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41 FILOSOFÍA
Temario 1993
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2. Éticas materiales
2.1. Aristotelismo
2.2. Epicureísmo
3. Éticas formales
3.1. Estoicismo
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INTRODUCCIÓN
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Traza una distinción conceptual entre éticas formales y éticas materiales. ¿Caben sub-
divisiones dentro de cada una de ellas?
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2 Éticas materiales
2.1. Aristotelismo
Esta incardinación de la ética en la política tiene su base en la propia naturaleza del hombre, que
es politikón zôion (animal político). Apartado del espacio colectivo, la vida individual del hombre no
tiene sentido, porque «el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia sufi-
ciencia, no es miembro de la pólis, sino una bestia o un dios» (Política, I, 2, 1253a).
Pero ¿en qué consiste ese bien al cual tiende toda vida humana? Para Aristóteles, el bien se define
desde el télos (finalidad) hacia el cual tienden todas las cosas. De igual forma que la finalidad del oído
es la de oír, la del aparato digestivo la de digerir los alimentos, existe una finalidad propia del hombre
«en cuanto tal», un fin último al que el ser humano tiende de forma natural: la felicidad o eudaimonía.
Télos no significa finalidad en el sentido temporal, sino más bien cumplimiento, plenitud, madurez
de algo que está en potencia y que tiende a hacerse acto. El fin está enraizado en la propia estructura
de cada existencia. En este sentido se dice que la ética aristotélica es una ética teleológica.
La felicidad del hombre en cuanto tal, y no en ninguna de sus facetas se define por la función que
le es propia:
«Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con todo, es deseable
exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto si se lograra captar la función del hombre.
En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor y de todo artesano, y en general de los que realizan
alguna función o actividad parece que lo bueno y el bien están en la función, así también ocurre, sin duda, en
el caso del hombre, si hay alguna función que le es propia» (Ética a Nicómaco, I, 7, 1097b 23-28).
La definición de la felicidad y el «fin» de la ética debe brotar de la esencia misma del ser humano, de
«lo que es propio del hombre». Y precisamente la función propia del hombre no es otra que la que
lo distingue de los demás seres vivos: el «logos», la razón. «La función propia del hombre es una ac-
tividad del alma según la razón» (Ética a Nicómaco, I, 7, 1098a 6). Ese logos, entendido como palabra
y como razón, es la expresión de la intrínseca intersubjetividad de lo humano, y en él se funda su
enraizamiento como animal social, como un ser que ha de ser pensado y «actuado» siempre y de
forma esencial en el seno de la comunidad. La propia estructura del animal «que tiene logos» lo ata
inexorablemente al destino de la comunidad, de la pólis.
Por tanto, es en la vida contemplativa, es decir, en el ejercicio de aquello que le es propio, donde se
cifra la felicidad del ser humano. En eso consiste el ideal de vida buena para el hombre. Sin embargo,
esta vida no se da de forma natural. El hombre no nace ya realizado, sino que debe esforzarse para
realizar en sí mismo su télos, el fin que lo caracteriza, a través de la adquisición, a través de la praxis,
de ciertos modos constantes de obrar, la areté, la virtud.
El hombre es un compuesto de pasión y deseo por un lado, y de razón e inteligencia por otro, y es
difícil encontrar momentos en que no intervengan ambos componentes de la naturaleza humana.
Por eso hay que distinguir entre dos tipos de virtudes: las virtudes intelectuales o dianoéticas, que
van acompañadas del logos y operan sobre lo racional que hay en el hombre; y las virtudes prácticas
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o éticas, que pertenecen a la parte que no tiene logos y operan sobre lo que en él hay de irracional.
Ambos tipos de virtudes son necesarias en el hombre para la consecución del bien al que tiende,
que es la felicidad. Para Aristóteles, la virtud consiste en el término medio entre dos extremos vicio-
sos, uno por defecto y otro por exceso, igualmente perjudiciales para el individuo. Así por ejemplo, la
valentía es la virtud que se encuentra entre la cobardía y la temeridad, la justicia entre el egoísmo y el
olvido de sí mismo. Si las virtudes dianoéticas se adquieren a través de la enseñanza, las virtudes éti-
cas lo hacen por la costumbre o el hábito. Ninguna de las dos se produce en nosotros por naturaleza.
Ambas son el resultado de una interacción con los otros. De ahí que la vida virtuosa sólo sea posible
en el seno de la pólis. La «areté» no es posible fuera de los límites reales en los que se circunscribe la
vida del hombre. La pólis constituye por tanto la condición de posibilidad de toda vida buena indivi-
dual. Por ello, como ha sabido ver Emilio Lledó, la virtud en Aristóteles tiene
«una configuración social. Son virtudes del individuo, actúan desde él y se identifican con él. Pero los límites
de su ejercicio han sido marcados en el contraste con lo otro, que se presenta como espacio de la pólis»
(Lledó, en Camps, 2002).
La ética permanece en todo momento subordinada a la política. Es preciso que el legislador configu-
re las instituciones que permitan el desarrollo y cultivo de la areté. Y en este sentido, para Aristóteles,
el bien del individuo depende en última instancia del bien de la pólis y coincide con él.
2.2. Epicureísmo
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2. El miedo a la muerte. La muerte no es, como cree el vulgo, el mayor de nuestros males. Dado lo
expuesto en la física, la muerte no consiste más que en la disgregación de los átomos, y por lo
tanto, «cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte está presente,
entonces ya no somos nosotros» (Epístola a Meneceo), por tanto, de nada le sirve al ser humano
tener presente la idea de la muerte mientras vive y precisamente por ello dicha idea no es rele-
vante para la ética.
3. El miedo al más allá. El alma humana existe, pero nunca independientemente del cuerpo. El alma
por lo tanto es corpórea. La inmortalidad del alma es, pues, una quimera más. La separación del
alma y el cuerpo constituye el cese de la única vida que existe, la terrenal. Si el alma no es inmor-
tal, tampoco existe la posibilidad de todos esos premios y castigos ultraterrenales que preocupa-
ban a las débiles conciencias de los hombres.
