Está en la página 1de 237

Mis memorias de José Dolores Gámez

© 2019
Alcaldía de Managua
La Alcaldía del Poder Ciudadano
Mis memorias de José Dolores Gámez

CRÉDITOS

Autor:
José Dolores Gámez (1851-1918).

Cuido editorial:
Clemente Guido Martínez.

Fotografías internas y portada:


Cortesía de Mario Hildebrando Castellón Duarte.
Arte y diseño:
Octavio Morales.

Edición Digital. Se autoriza compartir por la red social, y se autoriza


imprimir para usos educativos y culturales.
Managua, Nicaragua, 11 de julio del 2019.
Mis memorias de José Dolores Gámez

Contenido
Presentación.-..................................................... Pág.6

Sobre la foto de José Dolores Gámez.-............ Pág.8

Introducción a
Mis memorias de José D. Gámez.-................. Pág.10

Exordio.-............................................................ Pág.13

Introducción.-.................................................... Pág.22

Capítulo I
En el principio................................................... Pág.28

Capítulo II
Mis antepasados.............................................. Pág.36

Capítulo III
Mis padres......................................................... Pág.56

Capítulo IV
El tiempo nuevo................................................ Pág.69

Capítulo V
Continuación del tiempo viejo........................ Pág.81

CapÍtulo VI
Siempre con el tiempo viejo.......................... Pág.103

-3-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo VII
La Guerra Civil de 1854...................................Pág.118

Capítulo VIII
Continuación de la Guerra Civil.................... Pág.144

Capítulo IX
Los filibusteros............................................... Pág.160

Capítulo X
El incendio de Granada ................................ Pág.181

Capítulo XI
El renacimiento de la paz.............................. Pág.201

Capítulo XII
Después de la expulsión de los yanquis......Pág.211

Capítulo XIII
Reorganización de Nicaragua....................... Pág.229

-4-
Mis memorias de José Dolores Gámez

-5-
Mis memorias de José Dolores Gámez

-6-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Presentación.-

La Alcaldía del Poder Ciudadano de Managua, agradece


al ciudadano Mario Hildebrando Castellón Duarte, por la
oportunidad que nos brinda de publicar en formato digital las
MEMORIAS del historiador JOSÉ DOLORES GÁMEZ, uno de
nuestros fundadores de la historiografía nicaragüense, que él
ha conservado como parte de la herencia familiar.
Esta gratitud es extensiva a toda su familia, porque sabemos
que han guardado con celo y mucho amor estas memorias, que
hoy ponemos a disposición de los lectores de la BIBLIOTECA
DIGITAL de la Alcaldía de Managua.
La Revolución Liberal de 1893-1909 todavía es un tema en
la historia de Nicaragua que debe ser abordado por nuestros
historiadores, no todo está dicho, y menos se ha hecho por el
rescate de la memoria de sus protagonistas principales en la
esfera de la política y el gobierno. Por eso, este aporte que
hacemos llegar a nuestros lectores de la Biblioteca Digital es
una contribución al rescate indicado.
Esperamos que disfruten de la lectura de estas memorias tan
llenas de información novedosa e inédita al día de hoy.

Dirección de Cultura y Patrimonio Histórico.


Alcaldía del Poder Ciudadano.
AÑO DEL BICENTENARIO DE LA LEAL VILLA DE MANAGUA.
(1819-2019).
Managua, 11 de julio del 2019.

-7-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Sobre la foto de
José Dolores Gámez.-
Por: Mario Hildebrando Castellón.

José Dolores Gámez, posiblemente en 1917 o a comienzos


de 1918, un poco antes de su fallecimiento en Rivas.
Copia de esta foto le fue entregada por mi tía Irma Castellón
Gámez de Caravantes a mi hermana Anabella Castellón,
cuando vivió en su casa situada en 1040 Sánchez Street, en
San Francisco California, poco después del terremoto del 72.
Una copia me fue entregada para dársela al Lic. Norman
Caldera en 2002 para que la pusiera en la portada del libro,
hasta ese entonces inédito en su segunda parte, Compendio
de Historia de Centro América, cuya edición fue realizada y se
editaron 1000 ejemplares.
Una copia, con otra de mi abuelo Hildebrando A. Castellón
entregué a la Secretaría de la Academia de Geografía e Historia
de Nicaragua, para que la pusieran en las paredes de sus
locales, junto a la de otros historiadores nicaragüenses. Las dos
fotos fueron reproducidas con una nota de mi entrega en uno de
los ejemplares de la Revista de la Academia.
Esta foto también sirvió de modelo a la pintura que se encuentra
en el Salón de las Banderas del Ministerio de Relaciones
Exteriores de Nicaragua, con la de otros ex Cancilleres. Gámez
fue en dos ocasiones Canciller de la República en tiempos en
que era Presidente de la República el General José Santos
Zelaya López.
Al Lic. Aldo Díaz Lacayo también le entregué una copia de
esta foto para que la publicara en el extracto de los capítulos
referentes a la Guerra Nacional que publicó en forma de libro
independiente, en ocasión del sesquicentenario de la Batalla
de San Jacinto, pero también le entregué otra de un Gámez
más joven, que he publicado ya en este sitio anteriormente, y él
prefirió poner esta fotografía en la contraportada del libro.

-8-
Mis memorias de José Dolores Gámez

-9-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Introducción a
Mis memorias de José D. Gámez.-
José Dolores Gámez — Memorias
Aldo Díaz Lacayo.

T
oda Memoria enseña. Recogen vivencias, recuerdos,
interpretaciones sobre la propia vida y su entorno
socioeconómico y político, familiar y general. Quienes
escriben sus Memorias lo hacen porque sienten necesidad
de trasmitirlas a la posteridad. Alguna razón los impulsa. La
pedagógica es fundamental, aunque no siempre sea consciente.
Desde luego existen diferencias sustantivas entre los
Memorialistas. La propia personalidad y formación de cada
uno, pero también la época que les toca vivir marcan esas
diferencias. Finalmente, la vida está moldeada por las
circunstancias. Hacen al hombre, pero también el hombre las
hace. Circunstancias pasivas y circunstancias activas marcan
el rumbo de los Memorialistas.
Precisamente la personalidad, formación, y circunstancias del
Memorialista José Dolores Gámez convierten a sus Memorias
en referencia obligada en todos los ámbitos que relata. Basta
recordar que nace en 1851, cuando Nicaragua vivía la vorágine de
las luchas interimperiales por su posición geopolítica. Inglaterra
y Los Estados Unidos disputándose su posesión de hecho por
la entonces tricentenaria ruta del tránsito. Circunstancias que
enfrentaron la identidad nacional con la dominación extranjera
—por enésima vez desde Nicarao y Diriangén. Triunfó entonces
la identidad nacional, para retroceder después en 1909. Otra
vez por la intervención extranjera, esta vez yankee ciento por
ciento. Gámez sufrió ese retroceso porque muere en 1918.
En aquellas circunstancias el ciudadano José Dolores Gámez
terminó siendo referencial —en Nicaragua y Centroamérica
por lo menos. Él contribuyó a moldear las circunstancias de su

-10-
Mis memorias de José Dolores Gámez

época. Pensador, militante político revolucionario, funcionario


público privilegiado del gobierno de la Revolución Liberal que
actualizó al país, pero sobre todo historiador. Nada en su vida
se encuentra al margen de su quehacer historiográfico. Sus
Memorias pues cubren mucho más allá de su vida cronológica.
No podía desligarse de las causas que llevaron a Nicaragua
hasta las circunstancias que le tocó vivir.
Empieza relatando su entorno familiar para reafirmarse a sí
mismo y para explicar a sus lectores por qué termina siendo
liberal viniendo de un tronco conservador. Pero aprovecha esa
arista para narrar las costumbres de la Granada que le tocó
vivir —su ciudad natal. No habrá granadino que no disfrute
estos relatos costumbristas de su ciudad. Y en más de un
sentido tampoco habrá nicaragüense que no los disfrute, por la
posición privilegiada de Granada en esa época. No se diga los
historiadores.
Para los historiadores no hay Memoria despreciable. Menos
la de José Dolores Gámez, porque es la de un historiador. De
primera línea, fundacional. Baste recordar que su Historia de
Nicaragua fue texto escolar y universitario por Decreto ministerial
del 1º de marzo de 1889. Publíquese y adóptese como texto en
los establecimientos nacionales de enseñanza, dice el Decreto
del Ministro de Instrucción Pública Adrián Zavala.
Como historiador vocacional me veo obligado a resaltar tres
temas históricos incluidos en estas Memorias de José Dolores
Gámez. En primer lugar, sus apreciaciones biográficas sobre
Cleto Ordóñez. Indispensables para conocer mejor a este
popular líder republicano nicaragüense, tan denostado por la
historia convencional.
Y luego sus relatos sobre la revolución del 54 (1854), que
en sus Memorias llama Guerra Civil. No sustituyen a los de su
Historia de Nicaragua, pero sí los complementan. Valen por sí
mismos. Son mucho más amplios.

-11-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Lo mismo puede decirse sobre el tercer tema que corresponde


a los Filibusteros, que incluye la Guerra Nacional, la expulsión
de los yankees, el triunfo de la paz y el inicio del republicanismo.
Que Gámez llama en sus Memorias Reorganización de
Nicaragua.
Qué bueno que Mario Castellón Duarte tomó la decisión de
publicar las Memorias de su bisabuelo José Dolores Gámez, y
de incluir a manera de prólogo una semblanza sobre Gámez
escrita por Hildebrando Castellón, su yerno, y también abuelo
de Mario.

Managua, domingo 26 de abril de 2015

-12-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Exordio

Me toca el honor de ser el gestor por segunda vez de


una publicación de una obra histórica del Gran Historiador
nicaragüense José Dolores Gámez. La primera se titula
«Compendio de la Historia de Centro América», que en parte
era inédito, porque sólo el Primer Libro publicó su autor en vida
en una edición muy reducida. Esta primera obra fue financiada
por el Ministerio de Relaciones Exteriores en 2002, gracias al
apoyo que me brindó el entonces Canciller Norman Caldera.
Hoy es diferente «Mis Memorias» fueron publicadas
por entregas en el periódico «El Combate», mi abuelo Dr.
Hildebrando A. Castellón, heredero del archivo histórico de
su suegro, JDG hizo que se publicarán en ese periódico. Su

-13-
Mis memorias de José Dolores Gámez

última parte se publicó el 16 de julio de 1933. Es una obra


desconocida, por no decir inédita. No existe ni un solo ejemplar
de este periódico, el velo del tiempo implacable y que no se
detiene, como el viento se los llevó. Mi tía Leonor de Wheelock
le proporcionó dos copias al carbón de los originales, y con ellos
mi hermana Anabella y yo hemos logrado copiar esta obra en
limpio y que ahora publicamos, como un homenaje a mi padre
Mario Castellón Gámez, nieto del historiador, quien un poco
antes de morir estuvo ya enfermo de muerte corrigiendo copia
de los originales, y estaba interesadísimo en que se publicaran.
Antes de terminar este exordio, daré un extracto de su
contenido. Trata de las costumbres de los años cincuenta del
siglo XIX principalmente en Granada, aunque también menciona
a Masaya, Diriomo, el Diriá y Jinotepe, las procesiones
elegantes de semana santa y las misas a las que asistían todas
ataviadas las personas de la sociedad, los hombres de levita o
frac con chistera o sombrero de copa, y las mujeres con vestidos
de 21 alfileres, lo mismo en las festividades navideñas, pero
consideraban aquellas las más solemnes, rumbosas o alegres
del año, los hombres vestían comúnmente pantalones flojos
o rifles, y en los pies se ponían unas calzas, y los elegantes
usaban calzado polaina, las inditas vestían huipiles y en su
casa se mantenían con el pecho desnudo, las comidas típicas,
como el nacatamal, el yoltamal los describe, así como otros
alimentos procedentes del maíz, el tiste lo consideraban el
refresco nacional, se refiere a todos los refrescos de la época
especialmente los derivados de maíz y cacao y a su preparación,
alude a los adornos construidos en las casas de habitación, que
parece un arquitecto decorando, la Guerra Nacional y la quema
de Granada por Henningsen los hace en detalle y muchas
cosas más, que podrá apreciar el lector al leer la obra.
Para que se conozca quien es el autor de Mis memorias de
una manera más específica, trasmito la biografía hecha por el
Doctor Hildebrando A. Castellón, yerno del historiador:

-14-
Mis memorias de José Dolores Gámez

JOSÉ DOLORES GÁMEZ (1851-1918)

«Por el año de 1876 apareció en Rivas al frente de un


periódico liberal doctrinario un joven impulsivo, dinámico con
ansias de notoriedad, que aspiraba conquistar lauros tanto en
el campo de las letras como en el de la política. Granadino
de nacimiento, de abolengo conservador, quebró en las
cáscaras de la universidad natal los prejuicios de casta y los
atavismos ideológicos para abrazar con fe y entusiasmo el
credo democrático bajo la etiqueta romántica del liberalismo
nacionalista. Descendiente en línea recta del intelectual y
antiguo presidente del Salvador, Lcdo. Juan José Guzmán.
a quien llamaron pico de oro, y de un viejo capitán español
que guardó mucho tiempo la fortaleza de San Carlos, forjó su
espíritu de batallador, con las férreas disciplinas del militar y las
finezas y astucias de un brillante letrado que envolvía en hilos
de oro los más elevados pensamientos.

Doña Leonor Guzmán y Don José Dolores Gámez Torres


fueron los progenitores del joven Gámez, quien vio la luz en
Granada el 12 de julio de 1851. Con 5 pies y 8 pulgadas de
estatura, de facciones europeas, ojos zarcos o azules, pelo
lacio, fuerte complexión, el aspecto de José Dolores Gámez y
Guzmán, en su plena madurez, fue de un hidalgo castellano
comprensivo y dominador.

En las aulas dio prueba de ser un estudiante precoz y


aventajado y por los años de 1867 a 70 cursó las leyes y se
graduó de bachiller en derecho civil. Obligado a interrumpir
sus estudios y a ganarse la vida le vemos emigrar, detenerse
en Matina (C. Rica), hacer de tipógrafo, de telegrafista, regresar
a Granada, fijarse en Rivas, donde por fin contrajo matrimonio
en 1875.

-15-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Hombre inquieto, nervioso, imaginativo, bulle en su cerebro


la idea de ver a su país transformado y feliz bajo un régimen
de democracia verdadera y de progreso positivo. Se lanza al
periodismo y desde las columnas del “Termómetro” emprende
campañas de ideas para renovar la sociedad y restablecer la
Patria grande de Morazán, tal como fue el sueño de Cabaña,
Barrios y Jerez. Gámez no se contenta con filosofar y predicar
en desierto y al mismo tiempo que se instruye en el estudio de la
Historia Patria se insinúa en el alma de las multitudes y conquista
un sitio de representante en el Congreso Nacional a raíz de la
elección del Presidente Zavala. Por cuatro años hizo oír su
voz en el recinto del Poder Legislativo con disgusto manifiesto
de la diputación conservadora y al terminar su período empezó
con nuevos bríos su labor periodística, contribuyendo con sus
amigos a la exaltación del Dr. Adán Cárdenas, postulado a la
Presidencia de la República y con esto arrebatar del círculo
granadino el poder tantos años detentado. Pero el Dr. Cárdenas
una vez afianzado en el mando supremo, volvió sus ojos hacia
el círculo genuino conservador y orientó su política por los viejos
cauces del elemento reaccionario que tan malos recuerdos
habían dejado a Nicaragua y entonces los amigos de la víspera
fueron perseguidos y germinó en ellos la idea de derrocarlo.

El año de 1884, a raíz de un proceso iniciado por una


supuesta conspiración para tomar los cuarteles de Granada,
el Gobierno del Dr. Cárdenas dio un decreto de extrañamiento
y confinamiento de varias personas del Partido Liberal
Nacionalista, entre las cuales figuraban los Señores Francisco
Baca, Enrique Guzmán, José Santos Zelaya, Dr. julio César y
Don José D. Gámez. Quiso el Gobierno dar un golpe de mazo
a la oposición libero-conservadora y no consiguió otra cosa
sino sembrar la intranquilidad en la República y proveer de
colaborador al General J. Rufino Barrios, quien ya meditaba
su cruzada militar por Centroamérica como único medio
de reconstruir la Gran Patria de 1823. Gámez había sido
confinado a Bluefields por el decreto aludido, pero no tardó en

-16-
Mis memorias de José Dolores Gámez

reunirse con sus compañeros en la capital guatemalteca, donde


prestó su valioso contingente para tratar de realizar la unión
centroamericana y por ende arrojar del Poder de los Estados
centroamericanos a los istmeños caciques separatistas que
mantenían estancados en la sumisión y el atraso a estos
pueblos infelices. Amigo y partidario del gobierno guatemalteco,
Gámez que imprimió siempre a sus actos y palabras el sello de
la sinceridad, logró obtener su confianza y hacerse escuchar.
Y en los consejos privados, en la prensa o en las comisiones
confidenciales, tuvo sus oportunidades.

La bala homicida que en Chalchuapa tronchara la vida


material del héroe despedazó también las esperanzas unionistas
renacidas con el decreto del 28 de Febrero de 85, por el cual
Barrios asumía la comandancia General de los ejércitos de
Centro América (Gámez era Coronel). Abandonado por el jefe
que en impromptu pasó a la eternidad, los emigrados liberales
de Nicaragua como los del Salvador continuaron la lucha
seccional haciendo la guerra al separatismo conservador del
Dr. Cárdenas y del Dr. Zaldívar.

El triunfo del General Francisco Menéndez en el Salvador


alentó a los nicaragüenses y no obstante de haber lanzado el
grito de Satoca, todo fracasó porque estos pueblos no estaban
preparados para recibir el bautismo liberal.

Regresó Gámez a Guatemala donde hizo campaña en el


Diario de Centro América y en los periódicos de Guatemala
por la causa liberal y nacionalista que en aquellos se mantenía
abatida y con su espíritu inquieto y visionario removió los
archivos y bibliotecas hasta compilar los materiales con que
luego debía escribir su Historia de Nicaragua.

El ascenso del Coronel Evaristo Carazo a la Presidencia de


la República en Marzo de 1887, fue favorable no solamente
a la tranquilidad pública y a las ideas liberales, sino también
al regreso de todos los emigrados políticos que se sintieron

-17-
Mis memorias de José Dolores Gámez

garantizados. Aprovechando la amnistía, pudo Gámez mediante


un trabajo inteligente y metódico reconstruir el capital de su
familia y atender a su educación y bienestar.

Mientras tanto, un concurso decretado por el Gobierno, le


dio ocasión para escribir su obra famosa sobre la Historia de
Nicaragua que obtuvo el primer premio en el certamen y sirvió a
varias generaciones para formar el caudal educativo sobre los
sucesos de la Patria. Pero un hombre como Gámez, a quien el
exilio había servido para completar su educación y poner alas
a su ambición no podía contentarse con la vida vegetativa de
la provincia y liando sus maletas trasladó su tienda, de Rivas a
la Capital. Las prensas del “Termómetro” hicieron saber a los
liberales que el “Abanderado del Partido” como le llamó Jerez
estaba en el corazón de la República marcando las palpitaciones
de la vida nacional con su pluma acerada demoledora.

El General Santos Zelaya, a quien Gámez impulsaba como


jefe efectivo del Partido Liberal, ganaba buenos puntos en el
concepto popular y los grupos se organizaban como en víspera
de una batalla; pero en aquel vibrar de los hombres nuevos y en
sus múltiples combinaciones aparecía el pensamiento audaz y
atropellado del abanderado Gámez.

Cundo el Presidente Sacasa rechazó la oferta de gobernar


en el Partido Liberal y se decidió por el circulito incoloro que le
llevó a la tumba, los liberales encabezados por Gámez y Zelaya
vieron revivir sus esperanzas políticas y encaminando sus
pasos como le hiciera el Conde de Cavour tomaron injerencia en
todos los actos de la oposición. Mientras el Presidente Sacasa
adormecido por la adulación y extasiado ante el incensario de
sus parciales caminaba al abismo, la oposición liberal del brazo
con los conservadores se preparaba a todos los eventos.

La revolución de Abril de 1893 fue precursora de la Revolución


de Julio del mismo año, y tejedora de aquella madeja fueron
Gámez, Zelaya. Desde el Pacto de Sábana Grande firmado el

-18-
Mis memorias de José Dolores Gámez

6 de junio de 93 hasta el 14 de julio, fecha en la cual el General


J. Santos Zelaya se trasladó con sus amigos de la capital a la
ciudad de León, el Sr. Gámez que era el consejero principal
del caudillo revolucionario, no tuvo punto de reposo, ora en las
tareas periodísticas, ora en los conciliábulos y combinaciones
de la política liberal. Cuando se convino en los términos del
Pacto de Paz de Sábana Grande, el nombre de Gámez fue
cuidadosamente eliminado por los jefes conservadores que no
quisieron darle la representación liberal como deseaba Zelaya,
optando por el candidato Dr. Luciano Gómez, de filiación
progresista, pero amigo personal del jefe managüense.

La contrarrevolución fraguada con el concurso decisivo de


los liberales de León y que estalló en Julio, tuvo en Gámez un
enérgico partidario, dejando su labor ideológica y política para
presentarse con Zelaya en los campos donde los hombres de
acción deciden los problemas substanciales del derecho y la
libertad de los pueblos irredentos. Gámez acompañó a Zelaya
en aquella corta y gloriosa jornada pie con pie apoyándole más
que como un ministro como consejero y amigo.

El Pacto de Momotombo que dio a Zelaya la Comandancia


General de las armas y le aseguró la presidencia para el primer
período constitucional, obra fue de Gámez; y sobre las alturas
de los Brasiles y la Cuesta imitando a Bonaparte en Tolón
secaba en el polvo de los cañones las comunicaciones que
expedía a León y a los departamentos del Norte; así como a
varias capitales de Centro América.

En la noche del 25 de julio, cuando el ejército victorioso


penetraba a la capital, Gámez redactó el famoso decreto
llamando a todos los nicaragüenses hermanos y concediendo
a los vencidos los mismos derechos que a los vencedores.
Firmada la paz, Gámez se entregó en el Ministerio de Fomento
a la reconstrucción de las vías férreas, a la organización del
correo nacional y del telégrafo, a extender las comunicaciones
en todo el país, y fue bajo su dirección que los pequeños vapores

-19-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que surcaban los lagos pasaban sobre los rieles con finos
guerreros de nuestros grandes lagos a las aguas de Pacífico
como elemento de rápido transporte.

La guerra que declaró al Presidente Vázquez de Honduras


y que obligó a éste a dejar el Poder encontró en José Dolores
Gámez al hábil y oportuno colaborador para quien no había
dificultades en el desempeño de sus funciones. Antes de la
emergencia con Honduras, abandonó momentáneamente el
ministerio que desempeñaba para marchar a Costa Rica en
calidad de ministro Plenipotenciario, regresando al terminar
su misión al puesto que tenía. La guerra con Honduras puso
de manifiesto la eficiencia del Ministro de Fomento, quien no
solamente atendía a su ramo, sino que consciente de sus
obligaciones de compañero y amigo íntimo del Presidente Zelaya,
alcanzaba su celo a todos los resortes de la administración.

Algunos meses después de terminada la guerra contra


Vázquez y cuando el Dr. Policarpo Bonilla ejercía en Honduras
la Presidencia, a Gámez le fue conferido el nombramiento de
Ministro Plenipotenciario ante los Gobiernos de Centro América
a fin de dar pasos conducentes a la Unión centroamericana.
El gobierno de Honduras que en la ocasión estaba ligado
con el de Nicaragua, no solamente acogió las iniciativas de la
diplomacia nicaragüense, sino que confirió al mismo Sr. Gámez
su representación ante los Gobiernos del Salvador y Guatemala
y en esas condiciones se firmó un pacto que no tuvo aceptación
por Costa Rica.

Regresó Gámez a Nicaragua en momentos en que Inglaterra


por medio de sus barcos de guerra nos imponía su ultimátum
con motivo de la reclamación Hatch. Y como se le impidiera
pasar de Corinto a Managua, lanzó una vigorosa protesta contra
el poder de Inglaterra que de ese modo allanaba la soberanía
nacional nicaragüense.

-20-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Terminado el incidente Hatch, volvió Gámez a sus faenas


del Ministerio de Fomento, donde no se daba punto de reposo.
Durante ese período se construyó el ramal ferroviario de
Chinandega al Viejo y se incrementó el tráfico con la Costa
Atlántica por vía del río San Juan.

Intencionalmente no hemos querido recordar su participación


en los sucesos de la Mosquitia, pero el plan de reincorporación
que Zelaya ordenó para aquella región fue planeada por los
consejeros del Presidente y principalmente por Gámez y Samuel
Mayorga, según declaración del Lic. Félix Quiñones, publicada
por la “Prensa” con motivo de una controversia periodística.
El distinguido abogado y hombre de letra ha referido que a la
sazón fue nombrado por el gobierno liberal para desempeñar
las funciones de Gobernador Intendente de San Juan del Norte
y que el pliego de instrucciones fue redactado por José Dolores
Gámez, pero obligado a renunciar por causas de origen local no
tomó posesión de la Gobernación.

Poco después los señores Lacayo y Cabezas eran enviados


con iguales fines a Bluefields obedeciendo así a las ideas
discutidas y maduradas en el gobierno del Presidente Zelaya, y
porque él estuvo presente, convenció la génesis del movimiento
de Reincorporación, es que puede afirmarse que Gámez y
Mayorga iniciaron el plan».

Hildebrando A. Castellón

Bueno, querido lector, ya usted podrá engalanar su vista,


pasándola por los párrafos y capítulos de esta gran obra, que
modestia y aparte, le recomiendo leerla completa.

Mario H. Castellón

-21-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Introducción.-

Las Memorias autobiográficas de los hombres públicos han


sido consideradas siempre como elementos de gran valor para
la historia, porque no se limitan a sólo consignar la vida del
Autor, sino que insensiblemente van más allá y se extienden
a los sucesos públicos relacionados con ella, enlazándolos
cronológicamente, estudiándolos en las distintas fases en que
presentan y poniendo de manifiesto su escenario o sean las
peculiaridades de la sociedad en que se desarrollaron.  De este
modo, a la par que suministran datos precisos para la historia,
proporcionan también a la juventud lecciones de experiencia
que pueden servirle de orientación en situaciones difíciles y
análogas; pues, como se sabe, los sucesos de la vida, tanto
sociales como de los individuos en lo particular, se repiten
periódicamente con tanta semejanza que resultan ser los
mismos en todas partes con sólo actores, escenarios y fechas
diferentes.   De allí el decir, que la historia de la vida humana la
dejamos referida en el libro del tiempo, de tal suerte, que no la
vivimos corregida; de allí también que las memorias aún cuando
carezcan de formas atrayentes, sean por lo regular leídas con
agrado y estudiadas con interés.
Pero mis memorias que quizás no merezcan tanto, pues
no obedecerán a un plan determinado de antemano, sino que
voy a escribirlas al correr de la pluma, a modo de confesiones a
lo Rousseau, consignando mis recuerdos y mis impresiones
y cuantos con ellas se relacione de la vida pública, que será
la que interese a la mayor parte de mis lectores, como de la
vida privada, que tal vez sólo llegue a tener algún valor para
mis descendientes. No recuerdo haber escrito una sola línea
para ser publicada por la prensa, que no haya sido con el
propósito de que fuera de alguna utilidad social, aun cuando
ese propósito aparezca conexionado en muchas ocasiones a
las aspiraciones que pudiera llamar hijas de mi amor propio o
con expresiones pasionales.  El patriotismo químicamente puro,

-22-
Mis memorias de José Dolores Gámez

si vale la expresión de ser la abnegación absoluta no la conozco


y me figuro que es algo así coma la piedra filosofal o como
una creación fantástica que sólo se anida en ciertas mentes
soñadoras de la juventud, de esa juventud, que despierta a la
vida entre flores, y que revolotea feliz sin haber sido alcanzado
aún por el torbellino mundial.
La época del frio y las nieves ha llegado para mi existencia y
me encuentra lejos de mi hogar y del pedazo de tierra que me
sirvió de cuna.  La nostalgia me persigue y me hace recordar mi
pasado con ese doble delirio del viejo y del proscrito, que puede
sentirse, pero no expresarse y que solo la propia experiencia
permite conocerlo. Granos de arena a merced del sueño y de
la brisa, son con relación al mundo el fragmento que la suerte
me deparó por patria, pero su pequeñez, su escasa población,
su infelicidad, su miseria si se quiere, aviva mi cariño en esta
hora de desgracia para mí y de angustiosa ansiedad para ella,
que hoy se ve entregada por algunos de sus propios hijos a la
rapacidad de las águilas del Norte. 
Tengo, sin embargo, fe, en que llegaran días mejores para
la tierruca inolvidable, que quizás no vuelva más a ver porque
mis años se acercan al cementerio, y piensos que esos días,
en que brillará radiante el sol de su progreso, las sombras de
su triste pasado, arrastradas por el viento de la prosperidad se
esfumaran en el horizonte y se perderá su recuerdo, sino hay
algunos que lo conserve en cualquiera forma a las generaciones
futuras.  Ese alguno puede ser también yo, (me he dicho) y si
presto ese servicio a la tradición nacional, mi nombre pasara
con ella a la posteridad y quizá merezca el aprecio de ésta.   De
allí, pues que ponga manos a la obra sobre tan delicado y tal
vez superior a mis aptitudes, pero resuelto a llevarlos a cabo tal
como me resulte, nutriéndole como mis recuerdos y movidos
por ese impulso narrativo que caracteriza la edad provecta. «A
medida que el hombre va entrando en el descanso de su vida»-
ha dicho mi buen amigo don Ramón Salazar, y que los cabellos
blanquean representando cada cana una ilusión marchita, y una
esperanza pérdida, un dolor sufrido y no olvidado, el alma recoge
sus alas de mariposa alegre, y el espíritu concentrándose en sí,

-23-
Mis memorias de José Dolores Gámez

se da a recordar las cosas que fueron y a reflexionar sobre los


acontecimientos en que le tocó en suerte tomar parte. 
Y efectivamente, suele ser un hecho frecuente, pues cuando
el hombre deja a sus espaldas los sesenta de la edad, siente algo
así como la necesidad de expansión de su pasado y revestirá
con nueva vida las impresiones de su existencia que parte del
puerto llevando a su bordo a seres queridos hasta confundirse
en el horizonte, el hombre queda donde la escala del tiempo,
continúa viendo con los ojos del espíritu lo que ya nadie ve , lo
que veloz se ha deslizado sobre la ondas del pasado; porque
como ha dicho un poeta:

Sin poder sepultarla en el olvido,


La visión del pasado desespera,
Y no llega jamás la edad primera,
Ni las horas que rápidas se han ido

Al traer a  la mente mis impresiones pretéritas,


rejuvenecidas, seleccionadas y con su traje de gala, para
lanzarlas al viento de la publicidad, siento un goce verdadero
y me parece tener algo así como un sueño paradisíaco,
como un renacimiento a la vida, en el que recorro las etapas
de mi existencia, pasando de la infancia a la pubertad, de la
pubertad  a la adolescencia y de ésta a la edad viril a la que
alcanzo la cumbre, y después, dando la espalda al sol y con
el fardo de los años a cuestas comienzo a descender paso
a paso, y a perder paulatinamente con las fuerzas orgánicas, el
calor juvenil de la sangre, las esperanzas, las ilusiones rosadas,
todo aquello que pudiéramos llamar el baño de oro, la envoltura
preciosa, que da brillo y belleza a las edades ascendentes en la
escala de la existencia humana; el soplo de Jehová valiéndonos
del leguaje alegóricos del Génesis, sobre la figurilla de barro de
la creación bíblica. 

-24-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Sucede también que los viejos nos encariñamos con la


juventud y tomamos empeño en que nos conozca nos quieran
hasta más allá del sepulcro; en procurarle nuestra experiencia
para que se guíe en su camino y en hacernos presentes ante ella
con amoroso tesón.  Únase a éste, el aparecimiento inevitable
de un día en que se vive sólo de recuerdos, en que no siento
pasión por ellos y en que se despierta, a modo de instinto, el
deseo vehemente de hacerlos conocer, día en que también el
horizonte comienza a nublarse, las brisas a sentirse frías, los
fuegos volcánicos   deseados  de la adolescencia a convertirse
en cenizas, y en que el hombre, semejante al viajero fatigado que
se detiene a descansar en la cima del camino donde vuelve la
vista hacia atrás y contempla emocionado el panorama que deja
a su espalda.   Es entonces cuando se desarrolla y acentúa el
atavismo característico de la edad madura, verdadero propulsor
que levanta el espíritu abatido por la falta de ilusiones, así como
también las energías agotadas por el desgaste orgánico, y
cuando la pluma llevada por mano trémula, puede aún correr
sobre el papel con bríos de marcado, reviviendo viejos
recuerdos que yacían relegados en los osarios del olvido. 
La gente moza suele hacer poco caso del pasado y aun del
presente, al que apenas aprecia como paso inevitable para
el porvenir, que es lo único en que acierta a fijar la vista y en
que la detiene con agrado, pues como el ave que comienza a
volar no quiere mirar hacia atrás y pone todo su empeño en
elevarse y avanzar, fijándose en lo que está por delante, que
es solamente lo que le preocupa.  Creo, sin embargo que mis
jóvenes compatriotas no tendrán la misma indiferencia para
mis narraciones, porque los países como el nuestro, en que 
la transición social ha sido rapidísima, pasando el del país
estado medieval a otro relativamente de civilización moderna,
los recuerdos de ayer reproducen con bastante semejanza
los de las edades pretéritas del antiguo mundo de que son un
apéndice, o una verdadera prolongación en miniatura; porque
de las personas, los usos, costumbres y sucesos de ese nuestro
pasado, que refleja todavía los tiempos coloniales en Nicaragua,
se habla o se escribe accidentalmente cuando lo pide la ocasión
y son pocos los que deliberadamente se proponen recoger y

-25-
Mis memorias de José Dolores Gámez

ordenar sus recuerdos, dejándolos consignados para el servicio


de las historias nacional y también para la utilidad práctica de
la juventud que viene empujándonos y a la cual se le presentan
innumerables hechos e innumerables nombres completamente
olvidados por mala suerte común, de la que no se libran ante  la
historia, sino los grandes acontecimientos y las personajes que
han sobre salido del nivel ordinario.  Pudiera tal vez objetarse
que es poco lo que se pierde con no rescatar del olvido la
memoria de las cosas menudas y de cada época; pero eso no
es exacto.   En el hombre es natural y hasta vehemente el deseo
de conocer todo lo pasado, porque le procura experiencia, o
sea luz y guía para su camino, la cual no puede adquirir sin
ese conocimiento, ni la sociedad en conjunto, ni los individuos
aisladamente. 
Además, como dice un autor; “en los tiempos modernos” se
lee a la historia más de lo que solía exigírsele en los antiguos.
No nos satisface hoy la relación de funciones de imperios, de
conquistas, de guerra, de cambios de gobiernos o de dinastías
y de sucesión de soberanos, que han salido ser la única materia
de la Historia.  Actualmente queremos saber cómo han sido
y como han vivido los hombres de quienes hace mención y
también cómo eran y cómo vivían los que ella no menciona;
queremos no ignorar el modo, la forma y los incidentes de cada
uno de los acontecimientos que narra; queremos penetrar en
los aposentos, no sólo de los palacios, sino de las viviendas
comunes, queremos conocer a nuestros antecesores, como
conocemos aquellos contemporáneos nuestros con quienes
vivimos en intima familiaridad.  De aquí, pues, “ el interés con
que se buscan y se estudian documentos y monumentos que
den luz acerca de las particularidades de los pueblos antiguos.” 
Pudiera, sin embargo, suceder ahora que yo estuviese
alucinado por el amor propio por los impulsos de la vanidad
senil, y que mis «RECUERDOS DEL PASADO» no tengan el
interés ni la importancia que me imaginé.  Válgame entonces,
el contingente que puedan aportar a la formación del proceso
histórico de la sociedad nicaragüense y sea como ciertas
piedras sin pulimento o cual las conchas de la madre-perla, que

-26-
Mis memorias de José Dolores Gámez

buscan y aprecian, no obstante, su pobre apariencia; porque


las memorias, por humildes que parezcan, suelen ser para la
historia, tales como esa piedra sin pulimento y esas conchas sin
abrir, cuando se sabe el modo de aprovecharlas.
«José Dolores Gámez»

Puntarenas, Costa Rica, Enero de 1912

-27-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo I

En el principio

Nací en la ciudad de Granada, el 12 de Julio de 1851, a las


doce en punto de la noche, y se me ha dicho que mi primer
grito de recién nacido se confundió con el primer campanazo
de aquella hora cumbre del reloj vecino. Vine pues, al mundo
a mediado del siglo, del año, del mes y del día, y debido tal vez
a esa circunstancia, he resultado intolerante con todo término
medio en las cosas de la vida. Las libres brisas del gran lago
de Nicaragua, mecieron mi cuna y en su playa crecí al arrullo
de las olas, probable me parece ser, que aquel ambiente de
mis primeros años haya influido en algo para la formación de mi
carácter impetuoso y del que se puede decir que es de aquellos
que se quiebran antes de doblegarse.
Pasaba Granada en la época de mi nacimiento por ser su
población la que marchaba a la vanguardia del progreso social
del Estado, que, dicho sea de paso, no era gran cosa a pesar de
la famosa León, sede entonces del saber profesional, en donde
cabían a puñados los bordados con borla y cápelos todavía de
la enseñanza colonial. Debo traer en auxilio de mi afirmación
respecto al relativo mayor adelanto social de Granada, por si
se me creyese apasionado, el recuerdo de que en su población
fue siempre el centro del comercio regional y que su puerto
llegó a ser el más concurrido y de más movimiento de envío de
cargas hacia el extranjero. Sus ricos comerciantes fomentaban
el lujo por conveniencia, lo desplegaban en sus hogares por

-28-
Mis memorias de José Dolores Gámez

vanidad, hacían gala de refinadas costumbres y mantenían trato


frecuente con el elemento extranjero con el cual procuraban
asimilarse; mientras León Metrópoli y antigua Capital del
Estado que contaba además con una célebre Universidad, tenía
escaso comercio y vivía de la industria pecuaria. Nada exigente
en materia de lujo, a la sombra de lo que pudiera decirse, de
la curia eclesiástica, de su empobrecimiento retrógrado, que
mantenía el antiguo ambiente e imponía a la sociedad leonesa
ese tinte medieval característico hasta hoy de la gente de iglesia
y sacristía.
Desde los primeros años de la fundación de la colonia en
tierra nicaragüense, León y Granada fueron poblaciones rivales
por disposiciones de sus conquistadores, maestros inimitables
en crear y fomentar divisiones entre los pueblos hermanos del
Nuevo Mundo, con objeto de debilitarlos para mejor asegurar
su dominación. León sobresalía principalmente por sus calles
rectas y empedradas, por las edificaciones uniformes y de
antigua apariencia, por los monumentales templos y por la
numerosa población, mientras Granada, que parecía reclinada
sobre la falda del volcán Mombacho, situado a su lado sur, y
que abandonaba sus extremidades orientales a las caricias
de las olas del lago atraía con su movimiento mercantil, con
su puerto siempre concurrido, con la belleza topográfica de
sus contornos, con sus costumbres expansivas y animadas
y con ese benéfico de sus contornos y bienestar permanente
que le procura la riqueza en la circulación; haciendo pasar así
desapercibido los desperfectos de sus polvorientas calles, la
irregularidad de sus edificaciones, la pobreza arquitectónica de
sus templos y la desigualdad de su terreno.
Cuando yo vine al mundo encontré todavía en mi pueblo las
rancias preocupaciones de la nobleza colonial, náufraga en 1823,
pero que se conservó por algunos años más en las ciudades de
Guatemala, San Miguel y Granada con algo más de orgullo y /o
mayores pretensiones en fuerza de su reducción. Era aquella
nobleza un producto híbrido del coloniaje, sin pergaminos ni
rentas, una especie de caricatura del noble que se alimentaba
de recuerdos y vivía con la mente en un pasado fantástico de

-29-
Mis memorias de José Dolores Gámez

leyendas y de emblemas heráldicos. Se basaba en la Sangre


Azul”, la cual se comprobaba con la piel blanca, semejante a
la de los conquistadores españoles. El negro africano, el indio
y los de la raza mixta, vivieron siempre menospreciados de la
sociedad y excluidos de los cargos públicos, así como de las
órdenes sacerdotales, pues para los conquistadores españoles
valieron siempre algo menos que la plebe feudal de la Edad
Media, y para los criollos tanto como si hubieran sido siervos
manumitidos, considerándolos, unos y otros, nacidos solamente
para el tributo y la encomienda.
En el período de mi niñez había, sin embargo, cambiado un
poco la cuestión de la sangre distintiva, debido a que habían
emergido hombres de color que, a la sombra de las nuevas
instituciones políticas llegaron a mucha altura en fuerza de
personales méritos; porque aunque se les consideraba y
atendía por respeto a su posición elevada, no por eso se les
dejaba de mirar con marcada prevención, al extremo de que
cuando tenían que nombrarles, les anteponían el calificativo de
indio, negro o zambo” respectivamente en lugar del “Don” que
se prodigaba a los criollos. Fue si no estoy equivocado, hasta
después de la campaña contra los filibusteros de Walker, cuando
se extinguió en Granada mucha parte de esa prevención contra
la gente de color, en la que se suprimió la calificación despectiva
de raza que antes le aplicaban unida al nombre de las personas,
se les concedió con alguna frecuencia el tratamiento de don
y hasta hubo familias de buena sangre que admitiese, eso sí
excepcionalmente, que sus hijos se unieran con ellos en legítimo
matrimonio. Posible es que para tal cambio haya valido mucho el
odio sañudo contra los filibusteros yanquis, enemigos acérrimos
de los hombres de color, y quizá también el respetuoso cariño
a las memorias de don Pedro Rivas, don José María Estrada y
Ponciano Corral, morenos todos de sobresalientes méritos en
la vida pública, que perecieron trágicamente al pie del pabellón
granadino durante las últimas contiendas.
Tuve la buena suerte de que mi familia perteneciera a la
raza regional privilegiada, y que por tal motivo y sin otro mérito
ni cosa que pusiera de mi parte, fuese desde mi cuna “gente

-30-
Mis memorias de José Dolores Gámez

decente”, gozando por ese hecho de los fueros y preeminencias


sociales dispensadas a los criollos de buena sangre, fui además
el primogénito del matrimonio y el mimado de mis padres, y los
parientes de ambas ramas me prodigaban caricias a porfía y
se disputaban las mías con empeño. A decir verdad (y aquí
entre aquellos de las vanidad), creo que realmente debí ser
un chiquitín distinguido, pues con mis ojos zarcos de mirada
plácida, los largos bucles rubios que caían sobre mis hombros,
mi vestido de mameluco liliputiense y mi gorrita garibaldina
de terciopelo azul con trencilla negra, parecía un extranjerito
hechizo de muy distinguida catadura por cierto, los demás niños
de la localidad solían mantenerse descalzos y usar por todo
vestido un camisón de tela que les llegaba al tobillo.
Mis padres tenían una educación especial, superior a la de la
generalidad de sus contemporáneos. El uno hablaba el inglés y la
otra el francés con alguna perfección, poseían ambos, además,
muchos conocimientos gramaticales del idioma español, que
escribían con soltura y buen gusto, nociones de historia y
geografía, conocían al dedillo la Biblia católica y muchas obras
religiosas y de propaganda cristiana; eran fuertes en aritmética
comercial y se consagraban a la lectura de libros modernos
en el tiempo que les dejaban libres sus ocupaciones. Ambos
tenían también un trato suave y jovial, conversación agradable,
modales distinguidos, algún esmero para vestirse y bastante
celo para la higiene personal y doméstica.
El autor de mis días era un buen hombre de mediana estatura,
más bien alto que bajo, de buena presencia, de color trigueño
parecido al de los árabes, de ojos expresivos y brillantes, nariz
aguileña, cabellos y espesa barba negra, músculos vigorosos
y con muchos vellos en el cuerpo. Su andar era violento,
su palabra reposada y sonora, su carácter retemplado y su
actividad extraordinaria. Decidor, risueño y chispeante se hacía
simpático a todo el que lo trataba; desde muy joven se dedicó
al comercio en el cual hizo regular fortuna, viajó mucho y residió
algunos años en Europa. Observaba costumbres inglesas
en el hogar, las cuales adquirió en Londres; pero en su trato
familiar sacaba a relucir, sin darse cuenta de ello, su genialidad

-31-
Mis memorias de José Dolores Gámez

andaluza, cuentos, narraciones y anécdotas llenos de gracia


que él acompañaba con movimientos expresivos y de alegres
risas que provocaban el contento de los que le escuchaban.
Fue primogénito de un capitán español, oriundo de la ciudad de
Sevilla, que había sido enviado a la Habana como subteniente
de infantería, a prestar servicios militares; de allí pasó después,
no sé de qué manera a Costa Rica, donde contrajo matrimonio
con una viuda de Cartago de apellido Torres, con la cual se
trasladó a Granada en fecha próxima a la proclamación de la
Independencia Nacional. Se decía que Don Francisco Gámez
(éste era el nombre de mi señor abuelo), descendía, sin
saberse a qué distancia del célebre descubridor portugués
Vasco de Gama, que vivió algún tiempo en Sevilla; lo cual
a ser cierto, no quitaban que él con todo su noble origen
fuera un ser humildísimo por sus cuatro lados, y además
muy modesto, muy pobre de fortuna. El aserto de que fuera
descendiente de Gama se basaba en que el apellido castellano
en su origen se formaba del nombre provisto de una de las
terminaciones ax, ex, iz, oz, yz”, siendo la terminación ez”.
La que predominó en la formación de los apellidos modernos,
según el decir de la Gramática de la Real Academia”, pues
cuando el nombre terminaba en una vocal que no era letra
“o”, se suprimía esa vocal y ocupaba su puesto la mencionada
sílaba, indicadora de descendencia y de este modo: los hijos
y descendientes de los que se llamaran Gonzalo, Fernando
o Hernando, llevaran los apellidos de González, Fernández
o Hernández, respectivamente, para distinguirse del padre e
indicar al mismo tiempo su origen de familia. De allí también
que en Sevilla donde imperaban las antiguas costumbres
castellanas, fuesen Gámez los descendientes del famoso
marino portugués o de cualquier otro Gama natural o importado
que hubiese dejado retoños en Andalucía.
Mi madre era una mujer de baja estatura que gozaba de fama
de belleza. Su tipo correspondía al de la criolla americana de
raza céltica; blanca y muy rosada, a pesar del clima abrasador
de la tierra de su nacimiento, unía a la perfección del conjunto,
un rostro perfilado, una boca chica y sonriente, cabellos negros
lacios, afabilidad en su trato y dulzura y gracia en la expresión.

-32-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Fue la hija única de un notable jurisconsulto y hombre público de


El Salvador, criollo de raza blanca, perteneciente al núcleo de
las familias que formaban la pretendida nobleza colonial de San
Miguel, ciudad de su nacimiento, a quien sus contemporáneos
designaban con el expresivo nombre de Pico de Oro”, por su
elocuencia tribunicia, y al que también elevaron sus coterráneos
más tarde a la cumbre del poder público, eligiéndolo Gobernante
de El Salvador para el período constitucional de 1842 a 1844.
Como puede suponerse el ídolo de mi hogar paterno tuvo que
ser él, y fue mi entusiasmo. Mis padres y parientes soñaban
con que yo me pareciera a él y en su loco desvarío, me
sugestionaban hasta el extremo de encontrar en todos mis actos
y palabras, indicios seguros de la herencia abolenga. Tanto
hablar de esto que acabé por creerlo; y como al mismo tiempo
celebraban mis simplezas de niño mimado dándoles un alcance
imaginario, llegué también a creerme un muchacho de chispa y
pensar a que llegaría con el tiempo no sólo a tener un pico tan
grande y dorado como el de mi ilustre abuelo, sino que podría
alcanzar su misma altura política con mayor brillo se entiende,
porque yo no corría, sino que volaba en alas de la imaginación.
Parecía mentira, pero es muy cierto, que aquellos castillos en el
aire que llenaban mi cabeza de niño, pudieran tener influencia
en mi vida posterior y contribuyeran poderosamente a hacer de
mí un nene distinto de los demás a cuyo lado crecí. Repleta la
mente desde la infancia con tales ensueños, traté en muy tierna
edad de ser persona adulta; prefiriendo estar solo antes que
juntarme con niños alborotadores que hicieran poco honor a
la circunspección y mesura que yo quería mostrar en todas las
ocasiones.
La madre de mi madre, mi abuelita inolvidable fue para mí el
ser más querido. Ilustrada y de buen talento me proporcionaba
pláticas sabrosas tanto de deleite como de instrucción, me
quería entrañablemente y tenía fe ciega en que su Josecito
(así me llamaba) sería el orgullo de la familia. De allí que, al
caer la tarde, en que ella descansara de sus fatigas cotidianas,
me tomara en sus regazos cubriéndome de besos y caricias.
Queriendo contribuir a mi educación me refiriese unas veces
cuentos morales al alcance de mi tierna inteligencia; en otras,

-33-
Mis memorias de José Dolores Gámez

pasajes de la biblia hábilmente preparados por ella, y más de las


veces episodios lugareños y anécdotas de la historia nacional
que se grabaron en mi mente, y que recuerdo hasta el día,
con todos sus detalles y comentarios patrióticos. Mi excelente
abuela, con esa provisión de cariño maternal, depositaba en mi
alma gérmenes que no se malograron y que me despertaron
con los años mi pasión por los archivos, de los que pude extraer
la historia moderna de mi Patria publicada por primera vez en
1889.
Mi madre, a la que también amaba con delirio y vanidad, solía
sentarme a su lado en una butaquita forrada con tafilete rojo,
fijando éste con tachuelas de latón brillando sobre un listón
angosto de seda verde. Con voz dulce y amorosa que resonaba
en mis oídos como si fueran los acentos de un cántico celestial.
Me refería pasajes de la historia de Roma o fragmentos de la
vida de la Virgen María, del niño Jesús o de algunos santos
de su devoción concluyendo con cuentecitos de color rosa y
fabulitas escogidas que me colmaban de contento. En tales
ocasiones me volvía todo oídos y era de vérseme con los ojos
fijos en los de mi madre, con los brazos cruzados y sin perder
palabra de aquella relación que tanto me interesaba.

Madre Mía, Tú no sabes


La tristeza que siento,
Cuando hastiado de la vida
Emocionado recuerdo
Las caricias que me hacías
En aquel dichoso tiempo
En que formaba mi encanto
La música de tus besos.

-34-
Mis memorias de José Dolores Gámez

También mi padre, a pesar, de ciertos resabios señoriales en


el hogar, que entiendo pepenó en España, allegaba gustoso
su contingente para la formación del primogénito. A la hora
en que solía reposar la cena, de siete a ocho de la noche, me
llevaba a la hamaca que existía en el salón del dormitorio y
allí recostándome sobre su pecho, me refería chascarrillos tan
graciosos que me hacían reír convulsivamente; me contaba,
salpicándolos con agudeza, lo que había visto en sus viajes, y
me hacía repetir después lecciones del resumen de la historia
de España, escrita en verso por don Tomás de Iriarte, que él
sabía de memoria. Paulatinamente se me iba instruyendo
desde la niñez y me procuraban conocimientos de que carecían
entonces hasta muchos jóvenes adolescentes, y en el modo
de conducirme en el hogar, en la mesa y en el trato con mis
semejantes; todo con arreglo al “Manual de Urbanidad” de
Don Antonio Carreño que se reputaba el mejor texto para los
colegios y escuelas. Aquella existencia feliz de mi hogar me
cautivó tanto que renuncié gustoso a los juegos de trompos”
(peonza), (semillas de anona), cometas voladoras de papel,
bolitas cuepas” (piezas pequeñas circulares de cera), ladríllate
y otras que forman el encanto de los nenes. Gozaba más con
oír lo que me contaban que con las caricias que me prodigaban
en el hogar. Envanecíanse mis padres con mi comprensión y
buena memoria y no con cierto orgullo me presentaban a sus
amistades, excitándolas por lo bajo a que me dieran conversación
y comprometieran a externar cuanto tenía aprendido. No
necesitaba de mucho para mostrarme complaciente porque,
debo confesarlo, participaba del mismo orgullo y vanidad de mis
padres, creyéndome hasta prodigioso, sobre todo, cuando oía a
los extraños admirar la precocidad de mi desarrollo intelectual,
y a mis parientes exclamar con marcada satisfacción, “Va a ser
otro don Juan José” pues me figuraba entonces que yo le tocaba
los talones a mi preclaro abuelo y que de seguro le aventajaría
en la vida pública cuando tuviese la edad legal.
Observo, sin embargo, que llevado del entusiasmo por mi
persona he avanzado mucho en mi relación, dejando en el
tintero otras cosas que tienen prelación de lugar.

-35-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo II

Mis antepasados

A fines del siglo XVIII, existió en Granada de Nicaragua, un


caballero español llamado don Gerardo Reyes, rico propietario
de fincas rústicas y urbanas, y tan acaudalado que su dinero no
se contaba por el número de pesos plata, porque eran muchos,
sino que se medía como los granos, por almudes y medios
almudes que se guardaban en una cisterna como de ocho o
diez varas de profundidad, la cual alcancé a conocer, es la casa
que es hoy de Doña Dolores Avilés y que antes fue la de mi
bisabuelo, calle de por medio con la de la familia Arguello.  El
señor Reyes estaba casado con una dama criolla, originaria
de Nueva Segovia, perteneciente a la entonces distinguida y
linajuda familia de Lanzas con la que procreó varios hijos entre
los que se contaba doña María de Jesús, garrida doncella,
que a los 13 años de edad le fue dada en matrimonio y fundó
nuevo hogar.  Poco tiempo después del enlace de doña María
de Jesús con Marcos Lacayo, sujeto acomodado, pariente del
antiguo Gobernador de la provincia, don José Lacayo Briones
y que gozaba de alta posición social en Granada, arrebató la
muerte a don Gerardo Reyes. Su viuda doña Anastasia, quedó
dueña del gran capital testamentario; pero como tenía pasión
por el juego y entonces se jugaba en muchas de las casas
principales, (la pobre señora en poco tiempo mermó su capital
y quedó reducida a la pobreza). Don Marcos Lacayo, por medio
de su esposa, estuvo ayudando a remediar las necesidades de
aquel hogar miserable, aunque su generosidad no duró mucho,

-36-
Mis memorias de José Dolores Gámez

porque la muerte se interpuso llamándole a cuentas apenas


llevaba cuatro años de casado.  Doña María se quedó viuda en
plena adolescencia y aunque tuvo dos hijos de su matrimonio,
que murieron antes que el padre, y la sucesión intestada de éste
pasó a manos de sus parientes con exclusión de la cuota que
correspondía a la viuda según lo prevenían las leyes españolas.
Tuvo ella que regresar al hogar materno, en donde ya escaseaba
todo; pero mujer de temple varonil asumió la jefatura doméstica,
se procuró algún crédito con el comercio y puso una tienda de
mercancías y abarrotes al por menor, con la que logró mejorar la
situación económica de la familia y también sostener en León a
su hermano menor Isidro, que cursaba leyes en la Universidad.
Cerca de un año llevaba ya la joven viuda de tener a su cargo
el hogar materno y de luchar vanamente con doña Anastasia,
a la que ocasionaba demencia su terrible pasión por el juego,
cuando el hermano estudiante regresó de León a pasar sus
vacaciones, trayendo consigo un condiscípulo con quien había
estrechado relaciones de amistad en las aulas universitarias. 
Era el recién llegado a quien hospedaron un joven salvadoreño
perteneciente a distinguida familia de la ciudad de San Miguel,
acaudalado y de buena presencia, finos modales, conversación
amena y con fama de ser en León el más talentoso y aprovechado
pasante de jurisprudencia. Se llamaba Juan José Guzmán y
estaba comprometido por esponsales solemnes a casarse en
San Miguel tan luego terminase su carrera profesional. Doña
María de Jesús Reyes a quien familiarmente daban el nombre
de “chusita” pasaba en aquel entonces por la hembra más
guapa de la provincia nicaragüense, dándole realce a su belleza
la blancura de su tez, lo delicado de sus perfiles, el azul de sus
expresivos ojos, sus largas pestañas sombreadas por negras
cejas y, sobre todo, su larguísima y espesa cabellera de color
castaño, que le llegaba hasta los talones y con la cual se cubría
como con un manto, cuando la llevaba suelta. Sus formas
corporales habían tomado mayor desarrollo, y la turgencia del
seno y la amplitud de las caderas que daban testimonio de su
pasada vida de esposa y madre, no sólo no le afeaban, sino que
le daban mayor realce.

-37-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Lic. Juan José Guzmán


Presidente de El Salvador
(1842-1844)
Abuelo materno del Autor JDG
Don Juan José Guzmán se enamoró perdidamente de
doña María, desde que la trató; ella a pesar de ser mujer de
mucho juicio y discreción no pudo mostrarse indiferente al
requerimiento amoroso del joven Guzmán con quien arregló
enseguida su matrimonio sin tomar en cuenta los esponsales
celebrados en San Miguel que constituían un verdadero
obstáculo, un impedimento según las leyes y costumbres de la
colonia.  El novio, sin embargo, discutió el caso con su futuro
cuñado, y como ambos eran muy entendido en asuntos jurídicos
y conocían bien las instituciones canónicas, no encontraron
otra solución que la de celebrar un matrimonio clandestino,
prohibido por la iglesia, pero al mismo tiempo declarado válido
por ella en el Concilio de Trento. Ese matrimonio pues para el
cual bastaba una simple declaración verbal de los contrayentes
ante el párroco y dos testigos, da libertad del estado de gastos,
evitaba las informaciones y dificultades, y además anulaba “de
facto” los esponsales contraídos. Aceptado que fue por doña

-38-
Mis memorias de José Dolores Gámez

María el plan concebido por los estudiantes, se metió en la cama,


un día de tantos, fingiéndose enferma de gravedad, mientras
don Isidro llegaba con el cura al que fue a traer para que la
confesara.   Al entrar el párroco, acompañado de don Isidro y
de un amigo de éste, don Juan, que estaba oculto, se lanzó a la
puerta, le echó llave y poniéndose al lado de doña María, que
ya estaba de pie, repitieron a dúo las sacramentales palabras
del matrimonio clandestino, dándose las manos. El párroco
aterrado se llevó ambas manos a los oídos y corrió como un
loco por el dormitorio, gritando que no había escuchado nada;
mas como existían testigos presénciales y de nada le servía
aquella farsa, tuvo que darse por vencido para que le abriesen
la puerta, y regresó a su despacho hecho una furia. Desde allí
proveyó un auto, que hizo notificar a los nuevos cónyuges, en el
que les fulminaba sentencia de excomunión mayor por desacato
a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
Una excomunión en Nicaragua, en los tiempos del coloniaje
español, tenía tanta gravedad y resonancia como las que
tuvo en Europa en la edad media; era algo así como aquella
pena romana “del agua y del fuego”, que prohibía a todos
los ciudadanos dar al reo alimentos, socorro y auxilio alguno
pues a los excomulgados en la colonia nadie podía tampoco
proporcionarles techo, comida ni agua, ni hablarles, ni siquiera
mirarlos sin librarse del contagio.  Los malditos por la Iglesia se
veían condenados a morir como perros rabiosos, sus cadáveres
excluidos también del cementerio, se llevaban de arrastrada
al basurero, sin que fuese permitido sepultárseles. La Iglesia
mantenía entonces íntimo consorcio con la Santa Inquisición
y no podía ser menos severa que ésta. Después de resuelta
la pena de excomunión mayor,  se procedía a ejecutarla
publicándola en la misa mayor del inmediato día festivo o en
el que se señalaba al respecto con aparatoso ceremonial del
templo enlutado y cirios encendidos, próximos a una pileta de
agua bendita, en la cual se apagaban después entre cantos
y músicas del oficio de difuntos y al doblar de las campanas
diciendo al tiempo de sumergir las velas al agua: “así como se
apaga esta candela en el agua así se apague su alma en los
infiernos.” 

