituyendo lo masculino y lo
femenino. En este sentido, a menudo, ocultan la adolescencia
y efectúan una transformación del niño en hombre o mujer
en algunos días o, a veces, en un período más largo.

HUELLAS y DOLORES

Los ritos de iniciación se consagran a la modificación


radical del estatuto y el sentimiento de identidad de los
novicios, que acceden así a un saber superior y a una po-
sición envidiada. A menudo son separados de sus antiguas
pertenencias y reunidos en un lugar apto para la gestión
de una redefinición social de la que van a ser objeto por
parte de los mayores para que estén en condiciones de
asumir sus nuevas responsabilidades. Período de margen
que rubrica su muerte simbólica. Estos ritos garantizan
12
la transmisión social y el reconocimiento unánime por el
grupo. Ellos se inscriben en una dimensión religiosa que
baña la existencia individual y colectiva. Son comunitarios,
vividos en forma solidaria por el grupo de pares bajo la
responsabilidad de los mayores, encarnan un momento
esencial de confirmación de la filiación y de la alianza con
la comunidad y la cosmología que la sostiene.
Los estatutos diferenciados de los hombres y las mujeres
apelan a iniciaciones específicas de unos y otras según lo
que sea socialmente esperado de ellos. Los varones a me-
nudo son removidos de la tutela de las mujeres para vivir
bajo la égida de los hombres. Los ritos duran una jornada
o más o se extienden a lo largo de ciclos más o menos
extensos. Algunas sociedades aborígenes los instituyen
en una docena de años. Y los hombres no pueden casarse
antes de haber culminado el recorrido, es decir, alrededor de
los 30-40 años. A la inversa, las niñas son casadas entre los
10 y los 15 años, pero todavía tienen que franquear algunas
etapas antes de ser consideradas como mujeres con todas
sus ventajas y derechos (Glowczewski, 1995).
La mayor parte de las veces transformaciones corpo-
rales coronan el cambio de estatuto de los iniciados. A la
huella física que en adelante los libra a la aprobación del
grupo, el dolor les añade su suplemento cuidadosamente
destilado, como si, más allá de la huella cutánea, fuera no
menos necesario. El dolor es un agente de metamorfosis
que precipita la mutación ontológica, el pasaje de un uni-
verso social a otro, perturbando la antigua relación con
el mundo (Le Breton, 2010), y explica las novatadas, las
pruebas a las que son sometidos los iniciados. Memoria
entallada en la carne, la huella cutánea señala en adelante
la apariencia física de los iniciados: circuncisión, excisión,
subincisión, amputación, perforación, mordida, limado
o arrancamiento de los dientes, arrancamiento del pelo,
tonsura, depilación, flagelación, escarificación, tatuaje,
excoriación, quemadura, apaleamiento, etc.
13
El cuerpo humano fue tratado como un simple trozo
de madera que cada uno talló y acomodó a su capricho:
se cortó lo que rebasaba, se agujerearon las paredes, se
trabajaron las superficies planas y, en ocasiones, con
derroches reales de imaginación [... ] las mutilaciones
son un medio de diferenciación definitiva (Van
Gennep, 1981, 104 y 106).

UNA CIRUGÍA DEL SE!Ió'TIDO

El rito de pasaje es una cirugía del sentido, una trans-


formación del cuerpo para cambiar la existencia utilizando
el dolor como vector de metamorfosis personal, y las
marcas como signos del nuevo estatuto. La resistencia al
dolor, la indiferencia al miedo testimonian el control que
los novicios ejercen sobre ellos mismos, de su dominio
frente a los acontecimientos inesperados del mundo. El
joven Camara Laye, en Guinea, fantasea con el rito de
iniciación que va a vivir en su pueblo, está inquieto por la
circuncisión que lo espera, con los otros jóvenes de su
edad bajo la mirada de su comunidad:
Sabía perfectamente que iba a sufrir, pero quería ser un
hombre, y no parecía que nada fuese demasiado penoso
para acceder al rango de hombre. Mis compañeros no
pensaban de manera diferente: como yo, estaban dis-
puestos a pagar el precio de la sangre (Laye, 1953, 125).

La virulencia de la prueba y el dolor que implica


provocan el cambio de identidad, la muerte simbólica y
el renacimiento, la destitución del niño y la emergencia
del hombre o la mujer. Durkheim observa el «poder
santificador» del dolor en muchas religiones:

Es por el modo en que soporta el dolor como se manifiesta


de la mejor manera la grandeza del hombre. Nunca se eleva
con mayor brillo por encima de sí mismo como cuando
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doma su naturaleza al punto de hacerle seguir un camino
contrario al que tomaría de manera espontánea [... ]. Es
una escuela necesaria donde el hombre se forma y se
templa, donde adquiere las cualidades de desinterés y de
aguante sin las cuales no hay religión (1968, 451).

La prueba es tanto más poderosa cuanto que se desarrolla


bajo la mirada sin indulgencia de toda su comunidad. Al
superar el dolor y el miedo, al no sustraerse y ofrecer a su
grupo los signos del coraje y de la firmeza de carácter, el
joven atestigua su madurez; no es ya el niño que fue.
Su cuerpo no pertenece al joven, él no es más que un
miembro del cuerpo colectivo (Le Breton, 2011). En el
mismo movimiento, la marca corporal separa e integra,
aísla de las antiguas pertenencias para rubricar las nuevas
y conferir nuevos poderes al iniciado. Las transformacio-
nes físicas de la apariencia y la virulencia de las pruebas
redefinen radicalmente al joven: si algunas horas o
algunos días fue un adolescente, es decir, en alguna parte
entre la infancia y la edad de hombre, aquí lo tenemos
habiendo entrado en la madurez social.

Los «RENACIENTES»

Los ritos de pasaje están globalmente ligados a la reve-


lación de un saber, participan de una transmisión de los
mayores hacia aquellos que van a acceder a las responsa-
bilidades de hombres o mujeres. Los novicios aprenden
aquí una cantidad de datos fundadores de la comunidad,
se les recuerdan sus deberes, a veces se les enseña una
lengua secreta, danzas, cantos ... Los puntos de referencia
y los valores de las diferentes generaciones son los mismos
porque están anudados por una costumbre que instruye
una continuidad en el tiempo bajo la égida de los
antepasados. El niño que acaba de nacer, si es educado
15
por la persona de mayor edad del grupo, no estará desa-
justado con los otros. El cambio, cuando ocurre, se
efectúa lentamente sin poner en entredicho los fun-
damentos del lazo social y, por lo tanto, la necesidad de
la transmisión a los más jóvenes. Lo que los ancianos
conocieron es lo que los jóvenes de hoy viven y lo que sus
hijos vivirán más tarde. Los ritos de pasaje se inscriben en
la coherencia de una cantidad limitada de roles sociales.
En esas sociedades, el hombre no se pertenece, su estatuto
de persona lo sume, con su estilo propio, en el seno de la
comunidad, aunque él disponga de su singularidad, de su
estilo. Se pueden ampliar las palabras de Mauss sobre los
indios pueblo diciendo que «las personas son de hecho
personajes cuyo rol es figurar en su lugar la totalidad
prefigurada del clan» (Mauss, 1966).
En una sociedad donde el individuo no existe, las
normas colectivas se imponen a todos. Sociedades del
«nosotros de este lugar», y no del «yo mismo, personal-
mente», que determinan de manera rigurosa formas
colectivas de comportamiento según el género, la edad,
la pertenencia al sistema de parentesco, etc. Estos ritos
traen aparejada la felicidad de los iniciados por cambiar
de estatuto y por escapar a la infancia. Unidos a los ante-
pasados y a su comunidad al término de las ceremonias,
gozan de un reconocimiento sin fisuras. Los ritos de
pasaje son una simulación simbólica de la muerte seguida
de un renacimiento bajo una identidad modificada. El
grupo pone en obra una eficacia simbólica para inducir las
condiciones del cambio de la percepción de sí. El joven
nunca más se plantea la cuestión del sentido o del valor de
su vida: sabe que está inmerso en el seno del lazo social en
cuanto hombre o mujer. Esos ritos de pasaje consagran la
pertenencia a un sexo a través de marcas corporales precisas.
Apuntan a la perpetuación de la trama colectiva y de las
representaciones y valores que subyacen a ella. Al término
de las diferentes secuencias del rito, el joven adquiere a veces
16
un nuevo nombre que corresponde a su renacimiento como
adulto con todas sus ventajas y derechos, el iniciado deja la
vivienda de la madre para ir a vivir con su padre o en la co-
munidad de los hombres. Simbólicamente transformado,
convertido en hombre o mujer, es un renaciente, que asume
un nuevo estatuto. En ciertas sociedades debe reaprender
durante algunos días los gestos elementales de la vida
corriente (caminar, comer, hablar, etcétera).

EL TIEMPO FEMENINO

Las niñas son educadas entre las mujeres y comparten


sus actividades familiares. La transmisión se opera con el
correr del tiempo, y el rito de pasaje es una formalidad
simbólica, al tornarlas, por ejemplo, disponibles al matri-
monio o a la procreación. Allí donde a menudo los
varones dejan el universo femenino y maternal para
entrar en la sociedad de los hombres, la entrada de las
chicas en la sociabilidad de su comunidad se hace en
forma insensible. En Samoa, las chicas son desde el inicio
integradas a las tareas domésticas y colectivas, se ocupan
de los niños. El pasaje de la adolescencia se efectúa con
total evidencia sin rupturas.

Las únicas diferencias reales [ ... ] entre una adolescente


y su hermana prepúber eran de orden físico. Ninguna
otra permitía distinguir el grupo de las adolescentes de
aquellas que lo serían en dos años, o de aquellas que
habían llegado a serlo dos años antes (Mead, 1963, 430).

M. Mead observa el contraste del sosiego de la ado-


lescencia en Samoa con el aspecto «tenso y atormentado»
que adopta en nuestras sociedades. No discierne ningún
malestar en este pasaje, y observa a este respecto la
tranquilidad de la sociedad samoana, su flexibilidad, su
17
r
voluntad de evitar todo conflicto, su definición precisa de
lo femenino y lo masculino, su aceptación de la diferencia,
la ausencia de represión sexual, la presencia de una fa-
milia ampliada, y hasta del conjunto de la comunidad,
que conduce al niño a disponer de fuentes diversas de
investidura, una evidencia de la presencia de la sexualidad,
del nacimiento o de la muerte ...
En otras partes, las primeras menstruaciones son el signo
que conduce a su cambio de estatuto. En ocasiones son
aisladas un momento en un lugar específico. Así, entre los
arapesh, la joven es recluida en una choza, desnudada, le
quitan sus joyas y su ropa, que dan a otras niñas. Ruptura
radical con el pasado. Ella sale de su aislamiento tres días
más tarde y recibe las incisiones rituales en los hombros y las
nalgas. Las jóvenes arapesh se casan precozmente y viven
desde entonces varios años bajo la tutela de las mujeres en
la familia de su marido, compartiendo sus tareas (Mead,
1963, 83 sq.). El último momento del rito está en las manos
de su joven marido, que prepara una comida ceremonial
que cierra así el rito de pasaje. Pero la niña, contrariamente
al varón, no conoce ninguna modificación de su vida
cotidiana. No obstante, las sociedades son ambivalentes
frente a las primeras menstruaciones; la sangre escurrida
tiene que ver con una sacralidad benéfica o con el espanto.
Los indios carriers de la Columbia británica aíslan a la
adolescente en una choza alejada de todo. Vestida con
una piel de animal, es un peligro para cualquier hombre
que la percibe, debido a la mancha vinculada con su
persona. Pero entre los apaches, recuerda R. Benedict, los
sacerdotes transitan ante una fila solemne de niñas para
ser tocados por ellas. Su contacto es una bendición (Be-
nedict, 1950, 37-38). En este contexto específico, la
pubertad es, entonces, el signo del pasaje de la infancia
a las responsabilidades adultas.

18
111. ADOLESCENCIAS,
CON EL CORRER DEL TIEMPO

Lo que tengo que decir en el siguiente


libro es casi totalmente ignorado. Son
las mayores extravagancias de mi vida,
y es una suerte que no hayan acabado
peor. Pero mi cabeza, templada en el
tono de un diapasón extraño, estaba
fuera de su diapasón; y lo recobró por
sí misma. Entonces cesaron esas locu-
ras, o por lo menos fueron más acordes
con mi carácter.
JEAN-JACQUES RoussEAu, Mis confesiones3

Si el desvío antropológico a través de otras sociedades


humanas relativiza la noción de adolescencia, recurrir a
la historia no es menos instructivo, al revelar los episodios
de su manifestación en nuestras sociedades.

LA EFEBÍA ATENIENSE

En la Grecia antigua, la paideia (educación) se encuentra


en el corazón de la organización social. Los espartanos
imponen a sus jóvenes una rigurosa educación física y
moral. Los jóvenes (neoi) son sometidos a un largo entre-
namiento. Plutarco recuerda cómo, fuera de la ciudad,
viven con rigor durante años:

Al llegar a su doceavo año, a partir de entonces vivían sin


túnica y no recibían más que un manto para todo el año.
Estaban sucios y no conocían baños ni fricciones, salvo en
ciertos días del año, poco numerosos [... ]. Se acostaban
3 Jean-Jacques Rousseau, Les confessions, Perís, Garnier Freres,

1964. [Mis confesiones, trad de Álvaro Gil, Buenos Aires, Schapire,


1962.]
19
juntos por bandas y tropas sobre especies de jergones que
se habían confeccionado ellos mismos con juncos que
crecían al borde del Eurotas (citado en Sartre, 2011, 24).

La competencia, la emulación durante ejercicios o


enfrentamientos entre grupos se realizan bajo la mirada
de los mayores con el objeto de que nadie se sustraiga
a los combates, a la fatiga, a la dureza de la prueba. Deben
aprender a soportar el calor o el frío, la fatiga y los comba-
tes, la dureza del ejercicio físico. Crecer, convertirse en un
hombre, es prepararse para la guerra, proteger la ciudad
e ignorar el miedo. La educación está fuertemente jerar-
quizada. Cada grupo de jóvenes forma una agelé bajo la
tutela de un jefe, «el más encarnizado en la batalla», dice
Plutarco. Un joven adulto, un irene, ejerce funciones de
vigilancia rígida. Pero él mismo se halla bajo la guardia
del pedonome, un anciano. Ninguna posibilidad de escapar
a la vigilancia minuciosa de los mayores. Esparta no tole-
ra ninguna singularidad, esos jóvenes son obligados a
una obediencia inflexible a las leyes y a la defensa de la
ciudad. Los ancianos son los educadores de los más jóve-
nes a través de una homosexualidad que se encuentra en
el corazón del dispositivo. La pederastia es una etapa ne-
cesaria para el acceso a la edad de hombre. Haber tenido
cantidad de amantes es un título de gloria. No tenerlos
para un joven bien hecho sería una marca de menosprecio
(Schnapp, 1996, 28-29). Entre los cretenses, un rito imita
incluso el casamiento entre el joven y el mayor que se
hace cargo de él. Ningún oprobio vulnera esas relaciones,
muy por el contrario. Los cretenses elaboraron una cos-
tumbre que permite a un amante raptar al joven, no sin
prevenir por anticipado a sus amigos. Esos jóvenes tienen
como mínimo 16 años y más a menudo alrededor de 18-
20; por lo que respecta a sus amantes, no deben ser viejos,
de no ser a riesgo del ridículo (Sartre, 2011, 52).
En Atenas, la efebía es una institución de la ciudad bajo
20
la égida del Estado y está abierta a todos los ciudadanos
(Schnapp, 1996, 32 sq.; Vernant, Vidal-Naquet, 1992, 119
sq.). Uno se vuelve efebo alrededor de los 18 años en el
contexto cívico y militar. Durante un primer año, los jó-
venes están en guarnición en el Pireo, y participan en una
preparación militar en la que les enseñan sobre todo el
manejo de las armas y la existencia en común con adul-
tos. En Atenas, Esparta o Creta, los jóvenes reciben un
entrenamiento físico y moral a la obediencia y el respeto
de las leyes y los dioses, pero su primer cargo es proteger
su ciudad. El pasaje a la edad adulta es producto de ritos
de iniciación. Allí encontramos las tres fases descritas
por A. Van Gennep: el apartamiento de la comunidad
a través del rapto por los amantes, los ejercicios militares
o las guardias en las fronteras del territorio. El joven no
participa ya en el lazo social ordinario está inmerso en
un círculo cerrado que funciona según su registro pro-
pio. El período preliminar está marcado por una inver-
sión frente a las normas ciudadanas. El joven se oculta
de día y vive de noche, roba o caza para alimentarse,
la astucia o el engaño se imponen, la inversión sexual
es acostumbrada, aunque las relaciones amorosas son
cuidadosamente dirigidas, más centradas en una igual-
dad de rango que en una atracción física; pero, al
término de la iniciación, se espera que el joven

engendre más tarde hijos legítimos y que, por lo tanto,


haga uso de su virilidad para perpetuar el cuerpo cívico
[... ]se multiplican las cortapisas con el objeto de asegurar
que ese pasaje obligado por el otro sexo no constituya más
que una etapa provisoria, estrictamente encuadrada
(Sartre, 2011, 37; Vernant, Vidal-Naquet, 1992, 134 sq.).

Después de dos años de ese mundo cerrado y de la


preparación guerrera, los jóvenes se convierten en
ciudadanos con todas sus ventajas y derechos. La
virilidad, por lo tanto, es producto de un aprendizaje en
21
r el sentido de un colectivo donde cada uno rema en la
misma galera. El padre no interviene en la educación de
sus hijos, salvo en cuanto ciudadano contribuyente a la
educación de los varones de la ciudad.
La ciudad es un asunto de hombres en el plano político
o militar, las niñas o las mujeres están relegadas a roles
subalternos, existen primero como esposas y madres, y
su educación apunta sobre todo a prepararlas para la
unión conyugal.

LA PATRIA POTESTAS ROMANA

Entre los romanos, según Varan, la pueritia duraba


hasta los 15 años; la adolescentia, de los 15 a los 30; la
juventus, de los 30 a los 45. Pero una de las parti-
cularidades de Roma es la patria potestas (el poder
paterno), que da al padre un derecho de vida y de muerte
sobre sus niños, una decisión de todo momento sobre su
conducta y proceder hasta su muerte. A su vez, el hijo
ejerce la misma autoridad radi-cal sobre sus propios
niños. A. Fraschetti explica así esa ampliación de la
noción de adolescencia o de juventud pues, finalmente, el
hijo no vuela con sus propias alas sino tardíamente, al
morir su padre (Fraschetti, 1996, 75). N o obstante, existen
ritos intermediarios para con-sagrar el avance en edad.
En octubre de cada año los jóvenes de alrededor de 15-
16 años revisten la toga viril y se dirigen hacia el
Forum y el Capitolio, a veces acompañados por largos
cortejos de dignatarios según su rango social. Acceden
entonces a la posición de ciudadano libre de Roma,
pero permanecen bajo las coerciones de la patria
potestas. Revestidos de su toga viril, inician el aprendi-
zaje propio de sus roles sociales y políticos: una
formación militar con el objeto de valorizar el coraje y,
sobre todo, la disciplina de los ejércitos romanos, y un
22
l
aprendizaje de la elocuencia y de la vida política. A
diferencia de Grecia, las relaciones homosexuales son
más ambiguas, más discutidas, aunque en ocasiones
existen. A. Fraschetti (83) pone esta prevención a cuenta
de la patria potestas: el padre no tolera que otro hombre
desempeñe un papel tan íntimo en la educación de su
hijo.
En cuanto a las niñas, no conocen más que una defi-
nición apta para su condición social, son vírgenes antes
de su casamiento y, luego, esposas; el rito de pasaje a la
edad de mujer depende más bien del momento de la des-
floración por su marido.

ALGARABÍA

Durante largo tiempo, en la Edad Media y más acá,


nuestras sociedades no reconocen bien la infancia ni,
mucho menos, la adolescencia. Exceptuando el breve
?
momento en que su desenlace físico impone la tutela de
sus allegados, el niño está mezclado a los adultos y parti-
cipa en la medida de sus fuerzas en los juegos de su
comunidad o los trabajos del campo y luego se vuelve
aprendiz con un artesano o doméstico. Adulto en espera,
solo su condición física le impide tomar su lugar en los
rangos con derecho propio. La transmisión se efectúa
sobre todo a través del aprendizaje acompañando la tarea
de los mayores o mirándolos hacer. En las familias
acomodadas, el niño pasa rápido de la atención materna
a la tutela de los preceptores o de las gobernantas. «Hasta el
siglo XVIII, la adolescencia se confundía con la infancia»
(Aries, 1973, 43). Muy pronto, el niño se convierte en un
hombre o una mujer, sin transición, y se aleja de sus padres.
Aunque esté mal caracterizada antes del siglo XIX, no
es menos cierto que entre la infancia y el establecimiento
como adulto de muy antiguo existe un período de flo-
23
tamiento. La juventud, por su libertad respecto de los
lazos del matrimonio, dispone de una tolerancia en
materia de impugnación social (algarabíar cuando se
subleva contra hechos consumados de hipocresía, por
ejemplo durante segundas nupcias o casamientos de
chicas jóvenes con hombres de mayor edad. Al agarrotar
los engranajes del lazo social, da sus lecciones de equidad.
La Iglesia o los poderes locales a menudo se inquietan por
las costumbres muy libres de los jóvenes solteros. Algunos
estudiantes llevan una vida vagabunda y a menudo re-
belde. Las fiestas populares, Carnaval, Fuegos de Cuaresma,
Fuegos de San Juan, son los momentos predilectos de los
hombres y mujeres jóvenes que con frecuencia son sus
puntas de lanza. Una sociabilidad juvenil pone en juego una
afirmación viril, la búsqueda de la embriaguez, el gozo del
enfrentamiento con los otros, la búsqueda de relaciones
sexuales, etc. Según las regiones, las justas oponen a los
jóvenes de diferentes pueblos Guegos de pelota en Bretaña
o Normandía, etc.). Los encuentros entre muchachos y
muchachas se efectúan durante vigilias, ferias, fiestas o
bailes. Son momentos privilegiados para iniciar idilios y
encarar noviazgos. Pese a su carácter difuso, la juventud no
es la infancia ni totalmente la adolescencia, aunque no sea
todavía la madurez social.
• La palabra original que da título a este apartado es charivari,
correctamente traducida por «algarabía» en un contexto moderno
pero intraducible por lo que se refiere a sus matices, en particular
los más antiguos. Charivari se remonta a los inicios del siglo XN,
cuando significaba específicamente un alboroto producido por sonidos
discordantes y ruidosos generados por todo tipo de elementos y cuyo
objetivo principal era manifestar reprobación por un matrimonio
mal combinado o segundas nupcias (exactamente a lo que se refiere
a continuación el autor) o por la conducta chocante de una persona.
Con el tiempo fue perdiendo un poco ese carácter de reprobación para
manifestar más que nada un ruido discordante, pero de cualquier
modo lo sigue conservando. Por ejemplo, a mediados del siglo xx se
hablaba todavía de charivari como manifestación del público ante
una obra de teatro o un concierto de mala calidad. [N. del T.]
24
EMIUO
O «EL MURMULLO DE L-\S P.-\SIONES NACIENTES»

Uno de los signos de la emergencia del sentimiento de la


adolescencia en la segunda parte del siglo XVIII es la
publicación de Emilio (escrito entre 1757 y 1762).
Rousseau pone de manifiesto la particularidad de ese
período de la existencia que sucede a la infancia y prepara
para la entrada en la edad de hombre:

Nacemos, por así decirlo, dos veces: una para existir y


la otra para vivir; una para la especie y la otra para el
sexo[ ... ]. Hasta la edad adulta, los niños de los dos sexos
no tienen nada visible que los distinga: la misma cara, la
misma figura, la misma tez, la misma voz, todo es igual:
las chicas son niños, los varones son niños: el mismo
sustantivo basta para seres tan disímiles* [... ]. Como el
rugido del mar precede de lejos la tempestad, esa
tormentosa revolución se anuncia por el murmullo de
las pasiones nacientes: una sorda fermentación advierte
acerca de la proximidad del peligro. Un cambio en el
humor, arrebatos frecuentes, una continua agitación de
espíritu tornan al niño en ocasiones imposible de dis-
ciplinar. Se vuelve sordo a la voz que lo hacía dócil: es
un león en su fiebre, desconoce a su guía, ya no quiere
ser gobernado(1966, 273-274).

