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SOBRE EL ALMA1

Esta carta tiene una verdadera historia. En realidad todas la tienen. Frecuentemente, a lo
largo de muchos años, cuando las tomo en mis manos, veo como se han formado. Resurgen
múltiples vivencias y rostros, renacen acontecimientos ocurridos largo tiempo atrás.
Todas iban emergiendo de un mar de formas y acontecimientos, indiferentes para el extra-
ño, pero muy significativos para quien estaba ligado a ellos. Y luego tenía que llegar la
hora propicia que diera vida a todo eso, y por fin quedaba configurada la "carta". Y cuando
estaba lograda era de una sola pieza, sin costuras; era como un rostro vivo, en el que cada
rasgo es como debe ser.
Todas estas cartas tienen su historia. De ahí que se desarrollen tan despacio. Hay que espe-
rar que crezcan. Cuando se quiere forzar lo viviente, se atrofia. Exige tiempo. Y servir a la
vida significa, ante todo, saber esperar. Ciertamente hay que saber también cuándo es hora,
y poner manos a la obra, pues hoy está el fruto maduro y se puede cosechar; mañana quizá
sea ya demasiado tardé...
Una historia semejante tiene también esta carta. No es casual que justamente esta carta se
refiera al tema de la espera y del dejar crecer, porque de estos temas tratará precisamente.
Sus pensamientos se despertaron por primera vez en Niederholtorf, una plácida aldea no
lejos de Siebengebirge, en mi luminoso cuarto, donde tan a menudo juntos nos sentábamos.
Después llegó una noche en Werl, Westfalia; allí en una conversación estos pensamientos
cobraron tanto vigor, que me pareció que debía ponerlos por escrito, pero aún no era tiem-
po. Me acompañaron al bullicioso Berlín y de nuevo a Holtorf; después a Rothenfels y
Grüssau, y ahora estoy en Postdam y comienzo a escribir, pues sé que ya es tiempo.
En esta carta era particularmente necesaria la espera, porque ha de hablar de cosas silencio-
sas y profundas: del alma. Tomo la palabra en ese peculiar sentido que tiene en alemán: lo
más profundo, rico e interior.
En una de las cartas anteriores hablábamos de la auténtica virilidad; de que es necesario ser
imperturbable y caminar erguido por el mundo. De que hay que ser noble en el juego, va-
liente en la lucha y realizar nuestra obra con claridad y mano firme.
Hoy todo esto adquiere una tonalidad diferente. Es lo que corresponde, pues se trata del
alma. Cualquier otro enfoque resultaría ruidoso y superficial.
Es cierto que no se puede decir mucho de ella, pero esta carta ha de tratar de algunas virtu-
des, en las que su fuerza se revela de un modo particular y en las que ella misma crece y se
fortifica: del silencio, la soledad, el descanso y la espera.

Callar es más que el mero no hablar. Es una plenitud en sí mismo. Quien habla, da. Da de
lo que ha conocido, vivido. El vigor de su corazón se vuelca en la palabra. Sabemos cuánto
puede fatigar una conversación; cómo después de ella puede uno sentirse totalmente vacío.

