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  El Catoblepas • número 5 • julio 2002 • página 10

Animalia
Pedro Insua Rodríguez
Se presenta una nueva sección, propuesta en el número anterior de la revista,
que incorpora retrospectivamente algunos textos ya publicados
Con el nombre de Animalia presentamos una nueva sección dedicada a cuestiones etológicas y
psicobiológicas. Se trata de que El Catoblepas fije su mirada crítica, selectiva, sobre cuestiones
relativas al comportamiento animal. Y dado que, aunque imaginario, El Catoblepas es un animal,
parece verse especialmente comprometido en esta sección y es que, en efecto, si su costumbre
habitual –la de «mirar hacia abajo»– es aquello que lo define, se le pide en esta sección algo sui
generis: que dirija su mirada a su propia acción de mirar, dicho tradicionalmente, a su alma: «si el
ojo fuese un animal, su alma sería ver», que decía Aristóteles. Si ver es el alma propia de un ojo, el
alma propia del Catoblepas sería... «mirar hacia abajo».
Hay otro organismo que en griego (según la etimología dada por Platón y por Herder) se define
también por la acción de mirar: anthropos «el que mira al frente», esto es, al horizonte, definición
esta que en el contexto práctico de la caza mayor resulta muy significativa, porque así como para el
catoblepas su «presa» –matas, hierbas y demás– permanece estática cercana a sus patas, la presa del
anthropos primitivo aparecía en lontananza en forma de mamut o bisonte, siempre dispuestos a huir
o a atacar. El alma del hombre primitivo, y de algunos de los primitivos actuales, es «otear»
esperando la presa. A esta acción acompaña además la acción de fruncir el ceño, acomodando y
fijando el enfoque: pues bien, según Darwin, esta acción de fruncir el ceño converge con una acción
que para muchos es definitoria del organismo antropológico, la acción de reflexionar, de meditar, de
pensar (sopesar). Y es que cuando un asunto resulta abstruso se frunce el ceño del mismo modo que
se frunce cuando se otea el horizonte esperando la presa: en ambos casos se está «a la caza del
bien», que decía Platón.
En efecto característica común a los animales es la de tener un régimen trófico que les obliga a
alimentarse de substancias que se mantienen a distancia (más o menos próxima), y por tanto que les
obliga a desarrollar operaciones coordinadas de movimientos que les permitan recorrer («salvar»)
tal distancia. Dos tipos de acciones por tanto son características y comunes a todo organismo
animal: percepción, reconocimiento a distancia (aunque sea «distancia cero», propia del tacto) y
movimiento coordinado. Así, dice Aristóteles, «el alma propia de los animales se define por dos
potencias, la de discernir –actividad esta que corresponde al pensamiento y a la sensación– y la de
moverse con movimiento local», y es que todo naturalista reconoce que las morfologías animales,
como fenómenos del campo zoológico, aparecen siempre –mientras están vivas– envueltas en
pautas motoras coordinadas en función de la percepción que el organismo tiene del propio medio
(umwelt). Es decir, el organismo animal como entidad corpórea no se da in recto, sino que como
fenómeno zoológico, lo que el naturalista percibe es sin duda un cuerpo, pero un cuerpo organizado
en función de unas costumbres, hábitos..., es decir en función de unas pautas motoras que, por
ritualizadas o automatizadas que estén en algunos casos, están organizadas conforme al
discernimiento, discriminación, conocimiento, que el organismo tiene del propio medio percibido.
Esto es, cuando el naturalista observa un ojo, siguiendo la sinécdoque de Aristóteles, no solamente
observa un ojo, sino que observa un ojo que él mismo está, a su vez, viendo: este «viendo», pues, es
el alma. Y en efecto es incorpórea, como lleva suponiendo la tradición durante siglos: el ojo es un
cuerpo cuya alma es «ver», pero «ver» no es, a su vez, cuerpo.