Una vez despojado de todas estas quimeras que desde antaño venían atemorizando a los hombres
en su obrar libre en el mundo, Epicuro define el placer como la perfecta tranquilidad del ánimo
(ataraxía) y la ausencia de dolor corporal (aponía). En realidad, el bien del ser humano sólo consiste
en que el alma esté libre de cualquier tipo de preocupaciones y el cuerpo de cualquier tipo de dolor.
De esta manera adviene el perfecto equilibrio de los átomos que lo componen.
El placer no se define por tanto en sentido positivo, como aquello que nos provoca cada vez más
bienestar, lo cual puede provocar a la larga un mayor dolor, sino en sentido negativo, como aquello
que nos separa de preocupaciones o dolores. La mejor fórmula para ser feliz consiste en llevar a cabo
una vida austera, sin necesidades, en definitiva, una vida «prudente».
El cristianismo es una de las tres grandes «religiones de Libro», junto con el judaísmo y el islam. Como
las otras dos, propone un modelo ético cuya fuente de legitimidad son los dogmas del Libro Sagra-
do. La ética cristiana parte de un conjunto de verdades reveladas acerca de Dios y trata de establecer
el modo de vida práctico que ha de seguir el hombre para salvarse en el otro mundo, que es el mun-
do verdadero. En la ética cristiana, lo que el hombre es y lo que debe hacer se define principalmente
no en relación con una comunidad humana concreta (como la pólis en la ética aristotélica), ni en
relación con el cosmos (en la ética epicúrea), sino en la relación interpersonal del hombre con Dios.
En este sentido, se trata de una ética no inmanente, sino trascendente, porque pone el origen y el
fundamento de las normas morales en un Ser que trasciende los límites de lo humano: Dios.
La ética cristiana, principalmente representada por las figuras de San Agustín de Hipona (354-433) y
Santo Tomás de Aquino (1223-1274), considera que el fin del ser humano es la felicidad. En el De vita
beata, II, 10, dice San Agustín: baeti esse nos volumus (todos queremos ser felices). Pero aquí es donde
el cristianismo supone una ruptura con los filósofos anteriores. Asumiendo el dogma de la creación,
el hombre ha sido creado por Dios y, por tanto, su conducta no debe quedarse en los bienes terre-
nales o fortuitos (el placer o los bienes de este mundo; la virtud o los bienes del alma), sino que ha
de apuntar hacia el único bien permanente y eterno, el Bien Supremo que es Dios. La esencia de la
felicidad (la beatitud) es pues la contemplación de Dios.
El camino de la felicidad no puede ser determinado por los hombres, sino que se presenta por la
Gracia de Dios a través del mensaje de Jesucristo. En Cristo, mediador y camino, reside la única
garantía de Verdad y por tanto, la única fuente de la que ha de servirse el hombre para llegar a ser
feliz. Dios es la única fuente de felicidad, y por la Gracia, «don» concedido por Él, nos ha mostrado
el camino que los hombres hemos de seguir hacia la felicidad mediante la contemplación de unas
normas morales verdaderas que Cristo, a través de la encarnación, ha puesto a nuestro alcance. La
ética cristiana es por ello una ética material. En definitiva, Dios constituye el Bien Supremo; Cristo el
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principio de su conocimiento. De esta forma, dice San Agustín en De vita beata, II, 11, que sólo «es
feliz quien posee a Dios».
Toda la ética cristiana tiene sentido cuando consideramos la antropología subyacente. El hombre
es una criatura divina libre, y por tanto es capaz de recibir su llamada y responder con libertad. El
hombre puede guiar su conducta aceptando la Verdad que le ha sido revelada, y así guiarse por el
amor a Dios y al prójimo; o bien puede separarse de este amor a Dios y hacer prevalecer en su con-
ducta el amor a sí mismo. Se le presentan al hombre las dos posibilidades que San Agustín expusiera
en La ciudad de Dios. El hombre ha sido creado con la posibilidad de amar a Dios, es decir, con la
posibilidad de ser feliz, pero para ello ha de vencer el obstáculo que suponen sus impulsos egoístas.
Cuando el hombre se deja guiar por el amor a sí mismo, entonces se pierde («ciudad del diablo»);
cuando, por el contrario, «renuncia a todo, e incluso a la propia vida, por la causa del reinado de Dios,
se gana» (Mc., 8, 35).
La superioridad de lo divino sobre lo humano se presenta igualmente en la doctrina cristiana de las
virtudes. Asume las virtudes propiamente morales de la tradición griega (prudencia, fortaleza, tem-
planza, justicia), pero las hace depender de otro tipo de virtudes más excelentes, que son las virtudes
teologales (fe, esperanza y caridad). Si las virtudes morales regulan las relaciones entre los hombres,
las virtudes teologales o supremas regulan las relaciones entre el hombre y Dios.
En definitiva, la ética cristiana pretende regular la conducta de los hombres con vistas al otro mun-
do. De ahí que la vida moral sólo alcance su plena realización al elevarse el hombre hacia ese orden
sobrenatural. Sólo con vistas a este fin adquieren valor moral los mandamientos supremos, que
constituyen la materia moral de la ética cristiana. Tales mandamientos proceden de Dios y apuntan
a él como fin último de la vida humana.
Normalmente se atribuye a David Hume (1711-1776) la teoría del emotivismo moral, según la cual el
valor moral de nuestras acciones no viene determinado únicamente ni de manera primordial por la
razón, sino principalmente por el sentimiento que tales acciones provocan en nosotros. El fundamento
moral de las virtudes está en la propia naturaleza humana, en las condiciones psicológicas de los seres
humanos que hacen que «sintamos» aprobación o desprecio hacia algunas acciones. Esta teoría se
opone al intelectualismo moral, defendido entre otros por Sócrates y Platón, que defiende que para
actuar moralmente bien es condición necesaria conocer en qué consiste la bondad. Hume acusa a
los racionalistas de pretender que el ámbito moral compete «exclusivamente» a la razón, que es la
facultad que se encarga de relacionar «ideas». Esta teoría que Hume sistematiza se apoya en una con-
cepción del moral sense (sentido común) cuya trayectoria conduce desde Shaftesbury y Hutcheson,
hasta Adam Smith.
