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ANTOLOGÍA NUEVA

LOS CASIBANDIDOS QUE CASI ROBAN EL SOL


Triunfo Arciniegas, Los casi bandidos que casi roban el sol. México, SEP-FCE, 1995.
Eran tres bandidos de gruesos bigotes que todo hacían mal. Y una mujer morena. Uno era alto y
jorobado, se llamaba Plutonio. Otro era gordo y calvo, se llamaba Plutarco. Y el otro era un enano de
ojos verdes que estornudaba cada tres minutos; se llamaba Plumero.
Usaban en la cara pañuelos negros siempre que robaban y como casi siempre estaban robando casi
nunca se veían los bigotes. Los domingos lucían sombrero negro. Eran tristes y malhumorados.
Todo les salía mal. Si robaban una gallina, la gallina armaba tal escándalo que todo el mundo se
despertaba y espantaba a los bandidos. Sólo quedaba un reguero de plumas y los bandidos se acostaban
sin comer. Si robaban un banco, la policía los atrapaba y los bañaba con estropajo. Si robaban a una
viejecita, el asunto resultaba peor, porque la viejecita los agarraba a bolsazos hasta dejarlos medio
muertos. Y en casa, sus esposas les tiraban las orejas hasta dejárselas como un clavel.
No eran bandidos del todo, ni siquiera tenían diploma. Eran casibandidos.
Antes eran siete, siete terribles y espantosos bandidos. Pero como a principio les iba tan mal como
ahora, uno tras otro se retiraron. El primero se dedicó a repartir cartas porque sabía montar en bicicleta;
otro se subió a un barco y nunca más se supo de él; otro se hizo zapatero y consiguió novia; el último en
abandonar la distinguida sociedad de bandidos se dedicó a cantar en la calle y llenó de monedas el
sombrero.
Por último, las mujeres que los esperaban en casa se fueron con unos vendedores de flores que pasaban
por ahí.
Una vez los tres bandidos, que ahora barrían la casa, tendían camas y lavaban ropa, robaron un helado
de fresa y salieron corriendo. Como era mediodía, el sol les derritió el helado antes de saborearlo.
–Hermanos, tengo una idea luminosa –dijo el bandido mayor, rascándose la joroba contra la pared–.
Robemos el Sol, que nos derritió el botín.
–Así nadie nos humillará nunca más –dijo el segundo bandido.
–Seremos poderosos, famosos, hermosos –dijo el bandido enano, después de estornudar.
Rompieron unas ventanas y vino la policía y se los llevó por revoltosos.
Nadie les creyó el cuento del Sol.
Un poco más y terminaban en un manicomio.
Al salir de la cárcel, todavía pensaban en el Sol.
–Ya sé –pensó Plutonio–. Lo atraparemos dormido.
–Ya sé –dijo Plumero–. En su casa
Y el jorobado, el gordo y el enano se fueron de noche a buscar la casa del Sol.
Todavía la están buscando.
LAS GOLOSINAS SECRETAS
JUAN VILLORO
Todas las noches Rosita se maquillaba a escondidas. Sus papás se quedaban dormidos después de ver
las aburridas noticias de la tele y ella corría al baño para pintarse como una actriz de cine.
Cuco y Fito eran excelentes devoradores de golosinas. Siempre tenían un caramelo en la boca. Como
todos los niños de la colonia, estaban enamorados de Rosita. Cada vez que la veían, se atragantaban de
la emoción y tenían que correr a la tienda de don Silvestre a tomar refrescos de emergencia.
Pero había alguien que odiaba a Rosita con toda su alma: la gorda Tencha. En opinión de Tencha, Rosita
era una presumida que se creía la divina garza.
-No sé cómo les puede gustar Rosita. Yo, en cambio, soy un pimpollo de hermosura -decía la gorda
Tencha.
La verdad es que Cuco y Fito soportaban a la gorda sólo porque era buenísima en fútbol. Pegaba unos
cañonazos formidables. Gracias a su potencia, el equipo de Cuco y Fito era el mejor de la colonia.
Casi todas las tardes, jugaban fútbol en un lote baldío. En una ocasión Rosita fue a ver el partido. Fito
estaba de portero. Al descubrir a Rosita se quedó como estatua y no se fijó en la pelota que iba
directamente a su cabeza. Se desmayó con el pelotazo.
-Fue por mi culpa -dijo Rosita. Ignorando la cara de fuchi que le hacía la gorda, corrió hacia Fito y le
acarició el pelo hasta que despertó.
Cuando Fito abrió los ojos vio todo borroso, como si estuviera en el fondo del mar, pero poco a poco fue
distinguiendo la cara de Rosita. Esta vez no se atragantó, porque no tenía ningún dulce en la boca, pero
sintió un extraño cosquilleo en la nariz, como si tomara un refresco con mucho gas.
-No soporto las escenas románticas -dijo la gorda Tencha, y se fue del lote baldío, llevándose su balón de
cuero.
Esa noche, la gorda vio un programa de televisión que le dio una idea terrible: desaparecer a Rosita,
borrarla del mapa como si fuera un dibujo en un cuaderno. Resulta que en el programa se presentaba
un nuevo invento: el lápiz labial que hacía invisible a la gente. Como muchos otros inventos raros, éste
sólo se podía comprar en Estados Unidos. La gorda pasó varios días pensando y pensando en la manera
de conseguir el lápiz labial. En eso estaba cuando su mamá le anunció que haría un viaje a Estados
Unidos.
La mamá de la gorda era conocida en la colonia como la supergorda y su abuela como la recontragorda.
Las tres juntas pesaban tanto que no había elevador capaz de levantarlas.
Según Tencha, su familia estaba enferma de algo extraño llamado “obesidad”. Eso de la obesidad se
volvió tan problemático que un día la supergorda y la recontragorda no se pudieron poner los zapatos
porque sus panzas impedían que las manos llegaran a los pies. Fueron a ver al famoso doctor Martínez.
El pobre doctor no las pudo pesar en su báscula, que sólo aguantaba 120 kilos, y las mandó al
aeropuerto, donde hay básculas especiales para carga pesada.
Después de analizar científicamente su gordura, el doctor Martínez les recomendó un tratamiento en
Estados Unidos, país donde hay muchas especialidades para gordos: zapatos tan grandes que las
agujetas son largas como espaguetis, cafeterías donde las leches malteadas se sirven en cubetas, camas
tan amplias como canchas de tenis y, por supuesto, doctores flacos expertos en gordos.
La gorda Tencha le pidió a su mamá aquel lápiz de labios terrible, fingiendo que se trataba de un
cosmético común y corriente.
-Ay, hijita, merengue de mi corazón, no sólo eres hermosa sino también coqueta. Está bien, te lo traeré -
le dijo su mamá mientras se daban un gordo abrazo de despedida.
La supergorda y la recontragorda adelgazaron un poco. De 175 y 180 kilos pasaron a 115 y 118, así es
que en vez de melones parecían toronjas y ya se podían pesar en la báscula del doctor Martínez.
-Toma tu lápiz, pimpollo del alma –le dijo su mamá a la gorda Tencha.
Esa tarde estuvo tan contenta que rompió su récord de goles. Una nueva sonrisa le cruzaba la cara. El
peligroso invento reposaba en su bolsillo, junto a su buñuelo mordisqueado.
Rosita se asomó al lote baldío y le guiñó un ojo a Fito. La gorda se acercó a saludarla y le dijo:
-Reconozco que eres la más hermosa de las dos. Toma, te regalo este lápiz labial.
Como todas las noches, Rosita se maquilló a escondidas. Se puso las pestañas postizas de su mamá
frente al espejo del baño y luego se fue a su cuarto, encendió la luz, se tendió en la cama, sacó un
espejito de bolsillo, abrió el lápiz que le regaló la gorda y se lo puso con cuidado. Después se mordió los
labios como había visto que hacían las actrices en el cine.
En ese momento desapareció. Su pijama y sus pantuflas quedaron sobre la cama y las pestañas postizas
encima de la almohada.
Al día siguiente, en la colonia sólo se hablaba de la desaparición de Rosita. Fito no quiso jugar fútbol.
Decidió ir a la tienda de don Silvestre.
Don Silvestre era la persona más sabia del barrio. Había sido marinero y contaba historias de sirenas y
naufragios. Además conocía todas las golosinas. Tenía un delfín tatuado en el antebrazo. A Fito le
gustaba ver el delfín que parecía zambullirse entre las bolsas de celofán para escoger los dulces más
sabrosos.
Fito le contó de la desaparición de Rosita.
-¿Así es que sólo las pestañas postizas, la pijama y las pantuflas quedaron sobre el colchón? -preguntó
don Silvestre, retorciéndose el bigote-. Es muy probable que se haya vuelto invisible. Tal vez yo pueda
ayudarte. Vamos al cuarto de las golosinas secretas.
Don Silvestre abrió una puerta de metal y pasaron a un cuarto repleto de maravillas: cientos de donas