La educación del niño cambia entonces de naturaleza, la


adolescencia es implícitamente distinguida: «Hasta aquí
nuestros cuidados no fueron más que juegos de niños
-escribe Rousseau-; solo ahora adquieren una verdadera
importancia» (1966, 273-274). Rousseau señala también
una asociación entre adolescencia y crisis:

* En francés, el sustantivo enfant es neutro y su género solo se


distingue por sus adjetivos y artículos indeterminados (un enfant,
une erifant), lo que refuerza justamente la apreciación de Rousseau.
[N. del T.]
25
En los tratados de educación nos dan grandes peroratas
inútiles y pedantescas sobre los quiméricos deberes de los
niños y no nos dicen una palabra de la parte más importante
y difícil de toda la educación: a saber, la crisis que sirve de
pasaje de la infancia al estado de hombre. Si yo pude volver
útiles estos ensayos por algín motivo, será sobre todo por
haberme expresado largo y tendido sobre esa parte esen-
cial omitida por todos los otros (613).

Sin embargo, Rousseau sigue siendo conservador, y la


educación que da a Sofía la subordina a Emilio:

Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los


hombres. Gustarles, series útiles, hacer que ellos las
amen y honren, educarlos de jóvenes, cuidarlos de
grandes, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida
agradable y dulce: esos son los deberes de las mujeres
en todos los tiempos, y lo que se les debe enseñar desde
la infancia (475).

No obstante, Rousseau expone una educación liberada


de la tutela de las Iglesias y pagará el precio de eso el 9 de
junio de 1762 por un decreto del Parlamento de París que
condena el Emilio a ser lacerado y quemado, y encarcelado
su autor.

UN PRIVILEGIO DE CLASE

La obra de Goethe Los sufrimientos del joven Werther


(1777) inaugura para los jóvenes de condición acomodada
el sentimiento de su diferencia respecto de sus mayores;
la Revolución Francesa pone de manifiesto una juventud
comprometida a quebrar los marcos del Antiguo Régimen.
Para P. Aries (1973), la adolescencia es un concepto de
tonalidad occidental, emerge lentamente en las sociedades
industriales y se cristaliza sobre todo a lo largo del siglo
26
~

XIX, cuando la obligación escolar posterga la entrada en


la vida activa. A los ojos de Aries, el Siegfried de Wagner
representa el primer adolescente moderno; la música de
esa ópera

expresa por primera vez la mezcla de pureza (provisoria),


de fuerza física, de naturismo, de espontaneidad, de ale-
gría de vivir que va a hacer del adolescente el héroe de
nuestro siglo xx [... ]. La juventud parece como encubrir
valores nuevos susceptibles de vivificar una sociedad
envejecida y esclerosada (1973, 49).

El romanticismo bosquejaba ese sentimiento pero sin


referencia a una clase etaria.
La invención de la adolescencia acompaña la emer-
gencia de la familia moderna a partir de fines del siglo
XVIII en el seno de las clases sociales privilegiadas. Esta
última conoce entonces una transformación profunda
convirtiéndose en un lugar de elección mutua entre los
esposos, y se organiza alrededor del niño (Shorter, 1977).
La pareja tiende a unirse alrededor de un afecto recíproco,
y no ya solamente en la preocupación de tradición (impor-
tancia del linaje, de la parentela, etc.), aunque los casa-
mientos de conveniencia no desaparecen totalmente de
los medios burgueses o aristocráticos. Esta mutación de la
familia trae aparejado el sentimiento creciente de la di-
ferencia de las generaciones y la implicación afectiva
alrededor del niño. Pero las clases pobres, ampliamente
mayoritarias, no se sienten muy involucradas antes de
fines del siglo XIX.
Durante largo tiempo, la adolescencia sigue siendo el
privilegio de los hijos de la burguesía debido a la pro-
secución de sus estudios en la segunda parte de la ense-
ñanza secundaria, aunque esta juventud no siempre es
dichosa por ser tratada con dureza, y supervisada con
vigilancia. En 1864, Jules Simon no teme comparar

27
la situación de nuestros propios niños, para quienes la
preparación para los exámenes, el trabajo excesivo y la
ausencia de cuidados, o de cuidados mal entendidos,
son tan deletéreos como puede serlo para los hijos de los
obreros el trabajo prematuro en las fábricas (citado en
Crubellier, 1979, 144).

Esta juventud incomoda por su vitalidad, su sexualidad


naciente, su facilidad para comprometerse en los movi-
mientos de impugnación. Las hijas de la burguesía son
cuidadosamente preservadas de toda aventura para
ofrecer su virginidad a su marido. En cambio, los varones
disponen de la posibilidad de iniciarse sexualmente a su
capricho pero manteniendo las apariencias de la respe-
tabilidad. «Por lo tanto, se necesitan mujeres o chicas
fáciles y discretas para satisfacer los deseos de esos jóvenes:
burguesas emancipadas a veces, sobre todo obreras»
(Crubellier, 1979, 330). Los empleos de las chicas o de las
mujeres son los menos calificados y los peor pagos, y en
ocasiones, para educar a sus niños, muchas obreras se
ven obligadas a prostituirse una vez culminada su jor-
nada de trabajo.
Para una parte importante de la juventud, como lo
atestigua Villermé en 1837, en su Tableau de l'état physi-
que etmoral des ouvriers employés dans les manufactures
de coton, de laine et de soie [Cuadro del estado físico y
moral de los obreros empleados en las manufacturas de
algodón, de lana y de seda], se necesitará tiempo para que
la escuela se haga cargo del conjunto de la juventud
popular. Cuando los niños trabajan, a veces a partir de los
seis años, en jornadas de catorce horas, no se ve muy bien
dónde podrían aprender. La mayoría de las veces son
analfabetos y no conocen infancia ni adolescencia.

Todas las informaciones coinciden en establecer que la


instrucción de los niños admitidos en los talleres desde
los seis años de edad es nula, y ordinariamente aquellos
28
~

que son aceptados antes de los diez u once años no saben


ni leer ni escribir. Por mucho que se hayan abierto algunas
escuelas nocturnas y del domingo, niños fatigados por una
labor de doce o catorce horas, o por el trabajo de la noche
anterior, no están en condiciones de seguir sus lecciones
de manera fructífera (Villermé, 1971, 238).

Por primera vez, la ley de 1841 instituye límites horarios


para el trabajo de los niños. El máximo de una jornada de
trabajo es fijado en ocho horas para los niños de ocho a
doce años y en doce horas para los niños de doce a die-
ciséis. Para esta última franja etaria se habla más bien
entonces de «gente joven» o de «obreros jóvenes», y no
de adolescentes.
El Antiguo Régimen que va tocando a su fin había es-
tablecido los primeros elementos de una enseñanza
técnica superior: la Escuela de Puentes y Caminos (1747),
la Escuela de Minas de París (1783). La Escuela Politécnica
es fundada en 1794, y el mismo año el Conservatorio
Nacional de Artes y Oficios, que, de ser un museo, se
transforma algunos años más tarde en establecimiento
de enseñanza. Algunas escuelas privadas amplían el
dispositivo: Escuela Superior de Comercio (1820 ), Escuela
Central de Artes y Manufacturas (1829). Una juventud
de origen burgués destinada a dirigir el país encuentra así los
lugares de su formación profesional. Muchos otros
establecimientos ven la luz del día en los decenios siguientes.

LA CUESTIÓN DE LA ESCUELA

Durante la Revolución Francesa, la cuestión de lajuventud


es suscitada por los políticos. Los menores de 20 años
representan en la época más del 40 % de la población,
pero casi la totalidad de los mayores de doce están fuera
del sistema escolar. Los jóvenes forman una parte
29
importante de los regimientos hasta el fin del Imperio.
Numerosos proyectos de instrucción y de educación
públicas son examinados durante el período revolu-
cionario (Huerre et al., 1997, 124 sq.; Caron, 2003, 51
sq.). Napoleón crea los liceos bajo el consulado en 1802.
La escuela adquiere una importancia creciente porque es
el primer lugar de la formación del ciudadano. Algunos
pedagogos, como Pestalozzi (1746-1827), Froebel (1782-
1852), luego Decroly (1871-1932), Dewey (1859-1952),
Clarapede (1873-1940), Montessori (1870-1952), Freinet
(1896-1966) y muchos otros, marcan con sus innovacio-
nes el hacerse cargo de la infancia o la adolescencia.
Ya a partir de fines del siglo XVII, la escuela comienza a
?
reemplazar el aprendizaje, el niño es separado de los
adultos y reunido con sus pares en un espacio común bajo
la égida de los maestros. La escuela no es el único lugar
de educación, la familia, la vecindad, el aprendizaje alre-
dedor de un artesano conjugan su acción para la for-
mación del niño, pero ella es la instancia privilegiada
donde el niño aprende a leer, a escribir, a contar y a con-
vertirse en el actor de su vida personal. Cuando existe, se
entra alrededor de los seis o siete años y se sale alrededor
de los doce. «En adelante se admite que el niño no está
maduro para la vida, que debe someterse a un régimen
especial, a una cuarentena, antes de dejar que se una a los
adultos» (Aries, 1973, 313). La Ley Guizot, del28 de junio
de 1833, distingue una instrucción primaria y superior y
fija un programa mínimo de una y otra. La instrucción
moral y religiosa, la lectura, la escritura, el uso de la
lengua francesa y del cálculo, el sistema legal de pesas y
medidas para la primera, y para la segunda nociones de
ciencias físicas, de historia natural, la geografía, la historia
de Francia, el canto. El colegio, por su parte, enseña las
humanidades. Se exhorta a las comunas, solas o con
otras, a abrir una escuela primaria, y una escuela superior
para aquellas cuya población es por lo menos de 6ooo
30
personas. Se impone a cada depar-tamento o grupo de
departamentos a que creen una Escuela Normal Primaria
para la formación de los maestros (Crubellier, 1979, 84).
Hasta la Primera Guerra Mundial, la escolarización
atañe sobre todo a una minoría de varones. Las clases
populares son ampliamente excluidas de ella, y después
del certificado de estudios los varones entran en el mun-
do del aprendizaje o del trabajo, sin conocer realmente
una transición entre la infancia y la madurez social. La
obligación escolar instituida por las leyes Ferry en Francia
en 1882 se detiene a los 13 años. Muchos jóvenes entran
sin prórroga en el universo adulto. Muchos escapan con
anticipación a la obligación escolar. Por cierto, conocen
formas de iniciación a menudo brutales en el mundo del
trabajo: novatadas, vejaciones, puestas a prueba
destinadas a convertirlos en «hombres» y obreros con to-
das las de la ley. Su trabajo absorbe una buena parte de
su energía sin que por ello puedan gozar de las prerro-
gativas adultas. La conscripción, el servicio militar y el
alejamiento del joven a una ciudad de guarnición, a veces
distante, ponen un término a la juventud.
Durante largo tiempo la escolarización excluye
ampliamente a las chicas. Fuera del aprendizaje domés-
tico casi no reciben educación. Los escritos de Diderot o
de Condorcet, que militan por una educación de las
chicas, no tienen muchas consecuencias. Otros autores,
como Proudhon, Comte o Renan, a ejemplo de Rousseau,
consideran que el papel de la mujer es el de guardiana del
hogar, esposa y madre. La escolarización de las chicas
comienza solamente a fines del siglo XVIII y comienzos del
XIX, y está centrada más bien en actividades «femeninas»
como los trabajos de aguja, el canto, el dibujo, la escritura,
y a las otras disciplinas no se les da importancia, a
diferencia de los varones (Caron, 1996, 197).
Como las jóvenes de medios populares, las chicas,
incluso de la burguesía, casi no conocen la segunda parte de
31
la enseñanza secundaria, que procura a los varones el
sentimiento de su diferencia de edad; ellas siguen viviendo
en el hogar familiar a la espera del matrimonio al que están
destinadas (Thiercé, 1999, 117 sq.). La Ley Falloux introduce
la obligación para las comunas de más de 8oo habitantes de
mantener una escuela de niñas, Duruy la extiende en
1867 a las comunas de soo habitantes. La alfabetización
de las chicas luego va muy rápido. En 1881 se funda la
Escuela Normal de Sevres para formar a las futuras
docentes de la segunda parte de la enseñanza secundaria.
El programa dirigido a niñas es igualmente modificado e
integra literatura y moral, apertura frente a programas
anteriores, pero que mantiene la subordinación de las
mujeres a la familia, como lo subraya con toda franqueza
un informe de Jules Gautier al Consejo Académico de
París:

Se apunta a formar el juicio, a dar a la mujer la necesidad


de reflexionar; se la pone en guardia contra el arrebato
y la imaginación, contra la frivolidad del espíritu: nada
de todo eso amenaza su encanto natural. Por el contrario,
se le enseña todo cuanto más tarde puede retenerla en
su hogar, desviarla del ocio [... ]. Se le da el gusto de los
trabajos de su sexo [... ] (en Crubellier, 1979, 288).

La enseñanza de las chicas es alineada sobre la de los


varones solo a partir de los años veinte, mediante una
serie de medidas políticas. Así lo resume A. Crubellier
(1979, 292):

Al término de una primera etapa se había pasado de una


educación superficial, destinada ante todo a propor-
cionar un marido a las jóvenes de la mejor sociedad, a
una educación profundizada que permitiría a una
mayoría abstenerse de él, en rigor, o por lo menos
esperarlo, cuando no escogerlo.

32
Los jóvenes escolarizados, en particular de medios
populares, siguen siendo minoritarios. En el campo, por
ejemplo en Minot, en el Chatillonnais, varones y chicas
guardan las vacas desde los 6 o 7 años, las de sus familias
o las de los otros, «desde que se es lo bastante grande para
abrir la tranquera» (Verdier, 1979, 162). Y hasta los doce
años la existencia se divide según las estaciones, el invier-
no en la escuela y el verano en los campos. El ausentismo,
muy fuerte en el siglo XIX, dura hasta después de la
Segunda Guerra Mundial. Entonces se pide sobre todo a
los alumnos que aprendan a leer, a contar y a escribir.
Raros son los alumnos de Minot que prosiguen sus
estudios en el secundario: las chicas se preparan para el
matrimonio y los varones se consagran a los trabajos del
campo. Se inician en su existencia futura: el conocimiento
de los animales, de las plantas, del ritmo de las estaciones
y los trabajos ... Más allá del cuidado de las vacas, que
es una obligación común, los varones disponen de una
amplitud de movimientos que los llevan a recorrer los
campos: cazan pájaros, matan VI'boras y ganan así algunas
monedas, recogen caracoles, van a pescar, construyen
cabañas, etc. «Mientras ellos corren, ellas cosen» (176). Las
chicas se dedican a las labores: tejido, encaje, remiendos,
etc., al mismo tiempo que vigilan las vacas. Aprenden
también de las otras mujeres en los lugares de sociabilidad
femenina que son el lavadero o la fuente, allí se habla
libremente de las reglas, de la sexualidad, de los abortos
clandestinos, de los partos, etc. A los quince años, las madres
confían su hija a la costurera, que se encarga de despabilarlas
gracias a su conocimiento de los amores de unos y otras y
a su experiencia en materia de seducción (236).
A fines del siglo XIX, para los varones, la primera
comunión, por un lado, y el certificado de estudios por el
otro, alrededor de los doce años, son marcadores sim-
bólicos fuertes de un cambio de estatuto, de un asueto
frente a la infancia. El servicio militar, en principio
33
...
obligatorio para todos desde 1872, es otro hito que marca
una separación con la familia, una mezcla social, y la
entrada en la madurez (Bozon, 1981; Gracieux, 2010).
La mayoría de edad civil es entonces a los 21 años. Pero
existen otras mayorías: 16 años, luego 18 años para la
legislación penal, 25 para el matrimonio, 12 años para
la asistencia pública, que considera que luego los niños se
bastan a sí mismos (Thiercé, 1999, 21). Una ley de 1892
difiere la contratación en las fábricas a los 13 años, 12 con
el certificado de estudios. Hasta la conscripción, el joven
obrero aporta su salario a los padres.
A comienzos del siglo, en París, de 200 ooo niños en
edad escolar, 45 ooo no frecuentan la escuela. Todavía
en 1911, 81% de los varones de 15 a 19 años y 57% de las
chicas de la misma edad ejercen una actividad profesional.
La antigua desconfianza de los obreros o de los campesinos
para con la escuela comienza a caer. La legislación Ferry
conduce en adelante a ver en ella un medio de promoción
social. Numerosos maestros, los famosos «húsares negros
de la República»,* lúcidos sobre su papel en una escuela
laica y republicana, participan en su escala en la trans-
formación de las relaciones sociales, favoreciendo la entrada
al liceo de un número creciente de jóvenes en el filo del siglo.
La escuela participa entonces en un proyecto de sociedad,
encarna un principio de unidad para la república.

JUVENTUDES EN MOVIMIENTO

A partir de la Revolución, el compromiso de la juventud


urbana no se desmentirá a lo largo de los movimientos

• Hussard noir es el apodo que se les daba a los maestros públicos


bajo la lila República después del voto de las leyes escolares llama-
das Leyes Jules Ferry. La paternidad de la expresión corresponde
a Charles Péguy, en sus memorias de infancia, y tiene que ver con
el uniforme que utilizaban. [N. del T.]
34
revolucionarios o de las luchas obreras, enlazados con su
importancia social y su emancipación simbólica como clase
etaria. El joven es percibido como un ciudadano en potencia,
y a partir de entonces se cruzan posturas políticas alrededor
de su persona. Los promotores de la enseñanza popular
se preocupan por su utilización del tiempo después de la
escuela en espera del ejército o el matrimonio, sobre todo
en un contexto de mutación social donde el aprendizaje
entra en crisis frente a la industrialización creciente de la
sociedad francesa. A fines del siglo XIX, los patronatos
bajo la tutela conjunta de los medios católicos o de la
escuela republicana se despliegan para enmarcar a los
jóvenes después de la escuela, a menudo proponiéndoles
actividades deportivas. Se crean «casas de la adoles-
cencia», sobre todo en Saint-Étienne o Nimes, con espacios
de reunión, salas de conferencia, una biblioteca, un
gimnasio y, a veces, animaciones culturales o deportivas
(Thiercé, 1999, 179). Cuando existen, esos patronatos
toman el relevo de la escuela en la utilización del tiempo
de los jóvenes el jueves y el domingo. Pero también hay
que velar por su control en las largas vacaciones escolares
de verano, y las colonias de vacaciones agrupan a un
número creciente de niños a partir del siglo XIX eCrubellier'
1979, 312 sq.).
Los movimientos de juventud alzan vuelo. En 1907,
en Inglaterra, Baden Powell crea el escultismo, primero en
Brownsea, una isla donde organiza un campo iniciando
a un puñado de varones de 12 a 16 años a la autonomía
en plena naturaleza a través de la observación del medio,
la inventiva, el gusto por la exploración, la aventura, etc.
Exoficial del ejército británico, pretende dar a los jóvenes
una formación militar en un contexto lúdico, apartán-
dolos de la influencia que considera deletérea de la ciudad
y de la sociedad industrial. A partir de 1909 se cuentan
más de cien mil scouts en Inglaterra. Algunos años más
tarde aparece el guidismo, es decir, el escultismo destinado
35
a las jóvenes inglesas. En 1911 se crean otras ramas del
escultismo francés: los Exploradores Unionistas. Bajo la
égida de los protestantes,de una forma laica, los Explo-
radores de Francia, y los Exploradores Franceses bajo la
tutela de P. de Coubertin. Primero hostiles a ese tipo de
coberturas, los medios católicos fundan en 1921 la
Federación Nacional de los Scouts de Francia; los Explo-
radores Israelitas, a su vez, aparecen en 1924.
En la Alemania wilhelminiana, el movimiento de los
Wandervogel (pájaros migrantes) nace en reacción al
autoritarismo del sistema educativo y del gobierno ale-
mán. Se constituye en 1896 en un suburbio de Berlín, por
iniciativa de un puñado de estudiantes que exploran los
bosques circundantes. El movimiento se difunde de in-
mediato en el conjunto de las ciudades alemanas,
estrictamente a cargo de jóvenes. Ostenta un rechazo a
la escuela, a la educación, a los docentes, y un llamado a la
libertad, a la aventura, al juego, al rito, una oposición a
la sociedad urbana. El senderismo, las veladas junto a
fuegos de leño, el gusto por la naturaleza en un espíritu
cercano al romanticismo se encuentran en el corazón de
este proyecto. Estas actividades en ruptura con la escuela,
y sobre todo destinadas a los adolescentes, apuntan a im-
plicarlos en una relación concreta con la naturaleza
apostando simultáneamente a la disciplina consentida y
al deseo de aventura (Pociello, Denis, 2000). Doce mil
Wandervogel se alistan en las trincheras de la guerra 14-
18, solo vuelven cinco mil. Después de la guerra, los
movimientos de juventud se fragmentan en Alemania
hasta que la Alemania nazi los reduce a la obediencia con
la creación de las Juventudes Hitlerianas, nacionalistas,
militarizadas y al servicio del régimen. Una de sus
consignas es «Vivir lealmente, luchar hasta la muerte y
morir sonriendo». Sometida, la juventud alemana desfila
en uniforme, con banderas, fanfarrias, etc. Otras expe-
riencias se nutren de esos métodos de inmersión,
36
conjugando trabajo escolar e implicación real en el mundo
para responsabilizar al joven, templar su carácter, llevarlo
a cooperar con los otros. Pero el escultismo atañe sobre
todo a los más jóvenes, sus mayores no se reconocen bien
en su moralismo o los juegos propuestos.
En Alemania primero, en Salem al borde del lago de
Constanza, en el castillo de los marqueses de Bade, lue-
go en Gran Bretaña después de su exilio, K. Hahn de-
sarrolla la Escuela de la Lejanía.