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GUARDINI, ROMANO, Cartas sobre autoformación, Ed. Librería Emanuel, Bs. As., 1983.
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Quien calla, recupera. La energía vital que fluye dentro se reconcentra de nuevo. La inteli-
gencia se hace más clara y las imágenes internas se vigorizan. Quien habla, se torna ruido-
so. Se esfuerza. Forma conceptos, se dirige a los demás, pretende convencerlos, ganarlos,
superarlos. Lo interior se distiende en la realización de la palabra.
En cambio quien calla, se torna tranquilo, libre y desligado de toda intención... Al hablar no
se oye ni se mira, sino que se está prisionero de la propia lucha y formación de los concep-
tos. Por el contrario, los ojos del que calla están abiertos, su oído escucha y su corazón se
ensancha. Es capaz de mirar, sentir y percibir.
Todo esto lo hemos experimentado ya nosotros. Quizá un día caminábamos varios hablan-
do por la campiña. Espontáneamente mirábamos al suelo, a fin de asir de este modo fuer-
temente las ideas, y en torno nuestro se escuchaba el canto de la naturaleza, y el soplar del
viento, y delante de nosotros se extendían los campos. Los árboles se elevaban hacia las
alturas, y sobre ellos se extendía el cielo. Pero nosotros no veíamos ni oíamos nada de esto.
En cambio si caminábamos solos, nuestros ojos y nuestro corazón estaban abiertos. Enton-
ces veíamos los colores y las formas, y sentíamos el espacio con su plenitud...
Sólo el silencio abre nuestros oídos a la música que resuena en todas las cosas: animales,
árboles, montes y nubes… La naturaleza se torna muda para quien está continuamente
hablando. Y también en la palabra del otro sólo el que calla percibe lo esencial; aquello que
resuena detrás de los burdos conceptos; la verdadera intención de la palabra; el tono que la
envuelve y hace que una palabra muchas veces signifique algo muy diferente de lo que
expresa... Y sólo quien sabe callar percibe a Dios. La voz delicada que nos dice cuál es el
sentido de esta desgracia, de aquella hora feliz, de un encuentro, de un destino. La silencio-
sa voz que en todo eso avisa y amonesta -quien habla continuamente no la percibe.
Callar no quiere decir ser mudo; de ningún modo. El verdadero silencio es el correlativo
vivo del recto hablar. Están relacionados como la inspiración y la expiración. ¿Acaso se
puede dar una sin la otra?
El hablar crea comunidad; por la palabra recibimos y compartimos. Sin lenguaje, el mundo
interior nos oprimiría. La verdadera palabra libera. Pero debe ser verdadera y estar en vital
relación con el silencio. El silencio es la fuente del hablar. En el hablar se advierte si éste
procede del silencio o no. Lo que procede del silencio es pleno y rotundo como el canto
matinal de un corazón regocijado. Es vigoroso y fresco como las flores que crecen en las
alturas. Fíjate cuán claras son sus formas; cuán firmes son sus tallos y sus hojas;, y el color
de sus flores cuán profundo e intenso al mismo tiempo. Así son las verdaderas palabras.
Hablar sin callar es pura charlatanería. Sólo en el silencio fluye la vida, se concentra la
fuerza, se esclarece el interior y adquieren su más pura forma pensamientos y emociones.
El sentido interno de la palabra adquiere su verdadera forma desde el silencio. La palabra
es la interna corporización del espíritu: el nacer de lo intuido adquiriendo su forma verda-
dera. Piensa en el misterio de la Santísima Trinidad en donde el Hijo es la "Palabra" del
Padre. Pero su origen se verifica en un silencio divinamente profundo. Y "cuando todas las
cosas yacían en el más profundo silencio y la noche llegaba a la mitad de su curso, enton-
ces, ¡oh Señor! descendió tu Divina Palabra del solio real a nuestro mundo", dice la Litur-
gia de Navidad.
Solamente quien sabe callar bien, sabe hablar bien. Sólo es clara y plena la palabra cuando
procede del silencio.
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Cuán profundamente sentí yo una vez junto al Meno que el silencio es plenitud. Estaba
tendido junto al río y todo callaba en el valle; ningún pájaro cantaba, ningún hombre,
ningún vehículo pasaba. Todo estaba en silencio, incluso yo mismo. ¡Pero qué riqueza en
todo! Lleno de vida, de ser, de la gran plenitud contenida en el fondo de todas las cosas.

