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EL GUARDIÁN DE LA JUSTICIA

y el cofre de la Enana

¡Corta vida la de Too-too!

El de las ocho vueltas de la Tierra.

No esconde su cuerpo ni se escapa

Valiente enemigo del Embrión.

Que el Hombre salve al Embrión

de su presencia.

¡Larga vida la del Hombre!

Muchas vueltas de la Tierra para él.

La panadería “La Central” era fantástica: tenía una caja registradora grandota con una

manija al costado, unas facturas riquísimas y merengues de dos gustos: crema y dulce

de leche. Nunca sabíamos por cuál decidirnos.

Ya desde afuera daba gusto verla, en las vidrieras se encontraban juguetes comestibles

para poner arriba de la torta de cumpleaños, cajas para los bombones que al terminarlos

servían para meter las bolitas o los lápices de colores.

Había un toldo con dos columnas para sostenerlo cerca del cordón de la vereda. En la

cornisa donde terminaba hacían nido las palomas.

Adentro era linda también, en el fondo, arriba de las bandejas de los bizcochitos se

veían unos vidrios siempre iluminados, hechos a su vez por muchos vidrios más chicos

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con formas de flores raras. Entre todos formaban los otros grandes. Yo no sé quién los

habrá fabricado, pero se había tomado un trabajo bárbaro.

Hasta el piso estaba bueno, porque tenía mosaicos grandotes. Uno podía jugar a “El que

pisa raya roba medalla” sin pisar nunca una rayita.

Aprendí a alejarme de casa y cruzar la calle yendo a la panadería, a dos cuadras de casa.

Me acompañaba mi perro Flipper, llamado así por el delfín de la tele. Tenía un ojo

negro y me defendía cuando querían pegarme.

Yo al principio debía pararme en puntas de pie para llegar al mostrador. Me metía entre

la gente para ganarles el turno, hasta que una vez una señora me dijo:

-Vos estás después de todos nosotros.

Fue la mayor vergüenza de mi vida.

La gente se amontonaba en forma enredada sin formar fila ni sacar número por orden

de llegada. Se armaban unos escándalos como para quedarse a verlos toda la mañana.

Había tres empleadas: Rosita con una voz finita, a quien yo quería como si fuese mi

tía, pero nunca me animé a decírselo; una chiquita Mari y una gorda fenomenal, que le

decían “Gorda” y no me acuerdo cómo se llamaba.

Siempre me decían “Totito”. Creo que hoy en día, cuando ya tengo doce años, me

seguirían llamando así.

El reparto del pan lo hacía el Chilo, uno flaco bajito y bizco, en una bicicleta con

canasta que cargaba como mil kilos de pan, Por la calle se le acercaba gente misteriosa

y le decían números al oído. Él los anotaba en un papelito que escondía en la miga de un

pan. Nosotros nos reíamos pensando que un día vendería el pan con el papelito adentro

y alguno se lo comería. Cada tanto venían unos señores policías y lo llevaban a la

comisaría “a cebar mates y barrer”, decían.

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La dueña era una mujer inmensa, Pona, con lentes que de tanto aumento le dejaban los

ojos reducidos al tamaño de dos porotitos. Miraba las tortas cuando las envolvía con

ganas de comerlas, igual que los billetes cuando le pagaban. Pona era famosa porque

siempre se ganaba los premios de las rifas.

También estaba la enana que era igual a Pona pero chiquita, daba impresión. Se tejían

muchas historias, entre mágicas y tremendas, alrededor de esa enana.

Otros eran los hijos de la Pona, unos gigantes que entraban, sacaban plata de la caja y se

iban.

Pero el mejor era Basilio, un hombre como de treinta años, de anteojos grandotes,

corbata, camisa blanca y pantalones calzados arriba de la panza. Retaba a las

empleadas, sonreía a la gente, y trataba a la Pona como si fuese la reina de Inglaterra.

Cuando conocí a sus hijos, me enteré de que Basilio era el nombre y no el apellido.

Nunca más conocí a alguien que se llamara Basilio.

Una vez nos llevaron a los nenes del jardín de infantes “Gabriela Mistral” a conocer

la panadería por dentro. Era de otro mundo, con gente de blanco. En el centro había una

especie de plato enorme con unos dedos de gigante mecánico que mezclaban el

engrudo. Alguien me dijo:

-Mirá si te caés adentro.

Me dio un escalofrío, pero aguanté valientemente las ganas de correr a que la maestra

me diera la mano.

Todavía me suenan los gritos de la Pona:

-¡Fíjense qué limpieza!

Me acuerdo de los operativos comandos que organizábamos para robarnos los

caramelos que caían al piso de las carameleras que estaban al costado. Siempre me

pregunto por qué no se los pedíamos. Mi hermano me enseñó una manera espectacular

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de trabarme las piernas para fingir una caída y agarrarlos. Cuando la intenté todo el

mundo se dio vuelta a verme y no pude manotear ni uno. Mejor atarse los cordones en

ese lugar, más fácil y disimulado.

Las tortas, mucho más resguardadas, se veían en una heladera con triple vidrio. Decían

que estaban así para que a los ladrones les diera más trabajo robarlas.

El kilo de pan valía dos setenta. Yo a mamá le decía que valía tres diez y tenía una

factura asegurada. Mi vieja jamás se dio cuenta del engaño.

Fue el primer lugar en tener cartel luminoso, con luces de distintos colores para cada

palabra. Prendían y apagaban todo el tiempo. Decían que el que hacía ese trabajito era

Basilio durante toda la noche. Un día le pregunté si era verdad. Se rió a las carcajadas

pero no me contestó si era cierto o no.

Era la mejor panadería del mundo. Una vez viajamos a la capital, a la casa de unos

amigos de mis padres, y llevamos una torta de “La Central”.

Los amigos dijeron que nunca en su vida habían comido una torta tan rica. Nosotros

orgullosos, pero en realidad, ya lo sabíamos. Venía gente de todos lados a comprar allí.

Y los empleados siempre estaban contentos. Daba alegría verlos. Era como si jamás

hubieran tenido un problema.

Los de atrás, los de blanco, salían por el portón del costado, continuamente a las risas,

fumando y haciendo chistes.

Informe de El Guardián de la Justicia:

Mi forma es la de un chico, mi edad seiscientos años.

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He combatido al Mal en todos los lugares del planeta. Todavía no sé qué

misión tendré aquí. Me imagino que deberé luchar contra fuerzas

poderosísimas.

He logrado encontrar gente a la que podemos unir a nuestro grupo, son

todos adultos, saben qué se juegan.

Están dispuestos a luchar por el Bien:

Reina: La Pona

Reinita: La Enana

Comandante: Basilio

Soldados: Rosita

Mari

La Gorda

5 Panaderos

Defensor del Guardián de la Justicia: Flipper (es un perro valeroso)

Armas: Pinzas para agarrar facturas que tienen electricidad

Dedos gigantes mecánicos para mezclar engrudo donde pueden caer

los malos

Medio de comunicación: Cartel luminoso que se prende y apaga por el que se

pasan los mensajes y combinaciones secretas. El especialista en su manejo

es Basilio.

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Guarida de Los Buenos: Panadería La Central. La parte de adelante es una

pantalla para disimular. La guarida queda atrás.

Los vidrios de florcitas, son detectores de Malos. Cuando aparece alguno se

les apagan las luces. Hay que estar atentos.

Se suspende momentáneamente el informe porque mamá me llama a tomar la

leche.

El Guardián de la Justicia

Decían que les habían ofrecido fortunas por sus recetas. Pero que habían hecho un pacto

de no revelarlas jamás.

A mí ese asunto me tenía bastante intrigado.

Un día le pregunté a la Pona mientras me cobraba:

-Las recetas de los panaderos ¿son secretas?

-Es el secreto mejor guardado de la panadería. Nadie sabe cómo hacemos las

exquisiteces que hay aquí. Todo es único, no encontrarás algo que se le parezca en todo

el mundo. Acá no hay nada malo. Hay verdadera calidad.

-¿Son cosas buenas?

-Por supuesto. Comiendo esto vas a crecer fuerte y sano- y mirando a la concurrencia

agregó –por eso todos nuestros clientes son personas sumamente inteligentes

- ¿Y si se las roban?

Pona me miró sin siquiera sonreír.

-Aunque hay mucha maldad, esas recetas están muy bien resguardadas, nuestros

panaderos son muy leales.

Y agregó con un aire misterioso:

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-Nosotros debemos cuidarlas.

En ese momento no pude darme cuenta si al decir “nosotros” se refería a mí o a los

panaderos.

Preferí pensar que yo también debía cuidarlas.

-¿Aparte de ellos, alguien las conoce?- pregunté más envuelto en el asunto.

-No, hijito, esas cosas no se le enseñan a cualquiera. Acá no sólo hablamos de formas

de cocinar panificados. Hablamos de formas de vida.

Aunque yo no entendía bien todo lo que me decía, me gustaba que me tratara de igual a

igual, no como a un chiquito tonto.

Mientras tanto, sin darme cuenta, porque apenas pasaba media cabeza por encima del

mostrador, quedé con los ojos enfrentados a otros que, detrás de unos anteojos

gruesísimos, también asomaban del otro lado: era la Enana, que había estado todo el

tiempo escuchando la conversación sin decir una palabra. Daban ganas de seguir

hablándole a ella, porque era la Pona pero a mi altura. Cuando se vio descubierta, en

vez de sentirse mal, me sonrió y me dijo:

-Tenés una mirada que me recuerda a mí cuando era chica.

Dije chau y me fui corriendo para que no vean la risa que me dio pensar en ella siendo

chica. Sería como un pingüinito.

Informe del Guardián de la Justicia

Debo estar muy preparado para defender las Fórmulas Secretas de los

Panaderos.

¿Cuáles son esas fórmulas?: hay una para volar, otra para ser fuertes, otra

para hacernos invisibles, y muchas más, todas muy secretas.

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La Reina Pona me ha dado una gran tarea, que es la de cuidarlas aunque deba

peligrar mi vida.

Ella cree que no hay tanta amenaza porque La Central es una fortaleza

invencible.

Pero el Guardián vigila. Nunca se sabe.

E. G. J. (que quiere decir El Guardián de la Justicia)

II

Al lado de “La “Central” un almacén gigante, lo de Bosatta, ocupaba toda la esquina.

Era un lugar bastante feo.

Decían que estaba siempre igual desde hacía más de cien años. Lo atendían todos los

Bosatta que eran tres o cuatro hermanos viejos. Abrían unos cajones extraordinarios y

sacaban yerba, azúcar, porotos, todo con unas cucharas completamente distintas a las de

la sopa. Eran como unas latas de duraznos cortadas por los costados con un palo

achatado atrás que hacía de mango. Las llevaban cargadas hasta la balanza, las

descargaban en un papelito gris cuadrado, que después doblaban no sé cómo. Quedaba

todo envuelto, sin que se les cayera nada.

Los hermanos Bosatta eran todos iguales. A mí me daba la impresión de que eran cinco

abuelos quintillizos. Había uno, más gordo que el resto, que estaba siempre sentado

atrás, al lado del teléfono, levantando pedidos. Ese parecía el jefe de los demás, porque

nunca hacía nada.

Era igual que el padre de Marcelo Mene, que era el Jefe de los Bomberos y tampoco

hacía nada. Siempre estaba sentado en una pieza con escritorio mientras los bomberos

salían a apagar los incendios

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Las vidrieras de lo Bosatta eran una porquería. Se ve que no les importaban.

Tenían unas cosas así nomás, caídas y llenas de polvo. Había hasta telarañas.

Debajo de las vidrieras había una parecita (no sé si se dirá parecita o paredita) con unos

respiraderos que conectaban con algún sótano, que debía ser inmenso, porque el

almacén ocupaba toda la esquina, que era como de cuarta manzana. De los respiraderos

salía un olor horrible, que para descubrirlo, se debía poner la nariz bien cerca. No eran

respiraderos comunes como los de todas las casas, sino que eran del tamaño de una

ventanita, con rejas y todo. Parecía que adentro tenían encerrado a alguien. Si mirabas

por allí, las paredes de abajo de esas ventanas, del lado de adentro, tenían forma de

tobogán. Si alguien quería salir, se resbalaba y caía otra vez.

Un día Marcelo dijo que allí estaban escondidos los peores monstruos de la ciudad: “La

Llorona”, “El Chancho Sin Cabeza”, “La Pollera Que Baila Sola”, y el peor de todos:

“El Hombre De Los Ojos Verdes”. Daba tanto miedo que nos pasábamos las tardes

tratando de escuchar algún ruido.

Las ventanas estaban siempre abiertas. No nos acercábamos mucho porque pese a la

reja, podían aparecerse las bestias monstruosas.

Como nadie las había visto se creaba una duda que daba más miedo.

Muchos decían que no existían esas cosas.

Los que creíamos les decíamos:

-Te doy mi bolsa de bolitas, mi álbum de figuritas y mi pelota de cuero número cinco si

te metés al sótano a la noche.

Y todos, todos, se achicaban.

Con eso demostrábamos que nadie estaba seguro de nada. Ni era tan valiente.

Las vidrieras se ponían lindas cuando el Gaspa, un sobrino algo mayor, que tenía fama

de bicharraquero, traía los picaflores.

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Él sabía dónde había un nido de picaflores. Capturaba uno y lo usaba de llamador, ese

atraía otro y otro, hasta que juntaba como cien. Los llevaba a lo Bosatta. Cerraban la

parte de atrás de una vidriera y los largaban a todos ahí adentro. Era un espectáculo

verlos.

El Gaspa había ideado un método para darles de comer. Era con los goteros para la

nariz rellenos con miel, agua y azúcar, que los pajaritos libaban. (Se llaman picaflores,

pero nos dijo la maestra que está mal dicho. A las flores no las pican, sino que las liban,

que significa que les chupan el néctar suavemente).

Cuando terminaba el verano, el Gaspa, los largaba, para volver a cazarlos al año

siguiente.

Lo mejor era adentro, el almacén. Recorrerlo era entrar en otro mundo, lleno de cosas

nuevas y viejas sin ningún orden, con algunas colgadas en las paredes altísimas. Como a

treinta metros de altura, había palanganas de loza y otras miles que no me acuerdo.

Yo estaba intrigadísimo de cómo harían para bajar eso. Una vez le dije a Gilberto, que

era el más gracioso de los hermanos, que mamá me había mandado a comprar una

palangana de loza, para ver cómo haría para bajarla. Él agarró una caña larga con un

gancho en la punta y la bajó prendida de ese gancho. Era el hombre más hábil del

universo. El problema fue cuando le dije que me parecía que no era eso lo que me había

pedido mamá. Volvió a poner la palangana en el gancho. Descubrí que no era tan hábil

para subirla como para bajarla, porque se le cayó justo encima de unas peceras de

vidrio apiladas. Explotaron. Los vidrios cayeron por todo el almacén, y eso que era

grande.

Pobre Gilberto, si sería bueno. En vez de retarme o de enojarse porque le hice volver la

palangana a la pared, me miró asustado y me preguntó:

-¿Te lastimaste?

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Yo creí que me iba a sacar las tripas de la panza.

A mi vieja ni le conté. Ella sí que me mataba.

Mal hecho.

Cuando volví con ella unos días después, Gilberto le contó todo lo que había pasado por

su palangana.

Él de buen tipo. Seguía preocupado por mí.

Ella lo miró como preguntando: “¿Qué palangana?”. Se hizo cargo de la situación en el

aire. Me miró poniendo la boca como culo de pollo, señal de peligro.

Yo pensé: “Ay”.

Porque en casa, para frenarla, cuando me vi perdido, decidí contarle la verdad, por eso

de “La verdad triunfa”, como nos enseñaron en Catecismo. Fue peor.

Así aprendí que las cosas es mejor decirlas en su momento o no decirlas nada.

Pero donde más la sentí fue en el orgullo.

A la mañana siguiente, para demostrar a los demás, que miraban con lástima las marcas

de mi cara, y sobre todo a mí mismo, que no era tan miedoso, reuní a todos los chicos

del barrio, los tres Bidarte, Rafido, Silvina y Marcelo Mene, y les dije:

-Esta noche voy a entrar yo solo.

III

-“Chico de ocho años encontrado muerto en el sótano de conocido almacén”-dijo el

Gordo Rafido -mañana sale en “El Nacional de Siete Dolores”.

El único que se rió del chiste fui yo. No sé si a los demás no les causó gracia o quedaron

espantados.

Con mis carcajadas quise esconder un poco los nervios que tenía.

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Además pensaba en mi vieja, en los remordimientos que tendría si me llegaba a pasar

algo.

-¿Y cómo vas a entrar?- preguntó el Guille Bidarte.

Y les expliqué mi plan.

Todos me miraban con desconfianza, y asombro.

Cuando terminé, Bachi Bidarte me preguntó:

-¿Para qué querés esas cosas si al fútbol sos malísimo, no coleccionás figuritas y a las

bolitas no le ganás ni a Balbi?

Balbi el portero de la escuela, gordo y grandote, jugaba con nosotros y nos dejaba

ganarle.

-No me importan esas cosas.

-¿Y entonces?

- Para demostrar que yo no tengo miedo.

Guille resumió el pensamiento de todos.

-Este Toto es pelotudo.

Yo mismo no me sentía muy inteligente.

Estaba un poco arrepentido, pero ya había hablado. No podía echarme atrás.

Además, bien mirado, lo que había en el sótano nos tenía intrigados a todos, ¿y quién

mejor que yo para averiguarlo?

De paso ganaba un poco de respeto entre los demás, que siempre organizaban juegos

dejándome de lado.

Quedamos en reunirnos a la tarde.

Nos fuimos a almorzar.

En la mesa, mi hermanita Silvina quiso preguntarme sobre el plan. Le hice una seña de

silencio.

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Después de comer, me fui a mi pieza y me puse a escribir

Informe de EL guardián de la Justicia

Se sospecha que el sótano de lo Bosatta sea un Nidal de Monstruos

terribles. No estoy seguro, pero creo que hay un tigre de monte rabioso

como de tres metros y cien colmillos, un asesino con una cicatriz en la cara,

una avispa venenosa, una vieja maligna sin dientes que saca la lengua todo el

tiempo.

Pueden ser altamente peligrosos, pero el hábil Gilberto, que pertenece a

nuestro bando, con su Caña-Súper-Larga AXZ1280, los mantendrá a raya y

no los dejará escapar.

También se han traído picaflores escaléctrix (se escribe así) que detectan

el menor movimiento para libarles la maldad.

Porque el peor peligro, sería que están justo al lado de La Central, el lugar

donde están escondidas las fórmulas secretas que mantienen en equilibrio el

Bien y el Mal.

Además, se cree que tienen poderes para hacer explotar cosas en lo Bosatta

y en todo el barrio, porque adentro hubo un intento para acabar con

nuestras vidas, cuando cayó una Bomba-Palangana-Vidriosa, que, seguro,

tiraron ellos, pero afortunadamente, salimos sanos y vivos.

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¿Cómo sabremos si están ahí? Pues muy fácil: esta noche, El Guardián de la

Justicia entrará a investigar, y lo hará sólo, porque el resto tiene un poco

de miedo, yo no.

Tengo que cuidarme de que nadie sospeche.

Ayer, para que no descubrieran al Guardián, debió aguantar con valor la

paliza de mamá, sin freírle la cabeza con la Luz Mortal que sale de de su

Arma-Anillo de la Virgencita de Luján que le regaló su tía Pochi.

E. G. J. (las palabras de y la no se ponen)

A la tarde volvimos a encontrarnos con los otros a seguir discutiendo los detalles.

Silvina quería hablar. No le hicimos caso, hasta que preguntó gritando:

-¡¿Y cómo vas a salir?!

Todos no callamos a la vez y la miramos.

Nadie había pensado en la salida

-Entre las rejas-dije –si pasa la cabeza, pasa todo el cuerpo.

Teníamos esa teoría posiblemente por nuestros cuerpos de lagartijas.

-Nosotros desde afuera te tiramos una cuerda de saltar- dijo Marcelo, que era bastante

cowboy.-Vos, Silvina, tenés una, traela.

-Vamos a probar-dijo alguien.

Intenté pasar la cabeza. Lo hubiera logrado de ser un bebé de un año. No llegaba ni a

las orejas.

Hubo risas, chistes, burlas y nos fuimos a jugar a otra cosa.

Hasta ahí iba todo bien, ya había demostrado mi valentía. No necesitaba entrar por

culpa del tamaño de mi cabeza.

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La tarde pasó volando.

Al llegar la noche se empezó a hablar de nuevo de mi entrada al sótano.

No tuve mas remedio que ir a la trampa que yo mismo me había tendido.

Un rato antes de que cerrara el almacén, nos pusimos a jugar a la escondida.

Yo debía entrar en lo Bosatta.

Se me acercó Silvina, esta vez muy preocupada

-¿Cómo vas a salir?-preguntó casi llorando -¿Y si te descubren?

-Algo se me ocurrirá-contesté sin demostrarle importancia.

Salí corriendo hacia el almacén.

Me imagino que quedó lagrimeando aunque no era su costumbre.

Entré sin que los viejos me hicieran caso. Ya estaban acostumbrados a vernos entrar y

salir todo el tiempo.

Primero me escondí debajo de una mesa, después atrás de unas cajas, hasta llegar a

meterme en uno de los cajones gigantes, donde estaba el alpiste, que era el que menos

abrían.

Me acomodé al lado de la bolsa de arpillera. Yo era chiquito, así que cabía cómodo.

Cuando sentí que cerraban las cortinas metálicas, el corazón parecía que se me iba a

salir por la boca.

IV

Rafido me había prestado una linterna a pilas hermosa. Para encenderla había que darle

media vuelta a la parte del foco.

Gracias que la tenía, porque adentro no se veía absolutamente nada.

Tampoco se escuchaba ningún ruido.

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Salí del cajón con la linterna encendida y un poco de temblor en las rodillas. Como tenía

pantalón corto, se me golpeaban todo el tiempo. También los dientes, igual que cuando

uno sale con frío de la pileta.

Era dificilísimo con esa lucecita encontrar la tapa del sótano, busqué por todos lados. Al

llegar atrás del mostrador, vi que el piso era de tablones de madera.

Cuando los pisé noté un ruido como a hueco.

Pensé que los tablones podrían ser la entrada.

Quise mover el primero pero no pude.

Me dio bronca pensar que había llegado hasta allí y no podía entrar porque el tablón

estaba muy agarrado.

Necesitaba algo para hacer palanca. Me acordé de las cucharotas de los cajones y volví

a buscar una.

El mango de la cuchara entró justo entre el tablón y el piso, pero no podía moverla. Me

le paré encima. La doblé un poco pero el tablón se aflojó.

En vez de estar todos juntos formando una sola tabla, estaban todos enganchados pero

salieron de a uno. Los fui dejando al lado de donde los sacaba para no equivocarme

cuando los colocara de nuevo.

Del sótano subía viento con olor a humedad. Me empezó a llenar de frío por dentro.

Cuando terminé me encontré con unos escalones de material todos desparejos.

-Bueno- pensé -ahora sólo debo ir hasta una ventana, hacerles la seña con la linterna y

salir rajando.

Cuando bajé, la oscuridad no era total como arriba. Entraba un poco de luz del foco de

la calle, bastante pobre, pero peor era nada. Para entonces yo ya me había acostumbrado

a la penumbra.

¿Por qué será que uno se acostumbra y ve en la oscuridad?

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El sótano era inmenso, con un montón de bolsas apiladas, todas iguales.

Alumbré a una de ellas y leí que eran de sal. Me pregunté para qué querrían tanta.

Había muchísimas cosas viejas, torres de macetas de distintos tamaños, cajones de vino

vacíos. Se ve que ahí tiraban las cosas que no les servían.

Seguí curioseando un rato hasta que hice un descubrimiento increíble: un auto viejo, de

esos cuadrados del tiempo de Ñaupa, todo desarmado, pintado de un color que en la

oscuridad me pareció naranja. ¿Cómo lo habrían metido allí?

Quise sentarme al volante pero me dio una sensación fea y salí en seguida.

Me acerqué a la pared de las ventanas para hacerles la seña a los de afuera.

Vi unas manchas oscuras, no supe si de humedad o sombras. Parecían personas, y yo

que para esa altura ya estaba más calmado, volví a asustarme. Con los movimientos de

luces de los autos de afuera, sentía que se movían. Hasta escuché que me hablaban.

Me dio frío. Y eso que era verano.

Para completar, en las esquinas de la pared, se veían los huecos de puertas con la parte

de arriba redondeada pero sin la puerta, con un montón de oscuridad adentro.

Alumbré con la linterna hacia las ventanas. Sentí los gritos y aplausos de los de afuera.

Del lado de adentro de la reja vi pasar corriendo una rata gigante. Eso fue el súmmum.

Salí disparando. Hasta creo que pegué un grito.

Arriba me encontré de nuevo con la oscuridad y el silencio total, excepto por la luz de la

linterna.

No tenía idea de cómo haría para salir.

Caminé hacia la puerta de la esquina. Estaba cerrada con llave y con la cortina

metálica baja.

Fui hasta la otra puerta y no estaba atrancada. Cuando quise abrir la cortina, aparte de

pesar como mil kilos, estaba cerrada del lado de afuera, tal vez con un candado.

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Pensé que iba a tener que quedarme a dormir en el cajón toda la noche, pero también

que mañana mamá me mataría.

Escuché afuera el griterío de todos los pibes. Por encima de todos, la voz aguda de

Silvina

-Toto, si me oís, andate a la ventanita del otro lado, la que queda en frente a la escuela,

que le… - y no pude entender el resto.

La idea de volver al sótano poca gracia me causaba. Y menos si no sabía para qué.

Pero lo único que podía hacer era confiar en mi hermana. Fui callado la boca.

Volví a ver las bolsas de sal. Esta vez me parecieron cajones de muertos apilados, lo que

me puso la piel de gallina.

La luz de la linterna empezó a ponerse amarilla y a no iluminar casi nada, como cuando

se está quedando sin pilas. Le pegué unos golpes.

Alumbró bien un rato más, pero en seguida quedó si nada de luz.

No me asusté mucho porque otra vez oí los gritos de todos. El más chillón de Silvina:

-…le falta un barrote… pasa la cabeza del Bachi, así que la tuya también.

Vi caer la cuerda de Marcelo Mene. Quedaba altísima.

Decidí apilar unas cajas para subirme.

En eso estaba cuando me dio por mirar las bolsas de sal. Me pareció como que adentro

algo se les movía, como si tuvieran gatos o algo así. Me refregué los ojos por si era

imaginación mía.

Se movían, nomás.

También las sombras de humedad con forma de hombres empezaron a moverse, pero

hacia las bolsas.

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Me quedé como embalsamado viendo que llegaban despacio hasta las bolsas. A medida

que las tocaban, éstas se quedaban quietas.

