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ALEJANDRO NIETO

DERECHO
ADMINISTRATIVO
SANCIONADOR

CUARTA EDICION TOTALMENTE REFORMADA

CORTE SUPREMA

14130
BIBLIOTECA
1." edición, 1993
2.'edición, 1994
Reimpresión, 2000
3." edición, 2002
4." edición, 2005

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está pro-


tegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además
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para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren
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tífica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier
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© ALEJANDRO N I E T O G A R C Í A , 1 9 9 3
O EDITORIAL T E C N O S ( G R U P O A N A Y A , S. A.), 2005
Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 2 8 0 2 7 Madrid
ISBN: 84-309-4246-7
Depósito Legal: M. 17029-2005

Printed in Spain. Impreso en España por Rigorma


ÍNDICE GENERAL

P R Ó L O G O A LA C U A R T A E D I C I Ó N Pág. 15

CAPÍTULO I : I N T R O D U C C I Ó N 19

I. SOBRE ESTE LIBRO Y SU CONTEXTO 19


1. Panorama doctrinal 19
2. La legislación sancionadora 20
3. Materiales utilizados 21
4. De lo que no trata este libro 22
5. La potestad sancionadora de la Administración 25
6. Otros bloques temáticos 27
II. SOBRE EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 28
1. Sarcasmos y paradojas 28
2. Hacia un nuevo Derecho Administrativo Sancionador 32
III. SOBRE POLITICA REPRESIVA 32
1. Sanción e intervención 32
2. Principios y proposiciones para una política represiva eñcaz 33
3. Política represiva y legislación sancionadora 36
4. Colaboración social 38
5. Los intereses protegidos 40
IV. SOBRE PRINCIPIOS Y NORMAS 42
1. Uso y abuso de los principios generales de Derecho 42
2. Principio y norma en el Derecho Administrativo Sancionador 44
V. U N DERECHO D E CREACIÓN PRETORIANA 47

VI. SISTEMA D E CITAS 52

CAPITULO II: LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 53


I. EL PRECEDENTE DE LAS SANCIONES DE POLICÍA DEL SIGLO XVIH 53

II. L o s TEXTOS NORMATIVOS 56


1. Etapa constitucional de la época femandina 58
2. Los comienzos del constitucionalismo 60
3. La época moderada 61
4. El final del reinado de Isabel II 63
5. La Restauración 64
III. ADMINISTRACIÓN Y JURISDICCIÓN 65
1. Causas del problema 66
2. Reglas para la solución 67
3. Una jurisprudencia contradictoria 68
4. La «conducta» de los fiscales municipales 72
IV. RÉGIMEN JURIDICO 73
1. Principio de la noimatividad 74
2. Procedimiento 75
3. Pago de la multa 76
4. Impugnación 77

m
8 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

V. RESPONSABILIDAD PERSONAL 78
1. El discutido requisito de la autorización previa 78
2. Funcionamiento real 83

CAPITULO III: LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 85


I. LA POTESTAD PUNITIVA ÚNICA DEL ESTADO Y SUS DOS MANIFESTACIONES 86
1. La potestad sancionado» de la Administración: existencia, justificación y límites 86
2. Las potestades represivas de la Administración, de los Tribunales y del Estado 90
3. Una explicación alternativa desde una perspectiva indebidamente abandonada 94

II. LA POTESTAD PUNITIVA DE LA COMUNIDAD EUROPEA Y SU INCIDENCIA SOBRE LOS E S T A D O S


NACIONALES 98
1. La potestad sancionadora comunitaria: variedades y fuentes normativas 98
2. Derecho comunitario penal y Derecho comunitario sancionador 101
3. Hacia un Derecho Administrativo Sancionador de la Unión Europea 102
4. El segundo círculo del ejercicio de la potestad 104
5. Límites comunitarios al ejercicio de la potestad sancionadora nacional 106

DI. FRACCIONAMIENTO DE LA POTESTAD ESTATAL 107


1. Comunidades Autónomas 107
2. Entes locales 117
3. Entes institucionales y corporativos 122
4. Órganos no administrativos 127
5. El articulo 127.1 de la LAP 129
IV. EJERCICIO DE LA POTESTAD 130
1. Facultades básicas 130
2. Ejercicio facultativo 131
3. Condiciones formales de ejercicio 138

V. CONTROL JUDICIAL DE SU EJERCICIO 140


1. Jurisdicciones intervinientes 140
2. Legitimación 141
3. Búsqueda judicial de una cobertura legal adecuada 142
4. Anulación sin absolución 146
5. Alteración de la sanción 147
6. El control judicial y la titularidad de la potestad sancionadora 147

CAPÍTULO IV: SUSTANTIVE)AD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 149


I. FUNCIÓN DOGMÁTICA Y SISTEMÁTICA DE LOS SUPRACONCEPTOS 149

II. ONTOLOGÍA Y FENOMENOLOGÍA 152


1. Ontología jurídica 153
2. Identidad ontológica, sea normativa o real, entre los distintos ilícitos 156
3. Aproximación fenomenológica 162
M. EL DERECHO PENAL COMO ELEMENTO INTEGRADOR DEL DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O -
NADOR 164
1. El proceso de integración 154
2. Principios y reglas aplicables 166
3. Alcance de la aplicación 169
IV. D E L DERECHO PENAL DE POLICÍA AL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 172
1. El Derecho de Policía 173
2. El Derecho Penal Administrativo 175
3. El Derecho Administrativo Sancionador 177
ÍNDICE 9

V. PROGRESIVA SUSTANTIVACIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 178


1. Evolución de su régimen jurídico 178
2. De la represión a la prevención 181
3. Del daño al riesgo 182
4. De la defensa de los derechos individuales a la de los intereses públicos y generales 185
5. Coronación del proceso 186
VI. LA PROBLEMÁTICA UNIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 187
1. Una disgregación imparable 187
2. Bosquejo de un nuevo sistema 191
VII. A L G U N A S PRECISIONES CONCEPTUALES 194
1. Infracción, hecho y acción 194
2. Sanciones y otras figuras afines 196
VIII. BALANCE FINAL 199

CAPÍTULO V: EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 201


I. FORMACIÓN DEL PRINCIPIO Y DETERIORO ACTUAL 201
1. Agregación paulatina de sus elementos esenciales 201
2. El dogma y la realidad 204
II. CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL PRINCIPIO DE LA LEGALIDAD ADMINISTRATIVA SAN-
CIONADORA 209
1. El articulo 25.1 de la Constitución 208
2. La situación preconstitucional 210
3. Conclusiones 215
M. CONTENIDO 216
1. La doble garantía 217
2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho Administrativo San-
cionador 218
3. Los derechos subjetivos derivados 220
IV. L A S PECULIARIDADES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIO-
NADOR 221
1. Normas preconstitucionales 222
2. Relaciones de sujeción especial 226
3. Parvedad 233
V. EFECTOS DE LA INFRACCIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 234
1. Nulidad de disposiciones y actos sancionadores 234
2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes 236
VI. IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS SANCIONADO RAS 238
1. Irretroactividad de las normas desfavorables 239
2. Retroactividad de las normas favorables 242
VII. BALANCE FINAL 248
1. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemento inexcusable de la
legalidad 248
2. ¿Un principio de legalidad ordinaria? 249

CAPÍTULO VI: LA RESERVA LEGAL 251


I. MULTIPLICIDAD DE RESERVAS LEGALES 251

II. EL ARTÍCULO 2 5 . 1 DE LA CONSTITUCIÓN: LA RESERVA LEGAL PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD


SANCIONADORA 253
1. Reserva de legislación y reserva de ley 254
2. Reserva de Ley Orgánica y reserva de Ley ordinaria 255
3. Reserva de Ley y Decreto-Ley 256
10 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

4. Sentido tradicional y sentido moderno de la reserva legal 258


5. La reserva trinitaria de la LPAC 260
III. L A COLABORACIÓN REGLAMENTARIA 261
1. Planteamiento 261
2. Constitucionalidad 263
3. Justificación 264
IV. LEYES EN BLANCO O LEVES DE REMISIÓN 265
1. Concepto y contenido 265
2. Sus límites: habilitaciones en blanco o remisiones insuficientes 267
3. Requisitos para la validez 270
V. EL LLAMAMIENTO A LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA 273
1. Dos figuras distintas conectadas en la reserva legal 273
2. Habilitaciones genéricas en cláusulas de estilo 274
3. La remisión normativa 275
4. Remisiones especificas 277
5. Remisiones implícitas y marco sistemático de referencia 280
6. La cobertura legal 286
VI. CONSIDERACIONES FINALES 291
1. La tesis de la superfluencia de la reserva legal 291
2. Viabilidad del régimen general de la LPAC 293
V I I . BALANCE GENERAL: NAUFRAGIO DEL PRINCIPIO 295

CAPÍTULO VII: EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 297


I. ESTADO DE LA CUESTIÓN 298

II. VARIANTES DE INCUMPLIMIENTO 303


1. Ausencia absoluta de tipificación legal 304
2. Insuficiencia de la tipificación legal: la lex certa 304
3. Imperfección de la remisión o de la tipificación reglamentaria 305
4. ¿Tipificaciones sin reserva legal? 306
III. G R A D O DE PRECISIÓN TIPIFICANTE 307
1. Parábola del perro y del lobo 307
2. Complemento reglamentario y jurisprudencial de la tiificación legal 309
IV. L A TIPIFICACIÓN INDIRECTA 312
1. Pecul iaridades de la tipificación de las infracciones administrativas 312
2. Terquedad de la práctica legislativa 315
V. EN ESPECIAL, TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS LOCALES 320
1. Estado de la cuestión 320
2. Tipificación legal exclusiva 322
3. Tipificación legal previa y desarrollo posterior por ordenanza 322
4. Tipificación por ordenanzas que carecen de respaldo legal 323
5. La Ley 53/2003, de 26 de diciembre 340
VI. ATRIBUCIÓN DE LA SANCIÓN 347
1. Tipificación de sanciones y su correspondencia con las infracciones 347
2. Proporcionalidad 3 50
3. Discrecionalidad 355
4. Atribución de sanción y control judicial 357
VII. INCUMPLIMIENTOS NO INFRACTORES E INFRACCIONES NO SANCIONABLES 359

VIII. ANALOGÍA 361


ÍNDICE 11

IX. ANTLIURICIDAD 363


1. Planteamiento 363
2. Causas de justificación 364
X. BALANCE FINAL 370

CAPÍTULO VIH; C U L P A B I L I D A D 371

I. CONSIDERACIONES PREVIAS 371


1. Estado de la cuestión 371
2. Planteamiento critico 375
N. CONTENIDO: EL ELEMENTO SUBJETIVO DE LA INFRACCIÓN Y SUS COROLARIOS 378
1. Principio de responsabilidad por el hecho 378
2. Principio de la personalidad de la acción ilícita 379
III. DE LA MARGINACIÓN DE LA CULPABILIDAD A SU EXIGENCIA 380
1. La tesis negativa y la de la suficiencia de la voluntariedad 380
2. La moderna tesis positiva 383
3. Evolución jurisprudencial y desconcierto legislativo 386
IV. FORMAS D E CULPABILIDAD 389
1. Dolo 389
2. Culpa o imprudencia 391
3. Simple inobservancia: infracciones formales 392
4. El giro administrativo de la culpabilidad 397
5. Consideraciones complementarias 401
V. EN ESPECIAL EL ERROR 403
1. Admisibilidad y relevancia 403
2. En el caso de responsabilidad objetiva 404
3. En el caso de dolo exigible 404
4. El error en las infracciones culposas 405
5. La diligencia debida 406
6. Error de interpretación y error inducido por la Administración 409
7. Error vencible e invencible 411
8. La ignorancia de la ley 412
VI. PRESUNCIÓN D E INOCENCIA 414
1. Contenido y alcance 414
2. Carga de la prueba y su redistribución 418
3. Destrucción de la presunción 420
4. Presunción de culpabilidad 423
5. Apoteosis garantís ta y prudencia de los tribunales 425
VIL RESPONSABILIDAD SOLIDARIA Y SUBSIDIARIA 427
1. Diversos autores responsables independientes de una misma infracción 430
2. Diversos autores responsables solidarios de una misma acción 432
3. Responsabilidad subsidiaria o solidaria del garante 433
4. Culpabilidad de los responsables solidiarios y subsidiario 436
VIH LA PRUEBA DE FUEGO: EL CASO DE LAS PERSONAS JURÍDICAS 440
1. Planteamiento 441
2. La lección de la casuística 443
3. Responsabilidad alternativa o acumulada 451
4. En especial el caso de las Administraciones Públicas infractoras 454
IX. AUTORÍA Y RESPONSABILIDAD 455
1. El teorema de Goedel y el nudo gordiano 456
2. Heterogeneidad de supuestos 458
3. Autores y responsables en el Derecho positivo español 460
4. Análisis teórico 465
12 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

X. BALANCE FINAL 467

CAPÍTULO IX: LA PROHIBICIÓN DE BIS INIDEM 469


I. PLANTEAMIENTO 469

N. FLTNDAMENTACIÓN 471
1. Explicaciones genéricas 471
2. La cosa juzgada 474
3. Pluralidad de tipificaciones normativas 475
ID. NATURALEZA: PRINCIPIO GENERAL DEL DERECHO Y DERECHO FUNDAMENTAL 478

IV. E L DERECHO POSITIVO 479


1. El Derecho tradicional y la situación preconstitucional 479
2. La Constitución y sus repercusiones inmediatas 480
3. Régimen general 485
V. DINÁMICA D E L A REGLA 486
1. Prevalencia del orden jurisdiccional penal 486
2. Prioridad del proceso penal 487
3. Contradicciones del Tribuna] Constitucional 491
VI. INCIDENCIA DE LA SENTENCIA PENAL SOBRE LA RESOLUCIÓN ADMINISTRATIVA POSTERIOR 496
1. Sentencia condenatoria 497
2. Sentencia absolutoria 497
3. Los hechos en dos jurisdicciones 501
VII. EXCEPCIONES 502
1. Relaciones de sujeción especial 503
2. Autoridades de distinto orden 506
3. Ausencia de triple identidad 507
4. Diversidad de intereses protegidos 510
V m . PLURALIDAD D E SANCIONES ADMINISTRATIVAS 512

IX. L A TEORIA PENAL D E LOS CONCURSOS 516


1. Planteamiento jurídico-administiativo tradicional 516
2. Concurso (aparente) de leyes 517
3. Concurso de infracciones 519

X. PECULIARIDADES DEL ELEMENTO FÁCTICO DEL TIPO 524


1. Unidad o pluralidad de hechos y acciones 524
2. Infracciones de acción no instantánea 527
XI. CONCURRENCIA DE ACTUACIONES COMUNITARIAS 529

XII. BALANCE FINAL 53 J

CAPÍTULO X: LA PRESCRIPCIÓN 533

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN 533

N. NATURALEZA JURÍDICA 534

III. EXPLICACIONES LÓGICAS, JURÍDICAS Y SOCIOPOLÍTICAS 538

IV. PRESCRIPCIÓN DE LA FALTA 54 J


1. El articulo 132.1 de la LPAC ZZZZZZZ!!ZZZIZZZZZZ! 542
2. Cómputo de plazos 542
3. Internación del cómputo ' 546
ÍNDICE 13

V. CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO 549

1. Prescipción material de la infracción y caducidad del procedimiento 549


2. La LPAC tras la reforma de 1999 552

VI. PRESCPIPCIÓN DE LA SANCIÓN 554

VII. CONSIDERACIÓN FINAL 555

CAPITULO FINAL: EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 556

I. NACIONALISMO 556

N. CREACIÓN PRETORIANA 557

M. MARGINACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN Y DE LOS INTERESES PÚBLICOS, GENERALES Y COLECTIVOS .. 557

IV. ASIMETRÍA Y DESEQUILIBRIO 559

V. CONSTITUCIONALIZACIÓN 560

VI. PECULIARIDADES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR RESPECTO AL DERECHO PENAL ... 562

VII. MODELIZACIÓN 563

VM. FRACCIONAMIENTO 564

IX. L o s GRANDES PRINCIPIOS 564

X. SUSTANTIVACIÓN A LA SOMBRA DEL GIRO ADMINISTRATIVO 568

BIBLIOGRAFÍA CITADA 571

APÉNDICE LEGISLATIVO 579


1. Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
del Procedimiento Administrativo Común (Título IX) 579
2. Real Decreto 1.398/1993, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento del procedi-
miento para el ejercicio de la potestad sancionadora 581
3. Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local (Título X I ) 590
PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN

La presente edición no es una simple «puesta al día» de las anteriores sino una
«revisión total» de la tercera. Para comprobarlo basta notar que se ha sustituido un ter-
cio del texto y se han añadido otras ochenta páginas más. Aunque bien es verdad que
lo importante no es la cantidad de líneas modificadas sino el contenido de lo nuevo,
pues sólo en atención a esto ultimo puede hablarse de un libro distinto y no de una
ampliación o modificación del precedente. Esto fue, por lo demás, lo que se hizo con
la segunda edición respecto de la primera; mientras que la tercera conservó casi por
completo el texto de la segunda.
Por descontado que desde 2002 al año corriente de 2005 han sucedido muchas
cosas en el Derecho Administrativo Sancionador español: se han reformado extremos
concretos de la legislación, han aparecido sentencias importantes de los distintos tri-
bunales y se han publicado valiosos comentarios, artículo y monografías doctrínales;
pero la revisión no se refiere tanto a todo esto —aunque por supuesto se haya tenido
en cuenta— como a la evolución del pensamiento del autor y a las transformaciones
sustanciales experimentadas por el Derecho Administrativo Sancionador.
Por lo que atañe a lo primero, confieso que nunca he podido entender cómo algu-
nos autores reeditan una y otra vez sus obras sin otras alteraciones que la puesta al día
de la información. El autor del presente libro no es tan constante en sus opiniones
hasta tal punto que aún está fresca la tinta de sus publicaciones y ya está deseando que
aparezca una nueva edición para rectificarlas. Y es que en él lo que suelen denomi-
narse «opiniones», «posturas» o «tesis» son más bien «hipótesis» o modestas conje-
turas fruto de reflexiones que inexorablemente van cambiando como la luz a lo largo
del día. Lo que se expresa en esta cuarta edición debe considerarse, por tanto, como
lo que el autor piensa hoy del Derecho Administrativo Sancionador independiente-
mente de lo que con la misma sinceridad dijo ayer o quizás rectifique mañana.
Más importante es, con todo, lo que sustancialmente ha sucedido últimamente
en el Derecho Administrativo Sancionador y que es cabalmente lo que ahora se pre-
tende reflejar. Este Derecho ha cambiado en los últimos años mas no a golpe de
leyes o sentencias novedosas sino como consecuencia de un deslizamiento progre-
sivo sin escalones perceptibles. Insistiendo en la imagen física de antes, de la misma
manera que no se percibe segundo a segundo el cambio de luz del alba pero llega
un momento en que sí se constata que ya no es de noche sino de día —o de la misma
manera que no se notan en cada instante los cambios de textura y color del fruto y
de repente llega un momento en que puede decirse que está maduro—, así ha suce-
dido con el Derecho Administrativo Sancionador que, paso a paso, sin gradación
visible, se ha convertido en un Derecho de inspiración administrativa, en un autén-
tico Derecho Administrativo Sancionador y no de una hijuela del Derecho Penal
como antes era. Tal es la característica de la actual edición: la presentación y des-
arrollo de una Derecho Administrativo Sancionador de inspiración administrativa.
Esto es al menos lo que percibe el autor y el lector podrá comprobar pronto hasta
qué punto es correcta tal visión y en qué medida es técnicamente viable y práctica-
mente operativo este nuevo Derecho.
Sé de sobra que algunos lectores se sentirán engañados al haber aceptado lo
expuesto en las ediciones anteriores y comprobar ahora que el propio autor lo corrige
[15]
16 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

y rectifica. Pero tal es conocidamente el destino de toda aportación científicamente


honesta. Hay, pues, que resignarse a ello o, mejor aún, aceptarlo como un estímulo
intelectual. Las obras perfectas y acabadas —suponiendo que existan— inducirían a la
pereza y no a la reflexión, que es lo que aquí se pretende.
Peor será, con todo, la reacción de quienes han hecho el esfuerzo de leer cual-
quiera de las otras ediciones y ahora no puedan gastar su tiempo en una relectura, ate-
niéndose a lo ya conocido. Yo comprendo que se sientan cansados y hasta defrauda-
dos, aunque me permito sugerirles que reciban esta edición como un libro nuevo en
lo sustancial, que es lo que en realidad es.
A continuación se adelanta una breve información sobre las modificaciones intro-
ducidas en cada capítulo.
Los dos primeros se reproducen con escasas alteraciones. También se mantiene en
lo sustancial el Capítulo III aunque con abundantes «puestas al día» de tipo informa-
tivo. Como novedad aparece un epígrafe dedicado al «control judicial», que venía
suponiendo hasta ahora una grave carencia expositiva.
En el Capítulo IV se han conservado los primeros epígrafes en los que se encuen-
tran los planteamientos más tradicionales; pero se han añadido varías cuestiones nue-
vas que son cabalmente las que mejor reflejan el carácter innovador de esta edición y
que luego se irán desarrollando a lo largo de la obra. Concretamente: el proceso de sus-
tantivación que, en la estela del giro administrativo, ha permitido recuperar al Derecho
Administrativo Sancionador sus señas de identidad, así como su progresiva fragmenta-
ción material y territorial que llega a hacer problemática su unidad actual.
En el Capítulo V se subraya la importancia de la discrecionalidad administrativa
y del arbitrio judicial como complementos imprescindibles de la operatividad con-
creta del principio de la legalidad; y por lo que se refiere a éste, se plantea frontal-
mente la duda de si está realmente constitucionalizado o si se trata, más bien, de una
cuestión de legalidad ordinaria.
El Capítulo VI se mantiene íntegramente con algunas modificaciones de detalle y
la incorporación de la última jurisprudencia. Ahora bien, donde se pone un nuevo e
intenso énfasis es en la denuncia del naufragio que ha terminado experimentando el
principio de la reserva legal.
El Capítulo VII se ha reestructurado por completo y en él se han introducido pro-
fundas modificaciones y añadido nuevas materias. Se dedica un epígrafe completo y
extenso a la tipificación por ordenanzas locales y también se ha ampliado totalmente
el desarrollo del tema de la atribución de la sanción. Sistemáticamente se ha traído
aquí la analogía y las cuestiones de antijuridicidad, que también faltaban en las edi-
ciones precedentes.
También el Capítulo VIII ha sido totalmente reestructurado y en él se han apura-
do planteamientos en especial sobre las infracciones formales y de mera inobservan-
cia —que algunos considerarán radicales— que anteriormente sólo habían quedado
apuntados. Sus conclusiones no han rehuido el riesgo de un rechazo por parte de la
doctrina más tradicional y fiel a las interpretaciones del Tribunal Constitucional de las
que ya se ha despegado inequívocamente el giro administrativo de la culpabilidad.
El Capítulo IX, sin variar su estructura, ha ampliado sensiblemente su texto y cla-
rificado sus planteamientos.
El Capítulo X no ha experimentado otras modificaciones que las resultantes de la
toma en consideración de la jurisprudencia y bibliografía aparecidas en los tres últi-
mos años.
El Capítulo final, que no existía en las ediciones anteriores, contiene un ensayo
general sobre la situación actual del Derecho Administrativo Sancionador español y
sus perspectivas de futuro. Como aquí se recoge el extracto de todo lo nuevo que apa-
PRÓLOGO 17

rece en el libro, podría sugerirse al lector apresurado —o al que conoce bien alguna
de las otras ediciones— que comience la lectura de la presente por este capítulo final
que, junto con los balances expuestos en casi todos los capítulos, dan una idea bas-
tante completa del estado de la cuestión en 2005.
En el apéndice se han incorporado las variaciones legislativas recientes, incluidas
naturalmente las derivadas de la Ley 57/2003, que ha aconsejado la trascripción de los
artículos de la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local en que desde esa fecha
se recoge el régimen de la potestad sancionadora de las entidades locales. El antiguo
apéndice segundo se ha suprimido puesto que ahora se han recogido en el cuerpo del
libro los textos de la sentencias que en la tercera edición en tal apéndice aparecían.

Madrid, enero de 2005


CAPÍTULO PRIMERO

INTRODUCCIÓN

SUMARIO: I. Sobre este libro y su contexto. 1. Panorama doctrinal. 2. La legislación sancionadora.


3. Materiales utilizados. 4. De lo que no trata este libro. 5. La potestad sancionadora de la Administración.
6. Otros bloques temáticos —II. Sobre el Derecho Administrativo Sancionador. 1. Sarcasmos y paradojas.
2. Hacia un nuevo Derecho Administrativo Sancionador.—III. Sobre política represiva. 1. Sanción e inter-
vención. 2. Principios y proposiciones para una política represiva eficaz. 3. Política represiva y legislación
sancionadora. 4. Colaboración social. 5. Los intereses protegidos.—IV Sobre principios y normas. 1. Uso
y abuso de los principios generales de Derecho. 2. Principio y norma en el Derecho Administrativo
Sancionador.—V Un Derecho de creación pretoriana. VI. Sistema de citas.

I. SOBRE ESTE LIBRO Y SU CONTEXTO

1. P A N O R A M A DOCTRINAL

Hasta no hace mucho se encontraba científicamente el Derecho Administrativo


Sancionador en una zona de nadie, entre el Derecho Penal y el Derecho
Administrativo, abandonada por los cultivadores de ambos con el pretexto de que era
más propia de los del otro bando. Los administrativistas, en cualquier caso, se limita-
ban a comentar los preceptos que aparecían en las leyes sectoriales, sin intentar
siquiera una sistematización mínima o una fundamentación, por sumaría que fuese, de
una Parte o Teoría General. Algo más diligentes se mostraban los penalistas, quienes,
al menos, se han preocupado siempre de separar las dos clases de ilícitos y de refle-
xionar sobre su régimen jurídico, como ya había intentado en fecha temprana D O R A D O
M O N T E R O y como, desde una perspectiva rigurosamente moderna y con inequívocas
influencias alemanas, realizaría mucho después C E R E Z O . Sin olvidar los denodados
esfuerzos de política punitiva desarrollados alrededor de 1950 por C A S T E J Ó N .
Repasando la bibliografía actual del Derecho Administrativo Sancionador destacan a
primera vista por su calidad y cantidad nombres de penalistas como los de ARROYO,
B A C I G A L U P O , C A S A B Ó , C E R E Z O , C O B O , M E S T R E , Q U I N T E R O , T O R Í O y tantos otros, sin
olvidar los estudios de Derecho comunitario europeo de N I E T O M A R T Í N .
La incorporación de los administrativistas a este movimiento ha sido ciertamente
tardía, y para comprobarlo basta observar las fuentes manejadas en la pionera tesis
doctoral de M O N T O R O P U E R T O , publicada en 1967, que todavía hubo de ser construida
con materiales penalísticos o de administrativistas italianos. Es de justicia, con todo,
destacar los tempranos esfuerzos de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O , quien con singular
tenacidad no ha levantado mano sobre este punto desde 1962, erigiéndose en un obli-
gado punto de referencia para cuanto entre nosotros se ha escrito después. El interés
de P A R A D A , igualmente temprano y original, además, por sus vertientes comparatista
e histórica, no ha encontrado, en lo que a la historia se refiere, los seguidores que se
merecía. La influencia de G A R C Í A DE E N T E R R Í A , por su parte, ha resultado decisiva, y
aún se mantiene ajusto título tanto en la doctrina como en la jurisprudencia. Escasa
o nula atención han merecido, en cambio, los escritos de D E LA M O R E N A , tachados por

[19]
20 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

lo común de heterodoxos, pero de los que yo me encuentro muy próximo, como se


comprobará en su momento.
A partir de la Constitución se ha reavivado —o quizás despertado— entre los
autores del Derecho Administrativo un entusiasmo casi obsesivo por esta materia, que
ha venido a compensar con creces, y en muy poco tiempo, las desidias anteriores,
como puede comprobarse en el anexo bibliográfico que acompaña este libro.
Prácticamente todos los profesores de Derecho Administrativo se han ocupado recien-
temente de estas cuestiones y algunos juristas de las últimas generaciones con una
especialización monográfica notable.
Pero lo más estupendo de la situación actual estriba, con todo, en la expansión de
este interés, que no sólo afecta a penalistas y administrativistas, sino que ha llegado a
todas las disciplinas jurídicas, que están convergiendo en una elevación dogmática de
su tratamiento como muy pocas veces se ha experimentado en España en materia
alguna. A tal propósito basta pensar en lo que están haciendo los fiscalistas (como
P É R E Z ROYO y ZORNOZA), laboralistas (como G A R C Í A B L A S C O y D E L R E Y ) y procesa-
listas (como GARBERI), por citar sólo ejemplos de densas monografías.
La proliferación de tan sobresalientes publicaciones, así como, y sobre todo, la
abundancia de jurisprudencia, a la que muy pocos detalles singulares se han escapado
y que tampoco ha desdeñado generalizaciones dogmáticas, hacen ya posible la elabo-
ración solvente de monografías sistemáticamente más ambiciosas. Hoy ya no estamos
en los difíciles tiempos de M O N T O R O PUERTO, de tal manera que cada cuestión puede
ser analizada con el apoyo de suficientes referencias doctrinales y, más todavía, fun-
damentada en resoluciones judiciales del Tribunal Supremo y, en no menor medida, del
Tribunal Constitucional. Y si esto pudo escribirse en las anteriores ediciones de 1993
y 1994, con mucha mayor razón en 2005 dado que el progresivo interés de los admi-
nistrativistas no ha cedido, antes al contrario parece que va aumentando con el tiempo.

2. L A LEG1SLACTÓN SANCIONADORA

Quien decididamente no está a la altura de las circunstancias es el legislador. En


duro contraste con el evidente progreso jurisprudencial y doctrinal a que acaba de alu-
dirse, el Legislador —al que no puede acusarse ciertamente de desconocer la doctri-
na del Tribunal Constitucional y que no se olvida casi nunca de incluir en los textos
sectoriales un capítulo dedicado a infracciones y sanciones— sólo está preocupado
por la represión propia de la materia que está regulando sustantivamente, sin remon-
tarse casi nunca a planteamientos sistemáticos más generales.
Da mucho que pensar la ausencia en España de una Ley General de Infracciones
y Sanciones administrativas al estilo de lo que ya se ha hecho —y, en verdad, magis-
tralmente— en Alemania o en Italia. Carencia tanto más notable cuanto que parece
fácil remediar a la vista de los materiales de base con que se cuenta: doctrinales, juris-
prudenciales y de Derecho comparado. No se entiende bien el desánimo del legisla-
dor en este punto, sobre todo si se compara con su interés maníaco por las sucesivas
refonnas del Código Penal o con los logros parciales que se han ido obteniendo en
ámbitos sectoriales: por poner unos ejemplos bien conocidos, las normativas represi-
vas fiscales y de tráfico, de gran tradición, son técnicamente más que aceptables, y la
moderna Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social, con todas sus inevitables
deficiencias, es modélica sin reservas; sin olvidar, en fin, el minucioso repaso que se
ha dado en 2003 al régimen sancionador de las entidades locales. Progresos que con-
trastan llamativamente con el inmovilismo del Título IX de la Ley 30/1992 que sigue
siendo la norma fundamental en esta materia.
INTRODUCCIÓN 21

El hecho es que, pese a todo, sigue sin aparecer esa Ley General que la seguridad
jurídica está pidiendo a gritos. O mejor dicho: los esfuerzos realizados en tal sentido
han sido tan tibios que hasta la fecha han fracasado sin dejar rastro. Según el testi-
monio de Luis DE LA M O R E N A ( 1 9 8 9 , 1 ) , tres han sido los anteproyectos elaborados en
los años anteriores, y ninguno de ellos ha llegado a buen fin: el primero fue obra de
V I L L A R PALASÍ en el seno de la Comisión General de Codificación; el segundo crista-
lizó en una Proposición de Ley presentada por el Partido Popular en 1986, y el terce-
ro fue preparado por la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado, preten-
diendo ser una norma de garantías para el infractor «exactamente igual a como el
Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal lo son para el delincuente y el pro-
cesado y, por lo tanto, también una norma de limitaciones y de cargas para la
Administración». A lo que habría que añadir los trabajos llevados a cabo en el
Instituto Nacional de Administración Pública, en 1989, por una Comisión de
Estudios, presidida por G Ó M E Z F E R R E R y actuando de ponente el propio D E LA
M O R E N A , que preparaba lo que poco más tarde seria la Ley de Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
El legislador de procedimiento administrativo de 1992 se encontraba ante un dile-
ma: o bien dejar esta materia como estaba —es decir, en manos de la jurisprudencia—
y esperar a una regulación exhaustiva a través de una Ley específica, o bien abordar
él mismo su tratamiento dentro del procedimiento administrativo común. Pues bien,
no ha hecho ni una cosa ni otra. No hubo energía suficiente para establecer un texto
especifico global; pero tampoco se quiso mantener inalterada la situación y se esco-
gió la fórmula intermedia de regular en forma de «principios» unos puntos conven-
cionalmente escogidos. A mi juicio, y tal como se irá comprobando a lo largo del
libro, la característica más llamativa —junto con lo fragmentario de su contenido—
del nuevo texto es su cerrado dogmatismo. Lo que en él se dice parece más propio de
un manual académico que de un Parlamento que ha de responsabilizarse de la viabi-
lidad de lo que legisla.
Posteriormente el Reglamento de procedimiento sancionador poco pudo hacer
desde su rango subordinado y las reformas legales de 1999 y 2000 nacieron alicortas,
como simples parcheados de urgencia sin proponerse siquiera el diseño de una regu-
lación de nueva planta que cada día se echa más de menos. La curiosa reforma intro-
ducida como de tapadillo por la Ley 57/2003 merece una explicación más detallada,
que se realizará más adelante en el cuerpo del libro.
La obra de los legisladores autonómicos no es demasiado importante quizás por
que se sienten coartados por los principios estatales básicos de la LPAC; mas no care-
ce de interés y sería injusto no mencionar aquí la espléndida ley 2/1998, de 20 de
febrero, «de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la
Comunidad Autónoma del País Vasco» (LPSPV), cuya importancia no reside sólo en
el contenido de su articulado sino también en la agudeza de su magistral Exposición
de Motivos, como más adelante habrá ocasión de comprobar. La existencia de esta ley
es una prueba más de que ya es posible en España elaborar una ley general sobre el
Derecho Administrativo Sancionador.

3. M A T E R I A L E S UTILIZADOS

Desde el punto de vista informativo, el presente libro ha utilizado fundamental-


mente la jurisprudencia del Tribunal Supremo (Salas de lo contencioso-administrati-
vo y penal) y del Tribunal Constitucional, cuyas sentencias son abundantísimas. La
doctrina española se ha tenido siempre a la vista. Lo que el lector, en cambio, echará
22 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

en falta será la bibliografía extranjera y, como su ausencia es deliberada, precisa de


explicación.
He renunciado, en efecto, a utilizar sistemáticamente el llamado Derecho compa-
rado por variéis razones. En primer término, por ser de ordinario bastante conocido
entre nosotros a partir, sobre todo, de la traducción del primer volumen de la obra de
M A T T E S , complementada luego cronológicamente por los estudios de SUAY y L O Z A N O .
En segundo lugar, para reducir en lo posible la extensión de una obra que ya ha resul-
tado, sin mayores citas, excesivamente voluminosa. Y, en tercer lugar, porque he cre-
ído que ningún valor se añadiría con un acopio de erudición superflua. El resultado
han sido unas referencias bibliográficas extranjeras prácticamente testimoniales y
unas alusiones doctrinales tan breves como esporádicas, reducidas a los casos en que
me han parecido verdaderamente útiles. El Derecho comunitario europeo se maneja,
en cambio y por razones obvias, con cierta extensión a lo laigo de toda la obra.
La verdad es que el presente libro se ha construido —o, al menos, tal ha sido mi
intención— sobre los dos pilares de la experiencia y la reflexión. La experiencia —la
propia y la obtenida a través de la casuística jurisprudencial— me ha proporcionado
los materiales que luego he ido elaborando casi sin otra ayuda que la cultura jurídica,
el sentido común y la valoración sincera, aunque inevitablemente subjetiva, de los
intereses en juego. Así es como se ha llegado de ordinario a los resultados que se van
exponiendo y que, como consecuencia del planteamiento dicho, no aspiran a gozar de
otra autoridad que la de su propio peso en los casos en que efectivamente lo tengan.
El Tribunal Constitucional, por su parte, ha asumido con entusiasmo la tarea de
ir construyendo una teoría completa del Derecho Administrativo Sancionador, aun-
que sea sacrificando la savia de la vida. Su jurisprudencia tiene la rigidez del cartón-
piedra, confunde el Derecho con la teología y se atiene al viejo brocardo de fiat ius
pereat vita. De hecho, sus sentencias no producen directamente daños graves puesto
que no suelen afectar al curso de la vida («que haya una injusticia más qué importa
al mundo», que diría Espronceda). Ahora bien, si nos atuviéramos a sus declaracio-
nes serían inconstitucionales las nueve décimas partes de las normas sancionadoras
y de las resoluciones administrativas y jurisprudenciales que felizmente no se
impugnan en esta Jurisdicción. Sus efectos perturbardores son enormes, con todo,
por vía indirecta en cuanto que inspiran las decisiones de los demás tribunales y con
frecuencia obligan a las leyes a adoptar soluciones hipócritas. De ello hemos de
encontrar suficientes ejemplos a lo largo del libro.

4. DE LO Q U E NO TRATA ESTE LIBRO

Aunque el contenido de este libro se deduce obviamente de su índice, conviene


advertir de antemano qué es lo que en él no va a encontrarse o va a ser tratado de una
manera más sumaria de lo que en obras similares suele suceder.
Marginado, según se ha dicho ya, el Derecho comparado, también se ha prescin-
dido casi por completo de las referencias históricas, que se han arrinconado en el capí-
tulo segundo. Confieso que esta renuncia me ha sido dolorosa, pero resultaba impres-
cindible. Baste, pues, con una remisión genérica a otras publicaciones mías. Por lo
demás, el lector interesado puede encontrar en el libro de D O M Í N G U E Z V I L A
(Constitución y Derecho Administrativo Sancionador, 1997) un amplio repertorio de
disposiciones normativas que el autor ha ido espigando pacientemente durante los
siglos xix y xx hasta la Constitución de 1998.
Hay en este libro, con todo, ausencias más llamativas, empezando por la naturale-
za jurídica, de los ilícitos y la vexata quaestio de la identidad o diferenciación de deli-
INTRODUCCIÓN 23

tos e infracciones administrativas. Para mí siempre ha sido sorprendente el ingenio y


la erudición que se han gastado en el análisis de estas cuestiones y otras conexas.
Sorprendente y también escandaloso porque, bien mirado, lo que aquí ordinariamente
se hace es contar, con más o menos orden, lo que ya «han dicho los demás», como si
el lector no fuera capaz de leer y entender por su cuenta las publicaciones de esos
«demás». Y dándose la circunstancia de que en la inmensa mayoría de los casos los
autores se limitan a resumir los resúmenes de quienes les han precedido en la investi-
gación, el resultado común es un centón de citas y un repertorio de opiniones que, tan
burdamente descritas, semejan la algarabía de una casa de juristas orates. Tantas veces
he leído las versiones —por lo común caricaturescas de puro desfiguradas— de las
tesis de F E U E R B A C H , de James G O L D S C H M I D T y de ZANOBFNI, que hace mucho me juré
a mí mismo no recontarlas yo a nadie nunca jamás, al menos mientras no encontrara
una justificación suficiente para ello, y es el caso que no la he encontrado. Así que no
busque el lector en mi libro este tipo de descripciones. El que quiera saber lo que han
dicho los maestros, tómese la molestia de leerlos directamente, que es el único modo
de enterarse, y, para el que quiera meramente informarse, me remito a los libros de
M A T T E S y SUAY, por ejemplo, y en ellos encontrará lo suficiente y aun de sobra.
En cuanto a M A T T E S , la publicación en España de la traducción del primer volu-
men de sus monumentales Untersuchungen zur Lehre von der Ordnungswidrigkeiten
ha tenido tanta trascendencia —a juzgar por el uso que de él se viene haciendo— que
justifica una alusión expresa. Heinz y Herta M A T T E S han contado la historia dogmá-
tica y normativa del Derecho Administrativo Sancionador europeo con tal pormenor
que, a partir de ellos, ya es difícil decir algo nuevo. Más todavía, la primera lección
que se obtiene de este libro es francamente deprimente: actualmente se necesitaría de
toda una vida para enterarse de lo que han dicho los autores sobre los problemas dog-
máticos fundamentales del Derecho Administrativo Sancionador. He aquí un ejemplo
paradigmático de la erudición mordiéndose su propia cola: sin información es teme-
rario lanzarse a pensar, puesto que se corre el riesgo de descubrir el Mediterráneo;
pero cuando el acervo de información es tan enorme, ya no hay tiempo para la inves-
tigación propia. Se impone, por tanto, una selección de textos con objeto de que pue-
dan ser personalmente dominados. Y ni que decir tiene que esta selección ha de hacer-
se con un criterio funcional: únicamente hay que quedarse con lo que importa para el
Derecho español, con lo que ha influido en él o puede influir en algún momento.
Decisión pragmática que nos libera automáticamente de las nueve décimas partes del
peso de esta losa de pedante erudición. Y no se diga que se trata de una actitud poco
honesta intelectualmente. Yo no invito a no leer: recomiendo únicamente que cada uno
guarde para sí sus lecturas y que se limite a exponer el fruto nuevo que de ellas ha
obtenido.
A este escepticismo por la erudición inútil se añade, además, otro no menos inten-
so por la erudición barata, flagelo de la bibliografía española, fomentada por libros
como el de M A T T E S . Porque es el caso que este tipo de obras, tan sólidas y tan exten-
sas, proporcionan una cantera inagotable para los autores que con la simple lectura de
los resúmenes que allí se hacen pueden adornar sus propios productos. Y nada diga-
mos de quienes construyen su «investigación» con materiales de tercera mano.
Con M A T T E S (y con SUAY y con L O Z A N O ) sobre la mesa es muy fácil escribir una
tesis doctoral en la que cualquier erudito a la violeta haga disquisiciones profundísi-
mas sobre las esencias históricas y presentes del Derecho Administrativo Sancionador
o sobre las identidades ontológicas de delitos e infracciones, de sanciones y penas.
Pero a mí personalmente no se me alcanza, ni se me ha alcanzado nunca, el provecho
intelectual o jurídico que puede obtenerse de conocer un repertorio de autores de los
que se dice que sostuvieron la tesis de la naturaleza administrativa de las infracciones,
24 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

así como de constatar en otro repertorio, no menos largo, que otros dijeron que su natu-
raleza era idéntica a la penal, y, para colmo, leer una tercera lista de tesis «eclécticas»
y otras simplezas por el estilo. Antes he hablado de escándalo por el tiempo perdido al
leer (no ya al escribir, que es problema personal del autor) tales cosas. Ahora añado
indignación porque, de ordinario, al leer directamente a los autores así resumidos y cla-
sificados puede comprobarse que lo que se cuenta en tales resúmenes es una falsifica-
ción o mala inteligencia. Sea como fuere, confío en que el lector me agradezca la poda
despiadada que he hecho de las referencias mil veces repetidas, que sepa manejarse él
solo con ayuda de la bibliografía indicada (si es que le interesa) y que, en fin, juzgue
por sí mismo del valor del grano minúsculo que he conservado del inmenso montón de
paja acumulada inútilmente en las eras de la erudición.
A pesar de todos estos cortes y recortes, el libro, ante la consternación del autor,
ha ido creciendo desmesuradamente a lo largo de los muchos años de su gestación.
Tan desmesuradamente que he tenido que tomar la decisión de publicarlo mutilado
como único medio de darlo a conocer. Vaya esto, entonces, por adelantado: su conte-
nido no se corresponde con lo que parece anunciar su título. Si un Derecho
Administrativo Sancionador completo ha de desarrollar sistemáticamente, además de
las cuestiones generales, una Teoría de la potestad sancionadora, una Teoría de la
infracción, una Teoría de la sanción y un Derecho de procedimiento, conste que en el
presente volumen sólo se incluyen las dos primeras partes (potestad sancionadora e
infracción) sin alcanzar más que ocasionalmente ni la teoría de la sanción ni el pro-
cedimiento. La LPSPV parece adoptar esta misma actitud metodológica cuando
advierte en su Exposición de Motivos que el primero de sus objetivos es «establecer
unas reglas generales sustantivas válidas para la aplicación de cualquier régimen san-
cionar sectorial, esto es, lo que podría llamarse una parte general del Derecho
Administrativo Sancionador».
Quede para otros autores la continuación de esta obra, puesto que la Teoría de la
sanción y el procedimiento no tienen menos peso que las Teorías de la potestad san-
cionadora y de la infracción. Como yo ya no cuento ni con las fuerzas ni con los años
disponibles que son necesarios para desarrollar este programa hasta el fin, he conde-
nado las notas en su día tomadas a la sepultura permanente del cajón de manuscritos
inacabados y a la accesoria de obsolescencia inmediata de su contenido. Sentencia
que el tiempo convertirá, en breve, en inapelable. Pero conjeturo que otros más jóve-
nes y más animosos pondrán manos a la obra y, a juzgar por lo que algunos de ellos
ya se están publicando, es seguro que lograrán resultados envidiables.
Pero claro es, en cualquier caso, que por donde había que empezar era por la
«Parte General» —cuyo contenido acaba de ser enunciado—, pues sin ella resulta
muy difícil desarrollar congruentemente los diferentes capítulos de la Parte Especial
del Derecho Administrativo Sancionador. Y a la experiencia me remito. En las ramas
del Derecho escasamente desarrolladas —como es el caso del Derecho
Administrativo Sancionador, al menos hasta hace poco— los autores se limitan a glo-
sar los preceptos sancionadores de cualquier rama del Ordenamiento positivo (mon-
tes, aguas, urbanismo). Ahora bien, cuando quieren remontar el vuelo y salir de la
exégesis literal se encuentran con la enorme dificultad de no contar con un punto de
referencia dogmática general (por ejemplo, sobre la culpabilidad o la reserva de ley),
con la consecuencia de que se ven forzados a elaborarse por si mismos los conceptos
esenciales de la Parte General e incluirlos en su exposición sectorial. Todo ello a costa
de la claridad sistemática y a riesgo de elaborar una Parte General sesgada por la uni-
lateralidad de la regulación del sector que le sirve de base.
Esto es lo que han tenido que hacer, sin ir más lejos, los colaboradores de
F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z a la hora de «comentar» la ordenación sancionadora bancaria.
INTRODUCCIÓN 25

Y esto es, igualmente, lo que hizo R E B O L L O al estudiar las infracciones y sanciones


en materia de consumo. Esta obra —que tan ávidamente ha sido recogida en la mía—
es sencillamente magistral y, no obstante, en cierto modo, frustrada —o, al menos,
cuyo resultado no responde al esfuerzo y a los méritos del autor— por causa de lo
dicho: al hilo de su exposición sectorial del consumo, se ve obligado R E B O L L O a
remontarse a los conceptos generales del Derecho Administrativo Sancionador, de tal
manera que ha terminado construyendo una auténtica Parte General, que sería literal-
mente inmejorable si no fuera por la circunstancia de verse tarada por su falso plan-
teamiento de origen, es decir, por tratarse formalmente de una explicación previa al
estudio de las sanciones administrativas en materia de consumo, que es el contenido
propio del libro.
Sólo con el tiempo se llega hasta el fondo del viejo aforismo de ars longa, vita
brevis. Y cabalmente, por ello, hay que saber renunciar a las grandes ambiciones para
concentrarse eficazmente en un objetivo alcanzable, aunque sea modesto. La ciencia
del Derecho —y quizás todos los afanes científicos— deben entenderse como una
interminable partida de ajedrez que va continuándose de generación en generación.
Cada autor se encuentra con las piezas en una determinada posición, y, desde ella, ha
de realizar en su vida una sola jugada —si es muy tenaz, quizá dos o tres movimien-
tos— para ceder su puesto al siguiente. El secreto del buen jurista no es conseguir la
victoria —que de ello no se trata—, sino de mejorar la posición que ha recibido. Con
esta mentalidad, ya sin prisa ni ambición, ha llegado el momento de empezar con la
Parte General del Derecho Administrativo Sancionador, iniciando así la recuperación
de un retraso científico más que centenario en relación con el Derecho Penal y el
Derecho Administrativo; y ya habrá ocasión más adelante para que otros terminen
esta Parte General y para que luego, desde ella, se pueda abordar con solvencia el
estudio de la Parte Especial o de las legislaciones sectoriales.
Bien es verdad que para operar así hay que aceptar un presupuesto que no es obvio
ni mucho menos: la posibilidad de construir una Parte General del Derecho
Administrativo Sancionador, válida para todas sus manifestaciones sectoriales. Lo cual
depende, a su vez, de otro presupuesto anterior: la corrección de «un» Derecho
Administrativo Sancionador frente a la alternativa de un racimo de infracciones y san-
ciones administrativas materiales, tan heterogéneas que no puedan reconducirse a un
mínimo común denominador; como también frente a la alternativa de una pluralidad
de Derechos Administrativos Sancionadores fraccionados en Comunidades
Autónomas.
Cualquiera de estas dos opciones es plausible y si yo me he inclinado por la pri-
mera ha sido, entre otras razones que ahora sería ocioso explicar, por una tan sencilla
como pragmática: en aquellos países que cuentan con una Parte General, las relacio-
nes jurídicas de represión son incomparablemente más seguras, más eficaces y más
satisfactorias para los interesados que en los países donde tal sistema no se ha implan-
tado. Y tanto mejor si esta Parte General cuenta con un texto normativo de calidad,
como es el caso de Alemania e Italia. Aunque sólo fuera por esto, debiera insistirse en
la elaboración de la Parte General del Derecho Administrativo Sancionador.

5. L A POTESTAD S A N C I O N A D O R A D E L A A D M I N I S T R A C I Ó N

Si tradicionalmente se ha estado basando el estudio del Derecho Administrativo


Sancionador sobre el dilema de su autonomía o dependencia del Derecho Penal, yo he
creído que donde hay que buscar el punto de partida es en una potestad, dado que
todas las actividades públicas arrancan necesariamente de una potestad y de un orde-
26 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

namiento, y así es como empieza el libro. La potestad sancionadora de la


Administración es tan antigua como esta misma y durante varios siglos ha sido con-
siderada como un elemento esencial de la Policía. A partir del constitucionalismo, sin
embargo, cambiaron profundamente las concepciones dominantes, puesto que el des-
prestigio ideológico de la Policía arrastró consigo inevitablemente el de la potestad
sancionadora de la Administración, cuya existencia terminó siendo negada en benefi-
cio de los Jueces y Tribunales, a los que se reconocía el monopolio estatal de la repre-
sión. Los tiempos, con todo, han seguido cambiando y hoy casi nadie se atreve ya a
negar la existencia de tal potestad —puesto que sería negar la evidencia—, aunque
abunden los reproches nostálgicos y se abogue ocasionalmente por el mantenimiento
(o restablecimiento) del monopolio judicial, al que se atribuye —cerrando los ojos a
la realidad— el compendio de todas las perfecciones, incluidas las de la justicia, eco-
nomía y eficacia.
Aceptada genéricamente la existencia de la potestad sancionadora de la
Administración, doctrina y jurisprudencia se han puesto de acuerdo en la tesis que hoy
es absolutamente dominante, a saber: la potestad sancionadora de la Administración
forma parte, junto con la potestad penal de los Tribunales, de un ius puniendi supe-
rior del Estado, que además es único, de tal manera que aquéllas no son sino simples
manifestaciones concretas de éste. El enorme éxito de tal postura —elevada ya a la
categoría de dogma incuestionable— se debe en parte a razones ideológicas, ya que
así se atempera el rechazo que suelen producir las actuaciones sancionadoras de la
Administración de corte autoritario y, en parte, a razones técnicas, en cuanto que gra-
cias a este entronque con el Derecho público estatal se proporciona al Derecho
Administrativo Sancionador un soporte conceptual y operativo del que antes carecía.
La consecuencia de este modo de pensar ha sido el establecimiento de un sistema
represivo singularmente completo y armonioso, superador de viejas contradicciones
y capaz de resolver por sí mismo las dificultades teóricas y prácticas que todavía exis-
ten o que pueden ir surgiendo. Ahora bien, sin llegar siquiera a intentar combatir este
dogma —puesto que los dogmas, cabalmente por serlo, son invulnerables a la razón,
ya que se trata de creencias, que pura y simplemente se aceptan o rechazan—, me he
permitido poner de relieve las sombras que entenebrecen un panorama tan radiante.
Desde el punto de vista conceptual, resulta sospechosa esta fúndamentación últi-
ma en el poder punitivo único del Estado si se piensa en las actuaciones sancionado-
ras de la Comunidad Europea. Pero es desde el punto de vista operativo desde el que
se aprecian las fisuras más graves. Porque, una vez integrada la potestad sancionado-
ra de la Administración en el ius puniendi del Estado, lo lógico sería que aquélla se
nutriera de la sustancia de la potestad matriz, y, sin embargo, no sucede así, sino que
la potestad administrativa a quien realmente se quiere subordinar es a la actividad de
los Tribunales penales y de donde se quiere nutrir al Derecho Administrativo
Sancionador es del Derecho Penal y no del Derecho público estatal.
Aquí hay, por tanto, una sustitución ilegítima que importa denunciar, y en su caso
corregir, para terminar asumiendo todas las consecuencias del dogma. Imagínese, en
efecto, lo que sucedería si fuera el Derecho público estatal, y no el Derecho Penal, el
que inspirara al Derecho Administrativo Sancionador. El Derecho Penal, desde la
perspectiva en que aquí se le contempla, es un Derecho garantista, exclusivamente
preocupado por el respeto a los derechos del inculpado; mientras que en el Derecho
público estatal, sin menosprecio de las garantías individuales, pasa a primer plano la
protección y fomento de los intereses generales y colectivos. En otras palabras, si de
veras se creyera en el dogma básico —del que vérbalmente tanto se alardea—, habría
que rectificar los planteamientos al uso y trasladar el Derecho Administrativo
Sancionador desde los campos del Derecho Penal —donde ahora se encuentra o, al
INTRODUCCIÓN 27

menos, quiere instalársele— a los del Derecho público estatal. Con lo cual terminaría
recuperando la potestad sancionadora de la Administración la fibra administrativa que
ahora se le está negando. En definitiva, contra viento y marea hay que afirmar que el
Derecho Administrativo Sancionador es, como su mismo nombre indica, Derecho
Administrativo engarzado directamente en el Derecho público estatal y no un Derecho
Penal vergonzante; de la misma manera que la potestad administrativa sancionadora
es una potestad aneja a toda potestad atribuida a la Administración para la gestión de
los intereses públicos. No es un azar, desde luego, que hasta el nombre del viejo
Derecho Penal Administrativo haya sido sustituido desde hace muchos años por el
más propio de Derecho Administrativo Sancionador.
Sé de sobra que las proposiciones que acaban de afirmarse corren el riesgo de ser
malentendidas por quienes, quizás sin molestarse en leer por completo este libro, vean
en ellas una regresión al absolutismo o una defensa ingenua, y hasta profesoral, de la
autonomía del Derecho Administrativo. Forzoso es, con todo, correr el riesgo. Y sin
temor tampoco al deterioro de las garantías individuales que indefectiblemente se
reprochará a esta postura. Las garantías del inculpado son ciertamente irrenunciables;
pero ya no es tan cierto que tengan que proceder del Derecho Penal, puesto que el
Derecho público estatal y el Derecho Administrativo están perfectamente capacitados
para crear un sistema idóneo propio. Otra cosa es que hasta ahora no lo hayan hecho y
que, en consecuencia, para remediar esta ausencia, haya habido, de forma provisional
y urgente, que tomar a préstamo las técnicas garantistas del Derecho Penal, pero a con-
ciencia de que no son siempre adecuadas al Derecho Administrativo Sancionador.

6. O T R O S BLOQUES TEMÁTICOS

El bloque temático central del Derecho Administrativo Sancionador —y, por


ende, del presente libro— se encuentra indudablemente en los principios de legalidad
(con sus dos elementos o corolarios: la reserva legal y el mandato de tipificación), de
culpabilidad y de non bis in idem.
El principio de legalidad no es algo propio del Derecho Penal que se traslada al
Derecho Administrativo Sancionador, sino un elemento constitucional que se aplica
directamente —es decir, sin intermediación alguna del Derecho Penal— a las infrac-
ciones y sanciones administrativas, lo que explica las características propias de este
ámbito. En cambio, cuando se concibe como una simple extensión del principio de la
legalidad penal, entonces nada encaja, puesto que las singularidades que ofrece en el
Derecho Administrativo Sancionador le hacen difícilmente homologable con el corre-
lativo penal. Basta pensar, en efecto, en las modalidades admisibles de la colabora-
ción reglamentaria (sin la cual es inimaginable la reserva legal sancionadora), así
como en las peculiaridades del mandato de tipificación. Guste o no guste, la tipifica-
ción de las infracciones y sanciones administrativas cumple una función y presenta
una estructura completamente distinta de la penal.
Por obra de la Jurisprudencia había alcanzado en 1992 el régimen jurídico del
principio de la legalidad de la potestad sancionadora de la Administración un equili-
brio teórico aceptable y, lo que es más importante, un elevado nivel de seguridad jurí-
dica. Tan halagüeño panorama se ha visto bruscamente oscurecido por la aparición de
la LPAC que, redactada en términos técnicos notoriamente imperfectos e inspirada en
una ingenua ideología garantista radical, no sólo no ha perfeccionado o consolidado
lo existente sino que a punto está de dar con todo ello en tierra.
De manera absolutamente generalizada y acrítica suele afirmarse que la exigen-
cia de la culpabilidad en las infracciones administrativas es uno de los resultados más
28 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

elogiosos del trasplante de los principios del Derecho Penal. En el largo capítulo dedi-
cado a este punto se intenta demostrar la banalidad de esta opinión. Porque es el caso
que no es cierta del todo esa pretendida extensión de la exigencia de la culpabilidad
y, además, cuando realmente se exige, provoca unos problemas de solución imposi-
ble. Para comprobar lo que se está diciendo basta pensar en los supuestos de infrac-
ciones cometidas por personas jurídicas o en los casos de solidaridad y subsidiariedad
y en la aparición extrema de la presunción de culpabilidad.
Vistas así las cosas, parece claro que la hipotética implantación de la culpabilidad
penal no ha arreglado nada —de hecho, no se sabe si su aplicación es la regla o la
excepción—, antes al contrario, ha sumido esta materia en una confusión de la que la
Jurisprudencia no acierta a salir. Y por lo mismo, la necesidad —que ya es urgencia—
de construir una teoría específica propia de la culpabilidad en el Derecho
Administrativo Sancionador que no nazca tarada con las exigencias de un Derecho
Penal que en este campo resulta incompatible con la realidad y con las funciones
específicas de esta rama jurídica.
Al llegar a la prohibición del bis in ídem nos encontramos con una situación y
unos resultados similares a los que acaban de ser descritos en los otros epígrafes: un
punto de partida de origen penal que se pretende aplicar con manifiesta autosatisfac-
ción al Derecho Administrativo Sancionador, en el que inmediatamente se provocan,
sin embargo, unas disfunciones que no tienen arreglo desde la perspectiva penal y que
se intentan rectificar con una técnica modalizadora de adaptación a las peculiaridades
de las infracciones y sanciones administrativas. Con lo cual desembocamos en el
mismo dilema de siempre: ¿cuál es el camino correcto: aplicar al Derecho
Administrativo Sancionador los principios del Derecho Penal debidamente adaptados
a las peculiaridades de aquél, o construir un Derecho Administrativo Sancionador
desde el Derecho público estatal y, por supuesto y principalmente, desde el Derecho
Administrativo, sin olvidar por ello, claro es, las garantías individuales del inculpado?
Con este repertorio temático, al que se ha añadido la prescripción, se completa la
Teoría de la infracción administrativa en un primer ensayo de exposición sistemática,
que de seguro habrá de ser revisado en obras posteriores. Para comprender la provi-
sionalidad de este intento basta pensar en los muchos años y en los centenares de
obras que ha costado al Derecho Penal lograr una aceptable unanimidad en torno al
contenido de su teoría del delito, en la que indudablemente se ha inspirado lo que aquí
se está llamando Teoría de la infracción.

II. SOBRE EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

1. S A R C A S M O S Y PARADOJAS

La conveniencia, y aun necesidad, de la potestad sancionadora no evita que su


ejercicio yaya acompañado de tales irregularidades que constituye un sarcasmo, en el
estricto significado del término, para los ciudadanos y que, en último extremo, pone
en entredicho cuantos esfuerzos teóricos de buena fe se realizan en la elaboración téc-
nico-jurídica del Derecho Administrativo Sancionador.
La injusticia empieza con la arbitrariedad en la persecución. En una urbanización
de cuatrocientas viviendas decide el Alcalde un día tramitar expediente sancionador
contra el propietario de una de ellas, quien será sancionado una vez probada la ilega-
lidad de su situación y de nada le valdrá alegar que toda la urbanización se encuentra
en sus mismas condiciones. En una plaza en la que tradicional y pacíficamente se
viene aparcando no obstante la señal de prohibición, un buen día aparecen los agen-
INTRODUCCIÓN 29

tes municipales y denuncian un vehículo que allí se encuentra. Otro día visitan y expe-
dientan los inspectores un restaurante que no ofrece mayores deficiencias que las de
sus vecinos. No hace falta seguir poniendo ejemplos, que harto conocidos son por su
habitualidad. El sentimiento de Justicia clama contra estas conductas administrativas,
que la Jurisprudencia viene declarando desde siempre irreprochables: el infractor no
puede escudarse —se argumenta— en la irregularidad de los demás ni invocar la
igualdad en situaciones ilegales.
El sarcasmo continúa en la inmensidad de las infracciones. El repertorio de ilíci-
tos comunitarios, estatales, autonómicos, municipales y corporativos ocupa bibliote-
cas enteras. No ya un ciudadano cualquiera, ni el jurista más estudioso ni el profesio-
nal más experimentado son capaces de conocer las infracciones que cada día pueden
cometer. En estas condiciones, el requisito de la reserva legal y el de la publicidad de
las normas sancionadoras son una burla, dado que ni físicamente hay tiempo de leer-
las ni, leídas, son inteligibles para el potencial infractor de cultura media.
El resultado de esta innumerabilidad es la imposibilidad de evitar las conductas
ilícitas: las infracciones se ignoran y, si se conocen, es imposible no tropezar en ellas.
Nadie, por muy escrupuloso que sea, puede alardear de no haber cometido alguna
infracción administrativa. Nadie —cuando es detenido en la carretera por la policía
de tráfico o visitado en su casa o empresa por los inspectores— puede estar seguro de
salir ileso. En estos supuestos a lo único a lo que puede aspirarse es a que el acta se
refiera a infracciones menos graves. Porque es sabido que, si la Administración quie-
re, encuentra infracciones e infractores sin dificultad alguna.
E incluso todavía hay algo que puede ser peor: por el simple hecho de instruirse
un expediente sancionador, el daño ya está producido y con frecuencia es irremedia-
ble aunque luego termine en absolución administrativa o judicial. Independientemente
de los gastos, la heladería expedientada por una denuncia contra la higiene perderá sus
clientes como perderá su tranquilidad el ciudadano acusado gratuitamente de defrau-
dación. De esta manera puede la Administración arruinar económica y moralmente a
cualquier ciudadano al margen de que haya existido o no el ilícito imputado y de que
sea absuelto con posterioridad.
Atemos ahora los dos cabos del hilo que acaba de ser descrito: la inevitabilidad
de las infracciones y la arbitrariedad de la persecución. El resultado salta a la vista: el
Estado tiene en sus manos a todos los ciudadanos, de tal manera que el destino de
cada uno depende, además del azar de ser sorprendido, de la voluntad del Estado para
castigarle. Si esto sucede, el ciudadano, por las razones dichas, está irremediable-
mente perdido. No hay defensa posible. El uso que hace el Estado de tal supremacía
no necesita ser imaginado, puesto que es de sobra conocido sobre todo cuando se trata
de personas públicas y hay elecciones por el medio. El infractor es víctima de repre-
salias que nada tienen que ver con su falta. Se trata de dar un ejemplo o de obligarle
al silencio o a la humillación o a la expoliación personal o política. Y todo ello de
acuerdo con la ley. Éste es el gran sarcasmo que quería poner de relieve: el Derecho
Administrativo Sancionador se ha convertido en una coartada para justificar las con-
ductas más miserables de los Poderes Públicos, que sancionan, expolian y humillan
protegidos por la ley y a pretexto de estar ejecutándola con toda clase de garantías.
Éste es. en verdad, el escalón más infame a que puede descender el Derecho.
Lo más curioso de esta historia es, con todo, que a la denunciada indefensión de
los ciudadanos corresponde con frecuencia una indefensión no menor de la
Administración. Si las Administraciones públicas quisieran aplicar puntualmente las
normas sancionadoras y obligar a los ciudadanos a cumplirlas tendrían que dedicar
todos sus funcionarios a la tarea y, aun así, no darían abasto. Además, el sistema nor-
mativo represivo es tan defectuoso (piénsese en los medios de prueba lícitos y, sobre
30 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

todo, en la prescripción y en las dificultades de ejecución o cobro de multas) que la


mayor parte de los expedientes están condenados de antemano a no llegar a buen fin.
Con la consecuencia de que de ordinario la Administración ha de contemplar impo-
tente cómo se cometen infracciones ante sus mismos ojos. Aunque eso sí, el que es
sancionado, paga por todos.
La potestad sancionadora de la Administración —y su aparato técnico y jurídico,
el Derecho Administrativo Sancionador— es, en definitiva, un montón de despropó-
sitos en el que todos los Poderes están implicados. El Legislativo es el primer peca-
dor dado que ha establecido una red tan tupida —y tan opaca— de infracciones que
es materialmente imposible conocerlas y, por supuesto, evitar su comisión. El
Legislador ha colocado literalmente a todos los ciudadanos fuera de la ley. Pero, para
mayor sarcasmo, esta red sancionadora presenta tantos desgarrones que es tan fácil
escaparse de ella al infractor hábil como difícil en ocasiones manejarla con eficacia a
la Administración de buena fe, que cree disponer de un buen arma y se encuentra en
la mano con una espada de palo.
Ahora bien, para las Administraciones públicas ofrece el Derecho Administrativo
Sancionador una cobertura ideal para el abuso y la arbitrariedad, para las represalias
políticas y personales y para la extorsión más descarnada. Tal como ya he adelantado,
la potestad sancionadora —cuando quiere y puede ejercerse— no es otra cosa que la
legitimación de la violencia del Poder.
En esta lamentable farsa tampoco está el Poder Judicial libre de culpa. En un sis-
tema de descoordinación e inhibición legislativa, ha correspondido a la Jurisprudencia
elaborar de arriba a abajo el Derecho Administrativo Sancionador de que disponemos.
Y si en este punto sería injusto regatear elogios a una labor técnicamente admirable
(como habrá ocasión de comprobar a lo largo de todos y cada uno de los capítulos del
presente libro), ello no autoriza a silenciar algunos desaciertos garrafales —en parte
ya aludidos— que empañan la eficacia y la Justicia de todo el sistema. El primero de
ellos es la doctrina de la no invocabilidad de la igualdad, que es lo que permite el ejer-
cicio arbitrario de la potestad. El segundo es la doctrina de la falta de legitimación de
los interesados para exigir la persecución de las infracciones que peijudican no ya
sólo al interés público sino a los particulares: lo que permite una nueva arbitrariedad
en el no ejercicio de la potestad. Es incomprensible, en efecto, que el peijudicado por
los humos de una fábrica vecina no pueda exigir de la Administración la sanción por
el incumplimiento de las medidas de filtrado. Y, en tercer lugar, la doctrina que niega
todavía en muchos supuestos la responsabilidad por hechos de terceros, exculpando
así, por ejemplo, a los propietarios de discotecas cuyos clientes no dejan dormir, y
hasta tienen aterrorizado a todo el barrio. La lista podría alargarse mucho más toda-
vía (y así aparecerá en los sucesivos capítulos del libro), pero a nuestros efectos basta
con lo dicho. Aquí opera la ley física del punto más débil: de nada vale una sólida
cadena de hierro si tiene tres eslabones rotos.
Frente a estos reproches podrá alegarse, claro es, que los Tribunales se limitan a
aplicar la ley y que en ella no vienen estas reglas cuya ausencia acaba de denunciar-
se. Pero esta hipotética objeción no vale porque los Tribunales no se limitan a aplicar
la Ley. En el ámbito sancionador están «creando Derecho» desde el primer día hasta
tal punto que son ellos quienes conocidamente han elaborado el Derecho
Administrativo Sancionador de que disponemos. Lo que sucede es que se han queda-
do (todavía) a medio camino y de la misma manera que es justo elogiar los progresos,
importa reprochar lo que deliberadamente —por ignorancia, rutina o falta de coraje—
no se ha alcanzado. Vivimos en España en un Estado judicial de Derecho y en mi opi-
nión es urgente que los Jueces rematen pronto la tarea, que ya han realizado en gran
parte, de crear un Derecho Administrativo Sancionador completo. Constitucional e
INTRODUCCIÓN 31

institucionalmente pueden hacerlo, como lo están haciendo cada dia, y personalmen-


te gozan (no sabemos por cuánto tiempo) de una competencia técnica y de un presti-
gio social que les legitima para llevar a cabo la empresa, sobre todo teniendo en cuen-
ta que el Legislador carece de momento de ánimos para ello.
En cuanto a los ciudadanos, sus actitudes frente a la potestad sancionadora de la
Administración son muy fáciles de categorizar. La inmensa mayoría son, pura y sim-
plemente, víctimas que soportan resignadamente el peso de una ley que sólo oscura-
mente conocen. El ciudadano —tal como se ha explicado antes— sabe perfectamen-
te que está en falta y que su castigo depende exclusivamente del azar y del capricho
de la Administración. El español juega cada día a la lotería —negativa— del Código
de la Circulación y de la legislación fiscal (entre otras) con la misma habitualidad y
esperanza milagrosa que utiliza en los mil juegos de suerte, públicos y privados. En
el subconsciente de los españoles está arraigada ya la idea de una lotería con bolas
blancas y bolas negras, cuyos premios y sanciones hay que buscar (o esquivar) con
entusiasmo y aceptar con resignación.
El ciudadano medio no puede defenderse: en parte porque se sabe infractor y en
parte porque los gastos de la defensa son de ordinario más elevados que la multa. Por
ello únicamente se defienden los acosados, los desesperados y los pleitistas vocacio-
nales. Con su sacrificio —y a costa de la paciencia de los Tribunales— ha ido pros-
perando paso a paso el Derecho Administrativo Sancionador, pero en nada mejora la
práctica administrativa, puesto que la Administración —último y más sangrante de los
sarcasmos del sistema— deja escapar ciertamente a los beneficiarios de una senten-
cia, pero no por ella deja de sancionar a los que se encuentran en las mismas circuns-
tancias y no han recurrido. O sea, que la Administración se ha dejado contagiar por el
espíritu social lúdico a que antes he aludido y al sancionar también está jugando a que
el infractor no acuda a los Tribunales. Lo que sucede es que este Lotero estadística-
mente siempre gana aunque pierda todos los recursos, ya que éstos porcentualmente
son muy escasos.
Hay, con todo, una clase de ciudadanos que actúa de manera muy diferente. Para
los «poderosos», para los grandes empresarios el Derecho Administrativo Sancionador
no existe. Salvo excepciones muy raras -—y que, por supuesto, nada tienen que ver con
el Derecho— sus enormes infracciones son sancionadas con multas proporcionalmen-
te reducidas, que no llegan a frustrar la rentabilidad del negocio fraudulento. Y en todo
caso tienen a su servicio profesionales inteligentes que saben colarse entre las grietas
y remiendos de esa red imperfecta que se denomina legislación sancionadora, máxime
si está manejada, como es lo común, por funcionarios incompetentes y desestimulados,
que saben de sobra que sólo pueden tener éxito con los «pequeños».
En cuanto a la doctrina, en fin, ya he dicho que desde hace algún tiempo ha cobra-
do un impulso admirable, abandonando sin complejos los estériles surcos de la rutina
y de la erudición de pacotilla. La literatura jurídica ha acertado, además, con una exce-
lente fórmula de colaboración simbiótica con la Jurisprudencia, que multiplica sinér-
gicamente los esfuerzos de ambas. Aunque para mi gusto todavía le falta, quizás, algo:
saber desprenderse de un cierto formalismo profesional que decolora sus progresos.
Los autores, aunque conozcan perfectamente la realidad, consideran impropio de su
oficio, y hasta inelegante, fajarse directamente con ella, por lo que rehúsan bajar a la
arena de la vida cotidiana, creyendo que allí no es lícito utilizar las armas sutiles de
la Ciencia jurídica y que es terreno reservado a traficantes de influencias y abogados.
Me parece, sin embargo, que tal como están las cosas hay que aprender a perder el
miedo a la realidad, saber mirarla a los ojos y tener el valor de decir lo que se ha visto. Los
desastres de la realidad no pueden conducir al desánimo, antes al contrario. Sólo quien
conoce el funcionamiento diario del aparato represivo público puede sentir el impulso de
32 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

pretender remediarlo por poco que sea. Hay algo peor, en efecto, que un Derecho
Administrativo Sancionador rudimentario e imperfecto, a saber: un Derecho
Administrativo Sancionador envilecido al servicio, e instrumento de coartada, de un
Estado arbitrario, de unas autoridades corrompidas y de unos empresarios sin escrúpulos.

2. H A C I A U N NUEVO D E R E C H O A D M I N I S T R A T I V O S A N C I O N A D O R

Prescindiendo de consideraciones metajurídicas, adelanto ya que el presente libro


está animado por un espiritu relativamente original, que puede resumirse en los
siguientes términos: el Derecho Administrativo Sancionador no debe ser construido
con los materiales y con las técnicas del Derecho Penal sino desde el propio Derecho
Administrativo, del que obviamente forma parte, y desde la matriz constitucional y
del Derecho Público estatal. Conste, sin embargo, que esta confesada inspiración no
es consecuencia de un prejuicio ideológico, ni mucho menos profesoral, sino resulta-
do de haber constatado el fracaso de una metodología —la extensión de los principios
del Derecho Penal— que ha demostrado no ser precisa desde el momento en que la
traspolación automática es imposible y que las matizaciones de adaptación son tan
difíciles como inseguras; hasta tal punto que el resultado final nada tiene que ver con
los principios originarios, cuyo contenido tiene que ser en la práctica profundamente
falseado. Para rectificar este fracaso no hay más remedio que volver a empezar desde
el principio y en el principio están, como he repetido, la Constitución, el Derecho
Público estatal y el Derecho Administrativo, por este orden. Ahora bien, en esta tarea
la presencia del Derecho Penal es no ya sólo útil sino imprescindible y ha de seguir
operando, no obstante y en todo caso, como punto de referencia, como pauta técnica
y, sobre todo, como cota de máxima de las garantías individuales que el Derecho
Administrativo Sancionador debe tener siempre presentes.
Ni que decir tiene, sin embargo, que estos objetivos no han sido alcanzados en la
presente obra y hasta sería ingenuo intentarlo siquiera. Cada autor está forzado a tra-
bajar con los materiales disponibles en su tiempo y, por así decirlo, no puede saltar
más allá de su propia sombra. Pero he procurado, al menos, mantener la orientación
indicada y por satisfecho me daría si estas indicaciones valiesen para los investigado-
res posteriores y ayudasen en todo caso al Derecho Administrativo Sancionador a salir
de las gastadas roderas por las que ahora inútil y acríticamente se va deslizando. A
mucho más no puede aspirar un jurista: Faciant meliora iuvenes.
El tiempo está trabajando, por lo demás, en favor de esta tesis puesto que en la
legislación y en la práctica es perceptible un «giro administrativo» que ha de coro-
narse —si es que no se ha consumado ya— en la recuperación de la identidad del
Derecho Administrativo Sancionador bajo las señas inequívocas de su «administrati-
vización». La presente edición dará testimonio cumplido de tal acontecimiento, del
que se hace un balance pormenorizado en un capítulo final que ahora se ha añadido.

III. SOBRE POLÍTICA REPRESIVA

1. S A N C I Ó N E INTERVENCIÓN

Sobre la Parte especial del Derecho Administrativo Sancionador —o sea, el esta-


blecimiento de las infracciones concretas y la atribución de las sanciones— poco
puede decirse en este momento. El repertorio de infracciones es el fruto de la volun-
tad del Legislador, que luego se impone desde fuera a los operadores jurídicos. A los
INTRODUCCIÓN 33

juristas corresponde fundamentalmente aclarar los textos en la medida de lo posible


y ordenar la materia con ayuda de los instrumentos que les proporciona la Parte
General. Pero huelga decir que el jurista —que también es ciudadano— puede, en su
condición de tal, tener y expresar sus ideas propias sobre la corrección y utilidad de
la política punitiva inspiradora de las normas sancionadoras. Y esto es lo que va a
hacerse en el presente epígrafe.
Los particulares suelen protestar por el exceso de intervencionismo administrativo,
por la multitud de reglamentos que predeterminan hasta las más mínimas actividades
de la vida cotidiana; pero luego, cuando sucede un accidente (incendio en una disco-
teca, envenenamientos masivos) reprochan a la Administración su negligencia o tole-
rancia, es decir, el no haber controlado lo suficiente al causante. Con la tecnología
moderna, la vida colectiva es un «estado de riesgo» que resulta forzoso admitir si no
queremos volver al siglo xix. Asunción que implica la intervención pública, puesto que
ni los particulares están en condiciones técnicas de percatarse de la calidad de los bien-
es y servicios que consumen y usan, ni el mercado puede regularla por sí mismo. Pues
bien, si se acepta la regulación pública, hay que aceptar la sanción por su incumpli-
miento. Lo que significa que no podemos pedir la protección del Estado contra las
manipulaciones peligrosas de alimentos y luego quejarnos de que se sancione a quien
ha alterado la proporción de unos aditivos de nombre enrevesado. No podemos exigir
al Estado que nos garantice la seguridad del tráfico y luego quejarnos de las multas que
se imponen por no respetar las señales de un semáforo. Hay que ser congruentes.
Si el régimen sancionador es una mera e inevitable consecuencia del régimen de
intervención, habrá que empezar por preguntarse primero hasta dónde debe llegar
ésta, puesto que a menos intervenciones, menos sanciones. Los niveles de interven-
ción son, a su vez, consecuencia de una política económica y social previa. En
España, hasta hace relativamente poco tiempo, existía una rigurosa intervención de
precios de tal manera que la mayor parte de los expedientes sancionadores se referí-
an a estas materias. Esta situación ha desaparecido ya: los precios los fija —y, conse-
cuentemente, los sanciona— el mercado, puesto que los compradores, disminuyendo
la demanda, castigarán al que los eleve. Tal es la regla. Pero, en cambio, se ha inten-
sificado la intervención en la calidad. Por así decirlo, el fabricante y el prestador de
servicios pueden engañar al cliente en el precio pero no en la calidad. Pueden exigir
cien euros por una barra de pan y cien mil euros por un metro cuadrado de edifica-
ción; pero el pan y el edificio deben tener una calidad mínima preestablecida, que el
Estado garantiza. Este juego combinado de tolerancias y rigores es el contenido de la
política económica social, que opera como una realidad previa al Derecho. Ideologías
y modas aparte, se puede constatar la presencia de una regla general: el Estado tien-
de a intervenir directamente cada vez menos en los factores económicos del mercado
y cada vez más en los factores que influyen en la seguridad y salubridad. Hoy no se
tramitan expedientes por abusos en el precio del pan sino por no haberse respetado las
normas de calidad y manipulación, que por cierto son muy detalladas. Lo que suce-
de, con todo, es que la política de precios va indisolublemente unida a la de calidades.
La desrregulación del tráfico comercial aéreo ha producido, donde se ha introducido,
un notorio descenso de los precios de oferta, pero también de comodidad (que es cosa
del gusto de la clientela) y de seguridad (en la que ya no puede inhibirse el Estado).

2. P R I N C I P I O S Y PROPOSICIONES PARA UNA POLÍTICA REPRESIVA EFICAZ

Con este breve recordatorio ya podemos volver a los aspectos que más nos intere-
san de la política sancionadora legal. En el simple terreno de las preferencias persona-
34 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

les, mi opinión es la de que las leyes sancionadoras (como las medidas intervencionis-
tas previas) deben tener por objetivo la reducción de los riesgos, y por supuesto de los
daños, y no el proporcionar una cobertura a la irresponsabilidad del Estado garante.
Esta es la exigencia primera y más elemental. El ciudadano no debe contentarse con
que el Estado adopte medidas interventoras y publique leyes sancionadoras sino que ha
de exigir que éstas se cumplan. Cuando una discoteca se incendia, un autocar vuelca o
se produce un envenenamiento masivo de consumidores, el Estado (en sentido amplio)
se autodeclara irresponsable por la circunstancia de haber ordenado o prohibido cier-
tas medidas que, de haberse cumplido, hubieran evitado el accidente. Lo que implica
que la responsabilidad se desplaza íntegramente sobre el infractor.
Desde mi punto de vista, sin embargo, esto no es correcto. Porque no basta con
publicar medidas y conminar sanciones sino que hay que hacerlas realidad. Ni el
deber del Estado ni su correlativa responsabilidad se agotan con la publicación de nor-
mas. Partiendo de aquí es como puede empezarse a llevar a cabo esta tarea, a prime-
ra vista imposible, de acotar y ordenar el catálogo efectivo de sanciones, que por su
inmensidad parece equivaler a poner puertas al campo. A cuyo efecto, a la idea ante-
rior hay que añadir otra no menos importante: el objetivo de una buena política repre-
siva no es sancionar sino cabalmente lo contrario, no sancionar, porque con la sim-
ple amenaza se logra el cumplimiento efectivo de las órdenes y prohibiciones cuando
el aparato represivo oficial es activo y honesto. Como dice el refrán popular, «el
miedo guarda la viña». Todo lo cual se traduce en las siguientes proposiciones con-
cretas:

1 .a Las medidas de intervención y su corolario de infracciones y sanciones tie-


nen un límite: la posibilidad real de ser cumplidas por los destinatarios. Lo cual sig-
nifica que no deben ser impuestas cuando se sabe de antemano que no pueden ser
cumplidas ya que el mercado o la situación económica o el nivel tecnológico o cultu-
ra no las consiente. Como ejemplos extremos de esta desmesura de límites pueden
ponerse el Código alimentario o las normas tecnológicas de la construcción que
durante décadas abrumaron las páginas del BOE a conciencia de que no iban a ser
cumplidas.
2.a El segundo límite es e! de que tales infracciones no pueden llegar más allá de
adonde alcancen las fuerzas del aparato inspector y represivo del Estado. Regular y
conminar con sanciones actividades que pueden ser incumplidas pero no controladas,
es una arbitrariedad y convertir el Derecho, como antes se ha dicho, en una lotería.
La política legal represiva debe, a mi juicio, inspirarse en estos criterios y, si no
se respetan, no por ello debe aceptarse la irresponsabilidad del Estado, cuyo deber es
evitar realmente los daños y riesgos.
3.a Una norma cuyo incumplimiento es sistemáticamente tolerado no puede
luego, sin advertencia previa, ser exigida a los particulares ni generar una sanción.
Comprendo que esta afirmación puede parecer heterodoxa; pero es el único medio de
superar lo que más atrás se consideraba un «sarcasmo» intolerable de la actual prác-
tica sancionadora. Se justifica fácilmente, además, tanto en el principio de igualdad
como en el de obligatoriedad de ejercicio de la propia potestad y, sobre todo, en el de
la buena fe de la actuación administrativa. Aunque también podría formularse en los
siguientes términos: el Estado «puede» exigir el cumplimiento de la norma pero no
«quiere» y así lo demuestra con la tolerancia. Ahora bien, una vez que esta tolerancia
se ha generalizado y consolidado en el tiempo, se crean en el ciudadano unas expec-
tativas basadas en la confianza en que la Administración vaya a seguir actuando así.
En su consecuencia, si cambia de criterio, ha de hacerlo también con carácter gene-
ralizado y no para casos aislados y, además, con advertencia. Parafraseando el viejo
INTRODUCCIÓN 35

principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos, hay que decir ahora que
no cabe la «derogación singular de un criterio generalizado de oportunidad sobre el
ejercicio de la potestad sancionadora». O en otras palabras: la Administración puede,
o no, sancionar el incumplimiento de órdenes o prohibiciones, pero siempre con
carácter general, no singular.
4.a Desde el punto de vista del Derecho, la eficacia de la norma sancionadora
únicamente está condicionada por su publicación; desde el punto de vista de la polí-
tica sancionadora se exige, además, su divulgación, más o menos larga y detallada
según sea el grado de especialización o profesionalización de sus destinatarios. Las
normas sancionadoras ofrecen una peculiaridad muy curiosa: lo ideal (como antes ya
se ha adelantado) es que no se apliquen nunca porque no sea necesario. Pues bien,
para no infringir una norma hay que empezar por conocerla; y para que sea conocida
hay que divulgarla suficientemente, puesto que de ordinario no basta el requisito for-
mal de su publicación en un Boletín Oficial que el ciudadano no lee. O sea, que si lo
que el Estado quiere es sancionar, claro es que con la publicación de la norma ya está
legitimado; pero si lo que quiere es no sancionar sino inducir a los ciudadanos a que
no infrinjan, haciendo con ello innecesaria la sanción, entonces la divulgación resul-
ta imprescindible en una buena política represiva tal como ya se realiza habitualmente
con las normas de circulación y tráfico.
La divulgación ha de ser general y previa utilizando los medios de publicidad y
comunicación de masas que el Estado tiene a su alcance; pero también puede ser pos-
terior a la publicación de la norma mediante previsiones de una vacatio legis más pro-
longada de lo habitual. Y sin descartar, por último, la posibilidad de una pedagogía
individual manifestada «en la tolerancia ante la primera infracción. La experiencia
enseña que en determinadas infracciones una advertencia —acompañada de una ilus-
tración sobre la conducta futura— es mucho más eficaz que la sanción a secas.
5.a El principio represivo fundamental (o sea, el de que objetivo real de la potes-
tad sancionadora es no tener que sancionar) se traduce inevitablemente en otro no
menos conocido: la sanción es la «ultima ratio» del Estado, quien sólo debe acudir a
ella cuando no se puedan utilizar otros medios más convincentes para lograr que los
particulares cumplan las órdenes y las prohibiciones. Esto ya se ha visto, en la esca-
la más simple, al hablar de la divulgación y de la pedagogía de la política sanciona-
dora (que nada tiene que ver, naturalmente, con las sanciones «ejemplares» que tan de
moda estuvieron hace unos años en el ámbito fiscal). El llamado principio de subsi-
diariedad debe generalizarse en un plano más elevado. La mayor parte de las infrac-
ciones que cometen las pequeñas empresas son debidas, además de a la falta de infor-
mación, a la falta de medios. Por ello, una adecuada política de financiación finalista
es más eficaz que una dura política de represión, aunque naturalmente resulte más
cara y menos cómoda que la simple aprobación de unas ordenanzas de infracciones.
Yo no ignoro, desde luego, que lo que únicamente suele admitirse es que la pena
sea la ultima ratio, mas no la infracción y sanción administrativas. Es decir, que se
supone que el Legislador sólo ha de acudir al Código Penal cuando resultan inútiles
las demás medidas (incluida la legislación administrativa sancionadora) adoptadas o
imaginadas para evitar determinadas conductas de los ciudadanos. Lo cual es cierto y
correcto; pero dentro de esas «demás medidas» o medidas no penales hay que dejar
las sanciones administrativas para el último lugar.
Sea como fuere, para mí lo importante, dentro de esta temática, es la exigencia de
colaboración pública, entendida como la adopción de medidas que puedan evitar las
infracciones.
Si el Ayuntamiento no coloca papeleras, no puede castigar a los que arrojen pape-
les al suelo. Si el Ministerio de Hacienda no facilita los impresos reglamentarios, no
36 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

puede sancionar a los que no los emplean. Si la policía no garantiza la seguridad de


un barrio, carecen las autoridades de legitimación para sancionar a los vecinos que se
autoprotegen. Como se habrá notado, los ejemplos están tomados de la realidad y, en
cualquier caso, lo importante es lo siguiente: únicamente puede ejercerse la potestad
sancionadora después de haberse adoptado las medidas necesarias para evitar la
infracción.
6.a Insistiendo en lo anterior, la sanción tiene que insertarse en una lista de
opciones enderezadas a una finalidad común: el asegurar el respeto a la legalidad y
castigar el incumplimiento de las obligaciones y prohibiciones legalmente impuestas.
El infractor tiene que asumir las consecuencias de su incumplimiento que, por lo
demás, no suelen limitarse a una sanción. Los efectos de la revocación de una licen-
cia suelen ser de ordinario mucho más dolorosos que los de una multa y de lo que se
trata es de articular eficazmente estas medidas complementarias, no subsidiarias y
muchos menos excluyentes.
7.a Los avances logrados en las garantías aseguradas por el Derecho
Administrativo Sancionador —que son pura y simplemente irrenunciables— no auto-
rizan a silenciar una grave disfunción de la política represiva en la que se han des-
equilibrado sus elementos componentes en beneficio de la garantía y en peijuicio de
la punición. El objetivo del Derecho Administrativo Sancionador no es la protección
del autor de la infracción sino el castigo de éstos con respeto de las garantías de los
posibles infractores. En otras palabras, las garantías procedimentales y materiales son
un modo, una limitación de la actuación administrativa represora que en ningún caso
puede paralizarla o hacerla inoperante. Hoy es urgente restablecer el equilibrio perdi-
do y dar a cada elemento su adecuada proporción.
8.a La cantera de principios (sobre cuya naturaleza me ocuparé, de una vez por
todas, más adelante) parece inagotable. Aquí puede traerse, en efecto, a colación el de
proporcionalidad, muy utilizado —en cuanto principio «jurídico»— por la
Jurisprudencia para adecuar la gravedad de la sanción a la de la infracción. En este
momento, sin embargo, no me quiero referir a su vertiente jurídica sino política, que
puede formularse así: no deben ser calificadas de infracción ni, por ende, conmina-
das con sanción las conductas de contenido antijurídico mínimo, puesto que el costo
administrativo del aparato represivo de control y sanción, así como el costo social de
la irritación producida por su uso (o el desprestigio producido por su tolerancia) son
mayores que los beneficios esperados por su establecimiento. El uso cotidiano de la
espada represora termina embotándola.

3. P O L Í T I C A REPRESIVA Y LEGISLACIÓN S A N C I O N A D O R A

La realización de las anteriores proposiciones serviría, al menos, para dulcificar


un poco la agria imagen de la potestad sancionadora, que tanto contribuye a alimen-
tar el rencor de los ciudadanos hacia el Estado y, en todo caso, a explicar su distan-
ciamiento. Lo cual no deja de ser paradójico pues son los ciudadanos los primeros
interesados en el ejercicio de tal potestad, que está pensada fundamentalmente para
ellos. Pero en los estándares antropológicos de los españoles (y de los hombres del sur
en general) se percibe indefectiblemente el rasgo de colocarse del lado del ladrón
frente al policía y entre nosotros siempre se ha glorificado (y se glorifica actualmen-
te) a los defraudadores. El tendero que ha llegado a millonario con sus raterías es
admirado sin reserva incluso por sus propias víctimas; y los periódicos relatan cada
día historias de policías perseguidos a pedradas por los vecinos cuando intentaban
detener a unos delincuentes o narcotraficantes que eran la plaga del barrio.
INTRODUCCIÓN 37

Como éste no es lugar, obviamente, de divagaciones folklóricas, baste subrayar


que el dato indicado manifiesta inequívocamente que el ciudadano no se identifica de
ordinario con los bienes que pretende proteger el Ordenamiento Jurídico. El individuo
no percibe que quien defrauda a Hacienda, a quien de veras está perjudicando es a los
demás contribuyentes, que han de pagar lo que él oculta, de la misma manera que
quien tala un monte está peijudicando a los potenciales paseantes y turistas. Los psi-
cólogos sociales saben explicar perfectamente estas actitudes, pero a efectos de aná-
lisis de la política represora (que es lo que aquí interesa), basta recordar los siguien-
tes datos: a) Todo ciudadano —como consecuencia de la multiplicidad y opacidad de
las normas sancionadoras— tiene conciencia de que él también puede ser sancionado
en cualquier momento y por cualquier causa; y por ello se solidariza instintivamente
con quien «ha tenido la desgracia» de ser sorprendido, y es con él con quien se iden-
tifica porque en su destino ve representado el suyo, b) El particular —que sabe de
sobra la arbitrariedad con que procede la Administración— desconfía de la sanción al
sospechar que no pretende el cumplimiento del Ordenamiento Jurídico (éste tiene
demasiados desgarrones de los que nadie se ocupa) sino que es consecuencia de algún
móvil personal o político, cuando no de la «desgracia» fatalista. El ciudadano, en una
palabra, no cree en la honradez del ejercicio de la potestad sancionadora y por ello no
se solidariza con ella, percibiendo únicamente sus aspectos más tenebrosos. Y si a ello
se añade la experiencia de comprobar que los pillos con sus picardías y los poderosos
con sus abogados y sus influencias son los únicos que se escapan, ya no puede sor-
prender la actitud de los ciudadanos.
Sea como sea, el resultado final es que el Estado se encuentra aislado de los ciu-
dadanos —cuyo apoyo tanto necesitaría— en el ejercicio de la potestad sancionado-
ra. Remediar esta situación no es fácil, desde luego, aunque podría intentarse al
menos. Pero para ello precisaría el Estado captar la diferencia entre política represiva
y normas sancionadoras, puesto que las raíces del mal se encuentran de ordinario en
la política y no en las normas. Y, sin embargo, esto no se tiene en cuenta, salvados los
esfuerzos, realmente meritorios por muy parciales que sean, que se hacen en algunos
ámbitos aislados como los de Tráfico y de Hacienda. Prescindiendo de esto (y de
algún otro caso aún más excepcional) el Estado no ve más allá de lo normativo: cuan-
do detecta una irregularidad social, dicta una ley con medidas sancionadoras —a
veces de dureza medieval o tercermundista— y con ello cree (aparenta creer) que ha
arreglado la situación sin preocuparse de lo que hay detrás de las normas, o sea, una
realidad social, que sólo puede modificarse a través de una política (represiva) inte-
ligente y no con sanciones bárbaras arbitrariamente impuestas: la lotería no es, cono-
cidamente, el remedio de la pobreza (aunque enriquezca a algunos) ni las sanciones
el remedio a la defraudación (aunque arruinen a muchos).
La política sancionadora ha de hacer operativas las normas sancionadoras (que
son un simple papel) mediante la creación de un aparato represivo eficaz y, sobre
todo, mediante su implantación social, que es para lo que podrían ser útiles las pro-
posiciones antes expuestas (entre otras muchas, claro es, que pueden y deben imagi-
narse, estudiarse y ensayarse). Mientras el Estado no remonte el vuelo por encima del
Ordenamiento Jurídico Sancionador (por muy afinado que éste sea, que no lo es),
estará infirautilizando su potestad sancionadora y el Derecho Administrativo
Sancionador será un mero instrumento profesional de profesores y de abogados, quie-
nes lo utilizarán fundamentalmente contra el propio Estado.
Los penalistas han empezado a acortar las largas distancias que antes separaban
el Derecho Penal y la Criminalística. Los escrúpulos metodológicos pueden conducir
a la esterilidad por irrealismo. Y aquí no se trata sólo de que el Legislador este aten-
to a las recomendaciones sociales de una Política represiva inteligente, sino de algo
38 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

más cotidiano: para atender bien las normas represivas hay que contemplarlas desde
una perspectiva real de la misma manera que para interpretar y aplicar correctamente
la norma hay que tener siempre a la vista las necesidades sociales.
Notoria resulta en todo caso la ineficacia —de siempre desde luego, pero hoy más
grave que nunca— del sistema represivo estatal, tanto del penal como del administra-
tivo sancionador. A L E N Z A G A R C Í A (pp. 5 9 8 - 5 9 9 ) ha puesto agudamente de relieve que
lo que en el fondo se trata es de una progresiva inoperancia de las técnicas clásicas de
la policía administrativa, cada día más obsoletas por la concurrencia de un doble
orden de factores: a) los que causan la ineficacia práctica de estas medidas y dificul-
tan su correcta aplicación (hipertrofia normativa acompañada de imperfección técni-
co-jurídica, desconocimiento de las leyes por los ciudadanos y por los propios fun-
cionarios llamados a aplicarla, resistencia social a su cumplimiento, tolerancia admi-
nistrativa); y b) los que responden a causas más estructurales (imposibilidad de que la
reglamentación siga el ritmo de los avances tecnológicos, necesidad de que las deci-
siones sobre los riesgos tecnológicos se adopten desde perspectivas globales y no en
la gestión concreta). Ahora bien, ni la Administración ni los juristas quieren tomar
conciencia de esta crisis. La Administración porque le es más cómodo mantenerse en
el surco tradicional que el legislador sigue trazando en su inercia imperturbable; y los
juristas (profesores incluso) porque les es más rentable insistir en unas prácticas que
desembocan en un complejo sistema de recursos administrativos y jurisdiccionales
profesionalmente muy rentables.
El resultado es un conocido juego ritual que a todos conviene. El Legislador sabe
que sus normas son inútiles; pero sabe también que con ellas tranquiliza la concien-
cia social y cumple sus compromisos políticos. La Administración porque así legiti-
ma —con una habilidosa manipulación de rigores y tolerancias— su poder e influen-
cia sociales. Los abogados porque de esta forma garantizan sus ingresos y los gran-
des empresarios porque, conociendo la fragilidad del sistema represivo, conocen que
pueden romper con facilidad las mallas legales y procesales. En cuanto al común de
los mortales, ha de resignarse a participar en el azar de la lotería sancionadora de que
ya se ha hablado.

4. C O L A B O R A C I Ó N SOCIAL

De lo anterior se deduce, sin sombra de duda, que resulta imposible el ejercicio


eficaz de la potestad sancionadora si no media una decidida colaboración social.
Importa, en consecuencia, alterar hasta el mismo fondo los planteamientos tradicio-
nales: no se trata del Estado contra los ciudadanos (como ahora se piensa) sino del
Estado junto con los ciudadanos contra los infractores. Mientras no tenga lugar este
cambio de mentalidad, la política represiva seguirá siendo tan inútil como arbitraria y
en modo alguno servirá para el logro de su verdadero objetivo: el cumplimiento de las
normas. Ahora bien, para que tal transformación suceda hace falta que los ciudadanos
se solidaricen con los objetivos públicos y que el Estado modifique su actitud respecto
de los ciudadanos —tal como se ha explicado en las páginas anteriores—, lo que no
parece fácil puesto que no se ha iniciado este proceso de aproximación e identifica-
ción y ni siquiera se ha tomado conciencia de su necesidad.
El ciudadano es, para el Estado, un posible infractor cuando no un presunto
infractor. Con él se cuenta únicamente para que, llegado el caso, pruebe su inocen-
cia o pague la multa que le ha «tocado». La colaboración se manifiesta únicamente
a través de la denuncia y de la acción popular y tales figuras no son ni suficientes ni
idóneas.
INTRODUCCIÓN 39

La denuncia ha tenido siempre muy mala fama, aunque conviene precisar sus
variantes. En los casos en los que la denuncia es deseada por el Estado, éste la fomen-
ta concediendo ventajas individuales al colaborador voluntario (premios, participa-
ciones en el importe de la multa). Esta metalización de la conducta es probablemen-
te lo que ha provocado el reproche social no frente al infractor sino frente al denun-
ciante. El cuerpo social (conforme se ha explicado antes) se cierra ante el Estado (que
le es ajeno) y se solidariza con el infractor, que forma parte de él. El denunciante es,
en consecuencia, un traidor que ha entregado a su hermano al enemigo común. Por
este camino de la denuncia comprada no se llegará muy lejos.
Ahora bien, junto a la denuncia comprada está la denuncia espontánea y altruis-
ta, que es la más frecuente. Pero como el Estado no la busca ni la desea, no establece
aliciente alguno individual para fomentarla. El ciudadano actúa aquí por identifica-
ción con los bienes protegidos o para evitar un daño personal. La identificación es
más bien rara aunque ya empieza a extenderse una cierta conciencia ciudadana en
algunos ámbitos concretos, como el ecológico. Más frecuente es, por ello, la segunda
variedad: el consumidor que ha recibido mercancía en mal estado, el usuario al que
se presta un servicio defectuoso, el vecino molestado por los ruidos nocturnos o los
olores de un establecimiento próximo, pone los hechos en conocimiento de la autori-
dad con la esperanza de que se remedien: la denuncia es, pues, altruista por cuanto
sus efectos deseados beneficiarán a un grupo social, pero en parte también egoísta por
la ventaja individual que puede suponer.
Lo que sucede, sin embargo, es que las denuncias no solicitadas —cabalmente por
no serlo— de ordinario no producen el menor efecto y son consideradas como una
molestia para la Administración, que las recibe con más o menos paciencia según el
talante del funcionario. Solamente en las oficinas de las Policías municipales, en las
de consumidores y usuarios y en las de los Defensores del Pueblo se reciben anual-
mente millones de denuncias, de las cuales no llegan al uno por ciento las que dan ori-
gen a una tramitación administrativa, ignorándose el tanto por ciento de las que des-
embocan en una resolución (ya sea absolutoria o condenatoria), pero que con seguri-
dad no alcanza el uno por mil. En estas condiciones es ilusorio pensar en la colabo-
ración ciudadana por medio de denuncia.
La acción popular, por el contrario, gozó un tiempo de buena fama y en ella se
pusieron grandes esperanzas, que el tiempo se ha encargado de desmentir. La acción
popular —en los escasos ámbitos donde ha sido recogida legalmente desde antiguo,
como en el urbanismo y el Derecho local— ha demostrado que es patrimonio casi
exclusivo de extorsionistas cuando no instrumento de venganzas personales o políti-
cas. De aquí que los Tribunales las consideren, con razón, sospechosas y que no valga
la pena detenerse más en su análisis.
A mi juicio, la colaboración social debiera ser enfocada de una manera completa-
mente distinta a la actual. El ciudadano interesado debe tener derecho a participar en
todas las fases del procedimiento sancionatorio. Empezando, por supuesto, en la
denuncia. Pero el denunciante espontáneo, por el mero hecho de haber colaborado así,
tiene derecho a ser tratado dignamente desde el primer momento (y estoy pensando
en el trato que se recibe en las antesalas de las oficinas de policía), a no ser conside-
rado como una molestia y, sobre todo, a ser informado de los avatares de su denun-
cia; dicho sea en términos procesales, a ser tenido por parte. Esta es la atención míni-
ma que merece del Estado y con ello, no sólo se evitarían múltiples frustraciones,
sino que se estimularía la colaboración social.
Otra cosa es, sin embargo, la viabilidad de esta ingenua propuesta. Porque la
Administración instructora está en contra de las denuncias, que efectivamente son de
ordinario inútiles y no dan más que trabajo. La Policía sabe de sobra que discotecas y
40 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

terrazas no respetan las Ordenanzas municipales de ruido y sus motivos tiene para no
proceder contra ellas (presiones superiores, falta de personal, falta de medios), de tal
manera que la denuncia carece de sentido. Lo que aquí sucede es que si el cuerpo
social está en contra del aparato represivo del Estado, los miembros del aparato repre-
sivo del Estado también están de ordinario en contra de las normas represivas, que por
su número y frondosidad les imponen unos deberes absolutamente desproporcionados
con sus medios, condenándoles de antemano a la ineficacia y a la arbitrariedad en la
persecución y en la sanción y sin gozar de la protección de sus superiores. Vistas así
las cosas, antes de hablar de colaboración social habría que empezar a pensar en
muchos casos en la colaboración del propio aparato represivo.
Más todavía: el aparato represivo público no sólo desatiende los objetivos seña-
lados por las normas sino que en ocasiones desestimula la asistencia al ciudadano
cuando se comprueba que su pasividad y tolerancia más a falta de medios corres-
ponde a un fraude deliberado, a instrucciones políticas perversas o a una coirupción
descarnada. Porque si las sanciones se utilizan como una forma de obtener ingresos
parafiscales y, en el peor de los casos, el infractor sabe que puede librarse de las ins-
pecciones mediante el pago de un cohecho inferior a la multa, es inevitable que el
sistema represivo quede absolutamente desprestigiado y la política represiva pública
se revele como un odioso instrumento más de dominación.

5. L o s INTERESES PROTEGIDOS

Lo que, en último extremo, legitima la participación social es la naturaleza de los


intereses protegidos por las normas sancionadoras, que no se refieren de ordinario a
bienes individuales sino a intereses (y en su caso a bienes) colectivos, generales y
públicos. Los daños producidos en los bienes individuales están cubiertos por el ins-
tituto de la responsabilidad: el peijudicado puede reclamar directamente el importe de
los daños causados. En cambio, cuando se trata de intereses y bienes generales, lo
importante no es la indemnización del daño causado sino la evitación de que se pro-
duzca. La destrucción de los árboles de un parque urbano o la contaminación de una
playa son daños de reparación imposible ya que, aunque una Administración Pública
pueda exigir la reposición en el estado anterior, hay un factor —el tiempo— que es
irreparable. Los ancianos que se sentaban a la sombra del parque y los turistas y
deportistas que ya no pueden solazarse en la costa pierden quizás para siempre sus
posibilidades de esparcimiento o, al menos, durante unos años; y, en todo caso, les es
indiferente que una Administración haya percibido el importe de una multa.
Lo que las normas sancionadoras fundamentalmente pretenden es, por tanto, que
el daño no se produzca y para evitar ese daño hay que evitar previamente el riesgo,
que es el verdadero objetivo de la política represiva. La fabricación de productos tóxi-
cos ocasiona indudablemente pequicios individualizados a sus consumidores; pero
para su regulación no harían falta normas sancionadoras, ya que bastaría con la res-
ponsabilidad civil. El Derecho Administrativo Sancionador no surge para proteger a
los damnificados individuales sino a la salud pública, a los damnificados potenciales,
a los que podrían llegar a serlo si no se tomaran las debidas precauciones y no supie-
ra el causante la amenaza que pesa sobre la infracción. Pues bien, tal es la clave de la
inteligencia de todo el Derecho Administrativo Sancionador.
En repetidas ocasiones he puesto de relieve la debilidad comparativa de la pro-
tección de los intereses generales, recordando que, por ejemplo, la ocupación admi-
nistrativa de un metro cuadrado de propiedad particular pone en marcha el solemne y
prolijo mecanismo de la expropiación forzosa, mientras que la desaparición de un par-
INTRODUCCIÓN 41

que público o de un monumento cultural, que afecta a miles o millones de personas,


se despacha con el mero trámite de una información pública ritual. La protección de
los titulares de intereses generales y colectivos es ciertamente débil. Por un acto de fe
puede creerse que la protección que brinda la Administración Pública representativa
de tales intereses es eficaz y suficiente. Con frecuencia, sin embargo, es el lobo quien
se ha autoproclamado representante y protector de los intereses colectivos del rebaño
a juzgar por los resultados que la historia y la experiencia demuestran.
Posiblemente no existe una fórmula jurídica mejor; pero ello no justifica la mar-
ginación de los ciudadanos, en beneficio de la superestructura política estatal, en algo
que a aquéllos tan directamente importa. Por algún sitio habrá que empezar para
remediar esta situación.
Un ejemplo puede ilustrar muy bien lo que estoy diciendo. El Ordenamiento jurí-
dico impone a todos el cumplimiento de una minuciosa serie de órdenes y prohibicio-
nes, que puede desembocar en unas sanciones exigidas por la Administración Pública.
Pues bien, sucede con frecuencia que esa Administración Pública que, invocando inte-
reses generales, interviene y sanciona es la primera que no cumple y en tal supuesto
los ciudadanos afectados por esos intereses generales están inermes frente a la infrac-
ción puesto que ellos no pueden reaccionar directamente ni quien por definición los
representa va a autosancionarse. Las infracciones administrativas de la Administración
quedan siempre impunes, puesto que la Administración, por muy diligente que sea a
veces con los demás, nunca corta en su propia carne. Las obras y edificios públicos
sólo raramente respetan las normas de seguridad y para disminuidos físicos, los orga-
nismos oficiales retrasan sistemáticamente, o no pagan en absoluto, las cuotas de
Seguridad Social, las empresas públicas contaminan más que las privadas y las que no
gozan de exención fiscal defraudan habitualmente a la Hacienda, casi todos los edifi-
cios públicos están construidos sin licencia y los Ayuntamientos organizan conciertos
y verbenas cuyos ruidos superan los límites que ellos mismos han establecido.
En estas condiciones se comprende muy bien que los ciudadanos no tengan la
menor confianza en la Administración, que nieguen su colaboración a las autoridades
sancionadoras y que, por ésta y otras causas, terminen solidarizándose con los infracto-
res y no con los inspectores ni con los policías. Una actitud que, por lo demás, no es
exclusiva de ciudadanos montaraces, sino propia también de la mayor parte de los juris-
tas, y, para comprobarlo, basta asomarse a la bibliografía existente, en la que, salvo
excepciones rarísimas, siempre se defiende al infractor y no al sancionador. Los auto-
res, por vocación y por profesión (de abogados), se colocan indefectiblemente del lado
del infractor (que es el cliente) y desamparan a la Administración. Bien es verdad que
gracias a ellos se han conseguido eliminar muchos abusos de los Poderes públicos, pero
de ordinario a costa del abandono de los intereses públicos y colectivos. Por muy anti-
pático que sea el papel sancionador de la Administración, no hay que olvidar que a ella
corresponde la representación y defensa de tales intereses, que no es lícito marginar en
beneficio del infractor. Resulta sorprendente, pero el hecho es que indefectiblemente se
consideran «progresistas» las actitudes que recortan las potestades administrativas aun-
que sea a costa de los intereses públicos y generales. Por decirlo en términos delibera-
damente simplistas y con cierto resabio demagógico: los infractores poderosos no sólo
tienen abogados que los defienden, sino también autores que magnifican su posición de
víctimas; mientras que la colectividad anónima e indigente apenas encuentra quien la
defienda o escriba en atención a intereses generales que les afecta. En la actualidad no
es «progresista», y ni siquiera elegante, servir en el altar de Némesis.
Hemos llegado a un punto, en definitiva, en el que el Derecho Administrativo
Sancionador ha cambiado los papeles y en lugar de ser un instrumento para la defen-
sa de los intereses públicos y generales agredidos se ha convertido en un escudo para
42 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la defensa del agresor. La enormidad de esta transformación justifica mi insistencia


en denunciarla porque los tiempos de abusos de autoridad sin garantías individuales
no deben ser compensados con supergarantías desproporcionadas que propicien los
abusos individuales en detrimento del interés público

IV SOBRE PRINCIPIOS Y NORMAS

El Derecho Administrativo Sancionador español está montado sobre una trama de


principios generales que la Jurisprudencia y la Doctrina han ido creando sobre todo
en los últimos años. La explicación más sencilla de este fenómeno se encuentra en la
ausencia de una Ley general sancionadora e incluso de unas disposiciones positivas
coherentes aunque estuviesen dispersas a lo largo y a lo ancho del Ordenamiento
Jurídico. De esta manera, a falta de normas ha surgido la necesidad de construir un
sistema vertebrado en principios, positivizados o no. Esto resulta innegable, desde
luego, pero no menos cierto es que la moderna magnificación de los principios gene-
rales actúa con independencia de que no existan disposiciones normativas suficientes,
quizás porque hoy se entiende que ningún sistema positivo, ni siquiera codificado,
puede ser suficiente por sí mismo y que, por tanto, el Ordenamiento Jurídico precisa
inexcusablemente de principios generales estructuradores. Sea como fuere, el hecho
es que en el Derecho Administrativo Sancionador se usa de tales principios en térmi-
nos que rozan con lo abusivo y que, además, en este ámbito como en otros muchos,
se constata una profunda confusión entre normas y principios. Circunstancias que
aconsejan hacer una breve introducción clarificadora sobre el particular.

1. U s o Y A B U S O D E LOS PRINCIPIOS G E N E R A L E S D E L D E R E C H O

Reconocido es sin discusión que los principios generales del Derecho han supues-
to —y suponen— uno de los instrumentos más formidables del progreso del Derecho
y de la Justicia material, así como también uno de los remedios más eficaces contra
la inercia aplicativa y el formalismo que conllevan las normas positivas, de tal mane-
ra que con ellos pueden con facilidad los jueces mantener vivo el Derecho y conec-
tarlo con la realidad social. Más todavía: gracias a los principios generales tiene acce-
so al Ordenamiento Jurídico el sentimiento de la comunidad social liberando a aquél,
siquiera sea ocasionalmente, del secuestro que padece por parte de las clases políticas
dominantes creadoras de las normas formales.
Pero paradójicamente también constituyen una de las figuras más confusas de la
Ciencia jurídica, sobre la que no existe un mínimo acuerdo entre los autores, no obs-
tante los meritorios esfuerzos del artículo 1.4 del Código Civil. El mayor inconve-
niente, con todo, de tales principios no reside en su ambigüedad sino en el abuso de
su empleo, hasta tal punto que es constatable la tendencia a disolver en ellos las nor-
mas positivas. En la actualidad, el Ordenamiento Jurídico está formado ya no tanto
por normas concretas cómo por una red de principios generales que actúan como un
deus ex machina que simplifica la aplicación de las leyes. El resultado final puede
parecer sorprendente y provocar la repulsa de honestos juristas; pero no es lícito des-
conocerlo si es que se quiere tener valor suficiente para contemplar la realidad tal
como es: el Derecho progresa cuando renuncia a sus caracteres aparentemente esen-
ciales de claridad y previsibilidad y cuando debilita la garantía de la seguridad jurí-
dica que ofrecen sus normas positivas, para lanzarse a las turbulencias vitales y
arriesgadas de los principios generales del Derecho.
INTRODUCCIÓN 43

La Ciencia jurídica española —vigorosamente impulsada en este punto por DE


CASTRO y G A R C Í A DE E N T E R R Í A — ha acogido en los últimos años los principios gene-
rales con un entusiasmo no exento de peligros. Los Tribunales ya no deciden con fre-
cuencia por normas sino por principios cuya generalidad y flexibilidad hacen como-
disima la redacción de las sentencias, de la misma forma que los autores tejen sus
obras con ramos de principios tan ambiciosos como evanescentes. Cada principio es
corolario de otro anterior y genera, a su vez, nuevas series de ellos hasta formar gala-
xias deslumbrantes con elementos que se enlazan entre sí y procrean sin cesar, hacien-
do realidad la divertida sátira de IHERING sobre «el cielo jurídico». Por poner un solo
ejemplo, y en lo que a nuestro tema afecta, en la importante monografía de G A R B E R I
(1989, 72-76) se agrupan los principios en racimos inextricables: el «principio del
Estado de Derecho» contiene el «principio de la legalidad de las sanciones», que com-
prende, por su parte, «una serie de sub-principios (sic)»: garantía criminal, penal y
jurisdiccional. Este talante —compartido por la doctrina y que luce también en la
Jurisprudencia— se encuentra respaldado por una práctica legislativa entusiástica-
mente principialista que no se ha detenido ni ante la Constitución misma. El artículo
25 de la Constitución es, en efecto, un hervidero de principios donde, además del de
la legalidad, se encuentran el de la tipicidad y de la reserva legal, el de la prohibición
de la analogía y del bis in idem, el de la irretroactividad y, por si esto fuera poco,
«algunos principios penales». Eche el lector la cuenta y comprobará que en este artí-
culo se sale a principio por palabra y quizás por sílaba.
Y es que la Constitución se elaboró en momento de euforia principialista. Los
principios constitucionales —que en casos son autónomos y a veces parecen princi-
pios generales del Derecho simplemente constitucionalizados— empedran en núme-
ro literalmente incontable el articulado de la Constitución: sólo en el apartado prime-
ro del artículo 103 se enuncian seis y siete están garantizados de forma expresa en el
artículo 9. Si esto es así, ya no parecen exagerados los descubrimientos que ha reali-
zado G A R B E R I en el artículo 25.1, y con él la mayoría de los autores.
Nadie pregunte, por lo demás, sobre los contornos precisos de tales principios. La
doctrina es en este punto un tremedal, la Jurisprudencia se limita a utilizarlos dogmá-
ticamente y el artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial ha coronado la discu-
sión calificando la Constitución como «norma» y distinguiendo dentro de ella «pre-
ceptos» y «principios». Después de C A R D O Z O y de E S S E R creían los juristas que los
principios (principies, Grundsátze) eran unas proposiciones jurídicas de carácter
general y abstracto, que daban sentido —o «inspiraban»— a las normas (rules,
Normen) concretas y que, a falta de éstas, podían resolver directamente los conflic-
tos. Ahora, sin embargo, ya nadie puede estar seguro de eso a la vista del artículo cita-
do y de los juegos pirotécnicos que ha montado la doctrina. D E C A S T R O y G A R C Í A DE
E N T E R R Í A han terminado convirtiéndose en aprendices de brujo, cuyas admirables
construcciones han adquirido un movimiento incontrolado e imparable. Hoy todo son
principios: la irretroactividad, el non bis in idem ya no son simples reglas o normas
sino que aparecen indefectiblemente aureoladas con aquel título, con el que los auto-
res se empeñan en ennoblecer buena parte de las instituciones jurídicas.
El abuso de los principios ha degenerado en una resurrección del «método cons-
tructivo jurídico» expuesto y criticado en su día por IHERING: el junsta descubre en
una norma un determinado elemento, de él deduce otros, luego junta varios elemen-
tos y de su unión aparecen otros nuevos hasta llegar a una institución y de ella a un
sistema completo. La ventaja de este método es, conocidamente, su fertilidad: el
Derecho se expande como las galaxias del firmamento y los sistemas cierran rápida-
mente sus lagunas y cubren cuantos supuestos sean imaginables. Pero entre sus incon-
venientes se encuentran (por no insistir en la prolificidad, a la manera de las algas
44 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

marinas) el convencionalismo y la irrealidad. Así se crea un Decreto de laboratorio, a


la medida de sus autores, sin contacto con la norma donde se encontró el elemento
originario y, por supuesto, aún menos con la realidad. Para comprobar lo que se está
diciendo basta comparar el artículo 25 de la Constitución con los modernos sistemas
conceptuales del Derecho Administrativo Sancionador —prodigios de imaginación
libre— o contrastar con la realidad los resultados obtenidos con la aplicación de la red
de principios que constituyen tal Derecho.
En estas condiciones nada tiene de particular que en los recursos contencioso-
administrativos, y más aún en los constitucionales, granicen los principios que se con-
sideran vulnerados. Por citar un solo ejemplo baste recordar que en el recurso de
inconstitucionalidad 1.404/1989, resuelto por la sentencia 194/2000, de 19 de julio se
invocaron por los recurrentes nada menos que los principios de generalidad, capaci-
dad económica, igualdad, prohibición de confiscatoriedad, legalidad, justicia, seguri-
dad jurídica, interdicción de arbitrariedad y economía de mercado.

2. PRINCIPIO Y NORMA EN EL D E R E C H O ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El abuso nominal de principios generales del Derecho, tan extendido en todas las
ramas jurídicas, alcanza en el Derecho Administrativo Sancionador uno de sus
momentos culminantes. Aquí todo son principios: el de legalidad, el de reserva legal,
el de tipicidad, el de non bis idem, el de culpabilidad, el de prescripción... Y es que,
como ha dicho M U Ñ Ó Z Q U I R O G A ( 1 9 8 5 , 1 3 2 ) , «en el Derecho Administrativo
Sancionador, donde se aplican normas elaboradas en tiempos distintos y que obede-
cen a mentalidades diferentes, en las que junto a intereses generales se han defendido
intereses sectoriales, el único medio de dar cohesión al ordenamiento es la aplicación
de principios permanentes, cuya vigencia se refuerza al ser incardinados en los pre-
ceptos constitucionales». Para la doctrina dominante y para el lenguaje habitual no
parecen existir normas ni reglas concretas. Lo cual es muy peligroso o, por lo menos,
ambiguo, ya que, por decirlo con palabras de D E LA O L I V A ( 1 9 9 1 , 3 5 ) , «cuando todo
son principios o, lo que es igual, cuando se denomina principio a cualquier criterio,
aunque se refiera a un aspecto meramente accidental, resulta que ya nada es princi-
pio, lo que se traduce en una completa confusión acerca de la idea o de las pocas ideas
originarias de la institución de que se trate».
Es muy posible que esto se deba al extendido error de denominar principios a las
normas o reglas de carácter general que no están consignadas en un texto positivo.
En el Derecho Administrativo Sancionador sucede que, por ejemplo, la prohibición
de la duplicidad de sanciones por un mismo hecho no había sido formulada con
carácter general como principio sino que se encontraba especificada en varias leyes
sectoriales.
En estas condiciones vale la pena dedicar unas líneas a la precisión de las pecu-
liaridades de las normas y principios en lo que más afectan al Derecho Administrativo
Sancionador.
Una norma es completa (o perfecta) si contiene todos los elementos necesarios
para su efectividad, puesto que no se trata sólo de que sea inteligible sino que, ade-
más, ha de ser potencialmente operativa. De ordinario, no obstante, estos elementos
suelen aparecer en normas distintas y por ello se distingue tradicionalmente entre:

— las normas primarias, que son las que contienen una prescripción, es decir, la
imposición de una conducta, y cuyo destinatario es precisamente quien ha de adoptar
tal conducta;
INTRODUCCIÓN 45

— las normas secundarias establecen las consecuencias del incumplimiento de la


conducta impuesta y están dirigidas a los órganos estatales (en último extremo a los
Jueces) encargados de imponer tales consecuencias;
— las normas terciarias, en fin, establecen las reglas de procedimiento y compe-
tencia para asegurar la ejecución de las consecuencias dichas.
En ocasiones se aprueban normas perfectas que contienen todos los elementos
dichos; pero es más frecuente la cristalización de cada uno de ellos en una norma dis-
tinta.
Estas circunstancias aclaran las viejas cuestiones de si las normas jurídicas han de
ser necesariamente prescriptivas y si han de establecer las consecuencias de su incum-
plimiento. Por descontado que así ha de ser en la norma perfecta y si esto no sucede
siempre es porque se trata de normas incompletas que sólo recogen uno de sus ele-
mentos. Y más todavía: existen incluso normas incompletas que no tienen necesidad
de ser completadas por otras dado que la completud es implícita. Éste es un supuesto
muy corriente en las normas secundarias, en las que se establece la sanción por
incumplimiento de una conducta que no viene impuesta en lugar alguno. La situación
ha sido explicada muy pormenorizadamente por Alf Ross (Lógica de las normas,
1971, 89): «Si uno sabe que las leyes prescriben a los tribunales poner en prisión al
culpable de homicidio, entonces [...] uno sabe ya que está prohibido cometer homi-
cidio. Esta última norma está ya implicada en la primera, es decir, en la que va diri-
gida a los tribunales [...]. A veces quienes redactan los proyectos de ley emplean el
recurso de formular una regla jurídica como un directivo dirigido a los tribunales,
dejando que sea el ciudadano quien infiera cuál es la conducta que de él se exige. Los
códigos penales suelen estar redactados de esta manera. En ningún lugar se dice que
el homicidio esté prohibido. La prohibición de éste como de otros delitos más bien
puede inferirse de las reglas penales dirigidas al juez».
Si esto es lo normal en el Derecho Penal (ausencia de norma primaria, que se
encuentra implícita en la secundaria), en el llamado Derecho Administrativo
Sancionador es más común la situación inversa: existe la norma primaria, en la que se
enumeran cuidadosamente las obligaciones, pero no existe la norma secundaria pre-
cisa, que queda sustituida por una declaración genérica: es infracción cuanto contra-
venga lo dispuesto u ordenado en la norma primaria. Fórmula, en mi opinión, perfec-
tamente lícita y de la que me ocuparé con detenimiento en el capítulo dedicado al
mandato de tipificación.
Sentado esto, lo que a nuestro propósito interesa es que el contenido de la norma
jurídica es una prescripción concreta, o sea, una regla que ordena o prohibe relacio-
nes sociales concretas y establece los efectos jurídicos del cumplimiento o incumpli-
miento de tales regulaciones. En cuanto tal —y prescindiendo de que logre su objeti-
vo, o no— pretende ofrecer una solución única a la relación o al eventual conflicto.
En el presente libro se ha procurado manejar con el mayor cuidado posible los
conceptos de norma y principio. Para mí, la tipicidad es una norma porque expresa
una orden concreta: la de que las infracciones y las sanciones estén descritas previa-
mente en un texto. La reserva legal es una norma porque supone una orden concreta
de que las infracciones y las sanciones estén previstas en una ley. Y lo mismo sucede
con el non bis in idem porque consiste en una prohibición concreta de que unos mis-
mos hechos sean sancionados dos veces. Y así sucesivamente. Pero la legalidad, en
cambio, es un principio, dada su abstracción, del que se derivan los corolarios o nor-
mas o reglas de la tipicidad y de la reserva legal.
Como todo el Derecho Administrativo se nuclea en torno al principio de legalidad
(como, por ende, también sucede con el presente libro) permítaseme que siga insis-
tiendo sobre este punto. El artículo 25.1 de la Constitución sólo establece inequivo-
46 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

camente una regla jurídica: la prohibición de la aplicación retroactiva de las normas


sancionadoras más gravosas. Además, y con un criterio hermenéutico expansivo, tam-
bién se ha creído ver allí otras dos regías: el mandato de que las infracciones y las san-
ciones estén determinadas en una norma previa a los hechos (mandato de tipifica-
ción), así como el de que tal descripción previa sea realizada en una norma con rango
de ley (reserva legal). Con ello se agota el contenido normativo directo de este pre-
cepto, puesto que ni el intérprete más imaginativo podrá encontrar en esas breves líne-
as otras reglas jurídicas (mandatos, prohibiciones o atribución de consecuencias jurí-
dicas a hechos y actos).
Y, sin embargo, la operatividad del artículo 25 puede potenciarse todavía más
cuando en él se descubre no más reglas concretas pero sí un principio: el de legalidad.
La consagración constitucional del principio de legalidad en el artículo 25.1 de la
Constitución puede ser aceptada o no, de tal manera que es perfectamente plausible
negar su existencia. Pero, si se acepta (como es la opinión dominante actual en el
Derecho español), se entiende que tal artículo 25 hace suyas todas las normas que for-
man parte del principio de la legalidad. El artículo 25, en otras palabras, además de
establecer normas propias, se remite in totum al principio de la legalidad y a todos sus
eventuales contenidos.
Tal es la enorme virtualidad de un principio: la normación automática de todas las
reglas jurídicas que se amparan bajo su rótulo. Por así decirlo, la Constitución ha auto-
rizado la importación de un contenedor cerrado y luego, al abrirlo, van apareciendo
elementos previsibles o insospechados. Ninguna declaración expresa se había hecho,
por ejemplo, a propósito del non bis idem o de la analogía in peius o de la proporcio-
nalidad de las sanciones; pero, desde el momento en que se entiende que eso forma
parte del contenido de la legalidad, he aquí que todo se transforma en normas.
Ni que decir tiene que esta remisión, prácticamente en blanco, apareja graves ries-
gos, empezando por la facilitación del contrabando, ya que la doctrina y la jurispru-
dencia pueden introducir en ese «contenedor» cerrado los elementos más insólitos.
Esto forma parte del mecanismo y —dando por obvios sus inconvenientes— también
tiene sus ventajas: así se puede ir ampliando o reduciendo, y con el transcurso del
tiempo adaptándose a sus necesidades (o modas), el contenido de los principios, que
son por naturaleza flexibles.
La misma LPAC es un ejemplo paradigmágico del abuso que acaba de denun-
ciarse. El título IX («De la potestad sancionadora») comprende dos capítulos: el pri-
mero, rotulado «Principios de la potestad sancionadora», y el segundo, «Principios
del procedimiento sancionador». Dentro del primero se regulan el «principio de lega-
lidad», el «principio de tipicidad» y el «principio de proporcionalidad», así como la
irretroactividad, la responsabilidad y la prescripción. Desconozco por completo las
razones que han movido al legislador a calificar de principio la tipicidad y no la irre-
troactividad. En estos momentos la moda principialista está alcanzando en España el
umbral de la manía fomentada, bien es verdad, por la dialéctica entre la legislación
básica del Estado (que tiende a equipararse a «principios» aunque sea desnaturali-
zando el concepto normativo propio de esta figura) y legislación autonómica de des-
arrollo. La LPSPy con mayor propiedad, habla en su capítulo segundo de «reglas
generales sustantivas» que se corresponden con los «principios de la potestad sancio-
nadora» de la ley estatal.
Conviene insistir, no obstante, en que la jurisprudencia que ha elaborado el
Derecho Administrativo Sancionador tal como hoy lo conocemos, no se ha fijado
tanto en los principios positivizados expresamente en la LPAC como en los implíci-
tos subyacentes en la Constitución. Un dato de enorme trascendencia ya que ha sig-
nificado la constitucionalización de los rasgos esenciales de este Derecho. Un fenó-
INTRODUCCIÓN 47

meno que ha garantizado la estabilidad, deseable desde luego, pero que aquí se tra-
duce en un rigorismo peijudicial, en una congelación extremada.
Un Derecho —y más si se encuentra en su fase inicial— necesita ciertamente de
un mínimo de consistencia pero, si antes de haberse consolidado se rigoriza, arriesga
la viabilidad de su desarrollo. Aferrados los jueces del Tribunal Constitucional a los
principios constitucionales que ellos mismos habían proclamado (legalidad, reserva
legal, tipificación, culpabilidad, non bis in idem) no se percataron de que con ellos se
detenía el progreso y se apartaban de la realidad. Luego, cuando se dieron cuenta de
que así no se podía funcionar, se encontraron ante un callejón sin salida porque ya era
tarde para renunciar a su aplicación e incluso habían cenado las puertas al legislador
ordinario para que los adaptara a las circunstancias concretas. Por así decir, la enfer-
medad infantil del Derecho Administrativo Sancionador ha sido una artrosis que difi-
cultaba el movimiento normal de sus articulaciones y, por supuesto, su crecimiento.
El Tribunal Constitucional no ha querido dar su brazo a torcer, mas obligado a
encontrar una solución, ha creído ver el remedio en la fórmula de las «matizaciones,
modulaciones y flexibüizaciones»: los principios siguen siendo sagrados e intocables,
pero a la hora de su aplicación en el ámbito sancionador deben ser debidamente adap-
tados a las exigencias de la realidad administrativa. En definitiva, nos encontramos,
por tanto, con unos principios blandos o rebajados que se distancian deliberadamen-
te de la dureza característica de su formulación inicial. A lo largo del libro hemos de
tener múltiples ocasiones para comprobar cómo funcionan en la realidad estos prin-
cipios blandos del Derecho Administrativo Sancionador.

