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No hace falta ser un soció logo experto y experiencia de campo para llegar a la (tal

vez terrible) conclusió n de que la violencia (esa violencia pura y visceral)


parecer perfilarse como una característica intrínseca de las sociedades humanas
desde los siglos de los siglos.
Somos, pues, naturalmente violentos, destructivos, hay un impulso (un fuego)
dentro del corazó n del hombre que lo hace capaz de aniquilar, por medio de la
fuerza y el abuso, a otro hombre semejante. Cuando esto ocurre en círculos,
digamos, coloquiales (un hombre mata a otro en un bar por un arranque de
rabia) es lamentable, pero mucho má s entendible y digamos que hasta poético
(pienso en Borges y los tantos cuentos que le dedicó a las peleas de puñ al en
mano que estallaban en las cantinas de pueblo).
Sin embargo, cuando esa violencia es ejercida y puesta en prá ctica por los
gobiernos de los países, por las fuerzas policiales, el ejército, o por cualquier otra
institució n cuya envestidura debería representar el orden, la seguridad y el
bienestar de los ciudadanos, la violencia nos muestra su rostro má s macabro, nos
muestra su mano má s traicionera y aterradora (es una mano grande y fuerte,
sistemá tica, mecá nica, manchada de sangre).
Es lo que ocurre en México hoy. No hay palabras para describir lo
profundamente diabó lico que es que el gobierno desaparezca a 43 jó venes
estudiantes cuyo ú nico delito fue reclamar sus derechos como ciudadanos, como
habitantes de ese hermoso país que vio nacer a mi abuela María Eva Aguilar
Amaral, esa hermosa tierra en donde (en palabras de Juan Villoro) parecen
convivir el apocalipsis y el carnaval. México lindo y querido, dice la canció n
popular. Ayer, en redes sociales, vi una frase que transmutaba este verso en
México lindo y qué herido.
La violencia, me atrevo a decir, en muchas ocasiones puede tener algú n sentido.
Puede estar diseñ ada para dar paso a otras cosas, para renacer (a veces hay que
destruir para luego empezar a construir de cero); pero la violencia en México no
tiene ningú n sentido. «Estoy rodeado de muerte», me dijo mi amigo, el escritor y
mú sico José María Arreola, nieto del legendario escritor Juan José Arreola. «Le
dolería mucho este México a mi abuelo, Javier», concluyó José María. «Supongo
que ahora no te puedo preguntar nada sobre la muerte de Roberto Gó mez
Bolañ o, Chespirito», le dije. «Supones bien, Javier, la verdad es que, sin ánimos de
ofender al difunto, no estoy para eso; hay cosas mucho más importantes ocurriendo en
el país en este momento; por ejemplo, ahora que el país despierta un poco de su
letargo, ahora que hay protestas y manifestaciones en la calle con respecto a la
desapareción de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, me preocupa algo: solo veo ira, y
esa ira, claro, es entendible. El pueblo tiene ira, Javier. Pero solo eso. No hay un plan
de acción, por lo menos yo no lo veo. Y la ira, al igual que la violencia, no lleva a
nada. La ira, mi estimado, no es más que la cúspide del miedo. México está muy mal,
compadre. ¿Cómo está Panamá?». «Pues, te digo, compadre, que en Panamá hay
muchos edificios, mucho dinero en la calle (mal repartido, claro), mucho negocio y
construcción y, además, mucha sangre en los periódicos (muertos, ajusticiados) todos
los días. Hay mucha violencia. Algo de miedo. Todavía no hay ira. Tal vez nunca
lleguemos a ella; mientras haya pan y circo, todo bien».

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