Me apuré cuando vi una, la más grande de todas, que se vino para mi lado.

Las cajas eran de vino, bastante pesadas para mí. Debí ponerlas en forma de escalera

para poder subirme.

La sombra cada vez más cerca, yo más asustado y la cuerda altísima.

Cuando la alcancé, la sombra ya llegaba al primer escalón.

Le di un tirón para avisarles a los otros que me levantaran.

Hicieron fuerza todos a la vez, porque la cuerda me quemó las manos y salió volando

hacia arriba.

La mancha ya subía por las primeras cajas. La cuerda no aparecía.

En eso escuché una voz rarísima, entre fuerte y triste que me decía “Quedate…

quedate”, que si no fuera por toda la situación, diría que no daba miedo. Pero yo ya

estaba muy nervioso.

Me temblaba la pera y los dientes me hacían taca taca taca taca.

Volvió a aparecer la cuerda. Esta vez con un nudo en forma de lazo para que metiera la

mano.

Casi me la arrancan.

Empecé a subir antes de que la sombra me alcanzara.

Pasé el brazo atado entre los barrotes. Los demás me tocaban como si fuera un revivido.

Después la cabeza con poca dificultad, pero el resto del cuerpo con muchísimo trabajo.

Una vez afuera, los pibes preguntaban, gritaban y reían todos a la vez.

Yo no podía hablar mucho porque el brazo me dolía una barbaridad.

Alcancé a decirles algo, no me acuerdo qué.

Se fueron a jugar al “patrón de la vereda”.

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Sólo quedó conmigo Silvina, que me miraba como si sus ojos fueran dos bolitas de soda

verde.

-¿Dejaste todo como estaba, verdad? – preguntó.

-Si- contesté.

Debo haber puesto cara de pánico, porque me preguntó:

-¿Qué pasó?

-Me olvidé de cerrar el sótano con los tablones- respondí.

Y me paré de un salto.

En ese momento se me fue el dolor del brazo, y todo el julepe que había pasado.

-Tengo que volver a cerrarlo.

Volví a la reja. Empecé a meter la cabeza entre los hierros.

-Esperá un poco- dijo Silvina-¿Podrás cerrarlos desde el lado de abajo?

-No- dije al borde de las lágrimas.

-Entonces rajemos- dijo.

Salimos patita pa’ qué te quiero.

VI

Casi no probé la cena.

Me preguntaron varias veces qué me pasaba pero no contesté.

Estuve toda la noche despertándome a cada rato, y diciendo:

-Dios mío- y después volvía a dormirme.

A la mañana siguiente me despertó Silvina tempranísimo.

-Vestite rápido y vamos a lo Bosatta antes de que abran.

Yo todavía medio dormido no entendí nada.

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Agarró una botella de leche vacía. Sacó del frasco cinco monedas de caballitos de diez

centavos.

-Vamos a comprar leche- me dijo.

-Imposible- le dije –una que está cerrado, y otra que la leche todavía no llegó al

almacén.

-Precisamente- contestó. Ella adoraba decir “precisamente”.

La seguí resignado a no entender nada.

En la calle no andaba nadie.

Llegamos y nos sentamos en el escalón de la entrada.

En seguida llegó Gilberto.

-Dos nenes que se cayeron de la cama – dijo, y agregó –por lo que veo, vienen a

comprar leche, pero van a tener que esperar porque todavía no llegó.

Mientras sacaba el candado de la cortina metálica, mi hermana me dijo:

-Yo lo distraigo y vos acomodá lo que dejaste mal.

Lo hicimos tan rápido que Gilberto ni se dio cuenta de que yo faltaba.

Pasé atrás del mostrador mientra escuché que Silvina le dijo:

-Gilberto, ¿usted sabe alguna mala palabra?

Cuando oí las carcajadas del viejo, empecé a acomodar los tablones.

Me llevó un buen rato. Ya estaba nervioso. Escuchaba que uno decía una palabrota y el

otro le respondía con otra peor.

Pensé que estarían así largo rato, porque Silvina se conocía todas las malas palabras que

existen en el mundo.

De abajo subía el viento con olor a humedad que sentí cuando los saqué.

Esta vez no noté que me enfriaba.

Lo que sí sentí, fue la voz rara que decía:

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“Vení... bajá…”

No había dudas, era la misma voz de la noche anterior.

“Tenemos que hablar…”

Yo ahora no estaba tan asustado por lo de abajo como por que no me descubriera

Gilberto, así que seguí con los tablones.

Cuando terminé de acomodarlos, sentí de atrás un grito. Pegué un salto.

Me di vuelta. Vi al hermano de Gilberto, el del teléfono, parado detrás de mí entre

divertido y enojado.

-¿Qué está haciendo ahí?- me preguntó tratándome de usted

- Quería ver qué hay ahí abajo- contesté parándome de un salto.

Atrás estaba Silvina blanca como la botella de leche que tenía en la mano, con los ojos

que se le salían de la cara.

-Yo le voy a mostrar otro día, pero la próxima vez, pida permiso para pasar de este

lado.

Me retaba pero se veía contento. La cosa no era tan grave.

Cuando salimos, Silvina me dijo de todo por no ver venir al viejo.

Paró cuando le dije:

-No se dio cuenta de nada, porque creyó que al sótano lo estaba abriendo y no cerrando.

De lo que escuché no le conté ni media palabra, porque ella o cualquiera iba a pensar

que yo estaba loco o era tarado.

Pero me quedé todo el día pensando en eso.

A la noche, volví con Flipper a la ventana del barrote menos.

Desde allí grité:

-¿Por qué me llamás?

Flipper empezó a ladrar como un descosido.

22
La respuesta no tardó en llegar.

Informe del Guardián de la Justicia

El guardián informa de un importantísimo descubrimiento.

Es sobre el sótano. Yo creía que era un Nidal de Malos. Resultó ser otra

cosa.

El guardián es muy intrépido (que quiere decir que no teme a los peligros), y

así como en Catecismo dicen:”descendió a los infiernos”, yo descendí al

sótano.

Ahí conocí a los Hombres de Humedad.

Son como manchas o sombras de la pared.

Se mueven y hablan.

Uno de ellos, el más grande y jefe de los demás, habló conmigo.

Primero se enojó y me retó por haber entrado al sótano y dejado la entrada

abierta.

Dijo que podía ser muy peligroso.

Cuando le pedí disculpas me contó todo.

Les dije que no es un nidal porque es una prisión donde ponen a los que

atrapan.

No son ladrones o gente común sino que son Malvados Aparecidos.

23
No los vemos como al resto de la gente pero sabemos que en alguna parte

están.

Y los Hombres de Humedad son sus cuidadores.

Cuando agarran alguno, primero los meten en un autito viejo que tienen y lo

llenan de sal hasta que se quedan duros.

Después los meten en las bolsas y los apilan.

Como esa dureza les dura poco, se tienen que quedar todo el tiempo

cuidándolos.

Cuando empiezan a moverse, ¡Sácate! ellos los tocan y se quedan quietos.

Y así todo el tiempo.

Ahora les voy a decir cómo son los Malos encerrados en el Sótano:

Hombre De Los Ojos Verdes: es el peor de todos. Usa capa negra y

sombrero de mago. Es el que dirige a todos los demás. Tiene los ojos tan

completamente verdes que no se les ve la parte blanca.

Acción Maligna: Cuando te mira, se te derrite la cara, y se te ve la

calavera; incendia cosas con la mirada. El agua, cuando la mira, se hierve.

¿De dónde salió?: Era un chico común, que como contestaba mal, no hacía

los deberes, ni los mandados, ni tomaba la leche, la mamá lo echó de la casa.

Entonces para hacerla sufrir, se quemó los ojos con un humo verde, pero en

vez de quedarse ciego, le aparecieron poderes de malo.

24
El Hombre de Humedad Jefe me dijo que fue dificilísimo cazarlo, porque

manda a pelear a los otros y él se esconde (no se dice escuende) y llega

después. Pero un día mientras estaba mirando cómo peleaban los demás,

ellos fueron por detrás, lo metieron en una bolsa de sal y lo llevaron al

autito.

Pollera Que Baila Sola: Muy pocos la han visto. Puede aparecerse color

verde o transparente. Baila sin música o con una música muy fea. Está toda

deshilachada. Parece una aguaviva grandota. Se puede separar en varias

polleras, y atacar todas a la vez.

Acción maligna: Te mata con el veneno que le sale de los flequitos.

¿De dónde salió?: Era la pollera de una asesina que mataba a la gente cuando

salía de los bailes. Cuando a la asesina la liquidaron, siguió ella sola matando

por su cuenta.

Para atraparla tuvieron que llenar el sótano de música. Cuando entró a

bailar, cerraron las maderas de la entrada.

La Llorona: Aparece a la noche cuando está todo muy oscuro. Pega unos

gritos espeluznantes. Algunos dicen que es mujer, y otros, varón. Pero como

nadie jamás la ha visto, nadie sabe, salvo los Hombres de Humedad, pero

ellos no cuentan esas cosas.

25
Acción Maligna: Si cuando las escuchás, se te paran los pelitos de la piel y

de la nuca, te morís. Y te volvés loco. Primero te volvés loco, y después te

morís. Como un loco.

¿De dónde salió?: No tengo ni idea.

¿Cómo la atraparon?: le pusieron un pañuelito con pega-pega. Cuando fue a

sonarse los mocos después de llorar tanto, se quedó pegada. La agarraron

queriéndoselo sacar.

Chancho Sin Cabeza: Es muy malo, y si querés matarlo cortándole la cabeza,

no podés, porque no tiene.

¿De dónde salió?: Era un chanchito buenísimo que vivía en el campo.

Cuando lo degollaron para comerlo, no murió.

En venganza, los destripó a todos con sus pezuñas.

Al tiempo, lo tuvieron que enganchar entre varios.

Por suerte están todos encerrados.

Mañana les sigo contando, ahora me voy a dormir porque tengo sueño.

E. G. J.

VII

Haciendo cruz con lo de Bosatta, estaba la Relojería de Fernández, que a diferencia del

almacén, era pequeña y prolija.

En la entrada había un mármol en el piso con una inscripción misteriosa: “Casa

Bianchi”, aunque en la vidriera decía bien grandote: “Relojería Fernández”.

26
Si uno preguntaba por la inscripción te contestaban cualquier cosa, pero en definitiva

nunca se entendía por qué decía eso que no tenía nada que ver con el resto.

El Relojero Fernández era un hombre bueno con una sonrisa fabulosa. Siempre estaba

atrás de un mostrador tan alto, que para llegar había que dar saltitos. Arriba del

mostrador había un vidrio. Debajo de éste, algunos billetes del tiempo de Ñaupa,

nacionales, y otros extranjeros, que tenían la cara de chinos y cosacos, o gente

desconocida, pero todos tremendamente serios.

Cuando uno entraba, aparecía primero el humo del cigarrillo, y después, la cabeza del

relojero por detrás del mostrador como emergiendo de un mar de relojes desarmados.

Si alcanzabas a ver atrás, descubrías que era así, todos relojes por todas partes.

En la pared tenía unos cuadritos de autos antiguos hechos con ruedas y engranajes de

relojes. Los hacía el hijo, un pibe chico de edad pero altísimo que siempre me hacía los

cuentos de un palomo que tenía en el gallinero de la abuela.

Yo al principio a sus cuadros no les daba bolilla. Después que bajé al sótano empecé a

relacionarlos con el de allí, porque eran del mismo estilo, cuadrados y con el techo

chato. Se me ocurrió que algo tenían que ver. De cualquier forma, no me animaba a

conversar de eso con el chiquito Fernández, y menos con su padre. Al ser tan vecinos

con los Bosatta, tal vez les contaban que yo me les había metido en su sótano. El asunto

podía terminar mal.

Como papá era médico y amigo de la familia, y creo que no les cobraba, el Relojero

nunca nos cobraba a nosotros los arreglos de los relojes. Cuando yo iba y le preguntaba:

“¿Cuánto es?”, él siempre me respondía “Nada, pibe, mandale saludos a tus papis”, y

seguía con sus asuntos. A mí me daba vergüenza, y me quedaba preguntándole sobre el

hijo, los relojes y los cuadros. El siempre me contestaba todo con mucha amabilidad,

pero cuando llegábamos a la inscripción del mármol de la puerta, empezaba con las

27
evasivas. Parecía como si nos pusiéramos de acuerdo, siempre las mismas preguntas y

respuestas.

Un día, por supuesto, metí la pata cuando le dije:

-Estos autitos son iguales al del sótano de acá en frente.

Quise que mis palabras se metieran de nuevo en mi boca. Pero ya estaban largadas.

Fernández me miró. Tenía en un ojo, una lupa que se lo tapaba y se ajustaba en la nuca

con un alambre. Se la sacó despacio. Se la puso en la frente, para después de decirme:

-¿Y vos cómo sabés del auto?

Sentí un calor en la cara como si la hubiera puesto en una estufa a leña.

-Me lo mostraron los viejos- mentí.

-¿Ellos te llevaron al sótano?- preguntó con una seriedad que espantaba.

-Si, me dieron permiso para bajar.

Me miró un rato en silencio y me dijo:

-Si no querés decirme la verdad, no lo hagas, pero por favor, no me mientas.

Pensé en “la verdad triunfa”, y me pareció una payasada, sobre todo después de la

experiencia con mi vieja.

Al sentirme descubierto, decidí contarle.

Le dije todo pero me guardé lo de las sombras y las bolsas de sal.

-¿Y no notaste nada extraño?

No le contesté., pero en mi cara debe haber leído la palabra “Si”.

-Lo que hiciste fue muy peligroso.

No me lo dijo en tono de reto.

Se lo veía muy preocupado.

Se quedó callado un rato, y meta fumar.

28
-Pero, bueno, -dijo al fin- ya está hecho. Lo que hiciste no deja de ser una travesura

aunque sus consecuencias pueden ser muy graves.

Me estaba asustando.

-¿Por qué?

-Porque tal vez espiaste un mundo con características que nadie va a creerte jamás, que

no parece de la vida real. Deberás mantenerlo en secreto – y agregó- Y posiblemente

empezaste por la parte más fea.

-¿Y usted me cree?

Lo que dijo después no supe si fue para responder a mi pregunta

-Este barrio tiene secretos que sólo conocemos algunos de los que vivimos acá. Vos sos

muy chiquito…- y después de un silencio completó- aunque bien mirado puede ser una

ventaja, una gran ventaja.

En ese momento no me dí cuenta de ese comentario, aunque creo que quedó dando

vueltas en algún lugar de mi cabeza.

-El mármol que dice “Casa Bianchi” ¿es otro secreto?- pregunté encaprichado con el

mármol.

-Todo forma parte del mismo secreto- dijo.

Informe de El Guardián de la Justicia

No sé qué pasa. Hay algo secreto que tiene que ver con el sótano, el mármol

del relojero, los autitos, no sé qué pensar.

Pero a lo mejor son todas ideas mías, y el relojero me está cachando para

hacerme creer cualquier cosa. Como la vez que me dijeron que el mar era

29
salado para que no se tomen toda el agua los turistas. Esa vez se reían y me

dí cuenta. Pero Fernández ahora se queda serio.

Hay una cosa que dice mamá y si lo dice ella debe ser bien cierta: los

fantasmas no existen.

¿Pero entonces qué vio en el sótano…

…el Guardián de la Justicia?

VIII

Marcelo Mene vivía en una casa que quedaba arriba del Destacamento de Bomberos.

Éramos de la misma edad. Nos veíamos todos los sábados, cuando iba a visitarlo a las

siete de la mañana, haciendo muchísimo estruendo con los zapatos en las escaleras.

Despertaba a toda la familia sobresaltada, y me querían asesinar en conjunto.

Por eso me pusieron el sobrenombre “Detective Tamangudo”.

Pero en seguida la madre, Nené, nos preparaba el desayuno, y comíamos con alegría

saboreando el día de aventuras que nos esperaba.

Nos pasábamos todo el día jugando entre autobombas, que eran unos camiones

viejísimos. Perdían agua por todos lados. Siempre tenían que estar llenándolos por si

había algún incendio.

El lugar era inmenso y tenía varios pisos. Uno era para las habitaciones. Tenían las

camas con los colchones solos. Nos decían los bomberos que dormían con los trajes

puestos así salían más rápido a apagar los incendios.

A mí me llamaba la atención que tuvieran que bajar por las escaleras.

Un día les dije:

-¿Por qué no han puesto un caño para bajar, como en todas las películas? Se

mataron de risa, porque muchos de ellos eran gordos, y contestaron:

30
-Si nos tiramos por un caño hacemos un pozo- y empezaron a decirse cosas entre ellos.

A partir de ahí, cada vez que me veían me decían:

-Ya mandamos a pedir el caño. Ja, ja, ja

-Al gordo aquel le vamos a traer un caño reforzado. Ja, ja, ja.

-Che, pibe, ¿trajiste el caño? Ja, ja, ja.

A mí no me parecía tan divertido. Me reía con ellos para no quedar mal.

No sé cómo serían para apagar incendios. Para contar cuentos y chistes eran

espectaculares. Y a mí no se me olvidaba ninguno. Yo también contaba.

Al final, quedaba yo contando chistes rodeado por todos los bomberos. La situación de

por sí daba risa. Estaba yo, chiquito, en el centro de todas las carcajadas.

Así que los sábados, los bomberos me esperaban acomodando las sillas y riéndose de

antemano.

El padre de Marcelo, Pocho, les rezongaba:

-Se va a incendiar toda la ciudad Siete Dolores y ustedes acá, escuchando a este

pelotudo.

Era bastante boca sucia. Pero él también me escuchaba y se reía.

La cuestión es que yo, a los ocho años, ya era un famoso contador de cuentos.

Y me sabía muchísimos. Cada bombero que me veía me decía:

-Che, pibe ¿a que no te sabés éste?- y me contaba uno. Yo inmediatamente lo registraba

y guardaba para mi repertorio.

Con el tiempo logré una habilidad bárbara en contar cuentos: les hacía diferentes voces,

creaba suspenso, les daba tiempo para reírse. Me decían que me iba a hacer famoso.

Marcelo no contaba chistes pero era vivísimo. Agarraba un casco de bombero y lo

pasaba por delante de todos. Alguna moneda nos daban. Decían que era un “fenicio”, no

sé por qué.

31
Un bombero, Moyano, decía que nosotros estábamos locos. Que había un manicomio,

el “Melchor Romero”, que pagaba cinco pesos por cada loco que le llevaran. Él decía

que nos iba a llevar y que se iba a ganar diez pesos. Nos iban a poner unos chalecos de

fuerza así de chiquititos para que nos quedáramos quietos. Los chalecos, decía, eran

como camisetas con unas mangas larguísimas que te las ataban atrás de la espalda.

El Destacamento quedaba al lado de la Comisaría.

Los bomberos con los policías ni se hablaban, salvo Pocho, que era amigo del

comisario, uno que era bajo y simpático que venía a lo de Mene a conversar y tomar

mate.

Una vez le pregunté:

-¿Cómo hacen para atrapar a todos los ladrones y asesinos?

Pensé que la pregunta le molestaría.

Todo lo contrario, al tipo le dio como una emoción poder contarme:

-Yo te voy a explicar, pibe, primero marcás un perímetro…- y se pasó como una hora

explicándome todo lo que hacían

-…y va uno de los nuestros y se mete entre ellos, y decimos que es un infiltrado….- me

daba muchos detalles que yo no entendía, con palabras rarísimas.

Y cuando ya estaba por dormirme, lo escuché que dijo:

-Hoy, por ejemplo, cuando rompieron la vidriera de lo Bosatta…

Salté de la silla como con un resorte:

-¿La de los picaflores? ¿Se escaparon?

- Lamentablemente sí- me contestó.

Sin escuchar nada más salí corriendo de lo de Marcelo, bajando los escalones de tres en

tres, Marcelo me seguía sin entender nada.

Cuando llegué se me hizo un nudo en la garganta: la vidriera estaba hecha trizas.

32
Había un montón de gente amontonada.

El Gaspa mirándola desde afuera, me dijo:

-Es raro, porque no hay piedras con las que pudieron romperlos. Los vidrios no cayeron

hacia adentro, sino en todas direcciones, como si hubiese estallado. Por suerte no hay

ningún picaflor muerto aunque se fueron todos.

Me gustó que dijera “se fueron” en lugar de “se escaparon”, como si ahora hubieran

decidido irse y antes, quedarse.

-¿Por qué se habrá roto?-pregunté

-Vaya a saber, capaz que le pegaron desde arriba o abajo con un fierro, o algún

movimiento sísmico- esa palabra no la entendí, pero igual le dije:

-Ah, capaz…

Pero hizo una media sonrisa. Tal vez me estaba cargando.

-Otra cosa inaudita- le gustaba hablar con palabras difíciles- es que nadie vio nada. La

Central estaba cerrada. La relojería que a esta hora siempre está abierta, ahora también

cerrada. Los de la galería escucharon el ruido pero cuando salieron sólo vieron los

picaflores volándose.

-¿Robaron algo?- preguntó Marcelo que hasta el momento no había abierto la boca.

-No. Lo único que había en la vidriera eran los picaflores-contestó el Gaspa y agregó –

Adentro sólo habían sacado un tablón de la entrada al sótano.

Y un viejo que pasaba, don Tito Angelinetti, que tenía un cigarro con un olor apestoso,

dijo como por decir algo:

-Parece cosa de mandinga.

-O del Hombre de los Ojos Verdes- le contestó Marcelo.

El viejo lo miró de una manera rara y le preguntó:

-¿Vos de dónde sacaste eso?

33
-No sé

- Chicos- nos dijo el viejo a todos- no repitan cualquier cosa que escuchen por ahí.

Tengan mucho cuidado.

Me dio la impresión de que sabía algo. Me acordé del relojero y sus secretos.

Cuando se fue, lo miré a Marcelo y le pregunté

-¿Vos lo viste?

-Jamás, esas son cosas que se dicen por acá. Todo el mundo jode con los “Aparecidos”.

Y yo haciéndome el misterioso le dije:

-Tené cuidado porque existen –y después de un silencio para darle más impresión

agregué:- yo sé por qué te lo digo.

Marcelo se puso blanco como una vela.

Informe del Guardián de la Justicia:

Esto es un desastre.

Se han escapado todos los malignos del sótano por culpa de un movimiento

sísmico, que es un movimiento de los vidrios cuando se rompen, creo. Se

mueven sísmicamente y se rompen. Es raro pero a veces pasa. Pero no fue

porque yo haya entrado al sótano. Yo no tuve nada que ver.

También han derrotado a los picaflores en una batalla desigual, porque son

chiquititos, y aunque lucharon con valor, a esa batalla la ganaron los malos, y

los picaflores se tuvieron que retirar.

34
Su comandante, Gaspa, igual los felicitó por lo bien que pelearon libando

maldad. Después, el ejército de picaflores se desparramó por cualquier

parte.

En el almacén ya están poniendo un vidrio nuevo.

No conozco a nadie que pueda cazar a los malignos. Pensé en la gente de la

panadería., pero están en sus cosas y no se ven preocupados No se por qué.

Si les digo a los otros chicos, no me van a creer.

Otros son los bomberos, pero dice Pocho que es su jefe, que para lo único

que sirven es para escuchar cuentos. No nos van a servir.

Mientras tanto, deberé enfrentarme yo solo a los que vayan apareciendo. Lo

peor será a la noche, cuando salgan a vagabundear por todos lados, pero yo

los enfrentaré sin temor, a veces de a uno y otras, varios a la vez, y les

ganaré. Pero… ¿Podré hacerlo siempre? ¿Qué nuevas aventuras me

esperarán? ¿Saldré con vida? No teman, amigos, nada me pasará porque

soy...

¡El Guardián de la Justicia!

IX

Al otro día fui a la relojería. Quería hablar de la vidriera.

-¿Usted sabe qué pasó?

-Quizás una consecuencia de tu entrada al sótano.

No entendí la palabra “consecuencia”. Sí que era culpa mía.

35
-¿Por qué?

-Porque encontraron unas bolsas de sal rotas que supuestamente secaron la humedad de

las paredes. No lo supo la policía. Al abrir la entrada tal vez rompiste un cierre

importante y lo que pudo haber abajo quizá escapó.

-¿Puedo arreglarlo?

-Lo que ocurrió ya está. Se pueden arreglar los relojes pero no el tiempo.

Me quedé un rato pensando en eso.

El relojero me sacó de mis pensamientos:

-¿Sabés cuál es el camino más corto entre dos puntos?

No supe a qué venía esa adivinanza.

Me pareció demasiado fácil, de las que nos reímos del que las hace por ser tan tonto.

Yo por respeto a un señor grande le contesté:

-Ir todo derecho, sin desviarse para los costados.

-No- me dijo. Y me sonrió con un solo costado de la boca

–Prestame una hoja de tu cuaderno que te lo explico.

Yo llevaba un cuaderno marca “Tamborcito”. En la tapa tenía una estatua del chico que

tocaba el tambor para alentar al ejército de Belgrano.

Lo usaba siempre para hacer dibujos y anotar informes secretos.

Se la di con un lápiz.

En dos esquinas de la hoja dibujó dos redondeles negros.

-A ver, mostrame.- dijo devolviéndome el papel.

Tracé una línea lo más derecha que pude atravesando todo el papel entre los

redondeles. Se lo devolví callado la boca.

Hizo un largo silencio en el que yo pensaba:

“Sabe que acerté y está tratando de inventar otra respuesta”

36
La ceniza del cigarrillo estaba a punto de caer sobre el papel.

-El camino más corto es este- dijo y dobló la hoja de modo que los dos redondeles se

tocaron.

Al principio la respuesta me gustó.

Después la pensé mejor y le dije:

-Si, eso en un papel está bien. Pero si yo quiero ir desde acá hasta lo Bidarte, tengo que

caminar derecho por la calle. No puedo traer su casa hasta acá.

-Ese es un excelente razonamiento. Te diré algo: el universo no tiene límites y sus

misterios tampoco. Uno ve el punto donde se encuentra, pero no el otro. Posiblemente

haya lugares donde la distancia se pueda plegar como una hoja y así llegar al sitio donde

está el otro punto.

-¿Cualquier lugar puede ser?

-No, sólo lugares especiales.

La mandíbula casi me tocó las rodillas, del asombro que me causó esa frase misteriosa.

Se me ocurrió algo que me puso la piel de gallina.

Me di vuelta y caminé despacio hasta el mármol de la puerta.

Me paré encima y le dije:

-¿Este mármol puede ser un punto de partida?

Fernández largó una carcajada mostrando los dientes marrones del cigarrillo.

-Puede ser- contestó entre toses- Tal vez desde allí puedas viajar a otros

Mundos. Sólo tenés que usar tu imaginación.

Me quedé mirándolo confundido.

Estuvimos un rato sin decir nada. Miramos por la ventana y vimos pasar el Rambler de

Riso con la mujer al volante y él del lado del acompañante.

