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El Catoblepas · número 1 · marzo 2002 · página 1

Filosofía y Canon:
lo claro y distinto entre la hojarasca
Fernando Rodríguez Genovés
Entre la hojarasca bibliográfica que nos inunda y ante la confusión en la
enseñanza de la filosofía se propone un modo de mantener vivo el canon
filosófico
Según me informan los amables promotores de esta nueva revista, se trata de iniciar la andadura de
un proyecto que tiene como principal objetivo establecer una mirada y una palabra críticas
centradas en asuntos de filosofía acerca del presente, la dimensión vital y existencial que, en efecto,
siempre tenemos más cerca, y, si se me apura, que es aquello que en realidad y propiamente
tenemos. No negaré que pueda hablarse recta y honradamente de una filosofía perenne ni de una
filosofía sub specie aeternitatis, ni tampoco que todos los problemas filosóficos realmente
existentes y consistentes remiten a una pista o rastro de largo pasado, pero creo que la intervención
sobre tales problemas sólo cobra pleno sentido y significación cuando se acomete desde la
perspectiva del presente (¿es posible llevarla a cabo desde otra?) y se aspira no sólo a pensarlos sino
a intervenir sobre ellos. No importa que las más de las veces nos limitemos a una estricta adaptación
o acomodación de las viejas cuestiones y de las antiguas interpretaciones al panorama de la
actualidad, pues, si sorteamos con éxito los peligros de la mera paleontología filosófica o del
arrebato glosador, descubriremos que la tarea del pensamiento consiste básicamente en una rigurosa
y permanente actualización, es decir, en ponerse al día. Dicho de otro modo: merced al pensar
crítico del presente nos aseguramos su provechoso disfrute y su justa apropiación. A un empeño de
esta clase lo denominamos «filosofía del presente».
Y es el caso que hoy, en el momento actual, en España, la filosofía es un bien intelectual que se
aprecia poco y que no siempre se identifica correctamente. Acaso sea éste un desarreglo de nuestra
biografía cultural, de honda raigambre, pero aquí y ahora quiero ocuparme de síntomas vigentes,
calibrados como «vigencias sociales» (Ortega y Gasset), es decir, de tópicos firmemente asentados
entre la «opinión pública», como éstos: 1) la filosofía es una actividad básicamente escolar
(entiéndase bien: una asignatura), y 2) dentro de nuestra tradición cultural, la filosofía se concibe
ante todo como un mero apéndice de la literatura (tal vez hubiese que sumarle un nuevo fenómeno:
la filosofía como arte de consolación para corazones solitarios o manualidad de «autoayuda», pero
me limitaré a las dos primeras manifestaciones mencionadas).
Una conocida empresa editorial española (de esas autoproclamadas «independientes») dispone en el
mercado desde hace algunos años de una denominada «Colección Escolar de Filosofía», consistente
en una recopilación de textos dirigidos al público en general, y colegial en particular, a modo de
antología de narraciones susceptibles de atraer su atención hacia la producción filosófica y hacerla
así más atractiva. Lo que más llama la atención de este tipo de colección (en rigor, de este tipo de
colecciones: no es la única) es que junto a textos (o fragmentos de textos) indiscutiblemente
filosóficos, o de filosofía, o de género filosófico (de Platón o Voltaire), se encuentran el célebre
cuento Peter Pan, algunas aventuras de Sherlock Holmes, el relato de horror Frankenstein y otro de
escritos de Kafka, formando así una sección bifronte de Filosofia/Literatura en la que, en intrépida
cohabitación, se suman y solapan escritos de distinta procedencia y finalidad, bajo el dudoso y
confundidor rótulo de «narrativa filosófica», el cual reviste ecos de oxímoron o de sideroxylon,
expresiones éstas, con todo, más transparentes que aquélla, a pesar de su exótica sonoridad, y dicho
sea todo ello desde mi particular sensación y punto de vista.