Es gratuito, por sobrante, creemos, ir a la «búsqueda científica del alma» pues estas «potencias» de
las que habla Aristóteles, estas pautas motoras reguladas cognoscitivamente son tan reales, están tan
presentes a los ojos del naturalista como la morfología orgánica misma a la que están asociadas: el
alma es pues un fenómeno zoológico. Ahora bien, es verdad que no toda actividad del organismo
animal, ni siquiera toda actividad motora con movimiento local (algunos reflejos, instintos), se
desarrolla conforme a la experiencia que el animal tiene respecto del medio, y sin embargo esa
actividad así desarrollada es definitoria del organismo animal. Es más, la tradición latina ha querido
que «alma» sea un concepto atribuible estrictamente a este tipo de organismos (anima-les): en este
sentido podríamos considerar a la zoología como la ciencia del alma, o mejor dicho, de las almas,
porque en efecto también el alma «se dice de muchas maneras».
En el campo de la zoología, pues, aparece el alma, las almas, como un hecho positivo, conceptuada
como hábito, conducta, inteligencia, comportamiento.... de determinadas morfologías orgánicas.
Incluso diríamos que la morfología, si no es en forma de cadáver, aparece oblicuamente a través de
este su principio incorpóreo de organización, lo cual no quiere decir que el alma pueda aparecer,
como fenómeno zoológico, al margen de la morfología: solo vía espiritualista se podría afirmar la
existencia de almas separadas del cuerpo (espíritus puros: discernimiento y movimiento sin soporte
corpóreo). Pero tampoco, vía corporeista, se puede reducir a realidad corpórea el movimiento
coordinado de la morfología cuando este aparece orientado conforme a un medio percibido.
Sin embargo, ambas concepciones, espiritualismo y corporeismo, siguen influyendo en las
consideraciones acerca del campo zoológico y, de hecho, han bloqueado y siguen bloqueando la
posibilidad de esta «ciencia del alma».
Y es que los hombres han llegado a concebir, a través de la Teología (la ciencia del alma según la
Ratio studiorum medieval), no solamente almas separadas de cuerpos, sino también cuerpos
animales sin alma. En efecto los recelos de la Teología hacia el reconocimiento de la inteligencia
animal llega al punto de que, en el siglo XVI –si bien con antecedentes (Alain de Lille)– esas
potencias que veía Aristóteles como características del alma animal menguan o desaparecen a los
ojos de algunos (Gómez Pereira, Descartes, iatromecánicos). En efecto, a través del automatismo
de las bestias, se despoja a los organismos animales de aquella capacidad de discernimiento
conforme a la cual tiene lugar su coordinación motora: el movimiento del animal no responde, se
piensa, a su discernimiento –que se le niega–, sino que responde a lo mismo que responde un
mecano cuando se mueve (poleas, filtros, retortas, fuelles...).
Hoy en día, contra lo que pueda parecer, esta postura sigue influyendo: para algunos no solo los
animales están dotados de alma, de inteligencia o discernimiento, sino que también las propias
máquinas tienen «su corazoncito» (Robótica, Inteligencia artificial). Para muchos las máquinas
pensantes (animats, según la nomenclatura que ya circula) son algo más que pura ciencia-ficción
(Blade Runner, 2001, Terminator...). Sin embargo, ¿qué es lo que encuentran normalmente cuando
consuman su «búsqueda científica del alma»: pues un ordenador, en fin un mecanismo un poco más
desarrollado, si se quiere, que las poleas, los fuelles y las retortas.
§§§
En fin, ¿qué es un organismo animal? Pedimos a El Catoblepas que responda y por ello invitamos a
sus lectores a que colaboren en la sección Animalia para tratar estas cuestiones. Etología es el
nombre que se le ha dado a la disciplina zoológica encargada del «análisis comparado del
comportamiento animal», según la fórmula de Lorenz, es decir, «las maneras en que se dice» el
comportamiento animal, las maneras en que se dice «alma». Nadie entre aquí, pues, que no sepa
etología.
 

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