Tal y como reza el subtítulo de su obra Tratado de la naturaleza humana, Hume se propone «introdu-
cir el método experimental de razonamiento en los temas morales», convencido de las ideas empi-
ristas que se habían sedimentado en la mentalidad anglosajona desde el siglo XVII. Su concepción
empirista de la ética está basada en su teoría del conocimiento: la razón sólo relaciona ideas a través
de la comparación y la yuxtaposición. Tales ideas son aprehendidas previamente en forma de impre-
siones a través de los sentidos, que la preceden. Está claro que la moralidad es una cuestión práctica,
y por tanto mueve a la acción. La razón, en cualquiera de sus posibles operaciones, es incapaz de
causar acción. Se deduce por tanto que la moralidad no es una cuestión de la razón exclusivamente,
sino que ha de encontrar su base en algo más profundo de la naturaleza humana, que sí mueve a
acción, a saber, las pasiones. Hume dice en el Tratado (1977): «La razón es, y sólo debe ser, esclava de
las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas». Por otra parte, la
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razón, al ocuparse de las relaciones de ideas, da cuenta de la verdad o falsedad de las proposiciones,
mientras que la moralidad se ocupa de la aprobación o desaprobación de sus objetos. Las acciones
humanas, objeto de la moral, no pueden ser calificadas de verdaderas o falsas, sino que son objeto
de aprobación o desaprobación. De ahí que la razón no sea «exclusivamente» el fundamento de la
moral.
¿Cómo es posible hablar de unas normas morales válidas para toda la sociedad? La pretensión al-
truista del emotivismo moral de Hume radica en la convicción de que en todos los seres humanos
subyace una misma naturaleza emotiva, y por tanto, es posible que ante determinados actos, todos
los hombres reaccionen igual. Hay acciones que son siempre buenas y otras que son siempre malas,
y tal consideración se basa, no en la razón, sino en la propia naturaleza psicológica del ser humano.
De esta forma, el emotivismo moral de Hume evita cualquier tipo de relativismo moral.
El emotivismo moral tuvo importantes repercusiones en el utilitarismo, principalmente en Bentham,
y sobre todo en la filosofía analítica del siglo XX, en las figuras de Ayer y Stevenson, para quienes la
ética se reduce a un reducto emotivista, a simple «exhortación» (expresión de sentimientos con una
mera función retórica), o a análisis del «lenguaje moral» carente de contenido cognoscitivo.
El utilitarismo, como teoría moral y política, hunde sus raíces en el empirismo anglosajón y en el
ambiente individualista y liberal de los economistas clásicos del siglo XVIII y XIX, los cuales vieron en
la utilidad el motor de todas las actividades humanas. Los principales paladines de esta teoría son
Jeremy Bentham (1748-1832), John Stuart Mill (1806-1873) y Henry Sidgwick (1838-1900), aunque
son los dos primeros quienes han sistematizado los principios de la ética utilitarista.
El utilitarismo es la doctrina ética que propone como fundamento de la moral la utilidad, o principio
de la felicidad. Es bueno aquello que es útil con vistas a maximizar la felicidad. Y la felicidad con-
siste en el placer y la ausencia de dolor. Así, en su Introducción a los principios de moral y legislación
(1789), Bentham afirma que la naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos
soberanos, el dolor y el placer. En este sentido, el utilitarismo es una ética teleológica, puesto que
pone el acento en los fines de las acciones humanas; y además constituye una de las variantes del
consecuencialismo ético al calibrar la bondad o maldad de una acción por las consecuencias que
tenga la acción. Sin embargo, existen cambios importantes en la concepción de lo útil en Bentham
y en Stuart Mill.
Para Bentham, el único motor de todas nuestras acciones es la búsqueda del placer y el alejamiento
del dolor de una forma individual. Todo lo que hace el hombre lo hace en vistas a «su» felicidad. El
utilitarismo de Bentham se basa por tanto en un «hedonismo psicológico egoísta». Esto no implica
que no tuviera en cuenta la preocupación por la felicidad de los demás. Como ha mostrado Esperan-
za Guisán (Camps, 2002), Bentham consideraba que los intereses ajenos pueden llegar a convertirse
en intereses propios de forma casi natural, mediante el proceso de socialización. De ahí que, ante
dos acciones útiles, hay que elegir aquélla que produzca mayor felicidad para el mayor número
de personas («principio de la mayor felicidad» o «principio de utilidad»). Por otra parte, considera
Bentham que el placer es susceptible de medida, es cuantificable, y por tanto, teniendo en cuenta
criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad, se podrá calcular, a través de una aritmé-
tica del placer, cuál es la acción que produce mayor felicidad. Todos los placeres son iguales desde
el momento en que son placeres. No hay diferencia entre ellos en cualidad, y por tanto, pueden
compararse entre sí.
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John Stuart Mill, por su parte, discrepa de las doctrinas frías y calculadores de Bentham y de su padre,
James Mill, que le había educado desde pequeñito en los preceptos del utilitarismo benthamiano.
Hasta un momento concreto de su vida en que se dio cuenta que la búsqueda del placer material
y sensible no era capaz ya de ilusionarlo. Fue entonces, en 1826, cuando Mill experimenta lo que él
llama «su» fracaso personal: se da cuenta de que el proyecto de corte egoísta y material del utilita-
rismo de Bentham no había tenido en cuenta algo fundamental, a saber, la naturaleza espiritual de
muchos de los placeres del ser humano. De esta intuición surgen las dos principales diferencias con
el utilitarismo de su predecesor.
En primer lugar, lo relevante a la hora de llevar a cabo el cálculo del placer no son los aspectos pura-
mente cuantitativos, sino la cualidad de los mismos. Dice Mill (1984):
«Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales y una vez que son conscientes
de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades».
Los placeres intelectuales son en este sentido más excelentes y valiosos que los placeres carnales.
Por eso, para Mill vale más un hombre descontento que un puerco satisfecho, y es mejor un Sócrates
descontento que un imbécil satisfecho.
En segundo lugar, el cálculo del placer no debe llevarse a cabo siguiendo únicamente criterios
egoístas, puesto que la felicidad de un individuo depende en todo momento de la felicidad de toda
la humanidad. El utilitarismo de Mill se basa por tanto en un «hedonismo ético universal», según el
cual, una acción es buena cuando está orientada hacia el bienestar de la humanidad en su conjunto.
Mill considera posible eliminar la oposición entre el interés del individuo y el interés general de la
humanidad mediante una nueva educación moral e intelectual de los individuos, asunto que desde
siempre lo obsesionó. Incluso llegó a hablar de su proyecto como la nueva «religión de la humani-
dad».