El amor por la aventura, el peligro y el riesgo era la


mayor de las grandes pasiones que podía «proteger» e
inspirar a la juventud -comenta R. Skidelsky-. Navegar
por mares peligrosos, participar en expediciones
difíciles, hacer alpinismo; estas actividades varoniles
ayudarían también a los jóvenes a desarrollar un ideal,
a vencer múltiples obstáculos y a formar amistades
susceptibles de transformar su concepción de la vida
(Skidelsky, 1972, p. 213).

Importante polo de educación de la Gran Bretaña de


posguerra, la Escuela de Hahn radicaliza el escultismo,
recibiendo a jóvenes de 15 a 19 años, reunidos en equipos
de 10 a 12 miembros para un programa intenso de cuatro
semanas. Se pone el acento más en los muchachos que en
las chicas. Expediciones en montaña, formaciones de
tripulaciones para veleros, etc., sobre todo se trata de res-
taurar forma física, confianza en sí mismo, gusto de
emprender, cooperación, etc. La formación del carácter
prima. La influencia de Hahn se dispersó en muchos
otros lugares a través del mundo.
En Francia, a fines de los años veinte se inicia el
movimiento de los albergues de la juventud, cuyo éxito se
incrementa tras las leyes Léo Lagrange sobre las
vacaciones pagas en 1937. El movimiento de los Albergues
de la Juventud es más bien de izquierda, se entra a los
quince y se permanece hasta los treinta. Movimiento
37
educativo y de esparcimientos, no obstante suscita sin
vueltas la cuestión de la acción política. Los jóvenes de
estos grupos asumen su organización alrededor de
principios de autogobierno, del valor educativo del trabajo
manual, de la dh~ersidad, del trabajo en equipo
(Copferman, 1967).

38
IV. EMANCIPACIÓN

Al comienzo no se sabe nada. Solo se


sabe que algo se va a producir. Se sabe
que eso acaba de empezar y que, ahora,
ya no se puede hacer nada, ni trampear;
que solo se puede seguir, como cuando,
atrapado en la multitud, se es empujado
por ella.
EDMOND JABES, Del desierto allibro 4

Para A. Thiercé (1999, 30 sq.), en el siglo xrx la sociedad


francesa descubre la adolescencia siguiendo los pasos de
una relectura de Rousseau como un universo de crisis,
marcado por el surgimiento de la pubertad y las trans-
formaciones fisiológicas. Le presta una atención más
intensa en materia de protección y de educación. La
escuela obligatoria implica para el joven permanecer
bajo la tutela económica de los padres, bajo la coerción de
los maestros. Los pedagogos de la época temen ese
período en el que toda previsibilidad de los comportamien-
tos parece repentinamente desaparecer. Entonces reina
la fobia sexual, a la que la medicina aporta su caución in-
ventando personajes con una larga posteridad por delante:
mujeres histéricas, frígidas, homosexuales, perversos,
masturbadores, etc., figuras temibles con pulsiones de-
letéreas para el lazo social.

Una demanda incesante nace entonces de la familia:


demanda para que la ayuden a resolver esos juegos
desgraciados de la sexualidad y de la alianza, y en-
trampada por ese dispositivo de sexualidad que la
4 Edmond Jabes, Du désert au livre, París, Belfond, 1981. [Del
desierto al libro. Entrevista con M arcel Cohen, trad. de Ana Carrazón
Atienza y Carmen Dominique Sánchez, Madrid, Trotta, 2000.]
39
había investido del exterior [... ], lanza hacia los mé-
dicos, los pedagogos, los psiquiatras, también los
sacerdotes y los pastores, hacia todos los «expertos»
posibles, la larga queja de su sufrimiento sexual»
(Foucault, 1976, 146).

Los adolescentes no se quedan atrás: se afirma que se


entregan desde la infancia a la masturbación, una ac-
tividad contra natura, portadora de muchos peligros
físicos y morales. Con la ambivalencia que los caracteriza,
los pedagogos y los médicos se inquietan por el descu-
brimiento de la sexualidad en esos jóvenes que, a su
juicio, viven un pasaje peligroso, lleno de tentaciones, y
preconizan una vigilancia meticulosa para controlar una
energía desbordante que asusta. Adolescencia rima con
crisis. Rousseau, abundantemente retomado a este res-
pecto, ya lo escribía en el siglo precedente: «Vuestro
espíritu, vuestra imaginación, vuestro corazón y vuestro
cuerpo, todo conspira contra vosotros para perderos.
Esos son adversarios que no se debe dejar en reposo.
Tenedlos constantemente ocupados» (Rousseau, 1966,
284-285). Los cambios de humor, el paroxismo de los
sentimientos, la inquietud sin causa, la tendencia a la
rebelión, etc., son motivos recurrentes de la observación
de los adolescentes y una fuente de vigilancia inquieta
para los educadores. Acompañar sin descanso, controlar,
vigilar, disciplinar son los desafíos de una pedagogía
autoritaria que descubre la adolescencia bajo los aspectos
del peligro.

EL ESTRÉPITO DEL INSTANTE

El muchacho sobre todo está en el corazón de esas in-


quietudes, el Littréy elLarousse observan que adolescencia
«casi no se dice sino hablando de los muchachos» (Thiercé,

40
1999, 15). La literatura se hace eco de esa emergencia
de una clase etaria atormentada y en la búsqueda
vacilante de lo que es. Gente joven puebla en adelante los
relatos: en Balzac, Rastignac (Papá Goriot, 1834-1835),
Félix de Vandenesse (El lirio en el valle, 1835-1836),
Lucien de Rubempré (Ilusiones perdidas, 1837-1843);
en Stendhal, Julien Sorel (Rojo y negro, 1830) o Fabrice
del Dongo (La cartuja de Panna, 1839); en Flaubert,
Frédéric Moreau en La educación sentimental (1869).
Rimbaud es un arquetipo del adolescente rebelde, en
ruptura con su madre, con el lazo social, homosexual,
intratable, por lo menos en ese período de su existencia.
Jules Valles es igualmente emblemático. El niño (1879)
se subleva contra su familia, El bachiller (1881) es una
carga contra la escuela y toda forma de autoridad. En Los
extravíos del colegial Torles (1906), Musil muestra las
violencias de la vida colegial.
En un contexto de transformación social, de pasaje de
una sociedad tradicional a una sociedad industrial, los
juristas, los médicos, los psicólogos se inquietan por lo
que designan como una criminalidad adolescente (Thier-
cé, 1999, 146 sq.). En Francia hay un consenso bastante
amplio para observar en los adolescentes en ruptura un
entorno social y familiar deficiente: Tarde, Lacassagne,
por ejemplo, allí donde la escuela italiana conducida por
Lombroso denuncia más bien un determinismo biológico.
Esa adolescencia da miedo. Los diarios de comienzos del
siglo destacan a los apaches atribuyéndoles gran cantidad
de fechorías.
El término apaches, empleado por primera vez por
periodistas que retoman el comentario de un juez para
designar a un grupo de jóvenes de Belleville, entrará en la
posteridad. En el París de la época designa, de manera
desordenada, a cantidad de jóvenes de medios populares,
con un espíritu contestatario que flirtea con la delin-
cuencia.
41
Los apaches -escribe M. Perrot- cristalizaron un miedo
latente: aquel que una sociedad que envejece y que, sin
embargo, está en plena mutación experimenta ante
esos últimos rebeldes a la disciplina industrial: los
«jóvenes que no quieren trabajar»(1979, 389).

Les gustan las chicas, el alcohol, los bailes, la ropa:


gorro, saco corto y entallado, fular, pantalón pata de ele-
fante ... Vuelven a tomar posesión de manera visible de los
centros de la ciudad de donde fueron alejados los obreros.
Según M. Perrot, desprecian a los burgueses, los polizontes,
el trabajo. Las bandas no están muy organizadas, se reú-
nen alrededor de un líder más deslenguado que los otros.
A veces luchan entre sí por razones de territorio de
rivalidad alrededor de una muchacha. No son truhanes,
aunque algunos dan el paso, y el robo es una de sus
ocupaciones favoritas. Son jóvenes «en el fondo pesi-
mistas, hasta desesperados, no tienen un proyecto y
viven en el estrépito del instante» (1979, 396). Se sublevan
contra una sociedad burguesa en la cual no vislumbran
ningún porvenir feliz. La emergencia de una juventud
rebelde simbolizada por los apaches se inscribe en el con-
texto de una crisis de las disciplinas a comienzos del siglo
xx. Los liceos, las universidades, los establecimientos
penitenciarios, los talleres, son lugares intensos de
reivindicación y de lucha social para una juventud que se
siente explotada y obligada injustamente en sus maneras
de ser por sus mayores. La juventud obrera sobre todo se
siente en una situación inestable con una sociedad
burguesa que se inquieta por su turbulencia y su rechazo
a entrar en las filas. El agrupamiento juvenil que comienza
a efectuarse entonces en los establecimientos, los barrios
o la esquina de las calles es una manera de reconocerse,
de afirmarse como clase etaria, y de construirse en el seno
..
<> .
~

de una sociabilidad de círculo cerrado. La hecatombe de


la Primera Guerra Mundial pone un término a esas re be-
42
liones. Para los sobrevivientes, opone a los combatientes
del frente con las viejas generaciones de la retaguardia.
«La conciencia de la juventud fue primero un senti-
miento de excombatiente», evoca P. Aries (1973, so).

UNA CIENCIA DE LA ADOLESCENCIA

La adolescencia es, entonces, una tierra ignota cargada


de inquietud, máxime cuando aporta la subversión en el
seno mismo de las familias más honorables. La tarea es
comprender ese período de la existencia creado por la
transformación de las instituciones sociales, inédita en su
amplitud sociológica, y por las preocupaciones que suscita
en el plano social, económico, pedagógico y político. Por
primera vez en nuestras sociedades la adolescencia se
constituye en clase etaria y forma una generación. La
psicología de la adolescencia nace en esa época en Francia
(Ribot, Compayré, Mendousse, etc.) y en otras partes;
anuda entonces relaciones estrechas con la pedagogía
para pensar mejor el control de los alumnos. Mendousse
publica L'dme de l'adolescent (El alma del adolescente)
en 1907; luego, L'dme de ['adolescente (El alma de la
adolescente) en 1927. M. Debesse, quien comienza sus
trabajos en los años treinta, publica La crisis de
originalidad juvenil en 1937, donde trata de comprender
la voluntad de singularidad del joven, sobre todo frente a
sus padres. A su modo de ver,

la adolescencia en su totalidad, ¿no es una crisis desde


el punto de vista fisiológico tanto como psicológico?
¿Los ancianos no la han descrito como una embriaguez
espiritual? ¿Escritores y sabios contemporáneos no se
•.
> /
sintieron atraídos por ese carácter tumultuoso, eruptivo
del comportamiento juvenil? (1941, p. 7).

La literatura ve emerger figuras de adolescentes o de


43
jóvenes en el centro de novelas sobresalientes: en Francia,
por ejemplo, Claudine en la escuela (1900), de Colette; el
Juan Cristóbal de R. Rolland (entre 1903 y 1912); El gran
Meaulnes, de Alain-Fournier (1913); El diablo en el
cuerpo, de R. Radiguet (1923); Los Thibault, de R.
Martín du Gard (1922 y 1940);AdenArabia, de P. Nizan
(1938), textos de Gide, los personajes de Gilberte y
Albertine en Proust, etcétera.
En los Estados Unidos, los tres volúmenes de la obra de
G. S. Hall: Adolescence, its psychology and its relation to
physiology, anthropology, sociology, sex, crime, religion
and education (1904) describen la adolescencia corno un
período difícil ligado al desajuste entre los recursos del
joven y los imperativos de conocimiento y de formación
ligados a la madurez social. En el contexto de las trans-
formaciones económicas, sociales y culturales de fines
del siglo xrx y comienzos del xx, la dimensión rnulticultu-
ral de muchas ciudades estadounidenses suscita la dificul-
tad de la integración para numerosos jóvenes en una
situación inestable entre dos mundos. Hall describe la
adolescencia corno un período de malestar, de ajuste
delicado a una madurez social nunca totalmente dada.
Los sociólogos de la Escuela de Chicago hacen entrar la
adolescencia y la juventud en la historia de las ciencias
sociales, interesándose en particular en la delincuencia
juvenil (F. Trasher, The gang, 1927; C. R. Shaw, TheJake
roller: a deliquant boy's own story, 1930) o en las
conductas marginales (W. R. Thornas, The unadjusted
girl, 1923). Los trabajos en la materia no dejan de
renovarse con el correr del tiempo con el desarrollo del
interaccionisrno simbólico (Le Breton, 2004). Curio-
samente, Freud solo concede importancia a la pubertad,
no se preocupa por la adolescencia. Habrá que esperar un
?
artículo de E. Jones en 1922; luego, los trabajos de
Bernfeld, de Aichorn o de Anna Freud (Huerre et al., 181
sq.) para que el psicoanálisis se interese en ella.
44
«ESA COSA QUE QUIERO Y QUE :NO SÉ»

Después de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad es-


tadounidense entra en un período de crecimiento eco-
nómico, de consumo ampliado y de lucha social por los
derechos cívicos. En este contexto, el alargamiento de la
duración de los estudios y de la formación profesional
crea una inmensa población adolescente. La entrada en
la madurez social exige en adelante un largo período de
tiempo, una moratoria, como escribirá E. Erikson (1972),
en cuyo transcurso el joven no es ya un niño sin disponer
todavía de las prerrogativas de la edad de hombre; da
vueltas ante una independencia económica que se hace
esperar mientras que su cuerpo y sus aspiraciones son ya
adultos, y casi no dispone de autonomía. Sin embargo, la
adolescencia deja de ser solamente una espera de
responsabilidad venidera, como si ese período no fuera
más que una edad ingrata que hay que pasar. Ya en 1942
Parsons (1950) describe la emergencia de una youth
culture que adquiere una importancia creciente con el
correr del tiempo, sobre todo después de la guerra a través
de la explosión escolar, con su prolongación en las uni-
versidades que desemboca en una studentry que va
mucho más allá de los veinticinco años. En los años
cincuenta comienza a vivirse como un período exaltante
de la vida, aunque a menudo esté marcada de inquietud.
Lejos de su antigua subordinación al universo adulto, se
erige suavemente en potencia económica y cultural,
comienza a imponer sus gustos al conjunto de la sociedad
y su influencia no deja de crecer, no solo en los Estados
Unidos sino también en Europa. A comienzos de 1956, 13
millones de jóvenes tienen entre 13 y 19 años. Una
generación privilegiada, surgida de todos los medios so-
ciales, frecuenta las High Schools (los establecimientos
secundarios) con las actividades culturales que las
acompañan: fraternidades, bailes, deportes, con sus
45
lugares propios (bares de jóvenes, etc.) (Sirinelli, 2003,
172 sq.).

En adelante, los jóvenes pasaban la mayor parte de su


tiempo entre ellos y sin los adultos, ya sea en la escuela
o en el mundo del trabajo, donde la estructura jerárquica
desempeñaba su papel. Pero lo que sobre todo contaba
eran las formas nuevas de interacción: ya no era la
relación padres-hijos o alumnos-docentes la que admi-
nistraba su recompensa social, sino la relación entre
pares (Passerini, 1996, 380).

Algunas obras dan entonces testimonio del malestar


adolescente, de la incertidumbre dolorosa de ese período.
The catcher in the rye (El cazador oculto), de Salinger,
aparecido en 1951, narra la deriva de Rolden Caufield en
las calles de Nueva York, tras haber sido expulsado de su
escuela de Connecticut. Durante tres días de vagabundeo
descubre un mundo en el cual no se reconoce. No desea
«ganar un montón de plata» si para eso hay que aceptar
callarse sobre lo que reprueba de la inautenticidad de las
relaciones sociales. El malestar de vivir de los adolescentes
es descrito con sensibilidad por C. McCullers en The heart
is a lonely hunter, 1940 (El corazón es un cazador
solitario). En una ciudad pobre del sur de los Estados
Unidos se sigue a una serie de personajes entre los cua-
les está Mick, una adolescente de trece-catorce años,
en plena angustia. Ella busca su lugar y piensa que «no
hay un buen sitio». Intenta comprender la insatis-
facción que la socava: «Era mucho peor que tener
hambre y, sin embargo, era algo del mismo tipo:
quiero, quiero [ ... ] era todo lo que ella podía pensar.
Pero ¿qué quería exactamente? No lo sabía», escribe
C. McCullers. Un día conoce un momento de ilu-
minación caminando en la ciudad, gracias a una
ventana abierta y a una radio que retransmite un
concierto:
46
Durante un minuto la obertura vaciló. Un paseo o una
marcha, como si Dios se pavoneara. Bruscamente se sintió
helada por fuera, y únicamente la primera parte de la
música era cálida en su corazón[ ... ]. Luego la música se
reanudó, más imperiosa y más poderosa. Eso no tenía
nada que ver con Dios. Era ella, Mick Kelly, caminando en
la luz del día y totalmente sola en la noche. Bajo el cálido
sol y en la negrura con todos sus planes y sus sentimientos.
Esa música era ella ... su yo real.

Escribe una sonata que titula: «Esa cosa que quiero y


que no sé», pero pronto su universo vuela en pedazos. En
1946, en The member of the wedding (Frankie Adams),
una joven de doce años lucha contra la soledad, la in-
diferencia de los adultos, la incomunicabilidad. En 1963,
S. Plath publica The belljar (La campana de cristal), el
relato premonitorio de una joven de diecinueve años,
desgarrada entre su deseo de creación y de libertad y el
modelo femenino que su entorno le impone. No se
imagina en el ciclo rutinario de un papel de esposa y de
madre. En varias oportunidades intenta matarse. En las
últimas páginas del libro se sorprende al descubrirse vi-
va y se hace una composición de lugar sobre el tiempo que
se anuncia para ella: «No iba a casarme. Me parece que
tendría que haber un rito para el "renacimiento", recon-
ciliado, curado, y bueno para la ruta[ ... ]». La misma S.
Plath se matará a los 31 años.
Una serie de películas en torno a la adolescencia y la
juventud marcan los años cincuenta, con varios films de
Kazan: On the water front (Nido de ratas, 1954), East of
Eden (Al este del Edén, 1955), Baby Doll (1956) y The wild
one (El salvaje, 1953), de L. Benedek; Rebel without a
cause (Rebelde sin causa, 1955), de N. Ray; West Side
Story (1961), de R. Wise. Estas películas no se dirigen
solamente a los adolescentes, pero son recibidas por ellos
de manera privilegiada. En The wild one, Marlon Erando
encarna a un motero incomprendido por los adultos,
47
L
r
impenetrable y atormentado. En el film Rebel without a
cause, James Dean representa a un adolescente torturado
que no se reconoce en la sociedad donde vive. En la
película declara: «No quiero aprender a vivir en el
mundo». Su compañera, Nathalie Wood, lo comprende
y van a construirse juntos contra el universo adulto, uno
y otra, «Nunca más solos», dice ella. El joven actor
desbarata entonces los modelos de virilidad. Sal Mineo,
uno de los actores del film, dirá que antes de «James
Dean uno era o un bebé o un hombre. No había nada en
el medio» (Bordo, 2000, 141). James Dean construye el
mito del hombre-niño, a la vez viril y frágil, y se da como
modelo de identificación para millones de adolescentes
tironeados entre los dos modelos.

EsCUCHANDO EL TRANSISTOR

P. Yonnet (1985) sitúa alrededor de 1954 la emergencia


de esta cultura adolescente, con el inmenso éxito de la
canción de Bill Haley Rock around the clock, el primero
destinado directamente al mercado adolescente (Passe-
rini, 1996, 400). El siguiente año, R. Brooks retoma esa
canción para los créditos de una película emblemática
del malestar de la juventud: Blackboardjungle (Semilla
de maldad). También en 1954 Elvis Presley graba su
primer disco. La música rock revela una generación a sí
misma. Le confiere «una conciencia de clase», según la
fórmula de P. Yonnet (1985, 181). El rock atraviesa el
Atlántico a fines de los años cincuenta y la música da a las
generaciones sucesivas un modo de reconocimiento que
las distingue de las otras clases etarias. En los años
sesenta, en los Estados Unidos, lapop music toma el re-
levo en el contexto de la oposición al compromiso
estadounidense en Vietnam. Las fronteras sociales y
culturales se disuelven para las jóvenes generaciones
48
que, a través del mundo, comienzan a escuchar las mis-
mas músicas y afirman así la especificidad de su gusto en
oposición a sus mayores. El festival de Woodstock (1969)
reúne a varios centenares de miles de participantes.
En Francia, la revista Salut les copains, lanzada en
1962, tira un millón de ejemplares, seguida poco después
por Mademoiselle age tendre. La música es omnipresente
en la vida cotidiana y en las fiestas juveniles que se
multiplican (baile, fiesta sorpresa, etc.) y mantienen un
clima de flirteo, de juegos, de exuberancia. Por cierto, los
gustos permanecen en parte marcados por pertenencias
de clase y por una diferenciación sexual (Sohn, 2001, 93).
La audiencia del programa Salut les copains llega al 52%
de los escolares, 47% de los jóvenes de medios obreros,
pero solamente 31% de los niños de cuadros o de miembros
de profesiones liberales (Sohn, 2001, 92). A. Ernaux
escribe en su diario:

Nosotros preparábamos nuestros certificados de


licencia escuchando el transistor. Íbamos a ver Cleo de 5
a 7, El año pasado en Marienbad, Bergman, Buñuel y el
cine italiano. Nos gustaban Léo Ferré, Barbara, Jean
Ferrat, Lény Escudero y Claude Nougaro. Leíamos Hara-
Kiri. No sentíamos nada en común con los yeyés que
decían "quién lo conoce a Hitler" y sus ídolos más
jóvenes que nosotros, chicas con coletas y con canciones
para cursos de recreación, muchachos que rugen o
ruedan por tierra en la escena (Ernaux, 2008, 84).