Digo, pues, que advierto en estos proyectos editoriales una orientación ambigua y torcida (diría que
desorientadora), bien diferentes de otras colecciones. Me refiero, en concreto, a la iniciativa de
otras editoriales en las que se aprecia el esfuerzo de proporcionar pistas al lector en aras a una
preferencia de lecturas (subjetivas y discutibles como todas, y que el interesado hará bien en atender
o no, según su particular juicio), y que reconoce, en el mismo acto de su confección, una gradación
y selección de títulos, diferenciados en categorías y entresacados entre la espesa hojarasca que
reúne a malas hierbas, malasombras y rastrojos junto a manojos de hierbabuena y otros atractivos
pimpollos: «7 Libros para entender el siglo XX», «Los libros de Sísifo» y otras colecciones o series
de libros, en versión íntegra u ordenados bajo el formato de antologías o recopilaciones, que
compuestos con rigor, buena voluntad y recto discernimiento, resultan útiles y prácticas para tomar
noticia fiable, aunque sea de manera directa y discontinua, de autores verdaderamente relevantes e
imprescindibles. Dicho sea de pasada, añadiré que lamento la escasa atención que se tiene en la
imprenta española por la edición bilingüe (para el caso de textos de lengua no castellana, es decir,
en una página la versión original y en la vecina la traducción), la cual proporciona una lectura y
recepción de textos mucho más plena y rica que las traducciones sin posibilidad de cotejo (o sin
espejo, vale decir).
Mientras tanto, en las colecciones escolares de «filosofía para niños o para jóvenes», y sin poner en
duda su buena intención, se reproduce el rancio prejuicio (cuando no la visión sesgada de entender
la lectura filosófica de iniciación) que acompaña a la fusión de la literatura y la filosofía en un
mismo cuerpo místico, que parte del hecho, juicio de valor o simple malentendido, según el cual las
narraciones o novelas se conciben cual productos de natural asimilación, y los libros de filosofía, en
cambio, como plomizos e indigestos tratados, que sólo si son «rebajados» o «bendecidos» por la
acción del agua bendita de la narratividad o del comentario de textos pueden llegar al
entendimiento de los lectores, en especial, los no adultos o poco adultos (contribuyendo así,
probablemente, al hecho de que jamás lleguen a serlo).
Semejante perspectiva del tema se me antoja poco aceptable. No pocos sociólogos y analistas del
fenómeno de la lectura vienen advirtiendo desde hace tiempo del riesgo que comporta la puerilidad
de su práctica (ya menuda, de por sí), o su deslizamiento hacia timbres de voz inmaduros,
adolescentes, estridentes pero de tonos dulces, sin poder evitar en ocasiones irreprimibles falsetes.
Se habla, en general, y con razón, de una infantilización de la cultura y del pensamiento
contemporáneos, que caen así bajo el influjo de «la tentación de la inocencia» (Pascal Bruckner). Y
no se diga que yo también exagero, pues puedo probar el alcance de mis palabras. A los hechos me
remito. Valga esta muestra. El año 1997 apareció en las librerías españolas un libro titulado El café
de los filósofos muertos, un epistolario, relato, o lo que sea, con pretensiones de «aproximación a la
filosofía» escrito a cuatro manos (y tal vez a cuatro patas, también) por un «filósofo joven», Vittorio
Hössle, y una púber lolita o nínfula de once años, Nora K. El libro tuvo buena acogida entre el
público, facilitada por una potente campaña de publicidad organizada por el grupo editorial que lo
lanzó, y en el que no faltó un cuadernillo de promoción en el que, junto a una reseña de los autores
y algunos fragmentos del texto, se incluía al final un apéndice sobre el volumen, bajo este revelador
enunciado: Modo de empleo.
El mundo de Sofía de Jostein Gaarder (o como decirle a una adolescente cuatro o cinco verdades a
medias sin hacerle perder la inocencia o sin que se enfurezca), sentó las bases de este nuevo género
híbrido, de probada ganancia, que ha tenido pujante continuación en un torrente de nuevas versiones
del mismo, para todos los gustos, que lo han tomado como modelo: «la globalización contada a mi
sobrina», «el racismo, para que lo entienda mi hija adoptiva», «la ética de los negocios revelada a
mi nieto: un legado familiar», «ontología y hermenéutica en diez sesiones: dedicado a mi
desobediente sobrino, para que aprenda». Lo más chocante del caso, es que la mayoría de lectores
de estos textos divulgativos no son jóvenes (que leen poco), sino personas adultas (o entradas en
años, al menos), que prefieren el ensayo triturado y el pensamiento hecho puré («para comerte
mejor...») que los productos integrales («que no saben a nada y, además, tienen trocitos...»).