A pesar de las numerosas críticas que se han vertido contra este modelo ético, en buena parte de-
bido a la incomprensión de algunos de sus principios, el utilitarismo ha proporcionado las bases del
Estado del bienestar contemporáneo.
En el siglo XX aparece un nuevo modelo de ética universalista que pretende ofrecer una alternativa a
la ética kantiana. La ética del deber puro de Kant, debido a su excesivo formalismo, no hacía justicia a
la «verdadera estructura real» de los problemas morales, enraizada indefectiblemente en la vida, y no
en una serie de ideas abstractas que nada tenían que ver con la vida. Scheler (1874-1928) sistematizó
este nuevo modelo ético y le dio el nombre de «ética material de los valores».
En su obra El formalismo de la ética y la ética material de los valores de 1916, Scheler critica los dos
grandes errores en los que considera que había caído Kant:
En primer lugar, rechaza la identificación kantiana de lo formal con lo a priori, y lo material con lo
a posteriori. Kant había dicho que todos los sistemas éticos materiales se basaban en contenidos
empíricos de la voluntad, es decir, en «bienes», y por tanto, no son universales ni necesarios. Sin
embargo, Scheler le reprocha a Kant no haber sabido distinguir entre los «bienes», que son las cosas
empíricas reales, y los «valores», que son cualidades o esencias a priori que se encuentran encar-
nadas en los bienes. Estos valores son el a priori material del que trata la ética. Los bienes son; los
valores valen, pero no son. Los bienes son sólo las cosas «portadoras» de estos valores, y por tanto,
son mero accidente, como bien había establecido Kant. Scheler aplica al campo de la moral, es
decir, a los valores, la metodología fenomenológica que Husserl aplicara a las esencias, que son las
«verdaderas cosas». Para Scheler, los valores son esencias y, como tales, son cualidades objetivas que
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preceden a sus especificaciones. Por otra parte, forman un reino autónomo y articulado sistemáti-
camente según grados de preferencia a priori. De ahí, la objetividad y la pretensión de universalidad
del apriorismo material de los valores.
En segundo lugar, rechaza la identificación kantiana de lo a priori con lo racional. Basándose en el
viejo prejuicio de que el ser humano se compone de dos partes opuestas –sensibilidad y razón-,
Kant había fundado la ética en la razón práctica, eliminando por completo cualquier referencia a la
sensibilidad. Scheler, al contrario, considera que lo emocional es el órgano principal de los valores
morales, del mismo modo que el ojo es el órgano de los colores. Apoyándose en las teorías de la
intencionalidad de Brentano y de la fenomenología de Husserl, considera que la única manera por la
cual el ser humano aprehende los valores o esencias morales es a través de una «intuición emocio-
nal». El sentimiento es el medio por el cual captamos intencionalmente los valores. De esta forma,
Scheler pretende establecer las bases de una ética emocional que no es necesariamente empirista,
ya que los valores no se conocen por inducción, sino a través de una intuición emocional que apre-
hende valores universales y necesarios porque son a priori.
En definitiva, Scheler pretende revitalizar la idea de Pascal de una «razón del corazón» como funda-
mento de la ética, haciendo justicia de esta forma a la tradición del moral sense de Hutcheson y el
vitalismo de finales del siglo XIX y principios del XX.
Hartmann (1882-1950), por su parte, continúa y completa la línea del objetivismo axiológico abierta
por Scheler. Coincide con Scheler y Kant en que la ética, para satisfacer la pretensión de universali-
dad del campo de la moral, tiene que ser a priori; y también coincide con Scheler, contra Kant, en
que la ética ha de ser «material» y «emocional» puesto que en los sentimientos está el fundamento
último de las valoraciones humanas. Sin embargo, polemiza con Scheler en su consideración de los
valores. Para Hartmann, los valores tienen la forma de ser de las ideas platónicas. Se hayan en un
mundo distinto del mundo objetivo ideal, diferente del mundo físico y sensible en el que se desarro-
lla nuestra vida cotidiana. Los valores son ideas eternas, inmutables, perfectas y susceptibles de ser
conocidas objetivamente a través del sentimiento. Los valores, en este sentido, son «independien-
tes» no sólo de los sujetos valorantes, sino también de los bienes que son sus portadores. Los valores
son condición de posibilidad de esos bienes y de toda la ética en general.
Enumera y describe brevemente las principales éticas materiales. ¿Hay un fin último
en la vida humana según Aristóteles?
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3 Éticas formales
3.1. Estoicismo
Se puede considerar la ética estoica del helenismo como un precedente del formalismo ético. Hacia
el 300 a. C. Zenón fundó una escuela en la Stoá Poikílé (Pórtico de las Pinturas), en Atenas. De ahí pro-
viene una filosofía, el estoicismo, que durante varios siglos arrebataría la primacía del pensamiento
griego a Platón y Aristóteles. Buena parte del éxito de esta filosofía le viene por ser todo un sistema
global de pensamiento, que no sólo se circunscribía a la ética, sino que se basaba en la unión indiso-
luble entre tres aspectos: lógica, física y ética, donde cada una recibe su sentido necesariamente de
la anterior y cada una se constituye como fundamento de la siguiente.
La ética estoica es una propuesta que pretende redefinir el ideal de vida buena del hombre toman-
do como referencia no el orden «racional» de la pólis, sino el orden «natural» del kósmos. De esta
forma, la física se constituye como premisa de la ética. De ahí viene el primer principio del estoicis-
mo: hay una ley que gobierna el curso de la naturaleza y en ella debe encontrar el fundamento de
su conducta el ser humano, como parte integrante y consciente de la naturaleza. La perfección y el
finalismo de la estructura del mundo es el signo más evidente de que todo ha sido dispuesto por
una razón o lógos superior al ser humano, lo que podemos entender racionalmente por «Dios», sin
referirnos por supuesto al Dios personal del cristianismo, que aún no había surgido.
La física estoica es pues determinista. Todo el curso de la naturaleza está irremediablemente regido por la
divina ley natural y el hombre no puede escapar a ella, tiene en ella su destino. Por tanto, el sabio es aquél
que es capaz de aceptar voluntariamente tal sometimiento al orden cósmico del cual forma parte y que
lo precede. En dicho acto de aceptación el hombre se hace dueño de su destino, lo asume, pues como
dice el estoico Séneca, «el destino conduce a quien consiente y arrastra a quien no consiente».