LA INVENCIÓN NECESARIA

En Francia, la juventud se vuelve un desvelo político a


partir de los años cincuenta, sobre todo a través de una
preocupación para la familia, el alojamiento, la escuela...
J.-F. Sirinelli cita un discurso de G. Pompidou durante la
inauguración de un liceo técnico en Albi en 1964: «La
49
L
población escolar de Francia era en 1939 de apenas 5
millones; hoy es de cerca de 9 millones. La enseñanza
secundaria, en 1939, tenía 444 ooo alumnos. Hoy tiene
1 8oo ooo. La enseñanza técnica, en 1939, tenía 70 ooo
alumnos. Hoy tiene 510 ooo» (en Sirinelli, 2003, 58). En
1950 solamente el 5,12% de una clase etaria obtiene el
bachillerato (32 ooo ), veinte años más tarde el porcentaje
se ha quintuplicado, con 168 ooo bachilleres (Sirinelli,
2003,61).Enlashuellasdelbabyboom,losañoscincuenta
y sesenta inventan la adolescencia en el sentido con-
temporáneo del término. La obligación escolar es diferida
de 14 a 16 años en 1959. Pero en los años sesenta todavía
la mitad de los varones trabaja a los 16 años. En 1958 A.
Sauvy publica La montée des jeunes, donde deja cons-
tancia de la renovación demográfica y llama a los poderes
públicos a considerar mejor a la juventud invirtiendo
más en la industria, la agricultura, la salud, la enseñanza,
el alojamiento, las comunicaciones, etc. Las tensiones
entre las generaciones, que habían sido moderadas antes
de la guerra debido a roles relativamente establecidos y
planteados como provisionales, adoptan amplitud. Las
viejas posiciones de autoridad comienzan lentamente a
fisurarse (Bantigny, 2007, 41).
Para Morin (1962), la adolescencia adquiere su dimen-
sión sociológica a mediados del siglo xx, a través de la
emergencia cada vez más clara con el correr del tiempo
del sentimiento de pertenencia a una clase etaria, con sus
valores, sus modos de vida, su cultura, su sociabilidad.
Poco a poco, sobre todo a partir de los años sesenta, se de-
sarrolla un mercado específico de la juventud alrededor
de subculturas que atañen a clases o grupos particulares,
y no deja de diversificar sus blancos. Cada vez son más
claras las distinciones entre franjas etarias. La televisión
hace su entrada en los hogares, y todavía más el giradiscos
y el transistor, que se convierten en las herramientas
privilegiadas de la sociabilidad adolescente.
50
Por primera vez -escribe A. Ernaux en su diario- se podía
oír música en cualquier lado, en la arena de la playa, junto
a la cabeza, caminando por la calle. La alegria del transis-
tor era de una especie desconocida, la de poder estar solo
sin estarlo, de disponer a su capricho del ruido y de la
diversidad del mundo (Ernaux, 2008, 81).

La generación del baby boom aprovecha circunstan-


cias sociales y culturales de excepción, es la primera
confrontada en tal escala a la cuestión de su entrada en
la madurez social y del sentido de su existencia. No
dispone de ningún modelo anterior para labrarse el
camino, está obligada a inventar. Su libertad es inmensa
respecto de las otras generaciones. Se distingue de sus
mayores no solo por una cultura propia, sobre todo
musical, sino también por signos vestimentarios y físicos
(por ejemplo el pelo largo) que hacen correr mucha tinta
y suscitan muchos conflictos en las familias. Se establece
una ruptura entre las generaciones. En adelante, el saber
de los mayores es cuestionado, el sentimiento de la
proximidad del círculo cerrado prevalece sobre la relación
con los padres y con las otras generaciones. «Se esperaba
de nosotros la aceptación natural de la transmisión. Ante
ese futuro asignado, uno tenía ganas de seguir siendo
joven largo tiempo» (Ernaux, 2008, 81).

BAJO EL IMPERIO DEL VIAJE

En forma paralela a la música, la beat generation, alre-


dedor de personajes de referencia como Kerouac, Cassidy,
Ginsberg o Burroughs, inicia el desenganche con el
American way of lije y la afirmación de una conciencia
propia. El libro de J. Kerouac On the road (En el camino),
escrito en 1941, se publica en 1957 y tiene un enorme
éxito de público. Los años sesenta radicalizan ese

51
movimiento. La movida hippie afirma los valores de no
violencia, de amor libre, la exploración por las drogas, el
viaje ... Para T. Leary, drogas como el LSD o el hachís iban
a ampliar la conciencia y, de ahí, modificar las relaciones
de los individuos entre sí. Época de los caminos de
Katmandú o de otras partes, miles de jóvenes abandonan
a sus familias y se instalan en comunidades o parten al
Oriente en busca de espiritualidad, de libertad y de un
acceso fácil a las drogas. Ellos suministran la mayoría
de los objetores de conciencia o de los desertores del
ejército estadounidense. En la misma época, alrededor
de 500 ooo jóvenes, de entre 14 y 17 años, se fugan de casa
de sus padres. Entre 1965 y 1967, sobre todo, el barrio de
Haight Ashbury en San Francisco se convierte en un lugar
de experimentación social de la movida hippie.
El alcohol, la droga, la fiesta, inician su lento recorrido
de penetración social. La droga invade la pop music y se
convierte en un fenómeno que alcanza a una parte de la
juventud occidental. Es cantada por los Beatles, los Rolling
Stones, Bob Dylan, Jim Morrison, etc. Las entradas de
toxicómanos en los hospitales explotan en Francia alre-
dedor de los años 1967-1968. En los Estados Unidos el
consumo, todavía anodino en 1962, con 1% de los jóvenes
de 12 a 17 años que fumaron marihuana y 4% de los 18-
25 años, pasa en 1979 a 31% y 68%, y para las drogas
duras, allí donde eran de 0,5% para los 12-17 años y 3%
para los 18-25 años, es de 9% y 33% para el consumo de
alucinógenos, de cocaína o de heroína (Bachmann,
Coppel, 1989, 487).
Tras varios años en Marmottan• a fines de los años
setenta, C. Olievenstein observa el cambio radical de
reclutamiento de los jóvenes toxicómanos. «Se había
acabado la generación de los drogados bellos, inteligentes
• El Centro Médico Marmottan, fundado por C. Olivenstein en
1971, es considerado el centro de referencia en las toxicomanías
y adicciones. [N. del T.]
52
y cultivados. El tipo dominante era el sinvergüenza de
suburbios, de origen obrero y, a menudo, hijo de in-
migrantes. Con jeans, botas y camperas de cuero con
tiras» (1983, 170). Las drogas alucinógenas como el LSD,
que testimonian una búsqueda de espiritualidad, de
participación, de alternativas al mundo enlazadas con
los valores de la movida hippie, son desbordadas por
drogas duras e individualistas como la heroína. Los
valores contraculturales son desbordados por una
búsqueda de sensaciones, de olvido, de ausencia, de
«viaje». En ese libro, comprobación de los usos de drogas
a comienzos de los años ochenta, C. Olievenstein observa
la trivialización del hachís en los liceos y entre los jóvenes
de clases medias. En los complejos urbanísticos que
rodean las grandes ciudades observa la emergencia de
una toxicomanía de niños a partir de los nueve años que
recurren a productos baratos: solventes orgánicos como
el tricloroetileno y el agua escarlata, quitamanchas fáciles
de encontrar, o incluso nafta, éter, pegamento. Y
comprueba la explosión de la cantidad de toxicómanos
recibidos en Marmottan.

FECHORÍAS POR GOCE

A fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta,


los diarios franceses dan bombo a enfrentamientos entre
grupos de jóvenes de medios obreros llamando «camperas
negras» a sus protagonistas; Inglaterra tiene a sus teddy
boys en el origen de motines durante el verano de 1958.
Algún tiempo antes, el 31 de diciembre de 1956, miles de
jóvenes se reúnen en el centro de Estocolmo y producen
actos vandálicos en varias calles, los hooligans causan
estragos en Polonia, en Alemania, en Dinamarca, en los
Países Bajos, en Checoslovaquia, en Hungría y en la
Unión Soviética. Los camperas negras son jóvenes de
53
medios populares que carecen de distracciones y de
perspectivas y adoptan actitudes vestimentarias y
corporales que engendran inquietud. Llevan jeans y
camisetas ceñidas, camperas de cuero, adoptan posturas
inéditas, se interpelan ruidosamente modificando los
códigos de comportamientos del espacio público. Sobre
todo luego de la famosa noche de Salut les copains, en
junio de 1963, cuando un concierto gratuito reúne a
ciento cincuenta mil jóvenes. Al final de la velada rompen
algunos vidrios, dañan autos, finalmente poca cosa, pero
la prensa amalgama camperas negras y rock (Sohn,
2001, 265 sq.; Sirinelli, 2003, 114-115). El mismo año, en
Brighton, los mods, adeptos del rythm and blues y más
bien surgidos de las clases medias, se enfrentan con los
rockers, fans de Gene Vincent o de Chuck Berry y de
origen obrero.
Los robos de escúters, de autos o de discos son las acti-
vidades mayores de la delincuencia juvenil de la época,
en ocasiones también actos de vandalismo contra
instituciones eescuela, edificios públicos); las infracciones
contra las personas son poco cuantiosas, pero los mínimos
desvíos de la juventud, en particular los enfrentamientos
entre bandas, perturban enormemente a la población
francesa. «La condena de estos actos se tornaba tanto
más intensa cuanto que estos no parecían ya constituir,
como durante la guerra, delitos de "necesidad", sino más
bien fechorías de "goce"» (Bantigny, 2007, 145). Se trata
de jóvenes que «juegan» a ser bribones y permanecen
alejados del mundo de los truhanes. La «banda» se
connota de negatividad mientras que no está nece-
sariamente ligada con la delincuencia, sino que más
bien traduce el agrupamiento en un marco urbano de
jóvenes habitantes de un mismo barrio popular. Como
observa G. Mauger (2006, 68 sq.), el calificativo
fácilmente podía aplicarse a la mayoría de la juventud
masculina obrera a través de la asociación «clases tra-
54
bajadoras» y «clases peligrosas», particularmente en una
época de transformaciones sociales y de luchas políticas.
En Les barjots, su estudio sobre las bandas de los años
sesenta, J. Monod narra una escena de la sociabilidad
cotidiana de jóvenes designados como bribones por las
poblaciones circundantes. Un joven se levanta del banco
y va a golpear violentamente a otro en el bajo vientre
antes de

volver al banco con un aire decidido. Era un muchacho


de dieciséis años, rubio, lindo, y que parecía muy paga-
do de sí mismo. Caminaba con una actitud arrogante.
Cuando se sentó, con las manos en el cinturón, extendió
las piernas, luego sacó un cigarrillo del bolsillo de su
camisa negra y lo hizo saltar a sus labios sin tocarlo.
Todo eso, en un western, habría hecho sonreír, pero a
ninguno de sus compañeros se le ocurría hacerlo. El rol
era actuado a la perfección, sin errores, aparentemente
eso era lo esencial (Monod, 1968, 6o).

Más allá de una gestualidad particular que juega a la


virilidad hastiada y de un uso irónico de la lengua, J.
Monod analiza también el estilo vestimentario que
comienza a distinguir a diferentes fracciones de la
juventud. «Rufián lingüístico -escribe-, el bribón tam-
bién es un rufián vestimentario» (205).
El año 1968 asiste a la instauración de una rebelión de
la juventud en países tan diferentes como Polonia,
Checoslovaquia, Alemania, Italia, España, Inglaterra,
los Estados Unidos o Francia. Más allá de una crítica de
la universidad, el propósito apunta sobre todo a un
rechazo de las condiciones de existencia en las cuales
sofocan esos jóvenes. Mayo de 1968, al respecto, es una
«rebelión contra el padre», según la fórmula de G.
Mendel, una voluntad obstinada de romper con las rutinas
rehusando volverse como los padres. Los fundamentos
mismos de las sociedades occidentales conocen un temblor
55
de sentido del que salen modificadas en múltiples aspectos.
Una conciencia aguda nace del tironeo entre las
posibilidades de desarrollo individual y el arnés moral
que las sociedades imponen a sus miembros. La
sexualidad, sobre todo, se libera de sus arneses. Las
consignas de transformar la sociedad (Marx) o de cambiar
el mundo (Rimbaud) conjugan su fuerza critica para con
un mundo que se obstina en durar pese a sus desigualdades
y sus injusticias. La búsqueda de independencia de la
juventud explota y pretende derrocar las formas antiguas
de autoridad en el seno de la familia, de la escuela, de la
universidad ... «No queremos un mundo donde la garantía
de no morir de hambre se intercambia por el riesgo de
morir de aburrimiento», escribe R. Vaneigem (1967, 8)
en su Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes
generaciones. Annie Ernaux resume esa turbulencia en
una frase concisa: «Las juventudes del mundo daban
noticias con violencia. En la guerra de Vietnam encon-
traban razones para rebelarse, y en las Cien Flores de
Mao para soñar» (Ernaux, 2008, g6). La juventud se
emancipa de la antigua tutela de los adultos; en adelante
rechaza su condición subalterna. Y la .adolescencia se
vuelve más sobresaliente entre la infancia y ese momento
de la juventud.

56
V. ADOLESCENCIAS LÍQUIDAS

A los dieciséis años me regalaron una


bicicleta; nunca me volvieron a ver.
PAuL MoRAND

Solo existen jóvenes a través de la singularidad de su


historia en el interior de una condición social y cultural,
de un sexo, pero también y, sobre todo, de una condi-
ción afectiva. Desde hace una veintena de años la
adolescencia está impregnada de significaciones
múltiples bajo la égida de las transformaciones sociales
y culturales de nuestras sociedades. Hacia atrás y
hacia adelante, ha estallado. La preadolescencia tradu-
ce la salida a veces precoz fuera del universo simbólico
de la infancia. Algunos queman las etapas, a imagen
de las lolitas que adornan sus cuerpos impúberes con
una seducción que no es de su edad. En los años
noventa, el marketing inventa el término tween, que
remite a niñas de entre 8 y 12 años. Algunas revistas las
convencen de que ya son mujeres y se deben a
imperativos de delgadez, de belleza, de seducción, de
moda. Objetos específicos de consumo que van de
cosméticos a ropa, de productos de maquillaje a mo-
dalidades de su peinado se ofrecen a ellas. De manera
precoz, las niñas hoy están inmersas en un dispositivo
de marketing y de ofertas de productos para adaptarlas
al mercado.

57
r '
MrNIMUJERES, MINIHOMBRES

La apancwn de una moda hipersexualizada (Julien,


2010) conduce a niñas pequeñas a un atuendo vestimen-
tario y a actitudes que les dan el aspecto de mujeres
jóvenes cuando, en ocasiones, son prepúberes. Precoz-
mente, antes de cualquier experiencia sexual, testean la
mirada de los varones recalcando sin saberlo su
disponibilidad. Este último decenio asistió a la aparición
en Japón de una cultura joven y femenina que reivindica
un nuevo estilo de belleza, la shojo: una muchacha con
apariencia de muñeca. Un fantasma a lo Lolita en una
voluntad de congelar el tiempo, de transportarse a un
universo de muñeca, sin duda efímero pero que procu-
ra un fuerte sentimiento de existir en la nostalgia del
presente. Usan lentes de contacto de diferentes colores,
llevan zapatos con tacos compensados, se tiñen el pelo de
colores improbables, se rediseñan las cejas y llevan ropa
fuertemente coloreada, provocando una sensación de
extrañeza. Estas chicas distan de los modelos comunes,
elaboran sus propios criterios de apreciación y se inventan
un personaje. Se agrupan así en diferentes «tribus», en
las que el cuerpo y los adornos son los accesorios
indispensables para entrar en la piel de su personaje.
En otros lugares, nenas de doce o trece años viven una
sexualidad regular; a veces ya están encintas, unas por
desconocimiento de los medios contraceptivos, otras, que
no se sienten a gusto en su pellejo, para tranquilizarse so-
bre su valor personal recurriendo inconscientemente a la
maternidad como medio de existir y obtener una posición.
Algunos varones de la misma edad tienen tras ellos una
carrera criminal bien cargada. Los avisos publicitarios,
que dejan constancia de la inversión de las generaciones,
muestran a mujercitas u hombrecitos de diez años o
menos, ya de vuelta de todo, dando lecciones con
complacencia a sus padres que no comprenden nada. Los
58
mnos dejaron de ser totalmente niños, cada vez más
llamados a decidir por sí mismos con una autonomía
creciente, y a menudo encargados de iniciar a sus padres
en las nuevas tecnologías; con frecuencia son cargados
con una responsabilidad que no es de su edad debido al
retroceso de la posición educativa de los mayores. Algunos
jóvenes en situación marginal, sobre todo en los barrios
de complejos urbanísticos, sin acceso a una plena actividad
económica o cívica, ostentan las prerrogativas del adulto
en la sobrepuja, caricaturizan la virilidad buscando las
relaciones de fuerza, la dominación sobre las chicas, el
uso del auto con desprecio del código de la ruta, la opo-
sición sistemática a la policía, etc. La duda sobre la
virilidad suscitada por una posición social menospreciada
es conjurada por una demostración de fuerza que trans-
forma muchas situaciones triviales en un desafío que se
debe enfrentar.

EL ADOLESCENTE ETERNO

En el lado opuesto, algunos jóvenes que superaron


ampliamente los veinte años señalan la persistencia de
una posición juvenil. Algunos de manera dolorosa porque
su situación precaria no les autoriza a adquirir su auto-
nomía a causa de la desocupación, de la sucesión de
pequeños trabajos, y la solidaridad familiar los protege.
Algunos se plantan en una posición conflictiva, no siem-
pre accediendo al término de su adolescencia. «A ese
estado de tormento permanente siempre se mezcla cierto
elemento de satisfacción», escribe a su respecto P. Blos
(1962, 253). Otros, a imagen de Tanguy (héroe epónimo
del film de Étienne Chatiliez) o de los Jackass (héroes de
un programa de culto emitido sobre todo en las cadenas
de cable, que muestra a adolescentes típicos multiplicando
los desafíos escatológicos o físicamente arriesgados), se
59
reivindican como «eternos adolescentes», impugnando
toda asignación a su edad y exhibiendo comportamientos
antaño asociados a la pubertad. No quieren «crecer».
Más bien son varones. El alargamiento de la juventud
atañe también a jóvenes que prosiguen sus estudios y
solo tardíamente entran en el mercado del trabajo. Para
los estudiantes o los jóvenes en formación, la edad de la
autonomía se encuentra más bien alrededor de los 25
años, viven una larga fase de suspensión económica y
social. La adolescencia o la posadolescencia traducen la
imposibilidad de renunciar al capullo familiar, al
hedonismo del instante; voluntad de diferir el tiempo de
las responsabilidades, de anclarse en el círculo familiar
con eventuales períodos de independencia que no duran
mucho, idas y vueltas en la imposibilidad de desen-
gancharse del apoyo parental para adquirir su autonomía
económica o afectiva y renunciar a una posición lúdica
ante el mundo. Los psicoanalistas hablan a su respecto de
un síndrome de Peter Pan. La adolescencia es para ellos
no tanto una ruptura con la infancia como una voluntad
de prolongarla el mayor tiempo posible manteniendo las
ventajas materiales de la tutela familiar, al tiempo que
encuentran en ello su libertad de movimiento. La ma-
duración social no es otra cosa que una aspiración
imperiosa y unánime porque significa en su imaginario
el comienzo del fin. Solo la juventud merece que se
detengan en ella. Si «permanecer joven» es un imperativo
social, resuena con una fuerza redoblada en aquellos que
son justamente «jóvenes» debido a su estado civil y que te-
men tener que dar de baja pronto su posición.
La entrada en la vida no es más un dato manifiesto,
sino para muchos jóvenes una conquista. Nada les ga-
rantiza que sus dificultades son provisorias y que pronto
tendrán un desenlace favorable. Esa zona de turbulencia
implica un período intenso de experi-mentación, de
confrontación con los otros, de búsqueda de límites de
60
sentido. Las trampas de la entrada en la vida no se
reducen a una «simple» crisis de adolescencia; más
profundamente son una crisis del sentido de la vida y, por
lo tanto una crisis de la juventud en su tentativa de ac- -
ceder a la edad de hombre.

El inconsciente de los niños del deseo no será


construido sobre la misma represión que aquellos del
pasado [ ... ] la patología típica del viejo modo de
institución era la neurosis, la del nuevo será la imposible
entrada en la vida[ ... ] su trastorno emblemático será no
ya el desgarramiento interior sino el interminable
camino hacia sí mismo (Gauchet, 2008).

pASAJE SIN BALIZAS

Con excepción del pasaje a la mayoría de edad a los 18


años, nuestras sociedades occidentales no reconocen por
ninguna escansión social el cambio de estatuto que da
paso a la edad de hombre. Ningún rito unánime es sus-
ceptible de tranquilizar y de jalonar el camino de aquellos
que atraviesan ese pasaje repleto de turbulencias. Los
diplomas escolares perdieron su valor simbólico de
franqueamiento radical de un umbral, los ritos religiosos
son abandonados o vividos en la indiferencia, el servicio
militar ha desaparecido, las relaciones amorosas se suce-
den, el trabajo es provisorio y mal remunerado. Ningún
acontecimiento preciso, socialmente marcado, da al joven
el sentimiento de despedir su adolescencia y convertirse
en adelante en un hombre o una mujer. Esa libertad para
construirse, aunque satisfaga a una inmensa mayoría
que avanza a su ritmo en una existencia en la cual se
reconocen, a otros les impone pruebas personales para
convencerse de estar a la altura (Le Breton, 2007).
Las sociedades de individuos no están muy en
condiciones de institucionalizar los roles: ellas dejan la
61
iniciativa a cada actor, entregándolo al cuidado de
diferenciarse y de forjar la trama de su existencia. Las
referencias sociales y culturales se multiplican y compiten
entre sí, se relativizan unas a otras, induciendo una mez-
cla, una confusión, sobre todo para jóvenes cuyos padres
surgieron de la inmigración. Ya no hay fundamentos
garantizados y consensuales de la existencia. Hay que
legitimarse de existir, y en ocasiones hacerlo sin los otros.
Una sociedad de individuos desemboca en la indivi-
dualización del sentido y, por lo tanto, en la necesidad de
instituirse primero por sí mismo, tornando más difícil el
pasaje de la adolescencia. Búsqueda de límites de sentido
y de la sensación de existir, de sentirse vivo y real en la
confrontación con los otros más próximos que son los pa-
dres o lo que aparece a esa edad como el espantajo adulto.
Sentirse por fin una «verdadera persona» como lo escribía
la joven Norma Jeanne Mortenson, quien todavía no era
Marilyn Monroe (2012, 15). Lento proceso de progresión
a sí mismo que implica de entrada para algunos adoles-
centes más dificultades que para otros en la evidencia de
existir.
En nuestras sociedades, la adolescencia es el tiempo
necesario para la adaptación de un cuerpo que cambia,
un pensamiento renovado sobre el mundo, una apertura
al otro, un aprendizaje de los datos esenciales al hecho de
ser un hombre o una mujer, una autonomía de mo-
vimiento creciente, un descubrimiento de la sexualidad.
Este período va de las transformaciones de la pubertad a
la entrada en la vida, traduce una lenta transformación
del sentimiento de identidad a través de las experimen-
taciones del joven. Este reacondicionamiento simbólico y
afectivo induce un período de turbulencia difícil de vivir
para el joven y sus padres, manifiesta un debate intenso
con los otros en la búsqueda frenética de nuevos límites,
de un ajuste con el mundo. El joven se busca, el camino
esta abierto pero reina una indecisión, innumerables
62
posibilidades se extienden ante sus ojos. Adquiere el
derecho de votar, de conducir, de casarse y otros más,
pero al mismo tiempo sigue encontrándose en una relación
de dependencia material con sus padres, en ocasiones
hasta la dependencia afectiva prosigue. No es ya
totalmente un niño sin ser todavía un hombre o una
mujer y no deja de interrogarse a este respecto. La
adolescencia es el tiempo progresivo de la maduración,
de la construcción de los cimientos de un sentimiento de
identidad más elaborado. Este período es a veces tan
extenso en el tiempo que es difícil hablar de período
intermedio, pues simultáneamente implica referencias
culturales propias y una sociabilidad específica; es un
tiempo pleno de la existencia y no una simple transición
entre dos épocas de la vida.