esponjaditas, peritas de anís, buñuelos crujientes, paletas de azúcar quemada, malvaviscos gordinflones,
nueces garapiñadas, chicharrones con chile piquín, cacahuates confitados, todo, absolutamente todo lo
ácido, dulce y picoso del universo.
Pero había algo más.
Don Silvestre abrió una caja de cartón que contenía bolsitas con hojuelas de muchos colores.
-Éstas son las golosinas secretas -dijo con voz de capitán de barco-. Las conseguí en mis viajes. Son los
dulces mágicos del mundo entero.
Fito abrió los ojos como si estuviera frente a un platillo volador.
-Para hablar con alguien invisible es preciso ser invisible -explicó don Silvestre y puso unas hojuelas
azules en la mano de Fito-. ¡Éstas son las hojuelas de lo invisible! El problema es que sólo podrás buscar
a Rosita en tres lugares diferentes. Después, las hojuelas perderán su efecto. Para encontrarla debes
seguir una pista.
Casi siempre la gente que se vuelve invisible se va a su sitio favorito. Si descubres en qué pensaba ella
antes de desaparecer sabrás a dónde fue a dar.
-¿Y qué hago si la encuentro?
-Para que Rosita vuelva a ser de carne y hueso necesitas esto.
Don Silvestre sacó un lápiz labial que tenía en una caja plateada y siguió explicando:
-En mis viajes conocí todo tipo de países. En los más adelantados hasta las bromas son industriosas, es
decir, modernísimas. Hay lápices de labios que desaparecen a quien se los pone. Este es el contralápiz.
Pero es importante que sepas usarlo. Si pones el lápiz en otra parte que no sea la boca de Rosita,
digamos en su nariz, se convertirá en una niña espantosa y deforme. Para que tú vuelvas a ser visible
bastará con que ella te dé un beso.
Fito no entendió muy bien eso de las bromas industriosas, pero se dio cuenta de que el asunto era más
complicado de lo que él imaginaba. Por primera vez en sus doce años, las manos le sudaron de nervios.
-Piénsalo bien antes de atreverte. Recuerda que sólo tienes tres oportunidades para encontrarla y que
no debes fallar al poner el lápiz sobre sus labios.
-¡Me aviento a todo! -gritó Fito.
-Toma las hojuelas.
Fito masticó esos dulces extraños que sabían a zanahoria con canela. Caminó hacia la calle, esperando
volverse invisible de un momento a otro. En cuanto puso un pie en la banqueta vio algo increíble: la cara
de don Silvestre se había vuelto verde como un pepino y sus cejas anaranjadas como gajos de
mandarina. El cielo era color de rosa y las nubes cafés como malteadas de chocolate. Los perros
callejeros eran azules y la calle verde claro, igualita a un campo de fútbol. Los postes de luz eran azules y
blancos como pirulís y Fito tuvo ganas de lamerlos. Ya estaba acercando la lengua a un poste cuando
sintió un jalón. Era don Silvestre.
-¡Caramba! ¡Me equivoqué! Te di las hojuelas de los colores imposibles. La única manera de disolverlos
es tomando catorce refrescos de manzana.
-¡Híjole! -exclamó Fito, que sabía que tantos refrescos eran malísimos para el estómago y los dientes,
pero ya estaba dispuesto a todo.
Cuando llegó al refresco número catorce sintió que su panza se inflaba como un balón de fútbol
americano. En ese momento dejó de ver las cejas anaranjadas de don Silvestre que tanto le gustaban.
-Espero no equivocarme esta vez, pues tengo hojuelas para caminar al revés, para atravesar paredes,
para andar de manos y para que el tiempo pase tan rápido que cumples sesenta años en lo que te tomas
un plato de sopa. ¡Estas son, sí, seguro que son éstas! ¡He aquí las hojuelas de lo invisible!
Don Silvestre puso un puñado de hojuelas color grosella en la mano derecha de Fito; en la izquierda,
puso el contralápiz.
Mientras masticaba las hojuelas, Fito sintió comezón en los pies y se quitó los zapatos para rascarse.
Cuando desapareció estaba en calcetines.
La ropa real de Fito quedó en el piso, pero él podía tocar los botones de su camisa, que se había vuelto
una camisa imaginaria.
-¡Don Silvestre, póngame los zapatos! -gritó Fito, pero su amigo ya no podía oírlo. Además, sus zapatos
no se habían vuelto invisibles. En caso de que se los pusiera, la gente vería unos sospechosos zapatos
que caminaban solos.
Así es que mejor salió de la tienda sintiendo el piso bajo sus calcetines invisibles. Lo único visible era el
lápiz con el que debía hacer que Rosita volviera a ser real.
El lápiz labial parecía flotar en la calle. Por fortuna la gente se fija muy poco en las cosas pequeñas. Sólo
un despistado vio aquel lápiz que andaba suelto, pero pensó que tal vez se trataba de la famosa mosca
africana que según los periódicos estaba a punto de llegar a México.
Fito no quería malgastar sus tres oportunidades de encontrar a Rosita. Era importantísimo descubrir en
qué pensaba antes de desaparecer.
-Ya sé: en el cine -dijo Fito, junto a un policía que no oyó nada de nada.
Entró al cine sin pagar. Se encontró a la gorda Tencha en la dulcería y le robó un puñado de palomitas.
Las palomitas hacían flop, cuinch, mientras desaparecían en el aire, ante los ojos de vaca asustada de
Tencha.
A media película, Fito gritó:
-¡Rositaaaaa!
No hubo respuesta. Aunque la película era buenísima (trataba de marcianos y naves espaciales), Fito
decidió salir del cine. No podía perder tiempo.
El segundo lugar que se le ocurrió visitar fue el salón de belleza, pues a Rosita le encantaba maquillarse.
El salón estaba lleno de señoras con peinados que parecían pasteles de boda. Las empleadas del salón
conocían los lápices de labios muy bien. Ahí no había ningún despistado que pensara en la mosca
africana. Al ver el lápiz que flotaba en el aire trataron de atraparlo. Fito corrió tirando frascos. Llamó a
Rosita pero tampoco ahí hubo respuesta. Salió del salón antes de que le arrebataran el lápiz. Las
empleadas vieron el tubito que desaparecía por la calle y temieron que también salieran volando las
pinzas para cejas, los peines y las pelucas.
Fito estaba preocupado. Sólo le quedaba una oportunidad de encontrar a Rosita. ¿Dónde estaría? Se
puso a pensar y a pensar, como cuando estaba en la escuela y no era capaz de dibujar un malvado
triángulo isósceles.
En eso un perro le empezó a ladrar al lápiz labial que se columpiaba en el aire. Era un pastor alemán y
Fito tuvo miedo de que lo mordiera. Corrió rumbo al único sitio donde podía estar solo: el lote baldío.
Los pies le dolían de tanto correr en calcetines. Estuvo largo rato viendo el pasto que crecía en desorden
y recordó el día en que fue derribado por el balonazo. Pensó en los ojos brillantes de Rosita. Y entonces
se le ocurrió que tal vez ella también se acordaba de ese momento. Sí, a lo mejor ella había pensado en
el lote baldío antes de desaparecer.
-¡Rositaaaaa! -gritó con todas sus fuerzas.
No hubo respuesta. Fito caminó rumbo a la calle, muy triste por haber fracasado. De pronto oyó una voz
detrás de él.
-Aquí estoy, zonzo.
Corrió de regreso. Rosita estaba cerca de la portería.
-Tengo mucho frío -dijo Rosita.
Fito destapó el lápiz labial y recordó lo que le dijo don Silvestre: si no acertaba en los labios, Rosita se
volvería tan fea como un orangután. Pero Fito había visto tantas veces a Rosita, que le bastó oír su voz
para calcular dónde estaba su cara. Se sentía capaz de acertarle hasta al lunar que ella tenía en la frente.
Con gran seguridad, la mano de Fito dibujó una pequeña boca en el aire.
Rosita reapareció con su piyama de borreguitos, pestañas postizas y perfectamente maquillada.
-Ahora me tienes que dar un beso para que yo aparezca.
Fito tuvo miedo de que Rosita no le quisiera dar un beso, pero ella se paró de puntas con sus pantuflas y
le estampó un preciso y sonoro beso en la mejilla.
Fito reapareció con todo y sus calcetines empolvados.
Al día siguiente don Silvestre volvió a guardar el lápiz mágico en el cuarto de las golosinas secretas. La
gorda Tencha hizo tal coraje al ver a Rosita que se comió un enorme pay de limón y se indigestó. Cuco
felicitó a su amigo, aunque no le creyó eso de que se había vuelto invisible masticando unas hojuelas
color grosella.
Don Silvestre preparó jugos riquísimos para Fito y Rosita. Fito nunca había visto nada tan amarillo como
esos jugos, ni siquiera cuando tomó las hojuelas de los colores imposibles. Entonces se dio cuenta de
que había algo tan poderoso como las golosinas secretas. Bastaba con tomar a Rosita de la mano para
que el mundo tuviera otros colores.