-39-
Mis memorias de José Dolores Gámez

No había pues que perder tiempo para librarse de aquella


espada de Damocles.  Don Juan salió a uña de caballo para
León a implorar gracias del Obispo quien se mostró indulgente
impulsado quizá por el vínculo de familia, sin que por eso
omitiese la severa reprimenda de palabra que recibió don Juan
de cuerpo presente ni la conmutación de la pena por un mes
de penitencia continua en los dinteles de la puerta mayor de
la Parroquia de Granada, arrodillados ambos cónyuges, con
grandes cirios encendidos en las manos durante la misa de las
10 de la mañana. Apresurándose mis abuelos a cumplir con
la nueva imposición, y una vez terminada, fueron devueltos a
la gracia eclesiástica con grandes contentos de la familia y de
sus amigos.  Pero el escándalo había sido grande y todos a
una pronosticaban el mal fin de aquel matrimonio, en atención
a que los contrayentes se “habían salado” con la censura
canónica, y esa “sal” no se quitaba con nada, según el sentir
general de aquella época de fe religiosa, y de santo temor a
Dios.  Don Juan José coronó más tarde, con lucidez su carrera
de abogado, y siguió viviendo en Granada al lado de su esposa
hasta cosa del año de 1828. De carácter impulsivo y ardiente
estuvo siempre metido en los movimientos revolucionarios de
nuestros primeros años de vida independiente, figurando entre
los criollos republicanos más exaltados de Granada.
En septiembre de 1821 fue proclamada en Guatemala
nuestra independencia de España.  Aquella proclamación que
realizaba el sueño del patriotismo centroamericano, fue también
hecha en Granada, jurándose con toda solemnidad el acta de
Guatemala, el 3 de octubre de 1821.  El Capitán General Gaínza
y la junta Consultiva, que desconfiaba de las autoridades de
León, crearon previamente la provincia de Granada agregando
los pueblos orientales de León y nombrando un Comandante
General y una Junta Directiva para la nueva provincia, cuyos
nombramientos fueron recibidos por el cabildo de la ciudad con
el mismo correo expreso que llevó los pliegos y acta referentes
a la proclamación de la independencia en la capital del reino.

-40-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El Coronel Don Crisanto Sacasa Comandante Local de


Granada fue ascendido a Intendente y Comandante General de
la nueva provincia, y fue también con ese carácter oficial que se
apresuró a cumplimentar las órdenes de Guatemala, haciendo
que se jurase en su jurisdicción el acta del 15 de Septiembre
próximo anterior, pero estaba todavía latente el recuerdo
del año de 1811 en que los llamados chapetones, apoyados
por el Gobernador y Obispo de León,  Fray Nicolás García
Jerez, sacrificaron injustamente  la flor y nata de los criollos
granadinos debidos a sus mezquinas rivalidades. Había hasta
odio por todo lo que pertenecía a España excepcionándose
de ese sentimiento la mayor parte de la nobleza local, eterna
cortesana de los españoles. Sin embargo, con la creación
de la nueva provincia que elevaba a Granada al mismo rango
político de León su eterno rival, y con la perspectiva del manejo
independiente de los intereses regionales, se uniformó la
opinión pública en favor del nuevo orden de cosas, proclamado
en Guatemala.  Todo habría marchado bien si las autoridades
de León no hubiesen intervenido enseguida, ordenando a las
de Granada que, con todos los pueblos de su jurisdicción,
hiciesen juramento solemne de reconocimiento y obediencia a
la provincia de León que acababa de declararse independiente
en absoluto de Guatemala para formar una entidad soberana. 
La mayor parte de los granadinos estaban decididos por
Guatemala, y era solamente el resto, formado de los antiguos
chapetones o europeos españoles, y sus cortesanos criollos del
año 1811 el que acogía gustoso la iniciativa de las autoridades
leonesas encabezada por el comandante español García Jerez;
pero Don Crisanto Sacasa y con él la Junta de Granada tenían
la discordia interior, porque estaban vivos los antiguos odios
entre chapetones y americanos y preveían consecuencias
desastrosas. 
El Coronel Sacasa pertenecía a la pretendida nobleza
granadina y había sido cortesano de los chapetones desde
1811, en que éstos inmolaron injustamente a los criollos más
distinguidos de la localidad en aras de sus odios y rencores,
por lo cual ni era bien visto por el pueblo, ni por los criollos
independientes.  Quedábanle es cierto, los europeos españoles

-41-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y los otros criollos con los cuales conspiraba; pero tampoco era
querido de ellos por su carácter preponderante y un tanto egoísta,
y también por cuestiones litigiosas, de intereses privados. Su
elevación a las alturas del poder político y mando militar de la
provincia mejoró mucho su situación y lo hizo abrazar con buena
fe y hasta ardor la causa de la independencia y ser enemigo de
la preponderancia política de León que ya le perjudicaba. 
“El Intendente de León Don Miguel González  Saravia
dice el historiador Marure, el obispo de la misma provincia
y el Coronel de milicias Don Joaquín Arrechavala (todos tres
españoles europeos y el primero altamente resentido contra
los independientes, a cuyas manos había perecido su padre) 
empleando el poder político y los recursos de la religión, habían
impedido que Nicaragua se pronunciase abiertamente por la
independencia absoluta; y en acta celebrada a principios de
octubre de 1821 el ayuntamiento y la diputación provincial
del mismo León, influidos por dichos europeos, se declararon
separados de Guatemala, expresando, “que pertenecían
independientes del gobierno español, hasta tanto que se
aclarasen los nublados del día y pudieran obrar con arreglo a
lo que exigen sus empeños religiosos y verdaderos intereses .
Posteriormente acordaron adherirse al «Plan de Iguala”
Sacasa contaba con el apoyo de Guatemala que, aunque
distante, infundía respeto a las autoridades de León. Éstas, sin
embargo, hacían públicamente preparativos de guerra para
lanzarse sobre Granada, por lo cual Sacasa concentró las
plazas veteranas del fijo que estaban en el fuerte de San Carlos
y de acuerdo con él ayuntamiento de la ciudad, envió a Masaya
155 plazas milicianas y 26 de la compañía de morenos con
sus respectivos oficiales, para que reunidas con las fuerzas de
guarnición existentes en dicha plaza y con otros cuerpos que
irían llegando,  establecieren un campamento de vanguardia
a las órdenes inmediatas del Ayudante Mayor y Comandante
interino de Masaya, a quien se dio instrucciones para contener
el avance de las tropas de León, que se decía estaban próximas
a llegar a Managua, y dar garantía a las propiedades vecinales.
Las disposiciones anteriores alarmaron tanto en León que, al

-42-
Mis memorias de José Dolores Gámez

a ser conocidas, su ayuntamiento se dirigió por escrito al de


Granada, en los primeros días de diciembre, suplicándoles
impedir que las tropas de Masaya hicieran movimiento alguno
de avance, y ofreciendo explicaciones para fecha próxima,
cuando llegase el correo de Guatemala con el que esperaban
cartas del capitán General Gaínza, que creían solucionaría las
dificultades pendientes.
En efecto se decía en León desde los primeros días de
noviembre que a Gaínza debía llegarle el correo mensual de
Oaxaca una carta de Iturbide, que decidiría la agregación del
antiguo reino de Guatemala al imperio mexicano, según lo
aseguraba don Francisco Quiñónez en carta privada al doctor
Molina, que se publicó últimamente.  Gaínza que se entendía
con Iturbide, primero por medio de don Mariano Aycinena y
después directamente había solicitado que le fuese enviada
una intimación capaz de precipitar la unión de Centroamérica al
imperio de México y la esperaba con impaciencia. El ofrecimiento
del Cabildo leonés tuvo efecto pocos días después a la llegada
del correo de Guatemala que llevó a León y a Granada la
anunciada comunicación de Iturbide, Presidente del Consejo
de la Regencia de México al Capitán General de Guatemala
en la cual exigió la agregación de las provincias del antiguo
reino de Guatemala al imperio mexicano.  Dicha comunicación,
aunque les llegaba en copia iba acompañada de otra circular
de Gaínza para todos los ayuntamientos, ordenándoles que
en cabildo abierto y a la mayor brevedad votasen si aceptaban
o no aquel paso que el mismo Gaínza les recomendaba con
calor. La agregación exigida por Iturbide sujeta a las bases del
Plan de Iguala y tratados de Córdoba traían consigo la adopción
del sistema monárquico, bello ensueño de los chapetones, de
los clérigos y por consiguiente de los nobles cortesanos.  Fue
pues, muy bien acogido en Granada por todos esos elementos
sociales y con particularidad por Sacasa que a la sombra
poderosa del imperio veía asegurada la existencia de la nueva
provincia granadina y su alta posición en ésta.

-43-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El 14 de diciembre de 1821 se celebró en Granada el Cabildo


abierto convocado para explorar la voluntad del pueblo en
conformidad con la comunicación del 19 de octubre anterior
dirigida por el Almirante y Generalísimo don Agustín Iturbide,
y resultó triunfante el pensamiento de la agregación a México
por medio del gobierno provincial de Guatemala. El 5 de
enero de 1822 la Junta Provisional Consultiva de Guatemala
celebró y luego publico el escrutinio general de los votos de
los ayuntamientos convocados para decidir de la agregación de
las provincias a México, que fue el siguiente:  23 se abstuvieron
de votar, diciendo que esa no era atribución municipal; 104
votaron por la agregación incondicional; 11 por la agregación
con condiciones; 33 que remitieron su voto a lo que resolviese
el gobierno de Guatemala, y el resto, compuesto de muchos
ayuntamientos, no tuvo tiempo para emitir su voto pues hasta
hubo varios de éstos que jamás recibieron la invitación de Gaínza.  
En consecuencia, declaraba la Junta que las provincias del
antiguo Reino de Guatemala, quedaban agregadas al imperio
Mexicano. Esa declaración disipó en León “los nublados del
día” y puso término a la tirantez de relaciones con Granada.
Tanto el Gobernador Saravia como el Obispo García Jerez no
estaban, sin embargo, contentos con la existencia de la nueva
provincia de Granada, que constituía una disgregación de la
de León, ni menos aún con que en ella mandase el Coronel
Sacasa al que ya consideraban como tránsfuga de las filas
que ellos acaudillaban.  Como mantenían correspondencia con
los nobles de Guatemala y con los hombres del gobierno de
México trabajaron activamente, hasta conseguir que Granada
volviese ser agregada a León.  En tal estado de cosas el
Generalísimo Iturbide escaló el trono imperial de México, en
febrero siguiente, tomando el nombre de Agustín I, y con ese
acontecimiento la situación de González Saravia y del obispo
mejoró notablemente.  Eso, no obstante, nada de importancia
pudieron lograr durante varios meses, debido a las dificultades
pendientes con la provincia de San Salvador, que se negaba a
reconocer al Imperio, oponiendo pretexto que eran verdaderas
dilatorias, pero que se veían apoyadas hasta cierto punto por
el congreso de México que recomendaba al Emperador se

-44-
Mis memorias de José Dolores Gámez

abstuviera de emplear la fuerza para reducirla. El 31 de


octubre de 1822 Agustín I por su soberana voluntad disolvió el
Congreso que lo había proclamado Emperador nombrando en
su lugar una Junta encargada del Poder Legislativo, Junta que
en rigor no era otra cosa que un grupo de cortesanos sumisos
a su voluntad omnipotente.  Sin la traba del Congreso para los
asuntos de la América Central, ordenó el Emperador al Capitán
General de Guatemala que atacase a San Salvador y la redujese
por la fuerza en caso de no rendirse incondicionalmente y de
no agregarse al Imperio. Luego, mal aconsejado por elemento
español-europeo, expidió el 4 de noviembre inmediato, un
decreto imperial en que dividía el antiguo Reino de Guatemala
en tres comandancias generales; Chiapas, Sacatepéquez y
Costa Rica; debiendo ser capital de la primera, Ciudad Real;
de la segunda la nueva Guatemala; y de la tercera, León de
Nicaragua.   En el mismo decreto se nombraba Comandante
General de Sacatepéquez al General Don Vicente Filísola y de
Costa Rica al General don Miguel González Saravia.
Aquel decreto fue conocido en Granada en el mes de diciembre
inmediato, con gran disgusto de Sacasa y de la mayor parte de
los granadinos, que no sólo veían obscurecido para siempre su
porvenir político, sino que volvían a quedar sujetos a las mismas
autoridades coloniales de León, de la cuales tenía entonces
Sacasa mucho que temer.  Además, según refiere el Dr. Pedro
Molina en su “MEMORIAS”, la tribulación del Coronel Sacasa
se aumentaba con la circunstancia de hallarse sentenciado a
reintegrar una gruesa suma, cuyo pago evadía al amparo de
su posición. Nada, sin embargo, se llevó a la práctica debido
a las dificultades pendientes en la provincia de San Salvador
que se negaba a reconocer la agregación a México, alegando
la ilegalidad de la forma y exigiendo que fuese la obra de un
Congreso General; por lo cual ordenó Iturbide que la redujesen
por la fuerza de las armas y que el Capitán General Filísola
dirigiera las operaciones de la guerra, como he dicho antes.
Existía en Granada un artillero bastante aventajado, hijo de la
que entonces llamaban plebe, mestizo y hombre atrevido, de gran
valor buen talento, aunque escaso de ilustración.  Llamábase

-45-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Cleto Ordóñez, y acaudillaba el barrio de los morenos de Santa


Lucía de Granada y era el hombre de la confianza del Coronel
Sacasa, que lo consideraba enteramente suyo, no obstante que
Ordóñez hacía gala de un republicanismo exagerado, Sacasa se
puso de acuerdo con Ordóñez para que éste asaltase las armas
de Granada y desconociese al Gobierno Imperial, manteniendo
la separación de Granada de la Comandancia de León, ya
que él, por honor militar no podía aparecer defeccionando
públicamente. Este convenio que da a conocer el carácter del
Coronel Sacasa nos lo ha conservado la tradición. Habla de
él su biógrafo don Jerónimo Pérez, de quien se decía ser hijo
clandestino del propio Sacasa.
El Dr. Pedro Molina, dice en sus “MEMORIAS”: “En breve
sucedió un acontecimiento bien aciago…  Desmoronábase
ya el Imperio mexicano, cuando el caballero de Granada
imaginó evadirse del pago de una gruesa suma, suscitando
una conmoción popular a efecto de que se persiguiese a su
acreedor.  Al efecto se confabuló con un hombre atrevido y de
talento que deseaba, por motivos más nobles, arrebatar su
patria al yugo imperial, para que se echase sobre el cuartel de la
guarnición, tomase las armas y se declarase contra el gobierno
imperial. Sucedió así, y los cabecillas de la conspiración lograron
sus fines, escondiéndose el primero y poniéndose al frente el
segundo. Este fue Cleto Ordóñez que de cabo de primero de
artillería pasó a ser Comandante de las Fuerzas Granadinas”. 
Conste que el prócer don Pedro Molina vivió algún tiempo en
Granada ejerciendo su profesión de médico a principios del
siglo pasado y fue muy amigo del Coronel Sacasa, su colega,
con el que se trataba hasta con familiaridad.
El 16 de enero de 1823 asaltó Cleto Ordóñez el cuartel de
Granada, cuya guarnición fue reducido previamente a sólo
15 hombres escogidos adrede, y después de apoderarse de
las armas, desconoció oficialmente a Iturbide y proclamó la
república. Tan luego como se supo en León el pronunciamiento
de Granada, dispuso el intendente Gózales Saravia, de acuerdo
con el obispo García Jerez, hacer marchar mil hombres, a
cuyo frente se puso él primero, con objeto de someter a los

-46-
Mis memorias de José Dolores Gámez

rebeldes granadinos. Ordóñez que apenas contaba con unos


pocos reclutas aumentó el número de éstos con levas de toda la
provincia, fortificó la plaza con barricadas, emplazó su artillería
en puntos dominantes, organizando activamente las tropas de
la defensa y puesto al frente de las operaciones, dio aliento y
valor a todos. No tardó González Saravia en presentarse en
Granada ocupando con su lucido ejercito al barrio de Jalteva,
que es la parte más elevada de la ciudad, desde donde rompió
sus fuegos sobre la plaza en la mañana del 13 de febrero de
1823, pero los sitiados hicieron buen uso de sus armas que le
obligaran a replegar a Masaya su cuartel general, después de
una corta refriega y con pocas pérdidas por ambas partes.   Entre
las del ejército invasor se contó la del Segundo Jefe Coronel
Ibáñez que era el verdadero caudillo militar de la expedición.
Había en Granada una tradición popular que todavía alcancé
yo, en la cual se atribuyó el éxito de la jornada del 13 de febrero,
a un pobre hijo de la plebe de Jalteva, llamado Julián Vejiga,
cuyo apelativo era un apodo o sobrenombre que le daban por su
enfermedad de hidropesía que lo mantenía hinchado de agua. 
En aquel tiempo, como es bien sabido, todos sin excepción
tenían algún apodo ridículo que sustituía a los apellidos.   En
Granada había un verdadero mosaico de tales apodos: “machos”,
“culebras”, “capanorias”, “secaplayas”, “tundicas”, “molinillos”,
“chicharras”, “huicos”, “culo viejo”, “millones”, “caballos blancos”,
“zorros”, “condesos”, “chelines” “iguanodones”,” macuquinos”
, “cuapes”, “chorejas”, “canchiches” “zancudos”, “chivos”,
“chanchequieros”, “yuyas”, “bailones” y no recordamos cuanto
más sobrenombre ofensivos que se usaban con preferencia al
verdadero nombre de la personas.
Julián Vejiga era un cazador que solía pasar por las noches
velando sobre las ramas de los árboles y los días durmiendo
en cualquier rincón público que más le acomodaba.  El 13 de
febrero había regresado del campo entre 5 y 6 de la mañana
y se había tendido a dormir sobre el suelo de un portal de la
placita de Jalteva, cuando fue despertado por el ruido atronador
del combate.  Imposibilitado de reconcentrarse en la plaza en
donde estaba el Jefe querido y sus amigos de causa, optó

-47-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Julián por ocultarse, parapetándose detrás del objeto más


próximo y desde su escondite hizo puntería con su fusil sobre
un bizarro oficial vestido de uniforme, con sombrero de pluma,
que se pavoneaba en la reserva del ejército invasor y que creyó
fuese Saravia.   Su tiro fue certero y el oficial cayó muerto
del caballo, produciendo su caída gran confusión en las filas
asaltantes.   Aquel oficial no era, sin embargo Saravia, sino el
segundo el Coronel Ibáñez, cuya falta resultó irreparable para
la dirección del ataque, que Saravia bastante inepto y con
la tropa desmoralizada no pudo llevar a efecto. Desde aquel
tiempo y como una remembranza del suceso, el bajo pueblo de
Granada cantaba en tono zumbón una canción mal hilvanada,
que concluía con este estribillo:

Y vino Julián Vejiga


Y mató un oficial

Estribillo que andando el tiempo, llegó a convertirse en refrán


popular de la localidad.
Los granadinos tuvieron varios heridos que fueron llevados
durante la acción a un hospital de sangre que se improvisó en una
casa esquinera de la Calle Atravesada de la Estación, conocida
antes por casa del General Corrales y más tarde con el nombre
del Hotel de la Gran Vía.  Ese hospital, que se hallaba en la
propia línea de defensa al norte de la plaza, fue asaltado por un
pelotón de soldados imperiales, que pasaron a cuchillo a todos
los heridos. Varios años después, visitando sus ruinas, podían
verse en algunos trozos ruinosos de paredes blanqueadas las
huellas de manos ensangrentadas que resistían al tiempo y la
inclemencia, como una protesta contra la barbarie de aquella
época.
Como he dicho antes, González Saravia se replegó a su
Cuartel General de Masaya y de allí solicitó auxilios del Capitán
General Filísola que acaba de entrar con su ejército triunfante a
San Salvador, para dar un nuevo ataque a la plaza de Granada. 
Por supuesto obtuvo la trascripción del decreto del 29 de

-48-
Mis memorias de José Dolores Gámez

marzo expedido por Filísola desde Guatemala en el que se


convocaba al Congreso Constituyente de que hablaba el acta de
independencia del 15 de septiembre de 1821, y se daba cuenta
de haber terminado el imperio mexicano.  Eso fue bastante para
producir la disolución del ejercito de Saravia, que quedó solo y
tuvo que retirarse a Guatemala, de donde se le llamó después
haber sido depuesto en León, durante su permanencia en
Masaya, y sustituido por una Junta Gubernativa que le prohibió
su regreso. A raíz de su triunfo Ordóñez se proclamó General
en Jefe del Ejército Protector y Libertador de Granada, y quedó
mandando como Comandante General de la Provincia, asociado
de don Juan Arguello, Jefe Político Revolucionario, al que
remplazaba algunas veces el Alcalde primero de la ciudad, que
era mi abuelo materno, el licenciado don Juan José Guzmán,
amigo y consejero íntimo de Ordóñez. Existía, además una
Junta Gubernativa, compuesta de personas honorables, tales
como los Presbíteros Don José Antonio Velasco y Don Bernabé
Montiel, Don F. Venancio Fernández y Don Nicolás de la Rocha,
Don José León Sandoval, tenido por el hombre más probo
de la provincia, se encargó de la administración económica
de las rentas y lo más distinguidos de los criollos rodearon a
Ordóñez con entusiasmo ferviente. El Coronel Sacasa que
había huido desde la noche del 16 de enero, regresó muy
tranquilo a Granada cuando estuvo bien despejada la situación;
pero Ordóñez ordenó su prisión, lo mantuvo con grillos y en la
cárcel de Granda y después lo remitió engrillado bajo custodia
al Fuerte de San Carlos.
Los conservadores de Nicaragua han execrado a Ordóñez
por la prisión del Coronel Sacasa, que se creía inmotivada y que
la tradición no explicaba satisfactoriamente.  Sin embargo, en el
archivo del Prócer Don Pedro Molina, que he tenido la ocasión
de leer, encontré documentos que dan bastante luz para poder
apreciar ese hecho.  Doña Paula Parodi de Sacasa, madre
del expresado Coronel, escribió al Doctor Molina, Miembro
entonces del Poder Ejecutivo Nacional en Guatemala, una carta,
fechada en Tolistiagua el 6 de junio de 1823, de la cual copió
los tres primeros párrafos: “Ya sabrá UD. Que nuestro Crisanto
se halla preso en un calabozo y privado de toda comunicación

-49-
Mis memorias de José Dolores Gámez

desde el 22 del último de abril por orden del general que está
en armas Don Cleto Ordóñez, que no ha quedado hacienda que
él mismo no nos haya embargado.  La causa de tan extraños
procedimientos no es otra según se dice públicamente, que al
haberse salido Crisanto de Granada la noche que tomaron el
cuartel en el próximo pasado enero y haber dado al Gobernador
Saravia, que se hallaba acantonado en Masaya, treinta hombres
de las milicias de Chontales, que había podido recoger y no le
era posible negar sin haberse expuesto a sufrir las mayores
violencias de un hombre que como UD. sabe, es enemigo
capital suyo, desde que Granada siguió a Guatemala y se
separó de León.” “El motivo porqué mi hijo salió de Granada
la noche que proclamó ésta su absoluta independencia, fue
porque consideró que en un lugar tan pequeño no era posible
que pudiese resistir el poder del resto de la provincia, que
como sucedió vendría inmediatamente contra ella, al mando de
Saravia y que mejor era esperar que la cosa viniera como la vez
de marras y no hacer un esfuerzo inútil, y que si Guatemala no
se hubiera movido, hubieran corridos arroyos de sangre, y la
última ruina de Granada como sucedió a San Salvador.” “En fin,
ya UD. sabe cuál ha sido y es la opinión de Crisanto, y no ignora
lo mucho que ha tenido que sufrir en su mismo país por ser
secretario de UD.  En esa virtud, y la de que estoy satisfecha
de su cariño, me tomo la libertad de incluirle esas dos memorias
que de prisa y con mil trabajos ha podido hacer mi nieto político,
para que me haga favor de presentar el que mejor le parezca.”
Después en otra carta de 7 de julio siguiente, fechada en
Managua decía la señora Parodi al Dr. Molina: “No crea UD.
que los padecimientos de mi hijo los han causado los cuarentas
hombres de tropa que a la fuerza le hizo dar a Saravia; vienen
sí de que don Juan Arguello, uno de los vocales de la Junta
Gubernativa de Granada, es su antiguo enemigo, por dos
pleitos que tiene con él , uno de la hacienda de San Pablo y
el otro de cierta herencia de las monjas Arguello, sobre que
podrá imponer a UD. Don Francisco O´Conor, y finalmente, los
ha causado el miedo y el terror que le tienen a mi hijo Ordóñez

-50-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y Rocha y la insaciable sed de devorarle su caudal; porque se


han figurado que sí a Crisanto se le pone en libertad, son ellos
perdidos inmediatamente porque se les opondrá a todos sus
desordenes.”
De esas cartas y de lo que dice el Doctor Molina en sus
“MEMORIAS” parece deducirse que el Coronel Sacasa,
cuando lanzó a Ordóñez a la toma del cuartel de Granada y el
pronunciamiento subsiguiente, esperaba la intervención súbita
de Saravia y con ésta la pérdida segura de los revolucionarios
entre quienes se contaba en primer término el caudillo Don
Juan Arguello su temible acreedor; Sacasa se escondió los 
primeros días para pasar ante las autoridades imperiales de
León como una víctima del movimiento revolucionario; pero que
tan luego como llegó el Intendente leonés con su lucido ejército
a acantonarse en Masaya, se apresuró a presentársele con un
auxilio de 40 reclutas que le llevo de Chontales.  Al ver frustrada
la intervención de Saravia, concluido el imperio y triunfante a
Ordóñez, el Coronel Sacasa volvió a Granada, lamentándose
de haberse visto obligado por Saravia a dar sus reclutas al
enemigo de su pueblo y muy confiado en la influencia que creía
tener aún sobre su antiguo artillero.
Don Crisanto Sacasa, no sé con cuanto fundamento era
mirado en Granada con mucha desconfianza.  Se le creía
quizá por la pasión con que se le apreciaba, hasta insincero
en los asuntos públicos en los que se decía no tener otro norte
que su personal conveniencia; y en cuanto a su vida privada
se le acusaba de muchas cosas. Además del litigio con los
Arguellos, a que se refiere la carta de la señora Parodi, tuvo
otros, y entre éstos, el muy célebre con los Zavala que no se
concluyó jamás y que todavía por los años 1870 y siguientes
se continuaba ventilando en los tribunales entre los nietos del
heredero y los del albacea. Sacasa estuvo mucho tiempo preso
en la fortaleza de San Carlos, de la que logró fugarse auxiliado
por el Comandante Militar y el Capellán de la misma, que le
facilitaron una embarcación en la cual atravesó el lago y fue a
desembarcar en las playas de Rivas. 

-51-
Mis memorias de José Dolores Gámez

De Ordóñez se ha escrito mucho en su contra por el Coronel


don Manuel Montúfar y por otros de los partidarios del Imperio
Mexicano en Centroamérica que le quisieron siempre mal. 
También la tradición conservadora de Nicaragua lo presenta
con sombríos  colores y habla de él como de un malhechor
impuro y sin ideales; pero la tradición liberal habla, por el
contrario, con entusiasmo en su favor, además le recuerda con
cariño y admiración y pregona su honradez notoria justificada
con la conocida pobreza en que vivió siempre, no obstante,
haber ocupado más tarde altos puestos militares en el Gobierno
Federal, y con su muerte ocurrida en San Salvador en un
lecho miserable, asistido por la caridad pública.  Su conducta
en Granada no pudo ser más correcta, pues rodeado de los
Sandovales, Guzmanes, Selvas, Bermúdez, Reyes, Castillo,
Álvarez, Rocha y otros tantos hombres honorables, procedió
siempre de acuerdo con éstos sin haber ejercido aquellos
actos de crueldad tan comunes en su tiempo, ni tenido otras
acusaciones que el embargo momentáneo de los bienes raíces
del coronel Sacasa, en consonancia con las prácticas españolas
o tal vez a solicitud del señor Arguello, y la confiscación del
cargamento de mercancías de la barca “Sinacan1”  que llegó
en aquellos días a San Juan del Norte, tomándolas como botín
enemigo por ser nave española y estar vigente la declaratoria
de guerra a España hecha por Iturbide cuando gobernaba a la
Nación la cual hizo a favor del fisco cuyos caudales administraba
Sandoval.  

1 Se cita la Barca “Sinacan” en una Revista Conservadora sin mencionar


número, fecha o página en el sitio Web: http://sajurin.enriquebolanos.org/vega/
docs/579.pdf y Cf: Chester Zelaya –NICARAGUA EN LA INDEPENDENCIA –
COLECCIÓN CULTURAL DE CENTROAMÉRICA. Edición de 1971, Editorial
Universitaria Centroamericana, EDUCA, Colección Rueda del Tiempo, San José,
Costa Rica; Páginas: 190 y 191 que dice, y cito: “Uno de los hechos que tuvo más
resonancia fue el apresamiento de la barca “Sinacán”, de propiedad española. Esta
barca fondeó en el puerto de San Juan del Norte y fue apresada por las tropas de
Ordóñez. Como pretexto se dijo que en ella venían cerca de mil armas destinadas al
Brigadier González Saravia, así como unos documentos en los que consta que éste
había vendido la provincia a España. Lo cierto es que esta barca venía cargada de
mercancías procedentes de Europa, propiedad de unos guatemaltecos. Todas estas
mercancías fueron decomisadas y se dice que vendidas en dos tiendas en la ciudad de
Granada”. Fin de cita.

-52-
Mis memorias de José Dolores Gámez

La siguiente carta del Doctor Molina, tantas veces


citadas, datada en Guatemala a 22 de Julio de 1823, y publicada
en la colección de documentos del Prócer pone de manifiesto
el alto concepto que él tenía del caudillo popular de Granada.
“Tengo el honor de ofrecer a UD., le decía, el cargo que la
nación ha puesto a mi cuidado. Soy, por nombramiento de la
Asamblea, uno de los miembros que componen el Supremo
Poder Ejecutivo y su actual Presidente.”  “Mis ardientes
deseos por el bien de la patria me inspiraron siempre el de
corresponderme con los hombres beneméritos que como UD.,
han trabajado por libertarla. El Gobierno necesita ideas puras
y francas, suministradas por los que ven y palpan de cerca
las necesidades de los pueblos; y que, por otra parte, tienen
bastante patriotismo para no intentar engañarlo guiados por su
propio interés y ambición.”
“Granada ha sido muchos años el lugar de mi residencia y, por
tanto, sin olvidarme jamás de la buena acogida que tuve en ella,
la amo y me intereso muy particularmente en su prosperidad. 
Créame UD., me hallo dispuesto a hacer en beneficios suyo,
cuanto dependa de mi actual influjo principalmente aquello en
que pueda afianzar su libertad.” “Siento entre tanto observar
la división entre las autoridades de Granada y León, y el
descontento de muchos vecinos.  Conozco a algunos de ellos
y sé muy bien cuales han sido sus siniestras opiniones; pero
creo ha llegado el tiempo de consolidar nuestra libertad por
medio de la unión, haciendo desaparecer las rivalidades de uno
u otro pueblo y alzando la mano a los castigos que merecen los
que han deseado la esclavitud de la Patria.   Usted sin duda,
Señor General; tendrá los mismos sentimientos que yo, y podrá
suministrarme ideas que conduzcan a este fin.   Suplico a UD.
me las suministre como buen patriota”. 
He referido el episodio histórico de Ordóñez y Sacasa para
hacer alguna luz en lo que respecta a esos bastidores hasta
hoy poco conocidos, y por la participación que en ellos tuvieron
mis dos abuelos; el materno Don Juan José Guzmán como
colaborador y consejero de Ordóñez contra la proclamación del
Imperio, el paterno Don Francisco Gámez, como libertador del

-53-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Coronel Sacasa, a quien ayudó a fugarse de la fortaleza de San


Carlos, de la que fue comandante militar.
El abuelo Guzmán, político y soñador, continuó tomando lugar
en todas las convulsiones siguientes de aquel terrible periodo
de revoluciones sangrientas, al lado siempre del bando que se
llamaba liberal de Nicaragua, hasta que vencido en 1828, huyó
para El Salvador y no regresó más. Allá continuó agitándose en
la vida pública y fue llevado, en 1842, al elevado puesto de Jefe
del Estado, de donde fue botado por el General don Francisco
Malespín, en 1844.  Después de esto se retiró a San Miguel a
su antiguo hogar de los primeros años y allí murió tres años
más tarde, lejos de su esposa y de su hija.
Reseñada a grandes rasgos mi rama materna, pasaremos a
la otra, paterna de la cual nada he referido aún.  El Capitán don
Francisco Gámez era el Comandante Militar de la fortaleza de
San Carlos, en la cabecera del río San Juan allá por los años de
1822 a 1823.  A él le fue remitido de Granada, como prisionero
muy recomendado, el Coronel don Crisanto Sacasa, a quien
Ordóñez envió preso y con grillos, después de su proclamación,
como jefe superior militar.  El Capitán Gámez fue muy pobre y
no tuvo nunca otra renta que su sueldo, con el cual se mantenía
él en unión de su esposa doña Margarita Torres y cuatro hijos
pequeños.  Sucedió para mayor abundamiento de dificultades de
su hogar que en los días en que custodiaba al Coronel Sacasa,
cayó enferma de gravedad doña Margarita, y temiéndose por
su vida, hubo que ocurrir a Sacasa que era médico. Este no
se hizo rogar mucho y con su pericia logró salvar a la enferma.
Aquel servicio médico, prestado con la mejor voluntad y sin
aceptar retribución dejó comprometida para siempre la gratitud
del Capitán Gámez, hombre de una hidalguía exagerada.  Bien
pronto le llegó la hora de comprobarla. Estaban de Capellán de
la Fortaleza de San Carlos, el Presbítero granadino don Miguel
Gutiérrez, partidario acérrimo del Coronel Sacasa, con quien
se puso pronto de acuerdo para hacer que se evadiese en una
embarcación, contratada para ese efecto. Se le dio parte al
Capitán Gámez, y éste no tuvo valor de oponerse, limitándose
a solo salvar las apariencias. Sacasa fue a desembarcar a

-54-
Mis memorias de José Dolores Gámez

las playas de Rivas en su hacienda de cacao Los Palmares


de donde se internó a caballo hasta Managua residencia
del cura Irigoyen caudillo de aquella localidad, con el que se
entendió inmediatamente para levantarse en armas e iniciar la
desastrosa guerra civil del año 1824, la más cruenta y terrible
que registran los anales de nuestra historia de los primeros días
de la independencia nacional y la cual concluyó con el sitio y
rendición de León, ocurrido unos días antes de la muerte del
infatigable Sacasa.
Ignoro si por su complicidad en la fuga del Coronel Sacasa o
por otro motivo fue separado de su puesto el Capitán Gámez.
Sólo sé que se vio obligado a trasladarse a Granada y que allí
fijó su residencia.  Al llegar se encontró con que el sable le
estorbaba por motivo de su edad, y tuvo que resignarse a colgarlo
y a buscarse la vida por otros medios que se le dificultaron más
cada día.  La pobreza invadió su hogar y entonces, imitando
a Job buscó preferentemente a Dios y se volvió parroquiano
de la iglesia en la que rezaba con fervor por la mañana, al
mediodía y por la tarde, tocando con su ascetismo exagerado
las cumbres del ridículo.  Sus compañeros de rezo le tomaron
el pelo inventándole que al rezar el rosario solía decir: “Dios
te salve María Santísima, hija de Dios Padre, madre de Dios
Hijo, esposa de Espíritu Santo, hermana de mi mujer, tía de
mis hijos, cuñada mía, etc.”  La esposa, como se comprende
pertenecía a una hermandad de la Virgen.   El anciano Don
Francisco animado por su fe religiosa cada día mayor daba a
Dios como a las beatas lo que el mundo despreciaba; aunque
sin remuneración porque la miseria fue creciendo hasta obligar
a doña Margarita, que era niña morena de pelo en pecho a
hacer frente a la situación económica, (dedicándose a oficios
muy humildes inclusive el de planchar ropa para poder subsistir
a las necesidades del hogar).
Dejamos a mi abuelo al que encontraremos adelante y
pasemos a otros asuntos.

-55-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo III

Mis padres

El primogénito de los hijos del Capitán Gámez, nació en


Granada a fines del año de 1814 y se le dio en la pila bautismal
el nombre de José Dolores Gámez. Llevó este nombre femenino
o más bien de gallo-gallina, porque desde su nacimiento
había sido ofrecido, según las practicas piadosas de aquellos
tiempos, a la Virgen de Dolores, bellísima imagen con cara y
mano de alabastro, de la Merced de Granada.   Se tenía fe
ciega en esa imagen que era para el pueblo granadino algo así
como la MADONA para los hijos de Nápoles.    De allí también
que el autor de estos “Recuerdos” cuando recién nacido fuera
llevado como una ofrenda a los pies de la misma imagen y
favorecido por igual motivo con su santo y femenino nombre,
previa promesa hecha por mi madre de vasallaje espiritual mío
y devoción constante a la que debía ser divina protectora de mi
existencia en este valle de lágrimas.

-56-
Mis memorias de José Dolores Gámez

 El culto católico en España y en todos los pueblos americanos


que le pertenecieron, es sustancialmente una grosera idolatría,
la misma idea pagana de la antigüedad con distinto nombre
solamente.  Se adora a las imágenes o esculturas, no por su
valor representativo, cual dizque2, sino por ellas mismas, por
lo que son en sí como materia de arte u objeto de particular
cariño; y es tanta mayor esa idolatría, cuanto que no obstante,
de que algunas veces representan las esculturas a un mismo
santo, valen en el sentido religioso más unas que otras y
tienen también distinto méritos divino, según su forma, tamaño, 
pulimento, pintura o cualquiera otra particularidad material. Así,
por ejemplo, un Cristo negro de Esquipulas es más milagroso
y merece más culto que otro que sea blanco o amarillo, aún
cuando se trate de Cristos de marfil u otro; un San Antonio
chico supera a otro que sea grande; y en cuanto a la Virgen
2 Cf: http://lema.rae.es/dpd/srv/search?id=XNEsnkflPD6mHoIPpv:
dizque En el español de amplias zonas de América sigue vigente el uso
de esta expresión, procedente de la amalgama de la forma apocopada
arcaica diz (‘dice’, tercera persona del singular de presente de indicativo del
verbo decir) y la conjunción que. Se usa normalmente como adverbio, con
el sentido de ‘al parecer o supuestamente’: «Eran protestantes dizque muy
civilizados» (Azuela Casa [Méx. 1983]); «El otro día se estaba rasgando
este maldito las vestiduras porque dizque unos sicarios habían matado a un
senador de la República» (Vallejo Virgen [Col. 1994]). También se emplea
como adjetivo invariable, antepuesto siempre al sustantivo, con el sentido
de ‘presunto o pretendido’: «Frente al prócer se alzaba en su desmesura
idiota el tren elevado, el dizque metro, inacabado» (Vallejo Virgen [Col.
1994]); «Mandonea fanfarrón el dizque actuario, ahuecando la voz para que
suene solemne» (Hayen Calle [Méx. 1993]). En la forma de este adverbio
ya se incluye la conjunción que, por lo que no es necesario repetirla, como
hacen algunos hablantes al interpretar erróneamente que dizque equivale
a dicen: «Al preguntarle un amigo [...] cómo estaba, dizque que le contestó:
“envejeciendo dulcemente”» (Tiempo[Col.] 1.7.98). Aunque aún se
documenta la grafía en dos palabras diz que, es siempre preferible la grafía
simple dizque. No se considera correcta la grafía disque, que traslada
a lo escrito la pronunciación seseante. En ciertas zonas de Venezuela se
usa coloquialmente la variante ique, y en el habla rural de México, con
el mismo sentido, se emplea la expresión quesque (amalgama de que
es que): «Ya sabía que ibas a venir, me lo dijo Pancho, quesque a buscar
trabajo» (Santander Corrido [Méx. 1982]).

-57-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de Dolores de la iglesia de la Merced de Granada, no hay para


que decirlo, porque es muy sabido de todo su pueblo, supera
como divinidad a las demás imágenes de la misma Virgen, que
veneran en las otras iglesias de la propia ciudad. Su clientela
ha sido por tanto, muy numerosa y en ella fui inscrito desde mi
nacimiento, llevando para mayor consuelo y aliento el nombre
que me dieron.
  Volviendo a José Dolores (primero de la serie), crecía y
se desarrollaba entre las dificultades penosísimas del hogar
paterno, en el que, a pesar de todo, se dispuso dedicarlo a las
letras, así que hubo terminado su aprendizaje de la escuela
pública, por ser el primogénito y el heredero del nombre y de
las obligaciones del Capitán Gámez. Catorce años contaba
José Dolores, cuando ingresó a la escuela de gramática latina,
primer peldaño obligatorio para toda carrera literaria.  Estudiaba
con tesón, lleno de ilusiones y animado del deseo de levantarse
en mejores condiciones; pero las circunstancias de su hogar
no mejoraban y vivía preocupado, pareciéndole indigna que un
joven vigoroso como él,  viviera a expensa de aquella pobre
madre que con tanta dificultad ganaba el sustento diario; y fijo
en esta idea, resolvió poner término  a semejante situación,
saliendo de Granada a correr por el mundo o a “rodar fortuna”,
como se decía en los cuentos infantiles que había leído.  Una
vez resuelto, abandonó los estudios y dio aviso a sus padres
de que marcharía a León a buscar trabajo honrado que le
permitiese subsistir por sí y aún remesarles algo para ayudarles
en sus necesidades. Vanos fueron los ruegos de aquellos
padres amorosos para detener al hijo predilecto: tenía éste un
temple acerado y no fue posible hacerlo desistir.
Con un pequeño lío a la espalda, que constituía su mísero
equipaje, el peregrino de la fortuna se presentó ante sus padres,
les pidió su bendición que recibió arrodillado, les besó la mano
abrazó efusivamente todos y enseguida, con el corazón oprimido
y los ojos anegados de lágrimas, tomó precipitadamente a pie
el camino para León, a Principios del año 1829. A fines de 1830
comenzó a recibir, el capitán Gámez, las primeras remesas de
dinero que le enviaba su hijo.  Cortas eran, en verdad, pero

-58-
Mis memorias de José Dolores Gámez

para aquel anciano tenían un valor inapreciable. Cinco años


después, en 1835, don Francisco Gámez bajaba a la tumba
en Granada, sin haber vuelto a ver al primogénito de su hogar. 
El descendiente de los orgullosos Gamas de Sevilla, moría en
la mayor pobreza, tal vez hasta careciendo de un ataúd que
encerrara sus despojos.   Las hadas del santísimo, a cuya
congregación pertenecía debieron conducirlo al cementerio y
dejarlo para siempre en la humilde fosa, que no fue señalada a
su descendencia por monumento ni piedra alguna, que facilitara
su reconocimiento.
 Por lo que hace a mi padre, a quien dejamos saliendo de su
hogar de Granada, cuando llegó a León frisaba en los quince
años de su edad; y ya pueden imaginarse los lectores, cuantos
sinsabores y amarguras tuvo que superar en los primeros días
aquel desheredado de la fortuna.   Por fin y al cabo de muchas
vueltas y revueltas, logró colocarse después de varios meses
de rodar como tipógrafo en la primera imprenta que llegó a León
en 1830[1], El joven Gámez aprendió pronto aquel arte y fue
uno de los primeros jefes impresores que tuvo el país. Ganaba
ocho pesos mensuales, suma exigua, pero que en aquel tiempo
y en sus condiciones le permitía vivir económicamente con la
mitad y enviar el resto a sus padres que bien lo necesitaban.
Pasaron cinco años de aquel relativo bienestar, que fue
interrumpido por la noticia del fallecimiento del anciano padre
en Granada; acontecimiento que lo constituía en jefe y cabeza,
de la familia Gámez al joven tipógrafo y que lo obligó a pensar
en la necesidad de levantarse algo más en el camino de su
existencia para poder llenar mejor sus nuevos deberes de padre
de familia con su madre y tres hermanos menores que residían
en el hogar paterno.
En la fecha que se verificaban los sucesos que voy refiriendo,
era la ciudad de San Miguel en el estado de El Salvador el
emporio del comercio Centroamericano.   A sus grandes y
famosas ferias concurrían ricos comerciantes hasta del Perú
y otros pueblos sudamericanos, y se hacían transacciones
por sumas fabulosas.  El año que producía en abundancia  El
Salvador, la grana, los artículos de lana y algodón y las demás

-59-
Mis memorias de José Dolores Gámez

manufacturas de Guatemala, los ganados, las bestias mulares


y los quesos de Nicaragua y Honduras, el oro y la plata en
barras de los minerales centroamericanos, los sombreros de
jipijapa, los mantos  de burato de la China; los artículos de lujo
y fantasía, las telas de uso y consumo importados de ultramar,
y por último, todos los productos naturales e industriales de los
pueblos inmediatos tenían por principal y preferente mercado
en Centroamérica a la opulenta ciudad de San Miguel, en donde
además existían grandes depósitos de mercaderías inglesas de
las que se proveía el comercio de los cinco estados hermanos.
La ciudad de San Miguel ha decaído mucho en los tiempos
modernos, en tal extremo, que en la hora presente no puede
dar una idea de lo que fuera su apogeo. San Miguel debió su
fundación al adelantado don Pedro de Alvarado, conquistador
de Guatemala, cuando este determinó extender sus dominios
a lo largo de la costa del sur de los países ocupados por él. 
Para éste efecto envió al Capitán Luís Moscoso, investido con
sus poderes, quien el año de 1530 puso los fundamentos de
la que llamó Villa de San Miguel de la Frontera en el centro
de la provincia indígena de Chaparrastique, que se extendía
desde la margen izquierda del río Lempa por el occidente,
hasta confinar con el Golfo de Fonseca hacía el este y por el
norte desde el territorio de las Higueras hasta el mar Pacifico.
Después, fue elevada por el gobierno colonial a la categoría de
ciudad, siendo entonces capital de las extensas provincias de su
nombre, que se gobernaban por un alcalde mayor dependiente
al principio del Capitán General de Guatemala, y después,
inmediatamente, de la Intendencia de San Salvador, en el año
de 1783. Proclamada la independencia de Centroamérica,
continuó siendo capital el gran departamento de San Miguel
y fue entonces cuando alcanzó mayor auge su comercio y
adquirieron mayor celebridad y opulencia sus ferias. La ciudad
de San Miguel tenía un atractivo poderoso para los jóvenes
aspirantes, abandonados de la fortuna, que la representaban
en la imaginación, cual una ciudad encantadora de los cuentos
árabes. 

-60-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El Joven Gámez decidió probar fortuna en ella, y con el


producto de las primeras economías que hizo después de la
muerte de su padre, se embarcó en el Realejo en un “bongo” y
se dirigió al puerto de la Unión desde donde se encaminó a San
Miguel, que dista 12 leguas las cuales recorrió probablemente a
pie. Existía en aquella ciudad un rico comerciante nicaragüense
el señor Marenco de Granada, el más rico emprendedor del
gran mercado migueleño dueño de importantes almacenes y
exportador en grande escala.  Llamábanle el “Ciego Marceno”
porque estaba privado de la vista, lo cual no le impedía manejar
por sí mismo y con mucho acierto sus negocios mercantiles. 
A su casa para la que llevaba buenas recomendaciones de
León, se presentó mi padre a solicitar trabajo y tuvo la buena
suerte de hallarlo. Poco tardó el nuevo dependiente en abrirse
campo en la casa donde servía: Su honradez, su actividad
en despejo y, sobre todo, la pericia que muy pronto adquirió
en la calificación de las calidades del añil y en la contabilidad
mercantil, lo elevaron a la categoría, de comprador de la
casa y agente vendedor de mercancías de la misma en los
pueblos republicanos de El Salvador y Honduras, que recorría
frecuentemente con una variada colección de muestras.  Su
sueldo aumentó progresivamente y pudo entonces hacer
mejores remesas a la anciana madre para la cual comenzó una
existencia nueva, llena de reposo y comodidades, pues la vida
en todo Centroamérica era tan barata que con un real diario se
alimentaba holgadamente una persona.
A San Miguel llegaron en aquellos días dos jóvenes
granadinos a los que mi padre ayudó a colocarse en la casa
del ciego Marceno. Eran estos Rosario Vivas y Leandro Zelaya,
(sujetos de humildísima alcurnia), que salieron a buscar en
otros lugares la fortuna que lograron alcanzar más tarde, siendo
después personajes de alta posición social en Nicaragua y
fundadores de familia distinguidas y hoy linajudas de la ciudad de
Granada. Vivas más despejado e instruido que su compañero.
(Principió como mozo de tienda y dependiente y vendedor al
menudeo), mientras Zelaya, (hijo clandestino del cura Irigoyen,
de Managua), se concertaba como arreador de las recuas de
mulas que la casa tenía en servicio activo entre San Miguel y los

-61-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Puertos de Omoa y Trujillo, por donde hacía sus importaciones


y exportaciones exteriores. Las recuas salían cargadas con
añiles y demás productos exportables y regresaban con los
cargamentos de mercancías que a dichos puertos llegaban
por las vías marítimas de Belice y Jamaica, estaciones de
tránsito del comercio europeo.  Vivas y Zelaya fueron siempre
leales amigos de mi padre y varias veces oí a aquellos tres
viejos, tutearse y rememorar episodios de su juventud en San
Miguel echando de menos las alegres impresiones de aquellos
días.   Entre éstas contaban el chasco que sufrieron una vez
en cierto baile de “tacón de hueso “que, en unión de otros
dependientes, costearon en uno de los barrios de la ciudad,
la noche del sábado en que principiaba la vacación semanal
del domingo. “Tacón de hueso” equivalía en el decir jocoso a
talón desnudo, pues se trataba de muchachas descalzas, de
las llamadas “mengalitas” a las que se convidaba y festejaba
con propósitos poco honestos.  Acostumbraban en tales bailes
preparar las bebidas por medio de un colega boticario, que
formaba parte de la alegre directiva, y él cual ponía opio en
unas botellas y cantáridas en otras para el servicio respectivos
de las viejas y las jóvenes de la concurrencia, sucediendo por
descuido, en aquella vez, que las botellas se cambiaron y que
las muchachas resultaron profundamente dormidas antes de
medianoche mientras las viejas excitadas hasta la locura los
hacían huir a todo escape.
Mi padre en su calidad de agente comprador y expendedor de
la casa Marenco, tenía caballeriza especial para el servicio de
buenas bestias de sillas en la que viajaba con frecuencia unas
veces a Trujillo al despacho y recibo de la carga de ultramar, y
otras a  la ciudad de San Vicente, centro mayor de producción
añilera En esta población conoció a una joven llamada
Enriqueta Hoyos y de sus amores con ella resultó un hijo en
1845 al que pusieron el nombre de Francisco, en reposición
de su abuelo el veterano español. No sé si por evitarse de
las responsabilidades que necesariamente le traía su conducta
con la señorita Hoyos, que estaba emparentada con personas
pudientes o por haber ocurrido en esos días la muerte de
doña Margarita Torres, Don José Dolores Gámez se trasladó

-62-
Mis memorias de José Dolores Gámez

a Granada, poseedor de un capital modesto producto de sus


economías y también de pequeñas transacciones mercantiles
que hacía por su cuenta y con permiso de la casa Marenco.
Ignoro los detalles concernientes al regreso de mi padre al seno
de su antiguo hogar, en el que solamente existían sus hermanos
Juan José y Nicanor y la que seguía a estos en edad, llamada
María Luciana, a quienes quería entrañablemente. 
Algunos días después se viajaban todos a El Salvador,
radicándose la familia en San Vicente con preferencia a San
Miguel cuyo mortífero clima gozaba entonces de temible
reputación. A fines de 1845 supongo que a raíz del suceso de
la señorita Hoyos, apareció mi padre en la sierra de Managua
ensayando un cultivo de café en su finca, según me han dicho,
es la misma que hoy se conoce con el nombre de Alemania la
cual fue ampliada y enriquecida con buenos edificios, en años
posteriores por la casa alemana Eizenstuck,  el padre Zelaya y
don José Dolores Gámez fueron los primeros plantadores en
haciendas, del precioso grano en Nicaragua. Mi padre regresó
nuevamente a El Salvador, dejando encomendada su finca
a no sé qué persona, y en San Vicente continuó negociando
como comprador y clasificador de tintas de añil por cuenta
propia y también por comisión de comercio de San Miguel. 
Sus Negocios marchaban muy bien; pero tuvo que volver a
Nicaragua a mediado del año de 1850 y llegó hasta Granada
en donde ya se le conocía ventajosamente de nombre y donde
también produjo impresión favorable por su buena presencia, su
trato afable y su vestir elegante. Hubo un baile de alta sociedad
al cual fue invitado, y allí conoció a mi madre, de la que se
enamoró perdidamente. 
La señora Leonor Guzmán había nacido en Granada en 1827,
un año antes de que su padre, el licenciado Guzmán, hubiera
regresado a El Salvador.   Su madre María Reyes, mujer de
talento y de alguna ilustración se dedicó a educarla con todo
esmero. Aquella niña, por otra parte, constituía en único amor
en su vida, pues de su esposo don Juan José Guzmán, no quería
ni recuerdos, sabiendo, como sabía que estaba en concubinato
en San Miguel con una barragana llamada Tula Méndez. Hay

-63-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que decir en honor a la verdad, que el licenciado Guzmán llamó


repetidas veces a su esposa para que fuese a reunírsele; pero
ella se negó siempre a complacerlo, enviándole repuestas
categóricas que no dejaban lugar a dudas.  Creía doña María,
y estaba resignada, de que se cumplían las maldiciones de la
iglesia por su matrimonio clandestino y, que por lo mismo, ya
no podría renacer jamás la felicidad perdida en aquel hogar
“salado”.   No era posible, pues ni pensar siquiera en el amado
de su corazón y, conforme con su mala suerte, vivía solamente
para su hija dechada de perfecciones, con la que logró
identificarse tanto, por el cariño que no podía separarla de su
lado. Conocida por Don Juan José Guzmán la firme resolución
de su esposa, le señaló una pensión alimenticia que tampoco le
fue aceptada.  Asignásele entonces, a su hija y aún cuando no
fue rechazada, exigió doña María que le fuese enviada a uno de
sus hermanos para que la recibiera como intermediario.
Mientras tanto, crecía la niña y toda la familia tomaba
empeño en que su educación fuese lo mejor posible, a fin de
cuando la viese su padre se sintiese envanecido con tener
tal hija. Doña María persona entendida en toda clase de
labores de mano, en escritura y en conocimientos de historia
y religión, fue la primera y más constante maestra de su hija;
pero cuando más tarde necesitó de mayor aprendizaje, pudo
conseguirle para profesor a don Alejandro Carrascosa, hijo
del ex fiscal español de la antigua provincia, y persona de
variada instrucción que enseñó a su joven discípula a hablar
bien el idioma francés, a escribir con corrección gramatical
en español, proporcionándole, además, nociones de historia,
geografía y dibujo. Pudo así mi madre adquirir un caudal de
ilustración superior, enteramente desconocido de la antigua
mujer nicaragüense y aún de muchos hombres titulados de
aquel tiempo de oscuridad en que se consideraba perjudicial
para la mujer hasta el enseñarle a escribir. Madrina de pila de
mi madre fue doña Carmen Chamorro, respetable dama que se
hallaba al frente de la familia del mismo apellido y que fue muy
apreciada por la sociedad granadina. Profesaba particular cariño
a su ahijada y la instruía y aconsejaba con solicitud de madre,
haciéndola pasar frecuentes temporadas en su casa, en la cual

-64-
Mis memorias de José Dolores Gámez

vivía don Pedro Joaquín Chamorro su hermano entonces muy


joven que acompañaba a mi madre en todas las ocasiones en
que iba y venía de un hogar a otro, y ese trato constante resultó
que el amor hiciese de las suyas, convirtiéndolos en novios con
agrado de ambas familias.
Corrían tranquilos y felices los días de la existencia para la joven
Guzmán, cuando ocurrió en su hogar un curioso caso de telepatía,
que la conturbó y entristeció por mucho tiempo.  Soñó, en la
madrugad del 19 de octubre de 1847 que se hallaba en presencia
de un cadáver, que se velaba entre cuatro cirios encendidos. 
Algo le decía en el sueño que aquel cadáver era su padre, no
obstante, no encontraba parecido con un retrato al óleo que de
él conservaba, pues no lo conocía personalmente, y en el cual
se destacaba la joven y arrogante figura del licenciado Guzmán,
adornada la cara con dos grandes y espesas patillas negras, que
faltaban al rostro demacrado del cadáver que contemplaba con
corazón oprimido.  Se despertó sobresaltada y anegada en llanto,
en momentos en que una luz que parecía animada, corría cual
un bólido por sobre las paredes del extenso y oscuro dormitorio,
deteniéndose momentáneamente con titilaciones, cada vez que
pasaba frente del lecho de doña María, como queriendo llamar
la atención. La hija se trasladó violentamente a la cama de su
madre, quien la encontró fría y muda de estupor, la estrechó
en sus brazos y le dijo con voz doliente y sollozante: “Mi padre
ha muerto; acabo de verlo velándose con un vestido de tela
amarillenta y con la cara demacrada y sin barbas, pareciéndose
a un anciano”. Doña María hizo esfuerzo sobre sí misma y
simulando una tranquilidad de la cual se hallaba distante, trató de
calmarla, haciéndole presente con voz reposada, que aquello no
era más que un simple sueño sin valor efectivo y que, aún cuando
quisiera concederle alguno, el cadáver que había visto no podía
ser el de su padre, porque éste tenía pasión y vanidad por sus
patillas, de la que jamás se había despojado, y en cuanto a la luz
que habían visto ambas y que había desaparecido ya, debía ser
efecto  de los faroles encendidos que acostumbraban llevar los
destazadores que pasaban todas las madrugadas para el rastro. 
La hija le objetaba que las patillas pudieron ser quitadas a su
padre después de muerto y que la luz no podía ser producida

-65-
Mis memorias de José Dolores Gámez

por el alumbrado de la calle, porque no se agitaba sobre la pared


que daba frente a ésta, sino en rededor del salón del dormitorio,
deteniéndose y titilando precisamente sobre la pared opuesta,
que daba espaldas a la calle. Pasaron así, en aquellas pláticas las
horas restantes de la madrugada, y al amanecer tomó doña María
la pluma y consignó por escrito la fecha de aquel extraordinario
suceso y todos los detalles del sueño de su hija
No habían, en 1847, telégrafos, ni vapores, ni ferrocarriles,
ni siguiera líneas de diligencias y las comunicaciones postales
de Centroamérica se hacían como en la época del coloniaje
español, por un correo a pie, que llegaba cada mes, recorriendo
el trayecto de Guatemala a Granada y tocando diferentes
poblaciones de importancia del tránsito hasta esta última,
desde donde regresaba, llevando las cartas, porque no se
había inventado aún las estampillas postales, una marquilla,
cuadriculada en negro con una inscripción en el centro que
indicaba el lugar de franqueo aunque sin expresar su valor
que era el de dos reales de plata (25 centavos). Llegó a
Granada al inmediato correo mensual de los estados vecinos,
llevando de San Miguel una carta en la que le participaba a
doña María el fallecimiento de su esposo, ocurrido en la noche
del 19 de Octubre de 1847. Única y Universal heredera suya
fue su hija Leonor, siendo la testamentaría bastante, llamadas
“Corlantique” y “Condadillo”, era una extensa casa en la ciudad
de San Miguel y en algunos otros valores efectivos y créditos
a cobrar. La viuda envió a un abogado que fuese con plenos
poderes a recibir la herencia, que se calculaba en cien mil pesos;
pero de éstos sólo entregaron tres mil pesos, única suma que
llegó a sus manos o que tuvo a bien darle el representante a
quien se hizo la entrega, después que realizó todo, hasta las
propiedades raíces sin tener facultades para ello. El abogado
llevó también encargo de averiguar todo lo concerniente a la
muerte del licenciado Guzmán y los detalles de cómo había
sido expuesto el cadáver antes de su enterramiento. Sus
informes coincidieron con el sueño de mi madre, agregando
que se buscó a un barbero para que le arreglase la barba y que
éste lo hizo sin dejarle las patillas ni pelo alguno en la cara.

