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El único que podía atribuirme una muerte con ese método era el cura
Stamm, que sus conocimientos tendrá y eso se lo concedo.
Stamm miró al piso, no por miedo, sino calculando los centímetros que mi
sombra alcanzaba bajo mis pies. Yo seguí mirando Marte y esperando con
paciencia la respiración de algún gatito callejero.
La única que supo darse cuenta de lo que me carcomía fue la niña, la hija
de la cocinera. Ojos negrísimos, ancianos, el negativo de los dientes
nuevos, blancos, en los que todavía se podía ver el filo aserrado, como si
la chica jamás hubiera masticado algo consistente, un buen trozo de carne
roja, el cilindro fibroso de la caña, como si se alimentara de papillas y
payuje.
Reconozco que han sido años fáciles comparados con los anteriores. La
gente del Beni es famosa por su carácter alegre, a ratos indiscreto,
metiches pues, pero nadie se había atrevido a indagar más allá de lo que
estuve dispuesto a compartir. El concepto de “extranjero” acá todavía
tenía un halo romántico, un cierto glamur añejo del que no gozaba desde
comienzos del siglo XX, cuando pasé una temporada en las afueras de
Potsdam, Alemania, en Branderburgo, dos o tres décadas. Me trataban
bien allí, con distancia prudente pero con el debido respeto, hasta que mis
hábitos alimenticios comenzaron a molestarles y confundieron mi
entonces insuperable aversión a las carnes con una estructura judía que
no poseo. Porque yo no poseo nada. En general, comprendo y acepto todo
de las culturas y esta pasividad benevolente, por llamarla de algún modo,
me ahorraba una serie de trifulcas que mis músculos agradecían. No se
trataba de una estrategia trashumante; era, más bien, un cansancio
crónico.
Un maldito cansancio.
Caray. ¿No tienen “Falso conejo”? (Me hacía gracia ese plato, mi favorito).
No, señor Duque. Lo que le dije nomás, y para tomar, solo chicha y
limonada.
Entonces surgió algo en el menú que pareció conformar los altos rigores
de la pureza vegana, se trataba de una crema de zapallo. Fue en ese
momento que intervine con una oportuna traducción. “Zapallo” era lo
mismo que “calabaza”, es decir, “pumpkin”. La gringa sonrió agradecida.
Tenía un cuello pálido de venas celestes, poderosas. “Sin leche”, recalcó
la gringa. La cocinera, que ante el evangelio vegano había salido hasta el
patio para atender personalmente a la gringa, arqueó las cejas. Iba a ser
difícil cuajar el zapallo sin leche, pero ya vería cómo…
***
¡A lincharlo!, se enardecen las voces. Es curioso, pero casi diría que hay
alegría en ellas, una renovada vitalidad.
¡Una soga!
Miro el reloj de arena que yo mismo diseñé con arenilla fina del Mamoré.
Un reloj infalible, indiferente al tiempo de algún modo. Faltan tres horas.
Acomodo el cuello de la camisa. Esta vez me parece que la muchacha se
excedió con el almidón.
***
***
Tres sujetos pasan una soga gorda por mi pescuezo. No me preocupa que
me revienten. No es ese el método. Me arrastran por entre los pies del
gentío. Reconozco las piernas varicosas de la cocinera. Todo pasa muy
rápido. Stamm intenta protegerme con su cuerpo vikingo, pero lo
empujan, le dicen “permiso, esta no es su tierra ni su reino”, una bota de
vaquero me patea la cara, ni siquiera les advierto de las consecuencias de
rociar su tierra con mi sangre, y de pronto estoy atado de pies y manos
al mástil de la plaza, donde cada 18 de noviembre izan la bandera.
Troceé el “coto” en tres partes. Me gusta hacer las cosas así, en tres
episodios, quizás imitando la longitud de los relatos. En la primera parte
alguien sufre, me lo van a decir a mí, que reconozco el pánico hasta en
los ojos de un sucha. Es curioso. No deja de sorprenderme la creatividad
de los pobres, azuzados por la adversidad para distraer a la muerte, los
lados ordinarios de la muerte. Yo también, si lo pienso con sinceridad, soy
bastante pobre: siempre calculando la inminencia de mis carestías, la falta
de gatos, las sospechas de un pueblo que sabe diferenciar entre sus
crímenes y los hechos abominables.
Había filosofía en ese “Coto relleno”. La piel del pescuezo de la gallina ‒la
ingeniería delicadísima de los huesos que lo estructuran‒ es rellenada con
las menudencias del mismo animal. Nada se desperdicia, todo se
transforma, se contiene a sí mismo, en un egoísmo molecular disfrazado
de economía. Debía ser por eso que me sentía bien en este trópico
agresivo, por esa ética salvaje a la hora de sentarse a una mesa.
***
Olaf Stamm llora, desesperado. Levanta las manos y dice que por lo
menos tengo derecho a orar. No sé si lo dice por las circunstancias o es
una estratagema. No puede estar hablando en serio.
Armamos una fogata discreta y pusimos el colmillo a cocer, solo para estar
seguros. El diente surgió filo y platinado como una luna menguante.
Entonces le tomé la muñeca y con su propio colmillo hicimos el tajo. El
resto fue menos complicado. El crujido de su “cotito” al quebrarse para
abrir su flujo me conmovió. Ahí sí lloré un poco, de la pura emoción.
Le había prometido que despertaría al tercer día, como había ocurrido con
tantas personas a lo largo de la humanidad. Y Lena prometió que lo
primero que haría sería buscarme. Venir a mí.
Mientras tanto, que siga ascendiendo desde los pantanos esa niebla
cómplice, y que el ulular del viento avive el fuego estéril a mis pies. Arder
es lo que quiero.
(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo
Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)