Si la ataraxia para los epicúreos consistía en la despreocupación y el placer tranquilo, en la reclusión
del sabio ante los problemas que ocasiona la multitud y la actividad pública, los estoicos pretenden
establecer se propia concepción de la ataraxia, sinónimo de firmeza de ánimo, en la «comprensión»
de la razón que guía todo el cosmos y en la aceptación de la ley natural. Todo está determinado por
la ley natural que el hombre, por participar conscientemente en ella, puede hacer suya. Por tanto, la
actitud del sabio se puede expresar así: «vivir conforme a la naturaleza», es decir, con la razón, y no
dejarse guiar por pasiones o deseos interiores, o por las cosas externas. Sólo así, el sabio es capaz de
vivir conforme consigo mismo.
Los estoicos proclaman el parentesco natural de todos los hombres, que debe ser la base de una
nueva cosmo-pólis. Todos somos parientes, con igual origen e igual destino, que está impreso en la
ley natural. El hombre forma parte de una «comunidad de ciudadanos racionales». Y de ahí la exigen-
cia de una vida activa volcada hacia la solidaridad. El cosmopolitismo estoico volvía a otorgarle un
sitio al hombre griego ante la nueva situación histórica, tras la caída del orden tradicional de la pólis
y el advenimiento del Imperio Romano. Tal vez por ello se explique el éxito que tuvo durante varios
siglos la doctrina estoica en el pensamiento clásico.
Immanuel Kant (1724-1804) supuso un giro radical tanto en la teoría del conocimiento como en la
ética, acorde con la nueva mentalidad antropocéntrica moderna. Educado en un ambiente protes-
tante y pietista de culto al deber, su firme propósito es el de reconstruir la moral sobre unos funda-
mentos universales y necesarios, ante el riesgo generalizado de la disolución de las costumbres en
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Europa. Existen dos causas principales de la debilidad moral de la humanidad: en primer lugar, la
primacía que la ética le ha otorgado desde siempre a las exigencias más bajas del ser humano –el
placer, los deseos, el interés, las pasiones–, es decir, a lo más acorde con lo que en el ser humano hay
de irracional, en detrimento de lo más excelente y universal que hay en él, lo racional. En segundo lu-
gar, la moral religiosa tradicional, que funda la moral en la autoridad de Dios. Una moral heterónoma
como la que estaba aún vigente en su época no podía ser universal, válida para todos los hombres;
puesto que gran parte de la sociedad de su época vivía alejada de Dios; muchos intelectuales del
momento eran ateos o agnósticos.
Por eso, Kant pretende cimentar la moral sobre un nuevo fundamento, la razón. Esta sí tiene validez
para todos los hombres, puesto que todos son racionales. De esta forma, Kant pretende sentar las
bases de una ética realmente desinteresada y universal, desterrando los problemas a los que habían
llevado todas las éticas materiales anteriores a él.
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XX El imperativo categórico
Kant distingue entre tres tipos de principios prácticos: las máximas, los imperativos hipotéticos, y los
imperativos categóricos.
Las máximas son principios prácticos, pero únicamente con valor subjetivo. Sólo valen para la volun-
tad del interesado. La ley moral no es una simple máxima, es «ley», es decir, es un imperativo.
Los imperativos hipotéticos son ya normas imperativas con valor objetivo, y por tanto no son máximas,
pero el deber es condicionado; es un deber válido únicamente para las personas que quieren conse-
guir un fin previamente fijado por la experiencia. Los imperativos hipotéticos son a posteriori, no son
universales. Son principios prácticos, pero no llegan a ser leyes porque carecen de universalidad.
La ley moral no puede por tanto consistir en imperativos hipotéticos porque son a posteriori, extraí-
dos de la experiencia, y no son universales, válidos para todos los hombres racionales en cualquier
situación. Dice Kant (1973):
«Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí
no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la
posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo […]. El imperativo categórico es el
único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de
la voluntad».
Los imperativos categóricos son imperativos incondicionados que obligan a la voluntad en cuanto
voluntad, es decir, a toda voluntad. Un tal imperativo sólo puede provenir de la razón, y de nada
exterior a ella. Ha de ser una ley estrictamente racional y a priori.
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¿Cuándo es la voluntad buena moralmente? Cuando cumple el imperativo categórico no sólo «con-
forme» al deber, es decir, de acuerdo con la legalidad, sino también «por» deber, es decir, por puro
respeto a la ley moral. Kant formula la ley moral a través de dos imperativos categóricos, que expre-
san dos criterios de moralidad: la universalidad y la autonomía.
La primera fórmula del imperativo categórico se funda en el criterio de universalidad (1975): «Obra
de tal modo, que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio
de una legislación universal». Los motivos que llevan a obrar en los imperativos categóricos no pue-
den ser universales, válidos para todos los seres racionales. Por tanto, si el motivo que me ha llevado
a obrar no tiene validez universal, quiere decir que estoy siguiendo un imperativo hipotético, inte-
resado. Si el motivo que me ha llevado a obrar se puede convertir en ley universal, entonces quiere
decir que he obrado por puro respeto a la ley moral.
La segunda formulación del imperativo categórico se funda en el criterio de autonomía (1973):
«Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier
otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». Si el hombre
obra por puro respeto al deber y no obedece a otra ley que la que le dicta su conciencia moral, se
convierte, en tanto que ser racional, en su propio legislador. No está sometido a preceptos ajenos
(«heteronomía moral»), sino que se constituye como un fin en sí mismo. Tomar a los seres humanos
«únicamente» como medios para conseguir otros fines es lo más inmoral, puesto que el hombre,
como ser racional, pertenece a un «reino de fines». Este reino de los fines es el reino de la libertad, y
por tanto, el reino al que pertenece toda la humanidad en su vertiente práctica.