-66-
Mis memorias de José Dolores Gámez

  Los amores de mi madre con el Señor Chamorro se


formalizaron con el tiempo y el matrimonio fue concertado para
verificarlos en uno de los meses del año 1849. Era el novio un
hombre hermoso físicamente considerado; de elevada estatura,
fisonomía simpática, ojos zarcos y tez blanca, ligeramente
rosada recordaba el esbelto tipo de los antiguos castellanos de
raza pura; aunque visto por el lado de su inteligencia, dejaba
mucho que desear sin que pudiese disimularlo con el brillo
de una ilustración de la cual también carecía. Dedicado a la
administración de las propiedades rurales que constituía el
patrimonio de su familia, su roce constante con los jornaleros
le habían quitado la corrección a su lenguaje en tal extremo
que era frecuente oírle decir “naide” por nadie, “ayó por mí,
“punche” por ponche, y otros barbarismos por el estilo, que
formaban notable contraste con su porte aseñorado y su buena
presencia. Eso, no obstante, no influía en nada para disminuir
el gran aprecio que mi madre hacia él, y poco faltaba ya para
que se cumpliera el plazo señalado, cuando el novio cometió
la calaverada de raptar en Nandaime a una joven de apellido
Guadamuz.  Al saberlo mi madre se llenó de indignación y
rompió su compromiso con el señor Chamorro, sin que valiesen
los ruegos del interesado, ni los empeños de los parientes y
amigos para hacerla desistir.  Su resolución fue inquebrantable
y la mantuvo con energía, llorando en silencio con amargura la
muerte de sus mejores ilusiones y de aquel primer amor que
siempre deploró.
Algunos meses después de aquel incidente llegó a Granda
mi padre y se enamoró perdidamente de mi madre. Esta no fue
indiferente a sus amorosos requerimientos, y despechada como
se hallaba, convino muy gustosa en un matrimonio para dentro
de breve plazo, a despecho de la oposición de doña María y de
toda la familia empeñada en reconciliarla con Chamorro. En la
madrugada del 19 de octubre de 1850 se celebró en la iglesia
de la Merced, de Granada, ante el altar de la famosa Virgen
de  Dolores, de la devoción de la familia, un triste y silencioso
desposorio, sin más concurrencia que la del párroco y testigos
probablemente también con la de algunos devotos, llegados
por casualidad, que bendijo el presbítero Don Miguel Gutiérrez

-67-
Mis memorias de José Dolores Gámez

conductor de la parroquia , el mismo que estando de capellán


en  la iglesia de San Carlos en 1824 facilitó la fuga al coronel
Sacasa. Aquel desposorio, celebrado justamente en el tercer
aniversario de la muerte del licenciado Guzmán, era el de mis
padres.
El 12 de Julio de 1851, a las 12 en punto de la noche, dio
a luz doña Leonor Guzmán el primer fruto de su matrimonio,
el que con su padre llevó el mismo nombre del autor de sus
días, siendo sus padrinos en la pila del bautismo, el bachiller
Don Nicanor Gámez, hermano menor de don José Dolores,
y doña María de Jesús Reyes, entonces reconciliada con su
hija y contentísima de ser abuela. El segundo fruto del mismo
matrimonio vino al mundo un año después, se llamó Lisandro y
murió de un año de edad.

-68-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo IV

El tiempo nuevo

Después de proclamada la Independencia Centroamericana


de la metrópoli española cayeron nuestros pueblos en un período
de anarquía sangrienta, cegados por efecto de la transición
brusca de un régimen opresor a otro de vida democrática en su
más libre forma que se prolongó hasta por los años de 1848 a
1849, en que hubo un ligero paréntesis de paz. En el entretanto
la sociedad nicaragüense permaneció estacionaria y con los
usos y costumbres de la vida colonial.
Las ciudades, aun las principales como León y Granada
conservaban su aspecto de villorrios de la edad patriarcal
y ese tinte medieval de la conquista española.  Sus grandes
edificios consistían en los templos y conventos que se hallaban
bien provistos en ambas poblaciones, aunque sin frailes los
últimos en virtud de lo dispuesto por las leyes federales que
prohibían en absoluto la existencia de las comunidades
religiosas en el territorio nacional. Dichos templos y conventos
eran edificaciones relativamente enormes con altas paredes
de calicanto, monumentales frontispicios que remataban con
perillas, algunas de éstas en forma de cántaro embrocado
y sin gusto artístico, sin sujeción de determinado estilo de
arquitectura.   Los demás edificios públicos, así como
los privados, guardaban tal uniformidad en sus formas y
estructuras, que conocido uno de ellos, podía decirse que
estaban ya conocidos también los otros.

-69-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Por los años de 1850, fecha donde arrancan estas Memorias


por haber sido aquella en que los autores de mis días se unieron
con estrecho lazo para formar mi hogar, las ciudades precitadas
de León y Granada daban la más alta nota social de cultura en
el entonces Estado de Nicaragua, sin que por ello formasen un
todo homogéneo, sino dos cabezas rivales, con pretensiones
cada una al dominio exclusivo del país que, dividido en dos
grandes porciones llamadas de Oriente y Occidente por su
posición astronómica. Vivían constantemente a la greña,
rebosando de rencor y saña y recordando con sus odios a
los güelfos y gibelinos de la antigua Italia.
Mis recuerdos primeros son los de Granada, que me sirvió de
cuna y en donde recibí mi educación y tuve las impresiones de
la infancia.  El centro de la ciudad estaba formado por grandes
casas en forma de cuadrilongos, con gruesas paredes de
adobes y cubiertas por tejas acanaladas de barro cocido.  Mr.
Paul Levy que escribió en 1873, cuando la edificación primitiva
no había variado aún, dice lo siguiente: “la cumbrera descansa
sobre las paredes de las extremidades, y como las paredes
divisorias no llegan a mucha altura se acaban de sostener por
medio de jambas y puntales; una solera espesa y ancha corona
las paredes. Sobre la cumbrera y la solera se colocan fuertes
cabríos (alfajillas), separados por media vara o más de intervalo,
y mantenidos por ensambladuras.  Sobre los cabríos se pone
paralelamente a la cumbrera una cubierta de grandes cañas
muy juntas, y amarradas de dos en dos, con un bejuco fino,
a otra caña colocada debajo y paralela a los cabríos; no hay
riostra ni carriola alguna, estando mantenido el empuje de las
paredes solamente por tirantes macizos, ensamblados con la
solera en cada extremidad.  Sobre las cañas se ponen las tejas.
“Las aperturas de las puertas y ventanas son anchas como
conviene en un país caliente; no son más que vanos, encima
de las cuales se coloca un atravesado espeso de madera, que
sostiene la pared de arriba y se llama en el país “umbral”. Nunca
las ventanas están guarnecidas con vidrieras...y por fuera
están siempre cerradas con una reja de hierro que avanza a
veces en forma de balcón”. Estas casas eran por supuesto, las
más lujosas y arrancaban del tiempo de la colonia, pudiéndose

-70-
Mis memorias de José Dolores Gámez

ver todavía algunas en León y otros pueblos centroamericanos


y con más especialidad en Cartagena de Indias donde existen
aún sin modificaciones.
Los tirantes y soleras de las casas principales de Granada
tenían doce pulgadas españolas en cuadro y los cuartones o
alfajillas cuatro pulgadas en cuadro, todo de madera de color
real que se conservaba durante siglos.  Las paredes de estas
casas se enchapaban con una mezcla de arena de la playa
y tierra suelta que se alisaba a punta de cuchara, y una
vez seca se blanqueaba con una lechada de cal que se le
aplicaba dos veces con una brocha gruesa. Las puertas eran
numerosas y para la mayor ventilación se mantenían abiertas,
así como las ventanas que eran otras tantas puertas por lo
regular a tres pies de altura del piso interior resguardadas con
rejas de madera, torneada y rara vez con varillas de hierro.  
Las ventanas de mejor gusto y más lujosas eran las voladas
o semicirculares que salían de la pared de la calle sobre lo
que debía ser acera, porque no siempre existían éstas y como
con tres cuartas de vuelo en la parte más ancha de su curva,
descansando sobre una base exterior de calicanto que tenía la
forma de una copa dividida perpendicularmente, por la parte
de afuera, y la de dos poyos en su interior que servían de
asientos. En algunas casas existían antiguas aceras elevadas
y estrechas, abrigadas por el alero, que descansaba en caños
de madera, que salían de las paredes, luciendo esculturas en
sus extremidades.  El piso de las habitaciones se elevaba con
terraplenes sobre el nivel de la calle, muchas veces a seis y
más pies y se subía por gradas hechas en la acera, sin duda
para prevenir una inundación de las fuertes corrientes que se
desprendían de las faldas montañosas al sur de la ciudad y que
los españoles desviaban por medio de cauces profundos, que
existen hasta el día con el nombre de “arroyos”. Cada gotera o
corriente del techo, como en el día aún caía aisladamente sobre
la vía pública, sin que hubiese canales ni tubos para conducir
el agua y saliendo la que caía en los patios por albañales que
la llevaban a la calle. Los edificios de que vengo hablando se
dividían en piezas o salones que medían de 8 a 10 y media más
varas castellanas de longitud por siete de ancho, y los cuales

-71-
Mis memorias de José Dolores Gámez

servían para salas y dormitorios, protegido por los corredores


que corrían a lo largo de las paredes y su rededor, formando
el cuadro del primer patio al estilo andaluz.  Los salones;
cuando eran muy extensos, que solían ser lo más frecuentes,
se dividían con tabiques de madera que subían hasta el tirante
del marco, bien cepillados y cubiertos sus juntares con reglas
molduradas, las cuales también se pintaban con cal disuelta o
mezclada con agua mucilaginosa. En las salas de recibo era
de rigor una repisa de madera a ocho pies de elevación, poco
más o menos, algunas veces doradas o pintada al óleo en la
que se colocaban las imágenes de los santos o esculturas de la
devoción de las familias, y aún cuadros de los mismos santos
estampados en colores previamente bendecidos por un cura
que sólo dispensaba ese favor a las imágenes de madera y a
las estampas y pinturas en colores.
Me figuro que, como Nicaragua era país de paludismo y
anemia los curas debían alejar toda idea de contagio en las
divinidades celestes, y de allí la exigencia de representarlas bien
coloradas, aunque no tanto como el diablo, la suprema divinidad
infernal, al que pintaban siempre en cueros, con cuernos y cola
de torete, alas de murciélago, nariz de judío, boca prominente
y que dejaba al descubierto formidables colmillos, cascos de
burro por pies, garras por manos y más rojo que un camarón
cocido. También los adornaban con barbas y muslos de macho
de cabrío, los cuales le daba aspecto más horrible y eficaz para
producir pánico en los fieles devotos, especialmente entre los
niños y las mujeres; y formaba contraste con la imagen del Niño
Dios de la Gloria, modelada por la del bello y mitológico Cupido,
aunque sin alas, ni llevando arco ni flechas, pero si, haciendo
como él, ostentación de desnudez, hasta en sus detalles viriles,
pintado por lo regular con un colorcito de fresa medio madura
que le daba más belleza objetiva.
Había en las buenas casas puertas de lujo formadas con
tableros y esculpidos caprichosamente.   En la obra “Nicaragua”
de Mr. Squier, escrita en 1849 se reproduce en lámina especial la
copia de una hoja de puerta esculpida en una casa de Granada,
que representa a un caballero español, acaso un conquistador,

-72-
Mis memorias de José Dolores Gámez

montado en su bridón de campaña y con una espada corta


en la mano, tal cual como las de un caballero de espadas del
naipe francés.  También las había de tablas lisas de cedro, con
vistosos clavos de cabeza circular, de una pulgada de diámetro
colocadas en líneas simétricas y a distancias unas de otros.
Estas puertas, de las que no hay actualmente, tenían en su
parte superior una ventanilla con reja de varillas de hierro, que
se abría por la noche para la ventilación de las habitaciones
cuando no había enfermos en éstas, porque entonces se
tapaban hasta las hendiduras por temor al tétanos que creían
llegaba a acometer con las corrientes del aire.
Los piso de las habitaciones y corredores se pavimentaban
con ladrillos de barro cocido, sin que los cubriera alfombra ni
estera alguna; y cuando había en las salas cielos rasos, que era
gran lujo, revestían las mismas formas que los tabiques, pues
se hacían con tabiques anchos clavados a los tirantes del marco
del artesón, se cubrían las junturas con reglas molduradas y se
pintaban con cal, salvo los cielos de las iglesias y de los grandes
edificios eclesiásticos, que ostentaban pinturas de aceite y
dorados. En las alcobas no había tocadores, ni espejos. Verse
con frecuencia en éstos constituía un pecado de vanidad, y
se hacía por la noche, la cosa tenía, además, sus bemoles,
pues se corría el riesgo de encontrarse “vis a vis” con el diablo,
mondando los dientes a espaldas del mirón, lo cual no era una
broma, porque aquello se creía como si fuese un artículo de fe
católica.
El mobiliario de un dormitorio decente se componía de uno
que otro armario barnizado a brocha o simplemente lustrado
con una resina vegetal que llegaba de Segovia y llamaban
“ago”, de algunas alacenas incrustadas en las paredes con
puertas rústicas de madera y un cerrojo de hierro, varios baúles
en sus banquillas respectivas  o en una banca común y algunas
camas, haciendo juego todo esto con una hamaca, mueble que
se colocaba  a la vez en todas las habitaciones sin exceptuar la
sala de recibo, en donde se ofrecía a las visitas como asiento
de honor. Las camas se componían invariablemente de un
cuero crudo, extendido por su revés y clavado sobre un marco

-73-
Mis memorias de José Dolores Gámez

cuadrilateral de madera, que descansaba sobre cuatro pies


elevados, a los que correspondía un pilarete, sosteniendo un
toldo de cortinas, por lo general de tela rameada de color, que
envolvían la cama entera, cruzándose por el frente y haciendo
veces de mosquitero. Este toldo conocido con el nombre de
pabellón, no era solamente un artículo de lujo sino también
de necesidad, pues daba protección contra los alacranes,
escolopendras, salamanquesas, culebras y otras sabandijas
que andaban en las cañas del techo y que, en sus movimientos
nocturnos, solían caer sobre las camas de los dormitorios. Las
cortinas delanteras de los pabellones se abrían durante el día,
suspendidas por garabatos de plata, que sujetos por anchas
cintas de seda con grandes lazos en las extremidades, pendía
del extremo superior del pilarete respectivo.  La cuestión del
cuero crudo de res para forro de la cama, era más bien una
preocupación legada por la sociedad colonial, basada en
consideraciones de higiene y en lo agradable que resultaba
la temperatura siempre fresca del forro de piel hasta en las
estaciones de mayor calor, temperatura que solía atenuarse con
el uso de vaquetas (piel curtidas), petates (esteras) o mantas
dobles para cubierta de forro. El catre de tijeras, o cama con
forro de lona, empezó a usarse en Nicaragua, después del año
1851 importado por los pasajeros americanos que pasaban en
tránsito de Nueva York a San Francisco y viceversa.
Completaban el ajuar de un “aposento” nombre del dormitorio,
un porrón de barro lleno de agua colocado en un plato sobre
una mesa que servía de peinador y de escritorio a la vez tapado
con su respectivo “guacal labrado” (media calabaza esculpida)
que hacía de único vaso para la bebida; uno o varios bacines
primitivos de madera sin pintar o de arcilla coloradas , tapados
con “guacales lisos “ o de orinar, (porque las bacinillas de china
eran muy raras y más aún las de plata, que sólo se usaban para
ser vistas, por los prelados y altos funcionarios coloniales que
ya no alcancé yo a ver); sin que hubiese tocadores ni lavatorios,
por ser desconocidos los unos y usarse los otros solamente
en los corredores en número de uno para toda la familia. El
tocado de las personas del bello sexo se reducía por lo general
a lavarse la cara y los brazos con agua fresca sin jabón y a

-74-
Mis memorias de José Dolores Gámez

peinarse con tuétanos de res cocidos y blanqueados al sol y


al sereno, haciéndose con el cabello dos trenzas que caían
sobre las espaldas o que llevaban recogidas sobre la nuca y
adornadas con vistosas flores naturales.
Como dije antes, las casas principales tenían corredores
espaciosos en su interior y alrededor de los patios.  En un
tramo de ellos se improvisaba el comedor sin paredes ni
telones, poniéndose una mesa con dos bancas laterales que
servían para sentarse y un sillón rústico con brazos y forrados
de cuero destinado para el jefe de la familia. La mesa se cubría
para el servicio diario con un mantel blanco de algodón, que
se cambiaba en los días de gala con otro bordado con hilos
de colores, fabricado en los telares del país.  No se usaban
flores ni adornos para el comedor, ni tampoco se hacía uso de
cubiertos, por ser poco conocidos antes de la fecha del tránsito
americano por nuestro suelo, sino de una cuchara, aunque
generalmente se comía con el auxilio de los dedos y se servían
las viandas en las cazuelas, tiznadas aún de hollín que llevaban
de la cocina, en lugar de fuentes de china para que conservaran
el calor. En algunas casas se conservaban restos de vajillas
de plata abolenga importada de España en el período colonial
consistente en platos, pocillos, cucharas, saleros, salvillas etc.,
toscamente fabricados al martillo y los cuales se sacaban a
relucir, bien limpios con arenilla, sal y ácido de limón en los
grandes días de fiesta para los hogares.
Los manjares que ordinariamente se tomaban en Granada
en la época de mi niñez, eran casi los mismos que se tomaban
en las demás ciudades de la antigua provincia y entonces
República de Nicaragua.  El almuerzo se servía de ocho a
nueve de la mañana y se componía de huevos, frijoles, hilachas
de carne fritas y sazonadas con tomates, algunas veces arroz y
chocolate sin leche, que se tomaba a sorbos con cada bocado
de la comida que se llevaba a la boca; la comida se tomaba
entre dos y tres de la tarde y constaba de sancocho, o sea
olla de carne cocida con verduras, arroz frito colorado con
achiote, algunas veces carne asada, un pocillo de caldo y un
postre cualquiera , seguido de un vaso de agua que se tomaba

-75-
Mis memorias de José Dolores Gámez

siempre al fin, haciendo enjuagatorios antes de levantarse de la


mesa. Después de esos dos tiempos venían otros adicionales:
el de la siesta, entre 4 y 5 de la tarde, consistente en una jícara
de “tibio” (chocolate sin dulce mezclado con pinole de maíz) 
que se tomaba en cualquier lugar donde uno estuviese, es
decir fuera de comedor con plátano maduro horneado y queso
o cuajada o bien solamente con marquesote vidriado, hojaldra
o cualquiera otra cosa de la repostería nacional; consistiendo
la cena después del toque de oraciones  (las 6 y media de la
tarde) en una jícara de chocolate dulce (tibio endulzado con una
tortilla de maíz y un trozo de queso , o bien con una “revuelta”(
tortilla de maíz amasada con queso molido) o con una “rellena”
(tortilla de maíz rellena de queso molido y tostada después al
fuego) y no faltaban personas viejas que en lugar de todo eso,
prefiriesen un “pan blanco” (pan de harina y huevo sin dulce),
revolcado en aceite de olivos y sazonados con sal.
Tales eran las comidas más usadas, pero se variaban o
intercalaban con otras que no eran de todos los días, tales
como el “agiaco”, el “pobre”, los nacatamales, el mondongo
en puchero , los jocotes machacados fritos y endulzados el
”picadillo”, llamado también “macho lerdo” o “indio cansado” en
otras poblaciones vecinas, los  guisos de vegetales con masa
de maíz y huevos, los chorizos fritos o revueltos con huevos,
los chicharrones (plato favorito del bajo pueblo), el arroz
con “chancho” (puerco) o con pollo, las sopas de frijoles, de
albóndigas, de rosquillas de masa y queso (plato de cuaresma),
las costillas de puerco fritas con plátano maduro, los pescados,
cangrejos, y tortugas del lago, las iguanas de la costa, guisada
con pinole blanco, la carne de venado asada al asador, los
patos, piches y sarcetas (aves del pantano llamado Charco de
Tisma), las cecinas de res (carne gorda secada al sol y salada)
que se cocía al vapor con plátanos, y otras viandas enteramente
regionales que conserva hasta la fecha la cocina nicaragüense.
El contacto de numerosos inmigrantes americanos, que pasaban
periódicamente por nuestro istmo, introdujo modificaciones en
las comidas.   En 1873, escribía Mr. Paul Levy, residente en
Granada, lo siguiente:

-76-
Mis memorias de José Dolores Gámez

“Los caracteres generales de la alimentación nicaragüense,


son: La sobriedad y la uniformidad; la cocina tiene por base
universal  la manteca de cerdo, y, en fin, salvo la gente más
pobre, se come generalmente sentado a una mesa cubierta de
un mantel, pero el uso de la servilleta es muy poco conocido.
Hay algunas irregularidades en el uso de la cuchara, el tenedor
y el cuchillo; sin embargo, sólo la gente muy común come con
las manos.  Un gran número de personas ha aprendido de los
americanos del Norte la costumbre de llevar los alimentos a
la boca con la punta del cuchillo.  Muchos comen sin beber y
sólo después de comida beben agua; otros beben chocolate o
café”. Los tiempos por lo regular están distribuidos como sigue;
de mañana el café o el chocolate; a las nueve el almuerzo; a
las tres o las cuatro la comida, y a las siete o las ocho la cena. 
Por café se entiende siempre café con leche, por chocolate
se entiende siempre una mezcla en proporciones variables
de cacao y maíz tostados. El cacao sin maíz se llama “puro”
el almuerzo comprende casi inevitablemente, huevos, carne
asada, frijoles y queso que se acompañan con café o chocolate.
Cualesquiera que sean los platos que se le añadan, el almuerzo
comprende siempre los que acabamos de mencionar, que son,
por decirlo así, fundamentales.   La comida comprende: una
sopa con arroz y carne cocida que ha servido para hacer el
caldo acompañada de las hortalizas del momento; después un
plato de carne compuesta o pescado o ave; una legumbre de
las que se han podido hallar y los postres.  El arroz aparece tan
obligatorio en la comida como los frijoles lo son en el almuerzo.
En la comida no se bebe más que agua, y esto casi siempre
al levantarse de la mesa. “Entre el almuerzo y la comida y por
consecuencia en el mayor calor del día casi todo el mundo toma
una bebida refrescante cualquiera o come algunas frutas, se
llama eso el “fresco”. La cena es muy frugal, se acompaña de
un chocolate o de un “tiste”. “El tiste” que pudiera llamarse la
bebida nacional de Nicaragua, es una mezcla de cacao y maíz,
tostada y molida y después batida en agua fría, con azúcar por
medio de un molinillo.  El cacao y el maíz se venden preparados
de antemano, en pequeños cilindros llamados “panecillos”. “El
pan de trigo se hace con harina importada y cuesta demasiado

-77-
Mis memorias de José Dolores Gámez

cara para que su uso sea bien general.   Además, la rutina hará
siempre que muchas personas prefieran la tortilla de maíz, y
aún no se puede negar que muchos serían incapaces de comer
sin ella.   Para preparar la tortilla se hace hervir el maíz con
ceniza o cal para ablandar la materia “cornea”, y después
se muele a la mano y lo más fino que se puede, sobre una
piedra grande y plana. Una vez que la masa se separa en
pequeñas bolas por la mujer encargado de esta fabricación,
aplasta entre sus manos, bordándolas cuidadosamente con
los dedos, hasta formar un disco delgado que se expone a un
fuego claro sobre una placa de barro llamada “comal”, donde se
cuece en algunos minutos.
“En varios puntos el pan de trigo está siempre azucarado
y considerado como pastelería; se llama entonces pan dulce
y se toma con el café o el chocolate. El pan propiamente
dicho, lleva el nombre extraño de “pan francés”, sólo se hacen
panes pequeños, en forma de bollos puntiagudos de ambas
extremidades. La tortilla no deja en muchos lugares de ser
considerada como un objeto de lujo y es reemplazada por el
verde o plátano verde cocido”. Las anteriores noticias de Mr.
Levy son rigurosamente exactas, pero concretadas a Granada,
que iba a la vanguardia del adelanto social en aquella fecha.
En León según me refería en la misma fecha el joven Horacio
Guzmán, que vivió en casa de don Juan Bautista Sacasa,
reputado entre los primeros de la alta sociedad leonesa, la
comida se servía amontonándole porciones de las diferentes
viandas a cada persona sobre la tortilla de maíz, como de una
cuarta de diámetro que se utilizaba también para plato. Hay sin
embargo, en el relato de Mr. Levy dos ligeras equivocaciones:
la primera es llamar “tiste” y bebida nacional de Nicaragua a la
mezcla de cacao y maíz tostados y molidos y después batidos
en agua azucarada, porque esa bebida la más usada en
Granada, lleva el nombre de “tiste de panecillo”, cuando se le
pone “panecillo” triturado y el de “tiste de pinolillo” o simplemente
pinolillo cuando se hace con harina o pinole de maíz tostado
molido y mezclado con cacao crudo, humedecidos con agua, la
cual se bate con azúcar como los otros tistes y forma espuma.
Se conoce también en Granada otra bebida de la familia de

-78-
Mis memorias de José Dolores Gámez

los tistes, muy colorada con “achiote”, compuesta como el


pinolillo, pero tan finamente molido como la harina de trigo y
hecha además con maíz morado muy suave y farináceo, que lo
distingue con el nombre de “pujagua” llevando por nombre dicha
bebida el de “tata-pinol”. La segunda equivocación, es decir que
en Granada llamaban puro al chocolate de cacao sin mezcla; la
llamaban y lo llaman aún “chocolate puro”, para distinguirlo del
otro mezclado.  Puro simplemente sin otro agregado, quiere
decir en toda la América española cigarro de hoja de tabaco.
Continuando con la descripción de las casas llamadas del
centro, tenían éstas por lo regular, dos patios, enclaustrado el
uno y el otro cercado con tapias de adobes.  En un extremo
esquinero de este último, había siempre un rincón cubierto con
un pequeño cercado de tablas o de cualquier otro material que
ocultase a la vista el encierro, del cual se servían para usos
personales muy privados y cuyo aseo dejaban a los cerdos y
aves de corral que tenían adrede. Los retretes no se usaban,
salvo raras excepciones. Los guacamayos, llamados “lapas”, los
loros y las aves canoras, ocupaban el lugar bajo los corredores
del primer patio, en que existía el jardín sembrado de flores
vistosas; pero sin que por eso faltasen los jazmines, los nardos a
los que daban el nombre de lirios, las rosas, las mosquetas y las
azucenas que eran de rigor. Los cerdos, los perros, los gatos,
la cabra de leche, las aves de corral y el caballo de silla, cuando
lo había, permanecían en el segundo patio o “trascorral”, en que
estaba también el pozo con su pileta respectiva.
No había cañerías, ni carros vendedores de agua; ésta se
extraía de algunos pozos que resultaban dulce (potables),
o se llevaba del lago en cántaros de barro que cargaban las
sirvientas sobre su cabeza y los mozos sobre el hombro; pero en
la estación lluviosa se recogían las aguas pluviales en grandes
cántaros que llamaban tinajones, en botijas, en damajuanas o
garrafones, en cajones o en pilas de piedra, según la comodidad
de cada uno de los que lo hacían.  El agua del lago además se
enferma periódicamente, no recuerdo en que mes, cubriéndose
de una capa de materia vegetal verde y roja que parece ser una
especie de hez pulverizada de la misma materia, aunque otros

-79-
Mis memorias de José Dolores Gámez

la suponen descomposición del agua; pero sea lo que fuere,


en esos días no puede tomarse de esa agua, y era entonces
cuando se concurría a los depósitos de agua de lluvia y a los
pozos de agua dulce que eran poquísimos.
El baño lo tomaban las señoras en un cuarto o pieza cualquiera
de la casa, colocándose sobre una batea circular de madera
y echándose el agua de un balde por medio de un “guacal”
ordinario que llamaban “guacal de mandar” para distinguirlo de
los otros.  También solían tomarlo en el lago una que otra vez,
yendo por la madrugada en grupo. En cuanto a los hombres,
montaban entre seis y siete de la mañana, bajaban a la playa
y se desvestían a la sombra de grandes árboles de espino
negro y de elequeme, que quedaban al frente del desagüe del
riachuelo de “Sacuanatoya” en el bajadero de la calle real, que
llamaban entonces de la Loma del Mico, pasando enseguida a
meterse al lago completamente desnudos y llevando del diestro
su caballo que bañaban también con amoroso cuidado. Los
hombres solían peinarse con algún aceite perfumado con rosa,
bergamota o canela, afeitarse la barba cada domingo y cortarse
el pelo cada tres semanas; pero todo eso, así como el baño,
si no había catarro, porque con éste ni cortarse las uñas era
permitido.  Cuando alguno excepcionalmente aseado quería
lavarse estando acatarrado, era llamado al orden con aquello:
“vale más tierra en cuerpo que cuerpo en tierra”, que era como
una especie de regla para bien vivir.

-80-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo V

Continuación del tiempo viejo

Volviendo a las casas principales de Granada, éstas terminan


su salas de recibo, tales como dije en el capítulo anterior;
pero fueron así antes de la fecha en que comenzó el tránsito
interoceánico por Nicaragua pues las posteriores que alcancé
yo, no tenían ya la tradicional repisa de santos, que pude conocer
todavía en Masaya y en otras poblaciones de segundo orden,
aunque las de Granada se mantuvieron siempre con sus antiguas
paredes lisas y blancas de cal desde arriba hasta abajo, sin
cielo raso y con sus muebles rústicos de antaño, que consistían
en numerosos “taburetes” (sillas cuadradas, sin brazos y con
forro de suela), colocados a lo largo de las paredes, uno o dos
“butacas” de las señoras (banquillas forradas con tafilete rojo),
una mesa cuadrada en el extremo, o bien redonda en el centro,
una guarda brisa sobre ésta, un espejo mediano colgado de la
pared transversal, dos o cuatro estampas encuadradas, por lo
regular de santos formando juego con el espejo; una hamaca
de fibra torcida y un farol de vidrio, colgante de una viga central,
en que se colocaba la vela que alumbraba por la noche. Hasta
en 1858 se introdujeron silletas extranjeras con forro de junco
entretejido, siendo mí casa una de las primeras que pudo
lucirlas. El alumbrado con petróleo se introdujo hasta cinco o
seis años, después que las silletas, en quinqués y lamparitas
para salas; fue tomando rápido incremento, de tal modo, que en
1871 se hizo extensivo a las calles de la población por esfuerzos
e iniciativa de don Emilio Benard.

-81-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Las cocinas de las mismas casas principales ocupaban


piezas grandes del segundo patio, quedaban cerca del pozo
que proveía de “agua de mandar” o sea agua del servicio
doméstico, distinta del “agua de beber”, que se colocaba por
lo general a la derecha, se ponían los “tenamastes” o sean
piedras grandes colocadas en triangulo y con espacio suficiente
para poner entre ellas las rajas de leña con que se hacía el
fuego para cocinar. Sobre los “tenamastes” se calentaban los
cómales, las ollas y los demás trastos de cocina, casi todos de
barro, y como no había chimenea, el humo corría libremente en
todas direcciones, cubriendo de hollín las paredes, el techo y
hasta los corredores y cuartos inmediatos. Sobre el “cocinero”
existía a dos o tres varas de altura el “tabanco” o tapanco,
montado sobre horcones y cubierto con varillas que dejaban
pasar el humo, en el cual se guardaban los quesos y cuajadas,
la sal en cajones, la carne salda y hasta el maíz en mazorca
para librarlo de la polilla. El mueble principal de la cocina cerca
del “cocinero”, era el “molendero” o sea el banco de tablones,
o de varas gruesas en que se mantenía la piedra de moler
maíz, bien cocido y usado hasta hoy en Nicaragua, y en la cual
se trabajaban las tortillas que servían de pan para la comida,
y el pinol “(pinole) y pinolillo “para el “tiste” y el “tibio” de uso
constante. En el interior de la cocina, y con más frecuencia en
el corredor inmediato, estaba el “tinajero, banco movedizo de
madera labrada, algunas veces con cubierta y forrado con reglas
a derredor, en el cual se colocaban las tinajas de barro llenas de
“agua de beber” y tapadas con “guacales” blancos que servían
de vasos, teniendo un espaldar con estaquillas para colocar las
jícaras y los molinillos de la fabricación del “tiste”. La vasija de
la cocina se componía de un comal, algunas ollas, cazuelas y
jarrillas de barro, un jarro de hoja de lata para el agua cocida,
un caldero grande y otro pequeño de hierro colado, un asador
de hierro, algunos cucharones de jícaro (calabaza) un juego de
bateas ovaladas de madera de “pochote” o cedro espino”.
He hablado de las casas principales, que son las que pueden
dar una idea aproximada del estado de adelanto de la época
pasada. Las casas de los barrios, así como de las poblaciones
de segunda orden, diferían bastante de las que he descrito, pues

-82-
Mis memorias de José Dolores Gámez

se levantaban sobre horcones con paredes de cañizo embarrado


y con techos de tejas, trabajados con menos formalidad o bien
de palma o de paja sin piso de ladrillos y con diferentes arreglos
interiores, según la calidad de las personas, que la ocupaban.
Todo eso existe aún y no necesita ser recordado para conocerse.
El alumbrado de las casas se hacía con velas de sebo en las
salas y los aposentos, y con candiles de manteca de puerco
o de aceite de coyol en los corredores y cocinas. Se usaban
en ocasiones la vela de estearina, que llamaban “candela
de esperma”, para las recepciones y fiestas. Estas velas se
repartían también sin encenderse y eran obligatorios en los
entierros de las personas ricas, o acomodadas, y formaban el
aliciente de la concurrencia. Estuvieron en rigor hasta 1884, que
se suprimieron por primera vez en los funerales de mi abuela
doña María Reyes.
Las iglesias se alumbraban con cirios sobre los altares
y candiles en vasos de vidrios en pantallas colgantes de las
paredes sin perjuicio de la lámpara de aceite vegetal, del
Santísimo, que vivía constantemente encendida, y de los faroles
de vidrio que colgaban de las arcadas interiores del techo, y de
las arañas de hoja lata y espejitos, en forma de dos conos unidos
por sus bases respectivas, con fondo de telas de color y unas
cuantas palmatorias en rededor, que se usaban en los días de
las grandes solemnidades. Supongo, sin embargo, que antes
del incendio de Granada por los filibusteros de Walker, debió
haber habido también arañas de cristal venecianas, porque en
los escombros solían encontrarse después, algunos prismas de
distintas formas que denunciaban su origen. El alumbrado de
las calles se hacía por los vecinos a los que se obligaba poner
en sus puertas, desde las 7 a las 9 de la noche, un farolito
con una vela encendida, farolito que no siempre era de vidrio,
sino de pellejo de res, pegado sobre un cuadrilongo de reglas
de madera. El uso de cortinas en las iglesias y en las salas
de recibo, sólo existía cuando se trataba de recepciones o
solemnidades. En las iglesias se usaban damascos con grandes
fleco o tela remendadas y vistosas para los días de festividades
del culto, o paños neutros para los oficios fúnebres; y en las
salas particulares, cuando había bailes o grandes recepciones

-83-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y fiestas, se ponían también cortinas, por lo regular de gasa


blanca o limón cambray, orladas con encaje de algodón del
mismo color y atadas en su parte media con lazos de listón de
seda celeste o color rosa.
Los vestidos, tanto de hombres, como de mujeres, se
hacían siguiendo bastante lejos de las modas europeas,
con telas de algodón y algunas veces de lino, debido esto al
calor de la temperatura y también al menor precio a que se
conseguían. Los trajes de lana para hombres o de seda para
las señoras se reservaban para los grandes días y festividades.
Un vestido de paño o de casimir se guardaba cuidadosamente,
se usaban por varios años por su lado derecho, otros por el
revés; y cuando llegaba a su decrepitud, era cortado para los
muchachos, a quienes iba sirviendo a medida que crecían a
la altura del primero que lo heredaba. Otro tanto pasaba con
los trajes de seda y pañolones de burato de las señoras que
vivían sin modificarse nunca y servían a todas la descendencia
femenina y ramas colaterales, durante muchos años. En las
casas habían, además, un cuarto que llamaban de los baúles
o de la ropa lavada, en el cual se archivaban la ropa usada de
las mayores. Allí se proveían los menores de los elementos
para su vestido ordinario o sea de los días de trabajo. Los
camisones viejos de raso desteñidos y los demás rezagos de la
ropa blanca se transformaban en camisas; los calzones de dril o
de cotí se recortaban a la medida del heredero, si el crecimiento
era precoz, se le añadía lo necesario o se le adjudicaban al
hermano menor; adoptándose el mismo procedimiento respecto
a la chaqueta, cuyas botonaduras eran de hueso. Estas prendas
del vestido se llevaban a rejo pelado porque los calzoncillos
y las medias eran superfluidades, buenas solamente para las
personas de respeto. Las camisetas, que llamaban “camisolas”,
cuando eran para hombres, no se usaban de punto, por lo
general, sino de tela blanca de algodón o de manta lisa cruda,
y aun los calcetines eran sustituidos por algunas personas
por sacos de tela blanca que estaban sobre las piernas. Don
Salvador Sacasa, hijo del coronel Sacasa, al que conocí por el
año 1866, no usaba otras medias.

-84-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El calzado, generalmente usado era el conocido con el nombre


de “polainas”, para los hombres, y de zapato bajo para las
mujeres. Las polainas eran zapatos orejones, muy semejantes
al conocido zapato de campo de los labriegos americanos,
aunque menos gruesos y sin clavos en las suelas, pues se las
estaquillaba con ”espiches” (estanquillas) de madera de mangle.
La “capellada” (el forro superior) era de cuero “topetado”
negro o bien de color ruibarbo, hecho con piel de venado,
curtida con tanino, o de “cuero de lustre”, que era el mismo
cuero topetado envuelto por su parte lisa, pintado de negro y
lustrado con cera y tinta de añil, o bien, y éste era excepción, de
cuero de becerro inglés importados. Las “polainas” tenían dos
orejas semicirculares en sus extremidades, en cuyos ojetes se
pasaba una tira fina del mismo cuero del zapato, que hacía las
veces de un cordón, y con ella se amarraban sobre el empeine
del pie. Los clérigos usaban zapato bajo con hebilla, sobre
media negra alta hasta la rodilla que llevaban al descubierto
con los calzones arremangados. Los “gamonales” (señores
honorables), usaban botas comunes de becerro, con tacones
altos hasta de una pulgada a bajo de la rodilla, que llevaban
siempre bajo los calzones de dril militar (blanco de lino) que era
distintivos de las personas ricas. Los elegantes usaban botas
de charol con calzones de tafilete celeste o rojo. En cuanto a
las damas, su calzado era siempre bajo, a la altura del juanete;
de boca cuadrada, ribeteada con cinta, cocido y sin tacones, los
usaban de raso, bordados con seda de colores para el vestido
de gala, y de pana negra o de color terciopelo de algodón para
las demás ocasiones. Se usaba para andar en casa, y también
por las mujeres de la clase pobre, para la calle, zapatos de
“topetado”, de casimir y hasta driles. Los calzones de la gente
elegante llevaban siempre peales, o sea una fajita del mismo
género que los sujetaba al calzado, pasando por debajo de la
curva del pie. La moda en lo relativo a los calzones tardaba
muchos años y fluctuaba entre calzones apretados y calzones
flojos, llamados “rifles” los unos, y “suaves” los otros, y entre
calzones de mandiles y calzones de bragueta. Un anciano,
don Francisco Lacayo, alto y enjuto de cuerpo, que vivía en
la calle del Consulado, detrás de la iglesia de la Merced, era

-85-
Mis memorias de José Dolores Gámez

el campeón de los calzones rifles de mandil, que jamás dejó


de usar; y otro señor, viejo y robusto, a quien decían por mal
nombre “Fundica”, era el campeón de Xalteva el de los calzones
nuevos de bragueta. En lugar de levita o americana, se usaba
la antigua chaqueta corta, que imperó hasta 1851, en que hubo
inmigración extranjera.
En lo que respecta a los señores de la clase pudiente, usaban
éstos como traje de gala el “túnico “de seda (saya con corpiño
emballenado de la misma tela) sobre mucha ropa interior bien
planchada, se cubrían los hombros con el pañolón o mantón
de la China bordado en colores y los perfumes de moda eran
el patchoulí y las aguas de tocador. El sombrero lo usaban
las señoras solamente para montar a caballo pues para salir
a la calle se cubrían con un pañolón doblado diagonalmente
en dos mitades, echado sobre los hombros a modo de
manto, llevando la cabeza descubierta y adornada con flores
naturales. Solamente cuando entraban a la iglesia o durante
las procesiones y ceremonias religiosas se cubrían la cabeza
con el pañolón. Las demás mujeres usaban “rebozos” (chales)
de fábrica especial, manufacturados en los telares del país con
hilo de algodón, o con seda, o con hilo y seda mezclados, y se
vestían con una falda sin talle sobre las enaguas de tela blanca,
y una camisita escotada y muy corta de mangas, cuya tela
transparente dejaba adivinar, y a veces ver, todos los contornos
del busto. Las indias usaban una manta rayada, que envolvían
sobre las canillas, cruzándosela por la cintura, en lugar de saya,
y el “güipil” tradicional en vez de camisa, que se quitaban al
regresar de la calle, permaneciendo en la casa con el busto
enteramente desnudo. Los artesanos y los obreros andaban
descalzos, vestían calzones de dril de algodón y camisa
cerrada de zaraza o de indiana, sin chaqueta ni blusa encima.
Los calzoncillos anchos de manta cruda que llevaban arrollados
hasta cerca del tronco de los muslos, se cubrían la cabeza con
sombreros de palma de anchas alas y se calzaban con caites.
La fiesta más solemne, rumbosa y alegre, con la cual pasaban
soñando todo el año, hombres, mujeres y niños, era la de
Semana Santa, para la cual se compraban los vestidos nuevos

-86-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y se reservaban las preciosidades de la indumentaria abolenga.


La semana Santa principiaba en Granada, desde el Sábado
de Ramos, en que también comenzaba la vacación general de
escuelas y talleres y en cuya noche bajaban toda la población
a la playa a recrearse con la vista del lago, a gozar de la luna
y de las frescas brisas, a bailar con música, a jugar juegos de
prenda y sobre todo a comer frutas, que se vendían escogidas
y en abundancia, en montones escalonados a lo largo de la
costa. El Domingo de Ramos, lo mismo que sucede hogaño,
era llevada la imagen de Jesús al templo, con hábitos morados,
sombrero verde de teja, a horcajadas sobre una burra de orejas
doradas y rodeado del clero y del pueblo, todos con ramos, a
palmas tejidas, más o menos adornadas, a su encuentro iban
los munícipes de frac y chistera a entregarle las llaves de la
ciudad, incorporándose a la procesión hasta su entrada a la
iglesia de la Parroquia. Los días lunes, martes y miércoles,
aunque se celebraban con procesiones y oficios eclesiásticos,
no eran en rigor más que los preliminares de los dos grandes
días culminantes, jueves y viernes santos, en los que hasta
otra brisa parecía soplar, tal era el respecto, la grandeza y la
solemnidad de aquellos celestiales días, en que la sugestión
bíblica se hacía sentir y saturaba la atmósfera. En esos días
preliminares había en todos los hogares una buena provisión de
rosquillas de manteca (maíz cocido amasado con sal y manteca
y puesta al horno) y de “pinolillo”, con la cual se obsequiaba a los
visitantes y se regalaba a las familias. Desde el miércoles por
la tarde se apagaban los fuegos en las cocinas y se guardaban
comidas frías, sin nada de carne para la alimentación, durante
los grandes días, que eran de ayuno y paseo, y en los que se
prohibía toda ocupación, porque “estaba el Señor en el suelo”.
El jueves Santos era el día clásico para dejarse ver en las
calles, luciendo “estrenos”, visitar los monumentos, hacer las
estaciones, desde Xalteva hasta San Francisco, ver los huertos
y pasear con la luna la Procesión del Silencio.
Mi padre, cuando yo era niño todavía, se vestía de riguroso
paño negro desde muy temprano del Jueves Santos, con un
frac, bajo de talle, de solapas anchas y mangas estrechas;
chaleco de raso negro brillante con bordados palmeados de

-87-
Mis memorias de José Dolores Gámez

seda azul turquí; calzones “rifles” también negro; corbata


de medio pañuelo, de tafetán negro y botas de becerro muy
lustrosas, cubriéndole la cabeza una monumental chistera,
que supongo haya sido contemporánea a las gloriosas Cortes
de Cádiz de las que confisco Ordóñez en la barca “Sinacán”
Mi madre amanecía también de veintiún alfileres, luciendo su
gran traje de gró negro, bordados con realces de terciopelo,
adornados con nueve vuelitos de barbas deshilachadas, cerrado
y con un cuellecito de pequeñas cuentas blancas, tejido como
encaje, que le caía sobre el nacimiento de los hombros. Llevaba
mitones de punto negro, hasta medio brazo, que dejaban ver
los anillos de piedra preciosas que adornaban sus dedos, y
echada sobre los hombros una manteleta transparente de seda,
igualmente negra y rameada con aplicaciones de gró. Vestidos
así, mis padres, salían del brazo para la iglesia de la Merced,
que hacía de parroquia, desde el incendio de Granada, a oír los
divinos oficios y a comulgar mi madre solamente. Regresaban
a almorzar con comidas frías y sardinas en conserva y se
dedicaban después a recibir y atender a las numerosas visitas
que llegaban a ver pasar las estaciones, porque nuestra casa
quedaba en la Calle Real; y era entonces cuando salían a
relucir los platitos con “curbasá”, las blancas rosquillitas y las
aseadas jícaras de espumante “pinolillo” sin azúcar, que se
tomaba a sorbos con cada cucharada de mermelada. A las tres
de la tarde se celebraban los oficios del Lavatorio anunciado por
toques de matraca en lugar de campanas, porque era prohibido
que sonaran éstas antes del sábado, y a ellos concurrían, tanto
los magistrados y jueces, como los munícipes, los “gamonales”
y las damas del “centro” (alta sociedad), vestidos de ceremonia,
los militares de gran uniforme y el clero con sotana y manto de
seda, zapatos de charol, sombrero de teja del brazo izquierdo
“capocete” (solideo) en la cabeza; y un paragua de seda color
púrpura o rojo, o verde, en la diestra.
Terminado el Lavatorio, que correspondía hacerlo al
Gobernador Militar, auxiliado de otros dos altos funcionarios,
salían la concurrencia en cuerpo, presidida por el clero rezando
las estaciones por las calles del trayecto. De la iglesia de la
Merced tomaba el cortejo la Calle Real con rumbo al occidente

-88-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y entraba a la iglesia de Xalteva en donde se arrodillaban todos


durante algunos minutos. Salían después de regreso sobre la
misma calle, entraban de nuevo a la Merced, iban en seguida
a la Parroquia y después a San Francisco, lugar de la 5ta.
estación y término de todas las comidas y poco después se daba
principio, en traje menos riguroso a la visita de los monumentos
y de los huertos en todas las iglesias. Los primeros constaban
de una gradería semicircular de tablas pintadas, o forradas
con papel tapiz, que ocupaban todo el presbiterio y terminaba
con un tabernáculo debajo del cual se colocaba la urna en que
se depositaba el copón de las hostias consagradas, hasta el
Sábado de Gloria. Las gradas estaban cubiertas con macetas
de flores artificiales y con numerosos candiles de aceite en
copas de vidrio blancas y de color, que irradiaban matices de
luz. En cuanto a los huertos se formaban con cercados de
caña, forrados con hojas verdes y flores de corozo, a la entrada
de las naves laterales, entre los cuales y sobre un lecho de
frutas tropicales se colocaba una imagen de Jesús. Cuidaban
del huerto, para que no se robaran las frutas, los “mayordomos”
y sus dependientes, armados de “chipotes” que consistían en
una pelota de cera amarilla pegajosa, sujeta la extremidad, de
una cuerda que llevaban empuñada, y con la cual asestaban
golpes a la cabeza de los roba frutas, trayéndose mechones de
pelo, adheridos a la cera.
Era el Jueves Santos como dije antes, el día de los estrenos,
en el cual amanecía toda la población “nuevecita”, pues hasta
los más infelices lucían alguna prenda nueva del vestido, que
salían a ostentar por las calles y templos, desde la mañana,
hasta altas horas de la noche y aún de la madrugada inmediata,
en que entraba la Procesión del Silencio, o del Prendimiento,
que salía a las doce y en la sacaban la imagen del Nazareno,
vestida con alba túnica, maniatada y con los ojos vendados.
La procesión recorría lentamente la mayor parte de la ciudad,
al toque de un clarín que tocaba silencio en cada bocacalle,
seguido de un canto en voz de pregón, que entonaban los
músicos, en que anunciaban que Pilatos “mandaba azotar al
Inocente Cordero”. En el día siguiente continuaban luciendo los
estrenos. Desde temprano de la mañana la concurrencia era

-89-
Mis memorias de José Dolores Gámez

numerosa en los templos, presenciando los oficios del viernes


Santo. Después se hacía el rezo del Vía Sacra en el interior
del templo, se regresaba almorzar; y luego, a la 12, se asistía
a la procesión del Vía sacra, llamada también de los judíos.
Tornaba a salir la imagen del Nazareno, vestido con una túnica
morada galoneada de oro; la tradicional corona de espina en la
cabeza, la cruz sobre el hombro derecho y el rostro y las manos
convertidas en verdadero mosaico de rojo y azul, para representar
heridas y magulladuras fantásticas. Del cuello pendían dos
cuerdas que llevaban asidos los judíos en la procesión o sea
la turba de mocosos, vestidos extravagantemente, con los
pies descalzos, los calzones arremangados, la cara pintada
con achiote y hollín, y armados de lanzas y látigos. Los judíos
eran numerosos, corrían adelantándose y golpeando a los que
encontraban al paso, y volvían al lado de la imagen a insultarla
con vociferaciones groseras y a descargar golpes sobre ella, y
más especialmente, sobre un infeliz que llevaban maniatado y
vestido de Jesús, al cual escupíanle el rostro y maltrataban a
como se le ocurría. En cada estación o cruz, había un tablado al
descubierto en el que se representaba bastante, profanamente,
algún episodio de la pasión, que concluía con vociferaciones
contra Jesús Nazareno, gritos descompuestos y zurriagazos al
Cristo vivo.
Entre dos o tres de la tarde se concurría al templo a oír el
sermón de las Siete Palabras y a presenciar en seguida el
descendimiento de la cruz, o sea la quitada de la imagen del
Señor del Sepulcro, de la cruz en que se le colocaba en aquella
hora. Durante los oficios y ceremonias del culto en la iglesia,
tanto las damas como los caballeros, por empingorotados
que fuesen, no tenían más asiento que el suelo, en el cual
se hincaban y paraban los últimos, mientras las señoras se
hincaban y sentaban de plano, aunque haciéndolo algunas
sobre pequeños “petates” que tendían en el suelo para salvar
del polvo y manchas sus vestidos de lujo. La procesión del
Santo entierro se hacía dos veces en el mismo día: una por
la tarde, que salía de la iglesia a San Francisco, entre 4 y 5
entraba de regreso a las 8 de la noche, y otra que salía del
Calvario de Xalteva a las 9 de la noche, y entraba de regreso

-90-
Mis memorias de José Dolores Gámez

después de las 12 de la misma noche. A las dos procesiones


se asistían luciendo nuevos trajes, pero se exceptuaban los
“gamonales” y las grandes damas que llevaban siempre sus
trajes de ceremonia y luto del día anterior y se colocaban en
filas separadas ambos lados del sepulcro, llevando en la mano
“candelas de esperma”, o cirios los que se encendían hasta en
la procesión de la noche. Los caballeros tenían mucha honra
cargar sobre sus hombros las andas en que iba colocado el
Santo Sepulcro, de vidrios transparentes, con junturas doradas
y vistosas ramilletes de flores blancas artificiales. Para alcanzar
ese honor y ganar al mismo tiempo indulgencias se pagaba un
impuesto a favor de la iglesia, debiendo alternarse los cargadores
en cada cuadra o boca calle. La procesión de la tarde era sin
disputa la más solemne, la más lujosa y la más concurrida de
todas las conocidas, y cerraba su marcha un batallón cívico con
el pabellón enlutado, las caras destempladas y las armas a la
funerala. En la tarde del viernes se acostumbraba colgar de un
asta un muñeco vestido de clérigo, que representaba a Judas
ahorcado. Otras veces se le colgaba de la baranda de la torre.
Aquello era grotesco, pero alentaba la fe católica del pueblo,
soliendo antaño para mejor lograrlo, ponerse al pie de la horca
un papel con letreros “ad hoc”, de los que recuerdo todavía uno
que decía así:

Yo soy Judas Iscariote,


Aquel que a Cristo vendió
Cuantos de los que me miran
Serán más Judas que yo.

El sábado se cantaban “gloria” en la iglesia principal, o en


todas a la vez, y se anunciaba al pueblo por un repique general
de la campana, que era correspondido en todas las casas con
disparos de bombas, cohetes, triquitraques, etc. Encendíanse
entonces los hogares apagados desde el miércoles, se mataban
reses, cerdos y aves para el consumo y se entraba de nuevo a
la vida ordinaria, que se iniciaba con el “Testamento de Judas”

-91-
Mis memorias de José Dolores Gámez

pasquín muchas veces indecente en que se hacían legados


de especies desagradables a lo mejor de la sociedad. Los
“estrenos” continuaban hasta el domingo y se lucía en las dos
procesiones del Resucitado que salían, una por la mañana y
las cinco, y otra por la tarde a la misma hora. En la primera se
acostumbraba un acto infame, que fue abolido en 1863 por el
Presidente Guzmán. A la salida y entrada de la procesión, el
batallón que hacía los honores militares se arrodillaba, rindiendo
las armas con la cabeza descubierta, y luego tendían en el suelo
el pabellón nacional para que sobre él pasara pisoteándolo el
clérigo que llevaba la custodia. La Semana Santa, a pesar de su
aparato religioso, era más bien una festividad pagana de jolgorio
y ostentación social, y se observaba con frecuencia, que nueve
meses después de su fecha había un aumento de nacimientos
ilegítimos bastante notable, siendo muchos de estos producto
de diezmos y primicias que algunos eclesiásticos dicen solían
cobrarles a casadas y doncellas, respectivamente, decir que se
conforma con el hecho de que todos los clérigos de Granada
procreaban y mantenían en sus hogares a hijos espurios que
llevaban el apellido paterno y ocupaban lugar en la sociedad,
como si hubieran sido legítimos.
Ya que he hablado de fiestas religiosas, me referiré también a
otras, bastante solemne y alegres de celebración periódica, que
formaban el contento de la población y la llenaban de orgullo. Las
fiestas de Navidad ocupaban un lugar preferente entre las más
alegres y populares. Precedíanlas con los novenarios al Niño
que se rezaban en todas las casas en que había alguna imagen
de madera que lo representaba. Para esto se improvisaba un
altar en la sala de recibo, se invitaba a los vecinos y amigos
que ocupaban asiento en los escaños y “taburetes” que a modo
de lunetas, se colocaban de previo, y luego se daba principio a
la conocida y popular novena, escrita en décimas castellanas,
cada una de las cuales terminaba con este estribillo, que se
cantaba en coro por toda la concurrencia.

