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La voz del filósofo (crítica al periodismo)

Periodismo crítico, aúllan muchos para mi asombro (y el de todos aquellos que conserven aún algo de mínima sensatez). ¿Asombro
por…? Por la evidente contradicción que entraman esas dos palabras colocadas juntas. Basta con una aburrida descripción definidora
de cada cosa para apreciar tan bella antinomia. Si el periodismo es la actividad (nótese que no es siquiera una técnica ni un saber) que
consiste en “informar”, no logro entender cómo ni en virtud de qué cosa puede el periodismo ser crítico, pues en el preciso instante
en que deviene crítico deja de ser periodismo, y pasa a ser política.

Sería, pese a todo, discutible si es posible hablar de un periodismo neutro o neutral, porque incluso esta neutralidad (supuesta, porque
aun no ha llegado el día, al menos bajo mi experiencia personal, en el que el periodismo haya sido auténticamente neutral… ) se
presenta con una fuerte intencionalidad, la de la “pureza de la información”. ¿Puede un juicio enunciativo escapar a su esencia
política, como aquello que está íntimamente relacionado con la vida social del hombre?

Quizás sencillamente deba rechazar esta definición tan “dogmática” y apelar a una cierto “flujo libre de información”. El solo
nombre provoca náuseas. ¿Qué significa un “flujo libre de información”? ¿Que sobrevuelan nuestras cabezas libremente? ¿Que
pululan por el espacio sin ton ni son?

El caso es que el periodismo, en su cualidad de actividad absolutamente enfocada al pueblo, o, sin que suene tan vulgar, a la
población (pues ya ni se podría hablar de pueblo propiamente, sería quizás demasiado honor para lo que tenemos ahora mismo), es
incapaz de desprenderse de la atenta mirada moral (entendida como costumbre de la mayoría) normativizadora de ese pueblo, y, por
ende, tampoco capaz de escapar del filtro que supone la “opinión pública”. El filtro consiste en un mecanismo o aparato de censura
natural que emana de la ignorancia misma de la población, que, en su misma imposibilidad e incapacidad de apreciación y
comprensión de según qué articulaciones linguísticas (en forma de textos realmente críticos), logra en ello ya no acallar, sino,
sencillamente, condenar la voz del filósofo (quizás la única especie posible de buen periodista) a un olvido que perjudica, en realidad,
al mismo “pueblo” (esto es discutible, claro). De este modo, vemos como el periodismo no es más que un proceso que emana de la
ignorancia de las mayorías, para terminar, de nuevo y tras recorrer un enorme y absurdo trayecto que implica pérdidas económicas,
intelectuales y temporales, en esa misma ignorancia original. Es como si la población dialogara consigo misma a través del
periodismo, como si escuchara su propia y miserable voz, repetitiva e insulsa.

¿Puede haber, sin embargo, periodismo crítico, después de todo? Como ya hemos dicho, no, porque dejaría de ser periodismo y se
inscribiría en la actitud crítica y radical, en una postura política negativa que trabajaría para una transformación de la realidad (pese a
que muchas veces esté condenada a ese olvido silencioso).

Podríamos comparar el periodismo y su voz con la metáfora de Eco y  Narciso. Por un lado, Narciso, ensimismado ante el reflejo de
su espléndida y hermosa mismidad, y, por otro, Eco, enamorada perdidamente de la imagen de Narciso, una imagen que implica
imposibilidad trágica, imposibilidad fáctica de consumación. El periodismo encaja a la perfección en ambas figuras: por un lado
como eco, una voz que se pierde en su propia redundancia (lo trágico siempre es redundante), y por otro, Narciso, una belleza reflejo
de la cual se pierde, de nuevo, en la redundancia desdoblada. Vemos aquí la repetición (en Eco la repetición de la voz, activa,
buscadora, y en Narciso, la repetición de la imagen pasiva, distante). Pues bueno, el periodismo es la repetición calcada (o quizás la
extensión política inevitable) de la opinión pública.

Como en los mecanismos de poder de nuestra actualidad la incidencia del estado y de la estructura económica capitalista es de
abrumadora importancia, podemos no dudar en absoluto de que esa opinión pública irá conducida bajo leyes arbitrarias y difíciles de
desenredar (pues serían meras incidencias de la contingencia del interés privado puro). Es decir, la opinión pública no es inocente, es
una víctima culpable. Es una situación paradójica que se repite, también, en la situación del periodismo. Podemos interpretar el
periodismo como ese acontecer político en el cual se dan a la vez la culpabilidad y el “ser víctima”. Quizás por eso se caracterice, en
sus producciones, por una poderosa presencia de resentimiento y piedad cristianas. Hay una cierta tragicidad patética (la que no
produce en las personas con gusto ningún tipo de emoción noble, sino mera repudia) que se repite (importante lo de la repetición) en
su propia tragicidad. No me gustaría dar ejemplos, tampoco por no ser ofensivo (con esto lo estoy siendo el triple), sino por pereza.

Siguiendo con la línea de esto, y siendo consciente de que la “crísis” es la puesta en escena de una situación de inflexión y de cambio
trascendente (algo que deja marca), el periodismo se convierte en la parodia que intenta sin éxito perpetuar el eco de la miseria y de
la tragicidad al infinito, y, en esto, descualificándolo de toda su esencia (pues la esencia de lo trágico está en su presentación, cómo se
presenta lo trágico). Es evidente que la normativización o cotidianización de lo trágico convierte lo trágico en una pantomima de sí
misma, lo cual me ofende profundamente. Más que la ofensa que pueda usted padecer en estos momentos por su íntima relación
cotidiana con el periodismo, con el cual ha creado en usted un vínculo de perverso erotismo con el dolor plastificado y expuesto
como “noticia”, como si el dolor fuera algo nuevo, algo susceptible o necesario de ser “percibido” como noticia. No, el dolor no es
nada nuevo, basta ojear un segundo cualquier libro honesto sobre historia de la humanidad. La sangre baña nuestra historia.

Este texto podría caer en el exceso de ocupar demasiado y e nla desagradable situación de convertirse en un libro sobre periodismo
desde la filosofía, algo que el periodismo por esencia no merece (si es que tiene esencia claro).

De nada

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