V UN DERECHO DE CREACIÓN PRETORIANA

A falta por completo de una normativa general, contando simplemente con una
legislación sectorial a veces rudimentaria y siempre inconexa, careciendo totalmente
del más mínimo tratamiento teórico y con una práctica inspirada en la tradición poli-
cial del orden público que desarrollaban arbitrariamente los gobernadores civiles y los
alcaldes, el Derecho Administrativo Sancionador nació y creció en España de la mano
de una jurisprudencia contencioso-administrativa que muy tardíamente lúe consoli-
dándose al cabo de muchos años de balbuceos y contradicciones. La Constitución de
1978 contribuyó a aclarar este proceso prestándole un respaldo solemne, aunque cier-
tamente imaginado, puesto que la Norma Fundamental se limita a reconocer la legi-
timidad de la potestad sancionadora de la Administración, de tal manera que la regu-
lación que actualmente pasa por constitucional no es más que lo que los jueces y los
autores han querido poner en boca la Constitución, sin que ésta haya dicho nunca nada
semejante. El Tribunal Constitucional recuerda a los sacerdotes de Apolo, que atri-
buían a su dios los oráculos que ellos pronunciaban libre y personalmente.
Sea como sea, el hecho es que en los repertorios jurisprudenciales se encuentra
una amplia casuística que, además de superar la imaginación teórica, enriquece el
análisis y le aproxima a la realidad. Como la corta vida académica del Derecho
Administrativo Sancionador no le ha permitido todavía conocer los innumerables
supuestos de su aplicación, tal carencia puede —y debe— suplirse con el estudio de
la jurisprudencia.
A falta de una legislación específica han sido, en efecto, los tribunales quienes,
ladrillo a ladrillo, han ido-levantando el edificio que habitamos. Con sentido común,
flexibilidad jurídica y experiencia el Tribunal Supremo ha construido artesanalmente,
sin otro apoyo dogmático que algunos préstamos del Derecho Penal, un sector ordi-
namental digno y, sobre todo, útil —incomparablemente superior a los balbuceos
48 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

legislativos de carácter general— en el que se han inspirado las legislaciones secto-


riales más brillantes, como la fiscal, de orden social y de tráfico.
Este elogio inicial de un derecho pretoriano plausible no significa desconoci-
miento de sus debilidades, algunas muy graves. Lo que primero salta a la vista es la
ausencia de un sistema. Los jueces obran bajo el principio metódico llamado de estí-
mulo-respuesta: abordan un conflicto y lo resuelven; así uno tras otro y no se les
puede exigir más. En estas condiciones, cuando no se cuenta con la referencia de un
sistema, las soluciones singulares no se vertebran debidamente y, lo que es más grave,
resultan con frecuencia contradictorias. Cada sentencia parece obra de la ocurrencia
personal de un juez, que no coincide siempre con la de su compañero de Sala, a costa
de la seguridad jurídica.
La inconsistencia sistemática y la fragilidad conceptual se pretenden compensar
—de hecho supercompensar— con una rigidez dogmática que hipoteca casi todas sus
decisiones y que desde 1981 se ha agravado aún más por obra del Tribunal
Constitucional. Los tribunales se mueven al compás de afirmaciones apriorísticas,
que ellos mismos se inventan en algún momento en forma de «principios» y a ellos
se atienen con rigor. Pero luego sucede que la realidad —por un lado la normativa y
por otro la fáctica— se niega a ajustarse a estos esquemas prefabricados forzando a
los tribunales a rectificar parcialmente sus posiciones. Se mantiene, por ejemplo, el
principio de la reserva legal, pero se admite que se aplique con «modulaciones». Este
es el juego de la prudentia iuris aunque sea al precio de asumir una incertidumbre
insalvable, puesto que las soluciones jurisprudenciales son de ordinario impredecibles
al no poderse conjeturar de antemano si el juez va a inclinarse por el principio o por
su modulación.
El jurista experimentado sabe de sobra que así se aplica el Derecho —de manera
casuística y pegada a las circunstancias del caso— aunque el teórico se sienta defrau-
dado por no encontrar suficientes criterios previsibles en una jurisprudencia carente,
además, de sistemática y que confunde los dogmas técnico-jurídicos con las proposi-
ciones a priori.
Importa subrayar este carácter pretoniano originario de nuestro Derecho
Administrativo Sancionador y esta falta de textos positivos generales —que la LPAC
sólo se atrevió a remediar parcialmente— para comprender sus vacilaciones y con-
tradicciones.
Lo inquietante del caso es que esta pretendida doctrina jurisprudencial —sin
motores legislativos que le impulsen— flota en la atmósfera como un globo a merced
de las presiones y circunstancias de cada caso concreto y, para desesperación de los
analistas, cada día afirma una proposición distinta. La jurisprudencia, al menos en
España, vive por naturaleza encadenada a un dilema de dos opciones igualmente insa-
tisfactorias. Porque si se atiene a las circunstancias de cada caso concreto, siendo
éstos siempre distintos, termina ella errática máxime cuando los juristas españoles no
saben manejar técnicamente, al estilo anglosajón, los precedentes judiciales. Y si, por
el contrario, se aferra a lo ya dicho en los precedentes y se empeña en consolidar una
doctrina fija, termina sacrificando las singularidades de los casos posteriores.
Así es como se explica la situación actual de nuestro acervo jurisprudencial: en
algunos puntos, un puñado de sentencias contradictorias no siempre debidas a la
diversidad de opiniones de sus autores sino a la diversidad de los casos resueltos; y en
ocasiones una doctrina consolidada que se corta bruscamente no siempre por un cam-
bio de criterio de los jueces sino por un cambio de circunstancias.
El consiguiente desconcierto de los juristas, sobre todo de los prácticos, es expli-
cable; pero con el concepto y uso que aquí se tiene de la jurisprudencia, no puede ésta
saltar más allá de sus propias limitaciones. La nuestra ha encontrado en la materia
INTRODUCCIÓN 49

sancionadora unos lugares comunes de los que parece estar orgullosa puesto que para
todo valen.
Por lo pronto cuenta con la «roca firme» del Derecho Penal, que le sirve como
punto de referencia. Mas luego, con objeto de adaptarse a las singularidades del
Derecho Administrativo Sancionador, proclama que la doctrina del Derecho Penal se
aplicará con matices o modalidades. Y en estos matices y modalidades está el secre-
to porque permiten adoptar las soluciones más dispares. Seguimos, por tanto, en la
misma inseguridad.
No se trata, con todo, de hacer reproches a la jurisprudencia sancionadora porque
ésta es una característica general de su naturaleza. De lo que se trata es de tomar con-
ciencia de ese carácter peculiar de las resoluciones judiciales y de no confundir su
«doctrina» con los tajantes textos del Derecho positivo legal. No hay que perder nunca
de vista que una sentencia es primariamente la solución de un conflicto individuali-
zado y que, además, la decisión judicial cuenta siempre con un componente de arbi-
trio, con un margen de discrecionalidad tan lícita como inevitable.
Así sucede en todos los tribunales de nuestro universo cultural. La singularidad espa-
ñola consiste —como acaba de apuntarse— en la fase rudimentaria en que se encuentra
el Derecho Judicial, o sea, en el manejo rutinario de la llamada doctrina jurisprudencial
y, sobre ello, en la rapidez con que se ven obligados a trabajar los jueces, abrumados por
unos retrasos descomunales y por la presión retributiva a que les somete el Consejo
General del Poder Judicial. En estas condiciones carecen de tiempo para madurar sus sen-
tencias y, aun aceptando que los fallos sean ordinariamente correctos, los fundamentos
jurídicos pecan con frecuencia de banalidad ya que tienden a suplir con los datos del
ordenador la evidente falta de tiempo y de reflexión de sus autores. De esta forma se
explican los habituales cambios de criterios así como las sentencias contradictorias. En
rigor, no es que los jueces hayan cambiado de criterio; es que, a la hora de fundamentar
un fallo intuitivamente adoptado, echan mano de la primera justificación que se les ocu-
rre —o que les proporciona la base de datos de su ordenador— sin parar mientes en que
están diciendo lo contrario que habían declarado días antes. Porque en los casos de urgen-
cia o de necesidad cualquier munición vale para rellenar un par de fundamentos jurídi-
cos. Y cuando así sucede, la doctrina jurisprudencial corre el nesgo de degradarse a un
simple vocerío que no sirve más que para confundir a los analistas.
Con lo anterior pretendo recordar una obviedad que suele olvidarse con frecuen-
cia, a saber, que ni el Derecho es un ciencia exacta donde dos y dos son cuatro por los
siglos de los siglos, ni las leyes por perfectas que sean pueden regular todos los con-
flictos reales ni, en definitiva, es posible predeterminar siempre cuál es la conducta
debida ni prever con seguridad la solución de un pleito concreto. El jurista ha de
aprender a vivir en la inseguridad y a confiar en el juez más que en las leyes porque
nunca se conocen las respuestas legales de antemano y hay que esperar a que el juez
se pronuncie. De la misma manera que el juez sabe que la ley no garantiza la certeza
y que sólo en sus propias sentencias es donde está la solución. Se tiene al Derecho
Penal como el más cierto y seguro y, aun así, nadie puede aspirar a conocer de ante-
mano las condenas o absoluciones que esperan al procesado.
En este universo de inseguridad inevitable, la función del jurista no es eliminarla
sino, mucho más modestamente, reducirla en la medida de lo posible. Las vanables y
contingencias de los casos concretos futuros son, por definición, imprevisibles. El
objetivo, entonces, es aumentar el margen de previsibilidad de las disposiciones lega-
les, pero siempre a conciencia de que todo seguirá siempre en manos del juez. Ir
pasando progresivamente, en suma, de lo imprevisible a lo previsible y, en el mejor de
los casos, a lo probable, pero no más allá dado que el Derecho no puede traspasar
nunca las puertas de lo seguro.
50 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Hay un dato, no obstante, que seria injusto silenciar: al cabo de veinticinco años
de actividad el Tribunal Constitucional ha ido superando tenazmente sus dudas y tro-
pezones hasta lograr en algunos puntos una «doctrina consolidada» contundente que
—probablemente por obra de sus competentes letrados— se ha canonizado con una
evidente fuerza didáctica. Tan es así que, en el fondo, nuestro Derecho Administrativo
Sancionador no se apoya actualmente ni en la Constitución ni en la LPAC sino en los
pilares de una serie de declaraciones del Tribunal Constitucional redactadas en forma
preceptiva rotunda como si de textos legales se tratara. De hecho, no resultaría nada
difícil elaborar un Derecho Administrativo Sancionador normativo (casi) completo
cosiendo los retasos de esta jurisprudencia, como se irá comprobando a lo largo del
presente libro. Estos resultados preceptivos contrastan con lo realizado por el Tribunal
Supremo, que también ha producido desde luego su propia doctrina pero no en tér-
minos tan estereotipados como el otro tribunal, ya que el Supremo, más apegado al
caso enjuiciado, no decide en términos tan rectilíneos y deja más margen a los titu-
beos y contradicciones que la casuística exige.
El método estandar del Tribunal Constitucional es rigurosamente lógico-formal.
Primero construye la premisa mayor, constituida por su doctrina asentada, que es
monolítica, sin fisuras, dogmática hasta la exacerbación. Algo que ya no se discute y
que hay que aceptar sin reservas: un deus ex machina capaz de resolver todos los
casos puesto que expresa un texto normativo debidamente interpretado y listo para su
aplicación inmediata. Luego viene la premisa menor, que es la cuestión debatida.
Hasta aquí el planteamiento no puede ser más sencillo, de tal manera que el lec-
tor percibe una situación de certidumbre, de seguridad jurídica, tranquilizante en
extremo. Gracias a este silogismo la decisión ha de deducirse necesariamente con la
fuerza implacable de la lógica formal.
Sensación que termina, no obstante, defraudada porque en la tercera fase del silo-
gismo, en la conexión entre las dos premisas, se desvanece la certidumbre al abrirse
al operador un abanico de posibilidades muy amplia, de las que a veces escoge una
cualquiera e imprevista absolutamente desconcertante.
Si se trata, por ejemplo, de una cuestión de reserva legal, la sentencia empieza repro-
duciendo su «doctrina asentada» sobre la exigencia de tal reserva pero flexibilizable en el
ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. Y aquí es donde aparecen las dudas que
enturbian el silogismo. Porque ¿se aplicarán tales modulaciones al caso concreto? En este
momento irrumpe el arbitrio del tribunal para darnos una sorpresa con su decisión, de tal
suerte que aunque el analista se encuentre seguro en la doctrina asentada, de poco le ser-
virá a la hora de precisar el resultado de su aplicación, que sigue siendo una adivinanza.
Independiente de la incertidumbre en la resolución de los casos concretos, lo que
queda es una construcción normativa pretoriana incomparablemente más afinada que
la legislativa. La ley no es sino un borrador, una propuesta —de ordinario ambigua,
rudimentaria e incompleta— que se hace el juez y con estos materiales los Altos
Tribunales están construyendo un edificio más inteligible y acogedor. El progreso, en
definitiva, ha sido enorme y si hoy podemos hablar de un Derecho Administrativo
Sancionador plausible es, sin duda, obra de la jurisprudencia.
Afirmación que debe entenderse en el sentido de que se han sustituido unos tex-
tos normativos legales imperfectos por otros textos judiciales algo más perfectos. Pero
unos y otros tienen la misma naturaleza, es decir, que se trata de textos dogmáticos,
cerrados, indiscutibles, que dan a nuestra jurisprudencia un sabor algo acartonado y
rígido, olvidando que el juez no trabaja con materiales lógicos, académicos, sino con
fragmentos singulares e irrepetibles de vidas y personas sociales sociales y políticas.
Pero como este no es un libro de Derecho Judicial o del arte de hacer sentencias
(y a mi Arbitrio judicial me remito) baste — y ya es muy importante— con dejar aquí
INTRODUCCIÓN 51

sentado que el Derecho Administrativo con que contamos es fundamentalmente de


creación pretoriana, que su calidad es muy superior a la de los textos legales y que,
no obstante su mayor refinamiento, sigue planteando tantas dudas como casos con-
flictivos. Algo obvio, por lo demás, pero que a veces olvidan —o lamentan— quienes
sueñan con un Derecho de aplicación poco menos que automática y de resultados
seguros. Los libros de Derecho no están para resolver dudas sino para ayudar a los
lectores a resolverlas por su propia cuenta.
La formación pretoriana del Derecho es quizás el camino más adecuado para la
realización de la Justicia y la Ley; pero en España —y a diferencia de lo que sucedía
en el período romano clásico— termina provocando disfunciones irremediables al
pretender garantizar lo que se ha hecho primero por vía singular.
Desde P O P P E R sabemos que no se puede saltar con seguridad de lo singular a lo
general y que el método inductivo es una inequívoca falacia lógica. Pues bien, con la
lógica deóntica sucede exactamente lo mismo. Cuando el juez resuelve un conflicto
concreto anuda en su decisión las previsiones abstractas de la norma con las circuns-
tancias reales del caso: y esta conexión es lo que garantiza la justicia. El error viene
cuando se quiere pasar de lo singular a lo general por la sencilla razón de que en lo
general hay que abstraer —hay que prescindir de— las circunstancias concretas y el
resultado ya no se parece a su formulación originaria. La norma general es un espejo
desenfocado que refleja una caricatura de lo real.
En el ámbito sancionador es muy frecuente que el juez tenga que habérselas con una
conducta autoritaria y negligente de la Administración, que ha castigado a un individuo
sin probar su autoría o sin darle posibilidades de defensa. La inevitable reacción del juez
es, entonces, la de magnificar las garantías formales para anular la sanción. Esta es, sin
duda, la solución correcta. Pero cuando sobre la base de tal decisión se elabora luego
una norma abstracta que refleja la magnificación de la garantía, se produce una falacia
porque más adelante, cuando se pretende aplicar la norma general a un caso singular
distinto de aquél de donde procede la norma, el resultado es insatisfactorio.
En otros supuestos se encuentra el juez con un infractor que, abusando de las
garantías formales, oculta su autoría y deja indefensa a la Administración porque en
las circunstancias del caso no puede realizar pruebas suficientes (una infracción en
descampado y sin testigos, por ejemplo). La probable reacción del juez será entonces
la de subvalorar las garantías formales para poder confirmar la sanción.
Así es como aparecen las sentencias llamadas contradictorias y, lo que es peor, las
«doctrinas» auténticamente contradictorias. Las dos sentencias que acaban de imagi-
narse son correctas y no deben reputarse contradictorias porque se refieren a casos
distintos: cada una de ellas es justa en su individualidad. Las dos doctrinas que de
ellas quieran deducirse sí que son, en cambio, auténticamente contradictorias porque,
en su abstracción, son potencialmente aplicables a todos los casos y a cualquier caso.
Por otra parte, desde el punto de vista de los abogados, ésta es una situación cómoda
puesto que, de cualquier lado de la barrera que estén, siempre encontrarán una línea
jurisprudencial que apoye sus pretensiones.
Para remediar tal catástrofe el Tribunal Constitucional ha encontrado la ingeniosa
fórmula de las «matizaciones»: con ellas quedan salvadas las garantías formales, pero
se deja abierta la puerta a una aplicación flexible. En el fondo es la negación de los
principios y la devolución al juez de la última potestad de resolver los conflictos con-
cretos. La ley y la doctrina son —según se ha repetido— una oferta que se hace al
juez para que éste la use a su arbitrio de acuerdo con las peculiariedades del caso con-
creto que es el único que las conoce. Hemos vuelto, pues, al punto de partida aunque
ciertamente con una ventaja añadida , y no pequeña. Porque la flexibihzación de los
principios no llega a su eliminación. El juez puede moldearlos, mas no desconocerlos
52 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

por completo. Los principios operan en último extremo como un límite; a partir de él
todo lo demás queda en manos de la prudencia del juez.
Es comprensible, con todo, que para algunos juristas este sistema resulte inadmi-
sible en cuanto que con él se pierde la seguridad jurídica. Lo cual es cierto, pero tal
seguridad no sólo es una utopía sino una utopía indeseable. Vivimos en unos tiempos
en que ya se ha desencantado el sueño de la ley omnisciente que todo lo prevé. Si hay
que confiar en alguien o en algo ya no podemos confiar ni en la ley ni en la doctrina
jurisprudencial, habrá que hacerlo en el juez asumiendo todos los riesgos y defectos
que ello inevitablemente supone.

VI. SISTEMA DE CITAS

Séame permitido ahora explicar el sistema de citas que se sigue en este libro: que
es el dominante hoy en la bibliografía social, pero que, como todavía no es habitual
en el Derecho Administrativo, quizás no resulte del todo inútil su recordatorio.
Al final de la obra aparece un índice bibliográfico de libros y artículos citados, en
el que se referencian, entre otros datos, el primer apellido del autor y la fecha de su
publicación. Pues bien, las citas se hacen en el texto (no en nota de pie de página) y
constan del nombre del autor, la fecha de publicación (que identifican el trabajo cita-
do) y las páginas concretas, en su caso (de lo que se prescinde si la referencia es gené-
rica o se trata de un artículo muy breve). Esto por lo que atañe a obras jurídicas y
monografías. Porque, si se trata de obras no jurídicas ocasionalmente manejadas u
obras generales (como cursos y manuales didácticos), entonces se ha preferido no
incluirlas en el índice, para hacerle más transparente, y citar en el texto la obra com-
pleta. Cuando se trata de publicaciones colectivas, la obra se identifica por el director
(el «editor» en sentido anglosajón), que es quien aparece en el índice, aunque citan-
do también, como es lógico y en primer término, al autor del fragmento utilizado.
Tratándose de obras de envergadura excepcional y enorme pluralidad de autores, se
citan siguiendo las instrucciones que en la propia obra suelen ciarse.
En cuanto a la Jurisprudencia, si se trata de una Sentencia del Tribunal Supremo
(STS), se cita por la fecha con la precisión de la Sala y sección, a la que se añade la
referencia de Aranzadi y, si es posible, el nombre del ponente. En la actualidad, y ante
la avalancha de sentencias que se pronuncian en la misma fecha, éste es el único sis-
tema seguro de identificarlas (aparte, naturalmente, de la ventaja de personalizar al
magistrado autor material de su redacción) y de evitar errores en la cita. Espero que
en este libro, aun siendo inevitables, se hayan deslizado los menores errores posibles.
De no tomar estas precauciones, las citas jurisprudenciales resultan ya muy poco fia-
bles, tanto por la dificultad de encontrar el texto original como por las probabilidades
de errores y erratas.
Las leyes y reglamentos se citan por su fecha y, en su caso, por su número y nom-
bre oficial, para el que ocasionalmente se utiliza una abreviatura, que se hace constar
de manera expresa en el texto. La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común, se abrevia aquí en LPAC, y el Reglamento del procedimiento para el ejerci-
cio de la potestad sancionadora, aprobado por el Real Decreto 1398/1993, de 4 de
agosto, se denomina REPEPOS. Con la LPSPV se hace referencia a la ley 2/1998, de
20 de febrero, de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la
Comunidad Autónoma del País Vasco.
Las transcripciones literales van obviamente entrecomilladas y, si su extensión lo
justifica, se imprimen en tipografía más reducida y a línea sangrada.
C A P Í T U L O II

LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX

SUMARIO: I . El precedente de las sanciones de policía del siglo XVIII.—II. Los textos normativos. 1.
Etapa constitucional de la época femandina. 2. Los comienzos del constitucionalismo. 3. La época mode-
rada. 4. El final del reinado de Isabel II. 5. La Restauración.—III. Administración y Jurisdicción. 1.
Causas del problema. 2. Reglas para la solución. 3. Una jurisprudencia contradictoria. 4. La «conducta»
de los fiscales municipales.—IV Régimen jurídico. 1. Principio de normatividad. 2. Procedimiento. 3.
Pago de la multa. 4. Impugnación.—V Responsabilidad personal. 1. El discutido requisito de la autori-
zación previa. 2. Funcionamiento real.

Sabido es —y a lo largo de este libro habrá suficientes ocasiones de comprobar-


lo— que durante el siglo XIX siguieron los distintos países europeos vías muy diver-
sas a la hora de regular la potestad sancionadora de sus Administraciones Públicas.
Esta diversidad de regímenes, que tanto contrasta con la homogeneidad cultural y
jurídica del siglo X V I I I (puesta de relieve ya por N I E T O , Estudios históricos sobre
Administración y Derecho Administrativo, 1986, 67 ss.), se debe a la distinta recep-
ción e interpretación del principio de separación de poderes que en cada país tuvo
lugar. De esta manera en Francia y Alemania, por ejemplo, se procedió a una radical
jurisdiccionalización de la potestad sancionadora en cuanto que su ejercicio fue enco-
mendado, con ligerísimas excepciones, a los Tribunales, mientras que en otros países,
como Suiza, Austria y España, el mismo principio de la separación constitucional de
poderes en modo alguno impidió a la Administración ser titular de una potestad san-
cionadora propia, que incluso, y aunque fuera excepcionalmente, podía ejercer casi
con absoluta impunidad. De todo ello me ocuparé con detalle más adelante, así como
de los modernos procesos de «despenalización» y «repenalización» (cfr. L O Z A N O ,
1990, 393 ss.), que han desembocado, curiosamente, en una situación muy similar en
toda Europa, en cuanto que lo que hoy importa no es la existencia de una potestad
administrativa sancionadora separada, o no, de la penal sino el alcance de la misma,
es decir, su sumisión a principios más o menos equivalentes a los que ngen en el
Derecho Penal.
Pero no adelantemos los acontecimientos porque lo que en este momento interesa
es describir con precisión el sistema administrativo sancionador español del siglo XIX,
al que va a dedicarse todo este capítulo, sin perjuicio de que en el primer epígrafe se
haga una breve referencia al origen de esta potestad sancionadora de la Administración,
que tiene lugar en el siglo XVIII y que sobrevive —al menos en España— a los obs-
táculos del principio constitucional revolucionario de la separación de poderes.

I. EL PRECEDENTE DE LAS SANCIONES DE POLICÍA DEL SIGLO XVIII

Aunque hoy es común (como se comprobará más adelante) que los autores recha-
cen la tesis de que las sanciones administrativas sean consecuencia del ejercicio de la

[53]
54 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

potestad de policía, es indudable que en su origen tales sanciones de esta potestad se


derivaban.
Desde siempre, todas las órdenes y prohibiciones establecidas en las normas van
acompañadas por lo común de la amenaza de una sanción que con frecuencia es
expresa. Ahora bien, estas sanciones no pueden equipararse a las que hoy denomi-
namos administrativas puesto que de ordinario eran impuestas por los Jueces y
Tribunales. Ésta era, desde luego, la situación española como puede constatarse sin
más trabajo que repasar la Novísima Recopilación, en cuyas leyes se advierte que
las sanciones en ellas previstas serán impuestas por las «Justicias». Hasta el siglo
XVIII no resulta correcto, por tanto, hablar de sanciones administrativas aunque
sólo sea por la conocida circunstancia de que, no habiendo separación de poderes,
los mismos órganos, de naturaleza sustancialmente judicial, aplican toda clase de
sanciones. El órgano sancionador no sirve, en consecuencia, para definir lo que es
Administración o lo que son Tribunales —aunque bien es verdad que el mismo
órgano puede actuar con procedimientos distintos que sí tienen carácter diferencia-
dor—; pero la terminología de la época es inequívoca a la hora de calificar tales
órganos como Tribunales («Justicias») independientemente de que en ocasiones
estén actuando con procedimientos y sobre materias administrativas.
A mediados del siglo xviu, con todo, tiene lugar un acontecimiento trascendental
a nuestros efectos, a saber, que por excepción empieza a encomendarse a determina-
dos órganos inequívocamente no judiciales la represión directa de las desobediencias
e infracciones sin necesidad de acudir a las Justicias: y esto sucede cabalmente dentro
del ámbito de la Policía. A tal propósito valga el testimonio contundente e irrecusable
de un autor contemporáneo, Dou y B A S S O L S (Elementos de Derecho público interno,
1801, 341): «En muchas partes, o por lo menos en España, para el cuidado de la poli-
cía no hay magistrados particulares o propios; pero algunos de los que ya están por otra
parte destinados a la administración dé justicia y empleos públicos le tienen encarga-
do, especialmente los magistrados ordinarios, facilitándose con la reunión de jurisdic-
ción ordinaria la ejecución de cuanto pertenece a la policía, que no seria tan asequible
por medio de personas distintas a causa de los embarazos que suele haber entre distin-
tas jurisdicciones. Sólo en algunas poblaciones muy grandes como en las Cortes suele
haber superintendente de policía con este único y principal cuidado. También lo hay en
Madrid, habiéndose creado este empleo con Real Decreto de 12 de marzo de 1782: su
jurisdicción es meramente económica, gubernativa y ejecutiva, como son las leyes y
los bandos de policía, y acumulativa con la de otras jurisdicciones ordinarias. En todas
partes suelen las personas, a quienes se confia el cuidado de la policía, tener limitada
sus facultades y procedimientos económicos y gubernativos, dejándose para otros
magistrados el conocer y decidir de los mismos asuntos cuando sean contenciosos».
Para ilustrar esta observación general, veamos ahora algunas de las normas más
significativas de la época. Así, el Real Decreto de 17 de marzo de 1782 (inserto en
Cédula del Consejo del día 30):

Se crea una superintendencia general de policía para velar en la ejecución de las leyes,
autos acordados, bandos, decretos y demás providencias tocando a la policía material y for-
mal, corrigiendo y multando a los contraventores [. ..] y que estas facultades y jurisdicción del
superintendente fuese por vía económica, gubernativa y ejecutiva, como son todas las leyes y
bandos de policía, sin apelación o recurso [...] y en los casos en que de los procedimientos
resultase descubrirse algún delito, peijuicio de tercero, o motivo de formal instancia judicial,
cuidaría el superintendente de remitirlo todo al juez correspondiente.

El verdadero origen de esta autonomía de las autoridades de policía, que les per-
mitían exigir multas sin acudir a los Jueces y Tribunales, se encuentra en la creación
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 55

de los Alcaldes de barrio que se establecieron en las ciudades importantes. Tal es el


caso de la Instrucción de 21 de octubre de 1768 (Novísima Recopilación, Ley X,
Título XXI, Libro III), en cuyo artículo 12 se dispone que «han de velar en que los
vecinos cumplan los bandos de policía tocantes al alumbrado y limpieza, exigiendo
las multas que previene la Ordenanza, con la aplicación que se les da en ella; para
cuyo caso tendrán jurisdicción económica y preventiva con los regidores».
Disposición que se repite para los variados ramos de su competencia, como en el
artículo 14: «También cuidarán de la limpieza y buen orden de las fuentes y empe-
drados, penando a los contraventores con arreglo a los bandos y órdenes publicadas
en estos asuntos».
A partir de este momento los testimonios podrían multiplicarse; pero, dada su
contundencia, parece inútil insistir en ello y baste con una simple referencia a la
progresiva diferenciación orgánica de los empleados de policía. Así, en 1765 se
crea un director de policía de iluminación y en 1800 (bando de 16 de septiembre)
un visitador general de policía, teniente y celadores, aludidos en dicho bando con
los siguientes términos: «Los sujetos encargados de celar en exacto cumplimiento
de lo que va prevenido y mandado son el visitador general de policía, su teniente,
los celadores de la misma comisión, todos los ministros del Juzgado del
Corregidor y los alcaldes de barrios en sus respectivos departamentos, quienes exi-
girán de los contraventores, sin excepción alguna, las multas que van impuestas
[...] para invertir estos productos en beneficio de la misma limpieza que tan creci-
dos gastos ocasiona a los fondos públicos; y si se hallase en la exacción de dichas
multas alguna resistencia imprudente o malos tratamientos, como alguna vez suele
acontecer con los infractores de los bandos de policía, darán parte de todo al
Corregidor por escrito».
Cuanto acaba de decirse es muy sugestivo y desde luego aparatoso, mas no debe-
mos dejarnos deslumhrar por lo que no era más que una simple excepción (primero
en la capital del reino y luego en algunas grandes ciudades) de un régimen general
que conservaba el viejo modelo conforme al cual en las villas y pueblos castellanos
la represión correspondía a los alcaldes —jueces o «Justicias» y al tiempo cabezas del
concejo local que era su órgano político administrativo— quienes actuaban, según la
naturaleza de las causas, con o sin «estrépito judicial», es decir, con arreglo a un pro-
cedimiento judicial o meramente gubernativo.
En el libro de Carmen y Alejandro N I E T O (Tariego de Rtopisuerga: 1751-1799),
la vista de los archivos judiciales de una villa castellana del siglo xvm, hemos podi-
do identificar todas las medidas represoras desarrolladas por los alcaldes asi como
los procedimientos tramitados al efecto y las medidas adoptadas para garantizar su
efectividad. Las complejas relaciones que a tal propósito surgían entre alcaldes,
concejos, corregidores, adelantados y, sobre todo, Reales Audiencias y
Chancillerías se han explicado con detalle por Alejandro N I E T O en Gobierno y
Justicia en las postrimerías del Antiguo Régimen (Cuadernos de Histona del
Derecho, n.os 198-202, 2004). , .
En cualquier caso este examen casuístico —y archivistico— de la practica admi-
nistrativa y judicial ha despejado buena parte de las dudas tradicionales de la espe-
culación teórica anterior. Al no existir todavía la codificación penal, era contusa la
distinción entre lo que hoy llamamos delitos e infracciones administrativas; pero esto
no producía perturbaciones de competencias (como sucedería en la actualidad) ya
que, según se ha repetido, los alcaldes actuaban en ambos tipos de causas y, ademas,
de una manera muy fluida al no ser riguroso el principio de la tipicidad legal.
Tal era la situación en España en las vísperas del siglo xix o, mejor todavía, en
las de la recepción de los principios de la revolución francesa. El postenor adveni-
56 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

miento de la separación de poderes cambiaría luego el panorama dado que, a partir


de entonces, los Tribunales abandonan sus antiguas funciones acumuladas de admi-
nistración para concentrarse exclusivamente en las jurisdiccionales, con lo cual se
plantea un dilema que había de ser resuelto con alguna de las siguientes opciones: o
bien eliminando los brotes de sanciones administrativas, que ya conocemos, para
encomendar la represión exclusivamente a los Tribunales (modelo del Antiguo
Régimen, que se acepta en Francia y Alemania) o bien se insiste en la autonomía de
las sanciones administrativas, generalizándose la fórmula antes excepcional, de
carácter policial. Dilema que, a su vez, depende de otro anterior: el encajar la activi-
dad sancionadora dentro de la función ejecutiva o de la judicial. Ambas opciones
eran teóricamente plausibles y verificadas en la práctica, puesto que en ocasiones
sancionaban órganos administrativos de policía y a veces lo realizaban los
Tribunales. Por tanto, el inclinarse por una u otra opción era cuestión de voluntaris-
mo o ideología, y de aquí la variedad de soluciones que fueron adoptándose. Como
es sabido y tal y como se desarrollará con pormenor inmediatamente, esta segunda
opción es la que se sigue en España, donde se da una curiosa interpretación al prin-
cipio de la separación de poderes. Entre nosotros, en efecto, no se entiende este prin-
cipio como una prohibición a las autoridades administrativas para que intervengan
en los asuntos judiciales sino también —y con más énfasis todavía— como una pro-
hibición a los jueces de que intervengan en los asuntos administrativos. Con la con-
secuencia, en esta segunda vertiente, de que, una vez declarada una cuestión como
administrativa, se crea un círculo de inmunidad inasequible a la intervención de los
Tribunales.
Esto es lo que sucede concretamente con las sanciones administrativas, sin per-
juicio de que en la realidad la situación fuera mucho más complicada de la que
esquemáticamente acaba de ser descrita, puesto que no resulta siempre fácil deli-
mitar en punto a sanciones e infracciones lo que es penal y lo que es administrati-
vo; de la misma manera que tampoco fue de hecho rigurosa la inmunidad de las
autoridades administrativas. Pero todo ello será estudiado con detenimiento más
adelante, ya que aquí lo único que importaba era determinar dónde se encuentran
los orígenes de la potestad sancionadora de la Administración. Unos orígenes que
no es lícito desconocer, y de los que tampoco es honesto renegar, como hoy suelen
hacer —con sospechosa vehemencia— quienes niegan cualquier relación entre la
actividad de policía y las sanciones administrativas. Es claro que en el tiempo evo-
lucionan sustancialmente las instituciones jurídicas; pero siempre queda un fondo
genético inmutable que a la Historia corresponde desvelar, gusten o no gusten sus
constataciones.

II. LOS TEXTOS NORMATIVOS

Entrando ya en el contenido central del capítulo y por muy árido que sea, resul-
ta inevitable empezar transcribiendo aquí los textos más importantes de una evolu-
ción normativa que, a lo largo de un siglo, ofrece diferencias notables dentro de un
mismo denominador común. A la vista de tales textos podrá comprenderse fácil-
mente la dificultad de hablar, por ejemplo, del «régimen sancionador del siglo xix»,
puesto que cada momento histórico de él ofrece peculiaridades muy sustanciales. Lo
cual no obsta, sin embargo, a la identificación de un sistema racional expresado ini-
cialmente de una forma quizás balbuceante, pero que con el transcurso de los años
se va afirmando cada vez con mayor precisión. E incluso podría afirmarse que los
«balbuceos» iniciales no son consecuencia de una idea imprecisa del régimen san-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 57

donador sino, más bien, el resultado de un condicionamiento impuesto por la orga-


nización estatal de los poderes judicial y ejecutivo. Porque es el caso que las potes-
tades represoras del Estado no se han ejercido nunca a través de compartimentos
estancos (los Tribunales y la Administración) sino que se han ido distribuyendo entre
los órganos estatales de acuerdo con la estructura del Estado propia de cada período.
En este campo se tiene la sensación, en efecto, de que primero ha existido el órgano
que la función. O en otras palabras: el legislador no ha creado órganos para que ejer-
zan las funciones sancionadoras sino que, al contrario, ha ido atribuyendo éstas a los
órganos ya existentes. Y de aquí precisamente la dependencia del régimen sanciona-
dor respecto de la organización estatal previa, a cuya evolución ha tenido que irse
adaptando.
En el presente epígrafe va a constatarse la certeza de la anterior proposición úni-
camente en lo que se refiere al siglo xtx. Ahora bien, sus consecuencias son fácil-
mente generalizables y, si se tuvieran en cuenta, podrían contribuir en no pequeña
medida a disipar el falso problema de la diversidad o de la identidad ontológica de los
ilícitos administrativos y penales.
La segunda y más importante lección que nos enseña el Derecho Administrativo
Sancionador del siglo XIX es el aplastante predominio, cualitativo y cuantitativo, de
las actividades represoras de las Corporaciones locales. El Estado decimonónico no
puede contemplarse con los ojos actuales puesto que sus estructuras eran completa-
mente diferentes a las de hoy. Las que actualmente se consideran actividades públicas
se desarrollan fundamentalmente por la Administración del Estado o Estado en senti-
do estricto (al menos hasta la emergencia de las Comunidades Autónomas y de la
eclosión de las entidades y empresas paraestatales) mientras que las Entidades loca-
les ocupan una posición complementaria, casi marginal, en cuanto que centrada sobre
intereses específicos. En el siglo pasado, por el contrario, el gran bloque de las acti-
vidades públicas —prescindiendo naturalmente de las relaciones internacionales,
Hacienda, Justicia, Guerra y Marina— correspondía a las Corporaciones locales,
puesto que la Administración interior del Estado era completamente raquítica. Por así
decirlo, quienes administraban eran los Alcaldes y Ayuntamientos —y también quie-
nes legislaban a través de sus Ordenanzas— de tal manera que el Estado, muy inteli-
gentemente por cierto, no se preocupaba tanto de administrar directamente como de
controlar a los órganos municipales a través de los Gobernadores civiles y, en su caso,
de las nuevas, e inicialmente ambiguas, Diputaciones provinciales. Por todo ello, y en
lógica consecuencia, también eran los Alcaldes quienes en primer término —muy
delante de los Gobernadores civiles y, más todavía, de los Secretarios de Estado o
Ministros— sancionaban.
Vistas así las cosas, es claro que la problemática punitiva del siglo xix exige
unos planteamientos muy distintos de los actuales; y de aquí cabalmente el interés
de su estudio para percatarse de los datos diferenciales y de los datos comunes de
ambas épocas. El Derecho Administrativo Sancionador contemporáneo está nuclea-
do en torno al principio de legalidad que asegura que sea uno el Poder que estable-
ce las infracciones y previene las sanciones y otro distinto el que declara la exis-
tencia de las primeras e impone las segundas en concreto. En el Decreto
Administrativo Sancionador decimonónico, en cambio, la inmensa mayoría de las
infracciones aparecen tipificadas en simples Ordenanzas municipales y en
Reglamentos especiales. El principio de legalidad (si es que queremos emplear esta
terminología y concepto) tenía un significado y contenido completamente distintos
a los de hoy, dado que no implicaba la exigencia de una tipificación legal de infrac-
ciones y sanciones sino, mucho más sencillamente, el reconocimiento legal de la
potestad sancionadora en favor de las Corporaciones locales. En su consecuencia,
58 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

el sistema legal era, desde esta perspectiva, muy simple, ya que se limitaba a ese
reconocimiento expreso de la potestad sancionadora —recogido en las leyes loca-
les— así como al establecimiento complementario de unos topes sancionadores que
se graduaban en razón al tamaño de las poblaciones. De acuerdo con tal potestad,
cada Ayuntamiento tipificaba luego en sus Ordenanzas las infracciones concretas y,
en fin, llegado el momento el Alcalde constataba las infracciones que se van come-
tiendo y las sancionaba.
Este sistema, predestinado a una vida muy larga, aparece en los mismos orígenes
del régimen constitucional, puesto que se establece en la Ley de Cortes de 3 de febre-
ro de 1823, sobre el gobierno político-administrativo de las provincias, derogada
inmediatamente después por la restauración femandina y restablecida por los progre-
sistas en 15 de octubre de 1836. Sus textos no pueden ser a tal propósito más termi-
nantes:
Art. 80. Los Ayuntamientos tienen la facultad de imponer multas proporcionadas que no
pasen de quinientos reales en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por
culpas y delitos por los cuales se deba formar causa por tener una pena señalada terminante-
mente en el Código penal

Art. 207. Los Alcaldes están autorizados para ejecutar gubernativamente las penas
impuestas por las leyes de policía y bandos de buen gobierno y para imponer y exigir multas
que no pasen de quinientos reales a los que los desobedezcan o les falten el respeto y a los que
turben el orden y el sosiego público.

Si la primera cuestión del Derecho Administrativo Sancionador es la de la legali-


dad, la segunda es, desde luego, la de las relaciones entre la Administración represo-
ra y los Jueces. Tal como veremos inmediatamente, algunos autores actuales han
manifestado su sorpresa y escándalo por la circunstancia de que durante el siglo XIX
la represión estuviera fundamentalmente en manos de la Administración y no de los
jueces (como, a su juicio, hubiera tenido que ser). Pero entonces se veían las cosas de
otra manera y, para empezar, no había lugar a escándalo dado que en aquella época
los Alcaldes eran también jueces. Además, y por otro lado, los sucesivos Códigos
penales se encargaban, sin excepción, de establecer límites complementarios —desde
la perspectiva de la legislación penal, claro es— a las Ordenanzas y Reglamentos
represores, de tal manera que así quedaba la potestad sancionadora de los Entes loca-
les envuelta en una tenaza de seguridad, uno de cuyos brazos era la legislación local
y el otro, el Código Penal. Y, en fin, como última medida de seguridad existía un
mecanismo de exigencia de responsabilidad personal de los Alcaldes sancionadores,
con el que se cierra un sistema que era, desde luego, más sencillo que el actual pero
no menos garantista ni eficaz.
Como todos estos rangos no son suficientemente conocidos, me ha parecido inte-
resante hacer una descripción y análisis de ellos a título preliminar y de manera breve
con objeto de no desequilibrar el contenido del libro.

1. ETAPA CONSTITUCIONAL DE LA ÉPOCA F E R N A N D I N A

De acuerdo con los presupuestos metodológicos que se han fijado para este
libro (y salvada la breve alusión del epígrafe precedente), no voy a ocuparme del
Derecho Administrativo Sancionador del Antiguo Régimen y, por tanto, cae fuera
de él la época absolutista de Fernando VII. No obstante, conviene recoger lo que en
este reinado sucedió durante su etapa constitucional, singularmente interesante a
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 59

nuestros efectos por cuanto que en ella se encuentra el grano de todo el sistema pos-
terior.
La Constitución de 1812 fue, en este punto como en tantos otros, excesivamente
radical y por tanto inviable. Confiando ciegamente en las bondades del Poder Judicial,
llegó a prohibir al Rey (es decir, al Poder Ejecutivo) el privar «a ningún individuo de
su libertad ni imponerle por sí pena alguna» (art. 172). De acuerdo con este esquema
riguroso y tal como ha señalado P A R A D A (1972, 68-69), lo que hoy se consideran fun-
ciones represoras no penales estaban encomendadas sin excepciones a los Jueces.
Este radicalismo, sin embargo, suponía el fracaso del sistema, su inviabilidad
práctica, porque implicaba o bien un raquitismo de las funciones sancionadoras no
penales o bien una hipertrofia de los órganos judiciales. Y como resultaba imposible
adecuar las magnitudes de los órganos judiciales a las funciones represoras genéricas,
hubo que acudir inmediatamente a la atribución de facultades sancionadoras a órga-
nos no judiciales, aunque fuera a costa de romper la pureza del sistema constitucional
originario.
Esto es lo que sucede ya en el Decreto de 23 de junio de 1813, en cuyo capítulo
III, artículo 1, se permite al Jefe político (órgano del Ejecutivo y no del Judicial) no
sólo ejecutar gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y buen
gobierno sino también «imponer y exigir multas a los que le desobedezcan o falten el
respeto, y a los que turben el orden o el sosiego público».
Años más tarde, en el trienio liberal, el Código Penal de 1822 sienta desde su pro-
pia vertiente las líneas maestras del sistema al establecer por un lado, en su artícu-
lo 135 que

son culpas o delitos públicos: [...] 3." todas las contravenciones a los reglamentos generales,
de policía y sanidad, siempre que cedan en peijuicio del público.

Y precisando luego, más adelante, en su artículo 138 que

las culpas y los delitos no comprendidos en este Código que se cometan contia los regla-
mentos u ordenanzas particulares que rigen en algunos ramos de la Administración Pública
serán juzgados y castigados respectivamente con arreglo a las mismas ordenanzas y regla-
mentos.

P A R A D A (ob. cit., 70) ha entendido aquí que este precepto no hace previsión
alguna sobre las potestades sancionadoras de la Administración; pero sus agudos
razonamientos no son convincentes y, sobre todo, aparecen desmentidos por el
resto del Ordenamiento Jurídico. En mi opinión, y en contra de la de este autor,
el Código Penal no se está remitiendo a las jurisdicciones militar y eclesiástica (ni
tampoco recibiendo literal y torpemente un precepto del Derecho francés) sino a
lo que clarísimamente se remite es a las normas ya existentes o futuras que atri-
buían potestades sancionadoras a las Autoridades administrativas. Esto ya suce-
día, como acabamos de ver, en el Decreto de 1813 y se reitera con mayor porme-
nor en la Instrucción de 3 de febrero de 1823 para el gobierno economico-politi-
co de las provincias, en cuyo artículo 80 se declara que «los Ayuntamientos tie-
nen la facultad de imponer multas proporcionadas que no pasen de quinientos rea-
les en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por culpas y
delitos por los cuales se debe formar causa por tener una pena señalada termi-
nantemente en el Código Penal» (lo que luego se concreta mas todavía, para los
Alcaldes específicamente, en el art. 207). Y, en cuanto al Jefe político, el articu-
lo 239 declara que
60 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

no sólo podrá hacer efectivas gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y
bandos de buen gobierno, sino que tendrá facultad para imponer y exigir multas que no pasen
de mil reales a los que le desobedezcan o le falten el respeto y a los que turben el orden o el
sosiego público, no cometiendo culpas y delitos sobre los cuales se deba formar causa, por
tener una pena señalada terminantemente en el Código Penal.

En la Decisión del Consejo de Estado, denegatoria de autorización para procesar,


de 6 de enero de 1860, aparecen otros testimonios contundentes:
Vista la Real Cédula de 10 de diciembre de 1828 y Real Orden de 4 enero de 1846, por
cuyas disposiciones se confiere a las autoridades administrativas y a los Gobernadores de pro-
vincia la facultad de reprimir y castigar gubernativamente las infracciones que se cometan
relativas a las leyes sobre el ejercicio del arte de curar, determinando que sólo cuando la multa
que debiera imponerse exceda de mil reales o en caso de reincidencia deberá pasarse el tanto
de culpa a los Tribunales ordinarios para la formación de causa contra los infractores.

La represión judicial de las infracciones fue, en definitiva, un sueño ingenuo de


las Cortes de Cádiz que nunca llegó a ser realidad. Tal como ha expuesto F O N T I
L L O V E T (1993), estas ilusiones todavía encontraban defensores durante los años trein-
ta en personalidades tan eminentes como SILVELA y O L I V A N ; pero se trata de mani-
festaciones aisladas, tan bien intencionadas como anacrónicas, puesto que el curso
político y normativo se había decidido inequívocamente —y para siempre— por la
solución represora administrativa.
De esta manera nos encontramos con un sistema legal (no rigurosamente cons-
titucional) montado sobre las siguientes bases: unos Jueces con facultades sancio-
nadoras para las faltas tipificadas en el Código Penal y que han de obrar de acuer-
do con un procedimiento formal; y unas autoridades administrativas, Alcaldes y
Jefes políticos, con facultades sancionadoras hasta una cierta cuantía para las fal-
tas tipificadas en los reglamentos generales y locales, que pueden proceder sin
atenerse a las reglas del procedimiento judicial formal. Y todo ello con una adver-
tencia final: la posición de los Alcaldes es muy curiosa puesto que ejercitan al
tiempo funciones judiciales y administrativas; con la consecución de que, en cuan-
to Jueces inferiores, pueden sancionar faltas penales y, en cuanto autoridades
municipales, pueden sancionar también (aunque con distinto procedimiento) faltas
administrativas.
El sistema —independientemente de su conformidad o disconformidad con la
letra y el espíritu de la Constitución gaditana— puede considerarse en líneas genera-
les ingenioso y realista al estar adaptado a las posibilidades organizativas del Estado
español y a la mentalidad de sus ciudadanos. Por eso ha gozado de una vida tan larga;
pero también hay que reconocer que en su formulación inicial resulta demasiado rudi-
mentario: lo que ha exigido un largo proceso de refinamiento para evitar —o al menos
paliar— sus peores inconvenientes.

2. L o s COMIENZOS DEL CONSTITUCIONALISMO

Desaparecido el régimen absolutista fernandino, los primeros años del reinado


de Isabel II (es decir, las regencias de María Cristina y Espartero) fueron extraor-
dinariamente fecundos para la reorganización del Estado español, aunque no tanto
en la materia a que nos estamos refiriendo, sobre la que se dictaron algunas dis-
posiciones importantes pero no fundamentales; quizás porque no parecía necesa-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 61

rio, ya que se suponía que bastaba con reanudar el hilo constitucional de 1812-
1814 y 1820-1823 introduciendo unas medidas provisionales en espera del esta-
blecimiento definitivo del sistema que tendría lugar con la mayoría de edad de la
reina.
Para el régimen municipal valga la cita del articulo 40 del Real Decreto de 23 de
julio de 1835, significativamente enderezado al «arreglo provisional de los
Ayuntamientos del Reino», en el que se reproducen las facultades sancionadoras de los
Alcaldes sometidas, como antes, a determinados límites: «siempre que dichas penas no
excedan de 100 reales de vellón o tres días de arresto» aunque con una coletilla de gran
importancia: «salvo si los reglamentos u ordenanzas vigentes prescribiesen otra mayor
o menor».
Saliendo del Derecho local, las Ordenanzas generales de montes de 22 de
diciembre de 1833 nos ofrecen un buen ejemplo de la dependencia del Derecho
Administrativo Sancionador respecto de la organización administrativa y judicial.
Estas Ordenanzas, en efecto, parecen distinguir claramente entre los dos ámbitos
represivos puesto que separan los «delitos» de las «contravenciones de ordenanzas»
y las «penas» de las «multas», aunque no logran extraer de ello sus últimas conse-
cuencias ya que, en definitiva, los dos campos quedan orgánicamente deslindados no
entre Jueces y funcionarios administrativos sino entre «Jueces de letras» (que cono-
cen a partir de una determinada cuantía) y Jueces inferiores (art. 173).
En caza y pesca, por el contrario, se establece el sistema típico, aunque con mía
separación de ámbitos un tanto imprecisa y presidida por la transcendencia cuantita-
tiva de la infracción. Así, en el Real Decreto de 3 de mayo de 1834 se dispone que «el
modo de proceder de las justicias en materia de caza y pesca será por regla general
gubernativo, y que cuando se proceda por queja de la parte agraviada, si resultare ser
cierto el hecho y hubiere daño, el Alcalde procurará que los interesados transijan en
cuanto al daño, sin perjuicio de cobrar la multa; y si no se aviniesen, decidirá guber-
nativamente en las causas de menor cuantía, dejando que las otras sigan el curso
judicial que les corresponda». Y por aquellas mismas fechas la Real Orden de 22 de
noviembre de 1836 insiste en que
1. Los Jefes políticos, en sus respectivas provincias, cuidarán de la observancia de las
Ordenanzas, Reglamentos y disposiciones relativas a la conservación de las obras, policía [...].
2. Los Alcaldes de los pueblos exigirán, en el modo y forma que dichas Ordenanzas y
reglamentos prevengan, las multas señaladas a los contraventores a consecuencia de las denun-
cias que ante ellos se hicieren.

3. L A ÉPOCA M O D E R A D A

Durante la época moderada del reinado isabelino, justamente a mediados del


siglo xix, tiene lugar una serie de acontecimientos que afectan directamente a nues-
tro tema- la consolidación de una variante autoritaria del sistema local, la publica-
ción de un nuevo Código Penal, la regulación de un mecanismo para resolver las
dificultades de atribución de competencias judiciales y administrativas y, en tin,
todo ello enmarcado en un sistema de revisión jurisdiccional, o cuasyunsdiccional,
de los actos administrativos (Consejos provinciales y Consejo Real, sobre cuyas
peculiaridades no vamos a entrar aquí, aunque sea imprescindible recordar su exis-
tencia de trasfondo). . , , R T J
Empezando por el régimen local (y dejando a un lado la fugaz Ley de 1843), el
artículo 75 de la Ley de 8 de enero de 1845 de organización y atnbuciones de los
Ayuntamientos, reitera el esquema anterior que ya nos es conocido: facultades san-
62 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cionadoras del Alcalde con límites máximos del importe de las multas (graduadas
según el volumen de población) y competencia del Juez para los casos que excedan:
«Si la infracción o falta mereciere por su naturaleza penas más severas, instruirá la
competente sumaria, que pasará al juez o tribunal competente.» En cuanto al
Gobernador civil, el artículo 4 de la Ley de 2 de abril de 1845 le atribuye compe-
tencia para «reprimir y castigar todo desacato a la religión, a la moral, a la decen-
cia y a cualquier falta de respeto a su autoridad, imponiendo las penas correcciona-
les [hasta un máximo de mil reales: artículo 5] y sometiendo a los Tribunales de
Justicia los sucesos merecedores de mayor castigo».
Las leyes administrativas no son, con todo, más que una cara de la moneda, que
hay que completar con la regulación penal que aparece en el artículo 505 del Código
de 1850 (que recoge con un nuevo apartado el artículo 343 del Código de 1848) en
los siguientes términos:

En las ordenanzas municipales y demás reglamentos generales y particulares de la admi-


nistración que se publicaren en lo sucesivo, y en los bandos de policía y buen gobierno que
dicten las autoridades, no se establecerán mayores penas que las señaladas en este libro, aun
cuando hayan de imponerse en virtud de atribuciones gubernativas a no seT que se determine
otra cosa por leyes especiales.
Conforme a este principio, las disposiciones de este libro no excluyen ni limitan las atri-
buciones que por las leyes de 8 de enero, 2 de abril de 1845 y cualesquiera otras especiales
competan a los agentes de la Administración para dictar bandos de policía y buen gobierno y
para corregir gubernativamente las faltas en los casos en que su represión les esté encomen-
dada por las mismas leyes.

La historia de este artículo —tal como ha sido contada por C A S A B Ó ( 1 9 8 0 , 2 7 7 -


282)— es muy interesante y gracias a ella puede explicarse la confusión de su estilo,
que ha gravado siempre, y sigue gravando todavía, el acertado planteamiento de la
cuestión.
La verdad es que el precepto nació ya a contrapelo e incongruente con el trasfon-
do constitucional del momento. Su texto, en forma de proyecto, fue redactado duran-
te la vigencia de la Constitución de 1837, de talante liberal y progresista, que se asien-
ta sobre la división de Poderes y confía a uno de ellos —el Poder Judicial— la com-
petencia para imponer penas, salvo casos excepcionales. La Constitución de 1845, en
cambio, ya no insiste en la división de poderes, degrada el Poder Judicial a simple
aparato de «la administración de la justicia» y acepta con normalidad (no como
excepción) las potestades sancionadoras de la Administración.
Pues bien, la incoherencia surge desde el momento en que por ignorancia y por
prisas (sic, en palabras de C A S A B Ó ) se aprueba bajo la vigencia de la Constitución de
1845 un texto incompatible con ella por estar inspirado en la de 1837, como también
resultaba incongruente con la legislación especial de régimen local de 1845, que reco-
nocía sin ambages las potestades sancionadoras administrativas de los Alcaldes y
Gobernadores civiles.
Ni que decir tiene que la jurisprudencia del Consejo Real se inclinó sin vacilar por
la postura administrativa, como veremos inmediatamente y, no contento con ello, el
Gobierno introdujo en 1850 el segundo apartado, que, sin embargo, tampoco logró
eliminar las contradicciones ni producir un texto claro.
Sea como fiiere, el caso es que el Código Penal de 1850, insistiendo en la línea tra-
dicional, impuso una limitación cuantitativa a la potestad normativa sancionadora de la
Administración, aunque, a decir verdad, en unos términos muy tolerantes, dado que tal
limitación de cuantía de las penas únicamente operaba para el futuro, dándose por váli-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 63

das, e incluso confirmándose, las anteriores que no cumplieran este requisito. Y el


apartado segundo (o sea, el añadido en 1850) no establece una limitación, antes al con-
trario supone una confirmación de las potestades sancionadoras concretas (y de las
normativas) de la Administración con tal de que estén previstas en una ley: lo que el
Código Penal respeta. En definitiva, por tanto:

— La Administración puede dictar reglamentos sancionadores a partir de 1850


con limitación de cuantía de penas.
— Esta limitación no opera si una ley autoriza a romper el límite indicado.
— Quedan confirmados los reglamentos anteriores a 1850 cualquiera que fuere
la cuantía de las sanciones impuestas.
— Se confirma, en fin, la potestad sancionadora de la Administrativa atribuida
en las leyes (es decir, que la Administración, debidamente habilitada por ley, reúne la
doble potestad normativa y sancionadora).

Planteadas así las cosas, queda todavía un gravísimo problema que venía
arrastrándose de antaño: la determinación precisa del órgano sancionador en cada
asunto concreto. Una cuestión que se aborda en el Real Decreto de 18 de mayo de
1853, que será estudiado luego con todo detalle. Y también se regulan en esta
época diversas cuestiones de procedimiento, que igualmente dejamos para más
adelante con objeto de no perturbar ahora el hilo de esta exposición normativa
sintética.

4. E L FINAL D E L R E I N A D O D E I S A B E L I I

Nada aparece sustancialmente nuevo en este período puesto que el sistema ya


había quedado definitivamente sentado en los años anteriores. No obstante, conviene
hacer una breve referencia a algunas disposiciones que ilustran la evolución que se
está realizando.
El artículo 11 de la Ley de 25 de septiembre de 1863, sobre gobierno y adminis-
tración de las provincias, perfila en los siguientes términos las competencias que nos
afectan:
Para el buen desempeño de sus funciones deberá el Gobernador de provincia:

5." Imponer multas discrecionales cuyo máximo sea de mil reales [...] sometiendo los
delitos y faltas distintas de las que menciona a la acción de los Tribunales de Justicia. Sólo
podrán los Gobernadores imponer multas mayores cuando expresamente estén autorizados
para ello por las Leyes o reglamentos. La autoridad judicial procederá, fuera de los casos que
sobreentienden el párrafo y artículos antedichos, a la exacción de las multas preestablecidas
en las leyes, disposiciones generales, bandos y ordenanzas en la forma y por el Jurado que
entienda en los juicios de faltas.
6.® Aplicar en defecto de pago de las multas que imponga, en uso de las facultades que
le corresponden, el arresto supletorio en la proporción que fija el artículo 504 del Código penal
hasta el máximo de treinta días.

Disposiciones que, por su parte, el Real Decreto de 25 de septiembre de 1863 desa-


rrolla de la siguiente manera:
Los Gobernadores podrán imponer multas discrecionales que no excedan de mil reales
únicamente a los individuos, funcionarios y corporaciones que, sin cometer delito, incurran
64 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

en las faltas de infracciones que a continuación se expresan: 1 A c t o s contrarios a la reli-


gión, a la moral o a la decencia pública. 2." Faltas de obediencia o de respeto a la autoridad
de los mismos Gobernadores. 3.® Faltas que cometan los funcionarios o corporaciones
dependientes de dicha autoridad en el ejercicio de sus cargos. 4° Infracciones en que incu-
rran las sociedades y empresas mercantiles o industriales que están sujetas a la inspección
administrativa [art. 27].
Cuando los gobernadores impongan multas mayores de mil reales por atribuirles expre-
samente esta facultad alguna ley o reglamento, darán la orden correspondiente por escrito,
citando el artículo de la ley o reglamento en virtud del cual procedieren [art. 28],

La clasificación de las multas que se realiza en 1863 no escapó naturalmente a la


doctrina, que, a partir de entonces, distingue entre multas discrecionales, en las que
«el arbitrio concedido a los gobernadores afecta solamente a la cantidad imponible,
puesto que por lo demás tales correcciones no son aplicables a otras infracciones y
faltas que las enumeradas en la ley» y las multas reglamentarias «que han de estar
previamente determinadas en alguna disposición general» ( A B E L L A , Tratado de
Derecho Administrativo español, I, 1886, 311-312).
Por lo demás, no faltan ejemplos de disposiciones generales de la época que esta-
blecen multas de superior cuantía a la prevista en la legislación provincial. Así, el
Reglamento de 17 de mayo de 1865 de la Ley de Montes de 24 de mayo de 1863
determina una escala gradual de multas con competencia, por este orden, de los
Alcaldes, Gobernadores Civiles y, cuando excedan de mil escudos, de los Tribunales
(arts. 121-124).

5. L A RESTAURACIÓN

El período revolucionario de 1868 no necesita a estos efectos de estudio especial


puesto que en parte (como en el Código Penal de 1870) es herencia del período ante-
rior (su art. 625 reproduce el 505 del texto de 1850) y en parte, en lo que se refiere al
régimen local, perviviría en la legislación restauradora de la que vamos a ocuparnos
seguidamente.
La Ley municipal de 2 de octubre de 1877 expresa una depuración de la expe-
riencia de medio siglo a través de unas disposiciones que, no obstante su extensión,
resulta imprescindible recordar.
El artículo 77 establece la competencia genérica sancionadora de los Ayuntamientos:
Las penas que por infracción de las ordenanzas y reglamentos impongan los
Ayuntamientos, sólo pueden ser multas que no excedan de 50 pesetas en las capitales de
provincia, 25 en las de partido y pueblos de cuatro mil habitantes y 15 en los restantes, con
el resarcimiento del daño causado y arresto de un duro por día en caso de insolvencia.

En esta competencia genérica municipal se enmarcan las facultades sancionado-


ras, también genéricas, del Alcalde, precisadas en el artículo 114: «publicar, ejecutar
y hacer cumplir los acuerdos del Ayuntamiento [...] si fuese necesario por la vía de
apremio y pago, e imponiendo multas que en ningún caso excedan de las que esta-
blece el artículo 77, y arresto por insolvencia».
Pero la Ley no se limita a atribuir competencias y multas sino que se extiende a
la regulación de las bases mínimas del procedimiento de imposición:

Para la imposición y exacción de multas se observarán precisamente las reglas siguientes:


1." No se impondrá ninguna sin resolución escrita y motivada. 2.* La providencia se comuni-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 65

cará por escrito al multado; del pago se le expedirá el competente recibo. 3.a Las multas y los
apremios se cobrarán en papel del sello correspondiente [art. 185].
Para el pago de toda multa se concederá un plazo proporcionado a la cuantía de la multa,
que no baje de diez días ni exceda de veinte, pasado el cual procede el apremio contra los
morosos. El apremio no será mayor del 5 por 100 diario del total de la multa, sin que exceda
en ningún caso del duplo de la misma [art. 186].

Y más todavía: el artículo 187 se preocupa de fijar los distintos mecanismos de


impugnación:

Contra la imposición gubernativa de la multa puede el interesado reclamar por la vía admi-
nistrativa o por la judicial.—La primera procede para ante el Gobierno, que la resolverá por sí o
con audiencia del Consejo de Estado, y sin peijuicio en todo caso de la reclamación contenciosa
ante el Consejo de Estado. La judicial procede ante laAudiencia en primera instancia, previa recla-
mación gubernativa a la Autoridad para imponer la multa.—En caso de ser ésta declarada impro-
cedente, serán impuestas las costas y daños causados por su exacción a la autoridad que la orde-
nó, sin que sirva de excusa la obediencia en los casos de infracción clara y terminante de una Ley.

A escala provincial, el artículo 22 de la Ley de 29 de agosto de 1882 reproduce


para los Gobernadores Civiles la normativa de 1863 que ya conocemos.
Estas normas —que son las más significativas pero no las únicas— demuestran
el paralelismo de los ilícitos y de sus procedimientos sancionadores. Las leyes admi-
nistrativas reconocen la existencia de delitos y del aparato judicial represor, de la
misma manera que el Código Penal reconoce las potestades administrativas sancio-
nadoras. En el Proyecto (frustrado) de Código Penal de Álvarez Martínez de 1882 se
divide el Libro III en dos títulos: uno con las faltas cuyo castigo corresponde a los
jueces y otro con las que competen a las autoridades administrativas. Y la Ley de
Enjuiciamiento Criminal del mismo año dispone en su artículo 10 que «correspon-
derá a la jurisdicción ordinaria el conocimiento de las causas y juicios criminales,
con excepción de los casos reservados por las Leyes [...] a las autoridades adminis-
trativas o de policía».
La convivencia entre los dos tipos de represiones era, a todas luces, el resultado
de una inequívoca concepción política: los Gobiernos no estaban dispuestos a renun-
ciar —por razones de eficacia y de control social— a una potestad, que, en manos
exclusivas de los Jueces, pudiera ser ejercida de forma independiente. Pero ni que
decir tiene que la situación planteaba problemas técnicos irresolubles a la hora de
determinar quién era en los casos dudosos el órgano competente —si el Juez o la
Administración—; una cuestión que bien merece un examen pormenorizado.

III. ADMINISTRACIÓN Y JURISDICCIÓN

Una vez recordadas sumariamente las normas aplicables a esta materia, y trans-
critas en lo sustancial, estamos en condiciones de analizar sistemáticamente, a partir
de ellas, su régimen jurídico, empezando por el esclarecimiento de un punto funda-
mental: las relaciones entre Administración y Jurisdicción o, más precisamente toda-
vía, la determinación de cuáles son los órganos competentes para sancionar. Una difi-
cultad que, como ya se ha apuntado, surge en el mismo momento del nacimiento del
sistema y que, después de haber constituido una pesadilla durante más de un siglo,
todavía late en la actualidad siquiera sea de una forma bastante más tolerable. Porque
durante todo el siglo xix lo que hoy denominamos Derecho Administrativo
Sancionador ha girado en torno a esta pregunta capital.
66 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El hecho es que en esta centuria ha habido un doble entrecruzamiento, orgánico y


legislativo, heredado de la vieja problemática de lo contencioso y lo gubernativo del
Antiguo Régimen, complicado aún más —al menos aparentemente— por la circuns-
tancia de que en el último peldaño los Alcaldes eran simultáneamente Autoridades
administrativas y judiciales.
La superposición normativa consistía en la simultaneidad de

a) El Código Penal con sus faltas penales tipificadas, cuyo conocimiento corres-
pondía a los Jueces a través de un juicio penal.
b) Las reglamentaciones generales, que tipificaban faltas y determinaban san-
ciones, pero sin preocuparse de ordinario por señalar quiénes habían de conocer y cas-
tigar.
c) Los Reglamentos y Ordenanzas municipales, que tipificaban faltas y deter-
minaban sanciones, atribuyendo expresamente a los Alcaldes competencia para cono-
cer y castigar.
El resultado de esta superposición era inevitablemente la confusión, que se inten-
taba aclarar con los siguientes medios:
á) Desde el Código Penal se establecían límites para la represión administrativa.
b) La legislación general de régimen local intentaba precisar el alcance de las
normas represivas de las Ordenanzas y Reglamentos municipales.
c) Se dictaban numerosas normas con el único objetivo —nunca logrado del
todo— de aclarar este punto.
d) La Jurisprudencia (sobre todo la de conflictos), aunque de hecho fuera con-
tradictoria.
Con la advertencia, además, de que los peijudicados por la confusión no fueron
sólo los ciudadanos y las Autoridades (judiciales y administrativas) de revisión, sobre
las que se acumulaba el trabajo inútil de precisar el órgano sancionador competente,
sino los Alcaldes personalmente, ya que si se equivocaban, con buena o mala fe,
cometían delito o falta.

1. L A S CAUSAS DEL PROBLEMA

La última raíz de este problema (prescindiendo, claro es, del trasfondo político
a que antes se ha aludido) es una herencia del Antiguo Régimen y se encuentra en
la imprecisa diferenciación de los órganos gubernativos y judiciales (cfr., sobre
todo ello, G A L L E G O A N A B I T A R T E , Administración y Jueces: gubernativo y conten-
cioso, 1 9 7 1 , y N I E T O , Estudios históricos sobre Administración y Derecho Admi-
nistrativo, 1986, esp. 91-123). El Régimen constitucional, al separar cuidadosa-
mente ambos Poderes, «casi» resolvió el problema; pero no del todo, puesto que
dejó algunos extremos pendientes, como es cabalmente éste de la función sancio-
nadora.
Las causas próximas y más concretas de la dificultad se derivan, por un lado y tal
como se ha indicado, del hecho de la doble tipificación de las infracciones y, por otro,
de la organización también dual de los órganos sancionadores.
En cuanto a las faltas o infracciones, en ocasiones aparecen en uno de estos dos
bloques normativos: o bien en el Código Penal o bien en los Reglamentos generales
o particulares. Si tal sucede, no hay problema. Pero éste surge inevitablemente cuan-
do los mismos hechos se encuentran tipificados simultáneamente en ambos sectores
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 67

del Ordenamiento Jurídico; de donde resulta que no se sabe si son faltas penales,
infracciones administrativas o ambas cosas a la vez.
Conste, por lo demás, que el problema no es teórico sino eminentemente práctico
y de gravísima trascendencia. Porque, si el sistema está montado sobre el principio de
que las faltas penales deben ser reprimidas por los Tribunales de este orden y las
infracciones administrativas por las Autoridades gubernativas, es evidente que, si no
sabemos si los hechos constituyen falta penal o infracción (contravención) adminis-
trativa, tampoco podremos saber cuál es el órgano competente para sancionar.
En otras palabras: a la dualidad de tipificaciones se corresponde una dualidad
de órganos represores. Por ello, cuando la tipificación es doble, se abre correlativa-
mente la posibilidad de que también intervengan en la represión las dos series de
órganos: los judiciales y los gubernativos. En la práctica sucede que un solo hecho,
doblemente tipificado, pone en marcha tanto al Juez como al Gobernador (y, tra-
tándose de faltas leves, tanto al Alcalde en cuanto Juez como al Alcalde en cuanto
autoridad gubernativa, puesto que ya sabemos que tiene esta doble condición). Si
ambos insisten en su intervención, termina formalizándose una cuestión de compe-
tencia que ha de resolverse por Real Decreto, sin peijuicio de que en otras ocasio-
nes aflore el problema a través de una autorización (o denegación) para procesar,
que resuelve, a petición del Juez, en primera instancia el Gobernador civil y en últi-
ma instancia el Consejo de Ministros.

2. R E G L A S PARA LA SOLUCIÓN

A través de las colecciones de Reales Decretos resolutorios de competencias y de


las de Decisiones sobre autorizaciones para procesar podemos hacernos cumplida
idea de la situación y de los criterios de solución.
El Real Decreto de competencias de 24 de marzo de 1852, por ejemplo, resuelve que

siendo relativos a la policía urbana y rural los intereses lastimados por algún particular, corres-
ponde la represión del atentado a la autoridad administrativa, y por tanto debe el Alcalde en
uso de sus atribuciones tomar por sí la providencia oportuna para impedir o reparar el daño y
no acudir al Juzgado.

Pero como el problema era gravísimo y cotidiano se vio obligado el Ejecutivo a abor-
dar frontalmente y con carácter general una cuestión que el Código Penal había dejado
inexplicablemente abierta. Esto es lo que hizo el Real Decreto de 18 de mayo de 1853,
que pretendió aclarar de una vez por todas la dificultad y que, además, se preocupó de
explicar en su Exposición de Motivos (tomada de CASTEJÓN, 1950,58) las causas del pro-
blema y el sentido de su solución: a) No determinar las leyes, con la debida claridad,
cuándo se puede proceder gubernativamente y cuándo deben sujetarse a las formalidades
del juicio; b) Ser indispensable poner en armonía las disposiciones penales con leyes
administrativas y ordenanzas y reglamentos municipales, que permiten corregir las mis-
mas faltas gubernativamente; c) No deber quedar al arbitrio de los agentes administrati-
vos la opción entre ambos modos de proceder y prescindir o no de las formas tutelares
de la justicia; d) La Administración desempeñaría mal o difícilmente sus atribuciones de
vigilancia y tutela de intereses públicos si careciere de los medios necesarios para dar a
su acción toda la rapidez que en muchos casos requiere su eficacia; e) Si bien seria de
desear que toda corrección, por leve que fuere, se impusiera en virtud de un juicio no se
puede aplicar este principio de manera absoluta sin embarazar en muchos casos el curso
de la Administración y sin exponer el orden y los intereses públicos a graves peligros;/)
68 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La amplitud que necesitan las autoridades municipales en su modo de proceder no exige,


sin embargo, la facultad de imponer penas corporales sin juicio previo.
10 Las faltas que, según el Código Penal o las Ordenanzas y reglamentos administrati-
vos, merezcan pena de arresto, deberán ser castigadas, siempre en juicio oral, con arreglo a lo
dispuesto en la ley para la ejecución de dicho Código.
2.° Las faltas cuyas penas sean multa, o reprensión y multa, podrán ser castigadas
gubernativamente a juicio de la autoridad administrativa a quien esté encomendada su repre-
sión.
3." Los alcaldes de los pueblos conservarán la facultad gubernativa de imponer multas
hasta en la cantidad que permite el artículo 75 de la Ley de 8 de enero de 1845 y sin atenerse
al límite señalado en el párrafo 1 del artículo 505 del Código Penal, solamente cuando dichas
penas estén establecidas en Ordenanzas o reglamentos municipales vigentes, cuya publicación
sea anterior al referido código.
4.° Los mismos alcaldes podrán sin embargo imponer gubernativamente la pena de
arresto por sustitución y apremio de la multa, con sujeción a lo dispuesto en el arlículo 504 del
Código Penal, sólo cuando los multados fueren insolventes, y no pudiendo en ningún caso
exceder de quince días el tiempo del arresto.

La aparente rotundidad de estas reglas no pudo evitar, sin embargo, que siguieran
planteándose conflictos cotidianos sobre el particular (como tendremos ocasión de
comprobar inmediatamente), que otras Reales Órdenes posteriores de carácter tam-
bién general intentaron en vano eliminar. Así, la de 1 de agosto de 1871, de acuerdo
con el Consejo de Estado, declaró que
1." El conocimiento en primera instancia de los juicios a que den lugar las infracciones,
de que habla el libro III del Código penal y Ordenanzas generales de la Administración, corres-
ponde a los jueces municipales.
2." Los alcaldes pueden imponer gubernativamente, sin forma de juicio, las penas seña-
ladas en la Ley Municipal y en las Ordenanzas que acuerden los Ayuntamientos y bandos que
publiquen los alcaldes, en armonía con las facultades que aquélla les reserva, por las infrac-
ciones que se cometan contra sus prescripciones.

Un año más tarde volvió a plantearse la misma cuestión y, consultado el Consejo


de Estado, se negó a evacuar un nuevo Dictamen considerando que bastaba con rati-
ficarse en el anterior que había precedido a la Real Orden de 1871 y que, por ende,
volvió a reproducirse en la de 12 de marzo de 1872 y sustancialmente también en la
de 10 de mayo de 1873. Desde el punto de vista normativo puede decirse, por tanto,
que la doctrina se encontraba en estas fechas perfectamente consolidada; pero el
panorama seguía siendo en la práctica extraordinariamente confuso, alentado por una
jurisprudencia que distaba mucho de ser unánime.

3. U N A JURISPRUDENCIA CONTRADICTORIA

Hasta 1853 la Jurisprudencia se había limitado a confirmar ocasionalmente la


competencia sancionadora de las autoridades gubernativas, como sucede en el
Decreto de Competencias de 6 de junio de 1846, en el que se declara que «cuando la
multa es un acto comprendido en las atribuciones de policía rural, puede imponerla
un Alcalde». A este propósito, el Real Decreto de 31 de octubre de 1849 es singular-
mente importante puesto que en él, al hilo de esta afirmación de competencias guber-
nativas, se teoriza sobre la necesidad natural de que la Administración ostente una
potestad sancionadora:
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 69

Al conferir el Código Penal a los alcaldes la atribución de juzgar en primera instancia


y en juicio verbal las faltas que se mencionan en el mismo, ha estado lejos de privarles de
los demás caracteres, facultades y atribuciones que a dichos funcionarios competen como
delegados del Gobierno y como administradores de los pueblos. Correspondiendo por las
leyes a los Alcaldes y otras autoridades administrativas la facultad de imponer multas
gubernativamente como atribución necesaria para el desempeño de sus funciones y
habiéndose organizado sobre este fundamento toda la Administración, este fundamento
desaparecería y acarrearía graves inconvenientes si el Código Penal se entendiese en el
concepto de que todos los hechos de esta clase han de ser calificados de faltas y todas las
faltas juzgadas por los Alcaldes con la dependencia o bajo la subordinación de los jueces
de primera instancia.

Esta línea confirmatoria se mantiene todavía después de 1853 tanto en


Decisiones de autorización como de competencia según se resume en la de 30 de
diciembre de 1856 (autorización): «La mente del RD de 18 de mayo de 1853 fue
facilitar a las autoridades administrativas, señaladamente a los alcaldes, los medios
de reprimir prontamente ciertas faltas sin necesidad de apelar a las formas judicia-
les».
A nuestros efectos, sin embargo, lo importante es la aparición de una jurispru-
dencia que resuelve en términos rigurosamente contradictorios el mismo y capital
supuesto: ¿a quién corresponde sancionar las infracciones que están tipificadas
simultáneamente en el Código Penal y en las normas administrativas? Por asombro-
so que parezca, esta pregunta fue recibiendo una gama de respuestas absolutamente
diferentes, que en el Diccionario Alcubilla (voz «Multas») aparecen escrupulosa-
mente sistematizadas en copiosísimos repertorios, de los que me limito a entresacar
unas muestras:

A) Decisiones en favor de la competencia judicial: corresponde exclusivamente


a los Jueces el conocimiento de las faltas del Código Penal, aunque los mismos
hechos vengan tipificados también en Ordenanzas y Reglamentos:

Ni las autoridades que forman las Ordenanzas ni las que las aprueban están facultadas
para variar la índole y naturaleza de las faltas especialmente definidas por el Código o para
alterar las penas [...], ya que las Ordenanzas municipales, que no tienen carácter de leyes
generales, no pueden derogar leyes de este orden de la importancia social que el Código
Penal reviste, ni menos todavía ninguna de las disposiciones fijando la competencia de los
Tribunales, pudiendo sólo admitirse que en el artículo 625 de dicho Código únicamente se
faculta para castigar en los reglamentos particulares aquellos hechos que constituyan con-
travenciones a las reglas de policía y buen gobierno que no estén expresamente previstos y
castigados en el libro III del Código. Y que sólo los jueces municipales en junciones judi-
ciales son los llamados al castigo de las faltas (tipificadas en el Código penal) y a exigir la
reparación del daño causado {Real Decreto de Competencias (RDC) de 15 de junio de
1898].

Doctrina ratificada en otras muchas, de las que sólo se cita una como ejemplo:

Los hechos pudieran ser constitutivos de faltas definidas y castigadas en el libro III del
Código Penal, cuya aplicación compete a las autoridades del fuero ordinario. Al inmiscuirse
en el conocimiento y castigo de los mismos, el Alcalde y demás autoridades del orden guber-
nativo, aun cuando otra cosa autoricen las Ordenanzas municipales de los pueblos t—1 es evi-
dente que invaden atribuciones que no les son propias, por ser privativas de los jueces muni-
cipales [RDC 22 de abril de 1911].
70 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

B) Decisiones en favor de la competencia administrativa. Esta línea doctrinal


no es menos abundante que la anterior y de ella basta transcribir un ejemplo, cuyo
tenor se repite machaconamente en otras resoluciones anteriores y posteriores:
Hallándose prohibidos los hechos por las Ordenanzas municipales, su castigo es facultad
del Alcalde, siquiera el hecho se halle también previsto como falta en el libro III del Código
penal [RDC 17 de enero de 1911).

C) Cuando las faltas están simultáneamente tipificadas en el Código Penal y en


disposiciones administrativas, hay una especie de competencia concurrente que se
resuelve con arreglo al criterio de la iniciativa en la denuncia y persecución. Esta doc-
trina es ciertamente rara y un testimonio de ella ofrecen los Reales Decretos de 30 de
julio y 23 de agosto de 1904:
Si bien conforme al articulo 625 del Código penal pueden conocer de ellas [de tas faltas
previstas simultáneamente en el Código penal y en las ordenanzas] tanto la Administración
como los Tribunales, sin embargo, como una misma falta no puede ser corregida dos veces,
corresponden de su castigo a la Administración cuando ésta procede de oficio o por iniciativa
propia y a la jurisdicción ordinaria cuando a ella acuden los particulares.

D) La doctrina más avanzada es, con todo, la siguiente: el Real Decreto de 1853
ha dejado en manos de la Administración la facultad de escoger entre la vía guberna-
tiva o la represión judicial:
La represión de las faltas cometidas contra una resolución administrativa no está reserva-
da a la Administración desde el momento en que el RD de 18 de mayo de 1853 dejó al arbi-
trio de los alcaldes adoptar la vía gubernativa o la judicial para dichas represiones [RDC 26
de octubre de 1855].
En la disposición segunda del RD de 1853 no se previene a las autoridades que hayan
de reprimir las faltas a que se refiere sólo en forma de juicio sino que es potestativo en
ellas el verificarlo por la vía gubernativa [Decisión de autorización de 30 de diciembre de
1856],

La trascendencia de esta doctrina salta a la vista. Porque, de acuerdo con ella, el


Real Decreto de 1853 ha extendido la competencia de las Autoridades gubernativas
al conocimiento de todas las infracciones no reprimidas con pena de privación de
libertad, independientemente de que estén tipificadas o no en un reglamento admi-
nistrativo o, más precisamente todavía, independientemente de que en los reglamen-
tos administrativos se haya atribuido, o no, la competencia sancionadora a la
Administración. Dicho con otras palabras: a partir de 1853 los Alcaldes y Autoridades
gubernativas tienen siempre competencia para sancionar incluso en los casos en que
no haya norma expresa de atribución, dado que el Real Decreto les atribuye esta com-
petencia de forma genérica.
Lo que significa que, paradójicamente, la tipificación de infracciones realizada en
el Código Penal con sanciones de simple multa termina significando la atribución de
competencias a las Autoridades gubernativas a través del mecanismo del Real Decreto
de 1853. Tal es lo que expone literalmente el Real Decreto de competencias de 12 de
junio de 1863: «Vistos los párrafos 26 y 27 del artículo 495 del Código Penal, que
declara incurso en la multa de medio duro a cuatro al que infringiere las ordenanzas
de caza y pesca. Vista la regla segunda del Real Decreto de 1853, que establece que
las faltas cuyas penas sean multa o reprensión y multa podrán ser castigadas guber-
nativamente a juicio de la autoridad administrativa a quien esté encomendada su
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 71

represión», se confirma la competencia de la autoridad gubernativa que optó por la


sanción gubernativa y no por la judicial.
En conclusión tenemos que, de acuerdo con esta jurisprudencia: a) Las infraccio-
nes sancionadas con penas privativas de libertad únicamente pueden ser castigadas
por los Jueces y Tribunales; b) Las infracciones sancionadas con multa pueden ser
castigadas tanto por los Jueces como por las autoridades gubernativas y a juicio dis-
crecional de estas últimas; c) A los efectos de la letra anterior, es indiferente la norma
en la que se tipifica la infracción o la sanción y también es indiferente si existe, o no,
una norma de atribución concreta de competencia sancionadora, ya que ésta ha sido
establecida de una vez y para siempre, con carácter absolutamente general, en el ar-
tículo segundo del Real Decreto de 1853.

E) El Real Decreto de 22 de mayo de 1906 establece, por último, una precisión


que sería trascendental si tal doctrina se hubiera generalizado, lo que no es el caso (en
lo que me es conocido): la circunstancia de que una Ordenanza municipal tipifique
una infracción no basta para afirmar la competencia sancionadora del Alcalde, pues-
to que es preciso que una ley haya atribuido previamente a la Administración dicha
competencia sancionadora:
El Código penal en su artículo 625 deja subsistente la facultad en las autoridades muni-
cipales para penar las faltas comprendidas en el Código cuando éstas afecten a materias o
asuntos encomendados a su cuidado y vigilancia por disposición expresa de la ley. Pero si la
falta de que se trata no es una transgresión cometida en materia atribuida por las leyes al cono-
cimiento de la Administración, aunque se halle penada en las Ordenanzas corresponderá su
conocimiento a los Tribunales ordinarios.

A la vista de una serie tan amplia de doctrinas contradictorias nada tiene de par-
ticular el confusionismo que ha dominado siempre la práctica a despecho de las bue-
nas intenciones —y de la letra, aparentemente clara— del Real Decreto de 1853. La
verdad es que nunca se ha sabido con exactitud quién era el órgano competente para
sancionar las llamadas infracciones administrativas, sobre todo cuando éstas se
encontraban tipificadas al tiempo en el Código Penal. Porque ni la tipificación en el
Código de una falta es garantía de que vaya a ser sancionada por los Jueces, ni la tipi-
ficación en una norma administrativa es garantía, a su vez, de que vaya a ser sancio-
nada por un órgano administrativo.
Más todavía: la cuestión sube de dificultad cuando quienes están enjuego no son
solamente el Juez y un órgano administrativo sino el Juez y varios órganos adminis-
trativos (ordinariamente el Alcalde y el Gobernador) abriéndose con ello un juego
(por así decirlo) a tres bandas. Esto es lo que vemos, por ejemplo, en el Real Decreto
de competencias de 29 de enero de 1904.
Arturo Munguía había sido sancionado por el Juzgado municipal como autor de una falla
de blasfemia prevista en el Código Penal. Posteriormente el Alcalde volvió a sancionarle por
la misma falta, al encontrarse la blasfemia igualmente tipificada en las Ordenanzas municipa-
les. Suscitada una cuestión de competencia, su decisión parte de la base de que «una misma
falta o delito no pueden ser penados por dos jurisdicciones distintas» así como de la constata-
ción de que la Ordenanza municipal invocada no había sido aprobada por el Gobernador Civil
(como exigía la legislación local), dándose además la circunstancia de que la autoridad guber-
nativa competente para sancionar este tipo de infracciones es el Gobernador y no el Alcalde.
El Poder moderador se inclinó finalmente por la competencia judicial.

Llegando con todo ello a la conclusión de que «subsiste la facultad en las autori-
dades administrativas de penar faltas comprendidas en el Código cuando por pres-
72 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cripción de una ley especial tienen esta facultad o cuando esa facultad les ha sido
legalmente delegada».
Conste, sin embargo, que —independientemente de los problemas y solucio-
nes que han ido exponiéndose a lo largo de este epígrafe— todavía queda una po-
sibilidad aún más grave, a saber: la de que Jueces y funcionarios sancionen acu-
muladamente al amparo cada uno de sus propias competencias. Así lo denuncia
C A S A B Ó (1980, 284) con el testimonio de varias sentencias del Tribunal Supremo
(21 de noviembre de 1884, 17 de marzo y 6 de junio de 1884, 27 de noviembre
de 1916) e interpreta esta posición de los Jueces como un intento desesperado de
no dejar escapar de sus manos la competencia. Con lo cual —añade— «se produce
la paradoja de que para salvar la autoridad judicial frente a los intentos limitadores
de la Administración, los jueces se ven obligados a sancionar otra vez lo que ya
había sido castigado gubernativamente», con olvido completo de la prohibición del
bis in idem.

4. L A « C O N D U C T A » D E LOS FISCALES MUNICIPALES

La situación de incertidumbre que acaba de ser descrita propició, a finales del


siglo XIX, la generalización de conductas abusivas de los fiscales municipales, quie-
nes, pescando en aguas reconocidamente turbias, se dedicaron a la investigación de
infracciones administrativas municipales con el objeto de participar en el importe de
las multas que en tal caso se impusiesen. El hecho no tiene, por sí mismo, mayor
importancia puesto que no es sino una manifestación más de las disfunciones provo-
cadas por unos sueldos insuficientes que empujaban inevitablemente a los funciona-
rios a realizar toda clase de picardías. Ahora bien, al hilo de esta corruptela se produ-
jo una serie de documentos oficiales por parte de la Fiscalía del Tribunal Supremo,
del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, que nos son de gran utilidad en
esta tarea de esclarecer los verdaderos límites que separan la Administración de la
Jurisdicción.
Los hechos aparecen descritos en la Real Orden de 28 de julio de 1897:
Con desiguales intervalos los fiscales municipales dedican algunas horas a recorrer los
establecimientos industriales del distrito a que pertenecen, dando esto por resultado un gran
número de denuncias contra todos los que ejercen una misma industria y por una misma falta,
generalmente de policía urbana, dando lugar a la celebración de otros tantos juicios de faltas,
en los que se imponen exiguas penas por vía de corrección, siendo lo más gravoso el pago de
las costas de tales juicios.

Con esta forma de actuar —apostilla la Circular de la Fiscalía del Tribunal Supremo
de 21 de noviembre de 1896— «dan lugar a que una parte de la opinión, y no cierta-
mente la menos digna de respeto, atribuya, con error sin duda, semejante oficiosidad a
móviles poco conformes con aquella severa rectitud y pureza de intención, que deben
servir de guía en todo caso a cuantas iniciativas partan de los representantes de la ley».
Corruptelas aparte, el problema legal que se planteaba era el siguiente: Fuera
de duda estaba que los fiscales municipales habían de investigar la comisión de
faltas tipificadas únicamente en el Código Penal, de la misma manera que también
estaba claro que correspondía a los funcionarios administrativos la investigación
de las faltas tipificadas únicamente en las Ordenanzas municipales. Pero iquid
cuando se trataba de faltas simultáneamente tipificadas en el Código Penal y en las
Ordenanzas? Aquí podía entenderse que la investigación correspondía o a los fis-
cales o a los funcionarios municipales o a todos. Pues bien, de entre todas estas
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 73

opciones la Real Orden de 28 de julio de 1897, siguiendo el parecer del Consejo


de Estado, escogió la siguiente: «1.° Corresponde solamente a las autoridades
administrativas el investigar si se cometen o no las faltas penadas en las
Ordenanzas municipales. 2.° Cuando entiendan que las faltas cometidas se hallan
penadas en el Código, lo pondrán en conocimiento de los jueces municipales para
que procedan con arreglo a las leyes». Decisión a la que se llega por considerar que
el fiscal «no puede ni debe descender a ejercer funciones de policía cuando es pro-
pio de las autoridades administrativas el investigar si las faltas se han realizado».
A idénticas conclusiones llegó posteriormente la Circular de la Fiscalía del Tribunal
Supremo de 21 de noviembre de 1899, que hizo suya la doctrina anterior, aunque justi-
ficándola ahora por la circunstancia de que «las necesidades creadas por virtud de los
adelantos realizados [...] demandan una vigilancia que requiere personal adecuado y
medios para investigar los mil abusos que pueden cometerse, y de hecho se cometen, en
fraude del interés del vecindario, que en vano esperaría la protección a que tiene dere-
cho contra especuladores sin conciencia, si tal protección había de obtenerla sólo de la
justicia municipal que, aunque le sobra celo, carece de auxiliares que, sobre todo en las
grandes poblaciones, lleven su acción con oportunidad [...] precisa que el Ministerio
público se atempere a las reglas con que el Poder Supremo procura suplir los vacíos que
el progreso de los tiempos va dejando en los textos, de cuya aplicación está encargado».
Sentado esto, lo que a nuestro tema importa es lo siguiente: para la Fiscalía del
Tribunal Supremo la atribución de competencias sancionadoras es clara:
Lo mismo las leyes orgánicas y de Enjuiciamiento que la Municipal marcan con precisión
la linea divisoria que separa la jurisdicción administrativa de la penal.

Lo que sucede es que los autores de los reglamentos no aciertan siempre a verlo
así e inciden en malentendidos que son los que dan origen a problemas como el que
se está dilucidando:
El artículo 625 del Código penal vigente [.,.] ha hecho creer, aun cuando sus términos no
autorizan semejante creencia, que en las Ordenanzas municipales cabía imponer pena a trans-
gresiones ya definidas y castigadas en el Código. [Por ello] cuando en las Ordenanzas apro-
badas por la autoridad correspondiente se incide en ese error [...] hay motivo de conflicto, y
por consiguiente los hay también perenne de incertidumbre y confusión.

Partiendo de tal tesis, sólo existe en buena lógica una salida, a saber: «tratándose
de faltas previstas y castigadas en las Ordenanzas, los fiscales municipales no pue-
den perseguirlas, ni los jueces penarlas, sin el requisito previo del tanto de culpa
remitido por ¡a Alcaldía». La postura de la Circular no puede ser, pues, más rotunda;
pero, como acabamos de ver, se basa en una premisa más que dudosa desde la propia
doctrina del Tribunal Supremo, a saber: que las autoridades administrativas carecen
de competencia sancionadora sobre las infracciones tipificadas simultáneamente en
las Ordenanzas y en el Código Penal, una proposición que numerosas sentencias des-
mentían cada día. En definitiva, por tanto, la solución ofrecida por la Circular en
modo alguno despejaba «la incertidumbre y confusión» reinantes.

IV RÉGIMEN JURÍDICO

Una vez aclarado lo anterior y continuando con el análisis del régimen jurídico de
lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador, veamos ahora algunos de
74 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sus extremos más interesantes, tal como han sido detectados en la Jurisprudencia de
la época.

1. P R I N C I P I O DE LA NORMATIVIDAD

En las páginas precedentes y al hilo de las sentencias que se han ido citando,
hemos tenido ocasión de comprobar la existencia de ciertas reglas fundamentales del
régimen jurídico como es la del non bis in idem. Pero en este momento voy a ocupar-
me con más detalle del principio de legalidad, conforme al cual es condición previa
a la imposición de multas administrativas el que la infracción esté tipificada en una
norma anterior, que no ha de ser necesariamente una ley sino por su propia naturale-
za más bien un reglamento, de la misma manera que la represión de las faltas penales
necesita su tipificación en el Código penal. Así lo determina, por ejemplo, la Real
Orden de 21 de febrero de 1880:
la facultad de exigir multas se deriva de la que tienen los Ayuntamientos para acordar bandos
e imponer a sus contraventores las que el artículo 77 autoriza, de lo cual se infiere que no exis-
tiendo bando ni reglamento previamente dictado, falta toda razón legal para la imposición de
la multa.

Con la advertencia, además, de que no basta con la existencia del reglamento pre-
vio sino que es preciso inexcusablemente que se trate de un reglamento publicado en
el Boletín Oficial del Estado o en el de la Provincia, como recuerda la sentencia de
22 de junio de 1910:
Para los efectos de la aplicación del artículo 1 del Código civil y vigencia de las disposi-
ciones legales, bajo la denominación genérica de leyes, no se comprenden éstas sino también
los reglamentos, Reales Decretos, Instrucciones, Circulares y Reales Órdenes dictadas de con-
formidad con las mismas por el Gobierno en uso de su potestad. El defecto de falta de publi-
cidad [...] no podra producir la consecuencia de anular el reglamento, pero siempre debe esti-
marse bastante para quitarle eficacia y vigencia, al ser aplicado en materia penal, aunque sea
en orden administrativo.

Las citas anteriores son, desde luego, tardías; pero conste que el principio de la
legalidad en materia sancionadora originariamente no se entendía como reserva
legal, según se expone en el capítulo V de este libro. B A Ñ O (1991, 81 ss.) ha espi-
gado, en efecto, una serie de testimonios doctrinales de mediados del siglo xix que
acreditan que la reserva de ley era ya en aquella época perfectamente conocida,
pero sin llegar a alcanzar lo que hoy llamamos Derecho Administrativo
Sancionador. Así, P O S A D A H E R R E R A admite de forma expresa que el «poder admi-
nistrativo» emita órdenes y decretos que impongan penas pecuniarias; y O L I V Á N ,
en la misma fecha de 1843, excluye igualmente de la reserva legal «lo concerniente
a asuntos locales, y especialmente en materias de buen orden o policía [...] objeto
de reglamentos y bandos particulares o municipales, que pueden dictarse y publi-
carse por las autoridades respectivas». En palabras, en fin, de C O L M E I R O {Derecho
Administrativo español, I, 1850, 83), «algunas veces sucede que los reglamentos
contienen cláusula penal y acaso también que la autoridad administrativa se atri-
buye el derecho de castigar sus infracciones. Estas excepciones se fundan o en una
delegación expresa de la ley o en la necesidad de armar al poder ejecutivo con
facultades coercitivas dentro de los estrechos límites de la policía correccional; y
por esto mismo, si en uso de semejantes atribuciones se impusiese en tal o en cual
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 75

reglamento un castigo mayor que el que señala el Código Penal al mismo delito o
falta, el juez debe aplicar el más leve establecido por la ley y no el más grave
impuesto en el reglamento».

2. PROCEDIMIENTO

A) El procedimiento sancionador se inicia de oficio o por denuncia y supone la


tramitación de un expediente anterior a la resolución en que ésta ha de basarse. La
muy antigua Real Orden de 30 de mayo de 1845 se cuida de deslindar las funciones
resolutorias de las de tramitación previa y denuncia, encomendadas a funcionarios
especializados:

La Reina ha tenido a bien mandar que los comisarios, celadores y agentes de protección
• y seguridad pública se abstengan de imponer por sí multa alguna, debiendo limitarse a dar
parte a quien corresponda de las omisiones que noten [...] y respecto a la policía rural y urba-
na que está a cargo de los alcaldes con arreglo al artículo 74 de la ley de 8 de enero de este
año, se concreten a auxiliar a estas autoridades conforme a lo prevenido en la RO de 30 de
enero de 1844.

B) El procedimiento administrativo sancionador se distingue esencialmente


del proceso criminal, hasta tal punto que podría definirse negativamente advirtiendo
que no se trata de un juicio verbal según recuerdan diversas Decisiones de autori-
zación:
Cuando los alcaldes proceden gubernativamente a la exacción de multas por haber inflin-
gido los multados un bando de policía y buen gobierno, aprobado por la autoridad superior de
la provincia, no tienen necesidad de celebrar para dicha exacción el juicio de faltas [19 de abril
de 1852].
Al imponer y exigir un alcalde una multa en virtud de un bando de buen gobierno apro-
bado por el Gobernador de la provincia, obra dentro del círculo de sus atribuciones sin nece-
sidad de que para la exacción se celebre el juicio de faltas [16 de abril de 1853].

Las consecuencias de esta diferencia saltan a la vista porque el juicio verbal está
rigurosamente regulado en las leyes de enjuiciamiento criminal mientras que el pro-
cedimiento gubernativo carece de regulación propia, salvo escasas y fragmentarias
excepciones, desarrollándose conforme a la práctica y, a todo lo más, sobre la base de
algunos principios elaborados lentamente por la jurisprudencia.

C) La audiencia del interesado no es, inicialmente, un trámite inexcusable pues-


to que, como dice la sentencia de 11 de octubre de 1900, «para la imposición de mul-
tas no es necesaria la audiencia o comparecencia previa del infractor, dado que nin-
gún artículo de la ley municipal exige la expresada formalidad». Ahora bien, a partir
de la Ley de Bases de Procedimiento Administrativo de 1888 y de las reglamentacio-
nes que van sucediéndose, empieza a producirse una jurisprudencia contraria que,
apoyándose en tales bases y reglamentaciones, exige el cumplimiento del indicado
requisito.

D) A mediados del siglo xrx las garantías procedimentales se reducían (y no era


poco) a simples técnicas de control para evitar el fraude de los órganos sancionado-
res. Ya la Real Orden de 16 de abril de 1844 mandó «que los jefes políticos remitan a
este Ministerio un estado mensual de las multas que impongan en el ejercicio de su
76 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

autoridad, ya por disposición propia ya en aplicación de una ley u orden superior».


Disposición tomada de otra más antigua, de 24 de diciembre de 1838, conforme a la
cual (art. 3) «los alcaldes están obligados a dar noticia mensual o por trimestre a los
jueces de primera instancia de las multas que impongan como jueces auxiliares del
poder judicial».
Prevención que se generaliza en el Real Decreto de 18 de mayo de 1853 (tantas
veces citado por otras razones) en los siguientes términos:
6. Los gobernadores y los alcaldes llevarán en papel de oficio un libro foliado y rubri-
cado en todas sus hojas en el cual asentarán por orden numérico todas las providencias guber-
nativas que dicten sobre faltas.
7. De toda providencia gubernativa sobre faltas se dará al interesado una copia autori-
zada por el respectivo secretario, en la cual se expresará el número y folio del libro en que se
halle el original.
8. El gobernador o alcalde que omitiese la obligación de que se trata en el artículo 6 o nega-
re o dilatare la entrega de la copia de que habla el artículo anterior, incurrirá en responsabilidad,
que le podrá ser exigida a instancia de parte o de oficio por el superior jerárquico inmediato.

3. P A G O DE LA MULTA

La mejor garantía contra la arbitrariedad y abusos en la imposición de multas con-


sistía, con todo, en la determinación de que no podían ser satisfechas en metálico sino
en papel especial de pagos, evitando así en su raíz la posibilidad de que el órgano
infractor se quedase con su importe: lo que con toda evidencia podía ser un impor-
tante estímulo sancionador sin beneficio alguno para el Tesoro.
Este papel sellado, denominado de multas, fue creado por el Real Decreto de 8 de
mayo de 1851, cuyas disposiciones han estado vigentes prácticamente durante más de
un siglo, puesto que han seguido aplicándose en lo sustancial hasta las generaciones
presentes. Cada pliego se hallaba dispuesto de modo que pudiera cortarse en dos par-
tes, una superior y otra inferior. En la primera debía estampar la autoridad el origen o
motivo de la multa, su importe, la ley, decreto o instrucción en cuya virtud se impo-
nía, su fecha, el nombre del multado y, por último, el número que correspondía a la
multa; cuidando de observar una numeración sucesiva en todas las respectivas a cada
año, y así había de entregarse al interesado para su resguardo. Mientras que la segun-
da, con iguales notas, se conservaba por la autoridad como comprobante y garantía de
su disposición.
El artículo tercero del citado Real Decreto prohibía a todas las autoridades civi-
les, militares, eclesiásticas o de cualquier otra clase, imponer o recaudar multas en
metálico. La infracción de este mandato suponía la comisión de un delito de los pre-
venidos en los artículos 326 y 327 del Código Penal.
A la vista de unas declaraciones tan rotundas pudiera suponerse que esta cuestión
ha tenido que ser siempre pacífica. Y, sin embargo, no ha sido así, como se comprue-
ba repasando la jurisprudencia dictada al efecto, sobre todo en las llamadas decisio-
nes de autorización para procesar, que curiosamente han recaído con significativa fre-
cuencia sobre este punto.
á) La de 6 de junio de 1859 es positiva, es decir, se concede la autorización para
procesar a un Alcalde que había cobrado una multa en metálico porque «la exacción
de multas en metálico está prohibida y constituye un delito común, cuya persecución
y castigo corresponde a los tribunales ordinarios». Y la de 17 de julio de 1859 en tér-
minos similares aunque más explícita declara:
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 77

Visto el RD de 27 de marzo de 1850, dictando reglas para procesar a los gobernadores de


provincia, corporaciones y funcionarios dependientes de su autoridad por los hechos relativos
al ejercicio de sus funciones administrativas.
Visto el articulo 53 del RD de 8 de agosto de 1851, haciendo reformas en la venta del
papel sellado en que se dispone que el que exija multas en metálico se considerará compren-
dido en los artículos 326 y 327 del Código Penal.
Considerando que el Alcalde ha obrado fuera de las facultades que la ley municipal le atri-
buye y, por consiguiente, no son aplicables al caso las disposiciones del RD de 27 de marzo
por no haber obrado en el ejercicio de sus funciones.

b) Pero más abundantes son las decisiones denegatorias de la autorización para


procesar por entender que no se ha cumplido el tipo penal o por mediar alguna causa
de justificación.

— La denegación se razona en la decisión de 12 de octubre de 1859 en los


siguientes términos: «Considerando que no existe la exacción de multas en metáli-
co puesto que aparece plenamente justificado que P. entregó el importe de la suya
para que el alguacil comprare el papel por no poder salir a la calle, lo que verificó
inmediatamente. Considerando que naturalmente se deduce de esto que falta el deli-
to que se trata de perseguir y no procede en su consecuencia la causa formada al
Alcalde».
— Y en circunstancias similares la de 9 de noviembre de 1860: «justificada la
carencia de papel de multas en el pueblo, no puede constituir delito la medida suple-
tona de entrega en metálico el importe de la multa al encargado de la expedición del
papel, haciendo que éste le dé un recibo ínterin no se provea del papel correspon-
diente».

Circunstancia eximente, por su parte, es la de imponer la multa por mandato del


Gobernador Civil, como advierte la Resolución de 20 de febrero de 1859 (y luego la
de 13 de noviembre de 1861): «no puede exigir responsabilidad por actos que se eje-
cuten en virtud de obediencia debida a la autoridad legítima».
c) De la misma forma que se deniega también la autorización para procesar al
Alcalde que ha incumplido el requisito formal de no expedir certificación de la multa
impuesta, ya que —como declara la Decisión de 13 de noviembre de 1861— «aun
cuando el Alcalde hubiere contraído la responsabilidad por negativa a dar testimonio
o copia de la imposición de la multa, debería exigírsele por su superior jerárquico
inmediato y no criminalmente por los Tribunales de Justicia».

4. IMPUGNACIÓN

El artículo 187.1 de la Ley municipal de 1877 establecía, como es sabido y de


acuerdo con la tradición anterior, una doble posibilidad impugnatoria: «por la vía
administrativa o por la judicial». Dualidad que ha provocado durante casi un siglo
constantes vacilaciones prácticas y una amplia Jurisprudencia resumida, por ejemplo,
en el Real Decreto Sentencia (RDS) de 3 de junio de 1909:
El artículo 187 de la ley municipal no puede entenderse de modo que defiera a la
opción del particular que reclama contra la multa la facultad exorbitante de variar los lími-
tes legales de las competencias respectivas de la Administración y la Justicia; sino que la
disyuntiva expresada en tal artículo ha de referirse a la diversidad de materias y la separa-
ción consiguiente de jurisdicciones, que con ocasión de la multa pueden surgir según acón-
78 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tezca que el interesado impute responsabilidad a la autoridad, que abusiva e ilegalmente


impusiere el correctivo, o que impugne el motivo, la forma, la procedencia o la cuantía de
la multa, dentro del ordenado ejercicio de las facultades propias de la Administración, en
su jerarquía.
Si correspondiera a los Tribunales la primera de estas dos especies de reclamaciones, no
cabe atribuirles el conocimiento de la impugnación que hizo el reclamante, contradiciendo la
razón y oportunidad de la corrección impuesta.
Esta misma doctrina fue aplicada y autorizada en conformidad con el dictamen del
Consejo de Estado en pleno, por el RD de 12 de abril de 1897.

La posibilidad de impugnar las decisiones sancionadoras de los Alcaldes en vía


gubernativa ante el Gobernador es una constante que aparece desde las primeras reso-
luciones de competencias:
— En el caso de que el multado se crea haberlo sido injustamente debe recurrir al Jefe
político bajo cuya vigilancia ejercen los alcaldes esta clase de funciones [RDC 6 de junio de
1846],
— La providencia de un Ayuntamiento imponiendo multas gubernativamente, sólo toca
reformarla al jefe político [RDC 26 de enero de 1848].
— Al superior jerárquico, que lo es el gobernador de la provincia, corresponde corregir
de oficio o a instancia de parte, los abusos que los alcaldes cometieren, bien en la imposición
de la multa bien en la cantidad en que ésta consista [RDC 18 de marzo de 1857],

Con la advertencia, además, de que la resolución del Gobernador es susceptible


de un segundo recurso de alzada ante el Ministerio, como resulta de la sentencia de
13 de abril de 1898.
Estas declaraciones de competencia tienen su correspondencia negativa en otras
declaraciones que precisan la incompetencia de los tribunales para tales asuntos,
como aparece ya en el RDC de 7 de diciembre de 1862 y desarrolla con mayor preci-
sión muchos años más tarde la sentencia de 11 de octubre de 1900:
La multa impugnada no es susceptible de revisión en vía contenciosa, ya que por una
parte se halla adoptada en virtud de las facultades discrecionales de la Administración y de
otra no existe derecho alguno lesionado en el demandante, toda vez que la imposición de
penas por infracción de las ordenanzas municipales no tienen más que dos limitaciones,
según el precepto del artículo 77 y del 185 de la ley municipal, a saber: la cuantía de las mul-
tas según la importancia de las poblaciones, y que se acuerden en resolución por escrito y
motivada.

Por lo que se refiere a los supuestos en que proceda la vía contenciosa, hay que
tener en cuenta que debe ir precedida de la consignación del importe de la multa,
como así preceptúa el artículo 9 de la Ley de 25 de junio de 1870.

V. RESPONSABILIDAD PERSONAL

1. E L DISCUTIDO REQUISITO D E L A AUTORIZACIÓN PREVIA

El amplio arbitrio concedido a los Alcaldes para ejercer sus facultades sanciona-
tonas se vio compensado a lo largo del siglo xix por el mecanismo de su responsabi-
lidad personal, que constituía un freno poderosísimo al abuso y a la arbitrariedad. Y
conste que esta posibilidad legal era habitualmente practicada, puesto que en aquella
época no era anómala, antes al contrario, la exigencia de responsabilidades persona-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 79

les, de tal manera que quienes se excedian sabían perfectamente a lo que se exponí-
an, como demuestra una jurisprudencia abrumadora.
La dificultad estaba, con todo, en la desgraciada circunstancia de la dualidad de
controles —gubernativos y judiciales— que producía también aquí una fuerte insegu-
ridad jurídica. El Real Decreto de 27 de marzo de 1850 había establecido, en efecto,
que las irregularidades cometidas por los empleados públicos en el ejercicio de atribu-
ciones administrativas serían corregidas directamente por su superior jerárquico y en
otro caso, tratándose de delitos o faltas, por el Juez. De esta manera se abría un reper-
torio muy variado de posibilidades, cuyo ejercicio estaba, por otra parte, conectado con
el mecanismo de las autorizaciones previas, al que resulta imprescindible, en conse-
cuencia, aludir.
La exigencia de responsabilidad por parte del superior jerárquico no ofrecía a
este propósito dificultad alguna. Pero, en cambio, cuando un Juez pretendía hacer-
lo se cuestionaba la separación de poderes puesto que en el fondo se trataba —o
podía tratarse— de una intromisión del Judicial en el Ejecutivo. El mecanismo de
la autorización previa (independientemente de las disfunciones denunciadas ya por
los contemporáneos, como veremos inmediatamente) suele ser criticado hoy por
quienes ven en ella un privilegio de inmunidad para autoridades y funcionarios y,
por ende, un abuso administrativo inexcusable. Algo de cierto hay en esto, desde
luego, pero el sistema tiene una explicación constitucional y política muy lógica,
que no es lícito desconocer y que puede describirse así: cuando la responsabilidad
es rigurosamente personal, no hay ningún riesgo para la Administración y se con-
cede sin dificultades la autorización para procesar. También puede suceder, no obs-
tante, que la responsabilidad del funcionario no sea rigurosamente personal sino
que involucre a la Administración si es que, por ejemplo, se ha limitado a cumplir
órdenes superiores. En tal caso, resulta explicable que la Administración se reserve
la facultad de autorizar, o no, el procesamiento, puesto que la intervención judicial
recaería de hecho, no ya sobre las personas individuales, sino sobre la Institución,
sobre el Poder Ejecutivo.
Nadie mejor que C O L M E I R O {Derecho Administrativo español, I, 1 8 5 0 , 6 9 - 7 0 ) ha
entendido la situación y expresado en unos comentarios clásicos:
En primer término, porque «nadie sino la administración puede apreciar exacta-
mente el acto de un funcionario público, porque la administración sabe si aquél obe-
deció una orden superior u obraba por su propio impulso, y sólo ella conoce los debe-
res de cada servicio, sus necesidades y sus reglas; y así sólo el gobierno debe exami-
nar la conducta de sus agentes antes de someterlo al fallo de los tribunales, porque
como se supone que el funcionario de la administración no procede del poder ejecu-
tivo, o el ministro aprueba el hecho de su mandatario y cubre con su responsabilidad
la responsabilidad de su subalterno, degenerando la cuestión administrativa en polí-
tica; o la desaprueba, fundado en que el agente obró sin orden o excedió los limites
de sus funciones y entonces abandona a su agente y le entrega a los tribunales para
que le juzguen y castiguen».
Y, en segando lugar, porque la autorización previa es «una garantía eficaz y una
justa protección que el gobierno dispensa a los funcionarios para que no sean moles-
tados ni perseguidos por personas que se obstinan en ver un agravio en tal acto rigu-
roso del funcionario que no es sino el exacto cumplimiento de un deber. Quitada esta
garantía, todos los agentes administrativos quedarían expuestos a las reclamaciones
más insensatas, a los procedimientos más severos y a la susceptibilidad de los tribu-
nales: el temor a ser procesados, encarcelados y sentenciados, sin poder el gobierno
impedirlo, haría que fuesen flojos y tímidos en el desempeño de sus deberes y la
administración se resentiría de la lentitud y languidez de sus miembros».
80 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Dicho esto, veamos con pormenor el repertorio de posibilidades a que antes he


aludido:

A) Ejercicio de actuaciones administrativas con irregularidad que:

a) No suponga delito o falta penales: si el Juez solicita autorización para proce-


sar, debe ser denegada ya que la corrección no corresponde al Juez sino al superior
jerárquico.
La corrección de los excesos que en esta materia puedan cometer los alcaldes correspon-
de al Gobernador como superior jerárquico inmediato y nunca a los Tribunales de Justicia
[Decisión de autorización de 12 de octubre de 1859],

La denegación de la Decisión de autorización de 28 de junio de 1890 es singular-


mente detallada:
Visto el articulo 74 de la Ley de ayuntamientos de 8 de enero de 1845, según el que
corresponde a los Alcaldes cuidar de todo lo relativo a policía rural conforme a las leyes,
reglamentos, disposiciones superiores y ordenanzas municipales. Considerando que al acordar
la imposición de multas hizo uso el Alcalde de las facultades que le concede la Ley municipal
citada, adoptando providencias de policía rural en el círculo de sus atribuciones, y por tanto
cualquier reclamación que estas providencias susciten ha de dirigirse a su inmediato superior
jerárquico en la línea administrativa.

Por lo demás, la cita de denegaciones por esta causa podría hacerse interminable
a lo largo del siglo (OLARIETA, 1990, ha contado 1.797 entre 1850 y 1870):
— La omisión de un Alcalde en castigar una falta no debe considerarse como delito sino
como falta, cuya corrección corresponde en la vía gubernativa al superior jerárquico [Decisión
de autorización de 14 de julio de 1860].
— La falta de cumplimiento de una disposición administrativa no hace aplicable ningún
artículo del Código y procede sólo una corrección administrativa [Decisión de autorización de
15 de julio de 1861]. [Mientras que la de 21 de febrero de 1861 deniega la autorización] por-
que el Alcalde no ha cometido delito alguno penado por el Código y ya había sido castigado
por el Gobernador según correspondía.
— Corresponde a la Administración examinar si las multas impuestas por el alcalde lo
fueron con arreglo a las facultades que a dicha autoridad atribuye la ley municipal [RDC 19
de octubre de 1890].
— Corresponde a la Administración examinar si el alcalde tenía o no facultades para
imponer y exigir gubernativamente las multas, como asimismo si se excedió o no en su cuan-
tía [RDC 18 de abril de 1893].
— Compete a la Administración el conocimiento de los abusos cometidos por un alcal-
de al exigir en metálico determinadas multas y al no justificar la inversión de su importe [RDC
14 de octubre de 1898],
— Corresponde al gobernador de la provincia como superior jerárquico en materia admi-
nistrativa la corrección de la resistencia de un alcalde a expedir certificado del expediente en
que impuso una multa [RPC 7 de abril de 1900],
— Corresponde a las autoridades administrativas si un alcalde se excedió en sus atribu-
ciones al imponer una multa para castigar determinada falta prevista en las Ordenanzas del
pueblo [RDC 7 de septiembre de 1909],

b) Supone un delito o falta. Su corrección corresponde al Juez penal, pero éste


ha de contar con una autorización administrativa previa, que será otorgada por el
superior jerárquico.
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 81

Así lo hace, por ejemplo, la Decisión de 29 de diciembre de 1958 a propósito


del artículo 49 del Reglamento para los empleados del ramo de montes y plantí-
os de 24 de marzo de 1846, conforme al cual «las personas sorprendidas en fla-
grante contradicción de ordenanza serán conducidas ante el Alcalde del pueblo en
cuyo término municipal se hubiere cometido el exceso para que se les imponga la
pena correspondiente si el daño causado fuera de menor cuantía o en otro caso
formen las primeras diligencias, pasándolas después al Juzgado». En el caso de
autos, el guarda había procedido a la imposición directa de la multa, por lo que se
solicitó autorización para procesar por delito de exacciones ilegales, que fue con-
cedida porque «el guarda mayor se excedió de sus facultades al exigir las canti-
dades, que recibió faltando a las prescripciones de la ordenanza y reglamentos de
montes, imponiendo penas arbitrarias, puesto que no estaba legitimada su exac-
ción».
Y todavía más claro es el supuesto de la Decisión de 28 de septiembre de 1860:

considerando que el Alcalde se excedió de sus facultades imponiendo un arresto de vein-


tidós horas por desobediencia y que por lo tanto deben seguirse las actuaciones contra el
mismo por el indicado hecho, a fin de imponerle en su vista las responsabilidades a que haya
lugar con arreglo al Código.

B) Irregularidades cometidas fuera del ejercicio de actuaciones administrativas.


En estos supuestos no es precisa la autorización previa. Por consiguiente, si es
solicitada, lo que procede no es ni la concesión ni la denegación sino la declaración
de innecesariedad. Así lo hace la Decisión de 5 de enero de 1859.
considerando que el hecho por el que se dirige el procedimiento contra el Alcalde es una falta
o negligencia en el desempeño de las funciones judiciales que le son propias, como delegado
o auxiliar de la jurisdicción ordinaria; y considerando también que es por lo mismo evidente
que en el caso actual ha podido proceder libremente el Juez, cual lo ha verificado contra el
Alcalde sin solicitar la autorización, con arreglo al artículo 7.° del RD de 27 de marzo de 1850,
que establece que cuando el hecho por el que se procesa a un funcionario no sea relativo al
ejercicio de atribuciones administrativas, procederá libremente el Juez a lo que en justicia haya
lugar sin más formalidad que dar aviso al Gobernador de la provincia.

E igualmente la de 17 de octubre de 1959 en razón de que, habiéndose impuesto


la multa enjuicio de faltas, «no obró el Alcalde en el ejercicio de sus funciones admi-
nistrativas sino judiciales».
El procedimiento seguido al efecto era, en verdad, complicado puesto que —tal
como aparece descrito en la Decisión de 12 de febrero de 1859—, había que solicitar
informe a las Secciones de Gracia y Justicia y Gobernación del Consejo de Estado y
someter lo consultado a la aprobación de la Reina, comunicándose luego al
Gobernador por Real Orden que finalmente fue publicada.
La circunstancia de que la inmensa mayoría de las Decisiones de este tipo se refie-
ran a Alcaldes refleja el hecho de que eran éstos quienes con mayor habitualidad y
amplitud ejercían actividades sancionadoras. Aunque tampoco debe olvidarse que en
sus actuaciones podían provocar fácilmente una cierta ambigüedad —con la consi-
guiente multiplicación de conflictos— en razón de su doble condición de agentes
gubernativos y de funcionarios judiciales, en ambos casos con facultades represoras;
lo que con frecuencia provocaba confusión, máxime cuando, sobre todo en los pue-
blos pequeños, no se guardaban estrictamente los cauces procesales que, en último
extremo, servían para identificar formalmente en cuál de las dos condiciones se esta-
ba actuando. A esta ambigüedad alude la Decisión de 9 de diciembre de 1858 cuando
82 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

advierte que «para decidir si un alcalde obró como dependiente del orden gubernati-
vo o del judicial no se debe atender a la intención y ánimo del mismo sino a la índo-
le o naturaleza de las funciones que haya ejercido».
Sea como fuere, algunos autores (como P A R A D A en su agudo y temprano traba-
jo sobre «Obstáculos a la responsabilidad penal de los funcionarios públicos», RAP,
n.° 31, 1960, 95-149) han detectado en esta figura de la exigencia de autorización
previa una barrera protectora de los empleados públicos; lo que no era cierto en sen-
tido estricto puesto que, como acaba de verse, la represión la ejercía el superior
jerárquico. Lo que sucede es que en la imagen social —que además solía coincidir
con la realidad— se daba por supuesto que la única corrección justa había de pro-
ceder de los jueces. Tendencia que a fines de siglo logró penetrar en la
Jurisprudencia de conflictos, de tal manera que, marginada la técnica autorizatoria,
cuando las autoridades judiciales y gubernativas pugnaban por la competencia
represora sobre un funcionario, empezaron a preponderar las resoluciones en favor
de aquéllas, aunque fuera al precio de romper los esquemas consolidados a lo largo
de la segunda mitad del siglo xix, y de quebrar la doctrina anterior de las decisio-
nes de autorización.
Así se ve ya en el Real Decreto de Competencias de 25 de marzo de 1893, con-
forme al cual corresponde a la autoridad judicial el conocimiento de la causa suscita-
da contra un alcalde por haber cobrado en concepto de multas determinadas cantida-
des, aplicándolas a sus propios.
Y el Real Decreto de Competencias de 27 de junio de 1901 resuelve la compe-
tencia en favor de los Tribunales para conocer de una causa seguida contra un Alcalde
por haber percibido multas en metálico. Decisión que, por contradecir otras anterio-
res, merece ser transcrita literalmente en lo sustancial:
AL hacer recaudaciones de las multas en metálico, ni las providencias que las imponen
aparecen ejecutadas ni los interesados tienen la garantía que la ley les otorga para justificar en
todo tiempo la exacción de la cantidad que por tal concepto se les reclama, por cuya razón este
hecho puede ser constitutivo de un delito de defraudación a un particular, el cual está atribui-
do al conocimiento de los Tribunales del fuero común.
EL castigo de tales hechos no está reservado por ley alguna a los funcionarios de la
Administración, porque si bien es cierto que la Ley del Timbre establece correcciones guber-
nativas por las infracciones que de la misma se cometan, tales correcciones, por lo que al pre-
sente caso se refieren, estarán limitadas a las que fueran procedentes, por no aparecer cumpli-
da la providencia que impuso la multa; pero no pueden hacerse extensivas esas concesiones a
la defraudación cometida con el interesado a quien la multa le fue impuesta.

Desde finales de siglo, sin embargo, estas contradicciones quedaron paliadas a


través del mecanismo de las cuestiones prejudiciales, que buena parte de los Reales
Decretos citados entienden así a la hora de atribuir la competencia a la
Administración: esta atribución significa simplemente que el Gobernador tiene que
pronunciarse con carácter previo, pero ello no evita la posterior intervención de los
Tribunales si es que efectivamente ha existido delito. Por ello —en los términos del
RDC de 19 de octubre de 1890— «la resolución administrativa que se dicte puede
influir en el fallo que los Tribunales hubieren de pronuncian). O, en palabras del de
18 de abril de 1893, «es indudable que a la Administración corresponde resolver pre-
viamente estas cuestiones, que pueden influir en el fallo que en su día dicten los
Tribunales encargados de la justicia penal». Y, en la expresión más rotunda y precisa
del de 14 de octubre de 1898, «existe, por tanto, una cuestión previa de la que puede
depender el fallo de los Tribunales acerca de la responsabilidad criminal en que pueda
haber incurrido el alcalde».
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 83

2. FUNCIONAMIENTO REAL

Nunca podrá entenderse bien el Derecho Administrativo Sancionador del siglo


XDC si se prescinde del mecanismo de la responsabilidad personal de los agentes
públicos, que, de hecho, suponía una garantía formidable contra la arbitrariedad admi-
nistrativa y caciquil en una época en que las garantías procedimentales eran rudimen-
tarias y se carecía de un régimen jurídico satisfactorio. En estas circunstancias, la
amenaza de una responsabilidad personal actuaba como un freno tan poderoso, que
hubiera bastado para paralizar todas las actuaciones sancionadoras a no mediar la con-
tramedida de la autorización previa.
En comparación con él, el régimen jurídico actual se encuentra aceptablemente
desarrollado y permite prever la anulación de las sanciones ilegales; pero, sin embar-
go, no es tan protector como el antiguo, por asombroso que parezca. Y la explicación
es muy sencilla: hoy es impensable el control suficiente de la actividad administrati-
va sancionadora. La Administración sabe que si aplica diariamente (como es el caso
real) docenas de miles de sanciones ilegales, una parte de ellas serán luego anuladas
por los Tribunales; pero sólo una parte mínima, puesto que no llegan al uno por mil
las que se impugnan, de tal manera que las otras novecientas noventa y nueve se hacen
firmes. Y quienes así actúan —y de ordinario declaran sus intenciones sin rubor algu-
no— permanecen impunes. En el siglo pasado, en cambio, no resultaba fácil anular
una sanción ilegal (dadas la flexibilidad de su régimen y las limitaciones del control
jurisdiccional), pero la amenaza —nada remota, por cierto— de una responsabilidad
personal ejercida por el Juez operaba con una fuerza disuasoria enorme. Porque lo que
verdaderamente disuade es la responsabilidad personal y no las condenas a la
Administración, que es rica y ajena.
La experiencia demuestra que nada importa a las autoridades y funcionarios el
que la Administración resulte condenada una y mil veces por sus actos, mientras
que indefectiblemente se toman muy en serio la mera posibilidad de que se les exija
responsabilidad personal. Porque las autoridades y funcionarios sólo son valientes
y aun temerarios cuando disparan con la «pólvora del rey», que a ellos nada cuesta
y con la que nada arriesgan. Y esto, aun contando con que la realidad suele ser muy
distinta de las previsiones legales. Concretamente, el sistema de las autorizaciones
previas supuso ciertamente una amenaza efectiva para los alcaldes, que psicológi-
camente fue muy eficaz; pero no menos cierto es que más eficaz fue a la hora de
impedir que los funcionarios y autoridades fueran judicialmente perseguidos.
O L A R I E T A ( 1 9 9 0 , 2 5 9 - 2 6 0 ) ha transcrito el estremecedor testimonio de Rodríguez
Camaleño, senador y magistrado del Tribunal Supremo, quien en el debate parla-
mentario de 1860 pronunció las siguientes palabras: «Un juez, cualquiera que sea
su rango, si se le excita a que proceda en contra de un agente de la administración,
para firmar el primer auto temblará calculando los peligros a que le expone el pro-
cedimiento [...]. Sabe que estos agentes subalternos de la Administración Pública
tienen siempre el apoyo de su autoridad superior. La consecuencia puede imaginar-
se: sólo los jueces de gran integridad tienen el coraje suficiente de solicitar la auto-
rización para procesar y, por otra parte, nada más fácil para los gobernadores civi-
les que posponer la autorización cuando las circunstancias del caso hacen inviable
la denegación». Según el mismo Rodríguez Camaleño, en 1862 nada menos que dos
mil causas estaban paralizadas ante las Audiencias en espera de la autorización soli-
citada.
Y en 1876 el diputado Ruiz Capdepón, en un contexto similar, afirmaba^ «Poco
importa que en la Constitución se señalen los derechos y deberes de los españoles si
estos derechos están a merced de los funcionarios públicos, y éstos, cuando cometan
84 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

un delito, no pueden, desde luego, ser llamados a responder ante los tribunales de jus-
ticia». Unas palabras y una situación que pretenden ser una advertencia para la debi-
da inteligencia de todo lo que ha de venir. El cuerpo de este libro contiene un análi-
sis cerradamente jurídico, y aun parcialmente dogmático, del Derecho Administrativo
Sancionador actual; pero para llegar al fondo de las cuestiones es imprescindible con-
templarlas desde la inquietud y con la curiosidad propias de una perspectiva realista,
que quiere decir viva.
CAPÍTULO III

LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN

SUMARIO: I. La potestad punitiva única del Estado y sus dos manifestaciones. 1. La potestad sancio-
nadora de la Administración: existencia, justificación y limites. 2. Las potestades represivas de la
Administración, de los Tribunales y del Estado. 3. Una explicación alternativa desde una perspectiva inde-
bidamente abandonada.— II. La potestad punitiva de la Comunidad Europea y su incidencia sobre los
Estados nacionales. 1. La potestad sancionadora comunitaria: variedades y áientes normativas. 2. Derecho
comunitario penal y Derecho comunitario sancionador. 3. Hacia un Derecho Administrativo Sancionador
de la Unión Europea. 4. El segundo círculo del ejercicio de la potestad. 5, Limites comunitarios al ejerci-
cio de la potestad sancionadora nacional.—III. Fraccionamiento de la potestad estatal. 1. Comunidades
Autónomas. 2. Entes locales. 3. Entes institucionales y corporativos. 4. Órganos no administrativos. S. El
articulo 127.1 de la LAP.—IV. El ejercicio de la potestad. 1. Facultades básicas. 2. Ejercicio faculta-
tivo. 3. Condiciones formales de ejercicio. V Control judicial y titularidad de la potestad sanciona-
dora. 1. Jurisdicciones intervinientes. 2. Legitimación. 3. Búsqueda judicial de una cobertura legal
adecuada. 4. Anulación sin absolución. S. Alteración de la sanción. 6. El control judicial y la titulari-
dad de la potestad sancionadora.

La alusión a las potestades administrativas proporciona una base muy sólida al


Derecho Administrativo Sancionador puesto que así queda anclado en el ámbito cons-
titucional del Estado superando los planteamientos habituales tradicionales, más rudi-
mentarios, que buscaban su justificación dogmática en la sanción, en el ilícito o, a
todo lo más, en la organización administrativa. En el principio de todo Derecho
Público están una potestad y un Ordenamiento. Y cabalmente porque existen una
potestad administrativa sancionadora y un ordenamiento jurídico administrativo san-
cionador es por lo que puede hablarse con propiedad de un Derecho Administrativo
Sancionador.
Si la existencia de una potestad sancionadora de la Administración sólo ha sido
puesta en duda, entre nosotros, de forma ocasional, su legitimidad, en cambio, siem-
pre ha sido muy controvertida. Tradicionalmente venía siendo considerada como una
emanación de la Policía y desde allí se ha ido evolucionando hasta llegar a la tesis que
hoy es absolutamente dominante, a saber: la potestad administrativa sancionadora, al
igual que la potestad penal de los Jueces y Tribunales, forma parte de un genérico
«ius puniendi» del Estado, que es único aunque luego se subdivide en estas dos mani-
festaciones. En la elaboración teórica del dogma de la potestad punitiva única del
Estado han participado conjuntamente el Tribunal Supremo y el Tribunal
Constitucional, con una notoria prioridad cronológica del primero, a quien luego el
segundo ha seguido en este punto fielmente. Pero tampoco conviene olvidar que la
rotundidad del Tribunal Supremo se ha reafirmado aún más después de haber com-
probado que su postura era aceptada por el Tribunal Constitucional.
La tesis de la potestad punitiva única del Estado y de sus dos manifestaciones es
sumamente ingeniosa, resuelve con suavidad los rechazos ideológicos que inevitable-
mente provoca la mera potestad sancionadora de la Administración y, sobre todo, resul-
ta de gran utilidad en cuanto que sirve para proporcionar al Derecho Administrativo
Sancionador un aparato conceptual y práctico del que hasta ahora carecía. Mentos y
[85]
86 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ventajas que no autorizan, sin embargo, a desconocer sus aspectos negativos: desde el
punto de vista teórico la tesis es muy frágil (a cuyo efecto basta pensar en la existen-
cia de potestades sancionadoras residenciadas en estructuras supraestatales y en otras
no territoriales e incluso no administrativas); mientras que desde el punto de vista ope-
rativo se viene utilizando de forma incongruente en cuanto que se subordina el ejerci-
cio de la potestad administrativa a las autoridades judiciales) y se le nutre jurídica-
mente de los principios del Derecho Penal y no de los del Derecho público estatal como
sería lo lógico si se fuera coherente con el presupuesto de partida.
Parece necesario, por tanto, introducir en la postura dominante no pocas correc-
ciones: unas de carácter sistemático-operativo (como la vinculación directa del
Derecho Administrativo Sancionador al Derecho público estatal) y otras de carácter
conceptual, centradas en la recuperación de la fibra administrativa del Derecho
Administrativo Sancionador que, como su mismo nombre indica, es en primer tér-
mino Derecho Administrativo, enfatizando particularmente el hecho de que la
potestad sancionadora es un anejo de la potestad o competencia material que actúa
de matriz. Lo cual significa que no es necesario remontarse siquiera al Derecho
público estatal ni existe una subordinación por naturaleza al Derecho Penal sino que
ésta es meramente coyuntural y técnica: el Derecho Administrativo Sancionador
toma en préstamo los instrumentos que le proporciona el Derecho Penal sencilla-
mente porque le son útiles por causa de su maduración más avanzada y de su supe-
rioridad teórica.

I. LA POTESTAD PUNITIVA ÚNICA DEL ESTADO


Y SUS DOS MANIFESTACIONES

1. LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N :
EXISTENCIA, JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES

En España siempre se ha considerado obvia la existencia de una potestad sancio-


nadora de la Administración compatible con otra similar propia de los Tribunales de
Justicia. Esta es una situación totalmente generalizada que se arrastra desde el Estado
absolutista, aunque en algunos países de Europa se alteró profundamente durante el
constitucionalismo decimonónico provocando un eclipse de las facultades adminis-
trativas sancionadoras al otorgar al Juez el monopolio de su ejercicio. A partir de la
Primera Guerra Mundial volvió a oscilar, sin embargo, el péndulo de la Historia res-
tableciéndose las potestades administrativas tradicionales, que hoy se encuentran en
una cota de intensidad más alta incluso que la que alcanzaron en los momentos más
exacerbados del Estado de Policía. Entre nosotros algunos autores —y muy singular-
mente P A R A D A — han manifestado su disconformidad con esta evolución y atacado
duramente tales potestades administrativas, que a su juicio únicamente deben corres-
ponder a los Tribunales, de acuerdo con un sistema judicialista histórico y de Derecho
comparado, que indudablemente idealizan en extremo.
Pero el proceso es irreversible y la Constitución de 1978 ha legitimado de forma
expresa su existencia, provocando un amargo comentario de PARADA (1982,20): «nin-
guna Constitución española, desde 1812 hasta aquí, se había atrevido a reconocer y
santificar el poder punitivo de la Administración como lo ha hecho el artículo 25 de
la de 1978 [...]. Este reconocimiento, insólito en el Derecho Constitucional compara-
do, ha originado que las sanciones administrativas [...] hayan salido del régimen de
tolerancia constitucional [...] se trataba antes de un poder administrativo en precario,
aceptado como una necesidad transitoria, pero que permitía mantener la esperanza de
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 87

reconducirlo al Poder Judicial común. Ahora, la Constitución lo ha sacralizado y


aquella ilusión se ha desvanecido». Comentario que DEL REY (1990,45) acota con la
observación de que «probablemente no sea posible en una sociedad avanzada, con un
intervencionismo estatal creciente y necesitado de unas mayores posibilidades de
inmediatez y eficacia, defender un sistema judicialista puro por lo que se refiere a la
potestad para sancionar. Si ello se admite, parece más conveniente la posición que
estima que la constitucionalización de dicha potestad en los términos realizados por
el artículo 25, puede ser una vía inmejorable para configurar claramente sus límites».
A partir de la Constitución es ya absolutamente habitual en la doctrina y juris-
prudencia el reconocimiento de la potestad sancionadora de la Administración, a la
que no vacilan tampoco en aludir algunas leyes, empezando por la de Bases de
Régimen Local y otras sectoriales como la de 26 de diciembre de 1987, cuyo artícu-
lo 1.1 declara que su objeto «es la regulación de la potestad sancionadora de la
Administración Pública en materia de juegos de envite, suerte o azar».
Sea como fuere, el hecho es que ya nadie puede seguir rompiendo lanzas en defen-
sa de un Poder Judicial cuyas ventajas y bellezas únicamente existen en la imaginación
de sus caballeros anclantes. La realidad es que los Jueces, desbordados por el trabajo, se
baten en retirada y hoy se está generalizando el proceso de despenalización en España
como en el resto del mundo. Otra cosa no puede ser. El Legislador español, como el del
resto de Europa, sabe perfectamente que si se hiciesen realidad los sueños iniciales de
PARADA y G A R C Í A DE E N T E R R Í A , se colapsaría de inmediato la Administración judicial
( S O R I A F E R N Á N D E Z y MAYORALES, 1 9 8 8 , 2 5 6 ) o habría que multiplicar por diez mil (sic)
la plantilla judicial ( R O D R Í G U E Z D E V E S A , Derecho Penal. Parte General, 1 9 8 5 ) .
En la actualidad el artículo 127.1 de la LPA se ha preocupado de establecer unos
límites muy concretos al ejercicio de la potestad sancionadora referidos a la posibili-
dad de su ejercicio («cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con
rango de ley»), al Derecho material («de acuerdo con lo establecido en este título») y
al procedimiento («con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio»).
Independientemente de todo esto, lo que parece claro en cualquier caso es que,
después de la Constitución, las cuestiones de la existencia y límites de la potestad san-
cionadora ya no pueden seguir manteniéndose desde la vieja perspectiva del Código
Penal, sino que han de remontarse a un plano más elevado presidido por los nuevos
principios constitucionales que, aun no siendo radicalmente novedosos, obligan a un
reexamen total de la materia.
Desde la perspectiva jurisprudencial, la STS de 8 de octubre de 1988 (Ar. 7453;
Reyes) reconoce de forma expresa la potestad sancionadora de la Administración, que
convive con la que ejercen los Tribunales:
La Administración, que resignó en los Tribunales muchas de sus potestades represivas,
conservó en sus manos —como señala la doctrina— un evidente poder penal residual, al mar-
gen de teorías sobre división o separación de poderes y funciones. Nuestra Norma Básica ha
constitucionalizado esta potestad.

Los términos de esta sentencia no son, sin embargo, demasiado felices puesto que
la Administración ni resigna ni conserva potestad alguna, al ser esto competencia de
la Ley y aun de la Constitución; pero la cita es significativa. Mucho más afinada
resulta, con todo, a este respecto la sentencia anterior del Tribunal Constitucional
77/1983, de 3 de octubre:
No cabe duda que en un sistema en que rigiera de manera estricta y sin fisuras la división
de los poderes del Estado, la potestad sancionadora debería constituir un monopolio judicial y
88 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

no podría estar nunca en manos de la Administración, pero un sistema semejante no ha fun-


cionado nunca históricamente y es lícito dudar que fuera incluso viable, [...]. Siguiendo esta
línea, nuestra Constitución no ha excluido la existencia de una potestad sancionadora de la
Administración, sino que, lejos de ello, la ha admitido en el artículo 25.3, aunque, como es
obvio, sometiéndole a las necesarias cautelas, que preserven y garanticen los derechos de los
ciudadanos.

Curiosa resulta también la erudita advertencia que aparece en la STS de 21 de


junio de 1 9 8 5 (Ar. 4 9 0 9 ; Martín del Burgo), conforme a la cual «la independencia de
la potestad administrativa sancionadora respecto del proceso penal, cuyo origen,
como es sabido, arranca del Derecho francés, modelo para el nuestro en éste como en
otros tantos aspectos». Es muy probable que el «como es sabido» se refiera a una afir-
mación anterior de G O N Z Á L E Z P É R E Z ( 1 9 6 5 , 1 2 8 ) : «como tantos otros principios juris-
prudenciales, el de la independencia de la potestad administrativa sancionadora y el
proceso penal tiene sus orígenes en el Derecho francés. De allí lo toma nuestra doc-
trina y de ésta pasa a la jurisprudencia».
Recuérdese, sin embargo, que la propia existencia de la potestad sancionadora de
la Administración no es obvia, ni mucho menos y que hay incluso un autorizado sec-
tor de la doctrina que tiende a negarla (PARADA) o a reducirla al estricto límite de lo
doméstico ( G A R C I A DE ENTERRIA). Desde el punto de vista del Derecho positivo,
LAVILLA A L S I N A ( 1 9 7 7 , 4 8 3 ) observaba correctamente antes de la Constitución que
«no hay en nuestro Ordenamiento Jurídico una norma general que habilite a la
Administración para compeler coactivamente al cumplimiento de deberes administra-
tivos y sancionar las infracciones que produzca. Hay, sí, múltiples supuestos de habi-
litación especial que invisten a la Administración de potestad coactiva y sancionado-
ra». La Constitución no se pronuncia explícitamente sobre el particular, pero a partir
de ella ya no parece razonable seguir negando la existencia de tal potestad.
En los manuales de Derecho Administrativo aparece ordinariamente la sanciona-
dora dentro de los repertorios de potestades administrativas como también figura de
forma expresa en el artículo 4 de la Ley de Bases de Régimen Local. Su justificación
suele encontrarse en la insatisfactoriedad actual de la Justicia penal (de lo que nos
ocuparemos inmediatamente). La citada STC 77/1983, de 3 de octubre, acumula a tal
propósito tres razones:

la conveniencia de no recargar en exceso las actividades de la Administración de Justicia como


consecuencia de ilícitos de gravedad menor, la conveniencia de dotar de una mayor eficacia al
aparato represivo en relación con este tipo de ilícitos y la conveniencia de una mayor inme-
diación de la autoridad sancionadora respecto de los hechos sancionados.