Y el relojero para embarullar todo un poco más agregó:

37
-Miralo a Riso en La Ronda. A lo mejor anda vestido así porque viaja por el espacio.

Quise hacerle tantas preguntas a la vez que me compliqué y quedé callado.

Si no se me achicharraron los sesos pensando en eso, quiere decir que tengo cabeza para

rato.

Informe de El Guardián de la Justicia

Al relojero no se le entiende nada.

Sabe algo pero se sigue haciendo el misterioso.

Por lo que entiendo, parece que la placa de mármol es un punto de partida,

que es un lugar de donde se puede viajar a otros sitios que se doblan, creo.

A lo de Bidarte no, porque queda acá, no en el espacio.

¿Y Riso qué tiene que ver? ¿Viaja por el espacio?

Cuando Fernández ha cerrado la relojería, he tratado de alzar a Flipper

para que entre conmigo en el mármol para viajar juntos. Pero me ha gruñido

y me ha mordido porque no le ha gustado que lo haya alzado y se ha ido

para casa muy enojado. ¿Algún Malo el cerebro le habrá licuado? (todo en

verso)

E. G. J.

38
La Ronda era un paseo de dos manzanas a la redonda a donde iba toda la gente del

pueblo vestida con su mejor ropa. Quedaba a dos cuadras de casa, pasando media de

“La Central”.

Nos saludábamos con los amigos, les dábamos vuelta la cara a los enemigos, y veíamos

a los más grandes cómo se arreglaban con las chicas que se cruzaban. Algunos fumaban.

La gente paseaba en coche, pero tan despacio que parecía que lo iban frenando. Era

lindo.

Decían que La Ronda existió desde que se fundó Siete Dolores. En ese tiempo las

mujeres giraban para un lado, y los varones para el otro y los grandes paseaban a

caballo.

En nuestra época al pasar por la tienda “Gómez”, que quedaba en la otra esquina de la

panadería, lo teníamos a Riso, un individuo que parecía un maniquí salido de una

propaganda.

Usaba zapatos blancos brillantes, pantalón a rayitas blanco y negro. En verano o

invierno un saco que no me acuerdo de qué color, guantes blancos, bastón con una bola

blanca en la parte de arriba que

parecía de billar. En la cara se ponía tanto maquillaje que por lo resplandeciente

pensábamos que tenía luz propia y unos bigotes colosales teñidos de amarillo oro. No

recuerdo si se pintaba los labios pero sí que el pelo era un engrudo duro como si se le

hubiera caído un frasco de mermelada en la cabeza, también color oro. Se ponía en la

cabeza un sombrero de hongo que se cambiaba en combinación con el resto del

atuendo. Ahora me acuerdo, usaba ropa diferente todos los días, pero combinada.

Fuera del horario de La Ronda Riso era un tipo común y corriente que trabajaba en el

correo.

39
Estaba casado con una mujer grandota, tetona, de pelo largo negrísimo, que se la

pasaba agitando las llaves del auto y riendo sin ton ni son. Esperaba a que Riso

terminara de estar parado y se lo llevaba en el Rambler.

Las cinco o seis horas que duraba La Ronda permanecía en la más absoluta inmovilidad.

Si de casualidad decía algo, eran palabras sueltas.

Las personas de afuera iban a verlo como si fuese una atracción turística.

Para que la cosa fuera más rara, no salía en las fotos.

Venía todo el mundo, hasta chinos y japoneses, que no sé qué diferencia tienen. Y todos

venían a verlo y a sacarle fotos. Después cuando las revelaban Riso no aparecía, aunque

jamás se movía ni se daba cuenta de que lo retrataban.

El lugar donde estaba él, todo borroneado. La gente de alrededor, bien.

Algunos decían que justo ahí pasaba algo con la luz. Si él no estaba todas las fotos eran

normales.

Los chicos pensaban que podía ser una especie de ángel o diablo.

La gente decía cualquier cosa, hasta que era un marciano. La mayoría no le daba

importancia. Salvo los turistas. Parecía que les gustaba que no saliera en las fotos,

porque le sacaban como mil.

Ganas de gastar fotos decía yo.

La cuestión es que para saber cómo era Riso había que verlo.

O escuchar los cuentos de la gente que lo vio.

Informe sobre Riso:

Todos piensan que Riso está loco.

40
Porque se viste raro, siempre está duro, y si alguna vez habla, nadie sabe

qué quiere decir.

Pero hoy me ayudó.

Cuando pasé después de dar la primera vuelta a La Ronda me hizo chau con

la mano, y cuando paré a mirarlo, me dijo:

Él: “El que las hace las paga.”

El Guardián, que soy yo, lo entendió así:

“Dejaste escapar a los del sótano y tenés que solucionarlo”.

Yo: “No fue mi culpa, fue por un movimiento sísmico”

No me hizo caso (tampoco me dijo qué quería decir movimiento sísmico).

En la próxima vuelta, me dijo:

Él: “Al cortarle la cabeza muere la yarará”

El Guardián entendió:

“Para acabar con todos los malignos debés matar al Hombre de

Los Ojos Verdes”

Yo: “Pero soy muy chico, ¿podré?”

Riso ni siquiera sonrió. Su cara seguía como la de un prócer de cuadro.

Y en la última, dijo lo siguiente:

Él: “Doce en punto.”

El Guardián entendió:

41
“Andá a las doce de la noche al punto de partida `Casa Bianchi´ y allí

sabrás lo que hay que hacer para acabarlos”

Otra cosa que descubrí:

Él estaba parado en un mármol más grande que el “Casa Bianchi”. El suyo

tenía la inscripción “Casa Gómez”.

Le pregunté:

Yo: “¿Este es otro punto de partida?”

Pero Riso dejó de hablarme.

No me despedí porque estaba quieto y mirando a la nada como un muñeco.

E. G. J.

XI

Cuando volví de La Ronda pasé por la relojería.

El chiquito Fernández me llamó para conversar desde la puerta de la casa que quedaba

al lado.

Estuvo un rato hablándome del palomo de la abuela. A cuento de nada me dijo:

-Mi papá me está enseñando a arreglar un reloj, pero no doy pie con bola. ¿Querés

verlo?

Y sin esperar mi respuesta entró a la casa a buscarlo.

Salió con un reloj despertador antiguo, grandote, pintado de azul con dos campanas en

la parte de arriba.

-Es lindo- le dije por decir algo.

-Si querés te lo regalo, porque no anda, pero sirve para jugar.

42
Ahí me pareció más lindo.

Le agradecí y me lo llevé para casa.

Yo vivía en la calle Rivadavia cuarenta y nueve.

Para llegar había que seguir una cuadra más de la relojería y doblar media hacia la

izquierda.

Era una casa bastante fea, “finita y larga como escupida de músico” decía mi hermano

Juanchi, y tenía razón. Era de esas casas-chorizo que les decían, porque tenía todas las

habitaciones ubicadas una detrás de otra. Salvo la nuestra que quedaba arriba.

En mi familia éramos siete: seis personas y Flipper.

Cuando papá nos retaba, Flipper lo mordía. La ligaba Flipper, también. Hay que ver lo

bravo que era ese perro chiquito. Se enfrentaba con todo el mundo, hasta con perros

gigantes que lo podían haber comido de un solo bocado.

Pero lo que mejor hacía era protegerme.

Organizábamos peleas para hacerlo enojar, porque cuando veía que alguno me pegaba,

se le iba encima a morderlo. En cuanto bajaban las manos, él se quedaba tranquilo,

como si le apagaran el botoncito de “enojado”.

Una tía mía, Karachi, a quien con el tiempo le perdí el rastro, dijo: “Es cruza con

pomerania”. A partir de ahí, pasó a ser un perro de raza.

No le gustaba que lo acariciara. Me entendía todo lo que le decía y como sólo sabía

ladrar jamás me interrumpía.

Nos llevábamos espectacularmente bien. Adonde yo iba me acompañaba para cuidarme.

Cuando yo entraba en un lugar me esperaba en la puerta.

Papá era médico y trabajaba todo el día. Cuando llegaba a casa por la noche,

cansadísimo, mamá le decía:

-Choro, retá a esos chicos.

43
Y él, que no entendía nada, nos decía sin levantar el tono de voz:

-Chicos- o -Tráiganme la fusta.

Cosa que nadie hacía porque era para fajarnos. Todo quedaba en la nada. Mamá se

ponía furiosa.

Nunca me dijo que me quería o cosas por el estilo. Decía que yo era inteligentísimo.

Eso me ponía ancho.

Una vez que llovía, me fue a buscar a la salida de la escuela para que no me mojara.

Creo que fue la única. Yo iba a segundo grado. Le mostré el cuaderno con una nota de

“¡Felicitado!” que me había puesto la maestra en una redacción. Cuando la vio, gritó:

-¡A la flauta!

Jamás recibí de alguien otro elogio semejante.

Mamá era una mujer lindísima. Una vez que íbamos con ella en tren a Moreno donde

vivían la tía Pochi y la abuelita Carmen le dije:

-Sos la mujer más linda de todo el tren.

Se emocionó y me abrazó, pero en ese momento, le cayó una gota en la cara, y después

un chorrito. Era de un frasco de kinotos en almíbar que llevaba de regalo adentro del

bolso, al que yo rompí cuando lo sacudí a la baulera.

Se pasó el resto del viaje lavando la ropa del bolso en el baño del tren. Y retándome,

por supuesto. Yo no sabía si llorar o reírme.

Mis dos hermanas eran completamente distintas. Pulún, mayor que yo, era amable,

callada, educadita; Silvina en cambio era una india.

Pulún a la noche nos leía cuentos a los otros tres.

A veces parecía medio boba. Una vez en su pieza estaba prendiendo y apagando la luz

del velador. Cuando le pregunté qué hacía, se incorporó y me contestó:

-Creía que el velador no funcionaba, y era que yo tenía los ojos cerrados.

44
Era bobísima. Pero era la única de los cuatro hermanos que en la escuela le iba bien.

Llegó a ser Escolta Suplente de la bandera. Nosotros para nivelarla, le escondíamos los

cuadernos y los libros. Un día estaba estudiando, la atamos a la silla, la cargamos así

hasta la despensa y la dejamos encerrada.

Hasta papá se enojó esa vez.

Además le gustaba leer, igual que a mí. Para los cumpleaños siempre nos regalábamos

libros, pero no los intercambiábamos, porque ella leía libros de mujeres y yo de varones.

Hacía todas cosas buenas: iba a misa, ayudaba en la cocina, siempre estaba peinada y

con una vicha blanca, hablaba poco y jamás estuvo en penitencia.

Pero creo que cuando casi se incendió el desván fue porque ella había estado fumando.

Silvina era todo lo contrario. Parecía el negativo de la foto de Pulún, y encima rubia,

con pequitas y ojos verdes. Si a todo eso se sumaba que era la más chiquitita, teníamos

un angelito de verdad.

Y tremendamente chupamedias, cuando mandaban a hacer algo, ella iba corriendo. El

abuelo Juan le decía “La Voluntariosa”. Los demás queríamos cortarla en pedacitos y

enterrarla viva.

Porque de angelito o de voluntariosa, no tenía nada. Era rebelde, machona, boca sucia,

mal contestada, robaba juguetes en el kiosco, lideraba los grupos cuando nos

peleábamos con los de otros barrios. Enfrentaba a papá

con contestaciones que daban vergüenza. Y lo peor de todo era que todos los chicos del

barrio y de la escuela, querían andar con ella. A todos les decía que sí, y se armaban

cada dos por tres, peleas impresionantes, con palos y dientes volados. Como todos eran

chiquitos, nadie sabía bien qué se hacía con una novia, salvo pelearse con los demás

para defenderla, y ella como si nada.

Yo le preguntaba:

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-¿Ese te gusta?

Y ella me contestaba

-Ni loca

Y cuando le decía:

-Entonces ¿para qué te metiste?- Respondía:

-Para joder, mirá qué pelea fenomenal se armó, ¡Ja!

No me explico cómo no la embocaban a ella.

A mí todo eso me ponía bastante celoso. Los que no eran novios de Silvina, me

hablaban de ella para molestarme. Tardé mucho en avivarme que no me tenía que

calentar.

Juanchi era el mayor, ágil, deportista, y con tres años más de ventaja que yo. Siempre

me ganaba en todo, incluso, en las peleas. Pero yo, por supuesto, nunca me achicaba,

sobre todo, teniéndolo a Flipper de mi lado.

Todo lo que hacían en los circos a él se le antojaba y lo ensayaba. Hacía saltos mortales

para atrás desde arriba de la mesa, caminaba en la soga, lo adiestraba a Flipper a saltar

los portafolios de la escuela. Lo mejor de todo, eran las piruetas arriba del caballo en el

campo: montaba por atrás de un salto, se bajaba y subía con el caballo a la carrera,

galopaba parado en la grupa, le enseñaba a pararse en dos patas cuando le silbaba. Lo

más demente era pasarse por debajo de la panza del caballo para el otro lado cuando

galopaba. Yo a eso no lo vi hacer ni en el circo ni en las películas.

También tenía un humor descabezado, y el blanco perfecto era Tino, un hombre gordo

y grandote que nos llevaba al campo en carro.

Una vez, en el viaje, Tino se quedó dormido, y Juanchi le robó la gorra para ponérsela

atrás del caballo cuando bosteaba. En cuanto estuvo llena se la volvió a poner a Tino.

Fue un asco. Parecía un monstruo verde.

46
Despertó cuando llegamos y lo corrió con un rebenque por todo el campo.

Al final, Juanchi se tuvo que dejar pegar porque de lo contrario no comía.

En casa nunca cerrábamos con llave porque en Siete Dolores no existían los robos.

Entrábamos y salíamos sin que nos prestaran atención.

Cuando llegábamos muy tarde, mamá preguntaba:

-¿Dónde anduviste?

Y uno le contestaba

-Por ahí –que era lo mismo que no contestarle.

Con esa respuesta se terminaba el interrogatorio.

Cuando entré a casa con el reloj, nadie me hizo caso.

Fui directamente a mi cuarto y lo guardé.

Esa noche cenamos huevos fritos con papas fritas, mi cena preferida.

Después me fui a esperar que se hicieran las doce de la noche.

Como no sabía qué hacer me puse a escribir pensando en mi familia.

Informe de El guardián de la Justicia

A veces E. G. J. se enoja por la familia que le tocó, pero otras veces me

parece bien.

Hubiera sido mejor que yo fuera el más grande, porque ese

Juanchi, dice que cuando muera papá él va a ser el padre que quede, y nos

faja a cuenta.

Quisiera hacerle entender que si sigue así se lo van a llevar los Malos para

su bando, porque quieren chicos así, arrebatados.

Yo cuando duerme, me le acerco al oído y le digo despacito:

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-Quiero mucho a Toto… no debo pegarle… él es un Guardián y puede

terminar con mi vida... le tengo miedo…

Para que a la mañana cuando despierte, crea que soñó eso y me respete.

Pero no hay caso, es medio tarado.

El Guardián deberá partirlo en rebanadas.

Con Pulún está todo bien. Debo cuidarla muchísimo porque no sabe hacer

nada, salvo estudiar y ser buenita.

Silvina es una porquería, se hace la linda y me vive sacando la lengua. Se la

deberé cortar con algún rayo cósmico. Ella no es voluntariosa, se hace, que

no es lo mismo.

Además vive a los cascotazos, un día va a romper algo y se le va a armar un

lío.

Lo más difícil es vivir sin que nadie de esta casa y de afuera se dé cuenta de

la lucha que hay entre el Bien y el Mal, porque todos creen que sólo estoy

jugando.

Algún día, tendré que hablar con papá de todos estos asuntos, pero creo que

no me va a hacer caso.

Mejor no le digo nada, aunque si me cree, me podría ayudar muchísimo, y si

no, se me va a reír.

Pero capaz que hasta se pone contento conmigo y me dice:

-¡A la flauta!

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Y por último, a los que lean este informe, les tengo que pedir un favor,

díganle a mamá que no insista, a mí el tomate no me gusta.

E. G. J.

XII

Terminé de escribir y miré la hora. Ni siquiera eran las once.

Estaba tan ansioso que decidí salir igual.

Yo dormía en la cama de arriba de una cucheta que compartía con Juanchi, junto a un

ventiluz por el que veía los techos de chapa.

Para salir debí aguantar como media hora más a que todos se durmieran. Atravesé el

ventiluz y escapé por los techos hasta un terreno de a la vuelta.

Esa noche llevé el reloj del Flaquito Fernández.

Si alguien me preguntaba qué hacía podría responderle que lo llevaba a arreglar.

Por suerte no me preguntaron. Nadie me creería que andaba haciendo mandados a esa

hora.

La calle estaba completamente desierta.

Cuando llegué al mármol sentí un dolor en la panza y cosquillas en los pies, señal que

estaba nervioso.

Primero no me animé a subir pero no podía ser tan maricón.

Aguanté la respiración y salté al mármol.

No pasó nada.

Estuve un rato parado y nada.

Me senté en él y empecé a tocarme los dientes para ver si aflojaban. Todos mis

compañeros ya estaban cambiando los dientes desde hacía como dos años. Yo ni

siquiera tenía uno flojo ¡qué vergüenza!

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En eso estaba cuando sentí las campanadas del reloj de Rayo, uno gigante que había en

un edificio viejo de dos pisos. Y por supuesto el Flaquito Fernández me contaba sus

aventuras cuando subían con el papá a arreglarlo.

Aproveché las campanadas para poner en hora el reloj azul.

El palito de la alarma empezó a pegar en las campanas y a hacer un ruido infernal, capaz

de despertar a todo el barrio.

No duró mucho.

En seguida empezaron a moverse las dos agujas juntas como si estuvieran pegadas.

Se frenaron de repente a las seis y media. El tictac se seguía escuchando.

Dejé de mirar el reloj porque se había hecho de día y se empezó a abrir la cortina

metálica de la relojería.

En vez de salir el relojero salió otro tipo más flaco y alto que él, pero de la misma edad,

barbudo y en camisa pese al frío que hacía.

Tenía un aire de familia con los Fernández y creí que era algún tío.

-Hola- me dijo -¿vos sos hijo de Toto?

“¿Y a éste qué le pasa?”, pensé.

-No, yo soy Toto

-Si, claro, todos los hijos heredan los sobrenombres de los padres. Vos sos igualito a él.

¿Y qué es de su vida que hace tanto que no lo veo?- sin esperar respuesta miró el reloj y

dijo- yo a ese reloj lo conozco, se lo regalé a tu papá cuando éramos chicos.

Me dio tanta impresión que casi vomité.

Miré para la calle y vi un montón de autos rarísimos estacionados. Lo de Bosatta estaba

pintado de amarillo fuerte. “La Central” cerrada con el cartel roto y toda sucia.

Lo que vi después pareció sacado de un cuento de miedo: por la vereda una cosa

gelatinosa arrastrándose, dos gigantes monstruosos corriendo por el medio de la calle,

50
una especie de pulpo metiéndole una pata por la boca a una mujer que estaba sentada en

el suelo. Me dio un escalofrío.

Lo único que pude hacer fue señalarlos y decirle al tipo:

-¿Y esos?

-¿Esos qué?- me preguntó él sin ver lo que le estaba señalando.

Estaba tan confundido que sólo pude mirar el reloj azul.

Había empezado a funcionar pero con las dos agujas juntas hacia atrás.

Cuando estaban por llegar a las doce sentí que el cuerpo se me aflojaba.

Se escuchaban las campanadas del reloj de Rayo.

Reaccioné apretándome un diente con los dedos, como queriéndomelo sacar.

Oí los gritos de una vieja:

-Pobrecito, está dormido, ¿por qué no se lo llevan?

Era nuevamente de noche. Había un grupo de adultos rodeándome.

Antes que reaccionaran me paré de un salto. Salí corriendo en dirección al terreno

mientras escuché detrás de mí:

-¡Vení, no corras!

-¡Dejalo, irá a la casa!

Después sólo quedaron retumbando en la calle mis pasos de “Detective Tamangudo”

Trepé por los techos casi sin darme cuenta.

Entré por el ventiluz . Juanchi no se había despertado.

Quise escribir pero estaba tan nervioso con lo ocurrido que me acosté directamente.

A la mañana siguiente desperté sobresaltado.

Mi hermano ya se había ido.

Esperé un rato para tranquilizarme y en pijamas, nomás, empecé a escribir.

51
Informe de Guardián de la Justicia

Eso no fue un sueño.

Yo a veces escribo cosas que se me ocurren a mí pero lo de anoche no fue

una ocurrencia.

Riso me dijo que yo iba a aprender, y aprendí.

El Punto de Partida no me transportó a otro lugar, me llevó a otro momento.

Anoche pude ver a los Aparecidos y saber qué va a pasar dentro de mucho

si no los capturo.

No va a ser fácil.

Cada vez tengo más metido en la cabeza que soy un Guardián-Guardián, y

ahora también Guardián del Tiempo.

E. G. J.

XIII

Esa mañana me vestí entre asustado y contento. A la noche había tenido una experiencia

extraordinaria. Cuando pensaba en eso me venía un miedo desde adentro. Pero en casa

estaba todo igual y me daba una alegría enorme.

Me preparé la leche con las tostadas. Les hice el mate a mis viejos que todavía estaban

en la cama.

Después me puse un puñado de bolitas en el bolsillo. Me calcé el gorrito de

“Afanancio”, que era mi personaje de historieta preferido y usaba un gorro que le

tapaba los ojos. Lo llamé a Flipper para que me acompañara a lo Bidarte.

Todavía no tenía decidido si contarle o no a Tapón lo que me había pasado.

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Los Bidarte eran tres hermanos que vivían a la vuelta de casa, media cuadra antes de

llegar a “La Central”.

Su casa estaba atrás de lo de su abuela y no tenía timbre.

Uno entraba directamente sin anunciarse.

Flipper se quedó afuera a esperarme como hacía siempre.

El verdadero apellido era Bidart. Todos les decían los Bidarte para hacerlos más bravos,

pero en realidad eran salvajes nomás, no bravos.

Ellos ya sabían andar en bicicleta sin rueditas cuando yo en lo único que sabía andar era

en un carrito de tres ruedas con pedales. Y se me volcaba.

Todo el mundo los trataba con muchísimo cariño. Eso me daba un poco de celos.

Cuando yo estaba con ellos nadie se fijaba en mí.

Entre los chicos tenían fama de malos. En la esquina de Lauría, la librería de donde

salían a repartir los diarios a toda la ciudad, los chicos diarieros

los respetaban. Cuando pasaban por ahí todos se callaban. Eso me gustaba porque si yo

iba con ellos me respetaban a mí también.

Las habitaciones de los chicos daban al patio. Si querías ir al baño tenías que salir.

Yo sufría pensando que ellos en invierno se morirían de frío. Cuando se los decía se

empezaban a decir entre ellos: “Che, mirá, el Toto pregunta si no nos da frío. Este debe

ser medio mariconcito”. Y se reían descaradamente. Yo para no ser menos les decía que

a mí me hubiese encantado tener que salir al patio en las noches de invierno para ir al

baño.

Pero que lamentablemente tenía que ir todo por adentro.

Pero se seguían riendo.

Les gustaba hacer de todo menos leer libros o revistas, que para mí era lo mejor que

había en el mundo. Lo único que leían, aparte de las cosas de la escuela, era la revista

53
“El Gráfico”, que era toda de fútbol, comprada por Palito Forgue, un amigo del Guille,

para saber más de fútbol que ellos, pero a mí me daba risa, porque compraba las revista

para ganarles a los otros y después se la prestaba, y al final, sabían todos lo mismo. De

todas maneras, al Guille no podía ganarle porque éste se leía las páginas deportivas del

diario, y después no se lo pasaba a Palito.

El Guille era el más grande de los hermanos, un año mayor que yo. Fanático de Ríver y

uno de los mejores alumnos porque estudiaba cualquier cantidad.

Pero era terrible El Guille. Cuando salíamos de la escuela, bajaba naranjas de las

plantas y se las tiraba a los que iban distraídos por la vereda de en frente, les pegaba

siempre en la cabeza y los hacía saltar. Por eso había que ir del lado de él.

Además, tenía una puntería diabólica a la bolita.

La única vez que pude ganarle fue cuando se le cayó una y no se dio cuenta, y estaba

“quemando” a todas, y cuando vio esa me preguntó: ¿Es tuya?”, y yo, ni lerdo ni

perezoso, le contesté que sí. La quemó con la suya, pero como el partido era “de

mentiras”, me quedó para mí. Me la metí al bolsillo y salí corriendo. ¡Ja! Negocio

redondo.

El que no vio con buenos ojos el asunto fue el cura Miguel. Cuando fui a confesarme,

me retó como si hubiera asaltado el Banco de la Nación. Me mandó a rezar un

montón de padrenuestros y avemarías en penitencia, y a devolverle la bolita al Guille.

Los rezos los hice, pero a la bolita me la quedé.

Total ya había pagado el pecado con la penitencia.

El más chiquito era El Bachi, que tenía una cabeza descomunal, iba solito al jardín de

infantes. Cuando los demás en el barrio jugaban al fútbol él se quedaba conmigo

jugando a otra cosa.

A él no lo dejaban jugar porque era chiquito, y a mí, por patadura.

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Una vez lo acompañé al Bachi a lo de Fontana que era una cigarrería mayorista, o sea

que vendía de todo y mucho. Cuando entrabas, había un olorcito a chicle mezclado con

caramelo y chocolate que era para quedarse respirando todo el día.

El Bachi había llenado un álbum de figuritas. En lo de Fontana te lo cambiaban por una

pelota de cuero número cinco, que era lo máximo a lo que uno podía aspirar en la vida.

El problema fue que cuando entramos, Mercedes Fontana, que era la que atendía,

empezó a controlarlas una por una, porque tenían un número que debía coincidir con la

del álbum.

Primero arrancó sin compasión una que no correspondía, y el Bachi dijo: “Me habré

enquivocado”. A mí me dio un poco de tentación “enquivocado” en lugar de

“equivocado”, pero la situación no daba para comentarios jocosos.

Al ratito, le arrancó otra, y otra más, y a cada una, el Bachi, todo colorado, decía: “Me

habré enquivocado, me habré enquivocado”. Yo ya no aguantaba la risa.

Empecé a morderme la mano entre el dedo pulgar y el índice, y a resoplar para no

reírme.

Mercedes cada vez más enojada por la trampa, Bachi abochornado diciendo: “Me habré

enquivocado”, y yo divertidísimo.

Siete figuritas “enquivocadas”, le arrancó. Nos echó sin palabras. Sólo tuvo que señalar

la salida.

En el mismo acto de cerrar la puerta, largué la carcajada.

El Bachi me corrió a patadas hasta la puerta de mi casa.

El que era de mi edad, compañero de escuela, y amigo-amigo, era Tapón, gordo y

bajito, de ahí el sobrenombre.