Estar solo es más que no estar acompañado. Es una plenitud en sí mismo. Quien se dirige a
otros, se aleja de sí mismo. Se encamina hacia el otro lado. Vuelve la mirada hacia otro
mundo, penetra en él mediante los ojos y los oídos. En cambio quien está solo se retira a su
interior, "viene a sí". Con las conversaciones -alegres o tristes las burlas y las riñas, el tra-
bajo y las tareas de la profesión, etc., ¡cuán profundamente nos hemos hundido entre los
hombres!
¡Cuántas veces hemos estado tan "fuera de nosotros` por la cólera o el enojo, que "no nos
conocíamos a nosotros mismos", que "nos olvidábamos de nosotros"! Decíamos entonces
cosas que ciertamente no procedían de lo propio nuestro. Hacíamos lo que poco después
nos parecía totalmente extraño. Hasta que fuimos a la soledad.. Lejos de los camaradas, del
círculo, de la familia; fuera del ruido del lugar de trabajo, y entonces "volvimos de nuevo a
nosotros mismos". Volvimos a vernos. Examinamos lo hecho, escuchamos lo que habíamos
dicho; todo a la luz verdadera. De nuevo nos poseíamos. Podíamos juzgar lo que había pa-
sado; reconocer y arrepentirnos de lo que estaba mal y ponernos de nuevo en el camino de
la verdad.
Soledad significa pues, estar exteriormente solo, pero ante todo estar interiormente consigo
mismo. Hombres verdaderamente solitarios pueden estar en medio de los demás, en el rui-
do de las calles y el ajetreo del trabajo, y no obstante consigo mismo. La soledad nos rodea
como un seto silencioso que sólo deja entrar lo que conviene. El que uno sea transparente a
sí mismo; advierta la responsabilidad de su acción; llegue a ser dueño de sí; en fin, todo lo
que significa personalidad despierta en la soledad.
Todo esto no significa que haya que huir de los otros o que no se deba disfrutar de su com-
pañía. Soledad no es ser huraño o vivir aislado, como tampoco callar significa estar mudo.
Necesitamos de los demás; pero no debemos correr siempre tras la multitud. Bien miradas
las cosas soledad y comunidad se implican tan profundamente como callar y hablar, inspi-
rar y expirar. Verdaderamente sociable sólo puede ser quien sabe vivir también en soledad.
Porque comunidad significa que se puede dar a los demás, y recibir de ellos; que una co-
rriente vital fluye entre uno y otro; que realmente se verifica un in y venir. De otro modo no
hay comunidad, sino comercio o un simple montón de gente.
¿Pero de dónde brota esa corriente, eso que se puede dan? ¿El respeto, la amistad, el amor,
la palabra buena, la acción bienhechora? Sólo de la profundidad interior; del corazón fun-
dado en sí mismo. Y esto se abre en la soledad.
Y pon otra parte sólo de aquí surge la apertura interior, la capacidad de recibir y conservar.
Todavía más: auténtica comunidad significa que en el calor y la intimidad del dan existe un
límite, que cada uno está claramente afirmado en sí mismo y tiene un profundo respeto
hacia los demás. De lo contrario no hay comunidad, sino rebaño. Pero también este respeto
y esta auto-reserva se aprenden en la soledad.

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Se le nota a un hombre si la soledad está detrás de él. A veces es difícil mantenerse en ella.
Muy difícil. Hay quienes no pueden disfrutar solos, tienen que comunicarlo a los demás.
Otros, que no saben arreglárselas solos con una pena, sienten la necesidad de desahogarse.
Ciertamente que esto se puede hacen. La felicidad es más rica cuando se comunica y el
dolor oprime menos. Peno también hay que saber callar. Resistir solo y arreglárselas consi-
go mismo. Cuando se sale de semejante soledad d al encuentro de los demás, entonces sí
que se es fuente y rico para dan.