Comentando esta sentencia, GARBERI (1989, 55) considera que las dos razones que
el Tribunal Constitucional ha añadido a la de siempre «no parecen de recibo porque la
primera [eficacia del aparato represivo estatal] resultaría técnicamente inadecuada, y la
segundadla mayor inmediación...] nos parece incomprensible [...]. [En definitiva] dada la
exclusividad jurisdiccional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en su sentido positivo,
sólo a la Jurisdicción corresponde la sanción de las conductas antijurídicas; y el que ésta
sea ineficaz es consecuencia de las míseras partidas presupuestarias recibidas por la
Administración de Justicia en medio siglo [.„] y de una obsoleta legislación procesal».
La cita anterior debe ser considerada como un simple botón de muestra de la
copiosa bibliografía que entre nosotros ha surgido en torno a la existencia, justifica-
ción, ventajas, desventajas y causas del moderno auge de la potestad sancionadora de
la Administración. A todo ello me remito en bloque, puesto que, desde la perspectiva
de este libro, no vale la pena reiterar de nuevo lo que ya se ha escrito mil veces ni rea-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 89

brir polémicas ideológicas ni, mucho menos, faltar el respeto a la nostalgia que pro-
duce un pasado que se supone mucho mejor.
El problema actual no es el de la existencia de la potestad administrativa sancio-
nadora, y ni siquiera el de su justificación, sino mucho más sencillamente el de su
juridificación. No se trata ya (en otras palabras) de devolver a los Jueces potestades
indebidamente detentadas por la Administración sino conseguir que ésta ofrezca en
su ejercicio las mismas garantías que los Jueces y procesos penales. Y así, la «despe-
nalización» de las materias se corresponde con una «jurisdiccionalización» de los
procedimientos y garantías. O dicho de otra manera (igualmente común en la doctri-
na y en la jurisprudencia): admitida e indiscutida la existencia de la potestad sancio-
nadora de la Administración, lo verdaderamente importante es fijar con precisión los
límites de su ejercicio. En los términos de la STC 77/1983, de 3 de octubre, el artícu-
lo 25.1 de la Constitución no se ha limitado a reconocer simplemente tal potestad, sino
que se ha preocupado de establecer sus límites, que son:

a) la legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una


norma de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sanciona-
torios en manos de la Administración presentan; b) la interdicción de las penas de privación de
libertad, a las que puede llegarse de modo directo o indirecto a partir de las infracciones san-
cionadas; c) el respeto de los derechos de defensa, reconocidos en el artículo 24 de la
Constitución, que son de aplicación a los procedimientos que la Administración siga para la
imposición de sanciones, y d) finalmente, la subordinación a la autoridad judicial.

Límites que —sigue diciendo la sentencia— «de manera directa se encuentran


contemplados por el artículo 25 de la Constitución y que dimanan del principio de
legalidad de las infracciones y de las sanciones».
Esta enumeración no es, desde luego, afortunada —como ya puso de relieve S A N Z
G A N D A S E G U I ( 1 9 8 5 , 6 7 - 7 0 ) — , aunque no hay que olvidar lo temprano de su fecha,
que impedía al Tribunal lograr la necesaria perspectiva. Lo esencial es, con todo, que
se reconoce la existencia de límites, cualesquiera que sean, como contrapeso al ejer-
cicio de la potestad sancionatoria, y cuya eficacia real puede ser muy grande desde el
momento en que —según se puntualiza— «estos límites, contemplados desde el
punto de vista de los ciudadanos, se transforman en derechos subjetivos de ellos y
consisten en no sufrir sanciones sino en los casos legalmente prevenidos y de autori-
dades que legalmente puedan imponerlas».
Pese a todas estas dificultades interpretativas, la situación actual es, sin duda,
mucho más clara que la anterior a 1978. En el Derecho preconstitucional los límites
de la potestad sancionadora de la Administración no se establecían obviamente desde
la Constitución sino desde una perspectiva muy distinta, a saber, desde el artículo 603
del Código Penal, que, como sabemos, presuponía la existencia de una potestad admi-
nistrativa tanto municipal como general. A cuyo propósito, C A R R E T E R O y C A R R E T E R O
(1992, 121) pusieron en duda, muy acertadamente, la constitucionalidad de este pre-
cepto en cuanto que admitía, sin más, una potestad sancionadora real y formalmente
independiente.
La Ley Orgánica 3/1989, de 21 de junio, de reforma del Código Penal tiene, sin
embargo, una opinión muy diferente —y desde luego mucho más favorable— de la
validez del Código y de sus límites, al indicar en su Exposición de Motivos que
en general, el conjunto de conductas que se despenalizan no tiene otro carácter que el técni-
camente conocido como infracciones de policía. La posibilidad de que tales comportamientos,
u otros de análoga entidad, sean sancionados mediante ordenamientos o bandos es perfecta-
mente ajustabte a las garantías constitucionales, en cuanto a los derechos personales, y a las
90 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

competencias de las autoridades administrativas, desde la Administración central a los entes


locales.

TOLIVAR ( 1 9 8 9 , 2 7 0 - 2 7 3 ) atacó luego esta posición con frases durísimas («des-


propósito», «frivolidad») que no parecen demasiado justas y sean quizás el resultado
de una interpretación infiel al texto. Además, la cuestión es tan compleja que no
puede despacharse con una invocación indiscriminada al principio de legalidad y, en
cualquier caso, no vale la pena seguir insistiendo en ella, puesto que ha pasado a la
historia una vez que se ha derogado el polémico artículo 603.

2. L A S POTESTADES REPRESIVAS DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N ,
DE LOS TRIBUNALES Y DEL E S T A D O

La coexistencia paralela de dos potestades sancionadoras —la penal y la admi-


nistrativa— no constituye, por lo demás, novedad alguna en el Derecho español, pues-
to que entre nosotros siempre ha sido así. Ahora bien, la constatación de la existencia
de estas dos potestades paralelas ha admitido dos interpretaciones muy diferentes: o
bien se trata de dos potestades independientes y con igualdad de rango o bien la judi-
cial es originaria y de ella se deriva la administrativa con rango complementario y
hasta auxiliar. La primera postura es la tradicional, mientras que la segunda aparece
mucho más recientemente, al calor de un sector de la doctrina (encabezado por
G A R C Í A DE ENTERRÍA), y ha sido acogida por el Tribunal Constitucional como antes
por el Supremo: «de modo originario el ejercicio de las facultades inherentes a la
potestad estatal de castigar corresponde a los Tribunales de Justicia según al respecto
preceptúa el articulo 1 d e la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde no se contra-
pone Jurisdicción a Administración en punto a posibles facultades de represión puni-
tiva sino Jurisdicción ordinaria a Jurisdicciones especiales y sólo en un ámbito limi-
tado y complementario, en función de hacer viables los principios de autoridad y eje-
cutividad, la ley penal admite compatibilidades con fuentes administrativas de sanción
[...]; con lo cual la potestad reglamentaria de la Administración [...] no implica potes-
tad originaria de castigar» (STS 2 de noviembre de 1981; Ar. 4720; Botella).
La dependencia de la potestad administrativa sancionadora respecto de la potestad
punitiva de los Tribunales es, sin peijuicio de lo que inmediatamente se precisará, una
constante en nuestro Derecho y trasciende del órgano que la desarrolla a los cuerpos
jurídicos que las regulan, es decir, que salta de la dialéctica política Administración y
Jueces a la dialéctica científica Derecho Administrativo y Derecho Penal. Por decirlo
con las palabras de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 9 1 , 1 3 4 ) , «el estudio de las san-
ciones administrativas ha de hacerse siempre buscando el contraste con la legislación
penal. Ningún sentido tiene estudiar aquella figura en solitario. Cualquier intento de
solución y, por supuesto, su ponderación y estudio, no puede llevarse a cabo sin tener
en cuenta las fórmulas penales». De aquí, por otra parte, las repercusiones directas que
en el Derecho Administrativo Sancionador han de tener las modernas corrientes des-
penalizadoras. Porque cuando un ilícito se despenaliza no es, de ordinario, que deja de
ser ilícito sino que deja de ser ilícito penal para convertirse en ilícito administrativo.
Por ello, el principio de mínima intervención penal, inspirador de la Ley Orgánica
3 / 1 9 8 9 , de 2 1 de junio, de actualización del Código Penal, ha supuesto —en la misma
proporción— una revitalización de las infracciones administrativas y así es como hay
que entender las elocuentes palabras de su Exposición de motivos:

Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención
minima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para justificar aquellos com-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 91

portamientos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuada-


mente más que con el recurso a la pena.

Con esta reconocida dependencia se hacía, además, tolerable la existencia de una


potestad administrativa que repugnaba a tantos y, además, se facilitaba la aplicación a ella
de los principios del Derecho Penal. Dogmáticamente podía considerarse incluso como
una solución plausible y ponderada. Pero este equilibrio se ha roto con una última cons-
trucción dogmática, rigurosamente actual, conforme a la cual y superando la fase teórica
anterior, ambas potestades se configuran como ramas o «manifestaciones» de una uni-
dad superior: el «ius puniendi» del Estado o, como también se dice, el ordenamiento
punitivo del Estado. Esta es una declaración trascendental del Tribunal Constitucional en
su sentencia 18/1981 —infinitas veces reiterado luego— de 8 de junio:

los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho
administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo
del Estado, tal y como refleja la propia Constitución (artículo 25, principio de legalidad) y una
muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo (SS de 29 de septiembre, 4 y 10 de
noviembre de 1980, entre las más recientes), hasta el punto de que un mismo bien jurídico
puede ser protegido por técnicas administrativas o pendes.

El alcance de este ius puniendi genérico aparece descrito en la STS de 4 de junio


de 1986 (Ar. 4612; Bruguera) en la que se alude a «todo derecho de carácter sancio-
nador, esto es, tanto al Derecho penal común como al especial, tanto al Derecho penal
general como al Derecho Sancionador Administrativo [...] por ser natural que el
Estado, en el ejercicio de su potestad punitiva, sea cual sea la jurisdicción o campo en
el que se produzca, venga sujeto a unos mismos principios».
La tesis de la unidad superior del poder punitivo o del ordenamiento punitivo del
Estado es, en definitiva, una construcción genuinamente jurisprudencial, puesto que
la Constitución no la autoriza por sí sola. La ampliación que a tal efecto se hace del
artículo 25 es notoria, y en cuanto al Tribunal Supremo sus declaraciones fueron ini-
cialmente titubeantes, como no podía ser menos a la vista de la trascendencia de lo
que se estaba diciendo y más si tenemos en cuenta que la tesis se va elaborando len-
tamente y en determinados aspectos desde antes de la Constitución.
La sentencia de 14 de junio de 1989 (Ar. 4625; Sánchez Andrade) insiste en el
origen jurisprudencial de la tesis, así como en su fecha temprana, aunque no se atre-
ve a hablar de una potestad única superior y común sino de afinidad de potestades; lo
que obviamente no es lo mismo: «La afinidad de la potestad sancionatoria de la
Administración con el ius puniendi del Estado ha llegado a calar desde temprana
época en la doctrina jurisprudencial». O, en los términos de la sentencia de 5 de julio
de 1985 (Ar. 3604; Sánchez-Andrade), «no debe olvidarse que [...] entre las sancio-
nes administrativas y las contempladas por el Derecho penal existe un notable parale-
lismo, aunque no identidad».
«Afinidad» y «paralelismo» dicen las sentencias que acaban de ser transcritas; un
concepto que subraya, por sí mismo, la falta de identidad, tal como ha explicado R E B O L L O
(1989, 443-444): «la potestad sancionadora, por el hecho de estar atribuida a la
Administración, no puede ya considerarse como un medio de realización abstracta de la
justicia ni pueden predicarse de las sanciones las justificaciones de la pena, como la retri-
bución del daño o la reeducación o reinserción social». Y más concretamente todavía: «El
bien jurídico protegido cumple en Derecho Penal una función de criterio hermenéutico
para la comprensión de la norma. Desde el punto de vista del Juez constituye no el valor
que ha de proteger sino un elemento del tipo delictivo contenido en una norma que ha de
aplicar. Por el contrario, en las normas que establecen infracciones administrativas el bien
92 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

jurídico protegido coincide con el mismo interés público que persigue toda la actuación
de la Administración en la materia [...]. De aquí se deduce la necesidad de contemplar la
potestad sancionatoria, no aisladamente sino en el marco de la concreta actuación admi-
nistrativa en que se desenvuelve afectada por los principios de ésta, como una potestad
que tiene la misma finalidad y los mismos limites que toda la acción en la materia y que
impregna los principios penales que han de presidirla, como poder represivo que es, con
los caracteres del sector de intervención pública en el que se integra».
Estas observaciones denuncian inequívocamente la presencia de un elemento
caracterizador genuino de la potestad administrativa sancionadora que le distingue
sustancialmente de la correlativa potestad penal, ya que en aquélla —a diferencia de
lo que sucede en ésta— se trata de un anejo o complemento de las facultades mate-
riales de gestión, a cuyo servicio están para reforzar su cumplimiento eficaz con
medidas represoras en caso de desobediencia.
Independientemente de lo anterior, el hecho es que las relaciones entre las potes-
tades punitivas de la Administración y de los Jueces casi nunca han sido pacíficas. El
Poder del Estado ha mostrado siempre su predilección por el aparato sancionador de
la Administración (en razón de su pretendida eficacia), mientras que el Estado de
Derecho se ha inclinado por la acción de los Tribunales (en razón de las mayores
garantías que ofrece a los ciudadanos). Vistas así las cosas, es claro que las tensiones
han de ser inevitables y en el siglo xix en algunos paises, como Francia, se planteó la
cuestión de forma alternativa, de tal manera que, considerando ambas potestades
incompatibles, se optó por la solución judicial con exclusión de la administrativa.
El caso español íue distinto como se ha expuesto ya en el capítulo segundo y recor-
dado hace un momento. Entre nosotros convivieron ambas potestades en términos de
ecuación de suma constante, es decir, que cuando aumentaba la competencia de la potes-
tad administrativa, había de reducirse la judicial en proporción equivalente, y viceversa.
Los detractores de la potestad administrativa sancionadora le reprochan su par-
cialidad, lo rudimentario de su régimen jurídico y la ausencia de garantías jurídicas.
Lo primero es indiscutible; lo segundo es cierto, aunque sin llegar a la caricaturesca
imputación de «prebeccarianismo» y, en cuanto a lo tercero, el procedimiento admi-
nistrativo sancionador ofrece unas garantías formales más que suficientes y, además,
la posibilidad de una instancia revisora judicial. La polémica sobre las ventajas y des-
ventajas de los dos sistemas es un puro maniqueísmo ideológico y únicamente puede
abordarse con seriedad desde una perspectiva histórica coyuntural concreta. En la
actualidad la cuestión no se plantea como una alternativa sino como acciones parale-
las con un decidido predominio de la administrativa, aunque no tanto por razones de
confianza política como de eficacia y rapidez. El Estado no dispone de jueces sufi-
cientes, pero sí de bastantes funcionarios administrativos.
Sea como fuere, la convivencia es hoy más pacífica que nunca. Si los Jueces se
han visto obligados a desalojar en beneficio de la Administración parcelas que hasta
ahora venían ocupando, el Derecho Penal se ha visto compensado con un aumento
espectacular de su influencia sobre el Derecho Administrativo Sancionador. La solu-
ción integradora que hoy priva —o sea, la integración de ambas potestades en la puni-
tiva del Estado y de ambos Derechos en uno público punitivo estatal— apunta hacia
una superación definitiva de contradicciones centenarias; aunque bien es verdad que
esta fórmula apenas si es, de momento, algo más que un puro formalismo, dado que
no se realiza en pie de igualdad sino —como ha declarado el Tribunal Constitucional
según tendremos ocasión de comprobar con detalle en otro momento— mediante la
«subordinación» de las decisiones administrativas a las Autoridades penales.
Jerarquía que, si se interpretase en sentido estricto, pondría en peligro el equilibrio del
sistema y haría dudosa su viabilidad.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 93

A la vista de cuanto queda dicho, fácil es percatarse ya de la complejidad de las


relaciones entre las potestades punitivas de la Administración y de los Tribunales, que
ha provocado un cierto confusionismo conceptual, cuyo esclarecimiento exige una
mayor precisión de planteamientos, como va a intentarse a continuación:

A) El primer elemento es el de la existencia de una potestad administrativa san-


cionadora propia: pendularmente admitida o negada según la ideología de cada
momento. En la actualidad, y como ya sabemos, la postura dominante consiste en su
reconocimiento a la par que la que corresponde a los Tribunales, como manifestacio-
nes ambas de un metanormativo, y un tanto mítico, ius puniendi del Estado.

B) El indicado reconocimiento —que sólo muy a regañadientes algunos autores


han terminado aceptando— viene, no obstante, condicionado por una salvedad tras-
cendental, a saber, la de la subordinación del ejercicio de esta potestad a la autoridad
judicial. Afirmación tan enfática como ambigua, que importa examinar con cuidado.

a) Porque, si con ella se está diciendo que los actos administradores sancionato-
rios están sujetos al control de los Tribunales contencioso-administrativos, es una
obviedad simplista, dado que éste es el régimen general de todos los actos (y disposi-
ciones) administrativos, que a nadie se le ha ocurrido nunca excepcionar para el ámbi-
to sancionador. Cuando la Jurisprudencia insiste en este punto, está, de hecho, destro-
zando un «estúpido maniqueo» (en sentido orteguiano) que ella misma se ha creado.
b) La cuestión no está, pues, en las relaciones entre Administración sancionado-
ra y Tribunales contencioso-administrativos (cuya articulación «subordinada» es evi-
dente) sino en las relaciones entre aquélla y los Tribunales penales. Una precisión que
no siempre se hace y de cuya ausencia tanta confusión se produce. Porque, si bien es
cierto que tanto unos como otros son «Autoridad judicial», es claro que sus naturalezas
son completamente diferentes. Entonces, ¿a cuál de estos órdenes se estaba refiriendo
el Tribunal Constitucional al imponer la «subordinación a la Autoridad judicial»? ¿Qué
es lo que puede justificar la intromisión del Juez en una actividad administrativa típica?

No se puede descartar, desde luego, una referencia exclusiva a los Tribunales con-
tencioso-administrativos (como entiende la sentencia que acaba de ser transcrita); pero
ya he dicho que eso sería una simpleza obvia. Ahora bien, la inclusión de su subordi-
nación a los Tribunales penales —si se admite tal extensión— ha de tener un alcance
completamente diferente, dado que la eventual subordinación no operaría ya en el
ámbito del control a posteriori sino, de manera mucho más tenue, en el del non bis in
idem. Dicho con otras palabras: la potestad administrativa sancionadora no está en
modo alguno subordinada materialmente a la potestad punitiva penal aunque, desde
una perspectiva procesal —y no siempre, como veremos en su momento—, su ejerci-
cio aparezca condicionado por el ejercicio previo de la potestad punitiva jurisdiccional.
Al hacer estas afirmaciones no desconozco, desde luego, que en nuestro Derecho
positivo, al menos en algunos aspectos, tal subordinación es una realidad que, por
otra parte, no resulta fácil explicar. Porque en el sistema español, asentado sobre una
separación rigurosa de poderes de corte francés, los Tribunales ordinarios (penales)
en modo alguno deberían incidir sobre la esfera administrativa, cuyo control está
reservado a los Tribunales contencioso-administrativos, de acuerdo con un compro-
miso sellado el siglo xix y que parecía intangible. Vistas así las cosas, la subordina-
ción de la actividad administrativa sancionadora a una Jurisdicción distinta de la con-
tencioso-administrativa implica una ruptura de tal compromiso, que ha de provocar,
además, un enfrentamiento entre el Juez contencioso, que es el señor natural de la
94 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Administración, y el Juez penal, que es un intruso al que sólo con dificultades se le


puede asignar un lugar dentro del sistema.
Es muy probable que esta situación, heredada del siglo pasado, sea consecuencia
de la trasposición parcial que se ha hecho en España del sistema francés. En Francia,
como a partir de la Revolución las potestades sancionadoras pasaron íntegramente a
los Jueces, la actuación del Juez penal era obvia. En España, en cambio, fiieron rete-
nidas en manos de la Administración; pero a la hora de establecer una «subordina-
ción» se acudió por mimetismo al modelo francés del Juez penal sin percatarse de la
incongruencia que esto suponía para nosotros.
Hechas estas aclaraciones finales, podemos pasar ya a la exposición de un nuevo
análisis del llamado ius puniendi del Estado.

3. U N A EXPLICACIÓN ALTERNATIVA DESDE UNA PERSPECTIVA I N D E B I D A M E N T E


ABANDONADA

La rotundidad con que actualmente se ha impuesto la tesis de la unidad punitiva


del Estado —y la integración dentro de ella de la potestad sancionadora de la
Administración como afín de la potestad penal y subordinada a ella— no autoriza, sin
embargo, a olvidarse por completo de otras explicaciones alternativas, aunque sólo
sea por lo venerable de su antigüedad y por la tenacidad con que sobreviven a pesar
de las tendencias opuestas dominantes.

A) Tal es el caso, concretamente, de la tesis policial, conforme a la cual la potes-


tad sancionadora es un corolario imprescindible de la potestad de policía de que dis-
pone la Administración. Independientemente de lo que se dirá en el capítulo siguien-
te a propósito del Derecho Penal de Policía, en el capítulo segundo, al estudiar la his-
toria española, ya vimos, en efecto, cómo las sanciones administrativas han constitui-
do siempre un simple capítulo del Derecho de Policía, de tal manera que donde hay
Policía aparecen las sanciones y hasta puede afirmarse que las sanciones son el pilar
sobre el que se asienta la Policía, puesto que sin ellas no podría ser efectiva.
La consecuencia de estos orígenes es que en España —como fuera de ella—
durante todo el siglo xix y buena parte del XX siempre se ha considerado el Derecho
Administrativo Sancionador como un capítulo del Derecho de Policía. Y tan enraiza-
da se encuentra esta postura que todavía se repite inercialmente por un sector de la
doctrina y de la jurisprudencia. Como testimonio de la primera es de recordar a DE LA
M O R E N A (1989b) —a quien veremos luego defendiendo también la segunda variante
de esta misma tesis— cuando observa que «a la actividad administrativa de policía,
que es inherente a cualquier Administración por liberal que ésta sea o se proclame, le
son inherentes a su vez las notas de coactividad y de generalidad (art. 8.1 del Código
Civil) y mal podría hacerse efectiva esta coactividad si se le privara a la
Administración de su potestad sancionadora». Y para la Jurisprudencia, valga de
ejemplo la sentencia de 14 de junio de 1989 (Ar. 4625; Llórente):

como ya ha declarado esta Sala en ocasiones anteriores, corresponde a la Administración la


potestad sancionadora. no como privilegio sino como instrumento normal para el cumpli-
miento de sus fines, en orden a la satisfacción de los intereses generales, dentro de la función
de policía [...].

Para el Tribunal Supremo es ciertamente muy cómodo el refugiarse en la Policía


—y, mejor todavía, en el Orden Público— cuando no tiene mejores argumentos para
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 95

legitimar la potestad sancionadora genérica de la Administración, como sucede en la


sentencia de 2 de diciembre de 1972 (Ax. 5110; Cordero de Torres) —«la potestad
gubernativa de alcance sancionatorio se encuentra [...] en la Ley de Orden Público»—
o en la de 1 7 de junio de 1 9 7 5 (Ar. 2 3 5 8 ; Martín del Burgo), duramente criticada por
ello por B E R M E J O ( 1 9 7 5 ) .
Esta oposición doctrinal a servirse del Orden Público como de un deus ex machi-
na, capaz de explicar y de justificar por sí mismo y sin mayores razonamientos el fun-
damento de la potestad sancionadora de la Administración (la «trivialización del
Orden Público», en la certera expresión de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ) , se ha visto
coronada recientemente por el esfuerzo de R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 4 4 5 ss.) al teorizar la
tajante negativa a ver en la Policía el fundamento de tal potestad. Este autor no niega,
ciertamente, las íntimas conexiones que median entre Policía y sanción administrati-
va («las sanciones tienen el mismo fin que toda la policía», «son dos medios com-
plementarios y distintos dirigidos a idéntico fin»); pero ello no permite confundir
cosas que son radicalmente diferentes, dado que la Policía pretende garantizar un
orden y, en su caso, restaurarlo, mientras que las sanciones «infligen un mal que no
restablece el orden [...], limitándose a castigar el hecho; no imponen al administrado
infractor una conducta no perturbadora o que consista en reparar el daño o restituir las
cosas a su estado anterior». De aquí que, en definitiva, haya que «negar a la sanción
el carácter de verdadero medio policial y la idea de reconducir la potestad sanciona-
dora al poder de policía [así como] negar que pueda invocarse aquí el fundamento
jurídico y la peculiaridad de la policía». Tesis que también puede utilizarse de forma
reversible y no menos contundente a nuestros efectos, como aparece en la STS de 25
de abril de 1 9 9 1 (Ar. 3 0 8 3 ; García Manzano) en la que se nos explica que en algunos
Reglamentos, entre ellos el de Espectáculos Públicos, o Leyes, como la 1 0 / 1 9 9 1 , de 4
de abril, sobre potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos

coexisten dos órdenes de reglas o medidas en manos de la Administración con potestad inter-
ventora en el sector, siquiera a veces no aparezcan en las normas suficientemente deslindadas,
cuales son: a) las sanciones propiamente tales, de signo pecuniario (multas) o de otro conte-
nido restrictivo de derechos o intereses de los administrados, dirigidas a reprochar los ilícitos
administrativos que aquellas normas tipifican con la adecuada cobertura legal, y b) las medi-
das de policía, que no sanciones, encaminadas a la vigilancia sobre las necesarias y previas
autorizaciones administrativas.

B) La invocación de la Policía o del Orden Público como causa justificadora de


la potestad sancionadora de la Administración puede ser considerada actualmente
como un anacronismo; pero ello no evita que subsista una duda inquietante a propó-
sito de lo que en el fondo no es sino una reformulación de la vieja tesis: quien tiene
la potestad de ordenar, de mandar y prohibir, ha de tener también la potestad de san-
cionar, como potestad aneja e inseparable de la anterior, dado que sin la segunda
parece que la primera ha de resultar inoperante. Este es un sentimiento firmemente
asentado en la conciencia jurídica y que la experiencia abona puesto que sin sanción
la orden se convierte en letra muerta. A ello hace referencia la sentencia de 14 de
diciembre de 1 9 8 4 (Ar. 9 4 6 6 ; Martínez San Juan) cuando advierte que si la ley «con-
fiere a la Administración funciones de vigilancia [...] le está apoderando implícita-
mente de potestades sancionatorias». Y ésta es también la postura inequívoca del
Tribunal Constitucional, quien —a propósito de la distribución competencia! sancio-
nadora entre Estado y las Comunidades Autónomas (que se examinará con detalle en
el epígrafe 111,1 de este mismo capítulo donde aparecerán testimonios jurisprudencia-
les reiterados)— ha declarado repetidas veces que la potestad normativa de establecer
96 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

deberes y obligaciones «implica también la de prever sanciones en caso de incumpli-


miento» (STC 149/1991, de 4 de julio).
Esta opinión subyace, más o menos soterradamente, en toda la Jurisprudencia,
aflorando a veces de manera esporádica pero inequívoca, como en la STS de 11 de
abril de 1990 (Ar. 3318; Hernando), en la que, citando otras anteriores, recuerda que
«la potestad administrativa sancionadora de la Administración, dentro de la función
de policía en el sentido clásico de la palabra [...] se dirige a los ciudadanos como tales,
a consecuencia de un acto ilícito, tipificado por la ley como infracción de su manda-
to en la posición general que a todos nos comprende».
De esta manera tenemos una explicación alternativa a la hoy tan de moda de la
unidad del ius puniendi del Estado, puesto que justifica la potestad sancionadora de
la Administración en otras potestades de la misma, de las que seria un anejo o coro-
lario necesario; o en otras palabras: la potestad administrativa sancionadora forma
parte ínsita de la competencia de gestión. Con lo cual podría construirse un sistema
menos rígido y menos dogmático. Concebida la potestad sancionadora de la
Administración como una potestad aneja a la potestad de regular y de ejecutar la
actuación pública en determinadas materias, adquiere mayor sustantividad y flexibili-
dad; aunque, eso sí, sin desvincularse de las reglas constitucionales y penales, de las
que no podría separarse para no romper la coherencia de la acción pública, pero sin
llegar, por ello, a ser una emanación o simple manifestación del ius puniendi del
Estado ni, mucho menos, de las potestades penales.
La conexión entre el Ordenamiento jurídico y la sanción administrativa (en cuanto
que ésta existe para garantizar el mantenimiento de aquél) es un fenómeno natural inclu-
so para los más acérrimos defensores de las potestades sancionadoras (no estrictamen-
te penales) de los Jueces. «La finalidad última de este poder sancionador de la
Administración —escribe SUAY ( 1 9 8 9 , 2 0 ) , utilizando, como antes PARADA, la expresión
«poden> y no la de «potestad»— es la de garantizar el mantenimiento del propio orden
jurídico mediante la represión de todas aquellas conductas contrarias al mismo. Es,
pues, un poder de signo represivo que se acciona frente a cualquier perturbación que en
dicho orden se produzca.» Para añadir a renglón seguido que no es un poder exclusivo
de las Administraciones Públicas, dado que «la totalidad de los jueces encuadrados en
la jurisdicción penal dispone de uno semejante, si no idéntico». Y G A R C Í A DE ENTERRÍA
( 1 9 7 6 , 4 0 2 ) constata que «todos los ministerios tienen, paralelamente a su competencia
gestora, una competencia sancionadora en relación con las mismas materias».
El concepto de la sanción administrativa como medio de ejecución del cumpli-
miento de los deberes impuestos a los ciudadanos es común en el Derecho francés y ha
sido pormenorizadamente desarrollado por M O U R G E O N ( 1 9 6 7 , 2 0 1 - 2 3 9 ) . Y lo mismo
puede decirse del Derecho italiano, aunque aquí se observa —como ha indicado Rossi
VANNINI ( 1 9 9 0 , 1 1 5 - 1 1 8 ) — una evolución hacia el abandono de la tradicional concep-
ción ejecutiva de la potestad sancionadora de la Administración (es decir, como una
medida de autotutela) a favor de una concepción más neutral, más jurisdiccional, más
objetiva en la imposición y más atenta a la reacción defensiva del ciudadano.
Entre nosotros, sin embargo, ha sido Luis DE LA M O R E N A (1988, 2 ss.) quien con
mayor lucidez y radicalidad ha sostenido esta postura, sintetizada así: «allí donde el
Ordenamiento jurídico-administrativo, a través de cualquiera de las innumerables nor-
mas que lo integran, imponga un mandato a los administrados o habilite expresamente
a la Administración para que, en directa aplicación de las mismas, se lo imponga, allí
habrá que entender implícita una correlativa potestad de sanción para el caso de que
dicho mandato sea incumplido; y ello, aunque tal incumplimiento concreto no aparez-
ca expresamente previsto o tipificado como infracción administrativa sancionable, ya en
la misma norma que lo impuso, ya en otra, inseparablemente conectada a ella y garan-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 97

te de la misma. Sería absurdo, por contradictorio e incongruente, que estándole permi-


tido a una norma, más exactamente, al órgano competente para dictarla, imponer man-
datos de obligatorio cumplimiento a los administrados, en servicio del interés público,
el incumplimiento por éstos de tales mandatos tuviese que quedar impune, simplemen-
te porque al autor de la norma sustantiva infringida se le hubiese olvidado conectar a
ésta otra norma garante o sancionadora, en la que tal infracción o incumplimiento fuese
ya recogido o tipificado por separado como supuesto de hecho sancionable». A cuyo
propósito, y a mayor abundamiento, recuerda que la ejecución de la potestad expropia-
toria no necesita habilitación legal alguna cuando se trata de la ejecución de planes de
obras y servicios, puesto que aquélla va implícita o es anejo en ésta.
En resumidas cuentas, la postura de nuestra doctrina es aquí singularmente incon-
gruente. Porque, por un lado, enfatiza el rango constitucional de la atribución de la
potestad —o al menos su reconocimiento legal expresa—; mientras que, por otro, a la
hora de la verdad admite su existencia como potestad refleja o complementaria de la
actividad administrativa ordinaria de aplicación de normas y de gestión de intereses
públicos. Explicación que —como acaba de decirse y subrayarse— ha terminado
haciendo suya el Tribunal Constitucional cuando ha querido reconocer esta potestad
a las Comunidades Autónomas. En tal ocasión, y viendo que no encontraba por nin-
guna parte un asidero constitucional para admitir su existencia con carácter genérico,
no ha vacilado en acudir a la teoría de la anejidad de la potestad sancionadora respecto
de las competencias materiales atribuidas a las autonomías. Lo curioso del caso, sin
embargo, es que luego se ha resistido a extender tal tesis a supuestos que no afecta-
ban a las Comunidades Autónomas, quizás porque fuera de ellas no opera el compo-
nente político propio de estas cuestiones.
Como quiera que sea, desde el punto de vista técnico estamos hablando ya de una
atribución implícita de la potestad, que es una figura habitual en el Derecho
Constitucional —e importada, por cierto, del extranjero— que ahora ha empezado a
extenderse al Derecho Administrativo como remedio flexibilizador a la exigencia
rigurosa de una atribución legal. Cuando se establecen dogmas rígidos que nada tie-
nen que ver con la realidad, es inevitable que aparezcan válvulas de escape que impi-
dan una congestión o estallido total del sistema. El legislador español nunca ha con-
siderado necesario proceder a este tipo de atribuciones expresas, cuya exigencia es
relativamente moderna, y harto discutible, en nuestro Derecho. El ejemplo de la
moderna Ley de Bases de Régimen Local, que realiza una atribución de este tipo, es
más bien raro y refleja muy bien el espíritu sistemático y aun profesoral que inspira
toda la ley. El caso más conocido es el de la potestad expropiatoria que efectivamen-
te viene siendo atribuida tradicionalmente por ley. Pero, si bien se mira, lo que con
ello se pretendía no era tanto realizar una atribución (por entender que de otra forma
no existiría) como, mucho más simplemente, precisar los entes u órganos administra-
tivos concretos que habían de ejercer una potestad cuya existencia se daba por supues-
ta e indiscutible. Es decir, que el objetivo de las prevenciones de la Ley de
Expropiación Forzosa no es tanto el atribuir la potestad a la Administración y a sus
entes territoriales como el indicar que sus entes territoriales carecen de ella. Y tan es
así, que si no existiera un precepto de este tipo, nadie hubiera discutido nunca que la
Administración tuviera dicha potestad, sino que la consecuencia del silencio legal
hubiera sido entender que todos los entes administrativos (y no sólo los territoriales)
podían ejercerla.
En definitiva, aunque la Constitución nada hubiera dicho, no por ello cabria negar
la existencia de la potestad. Ésta es la tesis de Luis DE LA MORJENA, quien ha gastado
mucho ingenio y muchas páginas (1989b) en justificar que la atribución implícita de
potestad a la Administración se puede referir también a la sancionadora.
98 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En otro lugar de este libro se explicarán con más detalle las consecuencias jurídi-
cas de una eventual atribución implícita de potestad, cuya aceptación no debe produ-
cir, por lo demás, alarma alguna si se distingue debidamente entre tipificación de
infracciones y tipificación de sanciones, puesto que sin un desarrollo expreso de esta
última no cabe imponer sanciones concretas. En otro orden de consideraciones, tam-
bién ha de comprobarse en el epígrafe siguiente cómo en el Derecho Comunitario
Europeo se acepta sin ninguna dificultad la atribución implícita de la potestad san-
cionadora, que se deduce de una interpretación generosa de los artículos 5 y 172 del
Tratado de la Unión Europea.

II. LA POTESTAD PUNITIVA DE LA COMUNIDAD EUROPEA


Y SU INCIDENCIA SOBRE LOS ESTADOS NACIONALES

De acuerdo con las concepciones dominantes he venido hablando hasta ahora del
poder punitivo único del Estado, que —dejando a un lado la rama represiva judicial
penal— es la matriz de una serie de potestades administrativas sancionadoras subje-
tivamente individualizadas (de la Administración del Estado, de las Comunidades
Autónomas, de los Entes locales, corporativos e institucionales) que serán examina-
das en el epígrafe siguiente. Todas ellas constituyen efectivamente el objetivo de lo
que con absoluta propiedad se denomina Derecho Administrativo Sancionador; pero
conste que no agotan, ni mucho menos, las actividades sancionadoras jurídicamente
relevantes, dado que, junto a ellas, existen, por citar sólo las más importantes, las san-
ciones en Derecho Canónico, en Derecho Internacional y, sobre todo, por lo que ahora
interesa, en Derecho Comunitario europeo. En definitiva, potestades sancionadoras
que corresponden a entes no estatales y que, por consecuencia, superan por los cua-
tro costados ese ius puniendi del Estado que la dogmática convencional califica con
ingenuo estatocentrismo de único. Ni que decir tiene, sin embargo, que aquí no voy a
ocuparme de ellas, puesto que su tratamiento desbordaría el objeto de un libro que
deliberadamente viene acotado por la palabra «Administrativo» de su título. Ahora
bien, prescindiendo de estas premisas metodológicas, conviene dedicar unas páginas
a la potestad punitiva de la Comunidad Europea, no sólo por la integración de España
en ella sino por la incidencia que ejerce sobre la que corresponde a los Estados nacio-
nales, tal como vamos a ver inmediatamente. Exposición que va a desarrollarse en tér-
minos deliberadamente sumarios porque las cuestiones y soluciones puntuales pro-
pias de este Derecho se irán exponiendo en los lugares del libro en las que se traten
de forma especial, dado que lo que verdaderamente nos importa no es el Derecho
comunitario europeo sancionador —que para eso están los libros generales, como el
de N I E T O M A R T Í N — sino sus conexiones teóricas y prácticas con el Derecho español.

1. LA POTESTAD SANCIONADORA COMUNITARIA: VARIEDADES Y FUENTES NORMATIVAS

La primera y más original característica de esta potestad es la variedad y calidad


de sus destinatarios o sujetos pasivos, tan numerosos y heterogéneos como los
siguientes: a) los Estados miembros; b) las propias instituciones comunitarias; c) los
particulares nacionales de los Estados miembros; y d) países terceros y sus naciona-
les. Siendo de advertir, no obstante, que por razones sistemáticas obvias aquí sólo va
a tratarse de los comprendidos en la letra c).
La existencia de la potestad sancionadora de la Comunidad Europea está por enci-
ma de cualquier duda. Lo que sucede, sin embargo, es que su reconocimiento norma-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 99

tivo, aun siendo inequívoco, resulta bastante confuso en razón del fraccionamiento de
los textos. Prescindiendo de la abortada Comunidad Europea para la Defensa —cuyo
Tratado de 1952 y Protocolos adicionales prestaban lógicamente una apreciable aten-
ción a las materias sancionadoras y disciplinarias—, el artículo 229 (antes 172) del
Tratado de la Unión Europea (versión consolidada), modificando parcialmente la
redacción original del Tratado de la CEE, determina actualmente que:

los reglamentos adoptados conjuntamente por el Parlamento Europeo y el Consejo, y por el


Consejo en virtud de las disposiciones del presente Tratado, podrán atribuir al Tribunal de
Justicia una competencia jurisdiccional plena respecto de las sanciones previstas en dichos
reglamentos.

Como puede verse, se trata de tres declaraciones independientes: por un lado, el


reconocimiento genérico —e implícito— de la potestad de la Comunidad Europea
para establecer sanciones en sus reglamentos; segundo, la posibilidad de imponer san-
ciones concretas; y tercero, la posibilidad de que sea su Tribunal de Justicia quien
revise jurisdiccionalmente las sanciones impuestas. Pero se silencian aspectos tan
importantes como la determinación de quién puede imponer las sanciones concretas
(si los órganos de la Comunidad o de los Estados nacionales, o ambos) y la regula-
ción de la ejecución de las sanciones caso de que hayan sido impuestas por los órga-
nos de la Comunidad.
Nótese, además, que, a la vista de la dicción literal de este artículo 229, debe
entenderse que el Tratado únicamente reconoce (si bien de manera implícita) los
reglamentos como fuente hábil para prever sanciones. Y, sin embargo, la situación
general es diferente. En el artículo 183 (antes 87) del Tratado, y dentro de un capítu-
lo dedicado a «normas sobre la competencia», se declara que «las disposiciones a que
se refiere el apartado primero tendrán especialmente por objeto: a) garantizar la
observancia de las prohibiciones mencionadas en los artículos 85.1 y 86 mediante el
establecimiento de multas y multas coercitivas». El reconocimiento de la potestad es
aquí, pues, explícito en lo que se refiere a materias de competencia —a diferencia del
reconocimiento meramente implícito de la fórmula general del artículo 229—, pero
no se refiere sólo a reglamentos, sino también a directivas, dado que en el apartado 1,
al que se remite el 2, se habla literalmente de «reglamentos o directivas». Bien es ver-
dad que la norma que hasta ahora ha venido usándose ha sido únicamente el regla-
mento; pero cabe también acudir a la directiva: al menos en este ámbito concreto.
Admitida en cualquier caso la solución reglamentaria, aún está por determinar si
la legitimación normativa corresponde a los Reglamentos del Consejo y de la
Comisión o solamente a los que emanan de aquél. La STJ de 27 de octubre de 1992
(caso 2 4 0 / 9 0 ) se ha pronunciado en favor de la potestad normativa sancionadora de la
Comisión. Lo que V E R U A E L E ( 1 9 9 3 ) ha criticado duramente tanto por razones políti-
cas (la composición del Consejo permite una mayor y más directa intervención de los
Estados miembros) como jurídicas, en cuanto que esto supone una relajación absolu-
ta del principio de legalidad y, sobre ello, una extralimitación de las competencias
asignadas a la Comisión en el Tratado. Pero para el Tribunal la cosa es clara; las dis-
posiciones sancionadoras no se encuentran entre los elementos esenciales a decidir
por el Consejo en los casos de delegación y, por ende, pueden ser establecidas por la
Comisión como una de sus disposiciones de ejecución.
La legitimación normativa originaria de la potestad sancionadora de la Comunidad
Europea podría encontrarse también en una interpretación amplia del artículo 308
(antiguo 235), conforme al cual «cuando una acción de la Comunidad resulte necesa-
ria para lograr, en el funcionamiento del mercado común, uno de los objetivos de la
100 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Comunidad, sin que el presente Tratado haya previsto los poderes de acción necesarios
al respecto, el Consejo, por unanimidad, a propuesta de la Comisión y previa consulta
al Parlamento europeo, adoptará las disposiciones pertinentes». Si entre tales «dispo-
siciones pertinentes» caben las sancionadoras, como opina la mayoría de los autores,
tendríamos una cobertura normativa de enorme alcance que, además, reaparece des-
perdigada en otros muchos textos en relación con materias concretas: el 40.3 (política
agraria común), 49 y 51 (libre circulación de trabajadores), 75.1 y 79.3 (transportes) y
127 (Fondo Social). En definitiva, pues, aquí podría basarse la potestad sancionadora
de imposición de sanciones que, como se recordará, no aparece en el artículo 172.
Bien es verdad que posiblemente ninguna de estas declaraciones seria considera-
da suficiente para legitimar la potestad sancionadora de un Estado miembro, dado el
mayor nivel de exigencia de los Ordenamientos internos; pero la Comunidad Europea
es otro mundo constitucional y político difícilmente homologable con el de sus ele-
mentos componentes y que jamás podrá comprenderse desde la perspectiva tradicio-
nal del Derecho de los Estados. Los Estados miembros se basan constitucionalmente
en el principio democrático y, jurídicamente, en la supremacía de la ley y es el caso
que en la Comunidad Europea ni existe la Ley ni opera el principio democrático. En
estas condiciones nada tiene de particular, por tanto, que su potestad sancionadora
vaya por otros caminos. Una circunstancia cuya peligrosidad es evidente y que ya ha
sido denunciada ocasionalmente. Por decirlo con palabras de V E R U A E L E (1993), «ya
es hora de examinar la relación entre la democracia constitucional y las sanciones de
derecho público en el ordenamiento jurídico comunitario y de verificar si y de qué
modo el modelo constitucional democrático, que es la base ideológica del ius punien-
di del Estado, puede ser garantizado a nivel federal comunitario».
Valga de ejemplo esta cita para documentar el cerco doctrinal que se ha impuesto a
las instituciones comunitarias europeas con la finalidad de que se introduzcan mecanis-
mos garantí stas más rigurosos. Tanto la Comisión como el Tribunal se resisten en gene-
ral a estas presiones y —a mi juicio con acierto— prefieren insistir en una línea flexi-
ble en la que se prima la confianza sobre la estricta legalidad. Por ello, en los supuestos
de preceptos confusos o de cambios normativos bruscos, la Comisión se limita a veces
a dirigir una recomendación a la empresa indicándole la ilicitud de sus prácticas o impo-
ne sanciones simbólicas; mientras que el Tribunal, por su parte, admite con absoluta
naturalidad el empleo en las normas de conceptos jurídicos indeterminados.
Si la peculiar estructura del Derecho comunitario hace allí ociosa la cuestión de
la reserva legal, magnifica como contrapartida la importancia práctica de la depen-
dencia jerárquica de las actuaciones sancionadoras de la Comisión respecto de las
del Consejo. El TJCE ha ido elaborando a este respecto una doctrina atormentada y
polémica que, en lo más importante, reconoce que el Consejo puede delegar el ejer-
cicio de sus facultades sancionadoras en la Comisión. Esto es lo indiscutible, pero
aún no se ha consolidado la determinación del alcance de esta delegación, es decir,
la de si cabe una delegación genérica en blanco o si, por el contrario, el Consejo
debe determinar los elementos esenciales del tipo infractor y de la sanción.
Como puede imaginarse, son numerosos los tipos de infracciones que cada día
van apareciendo en la normativa comunitaria. N I E T O M A R T Í N ( 2 0 0 1 , pp. 2 5 9 - 2 6 1 )
las ha agrupado en dos «modelos». El primero y más tradicional está caracteriza-
do por los siguientes rasgos comunes: na) la existencia de sanciones o la compe-
tencia para crearlas se establece de modo expreso en los tratados; b) son impues-
tas por órganos comunitarios con posibilidad de recurso ante el Tribunal; c) las
sanciones son en su mayoría multas; y d) los sujetos activos son en la mayoría de
los casos empresas». El segundo modelo, de implantación posterior y paralela,
tiene por finalidad la tutela de la Hacienda Pública comunitaria y las sanciones son
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 101

de ordinario interdictivas (privación de fianzas, devolución de subvenciones y simi-


lares) y no multas.
Si la producción de normas de contenido sancionatorio no es problemática al estar
debidamente legitimadas por los Tratados, la cuestión fundamental —qué en su día
fue candente— es la de determinar si la Unión Europea tiene competencia para el
establecimiento e imposición de infracciones y sanciones no previstas expresamente
y más cuando concurren con competencias nacionales. A partir de la STJCE de 29 de
diciembre de 1992 (Comisión c. República Helénica, caso del «maíz griego») la situa-
ción se ha aclarado bastante ya que para el Tribunal, la Comunidad tiene ciertamente
competencia genérica para establecer sanciones administrativas, pero únicamente en
el marco de la teoría de los poderes implícitos, es decir, en la medida en que esté jus-
tificada su utilidad y adecuación a la aplicación efectiva de su normativa.

2. D E R E C H O COMUNITARIO PENAL Y D E R E C H O COMUNITARIO SANCIONADOR

A quienes se acercan al Derecho de la Unión Europea con la intención de estudiar


su potestad sancionadora les aguarda una sorpresa no pequeña cuando comprueban
que su exposición y desarrollo se realizan casi exclusivamente por penalistas e inde-
fectiblemente bajo el título de Derecho Penal. Por causas poco aclaradas, es el caso
que hasta ahora la materia parece atraer únicamente a los penalistas nacionales y tanto
las monografías especializadas de alto bordo como la bibliografía menor con dicho
pabellón circulan salvadas muy pocas excepciones. Un fenómeno que recuerda aquel
otro, ya indicado en el capítulo primero, de que también en España —y en el resto del
mundo— el Derecho «Administrativo» Sancionador estuvo inicialmente en manos de
los profesores de Derecho Penal y sólo muy tardíamente empezaron a interesarse por
él los especialistas de otras ramas jurídicas. Dato que habla elocuentemente en bien
de la inquietud intelectual de los penalistas, que son siempre quienes acuden los pri-
meros a la brecha de cualquier novedad que afecta a regímenes punitivos con inde-
pendencia de su origen y naturaleza. Ahora bien, en lo que a Derecho comunitario
afecta, en cuanto se levanta la tapa y empiezan los análisis, inmediatamente se cons-
tata que la mercancía no es Derecho comunitario «penal», sino pura y simplemente
Derecho comunitario sancionador indiscutiblemente no penal y, por ende, adminis-
trativo aunque sea tratado con técnicas predominantemente penales para bien del pro-
greso científico de la materia.
El interés doctrinal por el Derecho comunitario penal empieza ya a ser obsesivo.
Los autores son perfectamente conscientes de que, al menos hasta ahora, la Unión
Europea no puede desplazar a los legisladores nacionales en materia criminal por muy
grandes que hayan sido los esfuerzos que hasta la fecha se van realizando en tal sen-
tido y que ya se reflejan en el antiguo Informe sobre la relación entre Derecho comu-
nitario)/ Derecho Penal (Ponente: De Keersmaeker) elaborado en 1977 en el seno de
la Comisión de Asuntos Jurídicos del Parlamento Europeo. Cierto es, desde luego,
que progresivamente se van ablandando las rígidas posturas que sacrifican el interés
de la represión criminal comunitaria en el altar de la soberanía nacional, hasta tal
punto que un autor español, M E S T R E , en una obra de título tan significativo como El
Derecho penal en ¡a Unidad Europea (1989), ha llegado a afirmar que «el dogma del
monopolio estatal en la regulación del ius puniendi ha entrado en crisis»; pero de
momento siguen estando las cosas como antes y no hay indicios de que en un plazo
inmediato se decida la Comunidad Europea a ensayar vías de Derecho Penal autenti-
co. Hipótesis dificultada todavía más por la adición del artículo 3.B al Tratado cons-
titutivo de la Comunidad Económica Europea:
102 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La Comunidad actuará dentro de los límites de las competencias que le atribuye el pre-
sente Tratado y de los objetivos que éste le asigna.
En los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Comunidad intervendrá, con-
forme al principio de subsidiariedad, sólo en la medida en que los objetivos de la acción pre-
tendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por con-
siguiente, puedan lograrse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contem-
plada, a nivel comunitario.
Ninguna acción de la Comunidad excederá de lo necesario para alcanzar los objetivos del
presente Tratado.
La inexistencia de un Derecho penal comunitario hace superflua en este ámbito la
vieja pesadilla dogmática de la distinción entre delitos e infracciones, entre penas y
sanciones y, en fin, entre Derecho Penal y Derecho Administrativo Sancionador. La
jurisprudencia del Tribunal Superior de Justicia (cfr. Dorca Marina: 28 de diciembre
de 1982) parece inclinarse, en cualquier caso, por la naturaleza administrativa de las
sanciones comunitarias. Y no podía ser de otra manera teniendo en cuenta que el
mismo Tribunal ha declarado ya innumerables veces (como puede comprobarse en el
trabajo de M E S T R E que acaba de ser citado) que la represión penal corresponde, sin
duda alguna, a los Estados miembros y que, más todavía, las normas de Derecho
Comunitario ni siquiera pueden determinar por sí mismas, o agravar, la responsabili-
dad de quienes infringen sus disposiciones y ni tan siquiera ser invocadas en cuanto
tales en contra de una persona ante un órgano o jurisdicción nacionales.
El Reglamento 2.998/1995 ha establecido una triple clasificación distinguiendo
entre la materia penal del art. 6 (cuya represión exige las mayores garantías), sancio-
nes reparadoras (art. 4) y las sanciones administrativas propiamente dichas del art. 5,
entre las que se encuentran las multas, las cauciones, las majorations, las sanciones
interdictivas y la privación total o parcial de una ventaja comunitaria.
Las dificultades teóricas y prácticas no llegan, sin embargo, a desaparecer del
todo, puesto que aún queda un punto capital por aclarar, a saber: si las Instituciones
comunitarias pueden calificar libremente una medida como pena o como sanción
administrativa. La trascendencia de esta cuestión salta a la vista: porque, de poder
hacerlo así, podría consecuentemente la Unión Europea invadir el ámbito del Derecho
Penal sin otro trabajo que bautizar los delitos y las penas con el nombre de infraccio-
nes y sanciones administrativas. Lo que algunos autores han empezado a denunciar
ya. Sin olvidar tampoco que no faltan intentos —por muy tímidos y parciales que
sean— de reconocer competencias penales a la Comunidad. Así se apunta, por ejem-
plo, en las conclusiones del Abogado General Jacobs en el asunto 240/90 cuando indi-
có que, si bien es verdad que ni la Comisión ni el Tribunal de Justicia tienen funcio-
nes propias de un tribunal penal, ello no obstaba «al ejercicio de, por ejemplo, pode-
res de armonización de los Derechos Penales de los Estados miembros, si ello fuera
necesario para alcanzar alguno de los objetivos del Tratado».

3. H A C I A U N D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R D E L A U N I Ó N E U R O P E A

Descartada de momento la elaboración de un Derecho Comunitario Penal, el obje-


tivo actual podría consistir en la formación de un Derecho Administrativo
Sancionador de este nivel. Una tarea que no resulta fácil ni mucho menos.
El primer obstáculo estriba en que no existe una regulación normativa suficiente,
dado que las referencias de los Tratados son escasas y dispersas, como ya se ha dicho.
Sobre tan parva regulación positiva se acumula una segunda dificultad aún más
grave: a nivel comunitario resulta imposible rellenar las lagunas normativas (desme-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 103

suradas, como acaba de verse) acudiendo a los principios del Derecho Penal, por la
sencilla razón de que no existe un Derecho Comunitario Penal. En estas condiciones,
no ha habido más remedio que utilizar —en un delicado proceso de síntesis— los
principios generales comunes de los Estados miembros. Así está operando el Tribunal
de Justicia, de la misma manera que, en un plano teórico, lo ha intentado sistemática-
mente Klaus T I E D E M A N N ya en 1985. Lo que el profesor de Friburgo denomina «Parte
General del Derecho Penal Supranacional» se corresponde, en nuestra terminología
española, al Derecho Administrativo Sancionador de la Comunidad Europea, y en ella
recoge las teorías de la interpretación y del tipo, las causas de exclusión de antijurici-
dad y culpabilidad, el principio de culpabilidad y las teorías de la intencionalidad y
del error. Tiene, en cambio, una orientación estrictamente penal el trabajo de S I E B E R
con el título Unificación europea y Derecho Penal Europeo, 1992.
La elaboración teórica de un Derecho Administrativo Sancionador —a falta de
una regulación normativa— sobre la base de principios generales no debe sorprender
a nadie y mucho menos a los españoles, que siempre hemos vivido en estas condi-
ciones, puesto que nuestro Derecho Administrativo Sancionador ha sido y sigue sien-
do, tal como desde el principio he puesto de relieve, un Derecho de formación preto-
riana. Para el Derecho europeo es también una necesidad derivada de la ausencia de
normas positivas (si se exceptúa el Reglamento n.° 2988/74, sobre prescripción) y la
cobertura jurídica es incluso expresa, puesto que, según el artículo 215 del Tratado
CEE, los principios generales comunes a los Estados miembros constituyen una de las
fuentes del Derecho Comunitario.
La identificación de estos principios generales comunes no es, desde luego, tarea
fácil, y corresponde al propio Tribunal. A tal propósito se acepta pacíficamente que no
se trata de abstraer la regulación vigente en la mayoría de los Estados miembros, ni
mucho menos aceptar un «mínimo común denominador» a los mismos (pues ello
supondría detenerse en el nivel más bajo), sino que hay que fijar la atención en lo que
parece «más adecuado a las finalidades del ordenamiento» (Abogado General sir
Gordon Slynn en la causa 115/79: A.M. y S. c/ Comisión: Recurso 1892, pp. 1648 ss.)
o el «principio más desarrollado» (Abogado General Roemer en causa Wilhelm c.
Bundeskastellamt: Recurso 1969, p. 26) o el «elemento de progreso jurídico», aunque
sea extrapolando las concepciones imperantes en algunos Estados miembros (Abogado
General Reischl en el asunto Hoflman-La Roche: Recurso 1979, pp. 585-596).
Con esta elaboración analítica («química») del Derecho Administrativo
Sancionador de la Comunidad Europea se está produciendo una curiosa transmisión del
pensamiento jurídico a través de los flexibles vasos comunicantes de la Jurisprudencia.
Tal como acaba de decirse, los principios más generalizados en alguno de los Estados
miembros pasan a la Comunidad Europea por el canal de su Tribunal de Justicia, y
desde allí se produce un efecto de retroalimentación, puesto que vuelven a los
Ordenamientos jurídicos de los demás Estados ya con el marchamo del Derecho
Comunitario, progresando con ello la homogeneización de todos los Derechos.
Para ilustrar este fenómeno puede utilizarse el ejemplo de la culpabilidad, que
sólo se reconoce en algunos países comunitarios (Alemania, Italia, España), pero no
en el Reino Unido y Francia, donde sólo se aceptaban las strict liability offences y los
délits purement matériels. En trance de escoger entre una y . otra posibilidad, el
Tribunal de Justicia hizo suya la doctrina de la culpabilidad a partir de las sentencias
de 16 de noviembre de 1983 (188/82: Thyssen contra AG) y 30 de noviembre de 1983
(270/82: Estel) y conforme a las pormenorizadas tesis presentadas por los Abogados
generales Verloren Van Thelmaat y Slym. Pues bien, inmediatamente despues el
Tribunal de Casación francés —aferrado hasta entonces a la doctrina tradicional
denegatoria del principio de culpabilidad—, en su sentencia de 5 de diciembre de
104 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

1983, lo aceptó declarando la prioridad de los principios comunitarios europeos del


Derecho Administrativo Sancionador sobre los propios de cada uno de los Estados
miembros, empezando por los franceses.
Quede claro, no obstante, que las dificultades y peculiaridades indicadas en modo
alguno imposibilitan la construcción de un Derecho Administrativo Sancionador de la
Comunidad Europea, sino que únicamente justifican su diversidad: pura y simple-
mente, este Derecho ha de ser muy distinto —en la teoría y en la normativa— del de
los Estados miembros, pero tan plausible como el de éstos. De hecho, su explicación
resulta muy fácil en los planos expositivo y exegético cuando se toma la precaución
de limitarse a un sector determinado. Ahora bien, cuando desde allí se quiere saltar al
plano analítico, o se pretende generalizar el régimen de un sector, las dificultades
suben de punto por causa de las razones expuestas; aunque también es verdad que
M I L L A S ( 1 9 8 8 ) nos ha demostrado cumplidamente que la tarea no es imposible,
siquiera haya acudido, para lograrlo, a técnicas y planteamientos insólitos. Por lo que
se refiere a España, aquí se cuenta con el trabajo, más modesto y convencional, desde
luego, pero muy acertado, de D Í E Z - P I C A Z O ( 1 9 9 3 ) y que, además, desprendiéndose de
las inercias tradicionales del Derecho Penal, aborda ya de frente la elaboración de
unos «elementos para la construcción de un Derecho Sancionador comunitario».
Una cosa es, sin embargo, el interés doctrinal y otra muy distinta la realidad.
Forzoso es reconocer que no existe ni dogmática ni normativamente un Derecho
Administrativo Sancionador europeo satisfactorio y sería iluso confiar en la repara-
ción de esta carencia en un tiempo breve. En el camino existen demasiados obstácu-
los que no es fácil superar: la indicada ausencia de base suficiente en los Tratados y
en el Derecho derivado, las reticencias de los Estados nacionales y el escaso desarro-
llo teórico de la materia, que aún no ha llegado a su mayoría de edad, puesto que sigue
viviendo bajo la tutela del Derecho Penal y sin otra ayuda —capital, por lo demás—
que la que le proporcionan las resoluciones del Tribunal Superior de Justicia.
El esfuerzo normativo más importante que hasta la fecha se ha realizado es la
Propuesta de un Reglamento de habilitación elaborada por la Comisión en 1990 y que
en 1991 fue aprobada por el Comité de Control Presupuestario del Parlamento
Europeo; pero cuya tramitación posterior se ha detenido. La potestad sancionadora
comunitaria, es definitiva, se desarrolla en un movimiento de expansión inexorable
pero a lo largo de un frente llamativamente irregular en el que las materias de pesca
y agricultura ocupan, sin lugar a duda, la posición de avanzadilla.

4. E L S E G U N D O CÍRCULO D E L EJERCICIO D E L A POTESTAD

No es frecuente que la Comunidad ejercite directamente por sí misma el ciclo com-


pleto de su potestad sancionadora, puesto que ni cuenta con un aparato burocrático ade-
cuado para ello ni lo verían con buenos ojos los Estados miembros, siempre reticentes
en la cesión de competencias punitivas, tan próximas al corazón de la soberanía. Lo
ordinario es que en este ejercicio intervengan complementariamente la Comunidad y
los Estados. La normativa comunitaria tipifica la infracción y, a partir de ese momen-
to. entra en acción el Estado como «brazo secular» de aquélla (en la gráfica expresión
de MILUS) para precisar la sanción e imponer el castigo concreto a cada infractor
determinado: que es lo que aquí se denomina «segundo círculo» del ejercicio de la
potestad, siendo el primero la determinación normativa de ilícitos y sanciones
A tal propósito, en ocasiones dispone la normativa comunitaria que un ilícito en
ella tipificado debe ser considerado como un ilícito del Ordenamiento nacional. Por
ejemplo: el artículo 27 del Protocolo sobre el Estatuto del Tribunal de Justicia de la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 105

Comunidad Europea equipara la violación del juramento de testigos previstos ante el


Tribunal a los equivalentes delitos de falsedad existentes en los Derechos nacionales.
Esta técnica de asimilación, pese a su aparente sencillez, no resulta fácilmente
aplicable en la práctica y, de hecho, apenas se utiliza. En su lugar, los Reglamentos se
limitan a insertar una cláusula de estilo, conforme a la cual se ordena a los Estados
miembros que adopten todas las medidas apropiadas o suficientes para alcanzar los
objetivos señalados. Práctica que el Tribunal de Justicia ha aceptado sin vacilaciones
(Burgoa: 14 de octubre de 1980; Zuckerfabrik Franken: 18 de diciembre de 1982).
En este supuesto la normativa comunitaria se contenta con tipificar la infracción
(o más exactamente todavía: precisar el bien jurídico protegible), dejando al Estado
la tarea de tipificar la sanción y aplicarla. Ni que decir tiene que este mecanismo,
aparte de su mayor operatividad, es más respetuoso con la soberanía estatal originaria
y que probablemente la generalización de su uso (al menos, si se le compara con el
que se hace respecto de la técnica de la asimilación). Ahora bien, sus inconvenientes
—tal como ha puesto de relieve D Í E Z - P I C A Z O ( 1 9 9 3 , 2 5 5 ) — saltan a la vista: por una
parte, esta flexibilidad «puede dar lugar a notables diferencias en la legislación de
actuación de los diversos Estados miembros, de suerte que se creen auténticas des-
igualdades en la aplicación de idénticas normas comunitarias sustantivas, respecto de
las cuales las medidas sancionadoras cumplen una función instrumental. Por otra
parte, el correcto funcionamiento de la técnica normativa en examen se ve entorpeci-
do por el escaso desarrollo de cooperación entre los Estados miembros en materia
penal, vigente en casi todos los ordenamientos nacionales. Conviene señalar, en fin,
que el incumplimiento total o parcial, por parte de los Estados miembros, de la obli-
gación comunitaria de establecer determinadas medidas sancionadoras —o, llegado el
caso, de aplicarlas— puede dar lugar a la interposición de un recurso de inactividad
por la Comisión (art. 169 del Tratado de la Unión Europea)».
La conveniencia, y aun necesidad, de evitar la diferencia de trato de los distintos
Estados miembros respecto de las mismas infracciones justifica la tendencia a afirmar la
coordinación de las medidas incluso cuando las normas comunitarias no se han preocu-
pado de disponer de forma expresa la participación tipificante, aunque sea parcial, de las
instituciones de la Comunidad. En una interpretación extensiva del artículo 5 del Tratado
de la Unión Europea puede entenderse, en efecto, que no son necesarias las órdenes o
autorizaciones implícitas de las normas comunitarias. Dicho artículo dice hoy así:

Los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para
asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los
actos de las instituciones de la Comunidad. Facilitarán a esta última el cumplimiento de su misión.
Los Estados miembros se abstendrán de adoptar todas aquellas medidas que puedan poner
en peligro la realización de los fines del presente Tratado.

Esta actitud interpretativa ha tardado, desde luego, bastantes años en afirmarse,


dado que su contenido es enormemente limitativo de las potestades nacionales. De
hecho, el Tribunal de Justicia venía entendiendo que tal artículo dejaba en manos de
los Estados la facultad de elegir las medidas que ellos considerasen más idóneas (por
ejemplo: sentencia de 2 de febrero de 1977; causa 50/76, Amsterdam Bulb). Pero, a
raíz de la resonante sentencia del «maíz griego» de 21 de septiembre de 1989 (causa
68/88) la situación ha cambiado radicalmente, dado que los Estados tienen el deber
de sancionar las infracciones comunitarias en condiciones materiales y procesales
análogas a las infracciones nacionales de similar naturaleza e importancia; y con la
advertencia, además, de que tales sanciones han de tener siempre y en todo caso un
carácter efectivo proporcional y di suasorio.
106 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

5. LÍMITES COMUNITARIOS AL EJERCICIO DE LA POTESTAD


SANCIONADORA NACIONAL

La operatividad del Derecho comunitario no termina, con todo, en los ámbitos de


ejercicio directo de la potestad que acaban de ser descritos. Porque más allá de ellos
todavía queda un tercer círculo —en realidad el más importante, al menos hasta
ahora— en el que la Comunidad no participa en el ejercicio de la potestad sanciona-
dora, que se mantiene íntegramente en la soberanía nacional, aunque interviene indi-
rectamente en ella en cuanto que las normas comunitarias —no necesariamente san-
cionadoras— condicionan de forma positiva o negativa el ejercicio de la potestad
estatal. Lo que técnicamente se articula sin ninguna dificultad a través de los princi-
pios de eficacia directa y primacía de las normas comunitarias.
La última explicación de esta incidencia indirecta se encuentra en la necesidad de
evitar en lo posible la desarmonía sancionadora hace un momento aludida, dado que
cada Estado miembro puede tener un criterio sancionador propio que no suele coin-
cidir con los de los demás. Circunstancia que explica por sí sola la necesidad de un
control de la Comunidad sobre el ejercicio estatal de la potestad sancionadora. Así lo
ha establecido con carácter general el Tribunal de Justicia en el caso Guerrino Casati,
de 11 de noviembre de 1981, cuyas referencias al Derecho Penal deben ser entendi-
das como lo que aquí se llama Derecho Administrativo Sancionador:

En principio, la legislación penal y las reglas de enjuiciamiento criminal permanecen en


la competencia de los Estados miembros. No obstante, de una jurisprudencia constante de este
Tribunal se deduce que el Derecho comunitario establece ciertos límites en lo que atañe a las
medidas de control que este Derecho autoriza imponer a los Estados miembros en el marco de
la libre circulación de personas y bienes. Las medidas administrativas o represivas no deben
exceder el nivel de lo que sea estrictamente necesario, las medidas de control no deben estar
enfocadas de una manera tal que restrinjan la voluntad deseada por el Tratado, como tampoco
pueden conminarse sanciones tan desproporcionadas a la gravedad de la infracción que supon-
gan un obstáculo a dicha libertad.

Los ejemplos de control positivo del tipo de los indicados son, sin embargo, más
bien raros. Lo ordinario es que el Tribunal de Justicia intervenga para establecer limi-
taciones negativas por naturaleza al ejercicio de las potestades estatales, conforme a
una casuística que ha sistematizado así M I L L A S (1988, 200 ss.):

a) Por lo pronto, no es lícito al Estado miembro imponer sanciones a un parti-


cular que ha cumplido las normas comunitarias, aunque con ello haya infringido la
legislación nacional, ya que el Estado tiene el deber de compatibilizar su legislación
con las normas comunitarias (Ratti: 5 de abril de 1979; Apple and Pear: 13 de diciem-
bre de 1983; Sagulo: 14 de julio de 1977). Y esto tanto por lo que se refiere a los
reglamentos como a las directivas permisivas que el Estado no se ha preocupado de
desarrollar en su Derecho interno.
b) En segundo lugar, en los supuestos en los que el Estado miembro haya dis-
minuido los derechos subjetivos, reconocidos por la Comunidad a un particular, invo-
cando razones de orden público, la Comisión y el Tribunal pueden controlar si la acti-
tud del Estado está debidamente justificada por la existencia de una «amenaza real y
suficientemente grave que afecte a un interés fundamental de la sociedad»
(Bouchereau: 27 de octubre de 1977).
c) El tercer límite se deduce del respeto inexcusable a los principios de propor-
cionalidad (Watson et Belmann: 7 de julio de 1976) y de equidad (Walt Wilhelm: 13
de febrero de 1969; Boehringer: 14 de diciembre de 1979).
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 107

d) El cuarto límite entra en juego en el caso de doble infracción del Estado miem-
bro expresada, por un lado, en la falta de recepción de una directiva y, por otro, en el
exceso de sancionar a un particular por haber infringido una directiva no recibida.
e) El último límite se deriva, en fin, del necesario respeto al derecho de defen-
sa, es decir, del respeto a las garantías procesales que permiten a los Tribunales, como
mínimo, hacerse oír si han sido acusados.
Huelga comentar, sin embargo, la insatisfatoriedad de estas reglas en cuanto que
han ido naciendo al compás de una jurisprudencia sincopada y casuística que, ade-
más, incide sobre unos regímenes sancionadores nacionales profundamente heterogé-
neos. De aquí la conveniencia, y aún necesidad, de establecer un sistema normativo
global.

Basten de momento aquí estas breves referencias, dejando para otros lugares del
libro el examen de cuestiones particulares. Siempre he entendido que no es sistemá-
ticamente correcto estudiar separadamente el Derecho comunitario, por las mismas
razones que no procede crear una disciplina sobre Derecho legal o Derecho regla-
mentario o Derecho consuetudinario. La lógica más elemental exige concentrar en
cada materia sus elementos normativos reguladores cualquiera que sea su proceden-
cia y naturaleza. Por ello, una vez desarrollados en este lugar los aspectos generales
referentes a la potestad, los datos del Derecho comunitario que nos importan (en ver-
dad, no demasiado numerosos) irán apareciendo en el lugar sistemático que material-
mente les corresponda.

III. FRACCIONAMIENTO DE LA POTESTAD ESTATAL

Dejando a un lado las competencias sancionadoras de la Unión Europea, es un hecho


que la potestad estatal fracciona su titularidad y ejercicio en diversas manifestaciones.

1. L A S COMUNIDADES AUTÓNOMAS

Al fraccionamiento político e institucional establecido en la Constitución de 1978


había de corresponderse necesariamente un fraccionamiento de la potestad sanciona-
dora de la Administración, en la que la participación de las Comunidades Autónomas
había de ser tanto mayor cuanto más aceleradamente se afirmase el proceso de «des-
penalización». Y la razón es muy sencilla, conforme ha llamado ya la atención
Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 9 1 , 1 3 8 - 1 3 9 ) : si la legislación penal es inaccesible a
las Comunidades Autónomas y, por ende, su competencia sancionadora normativa ha
de ser muy reducida, la materia se les abre, con todos los condicionamientos que se
quiera, cuando se convierte en una materia característicamente administrativa.
La problemática de esta variante se va desgranando fundamentalmente al hilo de
las siguientes cuestiones: la existencia y atribución genérica de la potestad, que no
ofrecen dificultades; la atribución de competencias específicas sobre las que se ejer-
cita tal potestad; la articulación de su ejercicio en el supuesto, de ordinario muy con-
flictivo, de competencias concurrentes; y, en fin, ciertas cuestiones de procedimiento.

A) Atribución genérica de potestad

La mayor parte de los Estatutos de Autonomía se han preocupado de atribuir a las


respectivas Comunidades la potestad sancionadora genérica, adelantándose así —si es
que ello hubiera hecho falta— al principio de legalidad tal como está formulado en el
108 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

artículo 127.1 de la LPAC: «la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas,


reconocida por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida
por una norma con rango de ley». Los ejemplos son muy abundantes. Así, el artículo
40 del Estatuto de Autonomía de Canarias: «En el ejercicio de sus competencias, la
Comunidad Autónoma gozará de las potestades y privilegios propios de la
Administración del Estado, entre los que se comprenden: [...] d) la potestad de sanción
dentro de los límites que establezca el ordenamiento jurídico.» Y con las mismas pala-
bras el artículo 34.1 .d) del Estatuto de Cantabria y el 37.1.c) del de Madrid. Lo que se
reproduce literalmente en el artículo 50.c) del Estatuto de Extremadura y en el 30. l.c)
del de La Rioja con la siguiente variante: «[...] dentro de los límites que establezca la
Ley y las disposiciones que la desarrollen». Mientras que, en otros casos, como en el
artículo 30 del Estatuto valenciano no se alude de forma expresa, aunque sí implícita
a tal potestad: «En el ejercicio de sus competencias, la Generalidad Valenciana gozará
de las potestades y privilegios propios de la Administración del Estado».
Otros Estatutos, en cambio, no se han preocupado de atribuir «potestades» gené-
ricas; aunque no hay que entender por ello que carecen de la potestad sancionadora,
diga lo que diga la letra del artículo 127.1 de la LPAC. Al menos, nadie lo ha puesto
en duda seriamente hasta ahora y los Tribunales la aceptan sin dificultad, puesto que
lo que de ordinario se cuestiona no es la existencia de la potestad, sino su alcance.

B) Atribución de competencias específicas

La redistribución territorial de competencias materiales realizada por la


Constitución arrastró lógicamente una correlativa redistribución de competencias san-
cionadoras que estaban asignadas al Estado por las leyes preconstitucionales y que
pasaron luego a las Administraciones autonómicas. Según dice la STC 15/1989, de 26
de enero, «el alcance de la potestad sancionadora de la Administración estatal previs-
ta en el Reglamento cederá a favor de las Administraciones de las Comunidades
Autónomas que hubieran asumido la competencia sancionadora de la materia». De
hecho existen centenares de Decretos de transferencias de titularidad y ejercicio de
potestades sancionadoras, especificándose de ordinario las materias o sectores a que
se refieren. Como en una obra de este tipo carecería de sentido recoger un catálogo
de tales supuestos, baste con la ejemplificación de uno de ellos. El Real Decreto
2.266/1982, de 24 de julio, transfiere a la Comunidad Autónoma de Galicia una serie
de funciones, entre las que se encuentran: «a) Las atribuidas a la Administración del
Estado respecto a las infracciones administrativas en materia de disciplina, de merca-
do cometidas en el ámbito de su territorio, b) Las de propuesta de sanciones cuando
éstas corresponda imponerlas al Consejo de Ministros».
Además, una vez consumada la fase de redistribución de competencias preconstitu-
cionales, la legislación posterior a 1978 se preocupó de realizar atribuciones precisas de
lo que en el futuro iba a corresponder al Estado y a las autonomías. Un buen ejemplo
de esfuerzo logrado puede verse en el artículo 42.1 de la Ley 26/1988, de 29 de julio:
A los efectos del ejercicio por las Comunidades Autónomas de las competencias que ten-
gan atribuidas en materia sancionadora respecto de Cajas de Ahorro o Cooperativas de
Crédito, se declaran básicos los preceptos [...]. Lo dispuesto en este número se entiende sin
peijuicio, en su caso, de la posibilidad de tipificación por las Comunidades Autónomas de
otras infracciones de sus propias normas en materia de ordenación y disciplina.

La S T S de 1 1 de junio de 1 9 9 1 (Ar. 4 6 8 0 ; M A T E O S ) nos permite seguir profun-


dizando en el análisis de la vertiente de imposición de sanciones concretas, mucho
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 109

menos atendida por la jurisprudencia que la vertiente de la regulación normativa de


los ámbitos sancionadores. En el caso de autos, se trataba de una sanción en materia
de consumo impuesta por la Administración del Estado al amparo del Real Decreto
1.945/1983, de 22 de junio. Los sancionados apelaron la sentencia (confirmatoria de
la sanción) de la Audiencia Nacional por entender que era de la competencia de
Castilla y León merced a lo dispuesto en el Real Decreto 2.559/1981, de transferen-
cias, y por estar así dispuesto en el artículo 26.9 de los Estatutos de la Comunidad.
El Tribunal Supremo rechazó esta alegación, sin embargo, por entender que

las atribuciones transferidas están relacionadas, genéricamente, con las materias de sanidad,
control sanitario de alimentos e incluso con la defensa del consumidor, sin que en ninguna
norma se haga expresa o concreta referencia a la potestad sancionadora en materia de defensa
del consumidor y de la producción agroalimentaria, que es lo que precisamente regula el RD
1.945/1983.

t
Y con tal frágil razonamiento termina el Tribunal declarando competente «para la
persecución de los fraudes agroalimentarios al Ministro de Agricultura, Pesca y
Alimentación, como titular de atribuciones establecidas para la defensa de los intere-
ses sociales de la total comunidad española en materia de alimentos».
Sin olvidar las inesperadas cuestiones que planteaba la casuística, que en ocasiones
superan las prevenciones más imaginativas de la doctrina, como puede comprobarse en
la STC 185/1991, de 3 de octubre que resolvió un caso, ciertamente no muy esencial,
pero que merece ser recordado. Tratábase de una cuestión de competencia planteada por
la Generalidad de Cataluña a propósito de unas actas de obstrucción levantadas por la
Inspección de Trabajo de Barcelona que provocaron un expediente sancionador trami-
tado por la Administración del Estado. Como es sabido, la Comunidad Autónoma tiene
competencia en materia laboral y el Estado en la de Seguridad Social; y los inspectores
de Trabajo pueden levantar actas sobre ambas: de aquí la duda, ya que un acto de obs-
trucción, por definición, no se refiere ni a una materia ni a otra, al suponer una simple
negativa a facilitar información legítimamente solicitada.
El Tribunal sentencia que la competencia está en función de los hechos descritos
en el acta. Doctrina general que, sin embargo, «en relación con las llamadas actas de
obstrucción no es posible aplicar», dado que
las actas de obstrucción no tienen como finalidad la incoación de un expediente por la posible
existencia de una infracción material de las leyes laborales, sino más bien la de garantizar la
propia efectividad de la labor inspectora a través de la apertura de un procedimiento sancio-
nador [.,.]! En consecuencia, los hechos constitutivos de obstrucción [...] no pueden ser aso-
ciados de forma inmediata a los diversos títulos competenciales concurrentes en la materia de
infracciones en el orden social [...]. Desde esta perspectiva, la obstrucción o resistencia a la
labor inspectora ha de considerarse como una infracción autónoma.

Expuesta esta doctrina, ya es indiferente la decisión adoptada en autos, dura y


acertadamente —a mi juicio— criticada en el voto particular de Gimeno Sendra,
quien la acusa de ambigua y contradictoria, al hilo de unas objeciones halo convin-
centes y que empiezan por la consideración de que un acta de obstrucción es inim-
pugnable por sí misma en cuanto que es un mero acto de trámite. Además,
ni las obstrucciones se erigen en una infracción «autónoma», ni las actas en las que se plas-
man constituyen competencia alguna, y ello por la sencilla razón de que tales documentos
públicos de la Inspección de Trabajo no pueden expedirse al margen de un procedimiento san-
cionador. Antes al contrario, las actas de obstrucción son declaraciones de ciencia que, en el
110 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

curso de un expediente sancionador, puede levantar la Inspección [...]. Se trata, pues, de un


incidente que puede surgir en un procedimiento sancionador destinado a reprimir una deter-
minada conducta contraria a la labor inspectora, pero que en modo alguno puede desgajarse
del procedimiento principal del que trae causa. Dicho en otras palabras, se trata de un acto de
trámite inmerso en un procedimiento administrativo en curso.

Por esta razón —concluye—, «la competencia de dicho acto de trámite ¡a osten-
taría la autoridad que haya de imponer la sanción».
Mientras que algunas leyes sectoriales hacen depender, a la inversa, la competen-
cia sancionadora de la competencia de inspección. Asi, en el artículo 109.3 de la Ley
25/1990, de 20 de diciembre, del medicamento, se dispone que «corresponde el ejer-
cicio de la potestad sancionadora a la Administración del Estado o a las Comunidades
Autónomas que ostenten la función inspectora».
Mayor interés tiene, como es lógico, la doctrina general establecida por el
Tribunal Constitucional —de la que ya se ha hablado antes en el n.° 3 del epígrafe
primero de este mismo capítulo y sobre la que se seguirá insistiendo inmediata-
mente— cuyo criterio es inicialmente muy sencillo: la competencia sancionadora
corresponde al titular de la «materia sustantiva», de la que aquélla viene a ser un
anejo (STC 85/1985, de 16 de julio). Regla que, como es lógico, vale tanto para las
Comunidades Autónomas como para el Estado, sin peijuicio de que éste tenga, ade-
más, otros títulos atributivos genéricos o específicos según las materias concretas.

C) Articulación de competencias concurrentes

Supuesta la existencia de competencias estatales y autonómicas concurrentes


—como con tanta frecuencia sucede a la vista de la ambigua redacción de los artícu-
los 148 y 149 de la Constitución— se abre un abanico de cuestiones muy delicadas,
cuyas connotaciones políticas dificultan su solución doctrinal y que el Tribunal
Constitucional ha tenido que ir resolviendo de forma paciente no exenta de contra-
dicciones pero dentro de una línea evolutiva inequívoca que va ampliando inexora-
blemente las competencias autonómicas.
La conexión entre la competencia sustantiva genérica y la específica sancionado-
ra se manifiesta ordinariamente en dos planos: en el normativo y en el ejecutivo.
En cuanto a lo primero, la STC 149/1991, de 4 de julio, nos recuerda que
como complemento necesario de las normas sobre protección del medio ambiente, las normas
ahora analizadas [las sancionadoras], que no son en rigor sino parte de las normas que enun-
cian los deberes y obligaciones cuyo cumplimiento se tipifica como falta, no pueden ser tacha-
das de inconstitucionalidad.

Lo cual significa que cuando la competencia es concurrente, habrán de super-


ponerse correlativamente las potestades normativas sancionadoras del Estado y de
la Comunidad Autónoma en una convivencia que podrá resultar a veces nada fácil
a la hora de determinar cuál es la prevalente. La Ley estatal de Costas, por ejemplo,
establece en su artículo 99.3 un límite máximo a la cuantía de las sanciones que
pueden normativamente regular las Comunidades Autónomas. El Tribunal
Constitucional ha declarado intachable este precepto, pero sin dejar bien clara la
razón de su supremacía.
A nivel de la legislación ordinaria (es decir, por debajo de los criterios constitu-
cionales y estatutarios) las leyes sectoriales del Estado y de de las Comunidades
Autónomas van concretando —no siempre con la prudencia debida— las competen-
cias materiales de uno y de otras; pero a nuestros efectos la cuestión principal es la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 111

procedimental: regulada fundamentalmente por los principios básicos de la LPAC de


1992 y desarrollada con manifiesta parsimonia por la legislación autonómica. La
LPAC es un efecto directo de la fragmentación de la potestad sancionadora enuncia-
da por el bloque constitucional y, al tiempo, el punto de referencia más importante
para su desarrollo. Su formulación en «principios» puede entenderse como una
manifestación de cautela pero también como una falta de ambición. En cualquier
caso esta ley marca el inicio de una etapa de decidida administrativización del
Derecho Administrativo Sancionador en la medida en que, sin peijuicio de su subor-
dinación a la Constitución, abre una vía administrativa propia claramente diferen-
ciada de las tutelas y préstamos penalísticos tradicionales. Con ello —por así de-
cirlo— se puso en marcha el «giro administrativo» sobre el que tanto se insiste en
el presente libro.
En cuanto a lo segundo, la competencia ejecutiva lleva también consigo, por lo
pronto, la de imponer sanciones, según se señala en la indicada sentencia:
siendo las Comunidades Autónomas litorales las competentes para ejecutar las normas sobre
protección del medio ambiente, habrán de ser ellas, en principio, las encargadas de perseguir
y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre.

Circunstancia que no deja de plantear problemas, sobre todo cuando la actuación


de la Comunidad Autónoma no excluye la de la Administración del Estado, como
sucede en la misma Ley de Costas, objeto de la sentencia que se está transcribiendo
y que continúa así:
En general, sea cual sea la Administración competente, no pueden las restantes permane-
cer pasivas, dados los términos generales del articulo 101, que obliga a todas las
Administraciones con competencias confluyentes sobre las costas (estatal, autonómica y loca-
les] a efectuar las comprobaciones necesarias y a tramitar todas las denuncias que reciban, sin
peijuicio de dirigirse (mediante la correspondiente denuncia, en su caso) a las autoridades que
estimen competentes para imponer las sanciones que procedan.

El fraccionamiento de la potestad sancionadora del Estado (entendido en sentido


amplio) provoca, en suma, no pocos problemas en los supuestos, harto frecuentes, de
superposición de competencias, que resulta forzoso delimitar con precisión. Tarea que
está realizando el Tribunal Constitucional bajo una inspiración francamente favorable
en sus inicios a la Administración del Estado, pero que luego ha ido cambiando pro-
gresivamente de signo.
Por lo pronto, la eventual competencia de las Comunidades Autónomas se encuen-
tra limitada genéricamente por la correlativa y concurrente del Estado, según la for-
mulación de la STC 87/1985, de 16 de julio:
Las Comunidades Autónomas pueden adoptar normas administrativas sancionadoras
cuando, teniendo competencias sobre la materia sustantiva de que se trate, tales disposiciones
se acomoden a las garantías constitucionales dispuestas en este ámbito del Derecho
Sancionador (art. 25.1 de la Constitución básicamente) y no introduzcan divergencias irrazo-
nables)' desproporcionadas al fin perseguido respecto del régimen jurídico aplicable en otras
partes del territorio.

Los límites impuestos directamente por la garantía constitucional del artículo 25


no ofrecen problemas, a diferencia de lo que sucede con los derivados de la unifor-
midad ratione loci, cuya problemática merece el siguiente comentario de la misma
sentencia:
112 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El Derecho Administrativo Sancionador creado por las Comunidades Autónomas puede


implicar, sin duda, una afectación al ámbito de los derechos fundamentales, pues la previsión
de ilícitos administrativos supone siempre una delimitación negativa del ámbito del libre ejer-
cicio del derecho. Tal afectación no implica [TC de 16 de noviembre de 1981] que toda regu-
lación en este extremo sea de exclusiva competencia del Estado. Sin duda que la norma san-
cionadora autonómica habrá de atenerse a lo dispuesto en el artículo 1491.1.1. a de la
Constitución, de modo que no podrá introducir tipos ni prever sanciones que difieran, sin fun-
damento razonable, de los ya recogidos en la normación válida para todo el territorio.

La justificación de este límite dista mucho de ser convincente, como ya ha puesto


de relieve R E B O L L O ( 1 9 9 0 , 3 9 ss.). La inconstitucionalidad de cualquier norma «irra-
zonable y desproporcionada al fin perseguido» es algo absolutamente obvio. La difi-
cultad aparece en el momento en que se toma como parámetro de referencia el «régi-
men aplicable en otras partes del territorio», es decir, las normas estatales, a las que así
se otorga indiscriminadamente el carácter de básicas al amparo del artículo 1 4 9 . 1 . 1
El voluntarismo de la actitud del Tribunal Constitucional parece evidente, pero el
caso es que reiteradamente la ha mantenido invocando y aplicando la doctrina de la
sentencia citada. Así, en la 48/1988, de 22 de marzo (Fundamento Jurídico 25), decla-
ra la inconstitucionalidad de determinados artículos de las leyes catalana y gallega de
Cajas de Ahorro por considerar que las sanciones en ellos previstas «al no estar con-
templadas en la legislación estatal suponen una diferencia de trato sustancial o salto
cualitativo que rompe la unidad en lo fundamental del esquema sancionatorio».
La sentencia 227/1988, de 29 de noviembre, por su parte, desarrolla (por así decir-
lo) la otra cara de la cuestión, es decir, el alcance positivo de la legislación estatal, invo-
cando igualmente la doctrina de la sentencia 87/1985, de 17 de julio, «reiterada en las
de 4 de octubre de 1985,137/1986, de 6 de noviembre, y 48/1988, de 22 de mareo»:
Con arreglo a esta doctrina, debe declararse que los artículos 198 y 199 de la ley [impug-
nada], cuyas prescripciones tienen carácter básico, puesto que establecen de manera general
los tipos ilícitos administrativos en materia de aguas, los criterios para la calificación de su
gravedad y los límites mínimos y máximos de las correspondientes sanciones son de aplica-
ción directa en todo el territorio del Estado, sin peijuicio de la legislación sancionadora que
pueden establecer las Comunidades Autónomas en relación con los aprovechamientos hidráu-
licos de su competencia, incluida la policía demanial de Aguas, llegando, en su caso, a modu-
lar los tipos y sanciones en el marco de aquellas normas básicas, en atención a razones de
oportunidad que pueden variar en los distintos ámbitos territoriales.

Con lo cual sucede, en definitiva, que la competencia exclusiva de las


Comunidades Autónomas queda reducida a una «modulación» del régimen estatal,
como ya había advertido la repetidamente citada sentencia de 1985:

Dentro de estos límites y condiciones, las normas autonómicas podrán desarrollar los
principios básicos del Ordenamiento sancionador estatal, llegando a modular tipos y sancio-
nes —en el marco ya señalado— porque esta posibilidad es inseparable de las exigencias de
prudencia o de oportunidad que pueden variar en los distintos ámbitos territoriales.

Y, por ello, la sentencia considera lícita una norma autonómica «si se limita a san-
cionar, aunque de distinto modo, una conducta también considerada ilícita en el
Ordenamiento general y si tal sanción se proyecta sobre un bien que no es distinto del
también afectado por el derecho sancionador estatal, sin llegar a efectar otros dere-
chos constitucionalmente reconocidos».
El sistema establecido por el Tribunal Constitucional —vulnerable en su lógica
argumental y muy poco convincente en sus resultados— puede resumirse en la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 113

siguiente formulación: «una conversión de lo que en principio sólo sería supletorio,


que deja de ser tal, para constituirse en el marco que encuadra dentro de ciertos lími-
tes la inicial libertad del legislador autonómico, en el conjunto de reglas del que dedu-
cir unas directrices que vinculan la regulación sancionadora regional incluso cuando
se produce en el ámbito de sus competencias para establecer el respaldo represivo de
su propia ordenación material». R E B O L L O ( 1 9 9 0 ) , a quien se debe el resumen que
acaba de ser transcrito, termina emitiendo un juicio muy favorable a tal sistema, puesto
que, gracias a él, el Tribunal Constitucional «ha querido evitar que el régimen sancio-
nador total de la materia acabe resultando fragmentario, inconexo y hasta arbitrario».
Pero, eso sí, siempre que todo se entienda con una condición: la de que las «diver-
gencias racionales y proporcionadas [...] sólo son aceptables cuando se trata de
infracciones por incumplimiento de la ordenación no básica emanada de las institu-
ciones autonómicas; cuando, por el contrario, lo infringido sean las bases, carece de
todo fundamento que las Comunidades establezcan cualquier modificación de las
normas sancionadoras básicas y será irrazonable, salvo excepcional demostración,
que unas mismas conductas de inobservancia de idéntica norma e igualmente lesiva
de un determinado interés nacional tenga distinta sanción o régimen».
La STC 136/1991, de 20 de junio, parece propiciar un cierto cambio de criterio
interpretativo desde el momento en que reconoce la licitud de una sanción prevista
en la legislación autonómica, que no aparecía antes en la estatal. Decisión tanto más
sorprendente cuanto que la sanción en cuestión (cierre definitivo del establecimiento)
había ya sido declarada inconstitucional por la sentencia 87/1985 en circunstancias
muy similares. El mayor interés de la de 20 de junio de 1991 estriba en la reformu-
lación que realiza de la doctrina anterior, que cada vez se encuentra más consolidada,
sin peijuicios de las aplicaciones concretas que luego vaya haciendo el Tribunal. «En
la comparación entre la norma estatal y la norma autonómica —empieza diciendo-^
debe hacerse un doble juicio, el de equivalencia para comprobar que se trata de situa-
ciones comparables y el de la justificación, en su caso, de la desigualdad de trato; o
sea, si la misma tiene un fundamento razonable y proporcionado en relación al fin
perseguido respecto del régimen aplicable en otras partes del territorio».

Y una vez recordado esto, a continuación se explica el procedimiento operativo:


Para que pueda operar ese límite específico y excepcional del artículo 149.1, en su fun-
ción de asegurar la igualdad en el ejercicio de derechos y cumplimiento de deberes constitu-
cionales en todo el territorio del Estado, han de darse dos condiciones: en primer lugar, la exis-
tencia de un «esquema sancionatorio» estatal, que afecte a estos derechos y deberes constitu-
cionales, y, en segundo lugar, que la normativa sancionadora autonómica suponga una diver-
gencia cualitativa sustancial respecto a esa normativa sancionadora estatal que produzca una
ruptura de la unidad en lo fundamental del esquema sancionatorio que pueda calificarse, ade-
más, de irrazonable y desproporcionada al fin perseguido por la norma autonómica.

Es posible que esta decisión concreta haya tranquilizado algo a la doctrina, justa-
mente alarmada por el hecho de que el Tribunal estuviera manejando en estos casos
el artículo 14 —o sea, la igualdad— y no el artículo 149.1.1.a, que es el que formal-
mente se invoca. Porque con este desplazamiento de lo competencial a la igualdad
—conforme ha puesto de relieve P E M Á N G A V I N (Igualdad de los ciudadanos y auto-
nomías territoriales, 1992, 203)— «podría llegar el Tribunal Constitucional a enjui-
ciar la razonabilidad de las divergencias [...], con independencia del título competen-
cial que apoyara tal normativa estatal», con la consecuencia última de que ello «podría
dar pie a la formulación de pretensiones de amparo ex artículo 14 en relación con las
divergencias resultantes de la legislación autonómica respecto de la estatal, lo que
114 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

supondría abrir la posibilidad de utilizar el recurso de amparo como cauce de resolu-


ción de problemas que en el fondo son competenciales».

Sin minusvalorar la importancia de cuanto acaba de decirse, resulta evidente que


en la práctica la cuestión más candentes es la de la articulación de las competencias
autonómicas a ¡a hora de desarrollar las normas básicas del Estado,
Los límites del ejercicio de la potestad sancionadora autonómica se venían dedu-
ciendo inicialmente de la garantía de la unidad en lo fundamental de la normativa admi-
nistrativa sancionadora establecida en el artículo 1 4 9 . 1 . 1 . A . Ahora bien, en opinión de
G E R M Á N VALENCIA ( 2 0 0 0 , 1 8 2 ) , a partir de la sentencia 6 1 / 1 9 9 7 , sobre el texto refundido
de la Ley del Suelo de 1992, el Tribunal Constitucional ha modificado su criterio al subra-
yar que las potestades autonómicas pueden establecer sanciones también en el marco de
las relaciones entre cualquier ley básica del Estado y su desarrollo autonómico.
Como ha explicado C A L V O C H A R R O en 1 9 9 9 en el banco de análisis de las infrac-
ciones medioambientales el punto crucial estriba en la determinación de hasta qué
punto puede apartarse la normativa autonómica de lo establecido por la legislación
básica del Estado. Sobre este particular la postura del Tribunal Constitucional ha
experimentado —en su opinión— un quiebro fundamental ya que si inicialmente
empezó sosteniendo el respecto riguroso de las normas básicas (SS 2 2 7 / 1 9 8 8 y
1 4 9 / 1 9 9 1 ) posteriormente declaró que los tipos estatales suponían un «mínimo» que
luego no podía ser alterado a la baja por el legislador básico de desarrollo, pero sí a
la alta, de tal manera que resultaba lícita la imposición de sanciones de mayor dureza
y gravedad que las estatales, como garantía de un plus de protección.
En la actualidad la postura del Tribunal Constitucional es a este respecto unívoca
y tajante: las infracciones y sanciones establecidas en la normativa básica estatal cons-
tituyen «una regla mínima cuya modulación a través de las circunstancias modifica-
tivas de la responsbilidad queda en manos de los legisladores y administradores auto-
nómicos para configurarles en normas y aplicarlas al caso concreto» (STC 156/1995);
lo que significa que «la protección concedida por la ley estatal puede ser ampliada y
mejorada por la ley autonómica (en cambio) lo que resulta constitucionalmente
improcedente es que resulte restringida o disminuida» (STC 196/1996). Desviaciones
normativas que, como es obvio, deben estar debidamente justificadas como recuerda
la STC 87/1995, de 18 de julio: la norma autonómica «no podrá introducir tipos ni
prever sanciones que difieran, sin fundamental razonable, de los ya recogidos por la
normativa válida para todo el territorio».
Por poner un ejemplo jurisdiccional concreto, la STC 37/2002, de 14 de febrero,
(refiriéndose a una ley autonómica de Función Pública) insiste en que «la potestad
sancionadora no constituye título competencial autónomo [...] y que las Comunidades
Autónomas tienen potestad sancionadora en las materias sustantivas sobre las que
ostentan competencias, pudiendo establecer o modular tipos y sanciones en el marco
de las normas o principios básicos del Estado [...] siempre que sean compatibles , no
contradigan, reduzcan o cercenen dicha normativa básica». Y en la sentencia
124/2003, de 19 de junio, repite el canon hermenéutico de que «las Comunidades
Autónomas pueden adoptar normas administrativas sancionadoras cuando tengan
competencias sobre la materia sustantiva de que se trate (aunque con la reserva de que
no pueden) introducir divergencias irrazonables y desproporcionadas al fin persegui-
do respecto del régimen jurídico aplicable en otras partes del territorio».
Para terminar este punto vale la pena ejemplificar la sutileza que hay que mane-
jar para lograr una delimitación precisa de las facultades sancionadoras. Las SSTC de
4 de julio <n.° 149) y 17 de octubre de 1991 (n.° 198) a propósito de la ley de Costas,
según la descripción y análisis de B L A N C A L O Z A N O ( 1 9 9 3 ) , precisa que: a) corres-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 115

ponde a la ley estatal tipificar las conductas infractoras cuando éstas se desarrollen en
el dominio público marítimo-terrestre o incidan directamente sobre él, sobre su inte-
gridad física o su uso general; b) a las Comunidades Autónomas corresponde la com-
petencia de prever sanciones administrativas en la zona de servidumbre e influencia
en caso de infracción de las normas de desarrollo y adicionales de protección de la
normativa estatal; c) las Comunidades Autónomas son en principio las encargadas de
perseguir y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre e influencia,
aunque puedan serlo también directamente por la Administración del Estado cuando
la conducta infractora atente a la integridad del demanio o el mantenimiento de las
servidumbres de tránsito y acceso que garantizan su libre uso.

D) Legislación estatal posterior

Hasta ahora hemos visto las peculiaridades («modulaciones») que puede introdu-
cir la legislación autonómica en un régimen sancionador previamente establecido por
la legislación estatal. Pero también puede verse el mismo problema desde el lado con-
trario, o sea, cuando la legislación originaria es autonómica y luego viene el legislador
estatal a establecer un nuevo régimen. Esta perspectiva ha sido examinada por J. F.
M E S T R E ( 1 9 9 1 , 2 5 0 0 ) , quien ha observado muy agudamente cómo la legislación esta-
tal, so capa de su carácter supletorio, puede transformar sustancialmente el régimen
sancionador autonómico. Ello ha de suceder así, fundamentalmente, cuando la ley
autonómica no ha tipificado infracción alguna y sí lo hace luego la ley estatal. La falta
de tipificación implica obviamente que para el legislador autonómico la conducta no
es reprochable y resulta, por tanto, lícita; mientras que, por el contrario, el legislador
estatal la declara reprochable e ilícita. Y lo mismo sucede cuando estatalmente se inten-
sifica la gravedad de las infracciones y sanciones previamente tipificadas como tales
por la Comunidad Autónoma. En definitiva, «bastaría con que el Estado aprobase suce-
sivas normas sancionadoras de mayor amplitud que las autonómicas, para que en vir-
tud del principio de supletoriedad, tales conductas fueran reprobables jurídicamente,
aunque esa no fuese la voluntad autonómica». La hipótesis no es, por lo demás, de
laboratorio como el propio M E S T R E se encarga de demostrar con ejemplos muy reales
que le permiten concluir que «no es posible convenir en la aplicación supletoria de la
ley estatal (más que en los supuestos de inactividad autonómica) para completar la
ordenación autonómica, que incluirá, de ordinario, la faceta negativa de la operación
tipificadora, esto es, la decisión de no reputar infracción algunas conductas».
Lo normal es, sin embargo, que las leyes autonómicas anteriores hayan regulado
un sistema sancionador que luego no coincide exactamente con lo establecido en la
ley estatal posterior. ¿Qué hacer entonces con las discordancias? Por supuesto que
éstas son admisibles en principio, tal como se ha explicado antes cuando se habló del
caso más común, que es el de la ley estatal anterior. Pues bien, no parece que haya
razones para establecer una diferencia de régimen de estas dos variantes, es decir, que
de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional las infracciones y san-
ciones propias de las Comunidades Autónomas son lícitas y pueden añadirse a las
impuestas por la legislación básica del Estado siempre que resulten razonables y en
su resultado final no sean desproporciónales.

E) Cuestiones de procedimiento

Las cuestiones de procedimientos no se estudian aquí porque, como ya se ha repe-


tido, no son objeto del presente libro. Aun así, quizás sea útil hacer una brevísima
referencia en lo que afecta a las competencias autonómicas.
116 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El Consejo de Estado se refirió a este punto en el Dictamen que emitió sobre el


Proyecto de la LPAC:
Considera el Consejo de Estado que el Derecho sustantivo sancionador, pero también el
Derecho procesal (o de procedimiento, según expresión al uso), se enmarca constitucional-
mente, en cuanto a la competencia, en las reglas 1 .* y 18 .* del artículo 149.1 de la Constitución,
aquélla atributiva al Estado de la «regulación de las condiciones básicas que garanticen la
igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los
deberes constitucionales», y ésta en cuanto atribuye, también al Estado, «las bases del régimen
jurídico de las Administraciones públicas» «y el procedimiento común» (no las bases del pro-
cedimiento común, sino la regulación como competencia plena del procedimiento común, a
salvo de las especialidades propias del Derecho autonómico).

Esta sistematización, aparentemente tan clara, no evita, sin embargo, la aparición


de algunas dificultades administrativas de cierta monta y, por lo que al Derecho
Administrativo Sancionador se refiere, la siguiente: el procedimiento sancionador no
aparece en el Título VI («De las disposiciones generales sobre los procedimientos
administrativos»), sino en un capítulo siguiente («Principios de Procedimiento
Sancionador») incluido en el Título IX, donde se regula «la potestad sancionadora».
Esta dislocación sistemática suscita la duda de si aquí nos encontramos ante un pro-
cedimiento administrativo común. Lo que, a mi juicio, hay que responder en sentido
afirmativo, pero sin perder de vista que se trate sólo de una regulación de «principios»
de inequívoco signo garantizador. Su aplicación directa por las Comunidades
Autónomas es, desde luego, indudable. Ahora bien, como las Comunidades Autó-
nomas tienen competencias sancionadoras materiales propias, y en la medida en que
así lo sea, habrán de tener presente lo que escrupulosamente recuerda el epígrafe II
de la Exposición de Motivos:

como ha señalado la jurisprudencia constitucional, no se puede disociar la norma sustantiva de


la norma de procedimiento, por lo que también ha de ser posible que las Comunidades
Autónomas dicten las normas de procedimiento necesarias para la aplicación de su Derecho
sustantivo, pues lo reservado al Estado no es todo procedimiento sino sólo aquél que deba ser
común y haya sido establecido como tal.

Lo que luego se concreta en el epígrafe XIV, donde se advierte que los principios
materiales recogidos en el capítulo primero
se consideran básicos al derivar de la Constitución y garantizar a los administrados un trata-
miento común ante las Administraciones Públicas, mientras que el establecimiento de los pro-
cedimientos materiales concretos, es cuestión que afecta a cada Administración Pública en el
ejercicio de sus competencias.

Tal como se cuidó de precisar la Exposición de Motivos de la LPAC, «la


Constitución establece la competencia de las Comunidades Autónomas para estable-
cer las especialidades derivadas de su organización propia pero además, como ha
señalado la jurisprudencia constitucional, no se puede disociar la norma sustantiva de
la norma de procedimiento, por lo que también ha de ser posible que las Comunidades
Autónomas dicten las normas de procedimiento necesarias para la aplicación de su
Derecho sustantivo, pues lo reservado al Estado no es todo procedimiento sino sólo
aquél que debe ser común».
En sede teórica la perspectiva procedimental de las competencias autonómicas en
materia sancionadora ha sido estudiada monográficamente por O L I V Á N DEL C A B O en
1996, y allí se subraya que el Tribunal Constitucional en la temprana Sentencia 87/1985,
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 117

de 16 de julio, estableció que el ejercicio de las competencias autonómicas debía encau-


zarse en los trámites del procedimiento administrativo común de inequívoca competen-
cia estatal a tenor de lo dispuesto en el artículo 149.1.18. Sucede, no obstante, que diver-
sas Comunidades Autónomas han dictado sus propios reglamentos de procedimiento
sancionador que no coinciden siempre con lo dispuesto en la legislación estatal.
Hasta ahora se ha venido hablando de las competencias autonómicas contempladas,
por así decirlo, desde la perspectiva de la Administración del Estado. Éste es el plante-
amiento tradicional, ciertamente, pero no hay que olvidar que también existe un tercero
en discordia —los Entes locales— al que no es lícito marginar, sin más, como ordina-
riamente suele hacerse. Cuando concurren varias pretensiones competenciales sobre
una misma materia, o sobre un mismo punto de una misma materia, la solución no con-
siste siempre en determinar cuál es el Ente a quien corresponde y que va a excluir, en
consecuencia, a los demás, sino que muchas veces hay que articular su convivencia
simultánea. La operación puede ser, desde luego, muy complicada, pero resulta inelu-
dible si se quiere respetar el inequívoco sentido participativo que expresa el artículo 2.°
de la Ley de Bases de Régimen Local. Quiere esto decir, en definitiva, que, aunque se
haya llegado a la conclusión de que la competencia corresponde, frente al Estado, a la
Comunidad Autónoma, no por ello se ha de deducir automáticamente la exclusión del
municipio o de la provincia, que pueden tener también un lugar asegurado por el citado
artículo 2.° de la Ley de Bases en los términos que se desarrollarán más adelante.

2. ENTES LOCALES

La potestad sancionadora de los Entes locales es tan antigua como ellos mismos,
puesto que resulta inimaginable la existencia y funcionamiento de estas
Corporaciones sin contar con este medio de asegurar su eficacia. La Historia —minu-
ciosamente contada en este punto por EMBID (Ordenanzas y reglamentos municipales
en el Derecho español, 1978)—- atestigua, desde luego, que esto siempre ha sido así
desde los tiempos más remotos; para la época constitucional valgan aquí las referen-
cias expuestas en el capítulo segundo de este libro y para conocer la rica casuística del
siglo xix pueden servir de ejemplo las Ordenanzas municipales de la provincia de
Palencia no hace mucho publicadas por Rogelio PÉREZ-BUSTAMANTE. A nuestros efec-
tos, sin embargo, lo que importa no es constatar una realidad manifiesta, sino indagar
su fundamento jurídico y constitucional, es decir, buscar —tanto dentro de la legisla-
ción local como de la sectorial— la norma atributiva de tal potestad, así como el
alcance y condiciones de su ejercicio.
La legislación local vigente, lo mismo la básica estatal que la emanada por las
Comunidades Autónomas, ha sido, en general, muy atenta con las facultades sanciona-
doras de los Entes locales, y a ellas suelen referirse también con frecuencia las leyes sec-
toriales. La LPAC, en cambio, dejó este flanco insuficientemente cubierto y tuvo que
ser el REPEPOS, con la limitada fuerza de su rango normativo, quien se preocupó ini-
cialmente de establecer una regulación mínima, aunque sea singularmente ambiciosa.
El régimen aplicable no se encuentra, por lo demás, en un solo texto de fácil acce-
so, sino que hay que construirlo a la manera de un mosaico trayendo de aquí y de allá
las piezas dispersas que se encuentran diseminadas en las legislaciones locales, en las
sectoriales, en las específicamente sancionadoras y en las últimas reformas de la
LPAC y de la LBRL. Huelga decir, con todo, que lo que en este momento va a tratar-
se es únicamente lo que de específico tienen en esta materia los Entes locales aunque
con una excepción importante ya que las cuestiones de tipificación se explicarán por
razones sistemáticas —y muy pormenorizadamente— en el capítulo séptimo.
118 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

A) Atribución de la potestad

Como en su momento veremos con más detalle, la Ley 30/1992 ha introducido en


el régimen del Derecho Administrativo Sancionador un curioso requisito práctica-
mente desconocido hasta entonces entre nosotros; concretamente exige para su ejer-
cicio una atribución legal expresa a la Administración Pública de que se trate: «La
potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocida por la
Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con
rango de Ley» (art. 127.1).
Ni que decir tiene que tal exigencia puede traducirse en la desprovisión de la
potestad a ciertas Administraciones Públicas cuando el legislador no se ha preocupa-
do de realizar una atribución expresa. Ahora bien, éste no es, por fortuna, el caso de
los Entes locales, a quienes la Ley de Bases de Régimen Local (con una atención
excepcionalmente precavida dentro de nuestra práctica legislativa) se cuidó de adver-
tir en su artículo 4.1 que
en su calidad de Administraciones Públicas de carácter territorial y dentro de la esfera de sus
competencias corresponde en todo caso a los Municipios, las Provincias y las Islas:
[...]
f) las potestades de ejecución forzosa y sancionadora.

Atribución que aparece también en algunas leyes sectoriales, como sucede en el


artículo 41.6 de la Ley 26/1984, de 19 de junio, General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios, donde se advierte que corresponde a los Entes locales
«ejercer la potestad sancionadora con el alcance que se determine en sus normas regu-
ladoras»; mientras que en otras ocasiones lo que hace la ley sectorial es conectar en
abstracto la titularidad de la potestad sancionadora a la competencia material, como
puede comprobarse en el artículo 19.3 de la Ley 2/1985, de 21 de enero, de Protección
Civil:
La potestad sancionadora corresponde a las autoridades que, en cada caso y según lo dis-
puesto en esta ley y en las normas que la desarrollen y ejecuten, sean competentes en materia
de protección civil.

En rigor todas estas determinaciones específicas y sectoriales resultan superfluas ya


que a estos efectos basta lo dispuesto con carácter general en el artículo 4 de la LBRL.

B) Atribución del ejercicio de la potestad a un órgano concreto

Como es sabido, en el Derecho Administrativo español venía haciéndose tradi-


cionalmente una distinción entre titularidad y ejercicio de competencias, así como
entre la competencia propiamente dicha (que corresponde a los entes) y las atribu-
ciones (o fracciones de la competencia global que corresponden a un órgano deter-
minado de cada ente). La Ley 30/1992 no ha seguido, sin embargo, estos criterios
convencionales y se limita a hablar en este punto de «ejercicio de potestades», que
en todo caso se «atribuyen» sin distinguir según se trate de órganos o personas.
Consecuente con esta postura, su artículo 127.2 declaraba en su redacción originaria
que

el ejercicio de la potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la ten-


gan expresamente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario, sin que pueda
delegarse en órgano distinto.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 119

En este punto se ha mostrado, una vez más, muy previsora la Ley de Bases de
Régimen Local, ya que se ha procedido de forma expresa a realizar tal atribución en
su artículo 21.k), que se pronuncia a favor de los Alcaldes «salvo en los casos en que
tal facultad esté atribuida a otro órgano».
La circunstancia de que sea el Alcalde el único órgano municipal competente para
el ejercicio de la potestad sancionadora ha fomentado la práctica, muy generalizada
en las leyes sectoriales, de atribuir la potestad no ya al ente, sino directamente al órga-
no, es decir, al Alcalde, confundiéndose así el todo con una de sus partes. En cual-
quier caso, las formas de tal atribución son muy variadas, siendo de entre ellas las más
frecuentes las que a continuación se indican:

a) En algunos casos, la atribución es por razón de la materia sin salvedad algu-


na, según puede comprobarse en el artículo 68.2 del Real Decreto Legislativo
339/1990, de 2 de marzo, Texto Articulado de la Ley sobre tráfico, circulación de
vehículos a motor y seguridad vial: «las sanciones por infracciones o normas de cir-
culación cometidas en vías urbanas corresponderán a los respectivos Alcaldes».
b) Pero con más frecuencia limita la Ley sectorial la competencia municipal a
una determinada cuantía de la multa, que en el año 1972 (Ley de 22 de diciembre
sobre protección del ambiente atmosférico) llegaba a cien mil pesetas, mientras que
en 1988 alcanzaba ya el techo del millón (art. 99.4 de la Ley de Costas de 28 de julio).
Montante que aún se conserva en la paradigmática Ley 1/1992, de 21 de febrero, de
Protección de la Seguridad Ciudadana (art. 29.2).
c) Sin que falten tampoco ejemplos de posibilidad de sustitución de competen-
cias, como previene el artículo 68.2 de la Ley de Protección de la Seguridad
Ciudadana, que acaba de citarse: «Los Gobernadores civiles asumirán esa competen-
cia [la sancionadora atribuida a los Alcaldes] cuando por razones justificadas o por
insuficiencia de los servicios municipales no pueda ser ejercida por los Alcaldes».

En otro orden de consideraciones es de señalar que en el ámbito local tuvo duran-


te algún tiempo una enorme importancia la exigencia del artículo 127.2 (ya trans-
crito), conforme al cual no cabe delegación en el ejercicio de la potestad sanciona-
dora. Esta cautela —de evidente intención garantista— no tiene relevancia alguna en
la Administración General del Estado, puesto que en los Departamentos ministeriales
no es habitual que las atribuciones de cada órgano estén fijadas en una ley: lo que se
traduce en la posibilidad de que por simple reglamento (y ello está autorizado por la
Ley 30/1992) puedan redistribuirse las competencias, es decir, que no hay necesidad
de acudir al (prohibido) mecanismo de la delegación para descongestionar, si necesa-
rio parece, a un órgano abrumado por la proliferación de expedientes sancionadores.
Muy distinto era, sin embargo, el caso de los Entes locales, para los que la pro-
hibición indicada podía resultar enormemente perturbadora. Piénsese que el Alcalde
de un municipio grande ha de imponer cada día varios miles de multas (aunque sólo
sean las de tráfico) y que el Ayuntamiento no puede alterar la atribución genérica-
mente realizada por la Ley de Bases de Régimen Local en beneficio del Alcalde, es
decir, que aquí no se puede redistribuir reglamentariamente nada, porque ello signi-
ficaría ir en contra de la Ley. Congestionamiento que podría obviarse, no obstante,
acudiendo al mecanismo de la delegación. Ahora bien, como éste ya no era posible
por imperativo de la Ley 30/1992, he aquí que no cabía introducir alivio alguno: ni
por reglamento general ni por delegación concreta, como acaba de verse.
La situación podía, en consecuencia, llegar a ser dramática por causa de este efec-
to «no querido» que se había escapado al Legislador de 1992 y no faltaron voces que
auguran la paralización del ejercicio de la potestad sancionadora municipal por la
120 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

simple razón de la imposibilidad física del Alcalde para resolver diariamente miles de
expedientes, incluso aunque estuvieren estandarizados.
Esta preocupación está más que justificada; pero en la práctica podía aliviarse
sensiblemente acudiendo al mecanismo previsto en el artículo 55.2:
En los casos en que los órganos administrativos ejerzan sus competencias de forma ver-
bal, la constancia escrita del acto, cuando sea necesaria (y aquí lo es, desde luego), se efec-
tuará y firmará por el titular del órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expre-
sando en la comunicación del mismo la autoridad de la que procede. Si se trata de resolucio-
nes, el titular de la competencia deberá autorizar una relación de las que haya dictado de forma
verbal, con expresión de su contenido.

De hecho, todo ello se traducía en la confección por ordenador de largas relacio-


nes de sanciones que el Alcalde firmaba sin gran trabajo, puesto que bastaba una sola
firma al pie del listado diario, De esta manera, se desdramatizaba ciertamente la situa-
ción y se evitaba la parálisis en el ejercicio de la potestad; aunque habrá que convenir
que, independientemente del costo de la realización de los listados, con esta práctica
de reducían a la nada las pretendidas garantías perseguidas por el Legislador.
La perspectiva realista del R E P E P O S ha intentado, por su parte, evitar la práctica
de esta habilidosidad procedimental, que pretendía sustituir con un escamoteo téc-
nico, haciendo entrar enjuego la desconcentración en lugar de la simple delegación:
Los Alcaldes y los Plenos de las Entidades locales, mediante la correspondiente norma de
carácter general, podrán desconcentrar en las Comisiones de Gobierno, los Concejales y los
Tenientes de Alcalde las competencias sancionadoras que tengan atribuidas. Esta desconcen-
tración estará sometida a los mismos limites y requisitos establecidos en el párrafo anterior. La
norma de desconcentración se publicará en el Boletín Oficial de la provincia y en el tablón de
edictos del Ayuntamiento o medio de publicación equivalente [art. 10.3, ap. 2].

Precepto de contenido maximalista y harto arriesgado, puesto que, en el contexto


en el que nos movemos, la desconcentración habría de reducirse, por imperativo de la
Ley de Bases, a las facultades de los Alcaldes en beneficio de los concejales.
Ahora bien, todos estos problemas han desaparecido felizmente cuando la ley
4/1999, de 13 de enero, eliminó del artículo 127.2 de la LPAC la coletilla de «sin que
puedan delegarse en órgano distinto».

C) Tipificación por ordenanza

La cuestión más ardua, tanto en el nivel teórico como en el práctico, ha sido siem-
pre la de la compatibilidad del principio de reserva legal con la habitual tipificación
de infracciones y sanciones realizada por ordenanzas locales. Extremo que por razo-
nes de sistemática expositiva se desarrollará con minuciosidad —tal como se ha anun-
ciado— en el epígrafe V del Capítulo VII, al que por ahora nos remitimos.

D) Pluralidad de atribuciones

Cuando el ejercicio de la facultad de imponer sanciones no se conecta únicamen-


te con la materia, sino que se añade el criterio diferenciador de la cuantía, puede resul-
tar una superposición de órganos sancionadores en el supuesto de que la línea parti-
dora de competencias no esté bien trazada o, si se quiere, cuando los abanicos com-
petenciales se interseccionen.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 121

En cuanto a la sanción, es clara la aplicación de la regla de non bis in idem, recogi-


da ahora en el articulo 133 de la Ley 30/1992 y a la que se dedica un estudio muy minu-
cioso en el capítulo noveno de este libro. En su consecuencia, una vez impuesta la pri-
mera sanción, ya no es lícito imponer la segunda con independencia de la jerarquía o
importancia de los óiganos tramitantes. Solución que no deja de provocar situaciones
sorprendentes dado que, de hecho, parece que los dos órganos sancíonadores emprenden
una carrera y el que sancione primero será el único que produzca un acto válido. Se hace
con ello posible que un Alcalde bloquee la actividad posterior de un Gobernador civil, de
un Consejero o de un Ministro, incluso aunque la sanción del primero sea mínima.
Si en el terreno sustantivo el planteamiento de la regla del non bis in idem es claro,
no sucede lo mismo en el ámbito procedimental, habida cuenta de que no existe
mecanismo alguno para asegurar la precedencia de alguno de los procedimientos
seguidos. Es decir, que los dos expedientes sancionadores habrán de tramitarse simul-
táneamente, a conciencia de que uno de ellos (el que tarde más en resolverse) termi-
nará siendo completamente inútil.
Cuestión muy distinta es la de la intervención de los Alcaldes en procedimientos
en los que no tienen competencia resolutoria alguna, pero en los que pueden partici-
par como colaboradores del Ente competente, incluso pudiendo llegar a proponer la
resolución. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con el artículo 29.2 de la citada Ley
de Protección Ciudadana: «los alcaldes pondrán los hechos en conocimiento de las
autoridades competentes o, previa la sustanciación del oportuno expediente, propon-
drán la imposición de las sanciones que correspondan». Y en la Disposición Adicional
5.a de la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, sobre sanciones en materia de sanidad y
consumo, se advierte que la competencia sancionadora de los Alcaldes sólo llega a
25.000 pesetas; pero «cuando por la naturaleza y la gravedad de la infracción haya de
superarse dicha cuantía, se remitirá el expediente, con la oportuna propuesta, a la
autoridad que resulte competente».

E) Tipificación de sanciones

Todavía falta por examinar la tercera reserva legal: la que se refiere a la tipifica-
ción de sanciones, tal como aparece en el artículo 129.2 de la LAP.
Esta exigencia no ofrece para las Entidades locales la importancia ni las dificul-
tades que hemos visto a propósito de la tipificación de infracciones, dado que aquí
contamos con varias tipificaciones legales genéricas y algunas otras específicas.
a) Por lo pronto está el venerable contenido del actual artículo 603 del Código
Penal, conforme al cual «en las Ordenanzas municipales y demás reglamentos genera-
les o particulares que se publicaren en lo sucesivo y en los bandos de policía y buen
gobierno que dictaren las autoridades, no se establecerán penas mayores que las señala-
das en este libro»: limitación que implica una habilitación para las sanciones inferiores.

b) Y en la legislación local, el actual artículo 141 en su redacción de la ley


57/2003 del Texto Refundido añade con mayor precisión que hasta 3.000 euros para
las muy graves, 1.500 para las graves y 750 para las leves. Siendo de lamentar que la
reforma haya dejado pasar la oportunidad de establecer un segundo parámetro de gra-
duación (en relación con la población municipal) y sobre todo que no haya introduci-
do otras variantes sancionadoras no pecuniarias (como la no utilización de servicios
o instalaciones, decomisos, retirada de licencias, etc.) que pueden resultar más efica-
ces, o más adecuadas a la infracción, que las multas.
122 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El Tribunal Constitucional, en su sentencia 385/1993, de 23 de diciembre, ha


dedicado un largo comentario a este precepto:
este mecanismo de la escala gradual en función del censo tiene viejas raices en nuestro
Derechos histórico y ha llegado hasta nuestros días en la legislación sectorial, donde con otros
escalones cuantitativos no muy distintos se recoge en las leyes de Seguridad Ciudadana y del
Suelo. El precepto que aquí ahora se enjuicia cumple, en cambio, una función residual con un
ámbito genérico. Es una cláusula subsidiaria para el caso de silencio al respecto en las normas
reguladoras de cada actividad administrativa o de cada materia.

Una sentencia que vino acompañada de un voto particular de Mendizábal redac-


tada en los siguientes términos:
El carácter arbitrario de un criterio tal, utilizado por el legislador, contrario a la raciona-
lidad y generosidad que exige a los poderes públicos en art.9 de la Constitución. Esta arbitra-
riedad se potencia por incidir además negativamente en la autonomía municipal que coarta y
menoscaba, ya que se discrimina a los Ayuntamientos no en razón de lo que hacen sino de lo
que son. Esta autonomía, proclamada constitucionalmente no es troceable por mor del tamaño
de quien la posee. La gradualidad escalonada de las sanciones a la vista del padrón es, en defi-
nitiva, un sistema desafortunado y obsoleto, propio del tiempo pasado [...]. Ese tope máximo
con carácter general y residual condiciona grave y negativamente las competencias autonómi-
cas y, por tanto, priva de soporte constitucional a la norma que se debate.

La lectura de este artículo y de sus modestas sanciones echa por tierra, además, la
encendida diatriba de G A R C Í A D E E N T E R R Í A ( 1 9 9 3 , 6 7 1 ) : «los entes locales, según el
Reglamento, podrán [...] fijar a su albur la clase, cuantía y modalidades de las san-
ciones principales y accesorias, puesto que ninguna Ley general impone un catálogo
y un límite cuantitativo general de las sanciones disponibles. Podrán, por ejemplo,
igualar o sobrepasar (aunque no, naturalmente, en materia urbanística; en cualquier
otra —"vinculación negativa"— en que el límite legal no exista) los dos mil millones
de pesetas que fija como cuantía máxima de las sanciones el artículo 275 de la Ley
del Suelo o los cien millones de pesetas que juegan en materia de consumo.» Esto no
es cierto. Tal como acaba de verse, el límite legal que las ordenanzas municipales no
pueden sobrepasar es el de la ridicula cifra de quinientas pesetas para el 95 por 100
de los municipios españoles, y de 2 5 . 0 0 0 para los de Madrid y Barcelona, salvo que
otra ley haya dispuesto lo contrario.
c) Sin que tampoco falten abundantes ejemplos en la legislación sectorial, de los
que se ha dado alguna muestra al hablar de la atribución de potestad.
En definitiva, la exigencia de tipificación legal de sanciones está sobradamente
cumplida, puesto que la ley establece unos mínimos y luego se remite lícitamente a
las Ordenanzas locales para que precisen tales mínimos.

3. E N T E S INSTITUCIONALES Y CORPORATIVOS

A) Tal como estamos viendo, el fraccionamiento subjetivo de la potestad san-


cionadora es una simple —y necesaria— consecuencia de la correlativa pluralidad de
las Administraciones. Lo que sucede, sin embargo, es que el contenido de tal potes-
tad se va debilitando conforme se desciende en la escala de la territorialidad. Así,
frente al haz completo de facultades que integran la potestad sancionadora del Estado
y de las Comunidades Autónomas, acaba de verse cómo el correspondiente a los
Entes Locales es ya más reducido, al menos en lo que se refiere a la potestad norma-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 123

tiva tipificante de infracciones y sanciones; aunque, por otro lado, esta reducción va
acompañada de una mayor amplitud e intensidad de contenido.
El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 386/1993, de 23 de diciembre, ha teni-
do ocasión de referirse a la potestad sancionadora de estos Entes, que reconoce sin
ambages: «es claro que el Legislador es libre de otorgar la potestad sancionadora a un
ente público cuando concurre una relación de sujeción especial, derivada, una vez
más, de los efectos que se otorgan a las auditorías y de la obligación legal de reali-
zarlas».
La alusión a las relaciones especiales de sujeción (de las que me ocuparé más ade-
lante con detenimiento) no resulta demasiado feliz, puesto que el otorgamiento de la
potestad es independiente de que existan personas sujetas a esta relación especial.
Pero lo que sí importa subrayar es el enorme aumento del contenido y ámbito de las
sanciones en lo que atañe a los Entes públicos independiente o neutrales creados para
la regulación e intervención de un sector económico: tarea que resultaría imposible
sin el complemento de una potestad sancionadora intensa. Para comprender lo que se
está diciendo basta pensar en el Banco de España o en la Comisión Nacional del
Mercado de Valores.
Un sistema similar aparece en la Ley 2 6 / 1 9 8 8 , de 2 9 de julio, sobre Disciplina e
Intervención de las Entidades de Crédito, cuyo artículo 18 atribuye al Banco de
España competencia para la imposición de sanciones por infracciones graves y leves,
al Ministerio de Economía y Hacienda por infracciones muy graves y al Consejo de
Ministros para la sanción de revocación de la autorización de la entidad.
Advirtiéndose en el artículo 25.2 que «las resoluciones del Banco de España que pon-
gan fin al procedimiento serán recurribles en alzada ante el Ministerio de Economía
y Hacienda». Una disposición que no concuerda muy bien con la conceptuación de
Administraciones «independientes» que hoy tan de moda está; pero que SUAY ( 1 9 7 7 ,
371) hace muchos años, y en un contexto similar ya ha intentado explicar: tratándose
de una agresión a la esfera individual, parece aconsejable encomendar el ejercicio de
esta potestad a los órganos de la Administración Pública, cuya representatividad es
superior a la de los Entes institucionales. La verdad es que, a juzgar por los recientes
comentarios de B E T A N C O R (Las Administraciones independientes, 1 9 4 4 , 2 6 5 - 2 6 7 ) y
por la bibliografía que cita (SUAY, J I M É N E Z - B L A N C O ) , los autores están todavía muy
desconcertados ante la compleja regulación legal de la potestad «disciplinaria» de
estos Entes.
Conviene recordar también que el Consejo de Ministros no se ha olvidado de los
Entes institucionales a la hora de aprobar normas reglamentarias. Valga de ejemplo el
Real Decreto 1394/1993, de 4 de agosto, para el Monopolio de Tabacos; el 1572/1993,
de 10 de septiembre, para las infracciones por incumplimiento de las obligaciones
establecidas en la Ley de la Función Estadística Pública; y al 2119/1993, de 3 de
diciembre, aplicable a los sujetos que actúan en los mercados financieros (referentes
estos últimos, por tanto, al Instituto Nacional de Estadística y a la Comisión Nacional
del Mercado de Valores).

B) El caso de los Entes corporativos es materialmente más complejo, aun-


que ofrece la ventaja de contar con un texto único que simplifica su tratamiento
y comprensión, al menos en lo que se refiere a los Colegios Profesionales. El ar-
tículo 5 de la Ley de Colegios Profesionales de 13 de febrero de 1974 declara, en
efecto, que

Corresponde a los Colegios Profesionales el ejercicio de las siguientes funciones, en su


ámbito territorial: [...] i) Ordenar en el ámbito de su competencia la actividad profesional de
124 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

los colegiados, velando por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los dere-
chos de los particulares y ejercer la facultad disciplinaria en el orden profesional y colegial.

El alcance de esta facultad es, en principio, meramente disciplinar, de riguroso


ámbito interno, aunque quizás pudiera extender sus efectos a terceros al amparo de
lo dispuesto en la letra b) del mismo artículo: «ejercer cuantas funciones les sean
encomendadas por la Administración».
Por otra parte, y a diferencia de lo que sucede con la Administración Institucional,
las facultades atribuidas no son sólo impositivas sino también normativas; aunque,
como estas últimas no están previstas de manera directa en ninguna parte, su admi-
sión ha provocado no pocas dudas, especialmente por lo que se refiere al principio de
legalidad. Porque, si las infracciones y sanciones aparecen tipificadas en los Estatutos
Colegiales, su carácter reglamentario es indudable al ser aprobados por órganos de la
Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma y, por ende, carecen de
cobertura legal suficiente. Y menos todavía si se trata de las llamadas Normas
Deontológicas, aprobadas en el seno del mismo Colegio. No obstante lo cual, el
Tribunal Constitucional se ha pronunciado en su favor sin vacilar, al menos en una
ocasión.
La STC 219/1989, de 21 de diciembre de 1989 ha tenido ocasión de examinar
ambas cuestiones; pero como el carácter normativo de las Normas Deontológicas
será estudiado más adelante (al tratar de la remisión reglamentaria y de las pecu-
liaridades de la tipificación en el Derecho Administrativo Sancionador), baste aquí
recordar que para el Tribunal no ofrece el menor reparo de inconstitucionalidad ni
el artículo 5./) de la Ley 2/1974 ni la práctica sancionadora-disciplinaria que con
habitualidad ejercen las Corporaciones, nunca reprochada tampoco por el Tribunal
Supremo. Comentando el precepto citado, observa la sentencia que «esta norma
legal contiene una simple remisión a la autoridad colegial o corporativa, vacía de
todo contenido sancionador material propio». Lo que, sin embargo, no obsta a su
legalidad en razón de la naturaleza de los vínculos relaciónales en que se inserta,
ya que

si tal tipo de remisión resulta manifiestamente contrario a las exigencias del articulo 25.1 de la
Constitución, cuando se trata de las relaciones de sujeción general, no puede decirse lo mismo
por referencia a las relaciones de sujeción especial. Es más, en el presente caso (Colegios de
Arquitectos) nos hallamos ante una muy característica relación constituida sobre la base de la
delegación de potestades públicas en entes corporativos dotados de amplia autonomía para la
ordenación y control del ejercicio de actividades profesionales, que tiene fundamento expreso en
el artículo 36 de la Constitución. De ahí que, precisamente en este ámbito, la relatividad del
alcance de la reserva de ley en materia disciplinaria aparezca especialmente justificada.

Criterio que hizo suyo inmediatamente el Tribunal Supremo en su Sentencia de 24


de marzo de 1990 (Ar. 3656; Bruguera):
Tampoco puede aducirse con éxito infracción del artículo 25.1 de la Constitución por
haberse castigado al amparo de los Estatutos para el régimen y gobierno de los Colegios de
Arquitectos de 13 de junio de 1931 y de las Normas Deontológicas de Actuación Profesional
de los Arquitectos aprobadas el 22 de noviembre de 1971, carentes de respaldo legal, pues el
Tribunal Constitucional ha resuelto directamente este tema en su reciente sentencia 219/1989,
de 21 de diciembre [...], doctrina ya aplicada al caso de las aludidas normas estatutarias y
deontológicas de los arquitectos, lleva a la conclusión de su constitucionalidad.

La verdad es que el Tribunal Supremo nunca había puesto en duda las facultades
sancionadoras de los Colegios Profesionales. Por limitarnos a la jurisprudencia post-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 125

constitucional, la sentencia de 23 de septiembre de 1988 (Ar. 7244; Reyes) invoca


nada menos que las siguientes fundamentaciones que «confirman la titularidad de la
potestad sancionatoria de los mismos: artículos 9 j) y 6.3.J) de la Ley de Colegios
Profesionales, en concordancia con lo que disponían los artículos 863 y concordan-
tes de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 y hoy corroboran los artículos 439
y 442 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, que preceptúa que la respon-
sabilidad disciplinaria por una conducta profesional compete declararla a los corres-
pondientes Colegios conforme a sus Estatutos (también STC de 26 de diciembre de
1984)». Si bien lo más importante de esta sentencia es que admite una tipificación
genérica dado que la deontología profesional «nunca es susceptible de específica
catalogación en numerus clausus».
La Sentencia de 3 de marzo de 1990 (Ar. 2133; Reyes) se refiere pormenorizada-
mente a la grave cuestión de la reserva legal de la tipificación, que resuelve median-
te la consabida explicación de las relaciones especiales:

En el ámbito de las relaciones de sujeción especial se pone de relieve una capacidad admi-
nistrativa de autoorganización más que el ejercicio del ius puniendi genérico. En el caso de
autos es indiscutible el quid diferencial de las relaciones en cuyo ámbito se ejerce la potestad
sancionadora. Se trata de la ordenación ad intra de una corporación pública de carácter exclu-
sivamente profesional, sectorial, tradicional depositaría de una potestad disciplinaria que se
ejerce en el orden colegial. Puede afirmarse, por tanto, que aquí se debilitan las exigencias del
rango formal de ley en beneficio de una más amplia potestad reglamentaria y que aquéllas que-
dan cumplidas con la habilitación conferida por la disposición final de la Ley 2/1974.

En la Sentencia de 18 de julio de 1990 (Ar. 6647; Reyes) culminan las tesis indi-
cadas, tanto en la relajación de la reserva legal como en la de la precisión tipificante,
que puede llegar a la ausencia absoluta de tipificación:

lo importante es que los actos que se imputaron estaban plenamente probados aunque literal y
específicamente no se hallaran definidos en su singularidad por las Normas Deontológicas ni
por los Estatutos y ni siquiera por la legislación general de Colegios, que le sirve de cobertu-
ra, siempre que la concreta conducta que se depura se inscriba en esa genérica normativa, ya
que, como recordaba la sentencia de 3 de marzo de 1990, con cita de la de 23 de septiembre
de 1988, esa genericidad se produce, sin embargo, con la expresividad y suficiencia de los pre-
ceptos afectantes a la deontología profesional, nunca susceptibles de específica catalogación
en numerus clausus.

La sorprendente tolerancia de estas sentencias ha empezado ya a ser recortada en


la STC 93/1992, de 11 de junio, que estima el recurso de amparo. A tal propósito
resultan muy interesantes las consideraciones que ofrece aquí el Tribunal para justifi-
car su cambio de criterio y que, aparte de no ser convincentes, suenan a excusatio non
petita. Por lo que se refiere concretamente a la norma sancionadora, se aclara que

no es preciso enfatizar que en el actual asunto existen marcadas diferencias [con el anterior).
En aquel caso este tribunal se mostró de acuerdo con el Ministerio Fiscal en que los textos
reguladores de la deontología profesional de los arquitectos requieren una adecuación a los
requisitos que dimanan del principio de legalidad sancionadora pero adoptando la perspectiva
propia del Tecurso de amparo, que se ciñe a determinar si en el caso singular se han vulnera-
do los derechos fundamentales susceptibles de remedio en esta sede, se alcanza la conclusión
de que no habrá duda de que la conducta sancionada se encontraba descrita como ilícita en tér-
minos sobradamente previsibles para un profesional (...]. Por el contrario, la conducta por la
que se ha sancionado a la farmacéutica actora del presente litigio no consiste en una infracción
de su deontología profesional, del conjunto de deberes inherentes a su arte profesional [...] sino
126 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de un turno de vacaciones, impuestas obligatoriamente para garantizar un equilibrio entre los


beneficios económicos de los distintos titulares de las farmacias. Al tratarse de una normativa
diferente y sobreañadida a los deberes deontológicos [...].