Era medio bruto, pero el mejor tipo que conocí en mi vida.

55
Al futbol era buenísimo. Cuando gambeteaba, no había nadie que le pudiera sacar la

pelota; los demás, a lo único que atinaban era a pegarle patadas. Él tenía tanta polenta

que era como si nada.

Si jugaba él, los de su equipo tenían, si no el triunfo, al menos varios goles asegurados:

algunos los hacía él, otros los hacían porque él pateaba los centros, otros porque se

llevaba a los defensores que lo perseguían por toda la cancha, metía pases-goles, parecía

que jugaba de memoria.

Pero tenía una contra: cuando los partidos no eran en el barrio, no quería jugar si no me

ponían a mí en su equipo, así que yo, equilibraba.

Porque donde me pusieran, era un desastre: al arco, me lo llenaban de goles, de

defensor, me pasaban como parado, así que al final, me ponían de delantero, que no

hacía nada pero por lo menos, no estorbaba tanto.

Una vez jugamos con uno que se llamaba Pato, que no nos conocía.

Estaba encantado con nosotros, con Tapón por lo bien que jugaba, y conmigo porque

corría todo el tiempo. Pero como todos los demás sí me conocían, nadie me pasaba la

pelota, y él gritaba: “¡Pásensela a Toto, a Toto!”. Yo, como había uno que me tenía en

cuenta, más corría.

Hasta que Tapón le dijo “Es malísimo”.

Creo que después me la pasaron, no me acuerdo bien, pero la cuestión es que no volvió

a gritar por mí, el Pato.

Los Bidarte eran los únicos tipos que conocí que llamaban a los padres por sus nombres:

la madre, Alcira, y el padre, Fito.

Alcira nos vivía amenazando con que nos iba a agarrar con la zapatilla.

Cuando quedó embarazada por cuarta vez, los Bidarte estaban felices. Iban a tener otro

hermanito varón.

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La posibilidad de que fuera nena, no estaba ni contemplada, ni siquiera habían elegido

nombre de mujer.

Yo, para fastidiarlos, porque no podía ser que ellos no tuvieran hermanas y yo sí, les

decía: “¡Va a ser nena!”.

Ellos ni se molestaban, porque sabían que sería varón.

Al final nació Diego Bidart.

Al principio no era muy lindo, se veía arrugado, todo rojo y con caspa ente las cejas.

Eso podía pasar, y también que era todo flojo, se le caía la cabeza para el costado, como

si fuera un muñeco.

Lo que daba una terrible impresión era la parte de arriba de la cabeza, donde tenía un

agujerito tapado con piel, que Alcira decía “la mollera”.

A los Bidarte no solo que no les causaba rechazo, sino que hasta les gustaba tocársela.

Yo ni loco.

Como la madre decía que le podía hacer mal al nene, a mí me evitaba el mal trago.

A medida que fue creciendo se fue avivando más, ya no era tan blando, nos miraba, se

reía, hasta se puso lindo.

Un día Alcira me dijo:

-Diego es muy chiquito, hay que cuidarlo

Aunque no me dijo de qué, yo me imaginé.

Desde entonces, cada vez que iba, me quedaba al lado de él todo lo más que podía.

Informe de El Guardián de la Justicia:

En una casa de a la vuelta de la del Guardián, nació un bebé.

Con el Teniente Tapón y otros dos soldados, Guille y Bachi, debemos

protegerlo de los Malignos, por si quisieran robárselo para operarlo y

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ponerle branquias (que son las que usan los pescados para respirar) en lugar

de la nariz y así, fabricar un ejército de Malos en el fondo del mar, para

extender la maldad por todo el planeta.

Alcira debe sospecharlo, porque no lo deja solo.

Los chicos cada tanto lo llevan a dar una vuelta en el cochecito atado a las

bicicletas. ¿Eso no será peligroso?, yo veo que va dando saltos con el

empedrado. Pero parece que al nene le gusta, porque no llora y cada tanto,

se ríe.

Los Malvados deben vivir haciendo planes para atacarlo.

Yo tengo que estar atento y destruirlos.

Lo peor es que lucharé contra todos mientras los demás chicos jueguen

tranquilamente.

¿Lograrán esos seres maléficos matar al Guardián de la Justicia?

¿Podrá solo contra tanta maldad?

¿Qué nuevas peligros le esperan?

Aguanten, amigos, a que llegue el próximo episodio de…

¡El Guardián de la Justicia!

XIV

Lo primero que hacía siempre que entraba era preguntar:

-¿Y Diego cómo anda?

Y segundo por Tapón, o si lo veía, me iba a jugar con él.

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Pero esa mañana ni me acordé del nene. Fui directamente a contarle todo a Tapón.

Me creyó como si le estuviera contando un sueño o una historia inventada.

Me desesperé un poco porque no sabía cómo hacerle entender las cosas.

Para no enojarme cambié de tema:

-¿Y Diego?

-Lo debe haber llevado Bachi a la panadería- contestó

-Vamos a esperarlo afuera.

Salimos y lo encontramos a Flipper que nos ladraba y no sabíamos por qué.

Lo vimos llegar a Bachi arrastrando la bolsa del pan pero sin Diego.

Cuando le preguntamos por él nos respondió que no tenía ni idea dónde podría estar.

Y empezaron a decirse:

-Yo pensé que lo tendrías vos, no yo pensé que vos…

Esas desapariciones no asustaban porque había siempre tantos voluntarios para llevarlo,

alzarlo y tenerlo, que con algún familiar debería estar. Adelante vivían los abuelos con

las tías, en frente, al lado de lo Fernández, otro tío con la familia, sumados a los vecinos

que siempre se lo llevaban.

Pero a mí más me alarmaba Flipper que no paraba de ladrar. ¿Habría visto algo?

-Preguntemos dónde está y listo- les sugerí.

-Estás loco- me dijeron- si Alcira piensa que lo perdimos nos mata.

- Peor será perderlo

Acordamos buscarlo sin levantar sospechas.

Si no aparecía, preguntaríamos.

Recorrimos todos los lugares sin hacer preguntas.

Cruzamos la calle hacia lo del Tío de en frente.

Al llegar a la otra vereda, pasó algo extraño.

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Apareció un picaflor y voló hasta quedar frente a mí. Se frenó en el aire como si

estuviera colgado, haciendo un zumbido que no me molestó. Parecía que me miraba de

frente.

Fue tan rápido que los Bidarte no se dieron cuenta. En ese momento sentí que en la

mente se me formaban palabras:

Nadie más puede verlos

Entiendo lo que dicen

No llegué a ver para dónde se fue.

Cuando entramos a lo del tío lo encontramos durmiendo en el cochecito y nos

tranquilizamos.

Pero en seguida me pegué un susto bárbaro porque en un estante cercano a él, arriba de

un frasco de adorno, vi una especie de plastilina roja del tamaño de una mandarina que

se estiraba para el lado del chico.

-¿Qué es eso?- pregunté. Pero nadie me hizo caso.

Cuando la señalé se quedó quieta, y al acercarme saltó a la puerta entornada y escapó.

En el apuro volteó la tapa del adorno, que se hizo trizas contra el suelo.

-¿Cómo hiciste?-me preguntó Bachi

-¿Cómo hice qué?

-Tiraste la tapa con la mirada

-No vieron la plastilina…

-¿Qué plastilina?

No llegué a decir nada porque la tía nos sacó a la calle a grito pelado culpándonos de la

ruptura.

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Tapón agarró el cochecito de la manija y lo trajo con nosotros.

Afuera vimos a Flipper ladrándole a la copa de un árbol.

-Debe haber algún gato- dijo Tapón.

Los tres miramos hacia arriba. Los dos Bidarte por si veían un gato. Yo por si era la

plastilina móvil. Pero no vimos nada.

Bachi no me sacaba los ojos de encima. Además todavía le duraba lo del álbum.

-La tiraste con la mirada- repitió.

A la plastilina nadie la había visto.

Si yo insistía me iban a tratar de loco, y me acordé del bombero Moyano cuando

hablaba de los chalequitos.

-No, la tapa primero se movió, yo miré y después se cayó- y agregué- tal vez un

movimiento sísmico.

Pero la charla se interrumpió. Flipper ladraba con muchísima insistencia hacia las

ramas que estaban como a un metro encima del cochecito.

Volví a ver la plastilina que se descolgaba de una rama. Esta vez con forma de

serpiente toda borrosa y color remolacha se estiraba sobre Diego casi hasta metérsele

por la nariz.

Me dio frío.

Otro picaflor o tal vez el mismo de antes apareció de la nada. Se acercó velozmente a

Diego y empezó a libarle la boca y los mofletes.

Inmediatamente Flipper dejó de ladrar.

La plastilina se achicó como los bichos de los caracoles cuando les tocás las antenitas y

se perdió entre las ramas.

Yo no sabía si mirar al picaflor o a la plastilina.

Diego agitaba los bracitos, el colibrí daba marcha atrás y volvía a libárselos.

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El bebe estaba encantado, hacía con la boca como si se riera.

Después se fue.

Quedamos sin poder movernos de la emoción, hasta que Tapón preguntó:

-¿Por qué hizo eso?

Bachi respondió:

-Debe haber tenido azúcar en la cara.

Como explicación, bastante flaca, pero por lo menos se había olvidado de la mirada.

-No- dije- eso fue por otra cosa

-¿Qué otra cosa?- preguntaron los dos hermanos a la vez

Y sorprendiéndome de mis propias palabras respondí:

-Una protección.

Nos quedamos los tres mirándonos.

Pero Flipper rompió el silencio con nuevos ladridos.

La plastilina bajó de nuevo pero esta vez por las ramas que estaban más alejadas de

nosotros.

Los demás seguían sin verla.

Hasta Flipper que le ladraba, yo me daba cuenta que no la veía, aunque no sé si la olía o

la escuchaba, pero ladraba para el lugar donde estaba sin enfocarla bien.

Cuando estuvo toda en el suelo, se hizo forma de pelota y empezó a rodar hacia la

esquina de la relojería.

Flipper dejó de ladrarle. Paró las orejas apuntando hacia donde había bajado.

La plastilina cruzó la calle.

Siguió derecho por la vereda del Mercado Viejo.

El mercado era un paredón con tres puertas de madera, una siempre cerrada, otra que

daba a un boliche donde entraban gauchos a tomar vino, jugar a las cartas y a ponerse

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un escarbadientes en la boca, y por último la de la verdulería de Fosatti, que quedaba

justo en frente a “La Central”.

Siguió rodando hasta llegar a la entrada de la Galería “San Martín”, y allí entró.

-¡Acompañame a la galería!- le grité a Tapón.

-Si- respondió-pero que Bachi se vaya a casa con Diego.

-¡Flipper, andá con ellos!- ordené.

Mientras corríamos lo oímos protestar al Bachi.

XV

A mí me gustaba el nombre de la galería porque le habían puesto el del mejor prócer

que teníamos.

Según el libro de lectura San Martín cruzó la cordillera a caballo blanco.

Pero papá que sabía todo dijo:

-La cruzó un poco en mula y otro poco en camilla porque estaba enfermo. Cuando le

pregunté lo del caballo blanco me contestó:

-El caballo del libro es más lindo, pero lo que te digo yo más heroico.

La galería era un pasillo largo con locales de los dos lados.

Los locales eran comunes, no diría que lindos, pero no tenían nada de malo.

Una vez me llevó mamá a comprar zapatos a uno de ellos y discutían con el vendedor,

que se llamaba Turioni, porque ella le decía que los que vendía tenían no sé qué

problema.

El tipo los comparaba con los míos y mi vieja le decía: “Pero esos son unos tamangos”,

y él le contestaba:”Sí, pero fíjese que los tamangos…” No me acuerdo la discusión en sí

en qué terminó. Lo fastidioso para mí era que mis zapatos, los únicos que tenía, fueran

considerados “Los Tamangos”. Una cosa era que me dijeran los Mene “Detective

63
Tamangudo”, y todos nos riéramos, y otra muy distinta era la forma en que decían “Los

Tamangos”, como con asco, mi vieja y el zapatero.

Otro local que daba a la calle era una juguetería, “Cotillón Wendy”, nombre raro: lo de

“Wendy” se entendía, la del cuento, pero ¿cotillón qué querría decir?

Lo que tenía de bueno el cotillón era que vendían cosas para los cumpleaños: velitas,

moldes para tortas, de todo.

Una vez mamá compró un molde que era la cabeza de un conejo para el cumpleaños de

mi hermana Pulún. Estuvo toda la tarde renegando porque se le salían las orejas de

lugar. Cuando por fin llegó el cumpleaños, Pulún delante de todas las amigas, dijo: “Esa

torta es de coco, no me gusta”. Nadie la probó.

Me dio lástima mi vieja.

Al fondo de la galería había un sitio siniestro: “El Altillo”. En casa nadie quería hablar

de él.

Era un lugar demasiado oscuro, y la gente entraba como tapándose, parecía un lugar

secreto.

Además, había algo muy raro: no entraban chicos. Era toda gente grande.

Abría sólo de noche, porque el dueño, a quien jamás habíamos visto pensábamos que

era el “Hombre De La Noche” porque no podía ver la luz del día.

Y en esa galería entró rodando la masa que parecía una plastilina.

Tapón corría tras de mí y preguntaba:

-¿A dónde vamos?

No perdí tiempo en contestarle pues no quería perderla de vista.

Todos los locales estaban cerrados con las luces apagadas. Parecía una cueva oscura.

Entramos sin dudarlo, y llegamos hasta el fondo, donde estaba la puerta de entrada de

“El Altillo”.

64
Aunque estábamos casi en penumbras, la vimos entornada.

Pensé que era el único lugar donde podía haberse metido las plastilina.

-Entremos- dije

-¿Estás loco?-

- Después te lo explicaré mejor, pero aunque no lo creas, esto tiene que ver con lo que te

conté de anoche, con Diego y con la tapita rota en lo de tu tío.

Mientras pasé la puerta, lo sentí que decía como para sí:

-Este Toto está loco.

Ni bien entramos nos encontramos con una escalera empinada que conducía arriba. Y

allí fuimos.

Desembocamos en un lugar grande, que ocupaba la parte superior de todos los locales

de adelante. Estaba iluminado sólo por unos focos verdes y rojos, que ocultaban más de

lo que alumbraban.

En las paredes había dibujos horribles de gente abriendo la boca como para gritar.

Para completar el cuadro siniestro, un olor a cigarro apagado que volteaba.

Entramos escondiéndonos, pero como no había nadie, nos aflojamos un poco.

-Acá no hay nada, rajemos- suplicó Tapón.

- Vamos a ver detrás del mostrador

A esa altura, yo ya sabía que las cosas más interesantes estaban detrás de los

mostradores.

Encontramos un hueco bien redondo en el piso con un caño al centro.

Pensé que el caño era para tirarse agarrado, como el que quería que tuvieran los

bomberos. Pero le salían escalones de madera colocados corridos uno debajo del otro.

Desde arriba, en conjunto, se veían como un caracol.

A los de más abajo no los alcanzábamos a ver.

65
Los bajé mientras oía que Tapón rezongaba pero me seguía.

VI

Descendimos unos cuantos escalones, más de los que habíamos subido en la otra

escalera. Calculé que estábamos debajo de la galería.

Llegamos a un lugar del que no podía saber su tamaño porque estaba oscuro.

-¿Qué hacemos acá si no se ve nada?- fue la pregunta obligada de Tapón

-No se

Hablábamos en voz baja como si alguien durmiera.

De repente se encendió una luz e hizo que ambos pegáramos un salto.

Pero por suerte no llegaba a iluminarnos, porque daba en el centro de un lugar inmenso,

donde sólo había una silla con algunas cosas encima.

Nosotros quedamos en un rincón a oscuras.

Sentimos una voz fuerte de hombre mayor que dijo:

-¡Acérquense todos especialmente tú!- dijo hablando de “Tú” como en las películas.

-¿Nos habla a nosotros?- murmuró Tapón

No supe qué contestarle.

En seguida apareció en el centro de la luz un petiso en camiseta musculosa. Supuse que

sería un viejo como de cuarenta años, porque era canoso, con los pelos parados como

pirinchos.

-¡Rac!- gritó - te estoy esperando

En eso apareció en la luz la cosa que vi en casa de los tíos Bidarte.

De a poco fueron apareciendo otras parecidas.

Ahora eran de la altura nuestra, pero cambiaban todo el tiempo de forma.

66
Me hacían acordar cuando uno hace muñecos de barro y los aprieta, aplasta o estira todo

el tiempo.

La diferencia era que éstos con cada forma se ponían de un color distinto

-Aún no puedo verte- dijo el Petiso

Yo pensé:

“Si lo tiene al lado”.

Pero en seguida sacó un par de anteojos que estaban sobre la silla.

Se los puso y dijo:

-Ahora sí te veo.

Eran unos anteojos raros, grandotes y con los vidrios como pintados de blanco. Parecían

de juguete.

Empezó a mirarlo de frente.

-¿A quién está viendo?- preguntó Tapón

-¿No los ves?

-No

Me dí cuenta que el Petiso los veía gracias a los anteojos.

-Espera-dijo el Petiso- también debo oírte.

Y se puso como una especie de pompones grises en las orejas sujetos por la parte de

atrás.

-¿Qué pasó?- preguntó el Petiso – ¿por qué me sacaste de mi siesta, si sabes que es

sagrada, que si llegara a enojarme os abandonaría y perderíais todo contacto con la

especie humana?

En ese momento la cosa de adelante que debía ser Rac, se le acercó. Intentó tomar la

forma del petiso. Hasta le apareció una camiseta, pero en seguida volvió a ser esa cosa

extraña.

67
-Vengo a pedirte ayuda- dijo y su voz salió como si hablara con una corneta.

-¿Por qué?- preguntó de nuevo el Petiso.

Esta vez no estaba tan enojado.

Su voz sonó como preocupada.

-Alguien me ha visto- dijo Rac

El Petiso se puso más derechito de golpe.

-¿Quiere decir que alguien tiene lentes traductores? Me dijeron que sólo existía este par.

-No- lo interrumpió Rac –me vio directamente.

-¡Eso es imposible!- gritó el Petiso – los humanos no pueden ver a los naas, aunque

muchas veces vosotros lo creáis.

Hablaba como en las películas, y llamaba naas a esas cosas raras.

-Esta vez no hay dudas- dijo el naa – hasta quiso tocarme.

-¿Cuándo?

-Cuando estaba por sacarle la exhalación a un bebé.

-¿Entonces evitó que tuviera la muerte súbita?

-Si

El Petiso hizo un silencio.

-¿Quién es?-preguntó después

-El chico que entró al sótano- dijo.

-¿Ese chiquito?

Yo sentí un nudo en la garganta, pero tragué para no largarme a llorar

-A además- dijo tartamudeando- ha viajado en el mármol.

-¿Hacia dónde?

-Hacia adelante

-¿Cómo puede ser que un chico tan pequeño haya podido viajar hacia adelante?

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-Nadie lo había hecho antes-contestó Rac

-¿Pero se sabe quién es o dónde vive?

-Lo estamos investigando.

-Debemos atrapar a ese chico, yo me ocuparé personalmente.-concluyó el Petiso.

Yo estaba tan nervioso que me dolía la cabeza.

Lo escuché a Tapón que me dijo:

-Estamos acá escuchando a un petiso loco con anteojos de payaso, los oídos tapados y

que encima habla sólo. Yo me voy a casa porque tengo que hacer mandados.

Lamentablemente levantó la voz, y el naa que estaba más cerca lo escuchó.

Se volvió hacia nosotros, aunque no vi que tuviera ojos, y pegó un alarido como de

chancho cuando lo están degollando.

El Petiso se sacó los pompones de los oídos.

Le grité a Tapón:

-¡Andate!- y él ni lerdo ni perezoso salió rajando por la escalera.

Yo en cambio, pensé que debía hacer algo heroico, como San Martín.

Corrí hacia el petiso que no me miraba, creo que por los anteojos que todavía llevaba

puestos.

Era tan bajo que llegué con mi brazo hasta su cara. Se los arranqué de un tirón.

Todos los naas que serían como seis o siete, daban alaridos y gritaban:

-¡El chico! ¡El chico!

Y mezclados con sus gritos, el Petiso empezó también:

-¡Me quedo ciego! ¡Apaguen la luz que me quedo ciego!

Debo haber subido las escaleras y corrido a mil, porque cuando quise acordar, ya estaba

afuera.

Lo encontré a Tapón detrás de un auto, todo agitado y mirándome como para matarme.

69
Yo dentro de todo estaba bastante contento. Tenía los anteojos y se los daría a Tapón

para que pudiera ver los naas.

Pero él estaba tan enojado que en cuanto me puse a tiro, me sacudió una trompada con

toda su fuerza, que era mucha.

Yo para atajarme, sin darme cuenta puse las manos con los anteojos traductores.

Y Tapón los hizo bolsa de una piña.

En ese momento, pelear con Tapón hubiese sido suicida por dos razones: una que me

hubiera molido a palos, y otra que si llegaban a aparecer el Petiso y los naas, nos

hubieran matado a los dos.

-¡Vamos a escondernos a la panadería!- le grité.

-¿Por qué?-preguntó él que no se había dado cuenta del peligro en el que estábamos.

-Porque el Petiso viene corriéndonos armado- mentí.

-Devolvele los anteojitos y chau, son de él.

No podía perder más tiempo en conversaciones, de modo que salí corriendo, y por

suerte, Tapón me siguió.

Insólitamente la única clienta que había en la panadería era mi hermana Silvina.

Casi ni la miramos.

Vi por las vidrieras que los naas salieron de la galería como si los hubieran tirado con

un balde. Pero el Petiso no apareció.

-Se quedó adentro –dijo Tapón.

Y sin darme tiempo a que le dijera algo, salió a la vereda.

Inmediatamente lo rodearon sin tocarlo. Algunos le imitaban la forma.

Yo no sabía qué hacer. Por un lado tenía terror de que me mataran, porque había visto

que me conocían y querían atraparme. Por otro no podía dejar a mi amigo aunque haya

querido pegarme, sólo entre esas criaturas.

70
Aguanté la respiración y tomé impulso para salir. Pensaba salir gritando para ver si los

espantaba. Si no, Dios diría.

Me dí cuenta que como Tapón no los veía ellos aprovecharon para estudiarlo bien.

A medida que caminaba, ellos lo rodeaban como si fueran cachorritos de colores. Hasta

parecían buenos.

Confié en que no le harían nada porque no lo habían visto adentro.

No me equivoqué.

Se dijeron algo entre ellos que no pude entender.

Después se fueron en distintas direcciones.

Yo de los nervios estaba agitado y con un nudo en la garganta.

Quedé un rato espiando por la vidriera.

Me dio la sensación de que alguien me miraba la nuca. Pensé que sería Silvina.

Cuando me di vuelta la encontré sentada en el mostrador riéndose con Rosita y Basilio.

Pero entre las carameleras del costado salió la Enana sonriéndome de una forma que los

ojitos se le cerraban detrás de sus anteojos como lupas.

Traía algo que le entraba justo en sus dos manos gordas

--Tengo algo para vos.

En seguida estiró los bracitos y me dio una caja del tamaño de una mano grande con

forma de cofre, negra y roja, y en el frente, una combinación de letras que se

acomodaban moviendo unas rueditas a los costados de cada una.

-Se abre formando una palabra que tenés que adivinar- me dijo, y me la dio.

-¿Qué tiene adentro?- pregunté

-No puedo decirte, pero te va a servir- y agregó:

-Ahora no intentes abrirla. Esperá el momento.

- ¿Por qué a mí?

71
- Porque creo sin temor a equivocarme que sos el indicado.

-¿Puedo mostrársela a mis amigos?

-Mejor guardá el secreto- y agregó la misma frase que le oí al relojero-Todo forma parte

del mismo secreto.

Si yo hubiera sido un chico que decía malas palabras, hubiera gritado

“¡A la Mierda!” pero como buen educado, me quedé en silencio aunque los ojos se me

pusieron redondos del asombro.

-Vamos para casa- me dijo Silvina mirando el cofre

Las manos se me pusieron frías y me dieron muchas ganas de hacer pis.

Debía salir sin demostrar miedo.

En cuanto estuve afuera sentí una voz de corneta que venía de arriba del toldo:

-Ya salió, prepárense para atacarlo.

Miré hacia ahí y los vi asomados por un costado

-Cuidado- gritaron – tiene el cofre de la Enana.

-Avisémosle al Contacto Humano.

Bajaron del toldo haciéndose finitos y largos.

Se fueron rodando a la Galería San Martín.

-Te corro una carrera hasta casa- le propuse a Silvina así me iba corriendo y de paso no

le daba tiempo a que me preguntara nada.

No me acuerdo quién ganó.

Informe del Guardián de la Justicia

Esto es serio.

72
Yo empecé estos informes como jugando, pero ahora tengo que hacerlo de

verdad. Si no puedo contarlo, al menos lo escribo, total, llamándome “El

Guardián de la Justicia”, nadie se aviva de quién soy.

Hasta había dicho en chiste que a Diego querían robarlo sin saber que al

final evité que tuviera una “Muerte Súbita”.

No sé cómo será, pero la muerte es la muerte. Y te la regalo.

También conseguí los “Anteojos Traductores”, que sirven para ver naas,

pero debo arreglarlos con cinta tranflex porque se rompieron en un

accidente.

Pero tengo miedo de que me descubran. Podría esconderme por un tiempo.

Creo que lo mejor será pedirle a mamá que me deje ir unos días a la casa

de la abuela Delia.

El Guardián de la Justicia

XVII

Mamá no se sorprendió cuando le pedí permiso para ir a lo de la abuela.

Además estábamos de vacaciones y en la escuela me había ido bien.

Me pidió que armara mi equipaje.

Lo hice y volví en seguida a decirle que ya estaba listo, y ella al verlo, empezó a reírse

de lo que había preparado.

En el bolso sólo puse el cofre de la Enana y los anteojos traductores rotos.

La abuela Delia era la mejor persona del planeta.

73
Siempre nos regalaba muchos juguetes que venían en una caja grandota.

Nosotros los sacábamos, los dejábamos en cualquier lado, y nos poníamos a jugar con la

caja: la usábamos de auto, de casita, de caparazón de tortuga. Era más extraordinaria

que los juguetes.

Vivía con el abuelo Juan, en una casa quinta que quedaba al otro lado de la vía.

La casa, estilo inglés según la propia abuela, era inmensa.

Quedaba tan alejada que no tenía ningún vecino a la vista, la mayoría estaba del otro

lado de la vía o muy lejos de allí.

Tenía las habitaciones de las tías y de papá cuando eran chicos. A mí me gustaba la de

papá, con las paredes llenas de banderines, y una lámpara que tenía un águila de hierro

forjado.

Hasta el baño era lindo, con un lavatorio antiquísimo. Cuando nos enjuagábamos las

manos, la abuela nos decía: “Fabrican chocolate”. Hasta lavarse era una delicia.

