Está en la página 1de 26

EL SILENCIO DE LA ESCRITURA

"Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En


manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad
capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a
empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social,
en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar primero. Ante este mundo de
ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente
importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de
todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del
ganador de lejos prefiero al que pierde”,

Pier Paolo Pasolini.

“Hablemos un poco en favor del suicidio. No en favor del derecho al mismo, sobre lo
cual demasiada gente ha dicho muchas cosas hermosas, sino contra la mezquina realidad
a la que se le somete. Contra las humillaciones, las hipocresías y los trámites sórdidos a
los que se le condena”,

Michel Foucault.

“Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injuticia”,

Eduardo Miño.
1. Introducción

Hace mucho tiempo que me intereso en reflexionar sobre la subjetividad que


hay en el suicidio. Esto me ha exigido tomar distancia de los modos académicos
de investigación, incapacitados (a mi juicio) para reconocer la enorme carga de
sensibilidad que hay com-prometida en estos asuntos tan hostiles a todo lo que
siempre quiere ir de prisa. Por ahora, no puedo sino deslizar interrogaciones y
supuestos de una reflexión fragmentaria en la que aprendo a enfrentarme al
dolor de las pérdidas que me circundan.

Porque en pensar el suicidio hay, primero que todo, un pensar (“acerca” de la


muerte), y segundo, hay algo (im)personal que está siempre asechando, en la
medida que pensando abandonamos la identidad, nos desinmunizamos y nos
exponemos al destino trágico de la existencia. Son los dolores o
desgarramientos emocionales que padecemos junto a otros, (o que nos hacen
“ser otros”), hoy cada vez más a menudo, los que me llevan a escribir sobre esta
afección opaca.

Me distancio de quienes realizan condenas morales frente al suicidio, como si


existieran formas correctas de morir. Sobre todo, me esfuerzo (es una decidida
pro-vocación) para que este ensayo sea inútil a toda pretensión terapéutica, pues
la filosofía sirve para entristecer.

El suicidio -según creo- guarda relación con eso que Mark Fisher llama
“impotencia reflexiva”, de modo que una noción como “voluntad” (sustrato
epistemológico para la psicologización del problema) me parece inservible para
efectos de situar esta práctica en un horizonte de común politicidad.

Todo el debate y la confusión emocional que se genera tras la muerte de alguien


por suicidio nace de las expectativas y creencias (también, de los optimismos
ciegos) de aquellos que no estarían dispuestos a quitarse la vida. Y esto, es
ciertamente una señal inequívoca del desconocimiento sobre la subjetividad en
que se funda aquel acto biopolítico de clausura.

Habría que advertir que en el suicidio la felicidad parece desempeñar un papel


excesivamente relevante, al tratarse de una coacción emocional que castiga y
condena la tristeza y/o el tedio, en el contexto de un mundo que hace del
rendimiento y/o la productividad (el exitismo ontológico que difunden las
tecnologías digitales) el único valor de la existencia humana. La felicidad ha
sido hasta ahora una eficiente forma de sujeción afectiva que nos somete al
régimen hedonista del placer y su disposición compulsiva al goce estético 1,
fundamento de los sistemas de consumo y de la economía de la deuda
(Lazzarato, 2013).

Es curioso, pues el suicidio concierne a un cierto atrevimiento, una rabia


descargada, que podría entenderse en la forma del coraje. Una eticidad del
suicidio, inquietante, por cierto, conforme a la pregunta siguiente ¿cómo puede
haber coraje allí donde el pensamiento y su valor inclaudicable ha sido
depuesto? Un coraje de la cancelación, que atrapa su ética en los tentáculos del
sacrificio.

Con todo, pienso que el suicidio es el silencio de la escritura, en la medida que


la escritura es la respiración de la permanencia que desafía la mera
conservación de la nuda vida. Lo común entre los hombres es la escritura,
porque en ella se despojan de todo particularismo esencial, pues se trata de

1
“El afecto es central para entender y elaborar la poshegemonía, junto con el concepto de hábito
(el afecto congelado) y de multitud (el afecto convertido en sujeto), que desarrollo en los
siguientes capítulos. También planteo que la concepción deleuziana de afecto es insuficiente,
que queda atrapada en las mismas trampas en las que cae la teoría de la hegemonía, por el
hecho de que es incapaz de distinguir por su cuenta entre insurgencia y orden y, en última
instancia, entre revolu- ción y fascismo. Aun así, el afecto es el lugar donde debe comenzar la
teoría de la poshegemonía. Los sentimientos son la puerta de entrada a la inmanencia de la
política (y a la política de la inmanencia)” (Beasley-Murray, 2010, p. 127).
aquello que excede inéditamente al lenguaje, inventando conceptos, imágenes,
mundos, como la filosofía.

Es la escritura la que nos permite aferrarnos al desacato y estar inclinados hacia


lo (im)posible (existencia desde siempre ofrecida, como lo expresa Jean Luc
Nancy), sin confundir este trabajo con el vulgar ejercicio informativo de eso que
llamamos “medios de comunicación”. Porque la escritura es, como señala Gilles
Deleuze, un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda
cualquier materia vivible o vivida.

Y porque tal vez, al igual que un poema (parafraseando a Paul Valèry), la vida
nunca se termina, sino que solo se abandona.

2. Dispositivo sacrificial.

El suicidio es una muy antigua e inquietante práctica ligada a la muerte forzosa,


al crimen contra sí mismo, a la que la modernidad ha intentado responder a
través de sus innovadores marcos epistémicos. Lo más recurrente han sido las
clasificaciones elaboradas por la sociología de Émile Durkheim, de gran
influencia en los estudios posteriores en esta materia, que intentan establecer
ciertos parámetros de orden científico para indagar en las causas sociales de
este fenómeno, pero sobre la base de su patologización.