LA LUZ ES COMO EL AGUA de Gabriel García Márquez,


En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle
sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el
piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque
les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer
año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que
era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la
línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por
el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por
las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y
señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de
la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron
correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y
navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la
poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar
un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la
brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra
firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo:
máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-
. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho
son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos
años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa
misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en
su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en
París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por
debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían
perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron
diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué
querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los
compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana
vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se
derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que
iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada
de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos
niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua
como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus
propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para
bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos
que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de
dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá,
y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la
película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los
remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los
tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y
flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer
pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla
contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto
tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la
escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni
río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

LOS JUEGOS DE CAROLINA Y GASPAR de Augusto Roa Bastos

Esa mañana Carolina y Gaspar se aburrían soberanamente con la institutriz, una señora antigua y algo
maniática, que venía a darles clases particulares para "sacarlos" de su atraso en la escuela. Esa mañana,
además, estaban disgustados con la institutriz, la señorita Petra.
Ella les iba mostrando sus colecciones de insectos clavados con alfileres en cajas de celofán. Moscas
enormes, abejorros, libélulas, cigarras, luciérnagas, mariposas de todas las especies: un cielo entero de
insectos voladores ahora inmóviles y sin vida. Los chicos decían que la historia natural que enseñaba la
señorita Petra era una historia antinatural, porque lo natural era que esos bichitos volaran alegremente
su vida. Eso es lo que murmuró Carolina por lo bajo, esa mañana:
-Esos bichitos deberían estar volando por el aire como los pájaros, como nosotros...
-¡Silencio, niña! ¡No refunfuñe-la retó la señorita Petra con sus anteojuelos de marcos de oro montados
en la punta de su nariz-. ¡Hay que tomar en serio las cosas, caramba!
Le tocó el turno a Gaspar. La señorita Petra le señaló con el puntero una mariposa de las llamadas
Coronas Boreales. Debió de ser muy hermosa en vida. Antes de estar clavada allí habría sido un
verdadero pedacito de arco iris. Ahora parecía apagada. Sólo brillaba entre sus alas la cabeza de bronce
del alfiler que la sujetaba en la caja.
-¿Qué es esto, alumno? -preguntó la señorita Petra.
-¡Eso es un crimen! -contestó Gaspar, lleno de repugnancia y tristeza.
La institutriz amaba mucho sus colecciones de insectos y detestaba a los niños atrasados y respondones.
-¡Vaya al rincón hasta el final de la clase!-le ordenó con la larguísima uña de su dedo índice.
Carolina lo alentó al pasar con uno de esos gestos incomprensibles que sólo ellos entendían.
-¿Por qué esos insectos no están libres? -preguntó Carolina algo maliciosamente a la señorita Petra.
-Porque están muertos -dijo ella, ajustándose los anteojuelos-. Ahora nos sirven para que estudiemos
sobre ellos.
-Pero los bichitos muertos no pueden enseñarnos nada -protestó Carolina.
La señorita Petra cerró sus cajas, se encajó en la cabeza su gorro puntiagudo y se marchó también
disgustada esa mañana.
Esto sucedió antes de que Carolina y Gaspar hicieran el gran descubrimiento de los muñequitos, hijos
del sol y de la luna. Pero esa es otra historia. Y en ésta sólo hablaremos de Carolina y Gaspar, los primos
que se querían como hermanos y que eran los mejores amigos del mundo.
Lo cierto es que, en la escuela, los demás alumnos los miraban como a dos bichos raros. Eran los peores
del grado, pero eran los mejores en los juegos.
Ya desde el jardín de infantes sobresalían entre todos por su habilidad para correr y saltar, hacer
morisquetas y contorsiones imitando a los animales, por su imaginación para dibujar con lápices de
colores, pegar figuritas en los cuadernos o modelarlos en plastilina. Nadie como Gaspar y Carolina para
jugar a las escondidas, el martín-pescador, a la farolera, el arroz con leche, a la mancha. Pero no
solamente se destacaban en los juegos comunes. También sabían inventar otros nuevos.
Fabricaban telefonitos con hilo de carretel y cajas de fósforos. Hacían musiquita con botellas vacías de
Coca-cola cantando a compás el cantito de la Coca-cola.
Imitaron la voz del mar y de los lobos marinos con un organito de caracolas.
Con trozos de espejos formaron espejismos y danzas de figuras que parecían llegadas desde lejanos
países y hasta desde otros mundos planetarios.
Con trozos de cristales fabricaron telescopios y anteojos de mirar al revés para contemplar el país de
Nunca-Jamás...
Carolina cantaba:
Jugamos en la lluvia
sin mojarnos...
Y Gaspar cantaba:
Sobre los charcos navegamos
con el paraguas al revés
y cruzando el mar el mar