La ética kantiana es una ética formal y autónoma. Es formal, puesto que postula un deber para todos
los hombres, independientemente de su situación social y al margen de cualquier contenido con-
creto. Es autónoma, puesto que le devuelve al hombre el papel principal en la ética al considerar que
es el hombre el que se da a sí mismo su propia ley, consumándose así la tendencia antropocéntrica
que se inicia en el Renacimiento. De esta forma, Kant se opone a las morales heterónomas, principal-
mente al código moral cristiano que estaba vigente en su época, en el que la ley moral que rige a la
conciencia moral le viene dada de fuera.
¿Qué lugar le queda en el estricto formalismo kantiano a la idea de felicidad que había prevalecido
en todas las éticas materiales precedentes? La idea de felicidad, como contenido de la ética, no
cabe en el planteamiento estrictamente formal y a priori de la ética kantiana. Al contrario que las
éticas materiales anteriores, para Kant la felicidad no puede ser nunca el fundamento de la ética. Sin
embargo tiene su puesto como un «corolario necesario» de la misma. La pregunta ética no es pues
«¿cómo llegar a ser felices?», sino más bien: «¿cómo llegar a ser digno de la felicidad?». En sus Leccio-
nes de ética Kant lo expresa con toda claridad (2002):
«La felicidad guarda una relación necesaria con la moralidad, ya que la ley moral conlleva esta promesa de
un modo natural. Si he actuado de manera que me haya hecho digno de la felicidad, entonces también
puedo esperar disfrutar de ella, y tal es el móvil de la moralidad. No puede prometerse a nadie el conseguir la
felicidad sin moralidad. La felicidad no es el fundamento, el principio de la moralidad, pero sí es un corolario
necesario de la misma».
En definitiva, Kant pretende dar a la ética un nuevo fundamento, una nueva forma, basada sim-
plemente en las exigencias de la razón, culminando el proyecto ilustrado de una ética humanista,
desinteresada y universal.
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filosofía
No hay una ética más alejada del deber puro incondicionado de Kant que la ética existencialista. Esta
corriente filosófica, inaugurada por Kierkegaard y Schopenhauer, alcanza su punto culminante ya en
el siglo XX con el filósofo francés Jean-Paul Sartre. La ética existencialista llega a su máximo apogeo
tras las dos guerras mundiales, una vez que se hace definitivo el fracaso del proyecto ilustrado basa-
do en la razón como motor del progreso humano.
Kierkegaard (1813-1855) es considerado hoy el padre del existencialismo al defender un irraciona-
lismo y un individualismo radical, oponiéndose al racionalismo absoluto de Hegel. Si para Hegel el
hombre sólo es un elemento más dentro del desenvolvimiento universal de la razón, dando única-
mente valor a lo que el hombre tiene de abstracto y universal, Kierkegaard consideraba que lo que
vale es el hombre concreto, su subjetividad más radical.
Sobre estas bases, el existencialismo llega a su máxima expresión filosófica y literaria con Sartre
(1905-1980). En Sartre se hace explícita la relación intrínseca entre la ética y la ontología. El mundo es
un conjunto de seres de dos tipos: los «seres en sí», objetos, macizos, llenos, finitos, completamente
realizados desde el momento en que son; y los «seres para sí», los que tienen conciencia, es decir, el
hombre. El «ser en sí» es lo que es, en el sentido de que ya no puede ser otra cosa de la que es, tiene
una existencia llena, completa. El «ser para sí» se define, al contrario, como el que es lo que no es, lo
que se encuentra ante la posibilidad de hacerse a sí mismo. Esta diferencia ontológica aparece ya en
el principio de El ser y la nada. Dice Sartre (2004):
«El ser es opaco a sí mismo precisamente porque está lleno de sí mismo. Es lo que expresaremos mejor di-
ciendo que el ser es lo que es. […] Designa una región singular del ser: la del ser en sí. (Veremos que el ser del
para sí se define, al contrario, como el que es lo que no es y el que no es lo que es.) Se trata, entonces, de un
principio regional y, como tal, sintético. Además, es preciso oponer la fórmula: el ser en sí es lo que es, a la que
designa al ser de la conciencia: ésta, en efecto, como veremos, ha-de-ser lo que es».
El hombre, ser para sí, es puro «pro-yecto», está arrojado en el mundo y ha de hacerse en él a sí mis-
mo. De ahí que el problema de la realización del hombre tenga su origen, no en el ser, sino en la nada.
El hombre primero existe, y su esencia es posterior: la esencia del hombre se define únicamente a
partir de sus actos a lo largo de su vida. De ahí el nombre de «existencialismo», oponiéndose a los
diferentes «esencialismos» tradicionales, que ponían el punto de partida de la ética en la concepción
previa de una esencia del hombre. El hombre es creador absoluto a partir de la vaciedad total, de la
ausencia total de sentido en un mundo sin valores, que debemos llenar con nuestras decisiones y
nuestros actos. A partir de esta radical creatividad, ha de darse una esencia a sí mismo, sin ningún
plan prefijado por nada exterior ni anterior a él. La existencia precede a la esencia.
En la filosofía sartreana adquiere especial relevancia su ateísmo. Siguiendo a Nietzsche, considera
que aquel Dios creador de valores ha muerto, y con él todos los valores que alimentaban la ilusión de
un mundo ordenado y con un sentido otorgado por el Creador. El hombre está solo ante la vaciedad
de un mundo que no lo necesita (recuerda a este respecto las palabras de Dostoievski: «Si Dios no
existiera, todo estaría permitido»). No existe esencia ni fundamento alguno de los valores, y por tanto
ya no puede hablarse de valores absolutos y universales.
El hombre es libertad, pero una libertad radical. Si la existencia precede a la esencia, no hay ningún
tipo de determinismo. El hombre crea los valores a partir de esa radical libertad, y esta libertad es
la única fuente y fundamento de los valores. ¿Cómo se crean los valores? Eligiendo en todas las
situaciones de nuestra vida. Al elegir, el hombre concreto ya está creando valores. Por tanto, si no
existen valores absolutos, lo que determina el valor moral de cada acto no es su fin real, ni el acto
mismo, sino el grado de libertad con que se efectúa. Estamos arrojados en un mundo, obligados a
elegir continuamente. Lo expresa Sartre (1984) a partir de la famosa frase «estamos condenados a
ser libres» en su conferencia de 1945 El existencialismo es un humanismo:
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«Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Con-
denado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al
mundo es responsable de todo lo que hace».