Por mi parte confieso sinceramente que no acaba de entender todos estos razona-
mientos. Porque, después de haber aceptado (como acaba de verse) la posibilidad
constitucional de unas normas sancionadoras no publicadas, basándose en la presun-
ción de que un profesional ha de conocerlas en todo caso, a renglón seguido estable-
ce una teoría muy estricta sobre las fuentes normativas reguladoras de los Colegios
Profesionales, distinguiendo al efecto entre Estatutos Generales y Estatutos particula-
res de cada Colegio. Por lo que se refiere a estos últimos (aquí también comprendi-
dos los «Reglamentos»), «no ofrecen un fundamento normativo suficiente para impo-
ner una sanción por conducta profesional ajena a las relaciones internas en cuanto
miembro de la asociación que forma la base del Colegio». Lo cual significa que los
Estatutos Generales sí que prestan la cobertura legal necesaria a tal fin. Postura que
provoca una gravísima excepción al principio de legalidad, de la que me ocuparé más
adelante.
La fragilidad normativa de las normas colegiales no parece suponer obstáculo algu-
no para su validez y eficacia sancionadora en opinión tanto del Tribunal Constitucional
como del Tribunal Supremo: probablemente porque siempre son contempladas desde la
óptica de las relaciones de sujeción especial que, cuando son auténticas (como en el pre-
sente caso), permiten relajaciones muy graves de la reserva legal. La STS de 8 de octu-
bre de 1983 (Ar. 7551; Reyes) confirma una multa corporativa provincial, sin llegar a
cuestionarse siquiera la cobertura legal del tipo; pero, a nuestros efectos, lo importante
de esta sentencia es que, consciente de su peculiaridad normativa, advierte que los regla-
mentos de este tipo deben ser aportados a los autos por los interesados, habida cuenta
de su ordinaria falta de publicidad, pues con ellos no rige la regla de iura novit curia.
Una alusión especial merece la situación de los Abogados y Procuradores en
razón de la abundante jurisprudencia que han provocado.
Como es sabido, la Ley Orgánica del Poder Judicial reconoce la doble disciplina
a que están sometidos estos profesionales: por su actuación ante Juzgados y Tribunales
(que se rige por las leyes procesales) y por su conducta profesional, sometida a la auto-
ridad colegial. En este segundo aspecto, el artículo 109 del Estatuto General de la
Abogacía, aprobado por el Real Decreto 2.090/1982, de 24 de julio, establece que «la
potestad disciplinaria se ejercerá sobre conductas que infrinjan deberes profesionales
o normas éticas de conducta en cuanto afecten a la profesión» (y su objetivo —mante-
ner un determinado nivel ético— es muy distinto del de la policía de estratos).
Con lo cual tenemos ya, como mínimo, un escalado normativo de tres niveles: la
Ley de Colegios Profesionales (cuyo art. 5 ya ha sido transcrito), el Estatuto de 1982
y, en fin, las normas internas colegiales (reglamentos y Normas Deontológicas).
A tal propósito, para el Tribunal Supremo, como para el Constitucional, la cons-
titucionalidad de la Ley está fuera de dudas y el Estatuto también cuenta con sufi-
ciente cobertura legal, como argumenta la STS de 16 de diciembre de 1993 (Ar.
10053; Sanz) con largo acopio de sentencias anteriores que avalan la tesis. Pues bien,
el tercer escalón también parece intachable, como ya se vio antes con carácter gene-
ral, y como para los abogados remacha la sentencia de 27 de diciembre de 1993 (Ar.
10054; Peces):
La STS de 16 de diciembre de 1993 (a la que acaba de aludirse) ha estimado que la tipi-
ficación por incumplimiento de las normas deontológicas y de las reglas éticas que gobiernan
la actuación profesional de los abogados constituye una predeterminación normativa con cer-
teza más que suficiente para definir la conducta como sancionable.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 127

Cuando se leen sentencias de este estilo resulta inevitable sospechar que hay una
diferencia cualitativa entre la situación de quienes se encuentran en una relación de
sujeción general o de una especial y que, por tanto, habrá que ir pensando en el aco-
tamiento y elaboración dogmática propia de las relaciones disciplinarias o de sujeción
especial, tal como han hecho la LPAC y el REPEPOS. Porque es muy posible que, sin
peijuicio de su base común, haya más distancia entre el Derecho Sancionador y el
Derecho disciplinario (a estos efectos: relaciones de sujeción especial) que entre el
Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal.
De recordar es, por último, que la Disposición Transitoria 1.A de la LPAC estable-
ce, siquiera sea en términos no usuales, la regla de su subsidiariedad respecto de la
legislación especifica: «Las Corporaciones de Derecho Público representativas de
intereses económicos y profesionales ajustarán su actuación a su legislación específi-
ca. En tanto no se complete esta legislación les serán de aplicación las prescripciones
de esta Ley en lo que proceda».

4. Ó R G A N O S N O ADMINISTRATIVOS

La dualidad de manifestaciones (tan comúnmente aceptada) del ius puniendi del


Estado se rompe de nuevo cuando se toman en consideración órganos que no son ni
Tribunales ni Administración y a los que también se reconoce una modalidad de tal
potestad. Piénsese, concretamente, en las sanciones que imponen las Asambleas
Parlamentarias o los Jueces y Tribunales como actividades distintas a la Ley y a la
sentencia, respectivamente.
Ni que decir tiene que, cuando así se amplía el objeto del análisis, éste adquiere
un grado mayor de complejidad. Porque aquí entra en juego la enconada polémica
sobre si estos órganos (en su origen inequívocamente no administrativos) pueden ser
considerados como Administraciones Públicas cuando actúan de esta manera. En caso
de respuesta afirmativa no habría problema; pero en caso contrario habría que acep-
tar que existen órganos no administrativos —ni, mucho menos, judiciales— titulares
de una potestad sancionadora.
Sea como fuera, el planteamiento correcto debe realizarse sobre la base de que
hoy se admite sin dificultades que un órgano no administrativo dicte actos de natura-
leza administrativa (y por ende impugnables ante la Jurisdicción contencioso-admi-
nistrativa, de lo que hay múltiples ejemplos en las leyes) sin adquirir por ello una con-
dición subjetivamente administrativa. Sin necesidad de entrar en esta áspera polémi-
ca de la «extensión del concepto actual de la Administración Pública», baste recordar
que la STC 1 9 0 / 1 9 9 1 , de 1 4 de octubre alude a la posibilidad de que las sanciones dis-
ciplinarias impuestas por los Tribunales puedan ser consideradas «materialmente
administrativas» (s/'c) y que la STC de 1 8 de junio de 1 9 9 0 (basándose en la 3 / 1 9 8 2 )
sustenta, a la inversa, la tesis de que un órgano judicial —la Sala de Gobierno de una
Audiencia— aun «siendo generalmente un órgano gubernativo con funciones de
gobierno [...], en determinados supuestos puede ejercer f u n c i o n e s jurisdiccionales».
En definitiva, la naturaleza del sujeto no predetermina inexcusablemente la natu-
raleza de sus actos, que puede ser distinta según los casos. Lo que significa que órga-
nos no administrativos pueden imponer auténticas sanciones administrativas en el
ejercicio de una auténtica potestad sancionadora. Tal como dice la STC 1 9 0 / 1 9 9 1 , de
14 de octubre, como buen ejemplo de esta dualidad,

coexisten de esta manera dos tipos o clases de responsabilidad cuya funcionalidad y natura-
leza jurídica son bien distintas. Mientras que la llamada responsabilidad disciplinaria junsdic-
125
125 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cional, o procesal, atiende la corrección de las faltas u omisiones cometidas por los funciona-
rios judiciales con ocasión de los actos y procedimientos judiciales, en el supuesto de la «res-
ponsabilidad disciplinaria gubernativa» son en general la forma y condiciones en que son cum-
plidos por dichos funcionarios los deberes a que están sujetos por el cargo que ostentan, lo que
justifica la potestad disciplinaria prevista.

La situación que se está describiendo ha sido prolijamente analizada en la STS de 3


de diciembre de 1990 (Ar. 10028; González Navarro), que conviene citar in extenso para
poder calibrar el peso de su teorización. En el caso de autos se trataba de sanción
impuesta por un Juez a un Letrado como consecuencia de su actitud en un trámite foren-
se y, alegándose que contra la misma, una vez confirmada por la Sala de Gobierno de
la Audiencia, no procedía recurso contencioso-administrativo al disponerlo así el ar-
tículo 452 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Tribunal razona en contra que
no debe confundirse la Administración de Justicia con su organización administrativa de
apoyo (que algunos llaman, para distinguirla de aquélla, Administración Judicial). Mientras
que la primera está constituida subjetivamente por los tribunales unipersonales y colegiados
actuando como tales, es decir, juzgando, realizando funciones de judicación, la segunda, la
organización administrativa de apoyo, está formada por el Ministerio de Justicia, por el
Consejo General del Poder Judicial, por las Salas de Gobierno y por las oficinas judiciales.
En esta organización [...] hay funcionarios que tienen un doble carácter: de jueces —cuando
actúan una función de iudicatio o judicación (vocablo que está incluido en el Diccionario de
la Academia)— y de puros órganos administrativos [...]. Y el juez tiene asignados dos tipos
de funciones: funciones de autoridad, que actúa mediante la sentencia, en la que da solucio-
nes a los conflictos intersubjetivos planteados por las partes y funciones de potestad.

Como consecuencia de todo ello, la sentencia subraya el carácter de órganos


administrativos de las Salas de Gobierno, a pesar de estar compuestas por jueces, y la
necesidad de que su actuación sea controlada en vía contencioso-administrativa.
Insistiendo en estas ideas la misma sentencia analiza la sanción impuesta por un
Juez —y confirmada por la Sala de Gobierno de la Audiencia— a un abogado y llega
a la conclusión de que si bien es cierto que «en ningún caso pueda entenderse que la
Sala de Gobierno de una Audiencia tiene la consideración o pueda incluirse dentro del
concepto de Administración Pública», aun así la sanción es un acto gubernativo por
las razones antes indicadas y —lo que a nuestros efectos es lo más importante— es el
resultado de una inequívoca potestad disciplinaria que corresponde a los Tribunales,
no a la Administración. Y es que «"el ejercicio de esta potestad disciplinaria de los
Tribunales se incardina dentro de los actos procesales de carácter sancionador que
aparece intimamente vinculada con la función jurisdiccional que desempeña».
La trascendencia de esta declaración ya ha sido examinada más atrás: es una prue-
ba más de que la potestad sancionadora es siempre un anejo de alguna otra potestad
(de administrar las aguas, de recaudar impuestos, de gestionar un patrimonio público,
de hacer justicia), a cuyo servicio está. Entendidas así las cosas —que es como vení-
an entendiéndose tradicionalmente— tenemos que:

— la potestad sancionadora no es exclusiva de una Administración concreta, y ni


siquiera de las Administraciones Públicas, sino del titular de la potestad principal o
material, cualquiera que sea: Administración, Tribunales, Asambleas Parlamentarias,
Casa Real; lo que significa que
— se resquebraja nuevamente la moderna tesis de que la potestad sancionadora
de la Administración es una de las dos manifestaciones del ius puniendi del Estado o,
por lo menos, debe ser entendida a la luz de la proposición anterior.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 129

El repertorio de todas estas manifestaciones sancionadoras que flotan entre lo


administrativo y lo jurisdiccional es tan amplio que hace imposible su enumeración
exhaustiva y tan heterogéneo que dificulta mucho su sistematización.
La STC 36/1991, de 14 de febrero, se ocupa, por ejemplo, de los Tribunales
Tutelares, que no forman parte del Poder Judicial aunque deben respetar en su actua-
ción (y cabalmente por no hacerlo se anula parcialmente su regulación) los derechos
fundamentales que consagra para cualquier ejercicio del ius puniendi el artículo 24 de
la Constitución. Lo que no impide reconocer que

las especiales características de) proceso reformador (de menores) determina que no todos los
principios y garantías exigidos en los procesos contra adultos hayan de asegurarse aquí en los
mismos términos. Tal es el caso del principio de publicidad, en donde razones tendentes a pre-
servar al menor de los efectos adversos que puedan resultar de la publicidad de las actuacio-
nes, podrían justificar su restricción.

5. E L ARTÍCULO 1 2 7 . 1 D E L A L P A C

La fragmentación subjetiva del ius puniendi del Estado y la correlativa pluralidad


de manifestaciones de la potestad sancionadora aparece muy bien en el artículo 127.1
de la LPAC, donde se alude a «la potestad sancionadora de las Administraciones
Públicas reconocida en la Constitución [...]». Para determinar, entonces, cuáles son
estas Administraciones Públicas a las que aquí se hace referencia hay que acudir al
artículo 2.° de la misma Ley, en el que se establece que:
1. Se entiende a los efectos de esta Ley por Administraciones Públicas: a) La
Administración General del Estado, b) Las Administraciones de las Comunidades Autónomas;
c) Las Entidades que integran la Administración Local.

Hasta aquí no hay dificultad alguna puesto que siempre se ha reconocido que estas
entidades eran Administraciones Públicas y que, además, disponían de la potestad
sancionadora. Las dudas pueden venir —según sabemos por el número 3 de este
mismo epígrafe— de los «otros entes», a los que se refiere el mismo artículo en los
siguientes términos:
Las Entidades de Derecho Público con personalidad jurídica propia vinculadas o depen-
dientes de cualquiera de las Administraciones Públicas tendrán asimismo la consideración de
Administración Pública. Estas Entidades sujetarán su actividad a la presente Ley cuando ejer-
zan potestades administrativas, sometiéndose en el resto de su actividad a lo que dispongan sus
normas de creación.

La intención de este precepto no puede ser más clara —reconocer a las Entidades
de Derecho Público la consideración de Administraciones, sometiendo una parte de
sus actividades al régimen jurídico de éstas— y, aunque en líneas generales su inter-
pretación y aplicación ha de ofrecer no pocas dificultades, la situación es, por fortu-
na, muy distinta en lo que se refiere al D e r e c h o Administrativo Sancionador, dado que
éste se conecta, sin duda alguna, a una potestad administrativa. En su consecuencia
tenemos que la Ley admite la existencia de potestad sancionadora de las Entidades de
Derecho Público y somete su ejercicio a lo dispuesto en ella misma. Otra cosa es, sin
embargo, la posibilidad de su ejercicio, puesto que se trata de cuestiones separadas,
tal como se explicó más arriba al hilo de las Corporaciones locales y ahora vamos
confirmando.
130 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Para la ley, la existencia de la potestad está fuera de discusión, dado que se


encuentra «reconocida en la Constitución». Pero ello no quiere decir que pueda ser
ejercida, sin más, por sus titulares, dado que, para hacerlo, precisan de un requisito
adicional que puntualiza el artículo 127.1: «se ejercerán cuando haya sido expresa-
mente atribuida por una norma con rango de ley».
En definitiva, pues, la nueva Ley ha venido a dotar al ejercicio de la potestad
administrativa sancionadora de los Entes de Derecho Público de un régimen jurídico,
insuficiente desde luego ya que la Ley es notoriamente incompleta, pero que repre-
senta, mirando hacia atrás, un enorme adelanto.

IV EJERCICIO DE LA POTESTAD

1. FACULTADES BÁSICAS

Aceptando convencionalmente que toda potestad está integrada por un haz de


facultades, entiendo que el ejercicio de la sancionadora de la Administración com-
prende tres facultades básicas —la de establecimiento normativo, la de imposición y
la de ejecución— que concurren conjunta o separadamente en cada Administración
titular de la potestad, según los casos, y con un contenido o alcance muy variable.

a) En virtud del principio de juridicidad (prescindiendo ahora de su variante


concreta de legalidad) las actividades sancionadoras individualizadas deben estar pre-
vistas previamente en una norma. Como consecuencia del principio constitucional de
reserva legal se ha privado a la Administración de esta facultad de establecimiento,
cuyo ejercicio no es originario sino derivado de la ley y, por su manifestación regla-
mentaria, sometido a las limitaciones que se explicarán en el capítulo sexto.
b) Establecidas en una norma las infracciones y sanciones y garantizado con
ello el principio de juridicidad (y, en su caso, el de legalidad), la segunda facultad san-
cionadora consiste cabalmente en la determinación de las infracciones y de los infrac-
tores concretos así como en la imposición de sanciones.
La facultad de imposición de sanciones presupone la previa constatación de la infrac-
ción: y de los infractores lo que se realiza a lo largo de un procedimiento formalizado diri-
gido de ordinario por el mismo Ente que va a sancionar, aunque a veces se desdoblan estas
funciones y uno tramita y propone la resolución mientras que otro impone la sanción.
c) El titular de la facultad de imposición de sanciones tiene también la de impo-
ner su ejecución, aunque también es posible su separación, como sucede cuando la
exacción de multas administrativas es encomendada al Juez.

La anterior descripción pone muy bien de relieve —y una vez más— las profun-
das diferencias estructurales y funcionales que separan la potestad sancionadora de la
Administración de la potestad penal de los Tribunales. Diferencias que ahora es moda
infravalorar en beneficio de los rasgos comunes que también existen, claro es.
La potestad punitiva del Poder Judicial está encomendada a unos órganos perfec-
tamente diferenciados y con funcionalidad exclusiva y excluyente, de tal manera que
han sido creados a tal objeto y sólo para ello. Los órganos sancionadores de la
Administración, en cambio, son indiferenciados en cuanto que el sancionar es una
función más, que eventualmente se acumula a las otras muchas que tienen atribuidas.
Por así decirlo, no son creados para sancionar, aunque puedan hacerlo llegado el caso.
No son, en definitiva, órganos especializados sino de gestión genérica y lo que suce-
de es que la gestión —tal como se afirma en el presente libro— engloba la sanción.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 131

Esta falta de diferenciación orgánica y funcional es consecuencia, a su vez, de otra


diferenciación más profunda: la normativa. Las normas penales son, en efecto, dife-
renciadas, especializadas y autónomas, que, por tanto y salvo excepciones, son un fin
en sí mismas y no se refieren a otras actividades del Estado. El Código Penal no es
otra cosa que un catálogo abstracto de desvalores rigurosamente autosuficientes, que
se impone a los Tribunales como un datum externo. Mientras que las leyes sanciona-
doras no tienen sentido por sí solas, ya que se refieren inexcusablemente a otras nor-
mas y a otras actividades del Estado. La tipificación de las infracciones en materia de
aguas es incomprensible si no se relaciona con la legislación de aguas. Y siguiendo
con el ejemplo, los Tribunales penales para nada intervienen en la administración de
las personas: la protección de este bien jurídico corresponde a la Policía, no al Juez.
En cambio, es la misma Administración hidráulica la que, además de sancionar las
actuaciones contaminantes, previene y protege la pureza de las aguas. Con lo cual nos
encontramos de nuevo ante el fenómeno tantas veces subrayado en las páginas ante-
riores: de la misma manera que la potestad administrativa sancionadora es insepara-
ble de la potestad administrativa interventora (de la que constituye un simple anejo),
la actuación administrativa es inseparable de la actuación sancionadora: no son más
que las facetas de la gestión pública.
Todas estas circunstancias provocan, además, que en la potestad sancionadora
nunca pueda ser limpia la separación entre el plano normativo (facultad de estableci-
miento) y el plano ejecutivo (facultad de imposición): por mucho que aquí se predi-
que también el principio de la legalidad, la reserva legal se encuentra inevitablemen-
te deteriorada por la presencia de reglamentos —aunque sean normalmente de des-
arrollo— que colaboran con el legislador en la tipificación de infracciones y sancio-
nes. Lo que jamás sucede con los Tribunales en el ámbito de la potestad penal.
Ignorar las diferencias estructurales, orgánicas y funcionales que separan ambas
potestades es una negación de evidencias que constituye un error técnico garrafal. Si
lo que de veras se pretende es extender al Derecho Administrativo Sancionador las
garantías imprescindibles en un Estado de Derecho, es plausible intentar conseguirlo
mediante la aplicación a este campo de los principios garantistas del Derecho Penal.
Pero —cuando se elige este camino, ya que hay otros también no menos plausibles—
hay que saber detenerse en este punto (como efectivamente sucede con muchas sen-
tencias) sin sobredimensionar lo que es una simple técnica con aditamentos dogmáti-
cos que el sistema jurídico, tal como está pensado y tal como está funcionando, no
puede asimilar.

2. EJERCICIO FACULTATIVO

En un orden muy distinto de consideraciones —aunque sin salimos de plantea-


mientos deducidos inmediatamente de la realidad más rabiosa—veamos ahora qué
significa esta circunstancia, al parecer tan extraña, de que la Administración no ejer-
ce de ordinario su potestad sancionadora, de tal manera que sólo una mínima parte de
las infracciones que se cometen llegan a ser castigadas: en materia de tráfico, ali-
mentación, seguridad en el trabajo o urbanismo, de seguro que no llegan al uno por
mil. Para justificar este hecho (que es conocidamente universal) han acudido los auto-
res a las explicaciones más variadas. En Italia, siguiendo a Z A N O B I N I , se apunta que si
la imposición de penas constituye un deber para el Estado, no así la de sanciones
administrativas, que expresan un mero derecho subjetivo que, en cuanto tal, puede ser
ejercitado o no. Más moderna y más sencilla parece, con todo, la explicación de la
discrecionalidad, sostenida ya por B O R S I (apud PALIERO-TRAVI, 1 9 8 8 , 2 5 0 - 2 5 6 ) . En
132 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cualquier caso, el nombre técnico más usual para designar el ejercicio facultativo de
la potestad es el de la «oportunidad».
Frente al principio de la legalidad, que implica el deber de perseguir y sancionar
las infracciones, el principio de oportunidad establece la posibilidad o permisibilidad
de poner en marcha tales consecuencias jurídicas. O lo que es lo mismo: la
Administración no está obligada por ley a castigar sino que simplemente se le autori-
za a hacerlo. En los Derechos europeos el principio de oportunidad está absoluta-
mente generalizado: en España por práctica indiscutida, lo mismo que en Francia
( M O U R G E O N , 1 9 6 7 , 3 0 3 ss ), y en Alemania por imperativo expreso del artículo 4 7 . 1
de la Ley Reguladora de las Infracciones (OWING): «La persecución de las infraccio-
nes depende de la discrecionalidad vinculada (pjlichtgemaesses Ermessen) de la
Administración sancionadora, quien puede ordenar el archivo del expediente mientras
el procedimiento sea de su competencia».
Comentando este precepto ha señalado G O H N E R T ( K K O W I G , 4 7 ) que la regla es la
persecución, por cuya razón la excepción —es decir, la no persecución— debe ser jus-
tificada. Dicha justificación se materializa a través de la figura genérica de la discre-
cionalidad vinculada; pero no faltan criterios específicos como los siguientes: a) Tal
como ha advertido ocasionalmente la Jurisprudencia, no debe cambiarse bruscamen-
te de criterio (o sea, sin previo aviso) para castigar infracciones que venían siendo
toleradas; b) Se puede ser fácilmente tolerante con infracciones en las que media una
culpabilidad leve y no estén enjuego intereses públicos importantes.
Pero prescindiendo de estas teorizaciones ajenas y retomando una cuestión que ha
sido examinada en el capítulo primero, huelga comentar el sentimiento de injusticia e
indignación que produce esta forma de actuar—a unos se les expedienta y a otros no-
en aquellos que, más o menos casualmente, son realmente sancionados con flagrante
violación del principio de igualdad, tal como ya ha denunciado Lorenzo M A R T Í N -
R E T O R T I L L O ( 1 9 7 6 , 2 2 y 2 3 ) . En la práctica es habitual que los sancionados aleguen
otros supuestos exactamente iguales al suyo que han permanecido impunes; pero,
como es sabido, tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional han sentado la
doctrina de que la igualdad no puede invocarse dentro de la ilegalidad. Actitud que da
pie para exponer algunas consideraciones; siendo aquí de cita obligada, como refe-
rencia bibliográfica imprescindible, el magistral estudio de B L A N C A L O Z A N O publica-
d o e n 2 0 0 3 e n e l n.° 161 d e l a R A P .

Una cosa es la iniciación del expediente sancionador (que expresa el ejercicio de


la potestad sancionadora) y otra muy distinta el que, una vez iniciado el expediente y
llegado a la resolución, ésta haya de ser condenatoria si se comprueba la existencia de
la infracción. El ejercicio facultativo implicaría la libertad de iniciar,
o no, el expediente y la de archivarlo en cualquier momento antes de la resolución;
pero no la absolución en contra de la legalidad.
Por lo mismo, impuesta una sanción no sería lícita su revocación de oficio sin
formalidad alguna alegando que se trata de un acto de gravamen no sujeto a los trá-
mites legales específicos de tal revocación. O más exactamente todavía: la revocación
es admisible si se constata que la sanción fue indebidamente impuesta; no siendo
admisible, en cambio, si su imposición fue correcta.
Entre nosotros suele justificarse el carácter facultativo del ejercicio de la potestad
en la circunstancia de que no existe legitimación para impugnar una decisión de este
tipo habida cuenta de la falta de interés de terceros e incluso del propio interesado en
su eventual pretensión de ser sancionado. Una explicación que dista mucho de ser
convincente, dado que parece un sarcasmo negar la legitimación de vecinos y colin-
dantes para solicitar la iniciación de un expediente sancionador contra quien, por
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 133

ejemplo, está emitiendo humos nocivos desde su fábrica; y, en cuanto al propio inte-
resado, también es innegable que tiene interés legítimo, no ya en ser sancionado, sino
en ser expedientado con objeto de que en la resolución se declare oficialmente su
absolución y así se disipen las sospechas que puedan haberse levantado socialmente.
Nada tiene de particular por ello que algunos autores aislados, como G A R C Í A DE
ENTERRÍA y F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z , afirmen en su Curso que «la omisión del ejerci-
cio de la potestad cuando el interés colectivo (o individual, añado yo por mi cuenta)
lo exige constituye una irregularidad en el funcionamiento de la Administración que
puede determinar [...] una condena a ese ejercicio» o —conviene añadir— a la indem-
nización por no haberlo hecho como ha declarado ya el Tribunal Europeo de Derecho
Humanos.
Con la regulación actual de la inactividad administrativa es indiscutible que puede
pretenderse de los Tribunales una sentencia que condene a la Administración a reali-
zar determinados actos. Pero, si esto queda fuera de duda, lo esencial está por deter-
minar, es decir, si y cuándo la Administración está obligada a actuar. Dicho con otras
palabras: si el ejercicio de la potestad fuera obligatorio, siempre cabría la posibilidad
—por muy dificultosa que iuera su realización— de exigir el cumplimiento de tal
obligación; otra cosa es, sin embargo, si se trata de una potestad de ejercicio faculta-
tivo porque en tal caso es intrascendente la legitimación de exigencia o las dificulta-
des reales de la misma.
En mi opinión, el ejercicio de la potestad sancionadora no es obligatorio para la
Administración, quien puede, por tanto, iniciar o no los correspondientes expedien-
tes. Sé de sobra que esta tesis repugna al sentimiento de justicia y quebranta el prin-
cipio de igualdad; pero hay otra razón más pesada que la abona, a saber: la realidad.
Sería ingenuo aquí decir que la realidad debe imponerse porque ya se encarga ella de
hacerlo sin que nadie lo propugne: la realidad se impone indefectiblemente y ella es
la que nos enseña que es materialmente imposible sancionar y aun expedientar a
todos los infractores. Sostener, por tanto, el carácter obligatorio supondría multiplicar
por cien o por mil el número de funcionarios y ni aun así. Ad impossibilia nemo tene-
tur. el Derecho se detiene ante las puertas de lo imposible.
Bien es verdad que a muchos se les puede antojar trivial esta explicación e inclu-
so inadmisible, al menos para aquellos que pretenden que la realidad ha de adaptarse
a las normas. Pero para mí el Derecho irreal o irrealizable no es Derecho. Nótese, con
todo, que en el principio está el hecho incontestable de la imposibilidad de la perse-
cución total de los infractores y que luego, las explicaciones jurídicas a que más arri-
ba se ha aludido no son sino justificaciones a posteriori, de tal manera que con ellas
lo que de veras quiere explicarse no es el carácter de la potestad sino la realidad
misma. Cuando Z A N O B I N I habla del derecho subjetivo, es evidente que con tal sutile-
za lo que quiere explicar es que la Administración italiana no persiga de hecho a los
infractores.
Parece, por ello, mucho más sincera la postura de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O
(1991, 144) y no sería prudente dejar a un lado su advertencia: «¡Qué de incumpli-
mientos de normas han de producirse para que al final entren en juego las sanciones
administrativas! La práctica de la tolerancia está generalizadísima [...]. Han de suce-
der cosas de gran entidad para que al final se reaccione [...]. Hay que recalcar la nota
de la aleatoriedad. Lo que implica, por lo mismo, la abundante proliferación de des-
igualdades. Intervienen, sin duda, muchos factores y no diré simplistamente que sean
razones políticas (o, al menos, con carácter predominante). Cuenta a veces lo com-
plicado de algunas regulaciones, con las dificultades inherentes a la hora de exigir res-
peto a las reglas. En no pocas ocasiones, serán los costos adicionales que conlleva el
respeto de las normas. No es infrecuente que los incumplidores se den arte para echar
134 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

a la opinión pública en contra de las autoridades administrativas. No dejará de hacer


su aparición el flagelo del paro; de cumplirse las normas, se dirá, ha de seguirse una
dolorosa secuela de desempleados. Y tantas otras motivaciones, reales o aparentes,
objetivas a veces, irreflexivas y emocionales con frecuencia, entre las que no ocupa
escaso lugar la inercia, la dejadez, la falta de sensibilidad social, la prepotencia de
álgunos comerciantes o empresarios, cuando no una arraigada praxis de pasividad
social de los ciudadanos».
Ésta es la situación perversa que, respecto de las sanciones disciplinarias, había
yo denunciado hace muchos años ( N I E T O , 1 9 6 4 ) o la «tremenda paradoja», indicada
por SUAY ( 1 9 8 9 , 2 9 ) , de que «mientras, por un lado, tenemos una Administración
dotada de los más aparatosos poderes represivos, por otro lado, por el lado de la rea-
lidad, tenemos que la Administración apenas hace uso de tales poderes».
Para comprender lo que está sucediendo importa tener presentes dos perspectivas:
por un lado, el fin de las sanciones y, por otro, los objetivos del legislador.
El fin de las sanciones es, en último extremo, el cumplimiento de determinadas
normas. Si se multa a los automovilistas imprudentes no es tanto para «retribuirles»
su pecado sino, mucho más simplemente, para que no vuelvan a pecar. A la
Administración —como a la sociedad en general— no le preocupa que un infractor
quede impune (no sea «retribuido») sino que con la sanción —e incluso con la ame-
naza de ella— procure no infringir y que, en definitiva, el tráfico sea más seguro y
más fluido. Pues bien, probado está que en ocasiones es más eficaz a estas efectos la
benevolencia que el rigor y tal es la política que se sigue actualmente en casi todas las
Administraciones, al menos para las infracciones de masas. Ya hemos visto antes que
así se practica en la Comunidad Europea y entre nosotros la Administración advierte
primero, antes de castigar, o castiga por días o zonas, si es que cree que con ello se
propicia el respeto posterior a las normas. En muchas ciudades españolas no rigen los
viernes por la noche y sábados y domingos las reglas de aparcamiento urbano ni en
las fiestas las regulaciones de ruido y hasta en los tiempos más duros del franquismo
se permitía en días y lugares perfectamente conocidos la práctica de actividades pro-
hibidas e incluso delictivas (Juego, máscaras de Carnaval).
El panorama cambia de aspecto, sin embargo, cuando se lo examina desde la pers-
pectiva de la política estatal de la represión. Cuando el lector moderno repasa las dis-
posiciones sancionadoras de la Novísima Recopilación no puede evitar una sonrisa
ante la ingenuidad del poder cuando amenazaba con sancionar a los que utilizasen
determinadas salsas para condimentar sus alimentos, se vistieran con ciertas prendas,
atendieran excesivas bestias en sus caballerizas o construyeran los voladizos en sus
tejados con materiales prohibidos. En tales condiciones se colocaba al país entero
fuera de la ley; pero con un aparato policial reconocidamente incapaz para hacer efec-
tivo tan formidable repertorio de mandatos y prohibiciones.
Pues bien, hoy las cosas no han variado sino para ir a peor. El catálogo de infrac-
ciones ha aumentado tan prodigiosamente que no es exagerado afirmar que no existe
ni un solo ciudadano que pueda estar seguro de no estar contraviniendo alguna
norma. El Ordenamiento Jurídico ha colocado a todos los ciudadanos, incluso a los
más escrupulosos, literalmente fuera de la ley y sólo la tolerancia personal de las
autoridades y sus agentes, así como la propia debilidad del aparato represivo evitan
que todos los españoles estén «empapelados». Jurídicamente esto no es grave si se
acepta ta explicación —que acaba de verse— de que el ejercicio de la potestad san-
cionadora es facultativo; pero la situación general resulta intolerable ya que de esta
manera —como también se ha apuntado— el ciudadano está en manos de la
Administración, cuya tolerancia ha de comprar con la sumisión política y con la cola-
boración en la corrupción.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 135

El individuo que hace un gesto de protesta o de critica no será castigado por ello,
naturalmente; pero corre el riesgo —y en determinados casos, la certeza— de que
será visitado por inspectores fiscales, inspectores de industria, inspectores de policía,
que constatarán inevitablemente infracciones suficientes como para hacerle arrepen-
tirse de su gesto desencadenante. Dicho en una palabra: el ciudadano vive entre la
arbitrariedad y el azar: unas condiciones que convierten en un sarcasmo —tal como
se ha desarrollado pormenorizadamente en la Introducción— las garantías del
Derecho Administrativo Sancionador y permiten sospechar razonadamente de las pre-
gonadas virtudes del Estado de Derecho.
Y todavía hay más: la conciencia de vivir fuera de la ley desestimula al individuo
a la hora de cumplirla. Sabiendo que es imposible (st'c) evitar las infracciones y
sabiendo que depende del azar el ser sorprendido por un agente o de la tolerancia
(comprada o gratuita) de autoridades y funcionarios, ya no se tiene demasiado interés
en legalizar las situaciones. Teniendo en cuenta lo aleatorio de la infracción, es eco-
nómicamente rentable arriesgarse porque la infracción, en último extremo, «vale la
pena».
En esta encrucijada de intereses, realidades y deseos ilusos, no me siento con fuer-
zas para defender la abolición del principio de la oportunidad, aunque considero
imprescindible la imposición de ciertos límites a su ejercicio —al estilo de los que se
apuntaron en la Introducción o los que ya existen en el Derecho alemán—, para cuya
elaboración están convocadas naturalmente la doctrina y la Jurisprudencia. Y una vez
que tales límites se hayan establecido, vendrá la cuestión del control de su respeto.
Formulado en términos muy concretos: ¿Qué puede hacer el juez contencioso-
administratívo si no está de acuerdo con la decisión adoptada al respecto por la
Administración?
En principio parece que corresponde a la Administración, y no al juez, valorar las
circunstancias determinantes del ejercicio de la facultad sancionadora, decidiendo en
consecuencia. Lo cual es cierto y, por ello, el juez no debe sustituir el criterio admi-
nistrativo por el suyo propio. Afirmación que no obsta, sin embargo, al control que
corresponde a los Tribunales sobre todos los actos de la Administración. La decisión
administrativa de ejercer (o no ejercer) sus facultades represivas es un acto jurídico,
siquiera sea de naturaleza discrecional, y por ello resulta controlable en vía jurisdic-
cional si bien únicamente con los limitados instrumentos y con los reducidos efectos
característicos de la revisión de los actos administrativos discrecionales.
En resumidas cuentas: creo correcta la tesis del ejercicio facultativo de la potes-
tad sancionadora de la Administración. Ahora bien, la oportunidad debe entenderse
como discrecionalidad —y, en cuanto tal, controlable— y no como arbitrariedad. A
los Tribunales, a falta de norma reguladora, corresponde establecer los criterios de tal
control, que, a mi juicio, han de basarse, para empezar, en lo siguiente: la
Administración tiene que justificar las razones que le impulsan a perseguir una infrac-
ción concreta en un contexto de tolerancia (o, a la inversa, explicar las razones de una
tolerancia singular en un caso de rigor generalizado). Así, por ejemplo, será arbitrario
sancionar a un automovilista —a uno solo— que ha aparcado mal en una calle donde
todos hacen lo mismo; pero estará justificada la sanción de todos los vehículos mal
aparcados en una manzana, sin que un sancionado pueda alegar que nada se ha hecho
tres manzanas más allá. En este supuesto no habrá discriminación individual sino (por
así decirlo) por manzanas, que no supone arbitrariedad: se trata de que el agente no
podía sancionar a todos y empezó por una manzana.
C O B R E R O S ( 2 0 0 0 ) , partiendo de una reconocimiento genérico de la naturaleza dis-
crecional del acto administrativo de iniciación, o no, del procedimiento sancionador,
insiste en la inquisición obligatoria cuando aparecen datos suficientes para excluir el
136 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

margen de decisión, entre los que se encuentran fundamentalmente la gravedad de la


infracción y la intensidad del riesgo producido. Apurando las cosas, para este autor el
principio de oportunidad únicamente rige en los ilícitos menores.
Apreciada la arbitrariedad discriminatoria, surge una nueva dificultad: ¿podrá el
Tribunal revisor anular un acto administrativo dictado en estricto cumplimiento de la
norma? Porque, si no lo anula, será ilusorio el control. En mi opinión, la anulación es
posible —y debida— ya que el vicio del acto administrativo no consiste en la infrac-
ción de la norma sancionadora sino en la arbitrariedad con que ha sido adoptado.
En cualquier caso, y tal como se está viendo, importa distinguir cuidadosamente
entre las dos manifestaciones del ejercicio facultativo de la potestad sancionadora: la
tolerancia de incumplimientos, por un lado, y la exigencia, inesperada y excepcional,
por otro.
En cuanto a lo primero, parece conveniente (o más bien, inevitable) dejar en manos
de la Administración la decisión de perseguir, o no, a los infractores, salvo que haya inte-
resados en tal persecución que así lo soliciten. Porque sería inicuo que la Administración
permaneciera inactiva ante infracciones sanitarias o peligrosas, cuya existencia hubiera
sido denunciada por los peijudicados o por quienes corren el riesgo del peijuicio.
En cuanto a lo segundo, la Administración no queda vinculada a su tolerancia, es
decir, no puede pasar por alto indefinidamente las infracciones (puesto que no puede
desconocer la ley que impone la orden o la prohibición), pero el principio de la buena
fe la obliga a advertir de su cambio de criterio, es decir, a anunciar que va a abando-
nar la tolerancia. Y, sobre ello, el principio de la igualdad le obliga a perseguir a todos
los infractores que se encuentren en igual situación.
Únicamente con estas condiciones puede resultar admisible el ejercicio faculta-
tivo de la potestad sancionadora, por muy inevitable que sea.
Pasemos ahora al análisis del denunciante y de la denuncia, dado que, como acaba
de decirse, la presentación de una denuncia obliga a replantear el régimen ordinario
del principio de oportunidad.
El artículo 11 del REPEPOS admite con carácter general que la denuncia puede
poner en marcha la iniciación de oficio de un procedimiento sancionador, precisando que
denuncia es «el acto por el que cualquier persona, en cumplimiento o no de una obliga-
ción legal, pone en conocimiento de un órgano administrativo la existencia de un deter-
minado hecho que pudiera constituir infracción administrativa. Las denuncias deberán
expresar la identidad de la persona o personas que las presentan, el relato de los hechos
que pudieran constituir infracción y la fecha de su comisión y, cuando sea posible, la
identificación de los presuntos responsables». Añadiendo en el número 2 que «cuando se
haya presentado una denuncia, se deberá comunicar al denunciante la iniciación o no del
procedimiento cuando la denuncia vaya acompañada de una solicitud de iniciación».
En definitiva, el REPEPOS ha venido a confirmar la vigencia del principio de
oportunidad sin otro contrapeso que la mínima cortesía de comunicar al denunciante
la decisión que se haya adoptado.
El actual estatuto jurídico del denunciante no puede ser, por tanto, más débil y a
lo largo del libro habrá ocasión de comprobarlo en situaciones concretas. La juris-
prudencia, salvo excepciones muy aisladas, estima, en efecto, que la «denuncia no
tiene otro efecto que el de poner en conocimiento de la Administración la comisión
de hechos supuestamente ilícitos, con el fin de que se ponga en marcha su actividad
investigadora o sancionadora» (STS de 7 de junio de 1985; Ar. 3650); pero negando
tajantemente al denunciante la legitimación para recurrir contra la desatención de la
denuncia y para participar como interesado en el procedimiento que eventualmente se
inicie: lo que resulta trascendental a efectos de la impugnación de una decisión abso-
lutoria.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 137

Sin olvidar, con todo, que en algunos supuestos la jurisprudencia ha ampliado el


círculo de sus derechos, como se ve en la STS de 25 de mayo de 2002 (3.a, 3.a, Ar.
7412) en la que en materia de defensa de la competencia se declara que «no pueden
rechazarse las denuncias que tengan un cierto fundamento sobre la realidad de las
conductas denunciadas, debiendo abrirse el procedimiento en el que, con intervención
y audiencia de los implicados, puedan practicarse las pruebas de cargo y de descargo
sobre la realidad de los hechos denunciados». Con lo cual se explicarían ciertas posi-
ciones de Derecho positivo que imponen el deber de denunciar. Algo que carecería de
sentido si a tal deber no siguiera consecuencia jurídica alguna. Véase, por ejemplo, lo
dispuesto en el artículo 4.1 del Real Decreto 320/1994, de 25 de febrero, en el que se
establece que «los agentes de la autoridad encargados del servicio de vigilancia del
tráfico deberán denunciar las infracciones que observen cuando ejerzan funciones de
vigilancia y control».
Para robustecer el estatuto del denunciante alguna sentencia ha acudido a la fór-
mula de considerarle como un auténtico interesado (pero debe tratarse de un interés
por el resultado de una resolución que le afecte personalmente, y no de un simple
«interés a que se respete la legalidad», al que una terca jurisprudencia sigue negando
valor legitimador). Así lo hace la STS de 3 de junio de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 1998):

El artículo 23 de la LPAC considera interesados a quienes promuevan el procedimiento


como titulares de derechos o intereses legítimos y a aquellos cuyos intereses legítimos, perso-
nales y directos puedan resultar afectados por la resolución y se personen en el procedimien-
to en tanto no haya recaído resolución definitiva. Esta doble circunstancia se da en la recu-
rrente, que se considera perjudicada por la conducta de una empresa turística, de tal forma que
la resolución que se dicte en el expediente le va a afectar [...] Por eso no se le puede conside-
rar como un simple denunciante, a lo efectos de denegar su legitimación, pues su posición le
permite intervenir en el procedimiento, haciendo alegaciones y aportando los elementos pro-
batorios que estime oportunos.

De acuerdo con lo anterior, el planteamiento correcto sería, entonces, el siguiente:


si el denunciante no es interesado rige el principio de la oficialidad y si es interesado,
el de la oportunidad; siendo interesado, obviamente, el titular de derechos e intereses
legítimos afectados. Todo esto parece muy bien; mas nótese que así se construye un
círculo vicioso, ya que el interesado es el titular de derechos e intereses y el titular de
derechos e intereses es interesado. Para romper tal círculo no queda otro remedio que
el indicado por la STS de 6 de marzo de 2000 (Ar. 1811): únicamente «atendiendo a
las circunstancias de cada caso concreto (es) como ha de decidirse si el denunciante
es o no portador o titular de un interés legítimo en obtener una respuesta sancionado-
ra». Afirmación a la que precede el siguiente razonamiento: «conceptualmente no son
situaciones equiparables la del denunciante y la del interesado, pues cabe que quien
facilita la notitia infractionis a la Administración carezca de interés legítimo en el
caso»; mientras que, por el contrario, el «denunciante portador de un ínteres legitimo
[...] estaría legitimado para exigir el control jurisdiccional de la resolución».

Según se está viendo, la jurisprudencia —que carece de un criterio claro y uni-


forme— recorre sin escrúpulos toda la gama de posibilidades, habiendo llegado inclu-
so a declarar el deber de persecución en determinadas condiciones, como hace la
STSJ de Andalucía/Sevilla de 1 de marzo de 2001 (Ar. 518): Si en la tramitación de
un procedimiento sancionador dirigido contra un sujeto concreto «resultan elementos
para poder dirigir el procedimiento contra otra persona, la Administración viene obli-
gada a iniciar otro procedimiento sancionador» ya que el ejercicio de la potestad san-
cionadora no es una facultad de la Administración sino un deber.
138 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

E incluso así se establece con carácter general en la STS de 4 de mayo de 199 (Ar.
10096): «el principio de legalidad, de sometimiento pleno a la ley y al Derecho, que
gobierna la actuación de las Administraciones Públicas, impone la corrección de las
infracciones administrativas que hayan podido cometerse». El principio de legalidad
es, en efecto, el último punto de anclaje de la tesis de la oficialidad. Y no sólo para
una determinada línea jurisprudencial sino también para un sector de la doctrina.
Como ha escrito L O Z A N O (2003, 94), el rechazo en este punto de la discrecionalidad
administrativa es «consecuencia ineludible del principio de legalidad que rige la
potestad sancionadora de la Administración y es lo que permite que la potestad san-
cionadora siga expandiéndose sin poner en grave peligro la seguridad jurídica y la
garantía de derecho a la igualdad de los interesados».
Sin que falten tampoco normas positivas contundentes como la Ley 2/1998, de
20 de febrero, del País Vasco, cuya novedad se explica así en su Exposición de Moti-
vos: «Los artículos 30 y 35 pretenden introducir el equivalente de la acusación par-
ticular del proceso penal (en el procedimiento administrativo). No se encuentra moti-
vo alguno para limitar la virtualidad del concepto general de interés legítimo en el
procedimiento administrativo sancionador. El ciudadano no tiene derecho a castigar,
pero en cuanto víctima posible del ilícito penal o administrativo, tiene un claro inte-
rés en solicitar el ejercicio del poder público punitivo y en participar en el procedi-
miento previsto para encauzar tal ejercicio. La infracción administrativo puede per-
judicar los derechos e intereses individuales tanto como el delito o la falta penales
(amén del perjuicio al interés general siempre presente), por lo que no se alcanza a
comprender la causa de la limitación consistente en que en el procedimiento admi-
nistrativo sancionador únicamente estén presentes el interés general y el individual
del imputado».

3. C O N D I C I O N E S F O R M A L E S D E EJERCICIO

No hace muchas páginas se ha hablado de las condiciones materiales que el


Derecho comunitario europeo impone al ejercicio de la potestad sancionadora de las
Administraciones nacionales; y a lo largo del libro ha de reaparecer esta cuestión de
forma recurrente (respeto a la legalidad, a la reserva legal, al mandato de tipificación,
al principio de legalidad, a la prohibición de bis irt idem) y en términos generales,
puesto que el Derecho Administrativo Sancionador no es, en sustancia, sino un siste-
ma de condicionamientos jurídicos, constitucionales y legales, que determinan la vali-
dez o invalidez de tales actuaciones. En el presente epígrafe va a hacerse una breve
alusión a los condicionantes de tipo formal.
La LPAC inicia el desarrollo del régimen administrativo sancionador con una
solemne declaración al respecto: «La potestad sancionadora de las Administraciones
Públicas, reconocida en la Constitución, se ejercerá [...] con aplicación del procedi-
miento previsto para su ejercicio» (art. 127.1). Y la importancia que se da a esta cues-
tión se reflejó luego en la publicación de un reglamento específico por Real Decreto
1.398/1993, de 4 de agosto, «de procedimiento para el ejercicio de la potestad san-
cionadora».
Como no es objeto del presente libro, según sabemos, el estudio de tal procedi-
miento, aquí nos vamos a limitar a aludir a los aspectos constitucionales más rele-
vantes que, en cuanto tales, no es lícito separar de su vertiente sustantiva o material.
En su consecuencia, no vamos a examinar los «principios del procedimiento sancio-
nador que aparecen en el Capítulo II del Título XI de la LPAC, ni tampoco su des-
arrollo reglamentario de 1993 sino, mucho más sumariamente, plantear el extremo
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 139

capital de hasta qué punto el ejercicio de la potestad administrativa sancionadora


está sometida al artículo 24 de la Constitución. Porque con toda evidencia no es lo
mismo tener que moverse en el plano de la mera legalidad que en el de la constitu-
cionalidad más rigurosa.
Pues bien, la respuesta a tal pregunta no puede ser más sencilla si recordamos
que la potestad administrativa sancionadora forma parte de la potestas puniendi
global del Estado que es objeto directo de la regulación constitucional. Por lo tanto,
de la misma manera que se ha constitucionalizado la vertiente material del Derecho
Administrativo Sancionador subordinándola al art. 25, también habrá que hacer lo
mismo con la vertiente forma, en los términos del artículo 24: «Todas las personas
tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio
de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse
indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado
por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación
formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas
las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa y a no
declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocen-
cia».
Esta relevancia constitucional de las condiciones formales del ejercicio de la
potestad administrativa sancionadora significa, en definitiva, que su tratamiento ha de
trascender mucho más allá de los textos legales y reglamentarios.
El Tribunal Constitucional ha asumido esta postura en una «doctrina sentada» rei-
terada en innumerables sentencias, como la 54/2003, de 23 de marzo, que se repro-
duce a continuación in extenso por su contundencia y valor didáctico superior a cual-
quier exposición académica: «desde la Sentencia 18/1991, de 8 de junio, (este tribu-
nal) ha declarado no sólo la aplicabilidad a las sanciones administrativas de los prin-
cipios sustantivos derivados del artículo 25.1 de la Constitución [...] sino que también
ha proyectado sobre las actuaciones dirigidas a ejercer las potestades sancionadoras
de la Administración las garantías procedimentales ínsitas en el artículo 24.2, no
mediante su aplicación literal sino en la medida necesaria para preservar los valores
esenciales que se encuentran en la base del precepto. Ello, como se ha afirmado en la
STC 120/1996, de 8 de julio, «constituye una inveterada doctrina jurisprudencial de
este tribunal y postulado básico de la actividad sancionadora de la Administración en
el Estado social y democrático de Derecho. Acerca de esta traslación, por otra parte
condicionada a que se trate de garantías que resulten compatibles con la naturaleza del
procedimiento administrativo sancionador, existen reiterados pronunciamiento de este
tribunal [...]». Sin ánimo de exhaustividad, se pueden citar el derecho a la defensa, que
proscribe cualquier indefensión, el derecho a la asistencia letrada, trasladable con
ciertas condiciones; el derecho a ser informado de la acusación, con la ineludible con-
secuencia de la inalterabilidad de los hechos imputados; el derecho a la presunción de
inocencia, que implica que la carga de la prueba de los hechos constitutivos de la
infracción recaiga sobre la Administración, con la prohibición de la utilización de
pruebas obtenidas con vulneración de los derechos fundamentales; el derecho a no
declarar contra sí mismo; y, en fin, el derecho a utilizar los medios de prueba ade-
cuados para la defensa, del que se deriva que vulnera el artículo 24.2 la denegación
innjotivada de medios de prueba».
Partiendo de aquí —y por razones de coherencia sistemática— a lo largo de este
libro irán apareciendo algunas cuestiones singulares de procedimiento que tengan
relevancia constitucional sensible pero que serán más bien excepcionales puesto que,
como se ha repetido, no se trata de un Derecho procedimental administrativo san-
cionador.
140 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

V. CONTROL JUDICIAL DE SU EJERCICIO

En otros lugares de este libro se examinan con detenimiento algunos extremos


concretos de esta cuestión (por ej. en el Capítulo V la revisión judicial de las leyes en
blanco y sus reglamentos de desarrollo y en el Capítulo VII la incidencia del princi-
pio de proporcionalidad); pero conviene hacer aquí un planteamiento general más sis-
temático.
1. JURISDICCIONES INTERVINÍENTES

La regla —derivada directamente del artículo 24 de la Constitución— es en todo


caso la de la intervención de los órganos judiciales del orden contencioso administra-
tivo de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 1 de su ley reguladora: «los juzgados
y tribunales del orden contencioso administrativo conocerán de las pretensiones que
se deduzcan en relación con la actuación de los actos administrativos sujeta el
Derecho Administrativo»; sin olvidar, no obstante, las restricciones inherentes al pro-
ceso de la Ley 62/1978, de protección de los derechos fundamentales de la persona,
como se cuida de advertir en términos muy poco convincentes la STS de 30 de enero
de 1991 (Ar. 478; CÁNCER), en la que se precisa que por el cauce especial de dicha ley
a lo único a que se extiende la protección invocada es a «los términos del artículo 25.1
de la Constitución», añadiendo que, en consecuencia,

los problemas relativos a si efectivamente los hechos encajaban en el tipo aplicado y a si era
proporcionada la sanción impuesta, o si se citaron en forma las circunstancias determinantes
del grado de la sanción impuesta, son problemas ajenos al amparo judicial elegido por el autor
como cauce procesal de defensa de sus derechos. Son problemas de legalidad ordinaria que no
cabe enjuiciar a través del proceso de la Ley 62/1978.

De la misma manera cabe también el amparo ante el Tribunal Constitucional,


aunque únicamente en la medida en que esté afectado un derecho constitucional, es
decir, en los términos específicos de esta jurisdicción. A este propósito conviene
anotar una curiosa peculiaridad del régimen sancionador que luce en la STC
181/1990, de 15 de noviembre, en la que se aborda una interesante cuestión proce-
sal, aunque hay que advertir que la contundencia con que la resuelve está atempera-
da por los prudentes razonamientos del voto particular que la acompaña. El caso
debatido en autos es relativamente frecuente: el recurrente alega en su demanda
determinadas irregularidades jurídicas que empañan la validez de la sanción im-
puesta, sin aludir para nada al mandato de tipificación, y el Tribunal, percatándose
de que éste no se ha cumplido, resuelve en consecuencia Lo que la sentencia exa-
mina, entonces, es la posibilidad de estimar la demanda por esta causa (cuando no se
ha hecho uso de la facultad de ampliación prevista en el art. 43.2 de la Ley de
Jurisdicción) y de llegar incluso al Tribunal Constitucional. La respuesta es a tal pro-
pósito inequívoca: no es imprescindible que el actor haya citado en su demanda el
precepto constitucional presuntamente vulnerado y basta con que en su escrito se
concrete con suficiente precisión el derecho fundamental cuya protección solicita en
el procedimiento especial de amparo. Y es que, en definitiva,

quien pide la tutela judicial de sus derechos o libertades fundamentales debe levantar la carga
de mencionar expresamente el concreto derecho o libertad que invoca, con el fin de que el
órgano judicial «pueda satisfacer tal derecho o libertad haciendo innecesario el acceso a sede
constitucional». La mención ha de ser hecha en términos tales que permitan al órgano judicial,
o a este mismo Tribunal, entrar a conocer de las especificas vulneraciones aducidas, sin que
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 141

puedan exigirse formalidades especificas que no estén previstas en la Constitución ni en la ley


ni se compadecen con los principios pro actione y antiformalista que presiden la protección
judicial de los derechos fundamentales. Es cierto que esa flexibilidad no puede llegar a anular
virtualmente la carga que pesa sobre los demandantes de amparo, al socaire de planteamien-
tos implícitos o sobreentendidos (STC 77/1989), pero nuestra jurisprudencia ha mantenido
uniformemente y con toda claridad que la invocación de los derechos cuya reparación o pre-
servación se pide no requiere mencionar de forma expresa el precepto constitucional supues-
tamente violado, ni tampoco su nomen iuris, ni su contenido literal (SSTC 78/1981, 47/1982,
30/1984 y 10/1986).

El Magistrado D. Fernando García-Mon disiente, sin embargo, de la opinión de la


Sala en un voto particular mucho más riguroso:

El criterio antiformalista y favorable al principio pro actione que ha consagrado nuestra


jurisprudencia no puede llevarse a extremos que resulten lesivos para los derechos de las res-
tantes partes en el proceso. [...] Como señala la propia jurisprudencia de este Tribunal que, en
garantía de la efectividad del artículo 24 interpreta con criterios flexibles y no rigurosos los
requisitos procesales, atendiendo a su finalidad de ordenación del proceso y no como obs-
táculo para su normal desarrollo, cuando tales requisitos sean claramente incumplidos por
errores o equivocaciones de las partes, no pueden quedar a salvo de las infracciones cometi-
das y si son imputables a ellas y pueden causar lesión a las demás partes en el procedimiento,
no se vulnera precepto constitucional alguno por su apreciación. Al contrario, la vulneración
se produciría a quien, por atenerse a la normativa reguladora del proceso —en este caso a la
congruencia con el derecho fundamental invocado— se viera sorprendido con una decisión
judicial que, por ampararse en otro derecho, no le hubiera permitido ejercitar su derecho de
defensa. Porque si bien los errores de los órganos judiciales no deben producir efectos negati-
vos en la esfera jurídica del ciudadano, estos errores carecen de relevancia desde el punto de
vista de amparo constitucional, cuando sean imputables a la conducta negligente o equivoca-
da de la parte (SSTC 96/1987, 130/1987, 43/1983 y 172/1985).

2. LEGITIMACIÓN

Rige aquí la disposición general establecida en el art. 19.1 a) de la citada ley juris-
diccional, en el que se reconoce la legitimación de las personas físicas o jurídicas que
ostenten un derecho o interés legítimo. Precepto que, como es sabido, ha provocado
una intensa conflictividad a la hora de determinar cuándo aparece ese interés legítimo
que da acceso al control judicial.
En la práctica —y contra lo que podría suponerse— la jurisprudencia es bastante
restrictiva puesto que no suele conceder esta calificación al interés de los particulares
para impugnar una resolución administrativa que absuelve o se niega a tramitar un
expediente sancionador aun cuando les afecta directamente la actividad presuntamen-
te infractora e incluso cuando hayan intervenido como denunciantes. A este cuestión
ya se ha aludido en el epígrafe II del capítulo primero (con referencia al llamado prin-
cipio de oportunidad en la represión administrativa) y en algunos puntos concretos ha
sido minuciosamente criticado en mi libro sobre El desgobierno judicial, 2004, pp.
189 ss. al que me remito.
Otra cuestión muy debatida ha sido la de si los particulares expedientados y
absueltos por causas formales (por ej. la prescripción) pueden acudir al juez para que
éste declare una absolución de fondo (al no constituir, por ejemplo, los hechos una
infracción o no haber habido la autoría imputada). ..
Inicialmente las Audiencias Territoriales y los Tribunales Superiores de Justicia de
las Comunidades Autónomas tendían a negar tal legitimación por falta de interés. Pero
142 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, Ar. 7458) ha sentado la doctrina contraria. A este
propósito seria injusto, no obstante, silenciar que algunos tribunales no están dispuestos
a tolerar la inactividad (que puede ser complicidad) de la Administración y, admitiendo
la legitimación de los denunciantes, condenan a la Administración a tramitar un proce-
dimiento sancionador y a resolverlo de acuerdo con la legalidad y las circunstancias del
caso. Así lo hizo, por ejemplo, la STSJ de Cantabria en su sentencia de 12 de junio de
1998 en la que condenaba a un Ayuntamiento a imponer las sanciones administrativas
que correspondiesen a las infracciones urbanísticas probadas. Pues bien, la STS de 17
de junio de 2002 (3.a, 5.a, Ar. 6594) declara que un mero fallo anulando el archivo del
expediente de disciplina urbanística no habría amparado los derechos de los denun-
ciantes, por lo que considera ajustado a Derecho el fallo de la sentencia recurrida.
Por su parte la citada STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 7458) aborda un
extraño caso de legitimación discutible. La Administración, después de haber decla-
rado cometida una infracción por el recurrente, se abstuvo de sancionarlo por enten-
der que ya había prescrito. El infractor, no obstante, considerando que su reputación
quedaba empañada por esta decisión, la impugnó ante la jurisdicción contencioso
administrativa; pero la sentencia de instancia rechazó su legitimación por entender
que las consideraciones que aparecían en los fundamentos de la resolución «son cues-
tiones de carácter genérico y conceptual que no legitiman al actor para impugnar una
resolución que le es favorable, máxime teniendo en cuenta la ausencia de vida propia
de los fundamentos jurídicos de una resolución con independencia de su parte dispo-
sitiva. Desde esta perspectiva [...] al no imponerse sanción alguna, las afirmaciones
vertidas no consuman efectivamente una lesión al recurrente». El Tribunal Supremo
reconoce ciertamente que lo general es que «sólo son susceptibles de impugnación las
resoluciones y no los razonamientos en que éstas se fundan. Pero este criterio, de
carácter rigurosamente general puede encontrar alguna excepción: aunque el aquí
recurrente no haya de sufrir ningún peijuicio material como consecuencia del acto
recurrido, sí puede padecerlo en el orden moral y profesional, en cuanto que la moti-
vación del acto impugnado le imputa una falta grave. Hay que entender, por tanto, que
existe un interés legítimo suficiente para abrir el cauce procesal».

3. B Ú S Q U E D A JUDICIAL DE UNA COBERTURA LEGAL ADECUADA

Una de las cuestiones que en la práctica aparece con más frecuencia es la siguien-
te: anulado un reglamento por violación del principio de reserva legal de tipificación
—o absuelto un imputado por no haber encontrado la Administración actuante cober-
tura legal suficiente para la tipificación realizada en norma de rango inferior—, cabe
preguntarse si el tribunal puede lanzarse a la búsqueda de alguna otra cobertura legal
que antes hubiera pasado desapercibida y si caso de encontrarla, puede revocar la
resolución inferior. O formulada la pregunta en otros términos: si puede el tribunal
revisor confirmar la sanción impugnada aun considerando que la tipificación invoca-
da por la Administración era insuficiente pero entendiendo que había otra más ade-
cuada que el tribunal ha buscado y encontrado por su cuenta.
El Tribunal Constitucional ha dado a esta cuestión una respuesta afirmativa en su
Sentencia 1 4 5 / 1 9 9 3 , de 26 de abril, en la que admite de forma expresa que un
Tribunal contencioso-administrativo confirme la sanción impugnada pero no por los
fundamentos legales utilizados por la Administración, sino al amparo de otra norma
tipificadora que el Tribunal ha considerado más adecuada.
El Tribunal Supremo, con las vacilaciones y contradicciones que pueden imagi-
narse, ha seguido repetidas veces este criterio. Valgan de ejemplo dos sentencias de
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 143

18 de diciembre de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 533 y 956 de 2003). La Administración había
sancionado al amparo del artículo 198.1 del Reglamento de Ordenación de Trans-
portes Terrestres, según el cual constituye infracción grave «la falta de conservación
a disposición de la Administración de los discos del tacógrafo en los términos previs-
tos en la normativa vigente»; precepto basado en el artículo 141.<7) de la ley, que se
remite a «cualquier otra infracción no incluida en los apartados precedentes que las
normas reguladoras de los transportes califiquen como grave de acuerdo con los prin-
cipios del régimen sancionador establecido en el presente capítulo». Anuladas las san-
ciones en primera instancia por entender el juez que el tipo reglamentario no cumplía
las exigencias de la reserva legal, el Tribunal Supremo busca de oficio otra cobertura
legal y la encuentra en el apartado h) del mismo artículo 141 de la ley.
Por lo demás, también el Tribunal Constitucional, al practicar la búsqueda infati-
gable de una cobertura legal, termina encontrando él mismo una justificación distin-
ta de la invocada por la Administración o por el Tribunal contencioso-administrativo.
Esto sucede, por ejemplo, en la Sentencia 57/1998, de 16 de marzo, que confirma una
sanción aunque basándola en una ley que hasta entonces no había sido invocada por
nadie.
Ni que decir tiene que el control de las operaciones tipificadoras ofrece una pro-
blemática muy variada, como es el caso —tan corriente— no ya de una aceptación o
rechazo de la tipificación inicialmente realizada sino de un cambio de tipificación.

Los Tribunales contenciosos, por su parte, no se han decidido a rectificar las ope-
raciones tipificantes realizadas por la Administración con objeto de subsanar sus erro-
res. Así lo advierte la STS de 13 de marzo de 1993 (Ar. 1683; Peces):
No puede e! Tribunal (alterar la calificación jurídica de los hechos) al revisar los actos
administrativos impugnados porque la potestad jurisdiccional queda circunscrita a valorar la
conformidad o no a Derecho de las resoluciones sancionadoras objeto del recurso, sin que sea
dable a la Sala considerar que, aunque la conducta no estuviere tipificada por tos preceptos
empleados por la Administración para sancionar, lo está por otros diferentes, porque con ello
no sólo se desborda la función revisora de esta jurisdicción sino que se conculca, y ello es
mucho más grave, el derecho de defensa y el de no ser sancionado sin ser oído, que son prin-
cipios fundamentales rectores del sistema punitivo de que el Derecho Administrativo
Sancionador no es sino una manifestación.

El rigor de esta postura no se detiene, con todo, en la autolimitación del Tribunal,


sino que va mucho más allá: ni siquiera la propia Administración puede alterar en su
resolución los presupuestos tipificadores de la acusación. Así se ha declarado en una
jurisprudencia reiterada de varias docenas de sentencias dictadas a propósito de san-
ciones impuestas al amparo del Código de Circulación cuando la tipificación correc-
ta hubiera sido en la legislación de Orden Público. Valga de ejemplo la sentencia de
11 de febrero de 1993 (Ar. 705; Sánchez Andrade):
La Administración ha sancionado como actos contrarios a la libre circulación de vehícu-
los en las vías públicas, con fundamento en el Código de Circulación, unos hechos que, en su
caso, infringirían las normas reguladoras del derecho de manifestación. El Derecho
Administrativo Sancionador, al que deben aplicarse, aunque con matices, los principios inspi-
radores del Derecho Penal, es de interpretación restrictiva, por lo que se distorsiona cuando no
existe una directa relación entre el hecho controvertido y la norma sancionadora que al mismo
se aplica [...]. La Administración ha utilizado esa potestad sancionadora de que se inviste el
Código de Circulación para fines ajenos a los que dicho texto protege, imponiendo multas a
unos hechos que constituían expresión del derecho de manifestación (...] y en su caso debie-
ron ser castigados aplicando la legislación de Orden Público.
144 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Las razones de este rigor son, desde luego, plausibles; pero responden a una acti-
tud doctrinal que puede calificarse de anticuada sin paliativos. La indefensión puede
suponer ciertamente un obstáculo insalvable ante el que han de ceder otras conside-
raciones. Ordinariamente, sin embargo, es muy fácil conceder al expedientado posi-
bilidades de defensa antes de la resolución —comunicándole el eventual cambio de
tipificación, al estilo de lo que previene el artículo 79 de la Ley Reguladora de la
Jurisdicción Contencioso-administrativa— y evitar así una retroacción de actuaciones
e incluso una impunidad, con lo que nada gana ni el particular ni los intereses públi-
cos. En definitiva, nos encontramos con una excepción a la tendencia, hoy absoluta-
mente generalizada, de conservación, siempre que sea posible, de los actos adminis-
trativos, tal como ha expuesto de forma convincente B E L A D I E Z {Validez y eficacia de
los actos administrativos, 1994). El artículo 20.3 del REPEPOS ha terminado reco-
giendo de manera expresa, aunque parcial, esta posibilidad al advertir que «cuando el
órgano competente para resolver considere que la infracción reviste mayor gravedad
que la determinada en la propuesta de resolución se notificará al inculpado para que
aporte cuantas alegaciones estime convenientes, concediéndole un plazo de quince
días». El Reglamento de procedimiento sancionador en materia de tráfico, circulación
de vehículos a motor y seguridad vial, aprobado por Real Decreto 320/1994, de 25 de
febrero, establece, por su parte, en su artículo 15.2 que «la resolución no podrá tener
en cuenta hechos distintos de los determinados en la fase de instrucción del procedi-
miento, sin perjuicio de su diferente valoración jurídica».
La teoría de la conversión ha sido utilizada en algunas ocasiones por el Tribunal
Supremo, por ejemplo en la Sentencia de 22 de abril de 1999 {3.a, 4.a, Ar. 4179). El
acto impugnado había impuesto la obligación de reponer unos terrenos a la situación
anterior a su roturación ilegal junto con una sanción, y aunque tal sanción seria nula
por prescripción, se desestima el recurso y no se declara tal nulidad sino que se man-
tiene el acto cambiando su naturaleza en virtud de la conversión prevista en el artícu-
lo 65 de la LPAC, advirtiendo que «el acto sancionador debe producir los efectos de
un acto de carácter no sancionatorio consistente en declarar que el labrador que efec-
tuó la roturación venía obligado a la repoblación del suelo».
El Tribunal Constitucional, no obstante, ha rechazado la posibilidad de este cam-
bio de motivación o de fundamento. La Sentencia 133/1999, de 15 de julio, ha adver-
tido que al operar de esta forma se incurre en una evidente incongruencia con infrac-
ción del artículo 24.1 que garantiza la tutela jurisdiccional efectiva, que obliga a jue-
ces y tribunales a resolver las pretensiones de las partes de manera congruente con los
términos en que vengan planteadas». E insistiendo en esta línea la Sentencia 15/2003,
de 16 de noviembre, declara que la Constitución

exige que cuando la Administración ejerce la potestad sancionadora sea la propia resolución
administrativa la que identifique expresamente o, al menos de forma implícita, el fundamento
legal de la sanción (pues) sólo así puede conocer el ciudadano en virtud de qué concretas nor-
mas con rango legal se le sanciona [...] No es función de los jueces y tribunales reconstruir la
sanción impuesta por la Administración sin fundamento legal expreso o razonablemente dedu-
cible mediante la búsqueda de oficio de preceptos legales bajo los que puedan subsumirse los
hechos declarados por la Administración. En el ámbito administrativo sancionador corres-
ponde a la Administración, según el Derecho vigente, la completa realización del primer pro-
ceso de aplicación de la norma, lo que implica la completa realización del denominado silo-
gismo de determinación de la consecuencia jurídica: constatación de los hechos, interpretación
del supuesto de hecho de la norma, subsunción de los hechos en el supuesto de hecho norma-
tivo y determinación de la consecuencia jurídica. El órgano judicial puede controlar posterior-
mente la corrección de ese proceso realizado por la Administración pero no puede llevar a
cabo por si mismo la subsunción bajo principios legales encontrados por él y que la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 145

Administración no había identificado expresa o tácitamente (pues) de esta forma el juez no


revisaría la legalidad del ejercicio de la potestad sancionatorio sino que, más bien, la com-
plementaría [...] No es preciso, sin embargo, pronunciarse con carácter general sobre las posi-
bles correcciones que en virtud del principio iura novit cura puede introducir el órgano judi-
cial en el proceso de aplicación de la ley llevado a cabo por la Administración.

La consecuencia de este rigor formalista es manifiesta: el error de la


Administración, e incluso del juez contencioso, provoca la absolución de un particu-
lar autor de un hecho que constituye una infracción indudable. Cabalmente para evi-
tarlo el Tribunal Supremo no ha vacilado en algunos supuestos en «convertir» habili-
dosamente ciertos elementos del acto administrativo para justificar la sanción por
otros motivos. Ya lo hemos visto antes y ahora podemos traer a colación la Sentencia
de 15 de febrero de 1999 (3.a, Ar. 1763): impugnada una sanción impuesta por apli-
cación de una norma estatal que no regía en Cataluña, el tribunal, en lugar de limi-
tarse a anular la sanción, la mantiene pero encuadrando los hechos en los tipos de una
ley catalana que había pasado desapercibida a la Administración actuante. Pero, en
cambio, la Sentencia de 20 de enero de 2003 (3.a, 2.a, Ar. 731), después de haber apre-
ciado que los hechos pudieran ser constitutivos de otra infracción distinta a la impu-
tada por la Administración, considera —en línea con la doctrina del Tribunal
Constitucional— que no puede entrar en esta cuestión y, en definitiva, se limita a anu-
lar la sanción.
No debe silenciarse, con todo, que los Tribunales Superiores de Justicia de las
Comunidades Autónomas no suelen tener escrúpulos en condenar al infractor por sub-
sumir los hechos en un tipo distinto del aplicado por la resolución administrativa y
con la consiguiente anulación de ésta. De ello podrían darse ejemplos innumerables.
Como puede imaginarse, las contradicciones de la jurisprudencia trascrita están
produciendo un grave desconcierto en los autores y, sobre todo, en la práctica foren-
se. Desde el punto de vista del Tribunal Constitucional y de un bloque de resolucio-
nes del Tribunal Supremo la solución es muy clara ya que es a la Administración a la
que corresponde en exclusiva argumentar las razones de su decisión, mientras que a
los tribunales sólo compete revisar la corrección de tales argumentos. Por decirlo con
las palabras del propio Tribunal Constitucional en su Sentencia 59/2004, de 19 de
abril, «el proceso contencioso-administrativo no puede servir nunca para remediar las
posibles lesiones de garantías constitucionales causadas por la Administración en el
ejercicio de su potestad sancionadora (y como se ha dicho en anteriores sentencias)
no existe un proceso contencioso-administrativo cuyo objeto lo constituye la revisión
de un acto administrativo de imposición de una sanción [...] Lo que significa que el
posterior proceso contencioso administrativo no puede subsanar la infracción del
principio de contradicción en el procedimiento sancionador. Pues de otro modo, no se
respetaría la exigencia constitucional de que toda sanción administrativa se adopte a
través de un procedimiento que respete todos los principios esenciales reflejados en
el artículo 24 de la Constitución».
O en los términos más prolijos de la STC 250/2004, de 12 de julio,
no existe un proceso contencioso administrativo sancionador en donde haya de actuarse el ius
puniendi del Estado sino un proceso administrativo cuyo objeto lo constituye la revisión de un
acto administrativo de imposición de una sanción; por lo que una sentencia contencioso admi-
nistrativa aunque justificase la sanción en todos sus extremos nunca podría venir a sustituir o
de alguna manera sanar la falta de motivación del acto administrativo. (Porque) no es función
de los jueces y tribunales reconstruir la sentencia impuesta por la Administración sin funda-
mento legal expreso o razonablemente deducible mediante la búsqueda de oficio de preceptos
legales bajo los que puedan subsumirse los hechos declarados probados por la Administración.
146 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

(Ahora bien) que el juez contencioso administrativo tenga vedado completar el ejercicio de la
potestad sancionadora de la Administración y justificar ex post las sanciones que ésta no haya
motivado, no significa que en el ejercicio de su función de control jurisdiccional del uso de tal
potestad, se encuentre rígidamente vinculado a la calificación jurídica que se haya efectuado
en las resoluciones sancionadoras de modo tal que cualquier precisión judicial que suponga
una divergencia con la subsanación realizada por aquélla deba determinar en todo caso la anu-
lación de los actos de aplicación de las sanciones I -] Le compete, pues, al tribunal apreciar y
valorar los hechos e integrarlos en la norma adecuada, con vinculación a la Ley y al Derecho,
pero sin estarlo a la calificación jurídica de las partes, sin mengua de los principios de contra-
dicción y defensa.

Estos razonamientos, formalmente impecables, desconocen, sin embargo, la gene-


ralizada práctica de que los tribunales alteren impertérritos no sólo la cuantía de las
sanciones sino también la motivación de la resolución administrativa sustituyéndola
con argumentos de su cosecha.
Postura que yo comparto y que, desde luego, no carece de justificación. La pos-
tura formalista se atiene rigurosamente al llamado carácter revisor de la jurisdicción
contencioso administrativa y a la estricta separación judicial de los poderos del
Estado; pero pasa por alto la existencia —mil veces proclamada por el Tribunal
Constitucional— de una potestas puniendi pública global y única en su raíz que acon-
seja, y aun exige, la actuación conjunta, y en su caso complementaria, de todos los
órganos.
El planteamiento restrictivo del Tribunal Constitucional me parece obsoleto, deci-
didamente rancio, puesto que nos vuelve al siglo xix cuando los órganos contencioso
administrativos se limitaban a confirmar o a anular los actos administrativos sin atre-
verse a configurarlos ellos mismos de manera distinta a la originaria. Pero eso suce-
día hace doscientos años y desde entonces se ha comprendido el despilfarro econó-
mico-procesal que supone anular, retrotraer actuaciones y reanudar procedimientos
administrativos y eventuales procesos de control. Es sorprendente, en verdad, la
ceguera del Tribunal Constitucional ante la práctica forense y los principio de econo-
mía procesal como también su insensibilidad ante la lección de la historia judicial.

4. A N U L A C I Ó N SIN ABSOLUCIÓN

Éste es un supuesto característico del Derecho Administrativo Sancionador. El tri-


bunal, apreciando algún vicio procedimental o sustantivo, anula la sanción impuesta,
mas no por ello declara la absolución del imputado, dejando así abierta la posibilidad
de un nuevo enjuiciamiento posterior. En estos supuestos se abre un dilema: o devol-
ver las actuaciones a la Administración para que resuelva o sancionar directamente el
tribunal. La primera opción es la más escrupulosa constitucionalmente ya que respe-
ta de forma exquisita las competencias administrativas y parece ser la más adecuada
cuando se han apreciado infracciones de forma en el procedimiento, que debe en con-
secuencia reanudarse a partir de ese momento. La segunda opción se apoya, por su
parte, en razones de eficacia y economía procesal ya que la devolución a la
Administración apareja el riesgo de un nuevo recurso contencioso administrativa con-
tra la segunda resolución administrativa. Ni que decir tiene que hay jurisprudencia
para todos los gustos, aunque es más frecuente la que autoriza la modificación judi-
cial de la sanción sin retrotraer actuaciones.
Un obstáculo material a la actuación directa del tribunal parece venir del artículo 71.2
de la ley jurisdiccional que prohibe determinar el contenido discrecional de los actos anu-
lados; que no parece, sin embargo, de mucho peso.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 147

Un obstáculo de naturaleza procesal se produce por la generalizada práctica de que


los recurrentes soliciten exclusivamente la absolución, por lo que la reducción de la
sanción podría entenderse como una incongruencia de la sentencia. La STS de 31 de
diciembre de 2000 (3.a, Ar. 1121 de 2003) no lo ha entendido así, sin embargo, puesto
que para ella «la pretensión de que se anule íntegramente la sentencia (lo más) lleva
consigo la correlativa pretensión de una anulación parcial (lo menos); la reducción de
la sanción de multa está implícita en la petición de quien solicita su nulidad total».

5. A L T E R A C I Ó N DE LA S A N C I Ó N

Si la anulación de la sanción con absolución del recurrente —que es la pretensión


más extendida en las demandas contenciosas— no ofrece problema de nota, la anula-
ción de la sanción administrativa y su sustitución por otra de distinta cuantía ofrece
un amplio abanico de dudas.
Por lo pronto, no faltan sentencias —como la de 7 de julio de 2003 (3.a, 3.a, Ar.
5831)— en las que el tribunal ordena a la Administración que sea ella la que altere la
primera sanción de acuerdo con los criterios e instrucciones que el tribunal pormeno-
riza. Supuesto que no debe ser confundido con otro —también de aparición frecuen-
te— en el que el tribunal, sin entrar en el análisis del fallo, ordena la retroacción de
actuaciones a partir del momento en que ha detectado un vicio procesal, de tal mane-
ra que la Administración ha de reiniciar el trámite y continuar hasta la resolución defi-
nitiva (véase, por ejemplo, la STS de 30 de diciembre de 2000, 3.a, 7.a, Ar. 600 de
2003).
La práctica más común se refiere, con todo, a la alteración de la sanción admi-
nistrativa (a la baja, o sea, por reducción, para evitar el escollo de la reformado in
pejtis) bien sea por encajar los hechos en un tipo distinto o por aplicación del princi-
pio de proporcionalidad (como se verá con detalle en el Capítulo VII). Un comporta-
miento judicial al que ni el Tribunal Constitucional ni la doctrina han reprochado nada
hasta ahora.

6. EL CONTROL JUDICIAL Y LA TITULARIDAD DE LA POTESTAD SANCIONADORA

En las páginas anteriores se ha examinado un breve repertorio de algunos aspec-


tos y modalidades del control judicial. Por encima de estos detalles la cuestión esen-
cial es, con todo, la del alcance y naturaleza de los efectos de este control para deter-
minar hasta qué punto el acto administrativo sancionador se disuelve en la sentencia.
Lo que está en juego es, por tanto, la titularidad de la potestad sancionadora. Esta
corresponde, como sabemos, a la Administración; pero ¿qué sucede cuando una reso-
lución administrativa sancionadora es revisada por un juez y su contenido es sustitui-
do por el de la sentencia?
Cuando la sentencia estimare el recurso contencioso— administrativo —dice el
artículo 71.1.6) de la ley jurisdiccional— si se hubiere pretendido el reconocimiento
y restablecimiento de una situación jurídica individualizada, reconocerá dicha situa-
ción jurídica y adoptará cuantas medidas sean necesarias para el pleno restableci-
miento de la misma».
La cuestión no es, por lo demás, meramente teórica ya que sus efectos prácticos
son de peso. El juez, al revisar un administrativo sancionador, controla su corrección
legal y, si constata un vicio, lo anula. En rigor —y tal como sucedía en los orígenes
de la jurisdicción contencioso-administrativa, cuando solo existía el «recurso de anu-
148 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

lación»— la tarea del juez terminaba aquí y había de limitarse a devolver las actua-
ciones a la Administración para que ésta dictara un nuevo acto: otra cosa hubiera
supuesto una intromisión del Poder Judicial en el Ejecutivo. Posteriormente, sin
embargo, cuando maduró el «recurso de plena jurisdicción», el juez terminó siendo
competente para dictar directamente un acto que sustituyera al acto administrativo
anulado, sin necesidad de devolver las actuaciones a la Administración. Este régimen
general es aplicable íntegramente al Derecho Administrativo Sancionador y así nos
encontramos con sentencias que imponen una nueva sanción distinta a la impugnada,
junto con otras en las que se devuelven las actuaciones a su lugar de origen ordenan-
do a la Administración que termine el expediente a partir del acto interlocutorio anu-
lado y, en cualquier caso, que dice una nueva sentencia.
En estos casos —y al igual que sucede en el supuesto de sanciones administrati-
vas no impugnadas— es indudable que la Administración retiene la titularidad del
ejercicio de la potestad sancionadora. Pero ¿qué sucede cuando la sanción judicial ha
sustituido a la administrativa? Aquí también parece indudable que la potestad sancio-
nadora se ha desplazado no a un órgano superior sino a un órgano de otro orden.
Pues si esto es así, si la sanción es impuesta por el juez y no por la Administración
ya no se entiende la precedencia de la sentencia penal sobre la dictada por un tribu-
nal contencioso-administrativo, que es uno de los principios estructurales más firmes
del Derecho Administrativo Sancionador.
Pare resolver dudas y contradicciones cabe acudir a la precisión técnica de la dis-
tinción entre la titularidad de la potestad y la de su ejercicio. El titular de la potestad
administrativa sancionadora es siempre la Administración; mas su ejercicio puede
verse interferido por la actuación de un juez. Mediando un recurso contencioso-admi-
nistrativo el juez de este orden, si no quiere limitarse a anular la sanción y devolver el
expediente a la Administración de origen, puede subrogarse en el ejercicio de la potes-
tad, sustituyendo la sanción administrativa por otra judicial (incluyendo la absolu-
ción). Y, por otro lado, mediando un concurso de ilícitos, el juez penal puede parali-
zar el ejercicio administrativo de la potestad y eventualmente eliminarlo.
En definitiva, la Administración es la titular originaria de la potestad sancionado-
ra que ejerce ella directamente salvo en los casos en que —mediando recurso conten-
cioso-administrativo— su ejercicio se desplaza a un juez o tribunal de este orden; y
salvo también en los casos en los que la actividad de un juez penal paraliza el ejerci-
cio de la potestad administrativa.
Todas estas cuestiones serán desarrolladas con detalle en otros lugares del libro,
particularmente en el capítulo noveno; pero resultaba imprescindible aludirlas ya en
este momento por lo que afecta al esclarecimiento de la titularidad de la potestad san-
cionadora y de su ejercicio.
CAPÍTULO IV

SUSTANTIVIDAD DEL DERECHO


ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

SUMARIO: I. Función dogmática y sistemática de los supraconceptos. II. Ontologia y fenome-


nología. 1. Ortología jurídica. 2. Identidad ontológica, sea normativa o real, entre los distintos ilíci-
tos. 3. Aproximación fenomenológica. III. El Derecho Penal como elemento integrador del Derecho
Administrativo Sancionador. 1. El proceso de integración. 2. Principios y reglas penales aplicables.
3. Alcance de la aplicación. IV. Del Derecho Penal de Policía al Derecho Administrativo
Sancionador. 1. El Derecho represivo de Policía. 2. El Derecho Penal Administrativo. 3. El Derecho
Administrativo Sancionador. V Progresiva sustantivación del Derecho Administrativo Sancionador.
1. Evolución de su régimen jurídico. 2. De la represión a la prevención. 3. Del daño al riesgo. 4. De
la defensa de los intereses individuales a la de los intereses públicos y generales. 5. Coronación del
proceso. VI. La problemática unidad del Derecho Administrativo Sancionador. 1. Una disgregación
imparable. 2. Bosquejo de un nuevo sistema. VII. Algunas precisiones conceptuales. 1. Infracción,
hecho y acción. 2. Sanciones y otras figuras afines. VIII. Balance final.

I. FUNCIÓN DOGMÁTICA Y SISTEMÁTICA DE LOS SUPRACONCEPTOS

La idea del ius puniendi único del Estado, que en el capítulo anterior se ha exa-
minado críticamente, tiene su origen y alcanza su última justificación en una manio-
bra teórica que en Derecho se utiliza con cierta frecuencia: cuando la Doctrina o la
Jurisprudencia quieren asimilar dos figuras aparentemente distintas, forman con ellas
un concepto superior y único —un supraconcepto— en el que ambas están integra-
das, garantizándose con la pretendida identidad ontológica la unidad de régimen. Esto
es lo que se ha hecho con la potestad sancionadora del Estado, en la que se engloban
sus dos manifestaciones represoras básicas: la judicial penal y la administrativa san-
cionadora. Una técnica que se reproduce simétricamente con el supraconcepto del ilí-
cito común, en el que se engloban las variedades de los ilícitos penal y administrati-
vo y que se corona, en fin, con la creación de un Derecho punitivo único, desdoblado
en el Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador.
Potestades, ilícitos, Ordenamientos y Derechos se integran así en un edificio
único de sorprendente armonía, en el que todos sus elementos parecen encajar con
suavidad, se evitan contradicciones y tensiones tradicionales y hasta se crean sinergias
dogmáticas, puesto que los avances técnicos que se consiguen en un campo, se tras-
pasan inmediatamente al cuerpo común. En nuestro caso concreto, gracias a los
supraconceptos se ha podido crear un sistema de estructura piramidal coronado por el
ius puniendi del Estado: cúspide en donde convergen las líneas de todas las potesta-
des represivas.
Bien es verdad que tan magnífico aparato intelectual no funciona con la perfec-
ción deseable y que buena parte de los operadores jurídicos ni siquiera conocen su
existencia; pero sus logros, aunque parciales, son ya espectaculares. Por lo pronto, el
contacto familiar con el Derecho Penal ha facilitado un enorme progreso en la tec-
nificación del Derecho Administrativo Sancionador. Además, el legislador —habien-

[149]
150 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

do arrojado por la borda la inútil carga teórica de las «naturalezas»— está reajus-
tando sin entorpecimientos lo que corresponde a cada uno de los campos. Las orga-
nizaciones judicial y administrativa han suspendido —no sabemos si definitivamen-
te— sus viejas hostilidades y, sobre todo, en un momento histórico de fracciona-
miento general del Poder político los supraconceptos de que estamos hablando ofre-
cen un excelente punto de referencia, que asegura la viabilidad del sistema y el fun-
cionamiento mínimamente coherente de cada una de las Administraciones titulares
de la potestad.
En lo que me es conocido, la idea del supraconcepto apareció desarrollada con cla-
ridad por primera vez (aunque referida no ya a potestades ni a ordenamientos sino a ilí-
citos) en la STS de 9 de febrero de 1972 (Ar. 876; Mendizábal), a la que la de 13 de
octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal) calificó de «decisión histórica», de leading
case y de «origen y partida de la equiparación de la potestad sancionadora de la
Administración y el ius puniendi del Estado». La sentencia de 1972 declaraba, en efec-
to, que
las contravenciones tipificadas [en un reglamento administrativo] se integran en el supracon-
cepto del ¡lícito, cuya unidad sustancial es compatible con la existencia de diversas manifes-
taciones fenoménicas entre las cuales se encuentra tanto el ilícito administrativo como el
penal, que exigen ambos un comportamiento humano (jurídicamente idéntico) [..,] esencia
unitaria que, sin embargo, permite las reglas diferenciales inherentes a la distinta función para
la cual han sido configurados uno y otro ilícito.

Lo importante de esta constatación es su fuerza dinámica dado que a partir de ella


—o, si se quiere, sobre ella— se ha podido construir el edificio dogmático completo
en que ha terminado instalándose el moderno Derecho Administrativo Sancionador de
acuerdo con el siguiente proceso teórico: si cada figura de ilícito es objeto de un orde-
namiento sectorial regulador propio , la circunstancia de que aquéllas constituyan en
el fondo una unidad supraconceptual provoca necesariamente la correlativa vincula-
ción esencial de los dos sectores ordinamentales y del correspondiente aparato teóri-
co elaborado en torno a cada tino de ellos. De esta manera se va elaborando un siste-
ma de varios niveles: el de los ilícitos, el de sus regulaciones legales y el de sus apa-
ratos teóricos, todos los cuales van corriendo paralelamente o, mejor dicho, conver-
giendo hacia un techo común que será el Derecho público punitivo del Estado.
Desarrollando ahora, a efectos didácticos, la misma idea en sentido inverso tene-
mos que partiendo de un Derecho punitivo público único de él parten dos brazos dife-
renciados —el Derecho Penal tradicional y el Derecho Administrativo Sancionador—
cada uno compuesto por un ordenamiento positivo sectorial propio y su aparato téc-
nico de acompañamiento. Dos brazos teórico-legales que se refieren a dos variedades
—mejor, subvariedades— de un ilícito de naturaleza esencial idéntica.
Forzoso es reconocer que se trata de una construcción jurídica admirable tanto por
la sencillez de su planta como por su utilidad y porque ha hecho posible la aparición
y la rápida maduración del Derecho Administrativo Sancionador moderno, cuya per-
fección contrasta con los modelos alternativos que se conocían antes y que —como
veremos luego en el epígrafe IV— fueron evolucionando desde el ilícito de policía al
Derecho Administrativo Sancionador pasando por el Derecho Penal Administrativo.
Pues bien, todo este proceso empezó por la sencilla constatación (una especie de
«huevo de Colón») de la unidad esencial de ilícitos cristalizada en la citada sentencias
de 1972, a la que hemos de volver ahora.
El siguiente paso fue jalonado unos meses después por la STS de 31 de octubre
de 1972 (Ar. 4675) en la que se aludía a la primera gran consecuencia de la anterior:
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 151

la unidad esencial de ilícitos había de llevar consigo lógicamente la formación de un


patrimonio jurídico común con Derecho Penal y al que todavía seguían llamando
algunos Derecho Penal Administrativo. Siendo de notar aquí que estas dos piedras
miliares del Derecho Administrativo Sancionador llevaban la firma de dos de sus
arquitectos más destacados: los jueces Mendizábal y Martín del Burgo. De esta segun-
da sentencia conviene retener el siguiente texto:
es imperiosa la necesidad de que existan unos principios generales y un cuerpo de doctrina
que cubran el Derecho Penal común y el llamado por algunos, no sin falta de fundamento,
Derecho Penal Administrativo, por darse en los dos unas mismas exigencias, como son las
derivadas del principio de legalidad en sus distintas vertientes: órgano competente, procedi-
miento adecuado, defensa del inculpado, tipificación del hecho criminoso, ya que si, por un
lado, el Derecho Sancionador representa la protección más enérgica de los bienes necesitados
de una protección especial, por otro, este mismo rigor demanda, en contrapartida, las máximas
garantías para los encausados.

La Sentencia de 13 de mayo de 1988 (Ar. 3745; Ruiz Sánchez) puso de relieve,


por su parte, a una nota característica de la fase intermedia de la evolución:
La jurisprudencia del Tribunal Supremo había venido elaborando la teoría del ilícito como
supraconcepto comprensivo tanto del ilícito penal como administrativo. Y, sobre esta base,
dado que el Derecho Penal había obtenido un importante desarrollo doctrinal antes de que se
formase una doctrina relativa a la potestad sancionadora de la Administración, se fueron apli-
cando a ésta los principios esenciales construidos con fundamento en los criterios jurídico-
penales.

La tesis del supraconcepto de ilícito —o, si se quiere, la de la «identidad sustan-


tiva de ambos ilícitos, penal y administrativo» (STS 20 de enero de 1987; Ar. 256;
Fuentes Lojo)— es hoy, en definitiva, absolutamente dominante, aunque no falten tes-
timonios de la postura contraria según hemos de comprobar más adelante.
El espaldarazo final de la equiparación ontológica de delitos e infracciones admi-
nistrativas ha sido dado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha decla-
rado legítima la potestad estatal de clasificar los delitos en penales y administrativos,
así como la de alterar las calificaciones existentes. En el Fundamento 49 de la famo-
sa sentencia de 21 de febrero de 1984 (caso Oztürk) se estableció en efecto que

el Convenio de Roma no impide a los Estados [...] establecer o mantener una distinción entre
diferentes tipos de infracciones definidas por el derecho interno [...]. El legislador que sustrae
ciertos comportamientos de la categoría de infracciones penales puede servir, a la vez, al inte-
rés del individuo y a los imperativos de una buena Administración de Justicia, particularmen-
te cuando libera a las autoridades judiciales de la persecución y represión de faltas, numero-
sas pero de escasa importancia, a las normas de la circulación viaria. El Convenio no contra-
dice las tendencias a la despenalización que aparecen, bajo formas muy diversas, en los
Estados miembros del Consejo de Europa.

La calificación legal es, pues, intrascendente ya que el legislador puede poner a


la mercancía el rótulo que considere oportuno sin preocuparse de la naturaleza de su
contenido, que es jurídicamente indiferenciado. Lo verdaderamente importante son
las consecuencias de tales etiquetados, de tal manera que, sea cual fuere su califica-
ción legal, es esencial que con su alteración no se degraden las garantías mínimas de
su régimen jurídico, tal como puntualiza a continuación la misma sentencia:
Si los Estados contratantes, al calificar una infracción de administrativa y no de penal
pudieran a su gusto evitar el juego de las cláusulas generales de los artículos 6 y 7 [del
152 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Convenio], la aplicación de éstas estaría subordinada a su voluntad soberana y una relajación


tan intensa provocaría el riesgo de desembocar en resultados incompatibles con el objeto y fin
del Convenio.

La postura del Tribunal apareció ya perfectamente canonizada en la sentencia de


22 de mayo de 1990 (caso Weber), en cuyo apartado 30 se recuerda que «el Tribunal
ya tuvo ocasión de resolver un problema parecido en dos litigios sobre la disciplina
militar (sentencia Engels y otros de 8 de junio de 1976) y sobre el mantenimiento del
orden en las cárceles (Sentencia Campbell y Fell de 28 de junio de 1984). Aunque
reconoció a los Estados la facultad de distinguir "en el sentido del Convenio" entre el
Derecho Penal y el Derecho Disciplinario, se reservó la posibilidad de asegurarse de
que la línea divisoria entre uno y otro no infringía el objeto y la finalidad del artícu-
lo 5», y a continuación, reiterando de forma expresa el contenido de la sentencia del
caso Oztürk, enumera los tres criterios que pueden servir para identificar una norma
como de Derecho Penal: 1 L a calificación dada por el Ordenamiento Jurídico del
Estado; 2.° La naturaleza material de la infracción, y 3.° La naturaleza y severidad de
la sanción.
Al margen de lo anterior, el hallazgo de esta serie concatenada de supracon-
ceptos (el ilícito, la retribución punitiva, el Derecho punitivo) nos coloca ante dos
cuestiones de índole muy distinta, que conviene estudiar por separado: por un lado,
cuanto se refiere al proceso lógico de elaboración de un supraconcepto, que tiene
lugar a través de la afirmación de la identidad ontológica de dos elementos que se
comparan entre sí; por otro lado, las consecuencias jurídicas de tal afirmación
desde el momento en que parece obligado precisar las relaciones resultantes de esa
unidad común en lo que afecta a los Ordenamientos individuales reguladores de
cada elemento por separado, es decir, y aunque sea desde otra perspectiva, la vieja
cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo
Sancionador.

II. ONTOLOGÍA Y FENOMENOLOGÍA

A un supraconcepto se llega ordinariamente cuando se ha constatado que varios


de sus elementos son iguales. Lo que significa que carece de sentido seguirles tratan-
do separadamente y que se impone, por tanto, considerarlos como miembros o varie-
dades una figura única superior.
Desde hace muchos años viene insistiendo la doctrina en un falso problema (el de
la identificación o diferenciación entre delitos y faltas administrativas) que se aborda
con un planteamiento monótono: unos autores afirman la identidad de estas dos figu-
ras mientras que otros la niegan por entender que les separan diferencias de naturale-
za cuantitativa o cualitativa, según los gustos. No es mi intención ahora reproducir
aquí, ni siquiera en términos sumarios, esta controversia, puesto que actualmente
carece por completo de interés y, sobre todo, porque ya ha sido expuesta cien veces
desde los tiempos de L A B E S en el siglo pasado hasta los más recientes de M A T T E S (y
yo mismo me he ocupado de algunas de estas cuestiones con cierto detalle hace ya
más de treinta años: N I E T O , 1970).
En la actualidad este planteamiento tradicional (que, repito, se da por sabido) ha
sido sustituido por otro no del todo idéntico: el de la unidad o desigualdad ontológi-
cas, que es el que voy a exponer y analizar con detenimiento no por ser más impor-
tante sino por la habitualidad un tanto acrítica de su uso tanto en la doctrina como en
la jurisprudencia.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 153

1. O N T O L O G Í A JURÍDICA

Si, tal como ya hemos visto, el entronque directo de la potestad sancionadora de


la Administración con el Poder punitivo del Estado ha supuesto un hito trascendental
para la formación de un nuevo Derecho Administrativo Sancionador español, no
menos importancia tiene la afirmación jurisprudencial de la unidad ontológica de los
ilícitos penales y administrativos. Ahora bien, ¿qué es lo que quieren decir los
Tribunales cuando afirman con tanta convicción que no existen diferencias ontológi-
cas entre delitos e infracciones administrativas, entre penas y sanciones?
En mi opinión, aquí se emplea esta palabra en su sentido más propio, es decir, con
referencia al «ser» o naturaleza de los ilícitos. Carencia de diferencias ontológicas
equivale a que, por naturaleza o esencia, se trata de ilícitos idénticos o no distintos.
Ahora bien, si esto es claro, no lo es tanto el determinar si esa naturaleza idéntica es
de carácter normativo (jurídico, por tanto) o no normativo: y tal es lo fundamental.
Porque una cosa es la identidad física o real y otra la jurídica; de tal manera que dos
figuras metanormativamente idénticas pueden ser normativa o jurídicamente muy
distintas, y a la inversa. En otras palabras: los ilícitos pueden ser considerados como
figuras reales que existen con independencia de las normas o como meras creaciones
de éstas. En el primer caso la norma se limita a reconocer su existencia y a dotarlos
de régimen jurídico; mientras que, en el segundo, los crea.
Aceptada esta dicotomía de planos, tenemos entonces que llega a entenderse que
la identidad (o diferenciación) de los ilícitos puede tener lugar o bien en el mundo de
la realidad (porque se trata de fenómenos distintos por naturaleza, sin peijuicio de que
luego las normas lo reconozcan así, o no) o bien en el mundo de las normas, porque
éstas así lo hayan dispuesto (en el momento de crear o reconocer, según los casos, los
ilícitos).
De acuerdo con la tradición dogmática del Derecho Administrativo Sancionador
que subyace en estas declaraciones, los Tribunales (conforme se desarrollará más
adelante) parten de la naturaleza no normativa de los ilícitos, o sea, de la afirmación
de que el ilícito penal y el ilícito administrativo existen como entes o figuras inde-
pendientes y anteriores a la norma, entendiendo además que en esta realidad no nor-
mativa constituyen una unidad. Pero con ello no está resuelta la cuestión, ni mucho
menos, porque el problema está, entonces, en el salto de lo no normativo a lo norma-
tivo, es decir, en determinar si el legislador está obligado, o no, a establecer un régi-
men jurídico que se corresponda exactamente con el metajurídico; de tal manera que
a una unidad ontológica real o no normativa haya de corresponderse, o no, una uni-
dad de régimen jurídico. Decir que dos fenómenos son iguales en la realidad no sig-
nifica necesariamente que hayan de tener el mismo régimen jurídico; de la misma
forma que el Legislador puede dotar del mismo régimen jurídico a figuras que en el
mundo real son, sin duda alguna, ontológicamente diferentes. El capricho de una ley
declara delito o infracción administrativa a dos defraudaciones fiscales a las que sólo
separa un euro de cuantía.
En el fondo, al jurista no le interesan directamente las cuestiones de la naturaleza
jurídica (y menos aún de la no jurídica) de las figuras que maneja sino su régimen
jurídico puesto que su trabajo consiste en precisar el régimen legal aplicable a los con-
flictos sociales que se someten a su consideración. Lo que le importa, en otras pala-
bras, es resolver conflictos por medio de normas jurídicas, sin necesidad, por tanto, de
profundizar en la naturaleza ni del conflicto ni de sus elementos. Y si, de hecho, se
detiene (al menos en las culturas herederas del Derecho justinianeo) a analizar con-
ceptos y naturalezas, lo hace con un criterio estrictamente metodológico, en cuanto
que sabe que gracias a los conceptos y naturalezas podrá llegar con frecuencia a ave-
154 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

riguar el régimen jurídico aplicable, que es lo que le importa. El jurista no es un filó-


sofo ni un científico, aunque a veces la Filosofía y la Ciencia le ayuden en su tarea.
Así, constatada en la realidad zoológica la existencia de dos tipos de seres (p. ej.,
hombres y caballos) de naturaleza esencialmente distinta, si el legislador quiere dotar-
les de un régimen jurídico ha de atenerse a esa «diferencia ontológica» previa y exte-
rior a la norma y adaptar ésta a aquélla, puesto que lo contrario es imposible: una ley
no puede convertir «ontológicamente» a un caballo en hombre, aunque sí puede, por
alguna razón o capricho, dotarles del mismo régimen jurídico. Las declaraciones que
a tal efecto hizo Calígula con su caballo favorito pudieron, quizás, asegurar a éste un
rango preeminente en la sociedad romana —otorgarle un régimen jurídico determi-
nado—; pero no lograron borrar las diferencias «ontológicas» que le prestó la natura-
leza y que son inasequibles al legislador.
Tratándose de seres reales (no normativos) lo único que puede hacer la norma es
establecer regímenes jurídicos para cada uno de ellos en condiciones de igualdad o de
desigualdad, según la voluntad del legislador. Respetando —como no puede por
menos— sus diferencias biológicas, la ley puede tratar por igual a los hombres y a las
mujeres, a los caballos y a los bueyes, a las bestias y a los seres humanos. El legisla-
dor no puede, en efecto, convertir fisiológicamente a un hombre en mujer, pero puede
realizar una manipulación jurídica convergente —y de hecho así sucede en la actua-
lidad— mediante el establecimiento de un régimen legal común; de la misma mane-
ra que también puede —y así sucede de ordinario— otorgar regímenes jurídicos dis-
tintos a seres ontológicamente indiferenciados (como es el caso de los funcionarios
públicos y de los trabajadores de las Administraciones Públicas y, en la antigüedad, a
los hombres libres y a los hombres esclavos).
Vistas así las cosas, se comprende fácilmente la inanidad jurídica de la invoca-
ción a una pretendida identidad ontológica. Porque, aun suponiendo que ésta exis-
tiera, nada impide al legislador tratar de modo igual a dos seres diferentes por esen-
cia (hombre y mujer) o tratar de modo desigual a dos seres ontológicamente iguales
(libres y esclavos, nacionales y extranjeros). Cuando los Tribunales declaran enfáti-
camente que el régimen jurídico de los delitos y de las infracciones administrativas
han de ser iguales porque ambas figuras son iguales ontológicamente, están haciendo
una afirmación rigurosamente incorrecta, dado que, aun aceptando tal igualdad onto-
lógica (que resulta dudosa, como se precisará inmediatamente), nada impediría al
legislador dotarles de un régimen jurídico desigual. El argumento jurisprudencial
vale, a todo lo más, como un recurso hermenéutico de llenado de lagunas: en caso de
silencio de la norma puede suponerse que seres ontológicamente iguales merecen un
tratamiento jurídico también igual. Y ésta fue, en efecto, la primigenia actitud de la
jurisprudencia, que inicialmente no tuvo otra intención que la de suplir las lagunas del
ordenamiento administrativo sancionador con las normas del Código Penal.
Pues bien, en lo que a los ilícitos atañe, sucede que en la realidad no son ontoló-
gicamente ni iguales ni desiguales por la sencilla razón de que son conceptos riguro-
sa y exclusivamente normativos. El ilícito no existe en la realidad, es creado por la
norma, de tal manera que sin norma no puede haber ilícito. Sin norma que establez-
ca una prohibición, no puede quebrantarse prohibición alguna. En la terminología ale-
mana la semántica y aun la fonética lo dicen muy claramente: ohne Recht, kein
Unrecht, como ya demostró BINDING hace cien años. El ilícito es, por definición, un
antijurídico y lo antijurídico sólo puede surgir cuando hay un ius que es violado. Nada
hay, por tanto, antijurídico por sí mismo. «El injusto no existe nunca antes que su pro-
genitor, el Derecho.» Toda acción punible precisa, antes de que pueda ser punible, de
la norma (BINDING, Die Normen und ihre Uebertretung, 2. A ed., I; apud MATTES, 1 9 7 3 ,
167). Si la naturaleza de los ilícitos es inequívocamente normativa, nada hay que vin-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 155

cule la norma creadora de ellos, que puede determinar libremente su igualdad o su


desigualdad con todas sus consecuencias.
En contra de lo que parece indicar nuestra jurisprudencia, la norma es un prius y,
en cuanto tal, libre, puesto que no existe nada previo que pueda condicionarla. Por
ello, en lugar de decir que la ley debe regular por igual a los ilícitos porque son onto-
lógicamente iguales, habría que decir —invirtiendo el planteamiento— que los ilíci-
tos son iguales porque la ley les ha dado un tratamiento normativo igual. La norma
es soberana para regular y, en su caso, para calificar, siendo notorio que utiliza tal
potestad con harta frecuencia. La Ley alemana de 1952 estableció una diferencia cua-
litativa entre delitos e infracciones administrativas; y con la misma autoridad la de
1968 abandonó esta actitud postulando una diferencia meramente cuantitativa; provo-
cando con ello en la doctrina y jurisprudencia quiebros y vaivenes muy llamativos,
que desconciertan al lector que no sabe localizar sus fuentes en el tiempo. Y lo mismo
sucede en España, por ejemplo, con las infracciones de contrabando, convertidas un
día en delito y nada digamos de los vaivenes repenalizadores y despenalizadores de
los ilícitos de tráfico o de las interacciones de las infracciones y delitos medioam-
bientales.
El proceso de despenalización —que actualmente sacude a tantos países y entre
ellos a España— es la mejor prueba de lo que está diciendo: los ilícitos serán penales
o administrativos (y las acciones humanas serán lícitas o ilícitas) según lo que decla-
re la norma en cada momento concreto. Demos, pues, a la Filosofía lo que a ella
corresponde y demos al Derecho lo que es del Derecho. Dejemos a un lado la onto-
logía, que sólo complicaciones puede traer a la dogmática jurídica y, si no se quiere
renunciar a ella, adviértase al menos de inmediato que se trata de una ontología nor-
mativa, porque con esta sencilla precisión se evitarán muchas confusiones.
El Tribunal Supremo, cuando niega una y otra vez las pretendidas diferencias
ontológicas, suele referirse de ordinario a sanciones y penas y no acostumbra a jus-
tificar su postura. En ocasiones, sin embargo, sí que ofrece una justificación por
breve que sea. En las Sentencias de 1 4 de junio y 4 de julio de 1 9 8 9 (Ar. 4 6 2 5 y
5 2 4 6 ; Llórente) se justifica en la unidad originaria del ius puniendi. «No hay dife-
rencia ontológica entre sanción y pena, dado que ambas son manifestaciones del
ius puniendi, aunque sí de matiz». Más significativa resulta la de 13 de octubre de
1 9 8 9 (Ar. 8 3 8 6 ; Mendizábal): «el artículo 2 5 de la Constitución, donde se recono-
ce implícitamente la potestad sancionadora, tiene como soporte teórico la negativa
de cualquier diferencia ontológica entre la sanción y pena». Nótese, con todo, que
se trata de un razonamiento rigurosamente circular: porque si en la sentencia de
Llórente se nos dice que la equiparación ontológica de sanciones y penas es con-
secuencia de la unidad del ius puniendi o potestad sancionadora, en la de
Mendizábal se afirma, a la inversa, que es ésta la consecuencia de aquélla. En esta
materia es difícil, por tanto, determinar si el huevo precedió a la gallina (sit veniat
verbum).
Como también es difícil señalar quién fue el primero que se atrevió a romper la
inercia de una tradición que aceptaba mansamente las diferencias que de pronto
empezaron a ser negadas. D O R A D O M O N T E R O ( 1 9 0 6 y Enciclopedia Jurídica Seix) se
había alzado enérgicamente contra esta tradición, pero permaneció prácticamente solo
en tal actitud. Para este autor (EJS, 250) —que, nótese bien, solo se refiere y con toda
propiedad, a una ontología normativa—, «ninguna diferencia hay entre la función y
el derecho que suelen ser mirados como genuina y propiamente penales y otra fun-
ción o derecho también sancionadores, pero que no se quieren calificar de penales,
sino a lo sumo impropiamente. Si la diferencia entre ambos no se encuentra por el
lado de las sanciones (por el lado de la naturaleza de éstas), tampoco podrá ser halla-
156 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

da por el respecto de las infracciones, o sea, por parte de la materia que reclama la
respectiva sanción, ya penal, ya disciplinaria, administrativa o gubernativa». De
donde se deduce «la imposibilidad verdadera de distinguir sustancial, indefectible e
invariablemente, según era obligado, y no por manera arbitraria, puramente circuns-
tancial, las violaciones criminales, cuyo tratamiento únicamente compete al Derecho
Penal, de las otras violaciones que revisten, por el contrario [...] índole administrati-
va, policial o disciplinaria». Aunque, en último extremo, termina encontrando la
siguiente diferencia (pp. 256 ss.): «las penas tienen una naturaleza retributiva, son
pago o compensación del delito ya cometido, son una forma de responsabilidad para
remediar una conducta dañosa, mientras que las correcciones gubernativas, policiales
y disciplinarias no tienen que ver absolutamente nada con la responsabilidad, porque
con ellas no se busca la reparación de mal alguno ya efectivamente causado, sino el
orden y la tranquilidad o, lo que es lo mismo, la disciplina y la cooperación pacífica
de los componentes de un agregado de individuos humanos, a lo que debe añadirse el
dato importante de la peligrosidad que acompaña siempre a las infracciones adminis-
trativas».

2. IDENTIDAD ONTOLÓGICA, SEA NORMATIVA O REAL, ENTRE LOS DISTINTOS ILÍCITOS

En contra de la tesis personal que acaba de ser sentada (la identidad ontológica de
penas y sanciones, de delitos e infracciones, es de naturaleza normativa en cuanto que
resulta de la declaración de las normas en tal sentido) es un hecho que las posturas
que tradicionalmente se vienen adoptando al respecto se están refiriendo a la natura-
leza real de tales figuras, es decir, a su condición no normativa previa a la norma : cir-
cunstancia que explica por sí sola la pluralidad de pareceres, puesto que son innume-
rables los puntos de referencia que a tal propósito pueden tenerse en cuenta. Esta afir-
mación parece lo suficientemente evidente como para poder prescindir de argumen-
tos probatorios. No obstante, quizás resulte útil demostrar lo dicho, aunque sea muy
brevemente. Lo que, desde el punto de vista doctrinal, resulta sumamente fácil ya que
basta acudir a la riquísima cantera de M A T T E S ( 1 9 7 9 , 1 9 8 2 ) para extraer de ella sin
esfuerzo alguno lo que necesitamos y sin tener que caer tampoco en la tentación de la
erudición barata. Con esta salvedad y anuncio de brevedad, a nuestro propósito basta
con poner de relieve cómo todas las tesis que han venido afirmando la diferencia cua-
litativa entre delitos e infracciones administrativas se han apoyado casi sin excepcio-
nes en criterios no normativos, tomados de la moral o de la conciencia popular o de
la política represora estatal o de la Teoría más especulativa del Derecho. Veamos,
pues, un pequeño repertorio de ellas:

a) Los delitos se refieren a agresiones cometidas contra la esfera jurídica de los


individuos (y del Estado considerado como tal) mientras que las infracciones admi-
nistrativas son agresiones contra los intereses generados en el tejido social, es decir,
desde la perspectiva del hombre considerado como ser social. Ésta es una concepción
que nace en la Ilustración, cristaliza en F E U E R B A C H , corona su desarrollo moderno en
Erich W O L F F y se basa en la idea de que el Derecho sólo afecta a las relaciones in-
terindividuales y su contenido es la Justicia; mientras que la Administración flota en
una esfera que se encuentra por encima y más allá del Derecho y no persigue la
Justicia sino el bienestar social.
b) Paralela a la anterior se desarrolla una corriente que entiende —en un curso
similar pero más profundo— que los delitos atentan contra la Justicia mientras que las
infracciones administrativas atentan contra los intereses generales, colectivos y públi-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 157

eos, que están al margen de la Justicia o, en otras palabras, mientras que unos atentan
contra un «bien jurídico», las otras lo hacen contra un «bien administrativo».
c) Las infracciones administrativas suponen una agresión al «orden» creado por
el Ordenamiento Jurídico, independientemente de su contenido. La normas son esta-
blecidas, cualquiera que sea su objeto, para ser respetadas. El orden así creado se
materializa y, además, condena como infracciones las agresiones de que es objeto. La
infracción administrativa es, pues, una contravención formal mientras que el delito lo
es en un sentido material, puesto que no va tanto contra la norma como contra el con-
tenido material de ella.
d) Como formulación paralela de la postura anterior se encuentra también la
concepción de la infracción administrativa como manifestación de «desobediencia»
frente a la norma.
e) En todos los tiempos ha gozado de gran predicamento la distinción de los ilí-
citos en mala quia mala y mala quia prohibita. En otras palabras: hay acciones que
son injustas «de por sí» mientras que otras son éticamente indiferentes y se convier-
ten en reprochables únicamente porque la norma así lo declara. En las primeras (deli-
tos) el ilícito es previo a la norma, que se limita a reconocerlo. En las segundas, el ilí-
cito es creado por la norma. Esta postura encuentra su justificación inicial en la ética
kantiana y llega hasta autores rigurosamente contemporáneos.

La remisión a los libros de M A T T E S me libera de ser más prolijo. Pero si la infor-


mación que este autor proporciona es de absoluta confianza, hay que aceptar con
muchas reservas el aniquilamiento sistemático a que somete todas estas tesis (esp. pp.
93-250) acumulando implacablemente argumentos en su contra. Quizás tenga razón;
pero esta forma de proceder —exponer la tesis que se quiere destruir y luego rebatir-
la— presta al libro un halo escolástico y apologético que reduce su fuerza de convic-
ción, puesto que a cualquiera resulta fácil evocar y destruir ese «maniqueo estúpido»
a que aludía ORTEGA. Con toda su fabulosa erudición, MATTES termina combatiendo
con animales disecados (por él mismo) en vitrinas de museo, que en vida no se dejan
alancear tan cómodamente y que como prueba de su identidad reaparecen intermi-
tentemente cuando ya se les ha dado por olvidados. Pero en este momento lo de
menos es la corrección o incorrección de las tesis expuestas —y, por tanto, no se va
a entrar en su análisis—, ya que lo único que interesaba demostrar es que se trata de
posturas metanormativas, es decir, basadas en criterios (ética, bien protegido, con-
ducta desobediente, etc.) de la realidad social.
En cualquier caso, si los planteamientos doctrinales son a este respecto muy cla-
ros, aún está por comprobar qué es lo que ha sucedido en la Jurisprudencia. La ver-
dad es que ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Supremo han precisado nunca
en qué consiste esa igualdad ontológica a que tanto aluden; pero del contexto de las
sentencias parece deducirse que se trata de naturaleza no normativa, de la misma
forma que ocurría con los autores. Para comprobarlo pueden traerse aquí algunos sig-
nificativos testimonios jurisprudenciales que reflejan, a través de la cultura jurídica de
sus ponentes, una corriente bibliográfica que en su tiempo fue inequívocamente
dominante. .
De todo este repertorio posible —que en la década de los 80 es ya excepcional en
cuanto que insiste en la tesis declinante de la diferenciación ontológica de los ilíci-
tos— destaca la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73; Martín del Burgo) en la que se
subrayan
las singularidades concurrentes en los ilícitos tipificados en los distintos Ordenamientos, por-
que no pueden ofrecer los mismos problemas la mayoría de los delitos comprendidos dentro
158 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

del catálogo del Código Penal ordinario, y nos referimos a los llamados delitos naturales (mala
in se o mala quia mala) que la mayoría de las infracciones correspondientes al llamado
Derecho Penal Administrativo por no decir la totalidad, por su naturaleza de infracciones arti-
ficiales o de creación política (mala quia prokibitá).

O la no menos prolija de 13 de marzo de 1985 (Ar. 1.208; Ruiz Sánchez):


es necesario destacar que son distintas en razón de su naturaleza; es decir, con carácter sus-
tancial o cualitativo, las infracciones administrativas y las penales [presentan] diferencias que
se pueden establecer de un conjunto de elementos, y así se puede distinguir; 1) en razón al dis-
tinto ordenamiento infringido; 2) junto a la vulneración del ordenamiento administrativo, la
infracción se manifiesta o contiene una lesión de interés cuyo cuidado se atribuye y compete
a la Administración, en la infracción penal se lesionan los derechos subjetivos del individuo,
de la colectividad o del Estado e incluso puede afectar a intereses administrativos del propio
Estado.

Estas sentencias, ya tardías, son los últimos coletazos de una corriente jurispru-
dencial, en su día muy firme, que afirmaba a ultranza la diferencia de sanciones admi-
nistrativas y penas, aunque no por mera especulación teórica sino con el confesado
propósito de excluir aquéllas del articulo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado. Y, aunque ya conocemos suficientes ejemplos de esta
línea, vale la pena recordar la de 25 de junio de 1966, que se repite luego en otras
muchas, como en la de 25 de julio de 1966 (Ar. 89 de 1967), en las que se denuncia
la errónea creencia de que las multas administrativas son sanciones de naturaleza verdadera-
mente penal, como en efecto lo son las que imponen los Juzgados y Tribunales de la
Jurisdicción ordinaria o de las jurisdicciones especiales por razón de delito o falta; [...] en la
reglamentación administrativa de múltiples y variadas materias que se hallan sometidas al cui-
dado y vigilancia de la Administración y en la que éstas actúan regladamente en función de
tutela y policía administrativa para intervenir acciones u omisiones de sus administrados que
para nada rozan la materia penal o criminal propiamente dicha, es de todos conocido y por
lodos los Estados de Derecho practicado que las facultades en tal orden de cosas reservadas a
la Administración permiten a ésta regular las mencionadas actividades de Orden Público admi-
nistrativo y exigiendo la multa como sanción.

Insistiendo en las contradicciones que alimentan esta polémica pudiera recordarse


en apoyo de mi postura personal que el factor normativo de la naturaleza de los ilíci-
tos ha sido también suficientemente subrayado en la doctrina italiana, a cuyo propó-
sito Rossi V A N N I N I ( 1 9 9 0 , 1 2 8 ) se apoya en la jurisprudencia y cita una interesante
sentencia del Tribunal de Ravenna, de 21 de noviembre de 1980, que dice así: «la dis-
tinción entre delito e ilícito administrativo es, en nuestro ordenamiento, solamente
normativa, no estructural, puesto que la decisión de configurar un comportamiento
humano como delito o como ilícito administrativo, aunque esté inspirada normal-
mente por el criterio de la consideración de la importancia de los bienes jurídicos tute-
lados y de la gravedad de su agresión, es no obstante y solamente el resultado de una
decisión meramente discrecional fundada sobre criterios de política legislativa. El ilí-
cito administrativo, por tanto, no se distingue conceptualmente del penal si no es por
la especie de la sanción conminada en la ley, que es siempre una pena pecuniaria
administrativa».
A mi juicio, y tal como vengo afirmando, ésta es la interpretación correcta de la
pomposa «igualdad ontológica» que tan ambigua e imprecisamente suele manejarse
entre nosotros y a despecho de una tradición bibliográfica que durante más de un siglo
ha estado manejando la expresión en términos inequívocamente no normativos como
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 159

correspondía a la mentalidad filosófica y científica de los juristas de la época; y sin


que en las leyes pueda encontrarse, lógicamente, una precisión de este tipo. En cam-
bio, del artículo 25 de la Constitución parece deducirse que nos encontramos ante dos
figuras normativas diferentes, a las que la Constitución impone un régimen idéntico
en algunos puntos (y sólo en algunos). Habiéndose considerado necesario establecer-
lo de forma expresa, porque de otra suerte —y cabalmente por tratarse de figuras nor-
mativas diferentes— se hubiera entendido que su régimen también había de ser dife-
rente.
A la vista de lo que antecede, cabe preguntarse qué interés tiene entonces la vieja
polémica sobre la naturaleza extranormativa de los ilícitos y cómo se explica su encar-
nizamiento. Vaya por adelantado que los ríos de tinta que a tal propósito han corrido
no han fluido en vano. Porque los juristas alemanes que han participado en la secular
discusión tenían que resolver varios problemas concretos: principalmente, el de si se
incluían, o no, los ilícitos administrativos en el Código Penal, y luego, el de si se enco-
mendaba, o no, su represión a los jueces penales. Unas cuestiones que nada tenían de
especulativas aunque se abordasen desde una perspectiva teórica exquisita. Por ello,
las tesis de FEUERBACH y Eberhard SCHMIDT —en quienes concurría la doble condi-
ción académica y política— pasaron directamente, y con la misma pluma, de las
monografías de sus autores al Boletín Oficial.
La situación española de 2005 es, no obstante, muy diferente. Entre nosotros
nunca se ha discutido seriamente la legitimidad de la represión administrativa de
determinados ilícitos. En tales condiciones, es claro que la cuestión ha de tener aquí
un significado muy distinto del que tuvo y tiene en Alemania. Nuestros Tribunales
Supremo y Constitucional tenían que vérselas, en cambio, con una dificultad muy
concreta: la incompletud del régimen jurídico de los ilícitos administrativos que, ade-
más, resultaba en parte incompatible —en lo poco regulado— con las exigencias del
Estado de Derecho (p. ej., la permisión de las «sanciones de plano»). Pues bien, para
solucionar tales problemas, nada mejor que aplicar las normas del Derecho Penal,
comparativamente más evolucionado y, desde luego, más completo. Planteadas así las
cosas, la teoría de la identidad ontológica no tenia otra función que la de prestar una
cobertura teórica a la extensión del Derecho Penal al Derecho Administrativo
Sancionador. Cobertura que, por cierto, ha sido necesaria durante muy poco tiempo,
ya que inicialmente se aplicaba el Derecho Penal simplemente por «analogía», en
razón de la «afinidad» de ambos grupos de ilícitos. Pero luego pareció más convin-
cente invocar la identidad ontológica, que autoriza una extensión más profunda de
régimen jurídico. De hecho (y según se verá en el capítulo dedicado al principio de la
legalidad) el detonante moderno de esta polémica fue el artículo 27 de la Ley de
Régimen Jurídico de la Administración del Estado que, con toda evidencia, no estaba
pensado para las infracciones administrativas —cosa que los autores sabían de
sobra— pero que habilidosamente disimularon con el objeto de intentar aplicarle a
ellas. Los Tribunales, sin embargo, no cayeron en la trampa y durante muchos años
insistieron en abundantes, aunque no unánimes declaraciones de no identidad, que
eran dogmáticamente impecables aunque cerraban el paso al progreso.
Últimamente, sin embargo, la situación ha cambiado y en unos términos verdade-
ramente desconcertantes. Por lo pronto, ha terminado imponiéndose la tesis de la
identidad ontológica de delitos e infracciones: una idea todo lo discutible que se quie-
ra, pero que ofrece, al menos, la enorme ventaja de facilitar la aplicación casi auto-
mática del avanzado Derecho Penal sobre el comparativamente retrasado Derecho
Administrativo Sancionador. En su consecuencia, si el proceso se hubiera detenido
aquí, pocas objeciones se merecería, dado que podría fácilmente tolerarse su fragili-
dad dogmática pensando en las ventajas que representaba para el perfeccionamiento
160 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

del régimen jurídico. Pero sucede que la evolución ha seguido adelante y se ha dado,
como sabemos, un paso más: de la falta de diferenciación ontológica se ha deducido
la existencia de unos supraconceptos en los que se refunden los conceptos o elemen-
tos individuales, apareciendo asi las figuras genéricas y únicas del ilícito, de la puni-
ción y del ius puniendi del Estado.
En el terreno lógico la operación es plausible, aunque pasa por alto que, como antes
se vio, dos seres con identidad ontológica (no normativa) pueden tener perfectamente
un régimen jurídico distinto. Estratégicamente, sin embargo (y la Ciencia del Derecho
es fundamentalmente finalista o estratégica), se ha producido un acontecimiento ines-
perado. Porque si recordamos que lo que se pretendía con la identidad ontológica era
facilitar la aplicación del Derecho Penal, he aquí que, al saltar al plano del supracon-
cepto, tenemos que abandonar el piso inferior del delito y del Derecho Penal para colo-
camos en el plano superior del ilícito genérico y del Derecho Público estatal.
A partir de este momento, en efecto, todo son contradicciones y despropósitos,
demostrándose una vez más que los creadores de dogmas, con frecuencia, o no se dan
cuenta de sus consecuencias jurídicas o, pura y simplemente, no se los toman en serio,
limitándose a disfrutar intelectualmente del nuevo verbalismo que se inventan.
Llegados a las cumbres de los supraconceptos, habría que atenerse, en rigor, al
Derecho Público estatal que en ellos reina y olvidarse del Derecho Penal propio de los
valles inferiores animosamente dejados atrás y abajo. Y, sin embargo, constatamos con
asombro que los autores y jueces que con más decisión afirman el ius puniendi único
del Estado, prescinden luego por completo de sus consecuencias y siguen aferrados —
como si nada hubiera pasado— a la vieja cuestión de la aplicación del Derecho Penal.
Contemplada desde las alturas del siglo xxi ofrece la historia del Derecho
Administrativo Sancionador, un panorama deprimente. La literatura alemana ha esta-
do indagando paciente y brillantemente durante casi dos siglos la naturaleza jurídica
de las infracciones administrativas; pero sus admirables resultados (que han conta-
minado dogmáticamente el mundo entero) se han derrumbado como un castillo de
naipes cuando el Legislador ha tenido el capricho de convertir de golpe algunas
infracciones en delitos, y en otros casos a la inversa. Así las cosas, ya nadie puede
dudar que las calificaciones no dependen del contenido material de los ilícitos (ni de
su función ni de sus fines) sino que son meras etiquetas que el Legislador va colo-
cando libremente por razones de una política punitiva global en la que se utiliza a las
normas como simples instrumentos. En definitiva: después de haber estado anali-
zando y discutiendo durante más de cien años la naturaleza y la identidad o des-
igualdad ontológica de los delitos e infracciones administrativas, se ha llegado a la
conclusión de que todo este trabajo ha sido (casi) inútil por estar mal planteado, al
haberlo centrado en el terreno metanormativo, que para nada vincula al Legislador,
quien puede cambiar de la noche a la mañana por criterios propios absolutamente
coyunturales. Parafraseando a VON KIRCHMANN, un capricho innovador de una ley ha
mandado al desván la biblioteca entera de MATTHES.
Por lo que se refiere a España, las dificultades venían de la circunstancia de care-
cer de un régimen administrativo sancionador general aunque fuera mínimo. Y para
remediarlas, en lugar de proceder a su creación por obra del Legislador o por el
paciente esfuerzo de los Tribunales, se prefirió acudir a un atajo mediante la manio-
bra dogmática de equiparar infracciones administrativas y delitos al objeto de apro-
vechar de golpe el régimen legal existente. Operación que, como se comprobará en su
momento, ha terminado frustrada.
Y, para mayor desgracia, algunos autores, olvidándose de la funcionalidad del
análisis dogmático, han convertido la cuestión en un juego especulativo verbalmente
provechoso de erudición frivola facilitada por ciertas obras de divulgación.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 161

En definitiva, por tanto, la pretendida y harto magnificada identidad ontológica


(entendida como una identidad de fenómenos reales no normativos o, más exacta-
mente todavía, prenormativos): a) es jurídicamente casi irrelevante, dado que la
hipotética identidad ontológica metanormativa no garantiza una correlativa identi-
dad de regímenes legales; b) es incongruente con ¡a tesis de la integración en una uni-
dad superior; y c) además es inútil porque no resuelve el problema central y origina-
rio del Derecho aplicable. Desde el punto de vista pragmático, si lo que se pretende
es la determinación del régimen jurídico, esta cuestión puede abordarse directamente
—sin rodeos ontológicos confusionistas— y esto es lo que va a hacerse en un epígra-
fe inmediato de este mismo capítulo. Por decirlo de una manera rotunda deliberada-
mente simplificadora, a mí no me preocupa particularmente determinar la naturaleza
jurídica de las infracciones y sanciones administrativas sino que lo que pretendo es
averiguar su régimen jurídico. Durante algún tiempo (y todavía actualmente) se ha
creído que la naturaleza jurídica nos proporcionaba la clave para resolver la segunda
cuestión teniendo en cuenta que, identificando ontológicamente infracciones admi-
nistrativas y delitos, podía aplicarse a aquéllas, con absoluta lógica y comodidad, el
régimen jurídico de éstos. A la postre, sin embargo, la solución no ha sido tan satis-
factoría como inicialmente se había esperado y ello no sólo por las incongruencias
dogmáticas de la pretendida identidad sino, sobre todo, porque el tiempo y la realidad
han ido demostrando que ni es conveniente, ni es posible, aplicar a las infracciones
administrativas el régimen legal de los delitos. Así lo iremos comprobando a lo largo
de todo este libro.
Mi postura puede, entonces, resumirse en los siguientes términos: 1 ° Si se acep-
ta la identidad ontológica (harto discutible, por cierto) de delitos e infracciones admi-
nistrativas, y la correlativa inserción de la potestad penal y de la potestad administra-
tiva sancionadora en un genérico, único y superior ius puniendi del Estado, hay que
aceptar inexorablemente todas sus consecuencias jurídicas. 2.° Una de las más impor-
tantes de éstas es la afirmación de que dicho ius puniendi del Estado está regido por
el Derecho público estatal y no por el Derecho Penal, que es propio únicamente de
una de sus variedades. 3.° Luego el Derecho Administrativo Sancionador tiene que
inspirarse en el Derecho público estatal, de donde emana, y no del Derecho Penal.
Estas proposiciones me parecen incuestionables desde el punto de vista teórico;
pero a ellas hay que añadir a renglón seguido otras no menos importantes si bien de
índole muy diferente: 4.° Aunque en rigor, y por lo que acaba de decirse, no hay
necesidad alguna, ni lógica ni jurídica, de aplicar al Derecho Administrativo
Sancionador materiales procedentes del Derecho Penal, esto resulta muy recomen-
dable, dado que: a) el Derecho público estatal no ha elaborado todavía una teoría útil
sobre el ius puniendi del Estado que pueda luego aplicarse a todas y cada una de sus
manifestaciones, a diferencia de lo que sucede con el Derecho Penal, envidiable-
mente desarrollado, cuyas técnicas y experiencia sería necio desaprovechar por un
escrúpulo sistemático, b) Además, las garantías de los derechos individuales que ya
ha consolidado el Derecho Penal, y que son irrenunciables, deben ser de aplicación
general
- . . .
Todo lo cual significa, en último extremo, que nos encontramos, a despecho de
tantas novedades dogmáticas, igual que antes y que la primera cuestión del Derecho
Administrativo Sancionador sigue siendo la de precisar sus relaciones con Derecho
Penal.
Como consecuencia de lo que acaba de decirse, resulta inevitable dedicar ahora la
atención a las viejas cuestiones —quizás vaciadas en odres algo más nuevos que los
tradicionales— de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo
Sancionador; pero antes de seguir adelante resulta forzoso detenerse un poco mas en
162 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

esta cuestión para intentar alcanzar una mayor precisión previa, dando un quiebro al
discurso y pasando desde la perspectiva ontológica habitual a la aproximación feno-
menológica.

3. APROXIMACIÓN FENOMENOLÓGICA

Si he decidido dejar a un lado a los autores alemanes e italianos (y a los españo-


les que fielmente les siguen) ha sido porque, al cabo de repasar tesis y antítesis, argu-
mentos y contraargumentos a cual más brillante, el lector queda deslumhrado y no
sabe a qué atenerse. El exceso de la información desemboca en el desconcierto.
Además, para quienes partimos de una concepción normativa de los ilícitos, es claro
que nunca podremos considerar decisivo lo que opinen los autores de otros países, de
otras épocas y con referencia a normas que no son las españolas actuales.
Metodológicamente hay que proceder, por tanto, de una manera muy distinta y empe-
zar con absoluta modestia por observar y constatar lo que dice a nuestro propósito el
Ordenamiento Jurídico español vigente. Y en él, en una primera aproximación feno-
menológica, nos encontramos con que:

á) Existen dos clases de normas diferentes: unas se autocalifican de penales


(Código Penal y leyes penales especiales) y otras de administrativas.
b) En las primeras se describen y castigan unos ilícitos que se denominan deli-
tos o faltas y en las segundas se describen y castigan otros ilícitos que se denominan
infracciones administrativas. Ello sin peijuicio, claro es, de que las normas penales se
remitan ocasionalmente a las infracciones administrativas, de la misma forma que las
leyes administrativas se remiten a los delitos y faltas.
c) En unas y otras normas se encomienda el castigo de cada uno de estos grupos
de ilícitos a órganos diferentes: los delitos y faltas, a los Jueces y Tribunales penales; las
infracciones administrativas a los órganos administrativos, cuyas decisiones son luego
revisables por órganos judiciales no penales (jueces y Tribunales contencioso-adminis-
trativos). Excepcionalmente puede encomendarse a los jueces el castigo de infracciones
administrativas, pero jamás a los órganos administrativos el castigo de delitos.
d) La represión ha de ajustarse, además, a procedimientos distintos, según se
trate de delitos o de infracciones administrativas.
e) Estos órganos —y de acuerdo con su procedimiento respectivo— imponen
castigos también distintos. Formalmente los Jueces imponen penas y la
Administración sanciones. Materialmente, buena parte de las penas y sanciones coin-
ciden (inhabilitación, suspensión, multa), aunque hay una variante cuya imposición es
del monopolio absoluto de los Jueces: las penas privativas de libertad.
J) Independientemente de la diversidad de órganos, de procedimientos y de cas-
tigos, las normas establecen un régimen jurídico material distinto para cada grupo de
ilícitos (reincidencia, prescripción, dolo, etc.).
g) Las normas penales son aceptablemente concretas y se nuclean en torno al
Código Penal. Las normas sancionadoras administrativas, por el contrario, son de
momento tan dispersas como incompletas.

Esquema que se cierra con una última constatación clave: el legislador, cuando lo
tiene por conveniente, altera sustancialmente la situación y lo que ayer eran infrac-
ciones administrativas, se convierten mañana en delitos (como sucedió con las infrac-
ciones de contrabando a partir de la Ley Orgánica 7/1982, de 13 de julio), y lo que
eran ilícitos penales se convierten de pronto en infracciones administrativas. Esto es
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 163

lo que ha sucedido fundamentalmente con la más importante, hasta ahora, de nuestras


leyes despenalizadoras, la 3/1989, de 21 de julio, Orgánica de actualización del
Código Penal, cuyo Preámbulo no puede ser más expresivo:

Hace ya tiempo que existe unanimidad en la jurisprudencia y doctrina españolas en cuan-


to a que nuestro sistema penal tiene una amplitud excesiva, siendo grande el número de infrac-
ciones penales carentes de sentido en la actualidad, sea porque ha desaparecido su razón de ser,
sea porque el Derecho privado o el Derecho Administrativo están en condiciones de ofrecer
soluciones suficientes, con la adiciona) ventaja de preservar el orden de lo delictivo en su lugar
adecuado, que debe ser la cúspide de los comportamientos ilícitos. En el mismo tipo de con-
sideraciones debe inscribirse el hecho demostrable de que ñiera de lo punible se describen y
sancionan conductas de entidad notoriamente superior a las que son objeto de las descripcio-
nes penales. Resulta así que, de un lado, se ha llegado a un exceso de presencia de lo punitivo
y, de otro, se ha producido un cierto desequilibrio entre las penas y el sistema de reacciones
jurídicas no penales.
La situación expuesta es particularmente visible en el ámbito de las faltas. Las que en su
día fueron llamados «delitos veniales» integran un cuerpo de infracciones penales de excesi-
va amplitud. A ello se añaden las imaginables consecuencias de agolpamiento ante los
Tribunales de Justicia de muchos pequeños problemas que no merecen ciertamente el dispen-
dio de tantos esfuerzos de los poderes públicos.

