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Fantasmas

Una vez más, de madrugada, después de los maullidos y el correteo, mi-mujer-

que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-me-interesa, entre

saltos y quejumbres, se despierta, pone su mejilla sobre mi pecho, me toma de la

mano, trepa su muslo sobre mi abdomen y carraspea. Yo abro el ojo izquierdo,

acaricio su cabello y le beso la frente. Estiro la mano, tanteo en la oscuridad,

encuentro el celular y con la luz de la pantallita ilumino su rostro. Se está quieta, con

los ojos cerrados por unos segundos, luego los entreabre y sonríe juguetona.

—¿Escuchaste? —pregunta.

—Sí.

—Y ¿los sentiste?

—Sí, también los sentí.

—¿Qué hacemos? —pregunta, resignada, porque de antemano sabe lo que yo

le responderé.

—Tú eres una artista nata, yo intento serlo por medio de la palabra; solo nos

queda dejarnos poseer por los demonios, por los fantasmas.

—Me da miedo.

—No temas, no estás sola, a mí también me da miedo, no sé exactamente por

qué el miedo, y estoy segura de que tú tampoco; solo sé, que, de cualquier manera, el

miedo es parte vital del proceso creativo y hay que acogerlo, abandonarse en él.

Mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-

me-interesa se sienta sobre la cama, apoya la espalda contra la pared y se queda

pensando. Es la tercera madrugada seguida que sentimos la presencia de Dalí y Gala

en nuestra recámara. El trance empieza con los gatos. Vermeer y Brueghel maúllan
como locos, se les encrespan los pelos del espinazo y corren de un lado para otro en la

oscuridad. Nos despertamos por el ajetreo. No podemos volver a dormirnos. La

presencia de Dalí y Gala en la oscuridad del cuarto es fuerte, bendita y terrible. Es

color y vida. Dalí, color; Gala, vida, y viceversa.

—Bueno —dice mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-

y-a-mí-tampoco-me-interesa—, levantémonos, no hay de otra. Tú ponte a escribir —

Enciende la lámpara de su escritorio y abre su libreta de dibujo —. Rindamos tributo a

los fantasmas y esperemos el amanecer.

Entonces yo me pongo a garabatear poemas: tacho, borro y destruyo. Ella, en

cambio, parece estar muy segura de lo que dibujará. Yo, ni puta idea de lo que

escribiré. Vermeer y Brueghel lucen tranquilos. Ahora ambos se acurrucan en los pies

de mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-me-

interesa. Siento escalofríos. Los fantasmas siguen allí. Pienso en escribir la palabra

«escalofrío» en el último poema que ensayo, pero la borro de inmediato al ver la cara

de desaprobación del gato Brueguel (el gato gris), que se ha acercado y asomado su

cabeza felina en mi cuaderno. Mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-

por-qué-y-a-mí-tampoco-me-interesa avanza, borra, sombrea, traza. Vermeer (el gato

amarillo) se pasea por el escritorio y deja sus pelos sobre el papel. El amanecer se

acerca. Mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-

me-interesa me muestra la libreta, ha terminado su dibujo. Me mira como fiera y

entiendo. Escribo el primer verso. Sudo y tiemblo. Escribo el último verso. Le paso el

texto para que lo lea: Quiero que Salvador me hable en sueños, / que me diga que mis

palabras / son sueño / y reloj. / Que mis versos / son la pesadilla / de Breton y

compañía. / Quiero que Dalí me convide a Gala, / que la obligue a hablarme en ruso

a la hora del amor. Sonríe. Me dice unas palabras en un idioma-que-no-entiendo-y-


que-jamás-entenderé-y-que-tampoco-me-interesa. Los gatos maúllan. Se escuchan

risas. Hemos asesinado al tiempo. Los relojes se derriten. Los fantasmas se han ido.

Solo hay color.

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