Esta responsabilidad ante todo lo que hace sume al hombre en un estado de conciencia angustiada:
«la angustia», «la náusea», no es concebida como algo negativo, sino como la única manera de tener
conciencia de nuestra existencia y asumir responsablemente nuestro «ser para sí», es el único vivir
posible de los «hijos de la nada».
Sin embargo, no todo es una forma buena de proyectar nuestra existencia en el mundo. Sartre lo
explica a través del concepto de «mala fe». Actúa con mala fe quien se niega a aceptar esa «angustia»
ante nuestra propia existencia y delega la responsabilidad de sus actos en otra cosa, quien cierra los
ojos ante esa situación radical del ser humano en un mundo sin sentido y se agarra a las quimeras
que le hacen rehuir su responsabilidad existencial.
¿Dónde quedan los otros en la ética de Sartre? Mi libertad sólo es considerada como un fin si igual-
mente considero como un fin la libertad de los otros. Al elegir, creo valores, y como tal, no sólo me
comprometo yo, sino que comprometo a toda la humanidad. Aquí Sartre se separa del individualis-
mo radical de Max Stirner (1806-1856), autor de El Único y su propiedad. La vida es un compromiso
constante. De ahí el famoso grito de Sartre: il faut s’engager («hace falta comprometerse»), luchar
contra la injusticia, el desorden social para que nuestro breve e instantáneo existir sea más genuina-
mente humano: «el existencialismo es un humanismo». En la última etapa de su vida Sartre acusa el
impacto de los problemas políticos y sociales de su tiempo, y pretende acercar el existencialismo al
marxismo.
En definitiva, lejos de ser una filosofía pesimista, el existencialismo plantea una ética de posguerra
de corte individualista y optimista, pues coloca al hombre ante la urgencia de una transvaloración,
en el sentido nietzscheano del término, a partir de su absoluta libertad de elección, con el compro-
miso de crear un nuevo orden moral más humano que aquél que había conducido a las dos guerras
mundiales.
A comienzos de los años 70 surge una nueva propuesta ética de la mano de Karl Otto Apel (1922-)
y Jürgen Habermas (1929-), que pretende recuperar la tradición kantiana centrándose de nuevo en
la vertiente racional y universalizable de la moral. Esta nueva propuesta ética ha recibido diversos
nombres: «ética discursiva», «ética comunicativa», «ética dialógica»; todos ellos expresan la posibi-
lidad de una fundamentación racional de las normas morales a partir de los elementos de la teoría
de la comunicación. Por una parte, la ética discursiva pretende reformular la teoría moral kantiana
sobre la base de la trascendentalidad y la universalidad de las normas. Por otra parte, corrigen a Kant
al fundar la moralidad en la racionalidad intersubjetiva. La universalidad de una norma moral no
tiene su fundamento en la persona sola, sino en un proceso racional de argumentación en el que
intervienen todos los afectados por ella.
La fundamentación de las normas morales parte de un hecho: el faktum de la comunicación. Si para
Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la conciencia del deber, la ética discursiva de
Apel y Habermas parte de otro hecho: el hecho de que las personas argumentamos sobre normas
con el fin de averiguar cuáles son las normas moralmente correctas. Por tanto, el concepto funda-
mental de la ética es el de «acción comunicativa», que es aquélla que busca el entendimiento entre
los interlocutores para llevar a término sus diferentes proyectos personales en un marco normativo
aceptado por todos. La acción comunicativa se distingue de la acción estratégica, en la que los in-
terlocutores se instrumentalizan mutuamente para realizar sus metas particulares, tratándose como
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medios y no como fines en sí mismos. La acción comunicativa se basa en la razón dialógica, y tiene
como fin último el diálogo; la acción estratégica se basa en la razón instrumental, y tiene como fin
último la negociación. En el diálogo los interlocutores se aprecian recíprocamente como interlocu-
tores igualmente facultados y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables.
En la negociación se busca un mero pacto de intereses particulares.
La racionalidad de la acción comunicativa exige que los participantes en el diálogo sobre la funda-
mentación de las normas morales reconozcan cuatro pretensiones de validez del habla: inteligibili-
dad (que el hablante se explique bien), veracidad (que diga lo que realmente piensa), verdad (que
aduzca razones por las que considera que su propuesta es verdadera), corrección (que considere que
la norma de acción que propone es correcta). La argumentación en la que todos los interlocutores
válidos asumen implícitamente estas pretensiones de validez adquiere el nombre de «discurso».
¿Cuándo se puede considerar «legítima» una norma a la que se ha llegado en un proceso discursi-
vo? Para la ética discursiva, son justas sólo las normas que puedan ser aceptadas sin coacción por
todos los afectados tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, en el que sólo se tenga en
cuenta la fuerza de la argumentación. De esta forma, una norma es correcta si todos los afectados la
acatan libremente porque satisface, no intereses particulares, sino intereses universalizables. En este
sentido, una norma moral dejaría de tener validez en el caso de que fuera excluido a priori cualquier
interlocutor válido.
Como se ve, el «principio de universalización» de la ética discursiva parte de una interpretación
intersubjetiva del imperativo categórico kantiano, y de una reformulación del concepto de persona
moral como interlocutor válido.
La ética discursiva supone una propuesta de futuro basada en «la necesidad de argumentar pública-
mente y de aplicar principios éticos en las sociedades democráticas gracias a los cuales se generen
transformaciones sociales y se superen las situaciones fácticas de diálogo que impiden el estable-
cimiento de acuerdos universalizadores» (Bonete, 2003). En definitiva, la ética discursiva pretende
contrarrestar la fuerza con que se han ido revitalizando el relativismo y el escepticismo de la Postmo-
dernidad, a partir de una nueva fundamentación del universalismo ético.
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CONCLUSIÓN
En este tema hemos sintetizado algunos de los más relevantes modelos éticos
de la historia de la filosofía moral, clasificados en dos grandes grupos: las éticas
materiales y las éticas formales. Las primeras consideran que la ética se encarga de
dar contenido moral. Las segundas consideran que lo que importa no es el con-
tenido de nuestras acciones, sino su «forma»; no «lo que» hacemos, sino «cómo»
lo hacemos.