Hasta aquí no puede ser más sincera y realista la postura del legislador. Lo malo del
caso es que, al afirmar el capital principio de la «intervención penal mínima», se ha con-
siderado obligado a introducir criterios materiales de diferenciación, capaces por sí
solos (de ser atendidos por la doctrina) de reabrir las compuertas de una polémica dog-
mática que anegaría —y esterilizaría— la bibliografía española de los próximos años:

Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención
mínima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para aquellos comporta-
mientos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuadamente
más que con el recurso a la pena; tan grave decisión se funda, a su vez, en la importancia de
los bienes jurídicos en juego y en la entidad objetiva y subjetiva de las conductas que los ofen-
den.

El legislador español se ha incorporado así al proceso despenalizador iniciado en


Europa años antes, siguiendo particularmente las huellas italianas, donde se contaba
ya con leyes despenalizadoras desde 1 9 6 7 (y 1 9 7 5 ) , que culminaron en la gran refor-
ma de la Ley de 24 de noviembre de 1981. Conviene advertir, sin embargo, que el
ejemplo no ha llegado hasta las interesantes Circulares de la Presidencia del Consejo
de 19 de diciembre de 1983 y 5 de febrero de 1986, en las que se establecen «crite-
rios orientativos para la elección entre sanciones penales y sanciones administrati-
vas», que —en la versión de R O S S I - V A N N I N I ( 1 9 9 0 , 2 9 2 ) — se concretan en la reserva
tendencia] de dos áreas para las sanciones administrativas: los ilícitos menores y los
que consisten en la elusión del control administrativo al que están sujetas determina-
das actividades de peligrosidad intrínseca, o bien consistentes en la violación de nor-
mas secundarias de carácter técnico.
Significativa es igualmente la atención que han dedicado a la problemática des-
penalizadora los criminalistas de todos los países y que tanto contrasta con el escaso
eco que ha encontrado en la doctrina administrativa. Como prueba de lo primero,
baste recordar las recomendaciones del XIV Congreso Internacional de Derecho
Penal de 1989 y, sobre todo, las Resoluciones Generales del Congreso de Estocolmo,
de cuya introducción se reproducen seguidamente algunos fragmentos importantes
(apud P A L I E R O - T R A V I , 1988, 329):
164 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

«1. El campo de aplicación del Derecho Administrativo Penal está siendo


ampliado por causa de dos fenómenos: de una parte, la intervención del Estado
Providencia en campos cada vez más numerosos ha provocado la proliferación de
Reglamentos administrativos frecuentemente acompañados de normas auxiliares de
Derecho Administrativo Penal que prevén sanciones de carácter represivo a las viola-
ciones de estas reglamentaciones; por otro lado, una corriente internacional que tien-
de a enviar las infracciones de importancia social menor del campo del Derecho Penal
tradicional al del Derecho Administrativo Penal, ha impulsado a los legisladores a
redefinir este tipo de infracciones como infracciones administrativas penales.
»2. Esta evolución es deseable en la medida en que descongestiona el Derecho
Penal de infracciones menores, y está así en armonía con el principio de subsidiarie-
dad de la ley penal. Pero tampoco es deseable una inflación del Derecho
Administrativo Penal. Las sanciones administrativas penales deberían ser utilizadas
solamente para proteger los intereses jurídicos claramente definidos y no para facili-
tar la realización de intereses puramente burocráticos. En suma, los legisladores y la
ciencia jurídica deberían esforzarse en definir los límites exactos del Derecho
Administrativo Penal y en determinar los principios jurídicos que le son aplicables.
»3. La cuestión de saber si un comportamiento debe ser castigado según la ley
penal no debería ser resuelto de una manera categórica. Corresponde al legislador
determinar lo que debe ser castigado por el Derecho Penal o por el Derecho
Administrativo Penal. Para fundar esta decisión, el legislador debería tomar en consi-
deración varios criterios y, fundamentalmente, el valor social enjuego, la gravedad de
daños o su amenaza y la naturaleza y grado de la culpa.
»4. El Derecho Administrativo Penal se acerca al Derecho Penal en cuanto que
prevé sanciones represivas. Esta similitud impone la aplicación en el Derecho
Administrativo Penal de los principios de base del Derecho Penal sustancial y de un
proceso equitativo.
»5. El Derecho Administrativo Penal difiere, no obstante, del Derecho Penal.
Esta diferencia implica la limitación de la naturaleza y de la severidad de las sancio-
nes aplicables, así como la limitación de las restricciones de los derechos fundamen-
tales en el curso del procedimiento».

III. EL DERECHO PENAL COMO ELEMENTO INTEGRADOR


DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La vieja cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho


Administrativo Sancionador —que reaparece inevitablemente en todos los ámbitos
teóricos del sistema punitivo— presenta una vertiente, la funcional, que puede con-
tribuir eficazmente a la determinación de la sustantividad de este último, que es lo que
en este lugar nos preocupa. Porque, además del valor que las normas y principios
penales tienen en la formación y aplicación analógica y complementaria del ordena-
miento administrativo sancionador, su función más importante es la «integradora», es
decir, la de contribuir a la constitución de una disciplina jurídica y académica propia.

1. EL PROCESO DE INTEGRACIÓN

La función integradora que en la actualidad realiza el Derecho Penal sobre el


Ordenamiento jurídico administrativo sancionador es, como sabemos, relativamente
reciente puesto que en un tiempo se trataba de sectores rigurosamente separados. Por
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 165

otra parte desde el momento en que se establecieron canales de comunicación entre


ellos, la intensidad integradora ha ido variando hasta el punto de que es fácil consta-
tar un proceso evolutivo en tres etapas. Por así decirlo, para llegar a la situación pre-
sente la jurisprudencia y la doctrina han dado tres pasos de aproximación.
El primer paso, según puede imaginarse, fue la aplicación del Derecho Penal a las
infracciones administrativas con carácter supletorio y para el llenado de lagunas.
Ésta es todavía la postura de la Sentencia de 29 de septiembre de 1980 (Ar. 3.464;
Martín del Burgo): «La jurisprudencia tiene sentada la doctrina de que la ausencia en
el ordenamiento penal administrativo de una parte general no debe interpretarse como
un apoderamiento a la Administración para una aplicación libre y arbitraria de sus
facultades sancionadoras por tratarse de una laguna que ha de cubrirse con las técni-
cas propias del Derecho Penal ordinario, lo que obliga a seguir unos mismos princi-
pios en una y otra esfera, como apunta la Sentencia de 25 de marzo de 1972». La pre-
sencia del Derecho Penal cumple, en suma, una función de garantía, un freno impues-
to por el Derecho a la libre y tendencialmente autoritaria intervención de la
Administración pública tradicional: un dato que los autores suelen pasar por alto. Tal
es en cualquier caso la inequívoca intención de la STS 13 de enero de 1981 (Ar. 4137;
Martín del Burgo) para la que «los principios básicos del Derecho Penal» constituyen
un límite «que no podrá infringirse» en el ejercicio de la potestad administrativa san-
cionadora. Actitud que en el fondo se limita a prolongar la línea sentada por la
Sentencia preconstitucional de 30 de enero de 1978 (Ar. 3.411; Pérez Frade): «La
potestad sancionadora [administrativa] no puede ejercerse en condiciones más riguro-
sas [...] que en materia de faltas penales».
De aquí se saltó luego sin dificultad aparente a la tesis —sostenida tanto por el
Tribunal Constitucional como por el Supremo e incluso por éste antes de la
Constitución— de que no sólo con carácter supletorio sino de forma directa son apli-
cables los principios del Derecho Penal. Este salto de la aplicación supletoria de pre-
ceptos del Código Penal a la aplicación directa de principios del Derecho Penal esta-
ba ya absolutamente generalizado en la jurisprudencia preconstitucional de los años
setenta.
Por explicar queda, sin embargo, el tercer paso, es decir, la eventual constitucio-
nalización de esta integración. Porque para quienes entienden que lo está en virtud de
los artículos 24 y 25 de la Constitución —como es el caso de SUAY (1989, 202)— es
inconcuso que las normas de Derecho Administrativo Sancionador, incluso aunque
estén fijadas en norma con rango de ley, deben ceder ante los principios del Derecho
Penal. La cuestión se complica, no obstante, de forma extraordinaria cuando se incor-
pora al análisis (como se hará en un epígrafe posterior) el dato de que la aplicación al
Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal debe hacer-
se de una forma matizada, lo que significa que no siempre y no todos los principios
penales son aplicables, sin más, a los ilícitos administrativos.
Sea como fuere, el resultado final de esta evolución es la tesis de la aplicación al
Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal. Una postu-
ra cuya trascendencia práctica exige su análisis pormenorizado, tal como va a reali-
zarse en el epígrafe siguiente.

Como consecuencia de todo lo anterior, hemos llegado en España a una fase en la


que ya no se discute «si» los principios del Derecho Penal se aplican ai Derecho
Administrativo Sancionador, puesto que así se acepta con práctica unanimidad. Huelga
citar de momento, por tanto, a la jurisprudencia y, en cuanto a la doctrina, baste recor-
dar por lo temprano de su fecha a MANZANEDO ( 1 9 6 8 , 2 1 6 ) : «La actividad administra-
tiva sancionadora se caracteriza por su aproximación al Derecho Penal, pues la
166 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Administración Pública, cuando ejerce esta actividad, necesita ajustarse al esquema


penal —tipificación de la infracción y de la sanción— y a los principios generales ins-
piradores del Ordenamiento penal, que además funciona como derecho supletorio.»
Ahora bien, la principal dificultad se encuentra en la determinación de «qué»
principios van a ser aplicados y. sobre todo, de «hasta qué punto» van a serlo.
Cuestiones sobre las que ya se ha escrito mucho, pero que aún distan de estar claras.
La unanimidad que sobre el «si» reina en nuestro Derecho no debe dar la impre-
sión de que se trata de un fenómeno universal y nada polémico en otros países, antes
al contrario. En Francia —según podrá comprobarse más adelante— la Jurisprudencia
.y la doctrina han afirmado unánimemente lo contrario hasta hace muy poco. Y en
Italia, y a juzgar por el testimonio de PALIERO-TRAVI ( 1 9 8 8 , 2 8 8 ss.), la Corte
Constitucional se niega terminantemente a aplicar a los ilícitos administrativos los
principios constitucionales del Derecho Penal, cuidándose, además, de advertir expre-
samente que esta diferencia de regímenes no rompe el principio de la igualdad.
Lo que entre nosotros, de todas maneras, resulta claro es que se trata de la apli-
cación de principios no de normas y mucho menos de textos. Circunstancia que nos
obliga a establecer de antemano determinadas precisiones: hay que partir, por tanto,
de la distinción entre principios y normas, tal como se ha expuesto cautelarmente en
otro lugar de este libro. Esto quiere decir que no se trata de aplicar al Derecho
Administrativo Sancionador los artículos del Código Penal y de las leyes penales
especiales —y al decir esto no ignoro que así se está haciendo en algunos supuestos,
como podrá comprobarse, entre otros, en el capítulo de la prescripción—: por analo-
gía (in peius) no podrá hacerse, ya que es radicalmente incompatible con el principio
de legalidad, ni existe tampoco un precepto que autorice su aplicación con carácter
supletorio. En conclusión, por tanto, las normas del Derecho Penal únicamente
podrán aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador en los siguientes supuestos,
verdaderamente excepcionales: a) analogía no in melior; b) declaración expresa de
supletoriedad, y c) remisión expresa de la norma administrativa.
Aclarado esto, nos encontramos entonces ante dos cuestiones esenciales que van
a ser desarrolladas inmediatamente: en primer lugar, cuáles van a ser concretamente
los principios penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador y, en segun-
do lugar, cuál va a ser el alcance de tal aplicación extensiva.

2. PRINCIPIOS Y REGLAS PENALES APLICABLES

En cuanto a cuáles son los principios aplicables, habría que empezar suscribien-
do las rotundas afirmaciones de QUINTERO (1991, 262) —inspirada inequívocamente
en la función garantista que aporta el Derecho Penal al integrarse en el Derecho
Administrativo Sancionador— de que «cuando se declara que las mismas garantías
observables en la aplicación de las penas se han de respetar cuando se trata de impo-
ner una sanción administrativa, no se hace en realidad referencia a todos y cada uno
de los principios o reglas reunidos en la Parte General del Derecho Penal, sino a aque-
llos a los que el Derecho Penal debe someterse para satisfacer los postulados del
Estado de Derecho, que son principios derivados de los declarados en la Constitución
como fundamentales». Por lo demás, los Tribunales, en lo que yo sé, no han hecho
pronunciamientos específicos minuciosos sobre el particular. Tengo, en todo caso, la
impresión de que cuando se habla de principios no se está pensando únicamente en
los que lo son en sentido estricto o rigurosamente técnico, sino que se comprenden
también reglas de Derecho. La Jurisprudencia del Tribunal Supremo suele hablar de
«principios inspiradores». La Sentencia de 9 de junio de 1986 hace referencia a «prin-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 167

cipios valorativos o interpretativos que presiden el Derecho Penal», así como a «cri-
terios técnico-jurídicos comunes y unitarios». Expresiones que demuestran bien a las
claras que se trata de algo muy distinto a la analogía de preceptos, aunque ésta pueda
actuar acumuladamente.
Las Sentencias del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160) y 20
de enero de 1987 (Ar. 203), debidas ambas a la pluma magistral de Mendizábal, enu-
meran —aunque naturalmente sin ánimo de exclusividad— una serie de principios
penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador como son: el de presun-
ción de inocencia, el de legalidad y el de interdicción de arbitrariedad.
En cualquier caso, partiendo del supuesto de que se trata de la aplicación de prin-
cipios (no de normas y reglas) y no de todos los principios del Derecho Penal, sino
solamente de algunos, a la hora de determinar cuáles son concretamente los que a
estos efectos entran en juego, en lugar de intentar hacer una lista de ellos —que nunca
podría ser segura ni exhaustiva—, cabe preguntarse antes con carácter general si la
referencia habría de limitarse únicamente a los constitucionalizados.
Tal como ya se ha apuntado más arriba, la diferencia entre una y otra de las solu-
ciones posibles es trascendental. Si únicamente son aplicables los principios de
Derecho Penal ya constitucionalizados, su repertorio se reduce notoriamente y, sobre
todo, está fuera de duda que prevalecerán sobre las disposiciones sancionadoras
aunque tengan rango de ley, como ha observado SUAY (RAP, 1 0 9 , p. 2 1 3 ) : «al legisla-
dor le está constitucionalmente vedado incorporar a la regulación de las sanciones
administrativas principios completamente opuestos o absolutamente incompatibles
con el orden penal». Pero otra cosa ha de ser con los «principios» no constituciona-
lizados, que se aplicarán únicamente ante el silencio de la ley administrativa. Porque
si no interviene la Constitución, no hay razón alguna para dar preferencia (dentro de
las normas del mismo rango) a la penal (y mucho menos a los principios de ella dedu-
cidos, cuya subordinación jerárquica viene impuesta por el artículo 1.4 del Código
Civil), antes al contrario, parece lógico que prevalezca la administrativa sancionado-
ra ya que es más específica. Sin ánimo de agotar el repertorio posible, en el presente
libro se examinan cabalmente los «principios» —en el sentido amplio entendidos—
que afectan más directamente al Derecho Administrativo Sancionador.
Desde esta perspectiva pueden hacerse dos proposiciones recíprocamente com-
plementarias: Ia En todo caso son aplicables los principios punitivos constituciona-
lizados. que se entenderán comunes a todo el ordenamiento punitivo del Estado, aun-
que originariamente procedan del Derecho Penal y que, naturalmente, han de preva-
lecer sobre cualquier disposición del legislador. 2.a Pero también son aplicables al
Derecho Administrativo Sancionador los principios propios del Derecho Penal no
constitucionalizados; si bien en tal caso no han de prevalecer sobre los específicos
del otro ámbito que tengan rango de ley.
La primera fiase de proposición segunda viene fundamentada por la elemental e
indiscutible consideración de que, habiendo sentado el Tribunal Supremo esta regla
de extensión de principios antes de la Constitución, con toda evidencia tenía que
estar pensando en principios penales no constitucionalizados, a los que luego, obvia-
mente, se han añadido los constitucionales.
Bien es verdad que a este propósito surge una duda inquietante: si la base de este
mecanismo de comunicación o extensión normativa es la idea de que el Derecho
Penal y el Derecho Administrativo Sancionador son manifestaciones iguales y para-
lelas de un Derecho punitivo común, ¿por qué se da prevalencia a los principios del
Derecho Penal, que se extienden a los del Derecho Administrativo Sancionador, y no
a la inversa? A mi modo de ver, la transposición normativa habría de discurrir en las
dos direcciones, como en un mecanismo de vasos comunicantes. Y creo que esta tesis
168 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

es teórica y constitucionalmente defendible, si bien no se haya aplicado nunca en la


práctica por una razón muy sencilla: hasta ahora, en el Ordenamiento jurídico espa-
ñol, el Derecho Administrativo Sancionador carecía de principios que pudiesen trans-
polarse al Derecho Penal. De aquí que la cuestión nunca haya llegado a plantearse ni
en la doctrina ni en la práctica jurisprudencial; pero es inevitable que tarde o temprano
haya de surgir, sobre todo cuando el Derecho Administrativo Sancionador logre des-
prenderse de su antiguo «complejo de inferioridad», al que de ordinario se acumula
también, y con no menos fuerza, otro de «culpabilidad».
Dejando aparte, entonces, la tesis que apuntada queda de la comunicación nor-
mativa de doble dirección, la prevalencia actual del Derecho Penal sobre el Derecho
Administrativo Sancionador (que supone la colonización de éste por aquél, sin movi-
miento inverso) se explica, más precisamente todavía, por las siguientes razones:

a) Cronológica. El Derecho Penal tiene ya consolidados sus principios funda-


mentales, lo que no sucede con el Derecho Administrativo Sancionador. De aquí que
sea lógico que el segundo se aproveche de las experiencias del primero, siendo ade-
más imposible, al menos de momento, la operación inversa. A todo ello hace referen-
cia la STS de 19 de enero de 1991 (Ar. 964; Delgado): «dado que el Derecho Penal
había obtenido un importante desarrollo doctrinal y legal antes de que se hubiera for-
mado una doctrina relativa a la potestad sancionadora de la Administración, se fueron
aplicando a ésta unos principios esencialmente construidos con fundamentos en los
criterios jurídico penales».
b) Constitucional. Los principios inspiradores del Derecho Penal son progresis-
tas en cuanto que suponen una garantía de los derechos de los individuos. De aquí que
sea más conforme con el espíritu democrático de la Constitución —y con el Estado
de Derecho— la igualación «por arriba» de ambos ordenamientos.
c) Dogmática. El Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal con-
vencional forman parte de una unidad superior —el Derecho punitivo del Estado—,
que hasta ahora venía identificándose con el Derecho Penal en sentido estricto. En
rigor, por tanto, cuando se imponen al Derecho Administrativo Sancionador los prin-
cipios del Derecho Penal no es porque se considere a éste de naturaleza superior, sino
porque tales principios son los únicos que se conocen —hasta ahora— como expre-
sión del Derecho punitivo del Estado.

Veamos seguidamente hasta qué punto las normas reglamentarias —que son las
más abundantes— del Derecho Administrativo Sancionador han de ceder ante el
Código Penal y demás leyes penales especiales. Una cuestión que no puede ser re-
suelta mediante la cómoda remisión a las reglas de la jerarquía formal y de la crono-
logía de la aparición. Nuestro caso es mucho más complejo, y creo que el mejor modo
de abordarlo es con la ayuda de la teoría de los conjuntos y grupos normativos, mag-
níficamente representada en España por los profesores VILLAR PALASÍ y GONZÁLEZ
NAVARRO, y que, a través de éste, ha accedido con normalidad a la jurisprudencia del
Tribunal Supremo.
La primera cuestión que hay que aclarar es la de si el Ordenamiento Penal y el
Ordenamiento Administrativo Sancionador constituyen un conjunto normativo. Lo
que a mi juicio merece una respuesta afirmativa, ya que la tesis del Poder punitivo
único del Estado y del correlativo Ordenamiento punitivo único del Estado está pre-
suponiendo implícitamente la existencia de una conjunto normativo que comprende
ambas «manifestaciones». Ahora bien, este conjunto normativo punitivo se fracciona
inequívocamente en dos «subgrupos normativos» (las «manifestaciones»): el penal y
el administrativo sancionador. La mejor prueba de este fraccionamiento es la exigen-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 169

cia de «matices» en la aplicación de las normas de un grupo a supuestos fácticos del


otro.
Esto sentado y tal como ha señalado la doctrina, las normas de grupos y subgru-
pos diferentes no se articulan con las reglas indicadas de la jerarquía formal y de la
cronología, sino que cada grupo es inmune frente al otro, aunque sólo sea relativa-
mente. La Jurisprudencia ha autorizado ciertamente la intromisión de las normas de
Derecho Penal en la esfera del Derecho Administrativo Sancionador, pero respetando
siempre la autonomía relativa de éste. Se trata, en suma, de una tarea de integración,
no de desplazamiento.
La situación resultante —tal como ha sido dibujada por la Jurisprudencia— es,
con todo, muy singular y pretende el acceso a la Justicia del caso concreto al precio
de renunciar a la seguridad jurídica. Pero lo único cierto —y ésta es la tercera propo-
sición— es que las normas reglamentarias del Derecho Administrativo Sancionador
no tienen que ceder «necesariamente» ante las normas de rango legal del Derecho
Penal, pero «pueden» ser desplazadas atendiendo a las circunstancias del caso apre-
ciadas primero por la Administración y luego por los Tribunales de control. Y aquí
está cabalmente la espina de la proposición, porque es imposible ponderar de ante-
mano las circunstancias del caso, ya que ésta es una cuestión concreta que no puede
ser abordada en términos genéricos. Lo único que conocemos es el repertorio de solu-
ciones posibles —no aplicación de la norma penal, aplicación íntegra y aplicación con
matizaciones—, pero con ello no hemos adelantado mucho, y nos adentramos en el
mundo de la jurisprudencia casuística que sólo los años, una perfilada elaboración
doctrinal o la intervención del legislador podrán remediar.

3. ALCANCE DE LA APLICACIÓN

Una vez examinada la cuestión de los principios concretos del Derecho Penal que
han de aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador, aún queda por resolver el
problema fundamental, es decir, el de precisar el alcance de la función integradora con
que tales principios han de aplicarse. Los Tribunales insisten una y otra vez, y siem-
pre con gran énfasis, en la afirmación de que no es lícita una aplicación automática
de un ámbito a otro, que presentaría, además, no pocas dificultades técnicas. En pala-
bras de la STS de 21 de diciembre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano), «la trasla-
ción automática de lo que constituyen instituciones o instrumentos dulcificadores de
la responsabilidad de previsión expresa en el Código Penal al campo sancionador de
la Administración presenta dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos
ordenamientos».
Por ello, se viene advirtiendo desde el primer momento (cfr. la STC de 18 de junio
de 1981), y de manera reiterada, que la aplicación ha de hacerse «con matices». Y esto
tanto por parte del Tribunal Constitucional como del Supremo, de lo que ya hemos
visto algunos testimonios, a los que se podría añadir otro significativo por ser pre-
constitucional, el de la sentencia de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472; Suárez
Manteóla), reproducido luego en otra muy posterior de 13 de mayo de 1985 (Ar. 4582;
Vivas Marzal): «debidas matizaciones que dimanan de la naturaleza de las sanciones
administrativas que atienden [...] al debido cumplimiento de los fines de una activi-
dad de la Administración».
De la misma forma que «la aplicación de los criterios del Derecho Penal al
Derecho Administrativo Sancionador no es absoluta» (STS de 13 de marzo de 1985;
Ar. 1208; Ruiz Sánchez). Y es que, como dice la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73;
Martín del Burgo), «la existencia de unos principios comunes a todo Derecho de
170 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

carácter sancionador [...] no puede significar el desconocimiento de las singularida-


des concurrentes en los ilícitos tipificados en los distintos ordenamientos, porque no
pueden ofrecer los mismos problemas la mayoría de los delitos comprendidos dentro
del Catálogo del Código penal ordinario [...] que la mayoría de las infracciones
correspondiente al llamado Derecho Penal Administrativo».
La consecuencia que ello trae es que la aplicación de «principios y criterios» ha
de realizarse con atenuado rigor y mayor flexibilidad, según expresiones consagradas
ya en la jurisprudencia. La STS de 29 de septiembre de 1980 (Ar. 3464; Martín del
Burgo) recuerda, en efecto, que «la jurisprudencia se ha encargado de matizar ciertas
diferencias entre el orden punitivo ordinario y el administrativo, aludiendo a una ate-
nuación del rigor del primero en el segundo y a una mayor flexibilidad de éste». La
antigüedad de esta postura se acredita en las sentencias de 22 de marzo y 2 de noviem-
bre de 1972 (Ar. 4678; Suárez Manteóla): «si los principios fundamentales de tipici-
dad de la infracción y de legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se
trata de infracciones administrativas y no de contravenciones de carácter penal, tal cri-
terio de flexibilidad tiene como límites [...]».
Dista mucho de estar clara, con todo, la causa que provoca estas diferencias de
trato, este atenuado rigor; lo que no obsta, sin embargo, a que la Jurisprudencia lo
haya intentado ocasionalmente. Para la sentencia de 28 de enero de 1986, que acaba
de ser citada, la explicación es muy sencilla y radica en la diferencia ontológica de las
dos clases de ilícitos, a la que ha de corresponder lógicamente una diferenciación de
régimen. Ahora bien, los autores que niegan tal premisa se cierran ellos mismos la
salida, que R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 4 4 1 ss.) termina encontrando en la única diferencia admi-
sible, a saber, en que en unos casos castiga el Juez y en otros un órgano administrati-
vo: circunstancia que no supone, desde luego, un «aspecto menor» porque «desde el
momento en que el ordenamiento considera a un hecho como infracción administra-
tiva y no como delito, desde el momento en que atribuye la imposición del castigo a
la Administración y no al Poder Judicial, aunque lo haya hecho por razones mera-
mente pragmáticas, se hacen necesarias importantes matizaciones por la fundamental
y obvia razón de que Administración y Poder Judicial tienen diferente carácter insti-
tucional y constitucional, no se encuentran en la misma posición ante el Derecho y
tienen, por esencia, una fruición muy distinta».
En definitiva, aquí nos encontramos con una muestra típica de la actividad juris-
prudencial: primero hace una declaración rotunda (la traslación del régimen penal)
que revoluciona la situación anterior y luego se ve obligada a introducir reservas y
cautelas (la traslación con «matices»), un poco asustada —por así decirlo— de las
últimas consecuencias a las que el giro realizado puede conducir. En nuestro caso:
después de haber afirmado la aplicación de principios penales a un Derecho ajeno
(por causa de su pretendida identidad), se ven forzados los tribunales a recomendar
prudencia en esta operación, una vez que han constatado que no es tan cierta la pre-
tendida identidad ni es técnicamente posible la transposición automática o total de
regímenes. El Tribunal Constitucional, en su sentencia 76/1990, de 26 de abril, sigue
insistiendo en ello: «La recepción de los principios constitucionales del orden penal
por el Derecho Administrativo Sancionador no pueden hacerse mecánicamente y sin
matices, esto es, sin ponderar los aspectos que diferencian a uno y otro sector del
ordenamiento jurídico».
Probablemente la más extremada al respecto sea la STS de 20 de diciembre de
1988 (Ar. 9988; González Navarro):
El Derecho Administrativo Sancionador es una de las materias más necesitadas de una
regulación clara en nuestro Derecho. Y si bien a partir de la entrada en vigor de la Constitución
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 171

se ha avanzado bastante en orden a perfilar la auténtica esencia de las infracciones y sancio-


nes administrativas, no diferente, salvo en lo orgánico, de las infracciones y sanciones pena-
les, lo cual supone que los mismos principios imbricados se aplican a todo el Derecho puniti-
vo del Estado, son muchas las cuestiones todavía dudosas, cuya resolución definitiva sólo
puede venir por la vía de una ley reguladora de la potestad sancionadora de las
Administraciones Públicas. Entre tanto, los Tribunales tienen que ir buscando la justicia que
se esconde bajo la letra de los textos en vigor mediante una penosa labor en que han de con-
jugar —hasta donde es posible con un ordenamiento tan imperfecto en este punto— las dos
ideas contrapuestas de la garantía del ciudadano y la eficacia del actuar administrativo.

El resultado de tales puntualizaciones es una intensa relativización de la regla de


la transposición de principios y criterios, hasta tal punto que no se sabe si lo esencial
es la aplicación o, más bien, las matizaciones con que hay que realizarla. La revolu-
ción no ha sido, pues, tan intensa como podría suponerse, aun sin negar naturalmen-
te su importancia. Pero, en último extremo, volvemos a caer en el decisionismo judi-
cial que es el único que puede despejar las dudas a la hora de ponderar los intereses
en juego de cada caso concreto. Este escepticismo luce en el acertado comentario de
R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 8 5 ) : «No basta proclamar la vigencia de unos principios generales
comunes al Derecho Penal. Esto podrá suplir gran parte de los defectos de la legisla-
ción; pero mientras no vaya acompañado de una verdadera tipificación, la aplicación
de aquellos principios ha de realizarse sobre bases forzadas y con absoluta inseguri-
dad [...]. Además [los principios penales], nacieron para un Derecho que partía del
principio de mínima intervención penal con relativamente pocas conductas punibles,
no para un Derecho en el que toda la intervención pública de un Estado profunda-
mente intervencionista está respaldada represivamente. Con nada de ello pretendemos
negar la conveniencia de la aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador. Al contrario, esa conveniencia no es sólo tal sino una
exigencia para la verdadera efectividad de los derechos fundamentales y del Estado
de Derecho».
Otro ejemplo de singular prudencia —en cuanto que reduce la integración a una
simple información— nos lo ofrece la STS de 18 de julio de 1984 (Ar. 4025;
Moreno), que se basa en tres afirmaciones fundamentales: a) la independencia de la
potestad sancionadora de la Administración respecto de la Jurisdicción criminal; b)
un fondo intrínseco penal que existe, pese a todo, en la potestad administrativa, y c)
como consecuencia de lo anterior, los principios del orden penal «han de informar
sustancialmente la manera de actuar de la Administración» en el ejercicio de tal
potestad.
De cualquier manera que sea, lo que en todo caso está fuera de duda es que los
principios del Derecho Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador no
van a serlo de forma mecánica, sino «con matices», es decir, debidamente adaptados
al campo que los importa. Conste, por lo demás, que esta afirmación no es un mero
desiderátum teórico ni una simple declaración jurisprudencial, sino que así es lo que
realmente sucede, como se comprobará cumplidamente a lo largo de todos y cada uno
de los capítulos de este libro: ni la legalidad, ni la reserva de ley, ni la tipificación, ni
la culpabilidad, ni el non bis in idem, ni la prescripción tienen el mismo alcance en el
Derecho Penal que en el Derecho Administrativo. Lo difícil, con todo, es graduar con
precisión la diferente intensidad de tales matices, para lo que no parece existir un cri-
terio general.
En la STC 66/1984, que acaba de ser citada, se habla al efecto de la «medida
de las afinidades» que median entre los dos campos. Y páginas más atrás se ha
recordado que para Q U I N T E R O la aplicación de los principios penales dependerá
también de la medida en que sea necesaria para garantizar los derechos funda-
172 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mentales. En esta misma línea tiene, a mi juicio, singular importancia una doctri-
na del Tribunal Constitucional que se resume en la sentencia 181/1990, de 15 de
noviembre:
es doctrina de este Tribunal que las garantías del artículo 24 de la Constitución resultan de apli-
cación al procedimiento administrativo sancionador en la medida necesaria para preservar los
valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que garan-
tiza el artículo 9 de la Constitución (STC 18/1981). Ahora bien, este Tribunal ha tenido tam-
bién la oportunidad de precisar que tal aplicación no ha de entenderse de forma literal e inme-
diata, sino en la medida en que las garantías citadas sean compatibles con la naturaleza del
procedimiento (STC 2/1987); lo que impide una traslación mimética de las garantías propias
del procedimiento judicial al administrativo sancionador.

Tal como se desarrolla prolijamente en la Exposición de Motivos de la LPSPV,


es manifiesta «la necesidad de encontrar y definir los matices que los principios y
reglas penales deben experimentar para adaptarse a la peculiaridad de lo sanciona-
dor administrativo, lo que provoca contradicciones y perplejidades que, en definiti-
va, redundan o en la ineficacia [...] o en una inadecuada protección de los derechos
cívicos implicados en el ejercicio de tal potestad, o en ambas cosas a la vez (y por
ello insiste) en la necesidad de adaptación de los principios y reglas penales a las
peculiaridades de la potestad administrativa sancionadora o, mejor dicho, la bús-
queda de aquello que es esencial a lo punitivo y su expresión concreta en lo puniti-
vo administrativo».
Todos estos criterios no son ciertamente decisivos, pero proporcionan, al menos,
una mínima pauta interpretativa suficientemente útil a la hora de examinar cada uno
de los principios que el Derecho Administrativo Sancionador está importando desde
hace algún tiempo del Derecho Penal.

IV DEL DERECHO PENAL DE POLICÍA AL DERECHO ADMINISTRATIVO


SANCIONADOR

Las consideraciones que anteceden desembocan en la afirmación de la existencia


de un Derecho Administrativo Sancionador —correlativo para las infracciones admi-
nistrativas al Derecho Penal en lo que atañe a los delitos— en el que se corona una
evolución muy larga, cifrándose, además, en su nombre un contenido muy preciso.
La denominación de este Derecho no es, en efecto, una cuestión de mera termi-
nología sino que revela unas dificultades más profundas o, si se quiere, el resultado a
que se llegue depende de unas posiciones materiales previas de gran calado.
Durante mucho tiempo ha venido considerándosele como una simple manifesta-
ción o aspecto del Derecho de Policía. Más adelante, cuando llegaron a España las
ideas de James GOLDSCHMIDT —particularmente vulgarizadas a través de la obra cas-
tellana de Roberto GOLDSCHMIDT—, estuvo en auge la expresión de «Derecho Penal
Administrativo», que todavía se mantiene en algunas sentencias aisladas y en las
monografías de autores penalistas. En la actualidad, sin embargo, se ha impuesto el
término de «Derecho Administrativo Sancionador», que es el habitual en la
Jurisprudencia y que la doctrina ha aceptado sin dificultades.
La utilización de esta denominación implica, pues, una ruptura deliberada con
concepciones del pasado: se abandonan los campos de la Policía y del Derecho Penal
para asentarse en el Derecho Administrativo. La expresión adquiere así el valor de un
emblema y de una confesión doctrinal.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 173

La primera parte del volumen primero de la citada obra de MATTES, al exponer la


evolución histórica de este Derecho en Alemania, distingue tres fases perfectamente
diferenciadas: la del Derecho Penal de Policia característico del Estado absoluto y que
penetra cumplidamente en el siglo xix, la del Derecho Penal Administrativo, caracte-
rístico del Estado liberal y que, bajo la autoridad de James GOLDSCHMIDT, se mantie-
ne hasta la Ley de contravenciones de 1968 y, en fin, el Derecho de contravenciones
de orden, que es el predominante en la actualidad. Esta evolución, tal como se ha
subrayado, es típicamente alemana; pero en España, y no por azar, puede detectarse
una evolución paralela a la que ya se ha aludido en las primeras páginas de este capí-
tulo y que seguidamente va a exponerse con más detalle.

1. EL D E R E C H O REPRESIVO DE POLICÍA
v

Durante varios siglos se ha venido considerando sin vacilaciones que las sanciones
impuestas por los órganos de la Administración lo eran en el ejercicio de la potestad de
Policía. Una actitud perfectamente lógica si se tiene en cuenta que la Policía se identi-
ficaba con la Administración interior y operaba como «la» alternativa a la Jurisdicción.
Esta concepción perdió, sin embargo, su razón de ser cuando evolucionó la idea
universal de la Policía para convertirse en «una» variedad de entre las múltiples acti-
vidades administrativas, rompiéndose así la vieja identidad entre Policía y
Administración interior, tal como he descrito con detalle en otro momento ( N I E T O ,
1976). La consecuencia fue que hubo de buscar un nuevo lugar para residenciar a las
contravenciones de policía y esto sucedió, en efecto, en Alemania e Italia.
En España, sin embargo, la concepción policial se mantuvo durante más tiempo
debido en gran parte a la influencia de Sudamérica (no demasiado avanzada, en ver-
dad, al respecto) y al espíritu apostólico de CASTEJÓN.
Don Federico CASTEJÓN Y MARTÍNEZ DE ARIZALA, Magistrado del Tribunal
Supremo, catedrático de Derecho Penal y miembro de la Real Academia de
Jurisprudencia y Legislación, vivió en los años más bajos de la Ciencia Jurídica Penal
Española (décadas de los cuarenta y cincuenta) y se dedicó, casi en solitario, al estu-
dio de las faltas penales, gubernativas y administrativas, publicando un libro con este
título en 1950, al que siguió un segundo volumen (o «apéndice primero») en 1955. A
lo largo de su vida predicó incansable la idea de que «los hechos punibles mínimos
deben constituir la materia de un Código de policía, aplicado en forma sumaria por
Tribunales de policía» a la manera de algunos ejemplos europeos y sudamericanos.
Tesis compartida entonces por la generalidad de los penalistas (cfr. D E L ROSAL,
Principios de Derecho Penal español, II, 1.°, 1948, 534 ss.).
La idea no llegó a prosperar legislativamente pero fue tomada por entonces muy
en serio y cristalizó en un Anteproyecto de Código de Policía discutido en 1951 en la
Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (CASTEJÓN, 1955, 7-30), de la misma
manera que fue objeto de estudio en el I Congreso penal y penitenciario hispano-luso-
americano y filipino de Madrid, 1952, con estudios de Roberto GOLDSCHMIDT
(Venezuela), LEVENE (Argentina) y FERRER SAMA (España), titulado el de este último
Delimitación de falta municipal y falta penal y función de la policía municipal en
materia penal (cfr. CASTEJÓN, 1955, 65 ss.). En la actualidad, sin embargo, esta con-
cepción, aunque late todavía en algunas sentencias ocasionales del Tribunal Supremo,
puede considerarse completamente abandonada, puesto que la policía tradicional ha
caído víctima de la animosidad de los movimientos democráticos de la primera época
de la transición y de la crítica teórica implacable de varios autores encabezados por la
autoridad de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO.
174 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Desde una perspectiva rigurosamente técnica se ha preocupado R E B O L L O ( 1 9 8 9 ,


en varios lugares y especialmente en 445 ss.) de eliminar las conexiones entre Policía
y sanciones que todavía siguen manteniéndose por inercia. Para este autor es indiscu-
tible, desde luego, que las sanciones administrativas y la Policía tienen, en último
extremo, el mismo objetivo: la protección de los intereses públicos y generales.
Comunidad teleológica escasamente relevante, sin embargo, a efectos jurídicos, pues-
to que los medios empleados y la forma de la actividad son muy distintos en uno y
otro caso. La Policía pretende evitar que se rompa el orden y, en su caso, lo restable-
ce; mientras que las sanciones castigan una conducta individual ya realizada. Las cir-
cunstancias de que, por una parte, la Policía pueda servirse ocasionalmente de san-
ciones para conseguir sus fines y, por otra, el que la amenaza y la imposición de san-
ciones contribuyan al mantenimiento del orden, no autorizan a confundir las dos figu-
ras ni a integrar una en otra, sino sólo a afirmar que «se trata de dos medios comple-
mentarios y distintos dirigidos a idéntico fin». Postura que ya había sido expuesta con
extrema lucidez y en una fecha muy temprana por M A N Z A N E D O (El comercio exterior
en el ordenamiento positivo español, I , 1 9 6 8 , 2 1 5 - 2 1 6 ) : «La actividad sancionadora
durante largo tiempo ha estado incluida dentro de lo que tradicionalmente se deno-
minaba actividad de policía; pero esta inclusión se encuentra en la actualidad supera-
da al observar que la actividad sancionadora es plenamente individualizable respecto
a la actividad de limitación de derechos y actividades de los particulares.
Efectivamente, cuando la Administración Pública impone sanciones, no está limitan-
do en forma alguna posiciones jurídicas de los administrados; tal limitación no deri-
va de la sanción en sí sino de la norma infringida que, en virtud del principio de lega-
lidad, constituye presupuesto inexcusable para la aplicación de sanciones».
El esfuerzo clarificador de M A N Z A N E D O y R E B O L L O debe ser tenido muy presente
porque la «herencia de la policía» es todavía fuerte y explica la supervivencia de las
inercias. La verdad es que la obra de C A S T E J Ó N ha desaparecido sin dejar más que
unas huellas levísimas sólo perceptibles por los eruditos. Pero, en cambio, resulta muy
difícil borrar el recuerdo de una práctica que subsumía cualquier clase de conductas
reprochables en la Ley de Orden Público vigente hasta hace muy poco, que era la Ley
de Policía por antonomasia. En España siempre se ha operado de la siguiente forma:
cuando había una norma especial tipificante, se sancionaba de acuerdo con ella; y si
faltaba, acudían las autoridades gubernativas a la Ley de Orden Público, cuyos tipos,
desmesuradamente abiertos, permitían tipificar y sancionar cualquier clase de con-
ductas. La depuración conceptual ha de servir, entonces, para evitar esta corruptela.
Porque si queda claro que las infracciones administrativas caen fuera del ámbito de la
Policía (salvo, naturalmente, las de Orden Público en sentido propio y estricto) ya no
hay posibilidad alguna de sancionar al amparo de esta Ley conductas que no sean
específicas infracciones de Orden Público.
La dogmática no es aquí, como se ve, un mero entretenimiento profesoral sino que
persigue unos objetivos prácticos muy concretos. Y eso, no sólo en lo que acaba de
exponerse sino en una segunda vertiente del mismo problema, no menos interesante.
Porque sucede también que la Administración acostumbraba a justificar su potestad
sancionadora apoyándose en la llamada «cláusula general de policía». Es decir, que la
Policía (y la Ley de Orden Público) no sólo prestaban cobertura suficiente para toda
clase de tipos de ilícitos sino también habilitaban a la Administración con un poder
sancionador genérico. Pues bien, la doctrina dominante, siguiendo a G A R C Í A DE
ENTERRÍA (1975), niega enérgicamente esta abusiva extensión de la Policía, afirmando
dos proposiciones: 1.a Es inadmisible extender la potestad de policía a supuestos aje-
nos, y ajeno es lo que corresponde a la potestad sancionadora. 2.a No existe una habi-
litación genérica para el ejercicio de la potestad de policía: la atribución de potestad ha
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 175

de ser siempre expresa y concreta. La primera proposición debe ser aceptada sin reser-
vas; pero no así la segunda, que es absolutamente irreal y de aquí que la Jurisprudencia
la haya rechazado de forma expresa. En cualquier caso, y para evitar reiteraciones, me
remito a lo expuesto en el capítulo precedente a propósito de la potestad sancionadora
de la Administración. Sería injusto, con todo, silenciar aquí que el Derecho Penal de
Policía, aunque sea debidamente modernizado, sobrevive en la obra tenaz de Luis DE
LA MORENA, quien, además de haberse ocupado muy pormenorizadamente de las san-
ciones de la Ley de Orden Público que no se refieren estrictamente al Orden Público,
sigue sosteniendo (1989b) que «la actividad de policía queda dividida en dos: una acti-
vidad inicial o de policía preventiva, por lo común de naturaleza normativa o gestora
[...] y otra actividad posterior o de policía represiva, de neta naturaleza sancionadora y
exclusivamente orientada a hacer cesar los focos de desorden o perturbación detecta-
dos, establecer la normativa y castigar a los culpables de tal alteración».
La Policía es una cuestión recurrente que para desesperación de los juristas libe-
rales más radicales reaparece tercamente en el Derecho Administrativo Sancionador
después de haber sido expulsado de él una y cien veces. Buena prueba de ello es lo
que está sucediendo en los años noventa a propósito de las sanciones impuestas por
incumplimiento de horarios de cierre de discotecas, que el Tribunal Supremo, no sin
muchas vacilaciones y en medio de una apasionada discusión doctrinal, ha terminado
por declarar legales, como se comprueba, entre otras muchas, en la sentencia de 24 de
junio de 1992 (Ar. 4718; Sánchez-Andrade):

Puede sostenerse la cobertura que a tal Reglamento (de Policía de Espectáculos Públicos
y Actividades Recreativas de 1982) sigue prestando la Ley de Orden Público en las situacio-
nes de normalidad, pues no debe olvidarse que en ellas —y siempre ceñido al campo de los
derechos no fundamentales— el orden público es un concepto jurídico que puede integrar en
su contenido expansivo al de «tranquilidad pública», y desde él justificar sobradamente la
intervención administrativa con la finalidad de protección de los derechos de los ciudadanos
en relación con el descanso.

He aquí, entonces, que, para sorpresa de muchos, el sospechoso concepto del


Orden Público —emblema del autoritarismo y cobertura de todos los abusos imagi-
nables del Poder— se convierte en instrumento garantizador del pacífico descanso
nocturno:
En la medida en que la continuidad de la apertura de un establecimiento público poten-
cialmente molesto (ruido, etc.) pasada la hora de su cierre obligado puede incidir sobre el valor
«tranquilidad pública», determinando a veces situaciones de protesta u oposición del vecinda-
rio afectado, susceptibles de desembocar en alteraciones de una normal convivencia ciudada-
na. En esa medida, el hecho o actividad imputada podrá encajarse o subsumirse en los supues-
tos previstos en el artículo dos de la Ley de Orden Público.

2. E L D E R E C H O P E N A L ADMINISTRATIVO

Suele atribuirse a James G O L D S C H M I D T la paternidad del Derecho Penal


Administrativo y, efectivamente, a él se debe una formulación completa del mismo,
basada, por cierto, en un análisis histórico minuciosísimo (Verwaltungsstrafrecht,
1 9 0 2 ) . Es claro, sin embargo, que esta teoría no pudo salir de la nada y que el autor
se limitó, en un esfuerzo admirable, a racionalizar y expresar en términos técnicos
algo que flotaba en el ambiente desde hacía bastantes años pero que hasta entonces
sólo había logrado manifestarse en intenciones y balbuceos.
176 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La aparición del Derecho Penal Administrativo fue el resultado de la concu-


rrencia de diversos factores y, fundamentalmente, del abandono de la filiación de la
Policía, hecha imposible por la transformación del concepto de ésta; a lo que hay
que añadir el aumento del intervencionismo administrativo. Así las cosas, la
Administración —una institución mucho más amplia que la Policía— pasaba a pri-
mer plano. La Administración tiene fines propios que alcanzar y para poder lograr-
los cuenta con una potestad sancionadora propia, gracias a la cual se autoayuda y
puede imponer coactivamente el cumplimiento de las normas. Sin necesidad, pues,
de insistir en la exposición de esta postura (puesto que la literatura primaria y
secundaria sobre el particular es conocida y más que suficiente) baste subrayar que
la meta del Derecho Penal Administrativo es «la completa despenalización del
injusto administrativo». Expresado en términos psicoanalíticos, el Derecho Penal
Administrativo conoce —y no se atreve a negar— la paternidad del Derecho Penal,
pero busca su identidad en la ruptura con el padre y en el énfasis sobre lo adminis-
trativo.
La influencia teórica de James GOLDSCHMIDT fue arrasadora durante varios dece-
nios, llegando a hacerse muy popular tanto en Europa como en América, aquí llevada
de la mano de su hijo Roberto y desarrollada por sus discípulos. Más aún, cuando la
moda empezaba a ceder, fue revitalizada por Eberhard SCHMIDT, político y jurista,
cuya influencia aparece en la legislación alemana de 1949-1952, donde se consagra
una potestad punitiva en manos de la Administración como único medio de garanti-
zar su eficacia.
Por lo que se refiere a España, el Derecho Penal Administrativo logró romper por
primera vez las barreras conceptuales impuestas por el Derecho Penal tradicional y
que estaban condenando a la esterilidad teórica y a la ineficacia práctica cuantos
esfuerzos venía haciendo la Administración en tal sentido. Cuando se repasa la lite-
ratura jurídica, asombra constatar hasta qué punto los penalistas se dejaban encerrar
en los planteamientos del Código Penal, miopes ante la realidad que se desarrollaba
pujante extramuros (y nada digamos de los administrativistas, que permanecían
absolutamente insensibles). Desde PACHECO a DEL ROSAL y salvo excepciones muy
contadas, durante cien años han estado dando vueltas los penalistas a la clasificación
bimembre o trimembre de los ilícitos e incluyendo siempre las contravenciones de
policía como una figura exclusivamente penal (y penal lo era ciertamente, pero no
sólo penal) sin parar mientes que junto al arbusto raquítico de las faltas penales
había crecido no ya el árbol robusto sino el bosque entero de las infracciones admi-
nistrativas, tipificadas en normas administrativas y sancionadas por órganos de esta
naturaleza y con un procedimiento propio, siempre a espaldas del Derecho Penal y a
sus faltas (y delitos) tradicionales. El Derecho Penal de Policía también había visto
ya este problema, pero quiso darle una solución falsa al propugnar un Código (penal)
de policía y unos Tribunales (penales) de policía, es decir la fórmula francesa, que
es totalmente ajena a la realidad española. En cambio, el Derecho Penal
Administrativo, al focalizar la cuestión en la Administración y en las leyes adminis-
trativas puso las cosas en su sitio y adaptó, al fin, la dogmática jurídica a la realidad.
Intento fallido de momento, por lo demás, dada la fugacidad del ensayo, pero que fue
heredado luego y ha dado sus mejores frutos en la fase final del Derecho
Administrativo Sancionador.
El gran logro del Derecho Penal Administrativo —del que hoy tan pocos autores
se acuerdan— fue el de arrancar las infracciones administrativas del gran bloque de
la Policía y de acercarlas al ámbito del Derecho Penal, de tal manera que, aun sin inte-
grarse en él, se acogieron a su influencia dogmática y se aprovecharon sus técnicas
jurídicas. Situado en una zona fronteriza, el ilícito penal administrativo no podía rene-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 177

gar de su procedencia administrativa pero abrió sus puertas del Derecho Penal, colo-
cándose —por así decirlo— bajo su tutela técnico-jurídica. Ahora bien, la cuestión
que, no obstante, seguía abierta era la del aparato público al que había que encargar
su ejercicio. En esta tierra de nadie podía valer cualquier de las opciones en juego,
tanto la administrativa como la penal, e incluso parecía más lógica la penal habida
cuenta de las las influencias —casi servidumbres— a que estaba sometido. Pero es el
caso que fracasaron todos los intentos que se hicieron en tal sentido; y la cosa tiene
su explicación porque era más que dudoso que los jueces penales, sin experiencia
alguna al respecto, hubieran sido capaces de asimilar la recepción de un tipo nuevo de
ilícitos que se equiparaba, aunque en unos términos bastante confusos, a los tradicio-
nales.

3. EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La Ley alemana de 1968 dio un nuevo giro a los acontecimientos y, distancián-


dose deliberadamente del Derecho Penal Administrativo de corte goldschimdtiano,
ha consagrado la etapa que M A T T E S denomina del Derecho Penal del Orden, en cuya
descripción no voy a entrar, no sólo por la constante referencia a las fuentes conoci-
das sino también porque esto no interesa al lector español, ya que nuestra evolución
ha sido en este punto diferente. Porque si puede afirmarse que la primera etapa his-
tórica (la del Derecho Penal de Policía) ha sido sensiblemente igual en ambos países
y si en España también ha habido una fase de Derecho Penal Administrativo (siquie-
ra breve y simplemente doctrinal), entre nosotros se ha llegado, casi por salto, a un
Derecho Administrativo Sancionador de caracteres originales y en nada tributario del
Derecho extranjero. El gran objetivo, sustancialmente logrado, de este nuevo
Derecho consiste en explicar la existencia de una potestad sancionadora de la
Administración, distinta de la penal aunque muy próxima a ella, y además en dotar
a su ejercicio de medios técnico-jurídicos suficientes, potenciando, al efecto, las
garantías del particular.
El Derecho Administrativo Sancionador, creado, bautizado y desarrollado por la
Jurisprudencia contencioso-administrativa —luego complementada por la penal—, es
una habilísima fórmula de compromiso entre el Derecho Penal y el Derecho
Administrativo, que ha acertado a engarzar ambos en términos muy satisfactorios. Tal
como se ha indicado más arriba, en España no había problemas de legeferenda ya que
por encima de las preferencias personales de cada uno, el hecho es que la Ley y la
Constitución han reconocido la potestad sancionadora de la Administración como
algo distinto de la potestad punitiva de los Tribunales penales. Lo cual significa —y
esto no se ha subrayado nunca suficientemente— que tal actividad es administrativa:
quien sanciona es un órgano administrativo, que actúa conforme a un procedimiento
administrativo, aplica unas normas administrativas y es controlado por los Tribunales
contencioso-administrativos. Su encuadramiento en el Derecho Administrativo está,
pues, por encima de cualquier duda.
El Derecho Administrativo Sancionador —como su nombre indica y a diferen-
cia del viejo Derecho Penal Administrativo— es en primer término Derecho Admi-
nistrativo, sobre el que lo de «Sancionador» impone una mera modalización adi-
cional o adjetiva. El plus que añade lo de «sancionador» significa que este Derecho
está invadido, coloreado, por el Derecho Penal sin dejar de ser Administrativo. Lo
cual no era necesario, incluso, puesto que un Derecho Administrativo Sancionador
puede funcionar perfectamente de manera autónoma y rigurosamente independien-
te de lo Penal. Pero si la fórmula no es necesaria, parece, desde luego, coyuntural-
178 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mente oportunísima ya que de esta manera se abre paso, con absoluta naturalidad, a
las influencias benéficas (maduradas en una evolución bicentenaria) del Derecho
Penal. El Derecho Administrativo Sancionador no ha querido renunciar a su nacio-
nalidad de origen (el Derecho Administrativo), pero como desconfía de él y de su
autoritarismo tradicional, no ha buscado aquí por sí mismo los mecanismos de la
protección y garantías de los interesados y ha preferido «tomarlas en préstamo» del
Derecho Penal, que tiene una mayor experiencia a tal propósito. Conste, por tanto,
que esta apertura al Derecho Penal no desvirtúa la naturaleza del importador, que
sigue siendo administrativa. Y, además (como he repetido), es sólo provisional, o
sea, a falta de normas suficientes propias del Derecho Administrativo y hasta tanto
éste no las produzca. Así lo ha constatado también la Exposición de Motivos de la
LPSPV, donde se dice que «puede que en el futuro el tronco común del ius puniendi
se nutra también de sus ramas administrativas, pero, en la actualidad, los principios
esenciales, lo común punitivo se encuentra en las normas de la parte general del
Derecho Penal».
La aplicación de los principios penales (ya examinada más atrás) se justifica úni-
camente por la necesidad de garantizar los derechos fundamentales del ciudadano en
un mínimo suficiente que impida una desigualdad intolerable de trato entre el proce-
sado y el expedientado. Este mínimo lo proporciona ahora el Derecho Penal; pero si
algún día lo garantizase el Derecho Administrativo perdería su razón el préstamo
actual. Afirmaciones que, por lo demás, no obstan a la cautela, antes anunciada y que
se irá confirmando a lo largo del libro a propósito del riesgo que una aplicación exce-
sivamente unilateral del Derecho Penal puede suponer para los interesados generales
y colectivos.

V PROGRESIVA SUSTANTIVACIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO


SANCIONADOR

I. E V O L U C I Ó N DE SU RÉGIMEN J U R Í D I C O

En materia de infracciones administrativas se ha hablado demasiado de su natura-


leza y bastante menos de su régimen jurídico, olvidando que el Derecho es el modesto
arte de solucionar los conflictos concretos y no la brillante Ciencia de definir con-
ceptos y de sistematizarlos a la manera de la entomología clásica. Si la naturaleza de
las instituciones interesa a los juristas es únicamente porque gracias a ella se puede
determinar su régimen jurídico, que es lo que de veras importa. El esfuerzo de James
G O L D S C H M I D T a la hora de crear el Derecho Penal Administrativo no fue un simple
capricho intelectual sino un intento de resolver, de una vez para siempre, la vieja cues-
tión de determinar el régimen jurídico de las infracciones administrativas, que hasta
entonces se repartían ambiguamente entre el Derecho Penal y el Derecho de Policía y
que, a partir de su obra, debía quedar anclado en una de las parcelas más precisas del
Derecho Administrativo: esto fiie, al menos, lo que se intentó. Pero cuando se repasa
la literatura especializada que entre nosotros circula puede comprobarse que buena
parte de ella se dedica a describir —más de tercera que de primera mano— la polé-
mica de las relaciones entre delitos e infracciones administrativas, es decir, la natura-
leza jurídica de cada una de ellas, dejando a un lado lo sustancial y relevante, que es
su régimen jurídico.
Hecha esta salvedad, a estas alturas ya conocemos los rasgos esenciales de la evo-
lución del régimen jurídico de la actuación punitiva de la Administración, que ahora
conviene repasar y desarrollar con más cuidado.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 179

En la primera etapa —la del Derecho represivo de Policía— su régimen jurídico


era sumario pero inequívoco: el propio del Derecho de Policía. Un Derecho contun-
dente pero rudimentario —tal como conocemos en las obras de P O S A D A H E R R E R A y
C O L M E I R O — puesto que no podía saltar más allá de las tapias que limitaban el
Derecho Administrativo, también rudimentario todavía, del que formaba parte.
En la etapa del Derecho Penal Administrativo se rompió, al fin, este aislamiento
y se abrieron de par en par las puertas a las influencias del Derecho Penal que aportó
una sobresaliente madurez técnica y unos aires nuevos de garantías del ciudadano que
suavizaron el talante autoritario anterior. Ventajas indiscutibles, aunque ensombreci-
das un tanto por el precio que hubo que pagar por ellas: la inseguridad jurídica pro-
vocada por la falta de madurez de las técnicas de adaptación de las regulaciones pena-
les a las realidades administrativas. Al que que, como es obvio, no podía superarse de
la noche a la mañana puesto que hacía falta mucho tiempo y esfuerzo para consolidar
el cambio.
La STS de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472, Suárez Manteóla) —recuérdese: rigu-
rosamente coetánea a las de Mendizábal y Martín del Burgo anotadas al principio del
capítulo— nos ofrece una buena muestra de lo logrado hasta entonces ya que, redac-
tada en un estilo deliberadamente didáctico, esboza una teoría general completa de los
ilícitos administrativos:
si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena ope-
ran con atenuado rigor cuando se traía de infracciones administrativas y no de contravenciones
de carácter penal, tal criterio de flexibilidad tiene como iimites insalvables la necesidad de que
el acto o la omisión castigados se hallen claramente definidos, como falta administrativa y la
perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y personales determinantes de la ilicitud
por una parte y de la imputabilidad por la otra, debiendo rechazarse la interpretación extensi-
va o analógica de la norma y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente de lo que la
misma contempla, pues como se declaró en sentencia de 14 de junio de 1966, con otro criterio
se reconocería a la Administración una facultad creadora de tipos de infracción y de correctivo
analógicos, con evidente merma de las. garantías jurídicas que al administrado reconoce el artí-
culo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, armonizado con el 19
del Fuero de los Españoles, lo que la jurisprudencia había ya negado en Derecho
Administrativo, reconociendo plena vigencia al principio rector que, admitiendo la interpreta-
ción rigurosa de la norma sancionatoria en forma estricta —SS de 7 de abril de 1952 y 3 de
julio de 1961— a base de individualizar y de determinar la infracción estrictamente de manera
que no deje lugar a dudas, como condición para su posterior calificación adecuada —SS de 25
de noviembre de 1939 y 27 de marzo de 1941—, vedando toda posible interpretación extensi-
va, analógica o inductiva —SS de 7 de abril de 1953 y 10 de enero de 1956— a fin de reducir
toda posible arbitrariedad en materia de infracciones administrativas, mediante una interpreta-
ción restrictiva —SS de 22 de mayo de 1957 y 17 de marzo de 1958—, sin desnaturalizarlas
con criterios aplicativos que rebasando el enunciado literal del precepto lo amplíen o tuerzan en
perjuicio del inculpado —SS de 28 de junio de 1960 y 23 de marzo de 1961—, exigiéndose
siempre prueba concluyeme e inequívoca de la comisión de los hechos —SS de 7 de mayo de
1957 y 13 de marzo de 1961—, por lo que es indudable que la Administración se encuentra
sometida a normas de indudable observancia, al ejercer su potestad sancionadora sin posibili-
dad de castigar cualquier hecho que estime reprochable ni imponer la sanción que tenga por
conveniente, sino que, además de cumplir los trámites esenciales que integran el procedimien-
to sancionados únicamente puede calificar de faltas administrativas los hechos previstos como
tales en la normativa aplicable e imponer la sanción taxativamente fijada para los que resulten
probados en el expediente —SS de 22 de febrero de 1957 y 13 de marzo de 1958—.

La cita ha sido larga, pero valía la pena la transcripción porque sirve para com-
probar el estado de la cuestión en 1972. Gracias a tan amplio excurso teonco pode-
mos saber que en esta fecha preconstitucional (y no hay que olvidar que se apoya en
180 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sentencias muy anteriores de los años cincuenta y sesenta) lo que hoy llamamos
Derecho Administrativo Sancionador, sin llegar a estar ciertamente desarrollado, con-
taba con elementos más que suficientes para no poder ser frivolamente calificado —
como entonces se hizo y todavía se sigue haciendo— de «prebeccariano».
Con esto llegamos a la etapa del Derecho Administrativo Sancionador, en la que
ahora estamos y que todavía dista mucho de estar cerrada ya que aún falta mucho
camino por recorrer. En estos años se ha llevado a cabo una ingente labor de depura-
ción y adaptación —no siempre fructífera, es verdad— de los principios del Derecho
Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador , estableciéndose, en suma,
un «sistema de fuentes», que en mi opinión se ordena en los siguientes términos:

1 L o s principios punitivos constitucionalizados aplicados en los términos pre-


cisados por la jurisprudencia (dada la sobriedad del texto constitucional) y que no han
de coincidir necesariamente con el contenido propio del Derecho Penal, puesto que
deben ser matizados y adaptados a las peculiaridades de cada ilícito administrativo
concreto. Estos principios constituyen el núcleo mínimo e imprescindible del Derecho
Administrativo Sancionador, diga lo que diga la legislación ordinaria que, en caso de
contradicción, debe ceder ante ellos.
2." Las disposiciones expresas del Derecho Administrativo Sancionador, sean de
carácter general (como la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo común) o sectorial (como la Ley de Infracciones
y Sanciones del Orden Social) o concreto (como la Ley de Aguas).
3.° En las lagunas y silencios de las disposiciones del número segundo que no
estén cubiertas por los principios —y criterios— del número 1 se aplicarán las reglas
del Derecho Administrativo y, en último término, los principios del Derecho Penal,
previa y debidamente adaptados a las circunstancias del ilícito concreto de que se
trate. Esta proposición no está ciertamente generalizada entre nosotros, pero me pare-
ce indiscutible dentro del sistema general del Derecho Administrativo Español. A lo
largo del libro habrá ocasiones más que suficientes de confirmarla y, si se quiere con-
tar ya con avales jurisprudenciales, puede adelantarse el de la STS de 13 de mayo de
1988 (Ar. 3745; Delgado):

El Derecho Administrativo no es un Derecho excepcional ni tampoco un Derecho espe-


cial: es el Derecho común y general de las Administraciones Públicas con principios propios
dotados de fiierza expansiva, de suerte que sus lagunas han de cubrirse ante todo utilizando los
propios criterios del Derecho Administrativo. Sólo si en éste no se encuentra base bastante [, ..]
podra acudirse al Código Penal, invocable en razón de la unidad sustancial del ordenamiento
jurídico y de su mayor madurez legal.

QO Y ®s q u e > e n definitiva, tal como dice la sentencia de 14 de diciembre de 1988 (Ar.


9952, del mismo ponente), «el Derecho Penal aparece en la materia sancionadora
como un Derecho supletorio de segundo grado».
Sin desconocer el valor de la evolución de su régimen jurídico, para mí lo ver-
daderamente importante a la hora de determinar la sustantividad actual del
Derecho Administrativo Sancionador es el análisis de la mutación de sus elemen-
tos estructurales, ya que —como vamos a comprobar inmediatamente— han pasa-
do de la runcion represora a la preventiva, de la atención de resultados daños a la
de los riesgos y de la exigencia de culpa a la de mera inobservancia de mandatos
y prohibiciones normativas. Proceso que ha desembocado en una perceptible
«administrativación» de este Derecho, que es lo que constituye su más auténtica
sena de identidad.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 181

2. DE LA REPRESIÓN A LA PREVENCIÓN

La infracción administrativa tiene su sitio natural entre el delito y la responsabili-


dad civil. Cuando en el siglo xix se perfilaron estas dos figuras encajándolas con pre-
cisión en sus jurisdicciones correspondientes, apenas si se dejó hueco para la infrac-
ción administrativa y para su matriz dogmático-ordinamental, o sea, el Derecho
Administrativo Sancionador. Una tentativa de aborto que ha encontrado siempre auto-
res que la han justificado con apasionamiento y un punto de razón, ya que, a la vista
de la expansión del delito y de la responsabilidad (civil y penal), no resulta obvia, ni
mucho menos, la existencia, como cuña intermedia, de la infracción administrativa.
Porque, en efecto, si se han producido daños, entra en juego la responsabilidad
civil; y, si se ha cometido un ilícito, entra en juego el Código Penal, que en su catálo-
go de delitos —y, sobre todo, de faltas, inicialmente muy importante— tipificaba
minuciosamente lo que hoy se consideran infracciones administrativas. Nada de par-
ticular tiene, pues, que éstas, en el ordenamiento estatal no penal, sólo aparecieran al
principio a título casi excepcional y que terminaran replegándose en las Ordenanzas
municipales, donde siempre han tenido carácter de protagonistas, puesto que las
infracciones contra las normas del intervencionismo local, en razón de su detalle y
casuismo, no podían ser recogidas totalmente en el Código Penal.
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la situación ha ido cambiando a ritmo
creciente a medida que se intensificaba el intervencionismo público de la
Administración del Estado y no sólo del de las Corporaciones municipales. Como a
los mandatos y prohibiciones se acompaña indefectiblemente la conminación de una
sanción, el repertorio de éstas terminó desbordando cuantitativamente la limitada
capacidad del Código Penal, y casi todas fueron pasando al Derecho Administrativo,
donde poco a poco fue afirmando sus raíces el Derecho Administrativo Sancionador,
cuyo progreso resultaba incontenible. La legislación administrativa general no sólo
fagocito, en suma, a los delitos y faltas penales, sino también a las infracciones de
ordenanzas locales.
La intensificación del intervencionismo administrativo no es, con todo, el dato
más importante, puesto que el aumento meramente cuantitativo vino acompañado de
un fenómeno cualitativo. Se trata, en efecto, de una intervención de nuevo signo. Para
el Derecho Penal y para los jueces que lo aplican las relaciones sociales son un dato
externo, que se acepta de antemano tal como es y sobre las que sólo se interviene para
garantizar la integridad de los bienes jurídicos sobre los que se asientan. Pero a lo
largo del siglo xix y hasta hoy la intervención pública ha transformado sus objetivos.
Ya no se trata de preservar «desde fuera» lo existente, sino de algo muy distinto: el
Estado deja de considerar las relaciones sociales como un dato externo y, a través de
su brazo administrativo, «penetra» en su interior con la inequívoca intención de modi-
ficarlas para acomodarlas a lo que se define como intereses generales.
Vistas así las cosas, puede comprenderse lo que todo esto tuvo que significar para
el Derecho punitivo: más que la conservación de los bienes jurídicos existentes, lo que
se pretende es alterar su contenido. De aquí que los mandatos y prohibiciones se refie-
ran predominantemente a las condiciones y mecanismos de tal alteración y, conse-
cuentemente, las sanciones no se dirigen tanto a desestimular a los agresores como a
amedrentar a quienes se niegan a participar en el proceso de transformación social.
Porque es el caso que el Estado suele encomendar de ordinario a los particulares esta
tarea —gravándoles, si es preciso, con una carga —, dado que esto resulta más eficaz
que la gestión pública directa. Para el Estado, en otras palabras, es más cómodo y mas
atractivo ordenar para que lo hagan los ciudadanos que realizarlo él mismo. Actitud
que inevitablemente potencia el alcance de la intervención.
182 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Bien es verdad que el creciente intervencionismo estatal, cualquiera que sea su


signo, no explica por sí solo el desarrollo del Derecho Administrativo Sancionador,
dado que las infracciones que genera podrían ser absorbidas por el Código Penal y, en
su caso, por una legislación extravagante. No es, por tanto, decisiva la cantidad de ilí-
citos, sino la calidad de sus objetivos y de su operatividad.
El intervencionismo público es consecuencia de una ideología determinada: el
Estado asume la garantía de la intangibilidad de determinados bienes sociales y colec-
tivos —a los cuales da rango jurídico—, que pretende salvaguardar con medidas de
prevención que cristalizan en la conminación e imposición de castigos a los infracto-
res. Éste es el dato más común a todo el ius publicum puniendi. Pero, a partir de aquí,
las técnicas se diversifican.
Para el Derecho tradicional (Penal) la prevención se logra mediante la amenaza del
castigo, que se supone ha de disuadir a quienes se sienten inclinados a delinquir. Para
el emergente Derecho Administrativo Sancionador, en cambio, la prevención no se
dirige directamente contra el resultado, sino contra la utilización de medios adecuados
a la producción de tal resultado. Por decirlo de una manera muy simple: delito será el
incendio de un inmueble; infracción administrativa, la edificación con materiales infla-
mables que pueden provocar fácilmente un incendio. La amenaza de la sanción admi-
nistrativa es también disuasoria (y dejo aquí a un lado, deliberadamente, el componente
retributivo que tienen todos los castigos), pero lo que se trata de evitar directamente no
es el resultado lesivo concreto para el bien jurídico protegido, sino la utilización de
medios idóneos para producirlo. No se trata, en definitiva, de evitar la lesión, sino más
bien de prevenir ¡a posibilidad de que se produzca.
Tal es, en mi opinión, la nota característica de ese Derecho Administrativo
Sancionador emergente, que se declara heredero del viejo Derecho de Policía, que el
liberalismo decimonónico había pretendido ingenuamente suprimir y que ahora rea-
parece siguiendo fielmente el mismo surco (basta comparar la Novísima Recopilación
con las leyes sectoriales del siglo xix para comprobarlo; y, en cuanto a las ordenan-
zas municipales, en ellas no se aprecia solución de continuidad: ni ideológica ni nor-
mativa).

3. D E L DAÑO A L RIESGO

En la figura tradicional del ilícito aparece un daño como elemento central que se
castiga y tiene, además, un efecto psicológico secundario: la disuación mediante el
dolor con objeto de que el infractor no repita su acción. En definitiva, puro conduc-
tismo ya que así se adiestra en sus escuelas a los perros guardianes y a las ratas en los
laboratorios de investigación. La multa impuesta por el Ministerio de Hacienda hará
pensar dos veces al infractor antes de volver a cometer una defraudación fiscal.
Esto es cierto, desde luego, pero se trata de una observación parcial ya que la
clave del sistema administrativo sancionador no se encuentra en el daño sino en el
riesgo , no en la represión sino en la prevención (que no es un mero efecto colateral).
La respuesta jurídica al daño es la responsabilidad económica, de naturaleza sus-
tancialmente civil aunque pueda derivarse de una ilicitud administrativa o de un deli-
to. En estos últimos casos la sanción no es una alternativa a la indemnización sino un
complemento. En la actualidad, y cada día en mayor medida, el riesgo es el protago-
nista del Derecho Administrativo Sancionador desplazando al daño a segunda fila. El
circular con semáforo rojo constituye una infracción aunque no se produzca accidente
alguno; mientras que pueden producirse accidentes daños indemnizables aun respe-
tando escrupulosamente las señales de tráfico.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 183

Las aglomeraciones humanas y el desarrollo tecnológico han producido la «socie-


dad de riesgo» en que vivimos. Hoy no nos atemoriza tanto la naturaleza (el frío, los
animales venenosos y depredadores, los terremotos) como las conductas de los demás
hombres y más que por sus actos de violencia por los riesgos que sin intención directa
provocan (contaminación atmosférica y de alimentos, contagio de enfermedades,
accidentes de tráfico). La situación ha llegado a un punto critico que ya no permite
que el Estado —y el Derecho— entren en acción únicamente para regular e imponer
indemnizaciones por los daños sino que les obliga a intervenir antes de que el daño se
haya producido. De lo que se trata ahora fundamentalmente es de prevenir los daños
mediante la eliminación, o al menos reducción, de los riesgos; a cuyo efecto se ha
puesto en marcha una política pública preventivo-represiva, que se desarrolla en
varias fases, La primera consiste en una regulación poco menos que global de las acti-
vidades de los particulares, que se complementa con inspecciones permanentes y cul-
mina en unas sanciones cuando se constata la infracción de lo regulado. El Derecho
Administrativo Sancionador es, por tanto, un elemento en la realización de tal polí-
tica. De esta manera hemos llegado a un punto en el que el Estado ha asumido el papel
de garante de un funcionamiento social inocuo y el Derecho —y en particular el
Administrativo Sancionador— se ha convertido en un instrumento de prevención de
riesgos. Una sociedad de riesgo exige ¡a presencia de un Estado gestor del riesgo y,
eventualmente, de un Derecho reductor del mismo.
Este cambio de fondo ha arrastrado, a su vez, la distorsión de algunas institu-
ciones públicas muy viejas que, conservando sus fines tradicionales, están convir-
tiéndose en algo distinto. Por decirlo con palabras de E S T E V E P A R D O (2002, 85), «asi
ocurre en muy buena medida con la policía administrativa y sus conceptos origina-
rios: la noción de seguridad, por ejemplo, tiende a emanciparse de! Orden Público
para quedar prioritariamente adscrita a la industria y sus riesgos: lo mismo ocurre con
la de higiene que, por hablar de los alimentos, es hoy análisis de riesgos y control de
puntos críticos». Esto se ve muy bien en ejemplos como el del artículo 18 de la Ley
14/1980, de 25 de abril, General de Sanidad, donde se manda a las Administraciones
Públicas que controlen «aquellos productos que, afectando al organismo humano,
puedan suponer un riesgo para la salud pública».
El riesgo puede jugar, con todo, papeles muy distintos. En unos casos es un ele-
mento del tipo que caracteriza al ilícito: ilícito es la actividad que produce un riesgo.
En otros casos es elemento que caracteriza la gravedad del ilícito. Como decía el ar-
tículo 65.5 de la Ley de tráfico de 1990, «tendrán la consideración de muy graves las
infracciones a que hace referencia el número anterior cuando concurran circunstancias
de peligro [...] o puedan constituir un riesgo añadido y concreto al previsto para las gra-
ves en el momento de cometerse la infracción». Y, en fin, en ocasiones actúa como ele-
mento graduador de la severidad de la sanción. En los términos del artículo 11.1 de la
misma ley, «las sanciones se graduarán en atención [...] al peligro potencial creado».
Ahora bien, el significado del riesgo no puede analizarse en términos generales
habida cuenta de que sus dos modalidades —abstracto y concreto— tienen una rele-
vancia jurídica muy distinta.

A) El riesgo abstracto es el riesgo potencial producido por una acción u omisión


independientemente de que se realice, o no, en el momento de la comisión. El no res-
petar un semáforo produce un riesgo abstracto aunque en unas circunstancias determi-
nados (por ejemplo, en un día y hora en que no hay tráfico y además la visibilidad es
perfecta) no se produzca riesgo alguno concreto o real para las personas ni las cosas (y,
por supuesto, aunque tampoco se produzca daño alguno). Esto no tiene, sin embargo,
relevancia porque lo que el legislador desvalora es la producción de riesgo potencial.
184 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La aceptación de tal figura ha provocado un verdadero cataclismo en el Derecho


Administrativo Sancionador, y hasta en el Derecho, desde el momento en que se
exige responsabilidad en ausencia de daño y aun de riesgo concreto. Porque la infrac-
ción es consecuencia exclusiva de la mera inobservancia de un precepto con un nota-
ble descenso, además, del nivel de culpabilidad. Es infracción poseer una escopeta
de caza sin licencia aunque nunca se haya salido al campo a cazar y ni siquiera se
tengan cartuchos en casa. Con este arma herrumbrosa abandonada en el desván y sin
munición no se crea peligro concreto ninguno, mas sí un peligro abstracto aunque
sea de forma remota (si entra un ladrón, roba la escopeta y la repara, compra cartu-
chos y dispara con ella en un atraco); pero ello no evita la infracción administrativa
al no haber obtenido la licencia de armas. El riesgo abstracto es, en definitiva, el
puente por donde se pasa del Derecho Administrativo Sancionador de culpa el de
mera inobservancia que —como se irá comprobando más adelante— es el gran desa-
fío del Derecho moderno.

B) El régimen de las infracciones de peligro concreto es totalmente diferente


del anterior. Insistiendo en la cita del Texto Articulado de la ley de Tráfico, en su
artículo 1.1. previene que «los conductores deberán estar en todo momento en con-
diciones de controlar sus vehículos». Aquí la infracción no consiste en una mera
inobservancia, no basta la constatación mecánica de un incumplimiento de la nor-
mativa sino que se precisa una valoración concreta de lo sucedido. Es decir, que la
decisión originaria está en manos de la Administración, que es la que constata y
valora la existencia del peligro concreto.
Esta operación —que a primera vista parece obvia e inevitable— ha sido objeto
de crítica por un sector de la doctrina. Así B A R C E L O N A (1993, 141-143), quien consi-
dera que las tipificaciones de peligro concreto atentan nada menos que a los princi-
pios de igualdad y de seguridad jurídica: circunstancia, en su opinión singularmente
grave «cuando el aplicador de la norma no es el juez sino un órgano Administrativo».
En definitiva, «el criterio de la entidad del riesgo producido encierra él mismo un
peligro que necesariamente hay que conjurar. Peligro que no es otro que el de una
apreciación variable de la entidad del riesgo producido en función de sensibilidades
diversas; porque diversos son los órganos sancionadores que pueden decidir y diver-
sas pueden ser las circunstancias fácticas que pueden rodear la decisión». Todo esto
es cierto, desde luego, pero si se parte de la base de que los titulares de los órganos
sancionadores no merecen nunca confianza hasta tal punto que la única solución ha
de ser el automatismo en la aplicación de las sanciones, poco futuro puede tener el
Derecho Administrativo Sancionador y aun el Derecho en general, porque terminaría
escapando de las manos de los juristas para caer en el mecanicismo puro.
Al llegar a este punto resulta inevitable la reaparición del viejo demonio familiar
de la teoría de las infracciones administrativas, o sea, el dilema de su organización
represiva: si a través de los jueces o por medio de la propia Administración. Porque
aquí surge un razonamiento contundente: si el grave problema que acaba de ser des-
crito está provocado por la presencia de un sujeto tan sospechoso como es la
Administración y si, sobre ello, se entrega al ciudadano en manos no imparciales,
resulta contradictoria la facultad represiva de la Administración, que debería devol-
verse a los jueces.
Esto parece evidente, desde luego; pero el sistema, por muy contradictorio que
parezca, resulta necesario por causa de la magnitud del número de ilícitos. La canti-
dad se transmuta en calidad. Cuando los tipos de infracciones se mueven en el orden
de las decenas de miles y cuando las infracciones realmente cometidas pueden ser un
millón diario, habna que multiplicar por cien -HQ, mejor, por mil— el número de jue-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 185

ees si se quisiera tener una organización adecuada de represión y, además, habría que
ampliar desmesuradamente su competencia técnica. En cambio, si se utiliza a tales
efectos la organización administrativa, ya tenemos un número de funcionarios poten-
cialmente adecuado para la represión y, además, capacitados técnicamente puesto que
su competencia está especializada.
Huelga decir que la elección de cualquiera de las opciones de este dilema es con-
vencional y responde a una voluntad política. El legislador español se ha decidido,
según sabemos, por la solución no judicial —quizás porque la otra es aún menos via-
ble—, asumiendo en consecuencia todos sus inconvenientes, que no son pocos.

C) La invocación del riesgo o peligro como elemento integrador del tipo infrac-
tor es tan habitual en la legislación sancionadora que los ejemplos sobran. En la Ley
de Puertos de 24 de noviembre de 1992 se hacen más de una docena de alusiones a él
y en la Ley de 1 de julio de 1992, de prevención y control integrados de contamina-
ción, casi todas las infracciones que aparecen en su artículo 31 llevan la coletilla de
«siempre que se haya producido con daño para el medio ambiente o se haya puesto en
peligro la seguridad o salud de las personas».
La Ley de 19 de julio de 1984, de defensa de los consumidores y usuarios, ade-
más de tipificar diversas infracciones con la nota del peligro, ofrece en su artículo 35
la peculiaridad de considerar la intensidad de él como criterio para la calificación de
la infracción.

4. DE LA DEFENSA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES A LA DE LOS INTERESES PÚBLICOS


Y GENERALES

El Derecho Administrativo Sancionador actual —contaminado, sin duda, por las


preocupaciones ideológicas constitucionales y por la tradición penalista— se auto-
proclamó de inmediato defensor a ultranza de los derechos y garantías individuales,
no descuidados ciertamente en la época anterior pero a los que no se había dado la
importancia que merecían al menos en la materia de orden público. Actitud loable,
desde luego, pero sesgada y parcial habida cuenta de que por imperativo constitucio-
nal la tarea primordial de la Administración es la gestión (y defensa) e los intereses
públicos y generales; lo que en absoluto corresponde a los tribunales de Justicia
sometidos «únicamente» a la Ley y al Derecho.
Vistas así las cosas resulta difícil entender la parcialidad del Derecho
Administrativo Sancionador moderno, potenciada por la circunstancia de su elabora-
ción pretoriana, es decir, obra de los jueces, olvidando que la potestad sancionadora
donde reside es en la Administración y no en los jueces de control. La aberración ha
consistido entonces en mirar el fenómeno con los ojos del controlador no del gestor,
atendiendo casi exclusivamente a las disfúnciones y arbitrariedades producidas en la
instancia administrativa.
El progreso sustantivador del Derecho Administrativo Sancionador ha de condu-
cir inevitablemente a una mayor atención de la actividad administrativa originaria, es
decir, a la protección de los intereses generales, sin peijuicio del respeto a la ley. Esto
es obligado porque de otra suerte —y tal como está sucediendo ya— se confunde el
objetivo con el instrumento. Para los jueces, y en especial tratándose de la jurisdic-
ción criminal, la legalidad es la defensa de los derechos y garantías de quienes han
atacado los bienes jurídicamente protegidos; mientras que para la Administración, y
muy particularmente en su vertiente sancionadora, el objetivo, como se ha repetido
es la protección y defensa de los intereses públicos y generales, operando la ley y el
186 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Derecho como un límite del ejercicio de su actividad, no como un fin de contenido


propio. Hay que recuperar, por tanto, este objetivo fundamental pues, de otra suerte,
no valdría la pena haber otorgado a la Administración la potestad sancionadora y seria
más propio encomendársela directamente a los tribunales.

5. C O R O N A C I Ó N DEL PROCESO

El proceso de sustantivización del Derecho Administrativo Sancionador se corona


lógicamente cuando se «administrativiza» y se libera de la tutela del Derecho Penal.
El Derecho Penal ha guiado los primeros pasos del Derecho Administrativo
Sancionador posconstitucional pues sin su ayuda no hubiera podido superarse la cri-
sis provocada por la Constitución de 1978, ya que a partir de ella dejaron de valer los
principios del Derecho Penal Administrativo y todavía no se contaba con un herra-
mental técnico y normativo propio, que hubo que tomar prestado del pariente más
próximo. Y obligado es confesar que el Derecho Penal ha cumplido más que satisfac-
toriamente sus funciones tutelares facilitando la operatividad del Derecho
Administrativo Sancionador, fortaleciéndole, además, con la función integradora de
que acaba de hablarse y, sobre todo, permitiendo generosamente que se fuera desa-
rrollando por su propia cuenta y afirmando paulatinamente su sustantivización.
Así es como ha llegado a la mayoría de edad. El Derecho Penal ha perdido ya su
función tutelar pero no ha roto, por fortuna, sus relaciones con el Derecho
Administrativo Sancionador dado que las técnicas penalísticas, aunque ya no son
imprescindibles, continúan siendo útilísimas.
A lo largo de este libro se irá dando cuenta pormenorizada de los rasgos caracte-
rísticos de este nuevo estado y de las razones por las que se puede afirmar en 2005
que el proceso se ha coronado en lo sustancial. Es posible que a algunos parezca pre-
maturo y demasiado optimista este certificado de mayoría de edad; pero cualquiera
que sea el estado en que nos encontremos, lo que parece indudable es que el proceso
de sustantivación es irreversible y de lo que se trata ahora es de su consolidación. En
el capítulo final se desarrollará una sistematización completa de este nuevo Derecho
—con inequívocas señas de identidad— pero conviene adelantar ya las notas en que
se apoya la atrevida afirmación de que el Derecho Administrativo Sancionador ha
coronado su proceso de sustantivación al haber asumido —o quizás recuperado— su
carácter administrativo.

a) Nótese, por lo pronto, que la Constitución ha reconocido de forma expresa la


potestad administrativa sancionadora, consolidando su titularidad en el seno de las
distintas Administraciones Públicas.
b) La vertiente normativa de esta potestad no se ejerce por referencia a normas
penales sino como emanación natural de las normas administrativas, cuya operativi-
dad asegura.
c) Igualmente es autónomo el procedimiento administrativo de determinación
de infracciones e imposición de sanciones, establecido en múltiples leyes sectoriales
e incluso, con carácter general, en la LPAC.
d) La revisión de los actos y reglamentos administrativos sancionadores no está
encomendada a la jurisdicción penal sino a los jueces y tribunales contencioso-admi-
nistrativos.
e) La tipicidad de infracciones y sanciones tiene un régimen distinto al propio
de las normas penales porque los principios constitucionales reguladores de esta
materia se aplican de muy distinta manera en el orden penal y en el administrativo
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 187

sancionador. Las peculiaridades de este régimen Administrativo son tan intensas que
permiten poner en duda en este ámbito el principio de la reserva legal o, al menos y
en todo caso, reconocer que su alcance es aquí muy distinto que en el Derecho Penal.
j) Igualmente es distinto el régimen de culpabilidad, que ha llegado a separarse
tanto del propio Derecho Penal que en algunos supuestos —el de las infracciones por
mera inobservancia— más que ser distinto es literalmente contrario.
g) En algunos extremos, como en el de la prescripción, la legislación adminis-
trativa ha consagrado la total independencia del régimen administrativo.

A la vista de esta relación —que dista mucho de ser exhaustiva— hoy puede afir-
marse sin vacilar que el Derecho Administrativo Sancionador es ya, sin ambajes, un
Derecho Administrativo y no un híbrido —o un colono— del Derecho Penal como
durante tantos ha venido creyéndose y sigue manteniéndose por un sector no minori-
tario de jueces y autores.

VI. LA PROBLEMÁTICA UNIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO


SANCIONADOR

1. U N DISGREGACIÓN IMPARABLE

El Derecho Administrativo Sancionador se encuentra dislocado por una serie de


fracturas que le atraviesan en todas direcciones y niveles sin orden ni concierto.
Está, en primer lugar, la fragmentación subjetiva activa de los titulares de la potestad.
La Unión Europea, el Estado, las Comunidades Autónomas, los municipios y demás cor-
poraciones establecen sus propias normas, actúan con organizaciones independientes y,
lo que es más grave, con procedimientos distintos. En estas condiciones no se sabe basta
qué punto puede hablarse de un Derecho Administrativo Sancionador a secas o de tantos
Derechos Administrativos Sancionadores como titulares de la potestad.
Existe, además, una segunda fragmentación subjetiva desde el lado de los sujetos res-
ponsables según se trate de individuos acomodados en una relación general o especial de
sujeción, que justificaría la existencia de un Derecho —aproximado al Derecho privado
en cuanto que en él median obligaciones sinalagmáticas, cuando no contratos— de con-
cesionarios de servicios, de beneficiarios de subvenciones, de usuarios de dominio públi-
co y tantos otros; sin olvidar la emergencia del Derecho Administrativo Sancionador de
las personas jurídicas, cuya importancia económica pronto ha de superar —si es que no
lo ha hecho ya— la del tradicional que se refiere a las personas físicas.
Este proceso dislocador se corona y potencia exponencialmente con una nueva frac-
tura de orden material que se añade a las ya indicadas de orden subjetivo —activo y pa-
sivo— y procedimental. Porque es el caso que, dentro de cada uno de los ordenamientos
territoriales, las normas se diversifican por materias estableciéndose regulaciones tan dis-
tantes como las que van desde el medio ambiente a los transportes de viajeros, desde la
venta de fármacos al urbanismo. Con la advertencia de que cada una de estas regulacio-
nes no se limita a describir unos tipos propios (lo que parece lógico) aceptando para lo
demás el régimen general común sino que casi todas aspiran a crear un ordenamiento
completo, y a ser posible autónomo, que nada deja escapar: las condiciones de autoría y
culpabilidad, la responsabilidad, la prescripción y, por supuesto, el procedimiento.
Ciertamente que en lo que a esta última fragmentación se refiere, siempre ha sido
así, de tal manera que algunos sectores señalados —como el del orden público—
eran tenidos por autónomos cuando no independientes. Calidad que, más o menos
188 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

orgullosamente, siguen autoproclamándose en la actualidad algunos otros. Esto salta


a la vista con el Derecho Administrativo Sancionador tributario, que se considera, y
con razón, muy superior técnicamente al común general y que casi todos aceptan
aunque sea a regañadientes; y lo mismo sucede con el de tráfico. El caso no es, con
todo, aislado ni mucho menos, pues en este escalón privilegiado ha entrado recien-
temente el Derecho Administrativo Sancionador del Orden social. A los que siguen
otros más rudimentarios pero no menos ambiciosas, como el Derecho ambiental.
Cada materia es —o aspira ser— una taifa legal, que desdeña a sus vecinas.
Sin perjuicio de lo anterior, resulta imprescindible alabar la ponderación de la
reciente reforma tributaria (Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, y Real
Decreto 2.063/2004, de 15 de octubre, que aprueba el Reglamento General del Régimen
Sancionador tributario), en la que se refleja un excelente equilibrio entre los elementos
específicos de la materia y los trazos comunes de todo Derecho Administrativo
Sancionador. Como ejemplo de esta tendencia valga la cita del artículo 178.1 de la ley:
La potestad sancionadora en materia tributaria se ejercerá de acuerdo con los principios
reguladores de la misma en materia administrativa con las especialidades establecidas en esta ley.

Y del artículo 207:


El procedimiento sancionador en materia tributaria se regulará: a) Por las normas especia-
les establecidas en este título y la normativa reglamentaria dictada en su desarrollo, b) En su
defecto, por las normas reguladoras del procedimiento sancionador en materia administrativa.

Lo único curioso aquí es la terminología empleada, puesto que, como se habrá


notado, tanto la ley como el reglamento distinguen entre la «materia tributaria» y la
«materia administrativa», como si aquélla no formara parte de ésta.
Los frutos del Derecho Administrativo Sancionador no forman un bloque sino que
se desarrollan como racimos, cuyos gajos fundamentales son el Estado y las
Comunidades Autónomas y, dentro de cada gajo van madurando las uvas aisladas de
cada sector. Ahora bien, como cada legislación material no sólo se ordena dentro de
su matriz territorial, he aquí que al final nos encontramos con un sistema en red en el
que cada uno tiene varias conexiones en diferentes sentidos.
El jurista nacido en el siglo xx y formado en el espíritu y metodología del siglo
xix no puede entender esta situación ante la que se encuentra desorientado, cuando no
perdido, y desde su punto de vista puede hablar con toda razón de caos y hasta de ano-
mia. Para superar tal desconcierto pueden hacerse algunos esfuerzos —más que jurí-
dicos, culturales— que ayuden a salir de la espesa niebla que nos envuelve, de tal
manera que, alcanzada una cierta altura, podamos encontrar la buena senda de una
epistemología y metodología adecuadas.
Por lo pronto, la cultura histórica nos enseña que no estamos ante un fenómeno ori-
ginal: pura y sencillamente hemos vuelto al Antiguo Régimen fugazmente interrumpido
en un paréntesis de racionalidad que no ha llegado a durar ni siquiera doscientos años.
Basta ojear las leyes del Antiguo Régimen para comprobar lo que se está diciendo: leyes
propias y distintas de cada reino de la Corona española. Y repasar las obras doctrinales
para confirmar que había tantos Derechos como territorios y, dentro de cada territorio,
como estamentos: el Derecho de los clérigos, de los nobles, de los comerciantes, de los
militares de Aragón o Castilla y hasta de los Reales Sitios. Simplemente hemos vuelto a
donde estábamos antes de las Cortes de Cádiz cuando sólo un puñado de ilustrados se
atrevían a imaginar que todos los hombres eran iguales y que las leyes habían de ser igua-
les para todos. En verdad que Dou y B A S S O I . S no se encontraría incómodo hoy a la som-
bra de la Constitución española de 1978 ni se perdería entre sus frondosas ramas.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 189

Pero no sólo la historia puede ayudarnos eficazmente, como se ve, sino también
la filosofía. Porque filósofos fueron los que primero se han percatado de la quiebra
del mundo racional y desde hace tres decenios mal contados nos están enseñando a
superar la modernidad y a vivir en un mundo posmoderno regido por la diversidad,
siendo el Derecho una de las manifestaciones más claras de tal posmodernidad. La
situación actual podrá gustarnos o no, pero ya que no la podemos reformar, sólo nos
queda reconocerla y entenderla.
Así las cosas, caben —y se adoptan— varias soluciones. Unos han optado por
ignorar lo que ha sucedido y siguen adorando a un dios que desapareció hace tiempo.
Otros prefieren levantar un dedo censorio anatemizando la realidad mientras se delei-
tan nostálgicamente en el pasado. Otros, en fin, aceptan la situación, quizás resigna-
damente o con entusiasmo en la medida en que les obliga a realizar un esfuerzo inte-
lectual estimulante.
Por lo que se refiere concretamente al Derecho Administrativo Sancionador hay
juristas que se han apresurado a rendir banderas reconociendo que hay tantos
Derechos Administrativos Sancionadores como territorios, materias y sujetos y se
atienen pragmáticamente a la maraña legislativa. Mientras que otros, en cambio, bus-
camos afanosamente un hilo conductor que preste unidad dogmática a este montón
desordenado de textos positivos.
Volvamos de nuevo un momento la mirada hacia atrás. En los siglos xvn y XVIII
los buenos juristas galvanizaron el cuerpo normativo de cada país gracias a la idea
vivificante del Derecho Natural, que estaba por encima de los fraccionamientos legis-
lativos. Lección que se olvidó en la primera mitad del siglo xix cuando, bajo el influjo
de un positivismo radical y miope, el Derecho Administrativo se convirtió —basta
examinar todos los manuales de la época para comprobarlo— en un mero repertorio
de disposiciones mejor o peor comentadas adpedem litteram. Porque la obra hercú-
lea, aunque estéril, que la Escuela de la Exégesis pudo hacer con el Code Civil era
inimaginable —es más, ni siquiera se intentó— con los variados e innumerables frutos
del árbol administrativo. Este ejemplo puede parecer simplemente erudito pero no es
así, ya que en España hemos vuelto a caer en la exégesis y cada día aparecen en las
librerías comentarios al Derecho Administrativo Sancionador del medio ambiente, o
del suelo, o de la alimentación, preludiando a los que luego han de venir sobre el Dere-
cho Administrativo Sancionador medioambiental de Aragón o pesquero de Galicia.
Resulta imprescindible, por tanto, ir más allá de los fragmentos positivos —terri-
toriales, materiales y subjetivos— hasta encontrar una roca firme que permita cons-
truir el edificio del Derecho Administrativo Sancionador que tanto necesitamos y que,
desafortunadamente, no está en el Derecho comunitario europeo. Desde el primero
momento se ha creído encontrarla en el Derecho Penal y forzoso es reconocer que esta
idea, por muy rudimentaria que fuera, resultó fértil y permitió nacer al Derecho
Administrativo moderno liberándole de los balbuceos originarios de una excrecencia
de la Policía. A partir de la primera edición de este libro se está buscando en el
Derecho Público estatal ese nervio único revitalizador de todo el ordenamiento y a la
vista está que casi todos los grandes progresos que en este campo se han hecho, están
movidos por la Constitución, a pesar de no ser en este punto ni elocuente ni acertada.
Ahora quiero desarrollar esta idea subrayando quién ha sido el autor de este
esfuerzo y de qué instrumento se ha valido para realizar esta obra asombrosa que ya
ha llegado a su madurez si no a su apogeo.
El Derecho Administrativo Sancionador ha podido afirmarse en España gracias a
la unidad que le han prestado los Tribunales contencioso-administrativos (y luego el
Constitucional). Los millones de actos administrativos sancionadores no han supuesto
paso alguno en el progreso del Derecho Administrativo Sancionador, cabalmente por-
190 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

que todos y cada uno se limitan a aplicar rutinariamente un precepto aislado de una
ley inconexa y con una mentalidad cerradamente positivista. El Derecho Admi-
nistrativo Sancionador ha nacido y se ha desarrollado en España a golpe de un puña-
do de jueces y de sentencias que han acertado a comprender que detrás de los textos
hay unas normas y que éstas se inspiran en unos principios que son los que las hacen
inteligibles y dan vida. A los autores académicos nos ha correspondido luego la tarea
—imposible de realizar desde las sentencias— de diseñar un sistema que articule los
textos, las normas y los principios. Así es como se ha podido saltar de las leyes admi-
nistrativas sancionadoras al Derecho Administrativo Sancionador y dejemos a los exé-
getas que sigan comentando los textos desde el rincón de su huerto particular, que
también son útiles para los abogados y funcionarios.
El Derecho Administrativo español actual seria inimaginable sin la obra paciente y
cotidiana de magistrados como Mendizábal, Martín del Burgo, Delgado, Gómez
Manzano, González Navarro o Baena, algunos de los cuales llevaron luego su ciencia y
experiencia del Tribunal Supremo al Tribunal Constitucional y, por lo que a este último
se refiere, seria injusto silenciar la influencia que sus letrados han tenido en la elabora-
ción de la disciplina. Los borradores de sentencias que ellos redactan —que no se publi-
can ni son públicos— carecen absolutamente de peso jurisdiccional y hasta de valor a
efectos de la resolución decisoria, que es obra exclusiva de los magistrados firmantes;
pero, sin menospreciar la impronta individual de los ponentes y de los autores de los
votos particulares, es notorio que los letrados están aportando una erudición selectiva,
una reflexión imaginativa, una labor de síntesis y una prudencia en la decisión que han
convertido la casuística judicial en un arte y en la mejor herramienta de trabajo de que
disponemos. Con lo que se demuestra, una vez más, que la ciencia puede avanzar sin
nombres y apellidos, sin títulos académicos ni premios a la vanidad. Otra cosa es que
así se reconozca en la cultura individualista y competitiva en que vivimos.
Los jueces españoles tienen con frecuencia una sorprendente veta didáctica que a
veces irrita a las partes, que verían con más gusto una fúndamentación concreta del
conflicto que una subida teorización abstracta. Es cierto, desde luego, que los jueces
no están para teorizar sino para resolver conflictos concretos; no deben moverse, por
tanto, en el nivel de la teoría sino en el de la práctica. Ahora bien, cuando se trata de
un Derecho en formación, como es el Derecho Administrativo Sancionador, esta ten-
dencia —quizás no recomendable en general— de subirse al púlpito a impartir ser-
mones de sana doctrina incluso aunque no vengan a cuento, es algo que no sólo debe
serles perdonado sino de agradecer es porque, dicho sea sinceramente, sin ello no
habríamos llegado a donde estamos.
Suele decirse que algunos magistrados al llegar al Tribunal Supremo recuperan
una vocación académica frustrada en su juventud y que compensan en el estrado lo
que no pudieron hacer en la cátedra. Esto parece cierto a tenor del contenido de
muchas sentencias, pero hay que añadir que es una fortuna que así sea, máxime si se
piensa y tiene en cuenta que llegan más lejos y encuentran un auditorio más atento los
repertorios de jurisprudencia que los manuales universitarios.
No es posible silenciar, sin embargo, el riesgo que corre este soberbio edificio,
todavía no estabilizado del todo, como consecuencia del doble impacto fraccionador
de las incontinencias legislativas materiales y territoriales y —lo que es más alar-
mante— de la anunciada autonomización de los tribunales de justicia territoriales: 19
tribunales superiores van a sustituir a un Tribunal Supremo. Y si bien es verdad que
aquéllos han venido demostrando hasta ahora una admirable prudencia y un consu-
mado dominio técnico, sería temerario desconocer los riesgos del futuro, sobre todo
contando con la sinergia potenciadora de una correlativa legislación autonómica. A
este propósito cada día se están relajando más, según sabemos, las influencias del
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 191

Derecho Penal que por su naturaleza constitucional estatal venía actuando como grapa
de soldadura unitaria frente a las tendencias disgregadoras. Función que conocida-
mente no puede desarrollar el Derecho Administrativo ya de por sí bastante fraccio-
nado. En su consecuencia es previsible el aumento de las presiones centrífugas.

2. B O S Q U E J O DE UN N U E V O SISTEMA

En relación con lo que acaba de decirse, el propósito de este libro es inequívoco


pues en él se pretende dar un modesto paso en la elaboración de un nuevo sistema,
cuya coherencia se debe encontrar no en la uniformidad normativa sino, mucho más
sutilmente, en la unidad sistémica, entendiendo por tal que todas las normas puniti-
vas se encuentran integradas en un solo sistema, pero que dentro de él caben toda
clase de peculiaridades. La singularidad de cada materia (e incluso la de cada caso)
permite —y aun exige— la correlativa peculiaridad de su regulación normativa; si
bien la unidad del sistema garantiza una homogeneización mínima.
Ni que decir tiene que el aceptar esto exige pagar el costoso precio de abandonar
la seguridad jurídica y la previsibilidad de las soluciones de conflictos (que antes se
consideraban datos esenciales del Derecho). Hoy vivimos en momentos contrarios a la
unidad y a la uniformidad —un sueño ilustrado del que la Humanidad se despertó hace
tiempo— y se prefiere la tópica, la casuística del caso concreto, que es lo único que
puede garantizar la justicia... con tal de que el Juez esté a la altura de la responsabili-
dad que se le encomienda: la de ir más allá de la letra de las normas y convertirse en
árbitro de los conflictos. Porque los conflictos, hoy, no se resuelven por la ley sino por
el arbitrio del juez. Únicamente con esta condición podrá funcionar el sistema.
Vistas así las cosas —y renunciando de antemano a las ficciones, igualmente
cómodas, de varios ordenamientos separados estables o de un ordenamiento único de
contenido fijo— parece dibujarse el siguiente sistema punitivo:

En un primer nivel se encuentran los principios constitucionales inspiradores de


toda actividad represiva del Estado, que se van bifurcando y concretando en los dis-
tintos sectores: el penal, por un lado, y el administrativo, por otro. Pero las precisio-
nes no acaban aquí sino que hay que ir puntualizando con mucho mayor cuidado con-
forme se entra en subsectores como (dejando aparte los que corresponden al Derecho
Penal), en lo que atañen al administrativo, el de las relaciones generales y especiales
de sujeción, el disciplinario, el económico, y tantos otros. Los principios y criterios
se comunican de arriba a abajo sin restricción alguna; no así en sentido horizontal,
puesto que nos encontramos con realidades afines pero no idénticas. La matización,
en suma, no debe realizarse en la fase de aplicación del Derecho Penal al Derecho
Administrativo sino en la fase de concreción del nivel constitucional al administrati-
vo (y al penal). La aplicación que actualmente se viene realizando de principios y cri-
terios del Derecho Penal es absolutamente incorrecta, aunque haya que aceptarla de
manera transitoria mientras se van elaborando unos principios constitucionales puni-
tivos, que todavía distan mucho de estar perfilados. Pero, por lo mismo, el salto del
Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador es tan brusco que no pueden
extrañar las constantes llamadas de atención de la jurisprudencia.
El bosquejo de sistema que acaba de exponerse aparece ya en la STS de 19 de
febrero de 1988 (Ar. 1188; Delgado) —reiterada luego literalmente en la de 8 de octu-
bre del mismo año (Ar. 8790; Martín del Burgo)—, en la que se pone de relieve «una
profunda ambigüedad en el precepto constitucional (art. 25.1) [...] que interpretado a
la luz de la jurisprudencia constitucional (presenta) una significación polivalente, de
192 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

suerte que tiene intensidades distintas según el ámbito sobre el que haya de proyec-
tarse»; así cabe distinguir hasta cuatro sentidos distintos:
A) En el ámbito penal es precisa una subdistinción: cuando se trate de imponer penas pri-
vativas de libertad, lo dispuesto en el artículo 81.1, en relación con el 17, exige que las normas
penales estén contenidas en Ley Orgánica. En los restantes supuestos bastará con Ley Ordinaria.
B) En el terreno de la potestad sancionadora de la Administración, a su vez, es también
necesaria una nueva clasificación, para graduar la posible participación reglamentaria, siem-
pre sobre la base de la ley: a) Cuando la Administración actúa en virtud de su supremacía
general, la reserva de ley permite una posibilidad de regulación reglamentaria en virtud de
remisión de la ley, hecha con una determinación que prefigura el posterior desarrollo regla-
mentario; b) En el campo de la supremacía especial, caracterizado por una capacidad de auto-
ordenación de la Administración se exige también la cobertura legal, pero se admite con más
amplitud la virtualidad del Reglamento para tipificar en concreto las previsiones abstractas de
la ley sobre las conductas identificables como antijurídicas.

Y todavía con mayor precisión —aunque advirtiendo cautelarmente que lo


dice «sin pretender profundizar en ello»— en esta misma línea se coloca R E B O L L O
(1989,440) cuando en una nota (la 27) advierte marginalmente que son posibles dos
posturas: una identificadora totalmente de las dos figuras; mientras que la otra,
mucho más sutil, «podría considerar que hay aspectos comunes aunque también algu-
nas diferencias, por lo que el supraconcepto que se forma sobre estas dos realidades
se basa en la existencia de ciertos elementos comunes y otros propios de cada figura.
Por tanto, en parte tendrán un tratamiento común, pero también en parte diferencia-
do. No podría considerarse, en consecuencia, que los principios generales de todo el
Derecho represivo sean íntegramente los del Derecho Penal. Por el contrario habrá
que deducirlos de los aspectos comunes de uno y otro orden: así, habría principios
generales del Derecho represivo, aunque eventualmente adquieran matices diferentes
al aplicarse al Derecho Penal o al Administrativo Sancionador; pero también podría
hablarse de algunos principios generales, que sólo lo son de Derecho Penal y otros
exclusivos del Derecho Administrativo sancionador».
Si realmente existieran unos principios de Derecho punitivo del Estado, el proceso
operativo sería muy sencillo, puesto que bastaría integrarlos —con las debidas mati-
zaciones— en el Derecho Administrativo Sancionador, tanto en su nivel normativo
como aplicativo. Pero como (al menos, todavía) no se han elaborado tales principios,
resulta inevitable trasponer primero al Derecho punitivo general los principios del
Derecho Penal, que son perfectamente conocidos, para, una vez incorporados en este
nivel superior, descenderlos al Derecho Administrativo Sancionador. Una doble ope-
ración que haría las delicias de los juristas más exquisitos de la Jurisprudencia de con-
ceptos y que, además, por suponer un doble salto con una doble aduana de matiza-
ciones permite de hecho al operador jurídico manipular a su deseo los principios ini-
ciales del Derecho Penal hasta convertir la excepción en regla, como más arriba se ha
denunciado. En estas condiciones no puede sorprender ya que los tribunales prescin-
dan de ordinario del rodeo y vayan directamente del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador. Lo que resulta, desde luego, más útil y más práctico aun-
que carezca de una justificación dogmática sólida.
Ni que decir tiene, por lo demás, que el nuevo sistema que aquí se está bosquejando
no responde exclusivamente a afanes teóricos o a escrúpulos dogmáticos (que nunca han
preocupado excesivamente al autor de este libro) sino a intenciones más profundas. Los
juristas formados con una mentalidadjuridico-pública —orientada siempre y en primer
término por los intereses colectivos y generales— no pueden evitar un cierto rechazo
ante la contaminación penalista del Derecho Administrativo Sancionador inspirada
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 193

exclusivamente por la obsesión de las garantías individuales. Es obvio, desde luego,


que ningún jurista auténtico se opondrá nunca a la ampliación y consolidación de tales
garantías, que son irrenunciables; pero tampoco es lícito pretender agotar en ellas el
contenido del Derecho Público, cuya vertiente fundamental es la promoción y garantía
de los intereses generales y colectivos. Acentuar una de estas dos vertientes con olvido
de la otra es crear un monstruo jurídico: o un Estado sin Derecho o un Derecho en el
que se marginen los intereses que encarna el Estado. Pues bien, la influencia del
Derecho Penal ha supuesto una exacerbación garantista individual a costa de una mar-
ginación de los intereses generales y, en definitiva, del equilibrio entre una y otros, que
es el secreto de todo Derecho. Vistas asi las cosas, la apelación a un Derecho Público
superior común parece, de momento, la mejor fórmula para restablecer el equilibrio per-
dido y para recuperar la atención de los intereses indebidamente abandonados.
La presencia y la influencia del Derecho Público estatal, incluido aquí el constitu-
cional, y del Derecho Penal garantizar la unidad del sistema dentro de la variedad de
regímenes que introduce el fraccionamiento del Derecho Administrativo en los términos
de auténtica implosión que se ha descrito más arriba. En la actualidad la fuerza centrí-
fuga del Derecho Administrativo español es enorme y sólo puede ser estabilizada —no
aluda— por las contrafuerzas centrípetas del Derecho Público estatal y del Derecho
Penal, hasta tal punto que si algún día éstas fallasen, ya no podría hablarse de «un»
Derecho Administrativo Sancionador ni siquiera desde una perspectiva sistémica.
Las anteriores consideraciones no pueden, con todo, detenerse aquí, puesto que la
integración no se agota en el ámbito estatal sino que ha de remontarse hasta la
Comunidad Europea y en el análisis de ésta resulta —como se recordará— que la
potestad punitiva estatal (pretendidamente única) se disocia de nuevo porque si en su
«manifestación penal» conserva el Estado su soberanía casi absoluta, en la «manifes-
tación administrativa sancionadora» experimenta un recorte tan grave que queda
supeditada al ordenamiento comunitario. Y conste que aquí no se trata de una simple
cuestión de jerarquía de fuentes (en la que ninguna duda cabe sobre la subordinación
del Derecho nacional respecto del comunitario) sino de algo mucho más profundo, a
saber: la posibilidad de que las instituciones europeas obliguen a un Estado miembro
a adoptar una conducta determinada en un caso concreto.
Ésta es la doctrina que afirmó con rotundidad la Sentencia del Tribunal Europeo de
Justicia de 21 de septiembre de 1989. En el caso de autos se trataba de una violación
por parte de Grecia del artículo 131 del Reglamento de la Comisión 2.727/75, de 29 de
octubre, ya que se habían exportado a un tercer país unas partidas de maíz como si fuera
griego, siendo así que procedía realmente de Yugoslavia a través de una importación
«clandestina» a efectos de tasas comunitarias. La Comisión denunció estos hechos al
Gobierno griego, que nada hizo sobre el particular y llevado el caso al tribunal con invo-
cación específica del artículo 5 del Tratado CEE («los Estados miembros adoptarán
todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de
las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los actos de las institu-
ciones de la Comunidad»), la sentencia declaró, entre otros extremos, que:

22. En opinión de la Comisión, los Estados miembros están obligados, por imperativo
del artículo 5, a imponer a las personas que infringen el Derecho Comunitario, las mismas san-
ciones que a las que violan el Derecho Nacional [...].
23. Si una regulación comunitaria no prevé una sanción para el caso de una violación
de la misma o se remite a las disposiciones del Ordenamiento jurídico y administrativo nacio-
nal, los Estados miembros están obligados, de conformidad con el artículo 5, a adoptar las
medidas que sean necesarias para asegurar la vigencia y la eficacia del Derecho Comunitario.
24. A tal propósito, los Estados miembros —a los que, por lo demás, corresponde ele-
gir las sanciones— deben tener en cuenta que las infracciones del Derecho Comunitario deben
194 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ser castigadas de acuerdo con las reglas materiales y procesales similares a las propias del
Derecho nacional, en relación con la clase y gravedad de las infracciones y siempre de tal
manera que la sanción ha de ser eficaz, proporcionada y disuasoria.

VII. ALGUNAS PRECISIONES CONCEPTUALES

Quizás no sea éste el capítulo más adecuado para encajar en él las precisiones
conceptuales que a continuación van a hacerse; pero parece conveniente dar noticia
de ellas antes de entrar en el análisis pormenorizado del régimen jurídico del Derecho
Administrativo Sancionador.

1. I N F R A C C I Ó N , H E C H O Y ACCIÓN

El objeto directo del Derecho Administrativo Sancionador es un ilícito específico


—la infracción administrativa— para la que la ley establece una sanción, que es atri-
buida en concreto a un sujeto por la Administración a través de un procedimiento
especial (el procedimiento sancionador) en el que se determina la infracción con todas
sus circunstancias materiales así como el autor con sus circunstancias personales. En
nuestro Derecho actual es nota esencial de las infracciones que se encuentren descri-
tas en una ley (principio de legalidad, reserva legal y mandato de tipificación legal).
De todo ello, y de lo más sustancial de su régimen jurídico, se irá hablando con por-
menor a lo largo del libro; pero hay una cuestión previa que importa analizar ya en
este momento y que sorprendentemente no ha sido planteada con precisión en el
Derecho Penal ni por consecuencia ha sido resuelta allí de manera convincente. Con
ello me estoy refiriendo a si el objeto de la infracción es un hecho o una acción.
Advierto de antemano que, contra lo que pudiera parecer a primera vista, detrás
de este enunciado no se esconde una preocupación profesoral de índole exquisitiva-
mente especulativa sino un dilema vivo, palpitante, cuyas opciones condicionan
buena parte de los nudos más importantes del Derecho Administrativo Sancionador y,
por lo tanto, son el norte de la práctica sancionadora cotidiana. Más todavía: casi
todos los puntos oscuros del Derecho Penal se encuentran en esta zona que ni los auto-
res ni los jueces han conseguido aclarar y no precisamente por falta de atención sino
por su exceso. Quiero decir que es tanto y tan desconcertado lo que se ha escrito sobre
este particular en los últimos doscientos años que se ha terminado levantando una
bibliografía babélica que imposibilita a los penalistas entenderse entre sí dado que
cada uno tiene una visión propia de lo que son los hechos y las acciones. Así las cosas,
el Derecho Administrativo Sancionador parte con ventaja en la medida en que sobre
él no pesa la servidumbre de las contradicciones tradicionales y puede actuar con
libertad una dogmática original y pacífica. En cualquier caso —y volviendo al enun-
ciado inicial— de la opción que aquí se tome depende nada menos que, y entre otras
cosas, la tipicidad, la culpabilidad y el alcance de la prohibición del non bis in idem,
como se irá comprobando en los correspondientes capítulos.
En mi opinión, si se observa la realidad sin prejuicios, «con mirada inocente»,
pueden hacerse con precisión las siguientes distinciones:
Hecho es el fenómeno que aparece en la realidad —los hechos son siempre «natu-
rales», por tanto— como un sucedido y puede descomponerse analíticamente en tan-
tos elementos como se quiera, progresando hacia adelante o hacia atrás de manera
indefinida. Un hecho es la contaminación de aguas, que puede constatarse con una
simple operación material (física, química o biológica). El elemento central de este
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 195

hecho es el vertido contaminante; pero si queremos retroceder en la cadena causal


encontramos otro elemento •—la no depuración previa del agua vertida— y otro aún
más anterior (el ensuciamiento del líquido) y muchos otros más según lo que quera-
mos retroceder en el análisis. Además, si avanzamos hacia adelante en la cadena que
la contaminación ha iniciado, nos encontramos con la muerte de la fauna, el deterioro
de la flora, la perturbación de los bañistas, etc.
Ahora bien, el hecho jurídicamente relevante es el resultado —también físico o
natural— de una acción (humana, que es la que al Derecho moderno interesa) que
también puede descomponerse analíticamente en actos elementales.
Pues bien, el Derecho Administrativo Sancionador, como el Derecho Penal, se
refiere directamente a una acción —desvalorada normativamente— en cuanto cau-
sante de un hecho también desvalorado en un acto libre del legislador, de tal manera
que hoy desvalora lo que ayer valoraba (piénsese en la desecación de humedales, ayer
subvencionada con fondos públicos y hoy prohibida; o la muerte de alimañas, en la
actualidad protegida y hasta hace poco premiada). La infracción, en definitiva, es una
acción humana que ¡a ley ha declarado como tal por ser causante de un hecho natu-
ral que agrede un orden (físico, social o moral) que el ordenamiento jurídico consi-
dera digno de esta protección. Y ni que decir tiene que también es libre la norma de
considerar protegibles determinados bienes, cuyo valoración cambia cada día.
La limpieza de aguas marítimas costeras sólo ha empezado a ser considerada pro-
tegible en fechas recientes y, en cualquier caso, su agresión o deterioro es un simple
hecho, que por sí mismo no constituye infracción administrativa (o delito). La conta-
minación del agua es un hecho natural de valor negativo en cuanto que altera desven-
tajosamente un orden natural que el Ordenamiento Jurídico ha declarado protegible.
Sin embargo, lo que la norma sancionadora enfoca directamente no "es el hecho del
agua contaminad sino la acción de contaminar.
Los enjuiciamientos del desvalor del hecho y de la acción no siempre coinciden.
El desvalor de la contaminación (del agua contaminada como resultado de una acción
contaminante) depende de ciertos parámetros cuantitativos y cualitativos. En su con-
secuencia, una contaminación indudable desde el punto de vista natural, no lo será
desde el punto de vista legal si no alcana determinados niveles cuantitativos o cuali-
tativos predeterminados (las cremas protectoras de la piel de los bañistas contaminan
indudablemente el agua pero hasta ahora no se consideran legalmente contaminantes).
Además, a un hecho legalmente desvalorado (porque la contaminación ha supe-
rado efectivamente los umbrales del hecho) puede no corresponder una desvaloración
de la acción humana que lo ha causado (por ej. si ha mediado fuerza mayor o error
insuperable). De la misma forma que hay hechos no desvalorados (por considerarse
inocuos) resultado de una acción que la norma ha desvalorado hasta tal punto que los
ha declarado sancionables (por producción de riesgos).
El arbitrio del legislador a la hora de desvalorar hechos subraya el contenido nor-
mativo de los mismos, habida cuenta de que no hay hecho jurídicamente relevante (a
efectos del Derecho Administrativo Sancionador) sin una declaración normativa pre-
via de desvalor. Lo cual significa que sin ella los hechos son jurídicamente inocuos y
no se puede conectar a ellos una declaración normativa de infracción.
El proceso de determinación normativa de hechos e infracciones es, entonces, el
siguiente. En primer lugar, la norma otorga una importancia relevante a un bien (en
nuestro ejemplo, a un bien físico: las aguas costeras) que califica genéricamente de
dominio público y al que somete a un régimen jurídico propio, dentro del cual se des-
criben situaciones desvaloradas (una cierta contaminación). Pero —y aquí entra en
juego el arbitrio del legislador— es perfectamente posible, y en la realidad así sucede,
que diferentes normas establezcan circunstancias especiales del hecho desvalorado
196 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

básico. Por seguir con el ejemplo, la legislación turística desvalora especialmente la


contaminación producida por un establecimiento turístico o en una zona turística-
mente protegida, lo que no se tuvo en cuenta en la legislación sanitaria; mientras que
el ordenamiento medioambiental se concentra en las repercusiones sobre la flora y la
fauna y el Código Penal puede añadir por su cuenta unos parámetros que permiten
calificar determinadas contaminaciones como delito. Hecho y acción son interdepen-
dientes y por tanto inseparables, pero conviene dejar claro que la ley, por más que
atienda a los hechos, lo que sanciona son las acciones.
De esta forma tenemos un mismo hecho natural (la contaminación) desvalorado tres
veces: como contaminación ecológica, como contaminación turística y como contami-
nación delictiva. Desde el punto de vista físico o natural tenemos un solo hecho, mas
desde el punto de vista legal tenemos tres tipos de hecho derivados de una misma acción.
Con lo dicho basta para comprender la trascendencia que tiene el hecho a efectos
de la tipificación, de la culpabilidad y de la prohibición de bis in idem, como se desa-
rrollará en su momento.
La distinción entre hecho y acción luce igualmente en un supuesto como el del ar-
tículo 228 de la Ley del Suelo de 1976: «1. En las obras que se ejecuten sin licencia [...]
serán sancionados con multas el promotor, el empresario de las obras y el técnico direc-
tor de las mismas. 2. Las multas que se impongan a los distintos sujetos como conse-
cuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente». De acuerdo
con la tesis que se está defendiendo, la inteligencia de este precepto es muy sencilla: la
ley ha aislado un hecho que ha desvalorado (la construcción de obras sin licencia) y
también ha aislado tres acciones igualmente desvaloradas (la del promotor, el empresa-
rio y el director) y como lo reprochable es la acción, los tres son tenidos por infractores
y resultan sancionados independientemente. Ni que decir tiene que las acciones huma-
nas que han colaborado en el hecho son muchas más, unas por comisión (los albañiles
que han ejecutado materialmente las obras) y otros por omisión (el inspector urbanísti-
co que no se percató de lo que se esta haciendo) y tantos otros; pero la ley libremente y
por razones de política represora sólo ha desvalorado la de los tres indicados.
Por poner otro ejemplo tenemos el del garante del artículo 103.3 de la LPAC, con-
forme al cual «son responsables por el incumplimiento de las obligaciones que con-
lleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros las perso-
nas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga». Aquí también aparecen dos
acciones desvalorados relacionados con el mismo hecho: la del que ha realizado la
infracción y la del que no la ha evitado.
De esta forma se explica también porqué son inimputables los ejecutores mate-
riales de una infracción cuando están obedeciendo órdenes de un superior. En estos
casos la ley no desvalora la acción del celador que levanta indebidamente una com-
puerta sino la de quien le dio la orden de hacerlo. El hecho es un fenómeno origina-
riamente inerte que sólo adquiere relevancia jurídica cuando se le conecta con la
acción humana desvalorada.
En rigor, la distinción entre hecho (como resultado) y acción (como actividad
humana productora de algo) es obvia, como también lo es la afirmación de que las nor-
mas sancionadoras se centran en la acción. Pero hay extremos que de puro sabidos ter-
minan olvidándose o no se sabe extraer de ellos las debidas consecuencias jurídicas.

2. S A N C I O N E S Y OTRAS F I G U R A S A F I N E S

Pasemos ahora al examen de una segunda cuestión aparentemente sencilla pero


que no lo debe ser tanto desde el momento en que ha habido necesidad de dictar innu-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 197

merables resoluciones judiciales para disipar las dudas planteadas en la casuística, de


las que con tanto primor se ha ocupado en varias ocasiones REBOLLO.
En el Ordenamiento Jurídico están previstas diversas consecuencias jurídicas muy
parecidas, e incluso idénticas, a las sanciones administrativas y es el caso que importa
distinguirlas con absoluta precisión habida cuenta de que el régimen jurídico de las
sanciones es exclusivo de ellas. Dicho con otras palabras: si se trata de una sanción
administrativa en sentido propio y —por considerar que se trataba de otra figura jurí-
dica— no se ha seguido el procedimiento sancionador estricto, resulta obligada la
anulación del acto administrativo. En la práctica —sobre todo en el ámbito tributa-
rio— es muy frecuente que los particulares impugnen una norma o un acto de liqui-
dación alegando que no se han respetado los requisitos materiales o cumplido los trá-
mites formales propios del Derecho Administrativo Sancionador. Pensemos en la exi-
gencia de unos intereses indemnizatorios del retraso en un pago: si se trata de una
sanción, deberán determinarse y ejecutarse con arreglo al procedimiento sancionador.
Pero ¿se trata de veras de una sanción? ¿Qué criterios existen para identificar a éstas?
La STC 48/2003, de 12 de marzo, nos proporciona una primera pista fiable:

Para determinar si una consecuencia jurídica tiene, o no, carácter punitivo, habrá que
atender , ante todo, a la ftuición que tiene encomendada en el sistema jurídico. De modo que
si tiene una función represiva y con ella se restringen derechos como consecuencia de un ilí-
cito, habremos de entender que se trata de una pena en sentido material, pero si en lugar de la
represión concun-en otras finalidades justificativas deberá descartarse la existencia de una
pena por más que se trate dé una consecuencia gravosa [...] No basta, pues, la sola pretensión
de constreñir al cumplimiento de un deber jurídico (como ocurre con las multas coercitivas) o
de establecer la legalidad conculcada frente a quien se desenvuelve sin observar las condicio-
nes establecidas en el Ordenamiento Jurídico para el ejercicio de una determinada actividad.
Es preciso que, de manera autónoma o en concurrencia con esas pretensiones, el peijuicio cau-
sado responda a un sentido retributivo... El carácter de castigo criminal o administrativo de la
reacción del ordenamiento sólo aparece cuando, al margen de la voluntad separadora, se inflin-
ge un peijuicio añadido.

Por lo demás, el mismo tribunal en su Sentencia 276/2000, de 16 de noviembre,


recordada luego en la 132/2001, de 8 de junio, ya había precisado que «la función
represiva, retributiva o de castigo es lo que distingue a la sanción administrativa de
otras resoluciones administrativas que restringen derechos individuales con otros
fines (coerción y estímulo para el cumplimiento de las leyes; disuación ante posibles
incumplimientos; o resarcimiento por incumplimientos efectivamente realizados)».
Aunque aquí no puede silenciarse el voto particular formulado por Garrido Falla (y
Jiménez de Parga):

La doctrina iuspubticista viene distinguiendo desde el último tercio del siglo entre san-
ciones administrativas y otras decisiones restrictivas de derechos adoptadas por la
Administración frente al incumplimiento del particular de los deberes que le incumben Se
trata, en este segundo caso, de declaraciones de caducidad o revocaciones de licencias, autori-
zaciones y concesiones administrativas. Esta distinción elemental entre sanción y revocación
o caducidad ha sufrido el embate de la vis expansiva del articulo 25.1 de la Constitución espa-
ñola. En efecto, dado que sólo las sanciones administrativas están garantizadas por el derecho
fundamental a la legalidad sancionadora, y dado también que sólo en estos casos hay amparo
ante el Tribunal Constitucional, no es extraño que éste haya ampliado progresivamente los con-
tornos del concepto de sanción administrativa hasta amparar otras medidas restrictivas impues-
tas por la Administración. El punto de llegada ha sido un amplísimo concepto de sanciones
administrativas, desconocido en nuestra tradición jurídica y que no diferencia entre realidades
jurídicas notoriamente distintas.
198 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Aceptando tales criterios y de acuerdo con determinados pronunciamientos juris-


prudenciales, a continuación se selecciona un repertorio de medidas que no tienen la
naturaleza de sanción:

a) Infracciones administrativas y delitos. A ello se refiere pormenorizadamente


la STC 48/2003, de 12 de marzo, en la que se precisa que «el carácter de castigo cri-
minal o administrativo de la reacción del Ordenamiento sólo aparece cuando, al mar-
gen de la voluntad reparadora, se inflinge un peijuicio añadido con el que se afecta al
infractor en el círculo de los bienes y derechos de los que disfrutaba lícitamente». El
criterio decisivo será en cualquier caso la presencia de un tipo penal.
b) Intereses por mora en el pago a la Administración. Se distinguen de las san-
ciones porque «tienen, aparte de un cometido resarcitorio, una función eminentemente
disuasoria, lo que no es bastante para conducirla al campo de las sanciones, dada la
ausencia de finalidad represiva» (STC 164/1995, de 13 de noviembre). Basándose en
esta sentencia la del TSJ de Cataluña de 25 de mayo de 1998 (Ar. 991) razona con dete-
nimiento que «para discernir cuándo los recargos tienen naturaleza resarcitoria o indem-
nizatoria —o sea, meramente disuasoria— o naturaleza sancionadora, habrá de aplicar-
se un criterio cuantitativo. Lo que significa que si el recargo no supera el interés de la
demora, se podrá considerar que es un recargo indemnizatório; pero, por el contrario, el
recargo cumplirá una función disuasoria o simplemente estimulante del cumplimiento
de la obligación en la medida en que exceda de la cuantía del interés de demora, siem-
pre que no llegue a alcanzar la cuantía mínima de la sanción correspondiente al ingre-
so fuera de plazo. Por último, en los casos en que tal cuantía sea igual o superada por el
recargo, éste tendrá carácter sancionador». Y, en fin, la STC 276/2000, de 16 de noviem-
bre (Pleno) puntualiza que a tal efecto no son criterios determinados «ni el nomen iuris
empleado por la Administración o asignado por la ley, ni la clara voluntad del legisla-
dor de excluir una medida del ámbito sancionador»; y por lo que se refiere al caso con-
creto, «en tanto que supone una medida restrictiva de derechos que se aplica en supues-
tos en los que ha existido una infracción de ley y desempeña una función de castigo, no
puede justificarse constitucionalmente más que como una sanción».
c) Clausura de establecimientos por falta de licencia o por incumplimiento de
las condiciones impuestas en ella o, en términos más generales, medidas de restable-
cimiento de la legalidad. Como sobre este punto la jurisprudencia es abundantísima,
valgan simplemente dos ejemplos.
La STS de 17 de diciembre de 1997 (3.a, 7.a, Ar. 308 de 1998) niega el carácter san-
cionador a una resolución administrativa que acordaba la clausura de un estableci-
miento ante la falta de la pertinente licencia. En la STS de 2 de febrero de 1998 (3.a,
7.a, Ar. 2060) se anula una resolución administrativa que había clausurado indefinida-
mente un establecimiento que estaba operando sin licencia. Pero como se daba el caso
de que el artículo 28 de la Ley de Seguridad Ciudadana sólo tenía prevista una sanción
de seis meses, el tribunal se ve forzado a negar que se trate de una sanción y por eso
anula la resolución; pero paradójicamente no la sustituye por otra de los seis meses
autorizados por la ley sino que se limita a la anulación pura y simple precisando que

es conveniente no dejar de indicar que con toda evidencia el tratamiento de la cuestión deba-
tida probablemente obligaría a otra solución si la decisión de clausura indefinida se hubiera
adoptado en el ámbito de las potestades de policía o intervención administrativa, sin peijuicio
de que desde el punto de vista sancionador se hubiese también acudido a imponer alguna san-
ción de las reguladas en el artículo 28; pero lo que no cabe es acogerse a este precepto para
justificar una medida de clausura en términos de indefinición que probablemente estén justi-
ficados como intervención policial pero no como sanción.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 199

d) Multas coercitivas.— A ellas se refiere de forma expresa alguna de las sen-


tencias que acaban de ser transcritas. El Tribunal Constitucional ha admitido sin difi-
cultades la imposición de recargos o tributos sancionadores sin plantearse siquiera
que pudiese tratarse de una medida sancionador. En los términos de la STC 276/2000,
de 16 de noviembre
lo que distingue a los tributos de las sanciones que cuando tienen carácter pecuniario contribuyen
como el resto de los ingresos públicos a engrosar las ancas del erario público (es que) no tiene como
función básica o secundaria el sostenimiento de los gastos públicos o la satisfacción de necesida-
des colectivas (la utilización de las sanciones pecuniarias para financiar gastos públicos en un resul-
tado, no un fin) ni, por ende, se establecen como consecuencia de la exigencia de una circunstan-
cia reveladora de riqueza, sino única y exclusivamente para castigar a quienes comenten un ilícito.

e) Obligación de reparar los daños causados al dominio público. Aunque puede


ser una medida aneja a una sanción, tal obligación no forma parte de ella y opera con
cierta autonomía como se comprueba en los supuestos en que la sanción se anula pero
se mantiene la obligación aneja de reparación, según se ve en las SSTS de 27 y 30 de
abril de 1998 (ambas procedentes de la Sala tercera, Sección tercera y Ar. 3645 y 3653).
f) Obligación de reponer los terrenos forestales a la situación anterior a su
roturación. La STS de 22 de abril de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 4179), particularmente intere-
sante en cuanto que contradice la letra del Reglamento de montes que la califica de
forma expresa como sanción.
g) La denominada expropiación-sanción.
h) Recargos tributarios. La STC 141/1996, de 16 de septiembre, niega rotunda-
mente su carácter sancionador: pero luego en la sentencia 276/2000, de 16 de noviem-
bre (reproducida más tarde en la 48/2003, ya citada) se advierte, con más prudencia,
que hay que atenerse a las circunstancias y finalidades de cada caso concreto.

En definitiva, es frecuente que el legislador peque en este punto doblemente, por


exceso y por defecto. Por defecto, al no prever medidas administrativas no sanciona-
doras tendentes simplemente a restablecer la legalidad y, en su caso, a determinar
indemnizaciones y restablecimiento de estados anteriores; tal como ha denunciado
REBOLLO (2004,295) a propósito de la Ley del Ruido de 2003. Y por exceso, en cuan-
to que califican de sanciones medidas que no tienen carácter de tales; con la conse-
cuencia, antes señalada, de que se exigen para su imposición unos requisitos y trámi-
tes innecesariamente rigurosos y que tanto facilitan la anulación de las correspon-
dientes resoluciones administrativas.
Lo que aquí en el fondo está sucediendo es que, por paradójico que suene, no hay
una debida articulación entre el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho
Administrativo. En estos casos el Ordenamiento jurídico administrativo sancionador
parece encerrado en sí mismo y no se percata de que no es más que una parte del
Ordenamiento jurídico administrativo, en el que tiene que integrarse, para dar mayor
eficacia al aparato Administrativo, sin dejarse llevar por las cautelas obsesivas propias
del Derecho Penal que, a diferencia del Derecho Administrativo Sancionador, sí que
es un Derecho Autónomo.