Siempre odié la siesta, excepto en lo de la abuela, que nos despertaba con postres, risas

y adivinanzas.

A mí, antes no me gustaba la miel, y allí aprendí a comerla, porque la abuela un día me

preparaba dos tostadas de mermelada y una de miel, y al día siguiente, al revés. Al final,

la miel resultó riquísima.

Y a la noche, salíamos a cazar bichitos de luz para largarlos en la habitación donde se

quedaban iluminando todo el tiempo.

El abuelo Juan nos enseñaba a reconocer las estrellas: “Las Tres Marías”, unas más

chiquitas arriba de ellas que se llamaban “El Puñal”, “La Cruz del Sur”, “Las Siete

Cabritas”, y los satélites, que eran estrellas que pasaban moviéndose.

Delante de la casa, había flores de todos colores, cada una con su olorcito, a mí el que

más me gustaba era el de los narcisos.

74
A un costado, tenía una glorieta, que era como una cueva llena de plantas, donde la

abuela nos contaba unos cuentos fantásticos.

En el fondo, lo mejor: el gallinero, donde corríamos gallinas, hacíamos esculturas de

barro, y nos ensuciábamos de lo lindo.

Una vez, corriendo al gallo bataráz que era casi tan alto como yo, me caí y me clavé el

tronco de un maíz. Y lloré, por supuesto. Papá me saco una astillita con una pinza, y

asunto acabado. Pero a mí me seguía doliendo, y quede ahí, en una silla, con un juguete

en la mano.

Sin querer, las lágrimas se me caían solas. Cada adulto que pasaba, me decía: “¡No

llorés más que no tenés nada!”.

A la noche desconfiaron y me llevaron al hospital.

Papá, junto con una enfermera, me sacaron una astilla como de dos centímetros que

tenía clavada.

La enfermera me la dio envuelta en una gasa toda ensangrentada.

Creo que después les dio un poco de remordimiento haberme retado tanto.

Otra cosa que tenía de bueno lo de la abuela era que se llenaba de primos y tíos con los

que nunca nos veíamos.

Había una prima, Gabrielita, que me tenía enamorado, pero como éramos primos, jamás

le dije nada porque era pecado y nunca me animé, y me da vergüenza hablar de eso.

Aparte, yo quiero contar la vez que fui para esconderme del Petiso de Camiseta y los

naas.

Cuando llegué esas vacaciones, la abuela se dio cuenta de que algo malo me pasaba.

-¿Te clavaste otra astilla?- me preguntó.

Intenté reírme pero no me salió.

-Abuela ¿en esta casa hay sótano?

75
-No, había uno pero como se inundó, lo tapamos.

Respiré aliviado y cambiamos de tema.

Ella me dijo:

-Esta noche, dormirás en la habitación de tu papá y te contaré un cuento de “Las mil y

una noches”.

Aunque sabía leer bien y me gustaban los libros no le dije nada. En ese momento quería

ser sólo un chiquito, que la abuela me leyera cuentos y que a la mañana me llevara el

desayuno a la cama.

Yo siempre trataba de no llorar porque era cosa de maricones, pero esa noche en mitad

del cuento que no sé ni de qué se trataba, empecé despacito, para que ella no se diera

cuenta. En seguida dejó el libro y me abrazó sin preguntarme ni decirme nada.

Estaba tan calentita, que primero lloré un poco, después más fuerte, y al final me quedé

dormido.

A la mañana siguiente le conté todo.

Informe del Guardián de la Justicia:

Hay una persona que conoce mi secreto: es la abuela Delia, quien juró no

revelarlo jamás. Pudo leer algún informe y dijo que le parecieron muy bien

escritos para ser yo tan chico.

Lo que no sabe ella, es que yo soy un guardián de seiscientos años.

Pero no debo preocuparme porque se trata de una persona de mucha

confianza, que además me felicita por cumplir una tarea tan importante.

76
Cuando le cuento lo del sótano, la relojería y el altillo, me guardo muchas

cosas que dan miedo, porque se puede asustar y hacerle mal, con lo viejita

que es.

Ella me muestra un galpón lleno de tesoros de gran valor, y me pide que si

los naas quieren robarlo, lo defienda, y de paso los ordene cosa que hago

rápidamente para clasificar los tesoros.

No me parece que sean cosas que a los naas les interesen, yo los ordeno para

hacerle caso a ella.

La abuela dice que quedó bien, y me da un arma de madera fabricada por el

abuelo, que usó mi papá cuando era chico.

Dice la abuela que él también fue Guardián, pero me cuesta creerlo porque

cuando cumplo Misiones Justicieras a la hora de la siesta, se pone hecho una

furia y pega alaridos para que me calle. Asusta a cualquiera menos al

verdadero Guardián de la Justicia.

También le muestro el Cofre de la Enana, y le hablo del código de las nueve

letras que tengo que poner para que se abra, que yo ya probé con

AAAAAAAAB, AAAAAAAAC, AAAAAAAAD, y así hasta llegar a

AAAAAAACZ, pero es aburridísimo, y ella me dice:

-Probá poniendo “LACENTRAL”.

Lo pongo y se abre como de milagro.

Es adivina, la abuela.

77
Adentro del cofre sólo hay caramelos, y yo me quedo medio desilusionado,

pero la abuela me dice que son caramelos con poderes especiales, que si uno

los come, en seguida se siente bien.

Pero lo extraño es que el naa y el Petiso hablaban del cofre como de un Gran

Tesoro, no como una cajita de caramelos, que seguro la Enana me regaló

para que deje de afanarle los que están tirados en la panadería.

Junto con la abuela, cumplimos una M. A. R. (Misión de Alto

Riesgo): Es de noche, volvemos del almacén donde la abuela me compró un

chupetín Topolín, con un gorilita de sorpresa.

Cuando cruzamos la vía encontramos en el medio un señor tirado. La abuela

le grita:

-¡Levántese y vaya para su casa que está por pasar el tren!

El tipo le contesta:

-Me golpearon la cara los murciélagos y se me suben arañas por el cuerpo.

La abuela me dice:

-Este hombre está borracho- pero yo pienso que puede ser cosa de los naas,

que quieren sacarle la exhalación, que debe ser como un vapor, y provocarle

una muerte súbita.

El señor no se levanta. Se ve la luz del tren, y la abuela me dice llorando:

-Totito, por Dios, ayudame que lo va a pisar el tren.

78
El tren toca un pito que suena muy fuerte, seguro que nos han visto.

Y yo, con mi coraje, valor, y fuerza, logro correrlo.

Con un poco de ayuda de mi abuela.

Y pasa el tren, haciendo muchísimo ruido y echando viento.

Después para y bajan los señores a ver si ha pasado algo Como está todo

bien, se van.

Después aparecen otros vecinos y entre todos lo llevamos a la casa.

Y lo salvamos.

Es una aventura más de… ¡El guardián de la Justicia!

La segunda noche fue mucho más movida desde el momento que el abuelo Juan salió a

comprar no me acuerdo qué al almacén.

Tardó bastante en volver. La abuela empezó a preocuparse.

-Vamos a tener que ir a ver qué le pasa a tu abuelo.

En ese momento escuchamos un llanto en el parque de la casa.

“Una llorona” pensé, “me descubrieron”.

La abuela me gritó:

-¡Rápido, Toto, vienen a robarnos, apagá las luces que llamaré por teléfono a la policía!

Le obedecí inmediatamente. Ella no llegó hasta el teléfono.

El aparato se encontraba debajo de una ventana, junto a una estatuilla de un perro

ovejero.

Antes de que levantara el tubo, el vidrio de la ventana se hizo añicos y el teléfono se

elevó y salió disparado por el hueco.

79
Como la casa quedó a oscuras, yo pude ver por la ventana una llorona y una pollera

que baila sola, que iban y venían, acompañadas por algunos naas que se movían entre

las plantas.

Fui hasta la habitación de papá.

Tomé el cofre del bolso.

Sabía que para ellos el cofre era importante. Si se los daba, nos dejarían tranquilos.

Me subí a la mesita del teléfono e intenté abrir la ventana

La manija estaba muy dura y me tuve que asomar por el vidrio roto.

-¿Qué estás haciendo?

La abuela me sobresaltó con la pregunta

-Me asustaste, abuela, por favor, mirá para afuera.

Se asomó.

-No veo nada- dijo.

Me acordé de los anteojos traductores. Corrí a buscarlos al bolso.

Estaban muy rotos, pero seguro que servirían.

-Abuela, fijate si podés ponertelos. Con ellos podrás ver bien.

No dijo nada que parecían de juguete, ni que estaban rotos, simplemente se los puso y

sosteniéndoselos con las dos manos, miró.

-Virgen Santa- dijo- ¿qué son?

-Me buscan a mí.

Me miró con cariño y me dijo:

-Perdoname, hijo, yo no te creía.

Pero no le hice caso.

-Voy a sacar el cofre, tal vez lo lleven y se vayan.

-Cuidado con los vidrios, nene.

80
Eso era lo que tenía mi abuela, estábamos solos en una casa que quedaba lejos del resto,

rodeados de seres fantasmales, que nos habían robado el teléfono y seguramente querían

matarnos, pero no dejaba de decirme “cuidado con el vidrio, nene”.

Me sentí un poco ridículo, enseñándoles a esos monstruos un cofrecito de caramelos

pero fue lo mejor que se me ocurrió.

Ya los naas habían trepado a las otras ventanas y alguno entrado a la casa.

Cuando saqué por entre los vidrios rotos las manos con el cofre, apareció la llorona con

cara de llanto y enojo. Quedamos enfrentados.

Ella en vez de agarrarlo cambió la cara de mala por una de terror más horripilante, y

gritó:

-¡Cuidado, tiene el cofre!

Pensé que tendría miedo a que le tirara con caramelitos y en medio de la situación

desastrosa me dio un ataque de risa.

La llorona lo interpretó como que yo tenía todo controlado.

-¡Va a abrirlo! ¡Va a abrirlo!- gritó desesperada.

Y salió como despedida corriendo hacia la oscuridad.

Yo pensé “O estos le han errado de cofre o tiene unos poderes impresionantes”.

Me volví con el cofre hacia los naas, que empezaron a pegar sus gritos de chanchos

degollados.

Más pánico tenían ellos, más carcajadas daba yo, y más rajaban.

Ellos esperarían que yo les tuviera miedo, o por lo menos respeto. Pero semejante

diversión terminó por espantarlos.

Pero se me cortó la alegría de golpe cuando llamé a la abuela y no me contestó.

Entre la oscuridad y el silencio empecé a desesperarme.

Sentí un quejido de mujer que venía del lado de la cocina.

81
Fui hacia allí y con la poca luz de la luna que entraba por la ventana, vi a la abuela en el

suelo con un naa encima sacándole la exhalación.

Le grité:

-¡Si no la dejás abro el cofre y ya sabés lo que va a pasarte!

Tenía tanto miedo de que le hiciera algo que le pegué con el cofre.

El naa soltó a la abuela y salió gritando

-¡Me tocó! ¡El cofre me tocó!- y desapareció no sé por dónde.

No quedó ninguno.

La última en irse fue la Pollera que aprovechando el vientito se fue bailando despacio

hacia el cielo lleno de estrellas.

Pero la abuela quedó tirada en el suelo, y yo sin fuerzas para levantarla.

Al rato llegó el abuelo y se asustó con todo lo que vio.

-¿Qué pasó?- preguntó.

La abuela desde el piso le contestó:

-Entraron ladrones y se robaron el teléfono.

-¿Te golpearon?

-Si, me impresioné y no puedo respirar bien.

La llevamos con el abuelo a la cama Una vez allí, le pidió que fuera a buscarlo a papá.

El abuelo se fue en seguida.

-Poneme el ventilador para que me dé viento en la cara.

Le hice caso y se quedó como dormida.

Vinieron los de la ambulancia y se la llevaron a la clínica donde atendía papá.

A mí me dejaron en casa.

Mamá y el abuelo se quedaron con ella.

82
A nosotros, para no dejarnos solos, nos llevaron a casa de la tía Chiquita y el tío Piche,

y nos llevaron a cenar al Hotel Toscano. No me acuerdo qué comimos, pero de postre

pedimos el “huevo frito”, que era un durazno en almíbar que parecía la yema del huevo

y todo alrededor crema que parecía la clara, con manchitas de dulce de leche como si

fueran las partes quemadas.

Después nos quedamos a dormir en lo de los tíos.

Al día siguiente fuimos a ver a la abuela. Yo le dejé de regalo el gorila de plástico. Era

negro y pequeño, del tamaño de un soldadito, no tenía ninguna gracia, pero la abuela me

lo agradeció con una sonrisa que iluminó toda la habitación. Fue un agradecimiento

glorioso.

A la mañana siguiente, me despertó mamá con los ojos rojos de tanto llorar, y me dijo:

-La abuelita Delia se fue al cielo.

Primero pensé: “Ojalá se haya llevado el gorila”, y después me llegó un sentimiento de

tristeza inmenso, como si me hubieran vaciado por dentro.

La sepultaron en el cementerio. A mí no me dejaron ir.

Fue el primer amor que se me murió en la vida.

Hoy no tengo ganas de escribir informes ni nada. Estoy triste. Muy triste,

tristísimo.

XVIII

Los días que siguieron fueron un desastre.

En casa nadie hablaba más que lo necesario. Si querías jugar o hacer un chiste, los

demás te miraban con cara fea.

83
Ni siquiera televisión podíamos mirar. Encima que se veía siempre mal, aunque

pusiéramos la antena para Capital, Mar del Plata o Uruguay, en esos días lo taparon con

un trapo negro “por el luto”

Yo me la pasaba en mi cuarto mirando por el ventiluz que daba a los techos. Trataba de

pensar en cualquier cosa. Siempre terminaba en la abuela.

No podía sacarme de la cabeza que fue ella quien descubrió la clave del cofre y la única

en creerme sobre los Aparecidos.

Me desesperaba pensar que el naa la había matado por mi culpa, por haber ido a su casa.

La luna se reflejaba sobre las chapas de los techo dándoles el aspecto de un mar

congelado que nunca he visto pero me imagino.

Yo me los conocía de memoria. Como mi casa tenía patio chiquito, me la pasaba

jugando allí.

Los de casa se continuaban con lo de Masa que quedaba al este.

Era una antigua barraca de caballerizas y después había venido Masa.

Había puesto uno de esos lugares que vendían cosas viejas para la casa: vigas, chapas,

muebles, y les decían antigüedades (que era lo mismo, pero dicho de un modo más fino

para venderlas más caras, decía mi vieja).

Todo lo que alguien necesitaba, el viejo Masa lo tenía. Menos ganas de vender. La gente

iba, elegía algo y el viejo le decía cosas como: “Eso no está en venta”, o “Eso es mío”.

Todo tenía etiqueta del precio y el viejo loco no quería vender porque se encariñaba con

las cosas.

Pero había un secreto para comprarle. Había que ir cuando estuviera la mujer, que

siempre te pedía más que lo que decían las etiquetitas Al menos se iban con algo.

84
En casa había una terraza desde la que se veía todo lo de Masa, que era inmenso y el

viejo pululaba por todos lados con un pibito atrás suyo que hacía todo lo que el viejo le

decía. Cuando no tenía nada que hacer, el viejo le decía: “Pibe, enderezá esos clavos”.

El chiquito me miraba como pidiendo auxilio, pero yo no sabía qué hacer. Un día,

combinados con el chiquito, le robamos los clavos chuecos. Fue peor, el viejo empezó a

Gritar: “Faltan los clavos” y después: “Falta tal o cual cosa”, pero era todo lo que le

vendía la mujer, y al pobre pibe lo echó sin ninguna explicación.

A mí me pareció que fue lo mejor que pudo pasarle al chiquito pues no tuvo que

aguantar más al viejo.

En los techos de Masa había miles de palomas que estaban para que nosotros

tuviéramos entretenimiento siempre. Las espantábamos, capturábamos pichones para

darles de comer en el pico, les cortábamos las alas para que cuando les crecieran se

quedaran a revolotear entre nosotros. Lo mejor de todo: contemplábamos sus

espectáculos sexuales.

El resultado de tanta farra, eran los techos de lo Masa, íntegramente pisoteados.

Una vez mamá le dijo:

-Masa, ¿cuándo me va a combatir los murciélagos?

Y le contestó:

-Cuando usted me saque los chicos del techo.

Boca culo de pollo. Paliza.

En la medianera había un agujero en la pared por el que entraban millones de

murciélagos en el entretecho nuestro, que tenía un gran espacio.

Inundaban toda la casa con un olor asqueroso.

Papá ideó mil maneras de acabarlos: tiraba pastillas de gamexane, espolvoreaba en las

vigas DDT que por poco no lo mataba a él, ponía tachos para que se cayeran adentro,

85
lámparas portátiles para espantarlos con la luz, bolitas de naftalina. Nosotros nos

metíamos con el rifle de aire comprimido para bajarlos. Pero ellos siempre siempre

volvían.

Nunca me expliqué por qué no tapaba el agujero.

Los murciélagos terminaron ganándole por goleada.

Informe del Guardián de la Justicia

El guardián escribe un nuevo informe para decir que está confundido.

No sabe si su vecino Masa es bueno o malo.

He visto que tiene unas máquinas infernales. No puedo saber para qué las

usa. Si es bueno, pueden ser armas para luchar contra los naas. Si es

maligno, pueden servirle para freír gente que va a molestarlo con sus

preguntas.

Pero lo que más preocupa al Guardián es que siempre que lo veo me está

mirando con cara de malo.

¿Me habrá descubierto? ¿Sabrá que soy Guardián?

Deberé ser cuidadoso cuando suba a los techos a combatir Malos de otros

planetas, porque si me llegara a caer, lastimar o a quebrar un brazo, mamá

me matará. Y Masa me resucitará en una de sus máquinas para matarme de

nuevo.

Masa tiene cara de malo, pero el otro día me curó una rodilla que me había

lastimado y me prestó un pañuelo para limpiarme las lágrimas. Yo le hacía

86
creer que lloraba, para que me creyera un chico común y corriente.

Entonces, pareció de los Buenos. ¿Qué será?

El Guardián no sabe para dónde agarrar.

Firma: E. G. J., que a veces puede ser E. G. U., que quiere decir El Guardián

del Universo

Y esa noche salí por los techos.

Me sentía más sólo que de costumbre.

Trepé a la punta de la chimenea para saltar a lo de Masa, aunque podía ir por el otro

lado que no era peligroso. Pero el camino era más largo. Y como siempre, me dieron

esas cosquillas en los pies y el dolorcito en la panza que siento cuando estoy nervioso.

Salté por encima del precipicio que quedaba en el medio.

Era como de cien o cuatrocientos metros para abajo.

Si caía moriría. Pero no me importó.

XIX

Anduve por los techos de toda la cuadra.

Llegué a uno que nunca había visitado.

No era un poco inclinado como el resto. Estaba bien en pendiente hacia dos lados, con

la parte más alta en el medio.

En una de las chapas había una ventanita un poco elevada.

En realidad era de las que ponen en los techos para que entre luz, que se llaman

“tragaluz”, “entraluz”, o algo así.

El vidrio en el borde de abajo estaba trabado por una chapita.

87
La corrí con facilidad. Al deslizar el vidrio el tragaluz quedó abierto.

Yo solía meterme en los terrenos de toda la manzana y en las casas abandonadas sólo

para investigar.

El hecho que fuera de noche, el techo altísimo, y abajo todo oscuro, no quería decir que

mi curiosidad disminuyera.

Eso sí, la posibilidad de que hubiera naas ni se me ocurrió.

Al principio no vi nada, salvo un montón de oscuridad. De a poco me acostumbré a la

poca luz que entraba de la calle por unas ventanas enrejadas.

Debajo del techo había unos caños de fierro atravesados, que lo sostenían como vigas.

Si uno se colgaba de ellos podía llegar hasta un entrepiso y bajar allí pisando un cajón

grandote que había justo debajo de los caños.

Decidí bajar.

Lamenté no traer conmigo la linterna de Rafido.

Tenía la misma cantidad de curiosidad que de miedo.

Por las dudas, antes de bajar grité

-¡Hola!- por si hubiera alguien.

Miré bien todos los lugares donde metía los pies y las manos, para asegurarme el

camino de vuelta.

Llegué por los caños hasta el cajón y me descolgué sobre él.

En el entrepiso había cosas viejas, de las cuales sólo veía las que estaban más cerca de

mí.

Pensé que podía ser un galpón de Masa.

Encontré la escalera que llevaba abajo y allí fui.

Todo el piso estaba vacío y yo más ciego que la estatua de la vieja que sostiene la

balancita.

88
Cuando me acerqué a la pared del fondo, sentí un fuerte olor a humedad.

Me acerqué y pregunté:

-¿Aquí hay algún Hombre Humedad?

No quise tocar la pared por no ser mal educado, pero estaba seguro que allí había una

mancha.

Me acordé lo que había dicho el naa acerca de mí y lo repetí:

-Soy Toto, el chico que viajó en el mármol hacia adelante y tiene el cofre de la Enana.

-Y el que entró al Sótano sin permiso- sentí la misma voz rara que los de allá, y agregó-

y por lo visto, aquí también.

-Es verdad- le dije sin ponerme colorado- pero ahora es distinto. Aquella vez entré por

una apuesta, un juego. Pero ahora me buscan los naas y aparecidos. Y no sé qué hacer.

-Protegiste la vida de Diego. Nadie hubiera podido hacer algo por él.

-Pero mataron a la abuela- y casi llorando agregué- no debí ir a su casa.

-En la tuya hubieran matado a toda tu familia. Hiciste lo correcto.- y con un tono más

dulce añadió:- Vos no la mataste, y poco te faltó para salvarla.

Fue un flaco consuelo.

Tenía que hacerle muchas preguntas, y lo primero fue:

--¿Qué son los naas? ¿De dónde vienen todas esas apariciones? Porque lo que me dijo el

Hombre Humedad del Sótano fue un cuento para chiquitos.

-Los Hombres de Humedad sólo somos sombras, testigos de las acciones de los

humanos. Apenas podemos con las tareas que nos encomiendan, como los del sótano. Y

es verdad, somos demasiado viejos para dar explicaciones a los niños.

-Yo no soy un niño.

Hizo un ruido como de risa.

Después dijo:

89
-Claro que no. Sos “El Guardián de la Justicia”, el indicado para ponerlos a todos en su

sitio.

Ahora sí me puse colorado.

-¿De dónde sacó eso?

-Alguien que te quiere me lo dijo.

No me dí cuenta de quién podría ser, excepto…

No me animé a preguntarle.

Antes de irme le dije:

-Tengo derecho a saber a quiénes enfrento.

La frase “Tengo derecho”, siempre me daba buen resultado para que me dijeran las

cosas.

-Naa significa que no son nada, pero tampoco algo, son entes que pueden matar o copiar

a los humanos. Están aquí desde siempre.

Siete Dolores es el lugar desde donde quieren hacerse fuertes para llegar a todo el

mundo. Son como una enfermedad que comienza en un pequeño lugar del cuerpo y

luego se extiende al resto.

¿Y para qué los copian? - pregunté.

-Para reemplazarlos y convertirse en hombres malignos.

-¿Y andan sueltos?

-Lamentablemente teníamos encerrados a muchos hasta que alguien abrió la entrada al

sótano.

Miré para otro lado.

En un tono más débil, dijo:

-Mi tiempo aquí ya termina, me estoy secando. ¿Qué más querés …?

-¿Y los aparecidos?

90
-Son naas que se...-no le entendí el resto

-Pero le tienen miedo al cofre ¿por qué?

-… averiguarlo solo… secreto.

Otro más con los secretos.

Y por último dijo con una voz que apenas le entendí:

-Nunca vuelvas a este sitio.

Dejé de sentir el olor a humedad. Toqué la pared y estaba seca. La mancha había

desaparecido.

Hice el camino de regreso pensando en todo lo que me había dicho.

XX

Llegué a mi habitación y no pude dormirme.

Estuve todo el día siguiente pensando en el servicio del famoso cofre. Decidí volver al

galpón la noche siguiente a tratar de convencerlo que me lo dijera.

Cuando en casa todos se durmieron regresé al tragaluz.

En ningún momento pensé en la advertencia de “nunca vuelvas”.

Cuando llegué descubrí que el vidrio estaba abierto.

Supuse que lo habría olvidado la noche anterior.

Avancé por el caño hasta el cajón. Me descolgué sobre él. Al soltar el caño sentí que la

tapa se le rompía sin darme tiempo a saltar afuera. Y caí dentro, pero no tenía piso, y

seguí para abajo hasta el suelo, dando sobre unos fardos de paja.

Por suerte no me hice nada, aunque me dolían un poco las rodillas por la caída. Pero ni

me quejé.

Abajo estaba más oscuro. Esperé a que se me acostumbrara la vista.

91
Empecé a caminar. Dí con una pared y seguí tanteándola hasta que llegué a un rincón.

Seguí por la otra. A los pocos pasos toqué los barrotes de una reja que no estaba la

noche anterior.

Los recorrí y llegué a la otra pared. No había olor a humedad.

Me di cuenta de que estaba encerrado y se me sacudió el cuerpo.

Pensé que debería quedarme toda la noche y me imaginé la boca de mamá cuando me

encontrara. Paliza asegurada.

-Ya cayó- sentí decir a la voz de corneta que conocía bien.

- Como pájaro en trampera.

Escuché risas como de ardillitas, si es que las ardillitas se ríen.

Empezaron a aparecer naas de todas partes. Esta vez, tenían como una luz fosforescente,

como la del Niño Jesús del pesebre de casa. Iluminaban un poquito el galpón.

Primero quise gritar, pero nadie me escucharía.

Recordé la noche en casa de la abuela, cuando lo que peor los puso fue mi forma de

enfrentarlos a las carcajadas.

-Ustedes no saben lo poderoso que soy- dije sintiéndome cómico.

-Dijo el canarito- gritó uno, lo que motivó nuevas risas.

Y empezaron a cambiar de formas, a acercarse y alejarse mostrándome dientes, caras

feas cubiertas de moco y cuerpos de gigantes malhechos, para darme miedo y asco.

Yo quería reírme pero más parecía un llanto que una risa, porque estaba asustado.

Hasta que me dí cuenta de que no tocaban la reja ni la traspasaban, así que me sentí,

dentro de todo, bastante seguro.

-¡No les tengo miedo, no les tengo miedo!- gritaba mientras recorría la jaula, saltaba y

hacía piruetas para darme coraje.

Mi maniobra fue efectiva porque se hicieron chiquitos y se quedaron quietos.

92
Pero no fue por mí, sino que de un rincón empezó a entrar una luz más fuerte y todos

hicieron “¡Oh!”

Entre la luz, ingresó como flotando, un grandote vestido de negro, con capa y sombrero

de mago. El Hombre de los Ojos Verdes, tal cual lo había imaginado.