Lejos de esta pretensión de designar al suicidio como una anomalía, lo


pertinente sería prestar atención a la subjetividad del suicida, y aunque
habitualmente se le asocia con sentimientos como la melancolía o con la
recurrencia de los trastornos de ánimo, parece haber en el acto de quitarse la
vida un exceso de racionalidad propia del “realismo capitalista”, en los
términos con que Mark Fisher (2019) define este concepto:

“Una diferencia entre la tristeza y la depresión es que, mientras la


tristeza se autorreconoce como un estado de cosas temporario y
contingente, la depresión se presenta como necesaria e interminable: las
superficies glaciales del mundo de un depresivo se extienden a todos
los horizontes imaginables. En la profundidad de la enfermedad, el
depresivo no reconoce su melancolía como anormal o patológica: la
seguridad de que toda acción es inútil y de que detrás de la apariencia
de la virtud solo hay venalidad golpea a quienes sufren de depresión
como una verdad que ellos han descubierto, pero que los otros están
demasiado engañados como para reconocer. Existe una clara relación
entre el “realismo” aparente del depresivo, con sus expectativas
tremendamente bajas, y el realismo capitalista” (p.130).

Con esto, no quiero negar la incidencia de los sentimientos negativos, sino que
más bien quisiera sugerir que en ellos permanece activa una actitud antinómica,
y solo suprimiéndolos o gestionándolos es que el suicidio se vuelve factible.
Esto quiere decir que la melancolía comporta una “gestualidad resistencial”,
como lo propone Juan Pablo Arancibia (2015), que ciertamente implica un modo
de aferrarse a la existencia, pero también de transformar sus condiciones.

“Julia Kristeva en Sol Negro ha preguntado: <<¿Es la melancolía un


lenguaje?>>. Nosotros preguntamos aquí: ¿es la melancolía una política?
¿Hay alguna potencia política, algún rasgo de politicidad, algún gesto
afirmativo, agonal en la porfía irreductible de la melancolía? ¿Contra
qué lucha la melancolía? y más aún, ¿De dónde proviene o emana su
fuerza? Y si la hubiere, ¿qué clase de política sería aquella, ahí donde lo
melancólico y lo trágico, parecen de algún modo fundirse y
comparecer?” (p.371).

En su resignación e impotencia, el suicida adhiere a la cruda facticidad de los


cálculos maquínicos cada vez más meticulosos, en los que todas las respuestas
parecen estar al alcance y todo se ha vuelto irremediablemente homogéneo y
vacío, todo se ha develado en su desnudez, evidenciándose el déficit de
porvenir o de expectativas trascendentes, consumándose así el agotamiento
definitivo de las posibilidades que, sin embargo, no inauguran un nuevo
comienzo.

De este modo, el suicidio sería ante todo un acto fundamentalmente técnico,


rompiendo así con su concepción antropocéntrica, en el sentido de que la
técnica es una relación entre los hombres y las máquinas relativa a un
agenciamiento o ensamblaje, expresándose allí una racionalidad económica,
una estrategia de guerra y unas tecnologías de poder consustanciales a los
modos de sujeción.

“La “subjetividad” no es una propiedad exclusiva del ser humano, sino


que se distribuye de manera diferente en el hombre y la máquina.
“Existe algo viviente en un conjunto técnico”, dice Simondon; Guattari,
a su vez, no hablará de “autonomía vital” de la máquina (“no se trata
de un animal”) sino de una “protosubjetividad”, una “subjetividad
parcial” dotada de un “poder singular de enunciación” que funciona
como vector de subjetivación” (Lazzarato, 2020, p.140).

Y si es así, es que entonces el suicidio es un crimen de la época o, mejor, de la


máquina social capitalista y sus dispositivos terapéuticos destinados a la
inmunización -como en parte lo denuncia Antonin Artaud-, un síntoma del
“tiempo del fin sin desenlace”, una herida propia del pathos del ocaso, ya que,
como señala Sergio Rojas, “el presentimiento de encontrarse en el fin no es lo
inédito, lo insólito hoy es que no implique la expectativa de un nuevo inicio, el
comienzo de una nueva época” (2020, p.34).

Desde luego, para Artaud se trata de una crítica a la psiquiatría, en una


perspectiva similar a la desarrollada por Foucault en su Historia de la locura en la
época clásica. Es decir, el problemático y persistente hecho de que la Razón
detenta privilegios excluyentes, exigencias normativas y facultades
sancionatorias sobre todo aquello que amenace con exceder sus dominios 2.
2
“Antes de tener el sentido medicinal que le atribuimos, o que al menos queremos concederle,
el confinamiento ha sido una exigencia de algo muy distinto de la preocupación de la curación.
Tal habría sido el caso de Van Gogh -a juicio de Artaud-, pues su pintura
desafiaba los conformismos institucionales 3 y alertaba por ello a “los psiquiatras
erotómanos” (entre los cuales apuntaba al mismísimo Lacan bajo el seudónimo
de Dr. L). Por supuesto que Artaud, al contar la historia de Van Gogh, nos habla
de su experiencia de internación bajo el yugo de la psiquiatría moderna y su
exhaustivo régimen de confinamiento.

“¿Y qué es un verdadero alienado? Es un hombre que elige volverse


loco -en el sentido en que se usa socialmente la palabra- antes que
traicionar un pensamiento superior de la dignidad humana. Por ese
motivo la sociedad se sirve de los asilos para amordazar a todos
aquellos de los que quiere deshacerse o defenderse, por haberse negado
a convertirse en cómplices de las más grandes porquerías” (p.6).

No es la locura la que lleva al suicidio sino que la Razón y sus tecnologías de


poder. En la muerte de Van Gogh, es la sociedad la que se metió en su cuerpo,
dice Artaud,

“Pues Van Gogh no abandonó la vida por sí mismo, por efecto de su


propia locura. Fue por la coacción, dos días antes de su muerte, de ese
espíritu maléfico conocido como Dr.Gachet, psiquiatra profano, causa
eficiente, directa y suficiente de esa muerte” (p.11).

Esta relación entre el fin y la ausencia de futuro en el presente continuo que


habitamos, es lo que podría diferenciar el suicidio de la alteridad como devenir.
Alteridad que, como se refiere a ella el último Foucault (en su indagación de la

Lo que lo ha hecho necesario ha sido un imperativo de trabajo. Donde nuestra filantropía


quisiera reconocer señales de benevolencia hacia la enfermedad, sólo encontramos la
condenación de la ociosidad” (Foucault, 2015, p.104),
3
“Nuestras instituciones no valen nada: sobre eso todo el mundo está conforme. Por tanto, la
falta no es de ellas, sino de nosotros. Todos los instintos de donde han salido las instituciones
están extraviados, y éstas a su vez nos extravían porque no nos adaptamos a ellas. En todos los
tiempos la democratización ha sido la forma de descomposición de la fuerza organizadora”
(Nietszche, 2016, p.178).
parrhesía cínica4), nos muestra que la verdad está siempre del lado de lo otro y
nunca de lo mismo.