en una cáscara de nuez...
Así como fue también inventaron un lenguaje. Su propio lenguaje. Empezaron hablando al revés; cada
vez más ligero al revés.
al vés-re... al vés-re... al vés-re
dieron vuelta al lenguaje como una alfombra y llegaron muy atrás; seguramente a los primeros
balbuceos, al idioma primitivo de los primeros hombres, a la edad en que también los animales
hablaban como los hombres:
El tiempo en que la luna y el sol
jugaban juntos.
El tiempo en que el cielo de la noche
y el cielo del día eran un solo cielo.
El tiempo en que el fuego
y el agua jugaban juntos...
Carolina y Gaspar llegaban por el camino del primer lenguaje a la primavera del mundo y conversaban
con los grandes y pequeños animales de la era prehistórica. No les temían, y hasta se llevaban muy bien
con ellos. Se hicieron amigos de un gliptodontetatarabuelo que les contaba historias de cuando las
aguas del mar se retiraron de la tierra después del diluvio. Se hicieron amigos de los pájaros y
especialmente de las golondrinas.
. Ellos volvían a contar estas historias a los demás chicos. Pero, claro, nadie les creía.
Acabaron llamándolos "los loquitos", "los faroleros", les pusieron otros muchos nombres y motes que
es mejor no repetir.
Todo esto sucedió antes de que Carolina y Gaspar descubrieran a los muñequitos.
Carolina y Gaspar no leen los diarios, ni siquiera las historietas de los diarios, ni revistas de historietas.
-¿Por qué ustedes no leen por lo menos las aventuras de Superman?
--les preguntó Casimiro, el sabelotodo de gruesos anteojos de miope.
-Porque son muy idiotas y aburridas. Siempre cuentan lo mismo. Y el Supermás ese no es más que un
supermenos. Y nosotros volamos como él. No, mejor, mucho mejor que él, porque los pájaros nos
enseñaron a volar.
Los demás alumnos se rieron a carcajadas y les hicieron toda clase de burlas y de bromas.
Cantaban y gritaban en coro dando vueltas alrededor de ellos como endemoniados pieles-rojas:
Gaspar y Carolina
son unos charlatones
¡Vuelan como ratones
y no van ni a la esquina!
-¿Quieren ver si volamos o no-los desafió Gaspar, cuando ya estahan por arrancarles las cabelleras como
hacen los pieles rojas con los enemigos vencidos.
Esa mañana, en el recreo, Carolina y Gaspar inventaron el rachachá-tum-tum-volarum-volarum, que es
un juego muy bonito, pero extraño y difícil: cada uno de los que juegan debe sostenerse todo el tiempo
en el aire mientras los demás cuentan abajo cuentos de nunca acabar. Todos, unos tras otro, caían como
piedras al saltar de una silla, una pared, o desde la ramade un árbol.
Solo Carolina y Gaspar quedaban suspendidos en lo alto, quietos como picaflores. Luego, cuando los
llamaban para descubrir la adivinanza final, descendían suavemente como por un tobogán invisible.
Después de ver esto, los demás les creyeron un poco. Hasta escucharon en silencio la historia que les
contó Carolina de que todos los veranos, cuando volvían las golondrinas, se iban a aprender a volar con
ellas en un parque que nadie conocía porque estaba a la vuelta del país de Nunca-Jamás.
-Un invierno nos iremos con ellas hacia el sol del norte y no volveremos hasta el verano siguiente.
De nuevo retumbó el coro de las burlas:
¡Carolina y Gaspar
son unos mentirones:
golondrinas-ratones
que no saben volar...!
Carolina y Gaspar seguían siendo los peores alumnos del grado.
Papá Máximo y mamá Mirta, padres de Carolina, tanto como papá Augusto y mamá Carmela, padres
de Gaspar, empezaron a preocuparse seriamente por la "rareza" de sus chicos.
Mamá Mirta, hermana de papá augusto, la más preocupada de todos, dijo dándose ánimos:
-¡No les hagan caso! Ya se les va a pasar. Los juegos son la manera que ellos tienen de descubrir el
mundo, de hacer su mundo. ¡Son cosas de chicos!
-¡Qué cosas de chicos ni ocho cuartos! dijo papá Máximo, experto en malacología, que es la ciencia de
los moluscos y las conchillas- han desaparecido ya casi todas mis herramientas, mis caracolas, mis
piedras preciosas. Y yo sé adónde han ido aparar. ¡A mano de esos dos malandrines!
Papá Augusto y mamá Carmela, artistas plásticos, más que un poco asustados, estaban maravillados y
orgullosos a reventar de su Gaspar.
-¡Genios! ¡Van a ser unos genios! -exclamó mamá Carmela.
¡Qué genios ni qué genios! farfulló afónicamente papá Máximo-. ¡si han vuelto a aplazarse este mes en
todas las materias! A este paso, acabarán echándolos de la escuela.
Discutieron largamente el caso. Al final decidieron tener en observación a los dos inventores de juegos,
a costa de un riguroso encierro y resolvieron contratar a la institutriz para que les diera clases
particulares.
Carolina y Gaspar tenían que recuperar lo perdido a juicio de los papás. A juicio de los chicos, la
penitencia era como perder lo ganado; era casi tanto como perder el juicio.
--¡Y esa señorita Petra tan repelente con sus insectos muertos! -se quejó Carolina.
-¡Tenemos que conservar el juicio si no queremos perder la partida! -aconsejó Gaspar con una mueca de
mono que hizo reír a Carolina.
Llegó el invierno y sucedió lo que Carolina había anunciado: con las últimas golondrinas se fueron ellos
volando. Y no regresaron sino hasta el verano siguiente con las primeras golondrinas que volvían desde
las lejanías del cálido norte.
Esto es lo que contaron ambos. Pero nadie puede decir que fuese o no fuese verdad. Lo cierto es que
durante ese invierno enferrnaron los dos de escarlatina. Durante la cuarentena de la enfermedad y del
aislamiento a que fueron sometidos, los otros niños no los vieron más hasta un poco antes de las
vacaciones del verano.
En medio de la altísima fiebre, que era como el calor de mil soles en su interior, Carolina y Gaspar se
alejaban volando con las golondrinas. En la frescura del aire y con los cabellos revoloteando entre los
vientos y las nubes, sentían una felicidad que nunca habían conocido tan plenamente.
Y cuando regresaron sanos al mundo de todos los días, sabían muchas más cosas que antes: las cosas
que les enseñaron las aves.
-¡No sabes, mamá, lo hermoso que se ve el mundo desde arriba! - decía Gaspar con un extraño brillo en
los ojos.
-Papá-dijo Carolina, sacando de debajo de su almohada un objeto brillante como una lunita de nácar o
de mármol-. Desde los mares del norte te traje esta caracola que encontré en la isla de Tamoraé, donde
está el país de Ojalá-pudiera-ser.
Papá Máximo, desconfiado, tomó la caracola. La observó por todas partes, la olisqueó de punta a punta,
pasó la uña por la superficie irisada de todos los matices del cielo y del mar.
-No -dijo-, esta caracola no figura en mis catálogos ni esa isla Tamoraé figura en mis mapas.
Carolina sonreía, entrecerrando los ojos, como si todavía estuviera volando de cara al sol por los cielos
del norte.