Dirigiéndose a los naas preguntó:

-¿Cómo lo capturaron?- tenía voz de altoparlante.

-Anoche montamos guardia en el parque Peñoñori. Lo vimos venir aquí y hoy le

tendimos la trampera por si volvía.

-¿Y tú quién eres?- me preguntó mostrándome los ojos totalmente verdes.

-Toto- le respondí sin demostrarle el miedo que tenía.

-¿El famoso Too-Too?- y mirando a los naas, les gritó-¿Esta rana con pelos es quien

tiene a toda la Comunidad del Embrión preocupada? Pues mírenme descuartizarlo a mí

mismo y luego verán cómo aumenta mi poder.

Lo de “rana con pelos” me encantó, y empecé a reírme a las carcajadas. Ya no sentía

tanto miedo.

Mis risas lo desconcertaron y yo aproveché para decir.

-Mírenme a mí descuartizarlo a él. No verán aumentar mi poder porque ya tengo el

máximo- y todos volvieron a decir “¡Oh!

Pensé: “Ja, Totito… Si me viera mi viejo”.

Pero en realidad, estaba perdido. Nadie sabía dónde estaba, ni vendría a ayudarme. Ni

siquiera tenía el cofre para asustarlos.

Y me acordé del cofre.

Y se me ocurrió un plan:

93
-Lo voy a descuartizar a él y a todos ustedes. Yo sabía de esta trampa- mentí- pero soy

tan valiente que vine igual- y mirándolo al Hombre le dije –No mandé a otros a que

vengan en mi lugar.

Los naas empezaron a decir:

-Es verdad.

-No mandó a nadie.

-Es valiente

Yo tenía ganas de decirles: “No. Soy tarado”.

El Hombre vio que estaba perdiendo puntos, y me preguntó irónico:

-¿Y cómo harás? ¿Nos sacarás la lengua y nos harás pito catalán?

Miró al resto buscando risas cómplices, pero los otros estaban callados.

Tenía que aprovechar ese momento, y les dije haciéndome el misterioso:

-Vine yo porque les tendí mi propia trampa. En este momento mis amigos están en mi

pieza con el cofre y en cuanto les dé una orden mental, van a abrirlo.

El Hombre me miró con una cara que espantaba, y me dijo:

-Los humanos no tienen comunicación mental

-¿Querés comprobarlo?

Y me preparé como para hacer un número de magia.

Los naas empezaron a acobardarse. El Hombre interrumpió mi actuación.

-Un momento- dijo- ¡Raa-Aac! –llamó.

Se acercó un naa, y por el nombre me acordé del que había querido matar a Diego.

-Mira por el ventiluz de su pieza si están los amigos. Y si no hay nadie lo freiré

lentamente.

Rac trepó rapidísimo y despareció por el tragaluz.

94
Se hizo un silencio pesado. Yo empecé a sentir ganas de hacer pis, pero del miedo que

tenía. Sabía que vendría Rac a decir que no había nadie, y chau mundo.

Entonces, aprovechando que el Hombre no me prestaba atención, saqué el pito. Lo

empecé a mear pensando que mis últimas palabras serían “muero contento hemos

meado al enemigo” imitando al sargento Cabral.

Mi meada tuvo un efecto extraordinario porque le quemó la pierna. Hasta le salió

humito.

Pero fue peor porque pegó un grito y me dijo:

-Ya te mato. No esperaré a Raa-Aac.

Y yo empecé

-Muero contento…

Y en eso apareció Rac:

- ¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Hay una nena con el cofre!

Hubo una espantada general.

Los naas se hicieron planitos y pasaron por abajo del portón. El Hombre les gritó:

-Esperen. Son mentiras. No se hablan con la mente.

Pero él tampoco estaba muy seguro. Se iluminó de nuevo y se fue al rincón. Pero antes

de desaparecer me dijo:

-Igual voy a matarte

Juntó las manos e hizo una especie de aplauso pero al revés. Y me arrojó un

chisporroteo que me golpeó en el brazo izquierdo que puse para protegerme la cara.

Sentí un dolor terrible. Las chispas rebotaron y cayeron sobre unas pajas del piso y

empezó a quemarlas.

Después se fue.

95
Yo en la desesperación para apagar el fuego, le tiré más paja encima. Pero más se

prendió.

El brazo me dolía tanto que no podía moverlo. Lo tenía como muerto. Y yo soy tan

zurdo que con el otro no sé hacer casi nada.

Miré la reja y pensé: “Si pasa la cabeza, pasa todo el cuerpo” y empecé a meter la

cabeza entre los barrotes para ver si encontraba a uno que pasara. No quería pensar en el

dolor y gritaba:

-¡Vamos lagartija con pelo!

Al fin encontré uno al lado de la pared, y pasé apretado.

El galpón se prendía velozmente.

Cuando subí al entretecho, las llamas ya se asomaban por el agujero de la trampa del

cajón. Pero yo igual tuve que ir y subirme pisando los bordes con cuidado de no

quemarme. Cuando toqué el caño ya estaba caliente.

Me costó mucho trabajo trepar sin poder usar un brazo. Mientras lo hacía sentí la sirena

de los bomberos. Pensé “Suerte que no están escuchando cuentos”.

No sólo se me hacía difícil trepar por lo del brazo, también el humo se me metía en la

nariz y me hacía toser. Los ojos se me llenaban de lágrimas.

Y todo se iba para el tragaluz.

Llegué y subí más despacio que la noche anterior.

Antes de irme cerré el vidrio, a ver si se avivaban que había sido yo el del incendio.

Además nadie me creería lo de los naas.

Cuando llegué a mi habitación me la encontré a Silvina afanándome caramelitos del

cofre.

XXI

96
Al verme entrar por el ventiluz de al lado de mi cama pegó un salto. Cuando vio detrás

de mí las llamas que salían del galpón puso cara de susto.

No llegó a decir nada porque apareció Juanchi a los gritos:

-¡Fuego, fuego, se incendia un galpón!

Nos agarró a cada uno del brazo y nos llevó abajo.

A mí me agarró del brazo quemado y pegué un grito.

Me lo miró y preguntó:

-¿Qué te pasó?

Para verlo tuve que levantarlo y noté que ya podía hacerlo.

Entre el codo y la mano tenía unas heridas como las estrellas “Siete Cabritas” rojas y

brillantes del tamaño de lunares.

No recuerdo qué le contesté, pero con el incendio mis heridas quedaron olvidadas.

Abajo nos estaban esperando los demás y nos fuimos todos afuera.

En la calle había un lío bárbaro, con gente amontonada, carros de bomberos, sirenas.

Pocho Mene con un traje blanco daba indicaciones señalando con un dedito de la mano

derecha y la izquierda en el bolsillo. Al final, algo hacía.

Yo pensé: “Todo por querer apagar el fuego con paja”. Pero nunca dije ni media

palabra.

Papá entro de nuevo a casa y salió con el cuadro del título de médico.

Se lo dio a Tito Angelinetti diciéndole:

-Teneme, si se incendia todo, que esto se salve.

Pero me pareció bastante exagerado, porque entre el fuego y casa estaba lo de Masa que

era enorme.

Papá y mamá estaban preocupados y no sabían qué hacer para sacarnos de allí.

97
Aunque era de noche, decidieron llevarnos a los más chicos a la última función del cine

“Gloria”.

Hablaron con el dueño Ferrer, un tipo alto, pelado y con unos anteojos que parecían dos

televisores.

Nos dejaron viendo una de guerra que nos leyó Pulún, con japoneses que a la gente le

tiraban bombas encima y quedaban las botas solas con los pies adentro. Eso daba más

impresión que el incendio.

Lo lindo fue que la película estaba toda cortada, y en cada corte la gente silbaba y

gritaba:

-¡Ferrer ladrón, devolvenos la plata!

Y zapateaban en el piso de madera que sonaba como si se fuera a hundir.

En esos momentos entraba un acomodador con la linterna. Era petiso, pelado y con unas

orejas como de azucarera.

El público gritaba más:

-¡Oreja de Chicle!- y le tiraban caramelos “media hora” y pastillas “renomé”.

Antes del final se prendió la luz y apareció Ferrer. Se paró delante de la pantalla y dijo:

-Señores, vayanse a dormir que la película terminó.

Casi le destruyen el cine. Tuvo que salir tapándose la cabeza con las manos.

Llegamos a dormir cuando el fuego se había apagado.

El galpón quedó negro y con olor a quemado.

Al entrar a mi habitación, vi el cofre en la camita de abajo.

Me acosté con él para tratar de entenderlo. Ponía LACENTRAL, lo abría, y lo único que

tenía eran los caramelos, que no mataban a nadie.

Llegó Juanchi. Se acostó y apagó la luz, como siempre, sin preguntarme si quería

tenerla prendida.

98
Me quedó el reflejo de afuera que era poco.

Pensé:”Qué bueno sería si este cofre estuviera iluminado”, y para entretenerme puse

con las rueditas la palabra ILUMINADO. En seguida el cofre se encendió como un

velador.

-¡Apagá esa luz, anormal! – me gritó mi hermano que siempre me decía cosas así.

Yo estaba tan sorprendido que sólo acerté a meterme debajo de las frazadas con el cofre

luminoso.

Me pasé un rato largo prendiendo y apagando el cofre al mover las ruedas.

Después me aburrí y lo dejé para dormirme.

Mi último pensamiento fue lo que le dijo el naa al Hombre:

-Anoche lo vigilamos desde el parque Peñoñori.

Me desperté diciendo:

-Están en el parque.

XXII

El parque de los vecinos Peñoñori estaba pegado a casa y era fenomenal. Tan grande

que tenía toda clase de árboles. Nos servía para jugar. Como estaba lleno de vegetales

grandes, lo mejor era “La escondida”.

Otra cosa que estaba buena era tirarse panzazos encima de las plantas. Había que

hacerlo cuando la madre de Rafido Peñoñori no nos miraba.

Tenían una tortuga grandota en el parque. Decía Rafido que había sido de su abuela

cuando era chica. Calculábamos que tendría más de cien años. Una vez Guille se le paró

encima y empezó a hacer pis. Parecía la estatua de una fuente.

Hasta hacíamos campamento en el parque en una carpa de él. Dormíamos cinco, y a la

mañana temprano había que abrirla porque los olores eran inaguantables.

99
Los Peñoñori, eran los ricos del barrio.

Un día Peñoñori le quiso comprar la casa a papá “para voltearla y hacerles una pileta a

los chicos”. A él le dio tanta rabia que no se la vendió aunque el otro le ofreció una

fortuna.

La casa era inmensa y llena de cosas caras. Eso era lo único que diferenciaba a Rafido

del resto.

Cuando todos andábamos en carrito de rulemanes hechos de cajones de manzanas, él

tenía uno rojo que el padre le mandó a hacer en una carpintería con asiento acolchado y

todo.

El padre era el Intendente y eso nos daba aires de importantes: éramos los Amigos del

Hijo del Intendente. Aunque el Intendente a veces no le daba mucha importancia a las

andanzas del hijo. Cuando vino el Presidente de la República, se veía al padre en el

palco de la plaza con él. El pobre Rafido anduvo con todos nosotros “hecho un croto”,

según mi vieja indignada. Yo le dije:

-Si estaba vestido como todos.

Puso la boca de culo de pollo y me contestó:

-Si, pero él es el hijo del Intendente, por lo menos que tuviera puesta una corbatita.

Papá estaba contento con tenerlos de vecinos.

Cuando pusieron en la puerta de casa el primer poste de luz de mercurio de todo el

pueblo, que daba una luz impresionante y juntaba escarabajos que nosotros pisábamos

de a miles, papá dijo:

-Es la suerte de vivir al lado del Intendente.

Había una vecina, Isela o Gisela, que tenía una planta de kinotos detrás de un paredón, y

para entrar a robarlos debíamos trepar por la reja de al lado. Cuando estábamos en lo

100
mejor, el Bachi, que por ser tan chiquito no pudo subir por la reja, empezó a gritar a

cogote pelado:

-¡Señora! ¡Los chicos le afanan las mandarinas!.

Y la vieja llamó a la policía.

Como estábamos con el hijo del Intendente, lo único que pudieron hacer en vez de

meternos presos, fue ayudarnos a bajar.

Encima a Rafido se le enganchó el pantalón con la reja y estuvieron como una hora

para sacarlo.

Los kinotos quedaron para Isela.

Rafido tenía una hermana mayor, Virginia, lo más parecido a una muñeca que he visto

en mi vida. Era bastante mayor que nosotros. Su voz era tan suavecita que cuando

hablaba parecía que cantaba una canción de cuna.

Otros dos hermanos más chicos, Ángela y Santiaguito, al que cuando hablaba no se le

entendía nada. Para decir: “Yo me llamo Santiaguito”, decía: “Ayo amo Aíto”.

Rafido siempre era dueño de lo mejor. Si nosotros cazábamos pájaros y los poníamos

en jaulitas, a Rafido le hacían una pajarera con vidrio en la parte de arriba. En ella

entraba un árbol entero. Y le compraban canarios.

Yo una vez le regalé un pajarito que se estaba por morir. En la pajarera de Rafido

revivió. Se ve que encima de ser bárbara curaba a los enfermos.

Él no tenía problemas en compartir todas sus cosas con nosotros. Entrábamos a su pieza

y revolvíamos los juguetes, leíamos sus libros, y tomábamos la leche que nos preparaba

Chola, una vieja criada que vivía protestando pero hacía unas cosas riquísimas. Me

acuerdo de la torta de piñones.

Chola hacía todo. Y eso que tenía más de ciento cincuenta años.

Nunca supimos si la madre de Rafido sabía cocinar o preparar la leche.

101
XXIII

Esa mañana me levanté con el cofre en la mano.

Ya tenía parte del secreto del cofre descubierto. Ponía la palabrita y aparecía lo que

querías.

Si quería luchar contra los malignos debía tener armas. Porque llegaría un momento que

se avivarían que la amenaza del cofre no era nada, y ahí me matarían sin pena.

Me pasé el desayuno investigando el cofre.

Puse “ARMAS” pero me sobraron letras y no pasó nada. Tenían que ser palabras de

nueve letras.

Puse “ARMARMEEE” y también, “QUIEROARM” y tampoco.

Así estuve casi hasta el medio día que emboqué “ARMAMENTO” y el cofre se abrió.

Pero en vez de aparecer un fusil o un revólver, o un cuchillo, o cualquier tipo de arma,

apareció una maquinita de echar flit, como las que se usan para matar moscas. Era toda

de bronce resplandeciente. Linda pero inútil.

La agité por si tenía líquido y si, estaba llena.

Le tiré a una mosca del patio, pero no le hizo ni mu. No supe de qué otra forma

probarla. Eso no podía ser todo el armamento para pelear contra los naas y los demás

seres, porque si los mataba sería de risa.

Lo único que me quedaba era ver si en el parque había alguno y tirarle líquido con la

flitera como si fuese un mosquito.

A lo mejor era un veneno para naas y los derretía o algo así.

La llevé al parque. Salté la puertita del costado como hacíamos siempre para entrar. Ni

bien entré me encontré con un naa sobre una planta. Antes que reaccionara, le tiré con el

líquido.

102
No me atacó porque creyó que no lo había visto. Simplemente se secó lo que le había

caído y siguió como estaba. Parecía que le hubiera tirado agua bendita.

Me fui a casa pateando una piedrita con el gorro de “Afanancio” echado para atrás.

Cuando estaba a punto de saltar la puertita para salir, el naa se avivó que el que lo había

rociado era yo, y me gritó con su voz de corneta:

-¡Too-Too, el de las Siete Cabritas en el Brazo, seré yo quien te mate!

Y dale. Todo el mundo quería matarme.

Como lo único que tenía en la mano era la flitera, le apunté con ella.

-Ja – rió- eres tan bobo para pensar que soy un moscardón y me matarás con flit.

Pero yo en el afán de rociar todo, también mojé una rama seca que había en el piso, que

inmediatamente se transformó en algo así como una espada tan alta como yo. En vez de

ser recta como toda espada, tenía como puntas que le salían por los bordes. Quedaba

como un espinazo de pescado pero con la cabeza para el lado del mango.

Pensé que no podría levantarla, pero me resultó liviana. Además me dio una sensación

de valor que nunca había sentido frente a algún fantasmagórico.

El naa se acercó convertido en cocodrilo con alas. Primero se frenó un poco al ver la

espada. Pero debe haber pensado igual que yo que no podría levantarla. Se me vino

encima furioso. Al ver lo fácil que la movía se fue para atrás e hizo algo increíble.

Cambió de cocodrilo con alas a un cuerpo de humano de mi altura.

Le fue apareciendo ropa como la mía. Luego mi cuerpo, mi pelo, mi cara.

Y por último me dijo

-Ahora yo soy Too-Too.

Y salió corriendo hacia la puertita. Antes de saltarla se resbaló en un charco de barro,

pero se paró, saltó y desapareció.

103
Me quedé sólo en medio del parque con esa tremenda espada en la mano. Tenía más

sensación de repugnancia que de otra cosa.

Aunque se había ido le grité:

-Vení a pelear, así termino con todos ustedes de una vez- pero no volvió.

En eso oí abrirse una de las ventanas de la casa Peñoñori.

Me acerqué y la vi a Virginia cambiándose. Al verme se tapó y me miró avergonzada.

Yo le pregunté:

-¿Viste el ser maligno que espanté?

Y quise mostrarle la espada, pero era otra vez una rama seca.

-¡Qué ser maligno ni qué ocho cuatros! ¡Mandate a mudar de acá!

Al decir eso me señaló la salida y se le cayó un poco la remera con que se tapaba.

Yo igualmente no la miré, pero me puse colorado y me fui más rápido que ligero.

En la vereda me encontré con mis huellas de barro que entraban a casa. Pero eran del

naa. Corrí detrás de él.

Cuando quise entrar me encontré con la puerta cerrada, cosa extraña porque siempre

quedaba sin llave.

La puerta era doble con vidrio y cortina. Para mirar hacia adentro había que poner el ojo

por el costado.

Me vi con mi vieja y mis hermanos. Nadie se dio cuenta de que no era yo sino un naa

que me había copiado.

Como no pude entrar por la puerta de casa, fui por lo de Masa.

Ahí siempre entraba y salía gente. Mis hermanos y yo lo hacíamos constantemente para

buscar pelotas y juguetes que se nos caían.

104
Ya sabía de memoria cómo pasar a casa. Debía pisar primero la canilla, después los

huequitos en la pared, agarrarme de la canaleta hasta llegar a la terracita, y de ahí a mi

habitación. Esta vez me costó un poco más porque traje la flitera y la rama conmigo.

Nadie me vio entrar. Era el mejor momento para bajar, que vean dos Totos y

demostrarles que no eran inventos míos.

Creí que la puerta que daba a la escalera también estaba con llave porque no pude

abrirla, pero se abrió, entró Juanchi y me preguntó:

-¿Cómo subiste si te dejé en la cocina?

Sin esperar respuesta tomó unas revistas y se fue.

Corrí detrás de él pero la puerta se trabó nuevamente.

También la ventana por la que entré.

Escuché la baranda que hacía un ruido especial cada vez que alguien subía.

Oí al naa imitando mi voz. Abrió la puerta.

Me vio e hizo una mueca horrible.

-Too- Too para que mi transformación sea completa debo matarte y devorar tu cuerpo.

Tomé la flitera y rocié la rama. Quedó rama, nomás.

El Falso Toto se rió con mi risa:

-Ja. Te falló el invento.

Tuve mucho miedo.

Quise arrojarle la única silla que había, me la arrancó y la estrelló contra el piso.

Pensé “Chau Toto” y me puse el brazo encima de la cabeza para cubrirme.

Me lo agarró y empezó a apretar muy fuerte, justo donde tenía las cicatrices de las

“Siete Cabritas” que se pusieron grandes como cerezas.

Sentí un calorcito y vi que se le incrustaron en la mano como si fueran raíces.

-¡No! ¡Basta! ¡Suéltame!- gritó con voz de corneta.

105
Y comenzó a achicarse. Pero no sólo de tamaño, se empezó a hacer más niño, primero

como era yo en las fotos del jardín de infantes pero en colores, después como en las de

Mar del Plata cuando aprendí a caminar. La ropa también se le achicaba. Siguió como

en una que me sacaron cuando tendría tres o cuatro días de nacido.

A mí me dio un poco de lástima, porque con todo lo malvado que era no dejaba de ser

un nene. Y tan asustado como yo cuando lo vi entrar.

Dejó de darme la imagen de tierno cuando puso una cara de niño asesino que

espantaba.

Por último se desprendió de las Siete Cabritas, se transformó en un tata dios de ocho o

nueve centímetros y siguió queriéndome atacar con sus pinzas.

Lo pisé sin compasión. Hizo “chrrich” y le salió un líquido como chocolate. Se arrugó

como un globo desinflado y desapareció.

Quedé solo en mi cuarto como si no hubiese pasado nada, salvo la silla rota que sería

motivo para un reto.

Para sacarme el susto y el asco me puse a escribir cualquier cosa.

Informe de El guardián de la Justicia:

(Este informe es sólo una fantasía de mi imaginación. No es algo real. Aclaro

como en las películas)

Estaba yo absolutamente solo luchando contra miles de seres malvados en el

parque Peñoñori, porque todo mi ejército estaba jugando en la calle a la

pelota, y mi Sargento Pomerania Flipper andaba enamorado de Kimba, la

perrita de Rafido, un Amigo de las Fuerzas del Bien, y la esperaba en la

vereda.

106
Cuando lo llamé con el silbido de la contraseña, no me dio ni bolilla, y cuando

quise agarrarlo, me gruñó, así que lo dejé para que haga tareas de espionaje.

Me atacaban por todos lados, pero principalmente por entre las plantas, que

son inmensas. En un momento aparecieron cinco lloronas juntas, pero no

llegaron a pegar sus gritos terroríficos. Antes las pude bajar con el arma

que me prestó Rafido, que es grande, de plástico, y cuando se aprieta el

gatillo, se encienden lucecitas adentro. Espero que mamá me regale una así

para mi cumpleaños, no como las espadas que tengo yo, que al ratito se

vuelven ramas y no se las puedo mostrar a nadie.

Durante la pelea, sufrimos la baja de tres canarios y un cabecita negra, que

escaparon de la pajarera cuando me metí para atrincherarme. Después los

agarré trepándome valientemente hasta la punta de un pino.

Casi al final del combate, fui derrotando malísimos hasta la ventana abierta

de Virginia, y vi un ser horripilante queriendo matarla, pero yo entré y lo

destruí con mis propias manos, a las trompadas. No le tuve piedad.

Virginia me dijo:

-Me salvaste la vida. Te amo, mi héroe.

Y me dio un beso.

Me fui a casa entre los aplausos de toda la gente.

El guardián de la Justicia

107
XXIV

Pero estaba aterrado.

Conocían mi casa, mi familia y tenían poder como para imitarnos o matarnos a todos.

Debía irme lo más lejos posible y llevarlos conmigo.

Un lugar que para mí quedaba en la otra punta del planeta era el campo de Alfredo y

Chichina.

Corrí a decirle a papá.

Él atendía en un consultorio que quedaba delante de la casa. Se lo podía llamar por la

puerta de atrás y los pacientes no te veían. Pero a él no le gustaba que fuéramos por

cualquier cosa.

Golpeé y cuando salió le dije:

-Podemos ir al campo de Alfredo.

Y sin siquiera pensarlo me respondió:

-Pero mirá con lo que venís en este momento. ¡Rajá de acá!

Tuve que actuar con disimulo.

Lo encontré a Juanchi con una radio en la mesa toda desarmada.

Mientras él trataba de arreglarla le dije:

-Hace mucho que no hacés piruetas a caballo.

-Si- dijo sin interesarse por el asunto.

-¿Y no te da miedo de caerte?

Picó.

-Si vieras lo que aprendí a hacer- empezó a entusiasmarse- me paro en la grupa al

galope, me siento mirando para atrás y sigo así para todos lados.

-Mentira.

108
-Si pudiera, te lo demostraría ya.

-Vamos a pedirle a papá que nos lleve al campo de Alfredo.

-Bueno, se lo decimos durante el almuerzo.

Con Pulún fue más fácil.

La encontré leyendo un libro y le dije:

-Está lindo para ir a leer debajo de un árbol en el campo.

-La verdad que sí.

Listo.

A Silvina le pregunté:

-¿Vos sabías que en el campo de Chichina guardan los huevos para el invierno en un

tanque con cal?

Yo estaba al tanto porque una vez se lo había escuchado decir a Torcuato, un amigo de

la familia.

-No

-Podríamos ir y romperlos con un palo.

-Sería fantástico.

Mamá cocinaba y cantaba.

Entré en la cocina y le reproduje sus propias palabras:

-En el campo los chicos crecen sanos y fuertes.

Largó una carcajada como toda madre cuando se ríe de algo que dice el hijo y lo toma

como la frase más ingeniosa del mundo.

-¿Siempre digo lo mismo?- preguntó.

-Si, pero ¿es cierto?

-Por supuesto.

En el almuerzo todos hablaban a la vez de ir al campo.

109
Papá me miró y creo que se dio cuenta de que todo era asunto mío, porque me dijo:

-Preparate que nos vamos al campo de Alfredo. Se quedarán el fin de semana.

Puse en el bolso las cosas más necesarias: los anteojos traductores, que a esa altura ya

los había llenado de cinta tranflex y parecían los anteojos de la Momia, el reloj

despertador del Flaquito Fernández, el cofre de la Enana y la máquina de flit. A esta

última para que no ocupara tanto lugar, la metí en el cofre y lo cerré.

Pero esta vez, para disimular, puse encima ropa, toallas y zapatillas.

Nos encantaba ir al campo. Ya llegar era siempre una aventura. Había como treinta

tranqueras antes de la casa. Nos bajábamos a abrirlas nosotros, y cuando eran de

madera, nos subíamos para transportarnos en ellas, cosa que al viejo Alfredo no le

gustaba. No sé por qué.

Pero ese viaje fue distinto a todos los que hicimos antes.

XXV

Al salir de casa advertí en la trompa del auto un trapo negro que la cubría casi toda.

Viajábamos así: papá manejaba siempre, y aunque mamá sabía hacerlo, él decía que el

volante era para los varones. Al lado, mamá y atrás los cuatro chicos.

Juanchi y Pulún del lado de las ventanillas, que como eran los más grandes miraban el

paisaje. Silvina y yo al medio, peleándonos todo el tiempo porque uno hacía invasión de

territorio ajeno.

A mí el trapo me tenía intrigado. Cuando pregunté, las cinco cabezas me apuntaron y

me preguntaron:

-¿Qué trapo?

Y yo pensé: “Ay, se viene el chaleco de fuerza del bombero Moyano”.

-Ninguno, ja ja, era un chiste.