-92-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Ven dulce amado mío


No tardes en venir
“Nazca” nuestro Emmanuel
“Para con El vivir”

Al mismo tiempo que una muchedumbre de mocosos, que


recorría la población en grupos, invadiendo las casas de rezo,
hacía dúo con la algarada atronadora de pitos, cuernos y
conchas marinas, que tocaban a todo pulmón en honor al Santo
Niño. Concluido el rezo se repartían alfajores de pinoles con
miel gorda, vasos y aguas frescas, copitas de ponche de leche
y huevos, rajitas de caña dulce y golosinas. En la Noche Buena
había cena en todos los hogares, compuesta de “nacatamales”
y “sopa borracha”, la cual se tomaba después del repique de
las doce de la noche, que anunciaba el término de la vigilia del
día 24, en el que no se podía comer carne, y después también
de haberse oído “la misa del Gallo”, que se celebraba a las
once con el mismo ruido atronador de pitos, cuernos y conchas
del público devoto, que soplaba tanto más duro cuanta más fe
religiosa tenía. El “nacatamal” o sea “tamalnahualt” o tamal de
los nahuales, según Thomas Gage, era el mismo de nuestros
días; una empanada hecha con masa de maíz cocido, batido con
manteca de puerco, colorada con achiote y muy condimentada
a la que se le incorporaba arroz, trocitos de carne de puerco con
tocino, envolviéndose todo en paquetes de hojas de plátanos,
atado con fibras de las mismas, para ponerlos a cocer a fuego
vivo, durante seis horas. La sopa borracha se preparaba con
marquesotes con caldo de agua azucarada, mezclada con vino
dulce. En la Noche Buena había también “coloquio” o sea
sainete público con pastorela, en un tablado que se levantaba en
la plaza y sobre el cual se representaba desde los preliminares
del santo parto, hasta crucifixión de Cristo, la cual se verificaba
entre 4 y 5 de la madrugada. Durante el primer acto salía José
y María, tocando de puerta en puerta en solicitud de un lugar
para el nacimiento, hasta dar con el establo de Belén en el que
se acomodaba la Señora y nacía el Divino Niño. Aparecían

-93-
Mis memorias de José Dolores Gámez

enseguida los pastores, vestidos de Arlequines danzando a


diestra y siniestra y cantando en coro:

Venid pastores,
Vamos a Belén,
A ver a María y
Al Niño también

Después llegaban los reyes Magos, “los tres reyes de Oriente,


frío, mojado y caliente” (según gritaba el pueblo) y se iba
avanzando progresivamente en la representación de la vida de
Jesús, hasta llevarlo al Calvario y dejarlo en el suplicio, hora en
que caía el telón y el respetable público se retiraba bostezando.
En la Noche buena, además principiaban las “entregas” que
continuaban en las demás noches de pascuas. Consistían en
una procesión de carácter festivo de la imagen del Niño, a
la que iban a sacar de la iglesia, después de habérsele dicho
una misa especial, llevándola debajo del palio o simplemente
debajo de un paraguas a la casa del “nacimiento”, paseándola
por las calles con música, entre mechones y cirios encendidos,
juegos de pólvora y el indispensable acompañamiento de pitos
y sonajas hasta ser entregado por la madrina en manos de la
dueña del Niño, la que obsequiaba con dulces y refrescos y
muchas veces con una “chapandonga” (baile de confianza).
A las doce de la misma noche se abrían los “nacatamalitos”,
en las casas en donde los había. El nacimiento, según el
decir de un centroamericano, “no era un altar”, ni tampoco un
monumento, sino una obra de arte, sin rito, sin antecedentes
ni consecuentes”. Se colocaba en el centro o en uno de los
ángulos del salón, sobre un tablado, y tenía por fondo telas
engomadas y llenas de quiebres, cubiertas con arenillas negras
del lago y aserrines de color, semejando riscos y montañas en
cuyo centro y en una concha se colocaba al Niño entre San
José y la Virgen, el buey y la mula, que constituían la sagrada
familia, del recién nacido. En la cúspide de la montaña se veían
chozas rodeadas de indios, árboles y una vía sobre la cual se

-94-
Mis memorias de José Dolores Gámez

destacaban los Reyes Magos a caballo y seguidos de cielo


lucían un sol de papel dorado y la luna y las estrellas de papel
plateado, desprendiéndose de estas algunos hilos también
plateados que semejaban reflejos luminosos, entre los cuales
flotaba un ángel con una cinta en las manos, en la que se leía:
“Gloria in Excelsis Deo”. Sobre la mesa del escenario había un
mundo de muñecos, o figuras de toda clase, y con especialidad
de barro cocido, imitando estas últimas a los indios en el mercado
y a personas del vecindario, muchas veces caricaturándolas,
aunque todo ello entre paisajes distintos, bien a orillas de lagos
formados con vidrios de espejos, cubiertas sus orillas con
arena, bien entre calles interminables de espejos combinados,
bien a las sombras de portales, bien entre jardines o paseos o
presenciando juegos de gallos o circos de toros, o procesiones
religiosas. El nacimiento de mayor nombradía en mi mocedad
era el de los “YUYAS”, en la calle del Palenque, cuyas figuras,
hábilmente trabajadas en barro y pintadas lo suficiente en el
nacimiento terminaba el 6 de Enero, día en que se cerraban los
nacimientos y se abrían de nuevo las escuelas.
Otra fiesta de renombre era la del 8 de diciembre de la
Virgen de Concepción, patrona de Granada que duraba ocho
días. Tres días antes salía de casa de la mayordoma el “cartel”
o procesión carnavalesca de anuncio, con carretas alegóricas
de algún suceso público y seguido de una muchedumbre de
enmascarados de la plebe, vestidos ridículamente con harapos
de “gamonales” y grandes damas, a los que caricaturaban en
sus personas y costumbres, bailando al compás de una alegre
música de viento y golpes al tamborón, entre el constante
ruido de los cohetes y bombas y saludos por los gritos del
pueblo. El día 8 comenzaba la solemne función de iglesia
con su Majestad, patente, vísperas y visitas de altares por
la tarde y noche; solemnizadas estas últimas con repiques y
también con sartas de bombas, palmas de cohetes y disparos
de “cámaras” o sea morteros de hierro atascados con pólvora
y ripios de ladrillo, que sonaban con disparos de artillería. La
celebración del dogma de la Inmaculada Concepción se hizo
por primera vez en Centroamérica en 1855, época en que en
Nicaragua no había paz ni menos fiestas; pero la celebración

-95-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de la Virgen de Concepción, Patrona de Granada, se hacía en


esta ciudad desde los tiempos del coloniaje español. Refiere
la tradición que en aquella época de imágenes aparecidas,
bajadas del cielo, divisaron un día los frailes de San Francisco,
con el auxilio de un telescopio, un gran cajón de madera, que
bogaba sobre las olas del lago con rumbo a Granada y contra
viento y marea, indicando desde luego algún suceso milagroso.
Persuadidos de éstos los benditos padres se apresuraron a dar
parte al Muy Noble Ayuntamiento de la ciudad, y éste hizo salir
en el acto, varias embarcaciones que fueron hasta las isletas, a
cuya altura flotaba el gran cajón, y le dieron caza. Llevado que
fue al Cabildo, entonces en sesión permanente, fue abierto por
los mismos frailes en presencia de casi toda la población que
había concurrido, llevada por la curiosidad, y en su interior se
encontró otra caja de hoja de lata, dentro de la cual apareció
la bellísima imagen de la Virgen de Concepción que fue
llevada a la Parroquia, bendecida, colocada en el altar mayor
y declarada Santa Patrona de Granada. Después de algunos
años de haber sido declarado en dogma de la Inmaculada se
estableció en Granada, llevada de León la costumbre de “gritar
la Purísima”, que subsiste hasta el día, en la noche del 7. Ya
que hablo del dogma de la Inmaculada, debo hacer presente
que su invención no data del pontificado del papa Pío IX., según
asegura Guerrazi, autor italiano, la iglesia de Lyon instituyó ese
dogma en el año de 1184. San Bernardo envió una epístola,
amonestando severamente por esa novedad (epístola 174),
y el concilio de Oxford la condenó en 1222. Los dominicos
fueron partidarios de San Bernardo y contrarios a los frailes
franciscanos; pero Juan XII prohibió a los fieles, bajo pena de
excomunión, ocuparse en tales controversias.
Es más que probable que, no obstante, la prohibición papal
los frailes franciscanos de Granada persistieron en el tema de
la concepción sin mácula y de allí que antes de la declaración
del dogma de Pío IX establecieron la devoción de la Inmaculada
Concepción, haciendo Patrona de la ciudad a la imagen. La
procesión de la Virgen mencionada, salía en la tarde del día
8, en la cima de una elevada nube cónica, formado con tela
blanca engomada y cubierta con numerosas flores y adornos

-96-
Mis memorias de José Dolores Gámez

brillantes, la cual se montaba sobre el camastro de la carreta,


de la que tiraban los devotos y era paseada solamente por las
calles con sus correspondientes séquitos eclesiástico, musical
y militar. En ese día había recepciones en las casas de las
Conchas y Conchitas, a quienes se daban los días, llevándoles
algún regalo, acompañado con música y cohetes. Durante las
fiestas de Concepción y también durante las de la Virgen de la
Asunción, de Xalteva, el 15 de agosto, solía haber corridas de
toros en las plazas fronterizas de los respectivos templos.
El circo llamado “barrera” se improvisaba con una cerca de
taquezales “(estacones de varas gruesas), o “sañas bravas”
(bambúes), colocándolas horizontalmente hasta cierta altura.
En el centro de la plaza así cercada, se fijaba un horcón llamado
“bramadero” el cual se amarraba el toro para ser ensillado con
una albarda de “sabanero”, sobre la que se acomodaba el jinete
provisto de fuerte espuelas y con un buen látigo que aplicaba
incesantemente al cuerpo del toro, durante sus corcovos, hasta
hacerlo balar, desesperado y buscar alguna manera de romper
la barrera, momento que aprovechaba el jinete para apearse
fácilmente, asiéndose a ésta, si había tenido la felicidad de no
ser derribado. El juego de toros en Nicaragua, tanto antaño
como ogaño, poco ha tenido de sangriento y cruel, y ha sido
muy distinto del que se acostumbra en España. Se traían los
toros de las haciendas del llano de las de Chontales, escogidos
entre los menos mansos, y a las puertas de la ciudad les iba a
encontrar una cabalgata de jinetes con los caballos adornados
con flores y cintas en la cabeza y la cola respectivamente,
precedidos de la música y el tamborón y disparando cohetes
por todo el trayecto hasta llegar a la plaza siendo entonces
saludados por los repiques de las campanas que no faltaban en
ninguna fiesta y las ruidosas aclamaciones de la muchedumbre.
Aquello se llamaba el “tope” y formaba parte de la festividad
tan importante, como que no quedaba señor ni señorita
que no fuese o caballero en su “penco” a tomar lugar en el
“tope”. El toril estaba contiguo a la barrera y de esta pasaba
a la plaza, de uno en uno, para ser jugados al compás de un
alegre fandango música por el estilo con golpes del tamborón y
redobles de platillos. Las suertes se sacaban al toro después

-97-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de ser desensillados por sorteadores escogidos entre los


“sabaneros” o campesinos, que habían llegado con el ganado.
Se presentaban éstos vestidos en carácter, de cotón (jaquetilla)
de jerga rayada, calzones de cotí, calzas hasta medio muslo de
cuero de venado curtido, abrochadas con nudos que terminaban
en cordones de cuero de cuatro pulgadas o más que caían a
modo de flecos laterales, sombreros de palma de grandes alas
con barbiquejo negro, una “tajona” (fuete colgante del cinto y
una manta de color en el brazo o sobre el hombro derecho, con
la cual toreaban durante varios minutos. En seguida montaban
a caballo y, puya en mano, hacían de picadores por unos diez
minutos más, sin vendar las caballerías, que eran robustas y
fuertes. Y allí terminaban el juego, sin banderillas, garrochas,
espadas, muerte del toro, ni caballo destripados, siguiendo un
toro a otro hasta que el sol se ocultaba y la concurrencia se
despedía, dando gritos y silbidos en señal de contento.
En la época del coloniaje español, según refiere la tradición
local, se levantaban palcos y tablados paralelos a la “barrera”,
que eran ocupados exclusivamente por la nobleza de la
localidad, la cual cuando se retiraba, aventaba puñados de
moneditas de plebe, que se lanzaba a recogerlas, pelándolas y
arrebatándoselas. En la plaza, además, ocupaba lugar céntrico
“doña María de los Gatos” autómata vestido de mujer y con
plomo en los pies, o sea en su base, de tal modo colocado, que
haciéndole peso extraordinario los mantenía siempre parado.
El toro embestía a “doña María”, le hacía rodar por el suelo; pero
ella se levantaba rápidamente y quedaba de frente con su cara
de risas, burlándose del bicho, entre los aplausos y carcajadas
del público, que celebraba con entusiasmo el “heroísmo” de
la reina de la plaza. Entiendo que “doña María de los Gatos”
se despidió de Granada en 1821, pues de ella no quedaba
recuerdo en los tiempos que yo alcancé.
Celebrábanse también otras festividades alegres, tales como
las del Corpus, La de la Cruz, en que se bajaba a la playa y
había bailes al aire libre y al compás de animada música; la de
la Virgen de la Asunción de Xalteva, que duraba hasta quince
días y era sazonada con corridas de toros, bailes del “toro

-98-
Mis memorias de José Dolores Gámez

huaco” y de las “inditas”, coloquios etc. La del Rosario, en San


Francisco, que se prolongaba por ocho días, con exposición del
Santísimo, vísperas y visitas de altares en el interior del templo
y salida de “diablitos” y de inditas en ese día y en los domingos
siguientes del propio mes de San Juan y San Pedro en los días
respectivos, que eran muy rumbosas y tenían, además de la
función de iglesia y procesión de imágenes, “parejas” (carreras
de caballos) corridas de sortijas y de pato colgante, gallo
enterrado, baile de la “yegüita”, “palo lucio” (encebado) y otras
diversiones por ese estilo, muchas de las cuales corrían a cargo
de los Juanés, o Pedros, Pablos de la localidad, que celebraban
su día onomástico con ellas, en la calle o plaza, inmediata a sus
casas de habitaciones. Las carreras de caballos se verificaban
por los regular en la calle Atravesada, partiendo de la bocacalle
anterior de la del actual mercado y llegando hasta la casa
del General Corral, o sea la bocacalle del Hormiguero, a una
distancia de cuatrocientas varas castellanas. Los jóvenes de
la buena sociedad y algunos otros propietarios de bestias
caballares, reunidos en el punto de partida se desafiaban de dos
en dos para correr la distancia señalada, ganando quien llegase
primero. Era costumbre que los jinetes se echasen el brazo
y se lanzaran a la carrera agarrados uno a otro del cuello del
contrario, y así continuar hasta que separados por la distancia
se veían obligados a desasirse; sucediendo muchas veces que
no lo hicieran así y que el jinete de atrás arrastrase de espaldas
al de adelante, sacándolo por las ancas de su caballo, o el de
adelante hiciese igual cosa con el de atrás, sacándolo de la silla
por el cuello de su respectiva caballería. También sucedía a
veces que, por la precipitación de la salida de las parejas, éstas
chocasen con los que iban de regreso y hubiese con tal motivo
desgracia que lamentar.
El baile de las “yegüita” se componía de dos grupos de
gañanes, armados de garrotes con empuñaduras de espada,
que se arremetían con bríos, bailando al compás del pito
(caramillo) y el tamboril, hasta que llegaban a separarlos
la “yegüita”, repartiendo cabezadas y bailando a saltos. Era
esta una concha de bejucos gruesos forrada en tela; con un
pescuezo y cabeza de caballo de madera pintado, en uno de

-99-
Mis memorias de José Dolores Gámez

sus extremos, y la cual era llevada colgante de los hombros de


un hombre que ocupaba un hueco central de la concha a modo
de minotauro y la movía con las manos. El gallo enterrado
quedaba en media calle, sepultado vivo hasta el cuello, y tenía
que ser muerto a machetazos y por uno que salía desde mucha
distancia con los ojos vendados Si no acertaba y golpeaba con
el machete en otro lugar, se le separaba enseguida entre la
general rechifla y se vendaba a otro y otro, hasta que alguno
daba con el machete en la cabeza del gallo, siendo entonces
aplaudido y teniendo derecho al gallo. El pato colgante pendía
de una cuerda atravesada en la calle, a determinada altura, bien
amarrado de los pies, y había que arrancarle la cabeza a tirones
al pasar a todo escape y a carrera por debajo de él.
Los “los diablitos” correspondían solamente a los domingos
del mes de octubre y salían vestidos con calzones cortos y blusa
cerrada de “sándalo” (rasete de algodón) de colores chillantes,
ceñida la última con un cinturón y completando el traje una
cápita de la misma tela, encintada. Cada diablito llevaba un
sombrero de fieltro de señora, de grandes alas y cubierto de
plumas paradas, diversos colores, rasgueaba una guitarra y
danzaba a brincos moviendo, constantemente la cabeza para
que las plumas también bailasen. Salían enmascarados y en
pandilla, con un acompañamiento de orquesta, llevando cada
pandilla una guitarrilla y un “junco”, ambos vestidos con largas
batas de indiana, abiertas desde el cuello, camisa blanca y
calzones cortos de rasete de algodón. El uno rasgueaba una
guitarra, al mismo tiempo que corría para atrás taconeando
fuerte, manteniendo expedito el círculo de baile, mientras el otro
hacía dúo a la música, sobando el palillo encerado del “junco”
que dejaba oír un sonido parecido al del bajo, al mismo tiempo
con la mano izquierda daba golpes acompasados de sonaja
sobre el instrumento, consistía éste en una especie de atabal
de pellejo, estirado sobre la boca de una “nambira” grande (
calabaza voluminosa y redonda) en cuyo centro se mantenía
fijo un palito encerado y amarrado por su base, que se sobaba
con tres dedos húmedos para producir el sonido. El “junco”
es de origen andaluz pues lo he visto en la morisca Granada,
aunque con nombre distinto. Tanto el de la guitarrilla como el del

-100-
Mis memorias de José Dolores Gámez

“Junco”, iban con máscaras grotescas y llevaban en lugar de


sombreros con plumas, altas gorras de cartón, forrado a estilo
de polichinelas. Precedía a la pandilla de diablitos el “macho”
que era un hombre que cubría su cabeza hasta el cuello con una
mascaron de mulo y agitaba en su diestra una cadena larga que
pendía de su cintura y con la cual cuando corría, despejaba el
camino para los diablitos. Estos en su origen, que debe ser muy
remoto, pudieron tal vez representar algo así como trovadores
de la edad media; el junco y la guitarrilla, a dueñas, encargadas
de mantenerles expedito el círculo de baile y el “macho” a una
especie de centurión o soldado de caballería, que marchaba
en desabierto, abriendo brecha entre la muchedumbre que les
obstruía el paso. Las pandillas entraban a las casas principales
y las recorrían de una en una, bailando en los salones por
diez o quince minutos y pasando en seguida a los aposentos
en donde a puertas cerradas se quitaban las máscaras, para
hacerse reconocer de las familias y recibir en cambio vasos
de refrescos; siendo esto último el mayor atractivo para los
danzantes, jóvenes por lo regular de lo más apreciable.
El día de San Rafael (24 de octubre), salían exclusivamente
“diablitos chiquitos” o sean muchachos de diez a catorce años,
vestidos exactamente como los diablillos grandes. Las “inditas”
eran casi siempre pollitas escogidas en la clase media, vestidas
con trajes indígenas de gala y enmascaradas, que iban de
casa en casa como los diablitos, bailando acompasadamente
una especie de danza en círculo y cantando al mismo tiempo.
Salían el día de San Rafael y también cuando celebraban otros
santos y recibían dádivas en monedas de plata, que recogían
en un “guacal” labrado que llevaban sobre el brazo. Los bailes
de “toro huaco” de máscaras estrafalarias, se organizaban con
hombres de ínfima clase social, vestidos de harapos de etiqueta
de las clases elevadas, a la que caricaturaban saltando y
corriendo por las calles, seguidos de la música de viento y del
tamborón gritando chocarrerías y haciendo una algazara que se
aumentaba con el estallido de los cohetes y bombas, de rigor, en
toda fiesta. Otras veces salían con el “toro huaco”, gigantes y
enanos carnavalescos, tales como los tradicionales de España, y
entonces se daba el paseo el nombre de “baile de la Gigantona”

-101-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Todo granadino se creía obligado a concurrir cada año


a Masaya a solemnizar con su presencia la fiesta de San
Jerónimo el 30 de septiembre, salvo fuerza mayor o caso
fortuito. El movimiento comenzaba desde el día 29 a lomo
de caballerías en carretas o a pie, según las condiciones
económicas de los viajeros, siendo aquella fiesta una especie
de feria muy concurrida y animada. De ella trataré más tarde al
referir mis impresiones de Masaya. Había otra fiesta a la que
también concurría mucha gente de Granada, la de Candelaria
de Diriomo, en la que había toros, “chinamos”, inditas, diablitos,
chinegritos, juegos de gallos, “parejas”, coloquios y otras
diversiones de las que daré cuenta oportunamente al hablar de
Diriomo, donde viví algún tiempo. Como Diriomo se halla solo
a dos leguas de Granada, la traslación se hacía en una, en dos
o más horas, según se verificara, a caballo a pie o en carreta.
Había otra fiesta a la que también concurría mucha gente de
Granada, la de Candelaria de Diriomo en la que había toros,
“chinamos” inditas, diablitos, chinegritos, juegos de gallos,
“parejas”, coloquios, y otras diversiones de las que daré cuenta
oportunamente al hablar de Diriomo, donde viví algún tiempo.
El año se pasaba en continuas fiestas y como se explica bien en
un lugar en que no había teatros, clubs, jardines ni distracciones
profanas. Sus únicos teatros, pudiera decirse, por ampliación
que eran los ocho los templos que entonces había en Granada,
tenían naturalmente que ser concurridos, pues había en ellos
distracción honesta y se ganaba además la correspondiente
indulgencia religiosa.

-102-
Mis memorias de José Dolores Gámez

CapÍtulo VI

Siempre con el tiempo viejo

Las fiestas religiosas, como he dicho atrás, constituían las


diversiones de la sociedad abolenga; que vivían sedientos de
goces y recreos en aquella época de estacionarismos y ocio.
Sin vida intelectual, sin industrias ni comercio, los colonos tenían
por necesidad que convertir los templos en puntos de reunión
social, a los que se concurría, no tanto por ver imágenes,
altares y clérigos, como por contemplar personas y cosas de
más acá y la exhibición permanente de buenas mozas, de
lujosos trajes y valiosas joyas, que allí se llevaban para honra
de Dios y jolgorio de sus criaturas. Ese estado de cosas se
prolongó entre nosotros hasta muchos años después de
nuestra independencia de España; y en mis impresiones, aquí
consignadas, no obstante, de ser de ayer, puede observarse
bien los reflejos de aquel modo de vida que quizás mañana esté
olvidado.
Había, sin embargo, en Nicaragua, o mejor dicho en Granada,
lugar de mis referencias, de vez en cuando con motivos de
bodas o de celebración de días onomásticos, o del cumpleaños
de las personas, sus saraos rumbosos, o bailes de gran tono,
que ya era otro cantar distinto del de las iglesias y procesiones,
por lo menos en la forma. Los bailes de la alta sociedad se
daban en grandes salones, adornados con flores y guirnaldas
que perfumaban el ambiente y alegraban la vista, y con cortinas
blancas de linón en las puertas ventanas. Las flores se ponían

-103-
Mis memorias de José Dolores Gámez

en sartas pendientes del techo o formando ondulaciones a lo


largo de las paredes y las guirnaldas se sujetaban en estas por
medio de clavos, alternando con las pantallas del alumbrado.
Lucía en centro del entrepaño que se escogía para el efecto, un
espejo grande; y de las vigas, en cueras forradas con tiras de
color, pendían faroles de vidrio de forma octogonal, con velas
esteáricas, que eran entonces el alumbrado de más lujo y costo,
y el cual se completaban en la sala con otras velas también
esteáricas, en los candeleros de hoja de lata brillante que había
en las paredes. Los corredores o galerías interiores del primer
patio de la casa se decoraban con palmas de cocotero, tallos
de plátanos, rollos de “papaya” y ramos de mamey. Con las
primeras se formaban arcos entrelazados y cruzados en cada
tramo a modo de ojivas, y con los tallos y las ramas se cubría la
base de los pilares y el pie de las palmas que estaban fijas en la
pared opuesta, semejando una alameda fantástica, o la calle de
un bosque encantado, al que esmaltaban además las sartas y
guirnaldas de flores naturales y numerosas banderillas de papel
calado, de varios colores, entonces de muy bien tono.
Se bailaba sobre ladrillos in manteado, estera o alfombra, al
compás de una orquesta de violines, guitarras y violón, y se
tomaba, en lugar de licores, bebidas refrescantes de agua de
canela, chicha de jengibre, horchata de arroz y también ponche
de huevos y leche que hacía las veces del champán de nuestros
días. Licores no se permitía, salvo el rosoli o crema italiana poco
alcoholizada y vino de Málaga que se obsequiaban algunas
veces a las señoras. El uso de licores extranjeros nos llegó al
país con los inmigrantes y pasajeros del tránsito interoceánico en
1857; y aunque la fabricación expendio del aguardiente de caña
databa de fecha muy remota, en Nicaragua solamente entrar
ebrios al combate, uno que otro viejo decrépito al acostarse, y
los enfermos en aplicaciones externas.
La invitación para los bailes y reuniones era verbal. Una
sirvienta vestida con su mejor traje y olorosa a flores de seda,
de “sacuanjoche” o de jazmín con que perfumaba la ropa, iba
de casa en casa de los invitados dando el recado, que había
aprendido antes de memoria, poco más o menos en estos

-104-
Mis memorias de José Dolores Gámez

términos: “Dice mi amo, (mi ama o mis amos, según el caso)


que tenga su “mercé” muy buenos días y que como está; que
mañana los espera por la noche, a su “mercé” “las niñas”, sin
falta, porque va haber un sarao (si era un baile serio), o una
“chapandonguita” (si era de confianza); y que si puede prestar
su “mercé” sus escaños y “taburetes” y también floreros y faroles
para mandar por ellos”. Sucedía que nadie tenía más mobiliario
que el estrictamente necesario y de allí que para cada reunión
social se pidiese prestado a los vecinos cuando faltaba. Sobre
una larga mesa cubierta con manteles blancos se colocaban
las bebidas en una pieza inmediata a la del baile, depositadas
en botellas de vidrio tapadas con ramilletes de flores en lugar
de tapones, de las que se servía cada cual a su gusto. No se
acostumbraba cena; pero se repartían platitos con marañones y
“nancites” encurtidos en aguardiente endulzado, “sopa borracha”
y colaciones y golosinas. Como el pueblo se aglomeraba en
las puertas del edificio, se colocaban de previo gendarmes
armados de fusiles, que se solicitaban del comandante militar y
los cuales no dejaban pasar más que a los invitados. Los trajes
de las “niñas” (señoritas) medianamente escotadas, eran de
linón, muselina o gasa transparente labrada, que llevaban sobre
ropa interior blanca muy planchada y engomada. Llevaba por
toda joya un par de aretes en las orejas, un collar de cuentas
finas enchapadas, en dos hilos, una cadena y a veces pulseras,
todo de oro pálido, sino pedrería. Por guantes llevaban mitones
bordados en colores y se adornaban la cabeza con flores
naturales.
Las señoras y las niñas mayores (solteronas) iban con
traje oscuro, algo más llenas de alhajas y anillos se colocaban
en los asientos mejores situados en la sala, teniendo
estrechamente cerca de si a las “niñas” que vigilaban y celaban
extremadamente. Los niños (jóvenes) vestían levita negra de
variado corte, según la edad de la prenda, calzones del mismo
color o blanco, llevando por corbata un medio pañuelo de seda
cortado diagonalmente, doblado a lo largo y formando al frente
un enorme lazo que cubría el cuello de la camisa; no usaban
guantes y llevaban gruesas cadenas o leontinas de oro, que a
modo de dijes iban colgados del mismo reloj.

-105-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Los “tatas” (padres) los solterones, vestidos de igual


manera, formaban grupo separado en los corredores o bien
se aglomeraban en las puertas interiores a presenciar el baile
cuando tocaba la orquesta. A las siete de la noche comenzaban
a llegar los invitados. Si entre éstos iba alguna familia, se
componía por lo regular de padre, madre, hijos grandes y
chicos, sirvientas que conducían el farol para alumbrar en la
calle y la llave de la casa, que por sus dimensiones competían
ventajosamente con la de San Pedro. Las hembras ocupaban
los asientos de la sala a medida que iban llegando, después,
de entregar sus españoletas en mano de la señora de la casa
o de la recomendada de esta, y haber cambiado un abrazo
con todas y cada una de las que habían llegado antes. Los
varones, después de haber dado la mano a los demás varones
que se encontraban en la casa y de haber abrazado a las
dueñas de está, ponían sus sombreros encima de una mesa
destinada para ese servicio y permanecían de pie en los huecos
de las puertas, esperando los acordes de la música para buscar
pareja, porque no se conocía aún la costumbre de contraer
compromisos anticipados. Las sirvientas se acomodaban en
los rincones de los corredores formando un grupo especial.
Se bailaban cuadrillas, contradanzas, valses, fandangos.
Las cuadrillas eran las mismas del antiguo baile español
que se diferenciaba poco de las modernas; la contradanza
pertenecía también al viejo repertorio castellano, habiendo de
ella poco recuerdo, por lo que cederemos la palabra a un autor
contemporáneo, que la describe así: “El arreglo y disposición
de una contradanza exigía conocimientos estratégicos. Apenas
sonaba la orquesta se apresuraban los galanes a tomar su
pareja, situándola convenientemente, es decir próximos a
la “cabeza”, si eran duchos en la materia, o “hacía cola” si
eran chambones, pues se consideraban como falta grave
equivocarse al bailar contradanza. “En toda la extensión de la
sala formaban, de un lado, las señoras y del otro los hombres,
frente a su respectiva pareja. El que ponía la contradanza,
por lo general personas de respeto, daba a los danzantes las
órdenes, e instrucciones conducentes a la buena ejecución del
plan de operaciones y, al grito de una, empezaba el enredo del

-106-
Mis memorias de José Dolores Gámez

cual consistía en hacer y deshacer “cadenetas, o “espejos alas


arriba”, “alas abajo”, “molinetes”, etc., en una palabra, durante
dos o tres horas de tiempo se entretenían tejiendo la tela de
Penélope; el pináculo de la contradanza consistía en que en
cierto momento, los hombres de un lado y las señoras al frente,
se aproximaban entrelazados formando una gran ala al grito de
arriba. Esta clase de baile era muy socorrido porque lo mismo
que la “olla podrida” española, admitía en su seno toda clase
de comestibles, allí se desquitaban todos y todas del forzado
ayuno de baile, cuando éste provenía de pavorosa antigüedad
en la fe de bautismo. Los valses que se bailaban eran
acompañados y de “chases3” muy asentados, tal ¿----- ? baile
francés. Las parejas se tomaban de los dedos de las manos
por un lado y apenas tocándose el cuerpo por el otro (hombro
y talle respectivamente) y separados convenientemente el uno
de la otra, porque la honestidad alejaba hasta las apariencias
de cosas que fuera abrazo.
Después, o entre pieza y pieza de baile, venia los “solos” o
sean bailes por el estilo de fandangos y jarabes. El fandango,
muy conocido aún era saludos desde que los preludiaba
la orquesta con ruidoso palmoteo y alegres aclamaciones.
Durante se bailaba había interrupciones en que se callaba la
música momentáneamente, para que los danzantes “echasen
bombas” o sea coplas graciosas y ocurrentes, en las que lucían
su genio y su chispa a estilo andaluz. La dama con un brazo
en jarras, caídos el otro sosteniendo la falda rompía el baile
3 Nota: Chase: Esta palabra es inglesa, y uno de los significados
, el que mejor se adapta al texto es to try very hard to persuade someone
to have a relationship with you: Cuya traducción al español es: intentar
convencer a alguien de que tenga una relación con usted, o sencillamente en
el texto tratar de convencer a una damita …para bailar una pieza musical…
tal vez contradanze francesa (no se puede leer en el texto original) Cf:
https://es.wikipedia.org/wiki/Contradanza La contradanza (también llamada
contradanza criolla, danza, danza criolla o habanera) es la versión española
o hispanoamericana de la contredanse francesa… La palabra asentado es
representativo de una persona juiciosa, formal…Un hombre serio diríamos
actualmente en Nicaragua. Ver un baile de contradanse francesa en: https://
www.youtube.com/watch?v=bsjY9wdVk9s

-107-
Mis memorias de José Dolores Gámez

avanzando sonriente y magnifica y luego de detenía. El galán


se apartaba un poco y entonces empezaba los movimientos
vivos y agitados de la danza, que al decir de un escritor,
“parecía representar en pantomima la historia eterna de amor
con sus anhelos y esquiveces.” Principiaba el galán avanzando
hacia la dama, como para invitarla; ella cedía y se iba en pos;
continuaba él avanzando y zapateando y ella provocadora y
esquiva retrocediendo, y así, atentos al compás de la música,
ora se retiraban desdeñosa, ora se acercaban, aunque al
encontrarse allí la mujer, seguida del hombre que iba en pos
de ella, zapateando con viveza. De cuando en cuando uno de
ellos se paraba y gritaba “bomba”, acto continuo callábase la
música y el “bombero” con entonación festival, recitaba alguna
copla graciosa. Recuerdo dos de esas coplas, entre las muchas
que oí en bailes y paseos de confianza, que pueden dar una
idea aproximada de ese género de composiciones especiales.
(Amorosa) bomba, bomba, cohete, cohete: Ayer por tu casa,
me tiraste un limón, el limón cayó en el suelo y el sumo en
mi corazón. (Desdeñosa) Bomba, bomba, cohete, cohete: Del
genio que antes tenías, según mi propia opinión es cuando el
violín queda sola perilla. En los intermedios de las piezas del
baile, cuando la orquesta descansaba, cantaban las “niñas” que
sabían hacerlos después de hacerse rogar y acompañadas por
alguno de los “niños” que punteaban y rasgueaba la guitarra,
sentado al lado de la cantora o bien se decían brindis, sirviendo
de tribuna un “taburete” sobre el cual servía un doctor, un
licenciado o un bachiller que eran los llamados para discurrir.
El orador, puesto en pie y con el vaso en la mano a la altura
del rostro, “improvisaba” poesía para cada una de las “niñas”
y hasta par las señoras; poesías por lo regular copiadas y
adaptadas previamente, con las modificaciones del caso: pero
no obstante se llamaban improvisadas.
Recuerdo a cierto doctor y maestro “in u troque juris” al que
todavía alcancé en todo su apogeo, personaje candoroso,
sin talento, pero dotado de prodigiosa memoria, que fue por
muchos años dueño exclusivo del “taburete” de los brindis,
desde 1857, hasta 1869, sus “improvisaciones”, cuando por
algún motivo no asistía al baile, tenía el gusto en repetirlas al

-108-
Mis memorias de José Dolores Gámez

día siguiente en las casa de sus amistades y en los corillos,


tenía también la costumbre del buen doctor de recitar antes de
sus improvisaciones, que pudiera llamar especiales, una de
orden preliminar que se refería al amor, y la cual concluía con
un cuarteto que de tanto oírlo aprendió el público de memoria
y decía así: Brindo, pues, por el amor, por esa cosa tan pura,
que el corazón fulgura como a medio día al sol. Sucedió en
una de tantas veces, allá por el año de 1871, en el recibimiento
de abogado de don David Osorno que fue llevado al “taburete”
· nuestro doctor y maestro, y después del consabido brindis
preliminar, o mejor dicho al terminarlo exclamó con fuerte
voz: “brindo, pues, por el amor; y la concurrencia de jóvenes,
quitándole la palabra continuo con tono de mofa: “por esa cosa
pura…” a la que el doctor, sin desconcertarse, replico en voz más
alta: “que el corazón fulgura…” Y el coro riendo a carcajadas y
palmoteando añadió “Como a medio día al sol…” También los
oradores de los bailes y reuniones solían brindar sobre otros
temas. Entonces era de rigor hacer citas de la historia antigua
de Grecia y Roma y salpicar el discurso con latinajos que ni el
mismo orador entendía y que todos los presentes, sin embargo,
aplaudían para demostrar lo contrario.
Llegaba la media noche, hacían presentes los padres de
familia que era muy tarde para seguir bailando, y no había modo
enseguida, de que se contuviera el movimiento de salida, que
reiniciaba desde ese momento. Las mujeres, arrebujadas en
sus “pañolones de seda” o “rebozos” de los mismos que usaban
muchas señoras, se despedían con repetidos abrazos diciendo
mil cariños melosos y recomendando recuerdos y saludos para
los demás de las respectivas casas, y al mismo tiempo que las
sirvientas rompían la marcha, llevando los faroles encendidos
para alumbrar el regreso a los hogares. Los niños mientras
tanto no desperdiciaban la oportunidad de acompañar a las
“niñas” de su devoción que caminaban a la par de la mamá y
del “tata”, enseguida del núcleo de sirvientas que llevaban en
los brazos o sobre el pecho a la chiquerilla dormida; y el dueño
de la casa del baile, mientras tanto, bostezando, y dando orden
de cerrar las puertas, se frotaba las manos satisfecho del éxito
de la jornada y que los “tambos y venados” (alborotos y peleas)

-109-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de los “niños”, no hubieran tenido mayor consecuencias. Al día


siguiente circulaba verbalmente la crónica del baile con todas las
peripecias de éste; y esa crónica repetida y comentada formaba
por muchos días y hasta semanas el platillo más sabroso de las
conversaciones en los hogares.
Como no había periódicos noticiosos e independientes,
o mejor dicho, como no existía el periodismo, estaban en su
apogeo las “ensaladas” que circulaban manuscritas de mano
en mano y aun eran aprendidas de memoria para repetirlas a
los que no las había visto. A este género de producciones se
dedicaban solamente las personas que se consideraban con
aptitudes bastantes, pues además de ser en forma versificada,
debían tener su sal y pimienta al sabor de la localidad. Dichas
“ensaladas” se remontaban al tiempo del coloniaje y tuvieron vida
hasta 1870, aproximadamente, en que la luz de la civilización
las eclipsó perdiéndolas en las sombras del pasado.
He aquí algunos fragmentos de una “ensalada” de los últimos
tiempos, que aún conservo en la memoria:
“Esta ensalada es picada--- en una hermosa vivienda--- que
bien estoy con tienda---dice Fernando Mongalo--- Que bueno
darle un palo---a Nicolás de la Rocha---Que bien que maneja
el coche aquel Francisquito Leal---Siempre anda pidiendo
real--- de los Aranas Manuel---Póngale parches de miel a don
Francisco Quezada---Tiene cara de empanada---Que bien que
mastica el freno---el doctor Julián Canales---Que bien que le
asienta un yugo –del los Arguellos a Luís—Que buena venta
de cómales tiene la Luisita Lugo--- Que bien que le sienta un
yugo---de los Arguello a Luís--- Tiene cara de güis---de las dos
Souza de Estela—Tiene ojos de boscoleta---el tísico de Lejarza-
--“Pero ya me dieron las doce---dice el patrón Gaussén—y todo
esto es obra de mi cabeza de comején”. Los autores de las
ensaladas se dieron la mano por muchos años, con los de los
“testamentos de Judas” que también en importancia tuvieron en
nuestra sociedad antigua, y con los “pone-nombres”, gremio
de chuscos desocupados, que salían las más de las noches,
cuando todos se entregaban al reposo, a motejar por medio

-110-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de apodos, injuriosos e infamantes las más de las veces, a


todos los vecinos sin distinción de sexo ni edades. Para esto,
disfrazaban la voz y tomaban precauciones, a fin de eximirse de
responsabilidades.
Sucedía con frecuencia a los “pone nombre”, que cuando
más distraídos estaban en sus infames guasas, se abría una
ventana inmediata, desde la cual les arrojaban líquidos nada
aromáticos, o bien una puerta por la que salía a paños menores
algún mata siete, “guacalona” en mano (espada antigua con
empuñadura de taza de hierro), desfaciendo el entuerto a
cinturazón sobre cada lomo que quedaba a su alcance. Los
“pone nombres” estaban en acción, llegando sigilosamente a
las puertas de la casa, escogida, dividiéndose allí unos a un
lado, y otros al opuesto, y sosteniendo con voz aguda y chillona
un diálogo poco más o menos por este estilo: ------ Ay, ayayay
compañero, compañerito…Que quiere compañero…Quiero …
quiero que me diga. ¿Que nombrecito le ponemos por ahí a…?...
¿A quien compañero? ---¿Al señor Fulano (o “ñ” zutana o la
menganejita, según el caso), compañerito de mi alma… ¿Pues
pongámosles compañero…pongámosles cara, cara de…?
¿Cara de que, compañerito? Pues cara de… (Aquí el apodo);
y una carcajada general, y la más sonara rechifla de todos los
“pone-nombres acogía el chiste. Y los apodos continuaban
para todos los de la casa, en son de bofa, encostrándose sus
defectos físicos haciendo alusiones infamantes a la reputación
de las personas. Los pone nombres desaparecieron con la
guerra de 1854. Su último caudillo fue un tal Aranita, que dicen
tenía un talento especial para los apodos y que hacía reír a todos
con sus carcajadas, al menos por supuesto los que le servían
de blanco. Su recuerdo vivió por muchos años en Granada.
El mayor lujo que tenían los granadinos consistía en la
posesión de buenos caballos de andadura. Paseábanse en
ellos mañana y tarde por las calles y los arrabales de la cuidad,
ya solos o de dos en dos; pero el paseo de la ciudad se hacía
después de haber tomado un baño en el lago, tanto jinete como
su caballería. Por la tarde solían también pasear a caballo las
señoras y señoritas, acompañadas de un caballero. Vestían un

-111-
Mis memorias de José Dolores Gámez

traje especial de marino negro, azul y verde que les llegaba más
debajo del pie y se cubrían la cabeza con un sombrero de fieltro
negro de alas, una de las cuales iban orlada con una pluma de
avestruz, también negra. Las mujeres del vulgo no montaban
solas, sino que eran llevadas por delante del jinete, sentadas a
través, sostenidas por el brazo del compañero que rodeaba su
talle, sin ningún vestido especial.
No había mercados tales como hoy los tenemos. Las ventas
de granos y comestibles se hacían en la plaza principal de
cada población al descubierto y bajo el sol por los indios, y
bajo pequeños toldos de “petate” (estera) por las revendedoras
ladinas. Esos mercados llevaban el nombre indígena de
“tiangues “ y el de Granada era servido por indios de Diriomo,
Diríá y Catarina, que llegaban a pie, temprano de la mañana
llevando pesadas redes sobre las espaldas, o en la cabeza, y
regresaban a las dos en punto de la tarde con las redes vacías
o con lo que no habían podido realizar de su contenido , y se
alojaban en el mesón municipal, donde vendían sus cargas,
midiéndolas en medios almudes, cuartillos y medio cuartillos, si
eran granos, o pesándolas en romanas, cuando se trataba de
azúcares y panelas, arroces y almidones.
En todos los hogares se conservaba cuidadosamente un
manojo de palmas benditas, que tenían la virtud particular
de librar de rayos y centellas a los que se amarraban una de
ellas en la cabeza, en los días de tempestad. El crédito de
la palma bendita era muy grande, pero comenzó a perderse
desde que un obispo de León tuvo la falta ocurrencia de poner
un pararrayos en la iglesia catedral, en lugar de cubrirlo con
palmas. Hombres y mujeres, llevaban también consigo a
modo de amuleto santo y bajo la ropa escapularios, rosarios y
camándulas para librarse del enemigo malo (diablo), que vivía
en acecho de los fieles devotos, y ponerse en gracias de Dios
.Había sobre todos esos amuletos, cierta panacea meritísima,
consistente en una oración que se llamaba de “La verdadera
sangre de Nuestro Jesucristo”), la cual escrita en cuartillas de
papel y fijada con engrudo, detrás de las puertas, ponía en
panera al diablo y libraban de la peste del pecado y de todo

-112-
Mis memorias de José Dolores Gámez

mal a cuantos Vivian en la casa. No se conocía entonces la


antisepsia, ni se usaba el desinfectante, pero la oracioncita que
ha valía por todo, y nuestros abuelos, ayudándose, eso sí, con
el “tiste” y el “mondongo”
Cuando había temblores de tierra, que tomaban por una
expresión manifiesta de la cólera de Dios por motivos de los
pecados de los hombres, todos se arrodillaban en las calles y
patios y, golpeándoosle pecho en señal de contrición, entonaban
en coro y a grito partido el “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo
Inmortal, líbranos Señor de la peste, del pecado y de todo mal”.
Y era muy creído y lo confirmaba la tradición, que con aquel
canto piadoso se aplacaba la ira del Señor y dejaba de temblar.
En el mes de Mayo, en que principiaban la estación de lluvia,
toda la población, recorría devotamente en procesión por las
calles del pueblo, encabezada por el clero y cantando en coro
las letanías de la Virgen, para que el invierno fuera bueno, lo
cual lograban casi siempre por aquel medio; y como sucedía
a veces que en la canícula o sea durante la sequía del mes
de agosto, aparecía en los campos un gusano u oruga voraz,
que llamaban langosta y que como ésta asolaba los cultivos,
concurrían al cura para que lo conjurase, y esto solo bastaba
para el buen éxito, sobre todo si el conjuro se hacía en un día
nublado o cargado de la electricidad, que era el preferido, y el
cura sabía por qué; y era de verse como morían todas aquellas
orugas infernales, tan luego las exorcizaba el Ministro del Señor.
Para los entierros había solemnidades religiosas, siempre
que el difunto hubiese dejado con que costearlas o tuviese
parientes, dispuesto a hacerlo. Salía el féretro de una de las
iglesias, presidido por un cura, revestido de capa pluvial, y
un acompañamiento de músicos con los cuales cantaban
responsos en cada boca calle, hasta llegar al punto en donde
debía ser sepultado, que era por lo regular el pavimento de
alguna otra iglesia. A los adultos se les llevaba en féretro, forrado
con paño marino o terciopelo de algodón negro que llamaban
“pana”; pero cuando el confesor declaraba que el difunto o la
difunta, había sido virgen el féretro se forraba en raso blanco

-113-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y se adornaba con palmas y guirnaldas. Cuando el día de la


defunción aparecía el cielo con nubecillas blancas en forma de
palmas, se tenía por un hecho cierto que el alma de aquel difunto
acababa de entrar en la gloria de Dios, quien ponía de gala su
hogar, empalmándolo exteriormente en señal de regocijo. Si el
finado era algún párvulo de padres acomodados o ricos, la casa
mortuoria se ponía de gala, adornándola con flores y cortinajes
blancos, se repicaban las campanas a la salida del entierro,
se llevaba el féretro en brazos de los amigos, tres clérigos
cantaban a todo pulmón, alegres hosannas a dúo un ángel más
al cielo. Se trataba de un niño hijo del bajo pueblo, la festividad
se reducía a velarlo en el hogar, bebiendo chicha y aguardiente
y bailaba alrededor del cadáver que permanecía expuesto en el
centro de un salón, hasta la hora del entierro, que se verificaba
entre repiques y disparos de cohetes.
La navegación del Lago de Nicaragua y Río de San Juan se
hacía por bongos y piraguas o pequeñas goletas de velas; pero
con motivo del tránsito interoceánico tuvimos líneas de vapores
en el Atlántico y el Pacífico, así como en el lago y río, y también
una línea telegráfica de la Virgen a San Juan del Sur, desde el
año de 1851
En cuanto a carreras profesionales, tan solo abundaban
las de clérigo y abogado, Ingenieros no había y los médicos
escaseaban, aunque se llenaba el vació con los curanderos
que improvisaban. Para ser clérigo se estudiaban rudimentos
de gramática latina, se hacía un curso de éste o filosofía
moral y se aprendía algo muy elemental de teología. Venían
en seguida los hábitos y la tonsura y el cura quedaba hecho.
Los abogados estudiaban teóricamente gramática latina y
también la de la lengua castellana, hacían un curso de dos
años de filosofía ergotista, otros tres de derecho civil español
por don Juan Sala y otro de un año de derecho canónico por
Don Juan Devoti. En seguida se recibían de bachilleres en
jurisprudencia, hacían después una pasantía o practica forense
en el bufete de un abogado y luego se examinaban en la Corte
de Justicia que les extendía el título de licenciados. Las demás
nociones de la carrera jurídica se adquirían por la lectura de

-114-
Mis memorias de José Dolores Gámez

autores a discreción del interesado. Se fabricaban también


algunos médicos en la Universidad de León, tomando para
texto las doctrinas de Aristóteles y haciendo disecciones, una
que otra vez, sobre cadáveres de monos. En cuanto a ciencias
exactas no se llegaba más allá de la aritmética; y aunque
había agrimensores o medidores de tierra que practicaban
sus mesuras del modo más original y curioso. Portaban una
pequeña aguja de marear con la cual sobre la mano y al ojo de
buen varón, tomaban el rumbo aproximadamente y sin grados de
desviación. Enseguida, con una cuerda de fibra, de cincuenta
varas castellanas de largo, median la circunferencia del terreno
sin parar en mientes en su forma o figura, dividían la suma por
cuatro para cuadrar mentalmente el suelo, multiplicaban por si
cada lado del cuadrado y luego dividían ese resultado en varas
castellanas por diez mil, para reducirlo a manzanas, y después
a caballería por medio de otra división.
Cuando yo vine al mundo, había en Granda un médico
americano el doctor David, del que contaban que hacía
milagros con su profesión, su fama se consagra hasta el día;
pero supongo que aquel médico insigne que pasó desconocido
en los Estados Unidos, entonces tan incipiente como nosotros,
debe haber tenido más de sugestivo que de científico. David
por añadidura, vivía en constante ebriedad, siendo de notar que
cuando más grandes era la crápula, tanto más acertado parecía
ser en su práctica médica. El doctor David murió o desapareció,
(no estoy claro en esto), desde antes de la invasión filibustero
de William Walker. Algunos años después apareció en Granada
el Licenciado Don Antonio Falla, médico guatemalteco, de
raza mixta, no muy sobresaliente en su profesión, aunque con
fama de especialidad en obstetricia. Contábase de él, que
habiendo leído en un tratado de frenológica que la forma de
la cabeza indicaba las aptitudes del individuo, quiso poblar de
sabios el suelo, imprimiendo determinada forma al cráneo de
los recién nacidos de su clientela. El resultado que obtuvo fue
“contraproducente”; pero la equivocada fue la ciencia y no él,
que se inspiró en las teorías del famoso Gall. Compartieron
la clientela granadina con aquel galeno, los doctores Julián
Canales, español canario, y Earl Flint, americano, curanderos

-115-
Mis memorias de José Dolores Gámez

sin título, que se impusieron como médicos y lograron codearse


con Falla. Fue hasta en 1858, poco más o menos que llegó
a Granada hecho médico en los Estados Unidos, después de
dos años de estudio, el joven Don Francisco Álvarez, hijo de la
localidad, que tuvo poco éxito en sus primeros años de práctica,
aunque más tarde alcanzó buena reputación y fama. Llegaron
sucesivamente otros médicos, tanto de afuera como del lugar,
titulados de doctores en Guatemala y los Estados Unidos, a los
que no referiremos oportunamente en el curso de esta narración.
Las artes industriales no andaban tampoco muy adelantadas;
los ebanistas trabajaban los muebles pocos artísticos, que se
clasificaban de lujosos, cuando les daban brillo con barniz de
copal, que era el único que se usaba. En León parece que
no era tanto el atraso en ese ramo, pues de ella se llevaban a
Granada muebles finos colorados con agua de palo de Brasil
y maqueado con goma laca. Fue hasta por años de 1861 a
1862, cuando la ebanistería se perfeccionó en Granada con la
llegada de don Felipe Visert, inmigrante francés y carpintero
muy hábil, que estableció un taller de ebanistería desde su
llegada. Los zapateros no les iban en zaga a los ebanistas
granadinos. Tenían malas hormas hechas en el país, pocos
materiales y trabajaban algo rudimentariamente, haciendo
zapatos de dos orejas de “topeteado” y “cuero” de “lustre” para
los hombres, y bajos, de pana y otros géneros, pero sin tacones
para las mujeres. También había algunos zapateros más
acreditados que trabajaban botas de becerro con cañón hasta
las rodillas para los caballeros, las cuales costaban de siete a
nueve pesos “daimes” o sea de ochenta centavos por peso.
Los sastres tallaban de una manera desgraciada y con tales
pretensiones, como que los más famosos cortaban al ojo, sin
tomar medidas ni probar el vestido. El taller de los hermanos
Francisco y Santos Castillo era el más acreditado en la fecha de
mi nacimiento y se mantuvo con su misma fama hasta 1854. Los
cerrajeros, hojalateros, albañiles y plateros cerraban la lista de
artesanos de aquellos tiempos, pudiendo decirse de ellos que
trabajaban bien en sus respectivos oficios. No había entonces
en Granada pintores, escultores alfareros, cobritas talabarteros
ni mecánicos.

-116-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Las dos primeras máquinas de coser llagaron a Granada en


1864. Eran americanas de las llamadas de cadeneta y de la
fábrica Grover & Barker. Se vendieron al precio de doscientos
pesos “daimes” cada una siendo sus compradores el maestro
Francisco Castillo, que todavía tenía su taller de sastrería, y
la modista Clara Reyes, también famosa. Dos años después
de la fábrica americana Wheeler & Wilson, que se vendieron a
ciento cincuenta pesos “daimes”. Aquellas máquinas eran tan
perfectas para coser, como son las actuales y tuvieron mucha
demanda. Boticas no existían; cada médico tenía un botiquín
con que preparaba reservadamente los medicamentos de
sus clientes; pero en las pulperías se expendían al por menor
drogas de consumo, o sea de la medicina doméstica, tales
como, purgantes de distinta naturaleza, vómitos, aceites y
yerbas medicinales.
Pero me extendido mucho, y dejaremos para otro capítulo la
continuación del mismo asunto, cuando refiera mis impresiones
personales de niño y joven, tanto en Granda como en otras
poblaciones.

-117-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo VII

La Guerra Civil de 1854

Serían las 3 de la tarde del 25 de enero de 1855, según


deduzco ahora por el acontecimiento, cuando presencié desde
los brazos de mi madre que me cargaba, y en una casa de
las de la Calle Atravesada (hoy de Chamorro) la entrada de un
tumulto numeroso de gente. Gritos exaltados salían de aquella
muchedumbre, compuesta en su mayor parte de soldados que
llegaban del campo de batalla con los rostros ennegrecidos aún
por los fogonazos de las cazoletas de sus fusiles de de chispa.
Los recuerdos de mi niñez parten del año 1854, cuando apenas
tenía cuatro años y medio de edad, fecha a que alcanza mi
memoria.
Piedra de chispa con que acababan de batirse contra las
tropas democráticas, en la acción de la inmediata Aduana,
había en aquel día en la propia entrada occidental de Granada.
Numerosas tortillas de maíz cocido se elevaban y bajaban por
el aire, tiradas por los soldados que las recibían en la punta
de sus bayonetas de sus fusiles, entre ruidosas carcajadas,
desprendiéndolas enseguida y tirándolas otra vez con
descomunal algarada. En la retaguardia de aquella tropa y entre
filas de soldados que las custodiaban marchaban derramando
lágrimas varias indias de Masaya, infelices vivanderas,
capturadas en el campo enemigo en donde vendían provisiones,
delito grave en aquellos tiempos, según el decreto gubernativo
de 10 de mayo de 1854, expedido por el Presidente Chamorro,

-118-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y en el cual se penaba con presidio y trabajo forzado el simple


hecho de vender alimento al enemigo en campaña.
Momentos después de haber pasado los vencedores del que
se llamó “Fuego de las tortillas”, aparecieron las camillas y las
hamacas de manta, en que se llevaban a los heridos, de los
cuales quedaron dos en la casa en que nos encontrábamos
en ese día. Era el uno el capitán de infantería Don Francisco
Gutiérrez, más tarde general de brigada, herido entonces en
la ingle derecha, y el otro el Subteniente Don Perfecto Zavala,
que estaba atravesado del pecho. La guerra civil había entrado
a su período de mayor fiereza y los combates eran recuentes
todos los días en los alrededores de Granada, sitiada desde
meses anteriores por las tropas revolucionarias de León. Niño,
como era yo en aquella fecha, cuando el sitio prolongado de
mi pueblo natal , sufría sin embargo, impresiones tan vivas,
que se me grabaron para siempre en mi memoria, de tal suerte
que hoy, después de más de medio siglo, las recuerdo tan bien
como si hubiese pasado aquellos sucesos en tiempos menos
remoto, pareciéndome aún que oigo el ruido atronador de los
cañones y las detonaciones de la fusilería de aquel campo
permanente de batalla, en que desperté a la vida de la infancia,
y me acostumbre en cierto modo a ver correr sangre diariamente
y a vivir entre alarmas e inquietudes.
La guerra civil de 1854, una de las más sangrientas y feroces
de nuestra historia nacional, está hoy casi olvidada. El tiempo
la ha cubierto con piadoso velo y creo un deber descorrerlo en
estas Memorias, para que la juventud que las lea, pueda formarse
una idea exacta de aquel tenebroso pasado. Después de
nuestra emancipación de España, surgieron en Centroamérica
los partidos políticos a la vida republicana. Hubo en Guatemala
“fiebres y serviles” o sea liberales y conservadores, que
se hicieron extensivos a Nicaragua, donde se reflejaron
muy débilmente. Con la primera de aquellas agrupaciones
políticas, figuraban los artesanos que arrastraban en pos de
sí a las masas populares, y las cuales aunque incapaces de
comprender las ideas que proclamaban, dada su ignorancia, y
la crasa superstición religiosa en que las mantuvo el gobierno

-119-
Mis memorias de José Dolores Gámez

colonial, seguían sin embargo, con gusto a todo el que atacaba


a los “chancletudos”, nombre con que designaban a los de la
clase aristocráticas que figuraban en las filas contrarias e iban
del brazo con mucha parte del clero, y los cuales hacían alardes
mismo del insolente orgullo de los antiguos conquistadores para
con los hijos de la plebe, o sea del bajo pueblo.
Aquellas dos agrupaciones así deslindadas por las
necesidades sociales, se confundían, sin embargo, cuando
entraban los intereses locales; y sucedía entonces, que las
masas populares y las clases privilegiadas de una población,
antes en pugna, hacían causas comunes, en contra de la
población contraria, como acontecía entre León y Granada,
ciudades rivales, enemigas y cabezas de partidos locales
opuestos. Aquellos bandos, mejor dicho, pandillas, tomaban
según las circunstancias denominaciones especiales,
derivadas del pueblo promotor del movimiento, del de los
caudillos o de cualquier otro incidente lugareño, surgiendo
aparentemente nuevos partidos políticos, que se diferenciaban
de los anteriores únicamente en sus nombres y en uno que otro
detalle insustancial. En otras ocasiones se trataban tan solo de
caudillejos, tal vez del mismo lugar, que levantaban las masas
el uno con el incentivo del lucro, y el otro con promesas en
igual sentido, o bien tocándoles el organillo religioso del que
se aprovechaban ambos bandos con beneplácito y provecho
del clero, interesado en bailar tales danzas. En el curso de
la lucha volvían las agrupaciones a confundirse detrás de las
personas de los caudillos; y era entonces de verse a clérigos
y radicales, a granadinos y leoneses y a nobles y plebeyos,
figurar, indistintamente en el bando que encabezaba el caudillo
de su devoción, batiéndose con encarnizamiento y saña de
pueblos salvajes. Las sangrientas guerras nuestras de 1824 y
siguientes, que terminaron en 1828 no fueron otra cosa que la
expresión de rivalidades lugareñas y de intereses personales.
El 30 de abril de 1838, decretó la Asamblea Constituyente del
Estado de Nicaragua, la segregación de éste de la República
Federal de Centroamérica, pasando con tal motivo a ser un
facsímil de nación libre soberana e independiente, verdadera

-120-
Mis memorias de José Dolores Gámez

miniatura de república que tuvo que flotar sin lastre en el


borrascoso mar de las pasiones desbordada; degenerando
más, cuando sólo discutían ya los méritos de tal o cual caudillaje
que surgía de las heces sociales, la manera de restringir o de
ampliar el dominio del sable en las alturas del poder y decidir si
debía corresponder el mando supremo a los hombres de León
o Granada, que constituían el antagonismo local y político de
aquellos tiempos. León contaba con el obispo y eclesiástico que
capitaneaba sus huestes, pero todo leonés, por el solo hecho
de ser vecino de aquella jurisdicción se consideraba liberal,
desde la cuna, aun cuando viviera cubierto de escapularios
y camándulas o fuese más ultramontano que un hijo de
Loyola. Granada la poderosa rival de León, era por motivo de
antagonismo lugareño, el centro de un partido contrario. En
consecuencia, todo granadino era tenido, por conservador,
desde que nacía, sin otra razón que la de ser originario de
Granada y sin que le valiesen nada sus ideas de libre pensador,
si las tenía o ser más demócrata que un comunista en caso
de que lo fuese. Esa misma clasificación se observaba en los
demás pueblos del Estado, según filiación a León o a Granada,
que los convertía en liberales o conservadores “ipsofacto” y los
mantenía dispuestos a derramar su sangre en defensa de las
pretensiones de los de la una o de la otra ciudad. Los nombres
que tomaban aquellos partidos o bandos degeneraron también
pues llegaron a llamarse desnudos y mechudos, timbucos y
calandracas” y a tomar denominaciones por el estilo en el curso
de sus contiendas sangrientas, revelando así su poca cultura
y su ninguna elevación de ideas; existiendo solamente en el
fondo la funesta rivalidad local que mantenían viva con distintos
nombres los habitantes de los departamentos de Oriente y
Occidente en que estaba dividido el país.
Tan luego, que fue declarada nación soberana Nicaragua,
los partidos rivales se disputaron el mando con más ardor si
cabe, que en los tiempos anteriores. Occidente logró conservar
el poder en León hasta 1844, fecha en la cual, con el apoyo
y auxilio eficaz de los ejércitos invasores de Honduras y El
Salvador, pudieron quitárselo los orientales y llevarlo a Granada;
pero estos a su vez, lo perdieron el 6 de abril de 1847, día en

-121-
Mis memorias de José Dolores Gámez

tomó posesión del mando supremo del Estado el Licenciado


Don José Guerrero, elevado equivocadamente a ese puesto
por el voto de los mismo orientales que fueron chasqueados
por él. Volvieron sin embargo a recuperarlo el cinco de mayo
de 1851, al inaugurarse la administración del licenciado Don
Laureano Pineda, electo libremente por el pueblo, durante el
periodo del gobernante Don Norberto Ramírez, hijo de León, no
obstante ser Pineda originario de los departamentos orientales.
Cuando estaba para expirar el período de Pineda, concedió
este la más amplia libertad electoral para la designación del
que debía sucederle.
León reconocía entonces como caudillo suyo al Licenciado
Don Francisco Castellón, diplomático y jurisconsulto famoso, y
Granada al General don Fruto Chamorro, hombre de temple
acerado y de pasiones violentas. Ambos fueron candidatos en
los comicios que se excluían ciegamente. Se dijo en aquel
entonces que en las elecciones de Castellón obtuvo el triunfo
en primer grado. Las elecciones para autoridades se hacían en
dos actos separados; votando primero el pueblo en los comicios
por una papeleta que contenía escritos los nombres de cierto
número de electores de distrito, y reuniéndose éstos después
en el colegio de la cabecera del respectivo distrito para designar
por voto directo al nuevo gobernante y a los representantes al
poder legislativo en su caso.
Fue público en aquella ocasión, que varios electores de
distrito de los del partido de León traicionaron a sus comitentes
en las elecciones de segundo grado, consignando sus votos
por Chamorro, mediante precio que recibieron de los amigos de
éste. Debido a ese fraude no hubo en los colegios electorales
la mayoría absoluta de votos requerida por la ley y que había
conseguido en las elecciones de primer grado el candidato
occidental, sino una mayoría relativa, que llevó la elección a
la asamblea legislativa, en donde la intriga y el soborno de los
amigos de Chamorro, lograron que éste, a pesar de su minoría
de votos resultase electo gobernante de Nicaragua. Una vez
posesionado del mando supremo, el General Chamorro, influyó en
el ánimo del poder legislativo para que convocase una asamblea

-122-
Mis memorias de José Dolores Gámez

constituyente, encargada de reformar la constitución política de


1838, que entonces regía y era muy liberal en sus disposiciones,
por considerarla pródiga en conceder derechos y garantías a los
ciudadanos con detrimento de la acción enérgica, que según él
correspondía al ejecutivo nacional. El Director Chamorro hizo la
iniciativa de convocatoria en 16 de Mayo de 1853, y en ese mismo
día la complaciente asamblea expidió un decreto, mandado que se
practicasen elecciones de diputados para la próxima constituyente,
aunque sin señalar la fecha en que deberían verificarse, ni menos
la de la instalación de dicha constituyente, dejándolo todo a
discreción del Poder Ejecutivo, con el propósito visible de que
pudiera hacer una elección a su gusto.
El Ejecutivo señaló hasta en 22 de junio siguiente, las fechas
de 31 de julio y 28 de agosto siguientes para las elecciones de
primer y segundo grado, omitiendo, sin embargo indicar el día
en que debiera instalarse aquella constituyente, temeroso quizás
de un mal resultado en dichas elecciones pero éstas fueron
satisfactorias para él en todos los pueblos, con excepción de las
del Departamento de Occidente en que resultaron designados para
Diputados por los distritos de León y Chinandega, varios caudillos
opositores entre los que se contaban el Licenciado don Francisco
Castellón y el Doctor Máximo Jerez, cabezas principales del
Partido Liberal Leonés. En el mes de noviembre de 1853, cuando
aún no había sido señalado por el ejecutivo el día de la instalación
de la Asamblea Constituyente, electa desde agosto anterior,
dispuso Chamorro que se instruyese un proceso reservado para la
averiguación de un complot revolucionario contra su gobierno, que
le había sido denunciado en León y en el cual fueron complicados
los Diputados occidentales, recién electos.
Descansando en el testimonio de los espías y delatores
y sin conceder audiencia a los procesados, dio Chamorro por
bien comprobados los hechos, y queriendo hacer sentir el
peso de su autoridad, redujo a prisión con menosprecio de la
ley a los Diputados Castellón, Jerez y Guerrero, que gozaban
de inmunidad constitucional, a los Coroneles Francisco Díaz
Zapata y Mateo Pineda y a otras personas de importancia del
Partido Liberal de León, expulsándolos enseguida.