EL AGUJERO NEGRO Alicia Molina (Escritora Mexicana)


Los seis duendes hicieron una conferencia de emergencia y decidieron negociar con la intrusa. Eso era,
justamente, lo que Camila esperaba. Sacó al duende verde del frasco y lo volvió a tapar.
—Si no me das el agujero negro les va a costar mucho trabajo festejar el próximo Kinding. Se los
regalaré a mi mamá y estoy segura de que ella los irá perdiendo, uno por uno —dijo, muy seria y
amenazadora.
El duende verde se rindió y le confesó que el agujero negro estaba en la sombrerera rosa, que estaba en
el baúl morado, que estaba en el fondo del armario.
Camila metió al duende verde en el bolsillo de su camisa y lo abrochó con cuidado. No permitiría más
trampas.
Hizo tanto ruido al buscarla que su mamá se despertó.
— ¿Qué haces danzando por aquí a las tres de la mañana, muchachita?
Camila dijo una mentira tan grande que le hubiera podido ganar el concurso al duende a rayas:
—Es que me acordé que tengo tarea de matemáticas y no la terminé.
Su mamá notó algo raro: —¿Que tienes en el pecho?; mira, te brinca.
—Es el corazón —mintió otra vez— me salta por la preocupación, pero ya voy a terminar.
Lo que verdaderamente saltaba era el pobre duende verde que estaba aterrado sólo de oír la voz de la
mamá de Camila. Pero ella ni cuenta se dio y se fue a dormir despreocupada, pensando que Camila se
estaba volviendo muy responsable con sus tareas escolares, pero que no debería exagerar.
Como el duende era de veras tramposo, el agujero negro no estaba en la sombrerera rosa, pero
finalmente, y después de escuchar la voz de la mamá de Camila, decidió decir la verdad: Estaba en el
arcón azul, debajo del armario.
El agujero negro no se parecía a nada que Camila hubiera visto antes: no era una bolsa negra, ni una
especie de globo, como ella había imaginado. Era un trozo de nada, grande, redondo y con un nudo en
la punta.
—Pero si aquí no hay nada —dijo sorprendida y un poco desilusionada.
Asómate y verás.
Cuando se iba a asomar, el duende le advirtió:
—Hazlo con cuidado. Tiene un imán y te puede jalar. Si caes dentro te será muy difícil salir—. El duende
le dijo esto porque a pesar de todo Camila le caía bien y, además, porque él estaba atrapado en su
bolsillo y si se iba por el agujero, se irían juntos.
La niña deshizo el nudo y miró por la rendija:
— ¡Es increíble! ¡Cuántas cosas caben en el agujero!
Allí había botones, aretes, lápices, plumas, papeles importantes y papeles insignificantes, una hombrera,
una canasta del mercado llena de fruta, una pasta de dientes sin tapa y una tapa sin pasta de dientes,
también estaba la bufanda larga, larga, el llavero con todo y llaves y muchas, muchísimas cosas más.
Cuando terminó de asombrarse, le hizo otra vez un nudo al agujero.
A Camila se le cerraban los ojos de sueño (ya estaba amaneciendo). Eran las cinco de la mañana. Dentro
de una hora sonaría el despertador y su mamá bajaría a tomarse su primera taza de café. Debía darse
prisa. Le costó muchísimo trabajo envolver el agujero negro porque era un poco resbaloso y se movía
mucho, pues a pesar de estar lleno de cosas, no pesaba nada (esa es una característica de todos los
agujeros negros).
Por fin logró colgarle una cinta roja y una tarjeta que decía:
"FELICIDADES."
"Hoy también te ama Camila."