VIII. BALANCE FINAL

La aparición de lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador es un


fenómeno relativamente reciente al que se ha llegado al cabo de un largo proceso de
200 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sustantivación que, arrancando del Derecho represivo de Policía, pasó luego por la
confusa etapa del Derecho Penal Administrativo. En cualquier caso, de lo que siem-
pre se ha tratado era de encontrar un lugar propio diferenciado del Derecho Penal, que
le arrastraba en su órbita como un simple satélite.
Así se explica la viejísima polémica de la igualdad «ontológica» entre los ilícitos
penales y los administrativos: una discusión estéril —propiciadora de una fácil erudi-
ción de segunda o tercera mano— que felizmente ya se puede dar por superada desde
el momento en que se ha comprendido que un capricho normativo puede en un día dar
o borrar diferencias, aplicar regímenes jurídicos iguales a realidades distintas o regu-
lar de manera variada manifestaciones concretas de un mismo fenómeno.
Las relaciones entre ambas ramas del Derecho tienen una vertiente mucho más
práctica, a saber: la de determinar si las normas del Derecho Penal son aplicables al
Derecho Administrativo Sancionador—algo que parece estar fuera de duda— y sobre
todo, cuál ha de ser el alcance preciso de tal aplicación.
Ahora bien, lo verdaderamente importante no es el régimen jurídico de los ilíci-
tos administrativos (puesto que puede variar inesperadamente al compás de los azares
administrativos) sino la estructura interna y la finalidad de todo este sector del
Ordenamiento. Y aquí es cabalmente donde en los últimos años ha encontrado el
Derecho Administrativo Sancionador sus señas de identidad— en cuanto propias de
él y sólo de él— al haber pasado de la represión a la prevención, del daño al riesgo y
de la defensa de los derechos individuales a la protección de los intereses públicos,
generales y colectivos. Proceso que se ha coronado con la consumación de un giro
administrativo, es decir, con la afirmación del carácter administrativo sustancia —y
no sólo como un rótulo verbal adosado a su nombre— de este Derecho.
Sucede, sin embargo, que por razones de coyuntura histórica esta sustantivación
aparentemente definitiva del Derecho Administrativo Sancionador, ha venido acom-
pañada de unas fortísimas tensiones de índole centrífuga —materiales y territoria-
les— que amenazan con una implosión desintegradora hasta tal punto que, recién
conseguida la identidad, hay que empezar a cuestionarse si es una mera cuestión de
tiempo el tener que aceptar la existencias de varios Derechos Administrativos
Sancionadores inequívocamente diferenciados entre sí.
CAPÍTULO V

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

SUMARIO: 1. Formación del principio y su deterioro actual. 1. Agregación paulatina de sus elementos esen-
ciales. 2. El dogma y la realidad, — II. Consideraciones generales sobre el principio de legalidad administni-
tiva sancionadora. 1. El artículo 25.1 de la Constitución 2. La situación preconstitucional. 3. Conclusiones —
AI. Contenido. 1. La doble garantía. 2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho
Administrativo Sancionador. 3. Los derechos subjetivos derivados.—IV Peculiaridades del principio de lega-
lidad en el Derecho Administrativo Sancionador. 1. Normas preconstitucionales. 2. Relaciones de sujeción
especial. 3. Parvedad.—V Efectos de la infracción del principio de legalidad. 1. Nulidad de disposiciones y
actos sancionadores. 2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes.—VI. Irretroactividad de las normas
sancionadoras. 1. Irretroactividad de las normas desfavorables. 2. Retroactividad de las normas favorables—
Vü. Balance final. 1. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemente inexcusable de la
legalidad. 2. ¿Un princ ipio de legalidad ordinaria?

I. FORMACIÓN DEL PRINCIPIO Y SU DETERIORO ACTUAL

1. AGREGACIÓN PAULATINA DE SUS ELEMENTOS ESENCIALES

El principio de legalidad ofrece en el Derecho Administrativo Sancionador la


misma ambigüedad que caracteriza todos los principios generales del Derecho, poten-
ciada aquí aún más por la circunstancia de integrar dos elementos normativos —la
reserva legal y el mandato de tipificación— que distan mucho de ser precisos separa-
damente considerados. Para comprobar esta ambigüedad (o pluralidad de significados)
basta leer los minuciosos trabajos que simultáneamente han aparecido sobre el parti-
cular (BAÑO, 1991; R E B O L L O , 1991). Una idea que ya había sido expuesta con detalle
y mucho antes por G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 8 4 , 8 7 - 8 8 ) , quien constata la presencia en
la Constitución de una «proclamación general» (art. 9.3) y una serie de «aplicaciones
específicas (legalidad de los delitos y las infracciones administrativas: art. 25; legali-
dad tributaria y de prestaciones personales: arts. 31.3 y 133; legalidad de la
Administración: arts. 1 0 3 . 1 y 1 0 6 . 1 ; legalidad de la actuación de Jueces y Tribunales:
art. 1 1 7 . 1 ; defensa de la legalidad por el Ministerio Fiscal: art. 1 2 4 . 1 ) ; sin contar toda
una serie de reservas de ley o remisiones a la Ley que la Constitución contiene en una
buena parte de su articulado». Para este último profesor el constituyente ha querido
aludir con esta fórmula al sistema de Estado de Derecho. Yo, por mi parte, ignoro lo
que el oscuro constituyente ha querido aludir; pero desde luego no estoy de acuerdo
con tal equiparación. No es caso, sin embargo, de entrar en una discusión al respecto
porque lo que fundamentalmente aquí interesa es la «aplicación específica» del arti-
culo 25, que con toda evidencia tiene un contenido bastante más preciso y concreto que
el del Estado de Derecho, como se intentará demostrar en las páginas siguientes.
El principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, tal como hoy
le entendemos, es de formación relativamente reciente y se ha consolidado como con-
secuencia de la agregación sucesiva y convencional de elementos distintos que hubie-
ran podido operar separadamente. El resultado final de este proceso de fusión ha sidp
un principio extraordinariamente rígido, cuya aplicación rigurosa terminaría produ-
[201]
202 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ciendo inevitablemente una seria perturbación del ejercicio normal de la potestad


administrativa.
Cronológicamente, la primera manifestación de la legalidad fue el mandato de
tipificación en una norma previa. Con la lex previa se pretendía lograr una seguridad
jurídica que se consideraba imprescindible tanto para el ciudadano como para las ins-
tituciones públicas. La ley previa permitía, en efecto, al ciudadano «saber a qué ate-
nerse» en la confianza de que no se le iba a castigar por una conducta que de ante-
mano no estuviere calificada de reprochable. Pero no se trataba sólo de esta garantía
individual: es que gracias a ella se privaba a las autoridades de su potestad de impo-
ner sanciones concretas al margen de la ley. Sancionar es desde entonces, simple-
mente, aplicar la ley y, por tanto, el reproche únicamente puede realizarlo ella. Así se
ha coronado un proceso de juridificación —y por eso tradicionalmente se hablaba de
un «principio de juridicidad»— que supera con mucho a las antiguas medidas de
Policía que fueron su origen y que estaban más preocupadas por la eficacia de la
represión pública que por la garantía del sancionado.
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, esta primera conquista empezó a que-
darse corta y a ella se acumularon nuevas exigencias. Por un lado se impuso que la lex
previa fuera también lex certa en el sentido de precisa. La precisión normativa fue un
paso más en el recorte de facultades a que se estaba sometiendo a las autoridades san-
cionadoras. Porque si con la ley previa se les había cercenado la facultad de crear
infracciones y sanciones, con la ley cierta se trataba de evitar, además, que pudiesen
operar con excesivo margen personal en la aplicación de la norma ya que cuanto más
precisa es una ley, de menos margen disponen el intérprete y el operador jurídico.
De esta forma se llega al mandato de tipificación: una fórmula técnica que acu-
mula las condiciones de previsión y certeza de la norma. Las infracciones y las san-
ciones no sólo tienen que estar previstas con anterioridad al momento de producirse
la conducta enjuiciable sino que han de estar previstas con un grado de precisión tal
que priven al operador jurídico de cualquier veleidad creativa, analógica o simple-
mente desviadora de la letra de la ley.
A este contexto se añadió un elemento que, en rigor, no coincide con lo anterior,
a saber: la exigencia de que esa norma previa y cierta tenga el rango de ley. Nótese
que los fines perseguidos con el mandato de tipificación nada tienen que ver con
los propios de la reserva legal, dado que aquéllos pueden lograrse a través de una
norma de cualquier rango. La exigencia de ley en sentido estricto es una garantía
acumulada con la que se acelera el proceso de neutralización de la Administración.
Porque si con el mandato de tipificación se habían recortado sensiblemente las
facultades sancionadoras de las autoridades y funcionarios individualmente consi-
derados y para la imposición de sanciones concretas, ahora se margina a la
Administración como institución, es decir, al Poder Ejecutivo. Con lo cual no se
gana nada en absoluto —y por eso se insiste en que se trata de elementos separa-
dos— en orden a la tipificidad; pero se supone que es una garantía adicional para
el ciudadano, al menos desde el punto de vista de la ficción democrática: es el pro-
pio ciudadano el que a través de una ley parlamentaria consiente en verse amena-
zado y, en su caso, sancionado.
Dudo mucho, no obstante, que tal haya sido la causa de la aparición de la reserva
legal, puesto que la explicación indicada está empañada por resonancias de cátedra
profesoral o de escaño político. A mi juicio, se trata, más bien, de una trasposición del
sistema penal, que se extiende, sin más, al administrativo sancionador con secuelas
múltiples y contradictorias.
Las aparentes ventajas de la reserva legal saltan a la vista: el ciudadano queda al
amparo, ya que no de las arbitrariedades del Poder, al menos de las arbitrariedades del
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 203

Poder no parlamentario. Lo que no es poco. Pero los inconvenientes son también de


bulto, aunque suelan ser intencionadamente silenciados.
Por lo pronto se están confundiendo los papeles del juez y de la autoridad admi-
nistrativa sancionadora cuando se pretende que ambos actúen de la misma manera, es
decir, como meros aplicadores de la ley situados fuera de ella. Porque es el caso que
si el juez no hace otra cosa ciertamente que aplicar la ley, los órganos administrativos
gestionan intereses generales, y es cabalmente al hilo de esta tarea administrativa
material cuando surge la sancionadora, ya que es inimaginable como actividad des-
conectada de la gestión. Pues bien, pese a estas diferencias notorias, con el principio
objetivo de la legalidad queda asimilado el funcionario sancionador al juez en cuanto
que se pretende que aquél también aplique la ley «objetivamente», es decir, desco-
nectándola de la gestión que previa o simultáneamente venía realizando. La potestad
sancionadora se corporeiza y gana autonomía al quedar separada de la referencia
matriz de la gestión administrativa (no ya simplemente de la Policía).
En segundo lugar se olvida algo no menos esencial: el Código Penal es una selec-
ción de desvalores a los que el Estado considera merecedores de ser castigados; pero
una selección convencional y breve que se reduce o expande a gusto del legislador.
Las infracciones administrativas no son, en cambio, una selección autónoma de des-
valores sino que se derivan necesariamente de unos valores previos: los perseguidos
por la acción administrativa. Las infracciones se deducen de la gestión y aumentan o
se reducen en función de esa actividad administrativa matriz sin que el legislador
pueda optar por dejar algo fuera de la represión, salvo que quiera provocar la inope-
rancia administrativa, que es lo que sucede indefectiblemente cuando no se prevén las
correspondientes sanciones.
En tercer lugar, y por lo dicho, las infracciones crecen indefinidamente como con-
secuencia inevitable del crecimiento de la gestión administrativa de la que se derivan,
formándose al final una red represiva, angustiosa para el ciudadano, quien de hecho no
puede respetarla de la misma manera que la Administración tampoco puede exigir siem-
pre su cumplimiento, como en otros lugares de este libro se explica con pormenor.
Todas estas circunstancias hacen difícil el catalogado por ley, y más difícil toda-
vía la tipificación, habida cuenta de las variaciones de la matriz, que cambia incesan-
temente. Una ley auténticamente tipificadora sería interminable y, además, habría de
ser alterada sin cesar. No hay más remedio, por tanto, que acudir a la utilización de
los reglamentos, más capaces de adaptarse rápidamente al cambio.
A tal propósito, la primera y más simple solución fue la francesa, que consiste,
como es sabido, en tipificar como infracción cualquier incumplimiento de los regla-
mentos. De esta manera y con una fórmula brevísima y eficaz se incluyen en la tipi-
ficación todos los reglamentos administrativos. Y obsérvese que con ella se cumplen
todas las exigencias del Estado de Derecho: existe una normativa previa (o, mejor
dicho, dos: la que describe las obligaciones y la que establece que su incumplimien-
to es infracción) y, además, es muy precisa puesto que aparece con el detalle propio
de los reglamentos. E incluso se da también, al menos parcialmente, el requisito de la
reserva legal, puesto que la segunda norma —o sea, la que declara que es infracción
el incumplimiento de los reglamentos— es una ley. . .
Sea como fuere, también puede concebirse otro modelo distinto: en lugar de tipi-
ficar un solo ilícito (la infracción de reglamentos) se tipifican muchos, tantos como
infracciones de cada una de las obligaciones que aparecen en los reglamentos. Se
trata, por tanto, de una diferencia no sólo cuantitativa sino también cualitativa. Si
antes se sancionaba la infracción del reglamento con independencia de las obligacio-
nes que en el mismo se impusiesen, ahora, en esta segunda variante, no se sanciona el
incumplimiento formal del reglamento sino la infracción de la obligación material.
204 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La adopción de este segundo modelo ofrece la ventaja de su mejor adaptación a


la realidad y al servicio de los fines administrativos. La fórmula inicial es más bien
propia del Derecho Penal, como efectivamente sucedía en el Derecho francés, ya que
el ilícito a que acaba de aludirse era un ilícito penal: el quebrantamiento de regla-
mentos era un delito que se reprimía en las mismas condiciones penales que el robo
o el quebrantamiento de una cerca, dicho sea con palabras de B E N O I T (Él Derecho
Administrativo francés, 1977, 672).
En el Derecho Administrativo Sancionador no es viable —o, en cualquier caso, no
es útil— la tipificación única. No interesa tanto sancionar la desobediencia a la ley o
a un reglamento como la violación de cada una de la obligaciones que en él se esta-
blecen. Con lo cual adquiere la remisión reglamentaria una nueva dimensión o, mejor
dicho, aparece el reglamento como integrado, por remisión, en el tipo, cosa que antes
no sucedía.
En definitiva, y a la vista de cuanto acaba de enunciarse, nos encontramos con las
siguientes posibilidades: a) Existe un solo ilícito: la desobediencia o incumplimiento
de la ley, del reglamento o del acto administrativo. Aquí el contenido de unos y otro
no se integra en el tipo, que es autónomo. Es el modelo característico del Derecho
francés como tipificación penal, pero también aplicable y aplicado ocasionalmente al
Derecho Administrativo Sancionador. b) Existen múltiples ilícitos: la violación de las
obligaciones establecidas en una norma cuyo contenido se integra, por remisión, en el
tipo. Esta variante es la habitual en el Derecho español y, por no referirse sólo a leyes
sino también a reglamentos, nos obliga a estudiar, además de la tipificación legal, una
serie de cuestiones complementarias: la remisión reglamentaria y las leyes en blanco.
En la actualidad, e independientemente de algunas regulaciones sectoriales, el prin-
cipio de legalidad está positivizado, exactamente bajo esta rúbrica, en el artículo 127
de la LPAC, que dice así: «1. La potestad sancionadora de las Administraciones
Públicas, reconocidas por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente
atribuida por una norma con rango de Ley, con aplicación del procedimiento previsto
para su ejercicio y de acuerdo con lo establecido en este Título. 2. El ejercicio de la
potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la tengan expre-
samente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario, sin que pueda dele-
garse en órgano distinto».

2. EL DOGMA Y LA REALIDAD

El principio de la legalidad administrativa sancionadora es un producto ideológi-


co químicamente puro. Las minuciosas teorizaciones de que constantemente ha sido
objeto —o cabalmente por causa de ellas— no han podido evitar su notoria ambigüe-
dad, que quizás pueda explicarse, aunque sólo en parte, por la indicada agregación
paulatina de sus elementos esenciales, tan distintos entre sí y que no siempre han acer-
tado a ser encajados de forma congruente. Pero prescindiendo de esto, lo que prime-
ro salta a la vista es el contraste entre el dogma riguroso enfáticamente vernalizado y
una realidad que vive escandalosamente apartada de él. Y es el caso que cuanto más
ancha se hace esta separación tanto más se insiste en el dogma, cuya intangibilidad se
sacraliza como contenido irrenunciable del Estado de Derecho. Para la ideología del
Estado democrático de Derecho es imprescindible, en efecto, la afirmación del prin-
cipio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador en cuanto que cabal-
mente constituye una de sus señas de identidad más características frente al Estado
absoluto: es el pueblo —y no el Monarca— el que tipifica las infracciones y las san-
ciones. De aquí que de ninguna manera pueda faltar en la imagen ideológica del
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 205

Estado moderno. El problema surge entonces, sin embargo, a la hora de contrastar el


dogma con la realidad, tan diferente de aquél.
Porque es un hecho innegable que, pese a las brillantes verbalizaciones del dogma,
lo que el ciudadano percibe es que, a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal
(tan insistentemente invocado), aquí existen Reglamentos tipificadores y, sobre ello,
la tipificación que las normas realizan no es precisa ni directa sino por remisión. La
evidencia de esta constatación no puede ser negada; lo que ha obligado a un merito-
rio esfuerzo teórico explicativo para (intentar) justificar que, pese a todo, el moderno
Estado de Derecho nada tiene que ver, en punto a la legalidad, con los viejos sistemas
del Estado absoluto (y franquista). A lo largo de este capítulo y de los siguientes se
irán viendo con detalle todas estas cuestiones; pero conviene adelantar ya que, en mi
opinión, esta discordancia entre el dogma y la realidad se ha traducido en un percep-
tible deterioro de aquél, de signo involutivo, que termina haciéndolo irreconocible.
En este proceso, el primer paso hacia atrás está constituido materialmente por la
sustitución del principio de legalidad por el principio de antijuridicidad, es decir, por la
previsión de los ilícitos y sus sanciones en una norma de cualquier rango y no necesa-
riamente en una ley formal. Este retroceso no ha sido, desde luego, una concesión ide-
ológica al pasado sino, pura y simplemente, una imposición de la realidad, dado que es
físicamente imposible realizar una tipificación exhaustiva por medio de leyes. Ante
esta situación inevitable y constatable, el dogma ha tenido que ceder y relajarse en for-
mulaciones teóricas más o menos ingeniosas —como la de la «colaboración» regla-
mentaria—, pero que no pueden disimular el hecho descarnado de que el principio de
legalidad no supone la regulación exclusiva y excluyente del Derecho Administrativo
Sancionador a través de ley. Forzoso es reconocer, con todo, que este retroceso, que
esta aproximación del dogma a la realidad, ha tenido lugar con una resistencia poco
menos que heroica y guardando en lo posible las garantías de la legalidad (según podrá
comprobarse más adelante); pero a nadie se le escapa que, una vez abierto un portillo,
resulta prácticamente imposible evitar que por él se cuele lo tolerable y lo intolerable.
Ni la Jurisprudencia ni la doctrina están en condiciones de precisar con exactitud los
límites y condiciones de esa colaboración reglamentaria en cada caso concreto.
Por si esto fuera poco, el segundo paso hacia atrás ha sido aún más grave. Después
de haber pasado del principio de la legalidad al de antijuridicidad —es decir, después
de haber abandonado el dogma de la lex previa— ha habido que entregar también el
de la lex certa. La tipificación, en efecto, ya no es inexcusablemente precisa y direc-
ta sino que se practica —de hecho y casi sin excepción en todas las leyes sanciona-
doras— la tipificación indirecta o por remisión, como se comprobará más adelante.
A mi juicio, nada tienen estos fenómenos de reprochables, puesto que para mí
siempre ha de seguir el dogma a la realidad, y no lo contrario, de tal manera que si
aquél no concuerda con ésta, es el dogma el falso y lo que procede es adaptarle a la
realidad. De aquí que la única objeción que se me ocurre es la de hipocresía, resulta-
do de un empecinamiento ideológico. No se quiere reconocer sinceramente lo que
está sucediendo y se acude a mil argucias teóricas para justificar lo que ni puede jus-
tificarse ni vale la pena ser justificado.
Hay, con todo, una tercera alteración absolutamente inadmisible, que ha deterio-
rado el principio hasta hacerlo irreconocible. Porque ahora ya no se tTata simplemen-
te de sustituir el principio de la legalidad por el de la antijuridicidad ni de admitir la
tipificación indirecta o por remisión sino de prescindir lisa y llanamente de la reserva
legal especifica de las infracciones administrativas —que es la clave de todo el
moderno Derecho Administrativo Sancionador— para sustituirle en la práctica por
una simple exigencia de cobertura legal. Las consecuencias de este deslizamiento de
la reserva legal a la cobertura legal son gravísimas: el Derecho Administrativo
206 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Sancionador pierde su especificidad y, con ella, su identidad. La actividad sancio-


nadora de la Administración se convierte así en una actividad interventora más con
olvido de una tradición centenaria, de una doctrina que parecía definitivamente con-
solidada y, en último extremo, de un mandato constitucional expreso. Con esta muta-
ción —tanto más peligrosa cuanto que está teniendo lugar sigilosamente hasta tal
punto que todavía no ha sido denunciada— desaparece el Derecho Administrativo
Sancionador y se borra lo más sustancial del artículo 25.1 de la Constitución
Esto no es una adaptación del dogma a la realidad sino una abdicación vergon-
zante de lo que con razón viene considerándose una conquista del progreso jurídico y
social. Si ¡a doctrina de la cobertura legal fuese correcta, sobraría una de las piezas
más originales no sólo del Derecho Administrativo Sancionador sino de la Teoría
constitucional, a saber: la reserva legal. Y tal es, en definitiva, el contenido de mi
denuncia: la contradicción entre una formulación radical del principio de legalidad
(con la reserva legal y el mandato de la tipificación) y una realidad que no se ajusta
a él y que teóricamente se pretende justificar con relajaciones gravísimas del princi-
pio. Situación que podría resumirse así: radicalismo verbal por causas ideológicas y
relajación práctica justificada con explicaciones teóricas de técnica inadmisible.
Esta contradicción no debe sorprendernos por lo demás, ya que es una de las
mucha que se han enquistado en las estructuras reales que sostienen el Estado consti-
tucional que no es, al fin y al cabo, más que la formulación académica de una utopía
política, cuya plausibilidad precisa de férreos dogmas en que apoyarse. Cabalmente
uno de ellos es el principio de la legalidad que, en cuanto dogma, debe ser aceptado
por un acto de fe pasando por alto sus quiebras y contradicciones. Desde el punto de
vista de la teoría constitucional esto no tiene importancia debido a que para la los polí-
ticos y profesores lo fundamental son las palabras. Lo grave es cuando la contradic-
ción se traslada a la práctica ya que se enfrenta al juez ante un dilema inquietante: o
se atiene al dogma sacrificando las circunstancias específicas del caso; o se atiene a
éstas sacrificando a aquél. Ahora bien, si las soluciones fueran uniformes, podrían
gustar o no, pero al menos habría seguridad jurídica. En la jurisprudencia, sin embar-
go, cada juez se inclina imprevisiblemente por cualquiera de las opciones del dilema
y en unos casos sostienen a rajatabla la integridad del principio mientras que en otros
admiten toda clase de relajaciones, algunas verdaderamente pintorescas.
El principio de legalidad es la primera manifestación que encontramos de una nota
general y característica: el Derecho Administrativo Sancionador se mueve en dos nive-
les, uno superior en el que habitan las teorías y los principios constitucionales más
exquisitos; y otro inferior donde se desarrolla la práctica cotidiana con sus infinitos
matices concretos. A primera vista parecen dos mundos distintos, no sólo separados sino
contrapuestos. Porque las teorías y los principios del piso superior —para no manchar-
se— rehuyen el contacto con los sórdidos acontecimientos que tienen lugar en el piso
inferior; mientras que las prácticas administrativas sancionadoras operan de espaldas a
los puros principios, entendiendo que su aplicación estricta paralizaría su funciona-
miento. Así las cosas, son los jueces a quien corresponde la difícil tarea de armonizar
las contradicciones forzando a la Administración a respetar en lo posible las instruccio-
nes constitucionales y, correlativamente, flexibilizando los principios para hacerlos efi-
caces en la realidad. Un ir y venir en la cuerda floja, que tantos accidentes produce.
Sirvan estas páginas como introducción a una serie de cuestiones, singularmente
complejas, que se nuclean en torno al llamado principio de legalidad. Un principio cuya
solemne recepción en el texto constitucional no ha podido evitar la prodigiosa ambi-
güedad de su contenido y la imprecisión de su concepto, tal como se ha dicho al prin-
cipio. Es muy posible que ninguna otra expresión aparezca con más frecuencia que ésta
en los repertorios jurisprudenciales ni haya sido objeto tampoco de análisis doctrinales
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 207

tan abundantes y extensos. Pero a pesar de ello —o quizás por causa de ello— nada per-
manece tan confuso, ni a un mismo significante se han correspondido nunca tantos y
tan distintos significados, como ya lo ha advertido el Tribunal Constitucional en su sen-
tencia 234/1991, de 10 de diciembre: «esta expresión [«principio de legalidad»] adole-
ce en el uso común de alguna equivocidad». Por decirlo con palabras de R E B O L L O ( 1 9 9 1 ,
68), esta terminología del principio de legalidad «es equívoca porque no hay aquí una
conexión especial con la ley sino con el Derecho, y confusa, porque dificulta la per-
cepción de un auténtico principio de legalidad que merezca propiamente esa denomi-
nación. Con esta otra denominación se le presenta, además, como una conquista histó-
rica, como si fuera posible y hubiere existido anteriormente una Administración que
escapara de él.» Como es sabido, para este autor el principio de legalidad «es la forma
concreta que adopta el principio de juridicidad en el Estado de Derecho.
Huelga recordar, en fin, que el contenido del presente capítulo no es el principio
genérico de la legalidad sino el específico de la legalidad administrativa sancionado-
ra, para la que, en este momento y a título provisional, puede servir la descripción que
hace la STS de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal): «la cobertura de la potes-
tad sancionadora ha de estar constituida necesariamente por una norma de rango legal
[...] a través de una ley formal. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está
sometida al principio de la legalidad sino también las infracciones así como la deter-
minación de la sanción correspondiente».

II. CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL PRINCIPIO


DE LA LEGALIDAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA

Antes de entrar en el análisis pormenorizado de este principio concreto conviene


hacer presentes determinadas circunstancias que levantan, cuando menos, perpleji-
dad: 1.A Se afirma que el principio de legalidad del Derecho Penal y del Derecho
Administrativo Sancionador se encuentran recogidos en una misma frase y en idénti-
cos términos en el artículo 25.1 de la Constitución; pero, si se repasan los caracteres
y contenido de tal principio en estos dos ámbitos, se comprueba que son completa-
mente distintas su formulación penal y administrativa. 2.A Se habla del principio de
legalidad como de una figura jurídica genérica; pero si se repasan sus caracteres y
contenido en el Derecho Penal, en el Derecho Administrativo y en el Derecho
Administrativo Sancionador se comprueba que en cada uno de estos ámbitos se mani-
fiesta con caracteres muy diferentes. 3.a La letra del artículo 25.1 provoca dudas muy
razonadas sobre la afirmación de que en tal precepto se contiene el principio de la
legalidad tanto en su forma genérica como en cualquiera de sus variantes específicas.
En el artículo 25.1 de la Constitución convergen hoy todas las proposiciones dog-
máticas que se afirman a propósito del Derecho Administrativo Sancionador; pero
también es verdad que de él parten también todas las dudas teóricas y todas las vaci-
laciones —y aun contradicciones— de la práctica. Su ambigüedad es tal que actúa
como la puerta de entrada a un laberinto artificioso del que únicamente puede encon-
trarse la salida a fuerza de voluntarismos ideológicos. Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ,
hace años, en el prólogo a la obra de S A N Z G A N D A S E G U I ( 1 9 8 5 , XIII) ya hizo una pru-
dente advertencia sobre este particular, que debería tenerse en cuenta a la hora de los
triunfalismos: «De la reciente Constitución española, un par de líneas escasas [...], al
incidir sobre las sanciones administrativas, van a innovar radicalmente el complejo y
caótico universo en que las mismas venían viviendo; [pero] el calibrar y aclarar cuál
sea el alcance de la innovación, si puede pretender expresarse en vía de las grandes
constataciones en muy escasas palabras, requiere, por el contrario, a la hora de la ver-
208 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

dad, cuando uno piensa en la magnitud del campo afectado, una labor ímproba, minu-
ciosa y continuada». Una situación que, significativamente, recuerda mucho a la cre-
ada en Italia por el también artículo 25 de su Constitución, de cuya ambigüedad —al
inspirarse en él— no han sabido escapar nuestros constituyentes. La doctrina italiana
vive desgarrada, en efecto, por la interpretación dual de algo tan importante como es
la cuestión de si las sanciones administrativas están sometidas al principio de legali-
dad y a la reserva legal. Y así, mientras un sector dominante da una fácil respuesta
positiva (cfr. el repertorio proporcionado por T R A V I , 1 9 8 3 , 6 1 ss.), otros, como
PALIERO y el propio TRAVI sostienen que la Constitución nada dice ni nada quiso decir
al respecto —a cuyo efecto basta repasar, para comprobarlo, las actas parlamenta-
rias—. Su argumento, por muy minoritario y políticamente incómodo que sea, pare-
ce concluyente: la reserva de ley no aparece en el artículo 25 sino en el 13, pero éste
se refiere exclusivamente a penas, no a sanciones administrativas. Además, esta reser-
va llevaría aparejada la privación de la potestad sancionadora normativa a las
Regiones. En definitiva, por tanto, el principio de la legalidad del Derecho
Administrativo Sancionador es una cuestión de legalidad ordinaria, de tal manera que,
si el artículo 1 de la Ley 6 8 9 / 1 9 8 1 lo ha establecido, cualquier ley posterior puede
suprimirlo ( R O S S I - V A N N I N I , 1 9 9 0 , 1 9 7 ss.). Unas dudas y planteamientos que, de ver-
dad, son perfectamente trasladables a la situación española.

1. E L ARTÍCULO 2 5 . 1 D E L A C O N S T I T U C I Ó N

El principio de la legalidad penal, tal como se ha elaborado en las culturas jurídi-


cas occidentales, se extiende a un repertorio muy amplio de manifestaciones y garan-
tías, entre las que se encuentran: la reserva absoluta de Ley para la definición de las
conductas constitutivas de delitos y de las correspondientes penas, la proscripción de
la costumbre como fuente de Derecho, la prohibición de la analogía in malam partem
y de la interpretación extensiva, la irretroactividad de las normas penales desfavora-
bles para el reo, la determinación, certeza o taxatividad de las normas penales, la pro-
hibición del bis in idem, la garantía jurisdiccional y la garantía de la ejecución penal
( A R R O Y O , 1983,10). Pues bien, si se compara este amplio e indiscutido repertorio con
la formulación del artículo 25.1 de la Constitución («nadie puede ser condenado o
sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constitu-
yan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel
momento») hay que llegar a la conclusión —como hace el mismo autor— de que este
precepto «supone una pobre formulación del principio», si es que no se quiere llegar
a la rotunda y sincera afirmación de tantos otros (COBO y V I V E S , Derecho Penal. Parte
General, 1987, 51) de que nuestra Constitución no contiene una proclamación espe-
cífica de él.
El Tribunal Constitucional, por su parte, ha precisado en múltiples ocasiones el
contenido del principio de la legalidad penal y a nuestros efectos es útil recordar, al
menos, dos sentencias que lo acotan en unos términos breves y concretos que facili-
tan extraordinariamente su manejo. Me refiero a la 133/1987, de 21 de julio, que enu-
mera las «tres exigencias: la existencia de una ley (lex scripta), que la ley sea anterior
al hecho sancionado (lex previa), y que la ley describa un supuesto de hecho estricta-
mente determinado (lex certa)» y a la 8/1991, de 30 de marzo (reproducida luego en
la 67/1982, de 15 de octubre), conforme a la cual el principio de legalidad penal «pro-
hibe que la punibilidad de una acción u omisión esté basada en normas distintas o de
rango inferior a las legislativas [y establece] que la acción u omisión han de estar tipi-
ficadas como delito o falta en la legislación penal (principio de tipieidad) y asimismo
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 209

que la ley penal que contenga la tipificación de delito o falta y su correspondiente


pena ha de estar vigente en el momento de producirse la acción u omisión».
Y si, por otro lado, acudimos a un segundo punto neutral y firme de referencia
—el principio de ¡a legalidad en el Derecho Administrativo—- nos encontramos con
una figura todavía más lejana, puesto que en este campo el principio supone pura y
simplemente que las normas inferiores (reglamentos) no pueden ir contra lo dispues-
to en otras de rango superior.
No obstante lo anterior, sabido es que la doctrina y la jurisprudencia españolas
aceptan hoy con cierta generalidad que el citado artículo 25.1 recoge el principio de
la legalidad en el sentido penal y que, además, lo proclama íntegramente, es decir, con
todos sus corolarios y manifestaciones, aunque literalmente sólo aparezca la interdic-
ción de la irretroactividad de las normas punitivas.
He aquí, en suma, un ejemplo paradigmático de la forma de proceder de algunos
juristas: allí donde encuentran un elemento (aunque sea único) de una figura jurídica
(la irretroactividad suele ser considerada como una manifestación del principio de la
legalidad) la reconstruyen en su integridad como hacía Cuvier con los animales ante-
diluvianos a la vista de un único hueso. Pero ni que decir tiene que esto es puro volun-
tarismo: no están buscando el Derecho sino creándolo a su gusto. Una operación no
reprochable en sí misma, antes al contrario, pero de cuya presencia hay que ser cons-
cientes y aceptarla con todas sus consecuencias. Porque lo que resulta sin duda inad-
misible es obligar a la Constitución, so capa de interpretarla, a decir cosas que desde
luego no ha dicho.
Lo que sucede aquí, sin embargo, es que a la postre lo que importa no es lo que
digan ellas sino lo que los autores y los Jueces dicen que dicen las normas. Por lo cual,
a la vista de la decidida actitud que al respecto han adoptado nuestros Tribunales
(Constitucional y Supremo), hay que aceptar —en un acto de fe jurídica— que el prin-
cipio de legalidad está recogido efectivamente en el artículo 25 de la Constitución.
Aunque admitir esto no es decir mucho porque todavía falta determinar lo más com-
plicado, a saber, el alcance y contenido concretos de tal principio en materia de san-
ciones administrativas que, como acaba de verse, no se deduce directamente ni de la
legalidad del Derecho Penal ni de la del Derecho Administrativo. La discusión que a
tal propósito se ha levantado —y que puede encontrarse resumidamente expuesta en
SANZ G A N D A S E G U I ( 1 9 8 4 , 1 0 5 ss.)— ha resultado absolutamente estéril por el subje-
tivismo de las posiciones sostenidas.
Independientemente de ello, lo que sí es muy aleccionador es la historia de la ela-
boración de tal precepto, tal como la ha contado uno de sus protagonistas (Lorenzo
M A R T Í N - R E T O R T I L L O , 1 9 8 4 , 1 0 9 - 1 2 7 ) a quien seguimos a continuación.
En el texto del Anteproyecto constitucional y con diferente numeración aparecía
que «nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el
momento de cometerse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según
el ordenamiento jurídico vigente en aquel momento». Dicción que se mantuvo en la
Ponencia, en el Dictamen de la Comisión del Congreso de los Diputados y en la dis-
cusión del Congreso. Pero al llegar al Senado se levantó una encendida polémica
impulsada por M A R T Í N - R E T O R T I L L O que terminó con modificaciones importantes
Este Catedrático universitario, y Senador entonces, no estaba de acuerdo con dos
puntos del proyecto: por un lado, con la expresión «ordenamiento jurídico», que con-
sideraba imprecisa y sustituible por la de «ley»; y, por otro lado, con la constitucio-
nalización de la potestad sancionadora, que consideraba —como otros autores de la
época— herencia inadmisible del franquismo. En su consecuencia presento dos
enmiendas en cuya justificación puede leerse: «Conviene consagrar el principio de
legalidad en el sentido más estricto. La alusión del Ordenamiento jurídico, aconseja-
210 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ble para otras regulaciones, seria aquí muy perturbadora, pues cualquier reglamento
administrativo podría entrar a definir el ámbito de lo delictivo. Sólo la norma supe-
rior, la ley, debe ser aludida [...]. Se defiende que no queden constitucionalizadas las
sanciones administrativas. Bajo el aparente efecto benéfico de impedir sanciones
administrativas de privación de libertad se llega a la gravísima consecuencia de cons-
titucional izar las sanciones administrativas. Con lo que se potencia el mantenimiento
de un statu quo nada defendible».
Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O dio la batalla en los dos frentes, pero sólo pudo
imponer su opinión en uno de ellos. Consiguió, en efecto, que se sustituyese la expre-
sión «ordenamiento jurídico» por la de «ley». La Cámara, en cambio, insistió en reco-
ger constitucionalmente la potestad sancionadora de la Administración. Y aquí viene
lo más estupendo de la historia. Porque, después de tanto discutir, la Comisión Mixta
Senado-Congreso, sin dar la menor justificación, volvió a cambiar la palabra «ley»
por la de «legislación» y así quedó definitivamente el precepto con la misma ambi-
güedad inicial al volverse a emplear un término impreciso.
F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z ( 1 9 8 9 , 2 1 ) da a estos hechos una interpretación que a mí
no me convence porque me parece que sobreestima la racionalidad de nuestros cons-
tituyentes y les atribuye unos conocimientos de la realidad administrativa, de los que
notoriamente carecían. En opinión de este autor, en efecto, el empleo de la palabra
«legislación», pese a todos sus inconvenientes, fue una decisión deliberadamente pro-
vocada «por el temor a alterar de un modo radical el statu quo anterior, es decir, por
el miedo a disponer de facultades propias y autónomas de incriminación de conduc-
tas, desmantelamiento que se hubiera producido de forma inevitable si el principio de
legalidad en materia sancionadora se hubiere formulado con expresa reserva de ley
con mayúsculas y sólo a ella la distinción de lo lícito y lo ilícito».

2. L A SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL

La batalla en el Senado a que acaba de aludirse y el artículo 25.1 de la


Constitución no son, sin embargo, el punto de partida del principio de la legalidad en
el Derecho Administrativo Sancionador, como por algunos equivocadamente se
entiende. La historia viene de mucho más atrás, y, diga lo que diga el Tribunal
Constitucional, la Constitución no ha supuesto un cambio radical en este punto ni con
ella se ha iniciado una nueva singladura en la evolución jurídica, comprobándose una
vez más que el Derecho no se desarrolla a saltos, sino que evoluciona indefectible-
mente apoyándose en el pasado. Además, y en otro orden de consideraciones, debe
tenerse también presente que todavía en 1992 siguen vigentes muchas normas san-
cionadoras de la etapa precedente. De aquí la conveniencia, y aun necesidad, de exa-
minar con cierto detalle la situación anterior a 1978.
En 1962, en el número 39 de la Revista de Administración Pública, apareció un
artículo de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O («La doctrina de las materias reservadas a la
Ley y la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo»), en el que por primera vez en
España —tal como el mismo autor pone de relieve— se estudiaba la cuestión de una
manera frontal y sistemática.
Aunque a muchos hoy sorprenda, en plena vigencia del franquismo era la reserva
de ley (elemento esencial, como sabemos, del principio de legalidad) una figura per-
fectamente conocida y utilizada con habitualidad tanto en las llamadas Leyes
Fundamentales como en la legislación ordinaria. La Ley constitutiva de las Cortes de 17
de julio de 1942 hacía, en efecto, en sus artículos 10 y 12 una doble relación de las nor-
mas que correspondía aprobar, respectivamente, al Pleno y a las Comisiones, y en el
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 211

segundo de los artículos citados se aludía, además, de forma expresa a las disposiciones
«que deben revestir forma de ley». Mecanismo que daba sentido al artículo 17 del Fuero
de los Españoles: «Los españoles tienen derecho a la seguridad jurídica. Todos los órga-
nos del Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que
no podrán arbitrariamente ser interpretadas ni alteradas.» El Fuero de los Españoles
contiene un largo repertorio de reservas legales en sus artículos 7, 8, 9,10, 15, 16, 18,
19,20 y 32, de contenido y redacción muy similares a los de la Constitución vigente y
que se cierra con lo dispuesto en el artículo 34: «Las Cortes votarán las leyes necesarias
para el ejercicio de los derechos reconocidos en este Fuero».
De todo este repertorio, el artículo que más nos interesa es el 19 —«nadie podrá
ser condenado sino en virtud de ley anterior al delito»—, claro antecedente del artí-
culo 25 de la Constitución de 1978, aunque de contenido más parcial, puesto que úni-
camente se refería a los delitos y no a las infracciones administrativas.
Este sistema constitucional de las Leyes Fundamentales se encontraba obviamen-
te desarrollado en las leyes ordinarias, empezando por el viejo y anterior Código
Civil, en cuyo artículo 348 había percibido el Tribunal Supremo (sentencias de 24 de
octubre y 22 de noviembre de 1961) una inequívoca reserva legal en materia de pro-
piedad. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (Texto refundi-
do de 26 de julio de 1957) es, con todo, la norma más interesante a nuestro propósi-
to y, en particular, su artículo 27:
Los Reglamentos, Circulares, Instrucciones y demás disposiciones administrativas de
carácter general no podrán establecer penas ni imponer exacciones, tasas, cánones, derechos
de propaganda y otras cargas similares, salvo aquellos casos en que expresamente lo autorice
una ley votada en Cortes.

De esta manera tenemos ya perfectamente establecidos dos de los elementos


esenciales de la reserva legal: la prohibición genérica de la intromisión reglamentaria
y la posibilidad de una excepción establecida en la propia Ley. Más todavía: poco
tiempo después, la Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963 se preocupó de
regular con detalle los requisitos de la autorización que abría el paso a la regulación
reglamentaria de las materias reservadas, estableciendo los elementos tributarios con-
cretos que habían de ser regulados «en todo caso» por Ley (art. 10), así como las con-
diciones de las eventuales delegaciones o autorizaciones legislativas, que habían de
«precisar inexcusablemente los principios y criterios que hayan de seguirse para la
determinación de los elementos esenciales del respectivo tributo» (art. 11.1) y sin
olvidar que para mayor garantía del uso de la autorización había de darse cuenta a las
Cortes (art. 1 1 . 2 ) . Regulación que se cerraba con una norma en la que se determina-
ba el rango de las disposiciones administrativas dictadas al amparo de este sistema: si
se ajustaban a la autorización tendrían rango de ley y, en otro caso, el de «meras dis-
posiciones administrativas» (art. 1 1 . 3 ) .
Como se ve, la legislación franquista conocía perfectamente la figura de la reser-
va legal, de la que se iban ocupando también los autores, como el citado Lorenzo
M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 6 2 y, posteriormente, 1 9 7 6 ) y años más tarde G A R C Í A DE
ENTERRÍA (Legislación delegada y control judicial. Discurso de ingreso en la Real
Academia de Legislación y Jurisprudencia leído el 1 6 de marzo de 1 9 7 0 ) o A L O N S O
C O L O M E R ( 1 9 7 1 ) ; según M A N Z A N E D O ( 1 9 6 8 , 2 1 6 ) «cuando la Administración Pública
impone sanciones no está limitando en forma alguna oposiciones jurídicas de los
administrados»; tal limitación no deriva de la sanción en sí sino de la norma infrin-
gida que, en virtud del principio de legalidad, constituye presupuesto inexcusable
para la aplicación de sanciones. Ahora bien, conforme se habrá observado, la reserva
212 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

legal, que afectaba a muchas materias y principalmente a la penal, no incluía de forma


expresa en los textos normativos (aunque sí en la doctrina) a las infracciones admi-
nistrativas. Objetivo que, sin embargo, fue alcanzado pronto por el Tribunal Supremo,
cuya obra completó así la parcialidad de la letra del artículo 27 de la Ley de Régimen
Jurídico de la Administración del Estado.
El Tribunal Supremo, en efecto, en sus Sentencias de 16 de diciembre de 1986
(Ar. 7160; Mendizábal) y 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), ha recordado
—o quizás reconstruido— su pasado en los siguientes términos:
La potestad sancionadora de la Administración, como instrumento de la función de «poli-
cía» en el sentido clásico de la expresión, ofrece un talante intrínsecamente penal. Esta Sala
así lo viene proclamando desde hace, al menos, quince años, y ha obtenido en cada caso las
consecuencias de tal premisa en orden a las diversas manifestaciones sustantivas o formales,
desde la tipificación a la irretroactividad, desde el principio de la legalidad a la prescripción,
desde la audiencia del inculpado a las proscripción de la reformatio in peius. En esta primera
fase, la cobertura de ¡a identificación se encontró en el artículo 27 de la Ley de Régimen
Jurídico de la Administración del Estado, interpretada con una perspectiva unitaria y estruc-
tural del ordenamiento jurídico.

Según estas sentencias, la historia de la reserva legal y del Derecho


Administrativo Sancionador se ha desarrollado en España en tres fases. En la pri-
mera, que llega hasta 1957, la jurisprudencia había admitido una configuración
explícita de la potestad sancionadora de la Administración Pública, como inherente
a la función de policía, así como la posibilidad de una habilitación explícita pero
difusa. La segunda fase se abre con la citada Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado, que da pie a una interpretación extensiva de la reserva
legal hasta cubrir la potestad sancionatoria. Y la tercera fase, en fin, se inicia con el
artículo 25.1 de la Constitución, aunque no sea más que un heredero o continuador
de la situación anterior.
Este orgulloso recordatorio del Tribunal Supremo está justificado porque a su
jurisprudencia se debe, ciertamente, la creación de un auténtico Derecho
Administrativo Sancionador organizado sobre unas disposiciones legales fragmenta-
rias que de ordinario más se referían al procedimiento que a los aspectos materiales,
abandonados comúnmente a los Reglamentos. Operación que se llevó a cabo funda-
mentalmente mediante la aplicación, por extensión, de los principios del Derecho
Penal (que tampoco, como se ve, es un descubrimiento reciente del Tribunal
Constitucional) y por la generalización del principio de la legalidad a las infracciones
administrativas con la correspondiente exigencia de una previa tipificación legal,
según se previene, por ejemplo, en la sentencia de 26 de septiembre de 1973 (Ar.
3407; Suárez Manteóla):
Esta Sala con unidad de doctrina [y cita muchas sentencias desde 1957] viene afirmando
que el ejercicio de la potestad sancionatoria presupone la existencia de una infracción para la
cual es indispensable que los hechos imputados se encuentren precisamente calificados como
faltas en la legislación aplicable, porque en la materia administrativa como en la penal rige el
principio de la legalidad, según el cual sólo cabe castigar un hecho cuando esté concretamen-
te definido el sancionador y tenga a la vez marcada la penalidad.

La sentencia, igualmente preconstitucional, de 14 de febrero de 1977 (Ar. 765;


Martín), afirma el principio de la legalidad con buen acopio de argumentos tomados
de la legislación franquista y anula, en consecuencia, el Derecho impugnado por falta
de cobertura legal:
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 213

en este punto falta la autorización legal y por ello el precepto examinado infringe el principio
de legalidad y en concreto lo dispuesto en el artículo 41 de la Ley Orgánica del Estado y 23,
27 y 28 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado.

Y, finalmente para no abusar de las citas, la de 17 de octubre de 1978 (Ar. 3344;


Botella) advierte que
la circunstancia de que una posibilidad para la Administración de fijar cuantías de multas sin
límite superior legalmente preestablecido [...] implicaría claro quebranto del artículo 27 de la
Ley de Régimen Jurídico de la Administración de) Estado y de garantías fundamentales, como
es el caso de) artículo 19 del Fuero de los Españoles.

Lo que ha sucedido luego, sin embargo y un tanto sorprendentemente, es que el


Tribunal Constitucional está ignorando hoy las realizaciones del Tribunal Supremo en
este punto, de tal manera que en la actualidad parte del supuesto de que con anteriori-
dad a la Constitución no existía el principio de reserva legal en materia sancionadora.
Olvido tanto más sorprendente cuanto que la doctrina lo ha estado recordando hasta las
mismas vísperas de la Constitución, como puede comprobarse en LAVILLA (1977,492),
quien argumenta así: «Si en nuestro Ordenamiento coexisten el artículo 27 LRJAE, que
prohibe establecer penas por disposiciones reglamentarias, y el 603 del Código Penal,
que prohibe que las penas establecidas por disposiciones reglamentarias rebasen
determinados límites, es claro que no puede aceptarse que sea el mismo concepto de
penas el que configure el ámbito de aplicación de uno y otro precepto. La conclusión
lógica subsiguiente es que las penas a que se refiere el artículo 603 del Código Penal
son precisamente las sanciones administrativas, y no pueden ser otras por dos razones
fundamentales: porque por disposición reglamentaria no pueden establecerse, en nin-
gún caso, penas en sentido estricto, y porque el artículo 603, en su literalidad, establece
el límite respecto de las penas aun cuando hayan de imponerse en virtud de atribucio-
nes administrativas». Esta postura, aparentemente extraña, del Tribunal Constitucional
puede explicarse —salvando la ignorancia— por dos tipos de razones:
En primer lugar porque gracias a esta piadosa ficción puede salvarse la validez de
las normas sancionadoras preconstitucionales que, de atenerse a la jurisprudencia
ortodoxa del Tribunal Constitucional, deberían ser inexorablemente anuladas. Así se
proclama en la sentencia 42/1987, de 7 de abril:

No es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones


reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia de acuer-
do con el Derecho anterior a la Constitución y, más específicamente, por lo que se refiere a
matenas sancionadoras, el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley
no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momen-
to en que la Constitución fue promulgada (sentencias de este Tribunal de 8 de abril de 1981 y
7 de mayo de 1981).

Y, en segundo lugar y no con menor fuerza, porque el Tribunal Supremo sólo muy
tardíamente ha afirmado con rotundidad la doctrina que más arriba se ha expuesto. La
verdad es que durante muchos años su postura ha sido vacilante y contradictoria, de
tal manera que también podría hacerse una larguísima lista de sentencias que decla-
ran exactamente lo contrario a lo que más arriba se ha expuesto. (Y por ello, quizas,
ALONSO C O L O M E R se limita con toda prudencia en 1 9 7 1 a hablar de una tendencia
«hacia una limitación»). . . . .
En esta línea doctrinal, el Tribunal Supremo se limita a aplicar el principio de
legalidad del Derecho Administrativo que, según sabemos, se refiere exclusivamente
214 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

a la jerarquía de normas y no a la reserva legal en el sentido penal, es decir, rechaza


la interpretación extensiva del citado artículo 27, aunque haya (según acaba de verse)
sentencias testimoniales en contra, y sólo conforme pasa el tiempo se va imponiendo
la postura de la exigencia de la legalidad en el sentido penal (de reserva legal y tipi-
cidad), generalizándose así una postura inicialmente excepcional. Lo que sucede es
que el Tribunal Supremo, considerándose preso por una jurisprudencia mayoritaria
anterior, tiene que inventarse un mecanismo para justificar su cambio de criterio en
los supuestos en los que ya se había pronunciado en sentido contrario.
Esto lo vemos muy claramente en el caso del Reglamento del Espectáculo tauri-
no, cuya legalidad (y la de las sanciones a su amparo impuestas) había venido decla-
rándose desde siempre por el Tribunal Supremo, como por ejemplo en las sentencias
de junio y julio de 1966 inmediatamente antes citadas. Pues bien, cuando en ja déca-
da de los setenta se vuelve a plantear la misma cuestión, ya no se atreve el Tribunal a
reiterar su doctrina de que no era necesaria la cobertura legal, pero tampoco se deci-
de a anular las sanciones impuestas rompiendo una tradición de muchos años. En su
consecuencia acude a una solución intermedia, dogmáticamente débil pero de reco-
nocida eficacia pragmática: se afirma teóricamente el principio de la reserva legal
(apartándose así de las sentencias anteriores), pero a continuación se busca tal cober-
tura para el caso concreto, que termina encontrándose en alguna ley insospechada,
ordinariamente en la de Orden Público; con lo cual se confirma en el fallo la línea
jurisprudencial tradicional.
Así procede concretamente la Sentencia de 1 7 de junio de 1 9 7 5 (Ar. 2 3 5 8 ; Algara
Saiz), en la que, para confirmar las sanciones taurinas impuestas, se rechaza la invo-
cación del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado
para anular el Reglamento del espectáculo taurino de 15 de marzo de 1962; pero
ahora, no ya porque niegue el principio de legalidad, sino por considerar que ésta se
cumple por la cobertura legal que ofrece la Ley de Orden Público. Extensión desme-
surada de tal cobertura que la mejor doctrina criticó de manera inmediata ( B E R M E J O ,
1 9 7 5 ) recogiendo las duras observaciones anteriores de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ,
quien desde hacía tiempo venía hablando de la intencionada «trivialización» con la
que se manejaba el Orden Público para supuestos que nada tenían que ver con su Ley
Reguladora. Y es que no hay que olvidar que, con carácter general, tendía la jurispru-
dencia a afirmar cómoda y acríticamente que «la potestad gubernativa de alcance san-
cionatorio se encuentra [...] en la Ley de Orden Público».
He aquí, pues, que el artículo 27 de la Ley de 1957 ha supuesto para el Derecho
Administrativo Sancionador un hito no menos importante que el artículo 25 de la
Constitución de 1978. Pero conste que en uno y otro caso la trascendencia real de los
preceptos ha sido consecuencia, más que de su letra o de las intenciones del legisla-
dor, de la interpretación voluntarista que de ellos se ha hecho.
Tal como acaba de contarse, la Jurisprudencia progresista vio en la reserva legal —
establecida en el artículo 27 únicamente para las «penas»— una excelente oportunidad
para extenderla a las sanciones administrativas. Ampliación que se encontraba, sin
embargo, cerrada por la rotunda declaración del artículo 26.3 del Código Penal: «No se
reputarán penas las multas y demás correcciones que, en uso de atribuciones gubernati-
vas o disciplinarias, impongan los superiores a sus subordinados o administrados». Ahora
bien, si este obstáculo parecía ciertamente imposible de derribar, resultaba al menos
superable mediante el hábil rodeo dialéctico consistente en la afirmación dogmática de
la identidad de penas y sanciones administrativas. Ni que decir tiene que buena parte de
la Jurisprudencia se negó a embarcarse en esta aventura sutil; pero también sabemos que
en otras sentencias no vaciló el Tribunal Supremo, de tal manera que, a través del indi-
cado arbitrio identificador, logró subsumir las sanciones administrativas en el término
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 215

legal de «penas» y establecer con ello el principio de legalidad—o, si se quiere, la reser-


va legal— en el Derecho Administrativo Sancionador, que era lo que pretendía.
Así fue, en realidad, como se revitalizó en España la vieja cuestión, un tanto ran-
cia, de la identidad o diferencia ontológica entre penas y sanciones y entre delitos e
infracciones que, como se ve y a despecho de su apariencia teórica, tenía en este con-
texto un interés práctico muy concreto.

3. CONCLUSIONES

Si en estos momentos se atreviera un autor a negar que la Constitución reconoce


y consagra el principio de legalidad de las sanciones administrativas, seria tachado de
heterodoxo y aun de ignorante y, declarado convicto y confeso de animadversión al
Estado de Derecho, sería irremisiblemente expulsado a las tinieblas que flotan en el
exterior de la comunidad científica democrática. No seré yo, por tanto, quien deslice
una negación de este género al estilo de P A L I E R O - T R A V I ( 1 9 8 8 , 1 3 5 ss.), quienes con-
tra viento y marea siguen sosteniendo en Italia la autonomía del Derecho
Administrativo Sancionador frente al Derecho Penal, con la consecuencia, entre otras,
de rechazar la generalizada tesis de que el artículo 25 de la Constitución italiana haya
declarado el principio de la legalidad de las infracciones administrativas. En su opi-
nión —y conforme se ha indicado ya más atrás—, el principio de legalidad sólo rige
para las sanciones específicas que aparecen de forma expresa en otros artículos de la
Constitución: como en el 23 para las prestaciones personales o patrimoniales y en
el 97 para las sanciones no pecuniarias de carácter ablativo. Tesis que en su país tiene
suma importancia política, dado que en el supuesto de que el principio fuera de veras
constitucional y general —por el artículo 25— habían de quedar excluidas las regio-
nes del ejercicio normativo de tal potestad.
No es el caso, en España, de hacer este tipo de declaraciones transcendentales,
pero sí importa realizar, al menos, determinadas precisiones que comienzan por una
observación tan elemental que nadie se atreverá a discutir, a saber: que el articulo 25
de nuestra Constitución no reconoce en modo alguno el principio de la legalidad en
su sentido amplio y propio, sino únicamente el de ciertos corolarios del mismo. A par-
tir de aquí pueden adoptarse diferentes posturas hermenéuticas: o bien que la acepta-
ción de un corolario implica la existencia del principio del que se deduce, o bien que,
a sensu contrario, el reconocimiento de uno implica la exclusión de los demás. Pero
lo que de todas maneras parece seguro es que el contenido del principio de la legali-
dad que quiera construirse doctrinal o jurisprudencialmente para el Derecho
Administrativo Sancionador no puede coincidir con los correspondientes al Dere-
cho Penal y al Derecho Administrativo.
Lo que acaba de decirse explica la polémica levantada entre nosotros a propósito
de la vigencia del principio en el Derecho Administrativo Sancionador, así como la
inseguridad de las formulaciones utilizadas por los distintos autores. Polémica e incer-
tidumbre que son consecuencia casi inevitable de la ambigüedad de origen y que, por
ello, sólo pueden disiparse cuando el análisis se centra en el principio de legalidad
propio del Derecho Administrativo Sancionador, dejando a un lado tanto su expresión
genérica (que por su enorme amplitud ha perdido precisión) como sus otras manifes-
taciones específicas, cada una de ellas con características distintas Ni que decir tiene,
desde luego, que el principio de legalidad específico que aquí interesa tiene mucho en
común con la figura genérica; pero en estos momentos importa más subrayar lo pecu-
liar que lo común. Y en todo caso el punto de referencia más útil ha de ser el princi-
pio de la legalidad penal, distinto ciertamente al nuestro, pero sobre el que ha influí-
216 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

do sensiblemente tanto en la práctica como en la elaboración dogmática y, sobre todo,


por la circunstancia de que con ambos puede formarse un cierto principio de legali-
dad sancionadora perfectamente admisible a la sombra del artículo 25 de la
Constitución.
Así las cosas, la LPAC ha colocado al principio de la legalidad en el pórtico mismo
de su regulación, titulando con este nombre el artículo 127, primero del capítulo, en el
que se declara que la potestad sancionadora «se ejercerá cuando haya sido expresa-
mente atribuida por una norma con rango de Ley». De acuerdo con esto, el principio
de legalidad aparece nítidamente separado del de tipicidad (al que se dedica el art. 129)
y su contenido es simplemente la «atribución del ejercicio de la potestad». Es decir,
que, desde la perspectiva del artículo 127, el principio se cumple —tal como literal-
mente dice— cuando se ha realizado por Ley tal atribución; y, además, se excluye
inequívocamente la posibilidad de la atribución implícita (del ejercicio) de la potestad.
No creo, sin embargo, que esta interpretación rigurosa sea viable. La LPAC apun-
ta formulaciones radicales (que parecen extraídas de algún manual dogmático), que
luego no pueden ser aplicadas en la realidad y que, por otra parte, resultan ininteligi-
bles por sí mismas, ya que, al no formar un sistema coherente, chocan enseguida con
otros preceptos.
La letra del artículo 127.1 no puede ser más clara, como acabamos de ver; pero la
intención de la legalidad atributiva se desvanece por completo cuando la contrastamos
con el epígrafe XIV de la Exposición de Motivos, donde se le describe como la «ratio
democrática en virtud del cual es el poder legislativo el que debe fijar los límites de
la actividad sancionadora de la Administración». La frase es interesante desde el
punto de vista retórico, aunque su análisis nos deje perplejos. Fijar los límites es, con
toda evidencia, determinar una línea de actividad que no es lícito desbordar. Una téc-
nica normativa que no sigue prácticamente nunca nuestro legislador sectorial.
Con lo cual nos encontramos en una situación verdaderamente anómala, en la que
dos funciones atribuidas al principio de legalidad resultan inoperantes:
a) La función atributiva de facultad de ejercicio de potestad sólo se ha utilizado
muy escasamente, de tal manera que, de interpretarse esta condición con rigor, se que-
daría una parte sustancial de las Administraciones Públicas sin poder ejercer la potes-
tad sancionadora.
b) Y la función de establecimiento de límites, al olvidar lo más importante, o
sea, la regulación de su contenido positivo, convierte al principio de la legalidad en
un elemento ornamental del sistema.

En definitiva, tengo que volver a insistir en que el Derecho Administrativo


Sancionador está ahora peor que antes, puesto que se obliga al intérprete no ya a suplir
los silencios de la Ley, sino a intentar mantener un sistema coherente que la
Jurisprudencia ya había ido elaborando trabajosamente y que la nueva Ley parece
destruir con absoluta frivolidad.

III. CONTENIDO

El principio de legalidad admite una descripción esquemática elemental, tal como


aparece en repetidas sentencias del Tribunal Constitucional, en cuanto que —según se
ha enunciado ya— «implica, al menos, la existencia de una ley (lex scriptá), que la
ley sea anterior (lex previa) y que la ley describa un supuesto de hecho determinado
(lex certa)» (STC 127/1990, de 5 de julio). Caracteres atribuidos inicialmente a la
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 217

legalidad penal, pero que son extendibles, sin duda, a la legalidad sancionadora en
general. Sobre todo esto se habla porraenorizadamente a lo largo del libro, aunque en
este momento interesa concentrarse de modo singular en algunos aspectos de su con-
tenido. Detalles que, en cualquier caso, no nos autorizan a olvidar funcionalidad del
principio, tal como acertadamente aparece formulada en las SSTC 42/1987 y 3/1988,
de 7 de abril y 21 de enero: «La potestad sancionadora de la Administración encuen-
tra en el articulo 25.1 de la Constitución el límite consistente en el principio de la lega-
lidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una norma
de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancio-
natorios en manos de la Administración presentan».

1. LA DOBLE G A R A N T Í A

El Tribunal Constitucional, después de varios tanteos, ha acertado con una for-


mulación canonizada del principio de legalidad —reproducida literalmente en
muchas sentencias y recibida también por el Tribunal Supremo— que no se limita ya
a la descripción de sus caracteres externos —como la que acaba de enunciarse—, sino
que pasa del plano de lo formal al de su contenido:

Dicho principio comprende una doble garantía: la primera, de orden material y alcance
absoluto, tanto referida al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrati-
vas, refleja la especial transcendencia del principio de seguridad jurídica en dichos campos
limitativos y supone la imperiosa necesidad de predeterminación normativa de las conductas
infractoras y de las sanciones correspondientes, es decir, la existencia de preceptos jurídicos
(lex pre\'ia) que permitan predecir con suficiente grado de certeza (lex certa) aquellas con-
ductas y se sepa a qué atenerse en cuanto a la aneja responsabilidad y a la eventual sanción; la
segunda, de carácter formal, relativa a la exigencia y existencia de una norma de adecuado
rango y que este Tribunal ha identificado como ley en sentido formal (STC 61/1990, de 29 de
marzo).

Dos garantías que en el lenguaje jurídico tradicional siempre se han denominado


de reserva legal y de tipicidad y que, como tales, serán estudiadas con detalle más
adelante en capítulos separados.
Esta distinción de vertientes es correcta y, desde luego, muy útil para el análisis.
Lo que no obsta a que su extremada sutileza le haga con harta frecuencia quebradiza
y la Jurisprudencia resbale de uno a otro campo sin demasiada precisión. Porque, en
el fondo, reserva legal y mandato de tipicidad son cuestiones inescindibles. Para com-
probarlo basta leer los abundantes ejemplos de tales «deslizamientos» de plantea-
miento que aparecen deliberadamente destacados en trabajos como el de L O P E Z
CÁRCAMO (1991) y que pueden ejemplificarse en las palabras de la STS de 5 de julio
de 1985 (Ar. 3607; Reyes), conforme a la cual la reserva de ley «lo que indudable-
mente persigue es que preexista al hecho material de la infracción e imposición de
sanciones, la tipificación de aquéllas y el señalamiento de éstas, en garantía de quien,
a la vista de estas prohibiciones y de sus consecuencias, conscientemente se determi-
ne a acomodar o no su conducta a lo que esa legislación prevé». En definitiva, aquí
reserva legal y tipificación son la misma cuestión.
El Tribunal Supremo, percatándose de esas dificultades, ha procurado establecer
en otros lugares con carácter general una diferenciación precisa de ambas figuras,
aunque sea a riesgo de separar la tipicidad del bloque de la legalidad, como en su sen-
tencia de 20 de diciembre de 1989 (AI. 9640; Conde Martín) con palabras reiteradas
luego en otras muchas:
218 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Los conceptos de legalidad y de tipicidad no se identifican, sino que el segundo tiene un


propio contenido, como modo especial de realización del primero. La legalidad se cumple con
la previsión de las infracciones y sanciones en la ley, pero para la tipicidad se requiere algo
más, que es la precisa definición de la conducta que la ley considere pueda imponerse, siendo
en definitiva medio de garantizar el principio constitucional de la seguridad jurídica y de hacer
realidad junto a la exigencia de una lex previa, la de una lex certa,

Por lo que se refiere a las relaciones entre principio de legalidad y reserva legal,
en el panorama doctrinal hay opiniones para todos los gustos, que van desde su
separación nítida a su identificación más absoluta. Buen ejemplo de esta última ten-
dencia es Javier P É R E Z R O Y O (La reserva de ley, 1 9 7 0 , 2 - 3 ) , donde se afirma que
entre ambos conceptos «no existe diferencia alguna» ya que «jamás la reserva de
ley ha sido más que el principio de legalidad o viceversa». Para G A R R O R E N A ( 1 9 8 0 ,
72) la identificación es también clara y el uso predominante de una fórmula o de
otra depende del contexto político o sistema constitucional básico en que operen:
«En un esquema dualista, donde la ley queda materialmente referida a unos conte-
nidos determinados, ése es a su vez el espacio donde puede hablarse de principio de
legalidad; pero es comprensible que dicha situación se exprese mejor en términos
de acotamiento material, es decir, de reserva. Por contra, en un sistema estricta-
mente parlamentario, construido por referencia a la posición vertebral del
Parlamento, la condición expansiva, indefinida, que adquiere el espacio reservado
a la ley, viene a quedar mejor expresada en términos de primariedad e imperio o, lo
que es lo mismo, de principio de legalidad; en este sentido dice Fois que en una
democracia parlamentaria el principio de legalidad absorbe a la reserva, del mismo
modo y por idéntica razón que en un sistema dual podría sustentarse la afirmación
contraria».
A la vista de lo que antecede es comprensible el desconcierto del lector, que en
estas pocas páginas va de sorpresa en sorpresa: primero, la de que el principio de lega-
lidad —publicitado como la gran conquista del Estado de Derecho— estaba ya afir-
mado en el Derecho franquista; y ahora resulta que tal principio —igualmente publici-
tado como pilar fundamental del Derecho Administrativo Sancionador y que ha sido
objeto de docenas de monografías y de miles (sic) de sentencias se revela como un
concepto oscuro, difuso, tan carente de rangos identificatorios que autores muy sol-
ventes no saben qué hacer con ni como separarle de otros, igualmente magnificados
como son los de reserva legal y de tipificación. No es de extrañar, por tanto, el escep-
ticismo doctrinal y, sobre todo, las vacilaciones jurisprudenciales. Si la clave de bóveda
de todo el sistema se derrumba (o, al menos y en todo caso, presenta fisuras de tal mag-
nitud) ¿qué garantía puede ofrecer a los juristas un sistema tan frágil? Más aún ¿qué
fiabilidad puede darse a la pretendida estrella polar de los derechos de los ciudadanos
y de la práctica forense?
En un trance tan difícil mi posición propia intenta salir del conflicto superando
esta dialéctica de identidad-alienidad: se trata, desde luego, de conceptos distintos,
pero la reserva de ley (como la tipicidad) forma parte de la legalidad en cuanto que es
corolario de ella.

2. D I E Z PROPOSICIONES SOBRE E L PRINCIPIO D E LEGALIDAD E N E L D E R E C H O


ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Por lo que a mi opinión se refiere, puede resumirse en las siguientes proposi-


ciones:
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 219

Primera. El artículo 25.1 de la Constitución sólo contiene, literalmente, una


norma concreta: la de la irretroactividad de las normas sancionadoras favorables.
Segunda. Teniendo en cuenta el trasfondo cultural, político y jurídico de la
Constitución, puede afirmarse también que en ese precepto, aparentemente tan
modesto, se ha positivizado el principio general de la legalidad del Derecho punitivo
del Estado y, por ende, del Derecho Administrativo Sancionador.
Tercera. El alcance y contenido concretos de este principio general —y cabal-
mente por ser principio, y no norma— no debe buscarse, puesto que no puede encon-
trarse, en el articulado de la Constitución. El artículo 25 no ha pretendido regular el
principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, sino que se limita,
a todo lo más, a reconocerlo y asumirlo, proclamando su existencia, por remisión, en
los términos en que aparezca en cada momento histórico en el Ordenamiento
Jurídico.
Cuarta. Como consecuencia de esta remisión, corresponde a la doctrina y a la
Jurisprudencia, a la vista de los datos del Derecho positivo y de la conciencia jurídi-
ca popular y científica, determinar su contenido concreto en el momento actual.
Quinta. Para lograr este objetivo no basta referirse al principio de legalidad en
abstracto, ya que el concreto principio de la legalidad en el Derecho Administrativo
Sancionador tiene un contenido específico.
Sexta. El primer elemento que en el principio se integra es el de la irretroactivi-
dad de las normas sancionadoras desfavorables, constitucionalmente positivizado.
Séptima. El mandato de reserva tampoco está constitucional izado literalmente,
pero así puede entenderse —y de hecho así se ha entendido— por la Jurisprudencia y
por la doctrina.
Octava. El mandato de la tipificación también puede, sin excesivas dificultades,
considerarse integrado en el mismo principio.
Novena. La prohibición de bis in idem en modo alguno se encuentra constitucio-
nalmente positivizada. No obstante, se le ha incluido también en el principio, y así
está confirmado por los datos apuntados en la legislación y la Jurisprudencia.
Décima. En definitiva, el contenido del principio de legalidad en el Derecho
Administrativo Sancionador está formado por los siguientes elementos: los mandatos
de reserva legal, de tipificación y las prohibiciones de bis in idem y de irretroactivi-
dad de las normas sancionadoras desfavorables.

Todo esto es lo que constituye lo que podría denominarse su núcleo duro, en cuan-
to que se trata de elementos esenciales e indiscutidos. Ahora bien, teniendo en cuen-
ta que un principio jurídico posee por definición unos límites imprecisos y flexibles,
pueden también ser imputados al que nos ocupa otros elementos (que podrían consi-
derarse periféricos en cuanto que menos importantes, no tan indiscutidos o en vías de
consolidación), como pueden ser la prohibición de la analogía in peius o la propor-
cionalidad de las sanciones.
De todo lo dicho, la sistematización conceptual más difícil es la que resulta del
principio de legalidad, el mandato de reserva legal y de la interdicción del bis in idem,
enlazados en una regulación triangular muy compleja. Para comprender todo esto
basta, sin embargo, tener presente que el punto de referencia es el principio de la lega-
lidad y que lo demás son normas concretas que integran su contenido. Vistas así las
cosas, se trata —como ya se ha indicado— de factores inseparables y ñincionalmen-
te han de operar siempre unidos. Lo cual no obsta, empero, a que analíticamente pue-
dan ser examinados por separado (que es lo que se hace en este libro). En otras pala-
bras: el principio de legalidad se cristaliza —formalmente— en normas con rango de
ley y —materialmente— en contenidos concretos que se denominan tipos de infrac-
220 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ciones y sanciones. En definitiva, pues, la doble garantía de la que se hablaba al prin-


cipio desde otra perspectiva.

3. L o s D E R E C H O S SUBJETIVOS DERIVADOS

La legalidad es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho obje-
tivo. Pero, por otro lado y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deri-
va uno de índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal
legalidad. Así lo reconoce la STC 77/1983, de 3 de octubre (a la que se remite luego
la 3/1988, de 21 de enero):

Existen unos limites de la potestad sancionadora de la Administración que de manera


directa se encuentran contemplados en el artículo 25 de la Constitución y que dimanan del
principio de la legalidad de las infracciones y de las sanciones. Estos límites, contemplados
desde el punto de vista de los ciudadanos, se transforman en derechos subjetivos de ellos y
consisten en no sufrir sanciones sino en los casos legalmente prevenidos y de autoridades que
legalmente pueden imponerlas.

Más todavía: estos derechos subjetivos alcanzan nada menos que el rango de dere-
cho fundamental y, por ende, protegido por el recurso de amparo, según declara la
STC 8/1981, de 30 de marzo: «En virtud de este artículo 25.1 [...], cualquier ciuda-
dano tiene el derecho fundamental, susceptible de ser protegido por el recurso de
amparo constitucional, a no ser condenado por una acción u omisión tipificada y
penada por ley que no esté vigente en el momento de producirse aquélla».
El Tribunal Supremo, por su parte, apoyándose en la doctrina del Tribunal
Constitucional ha insistido en la misma posición, como puede comprobarse, por
todas, en la sentencia de 16 de junio de 1992 (Ar. 4627; Lecumberri): «En aplicación
de la sentencia del Tribunal Constitucional 42/1987, de 7 de abril, que declara la exis-
tencia de un derecho fundamental configurado como tal en el artículo 25 de la
Suprema Norma, y cuya transgresión consiste en la imposición de sanciones en vir-
tud de normas administrativas sin fúndamentación en norma legal [...]».
Junto a esta consecuencia procesal, parece que puede aparece otra —la de gozar
del privilegio de que su regulación esté reservada a una Ley Orgánica— que exami-
naremos más adelante para dar una respuesta negativa, dado que, según observa S A N Z
G A N D E S E G U I ( 1 9 8 4 , 9 5 ) y a SU planteamiento me remito, este derecho a la legalidad
«termina cuando se impone una sanción cumpliendo los requisitos del artículo 25.1,
sin que de su propia naturaleza pueda pensarse que el derecho a la legalidad tenga un
contenido mayor, susceptible de regulación o desarrollo».
Todo esto está muy bien, pero queda sin explicar por qué la jurisprudencia rechaza
en otros ámbitos el derecho a exigir el respeto a la legalidad que, como es sabido, no
se considera legitimador. Es comprensible, desde luego, que en el supuesto de la sim-
ple legalidad el derecho no tenga acceso al Tribunal Constitucional pero ¿por qué no
puede hacerse valer ante los tribunales contencioso-administrativos? De la misma
manera la STS de 4 de mayo de 1999 (3 .a, 3. a , Ar. 1996 de 2000) ha abierto una posi-
bilidad inesperada al declarar que «el principio de legalidad que gobierna la actuación
de las Administraciones Públicas impone la corrección de las infracciones adminis-
trativas que hayan podido cometerse». Decisión elogiable sin reservas pero ¿por qué se
declara en este caso —y sólo en este caso— siendo así que la jurisprudencia se atie-
ne de ordinario al principio de la oportunidad y no al de la obligatoriedad de la aper-
tura de expedientes sancionadores y, en último extremo, a su sanción?
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 221

IV PECULIARIDADES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD


EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El principio de legalidad —tal como se ha repetido— es una figura jurídica


ambigua y de contornos imprecisos, susceptible, además, de manifestaciones sensi-
blemente diversas dentro, claro es, de un mínimo denominador común. Ni que decir
tiene que a nuestros efectos la manifestación que más importa es la propia del ámbi-
to punitivo, perfectamente estudiada en el Derecho Penal y que, quizá por ello, es
considerada de ordinario como el principio de la legalidad penal. Lo que se trata de
determinar ahora es hasta qué punto este principio de la legalidad penal —que no
es exactamente el de la legalidad punitiva estatal, pero que, a falta de otros ele-
mentos, le dota de contenido— resulta aplicable en el ámbito de las infracciones
administrativas.
A estas alturas ya sabemos (cfr. el epígrafe II del capítulo anterior) que la aplica-
ción al Derecho Administrativo Sancionador de los principios inspiradores del
Derecho Penal se ha de realizar con ciertas matizaciones. Pues bien, exactamente
igual sucede —como es lógico y corolario de lo anterior— con el principio de legali-
dad (penal), que también exige una adaptación según advierte la STC 61/1990, de 29
de marzo:

Siempre deberá ser aplicable en el campo sancionador [...] el cumplimiento de los requi-
sitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad, como garantía de la seguridad jurídica
del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación —nunca supresión—
a los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrado y en concordancia con ¡a
intensidad de la relación.

La sentencia del mismo Tribunal de 29 de marzo de 1990 se ha cuidado de enu-


merar una serie de supuestos en los que tal aplicación resulta susceptible de «mino-
ración o de menor exigencia» (objeto más adelante de un examen detallado) y que
son:

a) Supuestos de normas sancionadoras preconstitucionales. no es posible exi-


gir la reserva de ley de manera retroactiva para considerar nulas e inaplicables dispo-
siciones reglamentarias respecto de las cuales esa exigencia formal no existía antes de
la Constitución (STC 219/1989).
b) Caso de remisión de la norma legal a normas reglamentarias, si en aquélla
quedan suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta jurídi-
ca y naturaleza y límites de las sanciones a imponer (STC 3/1988): una cuestión que
se examinará con detalle en el capítulo siguiente.
c) Las situaciones llamadas de sujeción especial, aunque incluso dentro de
dicho ámbito una sanción carente de toda base legal devendría lesiva del derecho fun-
damental que reconoce el artículo 25.1 de la Constitución (STC 219/1989).
d) Las infracciones y sanciones leves y levísimas, puesto que es claro que en
parvedad de materia no es lógico ni económico aplicar con rigor las reglas estrictas
derivadas del principio de legalidad.
La traspolación íntegra e inalterada de los fundamentos del principio de legali-
dad penal al Derecho Administrativo Sancionador no parece ofrecer, en cambio,
dificultad alguna, puesto que como ha explicado A R R O Y O (1983, 12-16) operan en
uno y otro ámbito con la misma fuerza. Así sucede concretamente con: A) El fun-
damento político democrático-representativo de la división de poderes. B) El fun-
222 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

damento político criminal, o sea, la coacción psicológica (FEUERBACH) o la actual-


mente llamada ( G I M B E R N A T , M U Ñ O Z C O N D E , C E R E Z O M I R ) motivación de la norma
penal en cuanto que sólo una amenaza penal establecida por la ley con anterioridad
al hecho es susceptible de paralizar los impulsos tendentes a su comisión. C) La
función de la culpabilidad, o sea, que el reproche penal de la culpabilidad se asien-
ta en la decisión consciente de realizar una conducta antijurídica tipificada; lo que
significa que para verificar el reproche es presupuesto ineludible que la conducta
haya sido tipificada previamente. D) Y, en fin, el fundamento de la certeza o segu-
ridad jurídica.

1. N O R M A S PRECONSTITUCIONALES

Páginas arriba ya ha habido ocasión de comprobar cómo el Tribunal


Constitucional sólo exige con rigor el cumplimiento del principio de legalidad a par-
tir de la Constitución, excepcionando de él las normas preconstitucionales. Postura
que hace suya normalmente el Tribunal Supremo como se comprueba en su sentencia
de 15 de febrero de 1988 (Ar. 1142; Barrio) entre otras muchas: «no cabe equiparar
en tratamiento a las disposiciones preconstitucionales y posconstitucionales, ya que
su aplicación a las anteriores supondría dejar sin sanción por motivos estrictamente
temporales a conductas de todo punto reprochables contenidas en normas nacidas a la
vida jurídica con pleno acatamiento a los procesos de elaboración en su momento
vigentes».
Y en el mismo sentido y con mayor detalle la de 29 de septiembre de 1988
(Ar. 7280; Martín):
La doctrina jurisprudencial constitucional ha establecido —ss. de 8 de abril y 7 de mayo
de 1981— la no posibilidad de exigir reserva de ley de manera retroactiva para anular dispo-
siciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia
de acuerdo con el derecho anterior. V por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras,
«el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposicio-
nes o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución
fiie promulgada».
Asimismo, se entiende no infringe la exigencia constitucional de la reserva de ley el
supuesto de norma reglamentaria postconstitucional si se limita, sin innovar el sistema de
infracciones y sanciones, a aplicar ese sistema preestablecido al objeto particularizado de su
propia regulación material; esto es, reiteración de reglas sancionadoras establecidas en otras
normas más generales, por aplicación a una materia singularizada incluida en el marco gené-
rico de aquélla.

Esta doctrina del Tribunal Supremo ha sido reiterada por el Tribunal


Constitucional en su sentencia 219/1991, de 25 de noviembre, en los siguientes tér-
minos:

Este Tribunal ya ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este punto en la STC 42/1987,
donde se afirmaba que, «cualquiera que sea la validez y aplicabilidad de las normas precons-
titucionales incompatibles con el principio de legalidad que garantiza el artículo 25.1 de la
Constitución, es claro que, a partir de la entrada en vigor de la misma, toda remisión a la potes-
tad reglamentaria para la definición de nuevas infracciones o la introducción de nuevas san-
ciones carece de virtualidad y eficacia. Si el reenvío al reglamento contenido en una norma
legal sin contenido material no puede ya producir efectos, con mayor razón aún debe predi-
carse esta falta de eficacia respecto a la remisión de segundo grado establecida en una norma
sin fuerza de ley [...]».
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 223

Declarando luego que «distinto es el supuesto en que la norma reglamentaria pos-


constitucional se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones en vigor, a
aplicar este sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación
material No cabe entonces propiamente hablar de remisión normativa en favor de
aquella disposición, puesto que la remisión implica la potestad conferida a la norma
de reenvío de innovar, en alguna medida, el ordenamiento por parte de quien la utili-
za». Doctrina ésta que ha sido recogida en resoluciones posteriores, tales como las
SSTC 101/1988 y 29/1989, entre otras.
Ahora bien, en ocasiones ha adoptado el Tribunal Supremo una postura propia. En
efecto, si el Tribunal Constitucional considera válidos los reglamentos preconstitu-
cionales sin cobertura legal, el Tribunal Supremo sostiene a veces la tesis contraria
afirmando que se han convertido en nulos a partir de la Constitución, tal como argu-
menta minuciosa y coherentemente la sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471;
Martín Herrero):

debe rechazarse el argumento del Ministerio Fiscal, según el cual nos hallamos ante unas
normas preconstituciotiaies que por ¡o tanto no están afectadas por ¡as reservas de Ley que
haya podido establecer posteriormente la Constitución, argumento que equivale a admitir den-
tro del Ordenamiento jurídico vigente normas contrarías a la Constitución, sea cual sea su
fecha o rango, convivencia imposible y que, además, hace de peor condición a las dictadas des-
pués de entrar en vigor la Constitución, a la que tendrán que ajustarse en sus aspectos formal
y material (rango y contenido), mientras que las anteriores podrían ignorar, por su contenido
y por su forma, los preceptos de la Constitución; además de lo cual, si se admite que una Ley
posterior puede derogar o incluso abrogar a otra anterior que regula de distinta forma una
misma materia, con mayor motivo habrá que entender derogadas por la Disposición derogato-
ria de la Constitución todas aquellas disposiciones que regulen una materia de forma distinta
0 contraria a la regulación constitucional, lo que opera muy especialmente en materia tanto de
reserva de ley como de reserva de un determinado rango de una ley cuando ésta afecte a los
derechos fundamentales de la persona.

Tesis que, por lo demás, sustenta también un sector muy representativo de la doc-
trina, como es el caso de G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 , 2 8 7 ) , para quien el argumen-
to del Tribunal Constitucional de la no exigencia de la reserva de ley de manera
retroactiva sólo es aplicable para las normas que no afectan a los derechos funda-
mentales.
Pero, dejando a un lado estos pronunciamientos esporádicos, aquí lo esencial es
lo siguiente: se entiende comúnmente que lo que ha derogado la Constitución no es
la regulación reglamentaria material anterior, sino la posibilidad de las cláusulas de
delegación como expresamente advierte la STC 42/1987, de 7 de abril: «El artículo
25.1 determina la caducidad por derogación de la deslegalización que efectúa [la
norma preconstitucional] de la regulación reglamentaria de las infracciones y sancio-
nes a partir del momento en que adquiere vigencia el texto constitucional». Lo que
arrastra las siguientes consecuencias: a) Siguen siendo válidos los reglamentos ante-
riores mientras no se dicte una nueva ley. b) Pero no pueden dictarse nuevos regla-
mentos (salvo los meramente complementarios), puesto que éstos ya no cuentan con
cobertura legal.
Las SSTS de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) y 9 de marzo de 1989
(Ar. 1957; Sánchez Andrade) resuelven dos casos análogos: sanciones impuestas al
amparo del número 35 del artículo 81 del Reglamento de Espectáculos Públicos y
Actividades Recreativas, que constituye sin lugar a dudas un desarrollo reglamentario
de una habilitación legal de índole preconstitucional —concretamente del artículo
2.e) de la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959— y declaran que:
224 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

si bien puede aceptarse en principio la tipificación que se hace en el artículo 2.e) para el caso
de los espectáculos públicos que produzcan desórdenes o violencias, sin embargo la habili-
tación no resulta suficientemente definidora para los llamados «ilegales», cuya ilegalidad,
por otra parte, se establezca en una disposición de simple rango reglamentario, puesto que
entonces vendría a admitirse una admisión para crear infracciones a dichas disposiciones
reglamentarias, sin previa delimitación alguna contenida en la norma de rango legal, lo cual
no es jurídicamente posible después de la entrada en vigor de la Constitución. Esta circuns-
tancia es precisamente la que califica al precepto sancionador tenido en cuenta por la
Administración, ya que el citado artículo establece una infracción carente de previa y sufi-
ciente configuración legal, por lo que procede declarar la nulidad del acto administrativo
impugnado, en cuanto el mismo incide en vulneración del artículo 25.1 del texto constitu-
cional.

La sentencia de 16 de marzo de 1992 (Ar. 1581; Hernando), en recurso extraor-


dinaria de revisión, ha tenido la oportunidad de abordar casi todas las cuestiones
que acaban de ser apuntadas. De lo que se trataba, en definitiva, era de contrastar la
doctrina dominante con aquella otra minoritaria (también anotada), conforme a la
cual —en el caso de autos representada por la sentencia de 8 de febrero de 1988 (Ar.
1269)— la no retroactividad del principio de legalidad respecto de normas sancio-
nadoras preconstitucionales «no obsta a que los actos producidos, vigente la
Constitución, demanden la exigida reserva legal». Planteada así la controversia, el
Tribunal confirma la doctrina sentada dominante, declarando que «la aplicación en
materia sancionadora de los Reglamentos anteriores a la Constitución no pierden
su vigencia por aplicación de ésta», y la única «matización» que admite esta regla
es la de que «¡as habilitaciones ilimitadas a ¡a potestad reglamentaria y las desle-
galizaciones realizadas por leyes preconstitucionales, no pueden servir de soporte
legal suficiente para regular, con fundamento en ellas, situaciones con posteriori-
dad a la entrada en vigor de la Constitución, pues aquéllas deben entenderse cadu-
cadas por derogación desde la entrada en vigor de éstas, al resultar incompatibles
con el artículo 25 de la Constitución, como ha sido establecido por la STC de 4 de
mayo de 1990».
La STS de 4 de febrero de 1991 (Ar. 1169; García Estartús) representa una línea
jurisprudencial singularmente copiosa en la que se expone la doctrina de la validez de
las normas preconstitucionales que no respeten la exigencia de reserva legal y se asi-
mila este supuesto al de las normas posconstitucionales que se limitan a reproducir
otras anteriores a la Constitución. En cuanto a lo primero,
es la entrada en vigor de la Constitución la que determina la exigencia de regulación legal, ya
que no es lícito, a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas
sanciones o alterar el cuadro de las existentes por tina norma reglamentaría cuyo contenido no
esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.

Y en cuanto a lo segundo, después de transcribir literalmente la conocida doctrina


del Tribunal Constitucional sobre la validez de los reglamentos que se limitan a reite-
rar otros anteriores, añade que

no puede interpretarse la derogación de las normas preconstitucionales por la Constitución, o


bien su inconstitucionalidad sobrevenida, cuando se refiere a aspectos no sustantivos de las
normas, sino exclusivamente de su mecanismo de producción, y éste lo ha sido conforme a la
legislación vigente en el momento en que fueron dictadas.

La sentencia del Tribunal Constitucional 177/1992, de 2 de noviembre se ha pre-


ocupado de confirmar la doctrina anterior, que resume en los siguientes términos:
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 225

no es posible exigir la reserva de la Ley de manera retroactiva para anular o considerar nulas
disposiciones reglamentarias reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales
tal reserva no existía y, en concreto, por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras,
que el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de Ley no incide en dispo-
siciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la
Constitución fue promulgada, aun cuando las habilitaciones ilimitadas a la potestad regla-
mentaria y las deslegalizaciones por Leyes preconstitucionales, incompatibles con el artículo
25.1 de la Constitución, deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor
de éste.

Por otro lado, las particulares argumentaciones del recurrente dan pie al Tribunal
para abordar la cuestión de si la regla de la irretroactividad es independiente de la
fecha de la infracción, por referirse exclusivamente a la fecha de la norma conflicti-
va, o si, por el contrario, las infracciones realizadas después de la Constitución ya no
quedan cubiertas por la norma preconstitucional. A cuyo propósito la posición de la
sentencia no puede ser más rotunda:

la regla de la irretroactividad de la reserva de ley del artículo 25.1 es aplicable con indepen-
dencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la Constitución. Y es asi
porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroac-
tividad de la reserva de ley sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor
de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las reso-
luciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias
anteriores a la Constitución —salvo en casos rarísimos— habrían alcanzado ya firmeza, y la
regla de la irretroactividad no añadiría nada nuevo.

Fundamentándolo en último extremo así:


Lo que el recurrente está haciendo es replantear solapadamente la cuestión ya resuelta por
este Tribunal acerca de la validez de las normas preconstitucionales que no cumplen con las
exigencias formales que se derivan del artículo 25.1. Dicha validez deriva de que la eficacia
derogatoria de la Constitución no alcanza a las normas preconstitucionales que, pese a ser
compatibles materialmente con ella, no se adecúan al rango normativo que la Constitución
exige por razón de la materia, regla cuyo fundamento se encuentra en el principio de conti-
nuidad del ordenamiento jurídico que, a su vez, deriva del principio de seguridad jurídica
expresamente consagrado en el artículo 9.3 de la Constitución. En cualquier caso, debe tener-
se en cuenta que la pervivencia de normas reglamentarias sancionadoras preconstitucionales
tiene como importante límite la imposibilidad de que en posterioridad a la Constitución se
actualicen dichas normas por la misma vía reglamentaria, justo que ello no respetaría el siste-
ma de producción de normas jurídicas impuesto ahora por la Constitución.

La STC 305/1992, de 25 de octubre, después de reproducir la doctrina que acaba


de ser transcrita y que ya aparece consolidada en otras resoluciones, añade la siguien-
te precisión:
Ciertamente el Reglamento [postconstitucional impugnado] reitera mandatos ya previstos
en la regulación preconstitucional; pero tal lógica coherencia y continuidad normativa no
puede suponer (sobre la base de que se reiteran disposiciones reglamentarias preconstitucio-
nales sancionadoras ya existentes) que la Administración ostente potestades sancionadoras no
amparadas por una cobertura suficiente de normas con rango legal, pues ello representaría
convertir en buena medida en inoperante el principio de legalidad de la actividad sancionado-
ra de la Administración contenido en el artículo 25 de la Constitución con sólo reproducir, a
través del tiempo, las normas reglamentarías sancionadoras preconstitucionales, manteniéndo-
se asi in aeternum, después de la Constitución, sanciones sin cobertura legal.
226 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

2. R E L A C I O N E S DE SUJECIÓN ESPECIAL

Las relaciones de sujeción especial aparecen repetidamente a lo largo de este libro


y, en particular, al hablar de las variedades materiales de la potestad sancionadora, así
como en el momento de examinar el alcance de la aplicación de los principios del
Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador (donde hubo ocasión de com-
probar que este ámbito de las relaciones especiales de sujeción no constituye en modo
alguno un reducto inmune a aquéllos principios; y más tarde volveremos a encontrár-
noslas en el capítulo noveno (VIII, 1) a propósito de la prohibición de doble sanción).
Pues bien, las consideraciones que siguen pueden entenderse como una pormenoriza-
ción de lo ya dicho en cuanto que igualmente se llega a la conclusión de que en este
ámbito también opera el principio de legalidad (y sus corolarios, como también habrá
ocasión de comprobar más adelante). Y más todavía: en este mismo epígrafe se com-
probará la existencia de un proceso, lento pero inexorable, de reducción de tal ámbi-
to, del que la Jurisprudencia va expulsando casuísticamente, supuesto tras supuesto,
relaciones que tradicionalmente se venían considerando —ciertamente con la oposi-
ción de la doctrina más sensible— como de sujeción especial.

A) Las relaciones de sujeción especial (también llamadas de supremacía espe-


cial) son una vieja creación del Derecho alemán imperial mediante las cuales se jus-
tificaba una fuerte intervención sobre determinados sujetos —sin respeto a sus debe-
res fundamentales ni al principio de la reserva legal— que resultaría intolerable para
los ciudadanos que se encontraran en una relación de sujeción general. Este régimen,
extremadamente cómodo para la organización administrativa y para la gestión de los
servicios públicos, se mantuvo durante la época de Weimar, durante el nacionalsocia-
lismo e incluso durante la vigencia de Ley Fundamental de Bonn. Las críticas doctri-
nales que con el tiempo se frieron acumulando —puesto que se consideraba que tal
excepcionalidad era incompatible con un auténtico Estado constitucional de
Derecho— cristalizaron, al fin, en la sentencia del Tribunal Constitucional Federal de
14 de marzo de 1972, en la que, por primera vez y sin ambajes, se declara que las rela-
ciones de sujeción especial no escapan a las garantías de la reserva de ley, de respeto
a los derechos fundamentales y de la protección de los Tribunales. A partir de enton-
ces ésta es opinión absolutamente generalizada, aunque todavía no se hayan logrado
establecer unos criterios convincentes y definitivos para el detalle de sus peculiarida-
des, tal como G A R C Í A M A C H O ha descrito recientemente ( 1 9 9 2 , 2 3 - 1 0 9 ) en un minu-
cioso estudio que ha realizado sobre el Derecho alemán.
En España —donde se tenía una vaga idea de la existencia de esta figura a través
de los manuales traducidos y de alusiones de G A R R I D O F A L L A y G A R C Í A DE
E N T E R R Í A — irrumpió avasalladoramente la doctrina alemana gracias a la publicación
de un excelente artículo de G A L L E G O ANABITARTE en la Revista de Administración
Pública, número 31, 1961, con el título de «Las relaciones especiales de sujeción y el
principio de la legalidad de la Administración». Y aunque el autor español se mostra-
ba asaz prudente, y hasta crítico, la fecha de su trabajo le obligó a presentar un esta-
do de la cuestión predominantemente autoritario y hasta de corte preconstitucional
(recuérdese que hasta 1972 no cambió la hoja del Tribunal Constitucional alemán).
Sea como fuere, el hecho es que la doctrina y la jurisprudencia española acogieron,
apenas sin reticencias, la variante más dura de la fórmula alemana y, lo mismo que
había sucedido en aquel país, se han estado utilizando aquí las relaciones de sujeción
especial para justificar regímenes exorbitantes, facilitados entre nosotros por la ausen-
cia de Constitución. Y para mayor similitud de evoluciones, tampoco en España recti-
ficó la Constitución de inmediato la situación anterior, puesto que las cosas han segui-
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 227

do como estaban y únicamente en los últimos años se aprecian indicios vacilantes de


un cambio jurisprudencial, provocado en parte por las insistentes críticas doctrinales.

B) Por lo pronto, la Jurisprudencia admite sin vacilar la existencia de relaciones


de sujeción especial, que la STC 66/1984, de 6 de junio, considera «cualitativamente
diferenciadas», precisándose en la STS de 29 de marzo de 1988 (Ar. 7280; Martín)
que «en ellas se expresa una capacidad administrativa de autoordenación que las dis-
tingue del ius puniendi del Estado».
Esta postura no deja de ser sorprendente y tiene sus puntos de contradicción por-
que, si bien se mira, resulta que la dogmática española, después de haber hecho un
esfuerzo considerable para unificar los delitos y las infracciones administrativas (y
considerar esto como un gran triunfo del Estado de Derecho), a renglón seguido no
tiene empacho en segregar un paquete dentro de las infracciones administrativas para
excluirlo del régimen general de garantías del ius puniendi del Estado.
Y, sobre esto, los Tribunales no han vacilado tampoco en considerar como rela-
ciones especiales de sujeción las que se refieren a grupos verdaderamente sorpren-
dentes de individuos. En las páginas 212 a 235 de su citado libro (1992) ha realizado
GARCÍA M A C H O una detallada enumeración de lo que el Tribunal Supremo y el
Constitucional incluyen en tal categoría, revelándose a tal propósito una «utilización
expansiva del concepto», ya que junto a los grupos tradicionales de soldados, presos,
estudiantes y funcionarios se han ido añadiendo otros tan inesperados como los taxis-
tas, promotores de viviendas, cultivadores de vinos con denominación de origen,
agentes de aduanas, profesionales libres, objetores de conciencia, personal de Banca
y hasta espectadores de corridas de toros.
El Tribunal Supremo ha considerado los servicios públicos como el ámbito natu-
ral de las relaciones de sujeción especial: un criterio tan efectivo como fácil de mane-
jar, pero que termina desbordándose inevitablemente como ha podido comprobarse en
los supuestos que acaban de ser enumerados. Como dice la sentencia de 28 de
noviembre de 1989 (Ar. 8331; Bruguera), aparecen estas relaciones «cuando la
Administración no actúa en el ámbito de su supremacía ni en uso de su potestad, sino
en el ámbito de la organización de sus servicios públicos»; y, según la de 29 de
diciembre de 1987 (Ar. 9855, Bruguera), cuando el Reglamento «no va dirigido a
todos los ciudadanos en cuanto tales, sino solamente a los que intervienen de una u
otra forma en la prestación de un servicio público».
La sentencia de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) es, a este respecto, para-
digmática, puesto que en ella se expresan las dos tendencias opuestas. Por un lado, la
de la Sala de instancia, que «afirma que ello supone que este criterio [de las relacio-
nes de sujeción especial] debe aplicarse siempre que la Administración regule mate-
rias que son propias de los servicios públicos que debe prestar o cuya ordenación le
está atribuida por la propia organización social», señalando a continuación que «la
fijación del horario de los establecimientos públicos destinados al esparcimiento es
una materia reservada a la propia Administración y sustraída a la voluntad de los par-
ticulares, pues no se trata de reglamentar comportamientos exclusivamente privados,
sino que intervienen en grandes dosis principios de orden público, de tranquilidad,
seguridad, salubridad o moralidad ciudadana». Tesis de la que se aparta enérgicamen-
te el Tribunal Supremo:

No podemos aceptar este planteamiento, porque a través del mismo se desvirtúa la dis-
tinción básica entre las relaciones de supremacía general y las de supremacía especial, ya que
en otro caso vendría prácticamente a admitirse que todo lo que justifique una intervención
administrativa por una finalidad de interés público seria deducible a un caso de supremacía
228 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

especial, haciendo asi desaparecer la razón de la diferencia de régimen en cuanto a la aplica-


ción del principio de legalidad, admitida por el Tribunal Constitucional, el cual se basa para su
admisión en la citada distinción clásica, que remite las relaciones de supremacía especial a las
que se derivan de la capacidad administrativa de las correspondientes al iuspuniendi genérico
del Estado.

C) La trascendencia que tiene la «diferencia cualitativa» entre los dos tipos de


relaciones es enorme. En su virtud, y en contraste con lo que sucede con el régimen
sancionador de las infracciones en las relaciones de sujeción general, en las de suje-
ción especial «no pueden transportarse en bloque y sin matizaciones los principios del
Derecho Penal» (STS de 28 de noviembre de 1989; Ar. 8331; Bruguera); y, por lo
mismo, «la referencia a la legislación vigente en el artículo 25.1 tiene un alcance dife-
rente» (STC 2/1987,21 de enero). En palabras de la STS de 11 de diciembre de 2000
(3.a, 7.a, Ar. 1331), «la reserva de ley que se deriva del artículo 25.1 de la Constitución
no tiene en el seno de las relaciones de sujeción especial el mismo alcance que respecto
a la potestad sancionadora general de la Administración, en cuanto que en las relacio-
nes de sujeción especial la potestad sancionadora no es la expresión del ius puniendi
del Estado sino manifestación de la capacidad propia de la autoordenación corres-
pondiente».

a) La primera víctima de esta doctrina fue, como puede imaginarse, el principio


de legalidad, que ciertamente no se suprimió, pero cuyo alcance se relajó de manera
sensible. En palabras de la citada STC de 21 de enero de 1987,
claro está que también en estas relaciones de sujeción especial sigue siendo aplicable el articu-
lo 25.1 y, objetivamente, el principio de la legalidad del artículo 9.3. Pero en este caso no
puede tener el mismo alcance que en la potestad sancionadora general de la Administración ni
mucho menos que en respecto de las sanciones penales.

b) Doctrina que arrastra lógicamente el deterioro de sus corolarios y comple-


mentos, empezando por la reserva legal que, en términos de la misma sentencia,
«pierde parte de su fundamentación material».
La postura del Tribunal Constitucional suele ser calificada a este respecto, y con
razón, de ambigua, pues pretende marginar y, al tiempo, respetar el principio de
legalidad y sus corolarios. De aquí que una y otra vez aparezca en sus sentencias
(cfr. las 2/1987, de 21 de enero; 219/1989, de 21 de diciembre, y 83/1990, de 4 de
mayo, entre otras) la fórmula cautelar estereotipada de que «una sanción carente de
toda base normativa legal devendría, incluso en estas relaciones, no sólo conculca-
dora del principio objetivo de legalidad sino lesiva del derecho fundamental consi-
derado», con la cual pretende atemperar los excesos de una supresión radical del
principio.
Todas estas cautelas son, desde luego, excelentes, aunque se trata de meras declara-
ciones verbales, dado que, a la hora de la verdad, los Tribunales consideran suficiente la
cobertura tipificadora del Reglamento, que suelen escapar por este portillo del reproche
de ilegalidad y, sobre todo, del de inconstitucionalidad por infracción del artículo 25.1.
En este panorama jurisprudencial brilla con luz propia la importante STC
132/2001, de 8 de junio, en la que, después de reiterar que la distinción entre relación
de sujeción general y especial es «en sí misma imprecisa», añade una observación
capital, saber, que esta última categoría «no es una norma constitucional sino la des-
cripción de ciertas situaciones y relaciones administrativas donde la Constitución, o
la ley de acuerdo con la Constitución, han modulado los derechos constitucionales de
los ciudadanos. Y entre los derechos modulados de una relación administrativa espe-
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 229

cial se encuentra el derecho a la legalidad sancionadora». Aunque a renglón seguido


advierte que por mucha que sea tal modulación «una sanción carente de normativa
legal resultaría contraria al derecho fundamental que reconoce el artículo 25 de la
Constitución».
Ésta es, por así decirlo, la vertiente negativa garantizadora del principio de lega-
lidad (sin norma previa es constitucionalmente inadmisible una sanción), a la que hay
que añadir la vertiente positiva de esta función de garantía, que puede formularse en
los siguientes términos: aun tratándose de relaciones especiales de sujeción siempre
se aplicarán, siquiera sea de forma más o menos relajada, los principios constitucio-
nales y legales que protegen al presunto infractor. Más todavía, en algunos supuestos
excepcionales la existencia de una relación especial no implica un mínimo de protec-
ción sino más bien un plus. Conclusión aparentemente sorprendente que el Tribunal
Constitucional está aplicando tajantemente en las sanciones impuestas a los internos
penitenciarios, como declara, entre otras muchas, la STC 175/2000, de 26 de junio;
de tal manera que

esta relación de sujeción especial no puede implicar que, en los términos de la doctrina del
TEDH (Campbell y Fall, de 28 de junio de 1984) la justicia se detenga en las puertas de las
prisiones. (Por tanto) las garantías (a excepción de las constitucionalmente restringidas) han de
aplicarse con especial rigor, al considerar que la sanción supone una limitación a la ya res-
tringida libertad inherente al contenido de una pena.

D) La postura de nuestra Jurisprudencia está montada sobre una relación dia-


léctica circular: la ambigüedad de los planteamientos teóricos conduce a la relajación
de las decisiones de la misma manera que ésta pretende justificarse en aquélla. La pri-
mera tarea que hay que realizar consiste, por tanto, en romper este círculo auténtica-
mente vicioso. Lo que no significa, ni mucho menos, prescindir de las relaciones de
sujeción especial ya que se trata de una figura dogmáticamente impecable, técnica-
mente útil y que, además, se encuentra recogida en la propia Constitución. Concre-
tamente, en el artículo 25.2 se alude al status especial de los presos, en los 28.1 y
103.3 al de los funcionarios, Fuerzas Armadas y cuerpos de seguridad, en el 30, a los
soldados y objetores de conciencia y en los 127 y 159.4 a los Jueces y Magistrados
del Tribunal Constitucional. Aceptando entonces este reconocimiento constitucional
expreso, las relaciones especiales de sujeción suelen referirse actualmente a aquellas
personas que viven en un contacto permanente o cuasipermanente con establecimien-
tos administrativos (presos, soldados, estudiantes), de tal manera que sin una regla-
mentación especial y sin unos poderes también especiales de la Administración, la
convivencia y la gestión del servicio público serian difíciles.
Partiendo de aquí —y tomando la Constitución como último criterio para solu-
cionar estas cuestiones—, la doctrina mayoritaria entiende que hay que revisar hasta
sus mismos cimientos el planteamiento tradicional y que, en definitiva, después de la
Constitución (en palabras de G A R C Í A M A C H O , 1 9 9 2 , 1 7 9 ) , «los derechos fundamenta-
les y la reserva de ley tienen plena validez en el ámbito de las relaciones de especial
sujeción a no ser que la Constitución expresamente establezca limitaciones».
En este proceso de reelaboración doctrinal hay que empezar inexcusablemente
acotando lo que son auténticas y estrictas relaciones especiales de sujeción; lo que
equivale a salir al paso de ese movimiento expansionista de nuestra Jurisprudencia,
que más arriba se ha denunciado y que se basa en el criterio de la organización de los
servicios públicos, que hay que rechazar por excesivo. Pero en verdad que no resulta
sencillo encontrar otro más firme. G O N Z Á L E Z N A V A R R O (Derecho Administrativo
Español, I, 1987, 544), después de advertir que «la distinción entre relación general
230 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

y relación especial no es clara y tajante, existiendo una total falta de acuerdo doctri-
nal acerca de qué supuestos deben encuadrarse en uno u otro grupo», propone, de
manera pragmática y eficaz, que, al menos, «en el caso de actividades privadas, sean
absolutamente libres o sean de las llamadas reglamentadas, no puede ni debe hablar-
se de relación especial de sujeción, sino de relación general, más o menos vigilada,
intervenida o controlada». Actitud restrictiva que empieza a ir calando, siquiera sea
lentamente, en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ya ha retirado este
predicado de especial a los detectives privados (en sentencia que se examinará más
adelante) o a las prácticas de juego y azar en la sentencia 42/1987, de 7 de abril:
las potestades administrativas relativas a la práctica de juegos o apuestas organizadas por par-
ticulares o que tienen lugar en establecimientos de naturaleza privada se enmarcan en el ámbi-
to de las relaciones de supremacía o sujeción general, ya que se trata de una actividad ajena a
la organización de los servicios públicos por más que [esté] estrictamente regulada y limitada.

G A R C Í A MACHO, por su parte, da un paso más y, siguiendo las orientaciones de la


doctrina alemana moderna, considera que con referencia a las personas sujetas a estas
relaciones de sujeción especial (cualquiera que sea el modo en que se haya determina-
do su vínculo) hay que determinar dos tipos: las relaciones de base (Grundverháltnisse),
que afectan a la esfera de sus derechos fundamentales, y las relaciones de funciona-
miento (Betriebsverháltnisse). En las primeras «no se pueden restringir los derechos
fundamentales si no es mediante ley que de todos modos deberá respetar su contenido
esencial». Mientras que, para las segundas, «debe ser garantizada la actividad cotidiana
de la institución (que la prisión funcione o los maestros puedan enseñar) y, cuando sea
necesario para esa actividad, prevalecerá el interés general sobre los derechos».
Esta precisión, a falta de otras mejores, puede ser útil como se está comprobando
ya en su país de origen, aunque tampoco hay que hacerse, de momento, demasiadas
ilusiones sobre el particular, ya que, como observa su propio introductor (GARCÍA
M A C H O , 1 9 9 2 , 2 5 4 ) , «es una tarea que está en sus comienzos».

E) La decidida oposición doctrinal a la inercia con que los Tribunales venían


admitiendo las relajaciones excepcionales del régimen constitucional en las relacio-
nes de sujeción especial, ha terminado abriendo una brecha en el bloque de la
Jurisprudencia, que parece irse ensanchando progresivamente. Y esto en los dos ámbi-
tos enunciados, es decir, tanto en el reconocimiento de la existencia de la relación
(que ahora empieza a restringirse) como en la admisión de sus peculiaridades.
La STC 61/1990, de 29 de marzo, es, hasta la fecha, la que más rotundamente ha
limitado las potestades sancionadoras de la Administración en las relaciones de suje-
ción especial. Porque cierto es que admite que en ellas caben restricciones a la apli-
cación del principio de legalidad, pero añadiendo que
una cosa es que quepan restricciones en los casos de sujeción especial y otra que los princi-
pios constitucionales (y derechos fundamentales en ellos subsumidos) puedan ser también res-
tringidos o perder eficacia y virtualidad. No se puede relativizar un principio sin riesgo de
suprimirlo. Y siempre deberá ser exigible en el campo sancionatorio administrativo (no hay
duda en el penal) el cumplimiento de los requisitos constitucionales de legalidad formal y tipi-
cidad como garantía de la seguridad jurídica del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos
permitan una adaptación —nunca una supresión— a los casos e hipótesis de relaciones
Administración-administrados y en concordancia con la intensidad de la sujeción.

A mi juicio, en las últimas palabras del párrafo transcrito se encuentra la explica-


ción de toda la sentencia: el Tribunal no se decide a equiparar esta peculiar potestad
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 231

sancionatoria con la genérica de la Administración, pero tampoco llega a excluirla


tajantemente de su régimen. El principio de la legalidad sigue aplicándose aunque sea
de forma relajada, pero con una relajación que tiene el límite infranqueable de no lle-
gar a ser una supresión. Ésta puede considerarse, al menos de momento, una solución
pacífica y estable. Ahora bien, con ella se abre un segundo problema: tratándose de
una flexibilización ha de ser, por naturaleza, variable; lo que impide el estableci-
miento de reglas o criterios fijos, puesto que la generalización de una fórmula casu-
ística es desaconsejable. En estas condiciones sólo queda una regla válida: la flexibi-
lización será tanto mayor cuanto más intensa sea la especialidad de la relación, tal
como declara la última frase transcrita.
La STC 120/1990, de 27 de junio, vuelve a la línea tradicional en las relaciones
especiales de sujeción; pero los votos particulares de Rodriguez-Piñero y Leguina
insisten en la doctrina contraria que exige su respeto.
Y en cuanto al Tribunal Supremo, también se constata la misma evolución en sen-
tencias como las de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo), 9 de marzo de 1989 (Ar.
1957; Sánchez Andrade) y 4 de julio de 1989 (Ar. 5246; Llórente), cuya escrupulosi-
dad hubiera sido hace años inimaginable.
En conclusión, el sistema actual puede resumirse en las siguientes afirma-
ciones:

1.a Mediando relaciones de sujeción especial, lo primero que hay que hacer
—tal como recomienda incansablemente G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 ) — es determi-
nar con precisión si efectivamente existe tal relación, dado que con frecuencia por tal
entienden los Tribunales relaciones inequívocamente generales. Como ejemplos
jurisprudenciales recientes de esta mayor escrupulosidad pueden tenerse a la vista dos
sentencias de 3 de mayo de 1 9 9 3 : en una de ellas (Ar. 4 4 3 7 ; González Mallo), en
recurso de revisión, se afirma que «es muy dudoso que la relación entre la
Administración y las entidades de crédito pueda considerarse como de sujeción espe-
cial»; y en la otra (Ar. 3 5 7 0 ; Baena) se niega rotundamente tal relación especial res-
pecto de una discoteca, dado que «no existe una relación jurídica establecida entre la
Administración y dicha empresa, previa a los hechos, en el seno de la cual se pro-
duzcan aquéllos y por los que se le sanciona».
Pero, en cambio, sigue pareciendo claro al Tribunal que, cuando se trata de una
regulación de un servicio público, entran en juego las potestades organizatorias de la
Administración, que llevan consigo la presencia de relaciones de sujeción especial y
la correspondiente relajación del principio de legalidad. Así se declara en una ininte-
rrumpida línea jurisprudencial citada en la sentencia de 24 de abril de 1990 (Ar. 3656;
Bruguera) dictada a propósito de un Reglamento Municipal de Mercados Minoristas.
2a Confirmada la especialidad, no por ello escapa su régimen j urídico de la apli-
cación de los principios del Derecho Penal (o más recientemente todavía, de los prin-
cipios generales del Derecho sancionador) y, entre ellos y por lo que aquí interesa, el
de la legalidad (más adelante será examinada, desde la misma perspectiva, la prohibi-
ción de bis in idem). Es inconstitucional la falta absoluta de respeto al principio de la
legalidad.
3.a Ahora bien, este principio no se aplicará aquí en los mismos términos que en
el Derecho Penal o en el Derecho Administrativo Sancionador de las relaciones gene-
rales, dado que, por lo pronto, hay que distinguir entre las relaciones básicas y las
relaciones de funcionamiento que se insertan en toda relación especial. En las rela-
ciones básicas son intangibles tanto los derechos fundamentales como el principio de
legalidad; mientras que en las relaciones de funcionamiento se aplicarán con «mati-
zaciones».
232 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

4a El alcance de estas matizaciones no puede ser señalado de antemano, ya que


depende de la intensidad de la especialidad de la relación y sólo podrá ser fijado de
manera casuística. . ,
5.a Sea como fuere, ni que decir tiene que la matizacion se traducirá en una exi-
gencia más suave de la regla de la reserva legal y del mandato de tipificación, permi-
tiendo un margen mayor a la colaboración reglamentaria y a la valoración de los órga-
nos administrativos.
En definitiva, y como sucede siempre en el Derecho, se trata de lograr un equili-
brio prudente entre dos intereses contrapuestos, en este caso, el de la Administración
orientada hacia la eficacia de su organización y de los servicios públicos, y el del indi-
viduo que se siente constitucionalmente protegido en sus derechos fundamentales. Por
decirlo con palabras de H E S S E (Verfassungsrecht, 10, III, 2), «no es lícito sacrificar los
derechos fundamentales a las relaciones de sujeción especial, pero tampoco el que las
garantías de estos derechos imposibiliten la función de tales relaciones. Ambos, los
derechos fundamentales y las relaciones especiales, necesitan una integración ponde-
rada que les proporcione una eficacia óptima».
Nuestros Tribunales tienen perfectamente asimilado este juego de tensiones que
se refleja claramente en su jurisprudencia. Lo que sucede es que de ordinario no
logran pasar de la superficie de un planteamiento, correcto si se quiere, pero excesi-
vamente genérico para ser útil y, por otra parte, sus soluciones casuísticas no suelen
ser muy acertadas. En cuanto a la doctrina, se esfuerza en alcanzar unas cotas más ele-
vadas de precisión, interesantes desde luego aunque todavía distan mucho de haber
superado la prueba de la experiencia. Pero es indudable que en esta dirección habrá
que seguir insistiendo.
Así las cosas, la LPAC ha dejado pasar la ocasión de abordar estas cuestiones de
una manera frontal, disipando definitivamente las vacilaciones que acaban de ser des-
critas. Aunque también podría entenderse, por el contrario, que su postura es inequí-
voca y contundente al establecer un régimen que no deja lugar a dudas.
El artículo 127.3 parece, en efecto, muy claro: si sólo libera del régimen legal «al
ejercicio por las Administraciones Públicas de su potestad disciplinaria respecto del
personal a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación contrac-
tual», bien claro está diciendo que todas las demás relaciones de sujeción especial
están sometidas, sin matización alguna, al régimen común, al principio de legalidad,
que es cabalmente como se titula el artículo en cuestión.
Esta interpretación, sin embargo y por muy fiel que a la letra parezca, es tan tosca
y radical que asusta aceptarla. El péndulo, una vez más, ha pasado de un extremo a otro
de su recorrido y ambos extremos son igualmente reprobables. La tradicional relajación
de las garantías legales en todos los supuestos de sujeción especial es inaceptable, como
acabamos de ver, en un Estado de Derecho. Pero el sometimiento de todas estas rela-
ciones (con la única excepción de las disciplinarias) al régimen común, sin matización
alguna, no es menos reprobable, por muy bienintencionado que sea. A tales extremos no
se ha llegado en ninguna parte y el legislador ha demostrado una ignorancia total del
estado de la cuestión y una insensibilidad completa a las observaciones de la doctrina.
Lo peor de todo, a mi juicio, es que la radicalidad de la Ley es tanta que la prác-
tica administrativa y jurisprudencial se va a negar a aplicarla. A título, claro es, de
conjetura, adelanto que me parece muy difícil que la Administración se resigne a tra-
tar a los estudiantes, a los soldados, a los extranjeros y a los presos (por poner los
ejemplos más conocidos) de la misma forma sancionadora que a los ciudadanos
sometidos a una relación de sujeción general. Y también conjeturo que los Tribunales
confirmarán este trato discriminatorio, basado en necesidades prácticas y en el senti-
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 233

do común, al que no será difícil justificar jurídicamente. Para ello basta pensar que
estas clases de relaciones de sujeción especial están reconocidas en la Constitución y
que cuentan con un Derecho material, con rango de ley, propio, que explicaría fácil-
mente sus peculiaridades sancionadoras.
Con lo cual desembocaremos en una situación de dilema, cuyas dos opciones son
indeseables por igual:
a) Si se sigue la interpretación literal de la ley y se somete el ejercicio de la
potestad sancionadora en las relaciones de sujeción especial al régimen común, se
producirán evidentes perturbaciones en la gestión de los servicios.
b) Y si, por el contrario, se admiten ciertas relajaciones, nos encontraremos
como antes, y aun peor, por haber dejado pasar la oportunidad de su regulación y se
mantiene la inseguridad jurídica anterior.

La verdad es que nunca se había discutido la posibilidad y conveniencia de tales


relajaciones. El problema no estaba ahí, sino en la precisión de cuáles habían de ser.
Un punto en el que, a falta de regulación legal, la doctrina y la jurisprudencia se habí-
an empeñado en una discusión apasionada, que ya había empezado a aclarar la situa-
ción, pero que de nada ha servido, puesto que el legislador se ha dejado llevar por un
cerrado dogmatismo y por un sueño, por fortuna, irrealizable. A lo que hay que aña-
dir una utilidad práctica sorprendente pero innegable. HUERTA T O C I L D O ( 2 0 0 0 , 1 4 9 ) ,
recogiendo una idea apuntada ya por G A R C Í A M A C H O , ha creído entender el uso que
de esta figura hacen los tribunales como una fórmula de esquivar supuestos en los
que, de otra suerte, habría que declarar la invalidez de la sanción —y en su caso, de
la disposición en que se basa— creando una vacío jurídico que no considera oportuno
por razones de justicia material. Una válvula de escape, por así decirlo.

3. PARVEDAD

Parece repugnar al sentido común que la solemne cautela del principio de la lega-
lidad —y nada digamos de su componente de reserva legal— sea exigible para infrac-
ciones mínimas como las tradicionales advertencias en simples letreros de «se prohibe
hacer aguas menores y mayores (o pisar la hierba) bajo la multa de cinco pesetas». No
se deben cazar gorriones a cañonazos.
Así se explica la sensata postura de T R A Y T E R (1995,572) para quien estos supues-
tos justifican una flexibilización del principio. Esta cuestión, planteada habitualmen-
te en el ámbito de la Administración local, ha perdido su dramatismo desde el
momento en que, como ya se ha visto, se ha rebajado en las ordenanzas locales el
nivel de exigencia del principio. Pero conste que la parvedad tiene un campo opera-
tivo mucho más amplio. El caso más significativo a este propósito es el de la pecu-
liaridad legal —de existencia indiscutible aunque de licitud discutida— de la tipifi-
cación de faltas leves, cuya problemática será examinada en otro lugar.
Peculiaridad que, por supuesto, no significa supresión de garantía sino modula-
ción más o menos intensa. Los lectores legos de la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional se sorprenderían de la cantidad de recursos de amparo que se estiman
contra sanciones mínimas objetivamente insignificantes, cuya abundancia, por otra
parte, tanto distrae la atención del tribunal en causas importantes y que contribuye en
no pequeña medida a la formación de retrasos procesales escandalosos.
Apurando las consecuencias de estos razonamientos puede llegarse a la acepta-
ción de lo que los penalistas llaman «principio de la insignificancia» y que no es sino
234 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la transcripción moderna del viejo aforismo romano de minimis non curatpraetor. el


juez no debe ocuparse de los asuntos insignificantes aunque formalmente sean anti-
jurídicos por encajar en un tipo normativo. La STSJ de Navarra de 23 de noviembre
de 1999 (Ar. 3819) considera que un exceso de cinco centímetros a la longitud máxi-
ma de un vehículo carece de «relevancia sancionadora» por lo que se justifica su
impunidad aunque ciertamente encajase en el tipo de «exceder de las longitudes regla-
mentariamente establecidas». Ni que decir tiene, por lo demás, que la declaración de
insignificancia o irrelevancia forma parte del arbitrio judicial en el ejercicio de su
prudencia.
N I E T O M A R T Í N ( 1 9 9 6 , 1 7 0 ) ha dado cuenta de la operatividad de este principio en
el Derecho Comunitario Europeo, subrayando que la seguridad jurídica se garantiza
con la tendencia a determinar de forma expresa en los reglamentos qué es lo que debe
entenderse por «menor importancia». Además, y en término generales, lo ha definido
como «una regla interpretativa mediante la cual se permite al juez excluir del ámbito
de lo prohibido una serie de hechos que dañan de manera irrelevante el bien jurídico
protegido [...]. Con esta interpretación se pretende introducir en el ámbito de la tipi-
cidad el principio de intervención mínima derivado de las exigencias que un Estado
de Derecho requiere del ordenamiento penal».

V EFECTOS DE LA INFRACCIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

1. N U L I D A D DE DISPOSICIONES Y ACTOS S A N C I O N A D O R E S

Cuando una disposición administrativa infringe el principio de legalidad debe ser


declarada nula por los Tribunales. Lo que si jurídicamente no ofrece ningún proble-
ma, sí los presenta, y muy graves, en el terreno práctico, ya que la nulidad de un
Reglamento provoca indefectiblemente un vacío normativo que se traduce en la impu-
nidad de las conductas hasta que aparezca una nueva norma válida y eficaz, puesto
que obviamente no puede darse eficacia retroactiva a la norma posterior. Tal como
advierte la STS de 30 de enero de 1988 (Ar. 178; Mendizábal), «la anulación judicial
del Reglamento ha producido un vacío normativo temporal que conlleva la impunidad
de las conductas en él tipificadas [...] pues no cabe dotar de eficacia retroactiva a las
disposiciones dictadas para sustituir a las anuladas judicialmente». Y no se trata sólo
de un «vacío hacia el futuro» —en expresión de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O (1991,
148)— sino que, además, se pone en entredicho la actividad sancionadora realizada
en los años de vigencia de la norma anulada, creando nuevas dificultades de índole
teórica y práctica.
Por otro lado, resulta obvio que la declaración de nulidad del reglamento puede
provocar, también, la anulación de las sanciones impuestas a su amparo. Es muy fre-
cuente, en efecto, que los actos administrativos sancionadores sean impugnados
mediante la alegación de la invalidez del reglamento en que se apoyan (el llamado
recurso indirecto contra reglamentos). Y por ello explica la sentencia de 29 de marzo
de 1988 (Ar. 2485; Bruguera) que «cuando la norma aplicada es nula, nulo es tam-
bién el acuerdo dictado a su amparo, conforme al apotegma jurídico quod nullum est,
nullum produxit effectum, ya que la nulidad de pleno derecho produce efectos en cade-
na y se comunica a los efectos y normas subsiguientes de forma automática».
La Sentencia de 26 de enero de 1991 (Ar. 438; González Mallo) establece una
doctrina, cuya trascendencia práctica es enorme: supuesto un acto sancionador con-
sentido —en cuanto no impugnado en tiempo y forma—, puede luego ver bloqueado
sus efectos si se impugna alguno de sus actos de ejecución, que ordinariamente será
EL PRINCIPIO DE L E G A L I D A D 235

el de apremio. Y así se declara que «al no tener el Reglamento la necesaria cobertura


legal adolece [la sanción] de nulidad absoluta (STC 42/1987, de 7 de abril)»; lo que
determina la invalidez de «la providencia de apremio dictada con base en una resolu-
ción afectada de nulidad absoluta, aunque la que impuso la sanción no hubiera sido
objeto de revisión jurisdiccional».
De acuerdo con lo que antecede, que responde fielmente a nuestro sistema juris-
diccional, nos encontramos con el siguiente esquema: Los Tribunales contencioso-
administrativos son competentes para:

a) Anular el acto administrativo individual de sanción bien sea porque no se


ajusta a lo dispuesto en las disposiciones generales (leyes y reglamentos) o bien por-
que, aun siendo ejecución correcta de ellas, resulta que el reglamento aplicado es
inválido. En este último supuesto —y por muy paradójico e injusto que ello resulte—
el Tribunal debe limitarse a anular el acto impugnado sin que su declaración de que
el Reglamento es nulo produzca efectos generales, aunque ello signifique que una
Administración de mala fe pueda seguir aplicándolo, a conciencia de su invalidez,
dado que la sentencia no lo ha expulsado del Ordenamiento Jurídico. Pero conste que
ésta era una disfunción genérica de nuestro sistema y no una particularidad del
Derecho Administrativo Sancionador. Disfunción a la que la nueva versión de la ley
reguladora de esta jurisdicción ha hecho frente introduciendo el nuevo recurso de ile-
galidad (arts. 123 a 126), con la advertencia, además, de que «cuando el juez o tribu-
nal competente para conocer de un recurso contra un acto fundado en la invalidez de
una disposición general lo fuera también para conocer del recurso directo contra ésta,
la sentencia declarará la validez o nulidad de la disposición general. Sin necesidad de
plantear cuestión de ilegalidad, el Tribunal Supremo anulará cualquier disposición
general cuando en cualquier grado conozca de un recurso contra un acto fundado en
la ilegalidad de aquella norma».
b) Declarar la nulidad, y expulsar del Ordenamiento Jurídico, de los
Reglamentos reguladores del régimen sancionador que hayan sido directamente
impugnados.
c) Lo que ofrece mayores dificultades es el supuesto de la declaración de nuli-
dad de un Reglamento en relación con los actos firmes dictados al amparo del mismo.
Como es sabido, el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Administrativo aludía a
esta cuestión en unos términos tan imprecisos que ha dado pie a interpretaciones muy
diversas en las que no voy a entrar porque su descripción no aclararía nada las cosas.
En cambio, parece muy ilustrativo el caso de la declaración de nulidad realizada por
el Tribunal Supremo el 18 de marzo de 1981 del Decreto 3652/1974, de 17 de noviem-
bre, de Disciplina el Mercado. Las circunstancias que han rodeado este asunto han
sido tan extraordinarias que han terminado llamando la atención de la doctrina
(TORNOS, D E A S Í S R O I G , Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ) y provocado la aparición de
varios interesantes artículos de análisis. Pero lo más significativo ha sido, con todo,
la reacción de la Jurisprudencia, que nos ofrece uno de los ejemplos más acabados de
vacilaciones, contradicciones y, en definitiva, de inseguridad jurídica total.

Del pormenorizado estudio de D E A S Í S R O I G (1989) se deduce, en efecto, que si


el Gobierno obró aquí negligentemente (puesto que tardó varios años en aprobar un
nuevo Reglamento), y si la Administración siguió aplicando impertérrita el Decreto
nulo, el Tribunal Supremo, a lo largo de varias docenas de sentencias cronológica-
mente muy próximas, ha adoptado sin rubor las posturas más dispares y desarrollado
los argumentos más incompatibles a la hora de enjuiciar sanciones concretas impues-
tas en aplicación del Decreto nulo y antes, naturalmente, de la declaración judicial de
236 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

tal nulidad. Sin necesidad de entrar en el detalle y en la fecha de estas sentencias (que
vienen en el estudio de DE Asís, al que me remito), las posturas más destacadas han
sido las siguientes:
Primera: Confirmación de las sanciones por considerar que la cobertura normati-
va, perdida por la nulidad del Decreto de 1974, fue recuperada por la reviviscencia de
un'Decreto de 1966, al que el de 1974 había derogado y sustituido.
Segunda: Anulación de las sanciones por considerar que la pérdida de cobertura
producida por la nulidad del Reglamento de 1974 era insubsanable. Pero ello en razón
de argumentos tan variados como los siguientes:
— por aplicación directa del artículo 120.1 de la Ley de Procedimiento
Administrativo;
— por extensión de la eficacia general de la sentencia declaratoria de la nulidad
del Reglamento;
— por adherencia del acto aplicativo a la norma que ejecuta, ya que el destino del
acto y el de la norma han de ser idénticos;
La lección que se obtiene de este caso bien amarga es, puesto que aquí han falla-
do todas las instituciones del Estado; el Legislador no reaccionó con rapidez dando
una nueva regulación al supuesto; la Administración obró con persistente mala fe al
no revocar —nle oficio o, al menos, a instancia de parte— las sanciones con devolu-
ción de las cantidades percibidas por multa; y la Jurisprudencia tampoco ha estado a
la altura de las circunstancias al no haber conseguido imponer un criterio fijo en sus
decisiones y en sus razonamientos. Así las cosas, resultaría ahora completamente
inútil —y, por supuesto, ingenuo— desarrollar argumentos en favor de la nulidad de
las sanciones en cuestión así como exponer las vías procesales para lograrlo. Unos y
otras son harto conocidos después de trabajos como los de G Ó M E Z - F E R R E R y TORNOS:
lo que falta es la voluntad judicial de asumirlos.
La última reforma general del proceso contencioso-administrativo no ha sido
insensible a esta situación que resuelve (art. 73) en los siguientes términos: «las sen-
tencias firmes que anulen un precepto de una disposición general no afectarán por sí
mismas a las sentencias o actos afines que lo hayan aplicado antes que la anulación
alcanzase sus efectos generales, salvo en el caso de que la anulación del precepto
supusiera la exclusión o la reducción de las sanciones aún no ejecutadas completa-
mente».

2. DECLARACIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES

En cuanto a las normas con rango de ley, es el Tribunal Constitucional el que con-
trola su constitucionalidad y, en lo que aquí afecta, comprueba si la ley ha regulado
efectivamente la materia reservada y, en su caso, si ha procedido a una remisión nor-
mativa correcta. De no ser así, declara su nulidad por tratarse de una ley en blanco
constitucionalmente inadmisible.
El Tribunal Supremo, en cambio, parece encontrarse inerme ante una Ley incluso
aunque su inconstitucionalidad resulte manifiesta por no respetar el principio (cons-
titucional) de legalidad. Y, sin embargo, no es así como resulta de lo sucedido en la
STS de 20 de diciembre de 1989 (Ar. 9640; Conde Martín). En ella —como en otras
muchas— se examina una sanción concreta impuesta al amparo del artículo 57 del
Estatuto de los Trabajadores (del que nos ocuparemos con especial atención en otro
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 237

capítulo), de tal manera que la cuestión se plantea en estos términos, tal como los des-
cribe la propia sentencia: «el problema que ahora se suscita es el de analizar si el ar-
tículo 57 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores —base normativa de la sanción
impuesta— contiene una tipificación adecuada de las conductas y justifica por tanto
la imposición de una determinada sanción por la Administración laboral».
Esto quiere decir, ni más ni menos, que el nudo de la cuestión estriba en la deter-
minación de la constitucionalidad de una norma con rango de ley, lo que, con toda evi-
dencia, excede de la competencia de un Tribunal ordinario; y esto fue naturalmente lo
que planteó una de las partes, sin que la sentencia lo admitiera alegando que «no se
trata de que el artículo 57 pudiera ser contrario al artículo 25 de la Constitución y que
esa contradicción, en su caso, debiera elevarse al Tribunal Constitucional por el cauce
del artículo 163 de la Constitución, sino que es insuficiente de por sí y precisado de
un complemento normativo, que es algo diferente». Y con esta base considera el
Tribunal que tiene abierto el enjuiciamiento de la Ley desde la siguiente perspectiva:

No se afirma con ello la invalidez constitucional del referido precepto, para lo que este
Tribunal carece de competencia, sino simplemente la insuficiencia normativa del mismo como
regulador de un tipo de infracción, lo que es algo diferente; pues es desde la suficiencia, o no,
de esa norma desde la que debe enjuiciarse el concreto ejercicio de la acción sancionadora de
la Administración laboral, aquí impugnado. La mera definición abstracta del artículo 57 pre-
cisaba de un complemento normativo de rango suficiente para la configuración de los tipos de
las infracciones y sanciones.

En definitiva, el Tribunal Supremo consideró que el artículo 57 de la Ley no es


constitucionalmente suficiente y, en su consecuencia, anuló los actos administrativos
individuales dictados en su aplicación.
La argumentación autojustificatoria de esta decisión no es, desde luego, convin-
cente, pero sí muy hábil. El Tribunal cambia la perspectiva e insiste en que su fallo no
afecta a la Ley (para lo que no es competente) pero sí al acto administrativo (para cuyo
enjuiciamiento sí es competente). Anula, por ende, el acto administrativo porque
todos los actos administrativos, y muy particularmente los sancionadores, precisan de
cobertura legal y el impugnado carecía de ella debido a que el artículo 57 no se la
prestaba con la contundencia suficiente.
Este modo de razonar refleja en riguroso paralelo lo que siempre se ha hecho en
la jurisdicción contencioso-administrativa con los reglamentos (en la llamada impug-
nación indirecta de reglamentos). Pero ahora se ha producido un salto cualitativo y se
ha llegado a enjuiciar —ya que no a anular— la Ley. Pero recordemos que en la
impugnación indirecta de reglamentos tampoco se anulan éstos.
A mí me parece que esta actitud del Tribunal Supremo es valiente, progresista y,
en definitiva, loable y digna de ser imitada. Pero conviene tener conciencia de su hete-
rodoxia. Un Tribunal ordinario no ha anulado ciertamente la ley, pero ha hecho algo
muy parecido: se ha pronunciado sobre su aplicación por causa de la invalidez incons-
titucional de la misma. Formalmente es clara la distinción de ambos pronunciamien-
tos, pero no nos engañemos: materialmente es lo mismo no aplicar una ley respetan-
do su validez que no aplicarla previa declaración de nulidad. Hemos vuelto a los vie-
jos tiempos de la elegante hipocresía barroca: la ley se acata pero no se cumple.
Se podrá decir que con una sentencia de este tipo sigue siendo válida la ley y sus-
ceptible de ser aplicada en casos futuros. Lo cual es cierto; pero, independientemen-
te de que no sucede lo mismo para el caso concreto, las consecuencias son peores
todavía ya que, cabalmente para el futuro, la Administración se va a encontrar ante
un dilema dramático: si aplica la norma en cuestión, se le podra tachar de mala te,
238 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

puesto que tiene conciencia de su insuficiencia; y si no la aplica, estará cometiendo un


auténtico delito de prevaricación. El resultado final ha de ser, por tanto, casi caótico:
la ley se aplicará en unos casos y en otros no, según la mentalidad del funcionario que
la maneje. Si se aplica, será a conciencia de que el sancionado podrá liberarse de la
sanción si la impugna; de tal manera que sólo serán sancionados los que soporten man-
samente la acción administrativa, que es costoso impugnar. O sea, que la desigualdad
será la regla y la injusticia y la arbitrariedad la última consecuencia. En estos casos la
única salida eficaz y honesta es la de que se proponga inmediatamente una reforma
legislativa, que corrija las deficiencias de la ley denunciadas por el Tribunal Supremo,
garantizando así la seguridad jurídica. Esto es lo que sucedió cabalmente con el artí-
culo 57 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, reformado por la Ley 8/1988. Ahora
bien, la experiencia enseña que esta actitud no suele estar precisamente generalizada.
La cuestión, pues, está pidiendo a gritos una salida más coherente.
Doce años después se planteó ante el Tribunal Constitucional una cuestión en
cierto sentido equivalente que conviene examinar por lo que de ilustrativo tiene. Los
autotaxis estaban regulados por la Ley estatal 38/94, que fue anulada por la STC
118/1996, de 27 de junio, por falta de competencia, creándose con ello un vacío nor-
mativo hasta que se publicó la Ley autonómica madrileña de 27 de noviembre de
1998. Pues bien, las sanciones impuestas en ese intervalo fueron anuladas por el
Tribunal Constitucional en su Sentencia 132/2001, de 8 de junio, que se publicó
acompañada de un voto particular de Garrido Falla (al que se sumó Jiménez de Parga)
redactado en unos términos muy enérgicos, que potenciaba aún más la ácida ironía de
su autor: «Así es que una ley por muerta y otra por no nacida, dejan un vacío jurídico
que de acuerdo con nuestra sentencia (que no reconoce validez a las órdenes ministe-
riales de desarrollo) significaría la desregulación total de la actividad de transporte
público de taxis (...) El magistrado que suscribe se consuela al pensar que durante
esta vacación legislativa los posibles infractores no sabían que todo les estaba per-
mitido. Mi punto de vista es que la vigencia de tales órdenes tenía su apoyo en el
hecho de que, al encontrarnos ante una relación especial de poder, el principio de la
rigurosa legalidad quedaba relativamente flexibilizado».