Todavía quisiéramos decir algo del descanso, que es algo más que un mero no trabajar; que
es también una plenitud en sí misma. Cuando trabajamos, creamos y aspiramos, nuestra
alma se halla en ruta hacia la meta, en camino del "ahora" hacia al "futuro". Es magnífico
este avanzan vigoroso. La vida discurre vertiginosamente en esta marcha hacia la meta.
Peno si esto se convierte en lo único; si todo se convierte en ambicionan y trabajar; si nues-
tra alma permanece siempre disparada como un dardo hacia una meta, hacia el futuro, y
alcanzado éste, de nuevo se lanza a otro; si se logra un anhelo y nos invade otro, y así inde-
finidamente, ¿qué ocurrirá? Que nuestro ser pierde la hondura, el fundamento, el apoyo.
Todo es ajetreo: "¡adelante!"; peno no queda nada vital que nos pueda hacer avanzar, la
meta se torna un espejismo; el afán una cacería. Ya no queda lugar para la posesión, ni la
alegría ni el recogimiento...
¿Quieres ven esto palpablemente? Sal a las calles de nuestras ciudades cuando los hombres
se encaminan presurosos a sus negocios por la mañana o por las noches o los domingos,
cuando corren afanosos a divertirse. Por todas partes ruido y ajetreo.
¡Qué espantoso resulta este fantasma de vida! ¿Qué pensará Dios de todo esto desde su
eternidad?
Si al anochecer salimos a la paz del campo... acaso se eleve pon allí un cerro; todo en su
derredor está hundido, y nosotros -totalmente libres- nos hallamos como aproximados a la
serena grandiosidad de las estrellas, tan plenas de eternidad; y sin, embargo, en su inabar-
cable duración son tan sólo un corto momento ante el Dios eterno.
¿Qué dirá, pues, este Dios de nuestro trajinar? Si fuéramos paganos habríamos de pensar
que se ríe de nosotros. Mas sabemos que es Amor y pensamos con corazón suplicante que
se dignará contemplar compasivo nuestra locura.
Descansan significa abandonan la caza de objetivos, abandonar el paso vertiginoso pon el
"ahora"; significa recogernos, hacen un alto... tener un presente. El hombre entregado al
vertiginoso pasan del ayer al mañana es un esclavo del tiempo. En cambio, si sabe descan-
san, si surge el presente en su alma, entonces está en contacto con la eternidad.
Saben descansan significa abrirse a la eternidad. Significa haber superado urgencias y aje-
treos. Es entonces cuando se hace uno capaz de intuir lo que permanece: la esencia de las
cosas. Quien sabe descansan, tiene los ojos abiertos a lo eterno. Sólo él contempla lo que
permanece, lo esencial. Únicamente él posee. Sólo él sabe lo que es gozo, lo que es paz.
Únicamente el corazón tranquilo siente grande y profundamente. Sólo él perdura. "No la
fuerza sino la duración del sentimiento determina el rango de un hombre", ha dicho al-
guien. Pero la duración tiene sus raíces en la serenidad.

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Quien sabe descansar se tranquiliza. En su alma entra la quietud; no como un cese de traba-
jo, sino como un todo interior que todo lo penetra. Como un equilibrio que todo lo llena.
Descanso no significa ociosidad. Tanto menos cuanto que del descanso nace primordial-
mente el verdadero trabajo. Pues este surge en la contemplación de lo eterno; del contacto
con lo que permanece. El descanso es para el trabajo lo que la silenciosa tierra para las
plantas. Le presta vigor, plenitud y permanencia. Es el alma del crear; lo enriquece y fe-
cunda. Luego del trabajo el alma vuelve otra vez a su quietud. Descansar y trabajar: son
también dos polos entre los que corre el aliento de la vida.

Estos pensamientos nos conducen de la mano al cuarto punto: la espera. También es una
plenitud; mucho más, por tanto, que un mero no haber entrado en acción. Hay hombres que
no tienen la menor idea de la profunda ley que rige en todo lo auténtico. Piensan que todo
se puede hacer, decir, leer, disfrutar. Y que lo puede cualquiera y a la hora que se le antoje.
Los hombres capaces de esperar saben que esto es una mentalidad vulgar. Conocen la pro-
funda verdad de que todas las cosas tienen "su hora". "Todo tiene su tiempo", dice el libro
del Eclesiastés. "Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de
arrancar..., tiempo de llorar y tiempo de reír..., tiempo de ganar y tiempo de perder, tiempo
de guardar y tiempo de tirar..., tiempo de callar y tiempo de hablar..." ¡Todo! Cada libro
tiene su tiempo; sí lo leemos antes, o no lo entendemos o lo entendemos mal y nos embro-
lla. Cada pensamiento tiene su tiempo. Es entonces cuando ha llegado a sazón y produce
vida. Expresado a destiempo se atrofia, se extravía o hace daño. Cada acción tiene su tiem-
po. Trabajar y descansar, alegrarse y estar serio. Creemos ciertamente que el Dios sabio
todo lo ha ordenado. Creemos que cada pensamiento, cada obra y cada hombre están com-
prendidos en su Providencia.
Es pues, necesario que logremos el sentido de la hora exacta de cada cosa: hemos de saber
esperar.
El hombre de espera sabe que lo más profundo, lo mejor, no podemos hacerlo de ningún
modo con nuestro trabajo, sino que se hace. Lo crea Dios y la naturaleza, su sierva. Hay
que dejarles tiempo, darles lugar. También esto significa saber esperar.
Ciertamente que nada se hace "por sí mismo"; no debe uno cruzarse de brazos; hay que
aportar lo suyo, pero a su hora; decir la palabra oportuna, ejecutar la labor precisa. Enton-
ces prospera y genera algo bueno. Hay que prestar atención, pues, a esta hora oportuna, y
esto significa esperar. Esperar pues, quiere decir dejar camino libre al Dios creador y a su
cooperadora la naturaleza. Pero a la vez atender a la hora precisa y ser obediente. En el
fondo esto equivale a tener paciencia. Sobre ella ha dicho Nuestro Señor una sentencia tan
maravillosa: "Sí sois pacientes, poseeréis vuestras almas". No nos poseemos cuando nos
apresuramos impacientemente. Pasamos de prisa ante nosotros mismos. Somos esclavos de
toda angustia, pasión y tentación. La paciencia es la que nos pone en posesión de nosotros
mismos.
Ya no somos capaces de dejar crecer y madurar las cosas. Queremos hacerlo todo, forzarlo,
apresurarlo. ¿El resultado? Violencia y más violencia; hombres torcidos, obras malogradas,
una vida de invernáculo, que ya en su nacimiento lleva la muerte. Obras organizadas en