LA CASA DE MUÑECAS
La abuela de Camila era ordenada y minuciosa. Así era también su casa. A Camila le gustaba pero se
sentía más cómoda en la suya. Aquí el té se tomaba en la sala. La abuela puso las galletas en forma de
animales prehistóricos sobre una charola de plata con servilletas de lino. Se veían chistosas.
—Están raras —dijo la abuela cuando las probó—, pero saben bien.
Cuando se comió la sexta galleta y dijo otra vez "están buenas", Camila se dio cuenta de que había
llegado el momento y preguntó:
— ¿Tú guardaste la casa de muñecas de mi mamá?
—Sí, mi hijita, está en el desván.
— ¿Me dejas verla?
—Sí, pero no la toques. Me costó mucho conservarla porque tu mamá siempre andaba perdiendo las
miniaturas.
Camila corrió al desván. Al principio no la encontraba. Pero su abuela gritó:
— ¡Está en el tapanco!
Subió al tapanco y no encontró nada. Su abuela volvió a gritar.
— ¡Descorre la cortina!
La descorrió y fue como si se levantara un telón. Ahí estaba la casita de muñecas más grande y más
bonita que se hubiera podido imaginar. Tenía de todo: recámaras, baño, comedor, cocina, sala.
Exactamente como la había descrito su mamá. En las paredes había cuadros y lámparas en el techo.
Empezó a abrir los cajoncitos buscando a los hermanos del duende verde, pero sólo encontró sábanas y
colchitas en la cómoda, platitos y cacerolas en la cocina, diminutos libros en el librero de la sala. Lo más
fascinante eran los juguetitos del cuarto de bebés.
En eso estaba cuando apareció la abuela.
— ¿No te digo? Ya empezaste a desordenarla, ¡igualita a tu mamá!
—No, abuelita —se disculpó Camila—, solo quería ver todo lo que tiene. ¡Cuánto trabajó tu mamá,
abuela, mira, hasta bordó las sabanitas! ¡Qué paciencia!
Eso era todo lo que la abuela necesitaba oír para agarrar el hilo de los recuerdos y empezar a platicar de
su mamá, de su infancia y de la infancia de la mamá de Camila.
Durante el resto de la tarde estuvieron limpiando la casita. Mientras platicaban, levantaron las
ventanitas, ordenaron y acomodaron todas las miniaturas. Quedó tal y como dijo la abuela: "¡Como una
tacita de plata!"
Cuando terminaron ya era tarde y la abuela la invitó a dormir, pero Camila recordó que sólo tenía dos
horas para hacer el cambalache y todavía le faltaba lo más difícil. Como al mal paso hay que darle prisa,
lo soltó de sopetón:
—Abuelita, regálame la casita. ¡Por favor!
La abuela guardó silencio. Camila ya estaba pensando qué decirle para convencerla, cuando escuchó:
—Es para ti. Por eso la guardé tanto tiempo.
Camila le dio un abrazo tan largo, que ahí se fueron como 20 minutos de las dos horas que le quedaban.
Y es que de veras quería tener la casita y no sólo por el duende verde sino por su mamá, y la abuela de
su mamá y el abuelo de su abuela.
De pronto, Camila cayó en la cuenta de que ahora tenía otro problema.
¿Cómo se la iba a llevar?

EL NIÑO QUE NO SABÍA JUGAR


Ana Ma. Matute
Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de
tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores
chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los
tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias,
pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño,
que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir
y venir». Pero el padre decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que
piensa».
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño
llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba
metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi
negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.

UNA VENDETTA Guy de Maupassant


La viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en una pobre casita de los alrededores de Bonifacio.
La población, construida en un saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el
estrecho erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro lado, la rodea casi
enteramente una cortadura de la costa que parece un gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las
lanchas pescadoras italianas o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio.
Sobre la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como nidos de pájaros
salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso terrible en que no se aventuran los barcos
grandes.
El viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete por el estrecho, cuyos
dos bordes destruye.
La casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel
horizonte salvaje y desolado.
Allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la
raza de los perros de ganado, y que servía al joven para cazar.
Una tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás
Rovalati, que aquella misma noche huyó a Cerdeña.
Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no lloró, pero se
quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el cadáver y juró vengarlo.
No quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró acompañada de la perra,
que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el
cuerpo de su hijo, con la mirada fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo.
El joven estaba tendido de espaldas, vestido con su chaqueta de paño grueso, que se veía desgarrada en
el pecho: parecía dormir, pero se veía sangre por todas partes: sobre la camisa rota para la primera cura,
en el chaleco, en el pantalón, en la cara, en las manos; cuajarones de sangre se le habían quedado entre
la barba y los cabellos.
La madre se puso a hablarle; al oír su voz la perra se calló.
-Yo te vengaré, hijo mío; duerme, duerme, descansa, que serás vengado, ¿entiendes? ¡Tu madre te lo
promete! Y ya sabes que cumple siempre sus promesas.
Después se inclinó sobre él, poniendo sus labios fríos sobre los labios del muerto. Entonces "Vigilante"
se puso a dar unos aullidos largos, desgarradores, horribles.
Así siguieron los dos, la mujer y el animal, hasta por la mañana que enterraron a Antonio Savarini, y ya
nadie se acordó de aquello en Bonifacio.
*
No había dejado ni hermanos, ni primos, ni ningún pariente que pudiera vengarlo; sólo su madre. Así
pensaba la anciana, mirando sin cesar un punto blanco de la costa, que era un pueblecillo sardo,
llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos. Éstos poblaban aquella aldea delante de
las costas de su patria, y allí esperaban el momento de volver. En aquella aldea se había refugiado
Nicolás Rovalati.
Siempre sola y sentada delante de la ventana, la anciana pensaba en su venganza. ¿Cómo la llevaría a
cabo, enferma y casi al pie del sepulcro? Pero lo había prometido, lo había jurado al cadáver; no podía
olvidarlo y no podía esperar. ¿Qué haría? No dormía ninguna noche, ni tenía sosiego ni reposo. La perra,
echada a sus pies, la miraba, y a veces levantaba la cabeza y ladraba. Desde que su amo no estaba allí,
no hacía otra cosa.
Una noche que "Vigilante" parecía llamar a su amo, la anciana tuvo una idea salvaje, vengativa, feroz; lo
meditó hasta la mañana, y cuando fue de día se fue a la iglesia. Allí, de rodillas, pidió a Dios que la
ayudara y sostuviera, dándole fuerzas para vengar a su hijo.
Volvió a su casa y ató a la perra con una cadena; el animal aulló todo el día y toda la noche, y la anciana
sólo le dio agua, nada más que agua.
Pasó el día, y la perra, extenuada, dormía; por la mañana tenía los ojos relucientes, el pelo erizado, y
tiraba sin cesar de la cadena.
La anciana no le dio de comer, y la perra, furiosa, ladraba sin cesar, y así pasó otro día y otra noche; a la
mañana siguiente, la Savarini fue a casa de un vecino a rogar que le dieran un costal de paja. Cogió un
traje viejo que había sido de su marido, lo rellenó hasta que pareció ser un cuerpo humano, y luego lo
clavó en un palo delante del sitio donde la perra estaba encadenada. Después le puso una cabeza de
trapos.
La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja y callaba, aunque la devoraba el hambre.
Entonces la vieja se fue a buscar en casa del carnicero un gran pedazo de morcilla negra, volvió a su casa
y la puso a asar. "Vigilante", enloquecida, estaba echando espuma con los ojos fijos sobre el embutido.
La vieja hizo con el asado una corbata al hombre de paja, y se la ató bien fuerte; después soltó a la
perra.
De un salto formidable, el animal alcanzó la garganta del maniquí, y con las patas sobre los hombros se
puso a desgarrarlo. Cuando arrancaba un pedazo se bajaba y se lanzaba luego por otro, metiendo su
hocico entre las cuerdas y arrancando los pedazos de morcilla.
La vieja, inmóvil, miraba con los ojos brillantes; después volvió a atar a la perra, la hizo ayunar otros dos
días y volvió a repetir aquel extraño ejercicio.
Durante tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquella comida conquistada a
mordiscos. Ya no la ataba; pero con un gesto la hacía lanzarse sobre el maniquí. Le había enseñado a
desgarrarlo, a devorarlo, hasta cuando no tenía la comida en el cuello. Luego le daba como recompensa
la morcilla asada.
Desde que veía al maniquí, "Vigilante" se estremecía y miraba a su ama, que le decía:
-¡Anda! -con una voz aguda y levantando el dedo.
Cuando lo juzgó oportuno, la Savarini confesó y comulgó un domingo con mucha devoción, y luego se
puso un traje de hombre y se embarcó en la barca de un pescador, que la condujo al otro lado de la
costa, acompañada de su perra.
Llevaba en un saco un gran pedazo de asado que le hacía oler a la perra, la cual hacía dos días que
ayunaba.
Entraron en Longosardo, y acercándose a una panadería, preguntó por la casa de Nicolás Rovalati. Éste,
que era de oficio zapatero, trabajaba en un rincón de su tienda.
La vieja empujó la puerta y dijo:
-¡Eh, Nicolás!
Él se volvió, y entonces, soltando la perra, dijo:
-¡Anda! ¡Anda! ¡Come! ¡Come!
El animal, enloquecido, se lanzó y lo mordió en la garganta. El hombre tendió los brazos y rodó por
tierra; durante algunos segundos se retorció, golpeando el suelo con los pies; después quedó inmóvil,
mientras "Vigilante" le apretaba el cuello, que luego arrancaba en pedazos.
Dos vecinos recordaron después haber visto salir de la casa del muerto a un pobre viejo con un perro
que comía unos pedazos negros que le daba su amo.
Por la tarde la vieja volvió a su casa, y aquella noche durmió muy bien.