¿Cuál es, entonces, el dilema resultante? Simple y temible: o bien se le da la razón a la púber figura
del «lector comodón» y al «soberano consumidor» sin complejos, o bien se le propone un
compromiso en una línea formativa con criterios. La primera opción conduce a una tierra de nadie o
magma informe de letras sin sentido, es decir, a un terreno discursivo donde todo cabe y nada llena.
Más graves que estos quebrantos leves y pasajeros llegan a ser, empero, las patologías resultantes de
teorizaciones, que pretenden legitimar la afección, dotándola de rasgos de innovadora apariencia y
elaborado discurso de diseño: «desconstruccionistas», «intertextualistas», «posmodernos» o
«filósofos sin fronteras»... El resultado, al fin, es el mismo: ficcionalismo, cultura con señas de
melting pot, sabor a tutti fruti, sin manías ni reservas, cultura de autoservicio, o nueva contracultura.
El otro tipo de comportamiento apuntado conduce a un programa que garantice algún orden en la
lectura y en la escritura. Como escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: «No vale
hablar de ideas u opiniones donde no se admita una instancia que las regula, una serie de normas a
que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa
cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan
recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar.». Por mi cuenta, y
apelando a uno de esos «principios» o ideas (que aquí recojo, hago mío y deseo transmitir) afirmo
lo siguiente: hay en las bibliotecas y librerías bastantes libros de filosofía que, además de contener
provecho y sabiduría, son de sumo recreo y placentera lectura. Sólo hay que saber buscar y
seleccionar, o sea, elegir inteligentemente (no otra es la manera precisa de entender el acto de
elegir). O acaso también atreverse a confeccionar una breve lista que los identifique, un listo listado
que contenga aquellos textos que consideramos esenciales, importantes de verdad, perfectamente
comprensibles, sugestivos, agradables y amables: un canon, en fin, ni original ni rompedor, pero sí
cabal, pues no se trata aquí de impresionar sino de recomendar y, sobre todo, de compartir. Juzgo
francamente penoso (por no decir malgastador, es decir, que hace un uso disparatado del gusto y del
gasto), el entretenerse y el perderse en lecturas de divulgación (o vulgarización), o en meta-relatos
filosóficos, o en baratas pseudofilosofías, cuando es posible ganar conocimiento directo y explícito
en no pocos libros de excelente filosofía, con la sola aptitud de saber leer y con la bien dispuesta
actitud de querer leer el saber (voluntad de saber).
Hablo de la lectura reflexiva de textos, como éstos que sugiero: Diálogos (en especial República o,
también, Fedón) de Platón, Cartas morales a Lucilio de Séneca, Meditaciones de Marco Aurelio,
Ensayos de M. de Montaigne, Discurso del método de R. Descartes, La paz perpetua de I. Kant, Así
habló Zaratustra de F. Nietzsche, Sobre la libertad de John Stuart Mill, El existencialismo es un
humanismo de J.-P. Sartre, La rebelión de las masas de J. Ortega y Gasset.
Diez libros, diez, de pura filosofía (más que de «filosofía pura»), que no defraudarán a quienes
sepan disfrutar de la lectura y se atrevan a pensar, sino que complacerán con ideas y meditaciones
que enriquecen el conocimiento. Cuando se cansen, siempre se puede pasar a una novela o relato
que les lleve de aventura. Pero que sepa qué tiene entre manos en cada caso. No es juicioso
pretender ir de expedición con Kant a los mares del Sur ni ir a la busca de conceptos e intuiciones a
priori en los relatos de R. L. Stevenson. Hay tiempo para todo y libros para todos. No es imposible
que algún lector advierta imperdonables ausencias en el listado que aquí ofrezco, o aprecie que
merezca una poda o enmienda. Sólo le diría, en ese caso, que le invito cordialmente a que realice su
personal propuesta. Todo sea por mantener el canon filosófico vivo.

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