110
Quedé como un tarado.

Pero más vale tarado que loco

Pero el trapo se mantuvo todo el viaje, flameando con el viento y desplazándose por

todo el auto del lado de afuera. Yo no sé cómo no lo veían cuando les tapaba los vidrios.

De yapa yo me había olvidado los anteojos traductores en el baúl. No iba a pedir que

papá parara a dejarme agarrarlos. Antes muerto. Ni siquiera parábamos a hacer pis.

Había que hacer antes y aguantarse todo el viaje.

Cuando nos bajábamos a abrir una tranquera, se iba para el otro lado de donde yo

estaba, y nunca podía alcanzarlo.

En la primera le pedí a papá la llave para abrir el baúl. Me puso una cara de traste que

me dejó mudo.

Cuando llegamos, y empezamos a bajar las valijas, se despegó del auto con el viento.

Remontó vuelo como un barrilete hacia el lado de Siete Dolores. Pude ver que era una

Pollera Negra que se fue bailando.

Quedé tranquilo porque pensé que irían a dejarme en paz.

Los del campo después de los saludos nos dijeron a cada uno:

-Vos qué grande y lindo que estás.

La casa tenía varias habitaciones que daban a un pasillo largo con ventanas desde las

que se veía el campo.

Era un lugar increíble, con un aljibe, gallinas, chanchos, miles de árboles y muchos

perros con los que Flipper se pasó peleando todo el tiempo.

Tuvimos que hacer unas cuantas cosas: moler maíz, darles de comer a las gallinas, verlo

a César como degolló los pollos para el almuerzo.

Cuando terminamos la comida salimos de la casa. Nos internamos en un mundo

inmenso sin que nadie nos controlara.

111
El más chiquito de la familia era Carlitos, terriblemente malcriado, que cuando iba a

casa se le antojaban nuestros juguetes, y se los llevaba, y cuando íbamos al campo, no

los prestaba, aunque nosotros éramos los verdaderos dueños.

Ese día me pasó algo de lo más curioso: Carlitos había perdido el cinto en el campo, y

yo le dije: “Lo tenés en la cintura, abajo de la remera” y cuando se la levantó, comprobó

que estaba. Era uno de esos elasticados, que se ceñían solos. Como las bombachas de

campo no tenían presillas, se le había ido para arriba.

-¿Cómo sabías?- me preguntaron él y Silvina.

-Porque la otra vez te pasó lo mismo- respondí.

-Nunca me pasó- dijo Carlitos.

No sé de dónde saqué eso pero desde aquel episodio me quedó fama de adivino.

Sumado a eso, Marta, la hermana mayor de Carlitos, cuando regresamos a la casa me

enseñó dos trucos con las cartas para adivinarlas. Fui el rey de los magos, y me di aires

de importancia.

Para la merienda nos sirvieron unos tazones de leche en los que uno podía meter toda la

cara. Pero hubo que sacarles la nata que era gordísima.

A la tardecita papá y mamá se fueron y nos despidieron como si no nos fueran a ver

nunca más.

Nos pasamos el resto del día en la cocina con la madre, Chichina, cocinando y hablando

como una cotorra. No me acuerdo nada de todo lo que dijo.

Esa noche Alfredo, el padre, para entretenernos nos contó cuentos de aparecidos.

Yo no lo podía creer. Tras que me había pasado todo el tiempo en el pueblo perseguido

por esos bicharracos, venía éste y me hablaba de lo mismo.

Pero no podía ser el cobarde del grupo que pidiera que cambie de tema.

112
Los cuentos eran todos más o menos así: las personas estaban andando a caballo o

trabajando con la hacienda y se perdían a la noche. Se encontraban con los aparecidos

que los mataban. Fin.

En medio de los cuentos llegó un naa y se pegó al vidrio moviéndolo. Me paré de un

salto.

Nadie le dio importancia porque pareció el viento.

Los perros empezaron a ladrar afuera como si se hubieran vuelto locos.

No podía entender que me hayan encontrado en esas soledades del campo.

Pero en seguida me acordé de la Pollera Negra que se había ido cuando llegamos. Les

había avisado dónde estaba.

En ese momento Alfredo estaba hablando del “Caballo Destartalado”. Lo describía

como un monstruo infernal, con cuernos, patas largas como de araña, mal aliento.

Mientras tanto vi al naa transformarse lentamente en él, tal como lo describía Alfredo.

El resto de la gente al no verlos seguía con el cuento.

Miré hacia las otras ventanas del pasillo y vi otros naas hechos caballos destartalados.

A medida que Alfredo hablaba, venían naas y se transformaban.

Después habló de “la Viuda”, que era una mujer lindísima que siempre estaba triste por

su esposo muerto. Cuando los tipos se le enamoraban los mataba.

Otros naas se empezaron a volver viudas.

Después le tocó el turno al “Gaucho Mal Arriado”.

A cada cuento le pedí a Alfredo que parara. Pero todos creían que lo hacía por miedo,

así que se me reían y el otro seguía contando.

Yo dentro de todo me quedé tranquilo porque no se veía que fueran a atacar.

Pero estaban usando los cuentos de Alfredo para cambiarse.

113
Siguió hablando de la “Luz Mala”, que eran huesos que largaban una luz verde que

dejaba ciego al que la miraba. Y los naas, todos luces malas.

En eso se me ocurrió una idea: Me paré y dije:

-Yo conozco los cuentos del “Tigre de Monte”. Es uno como de tres metros de largo,

cuatro ojos y cien colmillos en la boca.

Miré por la ventana y un naa se convirtió en tigre tal como lo describí.

Las personas que estaban conmigo me miraban sin creerme.

Cuando terminó la transformación, dije:

-No, es mentira, son todos inventos míos.

El naa puso cara de susto con todos esos dientes y ojos.

Primero se hinchó un poco.

Quedó hecho un tigre deforme. Después se prendió fuego, pero era un fueguito naranja

casi transparente y nadie lo vio. Hasta que desapareció.

Todos se quejaron y me hicieron burlas por lo bobo de mi cuento, pero no les hice caso.

-Los que nombra Alfredo, también son imaginados- dije esperando que todos esos

también se quemen.

Pero siguieron igual. El que debía negarlos era Alfredo.

Lo miré y le pregunté:

-¿Los aparecidos que nombraste son ideas tuyas?

Pero Alfredo largó una carcajada y no dijo nada.

No lo logré pero por lo menos aprendí a terminar con los aparecidos.

Y ellos también se dieron cuenta.

Porque se mandaron a mudar sin decir agua va.

XXVI

114
Al otro día me levanté temprano pensando que sería el primero.

Ya había un revuelo bárbaro en toda la casa.

-Bueno- dijo Chichina- ya se levantó el Toto que era el único que quedaba en la cama.

En vez de tomar la leche en el tazón me fui afuera.

Casi me caí sentado.

Todo alrededor de la casa estaba lleno de fantasmagóricos entre naas y aparecidos. Lo

único bueno era que estaban alejados.

Si todo hubiese sido un huevo frito, la casa con nosotros hubiera sido la yema y todos

los malignos la clara.

Me fui para atrás de la casa para ver los que había allí.

Al pasar por un galpón de las gallinas encontré un tanque grande lleno de maíz apoyado

sobre un mármol blanco.

No creí que ese pudiera ser un punto de partida escondido en ese lugar tan alejado del

pueblo. Y no le di mayor importancia.

Por lo que alcanzaba a ver los malignos eran de distintas clases.

Había gauchos mal arriados, lloronas, viudas, chanchos sin cabezas, luces malas (que

como era de día sólo se les veían los huesos), y otros que yo no conocía, muchos

montados en los caballos destartalados.

Parecían un ejército.

En cuanto me vieron uno de ellos se separó de los demás y se dirigió cabalgando hacia

donde yo estaba.

Parecía que bailaba en el aire de tan destartalado que estaba el caballo.

Estuve a punto de meterme corriendo en la casa porque me dio un poco de miedo. Pero

traía una bandera blanca como en las películas de vaqueros cuando los indios quieren

hablar con el muchachito.

115
Al estar cerca, pude verlo bien. Tenía cara de urraca con pico y todo. En el cráneo tenía

un pañuelo violeta que le llegaba hasta la cintura.

Sin bajarse del caballo me dijo:

-Señor Too-Too, Enemigo de la Comunidad del Embrión, Guardián del Cofre de la

Enana, El que viajó hacia adelante, Arrebatador de los Anteojos Traductores, El que

dejó Ciego al Contacto Humano – yo a esa no la sabía -El que hirió al Hombre y resistió

su Fuego, Matador de su propia copia, El que hace Desaparecer a los Aparecidos - a mí

tantos títulos empezaron a darme risa, y la Urraca agregó -El que ríe cuando debe

temblar…

-¿Qué querés, cara de urraca? –lo interrumpí.

-Mi nombre es Raa- Aac y soy un Gaucho Mal Arriado.

-¡Rac! ¡Qué grande y lindo estás!- dije riéndome con descaro.

Pero él se la aguantó.

- Vengo en nombre de toda la Comunidad del Embrión a pedirle que se una a nosotros.

Que gobierne junto con el Hombre de los Ojos Verdes…

-Pero si tengo ocho años- dije.

Él siguió como si nada.

-Pues pese a su corta edad humana, ha demostrado su gran valor. Puede unir la

Comunidad del Embrión y la Comunidad Humana, y convertirse en el ser más poderoso

de la Tierra.

Me acordé que mi mamá siempre decía: “Cuando la limosna es grande, hasta el santo

desconfía”. Y no le creí.

Pero no sabía qué hacer. Si les decía que sí, podría ser una trampa para llevarme con

ellos y atacar al resto. Y si les decía que no, atacarían igual pero sabiendo que estaba yo

para defender. Era yo solo contra cientos de ellos.

116
-Está bien, lo pensaré. Deciles que se vayan todos. Y volvé vos sólo dentro de diez días.

En diez días yo ya estaría en casa.

-A las diez de la noche darás tu respuesta.

-Diez días te dije, diez días…

Pero Rac Cara de Urraca pegó la vuelta y se fue.

Cuando volví a la casa noté un revoltijo bárbaro.

-Hoy es la fiesta de quince años de Marta- me dijo alguien.

Y se nos fue todo el día en preparativos.

Yo ayudé en lo que pude. Y cada vez que estaba frente a Alfredo, le decía:

-Los aparecidos de los cuentos de anoche no existen, ¿verdad?

Y él siempre se reía pero no negaba. Parecía que creía en ellos.

Limpiamos toda la casa y preparamos la mesa con muchísima comida.

Vino gente con la cara roja y la frente blanca.

Juanchi dijo que eso era la marca del campo.

También vino un muchachote de dieciséis o diecisiete años llamado Paco. Secretearon

que era el novio de Marta.

Alfredo cuando lo vio empezó a rezongar.

Hicieron un baile “de la escoba” que era así: todos bailaban y el que no tenía pareja,

bailaba con la escoba, después paraba la música, cambiaban de pareja y otro con la

escoba.

La que manejó el tocadiscos era una prima de afuera.

Tomaron vino de una damajuana, que era una botella gorda envuelta en un canasto con

manija. A los chicos nos pusieron un poquito de vino en el fondo del vaso. Lo llenaron

con soda, que era agua con burbujas que al estallar nos mojó la nariz.

117
Cuando quise acordar se hicieron las diez de la noche.

Pero no pasó nada.

Entre tanta gente y baile, los espectros ni asomaron.

En un momento alguien preguntó:

-¿Dónde están Marta y Paco?

Se armó un lío de novela.

La gente se metía en las piezas, Alfredo puteaba todo colorado, Chichina trataba de

calmarlo, César gritaba:

-¡Lo mato a ese degenerado!

Yo no entendí por qué se enojaron en lugar de estar preocupados por los desaparecidos.

Cuando fui a buscarlos atrás de la casa se me apareció Rac la Urraca en su caballo

destartalado. Empezó a decirme:

-Señor Too-Too, El de la Cicatriz de las siete Cabritas, Enemigo de…

Pero lo corté:

-¿Dónde están?

118
-Si quiere que regresen con vida, debe venir con nosotros.

-Bueno -le dije, y vi una sonrisa maligna en su pico de urraca- pero vos andate que

preparo mi bolso y voy yo solo.

-Sin trucos porque mueren- dijo. Y se fue.

Parecía el malo de las películas, sólo faltaba la musiquita que hiciera chan chan chan

chan todo el tiempo.

Corrí a mi habitación a buscar el cofre, pero en el bolso sólo estaban los anteojos

traductores rotos. El cofre y el reloj habían desaparecido

XXVII

Me guardé los anteojos y lo busqué a Carlitos.

Lo encontré parado en una silla riéndose de la situación.

-¿Viste qué lío fenomenal? Para mí que se escondieron a propósito.

-¿Vos me sacaste el cofre y el reloj?

-No- contestó sin revelar sorpresa.

Ahí me demostró que había sido él.

-¡Qué lástima! Porque en el cofre había unos caramelos que te quería convidar.

-Pero si no se puede abrir- me dijo vendiéndose.

-Yo sí puedo.

-Me parece que lo vi entre mis juguetes.

Tuve que aguantar la risa.

Fuimos a su pieza y metió la mano en una montaña de juguetes, la mayoría nuestros y

sacó el cofre.

-¿Puede ser este?

-Si. ¡Qué suerte que lo encontraste! Desgraciadamente para abrirlo necesito el reloj.

119
-Pero si no anda.

-No, pero el cofre se abre poniendo el reloj a las doce.

Eso lo intrigó.

-A ver si está por acá – dijo y sacó el reloj de abajo de su cama.

Lo acomodé a las doce, y puse LACENTRAL en el cofre.

Saqué unos caramelos y se los di.

Para evitar un berrinche le dije:

-Ahora voy a guardarlos en el bolso.

Se quedó tranquilo creyendo que me los robaría de nuevo.

Yo en realidad estaba desesperado. No era cuestión de hacer una espadita y matar a todo

el ejército.

Tampoco podía decirle a esta gente lo que estaba pasando. Se asustarían y no harían

nada.

Me acordé del mármol del galpón y pensé:

“Si es un Punto de Partida, estoy salvado. Viajo hacia atrás, les digo a Marta y Paco que

no salgan y listo”.

Fui al galponcito. La luz de una ventana de la casa lo iluminaba ligeramente.

El tanque era más alto que yo y estaba lleno. Imposible de moverlo.

-¿Qué hacés acá?- preguntó una voz a mi espalda.

Pegué un salto y me di vuelta para encontrarme con Silvina.

-¿Querés matarme de un infarto? Decime vos qué haces- le dije más retando que

preguntando.

-Busco a los novios.

-Ayudame a voltear este tanque.

-¿Todos preocupados y vos queriendo romper los huevos de la cal? Sos desubicado…

120
-Metete en la casa, a ver si se aparece algún espectro.

- ¿Te creíste los cuentos de Alfredo?

Y sin esperar respuesta se fue riendo y cantando:

-El Toto tiene miedo, el Toto tiene miedo…

Cuando quedé solo busqué un tarrito para vaciar el tanque, pero sólo había una cadena

larga con un gancho.

Coloqué el gancho en el borde del tanque y pasé la cadena alrededor un palo esquinero.

Tirando de la cadena voltearía el tanque.

Minga que iba a moverlo.

Casi me largué a llorar.

Sólo se escuchaban las ranas. Los gritos de la casa habían terminado.

Oí el relincho del caballo nochero que dejaban ensillado en un corral por cualquier

accidente.

Fui a buscarlo y le até la cadena a la montura.

Volcó el tanque sin darse cuenta.

Saqué la cadena y la dejé donde la encontré para que pareciera que el tanque se había

caído con el viento.

Me paré con el reloj que ya estaba puesto a las doce.

Sonó la alarma y empezó a girar para atrás. Hasta ahí todo bien.

Pero el mármol empezó a levantarse como un hormiguero. Yo perdí el equilibrio y me

caí afuera.

Aparecieron las patas delanteras de un caballo. Después la cabeza y montado a él, un

jinete.

Se quedó parado afuera.

121
Tenía toda la pinta de un soldado de la época de San Martín y Belgrano, que aparecían

en las revistas “Anteojito” y “Billiken”, pero mucho más desprolijo, sucio y barbudo. A

mí ni siquiera me miró.

Pensé que me había mandado una macana trayendo un tipo del pasado.

Pero apareció otro y otro más, de a dos, varios, algunos a pie, otros en mula, negros,

indios, mestizos, también mujeres con vestidos rotos y manos sucias, hasta chicos y

perros aparecieron, uno detrás de otro y a una velocidad increíble fueron poniéndose

alrededor de la casa.

Los invitados a esa altura ya se habían ido entre los gritos de Alfredo y las condolencias

de las viejas a Chichina.

Nadie vio la gente que brotaba del mármol. Y ellos, me pareció, no me veían a mí.

Yo me había quedado con la boca abierta, el cofre en una mano y el reloj en la otra.

Después surgieron los que parecían oficiales, altos y con buen estado físico, y se veía

que era excelentes jinetes de los únicos caballos buenos que aparecieron, con uniformes

simples, azul oscuros con ribetes rojos, una pluma roja en el casco y botas de

granaderos.

Cuando parecía que ya no saldría nadie más, aparecieron las patas de un caballo blanco,

después su cabeza y por último un señor con mucha más presencia que el resto.

Adiviné quién era al verle las patillas: el General San Martín.

Cuando estuvo completamente afuera me miró y me preguntó:

-¿Usted mandó a llamar?- tenía una voz fuerte pero amable y me trataba de usted como

lo había hecho el Jefe Bosatta.

Yo empecé a tartamudear

-Pe-pe-pe-pe-pe-pe.

-¿Hay una nueva amenaza para la Patria?

122
Sin poder decir una palabra coherente señalé hacia donde suponía que deberían estar los

malignos.

-¡Voluntarios!- gritó

Aparecieron cuatro soldados, tres a caballo y uno a pie. Los caballos eran tan

zaparrastrosos como ellos.

-Vayan a hacer reconocimiento.

-¿Sin armas, mi general?

El general me miró.

-Ningún arma pudo pasar. ¿Usted tiene?

Pensar en el ejército de San Martín desarmado, me dio un poco de risa que tuve que

disimular. Aunque todavía no había reaccionado bien.

Como en cámara lenta puse ARMAMENTO en el cofrecito. Saqué la maquina de flit.

Creí que San Martín se me iba a morir de risa, pero sólo miró intrigado.

Me acerqué a una pila de leñas, ramas y marlos. La rocié esperando que al menos se

conviertan en espadas como espinazo de pescado. Apareció una gran cantidad de

fusiles, sables y otras cosas.

Todos se fueron armando.

Parecía que la pila de armas no se iba a terminar nunca, pero alcanzó justo para todos.

Cada oficial tomó un sable curvo y una bayoneta.

Había uno más cuidado y de mejor calidad que el resto. A ese nadie lo tocaba.

Luego que todos tuvieron sus armas, San Martín tomó su sable curvo.

Al rato volvieron los voluntarios.

Cuando esperé que dieran la información del raro ejército enemigo, dijeron:

-Está todo despejado, mi general.

-Están, pero ustedes no pueden verlos- les dije.

123
Pensé en los anteojos traductores, pero sólo le servirían a uno, digamos, a San Martín,

pero ¿y el resto?

Miré el cofre buscando alguna palabra que saque anteojos o algo así, pero no se me

ocurrió.

Puse ANTEOJOS pero me faltaba una letra. Y yo sabía que para que el cofre

funcionara, debían ser palabras de nueve letras.

Puse TRADUCTOR sin ninguna esperanza, y el cofre se abrió.

Adentro tenía una grasa negra sin olor.

San Martín me dijo:

-Permítame- y me sacó el cofre.

Tomó un poco de grasa con el dedo y se la pasó por las cejas. Me lo devolvió. Miró

hacia delante y habló:

-Allá se ve algo, pónganse esta grasa en las cejas y regresen.

Primero se embadurnaron los voluntarios. Después el cofre circuló de mano en mano.

Después él me preguntó:

-¿Usted es baqueano?

No entendí “baqueano” pero supuse que querría que le dijera lo que sabía de los

espectros. Le empecé a contar todo como si repasara una lección, terminando con el

secuestro de Marta y el novio.

XVIII

Los voluntarios tardaron como mil horas en volver, y después estuvieron reunidos con

San Martín otras mil horas.

Él después fue con resto y señaló hacia donde estaban los espectros y quedó un ratito

así, como sus propias estatuas y dibujos de la “Anteojito”, con su sombreo de dos

124
puntas, los cepillos de oro en los hombros. Hasta el caballo se paró en dos patas. No

estaba enfermo y en mula como decía mi papá.

Se dirigió a su ejército:

-Señores, esta será una batalla contra un enemigo diferente, no menos peligroso que los

realistas –se oyeron silbidos – ¡Confío en ustedes, mis valientes!

Pegaron un grito que se debe haber escuchado desde Mar del Plata.

Luego habló a los oficiales:

-No esperaremos su ataque. Cada uno se dirigirá con su tropa hacia un punto.

Atravesaremos sus filas y volveremos sobre ellos.

Y empezó a llamar a cada uno dándole un destino: Norte, Noreste, Sudeste, hasta

cubrir todos los puntos cardinales. Él se reservó el Este, que era hacia donde miraba la

casa, y estaba el grueso del ejército contrario.

-Entiendo que usted es muy importante para ellos-dijo dirigiéndose a mí- le aconsejo

que se quede aquí.

-Como usted quiera, General- le dije. Pero me arrepentí.

Tendría que haberle dicho:

“General hace unos días yo me hubiera quedado abajo de la cama, pero siento que debo

rescatar a mi amiga”. Pero le dije “Como usted quiera, mi General”.

Le tendría que haber dicho:

“Yo a estos me los conozco de memoria, y sé cómo tratarlos”. Pero no me animé.

Miré el ejército de San Martín.

No era como los de las películas con ametralladoras y cascos como pelelas duras. Estos

eran hombres comunes sin afeitarse, viejas con pañuelitos negros en las cabezas como

mi abuelita Carmen, chicos, todo el mundo estaba para pelear por mí. Y yo le había

dicho: “Como quiera”.

125
Y un poco asustado y otro avergonzado le dije:

-Pero prefiero ir.

San Martín hizo una mueca que se pareció bastante a una sonrisa.

-Bueno, monte su cabalgadura.

A esa hora ya estaba amaneciendo y el caballo nochero, sin hacer caso a tanto

movimiento de gente, se despachaba con ganas el maíz del tanque volcado.

Yo no sabía montar y los estribos quedaban casi a la altura de mi cabeza.

Pensé agarrarme del cogote mientras comía, así cuando alzara la cabeza, me levantaría,

e intenté hacerlo, pero me dí cuenta de lo ridículo de la situación y desistí.

En ese momento quise ser mi hermano Juanchi.

Rojo como un tomate, le dije al general:

-No sé montar.

Nadie se rió. Ni siquiera me hicieron caso.

-¡Chico!- llamó San Martín.

Se me ocurrió que llamaba a alguien para que me hiciera piecito para montar. Moriría

de vergüenza antes de permitirlo.

Se presentó un chiquito de mi edad, con un tamborcito atado a la cintura.

San Martín me miró y me dijo:

-Es soldado de Belgrano, pero insistió en venir con nosotros a conocerlo a usted.

Y a él:

-Enséñele a montar a este hombre- le dijo así, “este hombre”, pese a que yo seguía

teniendo ocho años.

El chico me miró y me hizo la sonrisa más amigable que vi en mi vida.

-Teneme- me dijo tendiéndome el tambor y el palito.

126
Se acercó al caballo. Lo tomó de las crines. Pegó un salto revoleando la pierna en el

aire. Parecía que hubiera volado. Quedó montado como si hubiese nacido ahí. Con la

misma facilidad se bajó.

-¿Viste?- me dijo con un cantito de no sé qué provincia- es fácil. Ahora probá vos.

No llegué ni a la mitad. Encima con el pie le pegué al caballo en la panza y casi se

espanta.

Hubiera preferido enfrentarme yo solo a todos los naas y aparecidos antes de estar con

toda esa gente viendo cómo no podía montar.

Pero nadie se rió.

Tampoco me hacían piecito, esperaban nomás, que lo hiciera solo.

El chico se me acercó y me dijo como en secreto:

-Cuando vayas a saltar, tocate el pecho con la pera.

Le hice caso. Sentí cómo me elevaba hasta hacer la vertical en el aire.

Quedé medio colgado pero arriba del caballo. Se oyeron algunos aplausos.

El chico me miró sonriendo y en ese momento sellamos una amistad eterna.

Alguien me alcanzó el cofre.

El reloj quedó arriba del mármol.

Puse ARMAMENTO, saqué la máquina y rocié una rama seca de un árbol.

Inmediatamente se convirtió en un sable corvo casi tan grande como el de San Martín

pero livianito. Podía moverlo como si fuera de cartón.

Guardé el cofre en una alforja.

Después se oyó el redoble del tambor y todo el ejército salió a enfrentar al enemigo.

No quedó nadie sin ir a la batalla. Hasta me pareció ver al Tamborcito guiando un ciego

que también iba a pelear. Todos estaban animados.

127
Yo en cambio, estaba preocupado principalmente, por no caer del caballo. Iba hacia un

lado y cuando me acomodaba, me iba para el otro. Además, el matungo iba al trotecito,

y cundo él subía yo bajaba y me hacía bolsa las asentaderas. Juré nunca más en mi vida

subir a otro caballo.

XXIX

Los tomamos por sorpresa. Como no nos habían visto venir, no supieron reaccionar.

Además no se esperaban semejante ejército, ni que todos pudieran verlos.

En la primera embestida los atravesamos como si fuesen de manteca. Después

volvimos. Nos quedamos cuerpo a cuerpo entre ellos.

Peleaban hasta las mujeres. Todo se empezó a teñir del chocolate derretido que les salía

cuando los cortábamos.

Los naas se convertían en cocodrilos, en monstruos deformes, tratando de asustarnos y

matarnos. La gente estaba fuera de sí, meta sablazos y bayonetazos.

Yo tranquilo porque el caballo había dejado de trotar, también porque al ser chico, a los

otros se les hacía más difícil alcanzarme.

En un momento miré la casa. La vi toda cerrada, como si no se hubieran enterado de

nada, y eso que se oían tiros de fusiles y cañonazos. Ni siquiera Flipper o los demás

perros daban bolilla a la batalla.

Por detrás de los espectros se veían algunas carpas negras y rojas. Supuse que allí

tendrían a Marta y al novio y fui para allá.

Creí que iba a tener que bajarme y buscar dentro de las carpas una por una pero mi

caballo las embistió sin pararse.

Hasta que se frenó de golpe frente a una.

Yo en cambio seguí de largo y caí sobre ella agarrado de las riendas.

128
Debajo se notaban unos cuerpos.

Saqué la lona y me encontré con Marta y Paco como paralizados. Tenían unas caras de

terror que me dejaban adivinarles los pensamientos.