“Lo que hace una diferencia en el mundo y las opiniones de los


hombres, lo que fuerza a transformar nuestro modo de ser, aquello cuya
diferencia abre la perspectiva de un mundo otro a construir, a soñar. El
filósofo se convierte por tanto en aquel que, por el coraje de su decir
veraz, hace vibrar, a través de su vida y su palabra, el relámpago de
una alteridad” (2010, p.366)5.

El suicidio se nos presenta como la metáfora más inquietante del tiempo del fin,
signo del agotamiento existencial que se expresa también en un colapso
planetario. Para Alan Badiou -en su conversación con Giovanbattista Tusa
(2019)-, el motivo del fin contiene un pathos, que se distanciaría del
acontecimiento por su inscripción en los confines del desastre.

Refiriéndose a los exterminios del siglo XX y las nuevas masacres que asolan al
mundo, dirá que “esto no tiene nada de acontecimental; no sobrevino en la
figura del acontecimiento, sino en la figura de una conclusión mortífera, que en
lugar de ser un comienzo se cumple absolutamente como fin (p.38).

4
El interés de Foucault por los cínicos tal vez sea en parte porque en ellos está presente la figura
del loco, el alienado, el excluido, aquel que pronuncia verdades intolerables para la ciudad.
5
En estos pasajes de sus cursos del año 1984, Foucault no abandona su anterior preocupación
por el sujeto ni su crítica de la subjetividad y el poder para desplazarse hacia una erudición
estetizante de las éticas antiguas, sino que adapta su investigación en ese marco histórico y
epistémico, en el cual logra descifrar una relación entre sujeto y verdad que, en la experiencia
de la parrhesía, rebasa completamente el concepto de verdad deductiva en los términos
cartesianos (o subjetiva, en la perspectiva posmoderna), que organiza el régimen de
conocimiento de la modernidad. Por el contrario, la parrhesía como forma del decir veraz está
imbricada con el riesgo, precisamente, hasta de perder la vida (como da cuenta de ello el juicio
político contra Sócrates, porque la parrhesía se vuelve hostil a la democracia), y la ética
parresiasta supone entonces una atenuación del principio de conservatio vitae que los modernos, a
través del paradigma sacrificial hobbesiano, han establecido como criterio de legitimación del
poder, lo que, a juicio de Esposito, es determinante para comprender el significado de la
biopolítica de poblaciones como proceso de inmunización. Lo que habría en el último Foucault
es un tránsito que va desde la caracterización micropolítica del poder en tanto
gubernamentalidad, a un pensamiento de la revolución (inconmensurable a la idea marxista-
leninista) que conjuga verdad, ética y alteridad.
El fin es la constatación de la catástrofe, triunfo de la violencia sacrificial que se
instituye como orden, cuyos dispositivos orientados a proteger la vida y
retenerla en la inmediatez del presente como supervivencia asegurada, anulan
todo porvenir, siendo el costo de la estabilidad la destrucción de la vitalidad en
potencia, suprimiendo su fertilidad. Escribe Sergio Rojas:

“Insistir en pensarse como individuo cuando ya se sabe desde hace


tiempo que se ha iniciado el fin, es no dejar de pensar cómo se van
todavía asfixiando las esperanzas por acción de la prepotencia de la
materia: hay esperanzas mientras aún quede algo por asfixiar. Se trata
de aplazar el fin, hacerlo durar, cuando la única posibilidad de la
individualidad es darse a sentir en su infinito colapso. La propia
miseria es una manera insólita de resistir el fin en el fin. Y en esta
“resistencia” es todo un orden de la civilización el que se mantiene”
(2020, p.87).

Porque en la destitución de la subjetividad, como entiende George Bataille la


experiencia, la muerte precisamente se yergue como lo común
inexperimentable. Si la experiencia es lo que lleva al sujeto fuera de sí,
arrojándolo al espacio vacío -precisamente, a la nada- de la transformación y/o
la alteridad, el suicidio es, al contrario, el cumplimiento de su retiro (el retiro
del pensamiento como excedencia) o, en el lenguaje de Esposito, de su absoluta
auto-inmunización, haciendo de la seguridad el mayor peligro para la vida.

Es en Hobbes donde se aprecia con mayor nitidez la dialéctica entre ruptura y


continuidad (la modernidad es la continuación del cristianismo por otros
medios, dirá Anselm Jappe) que hace del sacrificio el mecanismo por excelencia
para la conservatio vitae, ya que la modernidad arrastraría consigo, alojado en su
centro mismo, un residuo de anacronicidad que está destinado a reactualizarse
de forma permanente. El soberano de Hobbes y su teología política, no sería
otra cosa que la reinscripción del derecho natural en el Estado (y ello justifica el
que el Leviatán sea un monstruo bíblico, como los hombres eran lobos), al que
sin embargo todos los súbditos han debido renunciar como exigencia básica del
intercambio entre obediencia y protección.

“De modo que no sólo la <<civilización>> no cancela este estado de


cosas, sino que ella lo produce a través de los deslizamientos sucesivos
de la dialéctica sacrificial: de los instintos a las instituciones, del miedo
a la sujeción, de la servidumbre impuesta a la voluntaria; dinámica
sacrificial que La Boétie, en su momento, había puesto en evidencia”
(Esposito, 2012, p.86).

En el suicidio ciertamente no hay alternativa: de ahí su exacerbado realismo. Y


si la globalización capitalista se presenta como la forma definitiva del mundo,
idéntica a la realidad al punto de confundirse con ella, el suicidio es la respuesta
lógica de este proceso de subjetivación. Sin embargo, quisiera detenerme a
observar dos modalidades del suicidio, que diferenciaría mediante los
siguientes términos: suicidio antinómico y suicidio inmunitario.

