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EL ESPÍRITU DE LA FILOSOFÍA MEDIEVAL

ÉTIENNE GILSÓN

El conocimiento de sí mismo y el socratismo cristiano

Sócrates recoge el oráculo del Delfos: nosce te ipsum, el cual recogerían también e
interpretarían pensadores cristianos. El pasaje del Génesis afirma la semejanza divina
inscrita en la esencia misma del hombre por el acto creador, que rige la estructura íntima
de su ser. Mientras esta sentencia forma parte del bien común de la filosofía cristiana,
las escuelas se diversifican en cuanto intentan decir en qué consiste la imagen de Dios.
San Bernardo hace del libre albedrío la imagen por excelencia de Dios, mientras
San Agustín insiste sobre la eminente dignidad del pensamiento, abierto a la
iluminación de las ideas divinas. Decir que el pensamiento y la libertad son en nosotros
la imagen de Dios no significa, en efecto, que el alma sea una suerte de representación o
pintura que bastaría mirar para conocer la naturaleza de su autor. Contentémonos por el
momento con observar el sentido en que se dirigen todas esas especulaciones: no van de
Dios al hombre, sino del hombre a Dios: «la imagen de Dios se encuentra en el alma –
dice Santo Tomás– en cuanto ella se dirige hacia Dios o su naturaleza le permite
dirigirse hacia Él»1.
Un elemento común al socratismo de Sócrates y al que de él han sacado Padres y
los filósofos de la Edad Media es el antifisicismo: todos concuerdan en admitir que el
conocimiento de sí es mucho más importante para el hombre que el del mundo exterior.
La ciencia del hombre, en efecto, es la única que puede fundar los preceptos que rigen la
conducta de la vida. De hecho, al subordinarse a la doctrina de la salvación, el
conocimiento de sí mismo llega a ser una necesidad absoluta, y aun se puede decir que
es a la vez el comienzo de todo conocimiento.
Para conocerse hay que colocarse en su lugar, por debajo de aquello a lo cual se es
inferior, por encima de aquello a lo cual se es superior: grandeza y miseria del hombre.
Por su inteligencia se eleva el hombre por encima de las bestias, por su ignorancia
permanece por debajo de los ángeles. Una primera forma de doble escollo (moralista)
que se trata de evitar es la siguiente: si ignora su dignidad, se ignorará a sí mismo; si de
ella toma conciencia sin darse cuenta que la recibió de uno más grande que él, se
hundirá en la vanagloria. La segunda: creado en la semejanza divina, su dignidad
subsiste de hecho, pero en la misma medida en que deja de tener conciencia de ella se
envilece; sin embargo, es peor el error contrario por el cual, olvidando sus miserias, el
hombre quiere elevarse a la jerarquía de los ángeles y aun usurpar el lugar de Dios. En
definitiva, lo que hace a la grandeza del hombre es un alma que lleva la semejanza
divina, y lo que hace a su miseria son las heridas que esa alma ha sufrido y los dolores
del cuerpo que la acompañan. Así, Tomás coloca al hombre entre el Ángel y la bestia,
tocando a uno por la cumbre de su intelecto y a la otra por la caducidad de su cuerpo. En
este sentido, el hombre es un microcosmos.
La filosofía cristiana ensancha doblemente el campo que el hombre se propone
explorar estudiándose a sí mismo: por sus moralistas, le obligaba a escudriñar su
conciencia para asegurar el progreso de su vida interior; por sus filósofos reintroducirá

1
I, 93, 8, sed contra.
progresivamente un poco de ese fisicismo del que los moralistas tendían a
desinteresarse. Construyeron así antropologías completas en que la descripción
detallada del cuerpo conducía a la del alma, y la del alma al conocimiento de Dios.
Sin embargo, este doble ensanchamiento no es sino el preludio de otro, cuya
significación es aún más considerable. Lo que el hombre encuentra circa se, o sub se, lo
agobia por su extensión; lo que se encuentra in se le molesta por su oscuridad; pero si
busca en sí lo que su ser le enseña de lo que está supra se, se tropieza con un misterio.
Lo más grave es que él mismo se halla envuelto en ese misterio. Si el hombre es
verdaderamente una imagen de Dios, ¿cómo se conocería sin conocer a Dios? Pero si el
hombre es verdaderamente la imagen de Dios, ¿cómo se conocería a sí mismo? Al ver
esa presencia divina, el hombre se espanta entonces de sí mismo. De ahí que los
moralistas de la Edad Media se sintieran incitados a buscar en la mística las
conclusiones últimas de su estudio del hombre. Se ve acá más claramente la limitación
del punto de vista griego sobre la naturaleza del hombre.
Estudiando los textos de la Edad Media impresiona la importancia que el ella toma
la cuestión del conocimiento que el alma puede tener de sí misma. No preocupa la
existencia de un alma espiritual, nadie duda de ello. Antes bien, para ellos el problema
es saber cómo y hasta dónde puede el alma penetrar en el conocimiento de su propia
esencia. Ahora bien, el alma del hombre nunca es para sí misma un objeto de
conocimiento al que pudiera aprehender como una cosa, sino un sujeto activo cuya
espontaneidad permanece siempre más allá del conocimiento que aquél tiene de sí
mismo. En la filosofía de Santo Tomás, donde todo conocimiento presupone una
intuición sensible, el alma sólo puede conocerse indirectamente. Sin duda está
inmediatamente presente a sí misma, pero no puede aprehenderse inmediatamente.
Consideremos ahora lo que, en el alma, engendra así su propio conocimiento.
Siempre es, en efecto, lo que hay en ella de más elevado: toda la fecundidad de la
mente, todo el poder constructor que le permite levantar el edificio del conocimiento a
la luz de los principios, los tiene de lo que ella es, por lo que en ella hay de más alto y
profundo: una participación creada a la luz divina.
Dos temas hemos analizado aquí separadamente, dos empleos del conocimiento de
sí mismo: el uso especulativo, en que el conocimiento de sí mismo sirve de base al
conocimiento de lo verdadero que es Dios mismo; y el uso práctico, al cual Sócrates
limitaba la eficacia de su método de reflexión interior. Ahora bien, si al uso práctico de
Sócrates se agrega el especulativo, es precisamente porque se interpuso la doctrina de la
creación y de la imagen de vina que es su corolario. Sin embargo, el mismo uso práctico
al que la Edad Media destina el conocimiento de sí mismo, es muy diferente al que se
proponía Sócrates.
Hemos llegado así al corazón del problema de la filosofía cristiana: la sabiduría
consiste en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros
mismos ha de elevarnos al conocimiento de Dios (Bossuet).

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