-123-
Mis memorias de José Dolores Gámez

He hablado del Departamento Occidental, nombre que hoy


debe ser desconocido para mucha gente que me agradecerá
la siguiente explicación: Había en Nicaragua, en aquel tiempo
sólo cuatro departamentos políticos: el Occidental u Occidente
que comprendía a León, Chinandega, y las demás poblaciones
occidentales , hasta las riberas del Pacífico por un lado y las
playas del lago de Managua por el otro, hasta llegar a Mateare:
El Oriental o de Oriente que abrazaba, ambos lagos en su
jurisdicción, así como el distrito de Chontales y las poblaciones
de Granada, Masaya, Managua, Nandaime, Jinotepe, etc. hasta
el río Ochomogo que era su línea divisoria con el departamento
Meridional. Partiendo el propio río y llegando a las fronteras
con Costa Rica, el departamento Meridional estaba limitado
por las playas del gran lago, desde la boca del Menco por un
lado, y por las del pacífico por el otro, desde el río Escalante,
hasta la bahía de Salinas, incluyendo todas las poblaciones
comprendidas en aquel radio; y el del Norte y Septentrión, que
comprendía las dos Segovia o sean los actuales departamentos
de Nueva Segovia, Matagalpa, Jinotega y Estelí, así como la
porción restante hacia el norte hasta la frontera con Honduras.
Hasta el mes de enero de 1854, fue reunida la Asamblea
Constituyente en Managua, aunque sin la concurrencia de los
diputados expulsos o sea con exclusión de los representantes
occidentales. El Director Chamorro leyó un mensaje en el que
encarecía a la representación nacional, que fuera muy discreta
y mesurada para la concesión de las garantías individuales en
la nueva carta que se les encargaba y que procurasen al mismo
tiempo robustecer el principio de autoridad “dando mayor
fuerza al poder revistiéndolo de “cierta pompa y majestad, que
infundiera respeto”. Aquel mensaje, mal recibido por el público,
fue, sin embargo, bien acogido por la Asamblea, la que de
acuerdo con el gobernante, aprobó y decretó el proyecto de
constitución que el propio Chamorro había elaborado, siendo
sancionado por el Ejecutivo en 30 de Abril de 1854. La nueva
Constitución constaba de 104 artículos, Declaraba al Estado de
Nicaragua “República soberana e independiente” rompiendo así
toda esperanza, de nueva federación centroamericana, y daba
el nombre de presidente al director supremo, al que prorrogaba

-124-
Mis memorias de José Dolores Gámez

por cuatro años su período administrativo de dos años, según


lo dispuesto por la constitución anterior ; facultaba al ejecutivo
para que con sólo conatos de trastornos público, pudiera ocupar
la correspondencia epistolar, violar el asilo doméstico, arrestar
hasta por 30 días, trasladar a cualquier individuo de un punto a
otro de la República y extrañar del territorio de ésta hasta por seis
meses. Sus disposiciones establecían, en resumen, un régimen
legal extremadamente absolutista y despótico, que llenó de
terror a los opositores y los hizo, como era de esperarse, luchar
con la desesperación del que trata de salvarse de un peligro
inminente. Como con la publicación de la nueva ley constitutiva,
quedaba terminado de “facto” el período administrativo del
general Chamorro que dejaba de ser director, hubo necesidad
de elegirlo Presidente, de conformidad con lo estatuido; pero
siendo mucho el descontento público y la impopularidad de
Chamorro se consideró peligroso llevar su candidatura a los
comicios y se prefirió hacerlo elegir por la Asamblea, alegando
que ésta era también legítima representante del pueblo en todos
los actos de su soberanía , no obstante que la constituyente sólo
había sido una convocatoria. Fue sin embargo de ese modo
nombrado Presidente al General Chamorro, con infracción
manifiesta de la antigua y la nueva constitución, que establecían
terminantemente las elecciones populares en los comicios.
Don fruto Chamorro (y no Frutos en plural como ha querido
llamársele con posteridad, porque él siempre firmó así de
acuerdo con el uso de aquellos tiempos y con el derecho que
tenía de darse el nombre propio de su agrado), fue natural de
Guatemala e hijo ilegítimo del criollo granadino Don Pedro
Chamorro, que hizo sus estudios en la antigua capital del reino
y fue jefe más tarde de la familia de su nombre. Don Fruto
llevó en su juventud el apellido de Pérez, que correspondía a su
madre, una humilde obrera guatemalteca, a cuyo lado creció y
se educó, dedicándose al estudio de las ciencias exactas. En
lo político, saturado del ambiente de su pueblo, fue siempre
admirador de la camarilla de pretendidos nobles coloniales
que rodeaban al general Carrera, y por ende-conservador
absolutista, bien definido y un amante del orden, tal como lo
mantenía dictatoríamente el gobernante de su país. Cuéntese

-125-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que cuando Don Pedro Chamorro creyó próximo su última


hora en Granada, recomendó a su esposa, con la que había
procreado cinco hijos, entonces en la menor edad los varones,
que tan luego como quedase viuda llamase a su bastardo de
Guatemala, lo pusiera al frente de la casa y de la administración
de los negocios, lo reconociera e hiciese reconocer como jefe de
la familia y le obligase a tomar el nombre apelativo de Chamorro
en lugar del Pérez que llevaba. Todo se cumplió fielmente, y
don Fruto se trasladó a Granada, adquiriendo muy pronto una
ventajosa posición social en su nuevo vecindario, mediante la
cual pudo contraer matrimonio con la más rica heredera del
lugar, joven agraciada y de altas dotes personales. No tardó en
tomar participación en los asuntos públicos de Nicaragua y en
llegar a ser el Jefe del Partido Conservador de Oriente. Tal era
el nuevo gobernante nicaragüense.
El General don Trinidad Cabañas se hallaba en aquel tiempo
al frente del gobierno de Honduras, en clase de jefe del Estado,
electo popularmente; aunque era amigo personal del General
Chamorro, no caminaba muy de acuerdo con él en los asuntos
políticos, pues era el caudillo del partido liberal nacionalista
centroamericano, desde la muerte del General Morazán. La
camarilla conservadora de Guatemala no veía con buenos ojos
la presencia de Cabañas en el poder de Honduras y buscó un
pretexto para declararle la guerra en 6 de julio de 1853 y para
invadir con sus tropas el territorio hondureño. Cabañas reclamó
entonces al Gobierno de Nicaragua el auxilio armado a que
tenía derecho de conformidad con el tratado de alianza de 20
de agosto de 1851, en virtud del cual había dado un ejército
al ex director Pineda para que se restableciera en el mando;
mas Chamorro que trabajaba por procurarse las relaciones
del Gobierno de Guatemala se negó con distintos pretextos
contentándose con enviar un ministro mediador de su confianza
que, como era de esperarse, demostró indebidas diferencias
para con el adversario del gobernante hondureño. Cabañas
comprendió luego que Chamorro se inclinaba al lado de sus
enemigos y que debía precaverse, lo cual vio confirmado poco
después cuando el ministro mediador de Nicaragua firmó
en Guatemala, en 7 de marzo del propio año un tratado de

-126-
Mis memorias de José Dolores Gámez

alianza defensiva con el gobierno que presidía Carrera y en


el cual se estipulaba entre otras cosas, los auxilios mutuos, la
independencia de ambas repúblicas, la represión de la prensa
que se desbordase contra los países amigos y la extradición de
los reos políticos, no quedaba duda alguna al general Cabañas
de que tenía que esperar de Chamorro, tanto más cuanto que los
emigrados nicaragüenses asilado en Honduras, le aseguraban
que Chamorro estaba íntimamente ligado con Carrera por
ideas y paisanaje y le convencían de la necesidad de promover
una revolución en Nicaragua, para evitar que el gobierno de
Honduras fuera tomado entre dos fuegos enemigos.
El General Chamorro, a su vez, creyendo débil y abatido
a Cabañas le previno con amenazas imprudentes que
reconcentrara a los emigrados nicaragüenses, acabando con
esa demanda en tales términos, con la paciencia del gobernante
hondureño, que llamó en el acto a los emigrados y les ofreció
toda clase de auxilios si se comprometían a prestarle ayuda más
tarde para reconstruir la Patria Centroamericana y a conseguir
la neutralidad de Costa Rica en la revolución que llevase a
Nicaragua. Esto último parecía lo más difícil a los emigrados
nicaragüenses; pero los acontecimientos llegaron en su auxilio,
porque estando de Ministro Plenipotenciario de Nicaragua
en San José de Costa Rica el señor Don Dionisio Chamorro,
hermano de don Fruto, quiso tratar los asuntos diplomáticos
con la misma energía militar con que su hermano trataba
los asuntos interiores de Nicaragua y dirigió a la cancillería
costarricense una comunicación en términos tan duros , que
rompieron de hecho las relaciones entre ambos gobiernos. Tal
suceso llegó muy oportunamente a salvar el único obstáculo
que tenía Cabañas para lanzar la revolución en Nicaragua,
la que se llevó efecto en los primeros días del mes de mayo
inmediato. Obtenido los elementos y recursos que necesitaban
los emigrados hubo una reunión de estos en Nacaome, en la
cual se hicieron los arreglos preliminares para la invasión y se
designó para general en jefe del movimiento al Doctor Máximo
Jerez, que gozaba de mejor reputación militar entre los que
componían la falange revolucionaria.

-127-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Jerez era hijo de un pobre y humilde artesano y había


sobresalido desde muy joven en la Universidad de León por la
precocidad de su talento y su constante dedicación al estudio
que le permitieron coronar su carrera académica en edad
temprana. En el año de 1843 fue nombrado Secretario de la
Legación de Nicaragua en Europa confiada al licenciado Don
Francisco Castellón; y a su regreso entró a servir en el ejército
de operaciones a las órdenes del general don Trinidad Muñoz,
que tenía fama de ser el primer táctico de su tiempo. Por
rigorosa escala de grados, llegó hasta teniente coronel efectivo,
después de haber sido herido en la acción de Chinandega,
combatiendo valientemente contra la facción de José María
Valle. Terminados los arreglos preliminares de Nacaome, dispuso
Jerez que el teniente coronel don Esteban Valle se internase
previamente a Nicaragua con una guerrilla que debía avanzar
por el lado de Somotillo con el objeto de llamar la atención
de Chamorro y que éste descuidara el paso del Realejo por
donde pensaba invadir con los demás emigrados. El grueso
de la expedición revolucionaria, encabezada por Jerez, salió un
poco después del puerto de la Brea, a bordo de una lancha
que gobernaba el coronel Trinidad Salazar, quien no pudo evitar
que la embarcación fuese arrojada sobre la costa por un viento
huracanado que la hizo encallar. Con mucho trabajo lograron
los revolucionarios ponerla a flote, y a zarpar con ella para
El Realejo, no obstante, las acaloradas protestas de muchos
de ellos que consideraban cono una temeridad proseguir la
invasión en aquellas condiciones. De esos hubo algunos que
disgustados, hallaron después pretextos para quedarse a bordo
y no tomar parte en la marcha por tierra así que llegaron a
playas nicaragüenses. El 5 de mayo en la noche arribó la lancha
al Realejo e inmediatamente asaltó a tierra Jerez, seguido de
24 hombres que componían su ejército de operaciones, y con
ellos se internó por entre las malezas de la costa, buscando
un camino para la población; pero debido a la oscuridad se
extravió y estuvo a punto de fracasar en su empresa, porque
no habría tenido éxito si le sorprende la luz del día. Amanecía
casi, cuando los expedicionarios lograron acercarse al cuartel
en que acampaba la guarnición permanente de 25 hombres

-128-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que cuidaban el puerto, dándoles una sorpresa y tomando sin


resistencia el edificio con sólo la muerte del centinela. Dueño
Jerez del puerto del Realejo, marchó precipitadamente sobre la
ciudad de Chinandega a pocas leguas de distancia, la ocupó sin
oposición y logró del alcalde, que era su partidario, que reuniese
enseguida más de doscientos hombres voluntarios que, llenos
de entusiasmo regresaron con Jerez al Realejo a empuñar las
armas del depósito de la lancha que condujo a la expedición.
Una vez armados se puso Jerez a la cabeza y volviendo todos a
Chinandega el día 8 del propio mes, llevando consigo el resto del
armamento y las municiones, allí organizó Jerez, a como pudo,
su improvisado ejercito publicó el programa de la revolución,
adoptó como divisa la cinta roja de la revolución francesa y dio
a sus tropas el nombre de Ejército Democrático; avanzando
enseguida hacia el interior hasta llegar a la hacienda “el Paso”,
a poca distancia de León, en la cual dispuso quedarse por ser
una posición militar, rodeado de cercas de piedra que la hacían
inexpugnable y bien provista de agua y alimentos.
Chamorro en el entretanto, se había trasladado a León,
ansioso de batirse personalmente con los revolucionarios,
suponiéndolos en mayor número. Antes sin embargo, expidió
en la propia ciudad de León, con fecha 10 de mayo de 1854 un
decreto verdaderamente feroz, que recordaba los procedimientos
medievales por el cual condenaba a muerte, “sin más trámite
que la pronta ejecución” a todo revolucionario que fuese tomado
con el arma en la mano y penaba con dos a doce meses de
presidio a los que prestasen cualquier auxilio a la revolución
o se negase a dar sus servicios personales pecuniarios al
gobierno, o propalasen falsas noticias, o recibiesen cartas de
los facciosos u ocultasen los informes que de éstos tuviesen,
decreto que, por desgracia se cumplió fielmente y que convirtió
aquella contienda civil en una verdadera guerra a muerte,
sañuda e implacable, muy semejantes a las antiguas guerras
religiosas del viejo mundo. El ejército de Chamorro portaba la
divisa blanca de los Borbones de Europa y se daba el nombre
de Ejército Legitimista.

-129-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Deseoso de averiguar el paradero de los revolucionarios,


dispuso Chamorro que saliese de León el oficial Cecilio
Gutiérrez con un piquete de caballería a seguir sus huellas.
Gutiérrez llegó hasta el pueblo de Quezalguaque el día 12,
pero dejó descansando a su tropa en la ribera del río que se
halla a la entrada de la población y avanzó solo con dirección
a la plaza, en momentos en que llegaba a esta por el extremo
opuesto una partida de caballería democrática, que le dio
muerte en el acto y que incorporó voluntariamente después
a muchos de los soldados que le habían acompañado y con
los cuales avanzó hasta los suburbios de León para provocar
a Chamorro contramarchando enseguida su campamento “del
Pozo”. Enfurecido Chamorro con aquella audaz provocación
se puso inmediatamente a la cabeza de 300 hombres y marchó
enseguida en busca del enemigo, pasando parte de la noche
en el pueblo de Telica y el resto caminando por “El Pozo”, sin
que lo detuviera la lluvia torrencial que caía incesantemente y
al amparo de la cual pensaba dar una sorpresa al enemigo y
llegar al amanecer del día 13. Para esto consultó su reloj a la
luz de un cigarro que fumaba, y tomando una hora por otra llegó
con mucha anticipación a las inmediaciones del campamento
de Jerez. Se adelantó entonces, con sólo sus ayudantes, a
hacer observaciones más de cerca, protegido por la oscuridad
de la noche; pero durante su ausencia fue tomada como del
enemigo una patrulla legitimista que regresaba y que había sido
mandada abrir un camino de flanco en el bosque inmediato.
Los fuegos se iniciaron entre aquellos cuerpos de un mismo
ejército, cuyo reconocimiento se dificultaba con las tinieblas;
pero pudo al fin contenerlos con mucho esfuerzo el propio Jefe,
que acudió presuroso y comprendió en seguida la equivocación
sufrida. El ruido de los disparos despertó como era natural, a
los democráticos, que dormían a pierna suelta, confiados en la
lluvia, no obstante haber recibido oportuno aviso de León de la
salida de sus contrarios.

-130-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Como el plan de sorpresa había fracasado dispuso Chamorro


que se procediese al ataque inmediatamente, sin parar
en mientes en la hora, que equivocadamente, continuaba
creyéndola próxima al amanecer, y que sus tropas cargasen
de frente y en pelotón cerrado hasta pasar sobre las cercas,
verdaderas murallas de piedra superpuestas detrás de las
cuales tiraban resguardados y con toda seguridad los soldados
de la revolución. Refiérese que don Fruto, en un rapto de loco
frenesí, lanzó su caballo sobre las murallas relativamente altas
y dobles para ser saltadas de ese modo, logrando únicamente
aproximarse hasta tocarlas con los cascos delanteros del
caballo, al que mantuvo por algunos momentos, dominándolas
en aquella posición, mientras disparaba sus pistolas y gritaba con
voz ronca y provocadora: Aquí está Chamorro, cobardes: Una
nutrida descarga fue la contestación inmediata que obtuvo para
semejantes palabras; más como el jinete estaba resguardado
por el cuerpo del caballo, fue éste el que herido en el pecho, cayó
muerto y arrastró en su caída a don Fruto, que recibió un fuerte
golpe en la cabeza y quedó exánime. Su hermano el teniente
Coronel don Fernando Chamorro, corrió presuroso a su lado y
con el auxilio de un ayudante pudo levantarlo y colocarlo en la
parte delantera de su montura, sosteniéndolo con sus brazos y
huyendo a escape con aquel que creían un cadáver, hasta llegar
a una hacienda cercana, propiedad de don Espiridión Orozco,
que iba s su lado, guiándole y acompañándole. Se ha dicho con
insistencia que aquel acto de locura inexplicable del General
Chamorro, fue efecto de su embriaguez alcohólica; y aunque sus
partidarios lo han negado, parece sin embargo que realmente
contribuyó mucho al trastorno mental de Don Fruto, persona de
alguna sensatez y buen juicio, la influencia de algunos tragos
del aguardiente que llevaba en su cantimplora. No puede
explicarse de otro modo el hecho insensato de abandonar
su puesto de Jefe superior para adelantarse sólo y montado
a caballo, pretendiendo saltar sobre una elevada trinchera de
la fortificación enemiga, en la cual, para mayor abundamiento
de locura, daba su nombre a gritos, cosa que pudo costarle
la vida sin la defensa que le proporcionó el noble bruto que
montaba. Quijoterías tan simplonas como aquellas, denuncian

-131-
Mis memorias de José Dolores Gámez

una excitación parecida a la que produce el aguardiente, licor


que en aquellos tiempos solía ser reglamentario para entrar al
combate y es casi seguro lo fue también en esa noche de lluvia
incesante y de redobladas fatigas, ocasionando el desastre del
ejército que huyó en desbandada, cuando vio caído y al parecer
sin vida a su jefe.
Ocultó permaneció Chamorro en la hacienda de Orozco
hasta la noche siguiente en que, por caminos extraviados, logró
llegar a León. Durante su ausencia había corrido la noticia de
su muerte, la cual no tardó en saberse en León, donde residía el
consejo de ministros, que se apresuró a antedatar un decreto de
depósito de la presidencia en el diputado Emilio Cuadra, cuyo
decreto fue publicado con la firma de Chamorro. Tuvo por este
motivo que escapar sigilosamente en la misma noche del día de
su regreso y abandonar la ciudad, seguido de su hermano y de
los pocos amigos de su séquito. En Amatitlan, a cuatro leguas
de León, se vio obligado don Fruto a tomar algún descanso, y
dormía profundamente, cuando llegó un piquete de caballería
que iba en su seguimiento para capturarlo, pero avisados a
tiempo, pudieron Chamorro y los suyos huir, amparados por
la oscuridad de la noche, aunque completamente dispersos,
tomando cada uno entre el monte y por el camino que pudo
encontrar. El presidente anduvo así extraviado durante
tres días, al cabo de los cuales logró salir a Managua, cuya
población encontró abandonada por las autoridades y de la cual
también se retiró en seguida por creerse inseguro, pasando a
Masaya, donde se detuvo pocos momentos, continuando hasta
Granada, adonde llegó en la madrugada inmediata. Chamorro
depositó a continuación la presidencia de la República en el
diputado Constituyente Don José María Estrada, para ponerse
al frente del ejército legitimista como primer jefe militar. Nombró
segundo jefe al General Don Agustín Hernández, leones que le
había sido fiel y que llegaba acompañándole. Don José María
Estrada, era hijo de un humilde artesano del barrio Cuiscoma.
A pesar de pertenecer a la raza mixta de los morenos entonces
mal aceptados en Nicaragua, tenía fama de ser un literato erudito
y solamente se le tachaba su carácter indeciso, no obstante,
su reconocida honradez. “Era según el decir del cronista don

-132-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Jerónimo Pérez, alto y robusto, violento para andar; tenía la


cabeza cubierta de pelo grueso encrespado: la frente cuadrada,
el color prieto, el cutis muy áspero, las facciones regulares y el
ojo vivo, relevando inteligencia”. Según el mismo autor, Estrada
llevaba su pulcritud hasta no dejar salir de su oficina ningún
despacho sin que él no lo hubiera examinado, cambiado su
forma y corregido el estilo y la ortografía, por lo cual demoraba
días enteros el despacho de los correos, pues tenía a mengua
que un escrito suyo, o que fuese autorizado con su firma, llevara
faltas gramaticales.
Jerez mientras tanto, salió de León con ochocientos hombres
voluntarios, con dirección a Granada en donde creía que
podría entrar marchando triunfalmente sus partidarios, que se
habían hecho numerosos. Lo recibían en todos los pueblos del
tránsito con entusiasmo y le procuraban víveres, alojamiento y
cuando más necesitaba para sus tropas, las que por su orden y
compostura devolvían la confianza en todas partes y hacían que
regresaran a sus hogares muchos de los que llenos de terror,
se habían refugiado en los campos. Así pasó por Managua y
llegó a Masaya en donde permaneció algunos días tomando
informes de la situación de Granada, hasta el 25 de mayo en
que dispuso el avance del ejército para el amanecer del día
siguiente. Aquella marcha lenta y tan confiada, como que duró
más de doce días, fue la pérdida de Jerez, porque durante ese
tiempo pudieron los granadinos volver de la sorpresa recibida,
levantar tropas y fortificar bien el radio de defensa de la plaza
y sus contornos. A las 12 del día del 26 de mayo se presentó
Jerez a las puertas de Granada. En el lugar llamado la Aduana,
tuvo el primer encuentro con una guerrilla de avanzada, que
huyó desbandada, dejando abandonado a su comandante, el
que se libró de caer prisionero tan solo por haberse despeñado
con el caballo que montaba en un foso profundo, llamado el
Arroyo de la Aduana, que existe hasta el día de hoy en aquel
lugar.
El ejército democrático avanzó a continuación sobre Jalteva,
persiguiendo a los derrotados de la avanzada legitimista,
hasta posesionarse de la iglesia del Calvario y de las casas

-133-
Mis memorias de José Dolores Gámez

inmediatas; y en el día siguiente atacó la primera línea de las


fortificaciones de Chamorro la cual lindaba con la avenida o
callejón del Palenque que corre de sur a norte de la Calle Real,
o de la entrada hasta el barrio Hormiguero, logrando tomarla
por asalto y penetrar hasta el callejón de la Merced en donde
hubo que suspender el avance, debido a un doble incidente
ocurrido a esas horas. Jerez dirigía desde el atrio de Jalteva
que es muy dominante y visible los movimientos del ataque, y
en los momentos en que daba órdenes para el asalto de la plaza
principal, un riflero extranjero al servicio militar de Chamorro, lo
blanqueo desde la torre de la Merced, asestándolo un balazo en
la rodilla que le fracturó la rótula derecha y lo derribó. Mientras
lo recogían herido un segundo disparo del mismo riflero,
atravesó el pecho del general don Mateo Pineda, segundo jefe
militar de la revolución y el ejército democrático quedó sin sus
jefes superiores, justamente en los momentos decisivos de la
jornada de aquel día.
Las hordas indisciplinadas que lo componían, suspendieron
entonces el avance y se dedicaron al saqueo de los ricos
almacenes del comercio que encontraban en el radio ocupando
por ellas, entre la línea de casas que iban “claraboyando”
para aproximarse a la plaza. En aquellos almacenes hallaron
también cajas de licores con los cuales se embriagaron,
pasando después a cometer excesos que la pluma se resiste
a describir. Cada cual se apoderó del botín que pudo, arrojó al
suelo el arma que le estorbaba para cargar, y regresó a León
en esa misma noche con sus envoltorios a cuestas a gozar
de lo adquirido. De ese modo y en pocas horas el numeroso
ejército de Jerez, quedó reducido a poco más o menos de
su mitad numérica; y si a esto se añade que las municiones
del almacén de guerra habían escaseado, porque se habían
llevado pocas no contando con encontrar resistencia, y que se
necesitó de mucho tiempo para conseguir otras en El Salvador,
podrá fácilmente comprenderse la inactividad en que se vio
obligado a permanecer el ejército invasor en los días siguientes.
Chamorro no se explicaba aquella suspensión de hostilidades
y creía muy posible la caída de la plaza de Granada en poder
de aquel enemigo, cuya sola presencia en Jalteva mantenía

-134-
Mis memorias de José Dolores Gámez

amedrentados a sus defensores. Para reanimar a éstos se


puso a la cabeza de una patrulla y salió afuera de la línea en
fortificaciones la plaza hacía el lado Sur de la ciudad, o sea por
el barrio de Pueblo Chiquito que ocupaban ya los invasores,
con los cuales se encontró enseguida, los atacó audazmente y
los obligó a huir. Esa escaramuza, considerada por los de la
plaza como un gran triunfo, estimuló a los defensores de ésta y
dio general aliento porque renació la pérdida fe en las aptitudes
militares del Jefe.
Continuaron casi diariamente encuentros parciales en
distintos puntos del rededor de la ciudad entre patrullas que
salían de la plaza y los pequeños cuerpos de avanzada del
ejército sitiador, hasta el 7 de junio que volvieron a tomar la
ofensiva los democráticos, atacando denodadamente el lado
Sur de la línea de defensa del callejón de la Merced sobre el
cual avanzaron hasta llegar al barrio de Cuiscoma; pero allí
fueron rechazados y desalojados de sus nuevas posiciones,
después de un ruidoso combate por una columna legitimista
que comandaba el General Corral.
En ese día apareció en Granada el primer número de “El
defensor del Orden” periódico oficial, cuya redacción principal
estaba a cargo del Ministerio de Relaciones Exteriores Don
Mateo Mayorga. Aquella hoja era también boletín de noticias de
la guerra y órgano de combate a favor de la causa legitimista
y en contra de los democráticos, a los que ponía de oro y azul,
difamándolos y procurándoles desprestigio por cuantos medios
estaban a su alcance.
Después del combate encarnizado del 7 de junio, volvieron
ambos contendientes a entrar en nuevo período de calma tan
completa, que no parecía que hubiese guerra ni ejércitos a la
vista. Los defensores de la plaza aprovecharon aquel descanso
para mejorar y aumentar sus fortificaciones y apertrecharse más
con armas y municiones que introducían por la vía marítima
del puerto de San Juan del Norte; y aunque sabían que en
Jalteva escaseaban las municiones, no intentaban un ataque
por el temor que tenían de que resultase falsa la noticia. Era

-135-
Mis memorias de José Dolores Gámez

verdadera, sin embargo, y tanto, como que las avanzadas


democráticas llegaron a no tener más que un tiro de reserva,
debido a que Jerez, que había creído encontrar poco o ninguna
resistencia en Granada, tan solo llevó a Jalteva veinte mil tiros,
dejando el resto de sus municiones a borde del bergantín en
que llegó al Realejo. Cuando con la prolongación de la lucha se
consumieron las municiones envió a buscar las restantes pero
el buque ya no estaba donde lo dejó, pues tuvo que zarpar para
la Unión a fin de ponerse a salvo de una sorpresa, precedente
de San Juan del Sur que estaba en poder de los legitimistas. La
guerra tuvo que prolongarse por ese motivo por que ninguno de
los beligerantes tenía fuerza bastante para vencer ni aun para
acometer al otro.
En aquellos días dispuso la revolución organizar su gobierno
provisional, en León, bajo la presidencia del Licenciado
Francisco Castellón, caudillo del Partido Liberal Nicaragüense,
designado gobernante por la municipalidad desde el 25 de
mayo y proclamado por el ejército democrático en Jalteva
el 4 de junio siguiente. El presidente revolucionario tomó
posesión de su destino el 11 del propio mes, y nombró ministro
general del nuevo gobierno al licenciado don Pablo Carvajal,
enviando los autógrafos de estilo a los gobiernos vecinos que,
con Excepción del de Honduras, no le acusaron ni recibo.
El Licenciado Castellón descendía de una familia pobre y
de humilde posición social en León; pero logró levantarse y
sobresalir ventajosamente por su propio esfuerzo después de
haber coronado su carrera de abogado con mucha lucidez,
adquiriendo gran reputación como jurisconsulto eminente y
además como muy experto en el ramo de hacienda pública,
desempeñándose como ministro durante varios años en las
administraciones anteriores. Su posición política llegó al apogeo
en 1843 en que el gobierno de Nicaragua apeló a su patriotismo
y luces para que fuese con una misión diplomática, importante
y delicada, ante algunos de los gobiernos europeos. Fue
entonces cuando llevó de secretario al joven doctor don Máximo
Jerez, con el que regresó más tarde, y cuando ambos aunaron
un caudal de conocimientos modernos que les valió el respeto
y la admiración de sus connacionales.Tenía Don Francisco

-136-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Castellón una presencia hermosa y simpática y un trato culto y


agradable. Su cabello era lacio y de color rubio oscuro, su cutis
blanco y fino y sus facciones bien proporcionadas y correctas,
según el decir del licenciado Jerónimo Pérez que lo conoció
bien. De estatura regular y bien formado cuerpo, andaba con
paso reposado, y aunque serio y poco expresivo, se expresaba
con dulzura y no tenía más defecto, a primera vista, que su
voz un tanto nasal mal sonora, pues hablaba lentamente y
con los labios entreabiertos. Se le achacaba como defecto,
en aquellos tiempos de sencillez patriarcal y descuido en el
vestido, la pulcritud y el lujo que gastaba en su persona y en su
hogar, superiores a sus recursos y que lo hacían vivir un tanto
angustiado, por los gastos excesivos que le ocasionaban. Hay
que decir, sin embargo, que su mayor lujo, según documentos
de sus contemporáneos, consistía en recargarse de joyas,
llevando muchos anillos en los dedos y gruesas cadenas de oro
con grandes sellos sujetando el reloj.
Cuéntase que durante el período de inacción del ejército en
Jalteva, los soldados de Jerez se entregaban al pillaje y, una
vez satisfechos con el botín que recogían, se desertaban con
el mayor descaro, obligando de este modo a las autoridades
revolucionarias de León a hacer reclutamientos constantes para
reponer las bajas que jamás se llenaban desde que los mismos
repuestos observaban igual conducta.
Chamorro en el entretanto engrosaba sus filas con
reclutamientos constante, daba aliento a sus soldados y
recobraba poco a poco sus antiguos prestigios. Trató entonces
de tomar la ofensiva en mayores proporciones y para esto
ordenó su a segundo, el General Agustín Hernández que
tomase 300 hombres y atacase con ellos, dando una sorpresa al
enemigo. Hernández salió enseguida de la plaza, dirigiéndose
con su columna hacia el sur y se lanzó de improviso sobre el
ala derecha de los democráticos, logrando penetrar el interior
del campamento hasta los edificios inmediatos a la iglesia de
Jalteva, en uno de los cuales habitaba Jerez, quien hallándose
todavía en cama con la herida abierta se levantó, ayudándose
con muletas, reanimó a sus soldados y rechazó a Hernández,

-137-
Mis memorias de José Dolores Gámez

aunque mucha parte de la tropa que había huido derrotada al


principio de la acción, llegó hasta León sembrando el pánico en
la población del tránsito con noticias exageradas. Jerez trató de
tomar desquite de la sorpresa recibida y para lograrlo dispuso
que saliese una columna expedicionaria en la tarde del mismo
día y por caminos secundarios cayese sobre el fuertecito o
estación del muelle de Granada y lo tomase; pero no tuvo éxito
este ataque, porque de la plaza llegó un refuerzo a la guarnición
del muelle y los democráticos fueron derrotados, dejando varios
muertos, entre los que se contó el teniente coronel Don Antonio
Darío, cuyo cadáver fue amarrado de los pies a la cola de un
caballo y arrastrado por las calles de Granada en comprobación
del triunfo obtenido. También quedaron en el campo algunos
heridos leoneses que fueron fusilados enseguida de
conformidad con el decreto chamorrino de 10 de mayo anterior,
que establecía la guerra a muerte y sin cuartel.
El triunfo del Fuertecito animó a Chamorro a dar otro golpe de
audacia, disponiendo salir personalmente el 3 de julio con una
columna expedicionaria y atacar la plaza de Masaya, a cuatro
leguas a retaguardia del campamento de Jalteva, para dejar
cortada a éste con León que era su centro principal. Llegó sin
ser observado hasta Masaya y ocupó la ciudad sin resistencia,
porque la reducida guarnición que había en la plaza, no pudiendo
oponerse por su escaso número, se retiró al pueblecito de Nindiri.
Dicha guarnición se encontró con el coronel democrático José
Sansón, que conducía dinero y elementos enviados de León
para el campamento de Jalteva, custodiado por tropa armada.
Reunidas ambas fuerzas volvieron sobre Masaya, obligando a
Chamorro a levantar campo y a regresarse precipitadamente a
Granada, excusando un combate en el cual podía ser tomado
entre dos fuegos, si intervenían como era probable, auxilios de
Jalteva. Mientras Chamorro andaba en tales correrías, llegó
la noticia de Jerez de su desaparición de la plaza y trató de
aprovecharla emprendiendo un ataque urgente, que no tuvo
éxito, porque fue rechazado por la guarnición legitimista que
había quedado al mando del jefe norteamericano, Mr. Henry
Doss al servicio de Chamorro en la legión de extranjeros de
advenedizos contratados para la guerra. Antes de aquel suceso

-138-
Mis memorias de José Dolores Gámez

fueron a Jalteva algunos comisionados de la ciudad de Rivas a


hacer presentes a Jerez que la revolución gozaba de general
simpatía en los pueblos del departamento meridional, pues hasta
el gobernador militar don José Baldizón, decía ser democrático
y hallarse dispuesto a ayudar a su partido. Jerez envió entonces
una comisión militar a la orden del licenciado Don Buenaventura
Selva, la cual ocupó la ciudad de Rivas sin resistencia alguna,
siendo recibida en todas partes con demostraciones afectuosas.
Baldizón presentó su renuncia a Selva, a quien hizo entrega del
mando militar y político del departamento, retirándose enseguida
a Costa Rica. El nuevo Gobernador armó en guerra una goleta
que salió del puerto lacustre de La Virgen con tropas destinadas
a ocupar las fortalezas de San Carlos y el Castillo en el río de San
Juan, que se encontraban abandonadas. Del mismo puerto de la
Virgen zarpó enseguida otra goleta “La Perla” comandada por un
extranjero que se hacía llamar el Doctor Segur, inglés naturalizado
en los Estados Unidos y al servicio de los democráticos, la cual
llego hasta la playa de Granada por la noche del 26 de junio
y capturó la goleta “Santa Cruz”, que estaba anclada cerca del
muelle, llevándola a remolque y armándolas después en guerra.
Segur quedó dueño del lago, cuyas costas recorría con sed
de conquista, sacando abundantes recursos para la revolución
y haciendo prisioneros a sujetos de importancia. Quedaron
entonces los legitimistas con sus comunicaciones exteriores
cortadas por ambos océanos y privados de las armas y
municiones que otra entrada y salida fue una que hay hacía
el norte a través del río Poneloya por donde recibía los pocos
auxilios que le proporcionaba Chontales y Matagalpa, únicos
pueblos que le fueron leales a Chamorro. Jerez descuidó de
cortar esa vía de comunicación que era el único hilo de vida que
sostenía a Granada en aquellos momentos difíciles. Mientras
tanto el gobierno provisional de León recibió comunicaciones
del de Honduras en las que le participaba tener averiguado que
los Presidentes Carrera y Chamorro habían resuelto apoderarse
del territorio hondureño y repartírselo amablemente, y que
para frustrar ese intento intervendría el Gobierno de Honduras
en auxilio de la revolución, enviando al general don Francisco
Gómez con una columna hondureña a ocupar el departamento

-139-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de Nueva Segovia, y al -General don Marcelino Licona, con otra


a ocupar el de Chinandega. Cambió después de modo de pensar
y formó una sola división con ambas columnas, la cual llegó al
campamento de Jalteva el 15 de julio al amanecer.
Al día siguiente de la llegada de los hondureños se dispuso
en Jalteva, que fuesen a practicar un reconocimiento al lado
sur de la plaza en donde había hecho colocar Chamorro una
pieza de artillería calibre 24. Emplazándola sobre una altura
dominante; pero sucedió que el jefe nicaragüense que iba
guiándolos apuró la cantimplora de aguardiente que portaba y
ya ebrio lanzó temerariamente a los hondureños sobre el teflón
sin tener orden de hacerlo. Como entraron en columna cerrada y
de frente, la metralla los barrió en masa, no escapando con vida
más que unos pocos que huyeron desordenadamente a reunirse
con el resto de su división en Jalteva. Ocho días después se
desarrolló en el cuartel hondureño la fiebre perniciosa de la
cual murieron los Generales Gómez y Licona, muchos oficiales
y no pocos soldados. El gobierno de Honduras, sin embargo,
mandó enseguida al coronel Cáceres con poca tropa a reforzar
la columna que había llevado. Gómez, nombrando general en
jefe del ejército auxiliar al General don Mariano Álvarez, que llegó
más tarde con nuevas tropas.
Los legitimistas mientras tanto no perdían de vista la
recuperación del dominio del lago y de la fortaleza del río para
asegurarse de nuevo la comunicación exterior. Con tal fin
repararon y arreglaron para el servicio de guerra algunas goletas
viejas, abandonadas en la playa, con las cuales organizaron en
principios de diciembre una flotilla, comandada por el general
Corral que logró sorprender y tomar las goletas enemigas,
haciendo numerosos prisioneros que fueron asesinados en
cumplimiento del decreto exterminador de 10 de mayo, y
recuperar en pocos días las fortalezas del río San Juan.
Después de cerca de nueve meses de guerra encarnizada y
sangrienta la situación de los legitimistas mejoró considerablemente
con la ocupación del lago y del río de San Juan, varios pueblos
de Chontales y Matagalpa y de otros situados al sur de Granada.

-140-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Tomando entonces la ofensiva lanzaron audazmente a la toma


de Masaya a retaguardia del campamento de Jalteva en el
camino para león la que lograron después de un sangriento
combate de varias horas, dejando a Jerez embotellado en
Jalteva y sin comunicación con el cuartel general de León;
pero el intrépido jefe democrático levantó esa misma noche su
campamento y se puso a la cabeza de su tropa, sin hacer caso
de las fuerzas legitimista victoriosas que ocupaban la plaza,
y se replegó a León. Antes de la desocupación de Jalteva
la situación de la guerra había cambiado mucho para los
democráticos, debido a los excesos y atropellos en los pueblos
de oriente, que los hicieron odiosos. Chamorro se vio cada día
más fuerte por ese motivo, y sus tropas no se limitaron a solo
combatir en las cercanías de Granada, sino que avanzaron por
el Norte y rechazaron los auxilio mandados por el gobierno de
El Salvador, enviando una misión de paz, la cual fue rudamente
despedida por Chamorro, alegando que un gobierno legítimo
no podía tratar jamás con facciosos. Tales palabras llevaron la
desesperación al campo revolucionario, en donde se apeló el
recurso extremo de enganchar advenedizos extranjeros para
que fuesen en su auxilio.
Desde que Jerez levantó su campamento de Jalteva, Chamorro,
creyéndose ya vencedor se dedicó a hacer escarmientos con
las personas que directamente o indirectamente hubiesen
auxiliado a sus enemigos, llevando su celo hasta el extremo de
castigar con trabajos forzados, sujetos del pie con una cadena,
a muchos amigos del gobierno legitimista, por el solo hecho
de no haber corrido a la plaza de Granada voluntariamente a
prestar sus servicios durante el sitio. Entre esos presidiarios
que trabajaban encadenados y bajo látigo de un capataz en
las calles de Granada se contaron muchos conservadores o
legitimista principales del departamento meridional, tales como
don Adolfo Guerra y otros de igual categoría que formaban la
crema del chamorrismo rivense. Las cárceles, dice el licenciado
Pérez, testigo presencial intachable, se llenaban de inocentes a
los que se sacaban diariamente mancornados como criminales,
a trabajos públicos. En nuestros días parecerá increíble
exageración el extremo a que Chamorro llevó sus medidas de

-141-
Mis memorias de José Dolores Gámez

rigor, pues las hizo extensivas a las mujeres, las vivanderas


que suministraban alimentos a los leoneses, las muchachas que
simpatizaban con estos y gozaron de sus caricias, y hasta las
esposas de los militares democráticos, fueron sin otro motivo
igualmente presas y obligadas a moler maíz para fabricar
totoposte, o ingredientes para la pólvora, siempre bajo la vara
de un cabo que las estimulaba y arrodilladas en el suelo al nivel
de las piedras de la molienda.
Una desgraciada señora esposa legítima del Coronel Gervasio
Sandino, más conocido con el apodo de “Nica”, fue capturada en
Masaya, y llevada a Granada en la cuerda de las penitenciadas,
por solo ser consorte de uno de los militares más esforzados y
atrevidos del campo revolucionario. Sin consideración alguna
a su sexo, a su condición de madre de familia honrada, ni a su
avanzado estado de preñez, se le pusieron pesados grillos y
se le obligó en seguida al trabajo de la molienda, acariciada a
sus espaldas por el látigo que le caía de vez en cuando para
estimularla. Las fatigas precipitaron el parto de aquella infeliz, a
la que ni en esa hora se le quitaban los grillos. En el presidio de
Granada se hallaba también don Cleto Mayorga, hombre público
leonés, castigado doblemente por ser occidental y porque,
estando con su casa de consignación y agencias en San Juan del
Norte, no la abandonó para ir a Granada y ofrecer sus servicios
a Chamorro. Don Cleto, compadecido del sufrimiento horroroso
de la señora de “Nica” que se revolcaba en el suelo, dando
alaridos, suplicó encarecidamente al jefe militar de la plaza, el
Coronel legitimista don Fulgencio Vega, que siquiera por unos
pocos minutos se quitaran los grillos a aquella desgraciada para
mientras pasaba el trance fatal de su alumbramiento. Vega no
quiso acceder, agregando que sería una ganancia para la patria
las muertes de la esposa y del hijo de un faccioso. El señor
Mayorga (según me lo refirió en Rivas en 1879), y varios de sus
compañeros de cadena, conmovidos con aquel infortunio se
apoderaron de las piernas de la parturienta y le prestaron auxilio
mecánico desesperado, mediante los cuales lograron extraer el
feto milagrosamente vivió y que fue presentado ya hombre en el
propio Rivas por el señor Mayorga. Este me refirió también, que
en aquellos luctuosos días pasaron de trescientas las mujeres,

-142-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y de cuatrocientos los hombres a quienes se mantuvo en el


presidio de Granada, haciéndose en las primeras “todos los usos
y abusos que la dementada pasión del odio puede aconsejar”
(palabras textuales).
Los conservadores actuales de Nicaragua, descendientes y
herederos de los legitimista del 54, han negado por la prensa
la veracidad de los hechos anteriores, movidos sin duda por un
resto de pudor y pensando quizás que es difícil comprobarlos;
pero además de los muchos testigos presénciales que hubo,
tenemos el fehaciente testimonio irrecusable del licenciado don
Jerónimo Pérez, legitimista y conservador muy definido, quien
se expresa así en sus “Memorias: “La inflexibilidad justificable o
acaso necesaria durante el sitio de Granada, continuó sobre los
pueblos que acababan de soportar el peso de los democráticos.,
la pesquisa y delación eran constante y el rigor les sucedía de
continuo…” No valía argumento y la prueba de que un individuo
había sido obligado a prestar un servicio a los democráticos,
porque se les respondía que antes de todo era la patria, y que
debió haber abandonado sus intereses y familia, y haberse
trasladado a la Plaza de Granada a defender al gobierno. Las
cárceles se llenaban de hombres que tal vez eran inocentes
y que, remitidos a Granada los ponían en un presidio con su
cadena al pie, del cual llegaban a salir algunos con indecible
trabajo. Tal conducta no sólo hizo pertinaces a los que estaban
en campo enemigo, sino que muchos se resolvieron a abandonar
sus domicilios para ir a guarecerse a León contra su voluntad. El
partido vencedor estaba ya dando soldados a su enemigo, como
él mismo los recibió a su vez.
Aunque estaba muy niño cuando sucedían esas cosas,
recuerdo haber visto a los presos encadenados trabajado
penosamente en hacer y deshacer trincheras de adobe en adobe,
aunque nunca supe quiénes eran, porque estaban allí ni cómo
terminaron. Se aplaudía a Don Fruto por la pesadez de su puño,
porque en Granada se respiraba un ambiente de odio y saña que
alejaba la piedad hasta del corazón de muchas mujeres; anuente
que aún dura y se siente mucho en las ocasiones en que hay
contiendas civiles.

-143-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo VIII
Continuación de la Guerra Civil

Los legitimistas ocuparon hasta Managua, después de


la retirada de Jerez, y también todos los pueblos del norte y
sur del Estado. Castellón culpaba a Jerez del mal éxito de la
revolución suponiéndole falta de conocimiento militares, y por
ese motivo llamó de El Salvador, en donde vivía pobremente,
al General don Trinidad Muñoz, militar de renombre en las
guerras anteriores de Nicaragua y antigua comandante general
del Estado, proscrito en 1851 por la participación que tomó en
el movimiento revolucionario con el director Pineda. Jerez se
separó sin disgusto de la jefatura militar.
En aquellos días se enfermó de gravedad el Presidente
Chamorro y fue trasladado a Quismapa, finca situada a una
legua al sur de Granada, en donde falleció a la una de la tarde
del 12 de marzo de 1855, víctima de una consunción que lo llevó
lentamente al sepulcro. Su cadáver fue conducido a Granada y
sepultado con toda pompa en la iglesia parroquial.
Para nombrar al sucesor de Chamarro en la Presidencia,
fueron convocados los diputados orientales de la antigua
constituyente del 54, a la que se concedieron facultades
legislativas que no tenían. Se declaró reinstalada la Asamblea
el 8 de abril siguiente, y dos días después, expidió un decreto
en que disponía que el diputado don José María Estrada
continuase desempeñando el poder ejecutivo, en sustitución de
Chamorro, hasta que tomara posesión el que fuese más tarde
electo por el pueblo en los comicios.

-144-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Durante el sitio de Granada, fue derribada a cañonazos por


la artillería leonesa la elevada torre de la iglesia de la Merced,
desde la cual hacían mucho daño a los democráticos los rifleros
extranjeros que allí mantuvo Chamorro. La caída de aquella
torre, ornato de la ciudad contristó los ánimos de los granadinos;
pero el mismo tiempo los enardeció siendo cosa de verse y que
ahora apenas se explica, como las mujeres, los ancianos y los
niños soportaban alegres y animosos los horrores de aquel
sitio y compartían los sufrimientos con los defensores de la
plaza, a los que alentaban con sus aplausos, les asistían en los
hospitales cuando llegan heridos o enfermos y hacían suyos sus
odios y rencores contra el enemigo al frente. Los fusilamientos
de los prisioneros eran frecuentes en Granada, así como las
cadenas y tormentas para aquellos que se consideraban amigos
de la democracia por haber permanecido neutrales; y a pesar
de todo eso, del ruido permanente de los combates alrededor
de la población, de la sangre que se derramaba a torrentes de
las privaciones e inquietudes que nada de grato ofrecían las
mujeres, los ancianos y los niños que tenían franca la salida del
lago, no abandonaron el recinto de la ciudad querida, ni creo
pensaron nunca en hacerlo, tal era la confianza que había en el
heroísmo de los hijos de la que llamaban invisible Granada y el
apego a sus hogares.
La Asamblea Granadina suspendió sus sesiones el 16 de abril
de 1855, dejando inaugurado en nuevo gobierno del Presidente
Estrada, cuyo lema, a pesar de su dudoso origen, continuó
siendo “legitimidad o muerte”. Los diputados que compusieron
la asamblea del gobierno legitimista no fueron todos los de la
antigua constituyente sino solamente seis de los departamentos
de Oriente, dos del Nueva Segovia, una del de Matagalpa, cuatro
meridional y uno de Chinandega; apenas el “quórum” estricto y
sin representación absoluta del departamento Occidental. Antes
de disolverse insacularon los pliegos cerrados establecidos por
la constitución de 1854 para sustituir al presidente en caso de
falta repentina; y como había senadores, que eran los únicos
que podían ser inscritos en los pliegos, aquel improvisado
cuerpo legislativo, tuvo que infringir una vez más el mandato
constitucional, alegando a diputados en lugar de senadores.

-145-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Por la muerte del General Chamorro, ascendió a primer jefe


militar, o sea General en Jefe del Ejército legitimista, el General
Don Ponciano Corral, en momentos en que su antagonista en
el campo democrático, general Muñoz, trabajaba por conseguir
la paz. Dícese que sus simpatías estaban por Granada y que
entraba en sus cálculos el que se le debiera el restablecimiento
del orden, para que el gobierno que surgiera del arreglo lo
mantuviese ocupado en un buen puesto; cosa que pudo ser muy
posible, si se atiende a que Muñoz había figurado anteriormente
con los conservadores granadinos y a que entonces regresaba
de un largo ostracismo en el cual le tocó apurar las amarguras
de la pobreza. Fijo en su propósito de conseguir la paz por
medios amistosos, envió un comisionado ante Corral, su
antiguo compañero de armas, proponiéndole reservadamente
la creación de una junta suprema de gobierno nacional,
desempeñada por los generales en jefe de ambos ejércitos
(Muñoz y Corral), o bien el reconocimiento por sólo Corral,
previa amnistía incondicional para todos los revolucionarios.
Aquellos trabajos, según opiniones autorizadas, habrían
alcanzado éxito si se hubieran continuado, porque era notorio
el deseo de Corral de ser gobernante de Nicaragua; pero los
democráticos empezaron a murmurar públicamente y Muñoz
tuvo por prudencia suspender su iniciativa en espera de mejor
ocasión.
Antes de lo referido, el 28 de diciembre de 1854, cuando
los extranjeros al servicio militar de Chamorro sembraron el
terror en el campamento de Jalteva, se le ocurrió al licenciado
Castellón oponerles otros extranjeros, en mayor número
y más arrojados, y para esto celebró en aquel día con el
norteamericano Byron Cole, que llegó a solicitar, un contrato
para el enganche de doscientos rifleros californianos, destinados
al servicio revolucionario de guerra y organizados militarmente
con oficiales electos entre ellos mismos, aunque sujetos todos
inmediatamente a la autoridad del general en jefe democrático.
Cole participó a Castellón, en principios de 1855, que había
traspasado el contrato a Mr. William Walker, famoso aventurero
americano, que había sembrado el terror en Sonora, en donde
se proclamó presidente y de donde fue corrido a balazos por los

-146-
Mis memorias de José Dolores Gámez

mexicanos. Castellón no objetó nada a ese traspaso y sólo se


limitó a encarecer a Cole que procurase acelerar la salida de la
expedición.
Cuando el General Muñoz tuvo noticias de la próxima llegada
de una falange de advenedizos extranjeros para el servicio
de la revolución, se desagradó mucho y tomó empeño en
convencer a Castellón de los peligros que podía acarrear al
país semejante aliado. Castellón entró en temor y de acuerdo
con Muñoz se dirigió en lo privado al Presidente de El Salvador,
don José María San Martín, de quien era amigo personal y de
confianza, participándole sus recelos y pidiéndole, un auxilio de
tropa armada salvadoreña para terminar la guerra de Nicaragua,
antes de la llegada de Walker. San Martín comprendió la
gravedad de la situación; pero siéndole difícil proporcionar el
auxilio armado que le solicitaban, acreditó sin pérdida de tiempo
un ministro mediador, el presbítero don Manuel Alcaine, hombre
de clara inteligencia y doblemente respetable por sus virtudes
y su carácter sacerdotal. Castellón recibió satisfactoriamente
al mediador salvadoreño, y le facultó para que arreglase la paz
la que podría hacer depender en último caso de una amnistía
general para los revolucionarios, garantizadas por el gobierno de
El Salvador. El Padre Alcaine pasó a Granada, el 12 de junio, y
su misión humanitaria se estrelló ante la terquedad y saña feroz,
de los legitimistas que necesitaban de sangre para aplacarse;
pero que pretextaban la ley de 10 de mayo del Presidente
Chamorro, que debía cumplirse, para negar el perdón de la
vida a sus hermanos leoneses. Su encono era tanto, como que
no quisieron convenir ni en un armisticio, porque creían que
le demoraría el triunfo que ya tenían por seguro. Lo que tanto
engallaba a los legitimista en aquellos momentos, era el cambio
favorable de su situación en Centroamérica, porque sabían que
el gobierno de Guatemala había invadido a Honduras, llevando
al frente una revolución conservadora contra el general Cabaña
y no se dudaba del éxito que proporcionaría a los granadinos un
aliado, allí donde hasta entonces, habían encontrado un apoyo
los democráticos. Parece que el general Muñoz, tuvo recelos
de confiar al padre Alcaine sus pláticas de arreglo con Corral y
que éste, cuando vio que aquel llegaba a Granada a dar pasos

-147-
Mis memorias de José Dolores Gámez

para poner fin a la guerra sin contar preferentemente con él,


se creyó burlado e influyó en los suyos, para que fracasase la
mediación salvadoreña.
Los democráticos por su parte, tan luego como fueron
informados del resultado de la misión del padre Alcaine, se
consideraron desahuciados hasta de la vida, y desesperados
con esta convicción, volvieron sus ojos a la anunciada falange
americana, su última esperanza en aquel trance aflictivo.
He reseñado a vuelo de pluma la revolución de 1854 con
el doble objeto de referir mis impresiones personales y dar
algún interés histórico a estas Memorias. No hablaba en esta
reseña el testigo presencial de los sucesos, porque mi edad
en aquella fecha no me permitía serlo, sino un contemporáneo
que respiró la atmósfera del teatro principal de la guerra y que
ha consagrado su vida al estudio de la historia patria, de la cual
cree haber investigado hasta los menores detalles.
Debo aclarar que no conocí personalmente a don Fruto, pero
que mi padre amigo suyo de la intimidad y su constante admirador
me lo hizo conocer mucho en la vida pública, en el hogar y en
sus relaciones amistosas, revistiéndole siempre de altas dotes
llevadas hasta la exageración por su entusiasmo cariñoso; y
aunque nunca le he pedido tener ese afecto entrañable a don
Fruto, que sentía el autor de mis días, me he interesado en
estudiarlo y creo haberle conocido bastante por ese medio
para poderlo apreciar imparcialmente. El General Chamorro,
según mis deducciones, fue un hombre de valor y energía nada
común, dotado de buen juicio y clara inteligencia, al par que,
muy honrado en la administración de caudales públicos; pero
fue también un hombre sanguinario y tan absolutista como los
antiguos conquistadores españoles del siglo décimo sexto. Su
decreto de 10 de mayo de 1854 lo retrata de cuerpo entero
en su faz de inhumano y cruel, porque ese decreto no fue una
amenaza, sino que lo cumplió fielmente con lujo de detalles.
El licenciado don Jerónimo Pérez, amigo personal y
correligionario político de don Fruto Chamorro, lo describe
del modo siguiente: “Era, dice, de muy pequeña pero fuerte

-148-
Mis memorias de José Dolores Gámez

estatura, color bronceado, boca protuberante y risueña, ojo


vivo, frente despejada y convexa, un poco aplanada en las
sienes; su voz un tanto pausada y grave y su estilo lacónico y
sentencioso, tenía un valor extralimitado, y cuando adoptaba
una determinación, era tan resuelto y firme como que nada pedía
hacerle ceder, cualquiera que fuera el éxito que se presentase;
pero como el hombre es un conjunto de contrariedades, a este
temple de alma reunía una sensibilidad extrema, que le hacía
verter lágrimas por la menor desgracia propia o ajena.” Esta
descripción de don Fruto solo tiene de inverosímil eso de que
vertiera lágrimas por “la menor desgracia ajena” pues nunca
que sepamos lloró jamás por tanto infelices que llevó al patíbulo
o que maltrató castigándolos a estilo romano.
Hace algunos años vi en Managua en la Biblioteca Nacional
un retrato al óleo, hecho por don Toribio Jerez, que me dijeron
ser el de don Fruto Chamorro, asegurándome don Antonio
Aragón, que tenía un notable parecido con el original. La
fisonomía del General Chamorro en aquel retrato no tiene nada
de simpática y hasta le encontré parecido con una de las figuras
del libro “Magia Blanca Moderna “de Polinntzien, que representa
al hombre perverso y que está descrito así: “su figura es fea,
deforme: tiene las orejas largas, estrechas como la del tigre
o el chacal, su nariz es regular, estrecha y azulada; su boca
es distendida con labios delgados y dentados; tiene dientes
caninos muy largos en inclinados hacia fuera”. Si aquel retrato
era perfecto, lo cual no creo, el parecido del general Chamorro
con el del hombre perverso, según las ciencias conjetúrales, no
podía ser mayor ; pero no porque Chamorro no fue un hombre
perverso y por lo tanto no podía su cara denunciarlo de lo que
no era, pues “cada ser, cada cosa, es un libro abierto que ofrece
a nuestras miradas las páginas donde tiene inscritos todos los
secretos de su propia naturaleza, todas las moralidades de su
propio ser, todo lo que , efecto preciso de su particular estado,
podemos y debemos esperar de él en el momento propicio.
En lo que todos están de acuerdo respecto de la fisonomía de
don Fruto Chamorro es en que tuvo prominente o abultada con
dientes largos e inclinados hacia fuera, lo cual según la ciencia
fisonómica denuncia un carácter “duro, estúpido y cruel”, como

-149-
Mis memorias de José Dolores Gámez

dicen que fue el suyo. Don Fruto logró ser querido con sus amigos
con el mismo idolatrar de los granaderos para Napoleón o de los
aborígenes para sus caciques. Personas inteligentes y sensatas
sugestionadas por el cariño, encontraban sublime todos los
actos de su ídolo, sin excluir ciertos rasgos de desequilibrio que
le caracterizaba, porque siempre lo veían a través del prisma
del afecto. Varias anécdotas se refieren acerca de su carácter
que le hacen ser mejor visto en su intimidad.
Refiérase que cuando él llegó de Guatemala a hacerse
cargo de la familia de su padre en Granada, estableció entre
ella la más rigurosa disciplina de obediencia a sus mandatos.
Sucedió en uno de tantos días, a la hora de almuerzo, que le
fue servida a Fernando, el menor de sus hermanos, un huevo
frito que rechazó con ira, manifestando tener ya dicho que él no
tomaba huevos en esa forma. Don Fruto le ordenó con tono
autoritario de mando, que se comiera aquel huevo, aunque no
le gustase. “No lo cómo”, repuso Fernando con voz alterada.
Saltó entonces don Fruto de su asiento, se colocó en una silla
inmediata a la que ocupaba su hermano y le repitió con energía:
“Cómase usted ese huevo”. “No me lo como”, contestaba el
otro; y cómale y no lo como, continuaron ambos diciendo todo
el día, desde la nueve de la mañana hasta por la noche, sin
moverse de sus sitios ni un momento, ni probar ni beber nada.
Se encendieron luces y la disputa continuó con igual empeño,
hasta las tres de la mañana del día siguiente, hora en que
Fernando, muerto de sueño y de fastidio, capituló y tuvo que
comerse frío y contra su gusto aquel malhadado huevo.
Otra vez, siendo don Fruto jefe político de Rivas, llegó a
visitarlo a su oficina el coronel Montiel, caudillo conservador
y amigo personal, suyo muy querido. Montiel tenía la mala
costumbre de comerse las uñas, y Chamorro que se molestaba
con eso lo reprendió varias veces y por último le previno que si
en su presencia volvía a comerse las uñas, estuviera entendido
de que le iba a pegar. Montiel tomaba la cosa en broma y le
daba excusas. En el día mencionado y en lo más animado de
la conversación con don Fruto, principió Montiel a morderse las
uñas. Don Fruto que le observaba se apoderó rápidamente de

