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que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-me-interesa, entre
encuentro el celular y con la luz de la pantallita ilumino su rostro. Se está quieta, con
los ojos cerrados por unos segundos, luego los entreabre y sonríe juguetona.
—¿Escuchaste? —pregunta.
—Sí.
—Y ¿los sentiste?
le responderé.
—Tú eres una artista nata, yo intento serlo por medio de la palabra; solo nos
—Me da miedo.
qué el miedo, y estoy segura de que tú tampoco; solo sé, que, de cualquier manera, el
miedo es parte vital del proceso creativo y hay que acogerlo, abandonarse en él.
Mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-
en nuestra recámara. El trance empieza con los gatos. Vermeer y Brueghel maúllan
como locos, se les encrespan los pelos del espinazo y corren de un lado para otro en la
cambio, parece estar muy segura de lo que dibujará. Yo, ni puta idea de lo que
escribiré. Vermeer y Brueghel lucen tranquilos. Ahora ambos se acurrucan en los pies
de mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-me-
interesa. Siento escalofríos. Los fantasmas siguen allí. Pienso en escribir la palabra
«escalofrío» en el último poema que ensayo, pero la borro de inmediato al ver la cara
de desaprobación del gato Brueguel (el gato gris), que se ha acercado y asomado su
amarillo) se pasea por el escritorio y deja sus pelos sobre el papel. El amanecer se
acerca. Mi-mujer-que-no-es-mía-y-nunca-lo-será-y-no-tiene-por-qué-y-a-mí-tampoco-
entiendo. Escribo el primer verso. Sudo y tiemblo. Escribo el último verso. Le paso el
texto para que lo lea: Quiero que Salvador me hable en sueños, / que me diga que mis
palabras / son sueño / y reloj. / Que mis versos / son la pesadilla / de Breton y
compañía. / Quiero que Dalí me convide a Gala, / que la obligue a hablarme en ruso
risas. Hemos asesinado al tiempo. Los relojes se derriten. Los fantasmas se han ido.