EL BARCO QUE LLEVABA UNA FLOR ZULIANI, FAUSTO.


Había llovido mucho. La lluvia, aburrida de estar desparramada por el campo, se juntó hasta la última
gota para formar una laguna de color azul.
El hornero fue el primero en tirarse en ella y cantando alegre, con toda su voz, despertó a los vecinos.
Martín, cansado de ver llover, descubrió al mirar por la ventana el lago en medio del potrero.
Contento, llevando una hoja de diario, le pidió a su mamá:
- ¡Ayudame a fabricar un barquito!
Doblando aquí y doblando allá quedó armado el barco de papel.
-Tenés que ponerle un nombre - le dijo la madre.
Martín lo bautizó VIAJERO.
--¿Me dejas que lo lleve a navegar? -pidió Martín.
--Si me prometés que no te vas a mojar, andá - le respondió la mamá.
Martín recogió una flor roja del campo y la colocó de pasajera en su barco que flotaba en la laguna.
Tirado de panza en el suelo sopló y sopló muy fuerte para que el agua lo llevara de paseo.
Mientras VIAJERO navegaba, el charco hacía olas arrugando su cara flaca. El hornero, desde uno de los
postes del alumbrado, miraba con ojitos traviesos el barquito de papel.
Martín corrió al otro lado de la laguna para esperar a VIAJERO que llevaba de paseo una flor roja.
El hornero cantó muy alegre y luego salió volando derechito hasta el barco de Martín para robarle la
flor.
--¡Dejá mi flor, ladrón! - le gritó.
La flor roja era muy pesada para que el pájaro la llevara en el pico.
Martín se arremangó los pantalones más arriba de las rodillas y se metió en la laguna para salvarla.
Paf; paf; hacia el agua cuando Martín hada su barco y su flor.
Ya estaba cerquita, se agachó para agarrar su flor y púfate; plaf; plaf; se cayó sobre el barquito y lo
hundió. El hornero se reía cantando sobre el poste del alambrado.
Martín chorreando agua y aterido, volvió a casa llevando la flor. Cuando se paró en la puerta, la mamá
lo esperaba mirándolo muy seria.
-¿Qué te pasó?
Martín, temblando de frío le contestó:
-Me caí, y VIAJERO se hundió.
La mamá lo tomó de la mano diciéndole:
-Vamos a cambiar tu ropa mojada.
Martín, más contento, le dijo:
-Mamá, si te doy mi flor roja, ¿me hacés otro barco?
La mamá le dijo que sí y le dio un beso.
En Puro cuento N° 11 julio – agosto 1988.

LA LEYENDA DE MAICHAK. (LEYENDA VENEZOLANA)


Hace mucho tiempo, cuando los hombres vivían siglos y siglos, en la falda del cerro Auyan-tepuy vivió
un hombre llamado Maichak. Maichak no sabía hacer nada. No Sabía cazar, ni pescar, ni tejer cestas, ni
hacer sebucanes1. Salía de pesca o de cacería sin llevar ni arcos, ni flechas, ni anzuelos, ni redes. Siempre
volvía con las manos vacías y sus cuñados se burlaban de él.
Un día en que no había pescado nada, como de costumbre, se sentó muy triste a la orilla del río. Un
pequeño hombre salió del agua y le dijo:
-¿Qué te pasa Maichak? ¿Por qué no pescas nada?
--No puedo pescar porque no sé hacer nada - co testó Maichak.
-No te preocupes - dijo el hombre del río -. Te voy a dar una taparita2.
-¿Una taparlta? ¿Y de qué me servirá la taparita?
-Cuando pongas en ella agua del río, el río se secará y podrás recoger todos los peces que quieras.
Pero ten mucho cuidado, llénala solo hasta la mitad, porque si la llenas toda se derramará el agua y se
Inundará la tierra. Y no se lo enseñes a nadie, porque la perderás.
Maichak hizo lo que le mandó el hombre del río y por fin pescó muchos peces.
cuando regresó al pueblo, todos los hombres y mujeres, su suegra, su suegro y sus cuñados se decían
unos a otros:
-¿cómo habrá podido este tonto sacar tantos peces?
Y así pasaron los días. Todo el mundo quería saber cómo hacía Maichak para pescar tanto. Pero
Maichak no dijo nada.
Un día, cuando Maichak estaba en el conuco3, los cuñados le registraron la bolsa y encontraron la
taparita. La llevaron al río para beber y cuando tomaron agua se asustaron mucho al ver que el río se
secaba.
-iAsí es como pesca Maichak! - dijeron. - Ahora ya sabemos el secreto.