-150-
Mis memorias de José Dolores Gámez

una gruesa regla de ébano, que estaba sobre la mesa y con


ella descargó tal golpe a Montiel sobre la mesa, que le fracturó
las falanges de algunos dedos. Rabioso y adolorido Montiel
se desató en insultos contra su ofensor, llamándolo cobarde y
retándole, todo lo cual oía tranquilo Chamorro, repitiéndole de
vez en cuadro: “yo le dije que le iba a pegar si volvía a comerse las
uñas en mi presencia para que se las comió, ¿pues?” Después
que el coronel Montiel se retiró de la oficina de la Jefatura
Política, Chamorro quedó meditabundo por varios minutos,
llamó enseguida a su ayudante don Adolfo Guerra (que fue quien
me refirió todo esto en Rivas en 1882), y con visible ansiedad
le preguntó: “Te parece a ti que le pegué muy duro al pobre de
Montiel?” “Sí señor, le respondió, como que le ha quebrado
los dedos”. “pobre Montiel, pobrecito”, exclamó Chamorro con
vos dolorida. “Él tuvo la culpa, porque yo se lo tenía advertido,
¿para qué se comió las uñas?”. Enseguida se puso a llorar
como si fuera un niño, y en cuanto se mitigó su llanto, fue a la
casa de Montiel a pedirle perdón y a protestarle que la culpa
no había sido suya, pues bastante le había prevenido que no
volviera a comerse las uñas. Montiel le contestaba con insultos,
pero no por eso desistió don Fruto de su empeño hasta que
logró calmarlo y reconciliarse con él. Tal era de tenaz, porfiado
y desequilibrado de mollera el general Chamorro; y para prueba
bastan esas dos anécdotas que referían con cierto entusiasmo
dos testigos presénciales respetables, correligionarios políticos
suyos.
En cambio, visto don Fruto por la faz de sus actos de valor
personal es digno de ser admirado con el entusiasmo con lo
hacían sus amigos. En el año de 1844 en que don Fruto era
Supremo Delegado o sea jefe designado por la suerte del
Gobierno Confederado tripartito que se instaló en San Vicente el
29 de marzo de aquel año, ocupaba como dormitorio una pieza
del piso alto de su casa de habitación, en la cual le acompañaba
mi padre que fue íntimo amigo personal y su secretario particular.
En una de tantas noches, en momentos en que don Fruto se
disponía a acostarse, se acercó a la casa una muchedumbre
compacta que ocupó la calle, vociferando gritos de muerte y
palabras injuriosas para el Supremo Delegado. San Vicente

-151-
Mis memorias de José Dolores Gámez

era en aquel entonces un pueblo de matones desalmados,


con fama nada recomendable, al que Malespín, jefe del estado
de El Salvador, tenía de la mano y lanzaba contra el Supremo
Delegado para intimidarlo o ahuyentarlo del suelo salvadoreño,
o quizás con fines peores. Chamorro estaba solo y sin vacilar
un instante ni querer escuchar las observaciones que le hacía
mi padre, se lanzó escaleras abajo, desarmado y en pechos de
camisa tal como estaba, hasta llegar a la calle y confundirse
entre el tumulto, en donde con su cigarrillo alumbraba de cerca
la cara de todo aquel que gritaba mueras a su nombre. Sucedió
entonces lo que no era de esperarse; cuando aquel populacho
insolente reconoció a Chamorro, pareció como avergonzado
de su actitud y se retiró paulatinamente y en silencio hasta
quedar desierta la calle. Don Fruto subió entonces con toda
tranquilidad a su dormitorio y poco después roncaba como un
lirón. Años después, en los días del sitio de Granada, salió
don Fruto de la plaza a la cabeza de un pelotón de soldados y
acometió de frente a una partida enemiga que merodeaban en
el barrio de la Otra Banda. El choque fue terrible, pero quedó
triunfante Chamorro, quien persiguió a los vencidos hasta
verlos desaparecer detrás de las trincheras del campamento de
Jalteva. Don fruto, además de ser atleta por su fuerza muscular,
era también un corredor extraordinario, que corría a la par de
un caballo. En aquella ocasión se adelantó a sus soldados
en pos de los vencidos, deseos de capturarlos; pero al doblar
una esquina se encontró de súbito con un soldado enemigo,
que, habiéndole reconocido y visto avanzar, lo esperaba con
el fusil tendido y apuntando, listo para disparar. El General
Chamorro, aun cuando no portaba más arma que un látigo, no
se desconcertó con aquel encuentro y haciendo pie firme ante
el arma que amenazaba su pecho, abrió los brazos y mirando
fijamente a su enemigo, le gritó: “Vamos cobarde, ¿a qué no
tienes valor de matarme? Tira para que lo veas; aquí está mi
pecho”. Disparó el soldado su fusil y tuvo la sorpresa de no
acertar y de tener sobre sí a Chamorro, que saltó rápidamente
con el látigo levantando y se lo dejó caer con tanta fuerza que
lo arrastró a sus pies, en momentos en que llegaban en su
auxilio los ayudantes que le acompañaban. Quisieron estos

-152-
Mis memorias de José Dolores Gámez

matar al soldado, mas Chamorro lo impidió contentándose con


despojarle del fusil y concederle generoso perdón, el único
quizás que otorgó durante el periodo de mando. Hay quién diga
que don Fruto tenía una mirada subyugadora, de influencia
sugestiva poderosa y con su auxilio, pudo en San Vicente y
en Granada, salir victorioso en esas ocasiones. Ignoro cuanto
tenga de cierta esa afirmación.
Antagonista de Chamorro en el sangriento drama del 54,
fue el General don Máximo Jerez, que también tenía un valor
extraordinario. El escritor hondureño don Adolfo Zúñiga, que
le trató mucho, decía de él en 1881: “pocos hombres tan
ventajosamente dotados por la naturaleza como Máximo Jerez.
Muy joven fue la lumbrera de la famosa Universidad de León
de Nicaragua, el latín, la escolástica, los derechos canónicos y
civiles y la literatura clásica greco-romana le fueron familiares,
cuando era casi adolescente. Parece que recibió los grados de
doctor en filosofía y en cánones, cuando apenas tenía veinte
años. Desde entonces el nombre de Jerez volaba en alas de
la fama en todos los ámbitos de Centroamérica. El mismo nos
refería muchas veces con su natural e ingenua sencillez, con
candoroso donaire, aquella época de su “sabiduría”. Enviado a
Europa como secretario de la legación Castellón, por los años de
1843 a 1844, allá sufrieron brusco y completo cambio sus ideas.
El ergotizador hábil e invencible se hizo hombre; la civilización
moderna hirió los ojos del “colono borlado”, que, respirando
el aire del siglo XIX, vivía en plena edad media, sin saberlo,
aquí en las regiones de la luz, aquí en la América, la tierra del
progreso del derecho y de la libertad. “Pocos hombres hemos
conocidos que hayan profesado sus ideas con tan profunda fe,
con tan entusiasta ardor como Jerez. Se habría embarcado como
Colón, con rumbos a mares lejanos desconocidos, en busca de
la “nacionalidad”, el hada de los sueños, o se habría hecho valor
como Ricaurte en San Mateo, si del humo del incendio debía
resultar la unidad Centroamericana. Jerez probó con toda su
vida de heroísmo, de sacrificios y martirios, hasta donde alcanza
el poder de las ideas, cuando se albergan en una gran cabeza y
en un bien puesto corazón. Para Jerez, su persona, su familia,
los intereses particulares nada significaban: la patria era antes

-153-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que todo. “Pocos hombres han alcanzado en Centroamérica


más universal nombradía y más vasta popularidad. Y es porque
pocos, muy pocos, han reunido en grado tan eminente tantas
y tan aventajadas dotes. Filólogo, filósofo de la escuela de
Augusto Compte y de Littié, matemáticos, orador parlamentario
de la primera fuerza, diplomático, jurisconsulto distinguidísimo,
educacionista, tal vez el primero de Centroamérica; escritor
que no escribía, sino que esculpía como Tácito y Pascal,
pensador de una potencia y de una actividad incomparable,
político idealista, político revolucionario, pocas veces político
positivo; soldado intrépido, cubierto de honrosas cicatrices;
general entendidísimo, aunque deficiente en algunas de las
cualidades indispensables para llevar los ejércitos a la victoria;
propagandista incansable, tenaz, que tenía fe del apóstol y
la abnegación del mártir hombre de grandes ideas, de vasta
concepciones y de una actividad febril de la ejecución, y todo esto
bajo una sencillez, una modestia, una humildad tan naturales,
tan espontáneas como sinceras.” Esos perfiles apologéticos de
Jerez, descartados de las exageraciones del cariño, le dan a
conocer tal como lo juzgaban sus contemporáneos de fuera de
Nicaragua.
El Licenciado Pérez (don Jerónimo) que fue adversario
político del jefe democrático, se expresa de él en estos términos:
“Jerez en su juventud no tenía rival en la Universidad de León
por su precoz talento que le permitió coronar su carrera en edad
muy temprana, pero más que por la ciencia era notable por sus
virtudes. Frecuentaba los sacramentos y se martirizaba con el
ayuno, el azote y con una completa abstinencia de todo placer
humano. En la calle marchaba con la vista baja en el suelo y
al pasar sobre el enladrillado de las casas llevaba mucho tino
para no poner la planta sobre las junturas que formaban cruz…
En el año de 1843 fue a Europa de Secretario de la Legación
de Nicaragua, y la vida y los encantos de París relajaron su
austeridad: se arrepintió de los azotes que se había dado y
del tiempo invertido en el misticismo. A su regreso adoptó la
carrera militar bajo las órdenes de Muñoz y ascendió a Teniente
Coronel.

-154-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Jerez de pequeña estatura y de constitución muy débil, color


moreno, barbilampiño, ojo vivo centellante, frente espaciosa y
cabeza muy abultada. Su voz tiene un dejo desagradable, pero
encanta su concisión y profundidad de pensamientos, Para
hablar mueve convulsivamente los ojos y los labios, dejando
ver una dentadura rala apartada y rala, que le da un aspecto
siniestro. Este hombre destinado a causar tantos males a su
patria , no sabe montar a caballo, no puede manejar una espada
ni disparar una pistola, no sabe ni puede dar órdenes, hablando
a sus subalternos en tono de súplicas, y de allí es que aunque
en sí repruebe los excesos, principalmente el robo, porque él
de nada necesita y no conoce el valor de la moneda, tiene que
tolerarlos todos, poniéndose él mismo y lo que tenga en sus
manos a disposición de cualquier descamisado que se le pida,
y que para Jerez es un buen “oficial” o un excelente sujeto.
Su tolerancia y profunda calma es artificial, porque en el fondo
es impetuoso: cuando su cólera desbordada, le aparecen dos
manchas rojas en las mejillas; pero en ese momento reflexiona
y se le ve apaciguarse y permanecer en un estado que parece
naturalmente tranquilo.” Descartando de esa apasionada
relación las exageraciones del desafecto político, podremos
también formarnos de Jerez una idea aproximada, sobre todo,
cuando la pluma legitimista que bosqueja su personalidad,
es una pluma enemiga, que debe merecer completa fe en
todo cuanto diga favorable al jefe democrático de quien para
rebajarlo, afirma que “no sabía montar a caballo, ni manejar
una espada, ni disparar una pistola”, siendo notorio que Jerez
recorrió Centroamérica en su mayor parte y estuvo en muchos
campos de batalla, montando a caballo, hizo brillar su espada
en muchos combates y asaltó a pistoletazos más de un cuartel.
Creo que queda suficientemente diseñados los dos grandes
caudillos del 54 en Nicaragua; pero de Jerez hablaré algo más
al referirme adelante la impresión que me causó, cuando lo
traté personalmente.
Continúo la relación de mis recuerdos íntimos. Desde el mes
de junio de 1853 el hogar paterno contó con un miembro más,
con la tierna María que llegó a alegrarlo. María fue muy parecida
físicamente conmigo, en tal grado que parecía mi hermana

-155-
Mis memorias de José Dolores Gámez

gemela; a la inversa de Lisandro, que era un tipo diferente,


pues tenía ojos y cabellos negros y los rasgos fisonómicos
de mi padre. María fue la única hija que tuvieron mis padres,
y la llamaron con ese nombre hasta el año de 1858, en que,
al confirmarla en Masaya el Obispo Lorente, de Costa Rica,
le puso el de Carmela, que llevó en lo sucesivo. Mi madre,
disgustada profundamente con mi tía María, no quiso que su
hija continuase llevando su nombre y de allí que le pusieron
otro. Poco después de nacida mi hermana, en el mismo año
de 1853, tuvo mi padre que ausentarse, dejando a su esposa
acompañada de mi abuela, en una casa de altos que existía
entonces frente del costado sur de la iglesia de la Merced, en
la cual quedamos también los tres retoños del matrimonio y
de mi hermano natural Francisco, a la sazón de ocho años de
edad. Contaba mi madre, que un poco después de haberse
ausentado mi padre de Granada, se contagiaron todos los niños
de la tos ferina a los que les dio con tal fuerza que vomitaba
sangre en los accesos de la enfermedad, en uno de los
cuales se le quedó muerto en los brazos el pequeño Lisandro.
Amenazados quedamos, mi hermana y yo de correr la misma
suerte, especialmente un día en tuve acceso de tos que parecía
ser el último y que obligó a mi madre a correr conmigo en los
brazos a buscar intervención de un milagro en la iglesia vecina,
en una de cuyas naves se hallaba la famosa imagen de rostro
y manos de alabastro, de la Virgen de Dolores, ante la que se
arrodilló, colocándome a sus pies, pidiéndole con toda su alma
que le sugiriese una medicina que pudiera salvarme. Decía
mi devota madre, que enseguida sintió algo extraño dentro de
sí, que la llenó de confianza y que le sugirió el convencimiento
de que las plantas de verdolaga que cubrían el patio de su
casa, cocidas en agua azucaradas, era el antídoto para mi
enfermedad que le indicaba la Virgen. Regreso presurosa al
hogar, puso a cocer la hierba, y aquel cocimiento, bien colado,
lo dio a beber a sus enfermitos que le apuraron con avidez y
se curaron a continuación “como con la mano”. El hecho lo
atestiguaba la familia nuestra que era numerosa, reconociendo
unánimemente la intervención del milagro, en virtud del cual
se comprometió mi madre con la Virgen, para significarle su

-156-
Mis memorias de José Dolores Gámez

gratitud, a que yo, después de confesar y comulgar como lo


manda la Santa Madre Iglesia, diría o haría decir cada año un
novenario de Dolores en la semana inmediata a la de Ramos.
Esto se cumplió fielmente hasta el año de 1868, fecha de mi
emancipación intelectual, en la que cobró horror el catolicismo,
fastidiado de los rezos y novenas que me recetaban diariamente
en el hogar y convencido, además de que el rito católico era
un legado de la sociedad antigua, que no concordaba con las
nuevas generaciones que íbamos más allá de la tradición y los
consejos, guiándonos por la razón y el sentido común.
Algunos meses después de mi convalecencia, sufrí una caída
desde el piso alto de la casa que habitábamos, hasta el piso
bajo de los corredores, rodando por la escalera de grada en
grada, cayendo al pie de ella con la cabeza rota y derramando
mucha sangre. Aseguraba mi madre que nadie creía que
sobreviviese a semejante caída; y aunque estaba inmediata
la milagrosa Virgen de los Dolores, mi madre cometió la pifia
de no recordarla en aquella ocasión, quizás por aturdimiento
y de llamar al famoso doctor David, que resultó entonces tan
milagroso como la imagen de rostro y manos de alabastro,
pues restañó la sangre y curó la herida con habilidad de experto
cirujano y, gracias a él, convalecí sin haber contraído nuevos
compromisos religiosos para lo futuro, aunque con una anemia
que me duró hasta en la adolescencia.
Dije que mi padre se había ausentado desde el año 1853,
pero no expresé adónde. Voy ahora indicando, además el
motivo de su ausencia. Cuando mi padre se dedicaba al cultivo
del café en la Sierra de Managua, allá por los años de 1854 y
siguientes, tuvo de vecino en una finca inmediata a la suya, a
un español de edad madura, llamado don Juan Grijalva, que
vivía pobremente, consagrado a las labores del campo. Sus
modales cultos su honradez y la caballerosidad de su trato,
impresionaron favorablemente a mi padre, que no tardó en
intimidar sus relaciones de amistad con él. Don Juan Grijalva
descendía de una familia de hidalgos de Castilla, vivía, como
llevo dicho en honrada pobreza y privado de noticias de su
familia, desde hacía muchos años. Un día, sin embargo, recibió

-157-
Mis memorias de José Dolores Gámez

un periódico español en el que anunciaba el fallecimiento de


doña Bibiana de Arrechavala, tía carnal suya, que dejaba una
crecida fortuna en tierra, sin tener más herederos que sus dos
sobrinos, don Juan Grijalva y una prima de éste de apellido
también Arrechavala, que había entrado en posesión de los
bienes. Tenía pues, don Juan necesidad de apersonarse en
la Coruña, lugar en que estaba radicado la sucesión, hacerse
declarar heredero, por tratarse de un mayorazgo, y llenar las
demás formalidades legales para hacer valer sus derechos y
entrar en posesión de su haber hereditario; pero para todo esto
se necesitaba de algún dinero y don Juan no lo tenía. Consultó
el caso con mi padre, que era el amigo de mayor confianza,
y le propuso darle una parte de la herencia si se trasladaba a
España, llevando su poder generalísimo, y lograba éxito.
Mi padre aceptó, pero aplazando su viaje para más tarde,
o sea para cuando tuviese reunidos los fondos necesarios.
Vendió por ese motivo su finca de café y su valor, unido a tres mil
pesos en oro que le apartó mi madre, le sirvió para el viaje que
hizo en 1853, habiendo celebrado antes un contrato escriturado
con Grijalva, en virtud del cual se comprometía a trasladarse
a España, llevando la representación general de éste, y litigar
por cuenta y riesgos propios hasta entrar en posesión del
mayorazgo de la Coruña, al que una vez realizada se dividiría
entre dos partes iguales. En virtud de lo estipulado se embarcó
mi padre en San Juan del Norte a borde de uno de los vapores
de la línea de Tránsito y desembarcó en Jamaica, de donde se
trasladó a Chile, permaneciendo algunos meses en Valparaíso,
en el internado de un colegio mercantil, en el que aprendió
el idioma inglés y la contabilidad comercial, y tomó además
algunas lecciones de gramática castellana, historia universal,
y geografía elemental. Así preparado, se dirigió enseguida a
Europa, avecinándose en la ciudad de la Coruña, lugar en que
debía entablar el juicio contra los poseedores de la sucesión
Arrechavala; pero como sus recursos no eran abundantes,
se dedicó al estudio del derecho español, para economizar
los gastos que le ocasionaban las repetidas consultas
abogadiles; resultado cuando terminó el juicio, tan entendido en
jurisprudencia, como si esa hubiera sido su carrera profesional.

-158-
Mis memorias de José Dolores Gámez

No estoy cierto de la fecha en que regresó mi padre en


Nicaragua, pero creo que fue después de la muerte de don
Fruto y de haberse levantado el sitio a Granada. Su vuelta al
hogar fue acibarada con la noticia de la muerte de su hermano
menor, el coronel Nicanor Gámez, a quien quería con amor de
padre y del que vivía envanecido. Don Nicanor, con efecto, fue
casi creado por mi padre, que le hizo educar en León, en donde
alcanzó el grado de bachiller en artes y ciencias. Era el mejor
parecido de sus hermanos, entre los cuales sobresalía por su
clara inteligencia y regular instrucción. Alcanzó en la milicia el
grado de coronel y servía la Gobernación e Intendencia de San
Juan del Sur, entonces de mucha importancia por el tránsito
interoceánico, cuando el cólera morbo lo llevó al sepulcro.
Don Nicanor había sido mi padrino de pila y fue el único de los
hermanos de mi padre que no malquiso a mi madre y que le
guardó siempre las mejores consideraciones. Mi padre, cuando
regresó a Granda, fue a vivir con mi madre, que ocupaba la
casa nueva de mi abuela, sitiada al Oriente de la plaza principal,
a dos cuadras de ésta sobre la calle de Guadalupe, que va para
el lago.
Don Saturnino Reyes, hermano menor de mi abuela, figuraba
en aquel entonces en el alto comercio granadino y ocupaba con
su familia y dos de sus hermanas, una casa que quedaba al Sur
del cuartel principal, un poco detrás, llamada no sé por qué de
la “Ventura Gámez”, a la cual me llevaban de paseo lo mas de
los días a jugar con mi hermanita que estaba entregada a los
cuidados de su nodriza, una hermana de leche de mi madre y
persona de toda confianza.
No recuerdo más que sea digno de referirse en mis impresiones
del año de 1854. Pasó el tiempo con su andar acostumbrado, y
hubo otros sucesos de los cuales hablare enseguida.

-159-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo IX

Los filibusteros

Dormía en un mismo lecho con mis padres, en la madrugada


del 13 de Octubre de 1855, cuando me despertaron las voces
alarmadas de mi madre con motivo de las descargas de fusilería
que sonaban hacia el lado de San Francisco, a tres cuadras de
distancia de nuestra casa. Mi padre le contestó tranquilizándola
y diciendo le que aquellos ruidos no eran de fusilería, sino de
las sartas de bombas pirotécnicas que quemaban con motivo
de las fiestas del Rosario que se celebraban en aquel día. Sin
embargo, tuvo que darle la razón a mi madre, cuando el ruido de
las descargas pareció avanzar sobre la plaza principal oyéndose
al mismo tiempo el tropel de gente que huía y el aviso de que
los yanquis se habían apoderado del cuartel. Para la mejor
inteligencia de aquel suceso, traeré a cuento sus antecedentes.
Después del desaire hecho en Granada la misión pacificadora
del Padre Alcalino, Castellón desesperado al recurso extremo
de activar la llegada del auxiliar de la Falange aventurera que
tenía contratada. Ésta llegó al Realejo, procedente de California
el 13 de junio de 1855, a ponerse a las órdenes del gobierno
provisional de León, llevando de jefe inmediato al propio William
Walker que, como dije antes, se había hecho muy conocido por
sus correrías filibusteras en el Estado de Sonora en México.
Castellón, muy ilusionado con la llegada de aquella columna
de famosos tiradores, armados de excelentes rifles Minie y
Mississippi, muy superiores en todos los tradicionales fusiles
de piedra que usaban los beligerantes nicaragüenses, recibió

-160-
Mis memorias de José Dolores Gámez

muy placentero a Walker y sus hombres, formando contrastes


con el general Muñoz, comandante general del ejército
democrático, que no pudo disimular la repugnancia con que
miraba la presencia del jefe filibustero. Éste que era muy listo,
se aprovechó de aquella circunstancia y lo tomo de pretexto
para suplicar a Castellón que le permitiese expedicionar con
su columna sobre el Departamento Meridional, lejos de Muñoz,
con objeto de acercarse más fácilmente a Granada por ese
lado y atacar a los legitimistas en su propio centro. Después
de algunas vacilaciones, convino Castellón en la que se le
proponía, dándole enseguida a Walker el nombramiento de
coronel y jefe de operaciones militares sobre el departamento
Meridional, hoy Rivas.
Walker se hizo nuevamente a la vela en el “Vesta”, que aún
permanecía esperando sus órdenes en el Realejo, llevando a
la expedición su columna de californianos, bautizadas ya por
Castellón con el pomposo nombre de “Falange Americana” y,
además un refuerzo de cien nativos al mando del coronel leonés
don Mariano Méndez, más conocido con el nombre del “Indio
Méndez”. El 27 de junio desembarcó sigilosamente la expedición
en la rada del Gigante de la costa de Brito, y se internó hasta
la ciudad de Rivas, cuya plaza encontró cubierta con tropas
legitimista, enviadas de Granada por el General Corral, a quien
el General Muñoz le dio oportuno aviso reservado. Al acercarse
los expedicionarios a la plaza de Rivas y recuperar los fuegos
de fusilería, Méndez abandonó el campo de batalla retirándose
con la tropa leonesa; por la cual la pequeña escolta americana,
que quedó combatiendo, fue completamente derrotado el 29
del mismo mes, dejando once muertos y llevándose a varios
heridos. Walker con los restos de su reducida columna, pudo
escapar hacia el lado de San Juan de Sur, gracias a la ineptitud
de los legitimistas que perdieron la ocasión de haber concluido
para siempre con él aquella vez. En San Juan del Sur, encontró
anclada la goleta costarricense “San José”, se apoderó de ella
zarpando enseguida con su gente. De camino se encontró con
el “Vesta” que regresaba, se trasladó a su bordo, lo hizo cambiar
de rumbo y continuó hasta el Realejo, en donde desembarcó el
1 de julio siguiente.

-161-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Castellón felicitó a Walker por su intrépido comportamiento en


Rivas y lo invitó a que se reconcentrase en León con su falange,
por encontrarse amenazado muy de cerca, según decía, por las
tropas legitimista que ocupaban ya Masaya, comandada por el
general Corral en persona, que se movía con todo el grueso de
su ejército sobre León. Walker aceptó aquella invitación, pues
fue a León, aunque no su falange, y desde su llegada acusó a
Muñoz de traición por el parte que dio a Corral de su salida para
Rivas, y exigió del presidente provisional que fuese castigado;
pero Castellón lo aplacó con razonamiento diplomático,
reconociéndole la justicia del cargo; pero convenciéndolo
también de la necesidad de aplazar el escarmiento para cuando
mejorase las circunstancias. Hizo más, reunió en su casa a
los dos jefes, y logró que se reconciliase y se separasen en la
mejor armonía.
Toda la ambición de Walker era apoderarse del departamento
meridional en que se hallaba establecido el transito interoceánico,
para procurarse allí nuevos enganches y recursos con que
hacerse dueño de Nicaragua. De allí que encontrando en
aquellos momentos alguna dificultad en el gobierno democrático
para conseguirlo, fingiéndose que se retiraba disgustado a
Chinandega y que propalase su resolución de regresar con
su falange a San Francisco de California; aunque sí tuvo el
cuidado de dejar en León a su socio confidente Byron Cole, a fin
de que explotara en su favor la situación afectiva de Castellón.
Este cedió al fin, y después de modificar con Cole el contrato
primitivo de enganche, autorizó a Walker para que pudiese
enrolar hasta 300 norteamericanos en servicio de Nicaragua,
ofreciéndoles cien pesos mensuales de sueldo y 500 acres
de tierra al finalizar la campaña. Al mismo tiempo autorizó a
Walker para que arreglase todas las divergencias y cuentas
pendientes entre el gobierno de Nicaragua y la Compañía
Americana Tránsito. Obtenido lo que tanto anhelaba el jefe
filibustero, dispuso volver inmediatamente a Rivas; pero como
quiso hacerle dando una sorpresa a los legitimistas, propaló que
marchaba para Honduras en auxilio del presidente Cabañas

-162-
Mis memorias de José Dolores Gámez

En aquellos días se desarrolló en Managua la epidemia del


cólera morbo en el ejército legitimista, destinado a la toma
de León; y Corral, en vez de marchar precipitadamente a su
destino, para llevar, el contagio a su enemigo, como recurso
extremo si su ataque se malograba, se contentó con ver morir
apestados y en inacción a todos los soldados, hasta quedar
reducido a un pequeño cuadro de oficiales, con el cual regreso
a Granada. Cuando esto sucedía el gobierno legitimista dispuso
enviar con un auxilio de 300 hombres al general hondureño don
Santos Guardiola, para que después de expedicionar sobre
Nueva Segovia, ocupada por los democráticos, e internara
en Honduras a combatir a Cabañas, en connivencia con las
tropas de Carrera. La noticia de la salida de esos auxilios, llegó
enseguida a León, en donde no habiendo ya nada que temer
del amago de las tropas de Managua, se dispuso que marchase
el general Muñoz con fuerzas suficientes al encuentro de
Guardiola. El 18 de agosto se avistaron ambas columnas en
el pequeño pueblo de El Sauce, y después de seis horas de
combate. Fue derrotado Guardiola; pero quedó muerto Muñoz
en el campo de su gloria. Walker se aprovechó del aturdimiento
que produjo en León la muerte de Muñoz, para salir del Realejo
con su falange y con un piquete de cientos setenta nativos, que
le proporcionó el subprefecto de Chinandega, Coronel Don José
María Valle, que se agregó voluntariamente a la expedición, no
obstante, habérselo prohibido el Director Castellón, opuesto
entonces a la marcha de Walker, de quien ya recelaba algo.
El 23 de agosto zarpó por tercera vez el “Vesta” con Walker
y sus hombres con los cuales arribó a San Juan del Sur seis
días después. Fue desembarcada la expedición hasta el 2 de
septiembre, y el 3 avanzó hasta el puerto lacustre de la Virgen,
en donde fue atacado por el general Guardiola, que había
llegado de Granada con seiscientos hombres escogidos, y en
donde también después de unas pocas horas de nutrido fuego
de fusilería, el jefe hondureño, asustado con los certeros tiros
de los rifleros americanos, salió huyendo vergonzosamente
dejando muertos y varios heridos. Tan luego como se tuvo
noticia en Granada del desastre de Guardiola, marcho
sobre Rivas el General Corral, a la cabeza de mil hombres

-163-
Mis memorias de José Dolores Gámez

enardecidos y sedientos de tomar el desquite; pero al llegar


el jefe legitimista, perdió lastimosamente el tiempo estudiando
combinaciones estratégicas y dando lugar con su demora a que
su enemigo aumentara el número de su ejército y mejorase sus
condiciones. Con efecto, después de la fuga de Guardiola se
presentaron voluntariamente a Walker, a empuñar las armas
que aquel dejara abandonad en la Virgen, los amigos de los
democráticos y también muchos de los rivenses legitimistas
castigados severamente en Granada por no haber concurrido a
sostener a Chamorro, cuando el sitio de aquella ciudad. Además
de estos soldados recibió Walker en esos días una columna de
enganchados de California, compuesto de 35 rifleros, llegando
en el vapor “Sierra Nevada” de la línea del tránsito los cuales
juntaron en el puerto con un cuerpo de voluntarios leoneses que
condujo del Realejo la goleta “San José”.
El Gobierno Provisional de León, mientras tuvo la desgracia
de perder a su Jefe el Director Castellón, que falleció víctima de
la epidemia del cólera el 8 de septiembre de 1855. Momentos
después de haber recibido la noticia del triunfo de Walker sobre
Guardiola. El senador Nazario Escoto, entro a sucederle por
ministerio de la ley.
Walker continuaba en San Juan del Sur, haciendo
frecuentemente salidas hasta la Virgen, no obstante, la presencia
de Corral y su ejército en Rivas que le amagaba. Entendido
ya con los empleados de la compañía de Transito, obtuvo por
medio del gerente de los vapores que le fuese entregado un
paquete de correspondencia, que el General Chamorro, Mayor
General del Ejército legitimista, les había confiado con mil
recomendaciones para que lo pusieran en manos del General
Corral. En aquel paquete había una carta del propio General
Chamorro, en la que con una ingenuidad patriarcal refería a su
jefe que con la salida de las tropas de Rivas, había quedado
la plaza de Granada en el mayor desamparo, custodiada
apenas por una reducísima guarnición. Al imponerse Walker de
aquellas noticias, se llenó de alegría y, sin preocuparse más de
Corral que nunca acababa sus preparativos para atacarlo, se
embarcó sigilosamente en uno de los vapores del lago con toda

-164-
Mis memorias de José Dolores Gámez

su gente, pasó a la vista de Granada con las luces apagadas


y fue a desembarcar a una legua al norte de la ciudad, sobre
la playa del lago en una punta llamada Tepetate, en donde la
profundidad de las aguas y el acantilado de la costa, suplían en
parte la falta de muelle para descargar la embarcación.
Hablando de esta expedición se expresaba Walker en estos
términos: El vapor botó las anclas a eso de las diez de la noche,
cerca de la orilla, amarrándola después, por medio de un cable
a un gran árbol de la costa y valiéndose de ese mismo cable
se hizo el desembarco en una lancha de hierro perteneciente
al vapor. Sería cosa de las tres de la mañana, cuando llegó a
tierra el último cuerpo de tropa, en cuyo viaje metieron mucho
ruido los caballos que se habían llevado par el uso de Valle y
Gilma, ruido que parecía mayor de lo que realmente era en sí,
por la ansiedad que había, porque los movimientos pasaran en
silencio y desapercibidos. “Después que todos desembarcaron
se organizó la columna con algunas dificultades por motivo de la
oscuridad de la noche, lo sombrío de los árboles del bosque y la
absoluta ignorancia en que se hallaban los oficiales y soldados
acerca de la naturaleza de aquel terreno. Fue, sin embargo,
dada la orden de marcha, caminando al frente la falange, a
retaguardia los del país y adelante, sirviendo de guía, Ubaldo
Herrera, natural de Granada. En tanto como hubo oscuridad, la
marcha fue penosa y difícil, pero apenas apuntó el día, Herrera
se orientó mejor y la columna no tardó en caer al camino que de
la ciudad va para “Los Cocos”. Una o dos mujeres del pueblo
que por allí transitaban, informaron a Walker de que todo estaba
tranquilo en la población y que nadie esperaba un ataque ni
sospechaba siquiera la aproximación del enemigo”. “A una
media milla de la ciudad, cuando los primeros rayos del sol
naciente iluminaban el horizonte, se oyó de improviso un alegre
repique de campana que fue tomando por algunos americanos
como una señal de alarma con la cual ponían de manifiesto el
enemigo su confianza y la satisfacción de ser atacado; pero
no había nada de eso, sino que repicaban en celebración de
un triunfo alcanzado por Martínez en Pueblo Nuevo, en donde
había derrotado dos días antes a los democráticos. Sonaban
aún las campanas, cuando la vanguardia llegó a las primeras

-165-
Mis memorias de José Dolores Gámez

chozas de los suburbios de la población, y pudieron convencerse


entonces los americanos, observando los asustados semblantes
de la gente de los barrios, de cómo habían logrado sorprender
enteramente a los legitimistas. Se descubrieron, arrojando las
frazadas con que iban envueltos y dando un sonoro grito, se
lanzaron a la carrera hasta adueñarse de las primeras trincheras,
llevando a Hernsby a su cabeza, que hacía veces de guía para
los que iban detrás.
Continuaron enseguida su avance, hasta encontrarse con
el enemigo, que les hizo sus primeros disparos desde San
Francisco, aunque inciertos y en tan corto número, que apenas
detuvieron por un momento el ímpetu de la falange. Un
“hurra” de la vanguardia anunció la ocupación de la plaza, al
mismo tiempo que se oían los pocos y últimos tiros que salían
del corredor de la casa de Gobierno, en los momentos en
que Walker entraba a la misma plaza… la verdad es que las
fuerzas enemigas de la ciudad eran tan insignificantes y que el
encuentro con ellas no merece el nombre de acción. De parte
de los legitimistas hubo dos o tres soldados muertos, y de los
democráticos tan solo un tambor de la tropa de Walker”. Testigos
presenciales del suceso, refirieron que fue cierto que en la hora
en que Walker llegó a Granada, la población se despertaba
alborozada por los estampidos del canon, los acordes de la
música marcial, la detonación de los cohetes voladores y el
repique de las campanas en celebración del triunfo alcanzado
por las fuerzas legitimista en Pueblo Nuevo, cuya noticia la había
llevado pocas horas antes un correo expreso, puesto desde el
campo de batalla el jefe de la plaza el Coronel Don Fulgencio
Vega. Con tal motivo se había congregado en casa de esté
los vecinos, que muy gozosos tomaban copas y comentaban el
suceso con bulliciosa alegría: pero fueron interrumpidos por las
descargas de fusilería que desde la iglesia de la Parroquia y de la
plazuela de Los Leones, comenzaron a hacerles los invasores,
sembrando la confusión y el espanto entre ellos. Nadie quedó
ni por los alrededores encomendando cada cual su salvación a
los pies. Los primeros disparos les creyeron salvas hechos por
los vecinos en demostración de su regocijo por la victoria, y solo
fue a la vista de los americanos penetrando en la plaza, cuando

-166-
Mis memorias de José Dolores Gámez

salieron de su error y huyeron. El Presidente Estrada y los


Ministros Castillos y Barberena se salvaron a pie por distintas
direcciones, cosa que no pudieron hacer ni el Licenciado
Mayorga, Ministro de Relaciones Exteriores, ni don Juan Ruiz
recientemente nombrado Ministro de Guerra. Como las tropas
de Walker cubrieron enseguida las líneas de la defensa de la
ciudad, dejaron encerrados en sus residencias a todos aquellos
que no pudieron escapar en los primeros momentos.
Volvamos a mi hogar. Mi padre se levantó en camiseta y
manteniendo empuñadas dos grandes pistolas de caballería, la
única clase conocida de los nicaragüenses en aquel entonces.
Pálido y trémulo de coraje, se paseaba precipitadamente por
el corredor de la casa, farfullando palabras de indignación.
Mi madre salió al patio y al inclinarse para recoger un objeto,
le pasó rosando el cráneo una bala cónica, salida de los rifles
americanos de la próxima avanzada. Los yanquis ocupaban
ya el alto o segundo piso de la casa de la Sirena a una cuadra
de la nuestra y desde allí blanqueaban por gusto a todo el que
divisaban en los patios, sin hacer distinción el sexo ni edad.
Volviese mi madre llena de susto y (lo recuerdo como si fuera
ahora), mi padre le salió al encuentro, la llevo a un asiento y con
entonación tremenda le dijo, mostrándole las pistolas; “Si esos
hombres entran a esta casa, habrá un tiro para ti y otro para el
primero que asome. Después que me hagan ellos pedazos”. Mi
madre lo miro con ojos apasionado y comprendiendo bien que su
marido prefería matarla antes que verla deshonrada en brazos de
aquella pandilla, repuso tranquilamente: “Gracias, Gámez, harás
muy bien.” Mi abuelita que estaba presente, no dijo nada; pero se
levantó, me tomó de la mano y llevó al salón de la esquina. Tenía
encendidas y fijas en el suelo cinco velas en distintos lugares y
me hizo arrodillar y rezar con ella al frente de cada vela, para
rogar a Dios que impidiese el sacrificio de su hija, conteniendo el
avance de aquellos hombres sobre nuestra casa. Así continuamos
durante algunos minutos, hasta que la descargas que hacían a
distancia las avanzadas yanquis, dieron sobre la puerta esquinera
de la sala en que nos hallábamos, amenazándonos de muerte y
obligándonos a huir hacia el interior. Pasó la mañana de aquel
día, no recuerdo cómo; creo que ni siquiera almorzamos.

-167-
Mis memorias de José Dolores Gámez

A las 4 de la tarde mi hermano Francisco, muchacho de 10


años escasos de edad, que vivía con la hermana de mi padre
en otra casa, a invitarnos para que saliéramos enseguida a
asilarnos en un lugar don corriéramos menos peligro de ser
atropellados, como era la casa de un francés amigo nuestro,
que gustoso aceptaba. Francisco llevaba una cinta roja en el
sombrero y le entregó a mi padre otras dos que guardaba en el
bolsillo, indicándole de parte de mi tía la necesidad de colocarla
en los sombreros respectivos de los dos varones, entre los
cuales se me contaba no obstante mi niñez, porque sin la divisa
roja en el sombrero no había garantía en las calles de Granada.
El francés de que se trataba, era don Pedro Roaud, comerciante
radicado en la ciudad, que ocupaba una casa extensa,
enclaustrada y con dos frentes exteriores, de los cuales daba
una sobre la plaza mayor (hoy parque de Colon) y otro sobre la
plazuela de los leones, con un portal o corredor de sur a norte,
que le servía de acera. A nuestra llegada encontramos la casa
repleta de gente de las familias principales, que como nosotros
se refugiaban allí en busca de garantías. Don Pedro recibió a
mis padres con fina cortesía y luego nos condujo a una pieza
contigua a su dormitorio, en la que nos dejó instalados. Desde el
cuarto que ocupábamos, pude observar a varios niños, hijos de
las familias asiladas, que recorría alegremente los corredores
y patios montados en cañas y jugando a la caballería. Como
yo nunca había tenido amigos ni compañeros de juegos, me
regocijé mucho con la vista de aquel grupo infantil, al cual no
tarde en incorporarme. Fui recibido con muestras de cariño y
a pesar de mi corta edad, intimé relaciones con Constantino,
Gustavo Horacio Guzmán y Rodolfo y Leónidas Espinosa,
que eran los que más se me acercaban y con los cuales
conservé para siempre la misma intimidad, habiéndome tocado
sobrevivirlos. Serían las seis menos cuarto de la mañana,
del segundo día de nuestra instalación en casa del señor
Roaud, cuando mi madre despertó a mi padre, para decirle que
acababa de oír una conversación en francés, entre el propio
señor Roaud y un ayudante de Walker, que le llamó por el
balcón, en la cual se hacían cargos al primero por tener ocultos
en su casa a legitimistas enemigos, cargos que había negado

-168-
Mis memorias de José Dolores Gámez

el señor Roaud, agregando como prueba, que podían registrar


como gustasen el edificio con la seguridad de que no hallarían
a nadie que fuera sospechoso de enemistad para con el general
Walker. El ayudante, según mi madre, había aceptado aquel
ofrecimiento y dicho al señor Roaud que regresaría dentro de
pocos minutos con una escolta a practicar el registro. Mi padre
se levantó precipitadamente de su lecho, se vistió y arregló
como mejor pudo, hizo que mi madre arreglase la cama y los
muebles, y luego se sonto en una poltrona y se puso a leer en
voz alta un periódico inglés. Momentos después se presentó
el ayudante, seguido de seis filibusteros americanos, saludó
cortésmente a mi padre, hablándole en inglés; y tomándole por
un cubano, le pidió permiso para hacer un registro minucioso
de la pieza en cumplimiento de órdenes superiores. Otorgadas
que fue la licencia procedieron, el ayudante y sus soldados a
registrar debajo de la cama, detrás de los muebles y por todos los
rincones. Deshicieron después la cama habiendo encontrado
debajo de las almohadas las pistolas de mi padre, se apoderó
de ellas el ayudante y las dejó para sí con la mayor frescura. No
hubo más por entonces; pero eso dejó muy nervioso a mi padre
y con deseos de escapar, cuanto antes de aquella madriguera.
El 22 de octubre cundió el pánico entre las familias asiladas
con motivos del asesinato del Ministro Mayorga, ejecutado en
la plaza mayor a las 4 de aquella madrugada. Desde el interior
de la casa del señor Roaud, podía contemplarse a través de los
balcones o ventanas el cadáver con solo sus ropas menores, tal
como lo habían dejado los ejecutores de la sentencia verbal de
muerte, dada por Walker con el objeto de sembrar el terror entre
los legitimistas. El ministro Mayorga era el médico de mi familia,
me acariciaba con frecuencia y todos lo queríamos en la casa.
Su triste fin produjo dolor o indignación general; y mi padre,
que fue uno de los más impresionados con aquel asesinato no
resistió más sus deseos de huir y logró escapar disfrazado por
el lado de Tepetape, en donde tomó pasaje a borde de un bongo
que iba para Chontales. De allí pudo continuar para San Juan
y en uno de los vapores de la compañía del Tránsito, dirigirse
a Europa.

-169-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Después de la ejecución del Ministro Mayorga llamó Walker a


don Pedro Roaud y le ordenó que pasara a Masaya, asociado
del señor Fermín Arana, ambos en clase de comisiones
suyas a informar a Corral del fusilamiento de Mayorga y de la
disposiciones en que se hallaba de que continuaran presos los
vecinos importantes y en rehenes las familias de los legitimistas
para garantizar la buena conducta futura del Gobierno de
Masaya y sus empleados, también de pasar por las armas a
dichos presos, si a las nueve de aquella noche no recibía una
contestación satisfactoria, acerca de las propuestas de arreglo
que había hecho anteriormente. Roaud y Arana, pasaron
enseguida a Masaya.
Antes de continuar con la narración de los sucesos siguientes,
volveré la vista un poco atrás y referiré sumariamente los
acontecimientos de los días anteriores al 22 de octubre. Par la
mejor inteligencia, tomándoles desde el día 13, en que Walker
se apoderó de Granada.
Dejamos a Corral en Rivas, haciendo preparativos que nunca
terminaban para combatir a Walker en San Juan del Sur. Al
verse burlado con su numeroso ejército, se puso a la cabeza
de 500 hombres escogidos y marchó precipitadamente por
tierra a reconquistar la plaza de Granada. Desgraciadamente
para él, encontró en el camino a una comisión de legitimistas
respetables de Granada, que le enviaba Walker, y lo cual
le propuso a nombre de éste, el arreglo de la paz, bajo la
base de que gobernarían el país ambos caudillos, siendo
Corral el Presidente y Walker el Comandante General. Tales
proposiciones fueron demasiado tentadoras para quien como
el jefe legitimista soñaba desde hacía muchos años con
alcanzar esa presidencia que ahora llegaba a buscarla. Así fue
como después de haber recreado los oídos aquella seductora
proposición, perdió el coraje y resolución e inquebrantable de
que momentos antes parecía estar animado y torció su camino,
tomando para Masaya, refugio del presidente Estrada y su
gabinete, con los cuales prometió consultar el caso y ponerse de
acuerdo. Encontró como es natural, la peor acogida, tanto de
Estrada como de todos los que le rodeaban, aquel pensamiento

-170-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de paz en consorcio con semejante gavilán de aventureros. El


tiempo sin embargo pasaba inútilmente para Corral, olvidado del
enemigo por estar conferenciado con Estrada, Mientras Walker
lo aprovechaba entendido ya con la Compañía Americana de
Tránsito y logrando hacerse reforzar por sesenta rifleros más
que le llegaron de San Francisco de California a San Juan
de Sur, y que de aquí fueron a incorporarse a Granada. Las
proposiciones de Walker fueron rechazadas por Estrada, a
pesar de la acogida favorable que les había hecho Corral
anteriormente. El jefe filibustero se mostró contrariadísimo con
aquella resolución inesperada y dispuso tomar en rehenes a los
principales vecinos de Granada, reduciéndolos a prisión para
mantener a raya a Corral, cuyo ataque temía. Al conocerse en
Masaya las providencias de Walker, estalló la indignación en
el campo, siendo de verse como desde el presidente hasta el
último soldado, hablaban de imitar el ejemplo de Guzmán el
Bueno en Tarifa y de marchar en seguida sobre Granada. Se
descollaba entre los más exaltados, el profesor legitimista de
Masaya, don Pedro Joaquín Chamorro, hermano de don Fruto,
con una proclama que publicó, en la que, recordando a los
españoles en su lucha heroica con el invasor francés, excitaba
el patriotismo del nicaragüense contra el feroz filibustero, aun
cuando con el ataque a Granada corriesen algún peligro las
familias y los amigos que allí existían. Las balandronadas y
alharacas de Masaya, hicieron perder la paciencia y dieron por
resultado que las contentase mandando a fusilar sin trámites al
Ministro Mayorga, con el pretexto de que fuerzas legitimistas
habían asesinado antojadizamente a algunos pasajeros
americanos en su tránsito por la Virgen y San Carlos y de que
hacía necesario tomar represalias.
El mensaje de Roaud y Arana llenó de pánico a los legitimistas.
Las intimaciones terribles que les hacía Walker, las noticias
que llevaban los mismos comisionados de la consternación de
la ciudad y de que había llegado 400 rifleros más un auxilio
del invasor, y la vista de una exposición firmada por todos
los presos suplicando el arreglo de la paz, dieron el golpe de
gracia a las energías de los jefes legitimistas, que ofrecieron

-171-
Mis memorias de José Dolores Gámez

a Walker mandar a Corral en el próximo día para que ajustase


personalmente la paz en Granada. “Heridos como por un rayo”
dice el testigo presencial legitimista, don Francisco Ortega en
sus impresiones de aquel día, publicadas hace poco años,
quedaron tanto Estrada y sus ministros, como los señores
don Fernando Chamorro y don Pedro Joaquín Chamorro (que
influían decisivamente en aquel gobierno), cuando oyeron la
notificación de Walker; porque entre los presos amenazados
de muerte figuraba don Dionisio Chamorro hermano de los
últimos y persona que gozaba con ellos de la misma posición
política e influencia poderosa. Aturdidos aún, se congregaron
en el despacho del presidente, adonde llegaron además
personajes legitimistas a resolver la junta general la actitud
que les correspondía tomar en aquellas circunstancias…
Aquella reunión presentaba un cuadro sombrío y desgarrador.
Los concurrentes se separaban juntándose parcialmente en
grupito de dos y tres; se levantaban, cuchicheaban y volvían a
sentarse, mientras Estrada, sus ministros y el general Corral,
permanecían en sus asientos hablando con voz muy baja. Las
deliberaciones parciales y en común duraron hasta las tres de
la tarde, hasta en que se pusieron de acuerdo a escribir los
omnímodos poderes, que debería llevar Corral, designado para
ir a Granada a celebrar la capitulación con Walker. He sido prolijo
en los detalles anteriores, para poner la verdad en su lugar,
porque después de algunos años inventaron los conservadores
nicaragüenses la fábula de que don Pedro Joaquín Chamorro
se había opuesto a la capitulación como fuera manifestado por
Guzmán el Bueno, que prefería la muerte de su hermano a la
humillación de su patria. Además del testimonio de los escritores
legitimista don Jerónimo Pérez y don Francisco Ortega, de
quienes he tomado lao anteriores datos, tenemos también la
autorizada palabra en este asunto, del conocido escritor don
Anselmo Hilario Rivas, que fue idólatra de la familia Chamorro
y muy conocedor de todos los sucesos con ella relacionados,
el cual decía en 1892, al conmemorar el aniversario de la
capitulación de Corral , que si Walker hubiera escogido para
victima a don Dionisio Chamorro en lugar del ministro Mayorga,
los sucesos habían sido otros, porque no se habría mandado a

-172-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Corral para que celebrase la capitulación del 23 de octubre, sino


con el ejército legitimista a luchar con desesperación contra el
verdugo.
Resulta por lo mismo fuera de toda duda, que la junta
legitimista de Masaya estuvo de entero de acuerdo en aceptar
la capitulación para salvar a los presos granadinos; y aunque el
presidente Estrada dijo más tarde por la prensa, que él había
autorizado de mala gana a Corral, es muy creíble, que tanto el
cómo algunos otros de la reunión, si no estuvieron de entero
de acuerdo con el paso consultado, no se pronunciaron en
contra quizá por respeto y consideración a los hermanos de don
Dionisio Chamorro, allí presente, que estaban consternados
lamentando la probable muerte de aquel prisionero de Walker,
pues don José María Estrada, hijo humildísimo de la plebe
colonial de Granada y persona de color, que equivalía entonces
a ciervos emancipado, vivió siempre , como Don Anselmo Rivas,
venerando a los descendientes de los antiguos criollos o gente
blanca de su pueblo, entre la que figuraba en primer término la
familia Chamorro. Hay quien asegura también que no dejó de
influir en muchos legitimistas el conocimiento que tenían de las
proposiciones que hizo Walker a Corral, cuando esté regresaba
a Rivas, según las cuales deberían gobernar el país ambos
caudillos como presidente el uno y como comandante general
el otro; proposiciones que excluían y tenían que desagradar a
los leoneses, objeto especial y primordial de odio legitimista.
El desagrado y la murmuración estallaron en Masaya cuando
se conocieron las bases de la capitulación celebrada, pues
Corral hacía la entrega del país a los filibusteros, quizá con el
objeto de excluir a los democráticos, y había llevado su abuso
hasta el extremo de pactar por lo que sería declarado traidor
“ipso facto” por cualquiera que los dos gobiernos beligerantes
que no la aprobase. A pesar de todo eso, no hubo empero un
solo legitimista en Masaya que se opusiera abiertamente a la
ratificación por aquello de que siempre permanecía en rehén
don Dionisio Chamorro, cuya vida más que el sacrificio de la
pobre patria, medio deshecha ya. Un poco después de las
nueve de la mañana del 23 de octubre de 1855, se anunció en
Granada la llegada de Corral con una custodia americana que

-173-
Mis memorias de José Dolores Gámez

fue a encontrarlo al camino y lo acompaño hasta la casa de


Polvera, o casa Mata, que se hallaba en la entrada de la ciudad
donde descansaba Walker, acompañado de algunos oficiales
democráticos, fue a recibirlo en aquel punto , y después de los
saludos amistosos , marcharon juntos a caballo sobre la calle
real , hasta la plaza mayor, en la cual estaba formada toda la
fuerza democrática para hacerle honores militares. Pasaron
después ambos jefes a la casa de Gobierno y en ella dieron
principios a las negociaciones de paz.
Estipularon los pacificadores, que Walker quedaría como
Comandante General de la República con el mando inmediato
de la columna americana; que también continuaría prestando
sus servicios militares para garantizar la paz; que tanto las
fuerzas leonesas como las granadinas, deberían reducirse a
cientos cincuenta hombres y distribuirse a distintos lugares;
que se reconocería como Presidente provisorio o provisional
de la República a Don Patricio Rivas; y que los dos gobiernos
existentes entonces en Nicaragua, cesasen en sus funciones
tan luego con fuese notificados de los estipulados en el convenio,
bajo apercibimiento de ser tratados como perturbadores de
la tranquilidad pública por las fuerzas unidas de Walker y
Corral. Asegura Walker en su ‘Guerra de Nicaragua” que esas
estipulaciones fueron la obra exclusiva de Corral, que fue quien
las propuso y obtuvo que le fuesen admitidas sin modificaciones,
pero entiendo que eso no es exacto, porque hemos visto antes,
el jefe legitimista estaba en la creencia de que él iba a gobernar,
asociado con Walker y que también seria presidente provisional.
Lo posible es que Walker se haya negado a darle ese puesto,
concediéndole como un favor que designase a un legitimista
moderado que no fuese termino extremo para los democráticos,
y aun quizás le insinuó, el mismo, a don Patricio Rivas, de quien
ya tenía conocimiento por informes de don Carlos Thomas,
nicaragüense al servicio de Walker.
Después de ratificada la capitulación en Masaya se libertó
a los presos de Granada, los cuales se apresuraron en
ponerse a salvo, alejándose de aquel recinto peligroso. Igual
determinación tomaron las familias principales, muchas de las

-174-
Mis memorias de José Dolores Gámez

cuales se embarcaron en piraguas y bongos del comercio, y


se dirigieron a diferentes lugares. Mi madre con sus dos hijos,
mi abuela con su hermana Mercedes y Don Saturnino Reyes,
entonces viudo con sus dos hijos y su anciana madre, tomaron
una embarcación de vela que les llevó al estero de Charco
Muerto, en la playa oriental de Nandaime, de donde pasaron
por tierra al pueblo de Diría. Allí se dividieron continuando unos
para Diriomo y quedándose mi madre y mi abuela en una casuca
de la plaza, ocupando un cuarto común con la propietaria y su
familia. Iba mi madre en estado interesante y no tardó mucho
tiempo en salir de apuros con el nacimiento de un nuevo hijo,
que llevo el nombre de Epifanio. Afortunadamente fue feliz el
alumbramiento en aquel desamparo en que tuvo lugar y mi
madre se holgaba de ello, pues muchas fugitivas de Granada
habían tenido peor suerte. Se refería entre otros casos, el
de doña Pastora Bermúdez de Lacayo, opulenta matrona de
Granada, que tuvo que dar a luz en el fondo de una piragua,
repleta de pasajeros, estrechada por estos y bajo la lluvia y sin
abrigo. La casa que ocupábamos en Diría pertenecía a doña
Rosa Alfaro viuda de Sándigo, madre de siete hijos, con los
cuales vivía bajo el mismo techo que nosotros en solo dos
piececitas, como de cinco varas cuadradas.
Existe todavía y se halla situada en el costado sur de la
plaza, a la entrada de la calle que va para Diriomo y enfrente
de la iglesia, a la que iba yo con frecuencia a contemplar una
imagen de la Virgen, como de dos pies de altura, que tenía los
ojos azules y que me parecía de una belleza deslumbrante.
Horas enteras pasaba admirándola devorándola con la vista
con infantil pasión, convencido de que no existía en el mundo
otra más perfecta que aquella. Cuarenta años después, siendo
secretario de Estado en la administración del general Zelaya,
pasé por el Diría en Tránsito para Rivas, y no pude resistir el
deseo de ver más a mi virgencita de ojos azules. El párroco, a
quien me hice anunciar previamente, fue a recibirme a la iglesia,
y muy contento, según supe después, porque tenía que pedirme
algo que le interesaba. Informando del objeto de mi vista, me
manifestó con franqueza, que nunca había habido allí buenas
imágenes, ni creía que hubiese existido alguna en la fecha a

-175-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que me refería. Pasamos, sin embargo, a recorrer los altares y


en uno de estos, en el propio lugar de mis recuerdos encontré la
imagen que buscaba, con los mismos ojos azules, con aquellos
contornos y perfiles de antaño, pero pareciéndome entonces
fea, feísima, retefea… Tenía razón el cura; aquello no era la
imagen de la Virgen, sino una parodia oprobiosa, algo tosco
y mal hecho que contrastaba con la imagen que recordaba.
Sonrió bonachonamente el párroco de verme tan contrariado; y
aprovecho la ocasión para suplicarme que dejase un recuerdo
de mi pasado por aquel lugar, tan ligada con mis impresiones de
la infancia; que hacía algún tiempo que la campana única que
tenía la parroquia se había caído del campanario, rompiéndose
en pedazos que él había guardado con la esperanza de que
fuesen nuevamente fundida en la Escuela de Artes Nacionales
que estaba bajo mi dependencia, y que le haría un verdadero
servicio a la iglesia y al pueblo si le daba la orden para que
ese trabajo se hiciese en la Escuela de Artes por cuenta del
Gobierno. Accedí gustoso, y después de estrechar con cariño
la mano del buen cura, me despedí pesaroso; lamentando la
perdida de una ilusión de 40 años.
Continúo con la relación de mis recuerdos de la infancia.
Pasamos varios meses asilados en el Diría, sin que hubiese
para mi nada de nuevo digno de ser referido, salvo el
recuerdo de una familia criolla amiga de las nuestra, que vivía
inmediaciones de Diriomo en una finca llamada “El Arroyo”, la
cual gastaba de finas atenciones con mi madre. El mayor de los
hijos de aquella familia, Don Perfecto Vijil, fue el que apadrino el
bautismo del pequeño Epifanio; su hermana que tenía notable
parecido físico con mi madre, se hizo amiga íntima de ésta, y
don Remigio, hermano menor de don Perfecto tuvo para mí,
en especial, un cariño excepcional. Me mimaba, me daba
frutas y golosinas, me sacaba con frecuencia a paseos y me
llamaba “Milord”, nombre que también le daba yo con gozo y
satisfacción. Cuando muchos años después, en 1893, llegué
victorioso a Managua con las huestes liberales, dos brazos
cariñosos me estrecharon efusivamente por detrás, volví la cara
sorprendido y me encontré con la muy placida y expresiva de mi
antiguo ‘Milord”, el entonces liberal preclaro del departamento

-176-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de Carazo, con cuya representación ocupaba asiento en la


memorable y avanzadísima constituyente de aquel año. Que
produjo la libérrima carta fundamental que fue creado político de
un partido y orgullo de un pueblo libre. Don Remigio me quiso
siempre con paternal afecto y se enorgullecía de mí, porque se
creía mi maestro, suponiendo que mis ideas liberales se debían
en mucha parte al cariño que le tenía. Quise mucho a don
Remigio; y el día más triste de mi ostracismo, fue aquel en que
recibí una carta de su hijo, diciéndome que su padre postrado
en su lecho de muerte se despedía de mí, protestándome su
cariño y sintiendo no verme más.
En una tarde del día 24 de noviembre de 1856, según
pienso ahora mi madre y mi abuela, pálida y desencajadas,
me tomaron de la mano y me llevaron hasta una altura
próxima al vecino pueblo de Catarina, desde la cual podía
contemplarse en aquellos momentos la inmensa hoguera
del incendio de la ciudad de Granada. Silenciosas lágrimas,
acompañadas de sollozos, surcaban los rostros del grupo de
personas, allí congregadas, en su mayor parte granadinas, que
parecían resistirse a dar crédito a sus ojos, tal encontraban de
monstruoso e inaudito aquel hecho de la perversidad yanqui. El
incendio devoraba el patrimonio de muchas familias inocentes,
que quedaban sin hogar y sin otra fortuna que el vestido
que llevaban puesto y consumía también entre sus llamas la
hermosa casa de Guadalupe, recién edificada por mi abuela,
y todo cuanto había en ella encerrado. De todo el haber de mi
abuela y mi madre quedaba únicamente un pedazo de terreno,
sembrado de escombros, que ni visitar podían siquiera, porque
estaba justamente en el mismo lugar en se libraba combare a
muerte entre Henningsen y los aliados centroamericanos. Haré
un poco de historia sobre esto último.
En conformidad con lo estipulado en la capitulación de Corral,
el ejército legitimista tuvo que ir a Granada a hacer entrega de
sus armas. Refiérase que una vez llegado, proyectaron algunos
de sus jefes y oficiales proyectaron echarse sobre los yanquis
y salvar al país de la opresión; pero el general don Fernando
Chamorro segundo jefe del ejército y el propio Corral frustraron

-177-
Mis memorias de José Dolores Gámez

todo; Corral porque estaba ilusionado con la amistad de Walker,


del que creía ser muy querido, y Chamorro por lealtad a su jefe o
quizás, y este es lo más verosímil, porque su hermano Dionisio
continuaba en rehenes y había que salvarlo a todo trance.
Algunos días después del desarme de los legitimistas, llegó
un vapor expreso a Granada conduciendo a Don Patricio Rivas,
mandado a traer por Walker de San Juan del Norte en donde
servía la administración de la aduana marítima de aquel puerto.
Dícese que el bueno del señor Rivas creía soñar y que no
hallaba como expresar su gratitud a Walker por haberlo elevado
tan alto. Don Patricio no había sido hasta entonces más que
un bueno empleado en el ramo de Hacienda. Su honradez en
el manejo de los caudales públicos, su exactitud en el servicio
de la oficina y sobre todo su carácter tan bonachón y sufrido lo
hicieron ser un empleado fiscal en todos los gobiernos, aunque
fuera de distinto color político al suyo, porque “Tata Ticho”,
nombre gráfico con que se designaba, no entendía de otra cosa
que ser disciplinado, convencido como buen empleado público
que era, de que “el que maneja jamás se equivoca”. Su hija
predilecta estaba casada con don Cleto Mayorga, democrático
leonés que desde hacía meses arrastraba una cadena en
Granada, trabajando forzosamente en castigo de sus opiniones
políticas; y a pesar de que don Patricio quería a su yerno a
la par de su hija, continuaba sirviendo muy resignadamente
al Gobierno legitimista, sin que jamás se le hubiera ocurrido
protestar ni menos suponer que recibía agravio con los
ultrajes inferidos a su yerno. Encarnaba el tipo de hombre
manso de la bienaventuranza cristiana, llamado a poseer
la tierra; y Corral, que lo conocía bien, debe haber pensado
que continuaría siendo para él tan automático como lo había
sido hasta entonces. Walker a su vez había tomado informe
previo con don Carlos Thomas, que residía en San Juan del
Norte y conocía íntimamente al candidato; y cuando supo que
don Patricio se subordinaba ciegamente al que mandaba, sin
fijarse en las personas, lo aceptó gustosamente, convencido de
que, al ser colocado entre Walker y Corral, no podría vacilar
en el lado a que se inclinaría. Desde el 30 de octubre en que
don Patricio tomó posesión de la presidencia provisional, creyó

-178-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Corral, ministro entonces de la guerra, que él era el “factótum”


del nuevo gobierno y el árbitro de su presidente, tal se le
presentaba todo, debido a la política astuta y doble de Walker
para con él. Su ilusión que solía repetir a sus amigos: “con su
mismo gallo les ha ganado a los democrático”, refiriéndose a
Walker. Este solamente se sonreía.
El presidente, mejor dicho, ex Presidente legitimista don
José María Estrada había disuelto su gobierno en Masaya,
desde el 25 de octubre. No se hacía ilusiones con Walker y
procuró alejarse todo lo posible de su alcance, trasladándose
a Honduras por la vía de tierra. Antes de su partida firmó en
Masaya una protesta manuscrita bastante enérgica que tuvo
el cuidado de no mostrar dejándola bajo siete llaves para
mayor seguridad de que pasara a la historia. En León no fue
tampoco bien recibido el convenio celebrado por Corral. En
una junta de notables democráticos, en que fue discutido, se
resolvió por fin aprobarlo, tomando en cuenta que la aprobación
encerraba un peligro menos próximo que el de una ruptura
con Walker, apoyada entonces por Corral, y de sacar a la
vez todo el partido posible, explotando con habilidad la nueva
situación. En consecuencia, fue nombrado Walker general de
brigada, se disolvió el gobierno provisional y se mandó una
comisión de siete personas de las más notable, encabezada
por el general Jerez, a poner en manos del jefe filibustero el
atestado de su nombramiento de general y las actas leonesas
de felicitación por el éxito alcanzado. Tan pronto como llegó a
Granada la comisión leonesa, cambió radicalmente la situación
política de Corral. Walker recibió con los brazos abiertos a
los comisionados democráticos, los declaro sus amigos de
confianza y aliado con ellos se acercó al presidente Rivas para
moverlo exclusivamente a como le conviniese. Don Patricio,
dócil como siempre, obedeció las insinuaciones de Walker y
organizó enseguida su ministerio, nombrando tal como se le
previno, Ministro de Relaciones Exteriores al General Máximo
Jerez, caudillo de los democráticos; al Licenciado don Fermín
Ferrer, también democrático, Ministro de Crédito Público; a
Parker H. French. Filibustero americano al servicio de Walker,
Ministro de Hacienda; y al general Corral, único legitimista en

-179-
Mis memorias de José Dolores Gámez

aquel Gabinete, Ministro de la Guerra, subordinado como era


consiguiente al comandante Walker. Fue necesario tan dura
bofetada como aquella, para que cayese los ojos de Corral,
la espesa venda de sus ilusiones y esperanzas. Miró en su
derredor y se vio sólo, enteramente entre sus enemigos, y hasta
puesto en berlina por Walker, a quien le había sacrificado todo.
Se arrepintió entonces en su cobarde manipulación, presintió
quizás la execración y las maldiciones de la posteridad y trató
de buscar el medio de reparar el mal que había ocasionado
con su ambiciosa ceguera. Para esto escribió algunas cartas
a sus antiguos amigos y compañeros de Honduras, entonces
en el poder, contándoles que estaba perdido y rogándoles que
llegasen a su auxilio. Sus cartas cayeron por desgracia en
manos de Walker, quien lo redujo a prisión y llevó un patíbulo,
a los veintiún días justo de firmada la capitulación oprobiosa del
23 de octubre.
Luego sería hacer una relación prolija de la dominación de
Walker en Nicaragua. Me contentare con reseñarla a vuelo de
pluma: Habiéndose malquistado Walker con los legitimista y los
democráticos debido a su exclusivismo a favor de los filibusteros
que lo acompañaban desistió de ocultar por más tiempo sus
verdaderos propósitos y con el mayor descaro proclamo el
restablecimiento de la esclavitud humana en Nicaragua , la
confiscación de los bienes de propiedad legitimista en provecho
suyo y de los filibusteros que lo acompañaban, levantó horcas
para castigar el patriotismo de los nicaragüenses, se proclamó
presidente en sustitución de don Patricio Rivas, al que destituyó
por medio de decreto, amenazó a los gobiernos vecinos y
provocó una coalición en su contra de toda la América Central.
Estrechado por los ejércitos centroamericanos y obligados
a desocupar Granada, trató de inmortalizar su recuerdo en
Nicaragua reduciendo a escombros aquella floreciente ciudad.