En el primer caso, se enmarcaría en lo que ya ha sido explicado con


anterioridad, puesto que el suicidio también constituye un ambivalente acto de
resistencia -casos como el de Eduardo Miño son paradigmáticas a este
respecto-, especialmente cuando acontecen en una escenificación pública de
gran concurrencia y relevancia simbólica (estaciones de Metro, centros
comerciales, frontis del palacio presidencial), en la que el suicida hace evidente
cierto reclamo.

Pero habría otros casos en los que el suicida administra una escenificación
privativa, que intento descifrar haciendo referencia a la categoría desarrollada
por el filósofo italiano Roberto Esposito, con la que busca responder a la
incógnita foucaultiana respecto a cómo una política de la vida (una biopolítica)
se puede convertir en una amenaza de muerte, es decir, en un poder soberano
de matar.
Así, Esposito hará de la oposición contrastiva entre inmunidad y comunidad -
cuya génesis remonta al pensamiento de Hobbes- un paradigma para explicar el
carácter biopolítico de la modernidad con relación al principio de conservatio
vitae, que adquirirá el estatus de criterio de legitimación del poder. En efecto,
Esposito sostiene (mediante una deconstrucción etimológica de ambos
conceptos) que la inmunidad no solo es una categoría privativa de la de
comunidad (con la cual sin embargo guarda un vínculo de mutua
dependencia), sino que además es el punto de cruce de los lenguajes biomédico
y jurídico-político, sobre los cuales se articula el proyecto civilizatorio
moderno6.

“Naturalmente la opción inmunitaria hobbesiana y, en general,


moderna, no se realiza gratuitamente. Es más, tiene un precio, un
terrible precio. Lo que se corta y se expulsa en la <<decisión>>
soberana es el contenido mismo de la nueva forma, como resulta por
otra parte inevitable, dado el carácter homeopático del remedio
empleado: llenar el vacío del munus -la grieta originaria- con un vacío
aún más radical. Vaciar el peligro del cum eliminándolo
definitivamente. Y, en efecto, el Estado-Leviatán coincide con la
disociación de toda atadura, con la abolición de toda relación social
extraña al intercambio vertical protección-obediencia. Nuda conexión
de <<no relación>>. Si la comunidad conlleva delito, la única
posibilidad de supervivencia individual es el delito contra la
comunidad” (Esposito, 2012, p.42).

Pero la inmunización no opera sobre un individuo que es anterior a esta, sino


que, por el contrario, lo constituye como tal. Dicho de otro modo, es el
individuo (en tanto entidad indivisible) la forma misma de la inmunización
moderna: sujetos de la racionalidad inmunitaria, subjetivación relativa a la

6
“Si se la reconduce a su raíz etimológica, la immunitas se revela como la forma negativa, o
privativa, de la communitas: mientras la communitas es la relación que, sometiendo a sus
miembros a un compromiso de donación recíproca, pone en peligro su identidad individual, la
immunitas es la condición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra
sus efectos expropiadores” (Esposito, 2011, p. 81).
primacía del proprium en detrimento del munus donativo de la communitas, que
es irreductible a su concepción como intercambio, esta última más ligada a la
tradición del contractualismo en su tonalidad mercantil.

“Por ello la comunidad no puede pensarse como un cuerpo, una


corporación, una fusión de individuos que dé como resultado un
individuo más grande. Pero no debe entenderse tampoco como el
recíproco <<agradecimiento>> intersubjetivo en el que ellos se reflejan
confirmando su identidad inicial; un lazo colectivo que llega en cierto
momento a conectar a individuos previamente separados. La
comunidad no es un modo de ser -ni, menos aún, de <<hacer>>-del
sujeto individual. No es su proliferación o su multiplicación. Pero sí su
exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia el exterior,
un vértigo, una síncopa, un espasmo en la continuidad del sujeto”
(Esposito, 2012, p. 32).

Si lo vinculamos a la práctica del suicidio, las palabras de Gabriel Giorgi sobre


la escritura de Clarice Lispector en torno a la cuestión del plasma, nos permiten
dos conclusiones: primero, que el plasma en la escritura de Lispector como
materia indeterminada, inaugurando un régimen de visibilidad y
perceptibilidad de los cuerpos que excede el objeto de control de la biopolítica
de poblaciones (de tipo inmunitaria), es precisamente el vacío o la nada -lo no
coincidente consigo mismo- de la communitas; segundo, que si la muerte es la
supresión del individuo pero no de lo viviente, el suicidio es el crimen del Yo a
causa de sus propias pulsiones de autoconservación, pureza, aislamiento y
autosuficiencia. Es el paradójico resultado del individualismo moderno.

“Alli donde la vida se vuelve puro dominio de apropiaci6n, de saber y


de gesti6n, vaciar ese dominio de positividad es un gesto decisivo;
volverlo un puro espaciamiento, una relaci6n sin relación, una
multiplicidad no predefinida abre, a la vez, la posibilidad de
epistemologías y de prácticas alternativas sobre el cuerpo y sobre lo
viviente” (Giorgi, 2014, p.112).
La inmunidad, en el plano jurídico-político, funcionaría de forma análoga a la
práctica médica de la vacunación, introduciendo en el organismo dosis
controladas del mismo mal del que se le busca proteger (la enfermedad y la
guerra). En este ámbito, adquiere especial relevancia la reflexión de Walter
Benjamin sobre la consustancialidad entre derecho y violencia, en tanto que la
inmunización es una forma negativa de protección de la vida, sacrificándola a
su mero estado de conservación, por lo cual un crecimiento desmedido o
hipertrófico de los mecanismos inmunitarios (que tienden a acrecentarse en los
periodos de crisis), terminaría por volverse contra el mismo cuerpo que
salvaguarda, como es el caso de las enfermedades autoinmunes.

“Ahora bien: para reconocer la semántica inmunitaria en el centro


mismo de la autorrepresentación moderna, hay que llegar al punto de
cruce de dos líneas hermenéuticas muy distintas que, sin embargo,
convergen en una misma dirección. La primera es la que va de Freud a
Norbert Elias, a lo largo de un itinerario teórico marcado por la
conciencia del carácter forzosamente inhibitorio de la civilización.
Cuando Elias menciona la transformación de las heteroconstricciones
en autoconstricciones, que caracteriza a la transición de la sociedad
antigua tardía a la moderna, no alude simplemente a una paulatina
marginación de la violencia, sino más bien a su desplazamiento a los
confines del psiquismo individual: así, mientras el enfrentamiento físico
está sometido a una regulación social cada vez más rigurosa, <<al

mismo tiempo, el campo de batalla es, en cierto sentido, introyectado.