63
VI. VÉRTIGOS FAMILIARES

De noche, durante la comida, me cuesta


contener mi alegría y siento que podría
hacer un poco cualquier cosa. Por ejem-
plo, saltar sobre la mesa, alzarme con
toda mi altura y revelarles con una voz
clara lo que tuve la audacia y el coraje
de realizar. Pero a mi dicha se mezcló la
ira. Porque ellos seguían hablándome
corno antes. No percibieron que me
había convertido en alguien distinto.
CHARLES JuLIET, L'inattendu 5

La adolescencia es un nacimiento a un mundo social


donde el joven es, en adelante, actor con derecho propio,
investido de una responsabilidad más amplia sobre sí. No
es ya un niño y a veces lo reivindica frente a padres deci-
didos a mantenerlo bajo sus alas, dispone de un margen
de acción ampliado y se espera de él comportamientos
diferentes de aquellos de antes. Este período es una aper-
tura al otro, sobre todo a través del pasaje de una
sexualidad infantil a una sexualidad genital que corres-
ponde a su maduración. «Entra en la vida» como interlo-
cutor en el mundo de los otros, con una identidad sexuada,
y fuera de su familia encuentra objetos de apegos que le
dan el deseo de volar con sus propias alas. En este sentido,
la adolescencia es una prueba de verdad que impone la
necesidad de convertirse en otro, pero manteniendo o ad-
quiriendo el gusto de vivir y un sentimiento de sí
consistente. Esta travesía implica altibajos ligados a la di-
ficultad de las transformaciones, a las decepciones, a las
frustraciones procedentes de una realidad exterior a
menudo reticente a someterse a las exigencias del joven.
5 Charles Juliet, L'inattendu, París, Gallimard, 1994.
65
Los privilegios y los puntos de referencia de la infancia no
son ya más que recuerdos. La ampliación del margen de
maniobra, la autonomía de las decisiones, se enfrentan
con la dificultad de la elección y la necesidad de asumir,
sin una orientación decisiva, el curso de su existencia. Ese
momento de enfrentamiento con el mundo tiene
intensidades diferentes según los momentos, los recursos
morales del joven, la capacidad de contención de los
padres, la calidad del entorno, etcétera.
Experiencia de despojamiento de la infancia y, si-
multáneamente, de reconstrucción de sí, de investidura
de nuevos objetos, la adolescencia desborda la pubertad
hacia atrás y se prolonga mucho más allá. Ante todo es
la confrontación con un sentimiento de identidad nunca
dado de una vez por todas, en parte inconsciente, suscep-
tible de infinitas modulaciones según las circunstancias
y la mirada de los otros, pero organizado alrededor de
una unidad y una continuidad. Y el adolescente es par-
ticularmente sensible a esos reacondicionamientos del
sentido, a menudo atormentado por lo que imagina de la
percepción de los otros a su respecto, o por su sentimien-
to de no ser comprendido o de no encontrar su lugar. Su
relación con el mundo es profundamente modificada por
la emergencia de deseos nuevos que contrastan con la
experiencia de la infancia. Las identificaciones, las
admiraciones, cambian de naturaleza y se abren a nuevas
exigencias con el objeto de construirse apropiándose en
primera persona de las briznas de comportamientos de
unos y otros, al tiempo que se esfuerza por cultivar su
originalidad. La adolescencia es el tiempo de la conciencia
de la inconclusión inherente a la condición humana, más
tarde ese vértigo a menudo es olvidado para ser
nuevamente experimentado en el umbral de la vejez, ese
sentimiento de que mil cosas son posibles en todo mo-
mento pero que hay que aceptar de manera permanente
escoger, perderse.
66
El mundo interior del adolescente no deja de debatirse
con una realidad exterior que da los límites para cons-
truirse, adosándose a ellos o combatiéndolos. Las fronte-
ras del sentimiento de sí se reacondicionan sin descanso
con el correr de las circunstancias, de los encuentros, de
los comentarios oídos aquí y allá. El sentimiento de
identidad es particularmente sensible a los aconte-
cimientos exteriores o íntimos, incesantemente vueltos a
poner en juego en una búsqueda de basamentos narcisistas
sólidos. El apartamiento de las investiduras sobre los
padres y la conciencia aguda de su diferencia llevan a un
centrado sobre sí mismo más o menos fuerte que conduce
a ese narcisismo adolescente que alimenta las actitudes,
familiares a esa edad, de autosuficiencia, de «culto del
yo» (Debesse, 1941), de desprecio por las reglas, de
desafío a la autoridad, etcétera.
El adolescente se esfuerza por jalonar su espacio a la
vez interior y exterior, de establecer los límites de sentido
para sentirse existir sin ser invadido. Tantea en busca de la
distancia adecuada con los otros. Separa su universo de
aquel de sus padres, desarrolla una vida secreta a través
de sus amistades, sus amores, sus esparcimientos, su dia-
rio íntimo o su blog, las redes sociales en las que participa,
etc. Ya no tolera que sus padres entren en su cuarto sin
permiso, a veces se inventa un nombre nuevo o un sobre-
nombre como para renacer y distinguirse de la infancia,
rubrica su cuerpo como perteneciéndole a través de
piercingsytatuajes, se viste con una segunda piel (manera
de vestirse, de peinarse, de maquillarse, de llevar un fular
o un velo, marcas comerciales, etc.). La adolescencia es
la institución de sí a través de la emancipación de la célula

l familiar. El proceso es el de una subjetivación, de una


apropiación simbólica de sí.

67
EN LA FAMILIA NARCISO •••

La individualización del lazo social contribuyó a la des-


institucionalización de la familia, que deja de ser la célula
elemental de la sociedad para convertirse más bien en un
refugio sentimental, un lugar provisorio, consensual del
círculo cerrado. En el plano social, el hombre y la mujer,
en la mayoría de las familias, viven en adelante una
relación de igualdad, aunque conviene matizar las pala-
bras recordando que para muchas familias surgidas de la
migración la figura del padre o del marido sigue siendo
fundadora, alimentando un desajuste radical entre el
universo cultural privado y aquel que comienza para el
joven una vez franqueada la puerta del apartamento. En
adelante, ésta se articula más en una relación de proxi-
midad de sus miembros que en un simbolismo que
distingue las posiciones de padres e hijos. Se ha convertido
para la pareja en un asunto privado, fundado en una
afectividad compartida, un pacto de comodidad siempre
revocable. Se esfuerza por conciliar los empleos del tiempo,
las necesidades profesionales, de formación o de
esparcimientos de unos y otros. Es un lugar donde ser
uno con los otros, los más allegados, pero con el mínimo
de trabas y en una negociación permanente. Muchas
mujeres preocupadas por su independencia material
trabajan o llevan a cabo estudios prolongados. La familia
se inscribía en principio en la larga duración. Hoy es
precaria, marcada por el retroceso del casamiento, el
aumento de los divorcios o las separaciones, las recompo-
siciones y, por lo tanto, para el niño, la fragmentación del
parentesco. Conoce muchos niños únicos o de fratrías
reducidas, sometidas a los avatares relacionales de la
familia nuclear. Cuando la pareja se separa queda el
niño. «El hecho de que muchos niños hoy tengan que
sufrir más de los atolladeros narcisistas en los cuales se
encuentran encerrados sus padres que de las rigideces
68
educativas de antaño es una comprobación clínica
cotidiana en paidopsiquiatría» (Matot, 2012, 27).
La condición del niño separado de las antiguas rela-
ciones de parentesco se traduce por las maneras cíclicas
de llamarlo según el éxito de las series estadounidenses en
particular. El niño no está ya inscrito en la larga duración
de un linaje, de una familia ampliada, no toma ya el
nombre de sus padres o de sus abuelos o de otro mayor.
En adelante participa del entusiasmo provisional nacido
del azar de los programas de televisión, suscitando un
efecto de moda en la atribución de los nombres a los niños
que nacen en el mismo momento. Sin embargo, todo
nombre lleva una carga de significación a través de la
cual el niño deberá construirse con el correr de su
existencia, así no fuera sino a través de la mirada de los
otros.
La posición contemporánea del niño y del adolescente
en la familia y el lazo social no facilitan mucho la trans-
misión y el espíritu crítico. El niño se convierte en un
interlocutor en una vida compartida y no ya aquel frente
al cual ejercer una función de autoridad y de guía. Es
percibido de entrada como un individuo, y no en su altura
de niño o de adolescente; es «adultizado», sin más
preámbulos. La noción misma de responsabilidad a su
respecto se debilita. El «no quiere» es una fórmula mo-
derna de la fatalidad, justifica de antemano que los
padres no insistan en materia de prohibición y ratifica el
poder del niño hacia ellos. Pero un niño convertido en
hijo o hija de sí no tiene la misma relación con el mundo
que otro que se reconoce y es reconocido en una filiación
y una pertenencia familiar, un contexto social proveedor
de civilidades y de leyes.

69
LA «DESMATERNIZACióN» DEL ceERPO

Para el adolescente, este período rima a menudo con


turbulencia y búsqueda de la distancia adecuada con el
otro. La dificultad de encontrar desde el inicio una versión
feliz de uno mismo suscita gran cantidad de tensiones
con sus allegados, a quienes les cuesta reconocerlo y a
menudo se sienten desarmados por sus actitudes. De
pronto la complicidad desaparece. El adolescente redefine
sus límites con padres que a sus ojos dejan de ser pro-
tectores para convertirse en obstáculos a su despliegue,
entra en una larga fase de oposición en la que busca
diferenciarse, arrancar su cuerpo a la tutela parental,
encarnarse en su existencia. Se abre más a sus pares, en
ese momento anuda amistades fuertes fundadas en com-
partir experiencias. La progresión hacia la edad de hombre,
según la fórmula de P. Blos (1967), es un proceso de
separación-individuación, un alejamiento de la infancia
y un volver a ponerse en el mundo en cuanto sujeto
propio. El adolescente escapa de las comparaciones
antaño ávidamente solicitadas. De pronto, la promis-
cuidad reemplaza la familiaridad. Los padres dejan de ser
admirados o de gozar de una posición de autoridad y se
convierten en personas ordinarias y un poco molestas. Su
rechazo traduce una voluntad de romper con la infancia
y sus viejas dependencias.
Ese retiro de las investiduras sobre los padres a menudo
alimenta un sentimiento grandioso de sí pero marcado de
ambivalencia, pues con frecuencia está expuesto a la
denigración de sí al menor revés. El joven trata de afir-
marse frente a ellos volando con sus propias alas para
esos datos particulares de su existencia. La afirmación de
una singularidad, la inscripción en un cuerpo propio, no
se hacen sin tensiones vivas con los padres, que se sienten
apartados o provocados. Acceder a sí implica separarse
simbólicamente de ellos. Sus ropas, su look, sus tatuajes
70
o sus piercings, en este sentido son los elementos de una
fábrica de sí. A esa edad las marcas corporales son un lu-
gar privilegiado de lo que se podría llamar la
desmaternización del cuerpo (Le Breton, 2003). El
proceso conoce una sucesión de fases, requiere paciencia
para los padres sacudidos e inquietos por esos virajes
siempre inesperados. Al mismo tiempo el amor siempre
está presente, y el joven necesita que sus padres lo
tranquilicen en esa toma de autonomía. En su exploración
del mundo circundante, busca su margen de maniobra de
manera a veces torpe, reivindica simultáneamente su
autonomía y la atención a su persona. El inicio de la edad
de hombre o de mujer se conjuga con ambivalencia con
la voluntad de mantener los privilegios de la infancia.
Estas solicitaciones son una demanda de reconocimiento,
una manera de testear el interés de sus padres por él,
aunque no tiene en cuenta la respuesta obtenida. La
búsqueda de autonomía no se hace sin tanteos ni torpeza,
porque de ningún modo pretende perder la protección de
sus padres.
En ese momento, las relaciones afectivas y significantes
en el interior de la familia son radicalmente perturbadas.
El trabajo psíquico de los padres para la aceptación de la
autonomía creciente de su hijo no es menor que el que lo
atraviesa en sus esfuerzos para separarse de ellos. La
capacidad de estos últimos para contener esa turbulencia
está ligada a su capacidad para renovarse en cuanto pa-
reja e individuos. La cualidad de padres de adolescentes es
totalmente específica, exige un profundo reacondi-
cionamiento de la relación con un niño que escapa por los
cambios radicales de su relación con el mundo y su
apertura creciente hacia los pares. La tonalidad del pasaje
adolescente está indisolublemente ligada a la capacidad
de los padres para acoger a ese joven que les plantea
entonces tantos problemas. La pareja, desquiciada, se
encuentra en la necesidad de redefinirse.
71
r A menudo los padres atraviesan en el mismo período
un momento de cuestionamiento den el que crece un
deseo de renovación, la «crisis de la mitad de la vida».
Expec-tativa de un cambio profesional, afectivo, voluntad
de vivir por fin un sueño largamente diferido. Los dos
miembros de la pareja están en una encrucijada del
camino, aún disponen de tiempo para cambiar de
orientación. Si el joven se siente encerrado en un arnés
familiar y trata de liberarse de él, a veces sus padres están
en una voluntad cercana de cambiar las cosas. En el
plano psíquico, se ven enfrentados con una reviviscencia
de su propia adolescencia. La muchacha se convierte en
una mujer joven, el varón en un hombre joven, ambos
plantean sus propias exigencias. El padre y la madre
pueden verse tentados de plantearse como seductores de
su hijo, así no fuera sino para ocultar su edad, y reviven
su posición edípica frente a sus propios padres. La relación
con el niño convertido en grande se ajusta según otras
modalidades afectivas.

l
72
VII. CONSUMISMOS

El adolescente: lo que no obtengo ense-


guida ya no lo quiero.
CESARE PAVESE, El oficio de vivir~'

Durante la adolescencia los padres pierden su condición


de confidentes en provecho de los amigos de la misma
edad dispuestos a compartir las mismas preocupaciones.
Las relaciones de amistad se vuelven más preponderantes.
Los pares ofrecen una mediación entre el joven y la so-
ciedad global, un lugar de adaptación al mundo exterior.
Precisamente con ellos se tejen las relaciones de proxi-
midad, de intimidad que alimentan la sociabilidad
cotidiana. A menudo del mismo sexo, recogen las con-
fidencias antes dirigidas a los padres. Allí se anudan las
amistades o los amores, y las complicidades. Las crisis se
resuelven en el círculo cerrado. La adolescencia es un
período intenso de comunicación, de encuentros con los
otros, pero no siempre escapa a la soledad. La comuni-
cación (Internet, teléfono portátil, etc.) no es la con-
versación ni la amistad, que implican la reciprocidad, el
frente a frente, la atención al otro. Ésta no impide sentirse
solo, siquiera estando bien rodeado. La identificación con
los pares reemplaza aquella con el padre o la madre. El
malestar de ser uno, las dudas a propósito de la identidad
propia, se disuelven en el grupo, que proporciona un
6
Cesare Pavese, Le métier de vivre, París, Gallimard, Folio,
1987. [El oficio de vivir, trad. de Luis Justo, Buenos Aires, Raigal,
1957-J
73
apuntalamiento mutuo y modelos de comportamiento.
Lugar de discusión, de evaluación, de adaptación a los
datos del mundo exterior, encarna el mundo del prójimo
que sostiene las experimentaciones y la estima de sí.
Los adolescentes de hoy crecen en un mundo social
inédito, muy alejado de aquel donde evolucionaban sus
padres a la misma edad, y ya no son educados como las
generaciones anteriores. Mientras que los padres pierden
su autoridad educativa, y a la escuela le cuesta trabajo
establecer las reglas de una ciudadanía compartida, las
jóvenes generaciones entran bajo la influencia de una
cultura regida por el universo del consumo y de la
publicidad, acentuando todavía la distancia entre las
generaciones. Los «otros significativos» del adolescente
son figuras mediáticas, modelos para el éxito o la
notoriedad (estrellas de la telerrealidad, animadores,
cantantes, músicos, etc.). La transmisión se vuelve
horizontal y circula con vivacidad en la sociabilidad
juvenil a través de las matrices de sentido ecadenas de
cable, revistas, radios «jóvenes» como Skyrock, etc.) que
escapan a la competencia de los padres. En adelante, los
niños y los jóvenes adquieren en una gran parte sus
conocimientos ante sus pares, abrevándose en el inmenso
reservorio del marketing y de los bienes culturales de
consumo. Esos medios realizan a su respecto una pre-
sentación y significaciones permanentes del mundo, son
el recurso primario del que abrevarse para comprenderse
y situarse.

UN MUNDO DE ADOLESCENTES

Las fronteras de las generaciones se borran o se derriban.


El modelo ofrecido por los padres parece superado. Ellos
mismos se sienten desguarnecidos frente a niños a quienes
les cuesta comprender, aunque la mayoría de las veces
74
respondan a su demanda. Las innumerables innovaciones
tecnológicas de estos últimos años en materia de comu-
nicación amplían la brecha. Por añadidura, la edad se ha
vuelto intolerable, la adolescencia es en verdad ostentada
por los mayores obsesionados por la voluntad de
«permanecer jóvenes», poco interesados en asumir una
postura generacional que los envejece. Pero al no marcar
las diferencias de edad y al no asumir su responsabilidad
privan al adolescente de los puntos de referencia necesarios
para crecer y adquirir su autonomía. Los jóvenes se
construyen apoyándose en sus mayores, así no fuera sino
para superarlos u oponerse a ellos, pero si estos últimos
se sustraen a su tarea, la apertura a la alteridad carece de
consistencia. Afiches o avisos publicitarios suscitan la
cuestión temible de saber quién es la hija y quién la
madre. Ambas se parecen y están pernadas y vestidas de
la misma manera en una dilución de las diferencias que
disimula mal la devoración de la hija. Las relaciones
padre-hijo son tratadas en un modo próximo con valores
de acción, más masculinos, más en la vertiente de la
complicidad viril, pero con la misma borradura de las
diferencias generacionales. El hecho de volver juvenil el
lazo social y la depreciación de la edad llegan aquí a su
punto máximo.
Gran cantidad de adolescentes son librados a ellos
mismos por falta de intervención y de consistencia de la
autoridad familiar. Padres amigos que dejan hacer y
abdican de su responsabilidad de mayores y de edu-
cadores. Pero la relación de seducción es contraria a una
relación de educación, invierte los roles. Los padres
encuentran aquí un beneficio narcisista en detrimento
del niño, que encuentra un espejo allí donde debería en-
contrar unos padres. La aprobación a toda demanda a
menudo es vivida como un signo de indiferencia. Un pa-
dre amigo deja de ser un padre, sin ser un amigo. Y para
los padres dimitentes, el niño rey a menudo se convierte
75
en el adolescente tirano y con problemas. Educado en la
omnipotencia de sus deseos y la manipulación
interminable de su entorno, la confrontación con los
otros fuera de la esfera familiar es un escollo. Para que el
niño o el adolescente se afirme debe confrontarse, en el
reconocimiento de su persona, con una ley, con prohi-
biciones, con una oposición; en suma, con lo acostum-
brado de una transmisión encarnada por la presencia
sólida de padres o de mayores que le indican el camino,
explicándole los usos y dejando que se ubique como uno
entre los otros.
La adolescencia es un período de construcción de sí
en un debate interminable con los otros, sobre todo con
los otros en uno, en la medida en que la búsqueda es
entonces la de saber lo que los otros pueden esperar de
él y lo que él puede esperar de los otros. Al no haber
conocido ninguna prohibición en su familia, al niño le
cuesta trabajo inscribirse en la sociabilidad escolar.
Nunca se enfrentó con las frustraciones que alimen-
tan una vida cotidiana inmersa en el lazo recíproco
con el otro. Multiplica los conflictos con los docentes o
los otros escolares. La ausencia de límites de sentido
dinámicos y bien elaborados entre uno y el otro, entre
uno y el mundo, induce una confusión entre el afuera
y el adentro. Son jóvenes indiferenciados, que sufren,
que están en búsqueda de límites, en busca de lo que
son. Su sentimiento de identidad es frágil, incierto;
toda frustración, toda espera les es insostenible. Se
vuelven agresivos cuando encuentran resistencia
porque les cuesta trabajo comprender el punto de vista
del otro. Al no haber conocido nunca un «no» educativo
con el objeto de situarlos en un conjunto, jamás entran en
la interdicción. Permanecen en su fortaleza omnipotente,
sintiéndose permanentemente asediados pues nunca
conocieron otras maneras de conducirse. Siempre
inseguros en su interior, solo tropezándose con el mundo
76
o los otros, poco a poco encuentran los límites que sus
prójimos nunca les dieron.

MARcA Y DISTINCióN

En el contexto individualista de nuestras sociedades, los


adolescentes se hallan en la necesidad, para lo mejor o
para lo peor, de inventar sus creencias, sus líneas de
orientación. Los mayores ya no tienen autoridad en la
materia. Pero para esta clase etaria, la libertad está limi-
tada por la mirada de los otros, el poder del grupo para
inducir normas flexibles pero pregnantes. La cultura de
los pares suplanta la de los padres, la transmisión se
borra ante la imitación y procura un sentimiento de
seguridad y de certidumbre frente a la obsolescencia
circundante. El foco de la estima de sí se desplaza hacia
la mirada de los otros más cercanos, no ya los padres,
cuyo amor es seguro, sino aquel, despiadado y siempre
cuestionado, de los pares, cuyo juicio se enuncia según el
grado de coincidencia o no con modelos circundantes y
provisionales. En la adolescencia, la ropa, el peinado, las
actitudes -en suma: el aspecto- son elaborados como un
lenguaje, una chapa de reconocimiento. La estilización
de sí es una consigna.
El look se convierte en una forma primera de socia-
lización. Existir es ser observado, vale decir, marcado y
distinguido.· La tentación de existir en cuanto imagen,
portador de signos valorizados, es difícil de rechazar
porque está en juego su posición en el seno del grupo.

Para un joven, enarbolar un logo no es tanto querer


~
alzarse por encima de los otros como no parecer menos
• Las palabras que hemos traducido como «observado»,
«marcado» y «distinguido» son muy similares en francés:
remarqué, marqué y démarqué. Otro tanto pasa con el subtítulo
de esta parte: marque y démarque. [N. del T.]
77
que ellos. Incluso entre los jóvenes, el imaginario de la
igualdad democrática hizo su obra, conduciendo a
negarse a presentar una imagen de sí manchada de
inferioridad desvalorizadora [ ... ]. Por eso, sin duda, la
sensibilidad a las marcas se exhibe de manera tan
ostensible en los medios desfavorecidos. Mediante una
marca apreciada el joven sale de la impersonalidad,
quiere mostrar no una superioridad moral sino su
participación entera e igual a los juegos de la moda, de
la juventud y el consumo (Lipovetski, 2006, 46-47).