-180-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo X

El incendio de Granada

Capítulo aparte dedicaré al triste episodio de la destrucción


de la Sultana del lago, de aquella histórica población fundada a
mediados del siglo XVI por el conquistador español Francisco
Hernández de Córdoba y a la que dio el nombre de la célebre
capital morisca del reino de Andalucía, cuna de su nacimiento.
Granada, en 1856, era la capital de la República y la residencia
del Presidente filibustero, William Walker y de su gabinete. Sobre
ella marchaban los ejércitos aliados de Centroamérica entonces
en Masaya, a 4 lenguas castellanas de distancia, y la horda
filibustera corría peligro de quedar embotellada. Walker se vio
obligado a desocupar Granada en busca de un cuartel general
de mejores condiciones en el departamento del Mediodía; pero
antes de hacerlo y sin otro objeto que sembrar el terror con su
ferocidad, dispuso reducirla a cenizas, previo saqueo a favor
de sus huestes vandálicas. La notificación de semejante orden
hecha en el mismo día de su ejecución, produjo en el vecindario
pacifico de la ciudad una impresión difícil de ser descrita. Del
incendio de Granada, que recuerda las antiguas fechorías de
los antiguos filibusteros y piratas, de las Antillas en las colonias
españolas, he encontrado algunos detalles en los papeles
públicos contemporáneos del suceso y con ellas me auxiliare
para reconstruir en estas páginas perfilando con la pluma. El
15 de noviembre de 1856 se presentó Walker en Masaya a la
cabeza de una numerosa columna de filibusteros yanquis en
la que iba incorporado el famoso Henningsen con su batería

-181-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de morteros nuevos. Rompió los fuegos con la impetuosidad


que acostumbraba; pero como la plaza presentó dificultades
y él estaba preocupado con el temor de que las fuerzas
costarricenses, que avanzaban sobre Rivas, le arrebatasen la
línea del Tránsito, entonces su arteria principal de vida, resolvió
retirarse y volver a Granada a hacer sus preparativos para
abandonar aquel departamento y concentrarse con su ejército
en el Meridional, o del Mediodía en donde estaba su mayor
interés.
Después de unas pocas horas de descanso y a eso de la
medianoche del 17, los filibusteros levantaron silenciosamente
el campo, y tomaron el camino de Granada llegando a esta
población en la madrugada del 18, pensaba Walker que por
la mala situación en que dejaba a los aliados en Masaya , no
podrían estos causarle molestias ni menos obstaculizarle la
evacuación tranquila de la ciudad; pero él no se conformaba
con eso solamente, pues quería destruirla y dejarla en
escombros para castigar, según decía a los legitimistas; y como
para hacerle al frente de un numeroso enemigo se necesitaba
de habilidad y firmeza, en defecto suyo resolvió confiarle ese
cargo a Henningsen. Hay que tener presente que la situación
de Walker en Granada había llegado a ser desesperante
para él, pues tenía cortada sus comunicaciones con el llano
de Ostocal, a retaguardia de Masaya, centro de numerosos
criaderos de ganado vacuno, de donde anteriormente sacaba
grandes partidas, y con la misma ciudad de Masaya que le
proveía de granos para sus tropas; y que esa situación aflictiva
pudo también determinarlo a trasladarse a Rivas en busca de
medios de subsistencia.
‘Los preparativos para la retirada de Granada, dice Walker
en su “Guerra de Nicaragua”, principiaron el 19, conduciendo
a borde del vapor a los heridos y enfermos del hospital para
llevarlos a la isla de Ometepe; y a fin de hacer el movimiento
lo más expedito posible, se ocuparon para el transporte los dos
vapores del lago, “San Carlos” y La Virgen”, con el objeto de
tener todo listo para la marcha a San Jorge o Rivas después de
la destrucción de Granada, porque calculaba que los enseres

-182-
Mis memorias de José Dolores Gámez

y provisiones del gobierno, estarían en “La Virgen “ del 21


al 23 a más tardar; pero el movimiento se atrasó por varias
causas. Los oficiales y soldados tenían muchos objetos de su
propiedad en varios puntos de Granada y cada uno procuraba
salvar lo que le pertenecía; además de que, apenas se divulgó
la noticia de la próxima destrucción de Granada, principio la
obra del saqueo; y como había abundancia de licores en
varias casas, casi todos los soldados en servicios estuvieron
bajo su influencia. Vio Henningsen que era imposible poner
límites a los excesos de los oficiales, porque estos, a su vez
habían perdido toda autoridad sobre sus subalternos; pero con
todo logró que Fry llevase a la isla a las mujeres y los niños
americanos, así como a los enfermos y heridos, quedándose
allá con una guarnición de unos sesenta hombres. Henningsen
a su vez, tan luego como hubo transportado a borde la mayor
parte de las municiones de guerra, se preparó para principiar la
destrucción de la ciudad por medio del incendio de sus edificios;
pero mientras trabajaba en esto, aumento la sed de licores de
su gente, creyendo los soldados que era una lástima que se
perdiera tan buen vino y coñac; y a despecho de los guardias
y centinelas, de las órdenes y de los oficiales, la borrachera
siguió adelante y la ciudad presentaba el aspecto de una vasta
orgía que el de un campamento militar.
Tal es lo que confiesa Walker; pero existe, publicada en una de
los periódicos centroamericanos de aquellos días, una extensa
relación del incendio de Granada, que refiere lo que aquel
calló. De ella tomaré datos para ampliar la relación de Walker.
Antes de su partida de Granada, dispuso el jefe filibustero llevar
consigo cuanto valor y fácil transporte se pudiera sacar de la
ciudad en los vapores del lago que estaban a sus órdenes; y
una vez satisfecho, zarpo con rumbo a las playas de Rivas
a organizar su nuevo cuartel general. Henningsen quedaba
en Granada encargado de la ejecución del incendio. De su
orden hubo previamente una parada de todos los filibusteros
existentes en los cuarteles, alas que también concurrieron varios
heridos y algunos vagos, también yanquis, llegando todos sin
armas ni cartucheras. A las compañías primera y segunda de
rifleros, que gozaban de fama de muy listos, les fue señalado el

-183-
Mis memorias de José Dolores Gámez

puesto de honor. Un orador apareció enseguida y pronunció un


discurso en el que manifestó que el general Walker, impuesto
y condolido también de que en los últimos meses no hubieran
recibido sus tropas el sueldo que devengaban, les permitía
que lo cobrasen directamente del vecindario, pues Granada
estaba sentenciada a ser incendiada y saqueada en aquel
día y el general estaba de acuerdo en que se adueñasen sus
soldados de cuanto pudieran tomar, con excepción del oro y
la plata de las iglesias que él se reservaba para los gastos del
estado. Aquella declaración fue acogida por todos con gritos
y palmoteos. El orador reclamó enseguida el silencio de las
filas, para dar lectura a varias órdenes escritas en un pliego
que sacó del bolsillo y los cuales formaban parte adicional de la
orden general del día. Decían así: El Capitán Dolan conducirá
su compañía hacia debajo de la calle de San Sebastián y más
allá de la iglesia del mismo nombre, hasta los últimos límites de
la ciudad y quemará toda casa e iglesia que este a cualquier
lado de la calle hasta la Plaza. ‘’El capitán Melhesney llevará
la fuerza de su mando hacia debajo de la calle del Arsenal,
más allá de la iglesia de San Francisco, y comenzando desde
la playa, quemará toda casa o Iglesia que se halle a cualquier
lado de la misma calle hasta llegar a la Plaza Mayor. El capitán
Ewbacks se servirá pasar con iguales órdenes a la Calle de
los Cuadras, hasta más allá de la iglesia de Jalteva. El capitán
O’Regan debajo de la iglesia Guadalupe y más allá de la iglesia
del mismo nombre”. Seria fastidioso continuar mencionando
los demás nombres de incendiarios designados. Basta saber
que hubo un oficial para cada calle, encargado con su pelotón
respectivo de ir incendiando los edificios, sin excepción alguna
y autorizado para matar sin fuese necesario, robar y tomarse
otras libertades que por sabidas las callo. Con nuevos gritos
de alegría y aclamación frenéticas a ‘Guillermino” (nombre
que daban familiarmente a Walker), fueron acogidos aquellas
ordenes, después de cuya lectura, desfilaron todos muy gozosos
a dar principios a la ejecución de su encargo, tan conforme con
sus antecedentes y aspiraciones. A los capitanes encargados
respectivamente de los cuadros grandes grupos principales, se
les llamó antes aparte y les fueron comunicadas ciertas ordenes

-184-
Mis memorias de José Dolores Gámez

secretas que, por las risotadas de algunos y las sonrisas de


satisfacción de otros, parecían encerrar lo más apetecible de la
“Chanza”, que desde varios días antes les había sido revelado
en secreto a muchos de ellos. Seguidamente se impartieron
órdenes superiores directas del mayor O’neil y al coronel
Sanders para que inspeccionasen la obra de la destrucción de
la ciudad e informasen de los resultados.
El incendio comenzó por las chozas pajizas que había en
los barrios, continuando con las casas de paredes de adobes y
techos de tejas que convergían hacia el centro de la población.
El consumo de licores saqueadas fue excesivo y produjo sus
naturales consecuencias en aquella gavilla de malhechores, que
en el furor de la embriaguez se entregaron a la más desenfrenada
orgía alumbrados por el resplandor rojizo del incendio, llevando
su ferocidad hasta asesinar en las calles, entre vociferaciones
infames a algunos vecinos que estaban ocultos y quisieron
sacar algo de sus abrazados hogares. Y mientras el terror y el
espanto embargaban los ánimos de los desgraciados moradores
que buscaban su salvación en la fuga, salían de algunos
hogares sin incendiarse aún, gritos desesperantes y lamentos
de mujeres violadas en el interior, que eran contestados con
obscenas risotadas por los que están afuera. En la plaza mayor
se había congregado una muchedumbre de mujeres y niños
que huían del calor de las llamas. De aquellas lloraban unas
silenciosamente, se golpeaban con desesperación la cabeza
o se retorcían con violencia las manos, mientras clamaban
lastimosamente a Dios, pidiéndole a gritos que las amparase, o
bien casi loca se desataban en denuestos y maldiciones contra
los yanquis. De Pronto, cuando las primeras llamas no habían
aparecidos aún sobre el techo de la parroquia, que daba frente
a la muchedumbre, fue abierta de par en par por la puerta
mayor de la iglesia y aparecieron cuatro filibusteros, llevando
en andas sobre los hombros una imagen de Jesús Nazareno,
de tamaño natural, que allí se veneraba y se le designaba con
el nombre de “Jesús de las Ximenez”. Detrás de la imagen
vestidos grotescamente con los ornamentos sacerdotales iba
una turba de beodos, en son de mojiganga, ostentando con
ridiculez casullas, albas, capas, estolas, bonetes, y todo cuanto

-185-
Mis memorias de José Dolores Gámez

más indumentarias del culto católico fue encontrado en la


sacristía; parodiando de aquel modo una procesión que avanzó
lentamente, entonando canciones pornográficas, hasta la
entrada a una taberna que llamaban “Casa de Walker”, quizás
por guasa. Allí llegó a su colmo la algazara, y aumentaron las
carcajadas y chacotas groseras al poner la imagen en el suelo
para que presidiese la mesa, en cuyo derredor se colocaron
los revestidos, tomando asiento, para celebrar lo que llamaban
“la ultima cena del Señor”, la cual terminaron los comensales
entre botellas, que rompían sucesivamente sobre la cabeza de
la imagen a medida que iban vaciándola de su contenido.
En el entretanto se daba cumplimiento en otra parte de la
ciudad, a las “ordenes secretas” que fueron comunicadas a los
capitanes encargados de la ejecución del incendio. Véase
como procedieron: Antes de dar principios a la destrucción
de la parte central, cuando las llamas devoraban las humildes
chozas de los barrios, se presentó el Capitán Dolan en una
de las casas de mejor apariencia y notificó a la persona que
ocupaba, que era una señora decente de que tenía orden del
General Walker quemarle su casa, si no le redimía en el acto
dándole quinientos pesos en dinero efectivo. Detrás de él
esperaba órdenes los soldados filibusteros, empuñando largas
varas, con trapos embreados envueltos en la punta, destinados
a servir de teas incendiarias después de encendidas. Cuéntase
que aquella infeliz señora cayó de rodillas, implorándole
compasión al capitán Dolan, y manifestándoles que no tenía
quinientos pesos ni medios para adquirirlos. Al mismo tiempo
le preguntaba con ansiedad y deshecha en lágrimas porque
motivos la castigaban de aquel modo sin tomar en consideración
que su hijo había sido muerto en Rivas, peleando contra los
“ticos” y al lado de Walker. El capitán Dolan le contesto que él
era solamente un subalterno, cumpliendo órdenes superiores
y que no sabía nada de lo que le preguntaba. “Sin embargo
agregó ¿Qué cantidad pudiera Ud. Darme para salvar su casa?
Y como la señora respondiese que cuanto tenía eran ciento
ochenta pesos que estaba pronto a entregarlos, el capitán los
recibió gustoso, aunque previniéndole que buscase más para
completar doscientos pesos, suma de la cual no podía rebajar

-186-
Mis memorias de José Dolores Gámez

ni un centavo. Salió ella precipitadamente a conseguirlos en el


vecindario, y cuando minutos después regresaba gozosa con el
saldo que se le exigía para la salvación de su casa, esta ardía
por todos sus lados; Dolan había dicho a sus hombres, tan
luego como se ausento la señora: Bien muchachos, tenemos
ya cientos ochenta pesos en mano que son bastante para esta
casa. Ahora fuego con ella”. Y los trapos embreados fueron
encendidos luego y aplicados al techo por diferentes puntos
hasta que el incendio tomó cuerpo y se hizo general. Aquel
“divertido engaño” era el resultado de las ordenes secretas,
que continuaban cumpliéndose con éxito en la parte central
de Granada, arrancando con ellas buenas sumas, de las que
se repartían hermanablemente los camaradas de Walker,
encargados de aplicar las teas.
Una carta de un militar guatemalteco, que fue publicada
en el periódico oficial de Guatemala, refiere que Walker había
sacado, antes de su salida de Granada; todas las cosas de valor
que encontró en las casas, trasladándolas a la isla de Ometepe
con los heridos y las familias americanas. Todo cuanto el fuego
alcanzó quedó reducido a cenizas en Granada. Las habitaciones
que en un tiempo diera asilo y protección a los hijos de aquella
ciudad, veían entonces sin techos y en ruinas, señalando con
sus paredes ennegrecidas y entre escombros, el lugar en que
habían existido antes. Ocho hermosas monumentales iglesias,
la parroquia, el Calvario de Jalteva, La Merced, San Juan de Dios,
San Sebastián, San Francisco, Esquipulas y Guadalupe, fueron
también destruidas sin misericordia y con un saqueo previo y no
contento Henningsen todavía con el incendio de la Parroquia, hizo
después esfuerzos para arrancarla de sus cimientos, volándola
con una mina que pudo tan solo derribarla la torre nordeste.
Dícese que el saqueo de las iglesias produjo ocho pesadas
cajas, llenas de joyas y metales que fueron llevados a borde del
“San Carlos”. Las vestiduras sacerdotales, muchas de ellas
muy costosas, fueron robadas todas y quemadas las demás en
una gran hoguera de la plaza Mayor, entre la vocinglería y las
danzas grotesca de aquella soldadesca repleta de licor. Bajaron
a continuación las campanas de las ocho iglesias y las llevaron
también a borde, para extraerle en su oportunidad el oro y la

-187-
Mis memorias de José Dolores Gámez

plata que tenían ligadas en el bronce; pero fueron rescatadas,


después por los costarricenses en los últimos días del mes de
diciembre siguiente, cuando se apoderaron de los vapores y las
encontraron en éstos.
La noticia del próximo incendio de Granada había sido llevada
a Masaya por don Dámaso Souza, y tan luego como se supo
levantaron el campo los ejércitos aliados y se apresuraron a ir a
estorbarlo, aunque no tan de prisa, porque le hicieron hasta el
24 de noviembre, cuando el incendio se hallaba en su apogeo.
Principiando el ataque como a las tres de la tarde del propio día,
por Jalteva, San Francisco y Guadalupe a la vez o sea por el
occidente, norte y oriente de la ciudad, pero llegaron demasiado
tarde.
El General Tomas Martínez con su columna de veteranos
legitimistas, fue el primero en presentarse, como a las 2 de la
tarde, por el lado norte, deteniéndose momentáneamente en el
lugar en que hoy se levanta la estación del ferrocarril central, a
contemplar lleno de dolor las llamas que envolvían a la ciudad,
cual si fuesen un manto de fuego. De su contemplación lo apartó
la llegada de algunas familias fugitivas que están ocultas en el
campo las cuales lo rodearon pidiéndole amparo. Una hora
después bajaba Martínez con su columna a la playa del lago y
se detenía como 600 varas del muelle en que estaba atracado
los vapores “San Carlos” y la “Virgen” ocupados en recibir los
elementos de guerra que sacaban los filibusteros de las plazas.
Fue emplazado en el acto una pieza de artillería de a seis, que
llevaba la columna en su tren de guerra; y aunque la distancia
era corta y el blanco bastante grande, el cañón no acertó en
tres disparos que hizo dio tiempo para desatracar a los vapores,
levantar sus anclas y ponerse a salvo. Martínez ataco también,
en ese día, la iglesia de San Francisco y fue rechazado, con
pérdidas. El 25 repitió su ataque a la misma iglesia, aunque
cambio de táctica, porque en lugar de acercarse de frente,
como incautamente lo había hecho la víspera, avanzó por
dentro de la línea de casas quemadas vecinas, favoreciéndose
con sus paredes de adobes todavía en pie. Los filibusteros que
ocupaban la iglesia temieron quedar cortados con la plaza y se

-188-
Mis memorias de José Dolores Gámez

reconcentraron en está, tan luego como se dieron cuenta del


plan que atribuían a Martínez.
Las demás fuerzas de los aliados combatían a la vez por
distintos puntos. Estimulados las tropas nicaragüenses con
la brillante toma del Fuertecito de la playa, llevada a cabo
por las de Guatemala, atacaron de frente la plaza mayor al
amanecer de 27, obligando a los filibusteros a retroceder a
encontrarse en la casa de la Sirena, contiguo a la parroquia.
El incendio duraba aún, y el licenciado don Jerónimo Pérez a
este propósito refiere lo siguiente: “El Principal fue abandonado,
pero las llamas, de la parroquia salían las columnas de humo
del incendio que la devoraban. Entonces el batallón se precipito
a la plaza y casi al mismo tiempo la torre derecha de la iglesia,
salto hecha pedazos por una mina de pólvora con la que se
calculó causar daños a los asaltantes. Por fortuna sólo un
caballo murió al golpe de uno de los fragmentos. Este día el
capellán presbítero don Rafael Villavicencio se colmó de gloria
como sacerdote y como hombre, entrando solo al incendiado
templo y volviendo cargado de alhajas de oro y plata” De la
anterior relación se desprende que la iglesia de la parroquia
no había sido completamente saqueada, puesto que el padre
Villavicencio pudo salir cargado de alhajas; pero hay que decir
que la riqueza de los templos de Granada era cuantiosa desde
el tiempo de la colonia, sobresaliendo la del de la Parroquia, de
la cual fue quizás un pequeño resto el que encontró el referido
padre.
Por lo que se refiere a Henningsen, éste se hallaba tan
absorto en su obra de destrucción, que casi fue sorprendido
por los aliados. Con dificultad pudo reunir sus dispersos y
emborrachadas tropas, que constaban de unos 500 hombres
y oponerse con ella al avance de los aliados que llegaban
en números de tres mil; pero estos con jefes enteramente
divididos y enemistados entre sí, cuyas frecuentes rivalidades
no les permitían la unidad de acción indispensable en aquellas
circunstancias. Henningsen habría podido apenas resistir por
corto plazo tiempo el ataque bien combinado de aquel enemigo
pujante y sediento de venganza; pero debido al motivo indicado,

-189-
Mis memorias de José Dolores Gámez

no solo resistió con bríos por más de medio mes, sino que, para
burlarse de los aliados, continuó a la vista de estos el incendio
de la parte oriental de la ciudad en que todavía quedaba ilesos
algunos edificios. Embestidos sin embargo por todas partes y
batiéndose en retirada sobre la calle del lago en busca de los
vapores que le aguardaban cerca del muelle, pudo Henningsen,
cuando más estrecho se hallaba, ocupar las ruinas del templo de
Guadalupe, que Martínez cometió la torpeza pensando que no
se detendría en ellas y que continuaría de paso hasta la playa.
En aquellas ruinas protegido por gruesas paredes de piedra
basáltica, todavía en pie encontró el filibustero su salvación,
soportando con éxito el sitio que enseguida le pusieron las
fuerzas aliadas. Detrás de aquellas murallas inexpugnables
se batió día y noche, y aunque le faltaron alimentos y vio
casi aniquilada su tropa por la epidemia del cólera, pudo sin
embargo, sostenerse heroicamente diez y ocho días, al cabo
de los cuales, en la noche del 12 de diciembre, llego Walker en
su auxilio con 160 filibusteros, fueron bastante para librarlo del
ataque centroamericano.
Los auxiliares que llevó Walker a Rivas, a bordo de uno de
los vapores del lago, desembarcaron por la noche en Tepetate
y se abrieron campo a través de las líneas de los aliados, que
cercaban a Henningsen en Guadalupe, hasta incorporarse con
él cuando contaba con son sólo 150 hombres, muchos de ellos
enfermos y casi todos debilitados. Ambas tropas, comandadas
por el intrépido Henningsen, rompieron de nuevo en la mañana
del día siguiente, el circulo de bayonetas enemigas que las
rodeaba, fueron a embarcarse en el muelle a vista y paciencia
de los aliados, todavía amedrentados y corridos. Cuéntase que
en la noche en que desembarcó el piquete auxiliar de Walker,
llegó Martínez hasta Tepetape a cerrar el paso sobre la playa
con su columna de veteranos legitimistas; pero fue rechazado
con energía y huyó despavorido por entre los matorrales de
la playa, cubiertos a la sazón de vainas de “pica pica”, cuyos
pelillos le cayeron sobre los ojos y le dejaron casi ciego. El
caballo que montaba lo condujo al campamento de Jalteva en
donde fue asistido con solicitud.

-190-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El General don Ramón Belloso, jefe de la división salvadoreña


encargado de cubrir con su columna las trincheras que cerraban
el camino para el lago y muelle sobre el cual había levantado
buenas fortificaciones, se llenó de temor a la vista del auxilio
filibustero que entraba a Guadalupe por el lado de Santa Lucia,
y pretextando su desagrado con los jefes guatemaltecos que
cubrían otros puntos, abandonó súbitamente su puesto y huyó
para Masaya, sembrando a su vez el pánico con la noticia
exagerada que esparcía del desastre aliado. Debido a esa
cobarde fuga Henningsen encontró expedito su camino para
llegar al muelle y embarcarse tranquilamente. Momentos antes
de hacerlo, dio una última bofetada a sus enemigos, mandando
fijar en el asta de una lanza clavada en la plata forma del
Fuertecito, una garra de cuero de res, según la versión del
filibustero Roche, o un pedazo de papel, según el parte oficial
que dio Martínez, con la siguiente inscripción “AQUÍ FUE
GRANADA”.
Belloso era general en jefe no solo de las fuerzas
salvadoreñas con que huyó, sino también de las democráticas
y costarricenses que estaban en la ciudad de Rivas e impedían
la ocupación filibustera del departamento Meridional. Sea por
temor o maldad, cuando llegó despavorido a Masaya, mandó
orden expresa y terminante a Jerez para que se replegase con
sus tropas a Masaya, y a Cañas para que con la suya regresara
a Costa Rica. Cañas no quiso obedecer aquel mandato, porque
había sido enviado por su Gobierno con otras instrucciones; pero
no pudiendo continuar en Rivas con escaso número de gente,
determinó acompañar a Jerez, que obediente a las órdenes de
su jefe salió enseguida para Masaya.
Walker ocupaba la pequeña aldea de la Virgen, en la cual
carecía de alojamiento y estaba acosado por las enfermedades
de su gente y las necesidades de los heridos que habían
sido ahuyentados de Ometepe por los indios sublevados. A
continuar en aquellas condiciones, las dificultades lo habrían
obligado a abandonar el departamento Meridional; mas la
desocupación de Rivas, plaza militar bien fortificada por Jerez,
con abundantes provisiones, clima sano y ventilado, rodeado

-191-
Mis memorias de José Dolores Gámez

toda ella de platanares inagotables y prevista, además, de


grandes edificaciones para albergue y comodidad de la tropa,
llegó providencialmente a salvarlo de su apuro.
La conducta nada patriótica de los jefes aliados, las rudezas
de aquella campaña desesperada y los estragos de la epidemia
del cólera, se juntaban para llevar el desaliento a los que
combatían a los filibusteros, y hacía temer que fuesen ya
inútiles los esfuerzos del patriotismo para sacudir la dominación
de Walker.
En principio de enero de 1857, hubo, sin embargo, en los
campamentos, noticias que levantaron los ánimos de los
centroamericanos y les devolvieron sus pérdidas esperanza y
energías, tales fueron las gratas nuevas de haberse apoderado
las fuerzas de Costa Rica de los vapores del rio San Juan y del
lago, por donde antes les llegaban a los filibusteros refuerzos de
hombres y elementos, enviados con regularidad del Sur de los
Estados Unidos por los agentes de Walker. Una de las primeras
disposiciones de Walker, así que fue árbitro del Gobierno del
dócil don Patricio Rivas, habían sido despojar oficialmente
a la Compañía Americana de Tránsito de su concesión y de
sus vapores, transporte de tierra, muelles y edificios, para
traspasarlo todo a una nueva compañía organizada con amigos
íntimos del mismo Walker, que compartían con él las utilidades
del negocio y le proporcionaban, además, hombres y elementos
de guerra. Los miembros de la compañía despojada, entre los
que se contaba el conocido millonario Mr. Vanderbilt, deseosos
de acabar con Walker, se acercaron al presidente de Costa Rica,
don Juan Mora, que era entonces el campeón más esforzado
y tenaz de la causa nacional de Centroamérica, proponiéndole
un bien formado plan para la toma de los vapores por fuerzas
costarricenses, dirigidas por estas por jefes americanos
experimentados que respondían del éxito. Convencido Mora
de aquel sería un golpe de gracia para los filibusteros, aceptó
gustoso la proposición de Vanderbilt y se lanzó a la empresa, no
obstante, las dificultades interiores que tenía en aquellos días.

-192-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Las fuerzas aliadas que permanecían en Granada ocupando


sus ruinas desde la retirada de Henningsen, levantaron el
campo enseguida y marcharon al departamento Meridional,
estimulados con los hechos glorioso de los costarricenses. Se
acantonaron en la villa de San Jorge sobre el puerto del mismo
nombre, y después de una serie de combates parciales con los
filibusteros, que tomaron la ofensiva desde un principio fueron
prologado su radio de ocupación hasta poner sitio a la ciudad de
Rivas en la cual quedo encerrado Walker. Éste se vio reducido
al último extremo por la falta de provisiones y se habría rendido
incondicionalmente; pero se salvó debido a la mediación del
capitán Davis de la corbeta americana de guerra “Santa María”
estacionada en San Juan del Sur, al parecer con ese objeto,
en virtud de la cual logró obtener una capitulación ventajosa.
Así fue como terminó la famosa campaña nacional contra los
filibusteros, con la cual vienen enlazados los recuerdos de mi
infancia que he referido antes y continúo refiriendo ahora.
Después del incendio de Granada, mi madre y mi abuela se
trasladaron con la familia al entonces pueblo de Jinotepe y hoy
ciudad cabecera del Departamento de Carazo, en busca de
garantías, pues por los pueblos de Diríá y Diriomo, pasaban
con frecuencia pelotones de soldados de los diferentes cuerpos
beligerantes, que no siempre se mostraban respetuoso con los
vecinos pacíficos. En Jinotepe volvimos a hacer vida común
con la familia de don Saturnino Reyes y ocupamos la única
casa que pudimos conseguir. Era ésta una choza de paja ¸con
paredes embarradas, de doce pies de altura, sin ladrillos en el
piso y con solo dos cuartuchos de cuatro varas cada uno, en los
cuales tuvimos que acomodarnos diez y siete que componíamos
la falange, amontonados en aquel estrecho local, en el que para
colmo de sinsabores tuvimos la desgracia de perder al tierno
Epifanio. La escasez de viviendas en Jinotepe se debía en
parte a la afluencia numerosa de familias de Granada, Masaya
y Rivas, que llegaban a refugiarse, alejándose del teatro de
la guerra, pasando mil dificultades para subsistir y llenas de
sobresalto, porque allí mismo no se consideraban exentos de
peligro. Unidas todas por la común desgracia, compartían sus
pesares y alegrías y formaban un núcleo fraternal. En aquellos

-193-
Mis memorias de José Dolores Gámez

días no faltaron sin embargo, sucesos felices en el círculo


social de las familias asiladas en Jinotepe, que interrumpiesen
momentáneamente el ambiente de tristeza ordinario.
El señor don Ignacio Padilla, de origen granadino, que andaba
con las mujeres librando el bulto del servicio militar, celebró
su matrimonio con la señorita Dolores Torrealba, de Masaya,
en el seno de la colonia asilada a que ambos pertenecían y
con relativa alegría. La fiesta tuvo lugar en una casa central,
de mayores dimensiones que la nuestra y se obsequió a la
concurrencia con vino de marañón, ponche de leche y frutas
curtidas en aguardiente azucarado; pero el local estaba sin más
adornos que algunas pantallas de lata sobre las paredes, en
las cuales se destacaban las velas de cebo alumbrado. Casi
a continuación del casamiento hubo en la colonia un incidente
desagradable. Doña Luisa Urtecho, esposa de don José León
Avendaño que servía una subsecretaría del gobierno provisional
del mes de mayo, pariente y amigo de infancia de mi madre, se
hallaba también refugiada en Jinotepe y tuvo la desgracia de
perder al niño que criaba. Fue enterrado pobremente, tal como
lo permitían las circunstancias; pero algunas horas después
de inhumación del cadáver, fue violentamente desenterrado y
echado del cementerio, de orden del señor cura, porque se le
había enterrado como si fuese hereje, o lo que es lo mismo
sin los cantos religiosos. Tuvo la señora de Avendaño que
pagarle para que les hiciese y practicar a su costa la segunda
inhumación de su hijo. Tal era el despotismo medieval que
ejercía el clero sobre todas las clases sociales contando con
el apoyo civil que entonces estaba subordinado a sus órdenes.
El 25 de julio se celebró en Jinotepe la fiesta del apóstol
Santiago, patrono del pueblo. Fue llevada su imagen en
procesión por las calles principales, seguida de unos cuantos
músicos y del párroco revestido con la capa pluvial del antiguo
rito pagano, en la casa de mayordomo repartieron buñuelos de
yuca, revolcados en miel y se organizó una cabalgata que corrió
en párelas, sirviéndole de hipódromo la calle principal. Tanto
en la procesión, como después de esta se mantuvo el baile de
las inditas, vestidas de gala, con sombrero encintados y sartas

-194-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de monedas colgadas sobre el pecho, largos pendientes de oro


en las orejas y cubiertos los rostros con máscaras de madera
pintadas de rojo carmesí y con dorado bigotes y cejas.
Hubo también otra fiesta en aquel día, enfrente de nuestra
habitación, en la choza de “señaa” Leonor, que por rara no
he podido olvidarla. La vecina mencionada era una hembra
encorvada y arrugada por los años, muy devota de seguro,
pero que vivía aguijoneada por una pasión de dar azotes sobre
espaldas humanas. Gozaba mucho la buena “señaa” Leonor
con los ayees que arrancaba sus bien dados latigazos y no podía
pasarse sin propinarles con frecuencia. Se había hecho cargo
de un huerfanito, que entonces contaba quince años de edad y
aparentaba tener solamente ocho, al que le pegaba a toda hora
y había descriado a fuerza de aplicarle “tajonazos.” No está, sin
embargo, satisfecha con solo las espaldas del huerfanito y la
desvelaba el deseo de gozar de otras espaldas. Para colmarle,
inventó festejar en su casa el día del patrono, repartiendo a los
muchachos que invitaba refrescos y buñuelos a condición de
que así que los tomaran, fuesen saliendo de uno en uno por la
puerta de la cerdada, en donde ella les aguardaba, radiante de
gozo y látigo en mano, lista a echar su cana al aire sobre tanta
espalda moza que pasaba a escape. Aquel espectáculo atraía
concurrencia de vecinos y formaba parte de la fiesta del día,
quizás la más divertida, por las ardides y astucias que se valían
los muchachos para salir ilesos a despecho de la rapidez con
que movía el látigo la famosa “señaa Leonor”.
En aquellos días sonó para mí la hora de ir a la escuela.
Se me considero con edad bastantes (cinco años cumplidos)
para empezar a leer y provisto de una cartilla fijada sobre una
tablita, fui conducido a la casa del señor Padilla, cuya esposa
se encargaba bondadosamente de ser mi maestra. Era un
dogma de la antigua enseñanza aquello de que “la letra entra
con sangre”, o lo que es lo mismo con la aplicación de vapuleos,
palmetazos y tormentos inquisitoriales, que si bien preparaban
el camino del cielo en cuenta corriente con el purgatorio romano,
en cambio hacían de la escuela un lugar de sufrimientos
continuos. Las maestras de las contadas escuelitas privadas

-195-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de las grandes ciudades se contaban en fuerza ser bondadosa,


con dar chancletazos, pellizcos y coscorrones a discreción, los
cuales venían a ser como tortas y pan pintado, como partes
con los castigos de la escuela masculina. Debo confesar que
mi escuela de Jinotepe era una escuela excepcional en la que,
si bien bostecé mucho y tuve algunos amagos de castigos,
jamás derramé lágrimas de dolor. En los casos extremos se
me mostraba la chancleta y ese era más que suficiente para
convertirme en humilde siervo. Pasaba las horas de la mañana
sentado en un “taburete”, repitiendo en alta voz los sonidos de
las letras del abecedario, que me daban de lección para que los
aprendiese de memoria. Después, cuando ya las tenía sabidas
me arrodillaba al lado de la maestra para que me tomase la
lección, si la daba bien quedaba despachado; si no, tenía que
volver a mi asiento y continuar repasando.
En Nicaragua ha habido siempre empeño por las difusiones
de la enseñanza. Creo que por el ano de 1838, o cosa así, fueron
establecidos las juntas departamentales de instrucción Pública,
con rentas de arbitrarios locales y servidas por los padres de
familia más escogidos de la ciudad cabecera, encargados
del establecimiento e inspección de las escuelas primarias.
Estas, en un principio fueron exclusivamente para varones;
pero en 1867, si no estoy equivocado, hubo algunas niñas. Las
escuelas públicas, sin embargo, fueron hasta hace pocos años
muy semejantes a las que nos legó el periodo colonial. Unas
cuatro bancas, de cuatro pies de altura y doce de extensión,
con declive a ambos lados de su cubierta, servían de pupitres
para la clase de escritura, que se tomaba de pie; arrimados a
las paredes del salón colocaban banquillos alineados, o bien
bancas, que servían de asiento a los alumnos para repetir a
gritos y con cierto dejo cacareado las lecciones de lectura que
se tomaba previamente, poniéndose de rodillas a los pies del
maestro, y en el centro del propio salón, o mejor dicho en una
de las extremidades, se alzaba la mesa detrás de la cual se
sentaba el maestro, teniendo a diestra y siniestra palmetas
y también rémales de tiras de cuero tieso, tenidas como
mejor propulsores del saber humano. La escuela primaria se
dividía en tres grados o decurias, a cargo las dos primeras de

-196-
Mis memorias de José Dolores Gámez

decuriones escogidos entre los más aprovechados y la última


al del maestro. Iniciaba la serie la agrupación de los de cartilla,
o mejor dicho de los principiantes, que abrazaban donde lo que
estaban aprendiendo el abecedario, hasta los que deletreaban
silabas de letras gruesas , seguía la de los que había pasado de
la cartilla al “Catón” de San Casiano, y deletreaban, o decoraban
con lentitud en esto; y terminaba como los del último y más
elevado grado de los que decoraban con rapidez exagerada
en el “Catecismo” del padre Ripalda, impreso en tipo lecturita y
con forro de badana colorada , el cual, además los servía para
el aprendizaje de la doctrina cristiana en el día sábado, en que
debían de recitar de memoria.
La cartilla estaba impresa con gruesas caracteres negros,
en ocho páginas y sobre un pliego de papel, en la primera de
las cuales aparecía la estampa de San Juan. Encabezaban
el texto los abecedarios minúsculo y mayúsculo. Las cinco
vocales minúsculas en reglón separado lo que llamaban el rudo,
o sea una serie de letras sin enlace y en desorden, el silabario
completo y por último trozos de lectura llama en tipos de letras
atanasia. El “Catón Cristiano” era un folleto en octavo, con forro
de pergamino amarillento o de badana blanca indistintamente,
impreso con tinta negra, en tipo de lectura, que llevaba en la
primera página antes de la portada una estampa del obispo San
Casiano un traje de ceremonia o sea revestido de los ornamentos
sacerdotales, con báculo en la mano y una enorme mitra en
la cabeza. Su texto se centraba en la enseñanza de principios
de moral cristiana y de algunas elementales de urbanidad. En
cuanto al “Catecismo” de Ripalda, muy conocido aun, no tengo
para que describirlo.
Las ediciones de antaño eran nacionales, en tipo de lecturita,
pagina muy pequeña y con forro de badana carmesí. La lectura
de la escuela, en tres grados se hacían en coro y a gritos por los
alumnos, pudiéndose oír su algarada donde más de cien pasos
de distancia. A modo de concierto escolar, cantaban todos con
el dejo acostumbrado, unos las letras del abecedario, otros el
silabario, otros el deletreo de palabras y los más aprovechados,
las lectura al decorado rápido, sin pausa ni reglas ortográficas,

-197-
Mis memorias de José Dolores Gámez

espeluznante, a tronante, pero muy del agrado del maestro y


de los decuriones que se paseaban recorriendo las filas con el
inseparable ramal de cuero crudo en la diestra, pronto a caer
sobre las espaldas de los que bajaban el tono desafinaban el
deje o se equivocaban en la lectura. Después de varios minutos
de aquel ejercicio gutural, llegaba la hora de dar las lecciones
al maestro, que las recibía sentado a su mesa y puesto el
alumno de rodillas a su lado. Por cada punto o equivocación, se
suspendía el acto y se aplicaba un fuerte palmetazo que dejaba
magullada la palma de la mano de que lo recibía; pero cuando la
falta de aprendizaje de la lección era total o casi total, llamaba el
maestro en su auxilio a tres muchachos de los más grandes los
que se apoderaban del culpable, cargándole embrocado sobre
las espaldas de uno de ellos, que le agarraba las manos y las
sostenía por delante , mientras los otro dos se apoderaban de
sus pies y lo levantaban a buena altura; lo llevaban enseguida
así tendido a la puerta exterior del local y allí a la vista del público,
le bajaba el maestro los pantalones y a “rojo pelado”, o sea con
las postrimerías descubiertas le aplicaba de doce a veinticinco
azotes, “mínimum y máximum” respectivamente, según la
gravedad de la falta. Los azotes se daban paulatinamente,
seguido cada uno de ellos de un regaño severo y en voz alta
para escarmiento de los demás alumnos y sin parar en mientes
en los ayees, lamentos y contorciones del infeliz flagelado
quien le quedaban pintados y reventados los latigazos. La
clase de escritura se daba al ser abierta la escuela. El alumno
llevaba en su “bulto”, o sea un bolsón pendiente que llevaba al
costado, su texto de lectura, el pliego de papel blanco para la
plana, una pequeña pizarra, si ya estaba haciendo números o
aprendiendo cuentas una pluma de ave (avestruz) para escribir
con tinta, un pizarrín y una barrita de plomo para los puntos, o
tablas encolados y con hilo con quien se arreglaba el papel. El
tintero se llevaba colgante, amarrado del cuello con un cordón;
y como en la escuela no había agua, llevaba cada cual la suya
en un porrón, botella o calabaza según sus recursos. Cuando
la concurrencia era numerosa, tenía el maestro que ayudarse
en sus tareas con la colaboración de los alumnos adelantados,
dividendo la escuela en secciones, y cada sección en decurias

-198-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de un mismo grado. Los decuriones estaban facultados para


repartir palmetazos y latigazos a discreción y durante la clase;
y resultaban más crueles que los maestros, porque orgullosos
de sus altas funciones no perdonaban nada sus decuriados,
salvo que estos comprasen con dadivas su cariño. Durante
las clases de dos horas por la mañana (de 7 a 9) y otras dos
por la tarde (2 a 4), horas aflictivas, angustiosas y verdadero
sufrimiento para los niños.
La clase de aritmética se reducía a la enseñanza práctica de
las cuatro reglas de suma, resta, multiplicación y división de
enteros, y se daban enseguida de la de escritura. Después
se recargaba el cuadro horripilante de la escuela con la llegada
de la hora en que se daba al maestro las lecciones de lectura
y se mostraba las planas escritas y las cuentas de las pizarras,
pues comenzaba la lluvia de azotes con calzón quitado y de los
recios palmetazos que hacían brotar sangre de las manos y aun
causar desmayo a los que no soportaban tan rudo tormento.
Los castigos escolares no se limitaban tampoco a solo azotinas
y palmetazos, porque existían además las penas infamantes
que se prodigaban con la misma abundancia, exponiendo a los
desaplicados en las puertas o ventanas exteriores, coronados
con un par de orejas lagar de burro, o bien arrodillado sobre
maíces , o granos gruesos de arena, y con los brazos abierto
y extendida, o bien en otras formas ridículas que los maestros
inventaban “Excusado” es decir (habla una víctima) que los
pellizcos , tirones de orejas y estrujones se propinaban con
tanta frecuencia, que casi ya no se contaban en el número de
los castigos.
Las escuelas públicas para niñas aparecieron en fecha
relativamente reciente y gozaron por lo mismo de menos
tiempo del viejo sistema de enseñanza. Fueron precedidas
del aparecimiento de colegios, o escuelas remuneradas de
niñas, que si no estoy equivocado se fundaron primeramente
en León y Rivas. Se enseñaba exactamente lo mismo que en
las escuelas primarias de varones y, y además a coser y bordar.
Para dar una idea de lo que eran esos colegios, referiré lo que
me contaba la que fue mi esposa, antigua alumna del colegio

-199-
Mis memorias de José Dolores Gámez

de las niñas Povedas, de León. Los castigos que pudieran


llamarse mayores se aplicaban enfrente de las puertas que
daban a la calle, para que el público pudiese dar fe, tal como lo
practicaban los maestros de las escuelas masculinas; pero la
pena de azotes se diferenciaba un poco en su aplicación, porque
la maestra en lugar de hacer colgar en hombro a la víctima la
agarraba sencillamente de una oreja o del pelo y la llevaban así
hasta el lugar de la ejecución, la obligaba a que se doblegase
hasta tomarle la cabeza entre sus muslos, y una vez sujeta de
este modo la levantaba la falda por la parte trasera, dejándole
al descubierto las postrimerías sobre la cuales descargaba con
toda calma sonoros chancletazos o bien latigazos acompañados
de amonestaciones.
Todos aquellos detalles escolares van olvidándose más que
de prisa con el transcurso del tiempo, y llegara un día en que se
les crea exageraciones, ridículos inventos, por los cual conviene
consignarlos en fecha en que todavía existen muchos testigos
presenciales. Hoy la escuela no es como antaño, un suplicio,
hoy por el contrario, un recreo un verdadero goce para los
niños, gracia a las enseñanzas de Horacio Mann, en rededor de
la escuela, que atravesando los mares, llegaron hasta nosotros,
trayéndonos la buena nueva.

-200-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo XI

El renacimiento de la paz

Expulsado Walker de Nicaragua y terminada la campaña


nacional, quedaron los partidos políticos del 54 enfrente el uno
del otro, bien armados, provistos de municiones y recursos; y listo
para despedazarse de nuevo. Debía convocarse a elecciones
en conformidad con lo estipulado en el convenio de fusión de
12 de septiembre anterior; pero equiparadas las fuerzas de los
contendientes, las elecciones tendrían que resultar empatada,
lo cual produciría más irritación y precipitaría el rompimiento de
nuevas hostilidades.
El General Don Gerardo Barrios que permanecía en León
con la columna auxiliar del Salvador, tomó empeño en salvar
la situación crítica de los nicaragüenses y con ese propósito,
convoco para una reunión numerosa a la que Martínez envió
dos comisiones con la representación del partido legitimista.
Aquella reunión acordó la proclamación de don Juan Bautista
Sacasa, del vecindario de León, aunque descendiente de
granadino, para futuro Presidente; pero los legitimistas no lo
aceptaron, y desagradados con los resultados por la junta de
León a reanudar en Managua las pláticas de arreglo; y cuando
frustrada toda esperanza de conciliación parecía próxima una
nueva guerra civil, resolvieron los Generales Jerez y Martínez,
Jefes respectivos de los bandos contendientes, asumir juntos
la dictadura de Nicaragua y organizar un gobierno binario,
que fue el que salvo la país de la anarquía que lo amenazaba.

-201-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Después de aquel suceso, que mereció el aplauso general,


volvió la tranquilidad al ánimo de las familias fugitivas, asiladas
en Jinotepe y otros pueblos, que se apresuraron a regresar a
sus hogares. La nuestra también regreso; pero no a Granada
que estaba en escombros, sino a Masaya, lugar próximo y en
donde había más comodidad que en Jinotepe, ocupando una
espaciosa casa de paredes de adobes que, hacia esquina con
la plaza de San Jerónimo, en el comienzo de la calle del mismo
nombre que va para la parroquia y la cual pertenecía a un señor
don Magdaleno Jiménez. Don Saturnino Reyes puso en la
esquina una tienda de mercancías y un negocio de compra y
exportación de cueros, y mi abuela, que ocupaba con mi madre
un salón inmediato que tenía puerta sobre la calle de San
Jerónimo, puso también un tenducho con ventas de abarrotes,
granos, medicinas de uso doméstico y telas de consumo al
menudeo.
Masaya era un pueblo muy pobre, habitado en su mayor
parte por indios, con casas de antiquísima apariencia colonial
en el radio central, y con chozas de paja en sitios cercados
de cardo y piñuelas, en seis barrios. Sus calles polvorientas y
sucias servían de recreo a numerosos cerdos, cabros y aves de
corral que se paseaban por las calles en amigables consorcios;
había escasez de agua en la población y abundaban los
ladrones y rateros. La plaza mayor o de la Parroquia , servía
de mercado, teniendo por techo la bóveda celeste , bajo la
cual se achicharraban al sol vendedores de toda clase que allí
permanecía durante el día El agua se tomaba de la laguna
inmediata, situada en el frente de un antiguo cráter, de difícil
acceso, y se acarreaba en cantaros de barro por medio de
las indias; pero como el abasto era reducido y relativamente
costoso, las familias se ayudaban para la prevención de “agua
para mandar” o sea para los usos del hogar, con estanques
o cisternas excavadas con el fondo de los patios, que median
cinco varas en cubo y recogían las aguas pluviales del suelo de
los mismo patios, los que llegaban por medio albañales y que
nos e infiltraban en el pozo, porque el terreno es de talpetate
o talpuja. Esto, según Paul Levy, autor de una Geografía, “es
una especie de conglomerado de grano fino, de las capas de

-202-
Mis memorias de José Dolores Gámez

cenizas volcánicas, formado de pequeños bólidos deleznables,


ligados entre sí por una pucelana pulverizada”. El agua de
aquellos pozos que después de algunos días se ponía clara y
de buena apariencia sobre un fondo cenagoso, servía el estado
de salubridad pública, allí donde tanto desacate se hacía de la
higiene. A un señor de apellido Osorno, que vivía en los portales
de la Plaza mayor, se le ocurrió la buena idea de hacer en el patio
de su casa un pozo alzado con calicanto, un verdadero aljibe de
forma cubica y grandes dimensiones para recipiente de aguas
pluviales que llegaban de los tejados inmediatos por medio de
canales suspendidos del extremo de las ‘alfajillas, “o cuartones
inclinados de los corredores. La gente ladina compraba de
preferencia aquella agua, pagándole a buen precio. La buena
fama del pozo aumentaba a medida que pasaba el tiempo; y
tal vez se conservaría aún, si no hubiera ocurrido un incidente
desgraciado que hirió de muerte su reputación. En uno de
tantos días, amaneció flotando en el centro del estanque el
cadáver de un sapo, cuya presencia no acertaba a explicarse
nadie, estando a la vista el alto brocal que hacía imposible la
entrada de tales animales en el interior del pozo. El empresario
achacó el suceso a la perversidad de algún enemigo oculto; y
todo habría pasado bien, si el mal invierno excepcional que hubo
en ese año no hubiese dejado al descubierto a poca altura del
fondo, dos o tres bocas de albañales subterráneos procedente
de la calle, que reforzaban clandestinamente la prevención de
agua. Desde aquel día perdió casi toda su numerosa clientela
el bueno del señor Osorno.
La población se componía de ladinos e indios, estando los
primeros en una proporción como de un 25 por ciento con
inclusión de los mestizos y tenía todo el aspecto de una aldea del
tiempo de la colonia. Sus hombres se vestían con calzoncillos
de manta cruda de algodón y una cotona o blusa de la misma
tela, y más frecuentemente y en lugar de esta, con una especie
de camisón de jerga de color, abierto por los costados desde
debajo de las mangas. En los días de fiesta cambiaban el traje
ordinario por el de gala, que consistía en un calzón corto de
“cotín” (manta de dril blanca rayada), cotona de la misma tela
y “cotín” de jerga negra, encima a modo de gabán abierto por

-203-
Mis memorias de José Dolores Gámez

los costados, pañuelo rojo de badana, atado sobre la cabeza,


sombrero sobre la cabeza, sombrero de palma de grandes alas
y en los pies el tradicional “caite”. Las indias usaban en lugar
de faldas una manta rayada horizontalmente, que les daba dos
vueltas sobre la cintura y se anudaba al costado, por camisa
un “güipil” o camisa muy escotada y sin mangas, que dejaba
ver a veces y trasparentaba siempre la forma del busto, y un
pañuelo de colores chillones, llevado a veces pendiente de la
cabeza y casi siempre sobre los hombros, o sobre uno de ellos
solamente. En el traje de gala, para los días festivos, la manta
que hacia veces de faldas era más lujosa y llevaba listas de
seda de colores vivos, el “güipil” con lentejuelas era también de
mejor tela blanca, llevando vidrio de varios colores y el cabello
trenzado y adornado con flores naturales.
En nuestra casa había un “tabanco” (desván o sotabanco) en
un departamento interior sin paredes que servía de dormitorio
a un sirviente de mi tío, desde el cual se dominaba con la vista
el patio y la parte de la casa en que almacenaban los cueros
envenenados. Una noche de tantas fue despertado el sirviente
por un ruido como de algo que arrastraban y que, después de un
rato de observación descubrió que procedía de algunos cueros
que caminaban solo a través del patio, llegaban hasta la tapia de
adobes del cardado y luego desaparecían. Asustado con aquel
fenómeno, bajó con cuidado y sin hacerse sentir a inspeccionarlo
de cerca, y descubrió a dos hombres enteramente desnudos
y tiznados con hollín que sacaban los cueros del depósito, se
echaban boca abajo, se cubrían con ellos e iban arrastrándose
cautelosamente hasta el pie de la tapia en donde tenían hecho
un agujero que les permitía la salida. El sirviente regreso a su
“tabanco” y les hizo un disparo de fusil, dando al mismo tiempo
voces de alarma y los obligó a huir, dejando en la calle como 25
cueros amontonados, que no pudieron llevarse.
En otra ocasión y en una noche en que mi tío estaba ausente,
fue arañada la puerta del tenducho de mi abuela y sacudida
con violencia por un perro que ladraba, al mismo tiempo que
un burro le tiraba coces, amenazando derribarla. La familia se
levantó a reforzar la puerta con trancas y paso la noche en vela

-204-
Mis memorias de José Dolores Gámez

hasta las 5 de la mañana, en que el perro y el burro dejaron


de hacerse sentir. Referían las comadres del barrio, que no
hacia aún mucho tiempo y en una de tantas noches, había sido
robado un vecino respetable, que ocurrió muy temprano del día
siguiente a quejarse con el Alcalde, jefe entonces de la policía
urbana, y a interesarlo para que fuera al Palo Blanco a buscar
los objetos robados. Su espanto fue extraordinario, cuando
habiéndose internado sin anunciarse, se encontró en una de los
corredores con el señor Alcalde, ocupado a la sazón en lavarse
el rostro, cubierto aun con el tizne de la noche anterior.
Las costumbres de los indios en conservaban mucho de
la primitiva sociedad aborigen. Los alcaldes usaban como
distintivo de su autoridad largas varas que usaban empuñadas
en lugar de bastón y el respeto y obediencia que les tributaba el
pueblo asemejábase mucho a los de los aborígenes tributaban
a sus antiguos caciques. El más anciano de los indios de
Masaya, tenía honores y funciones de patriarca. Vivía en el
barrio de Monimbó y era el que todos los días, a las cuatro
de la mañana tocaba el “tambor del engendro”. El nombre
de ese tambor me excusa de dar explicaciones acerca de su
objeto; y a la hora en que se tocaba, que era aquella en se
suponía a los indios repuestos de la fatiga del día anterior,
todos quedaban entendidos de que había llegado el momento
propicio para sembrar con éxito la semilla humana. Algunos
minutos después de tocado el tambor las chozas de los indios
brillaban con el resplandor de los hogares encendidos en su
interior, mientras las indias arrodilladas y sin “güipil” molían
sobre “la piedra de moler” la masa de maíz cocido para las
tortillas del desayuno. Las indias abastecían el mercado de
plátanos yucas, quequizque, pinol de maíz tostado, almidón,
atoles, tamales, frutas y otros artículos de consumo diario, así
como toda clase de jarcia de fibra de pita y cabuya, hamaca,
petates (esteras), sombreros de palma, losa de barro y otras
cuantas cosas más. Las indias además, hacían el abasto de
agua de la población, que tomaban de la laguna y la llevaban
en cántaros de barro negro y brillante, y sujetos por un mecapal
que a modo de honda, mantenía la carga sobre la parte baja
de la espalda; pero el mecapal no se fijaba sobre la frente, sino

-205-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que se llevaba atravesado por sobre el pecho y la extremidad


superior de los brazos.
Los ladinos, que formaban la clase privilegiada, vestían
chaqueta y pantalón de dril de color, o blanco algunas veces,
camisa de manta cruda o de saraza pintada, sombreros de
palma, zapatos de campo, que llamaban “polainas” fabricado
con cuero de venado crudo con cortezas astringentes o ricas
en tanino con las del árbol llamado nancite, las del mangle, y
otras semejantes. Casi nadie usaba medias en los pies, sino
en los días de gala, ni camiseta o camisa interior; en cambio
usaban calzoncillos de manta debajo de los calzones de dril,
cuando estaban afuera de la casa. Pues en el interior de esta
se quedaban con solo los calzoncillos. La mayor parte de
los ladinos pertenecían al gremio de los artesanos, entre los
que había mayor número de herreros, que trabajaban frenos,
espuelas, aldabas, cerraduras y otros objetos para expórtalos
a las plazas de las poblaciones vecinas. Tan solo una reducida
facción de los ladinos, compuesta del cura y su coadjutor, el
médico, la gente del cabildo, los empleados públicos, uno que
otro propietario y dos o tres comerciantes revendedores de
mercancías que llevaban a Granada, formaba la “crema” social
o alto circulo pensante de la población. Esos ladinos vestían
por supuesto mejor que los otros, pues usaban saco o chaqueta
más larga que la de costumbre, solían llevar chaleco en los días
festivos, aunque sin corbata, se calzaban con botas altas de
becerro (botas de cañón) que les llegaba hasta cerca de las
rodillas y las usaban por debajo del pantalón, llevando, además
camisa planchada y sombrero de fieltro. Las fiestas se sucedían
con frecuencia, y consistían por lo regular en una misa cantada
con acompañamiento de música, sartas de bombas y palmas de
cohetes, seguida de la indispensable procesión. Naturalmente
las costeaba el vecindario indio pues a él le tocaba todas las
cargas religiosas a truque de las mayordomías, que formaban
el rico venero de los curas.
El pueblo de Masaya es uno de las más antiguos de Nicaragua
desde 1767 se le nombra en boletines oficiales como población
de importancia. Tengo a la vista una de ese año, elevado a la

-206-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Corte de España por don Pedro de la Vega, alcalde mayor de


Tegucigalpa, del cual entresacaré algunos conceptos que juzgo
de interés histórico. “A tres o cuatro leguas, dice, de la ciudad
de Granada, hacia el poniente de ésta, se halla el pueblo de
Masaya, el más vasto de la provincia de Nicaragua. Se compone
de crecido número de indios, divididos en cuatro parcialidades,
llamadas Monimbó (que es la mayor), Guillen, Diriega y San
Sebastián, cada uno con su alcalde recaudador de tributos.
También tiene dicho pueblo un crecido número de gente ladina,
compuesta de negros, mulatos, mestizos y algunos españoles,
con muchas casas de tejas y techo ermitas de lo mismo, que
llaman Santa Veracruz, San Miguel , Santiago, San Sebastián
, Santa María Magdalena, San Jerónimo y en la plaza mayor
la Parroquia , muy hermosa con su torre correspondiente ; un
cabildo de cien varas de largo en una de las extremidades de
la plaza, tres compañías de milicias de infantería con crecido
número de soldados cada una, dos curas rectores y otros clérigos
avecinados en dicho pueblo, el que por su situación carece de
agua. Porque no tiene ningún rio que se lo suministre y sólo si se
halla en la orilla de dicho pueblo, hacia el poniente, una pequeña
laguna con más de 200 varas de profundidad para bajar y con
difíciles bajadas que en las más de ellas y por lo empinado de
sus paredes se baja por escalas de madera; y aunque como
a media legua del pueblo tiene otra bajada, que llaman de las
bestias, es bastante precipitada y en ella se han desbarrancado
algunas de las que han llevado a dar agua. Así como para la
gente como para los animales, que hay en este crecido pueblo,
las indias acarrean el agua en cantaros que cargan sobre las
espaldas con motivo de lo difícil y empinado de las subidas de
dicha laguna, que solamente por estar connaturalizada desde
pequeña con este ejercicio, pueden hacer lo que no haría otra
gente; constándome por propia experiencia que, aun subiendo
sin carga, es menester descansar muchas veces sobre las
escaleras de barranco y maderas que hay en dicha subida.
“Con motivos de la falta de agua en Masaya lograron las indias
venderla a todos los ladinos y pasajeros a razón de dos o tres
cántaros por medio real de plata.