Una parte de las tensiones y las pasiones que en otro tiempo se
resolvían merced al enfrentamiento directo entre hombre y hombre,
ahora debe ser resuelta por cada cual dentro de sí>> ” (Esposito, 2011,
7

p.78).

7
N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation. II. Wandlungen der Gesellschaft. Entwwrf zur einer
Theorie der Zivilisation, Francfort del Meno, 1969 [traducción italiana: Potere et civiltà. Per uno
studio della genesi sociale della civiltà occidentale, Bologna, 1983, pág. 315].
Si la inmunización es la exigencia violentamente defensiva del organismo
(biológico o estatal) que desencadena la activación antígena destinada a la
exclusión de lo otro invasivo ante la amenaza de contagio (que en tenor racista,
se traduce como la conservación del plasma germinal, sustrato sobre el cual se
erige la autenticidad de un individuo, un pueblo, una nación), un exceso de
sentido inmunitario es perfectamente coincidente con la anulación de la
identidad, que tiene como paradojal resultado el estímulo de las dinámicas
autosacrificiales, siendo el suicidio una de estas. Prueba de ello fue la última
orden de Hitler para conservar el amenazado cuerpo étnico de la nación
alemana:

“A la presencia de lo muerto en lo vivo -esto era la degeneración- había


que responderle templando la vida en el fuego sagrado de la muerte.
Dando muerte a una muerte que había adoptado la forma de vida y así
invadía todo espacio de ella. A esta muerte engañosa y reptante había
que bloquearla con la ayuda de la Gran Muerte redentora legada por
los héroes germánicos. Con ello, los muertos se tornaban a la vez
gérmenes infecciones y agentes inmunitarios, enemigos que abatir y
protección que activar. Atrapado por esta doble muerte -por su infinito
redoblamiento-, el nazismo terminó triturado en sus engranajes.
Potenció su propio sistema inmunitario hasta el punto de convertirse en
su presa. Por otra parte, morir es la única manera en que un organismo
individual o colectivo puede salvaguardarse definitivamente del riesgo
de muerte. Es lo que Hitler, antes de suicidarse, pidió que hiciera el
pueblo alemán” (Esposito, 2011, pp. 221-222).

Anselm Jappe, en su trabajo sobre el fetichismo de la mercancía (La sociedad


autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción) hará converger las tradiciones
del psicoanálisis (el inconsciente de Freud) con la crítica del valor para formular
un análisis del sujeto, retomando el mito de Erisictión y su hambre sin
contenido e insaciable (hyrbris), que lo lleva a devorarse a sí mismo, a propósito
de las tendencias narcisistas (uno de los rasgos característicos del sujeto
moderno) y destructivas en que se funda el capitalismo.

“El fetichismo de la mercancía no es una falsa conciencia o una simple


mistificación, sino una forma de existencia social total que se halla por
encima de toda separación entre reproducción material y psyché porque
determina las formas mismas del pensar y actuar. El fetichismo de la
mercancía comparte estos rasgos con otras formas de fetichismo, como
la conciencia religiosa” (2017, p.28).

Esto implica que el “sujeto automático” del que hablaba Marx estaría
determinado por una última instancia, es decir un a priori, pero no ontológico
como en Kant, sino que histórico y contingente, que es donde el fetichismo de la
mercancía y el inconsciente de Freud logran unificarse. Así es como el
narcisismo, que para Freud consistía en un estadio primitivo de la evolución
psíquica, en que la persona no lograba diferenciar entre el yo y el mundo
exterior, haciendo de este una extensión de sí mismo, resulta la base de la
propiedad privada (del individualismo posesivo, dicho en los términos de
Macpherson), siendo su aspecto más visible el egoísmo.

Por esto -dice Jappe- el nacimiento del sujeto moderno es consustancial al


desarrollo del capitalismo. Esto se intersectaría con la “maquinación”
heideggeriana, que da cuenta de la copertenencia entre el régimen de la técnica
y el de la metafísica. La totalidad técnica identificada con el mundo 8 (y es cierto
que la máquina lo que hace es asegurar la absoluta disponibilidad de todas sus
partes, sean hombres, animales o cosas, para el uso de los otros), posibilita la
irrigación silenciosa de la metafísica a través de los ropajes de la técnica, como
la ciencia es portadora de una religión inmanente.

La técnica, para Heidegger, es un modo de proceder instrumental: medios que


sirven a fines. De este modo la técnica, como los dispositivos de Foucault,
8
En el sentido del término Gestell, esencia de la técnica, como un continente sin contenido, o un
medio abstracto que abarca la totalidad de las singularidades, es decir un equivalente general.
refiere tanto a la subjetividad como a la producción, allí donde la sujeción se
ejerce con la colaboración y/o complicidad de quien está sujeto a ella. Tomando
estos pasajes para inscribirlos en su enfoque sobre la máquina teológico-política
que representa el dispositivo de la persona, Esposito escribe:

“El motivo por el cual los hombres no pueden sustraerse al dispositivo


que los comprende, colocándolos fuera de sí, no es el hecho de que les
falte subjetividad. Lo que los vincula, de una forma bastante más
irreparable, a él es el hecho de que sólo en ese vínculo, ya interiorizado,
se vuelven sujetos. Es por eso que no pueden huir de él ni removerlo
como tal” (2015, p. 33).

Por eso Jappe considera que la metafísica ya no alude al mundo de más allá
como punto exterior de autorreferencia, sino que se ha infiltrado en la vida
cotidiana, dejando de ser reconocible como tal. Es exactamente lo que
Heidegger advierte en Serenidad sobre los dos tipos de pensar: el calculador y el
meditativo. Pero es el primero el que produce en el hombre el desarraigo de su
entorno, puesto que hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y
económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Motivo de la
velocidad, que hace del suicidio una economía de la muerte.