El trabajo sobre el cuerpo es percibido como indivi-


dualizador, es una vía para escapar al sentimiento de la
impersonalidad. La apariencia es el lugar privilegiado de
la estima de sí y del sentimiento de identidad. El hiper-
mercado del consumo provee a los jóvenes de signos
necesarios para una diferenciación de sí regida por el
universo de la publicidad y del marketing. Al abastecerse
en los mismos estantes y al ser sensibles a los mismos
medios de comunicación terminan por asemejarse como
clones, al tiempo que cada uno está convencido de tener
un estilo propio y decididamente original. Nada se parece
más a un adolescente de Buenos Aires que otro de Es-
trasburgo o de Coimbra: poseen las mismas ropas, los
mismos cortes de pelo, utilizan los mismos geles, los mis-
mos portátiles, escuchan las mismas músicas, frecuentan
las mismas redes sociales en Internet. Aunque no hay
que desconocer las diferencias de condiciones sociales,
una cultura adolescente atraviesa las clases y las culturas.

pASIÓN DEL SIGNO

El adolescente teme que lo confundan con la mayoría,


con el «rebaño», con el mediocre del montón,* etc., esen-

• En el original blaireau de base. [N. del T.]


78
cialmente con el mundo adulto, con la sempiterna ironía
sobre «de casa al trabajo y del trabajo a casa», del que
está seguro de huir como de la peste gracias a una lucidez
que siempre escapó a sus padres. Pero a su despecho, para
alejarse de ese espantajo entra en la cultura de los pares,
universo de imitación bajo la égida del consumo. Para ser
uno decididamente debe ser como los otros (pero no
como sus padres o los «adultos»). P. Blos habla en este
sentido de «uniformismo» para traducir esa dilución de
las aspiraciones en el seno del grupo de pares (Blos, 1963,
142). Los adolescentes de hoy utilizan tatuaje, piercing,
marcas comerciales, como una suerte de sobrecuerpo
que viene a protegerlos. Sobrecuerpo que es también
un cuerpo de clase etaria. La antropología contem-
poránea de la juventud no cambió mucho en este
sentido desde la observación de Winnicott: «Los
adolescentes son aislados reunidos que por diversos
medios se esfuerzan por formar un agregado adoptando
una identidad que les guste» (1969, 255-256). Es cierto
que hoy el marketing y los medios tecnológicos que los
ocupan de manera permanente contribuyen tanto a
un formateo globalizado como a una concentración de
aislados.
Entre estos jóvenes, la pasión del signo alcanza su
punto culminante. Los centros comerciales son sus
capitales, allí donde pasan mucho tiempo, se citan.
Incubados por el marketing, no ignoran el valor que
les adjudica, sobre todo en cuanto hijo o hija única en
su mayoría. Crecen con la sensación de que el mundo
es un inmenso centro comercial a su servicio donde
saben encontrar de entrada los productos que les
confieren una identidad sólida en los patios de recreo o
+
el barrio. Viven en ese ambiente, permanentemente
bombardeados por los mensajes publicitarios que son
para ellos un universo manifiesto. Al patrocinar muchos
acontecimientos, las marcas penetran en profundidad
79
las sociabilidades juveniles. Las generaciones jóvenes
son los artesanos colmados de la globalización mercantil.

Más que cualquiera -escribe Naomi Klein-, estos


adolescentes de clase media, acorazados de logos,
decididos a introducirse en un mundo fabricado por los
medios de comunicación, se han convertido en los
poderosos símbolos de la globalización [... ] esos jóvenes
viven no solo en un lugar geográfico sino también en un
rizo de consumo global: conectados en tiempo real por
sus portátiles a foros de discusión en Internet; soldados
unos a otros por la PlayStation de Sony, los videoclips
de MTV y los juegos de la NBA.

El dinero de los adolescentes está destinado sobre to-


do a actividades de esparcimiento o de consumo, su
poder adquisitivo es hoy suficiente para alimentar un
mercado de bienes simbólicos a partir del cual tratan
de situarse unos respecto de otros. El material escolar,
la ropa, los juegos de video, la comunicación, las mar-
cas corporales, las cadenas de radio o de televisión,
están marcados en profundidad por la voluntad de sus
diseñadores de reclutar un público adolescente
alimentando una cultura provisoria, fluctuante, que
recrea regularmente una demanda. Frente a la infancia,
la adolescencia traduce el pasaje «de un universo de
personajes a un universo de marcas» (Bruno, 2000,
43). El simbolismo de la marca prevalece sobre la
utilidad del objeto, que se define primero por su valor
en la jerarquía moral de los bienes en un momento
dado del ambiente social. Muchos adolescentes están
convencidos de que el respeto de sí y una identidad
válida están al alcance de la mano a través de la ,.
adquisición de la última consola de video, del nuevo
par de zapatillas o del indispensable piercing en el
ombligo o la lengua.

80
BAJO LA AMENAZA DE LOS OTROS

El sentimiento de identidad parece seguro, irrefutable,


pero siempre está bajo la amenaza de la mirada de los
otros, o de los acontecimientos de la historia personal. La
identidad implica la disponibilidad a las circunstancias, el
reciclaje permanente en función de las ofertas del mercado
y el medio. No se trata tanto de crear como de mantenerse
a flote. Un mundo regido por el espectáculo de los signos
no deja mucho espacio a la interioridad. La profundidad
se mide en la superficie de uno. La imagen es la vía del
reconocimiento si es validada por los pares. No se trata ya
de ser uno por lo que hace sino por lo que exhibe. El joven
experimenta la sensación de estar siempre bajo la mirada
de los otros, de ser objeto de su atención meticulosa, de
sus alabanzas o de su reprobación. Una inscripción
significante de uno establece un sobrecuerpo, una línea
de adaptación. La estima de sí no viene ya de la adhesión
a valores unánimes que estructuran el lazo social, no se
alimenta ya en el espejo de los mayores o de los ante-
pasados sino en el de los pares.
El miedo al rechazo de los otros alimenta la tiranía de
la conformidad: «Es para que me dejen tranquilo, para
ser considerado por los otros», dice un adolescente que
explica así por qué recurre a las marcas comerciales.
Otro explica: «Es dificil tener confianza en uno cuando
se está solo, son los otros los que nos dan confianza en
nosotros, por eso, en algún lugar, hay que ser parte de la
norma». La tarea de mantenerse a flote no siempre es
fácil, también es un esfuerzo. Samantha (16 años),
durante un debate, comete un lapsus revelador. Dice:
«Hay que infiltrarse al tiempo que se conserva su
-; diferencia», y se corrige: «Quería decir integrarse».
«Tener vergüenza» traduce el hecho de no estar a la
altura de las expectativas de los pares. La adquisición de
la «buena» marca es una garantía de valor personal por
81
asimilación a una comunidad imaginaria de elegidos, y
la oposición despreciativa a los «novatos» o a los
«bufones» que no la exhiben. Su repertorio de marcas
indica el valor de un joven ante sus pares, jerarquiza en
el interior de un sistema de signos siempre movible según
las transformaciones del mercado, pero del que el
adolescente posee un sólido conocimiento. Una apariencia
que displace al grupo expone a perder la cara de manera
permanente y a ser víctima de las bromas, del desprecio,
del hostigamiento.
Las marcas comerciales no se imponen a todos los
adolescentes, pero proporcionan a cantidad de ellos una
identidad de prótesis que traduce las dificultades
contemporáneas de la transmisión y la ausencia de res-
puestas más sólidas sobre la significación y el valor de su
existencia. La reverencia a las marcas comerciales procura
una identidad valorizada, pero provisional. A falta de
líneas de orientación o de puntos de referencia de sentido
más sólidos para vivir con los otros, les da una manera
sencilla de pensar el mundo y de conducirse en él. La
publicidad, a partir de entonces, se convierte en un
reservorio de sentido y de valor esencial para encontrar
justamente sus marcas con los otros. Esa pregnancia de
una cultura de clase etaria es una protección contra el
sentimiento experimentado del desorden del mundo y la
dificultad de saber quién es uno en la multitud de las
elecciones posibles. Rechaza simbólicamente el miedo
ligado a la separación-individuación acompañando la
entrada en la vida. La paradoja trivial es tener que tomar
prestado de los otros al tiempo que, simultáneamente,
uno quiere diferenciarse de ellos. «Me hice un piercing
para tener un aro en otro lugar que en las orejas. Por
qué, no lo sé. Quise hacerlo porque era la moda. Sí, quise
hacer eso para tener algo distinto que los otros» (Claire).
Narcisismo de la ínfima diferencia erigida en signo de
identidad. Cada uno trata de dar su versión de un rol ya
82
escrito. Singularidad menor, poco original, pero que
proporciona un sentimiento de sí valorizado. No son ya
las cualidades personales las que prevalecen sino la
cualidad de la elección entre las ofertas del mercado. Los
adolescentes de hoy nacen y crecen en el mundo del
consumo y de la permanencia visual y auditiva de la
publicidad. Esta última reviste a sus ojos una importancia
significativa, filtra lo real y proporciona una manera de
comprender y apropiarse del mundo, al transformar su
complejidad y su ambivalencia en un puñado de signos.
Para muchos adolescentes la publicidad se convierte en
una matriz identitaria, una manera de estar en la cosa a
pesar de las dificultades para construirse como sujeto.
Proporciona a buen precio puntos de referencia para
existir. En los Estados Unidos, las técnicas de marketing
solicitan a adolescentes como prescriptores de productos,
recurriendo sutilmente a grupos de discusión para inducir
una visión de marca muy eficaz.

MAs ALLÁ DE LA VIDA, LA MARCA

En adelante, una marca es una visión del mundo, un


estilo de vida, una razón de ser, un camino de salvación.
«Estamos asistiendo a una verdadera interiorización del
modelo del mercado, un acontecimiento de consecuencias
antropológicas incalculables, que apenas se empieza a
vislumbrar» (Gauchet, 2008, 87). Enarbolar un logo
conocido es hacer entrada en la escena de lo cotidiano en
una forma valorizada e incorporarse el modo de existencia
difundido por los spots publicitarios. El producto tiene
una significación secundaria. Aunque dos pares de
zapatillas parezcan sorprendentemente semejantes, no
tienen el mismo rendimiento simbólico según ellogo que
las cubre. «Marcas, no productos», lanzaba Nike hace
algunos años con el consabido éxito. De ahí la tensión
83
entre niños o adolescentes, con los ojos fijos en el aura de
la marca, y padres estupefactos pero impotentes para
convencer a su hijo o hija que productos menos caros son
quizá más sólidos y más agradables, sin el añadido de la
marca. Para ellos, solo esta última tiene sentido. Las es-
trategias familiares fracasan en inducir a error porque
los jóvenes conocen los menores detalles asociados a la
marca escogida.
Un número creciente de jóvenes se tatúan logos en la
misma piel, en una búsqueda apasionada de identificación
con una marca comercial. Participan de su prestigio,
irradian en adelante su cuerpo y el sentimiento de perderse
en el seno de una identidad común y maravillosa. En una
publicidad de losjeans Diesel, dos jóvenes coreanos acaban
de suicidarse y se transforman en pájaros con sus jeans.
Escapar a la gravedad del mundo, planear gracias a sus
jeans y alcanzar así la eternidad del instante. La marca es
superior a la vida, puesto que da a uno más que la vida.
En una sociedad del espectáculo regida por la imagen o
ellogo es preciso volverse imagen o logo. «Si sus marcas
fueran medallas, los chicos de nuestras calles sonarían
como generales de opereta» (Pennac, 2007, 231).
Las identificaciones provisorias alimentan el senti-
miento de sí a través del encuentro de mayores (más a
menudo pares) susceptibles de favorecer el estable-
cimiento de sí: estos últimos vienen del entorno,
pertenecen a la familia, o bien son docentes, animadores
deportivos o de esparcimiento. Estas identificaciones son
proveedoras de sentido y de valores, de un espíritu crítico.
Otros pertenecen al mundo de los medios de comunréación
o de la escena musical o cinematográfica, son más bien
«maestros de experimentar», que ejercen una influencia
de otro orden. Estos últimos no preparan para una auto-
nomía lúcida, sino que ejercen una suerte de efecto
narcótico. Fábrica de clonación social y no pasadores. La
imitación de grandes figuras de la escena o de los medios
84
a través de Internet o los magazines televisados procu-
ra a muchos jóvenes una personalidad prestada por la
posesión de los signos requeridos. Manera de dar un
carácter narcisista a su personaje, de producir discursos
sobre sí y extraer una plusvalía simbólica. La desaparición
de las antiguas culturas de clase o locales expone en toda
su extensión al joven a una cultura de masa globalizada,
hiperestandarizada.

HÉROES PROVISIONALES

El adolescente del montón encuentra su modelo en


otro adolescente del montón con el que se identifica
puesto que obtuvo la consagración de los medios.
Apenas se le pide que sea él mismo. Ser uno es ser como
los pares. Los héroes provisionales se ofrecen como mo-
delos de existencia. Proporcionan valores, respuestas,
maneras de ser,

son aquellos que revelan una capacidad para adaptarse


a medida de las nuevas situaciones [ ... ]. Héroes
confrontados como ellos a la dificultad de hacerse
comprender o de ocultar una emoción, de anudar
relaciones y de dar a los otros representaciones de lo
que experimentan con el objeto de validarlo para ellos
mismos. Los nuevos héroes son a la vez, y sin que pueda
establecerse ningún lazo entre estos dos hechos,
reconocidos en su banalidad cotidiana y distinguidos
mágicamente por los medios,

observa S. Tisseron (2002, 126). Las dificultades para


situarse frente a los otros o a innumerables situaciones
de la vida corriente alimentan esa pasión de comunicar,
esas discusiones incesantes sobre lo que conviene hacer,
no solo en las horas venideras sino en circunstancias
particulares. La comunicación por el portátil o la red
85
permite situarse con los otros, pedirles consejo, oír su
experiencia. En un mundo de reflexividad generalizada
todo, finalmente, se vuelve materia de debate, y de
incertidumbre.
El gusto adolescente por los programas de telerrealidad
encuentra en esto su razón de ser, la pasión de lo mismo,
hallar por fin un espejo para ser uno, buscar en el abanico
de los invitados un modelo para comportarse o vestirse.
Esos programas meticulosamente pensados dan la
sensación de un encuentro improvisado entre amigos y
sugieren modelos de «normalidad» dados por muchachos
o chicas envidiables porque tuvieron éxito al haber re-
cibido la consagración de la televisión. Todos los temas
son encarados con convicción: la primera vez, el amor, la
amistad, la sexualidad, la infidelidad, las maneras de
vestirse, de peinarse, el tatuaje o el piercing, el peso, los
regímenes, etc. Los invitados exponen su dificultad con
los otros o su júbilo de ser ellos mismos. Estos programas
promueven un guardarropa de identidades múltiples en
cuyo seno es posible abrevarse. Se convierten en herra-
mientas mayores de socialización para las jóvenes
generaciones bajo la égida del individualismo y el con-
sumismo. Su autoridad es indiscutible; están tanto más
en contacto con lo real cuanto que contribuyen a fabri-
carlo. La cultura de las jóvenes generaciones impregna el
ambiente de la sociedad global: humorismo obligatorio
de los presentadores de televisión o de las estaciones de
radio, música invasora que fluye de manera permanente
como de una canilla en la vida privada o los lugares
públicos, cine hollywoodense formateado para atraerlos
a las salas, estilo del marketing ...
La música es una compañera permanente en sus
esparcimientos y su desplazamiento, es una fuente de
intercambios entre pares. Desde que se despiertan hasta
que se duermen están conectados a aparatos que los
proveen de sonidos e imágenes, desde su portátil a su
86
reproductor de MP3. Al llenar su universo interior de
sonidos, y al separarse así de su entorno social, mantienen
a los otros a distancia. La música es una relación con el
mundo fundada en la emoción y la sensación de compartir
con los músicos, o la comunidad difusa de aquellos que
aprecian su obra. Es tranquilizadora en el hecho de que
autoriza un modo de comunicación a minima al tiempo
que suscita la convicción de ser experto en la materia al
escucharla o hacerla conocer. Es la forma más común
para crear lazos. Lugar destacado de la cultura adoles-
cente, permite sentirse o pensarse en un modo físico sin
recurrir a la palabra, delegando sus estados interiores al
ritmo y al sonido. Sensación de sí, es tranquilizadora.
Alcanza una cima en conciertos o fiestas, alimentando
una fantasía de fusión.

EL CUERPO DE LAS CHICAS

El imperativo de representación atañe particularmente


a las adolescentes, a través de la necesidad de seducir
para existir y adornar su cuerpo. La tiranía de la mira-
da de los otros impacta diferentemente a los varones y
las chicas. Éstas no experimentan la necesidad de ha-
cer sus pruebas a los ojos de sus compañeras, sino de
brillar más bien a los ojos de los varones. Buscan sus
modelos en los programas de la farándula o de la
telerrealidad. En ocasiones, apenas púberes, juegan
con su cuerpo como con un instrumento de legitima-
ción, lo desnudan en parte, lo maquillan, lo peinan, lo
adornan con piercings o con tatuajes, y dcon ropa o
con joyas, con el objeto de fabricarse un loo k. Jeans de
tiro corto, shorts, un aspecto falsamente desenvuelto,
regímenes de adelgazamiento, se añaden a la panoplia
donde ellas se abrevan, en el deseo de parecerse a una
estrella cualquiera con la que se identifican. Volverse
87
r
populares y deseables, existir por lo menos en el valor
de su apariencia, se convierte en una razón mayor de
vivir, a imagen de las heroínas de la película A los trece
(Hardwicke, 2002).
Las imágenes publicitarias para los cosméticos u otros
productos muestran mujeres casi desnudas con pieles
perfectas, magníficamente jóvenes y delgadas, con una
actitud de abandono o de dominación, con una fuerte
connotación sexual. Los magacines de televisión o de
papel relevan ese modelo en el nivel de diferentes clases
etarias. Las chicas interiorizan un imperativo de belleza
o de delgadez. Están obsesionadas por su peso y su
conformación física. En la encuesta establecida para el
Foro Adolescencia 2011,45% de los adolescentes declaran
tener complejos con una parte de su cuerpo: 58% de las
chicas y 34% de los varones. Innumerables adolescentes
del mundo entero tienen el mismo miedo de no ser reco-
nocidas y sufren por su peso o su apariencia. Algunas se
pierden entre sus ideas negras y su desregulación
alimentaria y conocen trastornos como la anorexia o la
bulimia. Por cierto, la anorexia es un trastorno
profundamente arraigado en estructuras afectivas
familiares o acontecimientos traumáticos, como los
abusos sexuales por ejemplo, pero también se abreva en
esa obsesión de delgadez de nuestras sociedades. Una
adolescente en pleno crecimiento es propensa a una re-
lación ambivalente con la imagen de su cuerpo. A menudo
utiliza a este último como una caja de resonancia de
sus ideas negras, y sin embargo numerosos cirujanos
estéticos no vacilan en operar. En Alemania, donde
cerca del 40% de las chicas de 9 a 14 años sueñan con
una liposucción, la asociación de los cirujanos plásticos
estima que 100 ooo menores padecen cada año una
operación de cirugía estética (Libération, 19 de mayo de
2008). En Francia, la encuesta Foro Adolescencia 2011
da un porcentaje de 20% que ya sueña con ella. Cada vez
88
más adolescentes reciben hoy como regalo de cumpleaños
una intervención de cirugía estética. Los varones son el
público cuya mirada hay que atraer, ellas las incansables
prestatarias de servicio de una escena social masculina
real o fantaseada.

A diferencia de la muchacha, cuya feminidad aparece a


partir de sus primeras reglas, para el varón la masculinidad
es producto de una conquista, sobre todo se instituye a
través de innumerables pruebas, en particular para los
varones de los medios populares. La «virilidad» no tiene
el mismo sentido para un joven de clase media o privi-
legiada que para un joven de un medio rural o de un
complejo urbanístico. La construcción de lo masculino
en los medios populares es un esfuerzo sobre uno bajo la
mirada de los otros, con la amenaza de no estar a la altu-
ra, es decir, para prolongar la metáfora sexual, de no ser
lo bastante «'1ril» para pertenecer a la «comunidad». Lo
masculino no se elabora en una relación con lo femenino,
implica pruebas que se deben realizar bajo los ojos de los
pares (Gilmore, 1990) y el hecho de no perder nunca la
dignidad. Es difícil construir una identidad masculina en
un contexto de marginación social, de desocupación, de
ausencia de perspectivas de porvenir. Para varones de me-
dios populares en situación de fracaso escolar, la
afirmación de una «virilidad» ligada a la violencia, al
desprecio de las mujeres, al rechazo de la escuela y de su
civilidad, es una forma de reconocimiento mutuo, la
certeza de tener un valor personal a los ojos de los pares
y a despecho de las circunstancias. Si la «virilidad» sigue
siendo un valor esencial para los medios populares, y
particularmente para aquellos de los complejos
urbanísticos, es irrisoria y hasta discutible para los otros
medios, que ven en ella más bien violencia, machismo.
Los jóvenes de clases medias o privilegiadas valorizan
más bien el coraje o la voluntad que la fuerza. «No solo
89
la virilidad deja de ser aquí un imperativo categórico sino
que, cada vez más, los valores femeninos están presentes
en la identidad masculina» (Duret, 1999, 35). Sobre todo,
aquí las chicas son más percibidas como compañeras.