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lugar de naturalmente crecidas; vidas ajetreadas en lugar de vividas, y hay que pensar que
no tenemos sino esta única y corta vida.
Hemos perdido totalmente el sentido de la oportunidad del tiempo. Cualquiera lee cualquier
libro en el día que se le antoja, o canta cualquier canción a cualquier hora. Juzgamos que se
puede sostener cualquier conversación en todo momento o que lo mismo da escribir una
carta ahora o después. ¡Qué desarraigados nos hemos vuelto! ¡Sin patria nuestras palabras,
sin rumbo nuestro trabajo!
Tenemos, que aprender de nuevo a esperar. Dios crea y obra. Debemos confiar en El. Vol-
vernos serenos; saber que El hace lo mejor, no nosotros.
Pero a la vez hemos de estar preparados para cuando llegue la hora. Hay que lograr el sen-
tido de la oportunidad; saber cuando es hora de leer y de escribir, de hablar, de trabajar, de
alegrarse; cuando debemos estar solos y cuando relacionarnos. Un instinto que nos denun-
cie lo dañoso y lo útil, lo justo y lo excesivo. El instinto del "ahora".
Una vez más adviertes como el saber esperar y la acción resuelta se implican mutuamente.
La espera hace que la acción se realice en el preciso momento y en el ambiente apropiado,
que posea toda su energía y alcance su fin. La espera hace que se dé realmente una acción y
no un mero suceso. También aquí aparece el aliento de la vida, que fluye entre la disposi-
ción expectante y la acción decidida.