-207-
Mis memorias de José Dolores Gámez

“En los contornos de Masaya, a distancia desde media lengua


hasta siete se hallan los pueblos de Diriomo, Diriá, Niquinohomo,
Santa Catalina, San Juan, Masatepe, Nandasmo, Jalapa,
Jinotepe, Diriamba, Nindirí, Managua, Nandaime, todos los
mas con muchos indios y gente ladina y con varias compañías
de milicias y anexos a la jurisdicción de la ciudad de Granada.
“En la plaza mayor del pueblo, en la cuadra que cae hacia la
banda sur se halla una casa de tejas que corre casi el largo de
la cuadra, en la que han vivido y viven todos los Gobernadores
de la provincia con el pretexto de recaudar los reales tributos,
llamando generalmente a dicha casa la Casa Real… Es el caso
que luego que toman posesión los Gobernadores del Gobierno
de esta provincia , ponen en dicha Casa Real a uno de sus
familiares , o criados que traen, con el título que les extiende
de receptores de los reales tributos y con el cual se apropian
tanta jurisdicción como los mismos Gobernadores; y aunque
no reciben título, es tan asentada la jurisdicción que ejercen,
que todos generalmente les llaman Teniente de Masaya, y con
afecto administran justicia en toda clase de gente y obedecen
mejor sus mandatos [por temor al Gobernador] que de los
Alcaldes ordinarios de la ciudad de Granada a cuya jurisdicción
pertenece a dicho pueblo, aun cuando de estos goces desde
tiempo inmemorial de primer voto de ser Teniente de Gobernador.
“Para el servicio de la Casa Real contribuyen de enero a enero
las cuatro parcialidades de Masaya y del pueblo de Nindirí, que
se halla a media legua, con un indio aguacil cada una, además
de otro indio que lleva el título de aguacil mayor de la Casa Real.
A ninguno de estos seis indios se les da salario, porque los
gobernadores tienen la corrupción de decir que están obligados
dichos pueblos a darles eso aguaciles cuyos salarios cuando
sirven a los particulares son de dos pesos al mes y su comida.
También contribuyen en los referidos pueblos con cuatro indias
cada, dos moledoras y las otras dos ayudantas de la cocina, a
las que tampoco se les paga el medio real diario y la comida que
ganan cuando sirven en otras partes. Así mismo contribuyen
con diez o doce indias para guardianes de las casas de pajas,
donde tienen sus efectos los gobernadores, para cuidarlos del
fuego o de los ladrones por ser fáciles de romperlas y a los

-208-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que no se les retribuye con paga alguna. Del mismo modo


contribuyen cada parcialidad de Masaya con un zacatera de
los que en sus propias bestias van mañana y tarde, a una o
dos leguas del pueblo, o acarrear zacate para las bestias del
gobernador, trayendo en cada viaje el valor de un real de plata
que tampoco se les paga por correr como obligación de los
indios, los que tienen además el recargo de llevar cada semana
dos carretadas de leña en bruto para la cocina del gobernador,
sin que se les reconozca el valor de tres reales de plata que
importa cada uno de ellas. Los míseros indios tienen, además,
la obligación ineludible de llevar todos los días cien cántaros de
agua de la laguna para las bestias del gobernador, y cuando
estas son muchas, se aumenta proporcionalmente la cantidad
de cántaros, siempre sin remuneración. “Los pueblos de Masaya
y Nindirí contribuyen también, diariamente, con seis medios de
maíz cada uno, cuya fanega llega a venderse hasta en veinte
reales cuando hay escasez, y con otras menudencias para la
cocina, tales como los frijoles, huevos, manteca, pescado etc.
“Con motivo de que en el Castillo de San Juan se gastan todos
los años seiscientas fanegas de maíz para la manutención de
las tropas, están obligados los indios a entregar de sus tributos
al Gobernador más de diez mil quinientas fanegas de primera y
segunda cosecha del año, estando tasado el primero a cuatro
reales y el segundo a ocho, con el grave recargo de conducir
los indios a sus costas hasta el pueblo de Masaya, abonándoles
a algunos pueblos a tres y seis reales, respectivamente; todo
esto cuando los indios venden ese artículo a los particulares
a mayor precio y cuando el exceso de las seiscientas fanegas
lo convierten los gobernadores en granjería vendiéndole
por menudos al público y aun a los mismo indios a crecidos
precios, desde tres a dos pesos la fanega, según la escasez”.
Los párrafos anteriores dan una idea exacta de Masaya en
siglo XVIII bajo el régimen colonial y de la honradez de los
empleados españoles. Comparando aquel Masaya de antaño
con el de mis recuerdos, un siglo después, la diferencia no era
mucha, salve la de los tributos de los indios, que ya no existían,
más que como primicias y diezmo para el clero de Masaya,
elevada de rango de villa al de ciudad, en la primera mitad del

-209-
Mis memorias de José Dolores Gámez

siglo XIX, llevó el nombre de San Fernando de Masaya y fue


la residencia del gobierno provisional de Nicaragua en 1845,
durante la administración de don Silvestre Selva, nacida de
la invasión de Malespín de 1844. Dejó de serlo cuando poco
después se inauguró el periodo administrativo de don José León
Sandoval, que trasladó a Granada el asistente del Gobierno. Lo
más notable que ha tenido Masaya ha sido su famoso volcán,
constantemente en ignición y su laguna en el fondo del cráter
de otro volcán extinto cuyas aguas, las únicas con que cuenta
la población, se halla a un nivel bastante profundo del suelo
que le rodea. Del primero ha escrito el cronista real Oviedo
y Valdés en su ‘Historia de la India” en el siglo XVI y desde
entonces a la fecha varios viajeros y geógrafos también lo han
hecho sobresaliendo Squier, Belly, Bresbel y Levy y muchos
otros. Delante tendré la ocasión de hablar algo más sobre dicho
volcán.

-210-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo XII

Después de la expulsión de los yanquis

Cuando mi familia y yo abandonamos a Jinotepe se hallaba


terminada la campaña de Centroamérica, o sea la guerra de
los filibusteros en Nicaragua. La alegría que esto causaba
en todos los nicaragüenses, solo podrán explicarla los que
participaron en ella. Fue para todos como el despertar de una
pesadilla, porque el terror que inspiraban aquellas hordas de
desalmados en nuestro suelo se asemejaba mucho al que
supongo experimentaron los aborígenes, durante el periodo
aniquilador de la conquista en el siglo décimo sexto; Y la cosa en
verdad no era para menos. Hemos tenido la prueba objetiva en
aquellos días nefastos de nuestra historia y conservo aún en mi
poder correspondencia de un “Reporter” americano, publicado
en New York en la que refería sin embargo que los yanquis
capitaneados por Walker, robaban, asesinaban y violaban en
Nicaragua con la mayor impudicia, y que cuando él les hacía
reflexiones sobre lo perjudicial que pudiera serles en lo futuro
esa conducta, ellos le contestaban encogiéndose de hombros:
“que los “greaser” no tenían sentimientos, ni eran de la misma
especie de los blancos”. El desprecio de aquella horda para
con los nicaragüenses, llegó hasta el extremo de que uno de
los filibusteros de la guarnición de Granada, disparase sobre el
primer transeúnte que estuvo a su alcance, para probar si tenía
bien graduada la pólvora de su rifle, logrando acertarle en el
corazón y dejarlo muerto en la calle.

-211-
Mis memorias de José Dolores Gámez

El horror a los yanquis llegó a ser tanto en la infeliz Nicaragua,


que las familias de las poblaciones, ocupadas por los filibusteros,
huían llenas de pánico a refugiarse en los campos y no pocas
veces hasta la espesura de las selvas en demanda de asilo. El
desertor americano llamado Henry Poux, escribió desde la Unión
al periódico oficial de San Salvador una larga correspondencia
en la que exponía los motivos que le habían obligado a separarse
de sus camaradas. Refiriéndose al gobierno inaugurado por
William Walker, en Granada decía lo siguiente: Me parece
el caso de dar una idea de la manera como los soldados de
Walker suplían la falta de vivieres: Salían armados de un fusil
y entrando sin miramiento alguno a las casas de los vecinos,
mataban a balazos los puercos, las gallinas y todos los animales
domésticos que encontraban; mas, como al cabo de algunos
días estuvieron agotados estos recursos, los pocos habitantes
pudientes han tenido que abandonar la ciudad sucediendo que
los infelices que no pudieron salir inmediatamente, han sufrido
los más crueles tratamientos.
Yo he visto a los yanquis detener en las calles a mujeres
y registrarlas deshonestamente para averiguar si bajo sus
enaguas llevaban algún dinero o tortillas. Y debo añadir que
los capaces de cometer tales atrocidades, eran justamente
los más queridos de Walker. Si tal era la situación de los
habitantes pacíficos de la ciudad capital cuando se inauguró
la administración presidencial de Walker, en Granada, la de los
propietarios que habían huidos aterrorizados no fue mejor, pues
todas las propiedades rústicas de los departamentos orientales,
cuantas más valiosas, eran confiscada arrebatadas de sus
dueños por los filibusteros más cercanos del gobierno y vendidas
en el mercado por menos de su valor verdadero y preciada
por peritos interesados, o sea por sus mismos comparadores,
que le daban un valor ínfimo y pagaban con papel moneda,
con liquidaciones militares y no pocas veces con órdenes de
condenación graciosa, como recompensa de buenas acciones
en el servicio de la guerra. Un corresponsal del ‘Herald”, de
Nueva York, explicando las ventajas de esas transacciones
decía a ese respecto: Así una propiedad vendida por cincuenta
mil pesos no le cuesta realmente al comprador más que cinco

-212-
Mis memorias de José Dolores Gámez

mil pesos.” La administración de Nicaragua bajo el dominio de


Walker se diferenciaba poco de la de las cuadrillas tradicionales
que infestaban a Europa, durante la edad media. El siguiente
caso puede dar una idea de su procedimiento.
Existía en Masaya una señora viuda, madre de dos hijos,
que respondía al nombre de Mariana Vasconcelos y vivía
pobremente en una casa central de la ciudad. Había conseguido
con alguna dificultad un atado de “dulce”, o sea panela de
Jinotepe, que entonces se vendía a crecido precio, porque
los yanquis la consumían. Sus vecinos se habían previsto
igualmente de la misma mercadería, muy ilusionados con las
utilidades que reportarían con su reventa; pero el gozo no duró
mucho, porque se anunció enseguida la próxima llegada de
una tropa americana a la población, y todos se apresuraron a
huir, llevándose cuanto valor tenían en casa, menos la señora
Vasconcelos, que siendo de una edad respetable y careciendo
de otro haber que el del atado de panela consabido, determinó
quedarse y ocultar su tesoro , para lo cual escogió el fondo de
un voluminoso montón de basura situado en una extremidad
del extenso patio de su vivienda. No tardo en presentarse en
la habitación de la señora Vasconcelos una patrulla yanqui,
exigiéndole con altivez la entrega inmediata de cuanto tuviese
en valor efectivo o en especie. “Nada, nadita tengo, exclamó
ella con voz doliente, porque soy muy pobre, pobrecita,
créamelo Ud., míster.” La patrulla invadió acto continuo la casa,
y como si hubiese tenido aviso, se fue derechura a escavar
con las bayonetas en el motón de basura, hasta que dio con el
codiciado “dulce”. Con esto en la mano, volvió el sargento donde
la señora Vasconcelos y mostrándoselo con ira y blasfemia, le
aplicó un tremendo puñetazo por debajo de la barba que la
hizo caer de espaldas sobre el pavimento; brotando sangre de
la boca. Algunas horas después de aquel suceso, cuando la
escolta yanqui había desocupado la población, regresaron los
fugitivos y fueron a ver a doña Mariana, refiriéndole al mismo
tiempo que habían podido realizar el “dulce” que llevaban a
muy buen precio. El mío lo vendí mejor, repuso sonriendo con
amargura doña Mariana, ¿-Por cuánto? - preguntaron solícitos
sus oyentes. Por un buen gordeme, dijo ella, al propio tiempo

-213-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que apartaba el pañuelo con que tenía cubierto un azulado


chichón que le desfiguraba aun la parte inferior de la cara.
La salvajería de los yanquis en Nicaragua fue tanta, que
dudo pueda imaginársela nadie en nuestros tiempos; pues
llegó hasta el extremo de asesinar en pleno día a una persona,
para matarla y comérsela asada a pedazo. El caso fue público
en Rivas, cuando ocupaban esa plaza las tropas de Walker
en 1857 y pasó en Rivas. Existía una trinchera, o barricada
de madera sobre la calle llamada de Cantarranas, enfrente de
la casa que había sido del Licenciado don Laureano Pineda.
Por ella entraba a la ciudad, todas las mañanas a hacer sus
compras y a vender algunas provisiones, una mujer del barrio
de los Cerros, llamada Chepa (Josefa), como de 35 a 40 años
de edad, robusta de carnes hasta ser obesa y abultadísima de
los pechos que le colgaban al nivel del ombligo, y que llevaba
mal cubiertos por el lienzo transparente del “güipil”. Supusieron
los que aquellas ubres humanas debían ser una excelente
comida y determinaron probarla, para lo cual asestaron un
balazo a la infeliz mujer; cuando se acercaba, recogieron
enseguida su cadáver y lo despojaron de las piezas codiciadas,
hicieron con éstas un buen beefsteak del que comieron con
delicia, exclamando de vez en cuando, en el mal castellano que
hablaban: “Sabrosa Chepa teta”
Durante nuestra permanencia en Jinotepe nos mantuvimos
azorados por el temor de que pudieran llagar a visitarnos los
yanquis, los cuales llegaron a ser anunciado una vez, aunque
falsamente, cuando esto sucedió, fue como a las 5 de la tarde
próximamente, circuló por el pueblo el grito espeluznante de:
“Vienen los Yanquis: allí están…” Al oírlo, salió corriendo todo
el mundo en busca de un lugar en el campo donde ocultarse.
Mi madre en sus cuadriles uno en cada lado, a mi hermana
y a mí y se incorporó al grupo más inmediato de fugitivos,
que encabezaban don Saturnino Reyes, el señor Padilla y un
médico de Masaya, el licenciado don Trinidad Cuadra. Éste iba
a delante, vestido con una larga levita negra, cuyas faldas se
movían como dos alas con el sube y baja de la carrera, llevaba
asido el sombrero de jipijapa en una mano el bastón en la otra,

-214-
Mis memorias de José Dolores Gámez

agitando los brazos descompasadamente y pegándose casi


los talones en la nuca en fuerza del vértigo que lo impulsaba.
En lo mejor de aquella carrera, hirió los oídos de los fugitivos
el ruido del galope de un caballo, que parecía como que iba
persiguiéndolos a retaguardia. El terror que llegó entonces a su
colmo y pareció prestar alas a los pies; pero el caballo avanzaba
con rapidez y llego a sentirse casi sobre las espaldas de las
últimas filas. Como movidos por un resorte, cayeron todos de
rodillas, con las manos levantadas y juntas, implorando a gritos
perdón y misericordia. De pronto, al volver la vista atrás y fijarla
en la caballería que tanto espanto causara, se pusieron de pie,
riéndose alegremente del chasco sufrido, porque el supuesto
jinete yanqui, resultaba ser un pobre muchacho de mandadero
de una finca inmediata que, montado en una burra, llegaba
también huyendo de los filibusteros La fatiga ocasionada con
aquella descomunal carrera, había sido excesiva y ese por
entrar a la finca con el demandadero y pasar en ella la noche
no había allí más que un rancho, como de doce por cuatro
varas de extensión, o sean 48 varas cuadradas, en que estaba
montada la caldera de evaporación del caldo de caña, y en el
cual tuvimos que acomodarnos, durmiendo sobre un suelo nada
parejo, pegados los unos a los otros y sufriendo naturalmente
más aquellos a quienes tocó en suerte la vecindad del perol en
se cocía el caldo para la panela. Al amanecer del día siguiente
hubo noticias tranquilizadoras y nos regresamos al pueblo,
llegando a nuestra casa hambrientos y desvelados.
La dominación de Walker se distinguió también por su falta
de respeto a la vida humana. Para aquel facineroso era cosa
corriente ordenar ejecuciones capitales, y bien lo demostró
con los fusilamientos arbitrarios del ministro Mayorga y de los
generales Corral y Salazar, así como la ahorcadura de don
Francisco Ugarte, de Rivas y otras personas más sin motivo
legal y con el sólo objeto, que desde luego consiguió, de hacerse
temibles a los nicaragüenses. Su expulsión y la de sus dignos
camaradas que nos liberaba de aquella angustia situación, tuvo
que ser, fue realmente un suceso venturoso y que colmó de
gozo a cuantos se daban cuenta de su importancia.

-215-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Como he dicho anteriormente nos trasladamos a Masaya a


raíz de la terminación de la guerra, y allí principiamos a llevar
una existencia distinta de la precedente y a buscar por el trabajo
modesto medios de vida. Durante muestra permanencia en
aquella ciudad, que fue de más de tres años, tuve ocasión de
presenciar varias veces la fiesta de San Jerónimo, patrono de
Masaya, la más suntuosa de la antigua provincia de León como
la llamaba en tiempo del coloniaje. Aquel santo tiene un templo
de su devoción, situado sobre una plaza del mismo nombre,
había el extremo norte de la ciudad y distante cuatro cuadras
de la plaza mayor en que se alza la iglesia de la Parroquia,
separada ésta de la de San Jerónimo por una calle ancha y recta,
antiguamente calle real, que cuando yo vivía en Masaya era el
centro de los establecimientos mercantiles y la más importante
y hermosa de la ciudad. La imagen de San Jerónimo que
debe ser de una gran antigüedad, es casi como dos tercios del
tamaño natural y representa a un anacoreta de lengua y blanca
barba, enteramente desnudo, salvo lo que le cubre apenas en
el nacimiento del muslo un púdico manto rojo, dejado caer al
descuido, hincado contemplando un crucifijo y dándose con
una piedra en el pecho, hasta sacarse chorros de sangre. La
flacidez de sus carnes pone de manifiesto sus huesos y costillas
y lo acompaña un león africano que parece volar a su lado. Esa
imagen, llevada sobre una montaña artificial que se colocaba
en un carro, es la más milagrosa y de mayor crédito, que llevan
en procesión anual el 30 de septiembre de cada año, con
toda solemnidad, entre cantos eclesiásticos, bailes profanos,
músicas, disparos de cohetes y bombas, repiques de campana
y humaredas de incienso, desde su iglesia de donde sale, hasta
su entrada en la de la parroquia.
La festividad de San Jerónimo, suspensa desde 1854 con
motivo de la guerra, reapareció con la paz en 1857 y fue saludada
con alborozo general, como si hubiese sido el arco iris después
de negra tempestad. El gobierno “Chachagua” (gemelo), como
llamaban al de la junta de los Generales Jerez y Martínez, tuvo
que concurrir a Masaya a solemnizar con su presencia aquella
festividad tradicional, con tanto mayor motivo cuanto que el
buen éxito de la campaña nacional se debía en su mayor parte

-216-
Mis memorias de José Dolores Gámez

a San Jerónimo, a quien se había hecho muchas promesas


que él indudablemente, tuvo que atender para conservar su
crédito milagroso. El movimiento de la fiesta se marcaba desde
la antevíspera del 30, en que comenzaba el jaleo y la alegría.
La plaza mayor, que era el “tiangue” estaba desde aquel día
cubierta de chinamos y toldos de pequeño comercio, en la que
se vendían primores en materia de dulces y golosinas. Allí
de la famosa quesadilla, jaleas en casquetes, empanadas de
conservas, cajetas de rosas, de leche y de coco, colaciones
caprichosas, melcochas de azúcar, caramelos y panes de rosa
colorados con cochinilla; más allá las rosquillas de hato, los
bollos de queso horneados, los “perrereques”, las yoltascas,
los yoltamales, los buñuelos y los plátanos maduros asados;
enseguida los chorizos fritos, los nacatamales calientes,
las carnes guisadas, el ajiaco, las torrejas o chicharrones
desgrasados , las aves preparadas, los pastelillos de salpicón,
las yucas cocidas, los atoles de maíz agrio, los motajatoles de
piñuela, y la mar de golosinas y meriendas, y todo ello saludado
por el alegre traca-traca del molinillo entre las jícaras del
espumoso tiste, la bebida popular del viejo y moderno tiempo.
La fiesta revestía en aquella plaza todo el carácter de
una verdadera feria, en la que se compraban y vendían
constantemente, haciéndose transacciones pequeñas pero
numerosas sobre tejidos de algodón blanco y de colores,
fabricado en los talares de los indios, sombreros de palma
de distintas clases, esteras o petates, esterillones , albardas,
sillas de montar, aparejos, ferretería de toda especie, hamacas,
cuerdas y obras de fibra torcida, granos, almidones, panelas,
azucareras, etc., entre los acordes de la diferentes músicas
que recorrían las calles y plazas donde el compás o los
coros de baile tradicionales que acompañaban, y los cuales
pululaban por dondequiera, y también entre el ruido que
hacia aquel hormiguero humano, al llenar o invadir la plaza
y calles adyacentes, riendo y charlando bulliciosamente y
luciendo estrenos y vestidos de gala de vistosos colores. Los
achines vendían bonitos ‘San-blases” que exhibían colgados
en perchas, tejidos con sedas de brillantes colores y hojuelas
plateadas y con berlita de seda suelta en los ángulos del

-217-
Mis memorias de José Dolores Gámez

amuleto bendito, que estaba pendiente de un cordoncito


torcido y también de seda; camándulas rosarios de cuentas,
panecitos de San Nicolás hechos de tierra blanca amasada y
otros cuantos talismanes y prendas benditas; así como también
collares de cuentas de colores , anillitos de coyol esculpido, de
carey con incrustaciones, de plata de metal dorado y hasta de
un acero que servía para preservarse de hechizos y brujerías
tan frecuentes entonces. Vendíanse también allá peinecitos,
peinetas, espejitos para bolsillo, cuadritos con imágenes,
organillos o dulzainas labiales, juguetes, chucherías de varias
clases y unas cabecitas de caballo enjaezado, con capote de
cabuyas pintadas, fabricadas con suela por los indios, lo que
se ensartaban como puño de bastón en un bordón destinado a
servir de caballería de los nenes y que formaban el encanto de
estos.
Los bailes que recorrían la población, durante los días de
fiesta, eran numerosos: “El toro huaco, el toro tigre, el toro
venado, los diablitos, las inditas, los chinegritos, los moros y
cristianos, la gigantona” y no recuerdo cuantos otros más. Una
danza medio saltada y zapateada, carreritas para adelante y
atrás, vueltas, meneos, zandugas y contorneos, constituían la
parte esencial de dichos bailes y eran como el aire de familia
que los distinguía a primera vista. EL “toro huaco era el mismo
de Granada y del que habló oportunamente atrás; es decir,
una mascarada estrafalaria, lucía harapos de basureros de
la gente de sociedad, a la que ridiculizaban grotescamente
corriendo y gritando por las calles y bailando el fandango o algún
zapateado popular enfrente de las puertas de algunas casas del
tránsito o en las bocas calles; “el toro tigre” y el “toro venado”
se parecían mucho al baile de la yegüita también de Granada,
con la diferencia de que en lugar de la yegüita , ponían una
cabeza de res , o sea una calavera de toro a la que servía de
cuerpo una concha de bejuco, cubierto de pieles de tigre o de
venado, según el baile, el cual se hacía al compás de un pito y
un tamboril: Los “diablitos” estaban representado por indios
descalzos y en pechos de camisa, que se cubrían las piernas
con sobre-botas y se adornaban los brazos con pañuelos y
cintas colgantes, llevando, además sombreros con plumas

-218-
Mis memorias de José Dolores Gámez

sobre la cabeza, sartas de monedas de plata en el pecho y la


indispensable guitarra al brazo.
Las inditas eran realmente indias jóvenes, enmascaradas
como los diablitos con máscara de madera, pintadas de color
de rosa y con bigotes y cejas doradas, vestidas, además, con
sus trajes de gala, adornados con flores y listones vistosos y
llevando en la cabeza sombreros de palma también encintados,
por debajo de los cuales flotaban las caballeras sueltas o
bien recogidas en dos trenzas colgantes sobre la espaldas;
los “chinegritos’ eran unos tantos indios vestidos con largos
“cojones” de jerga negra sobre un traje interior de algodón,
descalzos y con las caras tiznadas de hollín, que portaban
gruesos garrotes con empuñaduras de espadas de hierro,
con los cuales se arremetían hasta quedar fuera de combate
muriendo algunos después con motivo de las fuerzas palizas,
que recibían con tanto mayor gusto, aquellos desgraciados,
cuánto que decían que daban salud; el de la “gigantona” y los
“enanos” que era copia de los gigantes del pueblo español;
y el de los “moros y cristianos” en el que había recitaciones,
coloquios y representaciones de ciertos episodios de la guerra
castellanas como árabes de Andalucía. No tengo presente,
sin embargo, si los chinegritos formaban un baile separado
del “toro tigre” o del “toro venado”, o si entraban como parte
de estos pues con el transcurso de tantos años la memoria se
debilita y hace difícil la exactitud de los recuerdos.
En la noche del 29 de septiembre, víspera del gran día de la
fiesta se llenaba el atrio de la iglesia de San Jerónimo con una
muchedumbre de fieles devotos de todas clases y condiciones,
hombres, mujeres y niños, que iban a bailar, “por persona”,
enfrente de la puerta mayor, turnándose hasta una hora muy
avanzada. Partían los devotos bailando con ardor y llenos de
fe religiosa, en línea desplegadas de ocho cada una, desde
la orilla occidental del atrio, hasta llegar a la puerta, la que
golpeaban todos acompasadamente y ejecutaban sus bailes,
arrastrando los pies como en las danzas y galopas profanas,
o mejor dicho a modo de rigodón cadencioso, avanzando de
frente y retrocediendo de espaldas con bastante rapidez y sin

-219-
Mis memorias de José Dolores Gámez

quitar la vista de la puerta, hasta que el cansancio los obligaba a


dejar el puesto a otros. Aquel baile metía un ruido, que se oía a
mucha distancia, como que algunos también cantaban algo que
contribuían a fortalecer la fe y que formaba parte de la alegría
de la fiesta. La gran procesión del patrono de Masaya salía de
la iglesia de San Jerónimo en la mañana del día 30, llevando
su imagen debajo de una gruta, formada con ramas y hojas de
mamey y de pacayales en la cima de un elevado cono forrado
de tela engomada y rugosa, la cual estaba sembrada a trechos
de parásitos verdes a y pequeñas plantas a modo de montaña
de peñascos. La precedían varios penitentes, uno en pos de
otro, arrastrándose de rodillas por la calle y con los brazos
en cruz en todo el trayecto, llegando al final con las rodillas
desolladas y los huesos de estos descubiertos; sucediendo las
más de las veces que se desmayasen antes del término de su
jornada penitencial.
El pueblo los contemplaba con religioso respeto y de las
casas del tránsito salían a cubrirles el piso con franela de lana,
para que el maltrato fuese menor, y a confórtales con bebidas
espirituosas. Por supuesto que en aquellos actos salvajes de
fanática superstición entraba también la vanidad personal de
los que se creían héroes cristianos en grado superior y mártires
de la fe, cuando así se exhibían públicamente y de un modo tan
triste como estúpido. Aquellos desgraciados no distaban mucho
de los fanáticos de la india oriental que se arrojaban boca abajo
en el suelo, para que les pase encima y los aplaste las ruedas
del pesado carro, tirado de elefantes, en que va su ídolo de su
devoción. En todas partes la humanidad ignorante es siempre
la misma. Detrás de la imagen de San Jerónimo o sea del
carro que cargaba con la montaña artificial, iba el clero revestido
con sus mejores ornamentos y farfullando rezos latinos, entre
nubes de humos de incienso que dependían los incendiarios
movidos constantemente por los acólitos, acompañado de una
orquesta religiosa y saludado por cohetes y bombas incesantes
que disparaban los mayordomos y comparsas indígenas.
Rodeábala una compacta muchedumbre, de la cual no había
una sola persona que no fuese bailando como un autómata,
movidos por cuerdas: y era de verse como hasta los más

-220-
Mis memorias de José Dolores Gámez

incrédulos y burlones, así que penetraban al centro de la masa


bailadoras se contagiaban, moviéndose y contoneándose
febrilmente al nivel de los demás. La sugestión parecía ser
instantánea y se aseguraba que siempre había sido igual en los
años anteriores.
Los Generales Jerez y Martínez pasaron al frente de nuestra
casa con dirección a la iglesia de San Jerónimo a presenciar
la salida de la procesión, siendo mirados y remirados con
creciente interés por todos los granadinos, allí congregados.
En aquellos días era Martínez el ídolo de la gente oriental de
Nicaragua, mientras Jerez, por el contrario, era visto hasta
con horror por la misma gente. El uno al lado del otro, como
iban aquella vez, formaban además un verdadero contraste.
Martínez llevaba un vestido de paño azul con botones dorados,
con continente bizarro, sus ojos zarcos y sus cabellos y barbas
de color rubio oscuros. Su tipo de criollo europeo se descubría
a primera vista y lo realzaba la presencia de Jerez, que, dije
antes, era su antítesis; pues él era bajo, flaco, de color cobrizo,
de fisionomía nada simpática de boca grande y abultada por
largos y amarillentos dientes echados hacia afuera por el
escorbuto, cojo y desgarbado para andar y por añadidura se
presentaba pobremente vestido con un traje de bayeta azul,
bastante usado. A él se le cargaban las desgracias de Granada
y también la llevada de los filibusteros que contrató Castellón,
y se decía, además, que durante su permanencia en Jalteva,
ocupaba los vasos sagrados del templo para uso personal y con
alardes de impiedad. Un sombrero panameño, que había sido
de color blanco, cubría su cabeza y como tuviese necesidad
de sonarse las narices, lo hizo muy “sanfazonamente’ con los
dedos de las manos, limpiándoselas enseguida con la manga
del saco, porque no llevaba pañuelo en el bolsillo.
En aquellos tiempos en que se estudiaba mucho los filósofos
de la antigüedad, los hombres de ciencia para parecer estoicos,
tenían vanidad en exhibirse descuidados para con su persona,
tanto en el traje como en el aseo. De Jerez referían más tarde
sus admiradores, como una gran cosa, que cuando en 1862 se
presentó en San Salvador, en la casa del Presidente Barrios,

-221-
Mis memorias de José Dolores Gámez

el secretario particular de esté lo trató con mucho desprecio,


tomándolo por uno de tantos balurdes tales eran de poco
recomendable su vestido y su presencia en conjunto; pero como
eso se aplaudía y celebraba, él llegó a tomar empeñó en ser
nada esmerado para presentarse en público. Martínez que no
tenía nada de científico, ni siquiera de leído, era el polo opuesto
de su colega presidencial. Lucia con garbo su vestido aseado
y bien planchado, se sujetaba los pantalones con una banda de
seda carmesí con largas borlas que le caían sobre el muslo y
creo que hasta lo picaba de hombre elegante y bien parecido.
En sus últimos años, decían sus enemigos que cojeaba por
parecerse al príncipe de gales, más tarde Eduardo VII, de
Inglaterra, y entonces el primer elegante de Paris. El descuido
del General Jerez para consigo fue tal, que don Macario Álvarez,
personaje granadino que le acompañaba en Masaya refirió en
mi casa que había encontrado manchas sanguinolentas en el
asiento de una montura inglesa y nueva que ocupaba Jerez
sin acertar a explicarse la causa de ellas; pero que por día se
averiguó que hacia algunos días que el General Jerez estaba
padeciendo de disentería y que las manchas eran efectos de su
enfermedad o sea de las filtraciones al través de las ropas, de
los cual no se daba cuenta el gran pensador, entregado como
estaba a los delicados asuntos públicos de su cargo.
Algún tiempo después de aquella fiesta de San Jerónimo, que
dejó en mi mente un recuerdo imperecedero, tuvimos el pesar
de perder a mi anciana Bisabuela doña Atanasia Lanzas, que
bajo a la tumba a la edad de 90 años cumplidos víctima de la
epidemia del cólera, de la que había aun algunos casos regados.
El 16 de marzo celebra el pueblo de Masaya otra fiesta religiosa,
de carácter enteramente loca, a la que, aunque solemne, no
concurría gente de otras partes. En la tarde de ese día se sacaba
en procesión una imagen milagrosa de la Virgen, de tamaño casi
natural, y era llevada por determinadas calles que correspondía
a la conmemoración del hecho milagroso de que se trataba, el
cual según el testimonio auténtico de generaciones pretéritas,
salvó al pueblo en 1772 y en un día como aquel cuando el volcán
vomitaba torrentes de lava que parecían encaminarse hacia
Masaya; pero que ante la presencia de la imagen de la Virgen

-222-
Mis memorias de José Dolores Gámez

que fue llevada procesionalmente a su vista, se deslizaron por


una pendiente inmediata que encontraron en su tránsito, hasta
el lado de Managua, cruzando el camino real entre Masaya y
Managua. Y aunque los incrédulos e impíos, que nunca faltan
en tales ocasiones, decían que con la Virgen y sin Virgen no
pudieron las lavas del volcán haber llegado nunca la recinto
de Masaya que está en alto, porque tenían que obedecer a las
leyes físicas de la gravedad de los cuerpos y descender como
lo hicieron a la bajura, sostienen firmemente los devotos que
tratándose de un castigo de Dios, como son las erupciones
volcánicas, las lavas no tenían que sujetarse a las leyes físicas
y habrían subido a las más grandes cimas con la voluntad del
que todo lo manda; y con más razón a Masaya, cuyos pecados
habían provocado la cólera celeste.
La erupción del Volcán Masaya en ese tiempo había sido,
aterradora empezó por fortísimos terremotos que hicieron huir
a los habitantes pudientes de la ciudad, asilándose en la de
Granada en donde entraban en grandes grupos a caballo, en
carretas y a pie. Contaba mi bisabuela que ella estuvo presente
cuando el suceso y que el vecindario de Granada se repartió a
prorrata la muchedumbre de fugitivos de Masaya alejándolos
con el mayor agrado en sus casas de habitación, como si
hubieran sido deudos u amigos de la intimida. Después de
aquel preámbulo de fuertes terremotos, vomitó el volcán la
gran corriente de lavas de dos millas de ancho, “llamada
piedra quemada” sobre el camino de Managua. La erupción
propiamente dicha y los temblores duraron ocho días. Según
se refiere en un antiguo manuscritos que se guardaba en el
archivo de la curia eclesiástica de León. Un clérigo que subió
al pulpito después de la procesión que hizo el milagro de la
desviación del torrente de lava, para profetizar el fin de la
erupción y los temblores a consecuencia de la romería piadosa
que acababa de hacerse, fue echado súbitamente de la tribuna
por un violento temblor que llegó a darle un rudo mentís. El
volcán de Masaya estaba en ignición desde muy antes de la
llegada de los conquistadores. Éstos, según refieren algunos
cronistas españoles, le llamaron la “boca del infierno”, porque
las llamas que salían de su cráter por la noche se elevaban a

-223-
Mis memorias de José Dolores Gámez

tanta altura que alumbraba con toda claridad la parte occidental


de Granada o sea el pueblo indígena de Jalteva que después
fue uno de sus barrios. En 1526 estuvo en Granada el cronista
real de la Corona de Castilla, González Hernández de Oviedo y
Valdés, y este afirmaba que las llamas del volcán alumbraban a
Jalteva “casi como sol de mediodía”. Se imaginó después que
allí debía haber oro y plata y no trepidó en visitar el cráter de
Masaya, a pesar de su actividad. Pretexto esta empresa loca,
sin embargo, para poner en su escudo de armas el volcán de
Masaya con la constelación de la cruz del sur. En 1538 o sea
nueve años más tarde, Fray Blas de Iniestas, según algunos
autores, del Castillo, según otros, monje de la orden de Santo
Domingo, siguió el mal ejemplo de Oviedo Y Valdés, y fue a
visitar el cráter del volcán. Se encontró que había un agujero
profundo en forma de tubo colosal chimenea, en el fondo del
cual corría un río de fuego líquido cuyos reflejos esparcían la luz
que alumbraba los contornos. Creyó que aquel fuego líquido
era oro derretido, y llevado de la codicia ejecutó la famosa,
peligrosa y estéril tentativa de bajar al fondo… Todos los viejos
cronistas españoles, como Gomara, Herrera, Oviedo, etc., han
contado largamente el hecho de la bajada del fraile dominico con
iguales detalles, aunque señalando su fecha con diferencias de
uno o cuatro años. Humboldt que ha estudiado este punto, se
decide por la de 1538 con preferencia a las de 1534 y 1537 que
señalan otros. Varios españoles quisieron repetir el disparate
del fraile hasta que el Rey lo prohibió; pero es de advertir que
no lo hizo sino después de que la Real audiencia de Panamá
hubo prescrito tales tentativas creyéndolas muy provechosas
para el tesoro.
Más tarde recibió aquel cráter el nombre de “Paraíso de
Masaya”, pero no se conocen sus detalles…Siguió siempre
en ignición cien años o sea hasta 1670 en que hizo una gran
erupción que supongo es la misma que señala “hasta el día
grandes corrientes de ‘Tebas talpetatosas” o lados volcánicos
que atraviesan el camino férreo para Managua a unas cuantas
millas delante de Campusano. Después de esa erupción el
volcán permaneció tranquilo, durante muchos años, pareciendo
haber quedado extinguido hasta el año de 1772, en que

-224-
Mis memorias de José Dolores Gámez

despertó con más vida e hizo la inmensa erupción de la piedra


quemada, de la cual se salvó Masaya del modo que dejo dicho.
Aquella erupción extinguió el famoso río de fuego líquido que
desde hacía siglos se veía correr en el fondo del cráter, pues
subió a la superficie como llevado por un sifón y se derramo
sobre la falda noreste del volcán, recorriendo una extensión de
dos kilómetros, en la que dejo para eterna memoria la negra,
inmensa y desoladora mancha de la “piedra quemada” en
medio de la espléndida vegetación que alegra sus contornos.
El volcán Masaya es un cono truncado, de 2972 pies de
elevación y se halla situado, según dice Paul Levy, sobre una
vasta meseta, como de mil pies de extensión término medio,
que sirve también de base común al volcán Mombacho, en
cuyos pies de levanta la ciudad de Granada. Esa meseta se
halla a 400 o 500 pies sobre el plano mediano del gran valle de
Nicaragua. Contiene varios puntos muy elevados y frescos y sus
pendientes septentrionales han llevado hasta hoy el nombre de
“Sierras de Managua” no obstante el empeño de cierto literato
de la tierra, para probar que debe llamarse “Sierra” (en singular)
de Managua, y no “Sierras” (en plural), por no recuerdo cuantas
buenas razones que el aduce. Sobre la falda que mira hacia
Nindirí se levantó durante el mes de julio de 177 un nuevo cono,
al que dieron el nombre de volcán de Nindirí, e hizo erupción
en el mismo mes, derramando lavas que según refiere el padre
Juarros, ocasionaron la muerte de mucho ganado en los campos
y también la de muchos peces en el lago de Managua donde
descargó. Setenta y siete años después, el 25 de julio de 1852
volvió el propio volcán de Masaya a despertar de su letargo de
más de medio siglo, haciéndose presente con otra erupción o
salida de un nuevo cráter que ha llevado el nombre de “Volcán
Santiago” sin duda por su fecha onomástica. Aquella erupción
fue más ligera que las anteriores del propio volcán, aunque con
fuerte detonaciones que llenaron de terror a los habitantes de
la población; pero después que pasó el volcán continúo activo
hasta el mes de abril de 1853, en que escapó de nuevo cráter un
inmenso chorro de vapor, que algunos atribuyeron a filtraciones
de la laguna y quedó tan quieto el Masaya, todo el mundo lo
creyó apagado para siempre.

-225-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Tal era hasta la fecha de mi llegada a Masaya la historia que


se refería de su famoso volcán. Estábamos a 16 de marzo de
1858 y se celebraba con toda solemnidad el 86 aniversario de la
milagrosa salvación del pueblo por la presencia de la imagen de
la Virgen, que entonces se llevaba en procesión a los mismos
lugares a que fue llevado en 1772. La romería pasaba por las
calles de algunos barrios en que no había casas alineadas,
sino chozas de paja con intermitencias; pero sus moradores
pusieron postes a lo largo de la calle, por ambos lados, y los
cubrieron con cortinas de mosquiteros y cubre-camas extendido
a modo de murallas, sobre los cuales lucían a distancia racimos
de cerezas y ramilletes de otras flores y en algunas partes
loros, guacamayos y hasta lagartos (caimanes) tiernos, con la
boca y las manos atadas y suspenso en lo alto por el cuello
y el tronco de la cola. El pavimento de las calles en donde
tenía que pasar la procesión después de regado con agua, era
tapizado con aserrín teñidos de varios colores, pétalos de flores
y trigo reventado al fuego, formando con esto dibujos artísticos,
verdaderos mosaicos improvisados por la fantasía de los indios.
Tres años más tarde, visitó a Masaya el escritor francés Mr.
Félix Belly, que publicó algunos libros descriptivos de su visita
a los pueblos de la América Central. En uno de ellos refiere
sus impresiones en Masaya y habla de sus indios, de su volcán
y su laguna.Masaya dice Belly, es una ciudad indígena en
su mitad y está situada en medio de un núcleo indio, el más
importante de Nicaragua, de debe su origen a sus alrededores
y es quizás la estancia, más agradable de la zona occidental.
A ella se va de Granada en el término de una mañana, por un
camino descubierto y ondulado, desde el cual puede abarcarse
con solo volver la mirada toda la cuenca superior del lago de
Granada, así como dirigiendo la vista hacia la derecha se divisa
la superficie uniforme que lo separa del de Managua. A medida
que avanzamos se eleva ante nosotros la columna espesa de
vapor que salía del volcán, de cuyo fuego no me apercibí, sin
embargo, sino que llegué a la última cuesta del camino.

-226-
Mis memorias de José Dolores Gámez

‘La fisonomía indígena de Masaya se revela desde la entrada


a su población, por sus largas calles bordeadas de verdes
alamedas, detrás de las cuales y medios ocultas entre el festejo
de árboles, asoman las chozas de bambú construidas la mas
de veces regularidad y más adecuadas al calor que las casas
de adobes que decoran el barrio central. “Aquellas chozas
siempre llenas de niños desnudos y de mujeres moliendo maíz,
son probablemente iguales a las que allí existieron antes de la
conquista. Su mobiliario consiste en petates sobre el suelo, en
hamacas suspendidas, en una cama con forro de cuero y en una
caja de cedro adornadas algunas veces con incrustaciones de
cobre…Nuestro “Masayenses” no guardaban en ella más que
una falda de muselina blanca con grandes días, una camiseta
sin mangas y un rebozo, o sea el chal nacional de vivos colores.
‘Los trajes para andar en casa se limitan a solo la falda de
manta azul de las mujeres y al calzoncillo de manta cruda de los
hombres. Las primeras usan una camiseta solamente para salir
a la calle o para recibir a un extranjero, la cual es muy escotada
y de gracioso efecto, siendo tan transparente y movible que no
oculta absolutamente nada; y como la llevan flotante, sigue los
movimientos del cuerpo y de algunas veces a las mujeres del
país, cuando llevan un vaso sobre la cabeza el escultural perfil
de una cariátide.
“La raza indígena que puebla el distrito de Masaya ha
pertenecido, según la opinión de algunos autores a la gran
nación de los quichés, y según otros a la de Los Techeques.
Es una raza vigorosa, de talla mediana y de cuyo color original,
rojo pálido, después de su cruzamiento con el tipo español y
con algunos africanos, emancipados en 1823, se han producido
tonos más claros. El núcleo de la población está formado del
producto de aquellos cruzamientos; pero eso, no obstante, para
que a nuestro paso encontremos grupos de teheques de pura
sangre y de un hermoso tono de oro ligado. ‘Las mujeres como
en Guatemala, pueden ser reconocidas a larga distancia por el
taparrabo azul con que remplazan la falda. Un simple pañuelo
extendido sobre los pechos, muestra los ricos contornos
de estos; y este pañuelo que se levanta con el más ligero
movimiento, es un traje de salida. Todas ellas tienen igual cara

-227-
Mis memorias de José Dolores Gámez

redonda, surcados de negros cabellos trenzados, y también los


mismos ojos negros y llenos de bondad; siendo esta expresión
de mirada y la opulencia de sus formas, además de su color, los
rasgos distintivos de las indias.
Apartemos por un momento la vista de Masaya y de
mis recuerdos infantiles en aquel lugar y volvámoslo a los
asuntos públicos de Nicaragua en el periodo de su laboriosa
reorganización, política, después de aquella desoladora y
sangrienta noche de tres años continuos de guerra y exterminio.

-228-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Capítulo XIII
Reorganización de Nicaragua
La Junta de Gobierno inaugurada en Managua el 26
de junio de 1857, principió su labor en reorganización del
país animada de patriotismo y procediendo con la mayor
honradez. Nicaragua estaba cubierta de escombros y ruinas
humeantes; estaba también reducida a la miseria y su pueblo
había además perdido sus hábitos pacíficos y mucho de su
moralidad pública. Las primeras dificultades que tuvo la junta,
no fueron sin embargo de carácter interior, sino provenientes
de las diferencias con el gobierno de Costa Rica que quiso
tener expansión territorial, cercenándole a Nicaragua una faja
de territorio que abrazará la línea del tránsito interoceánico (de
San Juan del Norte a San Juan del Sur), que había despertado
su ambición. Conocidos como son sus detalles de ese conflicto,
porque los tengo publicados desde el año 1889 en mi “Historia
de Nicaragua” me parece superabundante el repetirlos aquí. La
junta de Gobierno convence a las poblaciones populares para
presidente de la República, y diputados a una Constituyente,
en los últimos meses del año, presidida por el diputado José
Antonio Mejía. En los comicios electorales salió victorioso el
partido conservador, o legitimista de Granada; pero el general
Martínez obtuvo casi unanimidad de votos para la presidencia,
porque ambos partidos lo habían proclamado con entusiasmo.
Martínez pertenecía a León por su nacimiento y a Granada
por sus vinculaciones políticas. Uno de los primeros actos de
la nueva asamblea fue decretar que para mientras tomaba
posesión del mando supremo el electo por los pueblos en las

-229-
Mis memorias de José Dolores Gámez

últimas comisiones, continuase la Junta de Gobierno existente


desempeñado el poder ejecutivo. Tres días después, sin embargo,
hizo el escrutinio de las elecciones y declaró electo popularmente
para la Presidencia de la República al señor General Don Tomas
Martínez, quien invocando el estado de guerra contra Costa Rica
obtuvo permiso el 16 del propio mes, para separarse del ejército
nacional. El partido conservador entraba de lleno al ejercicio del
poder público en Nicaragua y comenzaba su famoso periodo de
los 30 años de su primera nominación después de la expulsión
de los filibusteros.
Cuando Martínez llegó a Granada en tránsito para reunirse con
el ejército expedicionario, tuvo noticia de que acababa de ingresar
a Rivas dos comisionados del Gobierno de Costa Rica, que iba
con el objeto de procurar un arreglo pacífico para las dificultades
pendientes con Nicaragua. Martínez aguardó su llegada y en el
entretanto pidió y obtuvo de la asamblea facultades para celebrar
un armisticio preliminar con aquellos comisionados. Llegados a
estos y cuando se iniciaba las pláticas de un arreglo que parecía
difícil de obtenerse se presentó un enviado militar de la fortaleza
del Castillo Viejo sobre el río de San Juan, avisando que William
Walker, a la cabeza de una nueva expedición filibustera, acababa
de aparecer en San Juan del Norte. El peligro común puso
término por entonces a todas las cuestiones con Costa Rica y
sólo se pensó en la defensa de la patria amenazada.
Era cierto que Walker había invadido nuevamente por la
boca del Colorado, desembarcó el 24 de noviembre, burlando
la vigilancia de la corbeta americana “Saratoga”, mantenida
expresamente anclada en la bahía por orden del gobierno de
los Estados Unidos, para impedir su desembarco. El Capitán de
Corbeta americano Charles H. Paulding que se hallaba en Colón
y que había recibido con anterioridad órdenes de su gobierno para
perseguir a Walker en aguas libres, marchó precipitadamente a
San Juan del Norte, tan luego como tuvo noticia de la llegada
de los filibusteros, y una vez allí capturó a Walker y desarmó
y reembarcó a los que le acompañaban, devolviéndolos a los
Estados Unidos. La conducta del Capitán Paulding fue discutida
en el Senado Americano; pero por fin y para castigar más tarde la

-230-
Mis memorias de José Dolores Gámez

publicación de un documento ofensivo al gobierno de los Estados


Unidos, firmado por los presidentes Martínez y Mora, se la
improbó, destituyéndose del servicio de la marina al Capitán, por
decir que se había excedido en las instrucciones que le dieron
para capturar a Walker en ‘Aguas libres’’.
Finalizando el conflicto de San Juan del Norte con la llegada
del comodoro Paulding, continuaron las conferencias de arreglo
de las cuestiones pendientes entre Nicaragua y Costa Rica y
fueron suscritas por Martínez, debidamente autorizado, dos
tratados con los representantes de Costa Rica; una de alianza
ofensiva y defensiva entre ambos países y otro en que se
arreglaba definitivamente la cuestión de límites de los mismos;
pero la asamblea negó su aprobación al último, porque el
general Martínez , en su empeño de celebrar un arreglo pacífico
con Costa Rica, concedía a ésta todo cuanto su representante
solicitaba. Éso, sin embargo, fue motivo para que la legación
costarricense, que esperaba otra cosa de la asamblea, se
manifestara desagradada y se retirase enseguida, volviendo a
quedar en pie el “statu quo” anterior y con la misma tirantez de
antaño.
Poco después llegó a Managua el coronel Pedro Rómulo
Negrete Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario
mediador del gobierno salvadoreño, acreditado ante los gobiernos
de Nicaragua y Costa Rica, que trabajó desde su llegada porque
se abriesen nuevas conferencias entre estos últimos; y una vez
se obtuvo la aceptación del gobierno nicaragüense se trasladó
a Costa Rica en donde también fue bien aceptado. En el
entretanto y en virtud de renuncia presentada por el licenciado
Don Gregorio Juárez del Ministerio de Relaciones Exteriores
que desempeñaba, fue nombrado en su lugar el general don
Máximo Jerez; pero contra ese nombramiento, obra exclusiva
del General Martínez, se pronunciaron enérgicamente los
antiguos legitimistas que rodeaban al gobierno y eran los
dueños de la situación política. Amenazaron a Martínez con
negarle su apoyo si llegaba a tomar posesión del ministerio
de relaciones el ex caudillo de los democráticos; y Martínez,
que en aquel entonces no se atrevía a contrariarlos, aceptó la

-231-
Mis memorias de José Dolores Gámez

imposición y dispuso de acuerdo con ellos que Jerez, antes


de recibir el ministerio que le correspondía fuese a Costa Rica
con plenos poderes del gobierno de Nicaragua a representar a
éste en las conferencias de arreglo propuesto por el mediador
salvadoreño.
En Washington, mientras tanto, y obligado por las
circunstancias el Ministro de Nicaragua don Antonio José de
Irisarri, tuvo que firmar un tratado de reciprocidad comercial
y concesión de tránsito interoceánico a través del istmo
nicaragüense con el Secretario de Estado, al que solamente
con ese halago pudo sacar de su apatía para impedir las
expediciones de filibusteros que públicamente se preparaban
en los puertos del Sur de los Estados Unidos contra Nicaragua.
En Virtud de ese tratado, se estipularon concesiones recíprocas
para las introducciones de las manufacturas de los respectivos
países y se daba sin limitación al gobierno americano el derecho
de traspasar sus tropas municiones de guerra de mar a mar
y a través del territorio nicaragüense, así como también el de
desembarcar y mantener tropas armadas en la vía del tránsito
para garantizarlas. El derecho de reciprocidad que se pactaba
entre ambos países, solo favorecía a los Estados Unidos,
donde había manufacturas y mucha industria; pero de ninguna
manera a Nicaragua que todo lo recibía de fuera; y en cuanto
al derecho de transportar, desembarcar y mantener tropa en el
territorio nicaragüense que se concedía al gobierno americano,
era generalmente visto como atentatorio a la soberanía nacional
y humillante para el país. El Presidente Martínez y su círculo
político se mostraban escandalizados de semejante concesión
y protestaban que se opondrían a ella con todas sus fuerzas,
pero tomando en consideración las circunstancias que había
obligado a Irrisarri a suscribir el tratado, convenían en aceptarlo,
aunque modificando esa última concesión.
Hasta aquí la parte publicada en “El Combate” periódico de
Managua cuyo último número se publicó el 16 de julio de 1933.

-232-
Mis memorias de José Dolores Gámez

Foto tomada en Noviembre de 1910, al ser desterrados por


el Gobierno del General Juan José Estrada, Presidente de la
República de Nicaraguaen ese momento.
En esta foto aparecen de izquierda a derecha, de pie, las
siguientes personas: Felipe Neri Fernández, Doctor y General
Benjamín Zeledón Rodríguez, Dr. Antonio Medrano, Carlos
Quirós, Mariano Barreto hijo, Salvador Lacayo Portocarrero,
Gilberto Saballos y José María Castellón.
En la segunda fila, sentados, de izquierda a derecha: Ignacio
Chávez hijo, General Roberto González, Doctor Mariano
Barreto, Dr. Santiago Argüello, Ingeniero Alejandro Bermúdez
y Doctor Sebastián Salinas.
Sentados sobre el piso, de izquierda a derecha: General
Ignacio Chávez, Doctor Rodolfo Espinosa Ramírez y el
historiador José Dolores Gámez.

-233-
José Santos Zelaya y José Dolores Gámez.

También podría gustarte