90
Vlll. EL CAMINO DEL RIESGO

El día en que estuviera en plena pose-


sión de mi valor escogería mi causa.
Pero para llegar a ese dominio debía
soportar una prueba. La prueba que se
ofrecía a mí era esa guerra, y yo no
quería dejarla pasar y no me preocu-
paba otra cosa[ ... ]. Mientras no hubiese
aprendido a tratar con despreo-
cupación a la muerte, no podría saber
realmente si había crecido.
ELsA MoRANTE, La isla de Arturo7

Aunque biológicamente son ya con todo derecho hombres


o mujeres, su independencia aún no está adquirida. Una
larga fase de expectativa y de incertidumbre se extiende
entre la adolescencia y la madurez social. El porvenir es
una inquietud. Lo provisorio rige las relaciones amorosas,
la relación con el trabajo, la relación con la familia, las
tecnologías de lo cotidiano, que a su vez son obsolescentes.
Nuestras sociedades conocen un aumento de la duración
de la formación, y de la entrada en una actividad pro-
fesional, a menudo a través de un período de desocu-
pación, empleos descalificados y transitorios. Desde los
años noventa, diplomadas o no, las jóvenes generaciones
acumulan desocupación, pasantías, empleos precarios, y
los diplomados a menudo son empleados por debajo de su
calificación. La «moratoria» adolescente es tanto más
difícil de vivir cuanto que los jóvenes son de manera
permanente solicitados por la seducción del consumo, y
en ocasiones hay que armarse de paciencia un largo rato
antes de adquirir su independencia económica y moral.
7Elsa Morante, Líle d'Arturo, París, Gallimard, «Folio», 1978.
[La isla de Arturo, trad. de Eugenio Guasta, Barcelona, RBA Colec-
cionables, 1994.]
91
La voluntad de liberarse de la tutela de los padres, de
emanciparse plenamente es impugnada por la falta de me-
dios simbólicos y materiales para acceder totalmente a
dicha independencia.
A diferencia de sus padres, a menudo en rebelión a la
misma edad contra sus mayores, los jóvenes de hoy
participan globalmente de los mismos valores y no están
en conflicto con sus padres. Son favorables a la individua-
ción de la relación con el mundo y, por lo tanto, al hecho
de que cada uno es libre de escoger su inclinación sexual,
su apariencia, sus valores, etc. Sin embargo, vol-verse
adolescente es tanto más difícil hoy cuanto que la tarea
de ser un individuo no deja de ser menos ardua. Ser un
individuo, en el sentido moderno del término, implica la
dificultad de ser uno, el hecho de no disponer de puntos
de referencia ya establecidos, sino de tener que construirlos
uno mismo. Las regulaciones colectivas se han borrado,
el joven se ve obligado a encontrar en él los recursos de
sentido para ser el actor de su existencia. A él le corres pon-
de instituirse por sí mismo, ciertamente bajo la influen-
cia de los otros y en el seno de una condición social que
ejerce un peso sobre sus elecciones, pero con un margen
de maniobra que a él le corresponde construir.
Por cierto, la inestabilidad de las tradiciones, la trans-
formación de la familia, la desestandarización del trabajo,
la precariedad de las relaciones amorosas, la necesidad de
inventar por sí mismo el estilo de su relación con el
mundo, etc., no son necesariamente elementos genera-
dores de turbulencias sociales o sufrimientos individuales.
A la inversa, son incluso la ocasión de un rompimiento de
las rutinas, un llamado a la invención, a la renovación de
sí. Algunos jóvenes poseen los medios materiales y, sobre
todo, simbólicos para tener una buena figuración en la
competencia social, salir del mal paso sin temor a pelearse,
e invisten a la escuela como fuente de emancipación
social. No tienen ataduras y están dispuestos a alzar el
92
vuelo a otra parte para no perder una oportunidad de
avance .o un trabajo interesante. Tienen el gusto y los
medios de asumir riesgos, y florecen en ese estado de
ánimo. Son individuos en el sentido pleno, en un contexto
económico difícil, pero artesanos de su exis-tencia,
inclinados a la experimentación, apasionados por la
novedad. Se reconocen en los valores de competencia, de
mérito, de movilidad. No temen la incertidumbre y la
viven, incluso, como un desafío.

INDIVIDUOS EN NEGATIVO

Algunos no disponen de los recursos de sentido para


permanecer a la altura de las exigencias requeridas por
una sociedad más dura. Para aquellos, las trans-
formaciones sociales ligadas a la globalización son motivos
de angustia. Surgidos de medios a menudo populares,
que en ocasiones crecieron en barrios de complejos
urbanísticos, en el desprecio de la escuela y la cultura, sin
que sus padres los apoyen en esto, a veces denigrándola
ellos mismos, no disponen de los medios para participar
plenamente en la competencia. Les cuesta trabajo
movilizar los recursos para saltar de una situación a otra.
No aprendieron a renovarse de manera permanente y
semejante hipótesis los asusta. Para ellos, la movilidad
está asociada al miedo. El mundo del trabajo es de difícil
acceso, y allí ocupan empleos precarios o son a menudo
desocupados. Las posibilidades de promoción social son
para ellos más medidas que las de sus padres a la misma
edad. Individuos en negativo, que no se sienten bien en su
pellejo, que no tienen un anclaje simbólico sólido, viven
su condición personal como una fatalidad sobre la cual
no tienen ningún asidero. A menudo están desengan-
chados socialmente, sobre todo si también tropiezan con
tensiones afectivas en su familia o con heridas de infancia
93
que los proyectan en una serie de conductas de riesgo. Su
autonomía de individuos no es una ampliación de su
libertad sino una serie de restricciones. A veces están
aislados en el seno del lazo social al tiempo que aprove-
chan, en su mayoría, la solidaridad familiar o la ayuda de
los trabajadores sociales cuando su angustia es conocida.
La visión apaciguada y previsible del porvenir hoy da
paso a una multitud de proyectos episódicos a corto plazo
en espera de otra cosa. El tiempo vivido se vuelve secuen-
cial. El porvenir no es ya lo que era. El mundo se vuelve
fluido, presa de una urgencia generalizada (Aubert, 2003;
Lachance, 2010 ). La inmersión con todas sus ventajas y
derechos en el lazo social no es ya un dato manifiesto,
sino por conquistar. La preocupación no es ya la del
compromiso sino llevar el timón en la indiferencia a los
otros. De ahí el sentimiento común del crecimiento de las
incivilidades, en el sentido de una ruptura de las antiguas
formas de tacto con los otros, la desaparición de la
confianza (Watier, 2008) y la indiferencia a toda
responsabilidad si no se la notificó mediante un contrato
jurídico. El individuo se siente poco enlazado con los
otros, ya no considera que debe rendirles cuentas. «El
individuo contemporáneo sería el individuo desconectado
simbólica y cognitivamente desde el punto de vista del
todo, el individuo para el cual no tiene sentido ponerse
en el punto de vista del conjunto[ ... ]. Lo que cuenta es
lo que le permite o le impide ser uno mismo» (Gauchet,
2002, 254).
Por una parte, la adolescencia está liberada de las
antiguas coerciones de la vergüenza y de la culpabilidad,
o, por lo menos, esos sentimientos cambiaron de natu-
raleza debido a modificaciones de la configuración
familiar. Ya no tienen el mismo poder de prevención
frente a ciertos comportamientos como se observa en el
happy slapping 8 o la imposibilidad de identificarse con el
8
El happy slapping consiste en filmar la agresión física
94
otro conduce a las peores exacciones a su respecto, con
total indiferencia (Le Breton, 2007). La preocupación
apasionada del instante y de la experimentación recorta
las antiguas preocupaciones morales que marcaban a las
generaciones anteriores. Aparecidas en la línea de una
serie televisiva británica de culto, las skin parties
corresponden a una voluntad de llegar al extremo de sí
mismo en una búsqueda apasionada de sensaciones que
transforma el cuerpo en objeto de experimentación: ni
prohibiciones ni límites en un espacio cerrado y un
contexto festivo donde sexualidad, drogas, alcohol,
participan en un ambiente de relajación de todas las
coerciones de la vida cotidiana.

EXISTENCIA SIN CONFIANZA

La adolescencia es el momento en que se elabora un


sentimiento de identidad, todavía maleable, para el joven
que no deja de interrogarse sobre su persona. Llevado por
un proceso de reconquista de sí, ignora el objeto de su
búsqueda, trata de convertirse en lo que es, y que le per-
manece tan ajeno. La evidencia del camino de pronto se
sustrae, sobre todo si los padres no son suficientemente
amantes, disponibles, proveedores de límites. El sufri-
miento es una confusión del sentimiento de identidad. El
joven ha perdido su centro. Arrojado a un mundo que no
comprende, fracasa en diferenciar sus fantasías y lo real.
Si no encuentra límites de sentido planteados por sus
padres u otros adultos importantes a sus ojos con el objeto

deliberada de una persona (agresión a un transeúnte, violación,


paliza a un sin techo, etc.), con ayuda de un teléfono portátil, con
el objeto de difundir las imágenes. El término inglés, que,
literalmente, significa «dar bofetadas alegremente» es un juego
de palabras con la expresión slap-happy.
95
r
de discutirlos o combatirlos, sigue siendo vulnerable. La
experiencia del niño es ínfima y más bien está hecha de
briznas de lo que oyó a su alrededor y que se apropió;
la del adolescente es apenas más significativa, no dispone
de un pasado suficiente para darle una perspectiva sobre
el presente. Para muchos niños o jóvenes que no se sien-
ten bien en su pellejo, esa transmisión de sentido no
cumple adecuadamente su papel y los deja en suspenso,
indecisos en orientarse. En una sociedad donde los
caminos de la existencia ya no están trazados, donde fal-
tan las ideologías de los futuros promisorios, la socializa-
ción cede a la experimentación. La producción de su
existencia a partir de sus propios recursos de sentido, a
través de modelos contradictorios, es una empresa difí-
cil para los jóvenes que casi no disponen de materia
prima para construirse. Si la valorización social de la res-
ponsabilidad y de la iniciativa personal engendra en los
mayores la «fatiga de ser uno mismo» (Ehrenberg,
1998), entre los más jóvenes suscita la duda permanente
que adquiere para algunos la forma jubilosa de una
búsqueda interminable y, para otros, el desamparo nacido
del sentimiento de insignificancia personal, del vacío de
la existencia.
El niño o el adolescente proyecta en sus acciones el
grado de confianza que experimenta en sus recursos. Si
los cimientos de la «confianza de base» se establecen en los
primeros años de la vida primero a través del apego a la
figura materna, se amplía al lazo social a medida que el
niño crece. Ella alimenta un espacio de compromiso
creativo en el mundo. La solidez de esta posición es
esencial para el adolescente, e implica el poder de decir
«no», pero «acompañándolo de una incitación que abre
el espacio de un "sí" en la perspectiva de un nuevo
desarrollo» (Matot, 2012, 233). Pero no son los únicos [...]
que ocupan una posición de autoridad y de afecto: otras
competencias existen a su alrededor, así no fuera sino
96
entre los miembros de la familia ampliada. Padres
ausentes, fríos, golpeadores, fragilizan la confianza del
niño en sus recursos, inducen una dificultad en la apro-
piación de su entorno. Sin embargo, no es posible dejar de
transmitir a los niños cierta cualidad del gusto de vivir,
del sentido de la existencia, para lo mejor o para lo peor.
Sus padres son el espejo en el cual él se mide para buscar
el personaje que podría ser. Si no están ahí o manifiestan
una ambivalencia o una agresividad para con él, ya no
posee esa brújula para convencerlo de que su existencia
vale la pena de ser vivida. Está indeciso sobre sus expe-
riencias. El pasaje adolescente implica la presencia
sensible de los allegados para construirse de manera feliz,
apoyarse en ellos o, en ocasiones, oponerse, pero con la
convicción de existir siempre a sus ojos.
El mito de una juventud eternamente mal en su pelle-
jo, rebelde, dolorosa, a menudo es una manera de desac-
tivar las tensiones reales que marcan a la juventud de
nuestras sociedades. El mundo no va a cambiar nunca,
los jóvenes siempre van a suscitar dificultades. En-
cerrándolos así en una suerte de destino, una ontología
negativa, uno rehabilita los malestares del tiempo presente
y se justifica por no adoptar las medidas adecuadas. Es-
peremos que la «juventud pase con el tiempo». La otra
tentación, no menos discutible, es promover la idea de
que la juventud está hoy perfectamente bien, que la
noción de crisis o que la amplitud de las conductas de
riesgo son pequeños fenómenos exagerados por sociólogos
o psicoanalistas alarmistas. Las dificultades de entrada
en la vida son en la actualidad considerables, y las
angustias prominentes llegan a entre el15 y el 20% de los
adolescentes.

97
EL RIESGO CO~STRCITOR

El término de conductas de riesgo aplicado a las jóvenes


generaciones reúne una serie de comportamientos que
ponen la existencia en peligro de manera simbólica o
real. Tienen en común la exposición deliberada al riesgo
de herirse o de morir, de alterar su porvenir personal, o de
poner su salud en peligro: desafíos, juegos peligrosos,
tentativas de suicidio, fugas, vagabundeo, alcoholización,
toxicomanías, trastornos alimentarios, velocidad en
las rutas, violencias, relaciones sexuales no protegidas,
rechazo a proseguir un tratamiento médico vital, etc.
Estos comportamientos ponen en peligro las posibi-
lidades de integración social del joven, sobre todo a
través de la no escolarización y, a veces, como en el
vagabundeo, la alcoholización extrema, el «viaje» o la '
adhesión a una secta, desembocan en una disolución
provisoria de la identidad. Pero también son una
experimentación vacilante de un mundo social que se ?
sigue escapando. El riesgo está presente como una
materia prima para construirse, sin embargo con la
eventualidad no desdeñable de morir o de ser herido.
Una agravación de las ideas negras conduce a desdeñar
toda protección de sí. La cuestión del gusto de vivir
domina las conductas de riesgo de las jóvenes genera-
ciones. Son una interrogación dolorosa sobre el sentido
de la existencia.
Algunos de estos comportamientos se inscriben en la
duración (toxicomanías, trastornos alimentarios, esca-
rificaciones, alcoholización, vagabundeo ... ) o adoptan la
forma de una empresa única ligada a las circunstancias
(tentativas de suicidio, fuga, etc.). Esta propensión al
actuar que caracteriza esta edad está ligada a la dificultad ..
de movilizar en sí recursos de sentido para enfrentar los
escollos de otra manera. El recurrir al cuerpo es una
tentativa psíquicamente económica de escapar a la
98
impotencia, a la dificultad de pensarse. Aunque a veces
esté cargado de consecuencias, marca un intento de
recuperación del control. El peligro inherente a estos
comportamientos parece al joven de poco peso frente a su

' malestar de vivir.

Los :\L\LE...'\lL'\"DIDOS

Algunos datos antropológicos coinciden en la amplitud


de esos comportamientos en este período de la vida.
Las particularidades del sufrimiento en el adolescente,
por un lado, y por el otro una representación de la
muerte que lo torna vulnerable. En efecto, el sufrimien-
to de un adolescente no es el mismo que el de un adulto.

• Allí donde el adulto, enfrentado a dificultades perso-


nales, puede relativizarlas y ponerlas a distancia,
incluso hasta recurrir a un tercero (médico, psicólogo,
etc.) con el objeto de superarlas, el adolescente las
toma en toda su extensión rechazando toda ayuda. No
dispone de ninguna perspectiva para atenuar su acui-
dad. Los acontecimientos que lo perturban parecen a
menudo irrisorios a los ojos de los padres o de los
allegados cuya experiencia de vida tiende a matizar su
fuerza de impacto. Pero el joven las vive por primera
vez, duda de sí mismo, está «a flor de piel». Hablar de
motivos «fútiles» para tentativas de suicidio o fugas
equivale a proyectar una psicología adulta sobre un
joven y perder su subjetividad. Uno de los obstáculos
para una atención eficaz y comprensiva radica justa-
mente en ese adultocentrismo: no ver al joven a su
altura y no comprender la dimensión de lo real en que
,. él se mueve (Le Breton, 2007).
Además, el adolescente todavía no posee de la muerte
la visión trágica e irreversible que es la de sus mayores. Si
bien no es ya el niño que asimila la muerte a una suerte
99
1
de viaje del que se vuelve tras un momento de ausencia,
no es todavía el adulto que conoce su filo, está en el «bien
lo sé pero de todos modos». Sabe que la muerte existe pe-
ro ella no lo atañe. Cada uno tiende a sentirse «especial».
Todavía vaga a sus ojos, la muerte no puede alcanzarlo
(Le Breton, 2007). «Me hago cargo», es lo que por lo
general dice el joven, que rechaza desdeñosamente las
exhortaciones de los otros a su alrededor para que sea
menos ciego en esos comportamientos.
Las conductas de riesgo remiten a la dificultad del
acceso a la edad de hombre o de mujer, al sufrimiento
de ser uno en ese pasaje delicado. Son ampliamente de-
pendientes de la trama afectiva que marca el desarrollo
personal. Involucran a jóvenes de todos los medios,
aunque su comportamiento depende también de su
condición social. Un joven de barrio popular que se
siente mal en su pellejo es más propenso a la pequeña
delincuencia o a una demostración brutal de virilidad
por la violencia que otro de un medio privilegiado que
goza, por ejemplo, de un acceso más fácil a las drogas.
El adolescente que se siente mal en su pellejo está
primero en un sufrimiento afectivo, aunque su
condición social y su sexo añaden una dimensión
propia. Solo su historia personal y la configuración
social y afectiva en la cual se inserta aclaran el sentido
de comportamientos que a menudo son los síntomas de
un disfuncionamiento familiar, de una carencia
afectiva, de un maltrato, de tensiones con los otros o de
un acontecimiento traumático. Una dolorosa voluntad
de perturbar las rutinas familiares, de expresar el des-
amparo, de provocar un apoyo y ser reconocido como
un ser «existente» lo anima. A menudo, el joven se
busca e ignora lo que persigue a través de esos compor-
tamientos de los que sin embargo ve hasta qué punto
perturban a su entorno y lo ponen en peligro. Pero
tiene la necesidad interior de proseguirlos mientras no
100
-:
haya encontrado respuesta a su desamparo o hallado
en su camino un adulto que lo detenga y le suministre
el deseo de crecer.

LEGITIMAR LA VIDA

Las conductas de riesgo también están marcadas por las


connotaciones sociales del género. Entre las chicas (Ait el
Cadí, 2003; 2005; Sellami, 2011) adoptan formas
discretas, silenciosas (trastornos alimentarios, escarifi-
caciones, tentativas de suicidio ... ), allí donde entre los
varones son exposición de sí (y eventualmente de los
otros), a menudo bajo la mirada de los pares (suicidios,
violencias, delincuencias, provocaciones, desafíos, alcoho-
lización, velocidad en las rutas, toxicomanías ... ). Si las
chicas hacen claramente más tentativas de suicidio, los
varones se matan más recurriendo a medios más radicales
(ahorcamiento, armas de fuego).
Las conductas de riesgo son ritos íntimos de contrabando
que apuntan a fabricar sentido para seguir viviendo. En
oposición a los pasajes al acto, son a menudo actos de
pasaje (Le Breton, 2003, 2007). Marcan la alteración del
gusto de vivir de una parte de la juventud contemporánea,
el sentimiento de estar ante un muro infranqueable, un
presente que nunca termina, desposeído de todo porvenir.
Si no está alimentada de proyectos, la temporalidad
adolescente se estrella en un presente eterno que torna
insuperable la situación dolorosa. No tiene la fluidez que
permite pasar a otra cosa. Las conductas de riesgo traducen
la búsqueda vacilante y dolorosa de una salida. Pero,
simultáneamente, son maneras de forzar el pasaje
~ rompiendo el muro de impotencia experimentado ante
una situación. Dan testimonio de la tentativa de salir de
ellas, de ganar tiempo para no morir, para seguir viviendo
todavía. Yel tiempo, decía Winnicott, es el primer remedio
101
~. . >
r

de los sufrimientos adolescentes (1969, 257-258). Esas


pruebas que se infligen los jóvenes son formas inéditas de
ritos que apuntan a una experimentación de sí, pero en
un contexto solitario (o a veces con algunos amigos). En
su diversidad, son primero tentativas dolorosas de
ritualizar el pasaje a la edad de hombre o de mujer, para
jóvenes para quienes existir es un esfuerzo permanente.
Sobresalto de conciencia, manera de debatirse y de jugar
su existencia contra la muerte para dar sentido y valor a su
vida, participan de una búsqueda de límites de sentido, de
una detención por lo menos provisoria a las incerti-
dumbres experimentadas. De alguna manera encuadran
la situación, la redefinen poniendo al joven en el corazón
del dispositivo como actor, y no ya como un elemento
indiferente arrastrado en la oleada de sufrimiento. Pero
la herida o la muerte pueden acaecer en todo momento
recordando que no se juega impunemente con el peligro.
Al abandonar una parte para no perderlo todo, el joven
corre el riesgo de su cuerpo para recuperar su lugar en el
tejido del mundo y efectuar un acto de pasaje que lo saque
finalmente del sufrimiento, de ese estado de suspensión
dolorosa que parece sin salida. Vuelve a ser actor de su
existencia, ejerce un control sobre sus vivencias a través
de recurrir a remedios paradójicos pero que participan de
antropológicas eficaces y autorizan a seguir viviendo.

ÜRDALÍA, SACRIFICIO,
BLANCURA Y DEPENDENCIA

Varias figuras antropológicas se cruzan en las conductas


de riesgo de los jóvenes, no se excluyen entre sí sino que
se entremezclan: ordalía, sacrificio, blancura y depen-
dencia. Las hemos descrito largamente en En souffrance.
Adolescence et entrée dans la vie (2007).
La ordalía es una manera de jugarse el todo por el todo
102
-
"
y entregarse a una prueba personal para examinar una
legitimidad de vivir que el joven no experimenta porque
el lazo social fue impotente en dársela o bien porque la ha
perdido y los esfuerzos de los otros no la restablecieron. Al
ponerse en peligro, él interroga simbólicamente a la
muerte para garantizar su existencia. Todas las conductas
de riesgo de los jóvenes tienen una tonalidad de ordalía.
La exposición al peligro apunta a expulsar lo intolerable
para encontrar el sosiego. Toda confrontación con la
muerte es una redefinición radical de la existencia. El
proceder no es en modo alguno suicida, apunta a relanzar
el sentido. La muerte simbólicamente superada es una
forma de contrabando para fabricar razones de ser. La
salida posible es la de finalmente existir, despojarse de la
muerte que se pega a la piel habiendo sabido mirarla de
frente. Tentativa de vivir y no tentativa de suicidio. Al
término de la prueba está no solo el poder de sobrevivir, sino
también el impacto renovado de lo real que proporciona
una detención a la interminable caída en el sufrimiento.
El sacrificio juega la parte por el todo. El joven abandona
una parte de sí para salvar lo esencial. Esto ocurre, por
ejemplo, con los ataques al cuerpo o las adicciones como
la toxicomanía, la anorexia o la alcoholización. Etimoló-
gicamente, sacrificio proviene de sacra-facere, acto de
hacer actos o cosas sagradas. El sacrificio expulsa fuera
de la vida ordinaria, el joven se beneficia con una transfor-
mación proporcional a la significación de lo que es
sacrificado. Por ejemplo las escarificaciones, donde se
hace daño para sentir menos daño, se inflige una herida
para apaciguar un sufrimiento. Para quien acepta pagar
el precio se anuncia un posible pasaje más allá de la zona
de turbulencia, un renacimiento al mundo a través de
~ recursos de sentido renovados. El sacrificio no se inscribe
en una voluntad de intercambio interesado, en la medi-
da en que el joven ignora lo que persigue. Él está en busca
de una significación presentida de la que no tiene una
103
clara conciencia. La eficacia simbólica puesta en juego es
suficientemente poderosa, debido a las transgresiones
operadas por el acto, para modificar su relación con el
mundo.
La blancura es la borradura de sí en la desaparición de
las coerciones identitarias. No ser ya el hijo o la hija, el
alumno o el estudiante: escapar de sí, de su historia, de su
nombre, ade su medio afectivo. Se la encuentra sobre
todo en el vagabundeo, la adhesión a una secta, el «viaje»
a través del alcohol, la droga u otros productos. Búsqueda 1'
del coma y no ya de sensaciones. El desafío es dejar de ser
uno para no ser más alcanzado por las asperezas de su
entorno. La blancura es un embotamiento, un dejarse
caer nacido de la impotencia para transformar las cosas.
En principio, no es un estado duradero, sino un refugio
más o menos prolongado, una esclusa para protegerse.
De ningún modo es una locura, siquiera provisoria,
porque el individuo nunca deja de ser él mismo, aunque
esté en una suerte de relajamiento de las representaciones
sociales ordinarias, y a veces retoma su existencia bien
arraigada en el lazo social después de esos eclipses;
también sabe actuar si las circunstancias lo ordenan.
Sabe lo que hace al deshacerse de él mismo. La blancura
es producto de un individuo que cae fuera del mundo
ordinario o que provisionalmente se niega a colaborar
con él. No está en la muerte pero tampoco llega a nacer,
es prisionero del pasaje, en una especie de glaciación
interior. Está atornillado a la ausencia para protegerse y
recuperar su aliento no dejando transparentar en el
exterior más que un mínimo. La blancura traduce la
voluntad de volverse diáfano, de deshacerse del fardo de
ser uno.
La dependencia es otra figura antropológica. A la
incertidumbre de las relaciones el joven opone la relación
regular con un objeto que orienta totalmente su existencia,
pero que tiene el sentimiento de dominar a voluntad y
104
,...
eternamente: droga, alcohol, alimento, escarificaciones,
etc., gracias a los cuales decide a su capricho acerca de los
estados de su cuerpo, sin pe:rjuicio de transformar su
entorno en pura utilidad y de no investir ninguna otra
cosa. A lo inasible de sí y del mundo opone lo concreto del
cuerpo. Las relaciones de dependencia son una forma de
control ejercido sobre la vida cotidiana frente a la turbu-
lencia del mundo. El joven reproduce incesantemente
una relación particular con un objeto o con una sensación
que finalmente le proporciona la impresión furtiva de
pertenecerse y de estar todavía anclado al mundo.