Evidentemente, no hemos podido abarcar otras muchas propuestas éticas que
debían tenerse en consideración en este tema. No obstante, hemos abordado los
principales modelos éticos que se han consolidado como los cimientos de la his-
toria de la ética de todos los tiempos. Todos ellos tratan de redefinir la dimensión
práctica del hombre en los distintos momentos históricos en que fueron plantea-
das. Así, la ética teleológica aristotélica no puede comprenderse al margen de la
pólis griega, de igual forma que las éticas helenísticas, principalmente la epicúrea
y estoica, de corte material y formal respectivamente, sólo se comprenden a partir
de una concepción más general del cosmos. Por su parte, la ética cristiana adquie-
re su sentido en Occidente en un mundo medieval caracterizado por la suprema-
cía de la religión sobre todos los ámbitos de la vida. Tanto el emotivismo moral
de Hume como la ética del deber puro de Kant son dos propuestas contrarias
que tratan de devolver al hombre, cada una a su manera, el papel principal que le
corresponde en la ética: ambas teorías, a pesar de sus evidentes diferencias, son
herederas del antropocentrismo que surge en el Renacimiento. Lo mismo ocurre
con el utilitarismo, que proporcionaría las bases del moderno Estado del bienestar.
A finales del XIX y principios del XX, la axiología de Scheler y Hartman trata de re-
cuperar el papel de la subjetividad, que se estaba perdiendo ante el éxito creciente
del positivismo, sin menoscabo de la universalidad de la ética. Ya en el siglo XX
aparece el existencialismo como una llamada optimista a partir de cero, a pensar
la ética desde la ausencia total de sentido del mundo y de la radical libertad del
ser humano, ante el fracaso del proyecto ilustrado fundado en la razón que había
llevado al hombre occidental a dos guerras mundiales. Por fin, a principios de los
años 70 aparece la ética discursiva, con Habermas y Apel, como un intento de abrir
la ética a la racionalidad intersubjetiva y fundar en ella la universalidad de las nor-
mas morales que han de servir de base a nuestros sistemas democráticos.
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BIBLIOGRAFÍA
Obras clásicas
Obras de referencia
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BONETE, E. (2003): Éticas en esbozo. De política, felicidad y muerte. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Se abordan de forma muy clara y didáctica diversos temas que han preocupado a la ética desde el comienzo de
los tiempos: relación de la ética con la política, concepción de la felicidad, problema de la muerte. En el primer
capítulo, «Ética del futuro», se esboza un panorama de la ética en el último siglo, y las líneas que se han abierto
tras la rehabilitación de la filosofía práctica en los años 70 con autores como Rawls, Levinas o Habermas.
SATUÉ, M. y BRIA, L. (1989): ¿Qué sabes de ética? Madrid: Alhambra.
Libro de gran utilidad didáctica, con textos escogidos de los autores más relevantes de la historia de la ética,
preguntas y ejercicios sobre las distintas corrientes éticas y las relaciones entre ellas. Al comienzo de cada capí-
tulo sintetiza esquemáticamente las ideas principales de los distintos autores.
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RESUMEN
El «télos» del hombre es la felicidad: ética teleológica, eu- Los valores, no los bienes, son el objeto de la ética material
daimonía. a priori.
La felicidad consiste en la realización de lo que le es propio Los valores se captan a través de una «intuición emocional»
al hombre: la vida contemplativa. Para Hartmann los valores tienen la forma de ser de las
Virtudes dianoéticas y virtudes éticas. ideas platónicas.
2.2. Epicureísmo
3. Éticas formales
El bien del hombre se define en relación con el cosmos.
El fin del hombre consiste en la búsqueda del placer, en-
tendido como ataraxía (tranquilidad de ánimo) y aponía 3.1. Estoicismo
(ausencia de dolor y preocupaciones).
La ética emana de la concepción del orden «natural» del
Epicuro ataja los tres grandes obstáculos de la ética: miedo
cosmos (física).
a los dioses, miedo a la muerte, miedo al más allá.
Existe una ley natural (determinismo físico).
La vida buena debe consistir en una vida «conforme a la
2.3. Ética cristiana naturaleza».
Ética trascendente: el fin último está en Dios.
Ofrece un código normativo que se pone al alcance del 3.2. Ética del deber puro: Kant
hombre por medio de Cristo.
Nueva fundamentación racional, universal y necesaria, de
Superioridad de las virtudes teologales (fe, esperanza, cari-
la moral.
dad) sobre las virtudes morales (prudencia, justicia, etcétera).
XX La crítica a las éticas materiales
2.4. Emotivismo moral Todas las éticas materiales son empíricas, heterónomas y
se expresan a través de imperativos hipotéticos (no son
El valor moral de las acciones no viene determinado por la
universales).
razón, sino por el sentimiento (moral sense).
Kant propone una ética formal, basada en la razón, univer-
Concepción empirista de la ética.
sal y necesaria.
Se puede hablar de normas morales válidas porque en todos
los seres humanos subyace la misma naturaleza emotiva. XX El deber incondicionado: la buena voluntad
El faktum de la moralidad: la ley moral.
2.5. Utilitarismo: Bentham y Mill Lo único incondicionalmente bueno es la «buena voluntad».
El fundamento de la ética está en la utilidad de las accio- La buena voluntad es racional, actúa por puro respeto al
nes: son buenas las acciones que reportan mayor placer y deber.
evitan mayor dolor.
La mayor felicidad para el mayor número de personas.
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AUTOEVALUACIÓN
5. Kant hace tres críticas a las éticas materiales. Señala la opción que no constituye una de esas críticas:
a. Las éticas materiales son heterónomas.
b. El fundamento de las éticas materiales es la experiencia.
c. Las éticas materiales parten de un hecho: el faktum de la moralidad.
d. Las éticas materiales se expresan a través de imperativos hipotéticos.
6. El utilitarismo es una corriente ética que surge en los siglos XVIII y XIX y se nutre de las ideas del:
a. Deontologismo kantiano.
b. Aristotelismo.
c. Modelo trascendente de la ética cristiana.
d. Empirismo inglés.
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10. Según la ética discursiva de Apel y Habermas, ¿cuándo se considera justa una norma?
a. Cuando lleva al hombre al fin último que le es propio: la felicidad.
b. Cuando reporta el mayor bienestar para el mayor número de personas.
c. Cuando puede ser aceptada por todos los afectados.
d. Cuando provoca en todos los hombres un sentimiento de aprobación.
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