También había un ser dos veces más alto que yo, con un cogote largo y brazos inmensos

cruzados adelante. Parecía un tata dios gigante. Abajo tenía cuatro patas. Al novio de

Marta le había lastimado las piernas y los brazos como si lo hubiera querido atacar y

éste se hubiese defendido.

Marta me gritó:

-Cuidado, Toto… Hay algo acá pero no vemos qué es... Parece un diablo o algo así…

Nos tiene secuestrados… Corré antes que te descubra.

El monstruo se me vino encima haciendo con los brazos y la boca movimientos de

pinzas. Del primer sablazo le corté el brazo derecho, y con el segundo el cuello. Le salió

chocolate derretido.

Después ayudé a Marta y a Paco a pararse, y Marta me preguntó:

-¿Qué está pasando?

No le dije nada, solamente saqué los anteojos traductores de mi bolsillo y se los di.

-¡Dios mío!- exclamó en cuanto se los puso – ¿qué es esto?

- Lo que ves- le respondí- Tené cuidado al sacartelos. Cerrá bien los ojos porque podés

quedarte ciega.

Dentro de todo, lo tomó bastante bien, en cambio Paco estaba histérico.

-¡Esto es una locura! – gritaba – ¡acá hay fantasmas! Me quiero ir a mi casa.

Y cuando Marta quiso calmarlo, le gritó:

- Dejame, loca, que todo esto es por tu culpa, me hiciste venir con lo que odio el campo,

y encima esto.

129
Montó mal al caballo, apoyando primero la panza en la montura y después se acomodó.

Daba risa. Salió al galope para el lado de Siete Dolores.

La batalla ya había terminado y los soldados estaban rematando a las criaturas que a

medida que morían se hacían globitos desinflados y desaparecían.

Pasamos con Marta entre ellos mientras yo trataba de explicarle qué había ocurrido.

En eso vimos un caballo destartalado que salió de adelante nuestro con dos jinetes. Era

un caballo tan largo que entraban cómodos los dos.

Además tenía las patas como de araña y corría rapidísimo.

Al pasar junto a nosotros pudimos verles las caras.

Eran el Hombre de los Ojos Verdes y Rac Cara de Urraca.

Huyeron en la misma dirección de Paco.

Llegamos a la casa y nos encontramos a todos durmiendo. Nadie escuchó lo que pasó.

Marta me dijo:

-Nadie va a creernos todo esto. Van a pensar que lo inventamos. Es mejor no decir nada.

Yo salí para ver el ejército y me los encontré metiéndose de nuevo en el mármol.

Mientras el reloj andaba hacia delante.

No hubo gente muerta. Pero sí varios heridos que fueron transportados por otros.

Algunos me saludaban al pasar. Antes de irse dejaban las armas que se convertían en

leña e iban formando la pila.

Cuando le tocó el turno al chico del tamborcito, me le acerqué y le pregunté:

-¿Cómo es Manuel Belgrano?

Yo esperaba que me dijera “Un gran hombre” o algo así, pero me respondió con su

cantito de provincia:

-Petiso y un poco cabezón.

Nos reímos y abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. Después se fue.

130
Por último pasó San Martín, dejó su sable y me preguntó:

-¿Y cómo está la Patria en estos días?

Yo no supe qué contestarle y sólo se me ocurrió:

-Y… Ahí anda.-

Me tendió la mano como si yo fuera un hombre grande.

Y se fue.

Yo entré en la casa a darme una ducha. Tenía tanta mugre que dolía.

Cuando despertó Alfredo estuvo como una hora retándola a Marta.

Al mediodía apareció el caballo solo.

Nunca supimos qué ocurrió con Paco.

Informe:

De lo que pasó no voy a decir nada para que no me tomen por loco, me

encierren y el bombero Moyano se gane sus cinco pesos.

Sólo diré que:

Marta es una chica buenísima que no merece que el padre la trate así.

Paco se asustó como cualquier chico común y corriente.

Cuando yo sea grande seré maestro de Historia.

Y por último: un amigo me dijo que Manuel Belgrano fue un gran hombre.

Ese día, domingo, vinieron mis viejos a la hora del almuerzo. Preguntaron cómo había

estado la fiesta pero nadie les contestó. Ellos, por las dudas, no insistieron.

Cuando me despedí de Carlitos, me preguntó:

131
-¿No te quedan caramelos?

Marta, en cambio, me dio un abrazo interminable y con los ojos rojos de tanto llorar, me

dijo:

-Estos son tuyos- tendiéndome los anteojos traductores.

-Quedátelos, yo los puedo ver. Vos podés necesitarlos porque los que quedaron vivos

saben que los has visto.

Me despedí de Alfredo sin pedirle de nuevo que negara a los aparecidos. No valía la

pena, si total, los únicos de ellos que quedaban eran el Hombre, Rac y un caballo

destartalado.

Pero se me ocurrió una idea:

-Decime, Alfredo, aunque sea lo del caballo destartalado ¿fue un invento tuyo?

Y él de lo más divertido me contestó:

-Está bien, como has insistido tanto lo admito, a ese sí lo imaginé.

Pensé “Ja, dos que se acaban de pegar un porrazo y se quedaron a pata”.

Ni bien arrancó el auto, mamá dijo:

-Llegaremos justo para ir a misa.

XXX

La iglesia era grande y muy fría. Daba la sensación de que Dios no estaba, o se había

muerto, o no quería que entraran en su casa. Encima, la Virgen patrona, la de los Siete

Dolores (siete con letras, no con números) no había hecho jamás un milagro, ni se le

había aparecido a alguien. Por eso la concurrencia habitual eran algunas viejas perdidas

entre los bancos, o nadie.

Adentro tenía unas columnas hermosas, a los costados de la nave central.

132
Una de ellas, la del medio, tenía abajo un pequeño respiradero. Si la golpeábamos

sonaba diferente a las demás por lo que la llamábamos “la columna hueca” o “falsa

columna”.

El cura párroco, Miguel, era de lo más divertido. Siempre rodeado como de treinta

chicos, nos llevaba a todos lados en un Citroen todo zaparrastroso que tenía.

Era tan chiquito que cuando daba misa, parecía otro monaguillo. A nosotros nos daba

risa, porque cuando alzaba la ostia detrás del altar, lo único que se le veían eran los

bracitos.

Ese domingo Juanchi fue su monaguillo.

Yo estaba cansado.

No había dormido, había peleado, y nadie más que yo sabía de lo ocurrido.

Y la misa era un bodrio.

Sólo me acuerdo que había que pararse, rezar, sentarse, pararse, cantar, sentarse.

Yo me dediqué todo el tiempo a tratar de aflojarme un diente. No podía ser, el Famoso

Guardián de la Justicia, terror de aparecidos y espectros, y todavía con todos los dientes

de leche.

Encima los tenía oscuritos. La esperanza era que los nuevos me salieran blancos como

las teclas de un piano.

En eso se escuchó la voz del cura Miguel que dijo:

-Nos ponemos de pie para recibir la Santa Ofrenda

Vuelta a pararse.

Y otra canción.

Se abrieron de par en par las puertas principales para que entraran los chicos con las

botellas de las Ofrendas.

¿Y quien hizo su entrada triunfal delante de todos?

133
El mismísimo Rac.

No me asusté y hasta diría que me alegré de verlo:

¿Qué hacía ese payaso matón en medio de la iglesia?

Estaba vestido como un cura, con una sotana andrajosa que arrastraba por el piso, el

pañuelo violeta atado sobre el cráneo le llegaba hasta la cintura. Y para completarla

llevaba los brazos extendidos para darse más presencia de malvado. Lo más lindo era

que nadie podía verlo.

Mi hermana Silvina charlaba lo más campante con uno que tenía la pierna enyesada

hasta arriba.

Rac parado al lado del curita Miguel esperó a que nos sentáramos.

Parecían el papá y el hijito.

Cuando nos sentamos nuevamente, gritó:

-¡Too-too!

Nadie le hizo caso, tampoco podían oírlo.

Me di cuenta que todo ese teatro era sólo para mí, y me dio un poco de engreimiento.

Dejó pasar un rato y gritó:

-¡Da la cara, cobarde!

A esa frase seguro que la había sacado de algún radioteatro.

-O mataré a tu hermano – dijo acercándose a Juanchi que estaba a un costado – le sacaré

la exhalación.

Mirá si después de todas las que pasé iba a venir este fantoche a amenazarme.

Me paré.

A nadie le llamó mucho la atención porque siempre alguno se paraba a rezar.

Rac me vio.

134
Levanté las palmas y los hombros cual si fuera un rezo, pero en realidad le hacía señas a

Rac como diciendo: “Y bueno, si lo tenés que matar, matalo”. Si mi hermano era una

porquería.

Él a su vez, abrió los brazos como un mago cuando va a sacar un conejito del sombrero.

Y yo, aunque en la iglesia estaba todo el mundo en silencio, le grité:

-Hola, Rac ¿Y tu caballito?

Todas las cabezas se dieron vuelta para mirarme.

Mamá me clavó las uñas.

Se me vino saltando entre los bancos y la gente. Parecía un mono.

Como yo estaba en uno de los últimos lugares, me dio tiempo a salir corriendo.

La gente estaba tan asombrada que nadie me paró.

Primero pensé en correr hacia afuera, pero me iba a agarrar en seguida.

Me acordé de los túneles.

En la iglesia justo por debajo de los techos, había, una complicada red de túneles, a los

que se entraba por una puertita lateral, por la que subía la gente del coro y la Porota que

era la que tocaba el órgano. El órgano era magnífico. Y sonaba que te cortaba el aliento.

Los túneles estaban más allá del órgano, eran oscuros y repletos de telarañas. Las

opciones eran esconderme allí o salir a la plaza a que me despanchurre Rac.

De yapa el cofre otra vez en el baúl.

Subí por una escalera de caracol como la del Altillo, pero de material.

Arriba había un pasillo ancho, y a un costado de éste, la entrada a la sala del órgano, yo

tenía que seguir hacia los pasillos más oscuros y los túneles.

En la primera curva que di, sentí un olor a cigarrillo que volteaba. Me encontré con el

chiquito de la pierna enyesada hasta arriba que vi charlar con mi hermana. Fumaba un

cigarrillo larguísimo.

135
Me pareció tan insólito que le pregunté:

-¿Vos quién sos?

-Horaca

-¿Y fumás?

-Huy, llegó un adivino.

-¿Por allá son los túneles?- pregunté sin hacer caso a la ironía.

-Si, pero tené cuidado con los de la derecha. Tienen en el piso una chapa que tapa el

hueco de la falsa columna. Si te caés adentro no te encuentran más.

-Escondete porque atrás viene persiguiéndome un espectro.

-Encima de adivino, pelotudo- dijo Horaca- te falta calle pibe, los espectros no existen.

Me decía pibe y éramos de la misma edad.

No supe si seguir corriendo o pegarle una piña. Él para hacerme enojar más preguntó:

-¿Vos sos hermano de Silvina?- y dijo algo más que no le entendí.

Me volví para golpearlo pero vi que Rac acababa de doblar la curva y salí corriendo

mientras se le acercaba.

Seguí sin darme vuelta, pensando “A Horaca que lo mate la urraca”, me salió un

versito. Y si no era la urraca, sería, tarde o temprano el cigarrillo.

Gracias a su advertencia, agarré para la izquierda.

Pronto se puso todo bastante oscuro. Llegué a una pared que tenía dos desvíos, uno a la

izquierda y otro a la derecha.

Sentí los pasos de Rac. Tomé hacia la derecha pensando que él agarraría para el otro

lado. Agarró para la derecha. Después había uno que seguía y otro que volvía. Fui por el

que volvía. Rac me siguió.

Pisé una chapa y la pasé.

En ese momento descubrí cómo acabarlo.

136
Apenas se veía por la claridad que entraba por los respiraderos de los costados.

Corrí la chapa que había pasado, y cuando la urraca se me acercó, le dije:

-Te venceré con un pito catalán como dijo tu amo, el Hombre. Será lo último que veas, a

menos que te vayas y me dejes en paz.

Me puse el pulgar en punta de la nariz, los otros dedos hacia arriba y le saqué la lengua.

Moví los dedos mientras le decía:

-Du du du duu.

Eso fue demasiado para el espectro. Se me vino encima mientras gritaba:

-Te mataré como lo hice con tu abuela.

Cayó en el agujero de la columna. No lo pude ver bien, pero estoy seguro que puso cara

de asombro.

La que puse yo con lo que acababa de escuchar.

Pero no debía quedarme allí.

Lo tapé con la chapa y me volví.

No estaba Horaca. ¿Lo habría asesinado Rac?

Mientras bajaba por la escalera de caracol, pensé:

“¿Y si se sale?”

Porque sin la flitera, no tenía armas para frenarlo.

Y por más que me hiciera el chistoso, si me agarraba me mataba.

Recordé con la facilidad que había trepado por los caños del galpón quemado.

Y tuve la certeza que se saldría.

Pero me acordé de otra cosa.

Regresé corriendo al hueco de la columna.

Cuando llegué él ya estaba intentando quitar la chapa de la abertura.

Primero saqué la chapa. Segundo el pichulo. Tercero empecé a mearlo.

137
Sentí el grito de chancho.

Por suerte tenía el “tanque lleno”.

Cuando dejé de escuchar los gritos todavía me quedaba un chorrito más.

Me dí cuenta que por primera vez no había sentido miedo en ningún momento.

Cuando volví a la misa ya estaban tomando la ostia.

XXXI

Por fin se habían terminado todos los aparecidos.

El único que quedaba era el Hombre de los Ojos Verdes. Pero él solo no se iba a animar

a atacarme. Ni a mí ni a nadie.

Yo había hecho al revés de lo que me aconsejó Riso. En vez de acabar con él y dejar a

los demás, terminé con todo el resto y lo dejé a él para que se muriera solo.

Al otro lunes ya me había despreocupado del asunto.

Ahora lo único que quería era prepararme para la escuela que ya estaba por empezar.

Leer libros era lo que más me gustaba.

Le pedí a papá que me llevara a la librería de Cortiglia.

Me llevó y por supuesto se coló Silvina que se le antojaba todo lo que yo quería.

Me quejé porque no quise que viniera pero él me dijo:

-Es chiquita, si no va ella, no va nadie.

Silvina abrazada a él me sacó la lengua.

La librería quedaba a la vuelta de “La Central” pero para el otro lado, por el paseo de La

Ronda.

Tenía un mostrador a la derecha. Se ensanchaba al fondo, donde quedaba un espacio

más grande, en semipenumbras.

138
Ahí estaban los libros más viejos, metidos en estantes remotos que me dejaron

revolver. Antes de abrirlos tuve que soplarlos arriba para sacarles las pelusas que se les

acumulaban.

Encontré tesoros escondidos. Julio Verne, Salgari, “La isla del tesoro” de Robert Louis

Stevenson (me acuerdo nombres y apellido del autor), “Las aventuras de Tom Sawyer”,

todos aparecieron descoloridos, con manchitas de humedad en las tapas, o las hojas

pegadas, a un precio que era la décima parte del que tenían los que estaban en la

vidriera. Hasta “Los tres mosqueteros”, que era gordísimo, lo encontré por un precio de

risa.

Papá y Silvina se quedaron adelante. Ella mirando cositas para la escuela, y papá

charlando con el dueño, que se llamaba Coto Cortiglia. Era un tipo bajito, gordo y de

cabeza redonda, medio pelado, y de anteojos, que hablaba despacio, como si no quisiera

romper el silencio mágico que reinaba. Te trataba con tanta amabilidad, que te daban

ganas de comprarle algo por puro agradecimiento.

Parecía que se habían olvidado de mí.

Entonces yo recorrí, miré, toqué, olí. Era un mundo de papel, creado por gente que

se había pasado la vida escribiendo sólo para mí, para que yo eligiera sus libros, y los

leyera a la velocidad del rayo, o descartara en las tres primeras hojas.

Estaban ahí, en estanterías que llegaban hasta el techo, mezclados, de distintos tamaños,

escritos en todos los idiomas, parados, acostados, apilados. Me pedían por favor que los

comprara, que si yo no los leía, quedarían condenados al olvido irremediable.

Me sentí poderoso, único, porque no encontré a otra persona recorriendo esos pasillos.

Todas esas obras me necesitaban a mí, a Totito, el único lector de la Creación, que

apenas alcanzaba al segundo estante, y estirándome mucho.

Al primer golpe lo sentí en la espalda.

139
Tan fuerte que me tiró sobre los libros e hizo que me golpeara la cara contra un estante.

Empecé a toser.

Me sujetaron de los pelos hasta casi arrancármelos.

Después me agarraron de los pies y me revolearon hacia arriba. Pegué contra el techo y

caí como un muñeco encima de mi mano izquierda.

Distinguí la voz de altoparlante:

-Terminaste con mi gente pero al menos te mataré.

Me rompió la remera y me lastimó el pecho.

-Te arrancaré el corazón.

Yo apenas podía respirar. Me dolía todo el cuerpo y no podía moverme.

La boca se me llenó de sangre y me ahogué con ella.

En ese momento supe que iba a morir.

Pensé “Me voy con la abuela”.

No era tan mala la muerte después de todo.

Desde lejos oí la voz de Marcelo Mene que me gritaba.

Alcancé a decirle entre hipos y toses:

-Está el Hombre de los Ojos Verdes.

Antes de perder el conocimiento lo escuché decir:

-Pero si eso fue un invento mío. Ese Hombre no existe.

Vi un fueguito naranja que nadie más pudo ver.

Quise reírme… pero la muerte ya me tapaba como una frazada roja.

XXXII

140
El funeral fue impresionante, con una concurrencia tan grande, que parecía que el lugar

del velatorio se iba a reventar de la cantidad de gente, arreglos florales y palmas que

enviaron.

Se veía a Basilio que lloraba como un chico, gente que se abrazaba y gritaba. Otros, en

cambio, charlaban en voz alta y se reían de chistes estúpidos como si fueran las bromas

más ingeniosas del mundo, otros rezaban y se santiguaban sin ton ni son.

Las empleadas de la panadería como siempre pero sin los delantales azules, parecían

disfrazadas.

El Chilo, con un pie apoyado en la pared, miraba a la gente con un ojo y con el otro

buscaba a los misteriosos de los números secretos.

Los chicos del barrio, a pleno, sin perder detalle de este primer velorio.

Los tres Bidarte engominados y con Diego a upa, Rafido hecho un croto, Marcelo Mene

pensando en la caña de pescar nueva que le habían regalado, y Silvina con Horaca

hablándole al oído.

A mí todo eso me parecía sin sentido, porque la Pona no tenía forma de ver cómo se

gastaban en ella.

Yo todavía tenía un yesito en la mano izquierda que me venía bien para no hacer nada

en los primeros días de escuela, y un apósito entre la nariz y el labio, que sirvió para

que me apodaran “Bigote Blanco”. Por el contrario las Siete Cabritas habían

desaparecido.

En realidad fuimos porque se había corrido la bola de que iban a repartir masitas de

confitería. Algunos habían dicho que hasta merengues iban a dar. Yo a eso no lo creía

porque no era un velorio lugar para andar comiendo merengues con todo el miguerío

que hacen. Después vimos que no repartían nada pero ¿qué íbamos a hacer? Ya

estábamos metidos en el velorio, no nos quedó más remedio que quedarnos.

141
A los hijos de Pona los abrazaban y besaban como si fueran ellos los muertos.

Allí aprendimos que en los velorios no hay que hacer nada, solamente quedarse parados

esperando que todo termine. Yo pregunté por qué no le cerraban el cajón y se la

llevaban. El Guille me contestó que había que esperar por si resucitaba.

La Enana se sacaba los anteojos y con un pañuelo blanco se secaba las lágrimas. Daba

la sensación de que estaba la misma Pona llorando su muerte adentro de un pozo.

Algunas viejas compungidas la rodeaban y trataban de consolarla.

En un momento quedó sola y fue hacía el cajón de Pona con su paso de pingüinito. Yo

estuve tentado de imitarla pero había mucha gente y si alguno se avivaba me mataba, de

modo que me contenté con seguirla.

Cuando estuvo al lado puso una mano sobre el pecho de su hermana. Miró hacia los

costados. No vio que yo estaba detrás.

Me llamó la atención la mano que no se movía pero parecía crecer.

Me acerqué un poco para verla mejor, y noté que los dedos se le transformaron en

plastilina naranja.

Mi primera intención fue gritar para que todos vieran pero preferí callarme para

entender qué hacía.

En ese momento se oyó un rumor y los dedos se le hicieron comunes de nuevo. Di un

paso al costado y me salvé de que me viera.

La razón del murmullo era que había entrado Riso con todo su disfraz y la gente se

apartaba para dejarlo pasar.

Traía el sombrero de hongo en una mano y el bastoncito en la otra.

Miró a Pona con cara de muñeco y le hizo una reverencia a la enana.

Ella le sonrió y le dijo en voz baja:

-Señor Rii-Soo, el Viajero del tiempo.

142
Y él le respondió:

-Señora E-Naa-Naa, la Constructora del cofre.

Hablaron en secreto. Yo pude escucharlos porque me hice el disimulado y deben haber

creído que no los oí.

Quedaron mirándose como si se estuvieran comunicando con la mente.

En un momento Riso dio media vuelta y se fue sin saludar.

En eso se me acercó Silvina y me dijo:

-¿Viste que la Pona está blanca como un lechón crudo?

Yo estaba en otra cosa, pero no pude dejar de decirle:

-Sos un animal, ¿cómo vas a hablar así de una persona muerta?

Y ella con tono ceremonioso:

-Los lechones crudos también están muertos.

- Sos una bruta.

-Toto no le hables así a tu hermana- me dijo Horaca parado junto a ella.

-¿Vos por qué te metés?- le pregunté molesto – ¿No la oíste? Es una hereje.

Él en vez de contestarme, miró a mi hermana y le dijo algo así como:

-Tendríamos que haberlo dejado caer, nomás.

Se mezclaron entre la gente dejándome parado como un bobo.

Encontré a Marcelo Mene haciendo movimientos como si tuviera una caña de pescar.

-Estoy pescando en un mar de gente- y después de mirarme el yeso, agregó –Decí que

Silvina corrió hasta casa y pude pararte.

La busqué para que me aclarara eso, y la encontré hablando con la enana.

Al verme quedaron calladas.

-¿Vos me ayudaste?- le pregunté.

Ella se puso colorada y me contestó:

143
-Leía tus Informes del guardián de la Justicia.

Se acercó la Enana y dijo:

-Sil-Vi-Naa la que ve a los naas- y mirándome con ternura agregó-Ella te cuidó todo el

tiempo.

Abracé a mi hermana y sentí el dolor feo en la garganta como cuando estoy por llorar.

Ella se quedó quieta pero no lloró.

La gente nos daba el pésame.

En ese momento sentí que se me aflojaba el primer diente.

Después se le acercó una amiga de mamá que estaba muy enferma a contarle todos sus

achaques, y Silvina le dijo: “Bueno, peor está la Pona”.

Había algo que me daba vueltas en la cabeza y se lo pregunté a la Enana:

-Señora Enana ¿Y si me mataban? ¿No cree usted que con ocho años soy chico para

enfrentar tantos peligros?

Y sin cambiar su cara de angelito enano me respondió:

-Si, pero era mejor sacrificar un solo chiquito y no toda la ciudad Siete Dolores.

XXXIII

Luego sacaron a toda la gente del cuartito donde estaba el cajón.

Entraron unos tipos de negro con moñito. Trajeron un martillo gigante y otras cosas.

Cerraron la puerta, se quedaron solos con la muerta, y se escucharon martillazos. Con

cada uno, las viejas gritaban: “Oh”. “Ah”. “Oh”. Yo pregunté qué martillaban, y otra

vez me contestó Guille: “La clavan al cajón para que no se la lleven los gusanos”.

Después la cargaron hasta un coche fúnebre grandísimo y se fueron despacio.

Los seguían todos los autos que eran como quinientos. Andaban tan lentamente que uno

podía seguirlos a pie.

144
Nosotros fuimos en bicicleta, pasándolos como parados. Cuando se enteró mamá casi

me mata.

Llegamos al cementerio junto con los coches fúnebres, después de pasar como a veinte

cuadras de autos.

El cementerio en esa época estaba pintado de verde.

Una vez papá me contó que su color cambiaba con cada intendente.

Dijo que habían pasado años con el cementerio sin pintar, hasta que a un intendente se

le ocurrió pintarle todas las paredes color rojo.

Quedó horrible. A partir de entonces, toda la gente empezó a hablar del mal gusto del

intendente. Decían eso parecía cualquier cosa menos un cementerio, que había

arruinado la ciudad, y cosas así. La pintadita le costó la intendencia.

El próximo, más vivo, lo pintó blanco. La gente empezó a decir que con la cantidad de

cosas que había para hacer en el pueblo, a éste se le ocurría gastarse la plata en pintar de

nuevo el cementerio, que ya nos habíamos acostumbrado, y rojo quedaba lindo. El

próximo lo pintó azul.

Así empezó una guerra de los candidatos por la pintada del cementerio. Decían cosas

tales como: “Por una Siete Dolores limpia y un cementerio amarillo”, y los partidarios

de cada uno, pintaban sus casas del mismo color. Hasta se hacían apuestas y se

desenmascaraban adivinas preguntándoles qué color sería el próximo.

Papá dijo también que al final, uno recordaba en qué momento morían las personas por

el color del cementerio. Creo que la costumbre todavía se mantiene.

Y cuando murió la Pona era color verde.

El padre Miguel le dio una misa en la capillita.

La entraron caminando despacio hasta un nicho que no me acuerdo dónde quedaba

porque dimos varias vueltas.

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Antes de dejarla, alguien dijo unas palabras que debieron ser muy ciertas porque todo el

mundo decía “si” con la cabecita.

Mientras hablaba yo no sabía qué hacer. Me puse a mirar a la gente. Descubrí que al

lado mío había una nena que tenía unos ojos color verde claro inmensos. Cuando ella

me miró, le dije en voz baja algo gracioso acerca del que hablaba. Se empezó a reír

bajito y tapándose la boca. Era linda.

Cuando el hombre terminó de hablar, dejaron a la Pona en el nicho.

Después cada cual para su casa.

Menos nosotros dos que nos quedamos charlando un ratito más.

Informe final:

Como esta es la última hoja del cuaderno, no voy a escribir más.

Igualmente estoy cansado de tanta lucha.

Si necesitan un Guardián la tienen a Silvina.

Yo haré otras cosas.

Marcelo Mene me invitó a pescar.

Y se me cayó el primer diente, los ratones me dejaron cinco pesos y tengo

que pensar en qué gastarlos.

E. que ya no es G. J.

Y la conocí a Patricia que ya tiene nueve años y es casi tan linda como mamá

y me dijo que eso del Guardián de la Justicia es cosa de chiquitos.

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12 octubre de 2009

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