1 Sebucán: especie de cedazo tejido de fibra vegetal.


2 Taparita: pequeña olla hecha del fruto del táparo, seco y ahuecado.
3 Conuco: parcela de tierra dedicada al cultivo familiar.
Volvieron a llenar la taparita, pero como no sabían usarla, la llenaron hasta el tope.
Entonces, el agua se derramó e inundó la tierra. La corriente se llevó la taparita y un gran pez la
tragó.
Maichak se puso muy triste. Durante meses y meses buscó la taparita pero no la encontró. Sin la
taparita, no podía pescar un solo pez. Iba a cazar y pescar, pero siempre volvía con las manos vacías.
Un día, cuando estaba cazando, se encontró con un cachicamo que cargaba una maraca en la patica y
cantaba una canción:
"yo toco la maraca del báquiro4 salvaje
yo toco, yo toco".
El cachicamo repitió la canción tres veces. Después se paró sobre las patlias de atrás, tocó la maraca
otras veces y se metió en su cueva. Inmediatamente apareció a todo galope una manada de báquiros,
pero como Maichak no tenía con qué cazarlos, regresó a su casa con las manos vacías.
Maichak decidió conseguir la maraca del cachicamo para poder cazar báquiros, así que volvió a la
selva para quitársela. El cachicamo asomó la cabeza de su cueva y cantó la canción. Cuando sacó la
patica de la cueva para sonar la maraca, Maichak pegó un brinco y se la quitó. Empezó a tocar, pero los
báquiros no llegaron. El cachicamo salió de su cueva para ver quién le había quitado la maraca.
-¿Por qué me quitaste mi maraca? - preguntó.
-Porque la necesitaba - contestó Maichak. - Quería cazar báquiros con ella.
-Está bien - dijo el cachicamo. - Ya la tienes. Pero te voy a dar un consejo. Tenías una taparita y la
perdiste. No vayas a perder la maraca. SI tocas la maraca más de tres veces, los báquiros vendrán y te la
quitarán.
Desde ese día, Maichak siempre regresaba a su casa con muchos báquiros. Sus cuñados estaban
asombrados y empezaron a vigilarlo.
Un día, Maichak fue a cazar y un cuñado lo siguió para ver cómo conseguía tantos báquiros. El cuñado
lo oyó cantar y tocar la maraca. oculto detrás de unas matas, vio dónde escondía Maichak la maraca, y
después se marchó.
Cuando Maichak regresó a su casa, el cuñado se fue a la selva, recogió la maraca de Maichak y
entonó la canción del báquiro. Después tocó la maraca, no tres, sino cuatro y cinco veces.
De repente, una manada de báquiros y más báquiros rodearon al cuñado de Maichak y le quitaron la
maraca.
Cuando Maichak volvió a su escondite, se dio cuenta de que había desaparecido su maraca. La había
perdido igual que la taparita.
Pasó días y días buscándola. Una tarde, cuando ya estaba cansado de buscar, encontró un araguato 5
que se estaba peinando. A medida que el araguato se peinaba, iban apareciendo muchas aves que se
posaban alrededor de él.
-Regáleme el peine, hermano - dijo Maichak.
-No puedo -. No tengo otro peine.
Pero Maichak tanto rogó y pidió que el araguato terminó por decirle:
Bueno, pues, es tuyo. Pero no te peines más de tres veces seguidas porque las aves vendrán y te lo
quitarán.
Está bien - dijo Maichak. - Yo comprendo.
Desde ese día, Maichak siempre regresaba a su casa con muchas aves deliciosas para la comida. Y una
vez más, sus cuñados empezaron a vigilarlo.
Y cuando vieron lo que Maichak hacía con el peine, esperaron a que saliera al conuco, le registraron
su bolsa y lo encontraron. Entonces se fueron a flechar aves.
Pero no sabían el secreto: se peinaron tantas veces que comenzaron a llegar nubes de pavas, paujíes
y toda clase de aves y les arrebataron el peine.

4 Báquiro: especie de cerdo salvaje, sin cola, de cerdas largas y fuertes y exquisita carne.
5 Araguato: mono americano de 70 a 80 cm de alto, de pelaje aleonado y gran barba.
Cuando Maichak regresó del conuco y vio que su peine también había desaparecido, se puso muy
triste y muy bravo con sus cuñados.
-¿Por qué siempre tienen que quitarme y perderme mis cosas? - dijo. - Pues quédense aquí. Son unos
necios. Ahora me Iré y no viviré más con ustedes.
Maichak se fue muy lejos y tuvo aventuras extraordinarias. Llegó hasta el mundo de arriba, más allá
de las nubes. Aprendió a cazar, a pescar y a tejer sebucanes.
Después de muchas lunas, regresó a su pueblo. Contó a su familia sobre los sitios que había visitado y
también les enseñó lo que había aprendido.

UN ARTISTA DEL TRAPECIO


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los
grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su
vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había
hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio.
Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a
intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos
construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades especiales con el resto del
mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa porque, como no se
podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del
público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario,
insustituible. Además, era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar
siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas
laterales que corrían alrededor de la carpa y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo,
era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda
de ascensión algún colega de gira, se sentaba a su lado en -el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la
derecha, otro en la de la izquierda. y charlaban largamente, O bien los obreros que reparaban la
techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que
comprobaba las conducciones de luz en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien
poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las
horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada ala casi atrayente altura, donde el trapecista
descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así habría podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en
lugar que le molestaban en sumo grado. Cierto es que ¿empresario cuidaba de que este sufrimiento no
se prolongan innecesariamente.
El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las
calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia de trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba arriba, en la
redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina —pero en algún modo equivalente— de su manera
de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no
se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más
placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida yen un santiamén se
encaramaba de nuevo sobre su trapecio.
A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de
modo que por muy afortunados que hieran económicamente para el empresario, siempre le resultaban
penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla, como soñando, el empresario recostado en el rincón
de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose
los labios, que en lo sucesivo necesitaba para vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos
trapecios uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del
empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión,
trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizase ante la idea de que pudiera acontecerle
alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta
conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos ejercicios serían más variados y
vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un
salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, le acarició
y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas
preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
—Sólo con una barra en las manos.., ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la
primen parada y Rinda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo
duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio
las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el
empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo, con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del
libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podrían ya cesar por
completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario,
alarmado, creyó ver en aquel sueño aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros,
comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

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