“La mayor parte de las características del sujeto moderno ya están


reunidas en Descartes: solitario y narcisista, incapaz de tener
verdaderas <<relaciones de objeto>> y en permanente antagonismo con
el mundo exterior. Además es estructuralmente blanco y masculino,
pues este modelo de racionalidad <<descarnada>> es precisamente aquel
sobre el cual el hombre blanco ha basado su pretensión de superioridad
sobre el resto del mundo. La oscilación entre sentimientos de
impotencia y de omnipotencia, un elemento característico del
narcisismo se encuentra en la visión cartesiana de un <<yo>> que no es
nada, una pura idea sin extensión, y que sin embargo se halla en el
origen del mundo entero” (Jappe, 2017, p.47).
Si el suicidio es, finalmente, la consumación del sujeto moderno (de un
agenciamiento colectivo de enunciación 9), hay en el suicidio un gesto de
resistencia frente a la univocidad que el principio de individuación comporta.
Una insoportable carga de coacciones cuya superficie de aplicación es la
corporalidad, violencia tremenda que hará coincidir la fuga de la forma con la
muerte, porque, a fin de cuentas, el suicida escapa, subjetivando la derrota, del
dolor y el tedio del mundo impuesto que encarna10.

“Es la paradoja del legislador-sujeto, que sustituye al déspota


significante: cuanto más obedeces a los enunciados de la realidad
dominante, más dominas como sujeto de enunciación en la realidad
mental, pues finalmente sólo te obedeces a ti mismo, ¡a ti es a quien
obedeces! De todos modos, tú eres el que dominas, en tanto que ser
racional… Se ha inventado una nueva forma de esclavitud, ser esclavo
de sí mismo, o la pura “Razón”, el Cogito. ¿Hay algo más pasional que
la razón pura? ¿Hay una pasión más fría y más extrema, más
interesada, que el Cogito? (Deleuze & Guattari, 2002, pp.133-134).

Los psicofármacos que hacen frente a las ideaciones suicidas en los pacientes
depresivos, no son una respuesta biomédica ante la devastación psíquica
provocada por el capitalismo, sino que son un dispositivo de control (como los
describe Gilles Deleuze) orientados a contener y neutralizar las tendencias
rupturistas que comportan sentimientos como la melancolía, siendo un
mecanismo para administrar las relaciones de poder que, al focalizar el conflicto

9
“La subjetivación como régimen de signos o forma de expresión remite a un agenciamiento, es
decir, a una organización de poder que ya funciona plenamente en la economía, y que no se
superpondría a contenidos o a relaciones de contenidos determinados como reales en última
instancia. El capital es un punto de subjetivación por excelencia” (Deleuze & Guattari, 2002, p.
134).
10
“Es verdad, entonces, que la muerte del otro nos remite a nuestra muerte, pero no en el
sentido de una identificación. Y menos aún de una reapropiación. La muerte del otro nos remite
más bien al carácter inapropiable de toda muerte: de la mía como de la suya, dado que la muerte
no es ni <<mía>> ni <<suya>> porque es la expropiación misma. Esto es lo que el hombre ve en
los ojos abiertos ve en los ojos abiertos del otro que muere: la soledad que no es posible atenuar,
sólo compartir” (Esposito, 2012, p.199).
a nivel psíquico e individual, logran resguardar la opacidad de las estrategias
que son inmanentes a las crisis en el plano afectivo, creando un modelo
explicativo de patologías como la depresión (o en general los trastornos del
ánimo), que si bien efectivamente se trata de alteraciones neuroquímicas en el
organismo biológico, sus causas son de orden social y político, como lo explica
Mark Fisher (2019).

¿Qué papel podrá desempeñar en este ámbito una economía de la deuda cuyos
acreedores financieros culpabilizan ininterrumpidamente a los deudores?

“La deuda segrega una <<moral>> propia, a la vez diferente y


complementaria de la del <<trabajo>>. El par <<esfuerzo-recompensa>>

de la ideología del trabajo se acompaña de la moral de la promesa (de


reembolsar la deuda) y la culpa (de haberla contraído). Como nos lo
recuerda Nietzsche, el concepto de Schuld (culpa), de importancia
fundamental en la moral, se remonta al concepto muy material de
Schulden (deudas). La <<moral>> de la deuda induce una moralización a
la vez del desempleado, el <<asistido>> y el usuario del Estado
benefactor, pero también de pueblos enteros. La campaña de la prensa
alemana contra los parásitos y holgazanes griegos es un testimonio de
la violencia de la culpa que destila la economía de la deuda. En el
momento de hablar de la deuda, los medios, los políticos y los
economistas no tienen más que un mensaje que transmitir: <<la culpa es
suya>>, <<ustedes son culpables>>” (Lazzarato, 2013, p.37).

Si es el hombre endeudado el que se suicida (pues la deuda es una forma de


sujeción), la financiarización de la vida cotidiana causante de angustias, miedos
y resentimientos en el ser humano, es parte de la destrucción que la máquina de
guerra capitalista provoca en el mundo, volviéndolo ominoso e inhabitable.

Así es como se conjuga la imbricación entre el poder global de las finanzas y el


suicidio, y la complicidad el neoliberalismo y la violencia.
3. Escritura: pathos melancólico y ethos trágico.

Para responder a estas inquietudes frente al suicidio haría falta un recorrido por
los itinerarios del pensamiento trágico. Un recorrido que tiene a la escritura
como su compañera de andar. Escritura que calla ante el suicidio: ¿silencio de
congoja o imposibilidad de un devenir? Solo se deviene sobrepasando los
confines de la conservatio vitae, abandonando esta forma constrictiva para ser
impulsado hacia la intensidad de lo otro. En el suicidio, en cambio, se impone la
mismidad.

Es imposible detallar aquí con suficiente profundidad y precisión la


complejidad y los alcances de la investigación de Juan Pablo Arancibia (2015) en
torno a las categorías de melancolía y tragedia, pero tan solo quisiéramos referir
a ellas como un campo de posibilidades reflexivas adecuadas para pensar la
problemática del suicidio, pues en ellas convergen dos horizontes irreductibles
frente a la narcosis modernizante que patologiza el sufrimiento y estetiza la
catástrofe que adviene en su progresivo desarrollo.

Desde el enfoque de Artaud, habría que interrogarse acerca de si efectivamente


las tecnologías de regulación de las conductas y las afecciones -entre ellas, el
cada vez más masivo suministro de psicofármacos a cargo de la psiquiatría- son
responsables de provocar un daño mucho peor que el que prometían
neutralizar y que, por lo demás, es una prolífica fuente de acumulación
financiera del que se sirven las grandes corporaciones del poder global.