Silencio, soledad, descanso, espera: son las sendas hacia el interior. Caminos hacia esa pro-
fundidad, quietud y fortaleza que llamamos alma.
Y avanzando, llegamos a algo más hondo todavía. Sobre ello quiero hacer aquí sólo unas
breves indicaciones.
Empecemos por la pureza. Tampoco la pureza significa tan sólo no pensar ni hacer cosas
sucias, sino que es una plenitud en sí. Significa que el hombre es nítido y fresco en todo su
ser, que posee ese fino aire de recio y alegre vigor que es inconfundible. "Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios". Mas la contemplación solo es posible
en el vigor y la apertura del ser.
Después la virginidad. ¿Cuántos la comprenden? Significa mucho más que pasar solo la
vida. Si no fuera más que eso, entonces ahí tienes al solterón y a la solterona, seres amar-
gados y estériles, que son una carga para sí y para los demás. Pero la virginidad es todo lo
contrario: el hombre virgen tiene una plenitud en sí, una inmensa capacidad de darse. So-
lamente que todo lo da a Dios y así se mantiene joven y alegre. De ésta manera se enrique-
ce y madura, y adquiere esa santa nobleza de que nos habla el Apocalipsis cuando dice que
solamente las vírgenes pueden cantar el cántico del Cordero.
¡Y esa bienaventurada pobreza, a la que está prometido el Reino de los Cielos! Ella signi-
fica ser libre, dueño de sí mismo. La verdadera humildad no tiene nada de rastrero; brota
del vigor de un corazón noble. De la libertad sabemos nosotros que surge en los hijos de
Dios cuando se entregan a El completamente.
De la paz ha dicho el Señor que es su más precioso don: "os doy mi paz; la paz que el
mundo no puede dar". En verdad no es un mero descanso, sin agitación, sino el colmo de
toda plenitud vital y de toda sabiduría divina. Dice la Sagrada Escritura que Dios "la de-
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rramará sobre nosotros como una corriente profunda"; y San Pablo sabe de ella. que "está
por sobre toda razón" .
Y la fuerza con que desandamos este camino es el sacrificio. Y otra vez: sacrificio no quie-
re decir tan solo desprendimiento; que hagamos miserable la rica y hermosa vida. Significa
no quedarnos con un bien, una alegría o una obra para nuestro propio disfrute, sino elevarlo
a un mundo superior, a Dios. En Dios todo permanece nuestro, sólo que transformado,
transfigurado, divinizado. "Congregad en el cielo tesoros, que ni el orín ni la polilla corroen
y que no roban los ladrones". En el sacrificio elevamos algo precioso por la entrega en las
manos de Dios; pasamos con alguna posesión o alguna alegría y firmemente con todo nues-
tro ser a la vida eterna. Este paso parece destrucción, pérdida, negación. Puede realmente
serlo cuando se lo hace forzado, de mala gana y a regañadientes. Entonces corroe la vida.
Pero realizado con corazón generoso en un "sí" sincero, es cuando resulta una ascensión a
una vida más alta.
Todo esto es camino hacia el alma. No se trata aquí de nada muelle. ¡Al contrario! Debe-
mos mirar el mundo con ojos claros, actuar resueltamente y realizar nuestras tareas con
energía. Pero todo ha de brotar de lo profundo, del silencio. Debe haber algo detrás de todo
eso. Detrás de la comunidad, la soledad; detrás de las palabras, el silencio, y detrás de la
decisión la serenidad.

Porque todo esto en gran parte se ha perdido, nos encontramos en una situación tan terrible.
Cuando uno pasa por una ciudad, por su bullicio, cambiando un medio de transporte por
otro, por sus calles en medio del ajetreo, pasando ante los escaparates que atrapan las mira-
das de miles de ávidos ojos, hay que retener el alma para que no sea arrastrada a ese mundo
de corridas, bullicio y ambiciones.
Ya no existe el silencio; charlar y más charlar sin fin. Todo es palabrería ruidosa y verbosa.
De todo se habla, se escribe, todo se escucha. Nada permanece sagrado. Nada es coto ce-
rrado del silencio, ni lo más sublime. Todo es explicitado; todo es desmenuzado y disecado
sin piedad ni vergüenza en los periódicos, en sociedad, en los centros de reunión. La habla-
duría es tan desarrollada, que todos tienen la palabra. Todo el léxico está a disposición: el
elevado, el agudo y el fino, el sabio y el profundo, el revolucionario, el conmovedor, todo.
Se sacan todos los registros. Mejor dicho, no todos; hay un modo de hablar que está a salvo
en el seno de Dios: el más simple. Nadie lo puede imitar si no le nace realmente de la paz
del corazón. Pero todos los demás modos de hablar retumban, resuenan y ensordecen, y las
palabras dicen cada vez menos y se vuelven cada vez más huecas e insignificantes.
Ya no hay soledad. Todos se aglomeran en reuniones, asociaciones, organizaciones. Masas
en las calles, masas en las fondas, y lugares de diversión. Masas en los centros de
formación, masas por todas partes. ¿Quién puede estar solo todavía? Y por esto tampoco
hay comunidad. Rebaños, organizaciones, pero no comunidad. Sólo desde el estar consigo
se puede ir realmente a los demás.
Como nadie puede callar, así tampoco puede nadie descansar. "El tiempo es dinero": difí-
cilmente han podido salir de la boca de los hombres palabras más depravadas. Como un
horrible veneno nos ha penetrado este espíritu en la sangre. Ahora el tiempo pertenece al
dinero, y el dinero reclama sus derechos sin dejarnos tiempo para cosa que no sea su servi-