Estos comportamientos son, la mayoría de las veces,


provisionales, no duran más que un momento, mientras
el joven no haya respondido aún a la cuestión del sentido
de su existencia. Los sufrimientos propios de esta edad
son poderosos, pero reversibles. En ocasiones sorprenden
por su resolución rápida cuando parecían ir hacia lo peor,
del mismo modo que el joven que parecía sin problemas
a veces encubre dolorosos despertares para el entorno
que no percibió la extensión de un desamparo cuida-
dosamente disimulado. En la inmensa mayoría de los ca-
sos, esos sufrimientos y las conductas de riesgo que los
acompañan no duran más que un momento y, con el
correr del tiempo, son abandonados. Se curan a través de
las experiencias sucesivas del joven: encuentros amorosos,
compromisos en actividades culturales o deportivas,
etcétera.

105
_Y

IX. TRANSMITIR

Enseñar sin una grave aprensión, sin


una reverencia enturbiada por los ries-
gos implicados, es una frivolidad.
Hacerlo sin considerar las posibles con-
secuencias personales y sociales es una
ceguera. La gran enseñanza es aquella
que despierta dudas en el alumno, la
que es escuela de disenso.
GEORGE STEINER, Maitres et disciples 9

Cuando es asumida con rigor y responsabilidad, la


transmisión introduce al sujeto a su diferencia individual
en el seno de un conjunto de hombres y mujeres, lo
inscribe sobre todo en el corte de un sexo y en el interior
de una clase etaria en una posición particular de
generación. Le da un acceso a los códigos que le confieren
los medios de poner sentido sobre el mundo, de orientarse
de manera más personal en la trama social. Pero hoy en
día, en el pluralismo de las sociedades contemporáneas
regidas por el individualismo democrático, las matrices
de sentido y de valor son múltiples y la tarea de los edu-
cadores es enseñar al niño a ubicarse en ellas, con el
objeto de que escoja en total conocimiento de causa
aquellas que mejor le corresponden. En el contexto de la
individuación del sentido, la socialización siempre está
en movimiento debido a las transformaciones sociales,
culturales, políticas, tecnológicas; el adolescente no está
ya sustentado por las respuestas estereotipadas de las
generaciones anteriores, debe elaborarlas él mismo según
las circunstancias, y la escuela no es ya el centro de
gravedad de la transmisión. M. Mead veía ya los
8 George Steiner, Maitres et disciples, París, Gallimard, 2003

[Lecciones de los maestros, trad. de María Condor, Barcelona,


Debolsillo, 2011.].
107
principios de esto en los años setenta en los Estados
Unidos:

Los jóvenes enseñan a los adultos. Debemos darnos


cuenta de que ninguna generación conocerá jamás lo
que nosotros hemos vivido. En ese sentido, debemos
reconocer que no tenemos descendencia y que nuestros
niños no tienen padres (Mead, 1971, 124-125).

Es difícil transmitir en un mundo donde dominan la


velocidad, la urgencia, la flexibilidad, el reciclaje, el opor-
tunismo, el beneficio, el cálculo, etc. En una sociedad en
la que lo inmediato se erige en la única duración posible,
en la que lo imprevisible está siempre delante de uno, la
transmisión corre el riesgo de desmenuzarse en la in-
formación, pero esta última no prepara para vivir, solo
apunta al ajuste a los ambientes difusos del momento. La
escuela no es ya percibida como una misión de educación ·
colectiva: el mundo ha cambiado (Dubet, 2002), ha
entrado en una zona de turbulencia de nunca acabar.

lQUIÉN SE CREE QUE ES, LA PROFE?

Nuestras sociedades democráticas impugnan toda supe-


rioridad a priori de un actor sobre otro. El fin de la
tradición marca el fin de la autoridad y suscita el riesgo
de la multiplicación de las relaciones de fuerza. Si todo
individuo se apoya en su propia autoridad, y se considera
como igual al resto, toda relación disimétrica corre el
riesgo de tropezar con un rechazo o con una búsqueda
extraviada de reconocimiento. Así, el docente no es ya
percibido como portador de una autoridad institucional
sino como afirmación de una arbitrariedad personal que
alimenta el resentimiento de encontrarse en posición
desigual frente a una persona considerada como seme-
108
-,
..._Y

jante a sí: «iQuién se cree que es, la profe, para ponerme


'una mala nota?». La escuela es vista por algunos niños
de medios populares como una empresa de sumisión, que
obliga a cambiar de código de comportamiento sin que
esas transformaciones sean percibidas como una apertura
al mundo. «Quieren impedir que hablemos, quieren
obligarnos a hablar como ellos. Yo no tengo ganas de
cambiar. Estoy bien así». Si la relación pedagógica es
vivida como dominación, ejercicio de una arbitrariedad,
hasta exposición a una forma de humillación, el docente
se expone al desaire si los alumnos no ven en él más
que un hombre o una mujer opuesto a su opinión. H.
Arendt había presentido las dificultades crecientes de
una educación que «por su naturaleza misma no
puede hacer caso omiso ni de la autoridad ni de la
tradición, y que no obstante debe ejercerse en un
mundo que no está estructurado por la autoridad ni
mantenido por la tradición» (Arendt, 1972, 250).
Los adolescentes poseen ahora sus territorios específi-
cos, una cultura diversificada que les pertenece en forma
personal para construir el sentido de su vida. Insertados
en el interior de una trama relacional donde los mayores
ejercen de manera más convivial su función de autoridad,
su posibilidad de ejercicio de una autonomía de conciencia
y de acción se ha ampliado, y es propicia al desarrollo de
sí. Por cierto, no necesariamente disminuye la dependencia
con los padres. Pero la educación recibida de familias (o
de mayores) que ejercen su responsabilidad con amor y
comprensión, considerando al joven como un sujeto con
todas sus ventajas y derechos, no es muy comparable con
aquellas donde la autonomía dejada al niño no es tanto
un principio de educación como una indiferencia o una
indisponibilidad. No son tanto las modalidades sociales
de la familia las que son esenciales como la dimensión
afectiva y simbólica que alimenta las relaciones.

109
,.
LA LIBERTAD, EL ABISMO

Si los padres no están a la altura del amor y de la nece-


sidad de presencia y de educación que su niño requiere de
ellos, si se sustraen a su tarea, crean sufrimiento y falta
de ser. Al dejarlo sin orientación para existir fragilizan su
relación con el mundo. Una libertad sin marco para
desplegarse es un abismo. La frustración, es decir, el
límite planteado por sus allegados, es una condición
necesaria para la modulación de la omnipotencia que, si
se prolonga, expone al joven al choque brutal con el
mundo y los otros. La fluidez del lazo social implica la
comprensión de que los otros existen fuera de sí y de que
las circunstancias no están a su discreción. La ley es un
marco que lo protege de los otros y de sus propios
desbordes. No es un capricho o una arbitrariedad sino la
condición primaria del despliegue de sí. No es posible
inscribir a un niño como actor en el mundo sin plantearle
límites de sentido y ponerlo en posición de interrogarlos.
Para integrar por sí mismo los códigos de relación y de
comportamiento es importante que la ley, en el sentido
amplio del término, o los otros a su alrededor, nunca sean
percibidos como obstáculos a su libertad sino, a la inversa,
como su condición. En este sentido, toda educación
apunta a limitar el sentimiento de omnipotencia del
niño, a recordarle que nunca vive sin el otro (Jeffrey,
1999). Una interdicción vale ante todo por lo que abre en
cuanto a posibilidades, en una palabra apunta ante todo
a autorizar el intercambio simbólico con los otros y el
mundo, previene la arbitrariedad y apunta a proteger a
los actores en presencia, a tornar previsibles y pensables
su comportamiento y a tranquilizarlos sobre ellos mismos.
Toda interdicción es una interdicción, lo que es dicho
entre sí para vivir juntos en la reciprocidad de las
expectativas.
Etimológicamente, educar significa «conducir fuera
110
,-
de sí», escapar a lo mismo para abrirse al mundo del otro,
a un universo de sentido ampliado que el sujeto debe ser
capaz de evaluar y de pensar sabiendo que es uno entre
otros. La tarea es darse los medios de desprenderse de sí
para convertirse en un interlocutor del intercambio en el
seno del lazo social. Ella arranca las particularidades
sociales y culturales para dar paso a una libertad de
conciencia y a lo universal. La escuela es el lugar de la
emancipación individual, proporciona al alumno, con el
correr de los años, las claves para una independencia de
f
su pensamiento. La simetría moral entre niño y adulto
implica justamente tener en cuenta el hecho de que el
niño aún no dispone de los medios para pensarse en la
complejidad del mundo, por lo tanto conviene educarlo
para que esté a la altura de su libertad y de su dignidad.
Un niño es un adulto en devenir. Si nadie lo ayuda a ela-
borar su personaje, le cuesta trabajo entrar de lleno en su
existencia. Crecer no es algo que se cae de maduro si se
considera al niño ya como un adulto en miniatura. La
posición educativa no es aquella de la omnipotencia sino
una conciencia de la vulnerabilidad y de la relatividad de
los principios inculcados, aunque parezcan esenciales en
el momento. Los padres o los docentes, o cualquier otra
figura de autoridad, no son más que modelos provisorios
destinados a ser superados.

EDUCACIÓN, INICIACIÓN

En la actualidad, frente a los medios de que disponen y de


la amplitud de la tarea, se vuelve dificil para los docentes
inventar nuevas vías para despegar al niño de los carriles
de la cultura de los pares alimentada por el marketing y
el conformismo. La transmisión no es solamente una
instrucción, es una orientación del camino y en ese
sentido, más allá de la clase, solicita muchas herramientas
111
posibles: danza, teatro, escritura, viajes, etc. A menudo se
trama en una serie de historias que dan soluciones o
maneras de reflexionar. Como lo recuerda D. Jeffrey, «el
narrador cuenta entonces cómo un personaje resolvió su
drama» (Jeffrey, 2003, 48). Las maneras de contar una
historia son múltiples, pero deben comprometer al
alumno, reconocerlo en su singularidad, y el compromiso
no debe sustraerse nunca a la responsabilidad adquirida
para con un grupo o un alumno.
En un diálogo con G. Steiner, C. Ladjali habla de su .i'-

trabajo con sus alumnos de un liceo del suburbio parisino. '


Ella les hace escribir textos poéticos, que luego serán
publicados, y elaborar una obra de teatro inspirándose en
elEdipo rey de Sófocles. Primero debe superar la resistencia
de los alumnos, para quienes poesía rima sobre todo con
«vergüenza», particularmente para los varones, que ven
ahí una actividad «femenina» y despreciable. Sin
embargo, con el correr del tiempo ella desactiva su
reticencia y los textos son escritos y leídos, la obra mon-
tada: «Estaban asombrados de la belleza de sus textos
[... ].Casi tuvieron vergüenza al final del año de presentar
sus textos en la biblioteca, pero luego estuvieron muy
orgullosos. Progresaron, envejecieron tres años en el
espacio de dos horas. Maduraron muy rápido» (Steiner,
Ladjali, 2003, 63 y 78). La educación es a veces una
revelación, un recorrido iniciático.
En la película de Abdelatif Kechiche La escurridiza
(2002), una profesora de francés acompaña a colegiales
que montan una pieza de Marivaux, El juego del amor y
el azar. Son jóvenes del suburbio de Lille. Hablan a toda
velocidad sin escucharse nunca. Sus palabras están
incansablemente ritmadas de «hijo de puta» o de «puto
de mierda», ni las chicas escapan a eso. Sin embargo,
cuando entran en la lengua de Marivaux, se escuchan,
hablan lentamente y saborean las palabras con alegría.
Encadenan las réplicas en el respeto mutuo. El teatro es
112
~'t-

ese lugar simbólico donde la experimentación de sí en la


mirada de los otros autoriza también una distancia sobre
sí, una reflexividad en el lenguaje, la relación con el otro,
con la temporalidad. En escena se puede perder la cara,
pero también hacerse cargo de una identidad deshecha.
Un taller de teatro llevado a cabo con exigencia, como en
la película de Kechiche, es la oportunidad para los jóvenes
de probar personajes, lo que es lo propio de la adolescencia,
pero la mayoría de las veces se efectúa a través de recurrir
a los productos de consumo o a los seudónimos de las
_t
redes sociales. Aquí se trata de personajes cargados de
espesor y alimentados por un proyecto común, en ruptura
radical con las ritualidades de la ciudad. Los jóvenes
revelan facetas inesperadas, se apartan de su pesadez,
salen de su rutina de lenguaje y de comportamiento y
descubren maravillados que otras relaciones con el mundo
son posibles, infinitamente más tranquilas, más felices,
en el corazón de una sociabilidad que no implica ya la
fanfarronería y la agresividad continuas. Se sienten bien
en esos personajes que no son ya aquellos que se imponen
en su barrio para estar a la altura de su reputación.
Cambian el marco, redefinen su relación con los otros y
viven un verdadero renacimiento.
La danza también es susceptible de representar un
papel cercano, como lo muestra el taller de danza abierto
por Pina Bausch en Wuppertal con estudiantes, 46 alum-
nos con edades de 14 a 17 años de 15 escuelas de la ciudad.
Durante casi un año, dos bailarinas de la compañía del
Tanztheater animan el reestreno por los alumnos de una
coreografía de P. Bausch Kontakthof El trabajo es
regularmente supervisado por la propia P. Bausch. A.
Linsel y R. Hoffmann, dos cineastas, siguen el proceso de
creación con los jóvenes (Les reves dansants. Sur les pas
de Pina Bausch, 2008, de Anne Linsel y Rainer Hof-
fmann). A razón de dos horas cada sábado (pero de cinco
a ocho horas para los primeros roles), los alumnos se
113
deslizan en la coreografía y se transforman interiormente.
Las primeras escenas son perturbadoras, sobre todo
cuando se trata de tocar el cuerpo del otro: risa loca,
timidez, imposibilidad de concluir un gesto, etc. Los
gestos son prestados, torpes, efectuados con una media
sonrisa como para mostrar que no se dejan engañar.
Poco a poco se van adaptando. Aquellos a quienes les
costaba trabajar con su cuerpo y les parecían insoportables
las interacciones con los alumnos del sexo opuesto se
liberan de sus prevenciones. Se crea un espacio de
confianza. Al término del espectáculo todos dicen hasta
qué punto la experiencia los ha liberado y abierto a los
otros. Varios de los adolescentes interrogados revelan
historias personales atormentadas, pero dicen haber
recuperado la confianza en ellos y ganado una capacidad
de expresión que antes no tenían.

UNA PALABRA CLARA Y ESTABLE

En cantidad de casos, el impacto de transformación


propicio del alumno radica en un suplemento impalpable
en la relación con su profesor, un reconocimiento que lo
sorprende. D. Pennac nombra en algunas palabras lo que
muchos alumnos vivieron:

Es difícil explicarlo, pero a menudo una sola mirada


basta, una frase indulgente, una palabra de adulto
confiable, clara y estable, para disolver esas penas,
aligerar esos espíritus, instalarlos en un presente
rigurosamente indicativo (Pennac, 2007, 68).

La eficacia simbólica no radica solamente en los rituales


escolares, a veces se establece de manera inmediata por
un gesto, una demanda, una atención particular que
arranca al alumno a la indiferencia o a una imagen
114
negativa de sí. Burro inveterado, que multiplica al infini-
to las faltas de ortografía, D. Pennac se acuerda de un
profesor de francés que un día le pide que le entregue una
novela, a razón de un capítulo por semana, cuando tiene
unos doce años.

Lo que provisoriamente dio cuenta de mis faltas (pero


eso que era provisorio hacía que la cosa fuera
definitivamente posible) fue esa novela ordenada por
ese profesor que se negaba a rebajar su lectura a consi-
deraciones ortográficas. Sin falta le debía un manuscrito.
Un genio de la enseñanza, en suma. Para mí solo, tal vez,
y tal vez en esa sola circunstancia, ipero un genio!
(Pennac, 2007, 99).

Por lo que a mí respecta fue una profesora de inglés,


responsable del diario mimeografiado de mi colegio -yo
también tenía unos doce años- quien aceptó publicar mi
primer texto, un cuento, y mis críticas de películas del
cineclub del colegio. Una cualidad de presencia de un
docente, una intuición que lo lleva a confiar en un alum-
no al que todo designa como irrecuperable, y la eficacia
simbólica opera.
En estos procederes la autoridad no es percibida por los
jóvenes como un poder que impone una desigualdad de
tratamiento entre docentes y alumnos. En el lado opuesto
de la seducción, la autoridad reside en un reconocimiento
mutuo del hecho de que una palabra posee un valor que
zanja sobre la de los otros. Conferida a aquel que es su
depositario por aquel que acepta remitirse a él a título
personal, extrae su eficacia en una legitimidad que no es
discutible. Fluye de manera natural. Auctoritas deriva de
auctor, aquel que funda, en una palabra, aquel que
_. legitima a ser, aquel que hace «autor» de sí de manera
coherente y feliz, y sobre todo reflexiva, al pasador de este
universo de sentido (Meirieu, 1999, 76). En El primer
hombre, A. Camus se acuerda del señor Germain, el
115
';::'-
,
maestro que revolucionó su existencia al creer en él. En
la clase de este hombre, «por primera vez, Dos alumnos]
sentían que existían y que eran objeto de la más alta
consideración: los juzgaban dignos de descubrir el
mundo» (Camus, 1994, 138-139).
La transmisión que uno está en todo su derecho de
esperar de la escuela conduce al niño a deconstruir las
evidencias primeras que son producto del discurso
circundante (y, particularmente, del marketing) que
recibió primero sin crítica, para ser capaz de pasar de la
opinión a la argumentación. En el contexto social y
cultural actual es difícil poner en obra, salvo a través de
una forma de invención, experiencias culturales de las
que se sabe hasta qué punto contribuyen a «desrutinizar»
el pensamiento y a transformar al alumno en actor. Y en
último análisis, descansa en la calidad de un encuentro
con el profesor. Nada es posible sin que el niño sea inves-
tido de un reconocimiento que lo sitúe en su justo lugar.

Incluso si la condición humana siempre permanece en lo


inconcluso y, por lo tanto en una forma de adolescens, el
pasaje hacia la otra orilla traduce el adiós a la infancia y
el hecho de ser en adelante el autor de su existencia. En
este intervalo entre dos mundos que preludia la edad de
hombre o de mujer, el joven está simultáneamente en
busca de la autonomía pero sin querer separarse de la
tutela de su entorno; para lo mejor y para lo peor
experimenta su condición de sujeto, la frontera entre el
afuera y el adentro, juega con las prohibiciones sociales,
examina su lugar en el seno de un mundo donde no se
reconoce todavía en su totalidad. Como todo período
preliminar, la adolescencia está sembrada de pruebas
difíciles de ritualizar. Está marcada por la lenta sepa- _1
ración, a veces conflictiva, de los padres. Inasible para los
otros pero igualmente para sí mismo, el joven inscribe su
experiencia en la ambivalencia. Los docentes o los padres
116
no saben ya en ocasiones cómo encararlo. Una de las
preocupaciones por resolver es aquella de la entrada en
un sexo, y en una sexualidad percibida como propicia
para sí, experimentando la continuidad psíquica entre los
diferentes momentos de la existencia. Ese momento de
ajuste para entrar en la evidencia del mundo depende de
muchos datos afectivos, individuales o sociales. El joven
experimenta entonces su necesidad personal, el valor y el
sentido de su vida. Sostiene un discurso que le pertenece
a título personal. Considera a sus padres no ya como el
centro de su universo, sino como personas afectivamente
cercanas, que hicieron lo posible para acompañarlo en su
progresión hacia la maduración social, sin haber sido
siempre perfectos. Sabe lo que puede esperar de los otros
y lo que los otros pueden esperar de él, en un mutuo
reconocimiento donde el debate tiene su lugar .

.!

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Ibérica, 1999.]
Yonnet P., Jeux, modes et masses, París, Gallimard, 1985.
[Juegos, modas y masas, trad. de Alberto L. Bixio,
Barcelona, Gedisa, 1988.]

126
t
1 ÍNDICE

l. Los «crecientes» .................................................. S

11. Ritos de iniciación


de las sociedades tradicionales .... .. .... .... .. .... .. .... 11

111. Adolescencias,
con el correr del tiempo ..................................... 19

IV. Emancipación .................................................... 39

V. Adolescencias líquidas ....................................... 57

VI. Vértigos familiares ............................................. 65

VII. Consumismos ..................................................... 73

VIII. El camino del riesgo .......................................... 91

IX. Transmitir ......................................................... 107

Bibliografía................................................................. 119

127
_,_

Esta edición, de 1500 ejemplares, se terminó de imprimir


en el mes de mayo de 2014 en Artes Graficas Color Efe, Paso 192,
Avellaneda, provincia de Buenos Aires, República Argentina
Un abordaje inesperado de la adolescencia en una pers-
pectiva histórica. Un agudo análisis de sus mutaciones
contemporáneas, tomadas en el torbellino de las preca-
riedades sociales y familiares.

David Le Breton es profesor de sociología en la Universidad de


Estrasburgo, miembro del Instituto Universitario de Francia y del
Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Estrasburgo
(USIAS). Autor de numerosas obras sobre la adolescencia, en par-
ticular: En souffrance. Adolescence et entrée dans la vie (Métai-
lié), Signes d' identité. Tatouages, piercings et autres marques
corporelles (Métailié), La peau et la trace. Sur les blessures de soi
(Métailié), Conduites á risque. Des jeux de mort au jeu de vivre
(PUF, Quadrige). También es co-director con Daniel Marcelli del
Dictionnaire de l'adolescence et de lajeunesse (PUF, Quadrige).
En Ediciones Nueva Visión ha publicado: Antropología del cuerpo
y modernidad, Las pasiones ordinarias. Antropología de las emo-
ciones, El saber del mundo. Una antropología de los sentidos, La
sociología del cuerpo.

I.S .B.N. 978-950-602-660-8

JU5.6 261

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