Si la depresión es una causa del suicidio ¿no es acaso este despotenciamiento


vital el resultado de la multiplicación de coacciones que la biopolítica ejerce
sobre el cuerpo de la población para exigir ese “sometimiento voluntario” -que
nace, como insiste Maurizio Lazzarato (2020), del despliegue criminal de la
fuerza- a una gubernamentalidad capitalista?
Pareciera que la depresión es el modo en que el realismo capitalista modeliza la
subjetividad (empujándola a la muerte) de quien ha experimentado la
indolencia y el sinsentido de una forma de vida consagrada a la servidumbre
del valor abstracto, que agota y destruye todo cuanto existe a su alrededor,
exactamente como Anselm Jappe lo expone a través del mito de Erisictión.

“Esta potencia y profundidad que habría en el dolor permite hilvanar lo


trágico y lo melancólico. Entonces, la melancolía no sería mera carencia,
despotencia o debilidad. Como se ha dicho, el melancólico no desea, no
quiere nada de lo que se le ofrece, manifiesta desinterés. Dado que no
quiere, tampoco se vuelca a ninguna actividad mediadora, no quiere
trabajar. La melancolía deviene la <<ausencia de obra>>. Como no desea
ni desiste trabajar, tampoco teme a la privación -ya se encuentra, él
mismo, privado por afirmación-, en consecuencia, tampoco obedece,
desacata. Ninguna carencia que se le imponga, es más importante que
se propia privación que lo mantiene en su <<inactividad>>, o en la forma
más elevada actividad, que sería <<el pensamiento>>” (Arancibia, 2015,
p.370).

En las declamaciones del héroe trágico, Arancibia observa una gestualidad


melancólica e insumisa -propia del ethos trágico- ante las inclemencias del
destino:

“Si bien este vínculo entre melancolía y tragedia habría sido muchas
veces omitido -o más bien opacado por la supremacía demencial,
maníaca y clínica de la categoría-, no obstante, cada vez que la poética
trágica sitúa al héroe ante los más cruentos apremios e inclemencias del
destino; el abatimiento y el desgano manifiestan el apego infalible a
<<lo perdido>>, así como la resistencia y obcecación indomable del
desdichado opera como el factor expresivo de la fuerza posibilitante
para que se constituya la esencia del carácter trágico” (Arancibia, 2015,
p. 345).
Y es que, a diferencia del narcisismo hedonista del sujeto moderno, guiado por
el principio del placer y la exigencia inmunitaria por la seguridad para la
preservación de la vida biológica, el héroe trágico abraza el sufrimiento que lo
acongoja, no esquiva sus afecciones y acepta morir, “pues lo que parece
comprender el héroe trágico es que habría cierta cualificación o dignificación de
la vida, sin la cual ella no merece ser vivida” (Arancibia, 2015, p.349).

Lo que nos lleva a distinguir entre dos tipos de suicidio -antinómico e


inmunitario- es que en el primero, aunque capturado en el vórtice de la
impotencia, se ha preferido la muerte -como en el héroe trágico- a vivir sin
dignidad (prueba de ello es que su muerte constituye un acto de protesta),
mientras que el segundo ha optado por la muerte ante lo insoportable que le
resulta enfrentarse al dolor y aceptar su debilidad ontológica cuando la narcosis
inmunitaria se ha vuelto insuficiente, es decir, se ha impuesto el principio
hedonista del placer (Mark Fisher le llama estado de “hedonía depresiva” 11), en
que la adicción a la velocidad no da tiempo a esperas y se diluye el valor del
proceso, en una subjetividad que resulta hiperfragmentada 12.

“Mientras que para una racionalidad convencional, el imperativo


biopolítico es rehuir del dolor, preservar la inmunidad y seguridad,
para un semblante trágico, ni la seguridad ni la protección ante el dolor

11
“Si algo como el desorden de déficit de atención e hiperactividad es una patología, entonces
es una patología del capitalismo tardío: una consecuencia de estar conectado a circuitos de
entretenimiento y control hipermediados por la cultura del consumo. Del mismo modo, lo que
se conoce como dislexia puede no ser otra cosa que una poslexia. Los adolescentes tienen la
capacidad de procesar los datos cargados de imágenes del capital sin ninguna necesidad de
leer: el simple reconocimiento de eslóganes para navegar el plano informativo de la red, el
celular y la TV” (Fisher, 2019, p.54).
12
“Jameson observa que la teoría de la esquizofrenia de Lacan ofrece un “modelo estético
interesante” para intentar entender la fragmentación de la subjetividad con vistas a la
emergencia del complejo industrial del entretenimiento. “Con la destrucción de la cadena
significante”, dice Jameson sumariante, “el esquizofrénico lacaniano queda reducido a la
experiencia del puro significante material, en otras palabras, a una serie de presentes puros en
el tiempo, desconectados entre sí”. Jameson escribía a mediados de la década de 1980, en la que
nacieron muchos de los estudiantes de mis clases. Nos enfrentamos, en las aulas, con una
generación que se acunó en esa cultura rápida, ahistórica y antimnemónica, una generación
para la cual el tiempo siempre vino cortado en microrrodajas digitales predirigidas” (Fisher,
2019, pp.53-54).
constituye su razón prima, sino que extrañamente, parece deslizar o
sugerir un imperativo otro; ese otro imperativo es siempre ético-
político” (Arancibia, 2015, p. 350).

Lo que se echa en falta es precisamente esta concepción ético-política,


consustancial al pathos melancólico, para hacer frente a estas relaciones de
poder que convierten el dolor humano en enfermedad, medicalizándolo y
sancionándolo como anomalía; por el contrario, nada podría resultar más
inquietante que una conducta eufórica y un deseo compulsivo permanente ante
un mundo devastado por el hambre abstracto del capital y la violencia que
desata su reproducción.

“Si el melancólico héroe trágico, no pacta con la usurpación y el


oprobio, no se debe a una vocación por la muerte o el suicidio, sino
porque aquello de lo que ya ha sido despojado, le arrebata de lo
esencial para conservar la <<vida en dignidad>>; sin lo perdido, no hay
lugar para pacto ni pacificación; aquello arrebatado o perdido no
obedece a lo sustituible, canjeable, reemplazable, sino a aquello sin lo
cual, ya no se merece vivir” (Arancibia, 2015, p.357).