VI. IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS SANCIONADORAS

Esté o no incluida esta regla (porque la cuestión es muy debatida) en el principio


de la legalidad, el hecho es que se encuentra recogida de forma expresa en la
Constitución y no una sino varias veces. Primero en el artículo 9.3 que «garantiza la
irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables» y luego en el 25.1,
de modo indirecto pero contundente, al aludirse a «la legislación vigente en aquel
momento» (en el de producirse los hechos sancionables).
La irretroactividad se desenvuelve en el Derecho Administrativo Sancionador a lo
largo y a lo ancho de tres campos fundamentales: en primer lugar, en el de la no exi-
gencia retroactiva de los requisitos establecidos por la Constitución de 1978 (de lo que
ya me he ocupado páginas más atrás); en segundo lugar, en el de la irretroactividad
de las normas sancionadoras, que es el núcleo de la cuestión y el aparentemente más
sencillo a la vista de la contundencia del texto constitucional y de lo dispuesto en el
artículo 128.1 de la LAP («Serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigen-
tes en el momento de producirse los hechos que constituyan infracción administra-
tiva»); y en tercer lugar, en el de la posible retroactividad de las normas sancionado-
ras favorables. El REPEPOS, por su parte, dedica a este extremo el artículo 4.1, que
dice así:
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 239

Sólo se podrán sancionar infracciones consumadas y respecto de conductas y hechos


constitutivos de infracciones administrativas delimitadas por Ley anterior a su comisión y, en
su caso, graduadas por las disposiciones reglamentarías de desarrollo.
Las disposiciones sancionadoras no se aplicarán con efecto retroactivo salvo cuando favo-
rezcan al presunto infractor.

1. IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS DESFAVORABLES

Un buen punto de partida para el examen de esta cuestión se encuentra en el artí-


culo 7.1 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y liberta-
des fundamentales (Roma, 4 de noviembre de 1950; ratificado por España el 26 de
septiembre de 1979), conforme al cual

nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido
cometida, no constituya una infracción según el Derecho nacional o internacional. Igualmente
no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción
haya sido cometida.

Por su parte, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (asunto Regina


c. Kirk) ha hecho observar que «el principio de irretroactividad de la norma penal es
un principio común a todos los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros,
reconocido como derecho fundamental por el artículo 7 del Convenio de Roma y que
forma parte de los principios generales del Derecho, cuya observancia debe garanti-
zar el Tribunal».
Por lo que se refiere a nuestro Ordenamiento constitucional, existe una cues-
tión de carácter general que todavía no está resuelta, a saber: la de si la regla de la
irretroactividad se deduce exclusivamente del artículo 9.3 de la Constitución o si
también encuentra su apoyo en el artículo 24. Así formulada parece una cuestión
rigurosamente teórica, pero conste que es prácticamente muy relevante. Porque si
sólo pudiese invocarse el artículo 9, no habría acceso individualizado al Tribunal
Constitucional; en cambio, entrando en juego el artículo 24, nos encontraríamos
ante un derecho fundamental protegible directamente a través del recurso de ampa-
ro. En esta polémica —y frente a la postura inequívocamente restrictiva del
Tribunal Constitucional— algunos autores, como S E R R A N O A L B E R C A y GARBERI
(1989, 88-89), sostienen la tesis de la posibilidad del ejercicio del recurso de
amparo.
La cuestión fue planteada tempranamente por la STC 15/1981, de 7 de mayo, más
atrás citada, en la que se fundamentó la retroactividad de la norma favorable al ampa-
ro del artículo 9.3 de la Constitución. Ahora bien, la invocación del artículo 9.3, y no
del 25.1, tuvo, sin embargo, la consecuencia de la indisponibilidad del recurso de
amparo, dado que este derecho a la irretroactividad «no es invocable en vía de ampa-
ro, reservada a las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la sección 1
del Capítulo II del Título I de la Constitución».
Criterio restrictivo en el que sigue insistiéndose todavía, como aparece en la STC
237/1993, de 12 de julio:
el principio de irretroactividad de las disposiciones no favorables no es invocable en vía de
amparo (SSTC 15/1981, 6/1983 y 32/1987 [...], en suma, la aplicación del principio de irre-
troactividad de las leyes del artículo 9.3 de la Constitución no puede ser enjuiciada por este
Tribunal a no ser que a través de ella se haya vulnerado alguno de los derechos susceptibles de
amparo.
240 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Una postura criticada con razón por S A N Z G A N D A S E G U I ( 1 9 8 4 , 1 2 3 - 1 2 4 ) , quien


explica cómo «el argumento utilizado, aunque intachable desde una perspectiva for-
mal y literal, puede ser cuestionado si se pone en relación con la opción hecha por el
Tribunal en otros casos, como en el principio non bis in idem que, sin aparecer lite-
ralmente en el artículo 25, se admite como derecho fundamental».
La retroactividad (o irretroactividad) puede afectar tanto a la calificación de un
hecho como infracción administrativa o delito (convirtiendo, por ejemplo, en infrac-
ción lo que antes era delito) como en la tipificación y graduación de las infraccio-
nes y sanciones y como también, en fin, en la aplicación de circunstancias modifi-
cativas.
En un orden muy distinto de consideraciones, la STC 1 8 4 / 1 9 9 2 , de 1 6 de noviem-
bre, da pie para reflexionar, al hilo de la sentencia del Tribunal Supremo impugnada
(de 2 3 de diciembre de 1 9 8 8 ) , sobre un supuesto más que dudoso de retroactividad de
norma favorable. En una parcelación ilegal de suelo urbanizable no programado, tuvo
lugar una reforma del Plan que lo convirtió en suelo urbano y para los dos Tribunales
es obvio que esta alteración normativa elimina el ilícito. A mi juicio, sin embargo, esta
solución no es la correcta ya que el tipo del ilícito no ha sido alterado, por lo que en
modo alguno puede entenderse que existe una disposición sancionadora posterior
favorable. Un cambio de Plan no es una disposición sancionadora. Con el Derecho
Penal, por ejemplo, el hurtador que adquiere, después del hurto, la cosa sustraída, no
queda liberado de responsabilidad.
La STC 1 9 6 / 1 9 9 1 , de 1 7 de octubre, examina un caso sumamente curioso, cuya
resolución da pie al Tribunal para afirmar una postura irretroactiva a ultranza. Como
es sabido, el viejo Código Penal Militar de 1945 fue profundamente reformado cua-
renta años después y sus ilícitos quedaron desdoblados en las Leyes Orgánicas
1 2 / 1 9 8 5 y 1 3 / 1 9 8 5 , de 9 de diciembre, tipificándose en la primera —por «despenali-
zación»— una serie de infracciones que en el texto de 1945 eran delitos. En el caso
de autos un militar penado por el artículo 352 del Código Penal Militar, vio que su
pena era dejada sin efecto como consecuencia de que el tipo había desaparecido en
1985 como delito; pero inmediatamente después fue expedientado disciplinariamente
y sancionado como consecuencia de haber sido ahora tipificados los mismos hechos
como infracción. Con lo cual quedaba planteada la cuestión en los siguientes térmi-
nos: para el sancionado se trataba de una aplicación retroactiva de la norma discipli-
naria ya que se refería a hechos cometidos con anterioridad a 1985; mientras que para
la Administración sancionadora (y para el Tribunal Supremo) no había tal, dado que
«no es que la conducta del castigado por el artículo 352 del Código de Justicia Militar
hubiera pasado a ser lícita sino que dejó de ser delictiva para convertirse en falta dis-
ciplinaría».
Vistas así las cosas, el Tribunal se apresura a hacer una nueva declaración inter-
dictiva de la retroactividad y, sentado esto, entra a continuación en el análisis de la
peculiaridad del caso, es decir, en la continuidad real del ilícito, una vez cambiada su
naturaleza:
Esa continuidad entre el anterior ordenamiento sancionador militar y el vigente desde el
1 de junio de 1986 sólo alcanza, y aun así parcialmente, al contenido de la conducta merece-
dora de reproche, no, en cambio, a la índole y onerosidad de la sanción. Por tanto, jurídica-
mente son distintos los tipos sancionadores que consideramos, rompiéndose la persistencia de
la predeterminación legal de la sanción [...]. Se podría hablar de «continuidad» fáctica, pero
no jurídica sancionadora. La absolución en el delito lo era con todas sus consecuencias. Sólo
esta falta podría, consecuentemente, ser sancionable cuando fuera cometida tras la vigencia de
la Ley que la previera como tal.
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 241

Esta solución peca, no obstante, de formalista y no fue tal, desde luego, la inten-
ción del legislador cuando «sin solución de continuidad» incluyó los antiguos tipos
delictivos en la categoría de infracciones. La sentencia —en palabras de un voto par-
ticular de Gimeno Sendra— «confunde los efectos de una despenalización con los de
una amnistía o indulto». Añadiéndose en dicho voto que
desde el punto de vista constitucional no creo que pueda efectuarse reproche de inconstitucio-
nalidad alguna, ni a la posibilidad de que el legislador decida transformar un ilícito penal en
administrativo, ni a la de que los operadores jurídicos, una vez liquidada la sanción penal prin-
cipal, decidan mantener las accesorias o la principal de multa, convertidas en sanciones admi-
nistrativas, siempre y cuando naturalmente la nueva sanción sea más favorable, pues, de lo
contrarío, se infhngirá, no el principio de legalidad sino el de irretroactividad de las disposi-
ciones sancionadoras del articulo 9.2. Por tanto, a los efectos del cumplimiento del principio
de legalidad, lo único que el artículo 25 prohibe es que nadie sea condenado por acciones que
en el momento de producirse no constituyen «delito o infracción administrativa», sin que la
norma constitucional vede la posibilidad de que, sobre el mismo hecho y contra el mismo
autor, se efectúe una sucesión más favorable de normas para el condenado, que es lo que en
realidad acontece en ios supuestos de «discriminalización» en sentido estricto, pues entre el
ilícito penal y el administrativo no existe diferencia en todo lo referente a su naturaleza (no en
vano al Derecho Administrativo Sancionador se le denomina también «Derecho Penal
Administrativo»).

CARRETERO y CARRETERO (1992, 112-113) han estudiado atentamente (lo que no


suele ser común en la doctrina) diversos problemas que aparecen en tomo a la retro-
actividad e irretroactividad de las normas sancionadoras:
— A la hora de valorar la lenidad relativa de las normas enjuego, recuerdan que,
para la doctrina dominante, en caso de duda la regla es que las sanciones ciertas son
más graves que las inciertas y las regladas más que las discrecionales.
— En el caso de infracciones resultantes del incumplimiento de prestaciones exi-
gidas con carácter general, no procede aplicar la ley posterior más beneficiosa «por-
que supondría premiar a los infractores, salvo que las propias normas señalaran lo
contrario: por ejemplo, si una ley suprime un tributo, ello no puede suponer la amnis-
tía para los defraudadores anteriores».
— Respecto a la ley intermedia constatan que «la jurisprudencia se ha inclinado
siempre que ha sido posible por la aplicación de la norma favorable».
Una cuestión que se plantea con relativa frecuencia ante los Tribunales es la de si
el principio que se está analizando se aplica solamente a las infracciones posteriores
a la Constitución o si, por el contrario, se benefician también de él las cometidas con
anterioridad. Lo que el Tribunal Constitucional, en su sentencia, entre otras,
177/1992, de 2 de noviembre, ha resuelto de manera contundente:
La regla de la irretroactividad de la reserva de Ley del artículo 25.1 de la Constitución es
aplicable con independencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la
Constitución. Y es así porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admi-
tiera que la irretroactividad de la reserva de Ley del artículo 25.1 sólo se da si el hecho san-
cionado es anterior a la entrada en vigor de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en
el fondo de significado, ya que las resoluciones sancionadoras dictadas en aplicación de las
correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución - salvo en casos rarísi-
mos— habría alcanzado ya firmeza, y la regla de la irretroactividad no añadiría nada nuevo.

La STC 45/1994, de 15 de febrero, aborda un punto sumamente interesante:


cometida una infracción establecida en un Reglamento postconstitucional de legali-
242 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

dad más que dudosa, poco después se publica una Ley que presta cobertura a tal
Reglamento. Así lo había entendido, al menos, la jurisdicción contencioso-adminis-
trativa al confirmar las sanciones administrativas impuestas. Pero el Tribunal
Constitucional no comparte tal criterio, declarando que

no es posible aceptar que la cobertura legal ex post facto pueda subsanar el vicio previo cau-
sante de la vulneración del artículo 25.1 de la Constitución. Como ya hemos declarado en un
caso análogo (STC 29/1989), «es obvio que esa Ley no podía prestar cobertura legal al Real
Decreto (de anterior fecha) para la imposición de sanciones por infracciones cometidas con
anterioridad a la vigencia de la propia Ley, dada la irretroactividad de las disposiciones san-
cionadoras».

Ni que decir tiene, por último, que la aplicación de las reglas de irretroactivi-
dad o de retroactividad presupone la determinación precisa del momento de la
comisión de la infracción: lo que no es siempre una operación sencilla. L Ó P E Z
M E N U D O ( 1 9 8 2 , 1 7 1 ss.) ha realizado, al efecto, un ensayo de sistematización con
arreglo a las siguientes variantes: a) Infracciones realizadas en un solo instante: no
hay problema, b) Infracciones que consisten en una acción: el acto inicial, c)
Infracciones que consisten en la producción de un resultado: el último acto que
desencadene tal resultado, d) Infracción permanente: el último acto constitutivo de
la conducta.

2. RETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS FAVORABLES

Cuando se trata de normas sancionadoras favorables para el infractor, rige la regla


inversa a la que acaba de ser examinada, es decir, la de la retroactividad. Esto es algo
bien conocido en el Derecho Penal y que se recoge en el artículo 24 de su Código:
Las leyes penales tienen efecto retroactivo en cuanto favorezcan al reo de un delito o falta,
aunque al publicarse aquéllas hubiese recaído sentencia firme y el condenado estuviese cum-
pliendo la condena.

En el Derecho Administrativo Sancionador no se reconocía esta regla con carác-


ter general, aunque así aparecía consignada en algunas leyes sectoriales, como en la
Disposición Transitoria 3.a del Real Decreto 2631/1985, de 18 de diciembre, sobre
procedimiento tributario sancionador:

1. La Ley 10/1985, de 26 de abril, será de aplicación a las infracciones tipificadas en la


misma que se cometan a partir del 27 de abril de 1985, cualquiera que sea la fecha del deven-
go de los hechos imponibles con que estén relacionados. No obstante lo dispuesto en el párra-
fo anterior, la nueva normativa será de aplicación a las infracciones tributarias cometidas con
anterioridad cuando resulte más favorable para los sujetos infractores.

Por cierto, que el mantenimiento de este principio ha provocado en el año 2004


una curiosa situación. Teniendo en cuenta que el nuevo texto de la Ley General
Tributaria era manifiestamente más favorable que el anterior, la Agencia Tributaria
^deno la suspensión de los procedimientos sancionadores iniciados —¡más de
600.000!— que deberían reanudarse a partir del 1 de julio para adecuarlos a la nueva
normativa que entraba en vigor ese día.
El artículo 128.2 de la LPAC ha terminado generalizando la regla para el Derecho
Administrativo Sancionador:
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 243

«Las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al


presunto infractor».

Con esta rotunda declaración se garantiza ya el rango legal de la regla. Pero


importa, además, sobremanera indagar si su rango se encuentra en el nivel supremo
de la Constitución, puesto que las consecuencias obviamente no serían las mismas,
como habrá ocasión de comprobar más adelante.
El Tribunal Constitucional parece, en efecto, inclinarse por la tesis de su recono-
cimiento constitucional, dado que extrae la regla, aunque sea a sensu contrario, de un
artículo de la Constitución. Así se apunta ya en la temprana sentencia 8/1981, de 30
de marzo (reiterada en la 15/1981, de 7 de mayo), donde se declara que
el problema de la retroactividad o irretroactividad de la ley penal (en realidad no sólo de ella,
sino también de otras disposiciones sancionadoras, aunque sólo a aquélla y no a todas estas
van dirigidas las consideraciones presentes) viene regulado por nuestra Constitución en su arti-
culado 9.3 (...]- Interpretando a sensu contrario este precepto puede entenderse que la
Constitución garantiza también la retroactividad de la ley penal favorable.

La misma actitud ha adoptado el Tribunal Supremo en una jurisprudencia muy


abundante. Así, entre otras muchas, la sentencia de 28 de mayo de 1990 (Ar. 3765;
Fuentes Lojo):
el principio de la retroactividad de las leyes penales favorables, reconocida en el artículo 24
del Código Penal y 15 del Pacto Internacional de los Derechos civiles y políticos de 19 de
diciembre de 1966, es una consecuencia del principio de legalidad, establecido en el artículo
25 de la Constitución, para la imposición de condena o sanción, y del principio de irretroacti-
vidad que garantiza el articulo 9.3, su aplicación al Derecho Administrativo Sancionador resul-
ta, por tanto, de la Constitución.

La cuestión dista mucho, sin embargo, de ser tan clara como estas sentencias
parecen indicar. L Ó P E Z MENUDO, que ha estudiado muy detenidamente este extremo
en las deliberaciones parlamentarias, llega a la conclusión de que los constituyentes
no desearon inequívocamente la inclusión de tal regla; y, desde el punto de vista lógi-
co, la rechaza él enérgicamente (1982,180 ss.) puesto que el argumento a sensu con-
trario está aquí manejado de forma incorrecta, habida cuenta de los distintos conte-
nidos y fundamento de la regla deducida y de la regla de la que se pretende deducir:
«en el principio de irretroactividad de normas sancionadoras desfavorables contem-
plado en el artículo 9.3 de la Constitución no va implícito el mandato constitucional
de que se den efectos retroactivos a las favorables; del mismo modo que cuando la
Constitución garantiza la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos indi-
viduales no está mandando se apliquen retroactivamente las normas que amplíen
esos derechos».
En mi opinión, las tesis de L Ó P E Z M E N U D O es la correcta porque lo opuesto (lo
contrario) a la regla de que las normas desfavorables son irretroactivas no es la regla
de que las normas favorables son retroactivas, como con un silogismo a todas luces
falso deducen las sentencias citadas. En términos lógicos, de la proposición «los
ancianos son avaros» no se deduce a contrario sensu que «los jóvenes son genero-
sos», sino que «los ancianos no son generosos» y que los jóvenes podrán ser genero-
sos o avaros: en realidad, la proposición escogida nada dice de los jóvenes.
Volviendo a nuestro caso, esto significa que las normas sancionadoras favorables
«pueden» ser tanto retroactivas como irretroactivas, dado que el artículo 128.2 nada
dice sobre ellas. Y de aquí precisamente que cuando la LAP ha querido establecer las
244 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

dos reglas, se ha tomado la molestia, que resultaba necesaria, de formularlas expresa-


mente en dos preceptos distintos (en los dos números del art. 128); de la misma mane-
ra que también lo ha hecho así el Código Penal.
Entiendo, pues, en conclusión que la regla de la retroactividad de las normas san-
cionadoras favorables tiene rango legal y no constitucional. Lo que significa que
puede ser derogada o excepcionada por cualquier otro precepto de rango legal sin que
ello vulnere la Constitución.
Y, en cuanto a su fundamento, es frecuente que la jurisprudencia se refugie en
invocaciones tan venerables como evanescentes, al estilo de la STS de 11 de febrero
de 1976 (Ar. 506), donde se hace referencia expresa de la humanitatis causa, a la pie-
tatis causa y a la justitiae causa; pero para mí es muy distinta la situación según se
trate de normas favorables o desfavorables: el fundamento de la irretroactividad de las
normas sancionadoras desfavorables es la seguridad jurídica, puesto que se conside-
ra inicuo castigar a alguien por algo que en el momento de realizarse la acción era líci-
to. En cambio, el fundamento de la retroactividad de las normas sancionadoras favo-
rables es la igualdad, puesto que se considera inicuo castigar de distinta manera a
quienes han cometido la misma infracción.
A este propósito la STC 99/2000, de 10 de abril, va acompañada de un voto par-
ticular de Mendizábal que es ilustrativo recordar:
El límite cronológico del ius puniendi como conjunto de normas y como potestad com-
prende tanto la interdicción de la irretroactividad de la ley más severa [...] como la retroacti-
vidad obligada de la más benigna, no por compasión, humanitatis causa, ni tampoco por apli-
cación del principio in dubio pro reo, sino por razones de justicia como valor constitucional
preferente y norte del Estado de Derecho [...] Cuando el legislador promulga una ley sancio-
nadora (no sólo penal) más suave está reconociendo implícitamente al menos que la prece-
dente más severa no se acomoda a las exigencias de justicia de la sociedad coetánea. No pare-
ce coherente admitir a priori la posibilidad de que dos poderes públicos, el legislativo y el
judicial funcionen cada uno a su aire, exonerando y castigando a la vez las misma conduc-
tas por mor del tiempo en que sucedieron. Es evidente que para evitar tal distonía debe pre-
valecer la ley nueva que refleja las convicciones del pueblo, a través de sus representantes, en
tan preciso momento y, por tanto, pone el listón del minimo ético o aplica el principio de
intervención mínima.

Desde el punto de vista de la técnica jurídica, resulta esencial percatarse de la


diferencia de los regímenes temporales de la retroactividad de las normas penales
favorables y la de la normas administrativas sancionadoras. El artículo 24 del Código
Penal expresa, como hemos visto, una retroactividad absoluta en el tiempo, ya que se
extiende incluso a penas que todavía se están cumpliendo. Para las normas adminis-
trativas, en cambio, la retroactividad sólo alcanza a los hechos sobre los que todavía
no se ha realizado un pronunciamiento administrativo firme. Interpretación restricti-
va que se deduce del términos literal del artículo 128.2 de la LAP, que bien claramente
alude al «presunto» infractor, es decir, a aquella persona que todavía no ha sido decla-
rada infractor. En su consecuencia, una vez que haya resolución administrativa firme,
ya no opera la regla de la retroactividad.
Otra cosa dice, sin embargo, y aunque sea en un contexto marginal, la STS de 28
de mayo de 1990 (Ar. 3765; Fuente Lojo), en la que se afirma que la aplicación retro-
activa de la ley más favorable ha de realizarse incluso aun cuando ya se haya pronun-
ciado la sanción y es que —recordando la sentencia del Tribunal Supremo de 10 de
marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez García)—, «la ley penal más favora-
ble pasa incluso por encima de la cosa juzgada y su aplicación no se detiene ni siquie-
ra en el supuesto de que el reo estuviese cumpliendo condena». Y todo ello porque
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 245

el efecto retroactivo de la norma más favorable no resulta limitado al trámite de proceso admi-
nistrativo si se parte de que el propio artículo 24 del Código Penal establece dicho efecto, aun-
que al publicarse la nueva norma hubiere recaído sentencia firme y el condenado estuviere
cumpliendo condena, y la Disposición Transitoria de la Ley Orgánica 8/1983, de Reforma
Urgente y parcial del Código Penal, ordena a Jueces y Tribunales que procedan de oficio a rec-
tificar las sentencias firmes no ejecutadas que se hubieren dictado con anterioridad a la entra-
da en vigor de la ley nueva en los que conforme a ella hubiera correspondido una condena más
beneficiosa para el reo.

Los problemas que esta doctrina plantea en el Derecho Administrativo


Sancionador son, con todo, gravísimos. Tratándose de multas —que es la sanción más
habitual en este ámbito— resulta que si la multa ya ha sido satisfecha, no procede la
revisión retroactiva; mientras que sí procedería para el sancionado moroso, premian-
do su resistencia. Y, en cambio, no ofrece dudas la aplicación retroactiva favorable de
otras sanciones de cumplimiento indefinido, como, por ejemplo, la pérdida de capa-
cidad para realizar determinadas actividades (retirada de licencia) o suspensión tem-
poral o indefinida de su ejercicio (cierre de establecimientos).
Sin que pueda objetarse a esta regulación tacha alguna de inconstitucionalidad, ya
que, como antes se ha argumentado con detalle, la regla de la retroactividad tiene
mero rango legal y, por ende, la ley es libre de determinar su alcance concreto; lo que
no sería lícito si hubiera un condicionamiento constitucional. Y, por lo mismo, hay que
admitir la hipótesis de la aparición, en su día, de una ley general o sectorial, que deter-
mine de distinta manera los límites temporales de tal retroactividad.
La propia naturaleza de las cosas impone el señalamiento de límites temporales a
la retroactividad, ya que, de no ser así, se producirían unas perturbaciones en la vida
jurídica que pondrían en peligro incluso la supervivencia del Estado. Un buen ejem-
plo de ello nos lo proporciona la STC 361/1993, de 3 de diciembre, sobre indemni-
zaciones a amnistiados. En el caso de autos se trataba de las indemnizaciones previs-
tas en una ley para «algunos» beneficiarios de la amnistía política que en ella se
declaraba. Esto suponía una evidente desigualdad para los excluidos de la indemni-
zación. Y, sin embargo, el Tribunal lo encuentra constitucionalmente correcto por dos
razones: porque la indemnización es graciable y, sobre todo, porque es la única forma
de no gravar excesivamente los presupuestos económicos, reconociendo «un amplio
margen de libertad al legislador al tratarse del reparto de recursos económicos nece-
sariamente escasos en conexión con las circunstancias económicas, las disponibili-
dades del momento y las necesidades y deberes de los grupos sociales [...] aunque ese
margen haya de respetar en todo caso los criterios de razonabilidad y no arbitrariedad
que se deducen también del artículo 14 de la Constitución».
Y es que, abundando en lo anterior pero desde otra perspectiva, si no se estable-
cieran dichos límites temporales, se producirían tales cataclismos en las situaciones
jurídicas y económicas ya consolidadas, que no habría legislador con energía sufi-
ciente para suavizar sus criterios sancionatorios.
Pasando a otros extremos dignos de comentario, conviene subrayar que la retroac-
tividad ha de ser, en todo caso, global, es decir, que, como advierte la citada STS de 28
de mayo de 1990, con cita del Auto del Tribunal Constitucional de 24 de julio de 1984,
no se puede aplicar a retazos una y otra ley [la anterior y la posterior], debiéndose de aplicar
la nueva cuando sea más favorable al reo, en bloque, no fragmentariamente, porque si se pro-
cediera a seleccionar de la normativa procedente y de la que se modifica lo más beneficioso
de una y otra, se estarían usurpando tareas legislativas que no corresponde a los Tribunales
como sería la creación de una tercera norma artificiosa e indebidamente elaborada a partir de
lo entresacado de la antigua y la nueva.
246 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Doctrina que comparte también el Tribunal Constitucional, como puede compro-


barse en su sentencia 131/1986, de 29 de octubre:

dicho principio supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, incluidas aquellas de
sus normas parciales que puedan resultar perjudiciales en relación con la ley anterior, que se
desplaza en virtud de dicho principio, siempre que el resultado final, como es obvio, suponga
beneficio para el reo [...]. No es aceptable, por tanto, y así lo ha dicho este Tribunal en el Auto
369/1984, de 24 de junio, utilizar el referido principio para elegir, de las dos normas concu-
rrentes, las disposiciones parcialmente más ventajosas, pues en tal caso el órgano judicial sen-
tenciador no estaría interpretando y aplicando las leyes en uso correcto de la potestad juris-
diccional que le atribuye el artículo 117.3 de la Constitución, sino creando con fragmentos de
ambas leyes una tercera y distinta norma legal con invasión de funciones legislativas que no lo
competen.

La STC 75/2002, de 8 de abril, ha declarado que el principio de la retroactivi-


dad de la ley penal más favorable —que, por cierto, no es susceptible de amparo
constitucional— «supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, incluidas
aquéllas de sus normas parciales que puedan resultar perjudiciales en relación con
la ley anterior, que se desplaza en función de dicho principio, siempre que el resul-
tado final, como es obvio, suponga beneficio para el reo, ya que en otro caso la
nueva ley carecería de esa condición de más beneficiosa que justifica su aplicación
retroactiva».
En un orden muy distinto de consideración la STS de 22 de febrero de 1988 (Ar.
1378; Delgado) analiza la delicada cuestión de la retroactividad de las normas com-
plementarias de una norma sancionadora en blanco. De estas últimas me ocuparé
con detenimiento en los capítulos siguientes; pero a los efectos que aquí se están
tratando conviene adelantar que se trata de normas que no describen exhaustiva-
mente el tipo sino que se remiten a una norma posterior que ha de hacerlo. Dicho
esto, el problema que aborda la sentencia es el de determinar si la modificación
favorable de la norma complementaria posterior (en este caso la que señala los lími-
tes de tolerancia de la turbiedad de las conservas de guisantes, a los que se remitía
la norma sancionadora) tenía efectos retroactivos o no; o —en las propias palabras
del Tribunal— «la cuestión suscitada es la de si el principio de la retroactividad de
la Ley más favorable ha de jugar también cuando lo que se modifica no es la norma
sancionadora, en sí misma, sino la que aporta el complemento que viene a rellenar
el tipo en blanco por aquella dibujado». Y añade: «la respuesta ha de ser afirmati-
va: el complemento que proporciona la norma no sancionadora es siempre parte
integrante del tipo. Que éste se formule de una sola vez, en la regla sancionadora,
o en dos momentos y normas distintas, resulta inoperante. La infracción se integra
por el tipo completo, es decir, el tipo exigido por el artículo 25.1 de la Constitución
sólo existe cuando ha sido completado». Y más todavía:

a los efectos de la retroactividad de la ley más favorable, una vez que el tipo existe, resulta
intrascendente que su alteración o eliminación tenga lugar por modificación de la norma san-
cionadora en blanco o por modificación de la regla complementaria que viene a dar el último
contenido al tipo. El fundamento de la retroactividad de la norma sancionadora más favorable,
se concreta en razones humanitarias o de estricta justicia, opera siempre que una modificación
normativa afecte a la norma en blanco o a la complementaría evidencia que determinada cos-
tumbre ha dejado de ser socialmente reprochable.

La problemática examinada en la sentencia de 28 de mayo de 1987 (Ar. 10191;


Español) es incluso más compleja y también merece que nos detengamos en ella.
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 247

Por lo pronto admite sin vacilar la aplicación del principio penal en la forma que
ya nos es conocida:

Partiendo de que las infracciones administrativas participan de la naturaleza de las pena-


les, habrá de convenirse en que la doctrina de la retroactividad de las disposiciones sanciona-
doras favorables ha de referirse a unas y otras, siendo al efecto de recordar la STC de 30 de
marzo de 1981, que destaca cómo el artículo 9.3 de la Constitución garantiza la irretroactivi-
dad de las normas sancionadoras, dentro de cuya rúbrica han de entrar las administrativas san-
cionadoras, en la que se declara que la norma 9.3 ha de interpretarse también a contrario
sensu, entendiendo que la Constitución garantiza la retroactividad de la ley penal más favora-
ble, principio ya consagrado en el artículo 24 del Código Penal.

En el ámbito procesal y procedimental destacan las siguientes cuestiones: la STS


de 22 de marzo de 1989 (Ar. 2261; García-Ramos) resuelve de manera muy sencilla
el viejo problema de cuál es la norma aplicable: si la vigente en el momento de pro-
ducirse la infracción o de dictarse la resolución (o la sentencia). Desde la perspectiva
de la retroactividad, siempre se aplicará la más favorable.
La sentencia de 13 de diciembre de 1991 (Ar. 9349; Trillo) admite la aplica-
ción retroactiva de la norma sancionadora favorable incluso cuando «el procedi-
miento sancionador se encuentre en fase de impugnación jurisdiccional», «pues-
to que —apostilla la de 26 de mayo de 1992 (Ar. 4232; González Mallo)— posi-
bilita la aplicación de la nueva normativa sin retroacción de procedimiento, sien-
do además aconsejable por razones de economía procesal, siempre que se haga sin
menosprecio del derecho de defensa». La sentencia de 13 de marzo de 1992 (Ar.
2797; Trillo) aprovecha la oportunidad para aportar nuevos argumentos a esta
tesis:

Estos antecedentes jurisprudenciales contestan también a la alegación relativa a la impro-


cedencia de que un órgano de la Jurisdicción realice directamente la aplicación de la Ley más
favorable, sin dar la oportunidad a la Administración para que haga su propia calificación de
los hechos. Siendo una de las opciones posibles que en estos casos la jurisprudencia se hubie-
ra pronunciado en favor de devolver las actuaciones administrativas para que los hechos fue-
ren calificados de nuevo por la Administración, sin embargo ha preferido seguir la de entrar
directamente en el tema, teniendo en cuenta siempre el previo y oportuno debate entre las par-
tes, basándose implícitamente en una razón de economía procesal.

Esta doctrina puede considerarse pacífica aunque exigiendo, eso sí, que la sanción
no se haya ejecutado.
La Sentencia de 30 de enero de 1991 (Ar. 478; Cáncer) aborda la delicada cues-
tión de la posibilidad de ejercer este tipo de derechos en el procedimiento especial de
la Ley 62/1978 de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales. Lo que
resuelve en términos muy rigurosos:

Como se establece en la STC de 30 de marzo de 1981, del análisis del artículo 25.1 de la
Constitución no se infiere que este precepto reconozca a los ciudadanos un derecho funda-
mental a la aplicación retroactiva de una ley penal más favorable que la actualmente vigente.
Añadiendo esta sentencia y la de 7 de mayo de 1981 que la retroactividad de las disposiciones
sancionadoras favorables tiene su fundamento a contrario sensu en el artículo 9 de la
Constitución, no siendo invocable en vía de amparo [...], doctrina que se reitera en la de 29 de
octubre de 1986. De lo que se infiere que la invocación de esta supuesta vulneración del prin-
cipio de retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables, tampoco es invocable en
el proceso especia] y sumario de la Ley 62/1978.
248 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

La STS de 9 de mayo de 2002 (3.a, 6.a, Ar. 5075) sigue insistiendo , no obstante,
en la línea tradicional y aplica la norma más favorables que entró en vigor después de
haber impuesto la sanción administrativa.
Nótese que aquí se están manejando razones constitucionales de índole material
porque es claro que la retroactividad opera sin dificultades cuando se trata de normas
de carácter procesal, como admite sin ambajes la STS de 4 de enero de 2000 (Ar.
1084).
Desde la perspectiva del Tribunal Constitucional la cuestión más importante
(estudiada minuciosamente por H U E R T A T O C I L D O , 2 0 0 0 ) es la de si la retroactividad
de las normas favorables genera en el infractor un derecho fundamental amparado
en el artículo 25 de la Constitución, o no; cuya relevancia práctica salta a la vista si
se tiene en cuenta que de su respuesta depende la posibilidad de fundar en ella un
recurso de amparo.
A este propósito la postura del tribunal no puede ser más tajante ya que desde la
temprana Sentencia 8/1981 viene sosteniendo que dicho principio, reconocido en el
artículo 9.3, no tiene cabida en el 25.1. Y, sin embargo, en ocasiones ha prosperado el
recurso aunque no al amparo del artículo 25 sino de otros como el 17.1 o el 24.
HUERTA T O C I L D O ha combatido enérgicamente esta postura por entender que si el prin-
cipio de retroactividad está reconocido en el artículo 9.3, necesariamente habrá de
considerarse asimismo contenido en el artículo 25.1. Y de hecho así se ha defendido
en algunos votos particulares (en las SS 177 y 203/1994), aunque el Tribunal siga sin
dar su brazo a torcer y, cuando quiere admitir y estimar el amparo, prefiera acudir,
como acaba de verse, a otros artículos constitucionales más o menos inesperados.
Singular interés ofrece el supuesto de leyes temporales, que constituyen una excep-
ción al principio. Tal como explica la STS de 18 de marzo de 2003 (3.a, 4.a, Ar. 3651),
la figura penal de las llamadas leyes temporales es «esencialmente relevante en rela-
ción con la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. En determinados
sectores en que tiene lugar la intervención administrativa, como el social o el econó-
mico, es frecuente que la norma proyecte actuaciones para atender a situaciones coyun-
turales que se espera corregir o paliar con las medidas adoptadas. Éstas están llamadas
a perder su vigencia cuando desaparezcan aquellas situaciones, pero requieren para su
eficacia del plus de garantía que comporta el régimen administrativo sancionador.
Cuando así ocurre, no son aplicables retroactivamente las normas posteriores más
favorables que vienen a sustituirlas».

VII. BALANCE FINAL

1. DLSCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA Y ARBITRIO JUDICIAL C O M O COMPLEMENTOS


INEXCUSABLES DE LA LEGALIDAD

La Constitución de 1978 —y en general el Ordenamiento jurídico actual— ha


magnificado el concepto de la legalidad objetiva sobredimensionado su importancia
y correlativamente subdimensionando, e incluso ignorando, los factores personales
subjetivos de la vida jurídica que son la otra cara de la legalidad. Un desequilibrio
cuyos efectos serían aún más devastadores para el Derecho Administrativo
Sancionador si no fuera porque los jueces no han renunciado, por fortuna, al ejercicio
de sus potestades de arbitrio prudente.
Las causas de tan exacerbada magnificación son explicables aunque no justifica-
bles. La Constitución nació en un momento histórico en el que se estaba padeciendo
un acusado déficit de legalidad que, pura y simplemente, se supercompensó con un
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 249

exceso de ella, creyendo ingenuamente que el antónimo de la legalidad era la arbitra-


riedad (que se quería eliminar a todo trance) y pasando por alto que la legalidad nece-
sita del contrapeso de la discrecionalidad (administrativa) y del arbitrio (judicial) sin
los cuales termina siendo aquélla una variante de dictadura y que no se gana mucho
cuando se pasa de la dictadura de los hombres a la dictadura de las leyes. Ahora bien,
como no es este el momento de extenderme en consideraciones criticas de orden polí-
tico o ideológico sobre el legalismo a ultranza, quiero limitarme a evocar brevemente
las disfunciones técnicas que de esta visión unilateral resultan.
Por lo pronto, y en lo que a nuestra tema importa, se concibe el Derecho
Administrativo Sancionador como un ordenamiento heterónomo a la Administración
y a los tribunales, es decir, como un conjunto de normas impuestas desde fuera por el
legislador. Al Ejecutivo, en efecto, sólo le corresponde la modestísima tarea de cola-
borar con el legislador en los términos que expresamente se le señalen: mientras que
en la actividad aplicativa de las normas se asigna a los funcionarios y jueces una tarea
esencialmente automática ya que tienen que limitarse a realizar continuas operacio-
nes formales de subsunción, o sea, encajar unos hechos «objetivos» determinados por
el principio de la presunción de inocencia, en unos tipos legales rigurosamente prees-
tablecidos en la ley. Fuera del círculo iluminado por la ley, no hay más que las tinie-
blas de lo ilícito, de lo prohibido.
A lo largo del libro hemos de comprobar, sin embargo, que este sistema no pasa
de ser una falacia ideológica, un pío —o quizás perverso— deseo del legislador quien,
para justificarlo e imponerlo, no ha vacilado en mancillar la Constitución obligándola
a decir cosas que manifiestamente no dijo.
Las consecuencias prácticas de esta falacia son ciertamente muy graves; aunque
por fortuna, la disfuncionalidad provocada ha topado con el límite infranqueable de
una realidad que en muchos aspectos no se deja manipular de una forma tan rudi-
mentaria y escandalosa. La realidad es a veces terca, incluso inquebrantable, de tal
manera que contra ella terminan estrellándose imponentes las olas de una ideología
torpe y de una doctrina poco imaginativa.
Éste es el verdadero origen de una serie de paradojas que nos esperan en cada
capítulo del libro: unos principios dogmáticos formulados en términos inflexibles,
que a la hora de la verdad no se aplican sencillamente porque no pueden serlo, cre-
ándose así las extensas manchas de inseguridad que tanto afean al Derecho
Administrativo español emergente.
Pero ya se ha dicho que, guste o no guste, el arbitrio judicial y la discrecionalidad
administrativa son el saludable —e inevitable— contrapeso de los rigores de la lega-
lidad y lo que explica que ésta no produzca los desastrosos efectos que de otra suerte
resultarían.

2. ¿ U N PRINCIPIO DE LEGALIDAD ORDINARIA?

Al cabo de tantas páginas hemos llegado a una situación que dista mucho de ser
satisfactoria.
Por lo pronto hemos descubierto que este principio, lejos de ser una conquista del
Estado democrático estaba ya inequívocamente proclamado en el régimen franquista.
La diferencia entre ambos períodos podrá encontrarse ciertamente en su distinto
grado de aplicación, que ahora es mucho más elevado que antes.
La segunda duda es la de su naturaleza, que tanto la jurisprudencia como la doc-
trina califican de constitucional, aunque sin argumentos convincentes. Algo que esta
justificado para los ilícitos penales, mas no para la los administrativos. El Codigo
250 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Penal debe ser aprobado por una ley, e incluso por una ley orgánica. No se entiende
bien, en cambio, que se sostenga esta misma exigencia para las infracciones adminis-
trativas, que se cuentan por millones y que varían cada día en cuanto que dependen
de unas normas primarias convencionales y muy poco estables. Las infracciones con-
tra la salud público o el medio ambiente se deducen de unas reglamentaciones técni-
cas minuciosísimas que van desde la descripción química de unos aditivos alimenta-
rios a un plan parcial urbanístico aprobado por cualquier de los siete mil municipios
que hay en España. Para compaginar la unidad del principio constitucional con el sin-
número y variedad de los ilícitos concretos ha habido que introducir una precisión
adaptativa: el principio se aplica en todos los casos pero no de la misma manera ya
que debe matizarse o modularse según las peculiaridades de la materia.
La solución es ingeniosa, desde luego, pero presenta graves inconvenientes empe-
zando por el de la inseguridad ya que no sabemos de antemano hasta qué punto son
admisibles las peculiaridades de cada régimen, habida cuenta de que, tratándose de un
principio constitucional, es el tribunal de este orden el que así ha de declararlo caso
por caso dejando unos largos vacíos de incertidumbre.
Además, y por otro lado, la imposibilidad física de una regulación legal completa
ha obligado a llamar a los reglamentos para que completen el régimen. Una preven-
ción inevitable pero de alcance también impreciso, que provoca infinidad de conflic-
tos como se comprobará en el capítulo siguiente.
La inseguridad es, en definitiva, la nota más característica del principio «consti-
tucional» de la legalidad de las infracciones y sanciones administrativas, cuyo alcance
no podemos valorar con exactitud todavía ya que aún no hemos matizado con detalle
sus dos elementos (o corolarios) fundamentales: la reserva legal y el mandato de tipi-
ficación.
A mi juicio todas estas dificultades se aliviarían sencillamente se se renunciase al
rango constitucional del principio, que carece del más mínimo apoyo textual y que,
además, como ya hemos visto y seguiremos comprobando, complica innecesaria-
mente todo el sistema. El principio de legalidad debe ser garantizado a nivel legal y,
si así fuese, las propias leyes se encargarían de introducir con precisión lo que ahora
se llaman modulaciones o flexibilizaciones, eliminando de una vez y para siempre la
inseguridad en que hoy nos movemos. Sin que, por otra parte, haya que temer por la
pérdida de garantías del individuo, salvo que se niegue la importancia de la ley. Al fin
y al cabo el Estado de Derecho está basado en la ley y la superprotección constitu-
cional debe reservarse para los bienes jurídicos verdaderamente fundamentales, como
son ciertamente los afectados por el Derecho Penal mas no necesariamente por el
Derecho Administrativo Sancionador.
En esta hipótesis, la única pérdida efectiva sería el acceso al Tribunal
Constitucional a través del recurso de amparo. Ahora bien, en el siglo xxj, al cabo de
25 años de experiencia, ya se han perdido buena parte de las ilusiones que en 1978 se
habían depositado en tal recurso. Una sanción se impone en un riguroso procedi-
miento administrativo y puede revisarse de ordinario con un recurso interno; luego
intervienen dos instancias jurisdiccionales y, al final, en su caso el Tribunal Supremo
en casación. ¿Cómo es posible que no nos basten dos controles administrativos y tres
judiciales? ¿Por qué vamos a tener más confianza en el sexto control? Con este siste-
ma lo único que estamos logrando es retrasar durante años y años las resoluciones
definitivas y congestionar a los tribunales.
CAPÍTULO VI

LA RESERVA LEGAL

SUMARIO: I. Multiplicidad de reservas legales.—II. El articulo 25.1 de la Constitución: La reserva


legal para el ejercicio de la potestad sancionadora. 1. Reserva de legislación y reserva de ley. 2. Reserva
de Ley Orgánica y reserva de Ley ordinaria. 3. Reserva de Ley y Decreto-Ley. 4. Sentido tradicional y
sentido moderno de la reserva legal. 5. La reserva trinitaria de la LPAC. —III. La colaboración regla-
mentaria. 1. Planteamiento. 2. Constitucionalidad. 3. Justificación.—IV Leyes en blanco o leyes de remi-
sión. 1. Concepto y contenido. 2. Sus límites: habilitaciones en blanco o remisiones insuficientes. 3.
Requisitos para la validez.—V El llamamiento a la colaboración reglamentaria. 1. Dos figuras distintas
conectadas en la reserva legal. 2. Habilitaciones genéricas en cláusulas de estilo. 3. La remisión normati-
va. 4. Remisiones específicas. 5. Remisiones implícitas y marco sistemático de referencia. 6. La cobertu-
ra legal. VI. Consideraciones finales. 1. Tesis de la superfluencia de la reserva lega). 2. Viabilidad del régi-
men general de la LPAC. VII. Balance general: naufragio del principio.

Una vez examinada lo que podría considerarse «teoría general» del principio de
legalidad podemos pasar al análisis de sus corolarios o elementos empezando por la
reserva de ley ya que —como se recordará de lo dicho en el capitulo anterior— exige
la existencia de una norma jurídica previa reguladora de infracciones y sanciones; y
no de una norma positiva cualquiera sino cabalmente de una norma con rango de ley.
Desde el punto de vista sistemático parece impecable este modo de proceder, aunque
conviene advertir que materialmente puede producirse alguna superposición en el
desarrollo de este capítulo y en el del siguiente dado que hay cuestiones —como la de
la colaboración reglamentaria— que podrían estudiarse tanto dentro de la reserva
legal como del mandato de tipificación.

I. MULTIPLICIDAD DE RESERVAS L E G A L E S

La primera dificultad que ofrece el análisis de la reserva legal estriba en la cir-


cunstancia de que, desde el punto de vista del Derecho positivo, no existe tal figura,
puesto que, en rigor, lo que está regulado por la Constitución son varias reservas lega-
les, cada una de ellas con su régimen jurídico propio. En su consecuencia, la confi-
guración dogmática de una reserva legal única resulta luego difícilmente aplicable a
sus diferentes manifestaciones dado que lo que es válido para el género (intelectual-
mente construido) o para una de ellas puede no serlo para las demás. Esta es una sal-
vedad imprescindible que obliga a extremar las cautelas y precauciones del estudio.
O dicho con otras palabras: aunque es perfectamente posible «construir» la figura de
la reserva legal (única) utilizando los elementos comunes que el Ordenamiento
Jurídico ha atribuido a sus variedades, los riesgos de tal operación son evidentes y
consisten en la inutilidad de su resultado y en la incorrección que supone el intento
de aplicar a todas las variedades los efectos jurídicos que sólo son propios del género
o de una de ellas.
Yo no niego, por supuesto, la existencia de la reserva legal sino que en este momen-
to —consciente de los excesos a que está conduciendo la generalización— en lugar de
[251]
252 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

subrayar los elementos comunes de las distintas variedades, prefiero llamar la atención
sobre los elementos diferenciadores de cada una de ellas; advertencia que vale para
explicar buena parte de las aparentes contradicciones en que incurre la Jurisprudencia.
Porque de ordinario la circunstancia de que en unas ocasiones las sentencias apliquen
el principio —y sobre todo sus corolarios— con rigor y en otras con relajación, se debe
a que están operando con reservas distintas, de tal manera que si el rigor es propio de
una, la otra puede conllevar la relajación o tolerancia. La técnica de la «cobertura
legal» —ocasionalmente utilizada por el Tribunal Supremo y de la que me ocuparé al
final de este capítulo— es una buena muestra de lo que estoy ahora diciendo.
La Constitución española es en este punto singularmente barroca como se com-
prueba con una exposición sumaria del sistema que ha establecido y que se complica
aún más con las construcciones doctrinales y jurisprudenciales que a tal propósito se
han ido elaborando. El sistema constitucional comprende, en efecto y como mínimo,
las siguientes variedades:
A) Por el rango, según que se exija ley orgánica o ley ordinaria.
B) Por la naturaleza, conforme a la vieja distinción entre reserva material o
reserva formal.
C) Por la materia, según se trate de derechos fundamentales y libertades públicas o
no y, sobre ello, según se trate o no de materias de política e intervención económicas.
D) Por la intensidad de la reserva, desde cuya perspectiva se distingue entre re-
serva absoluta o cualificada (que implica que la ley no puede abrir paso a la colabora-
ción reglamentaria) y reserva relativa. Una distinción que, por cierto, ha sido matizada
( T O R N O S , 1 9 8 3 , esp. 4 8 5 ) o rechazada rotundamente (DE O T T O , 1 9 8 7 , 2 3 2 ss.) por algu-
nos autores cabalmente a la hora de analizar la reserva de ley en materia sancionadora.
E) Por la formulación constitucional, donde aparece una anárquica serie de
expresiones como «sólo por ley», «la ley regulará», «mediante ley», «leyes de dele-
gación», «leyes de mera autorización», «de acuerdo con la ley».
A la vista de cuanto antecede puede afirmarse en conclusión que: 1° La
Constitución no utiliza una figura unitaria de reserva legal, sino un ramillete de reser-
vas legales específicas, enormemente heterogéneas entre sí y con una regulación y
unos efectos jurídicos sensiblemente distintos; situación que se agrava por el hecho de
que la doctrina y la Jurisprudencia han complicado aún más este panorama, añadiendo
nuevas variantes y subvariantes comúnmente de corrección dudosa. 2.° Ciertamente
que es posible la construcción dogmática de la reserva legal sobre la base de los ele-
mentos comunes que ofrecen las distintas variedades del Derecho positivo; pero, dada
la heterogeneidad indicada, esta figura unitaria ha de tener un contenido mínimo muy
reducido, pues de otra suerte se correría el riesgo de que no podría aplicarse a las varie-
dades con régimen jurídico propio. 3.° La heterogeneidad de las reservas legales (en
plural) se traduce inevitablemente en la correlativa heterogeneidad de las habilitacio-
nes legales para la participación de los reglamentos; y, por lo mismo, de igual manera
que se habla de «escala de reservas legales» (TORNOS), habría que hablar también de
escala de habilitaciones y de gradación de posibilidades del dictado de leyes en blan-
co. 4.° Las reservas legales en materia represora constituyen un grupo aceptablemente
homogéneo pero con características peculiares en cada una de sus modalidades.
De esta manera podría articularse la reserva legal en el Derecho punitivo del Estado
a lo ancho de círculos concéntricos en los que se iría diluyendo el rigor de su exigencia
desde el interior a la periferia. El círculo central seria el Derecho Penal; luego vendría el
Derecho Administrativo Sancionador de protección del orden general y un tercero para
las relaciones especiales de sujeción. A los que aún podría añadirse un cuarto círculo para
LA RESERVA LEGAL 253

el Derecho disciplinario. Así lo ha puesto ya de relieve la Jurisprudencia, según puede


comprobarse en la STS de 2 de junio de 1992 (Ar. 5520; Enriquez):
siendo perceptible en la doctrina del Tribunal Constitucional —S. 2/1987— una graduación en
la exigencia del principio de reserva de Ley, según se refiera a cuestiones penales, adminis-
trativas generales o a aquellas derivadas de una relación de sujeción especial, tanto más debi-
litada respecto de estas últimas.

Huelga comentar, por otra parte, que tan complejo panorama influye negativa-
mente en la depuración doctrinal de la cuestión. Los autores han de moverse necesa-
riamente en un campo muy confuso y todavía no consolidado sin otra referencia sóli-
da que la que les proporciona la Jurisprudencia. Pero ésta, por su parte, no se encuen-
tra en mejor situación y carente, a su vez, de un apoyo doctrinal seguro, ha de impro-
visar sus soluciones —frecuentemente contradictorias y en todo caso vacilantes— al
hilo de la variada casuística de los conflictos examinados, que apenas permite una teo-
rización generalizable; y sin olvidar tampoco que la inevitable politización de buena
parte de las materias que llegan al Tribunal Constitucional, así como la propia natu-
raleza del mismo, empañan no poco la fiabilidad jurídica de sus sentencias.
Y no es esto sólo: para colmo de desgracias, el fundamento dogmático utilizado tanto
por la Doctrina como por la Jurisprudencia está constituido por elementos muy dudosos
que proceden o bien de la época preconstitucional o bien de la doctrina extranjera (en
especial de la alemana), elaborados sobre unos materiales constitucionales muy diferen-
tes de los españoles actuales, provocándose así graves distorsiones en los planteamientos
y en las soluciones. No es exagerado afirmar, por tanto, que la incorporación a nuestro
sistema (que es en este punto sustancialmente distinto del alemán) de algunos elementos
del de este país suele ser enormemente perturbadora cuando se pretende importar —acrí-
ticamente— fórmulas jurídicas que son impropias de nuestro sistema nacional.
No obstante lo anterior, de la variada —y no siempre clara— doctrina del Tribunal
Constitucional dictada a propósito de las distintas reservas legales pueden extraerse
unas proposiciones que constituyen algo así como el mínimo común denominador de
todas ellas y que conviene ya adelantar en la versión de B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 0 ) : « 1 . ° La reser-
va de ley no sólo implica necesidad de una ley, sino también el que ésta tenga un míni-
mo contenido material. 2° Se admite la colaboración del poder reglamentario siempre
que la habilitación concedida por la ley no le sitúe de hecho en una situación semejante
al legislador (la regulación ha de ser dependiente y subordinada a la ley habilitante).
3.° No son viables las remisiones que supongan auténticas deslegalizaciones; el
Reglamento dentro de la reserva de ley tiene que ser un complemento de la misma».
Las brevísimas consideraciones que anteceden han de bastar a nuestros efectos,
puesto que lo que aquí interesa no es la reserva legal genérica, ni mucho menos la de
todas y cada una de sus manifestaciones, sino únicamente la variedad especifica de
la reserva legal para el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración.
Del género se ha publicado últimamente en España mucho y bueno y algo también de
la variedad que nos afecta, en la que va a profundizarse a lo largo de este capítulo.

II. EL ARTÍCULO 25.1 DE LA CONSTITUCIÓN: LA RESERVA LEGAL


PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA

Si recordamos lo expuesto en el capítulo anterior, podemos imaginarnos que es


inevitable que para el Tribunal Constitucional resulte fuera de duda que: primero, antes
de la Constitución no existía reserva legal para la potestad administrativa sancionado-
254 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ra; y, segundo, ésta aparece por primera vez en el artículo 25.1 de la Constitución de
1978. Dos proposiciones que merecen ahora un comentario particularizado que, en
cualquier caso, debe empezar por la determinación de su alcance preciso.

1. RESERVA DE LEGISLACIÓN Y RESERVA DE LEY

Por lo que se refiere al periodo anterior —y tal como se hizo observar en su


momento— el Tribunal Supremo había perfilado ya de manera inequívoca el princi-
pio de la legalidad en materia sancionadora, entendido (desde la perspectiva de sus
elementos o corolarios) como reserva de «legislación» para la tipificación de las fal-
tas administrativas; es decir, lo que con más propiedad podría denominarse «principio
de juridicidad». Así lo declaró, entre otras, la citada STS de 26.9.1973 (Ar. 3407;
Suárez Manteóla), en la que, al desarrollar extensamente una auténtica teoría general
de las sanciones administrativas, precisó que
esta Sala con unidad de doctrina viene sancionando [y cita muchas sentencias desde 1957] lo
siguiente: el ejercicio de la potestad sancionatoria administrativa presupone la existencia de
una infracción para la cual es indispensable que los hechos imputados se encuentren precisa-
mente calificados como faltas en la legislación aplicable, porque en materia administrativa,
como en la penal, rige el principio de la legalidad, según el cual sólo cabe castigar un hecho
cuando esté concretamente definido el sancionado y tenga marcada a la vez la penalidad.

Pues bien, si contrastamos el texto de esta sentencia con el tenor del artículo 25.1
puede comprobarse que existe una coincidencia, de tal manera que la Constitución, al
menos a primera vista, para nada ha cambiado las cosas. Y, sin embargo, el Tribunal
Constitucional, además de prescindir de las conquistas anteriores del Tribunal
Supremo, entiende ahora que el citado artículo ha establecido una reserva de Ley
estricta, despejando así la ambigüedad de la palabra «legislación» que en él aparece
y que tantos quebraderos de cabeza venía produciendo a la doctrina ya que, como
sabemos, no siempre los autores se atrevían a identificar reserva de legislación con
reserva de ley, y menos para todas las variantes sancionadoras.
Una formulación canonizada, mas no exenta de contradicciones, de esta postura
puede encontrarse en la STC 3/1988, de 21 de enero:
Para delimitar el sentido del articulo 25.1, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado
sobre el significado del término «legislación vigente» en él contenido, señalando que, en el
aspecto penal, constitucionaliza el principio de legalidad de manera tal que prohibe que la
punibilidad de una acción u omisión esté basada en norma distinta o de rango inferior a la
legislación (STC de 30 de marzo de 1981) [.,.] y que, en consecuencia, la potestad sanciona-
dora de la Administración encuentra en el artículo 25.1 el limite consistente en el principio de
legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de una norma de
rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en
manos de la Administración presentan.

El Tribunal Supremo ha adoptado también la misma posición hermenéutica y en


su sentencia de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal) incluso ha ido más lejos,
puesto que en su opinión la palabra «legislación» debe ser entendida con el signifi-
cado estricto de que «las atribuciones a las Administraciones Públicas de la potestad
sancionadora ha de realizarse a través de Ley formal».
Pero no nos engañemos: por muy estricta que quiera ser la equiparación jurispru-
dencial entre legislación y ley formal, la realidad es que —como comprobaremos
LA RESERVA LEGAL 255

inmediatamente— el término legislación es una grieta, por la que penetran en el


«ámbito reservado» normas que no tendrían acceso a él si existiera la palabra ley, que
admite menos equívocos. En otras palabras: mientras sigamos sin saber exactamente
—no obstante los esfuerzos teóricos que se han hecho sobre el particular— el alcan-
ce de las figuras normativas paralegales y la distinción precisa entre rango, fiierza y
valor de Ley, seguirá siendo posible una manipulación permanente del artículo 25 .1
de la Constitución. Todo esto se hubiera evitado fácilmente, claro es, si hubiera pros-
perado definitivamente la enmienda presentada en el Senado por Lorenzo MARTÍN-
RETORTILLO (cuya historia ya fue relatada en el capítulo anterior); pero el caso es que
no ha sido así y las Cortes constituyentes —por ignorancia o con dolo, que eso es muy
difícil de averiguar— han preferido a la precisión la ambigüedad, permitiendo de este
modo una flexibilidad interpretativa que, empezando por la admisión del Decreto-Ley
y pasando por los reglamentos, termina en la más humilde de las Ordenanzas locales
o de las Circulares de un Colegio profesional.

2. RESERVA DE LEY ORGÁNICA Y RESERVA DE LEY ORDINARIA

Sentado (por la autoridad del Tribunal Constitucional) que la reserva de legisla-


ción declarada en el artículo 25.1 equivale a una reserva de norma de rango de Ley
formal, surge de inmediato la cuestión de si tal reserva es de Ley Orgánica o de Ley
ordinaria.
Para el Tribunal Constitucional el punto de partida del análisis se encuentra en el
carácter excepcional de la Ley Orgánica y su correlativa aplicación restrictiva, dado
que «la Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayo-
rías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia basa-
da en mayorías cualificadas o reforzadas» (STC 13 de febrero de 1981).
A partir de esta afirmación temprana, la jurisprudencia posterior ha ido perfilan-
do el alcance de las leyes orgánicas al hilo, como parece lógico, de su contenido en
cuanto que «desarrollen» derechos fundamentales (que es el aspecto que aquí intere-
sa). La STC 25/1984, de 23 de febrero, plantea la cuestión en términos muy precisos:
«la cuestión estriba en si del artículo 25.1, en conexión con el 81.1, cabe deducir una
reserva de Ley Orgánica en materia sancionadora»; lo que resuelve en los siguientes
términos:

La «legislación» en materia penal o punitiva se traduce en la «reserva absoluta» de ley.


Ahora bien, que esta reserva de Ley en materia penal implique reserva de Ley Orgánica, es
algo que no puede deducirse sin más de la conexión del artículo 81.1 con el mencionado ar-
ticulo 25.1. El desarrollo a que se refiere el artículo 81.1, y que requiere Ley Orgánica, tendrá
lugar cuando sean objeto de las correspondientes normas sancionadoras los «derechos funda-
mentales».

El criterio riguroso al que parece apuntar esta sentencia se encontraba respaldado


doctrinalmente por la postura extrema de FERNÁNDEZ FARRERES (1983); pero muy
poco tiempo después el Tribunal, en su Sentencia 140/1986, de 11 de noviembre,
cambió de criterio y en un sentido mucho más flexible limitó la exigencia de Ley
Orgánica (para la legislación penal) únicamente en tanto que sean «garantía y des-
arrollo del derecho de libertad en el sentido del artículo 81.1 por cuanto fijan y pre-
cisan los supuestos en que legítimamente se puede privar a una persona de libertad».
No hay necesidad, sin embargo, de exponer genéricamente esta cuestión, puesto
que la presencia de leyes orgánicas en el Derecho Administrativo Sancionador viene
256 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

evocada únicamente por su afinidad con el Derecho Penal, en el que, conocidamente,


son preceptivas.
La primera interpretación posible es, por tanto, la de exigencia de reserva de Ley
Orgánica como consecuencia del principio de asimilación del Derecho Penal al
Derecho Administrativo Sancionador, dado que la regulación penal está inequívoca-
mente sujeta a aquella reserva. Pero el Tribunal Constitucional no lo ha entendido asi,
demostrándose de nuevo que esta pretendida identificación no va más allá de una
declaración tendencial que admite tantas excepciones («matizaciones») como reglas.
Metodológicamente, el Tribunal, para resolver esta cuestión, va por otro camino y,
dejando a un lado las eventuales similitudes con el Derecho Penal, lo que indaga es la
conexión que puedan tener las infracciones administrativas con un derecho funda-
mental, también protegido por Ley Orgánica.
En otras palabras: una cosa es que una norma sancionadora afecte o incida en
algún derecho fundamental y otra muy distinta el que pretenda desarrollarlo. La
reserva de Ley ordinaria únicamente es exigible en el segundo supuesto, pero no en
el primero, ya que, de admitir otra cosa, habría que concluir que todas las materias
están comprendidas en la reserva de Ley Orgánica, dado que, más o menos directa-
mente, todas las normas afectan (aunque no todas desarrollen) a un derecho funda-
mental.
El Tribunal Supremo, por su parte, se ha inclinado sin vacilaciones por la tesis de
que en la potestad sancionadora «es suficiente la ley ordinaria, mientras que el ius
puniendi exige para su regulación y, sobre todo, para la imposición de penas privati-
vas de libertad, una norma con rango de orgánica» (STS de 20 de enero de 1987; Ar.
203; Mendizábal). Lo que, en rigor, no es mucho decir, ya que se está operando —al
menos en este contexto— con un concepto, el ius puniendi, cuyas relaciones con la
potestad sancionadora no quedan claras.
Las consecuencias procesales —y en general la reacción del particular— de una
sanción impuesta al amparo de una ley ordinaria, cuando el interesado considera que
es exigible una Ley Orgánica, aparecen examinados en la STC 19/1991, de 3 de junio:
Aun si se aceptara la tesis actora de que la materia debería estar regulada por Ley
Orgánica, el carácter puramente ordinario de la misma no autoriza a incumplirla. Una cosa es
la posibilidad que tiene el afectado por un acto de aplicación de una Ley que, a su juicio, debe-
ría ser Orgánica por exigirlo la Constitución, para buscar ante los Tribunales ordinarios y, en
último término, ante este Tribunal, la protección jurisdiccional del derecho que cree afectado
por la insuficiencia de rango en la regulación legal, y otra bien distinta que, erigiéndose en juez
de la constitucionalidad de esta regulación, decida ignorarla por entero y, tomando pretexto de
una actuación administrativa, impugnarla ante nosotros en abstracto, como causa de la deci-
sión de la Administración.

3. RESERVA DE L E Y Y D E C R E T O - L E Y

El mismo planteamiento sirve también para resolver otra cuestión que viene a ser
corolario de la anterior: la de si puede cumplirse la exigencia de reserva legal en esta
materia mediante un simple Decreto-Ley.
Para el Tribunal Supremo nunca ha habido dificultades a la hora de responder afir-
mativamente tal cuestión. En su sentencia de 5 de julio de 1985 (Ar. 3607; Reyes) se
refiere ciertamente a un Decreto-Ley preconstitucional, pero su doctrina es aplicable
igualmente a los posteriores: la exigencia de legalidad contenida en el artículo 25.1 de
la Constitución «no se condiciona literal y exclusivamente a la ley en sentido formal
sino, de modo genérico y con alcance más amplio, a la legislación, lo que parece auto-
LA RESERVA LEGAL 257

rizar que se considere bastante que los tipos y su sanción se contengan en otras dispo-
siciones normativas no identificables formalmente con aquélla, como acontece con un
Decreto-Ley, asimilable en su eficacia a la misma». Interpretación literal que cabe den-
tro del contexto institucional democrático, puesto que —sigue diciéndose— la validez
del Decreto-Ley se produce «una vez que haya merecido el refrendo del Parlamento,
como genuino titular de la potestad creadora de leyes en tal sentido formal».
Para el Tribunal Constitucional esta formulación supone una evidente petición de
principio: si en razón de la materia cabe la regulación por Decreto-Ley, es claro que con
él se habrá cumplido la reserva legal; lo que no sucederá en el caso contrario. Es decir:
la reserva de Ley no es, en cuanto tal, incompatible con el Decreto-Ley, aunque sí lo es
con la reserva de Ley Orgánica; pero no por tratarse de una reserva de Ley sino por tra-
tarse justamente de una Ley Orgánica. En palabras de la STC 60/1986, de 20 de mayo,

que una materia esté reservada a ley ordinaria no excluye eo ipso la regulación ordinaria y pro-
visional de la misma mediante Decreto-Ley porque, como ya hemos dicho en la sentencia de
2 de diciembre de 1983, «la mención de la ley no es identificable en exclusividad con ley en
sentido de ley formal». Para comprobar si tal disposición legislativa provisional se ajusta a la
norma fundamental habrá que ver si reúne los requisitos establecidos en el articulo 86 de la
Constitución y si no invade ninguno de los límites en él enumerados o los que, en su caso, se
deduzcan racionalmente de otros preceptos del texto constitucional, como, por ejemplo, las
materias reservadas a Ley Orgánica o aquellas otras para las que la Constitución prevea expre-
sas verbis la intervención de los órganos parlamentarios bajo forma de ley.

O con más detenimiento todavía la 3/1988, de 21 de enero, aborda la cuestión desde


dos perspectivas distintas: la de la naturaleza exigida a la norma sancionadora y la de la
posibilidad de que un Decreto-Ley sancionador afecte a derechos fundamentales:

La utilización del Decreto-Ley para la precisión de los tipos ilícitos y las correspondien-
tes sanciones no supondría una contradicción con lo dispuesto en el artículo 25.1 al configu-
rarse el Decreto-Ley, según el artículo 86.1, como «disposición legislativa» que se inserta en
el Ordenamiento Jurídico (provisionalmente hasta su convalidación, y definitivamente tras
ésta) como una norma con fuerza y valor de Ley (STC de 31 de mayo de 1982). [Pero otia cosa
es si en la materia sancionadora no cabe Decreto-Ley por afectar derechos fundamentales por-
que] la prohibición ha de entenderse como impeditiva, no de cualquier incidencia en los dere-
chos recogidos en el Titulo I de la Constitución sino de una regulación por Decreto-Ley del
régimen general de los derechos, deberes y libertades contenidos en este título, asi como la de
que por Decreto-Ley se vaya en contra del contenido o elementos esenciales de alguno de los
derechos, habida cuenta de la configuración constitucional del derecho de que se trate e inclu-
so de su posición en las diversas secciones del texto constitucional.

La doctrina está tan consolidada que las últimas sentencias ya no se preocupan de


razonar su criterio y se contentan con alegar sumariamente la autoridad del propio
Tribunal. En palabras de la sentencia 6/1994, de 17 de enero, «como ya dijimos en
nuestra STC 60/1986, la reserva de ley que establece el artículo 25.1 de la
Constitución no impide la emisión de Decretos-Leyes en materia sancionadora».
En definitiva: «el artículo 86.1 sólo cubre el desarrollo general de un derecho o,
en todo caso, la regulación de aspectos esenciales de dicho derecho, aunque se pro-
duzca en leyes sectoriales» (STC 93/1988, de 26 de mayo). Por tanto, no siendo éste
el caso, de ordinario, de las regulaciones sancionadoras, no es exigible la reserva de
Ley Orgánica y, por lo mismo, es lícito utilizar a tal efecto el Decreto-Ley. A este pro-
pósito, J. F. M E S T R E (1991, 2508) ha manifestado enérgicamente su disconformidad
con tal doctrina, pues considera —con toda razón— que así se permiten regulaciones
«puntuales», que no hay razón para que estén menos protegidas que las de «desarro-
258 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Uo», máxime si tenemos en cuenta que hasta hoy sólo existen en España regulaciones
fragmentarias de la materia sancionadora.
Luis DE LA MORENA ( 1 9 8 9 , 2 ) ha puesto agudamente de relieve cómo el uso —y
abuso— de los Decretos-Leyes puede servir de válvula de escape para una
Administración «acorralada» por una interpretación excesivamente rígida de la reserva
de Ley: si los Tribunales exigen inexcusablemente la presencia de una ley para que sea
lícita la actuación sancionadora de la Administración y luego resulta que el legislador
no se preocupa de dictar leyes reguladoras de ámbitos particularmente importantes a
estos efectos, es lógico que una Administración responsable acuda al Decreto-Ley para
suplir la pasividad del Parlamento.

4. SENTIDO TRADICIONAL Y SENTIDO MODERNO DE LA RESERVA LEGAL

Para comprender el sentido tradicional de la reserva legal, nada mejor que utilizar
la descripción que de él ha hecho en el lugar citado D E LA M O R E N A : «sólo si arranca-
mos al Estado la función o competencia, por virtud de la cual todos los mandatos que
limiten nuestra libertad o nuestra propiedad tengan que ser establecidos por leyes ela-
boradas por nosotros mismos o por nuestros legítimos representantes, democrática-
mente elegidos, podremos considerarnos verdaderamente libres, por cuanto, sólo
entonces, al obedecer tales mandatos, nos estaríamos obedeciendo también a nosotros
mismos y no a ningún poder situable por encima del nuestro». O en palabras de la
STC 83/1984, de 24 de julio, lo que con ella se pretende es «asegurar que la regula-
ción de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusi-
vamente de la voluntad de sus representantes».
La reserva de ley, así entendida, responde a unas circunstancias históricas muy
concretas: en el contexto de una tensión Rey-Parlamento, éste consigue desplazar a
aquél en la toma de algunas decisiones singularmente importantes como son las que
afectan a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos; por ello, tomando tal punto
de referencia, sería más propio, entonces, hablar de «reserva parlamentaria».
Ahora bien, la evolución de los tiempos ha hecho perder buena parte de su senti-
do a la figura originaria de la reserva de ley, dado que el panorama constitucional
moderno ya no se articula sobre la dialéctica Legislativo-Ejecutivo sino sobre los par-
tidos políticos de Gobierno y oposición. El partido gobernante domina habitual-
mente tanto el Parlamento como el Gobierno y, por ende, tiene a su disposición tanto
facultades legislativas como reglamentarias. En su consecuencia, la exigencia de ley,
incluso formal, no añade nada a la legitimación reglamentaria alternativa, ya que el
autor de las leyes y los reglamentos es el mismo: el Partido político dominante.
Esta visión pragmática de la vida política de las democracias modernas ha obligado
a los autores más sinceros (como en España ARROYO, D E OTTO y TORNOS) a replantearse
el verdadero sentido de la figura, llegando a la conclusión de que la reserva de ley no sig-
nifica ya meramente que el Parlamento «pueda» decidir sobre las cuestiones reservadas
bien sea directamente —es decir, estableciendo por sí mismo la regulación— bien sea
indirectamente —remitiéndose a la regulación que quiera establecer al Ejecutivo bajo su
dirección y control— sino que tiene el «deber» de hacerlo, puesto que no puede esquivar
un mandato constitucional. La reserva legal es —no lo olvidemos— una orden de la
Constitución al Parlamento al tiempo que una prohibición al Ejecutivo: orden y prohibi-
ción rigurosamente vinculantes para ambos. Pero si uno y otro están en las manos del
mismo grupo político es claro que la precaución constitucional pierde su objeto.
En el moderno sistema de partidos —y tal como ha explicado, entre otros, D É OTTO
(1987, 153)— el fundamento de la reserva de ley es asegurar que la regulación de cier-
L A RESERVA L E G A L 259

tas materias se haga mediante el procedimiento legislativo, es decir, a través de una dis-
cusión pública con participación de la oposición y de conocimiento accesible a los ciu-
dadanos; unas circunstancias que no se dan en los procedimientos de elaboración regla-
mentaria. Con lo cual se gana un plus de legitimidad, en este caso democrática.
La idea, por lo demás, procede de Italia, como recuerda A R R O Y O ( 1 9 8 3 , 3 3 ) , quien,
citando a B R I C O L A , nos da una explicación de Índole formalmente muy plausible: «La
prohibición constitucional de que el legislador delegue en instancias ajenas e inferio-
res a la función incriminadora radica en que la reserva, garantía política de la libertad
personal, no es tan sólo garantía de la mayoría (parlamentaria y ciudadana) frente al
Estado, sino también garantía de respeto a las minorías. La elaboración parlamentaria
de todos los elementos de la ley penal es el único procedimiento que permite institu-
cionalmente la participación de las minorías en el control y elaboración de la ley. En
consecuencia, deben excluirse las fuentes normativas que no permitan una participa-
ción de esta clase».
Esta forma de razonar, por muy coherente que parezca, no resulta, sin embargo,
convincente aunque sólo sea por la experiencia española de los últimos años, demos-
trativa de que los debates parlamentarios pueden ser tan opacos como los del propio
Consejo de Ministros. Además, si se repasa la Jurisprudencia y la doctrina más defen-
soras de la integridad de las reservas, podrá comprobarse que la idea fuerza sigue
siendo el concepto de ley como expresión de la voluntad popular, es decir, que conti-
nuamos anclados en la ideología decimonónica más ingenua, pese a las llamadas de
atención a que acabo de referirme.
Cuando una ley es declarada inconstitucional por haber articulado indebidamente
la reserva, el Gobierno promueve sin dificultades su reparación exactamente en el
mismo sentido que tenía la ley inválida —aunque variando ligeramente el tenor lite-
ral del texto, claro está—, con lo cual quedan las cosas igual que antes. Y cuando lo
que se declara es la nulidad de un Reglamento «por falta de cobertura legal» las con-
secuencias son todavía peores. Aquí no hay que hablar de inutilidad sino de claro per-
juicio para los intereses generales, dado que la nulidad del Reglamento —piénsese en
lo que ha sucedido en materia de represión fiscal y de juegos— provoca un vacío
legislativo y la impunidad de los infractores, hasta que se remedia el vicio, tal como
ha denunciado con reiteración el Tribunal Supremo.
Todo esto no significa, naturalmente, que me esté oponiendo al establecimiento
de la regla de la reserva legal, puesto que me parece imprescindible. Pero no convie-
ne magnificar sus efectos, que pueden reducirse a un mero formalismo en determina-
das circunstancias políticas y constitucionales.
Posteriormente terció B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 1 ss.) en esta discusión para manifestar su dis-
conformidad con la moderna tesis de la legitimación democrática, que encuentra menos
convincente que la de la legitimación procedimental. El realismo y la experiencia obli-
gan, además, al autor a reconocer que, pese a cuantas cautelas quieran imponerse, es
inevitable que el Parlamento acuda a la colaboración reglamentaria, que en algunas mate-
rias, como la económica, resulta singularmente imprescindible. Para B A Ñ O , con todo,
parece superfluo el intento de separar lo lícito de lo ilícito en este punto acudiendo a los
criterios de lo esencial y lo accidental u otros semejantes, puesto que, según él, lo deci-
sivo es aquí indagar si la remisión es idónea, entendiendo por tal que «el legislador puede
remitirse al reglamento siempre que haya una causa objetiva que lo justifique» (p. 101).
Con esta valiente postura —inspirada, como acaba de decirse, en un sano realis-
mo— se rompen muchos lugares comunes inercialmente recibidos y se desmagnifica
la reserva legal, superando buena parte de sus incongruencias, empezando por la cir-
cunstancia de que fomenta la congestión parlamentaria en una época en que incesan-
temente se predica la autocontinencia del legislador.
260 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

Vistas así las cosas, adquiere la reserva legal una nueva dimensión: no es tanto el
deber del Legislador de tipificar las sanciones como el que tenga la posibilidad de
hacerlo y decida si va a realizarlo él directamente o va a encomendárselo al
Ejecutivo. La reserva legal implica, entonces, una prohibición al reglamento de
entrar por su propia iniciativa en el ámbito legislativo acotado; pero no prohibe al
Legislador el autorizar al Ejecutivo para que así lo haga y con los requisitos que más
atrás se han expuesto. Porque negar esto significaría, por un lado, recortar al
Parlamento su propia libertad de decisión y, por otro, implantar un sistema absoluta-
mente irreal y, en definitiva, paralizador de la Administración.
Llevar la reserva a sus últimas consecuencias terminaría beneficiando a los infrac-
tores, puesto que la red legal nunca puede ser tan densa ni modificarse tan rápida-
mente como la reglamentaría. Sin que, por otra parte, ofrezca tampoco mayores
garantías a los ciudadanos, antes al contrarío, puesto que sabido es que éstos pueden
acudir a los Tribunales para que les protejan contra la arbitrariedad reglamentaria
(no hay que olvidar a este propósito que —como recuerda la STS de 3 de febrero de
1989; Ar. 781; Hernando— «la garantía de reserva de ley se configura como verda-
dero derecho subjetivo de carácter fundamental»); pero, en cambio, se encuentran
inermes frente a la arbitrariedad legislativa y si se piensa en la docena y media de
legisladores que tenemos en España, puede comprenderse la gravedad de lo que se
está diciendo.
Con lo cual hemos llegado al nudo de la cuestión: la colaboración reglamentaría.
Porque, tal como ya se ha apuntado, la reserva legal, pese a su nombre, no excluye la
intervención de los reglamentos. Circunstancia que, tanto en la teoría como en la prác-
tica, hace pasar a primer plano la determinación y medida de la intensidad de dicha
intervención, de la que vamos a ocuparnos con detalle inmediatamente.
Pero antes de llegar a ello conviene hacer otra precisión previa: la reserva de ley
tampoco excluye la intervención del Juez, intérprete de ella, que actúa así también
como un colaborador. Y es que la Ley, por sí sola, no puede alcanzar (al menos en el
ámbito administrativo) la precisión necesaria, que ha de facilitarle o bien el
Reglamento o bien el Juez, o ambos. Esta posibilidad ha sido aceptada de forma
expresa por la S T C 8 9 / 1 9 8 3 , de 2 de noviembre, y merecido un amplio comentario de
G A R C Í A DE ENTERRÍA ( 1 9 8 4 , 1 1 1 ss.), en el que se han sistematizado las facultades
interpretativas y constructivas del Juez dentro del principio de legalidad.

5. L A RESERVA TRINITARIA D E L A L P A C

La LPAC —siguiendo la doctrina y la jurisprudencia más rigurosas— ha esta-


blecido de forma expresa nada menos que tres reservas legales, cuya diversidad con-
viene tener siempre en cuenta para no perder pie en esta maraña de exigencias de
reserva legal de todo tipo.

A) Primera reserva: de atribución de potestad. Tal como ya sabemos, el artícu-


lo 127.1 la exige de manera inexcusable.
B) Segunda reserva: la tipificación de infracciones. Es la establecida en el ar-
tículo 129.1.
C) Tercera reserva: de tipificación de sanciones. Es la establecida en el artículo

No existe, en cambio, reserva legal para el procedimiento, ya que el artículo 134 1


únicamente exige «procedimiento legal o reglamentariamente establecido». Y, preci-
LA RESERVA LEGAL 261

sámente por ello, la Disposición Adicional 3.a establece una «adecuación de procedi-
mientos» que implica una auténtica deslegalización.
La STS de 26 de enero de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 573) amplía el elenco de materias
reservadas puesto que enumera de forma expresa las siguientes: descripción de la
infracción, señalamiento de la sanción y determinación de los posibles responsables
y, en concreto, la previsión de responsabilidades solidarias.
La LPSPV también ha seguido el criterio extensivo de la reserva de ley pues,
como adelanta en su Exposición de Motivos, «la reserva de ley establecida en eí
artículo 25.1 de la Constitución sólo se refiere expresamente a las infracciones y
sanciones, pero es razonable la tesis según la cual se incluyen en el ámbito de la
reserva los aspectos esenciales de todo régimen sancionador, en sus facetas sustan-
tiva y procedimental. Piénsese, por ejemplo, en todo lo relacionado con la determi-
nación de la responsabilidad, causas de justificación, causas de exculpación, parti-
cipación, prescripción, derecho de defensa, etc.».

III. LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA

Para precisar en términos generales el contenido y alcance de la reserva de ley en


el Derecho Administrativo Sancionador, así como la operatividad de la colaboración
reglamentaria, nada mejor que la trascripción pormenorizada de la STC 16/2004, de
23 de febrero, en la que con su característica afición didáctica se expone la doctrina
asentada por el tribunal describiendo minuciosamente el estado de la cuestión:

El principio de reserva de ley constituye una garantía de carácter formal, que se refiere al
rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas san-
ciones, por cuanto el término legislación vigente contenido en el artículo 25.1 es expresivo de
una reserva de ley en materia sancionadora (que es) de naturaleza relativa [...]. En todo caso
aquel precepto constitucional determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de
la Administración en una norma legal, habida cuenta del carácter excepcional que los poderes
sancionadores en manos de la Administración presentan [.,.]. La reserva de ley no excluye la
posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales
remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley,
pues esto último supondría degradar la garantía esencial que el principio entraña, como forma
de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos
depende exclusivamente de la voluntad de sus representantes. El núcleo central de la materia
sancionadora reservada constitucionalmente al legislador es, como regla general, el relativo a
la predeterminación de las infracciones, de las sanciones y de la correspondencia entre ambas:
en definitiva el artículo 25.1 obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción
administrativa y las sanciones correspondientes, en la medida necesaria para dar cumplimiento
a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no se produzca, no
es lícito a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sancio-
nes o alterar el cuadro de la existentes por una norma reglamentaria cuyo contenido no esté
suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.

1. PLANTEAMIENTO

En las puntualizaciones que han ido exponiéndose a lo largo del epígrafe prece-
dente ha podido comprobarse cómo el Tribunal Constitucional, partiendo de una pos-
tura inicialmente muy firme, ha ido rebajando luego sus niveles de exigencia al des-
cartar la exigencia de ley orgánica y al admitir la posibilidad del Decreto-Ley. Una
erosión ciertamente leve pero que no se ha detenido aquí sino que ha llegado hasta el
262 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

nivel reglamentario, en el que puede apreciarse un proceso hermenéutico similar, que


empieza por solemnes declaraciones de rechazo de los Reglamentos para terminar, de
hecho, con la aceptación de su empleo cotidiano.
Como punto de partida de tal evolución valgan aquí las enfáticas palabras de su
sentencia 83/1984, de 24 de julio, conforme a las cuales la reserva de ley es «una
garantía esencial de nuestro Estado de Derecho y como tal ha de ser preservada. Su
significado último es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que
corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus repre-
sentantes, por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del ejecutivo y,
en consecuencia, de sus productos normativos propios, que son los reglamentos».
La presencia de reglamentos en una materia reservada a la Ley parece inadmisi-
ble y, sin embargo, no es así ni nadie ha discutido nunca seriamente tal posibilidad.
La constitucionalidad de esta figura resulta intachable (número 2 del presente epígra-
fe) y no faltan justificaciones plausibles para ello (número 3). La aparente contradic-
ción de la figura se evita considerando la inviabilidad real de una reserva absoluta.
La reserva de ley puede funcionar, de dos maneras distintas: mediante la primera
—o en sentido estricto— la Ley regula por sí misma toda la materia reservada. Esta
es la variedad conceptualmente más lógica, pero apenas si es usada por la dificultad
y rigidez que supone la regulación exclusiva en ley. Por ello cabe también una segunda
variante, que es la habitual: en estos casos, la ley (que es siempre inexcusable) no
regula exhaustivamente la materia sino que se limita a lo esencial y, para el resto, se
remite al reglamento, al que invita (u ordena) a colaborar en la normación. En este
caso tenemos que la reserva legal se desarrolla en dos fases: primero por ley, con un
desarrollo parcial y una remisión; y luego, por el reglamento remitido, que completa
el régimen parcial de la ley y desarrolla su contenido de acuerdo con sus instruccio-
nes expresas. De estas dos fases se ocupan los epígrafes siguientes del presente capí-
tulo. Pero antes conviene transcribir in extenso unos fragmentos del Fundamento
Jurídico 2° de la STS 6/1994, de 17 de enero, en la que se resume la postura canoni-
zada ya de este Tribunal y que puede servir como introducción general al estudio de
esta cuestión:

Este tribunal reiteradamente ha declarado que el derecho fundamental contenido en el


artículo 25.1 de la Constitución y extensible al ordenamiento administrativo sancionador,
incorpora una doble garantía: la primera, de orden material y alcance absoluto, refleja la espe-
cial trascendencia del principio de seguridad jurídica en dichos ámbitos limitativos de la liber-
tad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las
conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes (lex scripta etlex praevia). La segunda,
de carácter formal, se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conduc-
tas y reguladoras de tales sanciones, por cuanto el término «legislación vigente» contenido en el
citado artículo 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora (SSTC 42/1987
y 305/1993, entre otras muchas).
Con relación a esta segunda garantía, también ha señalado este Tribunal que, si bien es
cierto que el alcance de la reserva de ley en el ámbito administrativo sancionador no puede ser
tan estricto como en el caso de los tipos y sanciones penales —sea por razones que atañen al
modelo constitucional de distribución de las potestades públicas, sea por el carácter en cierto
modo insuprimible de la potestad reglamentaria en ciertas materias {STC 2/1987)—, no lo es
menos que aquel precepto constitucional exige, en todo caso, «la necesaria cobertura de la
potestad sancionadora de la Administración en una norma de rango legal (STC 77/1983) habida
cuenta del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en manos de la Administración
presentan». Ello significa que la reserva de Ley no excluyen en este ámbito «la posibilidad de
que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan
posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley» (STC 83/1984).
Por consiguiente, la colaboración reglamentaria en la normativa sancionadora sólo resulta cons-
LA RESERVA LEGAL 263

titucionalmente lícita cuando en la ley que le ha de servir de cobertura queden suficientemente


determinados los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la naturaleza y límites de
las sanciones a imponer (STC 3/1988, Fundamento Jurídico 9.").

2. CONSTITUCIONALI D A D

Si la reserva legal fuera rigurosa («absoluta») no habría problemas jurídicos ya


que en ningún caso podría entrar el Reglamento a regular las materias reservadas ni
tampoco podría liberarse el Legislador del deber de hacerlo por sí mismo encomen-
dándoselo de alguna forma al Ejecutivo. El sistema español no funciona así, sin
embargo, y siempre cabe la posibilidad, por lo pronto, de que el Legislador alivie su
trabajo mediante una remisión al Gobierno. Esto es lo que sucede en términos gene-
rales con las «delegaciones legislativas» (arts. 82 a 85 de la Constitución), mediante
las cuales puede limitarse el Legislador a dictar unas simples bases y delegar al
Gobierno la potestad de desarrollarlas.
La Constitución hubiera podido seguir también esta opción para las materias san-
cionadoras. Pero es el caso que aquí se ha escogido otra posibilidad a saber: la cola-
boración del Gobierno mediante Reglamentos. Posibilidad que no impide, natural-
mente, el uso de la vía constitucional convencional, es decir, la del Decreto Legislativo.
El problema de la constitucionalidad de la presencia de reglamentos en materias
reservadas a la ley fue planteado ya —y resuelto en términos muy felices— en el
Dictamen del Consejo de Estado de 1 de julio de 1982, en el que por primera vez se
desarrolla con detalle la reserva de ley:

después de entrar en vigor la Constitución no es posible crear ex novo, mediante un


Reglamento, infracciones administrativas, sanciones de tal naturaleza o ambas cosas al mismo
tiempo; al contrarío, debe ser una ley la que introduzca los elementos básicos y definí tonos de
unas y otras, ya que aquí opera el principio de legalidad en su superior nivel;

pero a renglón seguido se admite la colaboración reglamentaria, porque lo anterior


no significa que el principio de legalidad sancionadora opere aquí con tal rigidez que impon-
ga que una ley formal agote absolutamente la descripción de la infracción y/o sanción, sin
dejar espacio alguno a un desarrollo reglamentario [...] más bien ha de entenderse que también
en este campo dispone el Gobierno de la potestad reglamentaria que directamente le atribuye
la propia Constitución, de tal modo que es constitucionalmente admisible que una Ley que
describa el diseño inequívoco de las infracciones y las sanciones sea precisada ulteriormente
por un Reglamento cuyo sentido bien puede ser, incluso, el de reducir márgenes de discrecio-
nalidad o el de concretar, en aras de una mayor seguridad jurídica, algunos conceptos jurídi-
cos indeterminados.

La Jurisprudencia, aunque no sin ciertas vacilaciones, terminó pronto suscri-


biendo la misma postura tolerante, como puede verse, entre otras muchas, en la STS
de 26 de diciembre de 1984 (Ar. 6729; Hierro):

La reserva de ley, si bien se traduce naturalmente en la exigencia de regulación por ley


formal de la ordenación jurídica material del ejercicio de potestades tituladas (art. 36 de la
Constitución) y, consecuentemente, en la proscripción de su reglamentación independiente y
motu proprio por la Administración, no empece excluyentemente a que ésta pueda ejercitar la
potestad reglamentaria que le confiere la propia Constitución en su artículo 97 siempre que
actúe en los términos fijados por el propio precepto, esto es «de acuerdo con la Constitución
y con las leyes».
264 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

3. JUSTIFICACIÓN

La corrección jurídica de esta figura es, pues, intachable; pero el Tribunal


Constitucional no se ha limitado a declararlo así sino que, además, se ha preocupado
de ofrecer algunas justificaciones de ella que, reiterando de ordinario un motivo cen-
tral común, se especifican según la materia de que se trate.
En lo que afecta a la potestad sancionadora de la Administración (que es lo
que aquí más interesa), la STC 3/1988, de 21 de enero, advierte con carácter gene-
ral que «el alcance de esa reserva de Ley no puede ser tan estricto en relación con
la regulación de las infracciones y sanciones administrativas como por referencia
a tipos y sanciones penales en sentido estricto, bien por razones que atañen al
modelo constitucional de distribución de competencias de las potestades públicas
bien por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en
ciertas materias o bien, por último, por exigencias de prudencia o de oportuni-
dad que puedan variar en los distintos ámbitos de ordenación territoriales o mate-
riales».
En último extremo, lo que sucede es que en España el principio de legalidad y sus
anejos y derivados, como el de reserva legal, no han suprimido por completo la potes-
tad normativa sancionadora de la Administración, aunque, eso sí, imponiendo ñiertes
limitaciones a su ejercicio, tal como ya había hecho el Tribunal Supremo en la época
preconstitucional. Opción que el Tribunal Constitucional ha admitido sin dificultades
y justificado

— cuando media una remisión legal «debida u obligada por la naturaleza de las
cosas, pues no hay ley en la que se pueda dar entrada a todos los problemas imagina-
bles» (STC 77/1985, de 27 de junio);
— por exigencias inexcusables (STC 37/1987, de 26 de marzo);
— porque «sería ilógico exigir al legislador una previsión casuística» (STC
99/1987, de 1 de enero);
— por el «carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en
ciertas materias» (STC 42/1987, de 7 de abril);
— porque «en el ámbito reglamentario las consideraciones de oportunidad
pueden hacer necesaria una relativa rápida variación de criterios de regulación» (STC
de 8 de junio de 1988).

Con la llamada colaboración reglamentaria nos encontramos, pues, en una situa-


ción paradójica que dista mucho, sin embargo, de ser anómala en el Derecho: una
declaración prohibitiva inicial tajante (consecuencia de inequívocos impulsos ideo-
lógicos) y luego una serie de concesiones (provocadas por las exigencias de la reali-
dad) que terminan desfigurando por completo el dogma inicial; con el resultado de
que al final nos quedamos sin saber cuál es la regla y cuál la excepción.
El Tribunal Constitucional, crucificado entre la ideología y la realidad, no se atre-
ve a adoptar una postura decidida —no se atreve a abandonar los dogmas de una doc-
trina ideológicamente apasionada, aunque tampoco puede desconocer lo que la reali-
dad impone inexorablemente— y termina caminando en zigzag con gran desespera-
ción de los juristas que creen que la previsibilidad es una de las condiciones esencia-
les del Derecho.
La indecisión del Tribunal se debe —en juicio acertado de BAÑO ( 1 9 9 1 , 1 2 2 ) —
a «no arrostrar la cuestión esencial; y ésta es que pueden existir regulaciones mate-
riales en las que sea aconsejable una tipificación por parte del Reglamento [...]. El
LA RESERVA L E G A L 265

problema está en saber cuándo pueden producirse situaciones que aconsejen la tipi-
ficación reglamentaria. No basta sólo con invocar la índole técnica de la materia,
puesto que en principio esta circunstancia no excluye la tipificación por ley. Es sabi-
do que muchas leyes alcanzan un alto grado de detalle en la regulación de los supues-
tos [...]».
La sinceridad de B A Ñ O es ya un gran paso hacia el esclarecimiento de la cuestión
y no deja de ser curioso comprobar cómo el principio se va hundiendo por su propia
pesadumbre. He aquí que un dogma ideológico elaborado en un lento acarreo histó-
rico y consagrado, al fin de tanta lucha, por la Ley y hasta por la Constitución, ter-
mina convirtiéndose en juego de un legislador que decide libremente —y por razo-
nes de conveniencia— si lo respeta o lo relaja.
Avanzando en esta misma línea realista, otros autores han justificado el caso extremo
de leyes que no van acompañadas de instrucciones al Reglamento con la simple consta-
tación de que, a veces, es imposible hacerlo de otra manera. Así para SUAY (en
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 1989,43), las leyes en blanco «constituyen una exigencia inde-
clinable del gobierno humano y como tal resultan inevitables. La ley, en determinadas
materias, no puede prever de antemano de forma precisa y exhaustiva toda una serie de
circunstancias, las cuales, además, muchas veces han de ser objeto de múltiples correc-
ciones en el curso del tiempo para adecuarlas a la dinámica de la propia materia social a
la que se refiere. Exigir a una ley en tales casos una delimitación estricta de los tipos san-
cionables, aparte de imposible, resultaría disfiincional en muchos sectores.» Y en térmi-
nos similares R E B O L L O (1991,139): «A la ley le es imposible en muchos casos descen-
der a ese grado de concreción. Ante la alternativa de dejarlo a decisiones individuales o
admitir normas generales, opta por esto último. Sería admisible la habilitación al regla-
mento cuando no hay una renuncia voluntaria a regular, sino una decisión, de que es
necesario un grado de detalle y concreción que ¡a ley no puede aportar. Dicho de otra
forma, únicamente la regulación que la ley, desde su perspectiva general, no podía esta-
blecer con más precisión de la que lo ha hecho, puede remitirse al Reglamento».

IV. LEYES EN B L A N C O O L E Y E S DE REMISIÓN

1. CONCEPTO Y CONTEN I DO

Como ya sabemos, la colaboración reglamentaria no supone una excepción a la


reserva de ley sino una modalidad de su ejercicio. La Ley, si quiere, puede agotar por
si sola la regulación necesaria de la materia; pero también puede decidir quedarse
incompleta, dejando huecos en blanco, y encomendar a un Reglamento que regule el
resto de acuerdo con las instrucciones y pautas que le proporciona. Con frecuencia,
en efecto, las normas sancionadoras —integradas de ordinario en una ley sectorial—
se limitan a describir algunos tipos o algunos elementos comunes y esenciales a todos
los tipos, remitiéndose luego implícita o explícitamente a un reglamento para que
complete la descripción.
La figura de las llamadas leyes en blanco —dogmáticamente configurada por
BINDING hace más de cien años— es perfectamente conocida y admitida en el
Derecho Penal, de donde ha pasado al Derecho Administrativo Sancionador. En el
moderno Derecho Penal están proliferando conocidamente a pesar de que tradicio-
nalmente se consideraban inadmisibles o, a lo sumo, excepcionales.
A tal propósito lo que importa tener presente, para empezar, es lo inexacto de la
denominación, que sugiere una norma carente de contenido, cuando en realidad no
es asi. Una ley en blanco no es un «cheque en blanco» que el Ejecutivo puede llenar
266 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

a su gusto, sino una ley incompleta (por su contenido) o una ley de remisión (por su
función) que, consciente de sus carencias, encomienda efectivamente al Reglamento
la tarea de completarlas, aunque cuidándose de indicarle cómo. Por así decirlo, el
Reglamento no suple los olvidos de la ley sino que completa lo que ésta ha dejado de
forma deliberada solamente esbozado o acaba lo que se ha dejado sin terminar pero
ya comenzado. De aquí que se hable de «colaboración» y no de «sustitución». Una
ley en blanco en el sentido radical a que acaba de aludirse sería inconstitucional por
falta de respeto a la reserva de ley y la encomienda al Reglamento no sería ya remi-
sión sino deslegalización: lo que la Constitución prohibe en estos casos.

En palabras de la STC 127/1990, de 5 de julio, trátase aquí de «normas penales


incompletas en las que la conducta o las consecuencias jurídico penales no se encuen-
tran agotadoramente previstas en ellas, debiendo acudirse para la integración a otra
norma distinta, siempre que se den los siguientes requisitos: que el reenvío normati-
vo sea expreso y esté justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma
penal; que la Ley, además de señalar la pena, contenga el núcleo esencial de la prohi-
bición y sea satisfecha la exigencia de certeza o, como señala la sentencia 122/1987,
se dé la suficiente concreción para que la conducta calificada de delictiva quede sufi-
cientemente precisada con el complemento indispensable de la norma a la que la ley
penal se remite, y resulte de esta forma salvaguardada la función de garantía del tipo
con la posibilidad de conocimiento de la actuación plenamente conminada».
Para L Ó P E Z C Á R C A M O ( 1 9 9 1 , 2 0 3 ) , sin embargo, la remisión normativa caracte-
rística de estas leyes en blanco «no es una remisión estricta a norma de rango inferior
para que tipifique la infracción, aunque esto pueda estar implícito, sino la considera-
ción como infracción del incumplimiento de la regulación sustantiva de otra norma».
Esta visión restrictiva —que traslada el problema de las leyes en blanco al campo de
la tipificación— tendría la ventaja de separar con claridad la ley en blanco de la figu-
ra genérica de la remisión normativa y está, además, muy próxima a mi propia idea
de la tipificación, que es, como veremos, una de las tesis centrales de este libro; pero
ni puede afirmarse su corrección desde el punto de vista dogmático ni se comprueba
tampoco su existencia en la realidad del Ordenamiento.
La verdad es que en este punto resulta temerario arriesgar afirmaciones demasia-
do tajantes. Tal como están las cosas, la remisión normativa no ofrece nunca perfiles
nítidos y la licitud y la ilicitud no están separadas por el filo de una navaja sino que
conviven en una zona confusa en la que los Tribunales se ven forzados a chapotear
inseguramente y de donde salen soluciones casuísticas sorprendentes y a menudo
contradictorias. En rigor en el Derecho Administrativo Sancionador no hay leyes en
blanco. Hay leyes completas —muy raras— de técnica similar al Código Penal y, a
partir de ahí, se extiende una gama normativa en la que cada vez se va deshilachando
más la tipificación: son leyes grisáceas que se aproximan más o menos a lo blanque-
cino, si es que se quiere conservar esta imagen óptica. Vistas así las cosas, yo deno-
minaría pura y simplemente leyes en blanco a aquéllas que no alcanzan por sí mis-
mos el grado de precisión tipificante que exige la Constitución. Y con ello el pro-
blema estaría en determinar hasta dónde puede llegar —en general o en cada caso
concreto— el debilitamiento del mandato de tipificación, o sea, el punto concreto
que separa lo lícito de lo ilícito.
En el Derecho Administrativo Sancionador el contenido de una ley en blanco com-
prende los siguientes elementos: a) Una regulación sustantiva de la materia, que deli-
beradamente no pretende ser exhaustiva, b) La determinación de unas instrucciones,
criterios o bases, que sin llegar a suponer una regulación sustantiva, resulten lo sufi-
cientemente expresivos como para que, a partir de ellos, pueda luego desarrollarse la
LA RESERVA LEGAL 267

normativa, c) Una habilitación reglamentaria, o sea, una autorización al Reglamento


para que regule la materia penetrando en una zona reservada a la ley que, sin esta habi-
litación, resultaría ilícita y cuya realización no ha de exceder de las instrucciones lega-
les. d) Una remisión al resultado de la colaboración reglamentaria que, en los términos
dichos, se ha posibilitado u ordenado.
Éste es el esquema tipo, mínimo e imprescindible de una ley en blanco (o ley
habilitante o ley de remisión); pero ni que decir tiene que tales elementos no suelen
aparecer con la debida claridad o diferenciación formal, provocándose con ello a
veces graves problemas hermenéuticos a la hora de determinar la validez de la ley
remitente o del reglamento remitido.

2. S u s LÍMITES: HABILITACIONES EN BLANCO O REMISIONES INSUFICIENTES

El mecanismo de colaboración reglamentaria opera, según sabemos, en dos


momentos: primero, una ley en blanco —que contiene una regulación deliberada-
mente insuficiente, una habilitación al Reglamento para que colabore y complete de
acuerdo con ciertas instrucciones y, en fin, una remisión al contenido de éste— y
luego, el Reglamento remitido. Estas «piezas» tienen que encajar exactamente entre
sí, de tal manera que el Reglamento sólo puede aparecer si cuenta con la previa habi-
litación legal y únicamente puede regular lo que le ha encomendado la ley y dentro
de las instrucciones y pautas por ella proporcionadas. Supuesta una ley deliberada-
mente incompleta, el puente de enlace con el Reglamento posterior está construido
por las cláusulas de habilitación y remisión. Y ni que decir tiene que es éste su punto
débil y el que suele provocar la nulidad del Reglamento colaborador. Porque la vali-
dez de la operación exige que la ley incompleta vaya acompañada de una habilitación
y de una remisión suficientes para lograr su completud posterior.
El secreto de las leyes en blanco inválidas no se encuentra, pues, en la carencia o
incompletud de la descripción del tipo sino en la insuficiencia del llamamiento regla-
mentario. Porque ante la imposibilidad fáctica de la descripción exhaustiva de los
tipos, se da por supuesto que ha de ser incompleta y de ello no resultará nunca tacha
alguna de inconstitucionalidad (ni siquiera en el Derecho Penal), sino que ésta ha de
venir del incumplimiento del requisito sustitutorio que legitima la incompletud de la
ley, es decir, de la remisión reglamentaria. La ley puede renunciar a describir total-
mente el tipo; pero en tal caso ha de dar instrucciones suficientes al Ejecutivo para
que complete su labor. O, dicho en otras palabras, el reglamento tiene que saber a qué
atenerse y ha de obrar siempre de acuerdo con las instrucciones de la ley porque, de
no ser así, se produciría una invasión del Ejecutivo en la esfera del legislativo, que ni
siquiera éste puede autorizar. Todo lo cual se traduce no en una prohibición de las
leyes en blanco sino en la prohibición de las cláusulas de remisión en blanco o incon-
dicionadas y más todavía, en la ausencia de tales cláusulas.
No se respeta, pues, el principio de la reserva legal si el legislador se contenta con
abrir el paso a la regulación reglamentaria sin añadir precisión alguna: lo que, en rigor,
no seria una remisión en sentido propio sino una mera habilitación para producir un
Reglamento. Esto sería bastante, desde luego, si la institución se encontrara inserta exclu-
sivamente en el marco del principio democrático; pero ya sabemos que actualmente éste
está superado y que la funcionalidad de aquélla es muy otra. El mandato constitucional
es hoy, por tanto, mucho más amplio y exige una regulación positiva por parte del legis-
lador, del que no puede librarse tan fácilmente a través de una remisión puramente for-
mal. Por ello mismo, una habilitación en blanco equivale a una falta de habilitación, tal
como advierte con precisión y contundencia la STC 42/1987, de 7 de abril:
268 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

debe reputarse contraria a las mencionadas exigencias constitucionales no sólo la regulación


reglamentaria de infracciones y sanciones carente de toda base legal, sino también [...] la sim-
ple habilitación legal a ¡a Administración por norma de rango legal vacía de todo contenido
material propio para la tipificación de los ilícitos administrativos y de las correspondientes
consecuencias sancionatorias.

Las declaraciones de inconstitucionalidad de leyes habilitantes en blanco —es


decir, y hablando con más propiedad, de leyes con cláusulas habilitantes y remisiones
en blanco— son reiteradas en la Jurisprudencia:
— Al remitir [la ley] a un Reglamento de régimen interior materias reservadas a la ley,
el precepto es inconstitucional y nulo. La ausencia de toda precisión acerca de cuál haya de ser
el procedimiento de elaboración y aprobación de estos reglamentos [...] no permiten conside-
rar suficientemente garantizado el ejercicio del derecho mediante la simple remisión de su
regulación a estas normas [STC 5/1981, de 13 de febrero],
— La ley impugnada, que se limita a hacer una remisión en blanco al correspondiente
Reglamento, no respeta la reserva constitucional [puesto que la remisión] sólo es admisible en
la medida en que se refiere sólo a cuestiones de detalle que no afecten a la reserva de ley [STC
37/1981, de 16 de noviembre].
— La potestad reglamentaria no podrá desplegarse aquí innovando o sustituyendo a la
disciplina legislativa, no siéndole tampoco posible al legislador disponer de la reserva misma
a través de remisiones incondicionadas o carentes de límites ciertos y estrictos, puesto que ello
implicaría un desapoderamiento al Parlamento a favor de la potestad reglamentaria que seria
contrario a la norma constitucional creadora de la reserva legal [STC 99/1987, de 11 de junio].

En los textos transcritos (y en muchos otros que seguirán apareciendo a lo largo del
libro) podrá comprobarse que la Jurisprudencia suele utilizar indeferenciadamente los
términos «remisión» y «habilitación»: lo que induce a confusión. Por mi parte —insis-
tiendo en lo que ya ha sido sumariamente apuntado y adelantando lo que más adelante
se expondrá con detalle— creo que conviene dar a cada uno de estos conceptos un con-
tenido propio y preciso. Mediante la habilitación permite la ley que el Ejecutivo dicte
un Reglamento sobre la misma materia que ella ha regulado (lo que sería inviable por
definición, sin contar con aquélla, en las materias reservadas); mientras que la remi-
sión supone que la ley hace suyo —con ciertas garantías, claro es— el contenido de ese
Reglamento futuro, que completará asi el texto de la ley remitente. En otras palabras: la
habilitación posibilita simplemente la aparición del Reglamento, independientemente
del contenido de éste; mientras que la remisión se refiere a su contenido, es decir, que
la remisión legitima el contenido concreto (lo amparado por las instrucciones o criterios
legales) de un Reglamento genéricamente hecho posible por la habilitación.
Mención aparte merece, en cualquier caso, la STC 83/1984, de 24 de julio, dado
que en ella se realiza una exposición sistemática muy completa de la cuestión a tra-
vés de las siguientes proposiciones:

a) La reserva legal no implica la exclusión de la colaboración reglamentaria.


b) Esta colaboración se articula en las remisiones normativas (también llamadas
habilitaciones) que puede hacer la ley: «el principio no excluye la posibilidad de que
las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias».
c) Pero tales remisiones no son libres sino que están condicionadas: «Esto se tra-
duce en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o habilitaciones lega-
les a la potestad reglamentaria, que pueden resumirse en el criterio de que las mismas
sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un cumplimiento
de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el
cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia ley».
LA RESERVA LEGAL 269

d) Si estos límites no se respetan, se produce lo que el Tribunal denomina «des-


legalización de la materia reservada, esto es, una total abdicación por parte del legis-
lador de su facultad [...] transfiriéndola al titular de la potestad reglamentaria sin fijar
ni siquiera cuáles son los fines y objetivos que la reglamentación ha de perseguir». Lo
que es inadmisible porque así «se hace posible una regulación independiente y no cla-
ramente subordinada a la ley, lo que supondría una degradación de la reserva formu-
lada por la Constitución en favor del legislador».

Las declaraciones judiciales de nulidad de las cláusulas en blanco de remisión son


realizadas lógicamente por el Tribunal Constitucional, dado que es a éste a quien
corresponde en exclusiva el control de las normas con rango de ley. Pero el Tribunal
Supremo también puede intervenir, aunque sea resolviendo asuntos de su propia com-
petencia, es decir, en el control de los Reglamentos. Si recordamos ahora que las cláu-
sulas de habilitación y de remisión son el puente que enlaza la ley y el reglamento,
fácil es comprender que dicho puente puede ser examinado desde las dos orillas.
Cuando el Tribunal Constitucional está revisando una ley, extiende su control a estas
cláusulas, en cuanto que forman parte del texto de la ley revisada y puede declarar su
nulidad por inconstitucionalidad. Pero las mismas cláusulas también pueden ser exa-
minadas desde la orilla opuesta, desde el reglamento. Cuando el Tribunal contencio-
so-administrativo está revisando un reglamento, debe comprobar si cuenta con la
habilitación y remisión suficientes y si esto no es así, declarará la nulidad de la norma
reglamentaria por vicio o insuficiencia de tales cláusulas, a las que no podrá, sin
embaigo, anular por formar parte de un texto legal, que para el Tribunal contencioso-
administrativo es inaccesible.
Independientemente de estos supuestos, la Jurisdicción contencioso-administra-
tiva también maneja las mismas técnicas de control cuando se trata de habilitaciones
y remisiones expresadas en un Reglamento en favor de otro. Aquí es plena la compe-
tencia del Tribunal, que puede declarar la nulidad de tales cláusulas al tiempo que la
del Reglamento inferior normalmente dictado a su amparo.
Así, por ejemplo, la STS de 8 de noviembre de 1988 (Ar. 790; Delgado) anula
una Orden Ministerial que carece de apoyo en una cláusula suficiente de habilitación
establecida en un Decreto previo, teniendo en cuenta que, por tal carencia, dicha
Orden «integra una regulación independiente y no una colaboración reglamentaria
que viniere a dar complemento a los tipos que pudieran estar descritos con más o
menos concreción en una norma con rango de ley».
A este control ejercido por los Tribunales ordinarios hace referencia expresa la
STC 178/1989, de 2 de noviembre, que primero declara que «no hay vulneración
alguna del principio de reserva de ley, ya que [en la ley impugnada] no se dejan para
regulación reglamentaria sino aspectos concretos que no tienen por qué ser regulados
por ley y, además, se establecen los criterios que ha de tener en cuenta la Admi-
nistración», para añadir a renglón seguido:

como es obvio, si luego la Administración, en actuaciones singulares o en el desarrollo regla-


mentario, se desvía de los fines establecidos en la ley, existen mecanismos —concretamente,
el sistema de recursos— que pueden corregir esa desviación, sin que para evitar el hipotético
peligro apuntado el remedio sea el que parece subyacer en el planteamiento de la demanda: la
determinación global y completa por la ley del régimen de incompatibilidades, sin el menor
margen para la actuación reglamentaria o singular de la Administración.

De acuerdo con la STS de 19 de julio de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 5489) no se infringe la
reserva de ley si una norma con tal rango tipifica «el incumplimiento de las condi-
270 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ciones esenciales de la concesión o autorización administrativa, limitándose la norma


reglamentaria a concretar o precisar cuáles son las condiciones que a estos efectos han
de tenerse por esenciales en los distintos ámbitos y modalidades de la intervención
administrativa en el transporte».

3. REQUISITOS PARA LA VALIDEZ

Abordemos ahora la misma cuestión desde la perspectiva de los requisitos nece-


sarios para la validez de la remisión reglamentaria, cuya ausencia o infracción ha de
provocar su ilicitud, como acaba de verse. El Tribunal Constitucional ha tenido varias
ocasiones de delimitar hasta dónde pueden llegar tales remisiones, estableciendo al
efecto que son lícitas y no quebrantan las reservas de ley cuando se asegura la depen-
dencia del futuro reglamento respecto de la ley. Y, más precisamente todavía, su pos-
tura puede resumirse en los siguientes términos que, por lo demás, ya nos son cono-
cidos en lo fundamental:
A) No es lícita la deslegalización de la materia reservada (STC 83/1984, de 24
de julio) ni lo que la sentencia de 11 de junio de 1981 denomina «deslegalización
encubierta».
B) La ley, por lo pronto, no ha de ser en blanco en sentido literal sino que ha
de contener una cierta regulación del ámbito reservado. La verdad es que durante
muchos años no ha sido el Tribunal Supremo particularmente escrupuloso al res-
pecto; pero ahora la situación ha cambiado por gracia de una actitud tajante del
Tribunal Constitucional, en tal sentido proclamada, entre otras muchas, en las cita-
das Sentencias 37/1981, de 16 de noviembre, y 83/1984, de 24 de julio, y que ya
cuenta con una expresión canonizada como se describe en la Sentencia de 2 de junio
de 1992 (Ar. 5520; Enríquez):

esta Sala se ha pronunciado ya en su sentencia de 21 de marzo de 1991 sentando una doctrina,


reiterada después en las de 10, 13, 14, 17,20,21, 24, 27, y 28 de junio del mismo año, que ha
de ser reproducida ahora: el principio de legalidad en materia sancionadora (no excluye) toda
intervención del Reglamento pues cabe que la ley defina el núcleo básico calificado como ilí-
cito y los límites impuestos a la actividad sancionadora y que el reglamento desarrolle tales pre-
visiones actuando como complemento indispensable de la Ley. Como decía la citada Sentencia
de 21 de marzo de 1991, «la jurisprudencia constitucional no permite en esta materia una remi-
sión en blanco, pero se aviene a tolerar cierta cuota de flexibilidad en la actividad reglamenta-
ria de desarrollo cuando la ley de cobertura aborda el núcleo esencial del régimen sancionador».

Y en la expresión, igualmente canonizada, del Tribunal Constitucional en su Sen-


tencia 45/1994, de 15 de febrero:

Se ha precisado por este tribunal que la reserva de ley no excluye en ese ámbito «ta posi-
bilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remi-
siones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley»
(STC 83/1984). Por consiguiente, la colaboración reglamentaria en la normativa sancionadora
sólo resulta constitucionalmente lícita cuando en la ley que le ha de servir de cobertura que-
den suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la
naturaleza y limites de las sanciones a imponer (STC 3/1988, Fundamento Jurídico 9.°). En
definitiva, como ya dijimos en nuestra STC 305/1993, el artículo 25 de la Constitución obliga
al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción administrativa y las sanciones que
le sean de aplicación, sin que sea posible que, a partir de la Constitución, se puedan tipificar
nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una
LA RESERVA LEGAL 271

norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por


otra con rango de ley.

C) Si la ley remitente ha de contener una cierta regulación de la materia, el


Reglamento remitido no puede ir más allá de «un complemento de regulación legal que
sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finali-
dades propuestas por la Constitución o por la propia ley» (STC 383/1984, de 24 de
julio); mientras que la de 11 de junio de 1987 habla incluso de una «intervención auxi-
lian). Sin que en ningún caso el Reglamento pueda ser innovativo (STC 25 de diciem-
bre de 1991, apoyada en muchas otras anteriores). Por poner un ejemplo tomado de la
jurisprudencia, recordemos la STS de 24 de noviembre de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 8190) que
anuló el régimen sancionador establecido en un reglamento tan técnico como el regu-
lador de «puntos de medida de los consumos y tránsitos de energía eléctrica» por
entender que

no se ha limitado a lo que es propio [...] sino que supone, no el desarrollo del régimen san-
cionador de la ley por vía reglamentaría, sino la adaptación del régimen sancionador pre-
visto en la ley a conductas no tipificadas legalmente, (añadiéndose que) no se respeta el
principio de reserva de ley en materia sancionadora ya que, en realidad, la norma reglamen-
taria no hace sino crear per se infracciones que la norma con rango de ley no contemplaba,
incorporando así una nueva tabla de infracciones en un subsector concreto del sector eléc-
trico que, si estaba previsto su desarrollo, no lo estaba en cambio en cuanto a las previsio-
nes de infracción.

D) Si la función límite del Reglamento remitido es complementar la regulación


de la Ley remitente, es claro que cuanto más detallada sea la Ley menos margen habrá
para el desarrollo reglamentario, y al contrario si la Ley es sumaria. De aquí que el
problema esencial sea el de determinar hasta qué punto puede llegar la sumariedad de
la Ley para que el Reglamento, por falta de referencias previas, no se convierta en
algo independiente de ella y, por tanto, ilícito.

El Tribunal Supremo, por su parte, en su Sentencia de 23 de julio de 2002 (3.a, 3.a,


Ar. 9471) alude a «tres requisitos» establecidos, bien es verdad, desde una perspectiva
muy distinta: que el reenvío sea expreso, que esté justificado en razón del bien jurí-
dico protegido (y en este punto es donde aparece claramente la novedad de la cons-
trucción) y que la ley, además de la sanción, contenga el núcleo esencial de la prohi-
bición.
Por cierto que es de notar que en esta materia el Tribunal Supremo todavía no ha
«canonizado» su doctrina consolidada, es decir, todavía no ha acertado con una for-
mulación que repite luego inalterablemente en todas sus sentencias posteriores.
Compárese, por ejemplo, el texto anterior con el de la Sentencia de 26 de junio de
2001 (3.a, 4.a, Ar. 5740) en la que también se enumeran los requisitos necesarios para
admitir la colaboración reglamentaria en el Derecho Administrativo Sancionador:

a) La norma de rango legal debe determinar suficientemente los elementos esenciales


de la conducta antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer; b) No resulta
constitucionalmente admisible la simple habilitación a la Administración, por norma de rango
legal vacía de contenido propio; c) El artículo 25.1 de la Constitución prohibe la remisión al
Reglamento que haga posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la
ley; d) Resulta admisible la norma reglamentaria que se limita, sin innovar las infracciones y
sanciones en vigor, a aplicar éstas a una materia singularizada incluida en el ámbito genérico
del sistema preestablecido.
272 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La verdad es que ha costado mucho tiempo —y no pocas vacilaciones— a la


Jurisprudencia lograr perfilar una doctrina como la expuesta, tan clara y tan rotunda,
consolidando con ella uno de los pilares más débiles del Derecho Administrativo
Sancionador. Ahora bien, si luego repasamos la casuística podemos comprobar que no
siempre actúan los Tribunales consecuentemente con su propia doctrina. Una cir-
cunstancia que delata que nos encontramos en un punto cuya regulación seguirá expe-
rimentando todavía retoques, rectificaciones y aun contradicciones, como puede com-
probarse en un ejemplo significativo.
Con estos presupuestos teóricos parecía lógico, en efecto, predecir la inconstitu-
cionalidad de un precepto —como el artículo 9 del Decreto-Ley 2/1979 sobre protec-
ción de la seguridad ciudadana— del siguiente tenor: se considerarán actos que alte-
ran la seguridad pública el incumplimiento de las normas de seguridad impuestas
reglamentariamente a las empresas para prevenir la comisión de actos delictivos. Tales
actos podrán ser sancionados en la forma y cuantía que la legislación de orden públi-
co establece o con el cierre del establecimiento.
Como se ve, el precepto no hace la más mínima regulación de la materia reser-
vada, la remisión es «a ciegas» y el Reglamento de desarrollo no puede ser comple-
mentario porque nada hay que complementar. Y, sin embargo, el Tribunal
Constitucional, en su sentencia 217/1988, de 21 de noviembre, consideró válida la
remisión y emitió un «juicio positivo de constitucionalidad respecto a su adecuación
a lo dispuesto en el artículo 25.1», dado que el artículo cuestionado:
concreta el desvalor de las conductas consideradas ilícitas en la referencia al incumplimiento
por las empresas de normas de seguridad teleológicamente encaminadas a la prevención de los
hechos delictivos, normas de seguridad que vendrán luego determinadas en sus circunstancias
particulares por reglamentos que responderán, en cada caso, a la valoración de carácter técni-
co y contingente, efectuadas por la Administración. El Real Decreto-Ley fija suficientemente,
asi, los elementos esenciales del ilícito administrativo, y de las sanciones correspondientes,
estas últimas mediante la remisión a ¡a legislación general de orden público [...]. No hay, por
tanto, una «deslegalización de la materia» en cuanto a la fijación de los tipos o conductas san-
cionabas, sino una remisión al reglamento que deja a salvo los elementos esenciales y nece-
sarios para garantizar que no se producirá una regulación reglamentaria independiente y no
subordinada a la ley [...] en cuanto que el Real Decreto-Ley contiene los elementos funda-
mentales de esa tipificación.

Sinceramente yo no veo en el precepto impugnado esa descripción de los ele-


mentos esenciales del ilícito y de las sanciones correspondientes, al menos en el
sentido tradicional y generalmente aceptado por la doctrina dominante (y de aquí
que FERNÁNDEZ FARRERAS sospechara de su constitucionalidad). Yo sólo veo una
remisión rigurosa en blanco, una remisión con los ojos cerrados con una cláusula
esencial: ¡a declaración de que son infracciones administrativas el incumplimiento
de las obligaciones impuestas por un Reglamento. Lo cual me parece muy bien por-
que cabalmente es la tesis que vengo sosteniendo desde hace muchos años; pero
forzoso es reconocer que ahora el Tribunal Constitucional se contradice con sus
posturas anteriores y se aparta totalmente de la doctrina mayoritaria que le venía
arropando.
Y, en cuanto a la tipificación de las sanciones, nótese que el Tribunal
Constitucional considera suficiente la remisión a la Ley de Orden Público; pero como
observa LÓPEZ C Á R C A M O (1991, 207), «los artículos 19 y 20 de la Ley de Orden
Público se limitan a establecer las multas posibles, los órganos competentes para impo-
nerlas y unos criterios muy vagos de graduación que permiten a la Administración un
excesivo margen de apreciación, sin que, por tanto, quede establecida a priori la nece-
LA RESERVA LEGAL 273

sana correspondencia entre cada infracción y cada una de las sanciones» (con postura
contraria, por tanto, a la de la STC 207/1990, de 17 de diciembre).

V. EL LLAMAMIENTO A LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA

La otra cara de la moneda de las leyes en blanco son los reglamentos comple-
mentarios que aquéllas necesitan y cuya colaboración deben solicitar. Si el llama-
miento legal a la colaboración reglamentaria está sujeto, por principio, a determi-
nados requisitos de los que el Legislador no puede eximirse, el problema surge por
la circunstancia de que tales requisitos limitadores del arbitrio legal no se encuen-
tran positivizados en norma alguna. A diferencia de lo que sucede con las delega-
ciones legislativas, para las que la Constitución se ha preocupado de enumerar sus
condiciones fijando detalladamente el contenido de la cláusula de delegación (o en
el nivel de la legislación ordinaria, como lo que ha hecho la Ley General Tributaria
en materia fiscal), en ningún texto positivo constan los requisitos y condiciones
necesarios para que la ley —sin romper la exigencia constitucional de la reserva
legal— pueda llamar al Reglamento a que colabore en la regulación de las infrac-
ciones y sanciones.
Ante este silencio normativo y a falta todavía de una doctrina congruente que los
Tribunales y los autores van ya madurando lentamente, reiterando lo que más atrás se
ha enunciado, entiendo que el llamamiento se produce a través de dos figuras que
deben aparecer en la ley reservada: la habilitación para reglamentar y la remisión nor-
mativa suficiente junto, claro es, con los criterios que han de establecerse para instruir
a quien ha de reglamentar.

1. D o s FIGURAS DISTINTAS CONECTADAS EN LA RESERVA LEGAL

El mecanismo de la remisión normativa no es exclusivo de las regulaciones afec-


tadas por reserva legal, puesto que se utiliza habitualmente en todos los ámbitos del
ordenamiento. Lo que sucede cuando interviene la reserva legal es que la ley remi-
tente —cabalmente para cumplir con las exigencias que supone tal reserva— tiene
que cumplir determinados requisitos: por un lado ha de establecer unos criterios míni-
mos vinculantes para el reglamento posterior y, además, ha de habilitar la presencia
del reglamento, es decir, autorizar su dictado o, si se quiere, abrirle la puerta, dado
que sin esa habilitación previa no cabe una regulación reglamentaria. En otras pala-
bras: fuera de la reserva legal, el legislador goza de un amplísimo margen de liber-
tad a la hora de regular o no regular y de remitir o no remitir —y de elegir la forma
de remisión— a otra norma; pero si existe reserva legal hay que posibilitar primero
¡a intervención reglamentaria (habilitación) y luego realizarla con sujeción a ciertos
criterios.
Que la habilitación y la remisión son dos figuras distintas está fuera de duda y aca-
bamos de comprobarlo en la constatación de que puede haber remisiones sin habilita-
ción en los supuestos de ausencia de reserva legal y, por otro lado, la mera habilitación
no cumple íos requisitos de una remisión suficiente si no va acompañada de una regu-
lación material mínima: «el ámbito objetivo reservado no queda —dice la STC 19/1987,
de 17 de febrero— garantizado mediante una mera cláusula legal habilitante» y reitera
que es contraria a la reserva legal «la simple habilitación a la Administración por norma
de rango legal vacía de todo contenido material». En este ámbito, sin embargo, habili-
tación y remisión se encuentran de ordinario íntimamente conectadas. Una ley sancio-
274 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

nadora escrupulosa habría de utilizar la siguiente fórmula: primero explicaría su pro-


pia incompletud justificando la llamada a la colaboración reglamentaria; luego, habi-
litaría de forma expresa un futuro reglamento («se autoriza al Gobierno para que regla-
mente los siguientes extremos, que por las razones dichas no aparecen regulados en la
ley») y, en fin, establecería las pautas o criterios a los que habría de sujetarse la pos-
terior reglamentación, remitiéndose con estas condiciones a su contenido.
En la práctica legislativa se procede de ordinario, no obstante, de muy diferente
manera. Cierto es que las pautas del desarrollo futuro aparecen en la ley (y si no apa-
recieren sería inválida la remisión); pero se prescinde habitualmente de la justificación
de la incompletud (lo que en modo alguno es causa de invalidez) y, sobre todo, se pres-
cinde también de la habitación expresa. La habilitación es, desde luego, inexcusable;
pero no es imprescindible que se realice mediante una cláusula expresa sino que puede
realizarse de forma implícita. La remisión normativa lleva consigo de ordinario una
habilitación implícita. Así, cuando el artículo 97.2 de la Ley de Costas declara que
«para las infracciones leves la sanción será la multa en la cuantía que se determine
reglamentariamente aplicando los criterios del apartado anterior», está diciendo
inequívocamente que puede —y debe—intervenir un reglamento posterior a la propia
ley, sin el cual no podrá aplicarse aquélla. Los autores suelen admitir sin dificultades
las habilitaciones implícitas, pero discrepan a la hora de precisar su alcance. En mi opi-
nión, no hay que ser demasiado escrupulosos en este punto ya que, de otra suerte, se
colocaría en la ilegalidad buena parte de las normas reglamentarias existentes, habida
cuenta de que se encuentran habilitadas por preceptos legales excesivamente relajados,
y por ende, muy poco recomendables, pero que sería perturbador expulsar con rigor del
Ordenamiento Jurídico. La misma línea sostiene G Ó M E Z - F E R R E R («La potestad regla-
mentaria del Gobierno en la Constitución», en La Constitución española y las fuentes
de Derecho, I, 130) según el cual «podría admitirse una remisión implícita en los
supuestos en que la Ley se refiera a materias administrativas en las cuales la ejecución
quede confiada al Gobierno y a la Administración». R E B O L L O (1991, 135 ss.), aun
admitiendo la habilitación implícita, se muestra más estricto en su ejercicio exigiendo
que, al menos, sea inequívoca —es decir, que se refiere concretamente a una posibili-
dad de «regulación» y no a realizar cualquier otra actividad— y por ello no comparte
la idea expuesta de G Ó M E Z - F E R R E R . Es muy posible, sin embargo, que todos estemos
queriendo decir lo mismo, formulándolo así en la terminología que se emplea en este
libro: caben las «habilitaciones» implícitas pero no las «remisiones» implícitas (como
se expondrá en el número 5), debido a que la remisión debe contener un mínimo mate-
rial que falta en la fórmula implícita.
La remisión implica, por tanto, la habilitación ya que en otro caso sería una remi-
sión al vacío, imposible de llenar puesto que el reglamento no podría aparecer. Pero
¿podrá afirmarse la proposición inversa, es decir, que toda habilitación lleva consigo
una remisión? Una pregunta que nos lleva de la mano al análisis pormenorizado de
las habilitaciones genéricas en cláusula de estilo. De cuyo análisis resultará —lo ade-
lantamos ya— una respuesta negativa cabalmente por lo siguiente: porque no basta
con la habilitación para reglamentar sino que es preciso, además, incluir en la ley
remitente un cierto contenido material que sirva de pauta a la regulación remitida; un
contenido que, por definición, no aparece en las cláusulas de estilo.

2. HABILITACIONES GENÉRICAS EN CLÁUSULAS DE ESTILO

El problema surge fundamentalmente a propósito de una cláusula de estilo que


con pocas excepciones acompaña a nuestras leyes y conforme a la cual se «autoriza»
LA RESERVA LEGAL 275

genéricamente —es decir, sin concreción alguna— al Gobierno para que «dicte las
disposiciones necesarias para al desarrollo de la presente ley».
En mi opinión se trata inequívocamente de habilitaciones para reglamentar no
acompañadas de una remisión normativa. Dos aspectos que ilustran la disociación
apuntada en la última frase del número anterior y que merecen ser examinadas sepa-
radamente.
Por lo que se refiere a la habilitación para reglamentar hay que decir aquí —com-
plementando lo que más arriba se ha expuesto ya a propósito de la colaboración regla-
mentaria— que este tipo de habilitaciones sin precisión alguna de contenido carecen
de eficacia y responden a una práctica inercial, importante quizás en su día, pero que
hoy carece de sentido dentro del sistema vigente. Porque una de dos: o se refieren a
materias no reservadas a la ley o a materias reservadas.
Si se refieren a materias constitucionalmente no reservadas a la ley, la cláusula es
innecesaria, dado que, aun sin ella, el Gobierno puede ejercer su potestad reglamen-
taria original que la Constitución le reconoce en el artículo 103 y que, cualquiera que
sea ta posición doctrinal que se adopte, autoriza directamente al Gobierno para regla-
mentar, al menos y en todo caso, cualquier materia que no esté reservada a la ley y no
afecte a los derechos y libertades públicas de los individuos.
Y si se refieren, por el contrario, a materias reservadas, la cláusula es inválida
dado que, por falta de concreción, no contiene una remisión normativa válida.
Las cláusulas genéricas de estilo, en sí mismas, no tienen, por tanto, eficacia habi-
litadora para reglamentar. Pero es que, aunque la tuvieran, no serían suficientes para
establecer una remisión normativa válida, dado que con ella no se cumplen las exi-
gencias constitucionales de concreción de los elementos esenciales que han de servir
de pauta para el desarrollo reglamentario. Un punto de vista, en definitiva, que, ade-
más de confirmar la sustantividad separada de las dos figuras, permite concluir que
las habilitaciones genéricas en cláusula de estilo no son cauce legítimo, por insufi-
ciente, para establecer una remisión normativa. Y en el Derecho Administrativo
Sancionador la colaboración reglamentaria precisa de una habilitación (expresa o
implícita, como ya sabemos) y de una remisión normativa suficiente.
A la misma conclusión, aunque desde unos planteamientos bastante diferentes,
viene a llegar R E B O L L O (1991, 135) cuando dice que «tiene que desprenderse de la
Ley que autoriza a dictar Reglamentos reguladores del objeto reservado constitu-
cionalmente a la ley. Para ello, desde luego, son insuficientes las autorizaciones
generales de potestad reglamentaria que no señalan materia. Es necesario que, de
alguna forma, esté delimitada la materia sobre la que podrán versar los Regla-
mentos».

3. LA REMISIÓN NORMATIVA

Examinada en los números precedentes la habilitación para reglamentar, veamos


ahora el segundo requisito del llamamiento a la colaboración reglamentaria: la re-
misión normativa, a la que alude de forma expresa la STS de 26 de diciembre de 1984
(Ar. 6729; Hierro):
Entre las técnicas de habilitación figura con características propias que la diferencian sus-
tantivamente de las demás, la denominada remisión normativa, por medio de la cual la ley
remite al reglamento la ordenación —bien sea en términos de homologación con lo que ha
venido a conceptuarse marco sistemático de ordenación y dentro de los límites inferidos o
deducidos de los principios inspiradores y rectores de la ley— de alguno de los elementos de
276 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

regulación legal, ora por vía de desarrollo y ejecución ora por medio de la ordenación secun-
daría de determinados particulares.

Lo esencial, a nuestros efectos, de esta técnica estriba en la circunstancia de que la


norma remitente, la ley sancionadora, renuncia deliberadamente a agotar toda la regu-
lación y, consciente de ello, llama a otra norma para que la complete, formando entre
las dos —entre la remitente y la remitida— un solo bloque normativo. Nótese aquí, con
todo, un dato esencial que no es lícito pasar por alto: si la remisión supone que la ley
puede renunciar a regular completamente la materia, ello no significa que puede renun-
ciar a regularla en absoluto; o lo que es lo mismo: algo tiene que regular —lo mínimo,
lo esencial— y sólo puede encomendar al Reglamento la regulación de lo complemen-
tario (y «complementar» presupone la existencia de algo previo). Tal es, como ya sabe-
mos, lo que explica la ilicitud de la leyes en blanco absoluto o leyes a ciegas, que pres-
cinden completamente de una regulación material mínima, proscritas enérgicamente por
la mejor jurisprudencia constitucional: no puede «el legislador abdicar de toda regula-
ción directa», «el ámbito objetivo así reservado no queda [...] garantizado mediante una
mera cláusula legal habilitante», «las leyes reclamadas por la Constitución [no son]
meramente habilitadoras [...] son también ordenadoras» (STC 19/1987, de 17 de febre-
ro). Es contraria a la reserva «la simple habilitación a la Administración por una norma
de rango legal vacía de todo contenido material» (STC 42/1987, de 7 de abril).
De ordinario, la norma remitida es un mero Reglamento, pero también puede ser,
naturalmente, otra ley. Un buen ejemplo de este bloque normativo es el que aparece
en la STC 3/1988, de 21 de enero, donde se advierte que «las sanciones impuestas [...]
lo han sido en virtud de la aplicación conjunta de diversas normas de diferente rango
(Reales Decretos 2.212/1978 y 3.062/1979, Decreto-Ley de 26 de enero de 1979 y
Ley preconstitucional de 30 de julio de 1959) que vienen a integrar el tipo o descrip-
ción de la infracción y a determinar la sanción imponible».
La existencia de un bloque normativo heterogéneo puede provocar problemas por
causa de la falta de sincronía de sus elementos; por ejemplo, cuando la norma remitente
se refiere a otra posterior y en el intervalo se produce la infracción o cuando la norma
remitida (coetánea o anterior a la remitente) es sustituida por otra nueva. ¿Cuándo tiene
lugar en estos casos la integración en bloque? ¿Es aplicable la norma posterior si el lla-
mamiento de la norma remitente es anterior a los hechos? La sospecha de la retroactivi-
dad es inevitable y es una cuestión que ya fue examinada en el capítulo anterior. La STC
127/1990, de 5 de julio, contempla este supuesto aunque referido a normas penales:
El reproche del recurrente concretado en que el órgano judicial ha afectado la integración
necesaria de la norma acudiendo a un precepto que no estaba aún vigente en el momento de
producirse los hechos, solamente podría considerarse como una aplicación retroactiva de la lex
previa inherente al derecho de legalidad penal que consagra el articulo 25.1 de la Constitución,
si fueran ciertas las dos premisas de las que parle la tesis actora: esto es, la ineludibilidad de
la referencia normativa extrapenal y que la conducta apreciada como delito no pudiera ser con-
templada en su integridad con la misma significación antijurídica en la normativa integradora
anterior a la ley.