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cio. Ni para gozar, ni para pensar, ni para los amigos ni para Dios. De este vértigo no puede
surgir la verdadera acción. Todo se va en hablar y escribir de acciones, pero no se lleva a
cabo ninguna. Lo que sucede en nuestros días es un desencadenamiento de fuerzas desen-
frenadas, por cierto no dirigidas por Dios; pero no acciones. Esta sólo nace en la soledad,
en el descanso, en la capacidad de esperar y dejar madurar.
"¿De que le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?", ha dicho el Señor.
¡Oh, el mundo nos pertenece! Pronto la tierra nos habrá de entregar sus tesoros, sus energ-
ías, sus tóxicos. Pero ¿que ha sido de nuestra alma?
Y por eso nos resulta Dios tan lejano. Dios es un Dios oculto, que habita en el silencio.
Ciertamente que se puede orar desde el ruido de la fábrica y desde un corazón agitado;
Dios está cerca de toda necesidad y seguramente muy cerca también de la nuestra. Pero el
autentico hablar con Dios, el genuino estar-junto-a- El se da ante todo en la calma, en la
soledad, en la espera, porque "es bueno esperar la salud del Señor en silencio"...

Pues ¿qué debemos hacer? Estas cartas no han de incitar tan sólo a pensar, sino también
ayudar a actuar. Busquemos pues un punto donde podamos comenzar: queremos aprender
de nuevo a vivir el domingo. "Acuérdate de santificar el sábado". ¿Que significa esto? Con-
tinuamente aparece en el Antiguo Testamento este precepto. Lo había inculcado Dios con
una severidad terrible: quien quebrantaba el sábado era apedreado. Hasta que este manda-
miento penetró tan hondamente en la conciencia del pueblo judío que aún hoy está vivo
después de miles de años. ¿Que pretende este mandamiento?
Los domingos debemos estar libres y descansar. Debemos estar libres del trabajo. "Con el
sudor de tu rostro comerás tu pan", dijo el Señor. Y San Pablo: "quien no trabaja, que no
coma". Es cierto que tenemos que hacer con gusto nuestras faenas pero la moderna divini-
zación del trabajo engaña. Todo trabajo, aún el más sublime, lleva la impronta de la maldi-
ción, del castigo. El hombre originariamente no fue hecho para el trabajo tal como lo tene-
mos que hacer ahora. Fue destinado al libre y fecundo cultivo del paraíso. A nuestro traba-
jo, en cambio, le ha sido impreso el signo de la esclavitud. Lleva "cardos y espinas", la
maldición de una íntima esterilidad. Todo el mundo la experimenta de algún modo tan
pronto como deja de tomar tan en serio la embriaguez del producir y el ruido del éxito. Pe-
ro tenemos que hacer nuestra tarea, es nuestra obligación, y no nos es lícito comer, si no
trabajamos. Quien come y no trabaja, en cierta manera roba. Pero de esta ley estamos dis-
pensados los domingos. Este día podemos comer sin trabajar. Y Dios garantiza que ten-
dremos que comer aún cuando no trabajemos. El día domingo marchamos por el mundo
como hijos libres de Dios. El día domingo continúa el paraíso en esta historia de dolor.
Y debemos descansar el día domingo. No debe haber bullicio. ¡Descanso! Dios descansó el
séptimo día: No quiere decir esto que Dios hubiese trabajo anteriormente. En esta frase
"Dios descansó" se revela la infinita profundidad y plenitud de la vida divina, de la que
había salido la creación; la riqueza, la luz, el silencio y la paz que "sobrepasa toda razón".
Nuestro descanso debe ser un reflejo de esto. Plenitud, silencio y calma; un estar en puro
presente, que no se preocupa por el mañana. Y todo lo bello y dichoso que nos brinda este
día -la reunión familiar, el encuentro con los amigos, la conversación, el juego, el paseo-
debe estar abarcado por el descanso de Dios.