Por eso decimos que en el suicidio no puede haber pensamiento -si es que
sostenemos que el pensamiento es resistencia melancólica que nos expone ante
la devastación de la experiencia trágico-política- como no lo hay en el realismo
capitalista, o en el despliegue planetario de la técnica. Este pensamiento
extraviado, esta sublime actividad del hombre, encuentra en la escritura una
trinchera de agenciamiento resistencial para disponerse al devenir.

En un tiempo postliterario, en un capitalismo de las imágenes o en una


sociedad del espectáculo y su economía libidinal, escribir constituye una
temporalidad otra más que un anacronismo. Escritura que, como en el arte y su
principio de autonomía, “no aspira a una subordinación mimética con su objeto,
sino a la reflexión de esto en la representación del objeto” (Rojas, 2020, p. 73).
La escritura quiere pensar la escritura, el orden del concepto y el régimen de las
significaciones. Trátase de un devenir que, para Deleuze, concierne a un
componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. Cual escritura nómade,
inaprehensible e irreconciliable de un escribir trágico. No se escribe por
necesidad ni se satisfacen esos motivos biológicos en su acontecer, sino que se
agencia una ruptura en la (des) subjetivación que es alteridad transformadora,
ya que “más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro”
(Foucault, 2018, p.30).

A saber, en la escritura no se refuerza una identidad, no se alcanza una forma


definitiva ni se restaura aquella curando la multiplicidad anómala, sino que se
deviene indiscernible o indeterminable. Escribir es la manera de dar muerte al
individuo, a su autoría, a sus credenciales de personalidad (a su propiedad
intelectual), es un suicidio (devenir-suicida) que no compromete la vida
biológica ni tampoco es puramente metafísico o abstracto, sino que se
circunscribe en esa zona impersonal y singular que está entre la persona y el
animal, entre la máscara y el rostro que la sostiene, o si se quiere, entre la vida y
la muerte.

En cada palabra -como el impulso de respiración que la oxigena- nos jugamos la


vida, porque la vida es el punto de cruce (sostiene Esposito) entre biología e
historia, entre animalidad y humanidad, entre carne y técnica, entre necesidad y
deseo, agenciamiento donde poco importa quién escribe, sino el <<entre>>,

relación o, mejor, <<don>>, nunca orientado al intercambio intersubjetivo sino


que volcado hacia la potencia común de la tercera persona (inventar el pueblo
que falta, dice Deleuze), intensidad destituyente e instituyente de usos
inclasificables por el poder sobre la vida -biopoder- que la congela y la retiene
en los confines unívocos de eso que llamamos <<mi cuerpo>>.

4. Conclusiones
Puede que luego no sea el coronavirus, porque antes ha sido la desnutrición
infantil y la obesidad, como hoy también es la hipertensión, la diabetes y las
patologías en el campo de la salud mental.

Y ciertamente las vacunas -como los psicofármacos- son necesarias, pero ellas
son parte del problema y no de la solución. En el fondo, lo que parece más
difícil de entender es lo que permanece naturalizado. Es tan obvio que llega a
ser imposible pensarlo, nada tan complejo como que logremos reflexionar sobre
su obviedad.

Y eso obvio es el concepto de vida que la modernidad capitalista legitimó. Es el


valor que hace de la vida una entidad biológico-productiva que se rige por el
paradigma económico-social. Que le basta que haya trabajo y que haya comida,
aunque ese trabajo y esa comida -quise decir, esa rutina- silenciosamente nos
van degradando.

El ser humano junto al resto de las especies que habita el planeta ha progresado
aceleradamente hacia su máximo deterioro. Nunca antes el ser humano fue más
débil, porque aquello que lo engrandece –su potencia común- ha sido
inmunizado en favor del orden, que solo hace de la vida una nuda vida, carente
de otras cualificaciones que no sean el cálculo y la rentabilidad de los mercados.

Lo que engrandece al ser humano es el pensamiento, no la técnica. La técnica


nos permite controlar la naturaleza (y a nosotros mismos), pero el pensamiento
nos propone meditar e imaginar otros posibles, desbordando los límites de lo
habitual, desafiando el sentido común y el régimen mediático del cliché.

Si no nos atrevemos a pensar, si no detenemos el curso vertiginoso de esta


máquina de guerra que nos conduce hacia la autodestrucción, no habrá vacuna
ni psicofármaco que nos ponga a salvo, porque como dijo Pier Paolo Pasolini en
su última entrevista, “estamos todos en peligro”.
Referencias bibliográficas

 Artaud, A. (2017). Van Gogh el suicidado por la sociedad. Editorial


Argonauta.
 Arancibia, J. (2015). Tragedia y Melancolía. Idea de lo trágico en la filosofía
política contemporánea.
 Badiou, A & Tusa. G. (2019). Acerca del fin.
 Beasley-Murray, J. (2010). Poshegemonía. Teoría política y América latina.
 Deleuze, G & Guattari, F. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia.
 Deleuze, G. La literatura y la vida.
 Heidegger, M. Serenidad.
 Esposito, R. (2011). Bíos. Biopolítica y filosofía. Amorrortu.
 Esposito, R. (2015). Dos. La máquina de la teología política y el lugar del
pensamiento. Amorrortu.
 Esposito, R. (2012). Communitas. Origen y destino de la comunidad.
Amorrortu.
 Giorgi, G. (2014). Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Eterna
Cadencia Editora.
 Lazzarato, M. (2013). La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la
condición neoliberal. Amorrortu.
 Lazzarato, M. (2020). El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución.
 Nietzsche, F. (2016). El crepúsculo de los ídolos.
 Fisher, M (2019). Realismo capitalista ¿no hay alternativa?
 Rojas, S (2020). Tiempo sin desenlace.
 Foucault, M (2018). La arqueología del saber.
 Foucault, M (2015). Historia de la locura en la época clásica.
 Foucault, M (2010). El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros. II.
Fondo de Cultura Económica.
 Jappe, A (2017). La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y
autodestrucción. Pepitas de calabaza.

También podría gustarte