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“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y la humanidad amó más las tinieblas

que la luz, porque sus obras eran impuras.”


Juan, 3:19

Seis silenciosas horas habían pasado desde el asesinato de la bruja cuando una figura
traspasó al alba el umbral de la iglesia. Tras ella, el sol aún no se había alzado sobre las
lápidas del camposanto, pero los retazos de aquella fatal noche llegaban a su fin con rapidez.
De haber acontecido allí un funeral por la difunta al amanecer, quizás alguien más se hubiese
presentado en las puertas de la iglesia para atender a las plegarias del párroco, rogando por la
salvación de un alma impía. Sin embargo, la sangre de la hereje todavía salpicaba las
baldosas del altar, y fue tan solo una joven mujer la que acudió a la escena del crimen bajo el
refugio de la oscuridad y la niebla. La lluvia que azotaba cruelmente los cimientos del
edificio y los truenos que estallaban en el encapotado cielo, pensó la mujer al vislumbrar la
tormenta, serían la única elegía que se recitaría por su amante.
Los pasos de la lóbrega silueta, cuyo contorno afilado se recortaba contra los cristales
del rosetón, reverberaron a medida que se hacía camino hacia el altar. Desprovista de ropaje
alguno, la solitaria mujer de largos cabellos negros y lustrosos que había profanado la
estancia con mirada decidida no parecía acobardarse del gélido aire que traspasaba cortante
de un extremo de la capilla a otro. Acaso un ojo atento se hubiese percatado que de su cuerpo
emanaba cierto calor antinatural, y de que unas ennegrecidas huellas humeantes marcaban
allá por donde había pisado. Al llegar a la altura del transepto, unas tenues llamas
comenzaron a lamer sus muslos, a reptar lentamente por su espalda y retorcerse
sibilinamente en torno a su cuello, como si de una soga se tratase, lista para elevar su espíritu
con el propósito de ser juzgada ante Dios por sus pecados.
El cadáver inerte de la bruja, según los susurros provenientes de los pocos testigos de
su muerte a manos de la Inquisición, había sido arrastrado fuera de la Iglesia horas antes, y
probablemente abandonado como carroña para los buitres del monte. No obstante, una
pequeña forma se encontraba agazapada allí, de rodillas sobre las escaleras del altar. El
translúcido y mortecino rostro era tenuemente iluminado por velas prácticamente
consumidas. Sus hombros esqueléticos temblaban con cada sollozo que emitía al ser
consciente de su propia muerte.
La mujer en llamas vislumbró con el corazón en un puño cómo el espectro, con ojos
fijos en el crucifijo que colgaba de las paredes de piedra de la Iglesia, murmuraba una y otra
vez palabras ininteligibles para los vivos, como un rezo formulado demasiado tarde.
La figura fantasmal se giró, y, aún sabiendo la respuesta, alzó su rostro perlado de
lágrimas hacia la chica. Sus frágiles palabras fueron más una súplica que una pregunta.
—¿Qué has hecho?
Ambas habían conocido siempre lo que era arder sobre tierra santa. Esa sombría
sensación en la nuca que les invadía cada vez que asistían a la misa semanal; aquella
convicción de que, por muchas oraciones que pronunciaran, con sus nudillos blancos de
firmeza enmarañados en torno al rosario, su mera existencia, sus más profundos deseos la una
por la otra, les convertía en impías ojos del Señor. Pero la oscuridad que albergaban los ojos
de la mujer de pelo negro, las llamas que la abrazaban, iban más allá de eso. Aquel fuego
infernal indicaba un pacto sellado con sangre con una criatura proveniente de sus más
temibles pesadillas.
La mujer, ahora envuelta en una bola de fuego, luchó por poder proferir una respuesta,
una disculpa, una justificación. Quiso hacer entender la razón de su sacrificio, explicar
aquello que la había conducido esa misma noche sin estrellas, en la oscuridad más remota, a
invocar a un ser indecible que acudiera en su auxilio. Intentó decirle a la mujer que amaba
que el precio por una resurrección era siempre demasiado alto.
Las llamas se avivaron sobre sus hombros, ardiendo con la fuerza de un corazón
inquebrantable. La luz de las velas, azuzadas por algún susurro divino, quizás sabiendo que
aquello que estaban a punto de presenciar era un acto de perversión, la realización de un trato
con un ángel caído del cielo hacia la profundidades del mundo, se disiparon con un soplo.
La figura fantasmal, maldiciendo su condición, tratando de abrazar inútilmente a la
mujer que agonizaba sobre suelo sagrado, no pudo hacer más que implorar a cualquiera que
estuviese dispuesta a escucharla que el sacrificio cesase.
Con un último aullido de dolor, la mujer exhaló la dulce llama de la vida. Los labios
de la difunta la recibieron a pesar de sus ruegos y sus pulmones, una vez completado el ritual,
comenzaron a respirar una vez más.
Vivos y muertos por igual contuvieron la respiración. Las campanas comenzaron a
repicar, y el graznido de un cuervo traspasó los ventanales para reverberar entre columnas y
cúpulas.
La bruja, con su semblante tornado en una horripilante mueca de pesadumbre, se
incorporó sobre el pequeño cúmulo de cenizas, y, bajo la atenta mirada del rostro pétreo de
los Santos, sin cadáver alguno por el que llorar, salió por la puerta de la Iglesia para no volver
nunca más.

“Los primeros pecados de la humanidad fueron amar a otros. Eva confió en la


serpiente, Adán confió en Eva, y yo confío en ti. Tal vez eso es un pecado, al igual que la
primera pareja. Tal vez todos tengan razón sobre nosotros y seamos pecadores y ofendamos a
Dios. Pero, ¿qué es Dios comparado con el amor de una mujer?”

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