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¿Verdad que ya no tenemos domingo? ¡Es que ya no podemos descansar! El día domingo
continúa el ajetreo de la semana; únicamente varía el objetivo: en vez del trabajo, el placer.
Idéntica tensión, idéntico ruido. Y cuán elocuentemente testimonian los semblantes apáti-
cos ó ansiosos la vacuidad de todo eso.
Pero resulta terrible la ausencia del domingo. No en vano ha escrito Dios tan hondamente
este precepto en el corazón humano. El alma se arruina sin domingo. Es para ella amparo y
fuerza. El domingo es para el alma lo que el aire para el pecho.
Debemos darle lugar de nuevo. Liberarlo de todo trabajo, en cuanto sea posible. No debe-
mos -disculparnos con que tal o cual cosa quedan todavía permitidas. No, esta ha de ser
precisamente nuestra elevada tarea: liberar realmente el domingo de todo quehacer. Ade-
lantar trabajo en lo posible: disponer de tal modo las cosas que todo resulte limpio, alegre y
adornado. Limpias las habitaciones, llenas de luz las ventanas, sobre la mesa un ramo de
flores frescas, aseada la ropa y toda la persona.
Y luego descansar realmente. No ajetrearse, ni siquiera en las diversiones. Relajar cuerpo y
alma.
Esto hay que aprenderlo, ya no sabemos hacerlo espontáneamente. Hay que aprender a
permanecer, a serenarse, a detenerse en el presente. Sumergirse en la lectura de un libro
bello. ¿Tienes tú para los domingos un libro así? Entregarse a la contemplación de un cua-
dro hermoso, a un paseo agradable. Nada de excursiones agitadas; el paseo del domingo ha
de ser tranquilo, sosegado, aunque nos lleve lejos, al campo. Proporcionar alguna alegría a
los demás, pero que sea noble... ¡hay tantas posibilidades! Reflexiona sobre que puedes
hacer para que el domingo resulte verdaderamente el día de los hijos de Dios, el día en que
el paraíso se hace presente en el transcurso del tiempo.
Y después tratemos de trasladar el domingo también a los días de labor. Intentemos crear-
nos un momento de calma, por ejemplo, antes de la oración de la mañana. -Lee de cuando
en cuando la carta sobre la oración- Y por la noche hacer otro tanto. Acaso podamos sacar
libre un cuarto de hora para esto y descansar verdaderamente. Al principio se nos hará difí-
cil; tenemos que aprenderlo. Al principio, en cuanto intentemos calmarnos, empezarán a
excitarse los nervios. Pero no debemos cejar. No con violencia, sino con voluntad que rela-
ja y concentra digámosnos: "quiero estar tranquilo; permanecer quieto aquí no escaparme
ni exteriormente ni tampoco con el pensamiento, lo que pretende arrastrarme no es tan im-
portante. No urge. Puedo hacerlo igual mañana. Ahora quieto, aquí". Así salimos del aje-
treo y nos colocamos en el puro y tranquilo presente. Leamos algo bello, sumámonos en
algún buen pensamiento, contemplemos un cuadro. También podemos acercar nuestra silla
a la cama de un enfermo, o estar junto a nuestra anciana madre o situarnos en espíritu junto
a un amigo lejano... O simplemente sentarnos y sosegarnos interiormente.
Así, con estos cortos momentos, daremos forma al domingo. No podemos conseguir esto
plenamente de un solo golpe. Se os ha clavado demasiado hondamente en nuestros nervios
la agitación de la época actual. Hay que ir aprendiendo poco a poco.

Relee también de vez en cuando lo que dice la primera carta sobre el recogimiento. Aque-
llas breves, pero frecuentes interiorizaciones en el curso del día, vienen a ser también un
"domingo" en medio de las faenas cotidianas. Reconquistemos poco a poco la fuerza del

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descanso, del silencio, de la calma y del presente. Y sigamos penetrando en los imperios
esenciales de la vida, en los mundos del alma.
Desde aquí influiremos en el mundo, mejor y más decisivamente que con mil agitadas re-
formas. Aprendamos en el silencio la palabra verdaderamente expresiva; en la soledad la
auténtica comunidad y en el esperar tranquilo la acción oportuna y decidida.

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