La STC 26/1994, de 27 de enero, aborda la misma cuestión referida ya directa-


mente al ámbito administrativo sancionador. En el caso de autos la ley remitente era
anterior a la comisión de los hechos; pero en cambio fue posterior el Reglamento
remitido que completó la ley. En estas circunstancias «es claro —dice el Tribunal—
que la disposición sancionadora posterior no puede ser aplicada retroactivamente
(art. 9.3 CEE) a hechos ocurridos anteriormente sin grave quebranto del principio de
legalidad en su primera exigencia de lex previa».
LA RESERVA LEGAL 277

Sentado esto, el segundo paso del análisis consiste en la constatación de que las
remisiones pueden ser de diversas clases, que conviene precisar. La ley sancionadora
puede, en efecto, realizar una remisión genérica o específica, a un reglamento futuro
o a un reglamento anterior, y de forma expresa o implícita.
La STC 60/2000, de 2 de marzo, plantea una cuestión capital tanto más intere-
sante cuanto que ofrece dos soluciones: la de la sentencia y la de un voto particular.
La cuestión es muy clara y no era, desde luego, la primera vez que se había suscita-
do. Se trataba de una remisión legislativa efectuada en términos sospechosos («ten-
drán la consideración de infracciones leves todas las que, suponiendo vulneración
directa de las normas legales o reglamentarias aplicables en cada caso, no figuren
expresamente recogidas y tipificadas en los artículos anteriores de la presente ley»)
por el artículo 142 de la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres de 1987,
desarrollada luego por algunos reglamentos, estatal y autonómicos, en los que apare-
cían infracciones no anunciadas en la ley. Planteada a este propósito una cuestión de
inconstitucionalidad, el Magistrado Garrido Falla puso de relieve en un voto particu-
lar que el problema no estaba en la ley sino en el reglamento que había procedido a
una tipificación indebida. «Ahora bien —precisaba— esta norma reglamentaria
puede ser válida (si cuenta con la suficiente cobertura jurídica) o inválida (por infrin-
gir el principio de reserva de ley). En el primer caso la infracción de la norma debe
comportar la sanción por incumplimiento. En el segundo caso es obvio que el pro-
blema no está en la hipotética inconstitucionalidad del artículo de la ley sino en la pro-
pia ilegalidad del reglamento» (lo que de aceptarse tendría unas consecuencias pro-
cesales prácticas enormes ya que facilitaría el control directo de los tribunales con-
tencioso-administrativos). Postura que no comparte, sin embargo, la sentencia, puesto
que para la mayoría del tribunal «el que la contravención de esta norma reglamentaria
resulte sancionable es una consecuencia jurídica del artículo 142 a) de la ley, no del
reglamento de desarrollo».
Dos soluciones igualmente plausibles; por lo que no se descarta que el tribunal cam-
bie cualquier día de criterio. Pero de cualquier manera que sea, para mí lo más intere-
sante de esta sentencia es una cautela metodológica que aparece en el voto particular:
la jurisprudencia resuelve casos concretos y la aplicación del método inductivo para extraer
teorías generales exige que éstas se modulen en función de las circunstancias que se han
tenido en cuenta en el caso resuelto.

4. REMISIONES ESPECÍFICAS

Contra lo que pudiera creerse, no son abundantes ni mucho menos, aunque sin lle-
gar a ser raras. Ocasionalmente aparecen, en efecto, en nuestras leyes algunas remi-
siones específicas a Reglamentos posteriores, a los que se encomienda la precisión de
algunos elementos del tipo descritos en la ley. Veamos unos ejemplos:

— El artículo 97.2 de la Ley de Costas establece que «para las infracciones leves
la sanción será la multa en la cuantía que se determine reglamentariamente, aplicando
los criterios del apartado anterior».
— Y el artículo 19.4 de la Ley de Protección civil establece que «el Reglamento que
desarrolle esta ley especificará y clasificará las infracciones tipificadas en el apartado
segundo de este artículo y graduará las sanciones atendiendo a los criterios de culpabili-
dad, responsabilidad y cuantas circunstancias concurran, en especial la peligrosidad o
trascendencia que para la seguridad de personas o bienes revistan las infracciones».
278 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Dos ejemplos singularmente correctos puesto que en ellos la cláusula específica


expresa va acompañada de las debidas instrucciones o criterios para el Ejecutivo.
Aparte de esto, hay un caso bastante frecuente de habilitaciones específicas, refe-
rido a la determinación reglamentaria de un elemento concreto de la sanción —la
cuantía de la multa— con objeto de que la alteración del valor de la moneda no afec-
te a la eficacia punitiva de la sanción, que se debilitaría si permaneciese inalterable su
cuantía. Operación que se materializa en fórmulas muy diversas:
— «Las cuantías señaladas anteriormente podrán ser revisadas y actualizadas
periódicamente por el Gobierno por Real Decreto, teniendo en cuenta la variación de
ios índices de precios para el consumo» (art. 36.3 de la Ley General de Sanidad).
— «El Gobierno podrá modificar las cuantías de las multas previstas en las pre-
sentes disposiciones cuando las circunstancias económicas así lo aconsejen»
(Disposición Adicional 3.a de la Ley de residuos tóxicos y peligrosos de 14 de mayo
de 1986).
— «El Gobierno queda autorizado para proceder por vía reglamentaria a la actua-
lización de la cuantía de las multas que se fijan en el articulo 76 de la presente Ley,
sin que los porcentajes de los incrementos que por tal vía se establezcan puedan ser
superiores, en ningún caso, al índice Oficial del Coste de la Vida» (Disposición Final
Segunda de la Ley del Patrimonio Histórico Español).
La lógica de esta figura, como más arriba se ha apuntado, es evidente y su cons-
titucionalidad no es dudosa cuando la habilitación va acompañada —según es lo ordi-
nario— de criterios suficientes para su desarrollo. Ahora bien, su conceptuación téc-
nica es muy diñcil, puesto que —tratándose, nada menos, que de alterar el texto de
una ley— aquí no se cumplen los requisitos exigidos en el artículo 82.3 de la
Constitución para las leyes de bases; pero, si se trata de una remisión no recepticia, es
claro también que el Decreto resultante no puede alterar la cuantía ya establecida con
rango de ley. La única explicación posible, entonces, es que nos encontramos ante una
deslegalización mediante la cual se degrada el rango normativo exigible. Lo que sig-
nifica que este elemento de la cuantía de la multa —aparentemente esencial a la hora
de constituir el tipo— es deslegalizable y la reserva se cumple a través de la cláusula
de habilitación y de la adición de criterios suficientes para su desarrollo. En otros tér-
minos —y en la aguda interpretación de M E Í L Á N — se trata, pura y sencillamente, de
un «elemento desgajado de la norma principal».
En definitiva, las remisiones específicas no suelen ser problemáticas, dado que en
ellas —y por su propia naturaleza— hay una referencia al elemento esencial del tipo
y, además, suelen ir acompañadas de criterios suficientes de desarrollo. Dos datos que
bastan ya de ordinario para resolver los problemas concretos que se van presentando.
Conviene, con todo, precisar las dos variedades de esta modalidad:

A) La remisión se hace en favor de un Reglamento (futuro obviamente) de des-


arrollo de la propia ley sancionadora, como es el caso del artículo 1.1 de la Ley de san-
ciones en materia de juego («son infracciones las que aparecen en la presente ley, que
podrán ser especificadas en sus reglamentos»). Esta fórmula puede considerarse impe-
cable con tal de que se cumplan —ocioso es recordarlo— los requisitos generales del
desarrollo reglamentario, es decir, que en la ley remitente aparezcan los elementos esen-
ciales del tipo. Y para considerar que tal sucede puede utilizarse una regla práctica muy
sencilla: la ley sancionadora tiene que estar redactada en unos términos que hagan posi-
ble su aplicación —aunque no sea sencilla por la sumariedad del texto— sin necesidad
del complemento reglamentario. Si esto no sucede, la ley sancionadora no es sólo una ley
LA RESERVA LEGAL 279

incompleta sino incompletable y no podrá aplicarse nunca: ni antes del Reglamento {por
falta de algún elemento esencial del tipo, p. ej., no se diga la cuantía de la sanción) ni des-
pués del Reglamento (porque será inválido por falta de habilitación legal suficiente).
En el supuesto de desarrollo reglamentario correcto, la diferencia de régimen
entre antes y después del reglamento estribará en la distinta amplitud de facultades de
subsunción por parte del operador jurídico, que inicialmente más amplias (cuando
sólo sea aplicable la ley), se verán luego recortadas con la aparición del Reglamento.

B) La remisión se refiere a un reglamento ya existente, como hace la Disposición


Final 2.a de la Ley General de Defensa de los consumidores y usuarios de 24 de julio
de 1984: «A los efectos de lo establecido en el capítulo IX [infracciones y sanciones]
será de aplicación el Real Decreto 1945/1983, de 22 de junio, sin peijuicio de sus ulte-
riores modificaciones o adaptación por el Gobierno». En tal supuesto es claro que el
Reglamento remitido no asciende de rango para adquirir el de ley, pero se cumple el
requisito de la reserva legal. Y por otra parte, si no contaba antes con la debida habili-
tación legal, la ley remitente le sana o convalida; pero sólo a partir del momento de la
entrada en vigor de la ley, siendo hasta entonces inválido, ya que, de otra suerte, se pro-
ducirían efectos retroactivos, que no son admisibles para las normas sancionadoras.
La posibilidad de esta figura es, desde luego, indudable y aparece justificada por
evidentes razones de economía normativa; pero puede provocar no pocos problemas y
algunas dificultades de no sencilla solución. En definitiva se trata de una operación
convalidante: el legislador subsana a posteriori la ausencia de habilitación y declara de
manera expresa y formal que los preceptos del Reglamento anterior están de acuerdo
con, y desarrollan correctamente, el contenido material mínimo regulado en la ley.
A este propósito la STS de 19 de mayo de 2000 (Ar. 4351, Baena) es singular-
mente interesante porque se refiere a una remisión reglamentaria autonómica:

Si bien es cierto que el Decreto autonómico de 22 de julio de 1982 carecía de cobertura


legal en el momento de su promulgación, vino a darle tal cobertura la ley autonómica poste-
rior de 14.7.1983. En efecto, esta norma declara en su artículo 15,l.g) que constituye infrac-
ción el incumplimiento de las condiciones higiénicas y sanitarias establecidas respecto al enva-
se y conservación de alimentos. El círculo legitimador del Decreto de 1997 se cerró, por otra
parte, con la promulgación del nuevo Decreto autonómico de 18 de octubre de 1983 que tipi-
ficó como infracción el incumplimiento de las disposiciones sobre envasado.

C) En alguna ocasión el reglamento remitido se remite, a su vez, a otro regla-


mento produciéndose una «segunda remisión normativa» que ha reconocido expresa-
mente el Tribunal Constitucional en la Sentencia 50/2003, de 17 de marzo, siempre y
cuando se cumplan en los dos escalones los requisitos validez de todas las remisiones.

D) La última variedad de la remisión se refiere a normas de creación privada


originaria que la ley asume. Es este un fenómeno característico del mundo moderno
consecuencia de la progresiva complejidad tecnológica, que en ocasiones las
Administraciones Públicas ya no pueden dominar, por lo que se ven obligadas a hacer
un hueco para las autorregulaciones privadas, sectoriales o corporativas.
Piénsese en un caso tan habitual como el de las normas técnicas de seguridad tan
minuciosamente reguladas por los reglamentos administrativos. Ahora bien —tal
como ha advertido E S T E V E PARDO (2002,28)— «ocurre cada vez con mayor frecuen-
cia que esos reglamentos resultan insuficientes (y) es entonces cuando la propia
Administración tiende a reparar en las normas técnicas de seguridad, elaboradas desde
los propios sectores industriales por quienes son reconocidos como sus expertos. El
280 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

valor que la Administración puede conceder a esas normas técnicas varía según los
casos. La valoración máxima se alcanza, sin duda, con la remisión precisa y nominada
de un reglamento administrativo, y hasta de una ley, a las normas técnicas, pues en tal
caso se produce la incorporación de la norma técnica a la normativa administrativa
[...]. Pero en otros casos las normas técnicas acaban por configurar el escalón último
residual del peculiar sistema de fuentes en materia de riesgos industriales y a ellas hay
que acudir a falta de leyes y reglamentos administrativos. Lo que ocurre es que en tal
caso no se apunta a una norma técnica determinada sino al conjunto de todas ellas en
el sector de que se trate». Como ejemplo de esta fórmula valga el artículo 6.2 de la
Ley catalana 3/1998, de 27 de febrero, sobre la Intervención integral de la Admi-
nistración ambiental que se remite «en ausencia de reglamentos o de instrucciones
específicas [...] a las normas técnicas de reconocimiento general».

E) El régimen de los reglamentos preconstitucionales merece una alusión espe-


cial ya que, como sabemos, con ellos no rige el principio de legalidad; lo que signi-
fica que pueden establecer por sí mismos infracciones y sanciones sin cobertura legal
expresa, ya que el Tribunal Constitucional nunca ha querido darse por enterado de
que, según se ha explicado en páginas anteriores, ya existía en el Derecho español
antes de la Constitución la figura de la reserva legal.
La doctrina establecida a tal propósito por el Tribunal Constitucional es muy
clara, según aparece en su Sentencia 16/2004, de 23 de febrero:
La aplicación del principio de reserva de ley encuentra, en todo caso, una importante
excepción: los reglamentos preconstitucionales tipificadores de infracciones y sanciones. En
relación con ellos hemos afirmado que no es posible exigir la reserva de ley de manera retro-
activa para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cua-
les tal reserva no existia de acuerdo con el Derecho anterior a la Constitución y, más específi-
camente por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, que el principio de legalidad
que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos al
mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada.

El problema surge, con todo, cuando se trata de reglamentos posconstitucionales


que se limitan a reproducir un texto anterior: ¿continuará el nuevo disfrutando de la
inmunidad privilegiada del precedente? De ello se ocupa la misma sentencia en los
siguientes términos:
la lógica coherencia y continuidad normativa con la regulación preconstitucional no puede
suponer —sobre la base de que se reiteran disposiciones reglamentarias preconstitucionales
sancionadoras ya existentes— que la Administración ostente potestades sancionadoras no
amparadas por una cobertura suficiente de normas con rango legal, pues ello representaría
convertir en buena medida en inoperante el principio de legalidad de la actividad sancionara
de la Administración con sólo reproducir, a través del tiempo, las normas reglamentarias san-
cionadoras preconstitucionales, manteniéndose así in aetemum. después de la Constitución,
sanciones sin cobertura legal.

5. REMISIONES IMPLÍCITAS Y MARCO SISTEMÁTICO DE REFERENCIA

La tesis anterior parece poder ser bordeada, sin embargo, al amparo de las siguien-
tes consideraciones: cierto es, desde luego, que en una habilitación genérica en cláu-
sula de estilo no se cumplen los requisitos necesarios para constituir una remisión nor-
mativa en el ámbito reservado a la ley; pero no hay que olvidar, por otra parte, que de
LA RESERVA LEGAL 281

la misma manera que existen habilitaciones implícitas también puede haber remisiones
implícitas, es decir, remisiones en las que no consten de forma expresa los datos míni-
mos que imprescindiblemente deben aparecer en la ley y sirven de directrices al regla-
mento, pero que se pueda entender que tales requisitos están en algún otro lugar —den-
tro o fuera de la ley remitente— y que puedan servir a estos efectos. La STS de 30 de
abril de 1988 (Ar. 3294; Delgado) habla literalmente, por el contrario, de «aquellos
casos en los que el Reglamento entra a regular una materia reservada a la Ley, lo que
sólo es posible en virtud de remisión expresa». Pero tal declaración no tiene a estos
efectos un valor decisivo ya que, por un lado, se trata de un mero obiter dicta y, por
otro, adolece —a mi juicio— de la ya denunciada ambigüedad de confundir «habilita-
ción para reglamentar» con «remisión normativa», como se comprueba comparando
las expresiones que aparecen en sus Fundamentos de Derecho 3.° y 4.°
Por la misma razón así se explica también que el Tribunal Constitucional haya
declarado que en ningún caso puede invocarse la remisión a una práctica consuetudi-
naria por muy precisa y conocida que sea. Tal como dice la Sentencia 26/1994, de 27
de enero, la costumbre del lugar no puede

servir para cumplir con las exigencias de predeterminación normativa de la conducta ya que,
aunque la costumbre sea fuente del Derecho privado (art. 9.3 del C.c), no puede nunca inte-
grar una norma sancionadora, pues el constituyente, al utilizar el término de «legislación
vigente» del artículo 25.1 y de acuerdo con la primigenia función política del principio de
legalidad, tan sólo ha legitimado a los representantes del pueblo, esto es, a las Cortes
Generales, para determinar las conductas antijurídicas que deban hacerse acreedoras de cual-
quiera manifestación del ius puniendi del Estado.

En mi opinión, sin embargo, no conviene dar carácter absoluto a estas afirmacio-


nes, ya que no se entiende la razón de negar a la costumbre la fuerza de complemen-
tar —exactamente igual que lo hace un Reglamento— el contenido de una Ley.
Resulta cuando menos curioso que el Tribunal sacralice la voluntad de los «represen-
tantes del pueblo» y niegue legitimación a las decisiones tomadas directamente por el
pueblo. Para la mentalidad burocrática de los iuspositivistas no existe el pueblo como
realidad física de unos hombres agrupados y lo único que cuenta es la entelequia de
un pueblo que emerge periódicamente en unas elecciones con el fin de votar y luego
desaparece a todos los efectos suplantado por sus «representantes» y por los políticos
y funcionarios a los que aquéllos encomiendan la tarea de gobernar y administrar.
A este propósito es significativo que, en el supuesto de autos, el Tribunal Supremo
hubiera aceptado el valor de la costumbre, demostrando, una vez más, su mayor acer-
camiento a la realidad y su repugnancia a justificar conductas reconocidamente ilícitas
al amparo de pretextos formales. Sancionado un barco por llevar a bordo artes de pesca
que los propios pescadores consideraban ilícitas aunque no estuvieran normativamente
tipificadas, el Tribunal confirmó la sanción considerando que el principio de legalidad
y la reserva legal quedaban salvados por una remisión implícita a la costumbre.
En lo que se refiere a las leyes penales en blanco, ya se ha visto que la STC
127/1990, de 5 de julio, exige un reenvío expreso. Regla que podría muy bien ser apli-
cable al Derecho Administrativo Sancionador, como se ha visto en el ejemplo de la
sentencia que acaba de ser citada. Ahora bien, a estas alturas sabemos también de
sobra que el criterio de aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador es retórico y en la práctica completamente inútil, puesto
que la salvedad de las «matizaciones» paraliza su uso cuando el Tribunal lo tiene por
conveniente. De ello tenemos aquí un nuevo ejemplo a la hora de examinar si en este
punto la traspolación de principios sigue la regla o la excepción.
282 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Inmediatamente vamos a comprobar, en efecto, que un sector de la Doctrina y de


la Jurisprudencia admite con absoluta naturalidad en el Derecho Administrativo
Sancionador las remisiones implícitas e incluso —en el colmo de la relajación— las
remisiones implícitas a un misterioso «marco sistemático de referencia». Una postura
muy peligrosa puesto que con ella se disuelve por completo la seguridad jurídica y
queda literalmente burlada —conviene repetirlo una y otra vez— la pomposa garan-
tía de la reserva legal. Y no menos falseado queda también el modelo alemán que for-
malmente siguen y verbalmente admiran buena parte de los que así escriben. Porque,
como es sabido, en el Derecho Administrativo Sancionador alemán, conscientes del
riesgo de abuso que suponen las remisiones de las leyes en blanco (cuya utilidad, y
aun necesidad, ciertamente nadie discute), se extreman las precauciones en su mane-
jo hasta tal punto que en la actualidad es común la exigencia —o, al menos, la prác-
tica— de la «cláusula de retorsión o remisión inversa» (Rücfcverweisungsklausel),
conforme a la cual la norma remitida tiene que remitirse, a su vez, a la norma remi-
tente, invocándola de forma expresa, con objeto de que sus destinatarios sepan que no
sólo tienen que habérselas con una norma que impone obligaciones o prohibiciones
sino que, además, detrás de ella haya otra norma sancionadora del incumplimiento de
tales mandatos. Como puede suponerse, tales mecanismos de seguridad están en las
antípodas de las remisiones implícitas y de los marcos sistemáticos de referencia, no
obstante que el Derecho Administrativo Sancionador español arranca de un precepto
constitucional (el 25.1) confesadamente inspirado en el Derecho alemán; lo que jus-
tifica que algunos autores, como BACIGALUPO ( 1 9 9 1 , 3 1 ) hablen también de «la nece-
sidad de exigir al legislador en España la inclusión de los preceptos complementados
de una cláusula de remisión inversa». Y es que en el Derecho alemán rige la regla de
que el ciudadano debe conocer por la ley, y no por un Reglamento, los presupuestos
de la punibilidad (KKOWJG-ROGALL, Vor. 1 , n.° 1 6 , y 3 , n.° 1 4 ) .
Volviendo al Derecho español que es el que verdaderamente importa, resulta
imprescindible traer aquí a colación la sorprendente STC 341/1993, de 18 de noviem-
bre, sobre la Ley de Protección de la Seguridad ciudadana. En su Fundamento Jurí-
dico 10.° se examina la corrección del artículo 26 J) de la ley impugnada, en la que,
repitiendo una formulación tradicional se reputan infracciones leves «todas aquellas
que, no estando calificadas como graves o muy graves, constituyan incumplimiento
de las obligaciones o vulneración de las prohibiciones establecidas en la presente ley
o en leyes especiales relativas a la seguridad ciudadana, en las reglamentaciones espe-
cíficas o en las normas de policía dictadas en ejecución de las mismas». Un ejemplo
característico, pues, de la tipificación indirecta o por remisión, sobre el que el tribu-
nal declara que

Nada cabe reprochar al precepto impugnado pues, siendo como es una norma residual y
de remisión, la delimitación precisa de las conductas sancionables corresponderá a las reglas
remitidas, configuradoras de las obligaciones y prohibiciones cuya conculcación dará lugar a
la infracción.

Aceptación genérica que debe ser entendida, no obstante, con dos precauciones.
De una parte, el respeto a la garantía formal de reserva de ley, lo que significa que la
remisión legal ha de reputarse inconstitucional cuando equivale a «habilitar o remitir
al reglamento para la configuración ex novo de obligaciones o prohibiciones cuya
contravención de origen a una infracción sancionable». Esta salvedad ya era, por lo
demás, cosa sabida. Lo verdaderamente trascendental es lo que ahora se establece
como nuevo, a saber: que las reglas en las que se configuran obligaciones u prohibi-
ciones sancionables con arreglo al precepto que enjuiciamos deberán contener —para
LA RESERVA LEGAL 283

asegurar precisamente estas exigencias de seguridad y certeza— una referencia


expresa al precepto legal que establece la tipificación indirecta o por remisión.
Esta cautela ya había sido enunciada con una formulación genérica en la Senten-
cia de 21 de diciembre de 1989, donde se advertía que la tipificación indirecta es
admisible «siempre que sea asimismo previsible, con suficiente grado de certeza, la
consecuencia punitiva derivada de aquel incumplimiento». Lo que sucede es que
ahora, al concretar aquella formulación genérica, se llega a la radicalidad de exigir
una «referencia expresa» a la ley tipificante, importante con ello al Derecho español
—por así decirlo— la figura alemana de la Rückverweisunsklausel.
En verdad que no se entiende lo que pretende el Tribunal Constitucional con esa
declaración. Porque si tal doctrina va a aplicarse rigurosamente, ello dificultaría gra-
vemente la tipificación indirecta dado que en España nunca se ha tomado tal precau-
ción.
En su consecuencia, si la norma remitente es válida, ya no lo son, en cambio, las
normas remitidas (por carecer de la retorsión expresa). En mi opinión, por tanto,
debiera entenderse que el contenido de esta sentencia tiene un valor didáctico y
admonitorio pro futuro, porque, de otra suerte, ello supondría arrojar a todas, y sin
excepción, a las tinieblas de la invalidez. Con un esfuerzo hermenéutico no pequeño
podría entenderse, pues, que este requisito cautelar es una creación jurisprudencial de
nuevo cuño y que, por ende, no es exigible a las normas anteriores a su estableci-
miento: tal como viene declarando el propio tribunal para las leyes preconstituciona-
les a las que —como acaba de explicarse— no castiga con la invalidez por falta de
requisitos establecidos por primer vez en la Constitución.
Por otra parte, el problema se ha ido desdramatizando con el transcurso de los
años dado que el Tribunal Constitucional no ha vuelto a acordarse de este requisito en
sus sentencias posteriores.
De acuerdo con la tesis de GARCÍA DE ENTERRÍA, si bien es indudable que una
cláusula de estilo carece por definición de directrices de cumplimiento, bien puede
suceder que tales directrices se encuentren en otra parte: en «el marco sistemático de
referencia» que se desenvuelve en el articulado de la propia ley; o en otras palabras:
aquí las instrucciones no están en otra norma sino en otros preceptos de la propia
norma remitente y se realiza de manera genérica e implícita o, por así decirlo, «difu-
sa». Una tesis que, como a cualquiera se le alcanza, termina suprimiendo los requisi-
tos de la remisión, que eran la última garantía de la reserva legal.
Esta opinión es plausible, como mínimo y, además, se alinea con la moderna juris-
prudencia alemana que, no obstante lo riguroso de su parámetro constitucional
(art. 70), ya no se limita a constatar la presencia de los requisitos habilitadores (con-
tenido, alcance) en la cláusula expresa (recuérdese que en este Derecho siempre hace
falta una cláusula de este tipo) sino que los busca también en el texto articulado.
Forzoso es reconocer, sin embargo, que con tal extensión corre el riesgo de derribar-
se el sistema en sus mismos fundamentos (como se han apresurado a denunciar algu-
nos autores), dado que es difícil no encontrar en todo el texto de una ley algún crite-
rio útil para el reglamentador. Importa, en consecuencia, exponer ciertas precisiones
cautelares: abandonada ya hace tiempo la idea inicial de BINDING de que la remisión
debía hacer referencia a reglamentos, hoy se admite en Alemania con absoluta nor-
malidad la remisión a otras leyes e incluso a otros preceptos de la propia Ley remi-
tente («remisión impropia»); pero, eso sí, siempre ha de tratarse de una remisión
expresa, que es lo único que puede proporcionar la seguridad jurídica debida
(KKOWÍG-ROGALL, Vor. 1, n° 16).
Pero es el caso que el Tribunal Supremo se he hecho eco expreso de esta postura
doctrina] y el Tribunal constitucional, por su parte, ha hecho uso de ella en una sor-
284 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

prendente Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, de la que nos hemos de seguir ocupando


más adelante. En el caso de autos se discutía la constitucionalidad de la Ley Andaluza
de Reforma Agraria que, contando ciertamente con una cláusula genérica de habilita-
ción reglamentaria, no parecía que fuese válida por no establecer parámetro alguno de
referencia ni criterios orientativos para la Administración reglamentadora. Pues bien, el
Tribunal Constitucional prescinde de esta circunstancia y declara que dicha cláusula es
constitucional por el hecho de que la propia ley, en el resto del articulado, había reali-
zado una regulación suficiente de los elementos esenciales de la materia, los cuales
podían servir de instrucciones y pautas para el posterior Reglamento.
El precedente sentado en una sentencia resolutoria de un conflicto esencialmente
político es, en verdad, mal precedente (big case, bad case); pero sin llegar a tales
extremos, el caso es que —a despecho de la contundencia de la repulsa habitual de las
leyes en blanco absoluto— nuestra Jurisprudencia no es siempre en este punto dema-
siado escrupulosa y a veces pasa por alto la ausencia de precisiones en la cláusula de
remisión, sobre todo cuando se trata de «remisiones inexcusables» o de «remisiones
indispensables» y hasta llega a aceptar las «remisiones implícitas», como sucede en
la STC 71/1982, de 30 de noviembre. En esta sentencia admite el Tribunal Cons-
titucional que una ley regule parcialmente una materia reservada y que el resto pueda
ser regulado reglamentariamente porque, dada la naturaleza de la materia (requisitos
para la elaboración de determinados productos), es «necesario un complemento regla-
mentario» y, en definitiva, lo que está haciendo el artículo impugnado es una «implí-
cita remisión a las reglamentaciones específicas respecto de las condiciones de fabri-
cación», sin ver en ello un quebrantamiento del principio de seguridad jurídica ni del
de la legalidad ni del de la reserva legal por causa de la «reglamentación implícita»
(sic), pues el contexto de la ley nos dice hasta dónde pueden llegar las reglamen-
taciones.
El panorama que a este respecto ofrecen los repertorios jurisprudenciales del
Tribunal Constitucional es desolador sin paliativos. Paso a paso el Tribunal va reba-
jando su nivel de exigencia hasta llegar a una situación en la que se olvida por com-
pleto de la reserva legal (y que culminará, como veremos, en la teoría y práctica de la
«cobertura legal»). En esta evolución, la Sentencia 122/1987, de 14 de julio, marca un
hito significativo. En ella se constata que la Ley 40/1979, de 10 de diciembre, sobre
Régimen Jurídico de control de cambios, «no respeta [según los recurrentes] el prin-
cipio de legalidad en cuanto que remite en forma genérica a las normas sobre control
de cambios que se encuentran diseminadas en multitud de disposiciones reglamenta-
rias e incluso de simples disposiciones administrativas, algunas de ellas ni siquiera
publicadas». Pues bien, el Tribunal desaprovecha la oportunidad de abordar frontal-
mente la cuestión y rechaza el recurso con el argumento formal de que la vía de ampa-
ro «no puede convertirse en un recurso abstracto de inconstitucionalidad contra unos
preceptos legales».
De aquí a lo establecido en la STC 37/1987, de 26 de marzo, (la de la Ley anda-
luza de la Reforma agraria) no hay más que un paso. Nótese que ya no se habla de
«complementos reglamentarios indispensables», puesto que la naturaleza de la mate-
ria («restricciones de la propiedad») no los exigía, ni había necesidad tampoco de acu-
dir a «remisiones implícitas», puesto que hay una habilitación expresa a la Admi-
nistración y lo que se discutía cabalmente era la licitud de tal apoderamiento sin pre-
cisión alguna. Pues bien, el Tribunal Constitucional entiende que tales precisiones se
encuentran en el resto del articulado, justificándolo en los siguientes términos:

Es cierto que el articulo 2 de la ley [impugnada] [...] habilita a la Administración para


«fijar criterios objetivos de obtención del mejor aprovechamiento de la tierra y sus recursos».
LA RESERVA LEGAL 285

pero no puede verse en ello deslegalización alguna de la materia, porque tal habilitación nor-
mativa ha de operar en todo caso, como señala el precepto impugnado, «a los efectos de esta
ley», es decir, de acuerdo con las regulaciones de fondo que se contienen en ella, cuyas nor-
mas son deberes de los propietarios y empresarios y de las medidas de intervención pública
que pueden adoptarse para lograr «el mejor aprovechamiento de la tierra y sus recursos».
Quiere decirse con ello que el tipo de criterios objetivos, las formas y modalidades de su con-
creción y las especificas finalidades que han de perseguirse no son otros que los que la propia
ley prevé a lo largo de su articulado [...]. La ley recurrida contiene, por tanto, suficientes refe-
rencias normativas de orden formal y material para generar previsibilidad y certeza sobre lo
que, en su aplicación, significa una correcta actuación administrativa y, en su caso, para con-
trastar y remediar las eventuales irregularidades, arbitrariedades o abusos.

Con las anteriores consideraciones hemos llegado al punto más espinoso de nues-
tro análisis. Porque si, de acuerdo con el modelo dogmático, la reserva legal implica
que ha de ser la Ley —y precisamente ella— la que regule la materia reservada y si
la colaboración reglamentaria sólo es admisible cuando la ley la hace posible a través
de unas cláusulas de habilitación, que por naturaleza (y para evitar la tacha de normas
en blanco absoluto) han de precisar inexcusablemente el alcance y las condiciones del
desarrollo reglamentario, he aquí que ahora nos encontramos con una tesis doctrinal
y jurisprudencial singularmente relajada, conforme a la cual: a) la habilitación puede
articularse a través de una remisión normativa; b) si esta remisión resulta necesaria o
imprescindible puede prescindirse de la explicitación de los requisitos y condiciones
anejos a la habilitación; c) las cláusulas de habilitación o remisión pueden estar for-
muladas en términos absolutamente genéricos: lo que agrava el quebranto de la nece-
sidad de explicitar los requisitos del desarrollo reglamentario de la ley; d) hasta es
posible, incluso, prescindir por completo de la cláusula de habilitación, que puede
tener lugar mediante una remisión implícita; y é) la insuficiencia, o carencia, de la
cláusula puede ser remediada si en el articulado de la ley aparece un marco sistemá-
tico del que puedan inferirse o deducirse los requisitos y condiciones que hubieran
debido venir en la cláusula de habilitación.
Ante este panorama surgen inmediatamente unas preguntas inquietantes: ¿puede
seguirse hablando en estas condiciones de una auténtica reserva legal?, ¿qué ha suce-
dido para que el Tribunal Constitucional, inicialmente tan riguroso, haya podido evo-
lucionar hacia una tolerancia tan extremada?, ¿qué queda del artículo 25.1 de la
Constitución?, ¿existe o no —en definitiva— una reserva legal en el Derecho
Administrativo Sancionador?
De momento, la situación es, a primera vista, no ya sorprendente sino paradójica.
Porque los mismos autores que proclaman con vehemencia el cumplimiento riguroso
del principio de la reserva legal, al que consideran como una conquista irrenunciable
del Estado de Derecho, luego, a la hora de la verdad, permiten tales relajaciones del
mismo que autorizan a sospechar que tal principio se convierte en un mero formalis-
mo, que puede cumplirse con el rito formulario de una cláusula de estilo. A continua-
ción vamos a ver hasta qué punto estas sospechas son fundadas y, como resultado final,
podremos determinar el valor exacto del principio y de sus corolarios; pero conviene
subrayar por adelantado lo que esto significa a efectos de la seguridad jurídica. Se
puede estar a favor, o en contra, de una exigencia rigurosa de la reserva legal y, en con-
secuencia, se puede aplaudir o rechazar cualquiera de las dos corrientes jurispruden-
ciales que en tal sentido se produzcan. Lo que resulta más difícil de aceptar, con todo,
es que en unos casos los tribunales relajen su exigencia en los términos que acaban de
ser descritos y en otros lo impongan a rajatabla. En estas circunstancias las sanciones
y los recursos se convierte en una lotería y en los ordenadores de cada abogado hay dos
juegos de formularios totalmente contrarios pero bien apoyados en ristras jurispruden-
286 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cíales a utilizar según la posición procesal que el cliente vaya a ocupar. En verdad que
esto no es tomar en serio al Derecho, no se respeta la dignidad de la justicia y, mucho
menos, la de la llamada doctrina, puesta sin disimulo al servicio de intereses parciales.

6. LA COBERTURA LEGAL

Hasta ahora hemos visto cómo la llamada legal a la colaboración reglamentaria en


materia de Derecho Administrativo Sancionador exige el cumplimiento de dos requi-
sitos derivados de la reserva legal: la habilitación previa que abre paso a la interven-
ción reglamentaria en general y, además, la remisión, que incluye el establecimiento
de unas condiciones o directrices esenciales que sirvan de pauta al reglamento poste-
rior remitido. Dos requisitos imprescindibles aunque puedan aparecer de forma implí-
cita, al menos el de la habilitación, porque la remisión implícita, en los términos que
se han expuesto en el número anterior, no parece viable. La admisión de cláusulas
implícitas de habilitación no resulta peligrosa cuando existe una remisión expresa y
correcta. Y por ello mismo se ha rechazado la técnica de las remisiones implícitas (e
incluso expresas) a marcos sistemáticos de referencia. Pero todavía existe una fórmula
más radical, de la que voy a ocuparme inmediatamente: la de sustituir las exigencias
de habilitación y remisión por la mera cobertura legal que, en definitiva, sería una
reserva legal relajada. Como se describe la STS de 8 de febrero de 1983 (3.a, Ar. 669),

se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley, pues
es suficiente una cobertura legal, criterio sustentado por el supremo intérprete de la Cons-
titución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión de necesaria cober-
tura de la potestad sancionadora en una norma de rango legal... Esta técnica de cobertura legal
supone una regulación mínima, en la ley, de los tipos y sanciones.

Opinión seguida por una abundante jurisprudencia posterior y por algunos auto-
res en términos moderados como S A N Z GANDÁSEGUI o radicales como PARADA y
GARCÍA MANZANO. Según PARADA, el artículo 2 5 . 1 establece el principio de reserva
absoluta en material penal exclusivamente mientras que en materia sancionadora
administrativa sólo es exigible la cobertura legal, conforme a la cual basta cubrir con
una ley formal la descripción genérica de las conductas sancionables y las clases y
cuantía mínima de las sanciones, pero con posibilidad de remitir a la potestad regla-
mentaria la descripción pormenorizada de las conductas ilícitas.
La flexibilidad de esta fórmula permite salvar del reproche de inconstitucionali-
dad a muchas normas sancionadoras que no podrían salvar este escollo si se las
midiera con la vara de la reserva estricta de ley. Y consecuentemente la cobertura de
ley se utiliza a veces como un salvavidas al que se aferran los jueces cuando quieren
defender la validez de una norma sospechosa y no tienen argumentos mejores.
Sucede, en efecto, con cierta frecuencia que nuestros Tribunales, a la hora de exa-
minar la validez de un reglamento sancionador o de una actuación administrativa san-
cionadora, obligados por la reserva legal buscan una norma con rango de ley que legi-
time la norma o la actuación debatida. Búsqueda correcta y necesaria, pero en la que
se pueden utilizar dos métodos totalmente diferentes. En unos casos, se indaga si la
ley que ampara formalmente el reglamento ha cumplido los dos requisitos repetidos
(habilitación y remisión suficiente) mientras que en otros, y de una forma absoluta-
mente relajada, el Tribunal se limita a buscar cualquier norma legal que, dentro del
ordenamiento jurídico, preste lo que llama «cobertura legal» sin preocuparse de si se
han cumplido los dos requisitos dichos.
LA RESERVA LEGAL 287

En otras palabras: planteada la cuestión, el Tribunal pasa revista a la Ley que el


Reglamento ha desarrollado para buscar un precepto que le preste cobertura; y si no
lo encuentra, dirige su mirada a continuación a todas las leyes del Ordenamiento jurí-
dico para ver si allí está lo que anda buscando: con lo cual se comprueba la poca
importancia que se da a las cláusulas de habilitación y de remisión, a su suficiencia
y, en definitiva, a la técnica de la reserva legal por muy reconocida que esté en la
Constitución. Y únicamente en el supuesto de que en ninguna ley haya encontrado la
necesaria cobertura legal, se decide a anular el Reglamento. Para comprobar la vera-
cidad de lo que se está diciendo, basta repasar la Jurisprudencia, de la que daremos
algunas muestras:
En la Sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín Herrero) el Tribunal, des-
pués de constatar que la actuación administrativa no tenía cobertura legal en la norma
inicialmente invocada, se lanza voluntariosamente a la búsqueda de otra que cumpla
tal función, en un esfuerzo que termina siendo infructífero porque, alegada la cober-
tura legal en el Real Decreto-Ley de 27 de diciembre de 1974 y verificado que en él
no podía hallarse, examina luego el Decreto-Ley de 30 de noviembre de 1973 y como
el resultado es también negativo, pasa a la Ley de 1 de mayo de 1960; y sólo cuando
constata que ni en estas normas ni en ninguna otra puede entenderse que media una
cobertura legal, se decide a anular el Acuerdo del Consejo de Ministros impugnado.
Y lo mismo sucede con la sentencia de 20 de enero de 1987 (Ar. 203;
Mendizábal). En ella también busca el Tribunal todas la coberturas legales posibles
(Ley de 19 de julio de 1984; Real Decreto-Ley 2/1985; Real Decreto, por remisión,
de 22 de junio de 1983) y sólo cuando comprueba que no aparece lo buscado, es cuan-
do anula el Real Decreto impugnado.
Con frecuencia, sin embargo, el resultado de la pesquisa suele ser positivo. La
STS de 23 de mayo de 1988 (Ar. 4196; Rosas), como duda que el artículo 57 del
Estatuto de los Trabajadores —en el que se basaba la sanción recurrida— fuera cons-
titucional, inicia la acostumbrada búsqueda de una «cobertura legal» suficiente: «el
artículo 57 no es el único precepto que se aplica, sino que la sanción se califica al
amparo de los artículos 26, 29 y 35 de la misma Ley, así como en los artículos 2, 4,
5, y 6 del Decreto 2380/1973 y del Decreto 1860/1975 [...] [por lo que] se impone la
conclusión de que el artículo 57 no es la única cobertura del principio de legalidad
que se reclama sino que lo es el bloque de la normativa citada».
Pero veamos ahora con más detalle, y para mayor ilustración, lo que sucedió en la
Sentencia de 21 de septiembre de 1987 (Ar. 6135; González Mallo). En los autos se tra-
taba del precinto de unos locales en los que se practicaba el juego sin la correspondiente
autorización administrativa. Los afectados impugnaron el acto porque consideraban
que, incidiendo en el derecho fundamental de la inviolabilidad del domicilio, había sido
realizado sin cobertura legal, dado que en ninguna ley está prevista tal medida. Y efec-
tivamente así es, porque el artículo 11.4 de la Ley (catalana) de Juego de 20 de mayo de
1984 únicamente permite «el precinto del material» con que se juega y «la prohibición
de la práctica del juego en los locales donde se haya cometido la infracción». La única
cobertura existente es de índole reglamentaria puesto que el artículo 6 del Decreto (cata-
lán) de 6 de septiembre de 1984, que desarrolla la ley anterior, «autoriza a la Dirección
General para ordenar el precintado o incautación del material de juego o, en su caso, el
precintado del local donde se practique». Y, sin olvidar la distinta calidad de su rango
normativo, la diferencia de contenido de las normas no es baladí, puesto que los locales
precintados eran de un Círculo de cazadores, donde sus socios realizaban obviamente
otras actividades distintas a las del juego que, como consecuencia de su precintado,
ahora les eran inaccesibles. Pues bien, el Tribunal no tiene demasiados escrúpulos y
declara la validez del precintado porque
288 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

el vicio [denunciado] presupone una clara e inequívoca ausencia de habilitación legal de la


medida adoptada, pero en el caso de autos este soporte puede encontrarse en la interpretación
conjunta del articulo 72 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 [la
Administración podrá «adoptar las medidas provisionales que estime oportunas para asegurar
la eficacia de la resolución que pudiere recaer, si existieran elementos de juicio suficientes
para ello»], del artículo 11 de la Ley del Juego [cuyo contenido ya conocemos] y del artículo
6 del Decreto de 6 de septiembre de 1984.

Parece evidente, por tanto, que si aquí se hubiese utilizado la técnica de la reser-
va legal no hubiere sido posible llegar a esta conclusión, puesto que en las leyes cita-
das no están descritos los elementos del tipo por la sencilla razón de que el tipo no
existe y, además, las cláusulas de habilitación y remisión (que, por si fuera poco, no
se refieren para nada al tipo) carecen de los más mínimos requisitos y directrices para
la intervención reglamentaria: son inequívocas normas en blanco absoluto. Lo que
sucede, no obstante, es que, de ordinario, cuando el Tribunal encuentra la «ley de
cobertura», ya se da por satisfecho y no se preocupa de examinar si tal Ley ha solici-
tado correctamente —es decir, cumpliendo los requisitos propios de la reserva legal—
la colaboración reglamentaria. Para poner un ejemplo más de esta forma de operar,
valga la STS de 5 de julio de 1993 (Ar. 5471; Escusol):
La sentencia apelada, tras afirmar que las normas reglamentarias no pueden introducir o
crear derecho sancionador, señala que, en el presente caso, la delimitación de la potestad san-
cionadora se llevó a cabo por medio de la Ley 15/1984 y que, como desarrollo de dicha Ley
se dictó el Decreto 459/1983. Existiendo normativa legal anterior a los hechos, reguladora de
las infracciones y sanciones en la materia que nos ocupa, no pueden prosperar los alegatos de
defensa de la parte apelante.

En resumidas cuentas: si se admite convencionalmente que «cobertura legal» sig-


nifica que en una ley aparece prevista la norma reglamentaria o en general la actua-
ción administrativa discutida, considero que es una figura genérica de Derecho
Público que no debe ser aplicada al ámbito específico de la reserva legal del Derecho
Administrativo Sancionador. que tiene una regulación propia.
La cobertura legal es una respuesta a una determinada exigencia: toda actuación
administrativa (o en una variante más relajada: las actuaciones administrativas limita-
doras de derechos) precisa de una ley que la habilite al efecto (teoría de la llamada
vinculación positiva de la Administración a la ley). Y de acuerdo con esto, cuando un
Tribunal se encuentra con una actuación administrativa individual o reglamentaria de
este tipo (como es el precintado de locales), se lanza a la búsqueda de tal habilitación,
o sea, de la cobertura legal que legitime la acción administrativa.
No quiero entrar ahora en la espinosa cuestión de determinar si es correcta, o no,
esta teoría de la vinculación positiva de Administración de la Ley, es decir, de si toda
actuación administrativa precisa de una cobertura legal previa. A los efectos del pre-
sente análisis no resulta necesario, por fortuna, aclarar este punto porque no entra en
juego esa regla genérica sino otra más específica —la de la reserva legal—, que des-
plazaría a la primera suponiendo que existiese. Y es el caso que la reserva legal tiene
un régimen propio, que es al que hemos de atenernos. Si fuera válida la teoría de la
habilitación o cobertura legal genérica, sobraría la regla específica de las reservas
legales y, por ello, cuando el Tribunal Supremo se lanza a la búsqueda de un cober-
tura legal genérica, está olvidando que las exigencias de la reserva legal específica,
que son otras, deben ser consideradas como prevalentes.
En su consecuencia: si queremos tomarnos en serio las reservas legales estableci-
das en la Constitución —y concretamente, la del artículo 25.1 para las sanciones
LA RESERVA LEGAL 289

administrativas— heñios de aplicar a ellas sus reglas propias (habilitación para regla-
mentar y remisión normativa suficiente), sin escamotearlas o sustituirlas por las reglas
de una hipotética vinculación legal positiva de la Administración.
Nótese, por lo demás, que la llamada cobertura legal tiene un alcance intermedio
que puede dejar insatisfechos a todos los supuestos a que se aplica: a los sometidos a
reserva legal, porque es demasiado tolerante en cuanto que prescinde de los requisi-
tos de habilitación y remisión (contentándose con la previsión legal); y a los no some-
tidos a reserva legal, porque les exige una previsión legal no establecida inequívoca-
mente por la Constitución y, de hecho, más que discutible.
La STS de 8 de febrero de 1993 (Ar. 669; Lecumberri) se ha percatado con toda
agudeza de que la cobertura legal no es sino una reserva legal rebajada; lo que, por
cierto, acepta sin el menor escrúpulo:
Se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley,
pues es suficiente una «cobertura legal», criterio sustentado por el supremo intérprete de la
Constitución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión «necesaria
cobertura de potestad sancionadora en una norma de rango legal» [...]. Esta técnica de cober-
tura legal supone «una regulación minima, en la ley, de los tipos y sanciones y, en concreto, de
los limites máximos de éstas».

La STC 61/1990, de 29 de marzo, parece una llamada al orden en este punto de


buscar alegremente cualquier tipo de cobertura legal a los reglamentos sancionato-
rios: lo que es exigible incluso para las relaciones de sujeción especial, rechazando de
manera expresa la cobertura legal genérica que podría ofrecer la Ley de Orden
Público de 1959, puntualizando que
la referencia a esta norma sólo se ha hecho por este Tribunal en un caso especial, resuelto por
la sentencia 3/1988 que declaró constitucional el Real Decreto-Ley 3/1979, que tipificaba
infracciones por incumplimiento genérico de normas de seguridad impuestas reglamentaria-
mente, si bien preciso es reconocer que debido a que dicho Real Decreto-Ley se remitía expre-
samente a la legislación general de orden público.

Un año más tarde, sin embargo, la sentencia 119/1991, de 3 de junio, siguió insis-
tiendo todavía en la línea tradicional, con la agravante de que la cobertura encontra-
da tenía el rango de Decreto; lo que no pareció preocupar al Tribunal. En el caso de
autos se trataba de la clausura de un establecimiento ordenada por la Administración
sin invocar siquiera una norma justificante, mediando vehementes sospechas de que
tal norma no existía. Pero el Tribunal contencioso-administrativo al fin la encontró en
un Reglamento marginal, que es declarado suficiente por la sentencia

puesto que, aun siendo cierta la falta de mención, en la Resolución administrativa, de la regla
en cuya virtud se dispuso la interrupción de las emisiones y el precintado de los equipos, no
lo es menos que ya la sentencia de la Audiencia Territorial «identificó» expresamente la base
normativa para tal acto, refiriéndose a lo prevenido en el articulo 3 del Real Decreto
1433/1987, por el que se establece el Plan Técnico Territorial del Servicio Público de
Radiodifusión Sonora.

Para entender toda esta Jurisprudencia aparentemente tolerante, para salir al paso
de las inevitables tentaciones de relajación y, en definitiva, para aclarar estas cuestio-
nes, creo que resulta necesario tener en cuenta los siguientes elementos que aquí están
en juego: por un lado, que en ocasiones se está examinando la legalidad de actos
administrativos (la sanción impugnada en concreto) y a veces, de las normas regla-
290 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mentarías; y, por otro lado, que una cosa es el principio genérico de legalidad en
Derecho Administrativo y otra muy distinta el principio especifico de la reserva legal
en el Derecho Administrativo Sancionador.
Si no se tiene en cuenta todo esto, la reserva legal se «trivializa», convirtiéndose
en una mera cuestión de jerarquía de fuentes o, a todo lo más, de habilitación para
actuar, como si el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración fuera una
actividad ordinaria de ésta. Por poner un último ejemplo de los desvarios a que puede
llevar este modo de razonar, así se observa en la jurisprudencia dictada a propósito de
las sanciones impuestas por no respetar las discotecas el régimen de horarios de cie-
rre. El Tribunal Supremo, después de algunas vacilaciones que se superaron con la
sentencia de la Sala de revisión de 10 de julio de 1991 (Ar. 5354), llegó a la conclu-
sión de que el artículo 81.35 del Reglamento de Policía de Espectáculos no vulnera-
ba la Constitución. No obstante, a la hora de examinar la «cobertura legal» sostuvo
que el régimen de horarios comerciales establecido por el Real Decreto de 30 de abril
de 1985 no era aplicable por referirse a comercios en sentido propio y no a locales de
esparcimiento. Cuando se lee, entonces, la sentencia de 10 de abril de 1992
(Hernando) que, resumiendo didácticamente la polémica, analiza con detalle este
punto, puede comprobarse que se está realizando un planteamiento en el que se pres-
cinde totalmente de las peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador y se
marginan los rigurosos requisitos que lleva conmigo la exigencia de reserva legal. Los
ejemplos podrían multiplicarse.
Cuando un Tribunal, en fin, está enjuiciando una sanción concreta y habla de la
«cobertura legal» está pensando, más o menos inconscientemente, en el principio
estricto de juridicidad, es decir, en la exigencia de que la actuación administrativa esté
prevista y amparada («cubierta)» por una norma, cualquiera que sea ésta. Ahora bien,
cabalmente por tratarse de un ámbito en el que opera la reserva, aquí no basta con esa
simple «cobertura legal» —que, de hecho, no es legal sino meramente normativa—
sino que la cobertura (si es que quiere utilizarse tal expresión) ha de ser rigurosa y
mucho más firme que un simple Reglamento, puesto que el principio de juridicidad
no es suficiente en Derecho Administrativo Sancionador.
Al Tribunal, por tanto, no ha de bastarle un Reglamento de cobertura sino que
tiene que seguir inexcusablemente su indagación para comprobar si tal Reglamento ha
sido dictado de acuerdo con las reglas de la colaboración reglamentaria admisibles en
la reserva legal. Detenerse en la cobertura reglamentaria —válida para actos admi-
nistrativos no sancionadores— es quedarse a mitad de camino y en esta materia, aun-
que sea partiendo de un acto, hay que seguir hasta encontrar la roca firme de la ley y
hasta comprobar que entre ella y el Reglamento median los canales habilitantes y de
remisión que legitiman la presencia de normas intermedias entre la ley y el acto.
En un importante artículo publicado el año 2 0 0 0 H U E R T A T O C I L D O (pp. 3 0 - 3 1 ) ha
manifestado también un juicio demoledor sobre la postura del Tribunal Constitucional
en esta materia: «a tenor de la jurisprudencia constitucional la exigencia de reserva de
ley se traduce, en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, en la necesidad
de que la potestad sancionadora de la Administración esté cubierta por una norma de
rango legal que [...] no necesita alcanzar la categoría de ley en sentido formal [...] que-
dando (tal exigencia) prácticamente reducida a la necesidad de que exista una habili-
tación legal para su configuración reglamentaria, aunque dicha habilitación suponga
una remisión in toto a su regulación administrativa por vía reglamentaria. Conclusión
esta última que otorga a la Administración una limitada potestad configuradora de ili-
citos y sanciones (disciplinarias) previa autorización legal en blanco que personal-
mente entiendo incompatible con el más relajado de los entendimientos de lo que sig-
nifica el principio de legalidad aplicado a la actividad administrativa». Y es que, como
L A RESERVA L E G A L 291

bien advierte F E R N Á N D E Z FARRERES —sigue diciendo la autora— en tales casos el


aspecto puramente formal del principio de legalidad «ciertamente se habrá respetado,
pero no menos cierto será que su funcionalidad misma quedará vaciada de contenido.
Se trata, en suma, de mantener el principio por el principio».
Un año después SUAY ( 2 0 0 1 ) volvía a reivindicar con su reconocida autoridad la
vigencia de reserva legal absoluta que la tesis de la cobertura legal estaba poniendo
gravemente en entredicho: en materia sancionadora el principio de legalidad «no
actúa como un mero principio habilitante de una determinada actividad, pero tampo-
co puede indicarse que se limita a operar como una especia de macro-principio en el
sentido de arrastrar no una sino un amplio abanico de consecuencias jurídicas [...]. En
materia sancionadora es algo más, porque condiciona y determina también el régimen
jurídico de las infracciones y sanciones en cualquier sector de la actividad adminis-
trativa, a las que impone una intensa disciplina jurídica».

VI. CONSIDERACIONES FINALES

1. TESIS DE LA SUPERFLUENCIA DE LA RESERVA LEGAL

El silencio de la Ley 30/92 a propósito de la reserva legal sorprende de inmedia-


to, dado que sobre esta figura se habían escrito muchos miles de páginas en España
y en el extranjero y nuestra Jurisprudencia la venía utilizando como base de todo el
sistema sancionador. No creo, sin embargo, que en esta ocasión tal silencio haya sido
debido a ignorancia del legislador, sino que responde a una actitud deliberada y refle-
xiva. Me atrevo a conjeturar que lo que aquí ha pasado es que la ley, dejando a un
lado la bibliografía dominante y la Jurisprudencia unánime, ha hecho suya la tesis de
que la reserva legal no tiene cabida actualmente en nuestro sistema constitucional.
Tesis doctrinalmente minoritaria, desde luego, pero plausible, defendida enérgica-
mente, entre otros (antes, por ejemplo, por B A S S O L S ) , por G A R R O R E N A M O R A L E S
(1980, 48-67), en unos términos que voy a resumir a continuación.
Lo primero que constata este autor es que en la Constitución no aparece esta fi-
gura y por motivos muy justificados, ya que en el sistema establecido por ella no
hay sitio para la reserva legal, que resultaría incongruente o, cuando menos, super-
flua. La reserva legal únicamente tiene sentido en un régimen constitucional dua-
lista (con dos Poderes en equilibrio: Parlamento y Gobierno, como sucedía en el
Imperio alemán, que es donde fue teorizada), pero no en un régimen parlamentario
como es el español de 1978.
Hay una versión tradicional de la reserva legal, canonizada hace cien años por
Otto MAYER, conforme al cual su intención consiste en colocar en el ámbito parla-
mentario materias cuya regulación se quiere sustraer del Gobierno, es decir, del
Reglamento. Partiendo de la hipótesis de que, en principio, Parlamento y Gobierno
pueden regular tendencialmente cualquier materia, la Constitución toma partido en
ciertos casos a favor del primero y reserva a la ley las regulaciones que cree oportu-
nas. En las materias reservadas se potencia el papel de la ley en relación con el
Reglamento, dado que no sólo tiene la supremacía jerárquica sobre éste (como, por
lo demás, sucede en todos los ámbitos), sino que, además, goza de precedencia en
cuanto que, mientras que la ley no realice una primera regulación, el Reglamento no
puede intervenir de ninguna manera.
Esta precedencia es un plus que se añade a la ley y del que carece en las mate-
rias no reservadas. En éstas goza la ley, ciertamente, de una s u p r e m a c í a jerárquica si
entra en concurrencia con el Reglamento; pero no tiene precedencia forzosa desde el
292 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

momento en que, incluso en ausencia de ley, puede intervenir el Reglamento sin pro-
ducirse, por tanto, concurrencia alguna. (La concurrencia —y la consecuente supre-
macía jerárquica legal— sobrevendría entonces si la ley interviniere después del
Reglamento.)
La operatividad de la reserva legal presupone, como es evidente, la existencia de
una zona abierta indiferenciadamente a la regulación parlamentaria y gubernamental;
indiferenciación que cabalmente se quiere suprimir mediante la precedencia legal. Y
por ello mismo, cuando se niega esta premisa —es decir, cuando se niega la existen-
cia de tal zona indiferenciada—, pierde su razón de ser la reserva legal, que es preci-
samente lo que afirma GARRORENA. Para él, la Constitución española no admite en
ningún caso la intervención reglamentaria sin ley previa. Lo que significa que o se
entiende que todas las materias están reservadas a la ley o, lo que parece más lógi-
co, que la reserva legal resulta completamente superflua hoy en España.
La postura de GARRORENA implica, en definitiva, llevar a sus últimas y lógicas
consecuencias la teoría de la vinculación positiva de la ley: en efecto, parece extraño
que los seguidores de ella acepten sin dificultades la reserva legal y, por ende, la aper-
tura indiferenciada a la ley y Reglamento de lo no reservado. Lo que cabalmente pre-
tende el autor es negar esa zona que se mantiene abierta a sensu contrario de la que
ha sido reservada. En suma: si nada está abierto al Reglamento, es inútil la reserva y,
a la inversa, si todo está reservado a la ley sin necesidad de reserva alguna, es claro
que nada queda abierto inicialmente al Reglamento.
Al autor no se le escapa, con todo, una objeción muy seria, a saber: que en la
Constitución existen múltiples preceptos en los que se exige una ley para materias o
decisiones concretas. Objeción que GARRORENA despacha con un vigoroso manotazo:
«la Constitución ha huido no sólo de la formulación codificada en un solo artículo de
este catálogo (de aparentes reservas), sino también del empleo del término reserva,
precisamente para evitar provocar ella misma con su actitud sobreentendidos de este
tipo que en absoluto casan con los presupuestos estructurales sobre los que el sistema
se asienta [...]. A la ley le corresponde, le está reservado, pues, ese catálogo de con-
tenidos mencionados en la Constitución; pero le corresponde igualmente esa deter-
minación primera en todo otro contenido; y difícilmente podría creerse que la inten-
ción del texto constitucional, al destacar los supuestos más sobresalientes de dicha
casuística, haya sido privarle en el resto de una cualidad que constitutivamente le per-
tenece. Nuestro Ordenamiento jurídico está, por tanto, regido por el principio de pre-
cedencia de la ley; pero de precedencia en todo ámbito normativo. En consecuencia,
este principio, al unlversalizarse, anula prácticamente la conveniencia y la utilidad de
seguir hablando de reserva».
A mi juicio, sin embargo, esta explicación resulta demasiado simple y dista
mucho de ser convincente. Cuando la Constitución determina que algunas materias
—y sólo algunas— han de estar reguladas por ley, lo hace con la inequívoca inten-
ción de diferenciar su régimen respecto de las restantes. Las explicaciones que a tal
respecto aporta GARRORENA pueden valer para algunos supuestos, pero desde luego
no para los del artículo 25. En cualquier caso, la doctrina y la jurisprudencia no se
han dejado arrastrar por esta simplificación y han aceptado incondicionalmente la
figura de la reserva legal, a la que se ha teorizado minuciosamente.
Lo que sucede, sin embargo, es que el legislador —respetuoso, de ordinario, con
el mandato de tipificación (que es el «contenido» de la normativa, mientras que la
reserva se refiere a la «forma»)-— no lo es tanto con la reserva y, por ignorancia o
desidia, no se acuerda a veces de cumplir escrupulosamente los requisitos que preci-
sa el llamamiento a la colaboración reglamentaria. Y el Ejecutivo, por su parte, es más
que proclive a invadir las zonas reservadas aun sin haber sido correctamente llamado.
LA RESERVA LEGAL 293

El resultado de esta doble relajación es que los Tribunales se encuentran cada día
ante situaciones de intrusismo reglamentario y, si bien es verdad que con frecuencia
reaccionan enérgicamente y rechazan la agresión (declarando la nulidad del Regla-
mento intruso o de la ley con llamamiento insuficiente), en ocasiones decae su ánimo
y no tienen energía, política o jurídica, para reprimir el abuso —asustados también
por la impunidad y el vacío que producen las nulidades normativas—, llegando a tole-
rancias verdaderamente alarmantes. Pues bien, en este camino de la tolerancia nada
más cómodo que aplicar, probablemente sin saberlo, los esquemas mentales de
GARRORENA, de forma que, tal como se ha denunciado y explicado con minuciosidad,
prescinden de los requisitos adicionales de la reserva de ley y, a la hora de enjuiciar
un reglamento, se contentan con comprobar su «cobertura», es decir, la existencia de
una ley previa: que es exactamente lo que sostiene este autor.
Mi postura es distinta. Yo creo en la reserva constitucional de ley y entiendo que
tiene consecuencias jurídicas muy precisas. Cuando media la reserva, debe haber por
supuesto una regulación legal, aunque ello no sea su característica específica. La nota
esencial de la reserva es el modo peculiar de permitir la colaboración reglamentaria.
La presencia de una ley no excluye nunca la colaboración reglamentaria; pero ésta
tiene lugar en diferentes condiciones según que se trate de una materia reservada, o
no. En los supuestos ordinarios, la intervención reglamentaria carece de exigencias
formales en cuanto al momento y modo de aparición y únicamente está sometida a
condiciones materiales o de resultado, es decir, que su contenido está subordinado a
la ley. Mediando reserva de ley, en cambio, tanto la forma de aparición como el con-
tenido del reglamento colaborador están sometidos a condiciones muy rigurosas:

a) La colaboración reglamentaria precisa de una habilitación expresa de la ley


y, además y sobre todo, es necesario que la ley se preocupe de establecer unas ins-
trucciones y límites dentro de las cuales ha de moverse el Reglamento.
b) El contenido del Reglamento no sólo está sometido genéricamente al de la ley
(como en el caso de ordinario), sino específicamente a las instrucciones y límites que
le haya impuesto en concreto dentro de las cuales ha de moverse el Reglamento.

De esta manera adquiere su sentido la figura de la reserva legal, que se utiliza para
restringir las potestades ordinarias del Ejecutivo. Existen ámbitos, en efecto, en los
que la actividad del Gobierno y de la Administración resultan enormemente sospe-
chosos para la Constitución. Y, aunque ésta no llega a cerrar su acceso al Reglamento,
se preocupa al menos de que esta intervención se ejerza bajo controles muy rigurosos
por parte de la ley.

2. VIABILIDAD DEL RÉGIMEN GENERAL DE LA L P A C

Dejando ya a un lado los análisis técnicos del artículo 129, mi juicio global es
negativo ya que, aun sin dudar de sus buenas intenciones, establece un sistema tan
riguroso que ha de resultar inviable. Este precepto parece, en otras palabras, más
propio de un autor apasionado que de un legislador comprometido a llevarlo a la
práctica. Quien ha vivido la experiencia sancionadora de los últimos cincuenta años
y ha estudiado los regímenes legales de dos centurias, no puede creerse, en efecto,
que todo vaya a cambiar de la noche a la mañana por una decisión del legislador.
Esta transformación radical hubiera sido —quizás— posible al filo de la Cons-
titución, cuya autoridad ideológica y normativa hubiera facilitado la ruptura de iner-
cias y prácticas contrarias; y, sin embargo, no fue así. Quien ha conocido los tor-
294 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tuosos procedimientos que se siguen habitualmente a la hora de legislar y regla-


mentar el Derecho Administrativo Sancionador y ha explicado ya las tolerancias
—y resistencias inútiles, en su caso— de los Tribunales de Justicia, no puede creer
que vayan a transformarse ahora, de golpe, las mentalidades del Poder. Quien ha
estudiado el deterioro dogmático que está experimentando la reserva legal, institu-
cionalizado a través de figuras tan torticeras como el Decreto-Ley, la remisión
implícita, los marcos implícitos de referencia, la simple cobertura legal y tantos
otros que más atrás se han explicado, no puede caer en la ingenuidad de admitir
que, por gracia del legislador, vaya a imperar de ahora en adelante la buena fe de
las relaciones sancionadoras.
Cautela que en modo alguno puede entenderse como una tacha a la reforma de
1992; antes al contrario, está convencida de su bondad y aun de su utilidad. Porque,
si la Administración no se cambia por ley, las prácticas administrativas pueden corre-
girse —siquiera sea muy parcial y lentamente— por una decidida voluntad de los
Tribunales, basada en la ley. Y es muy posible que los Tribunales no desaprovechen
esta segunda oportunidad (la primera fue la Constitución y no fue perdida del todo)
para, sólidamente apoyados en una ley inequívoca, imponer en España —sin pretex-
tos, fisuras y deformaciones— un auténtico mandato de tipificación en materia san-
cionadora.
En términos más concretos:
A) El cumplimiento estricto del artículo 129 es, entre nosotros, literalmente
irrealizable, puesto que es imposible hacer por una ley una enumeración expresa y
directa de las conductas infractoras. Hasta hoy podía al menos intentarse, aunque
resultara muy difícil, realizar tal enumeración con el auxilio complementario de los
reglamentos; pero, tal como está redactado el número 3, la colaboración reglamen-
taria se ha reducido a un mínimo tal que en estos aspectos muy poca ayuda puede
ofrecer.
B) En segundo lugar se intensifican los escrúpulos ideológicos que ya conoce-
mos: el cumplimiento estricto del artículo 129 supone inevitablemente dejar sin cas-
tigo muchas conductas socialmente reprochables; lo que no están dispuestos a tolerar
todos los Tribunales ni todos los autores ni, mucho menos, buena parte de los órga-
nos administrativos, según se ha visto y no hay razones para que se rectifique radi-
calmente esta tendencia.
C) La relajación del principio de tipicidad, tal como aparece en la nueva ley, no
es, pues, necesariamente perversa, aunque puede serlo en ocasiones.

Mi diagnóstico, en definitiva, es que el articulo 129 es demasiado rígido, de tal


manera que cuando tenga que soportar presiones externas, al no poder ceder licita-
mente, terminará rompiéndose. El exceso de honestidad —purismo, mejor— es con-
traproducente cuando el contexto del aparato estatal no apoya la situación.
El pronóstico es, por tanto, que el sistema no será cumplido de tal manera que,
en la mejor de todas las hipótesis, el legislador, el Gobierno y los Tribunales tendrán
que establecer —y tolerar— holguras que, propiciando la flexibilidad, impidan la
ruptura que de otra suerte se produciría por exceso de rigidez; y eso aun a sabiendas
de que, iniciadas las tolerancias, no se sabe cómo van a terminar. Y en el peor de los
casos —es decir, interviniendo mala fe— se pervertirá el sistema con toda clase de
excepciones y disfunciones.
El tiempo confirmará o desmentirá pronto este pronóstico; pero conste que no es
ni pesimista ni desfavorable. Porque, si bien es verdad que estamos muy lejos de con-
tar realmente con un principio de legalidad aceptable, no menos cierto es que la sitúa-
LA RESERVA LEGAL 295

ción es incomparablemente mejor que antes, es decir, que primero con las construc-
ciones jurisprudenciales y doctrinales y luego con la Constitución se han realizado
unos progresos evidentes que ahora se continuarán previsiblemente con el impulso de
la LPAC, y esto incluso a sabiendas de que, como acaba de decirse, va a quedar sus-
tancialmente incumplido durante muchos años.

VII. BALANCE GENERAL: NAUFRAGIO DEL PRINCIPIO

El análisis del principio de reserva legal nos ha llevado a los mismos resultados
que se constataron en el capítulo anterior respecto del principio matriz de legalidad.
Uno y otro se encuentran, en efecto, estructurados en dos niveles: en el superior
domina una formulación dogmática cerrada con dos elementos inexcusables (la habi-
litación y la remisión); mientras que en el inferior, en el de la práctica, se comprueba
una degradación progresiva del dogma hasta tal punto que se escamotean tales ele-
mentos en la teoría del «marco sistemático de referencia» y desaparecen por completo
en la de la mera «cobertura legal».
La práctica jurisdiccional no puede ser, en definitiva, más desconcertante: admitida
siempre sin vacilaciones la colaboración reglamentaria, en los epígrafes IV y V del capí-
tulo hemos visto cómo tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo anulan impla-
cablemente reglamentos y actos administrativos sancionadores que no se atienen escru-
pulosamente a los dos requisitos indicados. Pero en el epígrafe V hemos visto a renglón
seguido y no sin sorpresa, cómo los mismos tribunales apoyan actos y reglamentos que
habría que considerar viciados de conformidad con el criterio anterior, pero argumen-
tando ahora que basta con una alusión a un evanescente marco sistemático de referen-
cia o con el hallazgo de una cobertura legal por lejana y ambigua que sea.
Esta confusión favorece a los prácticos puesto que si el abogado quiere salvar a
su cliente infractor puede invocar los rigores del dogma estricto de la reserva legal
mientras que el funcionario puede justificar la sanción en el hallazgo de alguna
cobertura legal para el reglamento sospechoso que ha estado manejando en el expe-
diente. Distinta es, no obstante, la situación del autor teórico porque parece impo-
sible construir un Derecho Administrativo Sancionador coherente y sistemático par-
tiendo de unos materiales incompatibles: o torre o espadaña, o yelmo o bacía, dado
que aquí no es lícito acudir a la irónica solución ecléctica del baciyelmo sancho-
pancesco.
En verdad que no parece fácil adoptar una posición coherente. Porque si acepta-
mos el dogma estricto de la reserva legal con sus dos requisitos indiscutibles, no pode-
mos aceptar las soluciones del marco sistemático de referencia ni mucho menos la de
la cobertura legal, ya que en rigor no son una relajación del principio sino su nega-
ción terminante. Y si aceptamos la fiiga de la doctrina legal, tenemos que ser cons-
cientes de que así renunciamos a la reserva legal estricta. Nos encontramos, en suma,
en una encrucijada de caminos, de tal manera que si escogemos uno, hemos de aban-
donar el otro.
El hecho es que el dogma originario de la reserva legal se ha hundido por su pro-
pio peso ante la ambición irrealista de sus exigencias. Los jueces constitucionales al
elaborar este concepto se estaban dirigiendo a un legislador imaginario integrado por
juristas exquisitos cuando no Catedráticos de Derecho Constitucional, que son los
únicos capaces de seguir sus lecciones. Se tiene la sensación, entonces, de que los jue-
ces se han ido percatando luego del fracaso de su lección y de que, en consecuencia,
se han colocado en un nivel más sencillo, más factible, pretendiendo ahora salvar la
cara mediante la exigencia de ese mínimo que supone la cobertura legal. Porque de no
296 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ser así, vista la «torpeza» de un legislador que no quiere seguirles, tendrían que ter-
minar anulando todos los reglamentos y, para evitar el fracaso de la política sancio-
nadora, han preferido sacrificar ahora el dogma riguroso de la reserva legal que era lo
que impedía que aquélla funcionase correctamente.
Este cambio de postura es elogiable aunque sólo sea por lo que tiene de realista;
pero siempre con una condición inexcusable que es importante repetir hasta la sacie-
dad: si es lícito y aun recomendable el cambio de criterio, no lo es la simultaneidad
de posturas contradictorias utilizando en casos iguales distintas varas de medir, anu-
lando hoy con rigor lo que ayer se validaba con tolerancia. Así no puede formarse un
Derecho Administrativo Sancionador convincente ni puede convertirse la práctica en
una lotería de resultados imprevisibles. Repitamos: o torre o espadaña, o un camino o
el otro; nada de baciyelmos.
Por así decirlo, con los restos de la orgullosa fragata del dogma originario de la
reserva legal se ha construido el modesto lanchón de la cobertura legal, rudimentario
ciertamente pero operativo sin duda y que tiene la ventaja de hacer compatible el prin-
cipio, siquiera sea en una versión débil, con la realidad normativa represora. Algo, y
aún mucho, se ha salvado, pues, del naufragio ya que estamos mejor que antes a costa
de haber perdido el empaque teórico anterior. Porque de esta manera se han cerrado
algo las mallas de la represión administrativa que ya no dejan escapar tan fácilmente
como antes a los infractores que, reconociendo los hechos, contaban con abogados
hábiles dispuestos a acogerse a la reserva legal que de ordinario se traducía en la
impunidad más escandalosa.
Ni que decir tiene, sin embargo, que esta rebaja de exigencias no ha satisfecho a
todo el mundo, en particular a los responsables del orden jurídico y a los autores de
reglamentos. Pongámonos por un momento en su posición. La experiencia les coloca
un día ante situaciones que consideran inadmisibles pero que no están legalmente
previstas como infracción ya que el legislador las desconocía (si se trata de conduc-
tas nuevas) o se olvidó de ellas. Es evidente que el principio de reserva legal —tanto
en su versión dura como en su versión rebajada— impide la sanción. Ahora bien, aun-
que los funcionarios lo saben de sobra, su sentido de la responsabilidad les impulsa a
pasar por encima de tal prohibición y a establecer un ilícito por vía reglamentaria o a
sancionar directamente los hechos.
Esto es conocidamente ilegal e inconstitucional, pero la alternativa es muy doloro-
sa: tener que tolerar comportamientos socialmente dañosos hasta que el legislador, al
cabo de los años, se acuerde de cerrar el hueco que en su imprevisión dejó abierto y
con la seguridad de que pronto aparecerán nuevas oportunidades de conductas dañosas
formalmente impunes. De esta manera una cosa tan seria como es el Derecho
Administrativo Sancionador se convierte en el «juego del ratón y el gato» en el que
siempre sale perdiendo el gato público ante el ratón habilidoso que conozca bien los
laberintos legales. Y de esta manera, en fin, el Derecho, que siempre se ha tenido como
el eslabón que garantiza la armonía de los intereses públicos con los derechos priva-
dos, se convierte en un factor de inestabilidad que sacrifica aquéllos en beneficio de
éstos. Para los jueces es muy fácil resolver en este sentido pasando la culpa a un legis-
lador incompetente y frivolo; mas ¿puede permanecer impasible el administrador res-
ponsable de los intereses públicos? Estamos en un callejón sin salida porque ni la resig-
nación es indiferente ni la ilegalidad por muy bien intencionada que sea.
CAPÍTULO VII

EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN

SUMARIO: I. Estado de la cuestión.—II. Variantes de incumplimiento. 1. Ausencia absoluta de tipifi-


cación legal. 2. Insuficiencia de la tipificación legal: exigencia de lex certa. 3. Imperfección de la remi-
sión o de la tipificación reglamentaria. 4. ¿Tipificaciones sin reserva legal?—III. Grado de precisión tipi-
ficante. 1. Parábola del perro y el lobo. 2. Complemento reglamentario y jurisprudencial de la tipificación
legal—IV La tipificación indirecta. 1. Peculiaridades de la tipificación de las infracciones administrati-
vas. 2. Terquedad de la práctica legislativa.—V. En especial, tipificación por ordenanzas locales. 1. Estado
de la cuestión. 2. Tipificación legal exclusiva. 3. Tipificación legal previa y desarrollo posterior por orde-
nanza. 4. Tipificación por ordenanzas que carecen de respaldo legal. 5. La Ley 57/2003, de 26 de diciem-
bre.—VI. Atribución de la sanción. 1. Tipificación de sanciones y su correspondencia con las infraccio-
nes. 2. Proporcionalidad. 3. Discrecionalidad. 4. Atribución de sanción y control judicial.—
VII. Incumplimientos no infractores e infracciones no sancionables.—W\l\. Analogía.—IX.
Antijuridicidad. 1. Planteamiento. 2. Causas de justificación.—X. Balance

El principio de legalidad se desenvuelve —de acuerdo con la doctrina del Tribunal


Constitucional que más atrás ha sido expuesta— en dos vertientes: una formal, que
suele denominarse exigencia de reserva legal, y otra material conocida de ordinario
como mandato de tipificación legal. Siguiendo este sistema, en el capítulo anterior se
ha desarrollado la primera exigencia y ahora toca examinar el mandato de tipificación.
Pero en el presente capítulo podrá comprobarse de inmediato la certeza de una cir-
cunstancia que en su momento fue anunciada, a saber: que la distinción entre ambas
vertientes peca de sutil hasta tal punto que en ocasiones resulta difícil separarlas y no
puede evitarse el convencionalismo del tratamiento autónomo de cada una de ellas.
Porque la exigencia de reserva legal no es, en efecto, una exigencia abstracta sino que
se refiere concretamente a la tipificación y, por ello, el mecanismo de la colaboración
reglamentaria o la figura de las leyes en blanco, que se han expuesto en el capítulo
anterior, también hubieran podido, por ejemplo, estudiarse sistemáticamente en éste.
Lo que aquí se denomina «mandato de tipificación» coincide con la vieja exigen-
cia de la lex certa y con lo que habitualmente suele llamarse «principio de determi-
nación (precisa)» y, más recientemente todavía, «principio de taxatividad», cuyos
confesados objetivos estriban en proteger la seguridad (certeza) jurídica y la reduc-
ción de la discrecionalidad o arbitrio en la aplicación del Derecho. En sustancia con-
siste en la exigencia —o, como inmediatamente veremos, tendencia a la exigencia-
de que los textos en que se manifiestan las normas sancionadoras describan con sufi-
ciente precisión —o, si se quiere, con la mayor precisión posible— las conductas que
se amenazan con una sanción así como estas mismas sanciones. Por decirlo con las
palabras del ATC 250/2004, de 12 de julio, ésta es la «vertiente subjetiva (según la
expresión utilizada en la STC 273/2000, de 15 de noviembre) del principio de legali-
dad y conlleva la evitación de resoluciones que impidan a los ciudadanos programar
su comportamiento sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previa-
mente». O en las palabras de la STS de 9 de febrero de 2004 (2.a, 3.a, Ar. 983), la ley
«da un juego tan amplio a la discrecionalidad administrativa, que al no estar sujeta a
un criterio legal previo delimitado, permite, por unos mismos hechos o simplemente
amonestar o causar la crisis de una empresa mediante la revocación o suspensión de

[297]
298 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sus derechos de tráfico. Este margen de discrecionalidad está reñido con el principio
de lex certa, pues el sujeto infractor no conoce de antemano cuáles van a ser las con-
secuencias de su conducta, lo que indudablemente lesiona el principio (de tipicidad)
en su vertiente de predeterminación normativa de la sanción».
Este mandato está recogido, de una manera o de otra, en todos los Derechos avan-
zados y, por su conexión con los derechos fundamentales, está regulado en el artícu-
lo 7 del Convenio de Roma.
Al principio de tipicidad está dedicado el artículo 129 de la LPAC, que es muy
pormenorizado puesto que se refiere a la tipicidad de infracciones (n.° 1) y de san-
ciones (n.° 2), así como el alcance de la colaboración reglamentaria (n.° 3) y a la pro-
hibición de analogía (n.° 4):
1. Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del Ordenamiento
Jurídico previstas como tales infracciones por una ley.
Las infracciones administrativas se clasificarán por la Ley en leves, graves y muy graves.
2. Únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse san-
ciones que, en todo caso, estarán delimitadas por la ley.
3. Las disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o
graduaciones al cuadro de infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir
nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la ley contempla,
contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa determinación
de las sanciones correspondientes.
4. Las normas definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplica-
ción analógica.

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

El artículo 25.1 de la Constitución ha recogido, según se nos dice y ya sabemos,


el mandato de la tipificación legal dentro del principio de la legalidad y como una de
sus manifestaciones más directas. Así, al menos, lo vienen entendiendo desde siem-
pre los Tribunales, como lo prueba la STS de 10 de noviembre de 1986 (Ar. 6647;
Ruiz Sánchez), donde se recuerda que es «difícil hallar opinión alguna que la exclu-
ya [la tipificación] del ámbito del principio de legalidad». Y, en cuanto a su alcance y
contenido, la STC 61/1990, de 29 de marzo, describe en estos términos —ya canoni-
zados— la «exigencia material» o vertiente tipificadora del principio de legalidad:

la tipificación de las infracciones, la graduación o escala de las sanciones y la correlación de


unas y otras, de tal modo —como dice la STC 219/1989— que el conjunto de las normas apli-
cables permita predecir, con suficiente grado de certeza, el tipo y el grado de sanción suscep-
tibles de ser impuesto.

Postura que sigue con frecuencia —aunque no siempre, como veremos inmedia-
tamente— el Tribunal Supremo, valiendo de testimonio, por todas, su Sentencia de 20
de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), en la que se configura el principio de la lega-
lidad, en sus dos vertientes, como un límite de la potestad sancionadora:
El Tribunal Constitucional ha reconocido que nuestra primera ley configura una potestad
sancionadora en manos de la Administración, aun cuando con los necesarios controles para
preservar y garantizar los derechos de los ciudadanos. Entre los límites que tal potestad
encuentra en la propia Constitución ha de situarse en lugar preferente el de la legalidad, según
el cual la cobertura de aquélla ha de estar constituida necesariamente por norma de rango legal
[...]. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está sometida al principio de legalidad
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 299

sino también la tipificación de las infracciones, así como también la determinación de las san-
ciones correspondientes.

El mandato constitucional de tipificación no hizo, por otra parte, sino recoger un


generalizado clamor doctrinal anterior, que había encontrado también eco en una anti-
gua jurisprudencia esporádica del Tribunal Supremo. Así, la sentencia de 10 de marzo
de 1959 había declarado que «toda infracción cometida necesariamente se ha de con-
formar con el hecho establecido por la norma como que es un módulo legal inalterable
de recta justificación, hasta el punto de ser un principio jurídico básico que impide lo
que se llama ciegas sanciones». Y la de 23 de diciembre del mismo año, referida al
Derecho disciplinario, constata en él la existencia de un «principio legal de tipificación
(sic): las faltas cometidas por el funcionario han de estar preestablecidas en el regla-
mento». Declaraciones que merecieron, por cierto, una crítica muy dura de M O N T O R O
(1965,18 ss.) por considerar que «el Tribunal Supremo, excesivamente afincado en el
terreno penal, no ha visto a nuestro parecer estos necesarios caracteres de la infracción
administrativa, tendiendo a realizar una total traslación de los principios propios del
Derecho Penal al Derecho Administrativo, con el grave peligro de un encasillamiento
de la actividad de la Administración en fórmulas que son totalmente ajenas a ella». No
le falta un punto de razón a este autor en su critica; pero se excede en ella desde el
momento en que esta tipificación de que estaba hablando en 1959 el Tribunal Supremo
poco tiene que ver con los planteamientos estrictos del Derecho Penal o del Derecho
Administrativo Sancionador moderno ya que, como habrá podido comprobarse, se
refiere a una tipificación normativa, no legal, que es en rigor la hoy exigida.
La verdad es que en la actualidad casi nadie discute la exigencia de tipificidad en sen-
tido amplio —o sea, la predeterminación normativa— y lo (relativamente) polémico es
el mandato de tipificación legal. Pero conste que todavía existen voces, aunque sean rigu-
rosamente minoritarias, que siguen apoyando la intervención administrativa incluso en
ausencia de tipificación legal, por entender que otra cosa supondría pasividad pública
absoluta y abandono de los intereses generales. Si el legislador es negligente —viene a
decirse— mayor motivo para que la Administración supla su falta de celo. Ésta es la pos-
tura, por ejemplo, de D E LA M O R E N A ( 1 9 8 7 ) , un autor en quien significativamente con-
curre la doble condición de profesor y de funcionario experimentado.
D E LA M O R E N A ha puesto, en efecto, de relieve la laguna provocada por la dero-
gación de los preceptos de las Leyes de Orden Público y de Régimen Local que atri-
buían facultades sancionadoras genéricas a los Gobernadores Civiles; lo que significa
que existen conductas reprochables (al menos desde el punto de vista de la Autoridad)
y que, sin embargo, no están tipificadas normativamente como infracciones. En cuyo
caso la Administración se encuentra ante un espinoso dilema: «o inhibirse y no actuar,
a la espera de que el Gobierno proponga y las Cortes aprueben esa Ley Reguladora
de la potestad sancionadora [...] o no renunciar al ejercicio de dicha potestad sancio-
nadora, por cuanto tiene de inherente o institucional». La tendencia actualmente
dominante es, como se ha dicho, la inhibicionista; pero el autor se inclina por la
segunda, conforme venía haciendo ya en ocasiones el Tribunal Supremo, argumen-
tando que «todos los vacíos normativos, con la sola excepción de los que puedan pro-
ducirse al tipificar delitos o al establecer tributos (...] podrán y deberán ser colmados
en sus efectos o atemperados en su aplicación ya por vía de interpretación del
Ordenamiento Jurídico ya, si ello no fuese posible por ausencia de normas escritas,
recurriendo a los principios generales del Derecho; y todo ello con el fin de que nunca
puedan prosperar situaciones injustas, abusivas o simplemente antisociales, tanto en
perjuicio o en beneficio de los administrados como en peijuicio o beneficio de la
Administración y de los intereses públicos que sólo ella representa y tutela».
300 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Opinión doctrinal que cuenta incluso con algún apoyo ocasional —al menos en lo
que se refiere al repudio del mandato de tipificación— en el Tribunal Supremo. Así
ha sucedido, concretamente, en las Sentencias concatenadas de 10 de marzo y 20 de
marzo de 1985 y 28 de enero y 12 de febrero de 1986, entre otras, a propósito del
siguiente supuesto: un sector completo (el juego) que carecía en absoluto de norma
legal tipificadora, ya que no contaba con otro apoyo que un Real Decreto (el de 11 de
marzo de 1977) y una Orden Ministerial (la de 9 de enero de 1979). Así las cosas, el
Tribunal tomó conciencia de la aberración que suponía el que unas actividades de esta
naturaleza e importancia no pudieran ser sancionadas por la Administración, pero
constató igualmente que se encontraba aprisionado en una tenaza inexorable: si se
atenía a la tipificación legal, había de reconocer la impunidad de los infractores, lo
que le repugnaba por su sentimiento de justicia; mientras que si adoptaba la solución
contraria —es decir, si aceptaba la validez y eficacia de un mero reglamento sancio-
nador— había de sacrificar nada menos que una regla pretendidamente constitucio-
nal. Planteadas las cosas de esta forma, el Tribunal se inclinó decididamente por la
segunda opción, que se cuidó de argumentar prolijamente (se cita por la de 28 de
enero de 1986, Ar. 71, debida —casi huelga decirlo en razón de su característico estilo—
a la pluma de Martín del Burgo).
Puesto que lo que se discutía era la licitud de un reglamento sancionador, el
Tribunal empieza analizando la «potestad reglamentaria»:
Para situar en sus justos términos este debate, debe empezarse por destacar que el llama-
do Poder Ejecutivo, aun en los regímenes políticos de máxima libertad, como lo son por lo
general los parlamentarios, y lo es el nuestro, cuenta, entre otras prerrogativas, con la de dis-
poner de un poder reglamentario propio, que ha dado origen en la Constitución francesa de
1958 a la contrapartida del concepto de «reserva legal», esto es, a la «reserva de reglamento»;
la exigencia de este poder reglamentario es debida a que mientras los Parlamentos se mueven
con solemnidades, lentitudes e intermitencias, con poca aptitud de las asambleas legislativas
para llegar en su conjunto al conocimiento de los detalles y de las reglas técnicas que han de
regular sutilmente las múltiples cuestiones que a diario tiene que afrontar la Administración,
por el contrario ésta cuenta a su favor con una agilización de medios, con una experiencia, con
una habitualidad, con una rapidez y con una continuidad, que es lo que explica la despropor-
ción existente en todos los países entre el volumen de la obra legislativa y el de la obra regla-
mentaria; razones por las que autores de máximo prestigio se han atrevido a decir que aunque
la Constitución escrita nada precisase, habría que explicar la titularidad del poder reglamenta-
rio en el Ejecutivo en la existencia de una «costumbre tradicional inequívoca».

Afirmación que a renglón seguido se matiza con otra mucho más suave basada en
la concepción del Reglamento como un complemento —y complemento necesario—
de la ley:

Para salir al paso de cualquier malentendido, queremos dejar bien claro que lejos estamos
de pretender sentar una doctrina que equivalga a maniatar a la sociedad y entregarla a las velei-
dades del Ejecutivo y al Gobierno de turno; dejaríamos de ser un Tribunal de Justicia si tal cosa
hiciéramos; nuestra intención es reflejar lo que hay de real, y de necesario, en esta cuestión; la
ley necesita imperiosamente del complemento del reglamento, pero éste no puede discurrir de
ningún modo contra ¡egem sino secundum legem, respetando la jerarquía normativa.

Lo cual está muy bien; pero supone el escamoteo de la cuestión, ya que la senten-
cia, a partir de aquí, va a trabajar sobre la hipótesis de que el juego contaba con una
norma de rango legal complementada por los reglamentos sancionadores discutidos.
Afirmación rigurosamente incierta, puesto que esa pretendida norma legal para nada
regulaba el juego sino que se limita a despenalizarlo sin rozar lo más mínimo su régi-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 301

men jurídico. Pero oigamos cómo la propia sentencia se encarga de razonar algo tan
difícilmente razonable: el «bloque de legalidad» que regula el juego está encabezado
por un Real Decreto-Ley, el de 25 de febrero de 1977, que «peca por lo sucinto de sus
disposiciones, confiando en el complemento a realizar por el Consejo de Ministros o
Gobierno y por el Ministerio, a los que delega estas misiones a través de la técnica de
la remisión normativa, incurriendo en cierto exceso de delegación en el poder regla-
mentario de la Administración». Estos «pecados» y «excesos» pueden, embargo,
absolverse fácilmente ajuicio del Tribunal desde una perspectiva propia de la justicia:
No se debe volver la espalda a la realidad de los intereses y de los valores que están en
juego en supuestos como el que nos ocupa, ateniéndose tan sólo a una jurisprudencia de con-
ceptos, alejada de la vida y de las conveniencias sociales. Decimos esto porque este bloque de
la legalidad, apresuradamente formado, tuvo que desarrollarse como lo hizo para atender a los
apremios de una decisión política (la legalización del juego hasta entonces prohibido y pena-
do) y, a la vez, a la necesidad de establecer cauces en la práctica de los juegos que venían a ser
autorizados, sólo concebibles a través de formalidades y de controles rigurosos, ya que el
juego en sí, sin frenos ni trabas, pone en peligro intereses y valores morales, individuales,
familiares y sociales, necesitados de una especial protección como la propia exposición de
motivos del Real Decreto-Ley se encarga de destacar.

Dicho esto, el Tribunal encuentra la solución de una forma mucho más sencilla de
lo que podría suponerse, acudiendo a una interpretación de sentido común:
Para conjugar y atender debidamente las motivaciones contrapuestas que se derivan de
principios y realidades, nada mejor que prestar atención a una regla hermenéutica de general
observancia, aquella que sale al paso de toda interpretación que conduzca al absurdo [...). Pues
bien, la solución [del Tribunal de instancia que había anulado las sanciones por falta de tipifi-
cación legal] conduce a) absurdo de dejar en el más completo caos a toda la práctica de una
actividad —el juego—hasta hace poco prohibida y no sin razones, puesto que caos sería dejar
inerme a ¡a sociedad y a la Administración, frente a abusos, irregularidades y fraudes, desde
el momento en que el conjunto de normas reglamentarias se convierten en normas imperfec-
tas, al quedar desprovistas del resorte que verdaderamente les proporciona su condición de
normas jurídicas: el de la coacción que fuerza a su cumplimiento y observancia.

Desde esta premisa fácil había de resultar vencer el escrúpulo «legalista» de la


falta de tipificación legal: «entre mostrarse riguroso ante este exceso de los poderes
delegados en el Ejecutivo, dejando descontrolada toda una actividad que tanto puede
poner en peligro valores dignos de máxima protección o, por el contrario, flexibilizar
el imperio de la legalidad [...] la solución creemos que no es dudosa».
Y esta decisión se refuerza con un argumento, aparentemente jurídico, que ofrece
a mayor abundamiento el Tribunal como si necesitara tranquilizar su conciencia: la
garantía de la legalidad no queda abandonada, sino meramente se suple «lo que en ella
hay de garantía ex ante por lo que expost le ofrece el control jurisdiccional». O lo que
es lo mismo: «la legalidad no va a quedar en entredicho, manteniendo la que existe,
puesto que la parte más vulnerable de la misma, expresada por las normas meramen-
te reglamentarias antes citadas, al ser de inferior rango, eso precisamente permite un
control judicial pleno, al no gozar de las ventajas de los llamados decretos legislati-
vos». El Tribunal Supremo, como se ve, no vacila en acudir a los efectos retoncos de
una paradoja sorprendente; al fin y al cabo (viene a decir) es mejor que la tipificación
se haya realizado en un Decreto porque así se da a los Tribunales la posibilidad de su
control; lo que no sucedería si hubiera tenido lugar en una ley. .
Estas sentencias fueron objeto de una inmediata crítica doctrinal (MUÑOZ
MACHADO, 1986; E S T E V E PARDO, 1986) y, poco tiempo despues, el Tribunal Cons-
302 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

titucional en su sentencia 42/1987, de 7 de abril, quebró la línea expuesta obligando


al Tribunal Supremo a rectificar su posición anterior y a aceptar sin restricciones el
principio constitucional de la tipificación legal. Los argumentos del Tribunal
Constitucional pueden imaginarse:
Si bien el alcance de la reserva de ley establecida en el articulo 25.1 no puede ser tan
estricto en relación con la regulación de las infracciones y sanciones administrativas como
por referencia a los tipos y sanciones penales en sentido estricto (...] en todo caso aquel pre-
supuesto constitucional determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la
Administración en una norma de rango legal.

El Tribunal Constitucional es en este punto inexorable y asume sin vacilar todas


las consecuencias que puedan sobrevenir por la anulación de una norma y por la cre-
ación del subsiguiente vacío, limitándose a desplazar la responsabilidad hacia el autor
de la norma viciada o hacia el legislador negligente. Como dice en la Sentencia
61/1990, de 29 de marzo, «la declaración de nulidad de la Orden Ministerial en cues-
tión crea un vacío normativo que deberá ser cubierto por una norma con rango de ley
promulgada con la celeridad que los poderes públicos aprecien». Por así decirlo,
mientras que el Tribunal Supremo se había inclinado por la regla de fíat vita, pereat
ius, el Tribunal Constitucional lo hace pensando que es mejor que prevalezca la lega-
lidad frente a la justicia y a la vida. O si se quiere: el Tribunal Supremo se identifica
con el Estado y con su papel tutelar de los intereses generales, mientras que el
Tribunal Constitucional se atiene estrictamente a su papel de guardián de los derechos
en ella reconocidos.
La línea apuntada por el Tribunal Supremo en sus Sentencias de 1985 y 1986 ha
quedado, por tanto, constitucionalmente deslegitimada; pero, aun asi, me ha parecido
conveniente recordarla con detalle porque no ha desaparecido del todo en la práctica
administrativa y hasta llega a deslizarse ocasionalmente en algunas decisiones judi-
ciales. Y es que la doctrina que podríamos llamar D E LA M O R E N A - M A R T Í N DEL B U R G O
está inspirada en el sentido común y en una defensa de los intereses públicos que le
hacen sumamente atractiva y, de hecho, inmarchitable. Más todavía: buena parte de
las fórmulas jurisprudenciales que se irán viendo a lo largo de este capítulo no son a
la postre sino soluciones de compromiso entre el rigorismo constitucional y la ten-
dencia a no dejar abandonados del todo los intereses colectivos.
Sea como fuere y sin perjuicio de lo que antecede, el hecho es que en la actuali-
dad (escasas excepciones aparte) ya no suele cuestionarse el mandato de la tipifica-
ción legal y la cuestión pendiente es la de precisar su contenido y alcance, que distan
mucho de ser claros. A tal efecto puede servir de pórtico la STS de 11 de junio de
2000 (3.a, 4.a, Ar. 6468) en la que se advierte que la tipicidad sirve para precisar la
legalidad puesto que esta se cumple con la previsión en la ley de las infracciones y
sanciones mientras que la tipicidad va más lejos al exigir que «la garantía que está lla-
mada a desempeñar el tipo de infracción se cumple cuando está en la norma una pre-
determinación inteligible de ¡a infracción, de la sanción y de la correlación entre una
y otra». Sin olvidar, desde luego, la «doctrina consolidada» del Tribunal
Constitucional recordada en su Sentencia 25/2004, de 26 de febrero, que resume una
teoría completa del principio de legalidad y de sus elementos:

El derecho fundamental enunciado en el artículo 25.1 de la Constitución incorpora la


regla de nullum crimen nulla poena sino lege. extendiéndola incluso al Ordenamiento sancionador
administrativo, que comprende una doble garantía. La primera, de orden material y de alcan-
ce absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de tas sanciones
administrativas, que refleja la especial trascendencia del principio de seguridad en dichos ámbi-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 303

tos limitativos de la libertad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predetermi-


nación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes. La segunda es
de carácter formal y se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas con-
ductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto, como este Tribunal ha señalado reitera-
damente, el término legislación vigente contenido en dicho artículo 25.1 es expresivo de una
reserva de ley en materia sancionadora. A este respecto es preciso reiterar que en el contexto
de las infracciones y sanciones administrativas el alcance de la reserva de ley no puede ser tan
riguroso como lo es por referencia a los tipos y sanciones penales en sentido estricto, y ello
tanto por razones que atañen al modelo constitucional de distribución de las potestades públi-
cas como por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaría en deter-
minadas materias, o bien, por último, por exigencias de prudencia o de oportunidad. En todo
caso, el artículo 25.1 exige la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la
Administración en una norma de rango legal habida cuenta del carácter excepcional que pre-
sentan los poderes sancionatoríos en manos de la Administración. De aquí que la reserva de
ley en este ámbito tenga una eficacia relativa o limitada, que significa que la reserva de ley no
excluye en este ámbito la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas regla-
mentarias, pero si que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no cla-
ramente subordinada a la ley, de forma que, a partir de la Constitución, no es posible tipificar
nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por otra
norma reglamentaria cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por
otra con rango de ley.

II. VARIANTES DE INCUMPLIMIENTO

Supuesto que el mandato de tipificación legal es un imperativo de la Constitución


dirigido al Legislador, veamos hasta qué punto y en qué ocasiones es incumplido.
Quede claro, sin embargo, que esta sistematización de posibilidades de incumpli-
miento ni es exhaustiva ni, sobre todo, debe ocultar el hecho de que el incumplimiento
más grave es el deterioro general que experimenta actualmente esta figura tanto en el
campo del Derecho Administrativo Sancionador como incluso en el del Derecho
Penal. Hasta tal punto que ha podido afirmarse —en un Ordenamiento mucho más
escrupuloso que el nuestro, como es el alemán— que se observa aqui un «entreguis-
mo generalizado» (SCHUENEMANN) O que puede considerarse ya como una «utopía»
(SCHMIDHAEUSER). Todo lo cual impone —si es que se quiere ser realistas y no pro-
vocar una ruptura frontal entre la teoría y la práctica— rebajar el nivel de exigencia.
La consigna ka de ser entonces no la tipificación rigurosa sino simplemente la «ópti-
ma» o, en términos aún más sencillos, la «posible».
Una advertencia que vale por igual para la doble manifestación de este mandato
que, como veremos, se desarrolla en dos planos sucesivos: primero ha de declarar la
ley cuáles son las conductas que se consideran infracción administrativa y luego ha de
atribuir a cada una de tales infracciones la sanción que le corresponde. En realidad se
trata, por tanto, de un doble mandato —de tipificación de infracciones y de tipificación
de sanciones—, aunque con frecuencia se reserva la expresión «tipificación» (enten-
dida en sentido estricto) para las infracciones, dado que en las sanciones la norma no
tipifica propiamente sino que se limita a «atribuir» una consecuencia determinada.
En el Derecho Penal la estructura de la norma punitiva es muy sencilla, puesto que
tanto la tipificación de la infracción como la atribución de la sanción tienen lugar,
salvo excepciones, de forma directa e individualizada; mientras que en el Deredio
Administrativo Sancionador el mecanismo es mucho más complejo, ya que con fre-
cuencia la tipificación no es directa sino por remisión y la atribución no es indivi-
dualizada sino genérica. De todo ello me ocuparé con detalle más adelante, aunque
aquí ya puede anunciarse que no se trata de simples diferencias de «matiz» sino, como
304 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mínimo, de estructura normativa. Lo que significa que el mandato de tipificación (y,


por ende, la misma reserva legal y, en último extremo, el principio de legalidad) tiene
un alcance muy distinto en el Derecho Administrativo y en el Derecho Penal, sin per-
juicio de que buena parte de la Doctrina y de la Jurisprudencia, seducidas por la
comodidad de las equiparaciones, no se percaten siempre de este fenómeno y actúen
con un rigorismo formal que para nada beneficia ni a los intereses públicos ni a las
garantías individuales.

1. AUSENCIA ABSOLUTA DE TIPIFICACIÓN LEGAL

Sólo muy raramente se olvidan las leyes sectoriales de cerrar su regulación con un
capítulo dedicado a la tipificación de infracciones y sanciones. Pero en cambio es
muy corriente que la enumeración no sea exhaustiva, de tal manera que algún supues-
to quede sin tipificar. Si tal sucede, igual da que las cosas permanezcan así o que
luego un Reglamento supla esta carencia, puesto que en ambos supuestos se incum-
ple para lo silenciado el mandato de tipificación legal:

El artículo 25.1 de la Constitución obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de
infracción administrativa y las sanciones correspondientes en ta medida necesaria para dar
cumplimiento a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no
se produzca, no es lícito a partir de la Constitución introducir nuevas sanciones o alterar el cua-
dro de las existentes por una norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente
determinado o delimitado por otra de rango legal [STC 42/1987, de 7 de abril].

En definitiva —y tal como había formulado ya tempranamente el Consejo de


Estado en su Dictamen de 1 de julio de 1982, citado ya en el capítulo anterior— «des-
pués de entrar en vigor la Constitución no es posible crear ex novo mediante Reglamento
infracciones administrativas, sanciones de tal naturaleza o ambas cosas al mismo tiem-
po; al contrario, debe ser una ley la que introduzca los elementos básicos y definitorios
de unas y otras, ya que aquí opera el principio de legalidad en su superior nivel».
Esta primera variedad de incumplimiento es jurídicamente la menos problemáti-
ca y, como las cuestiones de colaboración reglamentaria ya han sido analizadas con
detalle en el capítulo precedente, no vale la pena seguir insistiendo en ella.

2. INSUFICIENCIA DE LA TIPIFICACIÓN LEGAL: EXIGENCIA DE LEX CERTA

No basta tampoco, por otra parte, con que la ley aluda simplemente a la infrac-
ción, ya que el tipo ha de ser suficiente, es decir, que ha de contener una descripción
de sus elementos esenciales; y si tal no sucede se produce una segunda modalidad de
incumplimiento del mandato de la tipificación: la insuficiencia.
Como puede suponerse, aquí surge el problema de determinar qué es lo esencial,
o no lo es, en el tipo. Una tarea que en buena parte corresponde realizar a la doctri-
na; pero que en último extremo se decide casuísticamente por los Tribunales. En
materia tributaria, por ejemplo, ya existe una doctrina judicial bastante elaborada (cfr.
SSTC 37/1991, de 16 de noviembre, y 179/1985, de 19 de diciembre); pero todavía
no se ha formado una similar para las infracciones y sanciones administrativas en
general. El mandato de tipificación exige en todo caso la presencia de una lex certa
que en términos de la STC 61/1990, de 29 de marzo— «permite predecir con sufi-
ciente grado de certeza las conductas infractoras y se sepa a qué atenerse en cuanto a
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 305

la aneja responsabilidad y a la eventual sanción». Y por ello mismo la sentencia decla-


ra la nulidad de una norma que «no permite predecir con suficiente grado de certeza
el tipo y grado de sanción susceptible de ser impuesta» o «cuando no cumple con la
exigencia de una verdadera predeterminación de comportamientos, ni que se realice
una conexión entre éstos y las sanciones que se enumeran, con lo que de hecho se per-
mitiría al órgano sancionador actuar con un excesivo arbitrio».
La suficiencia de la tipificación es, en definitiva, una exigencia de la seguridad
jurídica _v se concreta, ya que no en la certeza absoluta, en la predicción razonable
de las consecuencias jurídicas de la conducta. A la vista de la norma debe saber el
ciudadano que su conducta constituye una infracción y, además, conocer cuál es la
respuesta punitiva que a tal infracción depara el Ordenamiento. O dicho con otras
palabras: la tipificación es suficiente cuando consta en la norma una predetermina-
ción inteligible de la infracción, de la sanción y de la correlación entre una y otra
(como ha sido recogido en la STS de 11 de junio de 2000, ya citada).
La descripción rigurosa y perfecta de la infracción es, salvo excepciones, prácti-
camente imposible. El detallismo del tipo tiene su límite. Las exigencias maximalis-
tas sólo conducen, por tanto, a la parálisis normativa o a la nulidad de buena parte de
las disposiciones sancionadoras existentes o por dictar. De aquí que la doctrina ale-
mana se contente, como ya sabemos, con la simple exigencia de «la mayor precisión
posible», que es lo que también los españoles debemos pretender. Aunque, entre no-
sotros y según acabamos de ver, la fórmula más generalizada es la de la descripción
suficiente. Con la suficiencia se indica que ya se ha llegado, que el intérprete ya puede
darse por satisfecho. La consigna de «la mayor precisión posible» se dirige, más bien,
al legislador como un acicate para que perfeccione y remate su obra.

3. IMPERFECCIÓN DE LA REMISIÓN O DE LA TIPIFICACIÓN REGLAMENTARIA

Como este punto ya ha sido desarrollado con detalle, si bien desde otra perspec-
tiva, en el capítulo anterior, baste aquí con dejarle aludido a efectos sistemáticos.
Habida cuenta de que el mandato de tipificación legal no implica —-como ya
sabemos y se seguirá insistiendo— la exclusión absoluta de la intervención regla-
mentaria, con tal que esté debidamente habilitada al efecto, surge lógicamente una
nueva posibilidad de incumplimiento: la derivada de una remisión imperfecta al regla-
mento. Si la remisión no es correcta, no puede considerarse válida y el Reglamento
no estará legitimado para completar la tipificación insuficiente de la ley. Para ade-
lantar un solo ejemplo, a título ilustrativo, baste recordar que el Tribunal
Constitucional (S. 42/1987, 17 de abril) ha considerado inválida —cabalmente por
remisión imperfecta— la habilitación formulada en blanco por el artículo 4.1 del Real
Decreto-Ley de 25 de febrero de 1977, que decía simplemente lo siguiente: «Se auto-
riza al Gobierno para dictar, a propuesta del Ministro de la Gobernación, las disposi-
ciones que sean necesarias para la consecución de las finalidades perseguidas en el
presente Real Decreto-Ley, determinando las sanciones administrativas que puedan
imponerse para corregir las infracciones de aquéllas».
Las carencias anteriores son imputables al legislador. Pero también puede suce-
der que el defecto no provenga de él sino del Ejecutivo, es decir, que apareciendo en
la ley una regulación suficiente y una remisión reglamentaria correcta, luego resulte
imperfecto el Decreto de desarrollo al no precisar con detalle los elementos integra-
dores del tipo. Por eso en el título del presente epígrafe se ha hecho una doble alusión:
a la imperfección de la remisión realizada por la ley y a la imperfección de la tipifi-
cación realizada en el reglamento al amparo de aquella remisión o habilitación.
306 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La STS de 17 de noviembre de 1992 (Ar. 8931; Hernando) resuelve un supuesto


muy interesante. En el caso de autos se trataba de un incumplimiento de la obligación,
impuesta por Real Decreto, de llevar determinados comerciantes un libro «normali-
zado», que había de establecer la Administración. Y, efectivamente, así lo hizo pero
por una simple Circular. El Tribunal considera que la sanción era incorrecta, pero no
porque el tipo se hubiese integrado reglamentariamente, sino porque la Circular que
lo completaba no había sido publicada en el Boletín Oficial del Estado. Lo que per-
mite suponer —aunque, desde luego, no sea nada seguro— que, si la norma integra-
dora, cualquiera que fuere su rango, hubiera sido publicada formalmente, el tipo se
habría completado de forma correcta y la sanción habría sido legal.
El mandato de tipificación se desenvuelve, por otra parte, en dos niveles. En un
nivel normativo, primero, donde implica la exigencia (ya examinada) de que una
norma describa los elementos esenciales de un hecho, sin cuyo incumplimiento tal
hecho —abstractamente considerado— no puede ser calificado de infracción.
El proceso de tipificación, sin embargo, no termina aquí porque a continuación
—en la fase de aplicación de la norma— viene la exigencia de que el hecho concreto
imputado al autor se corresponda exactamente con el descrito previamente en la
norma. Si tal correspondencia no existe, ordinariamente por ausencia de algún ele-
mento esencial, se produce la indicada falta de tipificación de los hechos.
En este nivel de aplicación presenta el mandato de tipificación menos problemas
que en el normativo; pero es claro que tampoco faltan y se derivan, por lo común, de
lo que antes se ha denominado «correspondencia exacta» entre los hechos probados
y los hechos descritos en la norma. Como es obvio, resulta materialmente imposible
describir en la norma con absoluta precisión los hechos declarados infracción. De
aquí que frecuentemente la correspondencia no sea «exacta» por exceso o por defecto
o por alteración de elementos.
Ante esta discordancia debe el operador jurídico decidir si procede, o no, la sub-
sunción de los hechos reales en el tipo normativo abstracto. A tal efecto rigen aquí dos
reglas hermenéuticas: la analogía no es lícita y no cabe la subsunción de hechos con-
cretos en los que falte algún elemento «esencial» del tipo. A partir de aquí empieza la
prudencia del operador jurídico y el control jurisdiccional casuístico de sus decisiones.

4. ¿TIPIFICACIONES SIN RESERVA LEGAL?

A esta cuestión se ha aludido ya desde otra perspectiva en el epígrafe IV 3 del capí-


tulo quinto. Ahora conviene recordar que la STC 60/2000, de 2 de mayo, viene acom-
pañada de un voto particular de GARRIDO FALLA en el que se abordan con la agudeza
y maestría características del autor dos aspectos capitales de la tipificación legal.
Tratándose (en lo que aquí interesa) de una cuestión de inconstitucionalidad plan-
teada contra un artículo de una ley que se remitía en términos considerados como dema-
siado «abiertos» a un desarrollo reglamentario, el catedrático-magistrado disidente sos-
tuvo la tesis de que la ley era intachable porque, de ponerse reparos, habría de dirigirse
no contra ella sino contra el reglamento: lo que suponía nada menos que desconstitu-
cionalizar la cuestión y desplazarla al ámbito de la jurisdicción contencioso-administra-
tiva. Porque, en definitiva, «el ilícito sancionable surge de una norma reglamentaria».
Pero todavía hay algo no menos importante, a saber, que se niega la existencia de
una reserva legal para la tipificación de infracciones meramente leves:

Personalmente me resulta desproporcionado tener que recurrir a la elaboración de una ley


para poder sancionar este tipo de infracciones. Creo que el papel colaborador del reglamento
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 307

con respecto a la ley —admitido doctrinal y jurísdiccionalmente— se manifiesta y justifica en


casos como en que nos ocupa. El articulo (discutido de la ley) enumera un amplio catálogo de
infracciones leves que, en su momento, tuvo en cuenta el legislador, pero estas enumeraciones
difícilmente pueden ser exhaustivas. Que el legislador habilite al Ejecutivo para completar la
lista con las razonables limitaciones que el precepto legal contiene, difícilmente puede califi-
carse como una restricción a las garantías que ofrece el Estado de Derecho.

III. GRADO DE PRECISIÓN TIPIFICANTE

L. PARÁBOLA DEL PERRO Y EL LOBO

Empezando por el análisis de la tipificación de infracciones (o tipificación en sen-


tido estricto), ni que decir tiene que lo deseable es que la norma realice su tarea tipi-
fícadora de manera precisa y autónoma de tal manera que el tipo quede perfectamente
descrito en una sola norma; pero no menos claro resulta que es muy difícil que se
cumpla por completo este requisito.
Más todavía: la precisión absoluta es literalmente imposible en parte por la inca-
pacidad técnica del legislador, en parte por la inabarcabilidad de la casuística y, en fin,
por la insuficiencia del lenguaje como instrumento de expresión. Para ilustrar lo que
se está diciendo valga esta parábola que publiqué en el número 162 de la RAP, 2003,
en una recensión del excelente libro de F E R R E R E S C O M E L L A en la que me permití para-
frasear irónicamente una vieja controversia que aparecía indefectiblemente en los
libros alemanes de teoría general del Derecho en la primera mitad del siglo xx.
Controversia basada en un hecho real acaecido, al parecer, en una línea de ferrocarril
de Prusia oriental donde un revisor tenaz y un campesino cazurro se enzarzaron en un
conflicto jurídico de más calado del que podían imaginarse.
Es el caso que las ordenanzas del ferrocarril habían establecido la prohibición de
transportar «perros» y, como el revisor fuera a sancionar por ella al campesino, éste
se negó a pagar la multa alegando que el animal que le acompañaba era una «perra»,
no comprendida por tanto en el texto literal de la norma. El juez —tan aferrado como
los penalistas de ahora al rigor del principio de la taxatividad y a la prohibición de
analogías— dio la razón al viajero. Por lo que para evitar en el futuro estos hechos
hubo que modificar el reglamento, advirtiendo en una nueva redacción que la prohi-
bición se extendía a «perros y perras».
A la semana siguiente se presentó de nuevo el desafiante campesino con un animal
de aspecto feroz y como se intentara multarle, se excusó alegando que se trataba de un
«lobo». Vuelta a las mismas y por la sacralidad de los principios ganó de nuevo el cam-
pesino y hubo que modificar por segunda vez el reglamento, extendiendo ahora la pro-
hibición a los «cánidos de ambos sexos». Pero unos días después se repitió la escena,
aunque ahora a propósito de un oso que el campesino se empeñó en subir al vagón y
que pudo hacerlo, como era previsible, puesto que no había prohibición alguna para
estos animales, habida cuenta de que los osos no pertenecen a la familia de los cánidos.
La compañía de ferrocarriles estaba desesperada pues no lograba dar con la redac-
ción de un texto capaz de asegurar a los usuarios un viaje tranquilo. Decidió entonces
cambiar de criterio y, vista la imposibilidad de incluir en sus ordenanzas a todas las
especies, familias y razas de la escala zoológica, optó por fijarse en los elementos y
bienes que intentaba proteger, prohibiendo a tal fin la introducción de «animales que
supusiesen peligros o molestias a los usuarios o pudieran infundir un temor razona-
ble». Prevención que —huelga decirlo— no pudo impedir el acto siguiente de esta tra-
gicomedia jurídica. Porque el campesino apareció un día con un pareja de hurones
308 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

—animales de aspecto dulce, pero conocidamente más peligrosos que un perro o un oso
domesticado— acurrucados en una cesta. Conminado de expulsión y multa por el
revisor del tren, la reacción del provocador fue en parte defensiva (alegó que los ani-
males estaban dormidos e iban bien vigilados , de tal manera que no podía asustar
razonablemente a nadie) y en parte de ataque, ya que denunció a varios viajeros que
portaban animales auténticamente molestos y peligrosos por contagio —piojos con-
cretamente— respecto de los cuales el inspector hacía la vista gorda con menospre-
cio de la prohibición normativa.
No hace falta imaginar cuál fue el resultado de la siguiente escaramuza legal.
El mismo juez que había venido dando la razón al campesino, al negarse a emple-
ar la vitanda analogía, rechazó el texto de las nuevas ordenanzas imputando al tipo
normativo de la infracción unas condiciones de vaguedad e imprecisión inadmisi-
bles.
La moraleja de esta parábola no puede ser más clara, pero sé de sobra que algu-
nos juristas muy autorizados la han rechazado por considerarla caricaturesca y, por
ende, indigna de aparecer en una monografía académica. Pues bien, si esto fuera cier-
to, de caricaturas aún más grotescas están llenos los serios repertorios de jurispru-
dencia. Por poner un solo ejemplo, valga el de la STS de 5 de julio de 1998 (3.a, 4.a,
Ar. 5657, García-Ramos). En el caso de autos se trataba de una sanción administrativa
impuesta por la realización de actividades industriales que contradecían las medi-
das correctoras impuestas por la licencia. O dicho con otras palabras: el titular de la
empresa había solicitado licencia de apertura que le había sido concedida pero con la
obligación de introducir determinadas medidas correctoras al proyecto; cosa que no
hizo y, aun así, se iniciaron las actividades. La norma, por su parte, había tipificado
la infracción de realizar actividades «sin licencia» y la Administración dio por sentado
que el tipo describía también la realización de actividades que no se ajustaban a las
condiciones de la licencia. El Tribunal Supremo, no obstante, con un rigor positivista
que nada tiene que envidiar al del juez prusiano de la parábola, anuló la sanción decla-
rando que

es preciso distinguir dos conductas: la de quien ejerce una actividad sin licencia de apertura y
la de quien lleva a cabo esa actividad con licencia pero sin adoptar las medidas correctoras que
le fiieron exigidas. Como en el Derecho Administrativo Sancionador no son admisibles inter-
pretaciones extensivas o analógicas [...] es obligado entender que la conducta enjuiciada no
estaba concluida en el artículo aplicado por la Administración al referirse éste a la actividad
realizada sin licencia.

Para los firmantes de la sentencia, en definitiva, un vez obtenida la licencia es ya


impune cualquier actuación de su titular salvo que incurra en algún tipo específico,
de tal manera que para lograr un tipo literalmente exhaustivo había que ocupar, con
mucha imaginación y paciencia, varias páginas del Boletín Oficial del Estado.
Dicho esto habrá que deducir que la intensidad de la precisión ha de ser variable
según las circunstancias y consecuentemente admitir también una graduación cuyos
criterios ha formulado, aunque en materia penal, F E R R E R E S ( 2 0 0 2 , p. 5 2 8 ) en los
siguientes términos: «El principio de taxatividad no puede exigir que el Derecho san-
cionador sea absolutamente preciso. Un cierto margen de indeterminación es admisi-
ble. Ahora bien, este margen puede variar según los casos (y utilizando diversos cri-
terios): a) según el elemento de la norma penal que resulte afectado (tipo, eximentes,
sanción); b) según la gravedad de la sanción; c) según que exista o no una fuerte cone-
xión entre la conducta prohibida por la norma y el ejercicio del derecho a la libertad
de expresión; y d) según el tipo de destinatario al que va dirigida la norma».
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 309

2. COMPLEMENTO REGLAMENTARIO Y JURISPRUDENCIAL DE LA TIPIFICACIÓN LEGAL

El cumplimiento eficaz del mandato de tipificación se dificulta notablemente


cuando se le conecta con la reserva legal. Ahora bien, las leyes, cuando toman con-
ciencia de su incapacidad real de tipificación exhaustiva (o tendencialmente exhaus-
tiva), reclaman el auxilio complementario de los reglamentos.

A) Con frecuencia la norma tipificadora ha de acudir al complemento de otra (el


Reglamento colaborador, en los términos que se vieron en el capítulo anterior) y en
otras ocasiones, el complemento necesario puede no venir en otra norma sino ser el resul-
tado de la actuación de un agente exterior, incluso del propio operador jurídico. Así
es como el legislador puede utilizar técnicas normativas del estilo de los conceptos
jurídicos indeterminados y, en general, de los conceptos cuya delimitación permite un
margen de apreciación. De esta manera colabora el intérprete en la precisión del tipo
en un amplio abanico de posibilidades, que si nunca puede llegar al empleo de la ana-
logía, sí puede incluir en un tipo algunas otras figuras como los negocios simulados
y los realizados en fraude de ley. De lo que se trata, entonces, es de alcanzar un «míni-
mo» de precisión.
La STS de 25 de marzo de 1977 (Ar. 1442; Ruiz Sánchez) nos describe acertada-
mente el «mínimo» de la tipificación administrativa sancionadora, que se concreta en
la
necesidad de que el acto o la omisión se hallen claramente definidos como transgresiones
administrativas, y que exista una perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y perso-
nales determinantes de la ilicitud, por una parte y de la imputabilidad por la otra, al objeto de
configurar con exactitud la conducta del sujeto con el tipo definido por la norma que se reputa
conculcada.

Lo difícil es determinar en cada caso concreto hasta dónde llega ese mínimo de
precisión que el tribunal habrá de ir valorando de forma casuística. Sucede, sin embar-
go, que en ocasiones admite el Tribunal Supremo una relajación tal de la precisión
tipificante, que de hecho ésta desaparece. Y lo curioso del caso es que tal relajación
acompaña —y potencia— de ordinario a la relajación de la reserva legal. Ni que decir
tiene que éste es el caso de algunas relaciones de sujeción especial y, más concreta-
mente, de las Normas Deontológicas de los Colegios Profesionales, como ya pudo com-
probarse en las sentencias citadas en el epígrafe III.3 del capítulo tercero de este libro:
lo que se justifica por la dificultad de lograr una enumeración específica exhaustiva.
No obsta a la suficiencia de la descripción la circunstancia de que en el tipo apa-
rezcan incrustados conceptos jurídicos indeterminados (STC 50/1983, de 14 de
junio), cuya utilización en la ley es con frecuencia inevitable y, por ende, lícita como
está reconociendo unánimemente la jurisprudencia. En términos de la STC 69/1989,
de 20 de abril, reiterada en la 219/1989, de 21 de diciembre,
si bien los preceptos legales o reglamentarios que tipifiquen las infracciones deben definir con
la mayor precisión posible los actos, omisiones o conductas sancionables, no vulnera la exi-
gencia de la ¡ex certa que incorpora el articulo 25.1 la regulación de tales supuestos ilícitos
mediante conceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente
factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y permitan prever, por consi-
guiente, con suficiente seguridad, la naturaleza y las características esenciales de las conduc-
tas constitutivas de la infracción tipificada, pues como ha declarado este Tribunal en reiteradas
ocasiones (S. de 15 de octubre de 1982 y Auto de 16 de octubre de 1985, entre otras resolu-
ciones), dado que los conceptos legales no pueden alcanzar, por impedirlo la propia naturaleza
310 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de las cosas, una precisión y claridad absolutas, es necesario en ocasiones un margen de inde-
terminación en la formulación de los tipos ilícitos que no entra en conflicto con el principio
de legalidad, en tanto no aboque a una inseguridad jurídica insuperable con arreglo a los cri-
terios interpretativos enunciados.

Lo que de una forma más sumaria, pero no menos contundente, describe así la
sentencia 149/1991, de 4 de julio:

es doctrina reiterada de este Tribunal la de que no vulnera la exigencia de ¡ex certa como
garantía de la certidumbre o seguridad jurídica, el empleo en las normas sancionadoras de con-
ceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente factible en
virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia que permitan prever, con suficiente segu-
ridad, la conducta regulada (SSTC 122/1987, 133/1987, 69/1989 y 219/1989).

Doctrina que ha hecho suya el Tribunal Supremo y generalizado con cita literal de
los párrafos del Tribunal Constitucional que acaban de transcribirse como hace la sen-
tencia de 15 de febrero de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 1812) a propósito del R.D. 1.907/1996
sobre publicidad.

La STC 89/1993, de 12 de marzo, introduce una fina precisión a propósito de los


términos y conceptos que, sin preocuparse de definirlos, utiliza el legislador:
el legislador penal no viene constitucionalmente obligado a acuñar definiciones específicas
para todos y cada uno de los términos que integran la descripción del tipo [...]. Una tal labor
definitoria sólo resultaría inexcusable cuando el legislador se sirviera de excepciones que por
su falta de arraigo en la propia cultura jurídica carecieran de toda virtualidad significante y
depararan, por lo mismo, una indeterminación sobre la conducta delimitada mediante tales
expresiones.

La infracción tipificada en el artículo 7 de la Ley 16/1989, de 17 de julio, de


Defensa de la Competencia, es un buen ejemplo de concepto jurídico indeterminado
incrustado en una norma sancionadora y, al mismo tiempo, del margen de apreciación
para el operador jurídico, de lo que se hablará inmediatamente: «competencia desle-
al que por falsear de manera sensible la libre competencia, en todo o en parte del mer-
cado nacional, afecte al interés público».
Porque además de los conceptos jurídicos indeterminados también es permitida la
utilización de una figura próxima: la de los conceptos cuya delimitación permite un
margen de apreciación. En los términos de la STS de 2 de mayo de 1987 (Ar. 10191;
Español), «ello no supone que tal principio [de tipicidad] esté infringido en los
supuestos en que la definición del tipo interpone conceptos cuya delimitación permite
un margen de apreciación y en tal sentido la STC 50/1983, de 14 de junio, admite tipi-
ficaciones genéricas como la de probidad, concebida según la propia sentencia como
un concepto jurídico indeterminado».
En resumidas cuentas —y en trance de facilitar una simplificada regla de oro—
la tipificación puede ser lo bastante flexible como para permitir al operador jurídico
un margen de actuación a la hora de determinar la infracción y la sanción concretas,
pero no tanto como para permitirle que «cree» figuras de infracción supliendo las
imprecisiones de la norma.
Lo difícil aquí es encontrar en la utilización normativa de estos conceptos un
punto de equilibrio entre su inevitabilidad y el riesgo de deteriorar más allá de lo per-
mitido los niveles de seguridad jurídica que pretende garantizar el mandato de tipifi-
cación. Ante los que ella cree que son excesos del legislador actual Susana HUERTA
E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN 311

{2000, p. 44) ha lanzado una señal de alarma: «soy de la opinión de que debe exacer-
barse el control constitucional frente a unos modos de tipificación penal cada vez
menos precisos y escasamente determinables con ayuda de los tradicionales métodos
de interpretación. Para lo cual sería deseable un fortalecimiento de la exigencia de
taxatividad a través de una actitud de mayor rigor ante la incorporación de conceptos
jurídicos indeterminados [...] admitiéndolos únicamente cuando no hubiera más
remedio y fuera relativamente sencilla su determinación por los órganos judiciales y
propiciando respecto de los así admitidos, una interpretación basada en el principio
de in dubio pro iibertate [...] Sólo así podrá evitarse que [...] el juzgador que haya de
interpretarlos se convierta en legislador, con el consiguiente riesgo de decisionismo y
arbitrariedad».
Forzoso es reconocer, sin embargo, que en este punto se encuentra todavía el
Derecho Administrativo Sancionador en una fase muy poco desarrollada y los comen-
taristas se contentan con admitir —siguiendo los esquemas del Derecho Penal— tanto
los elementos tipificadores descriptivos como los normativos y de recomendar el uso
de los tipos cerrados (o autosuficientes) pero sin rechazar los abiertos {o sea, los que
necesitan de otra norma que los complete).
Aun admitiendo lo justificado de la tendencia jurisprudencial a equiparar, tam-
bién en este punto, el Derecho Administrativo Sancionador al Derecho Penal, no
deben pasarse por alto las consecuencias indeseables que puede producir una actitud
rigurosa a tal respecto y que obligan, una vez más, a tener en cuenta las «matizacio-
nes» que son inevitables en este campo.
Un ejemplo singularmente frecuente es el de la práctica de negocios simulados y
de otros realizados en fraude de ley, prácticamente desconocidos en el Derecho Penal
(puesto que allí normalmente son inviables al no formar parte del tipo negocio jurídi-
co alguno) pero corrientes en el Derecho Administrativo, sobre todo en el ámbito eco-
nómico, como se ha descubierto en el Derecho Comunitario europeo. A la hora, por
ejemplo, de reclamar subvenciones no es raro descubrir que el hecho legitimante sea
un negocio jurídico simulado o realizado en fraude de ley. Piénsese a tal propósito en
el caso de una exportación de «salchichas» compuestas de desperdicios animales y
serrín. Unos fabricantes alemanes obtuvieron la subvención correspondiente a la
exportación aun a conciencia de que, al llegar a su destino, habían de ser destruidas
puesto que no podían aprovecharse para la alimentación. Las autoridades comunita-
rias estudiaron la posibilidad de imponer una sanción ante un fraude de ley tan evi-
dente; pero no se decidieron a hacerlo por considerar que en el tipo no se precisaba
que las salchichas subvencionadas habían de ser «para el consumo humano» y en su
lugar se optó por reformar el tipo a través del Reglamento 2 . 4 0 3 / 6 9 . Lo que significa
que, hasta tal fecha, los exportadores pudieron continuar sus prácticas fraudulentas
con absoluta impunidad (cfr. T I E D E M A N N , 1 9 8 9 , 2 2 3 1 ) .
En mi opinión, el escrúpulo fue injustificado y no debe haber reparo alguno en
aplicar al Derecho Administrativo Sancionador figuras procedentes del Derecho
Civil aunque no estén enraizadas en el Derecho Penal, puesto que el Derecho —y,
mucho menos, la Justicia— no vive en compartimentos estancos. La circunstancia de
que en el Derecho Penal no se haya desarrollado una teoría del fraude de ley no
puede impedir su aplicación en el Derecho Administrativo Sancionador que, como
en este libro se expone pormenorizadamente, es autónomo respecto de aquél. Por
emplear una vez más la (ambigua) expresión del Tribunal Constitucional, aquí hay
motivos más que suficientes para introducir un «matiz» en los principios del
Derecho Penal.
De la misma manera, y aunque nada diga la ley, es obvio que la jurisprudencia
ejerce una conocida función de precisión tipificante, a la que F E R R E R E S da un enorme
312 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

valor aunque no se le pasan por alto las dificultades de todo orden que ello supone en
la teoría de las fuentes (por la relatividad a estos efectos de las decisiones judiciales)
y, aún más, por razones constitucionales. «El principio de taxatividad —dice en la
p, 167— puede verse satisfecho con una combinación de ley, por un lado, y jurispru-
dencia del Tribunal Supremo que concreta su significación, por el otro. Pero no pare-
ce que se respete entonces el principio de reserva de ley que está al servicio de la idea
democrática de igualdad de los ciudadanos en la creación del derecho a través de sus
representantes parlamentarios. No es lo mismo, desde el punto de vista democrático,
que los jueces estén vinculados por las interpretaciones de los reglamentos a que lo
estén por las interpretaciones de un órgano como el Tribunal Supremo».

IV. LA TIPIFICACIÓN INDIRECTA

Entre la tipificación de delitos y la de infracciones administrativas median diferencias


sustanciales (constatadas ya por N I E T O en 1984) que lentamente se van reconociendo por
la doctrina y la jurisprudencia a despecho de la obsesión por equiparar el Derecho Penal
y el Derecho Administrativo Sancionador. Y como esta cuestión constituye la espina dor-
sal de todo el mandato tipificador conviene examinarla con el mayor detalle posible.

1. PECULIARIDADES DE LA TIPIFICACIÓN DE LAS INFRACCIONES ADMINISTRATIVAS

El repertorio de delitos es, por lo pronto, cuantitativamente limitado, de tal mane-


ra que los catálogos del Código penal y demás leyes penales, por muy amplios que
parezcan, son fácilmente cognoscibles, mientras que el repertorio de infracciones
administrativas es literalmente indominable y, si pretendiera ser exhaustivo, com-
prendería bibliotecas enteras. Lo cual obedece a una razón más profunda de naturale-
za cualitativa: la enumeración de los delitos es de ordinario autónoma en cuanto que
no remite a otras normas. Por ello no puede haber, como regla, más delitos que los
tipificados directamente: las normas penales no prohiben ni ordenan nada sino que
se limitan a advertir que determinadas conductas llevan aparejada una pena. Los
tipos sancionadores administrativos, por el contrario, no son autónomos sino que se
remiten a otra norma en la que se formula una orden o una prohibición, cuyo incum-
plimiento supone cabalmente la infracción. Estas normas sustantivas constituyen, por
ende, un pre-tipo, que condiciona y predetermina el tipo de la infracción.
En otras palabras, el Ordenamiento Jurídico administrativo está integrado funda-
mentalmente por mandatos y prohibiciones, cuyo incumplimiento lleva aparejada una
sanción (en sentido amplio), o sea, unas consecuencias que de ordinario se señalan en
un precepto distinto. Estas consecuencias son muy variadas, pero de ellas destacan
tres: la invalidez de la acción u omisión de incumplimiento, la sanción personal del
autor y la ejecución forzosa (que actúa en un nivel muy distinto ya que sólo tiene lugar
cuando el mandato o la prohibición han cristalizado en un acto administrativo singu-
lar). La invalidez y la ejecución forzosa están previstas de forma expresa en la LPAC,
mas no así la sanción personal (o sanción en sentido estricto) y tal carencia ha provo-
cado no pocos problemas.
Una vez hecha esta precisión, las distintas variantes tipificadoras más usuales en
el Derecho Administrativo Sancionador son las siguientes:

a) Tipificación reduplicativa. La norma sancionadora reproduce el mandato o


prohibición contenido en la norma primaria para advertir de manera expresa que su
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 313

incumplimiento constituye una infracción y lleva aparejada una sanción. Veamos un


ejemplo tomado de la Ley de Aguas (texto refundido de 20 de julio de 2001). El ar-
tículo 97.a) es una norma primaria de prohibición: «Queda prohibida [...] toda activi-
dad susceptible de provocar la contaminación o degradación del dominio público
hidráulico». Mientras que el artículo 108./) es una norma de tipificación reduplicati-
va: «Se consideran infracciones administrativas los vertidos que puedan deteriorar la
calidad del agua».
Esta técnica es a todas luces inútil —y hasta aberrante en la práctica— puesto que
con tan estricta interpretación sólo se consigue alargar desmesuradamente la exten-
sión de las normas sin aumento alguno de la garantía jurídica, ya que los ciudadanos
pueden conocer sus obligaciones (en la descripción realizada en el pre-tipo) sin nece-
sidad de que se reiteren en el tipo y lo único que necesitan que se les precise son las
consecuencias punitivas del incumplimiento. No obstante, los legisladores —escar-
mentados con las frecuentes nulidades con que les castiga el Tribunal Constitucional—
se curan a veces en salud y con innecesaria, pero para ellos prudente escrupulosidad
utilizan la técnica reduplicativa aun a riesgo de olvidarse algún imperativo legal y de
crear, en consecuencia, un vacío de impunidad.

b) Tipificación remisiva expresa. Siendo en mi opinión absolutamente correcta,


se emplea con frecuencia en el Derecho Administrativo Sancionador. La ley, para
cumplir con el principio de la tipificación legal, enumera de forma individualizada las
infracciones; pero para no alargar inútilmente los textos, prescinde de la reproducción
de los mandatos y prohibiciones, remitiéndose de forma expresa a los preceptos en
que aparecen. El tipo, en consecuencia, no se realiza a través de una descripción
directa sino que surge de la conjunción de dos normas: la que manda o prohibe y la
que advierte que el incumplimiento es infracción. Valga de ejemplo lo dispuesto en la
letra g) del artículo 116 de la misma Ley de Aguas que acaba de citarse: «Son accio-
nes constitutivas de infracción: el incumplimiento de las prohibiciones establecidas en
la presente ley o la omisión de los actos a que obliga».

c) Tipificación remisiva residual. Ésta es la función que cumplen las remisiones


indirectas al calificar residualmente como leves las infracciones que no tienen otro
carácter: así sabemos que son infracciones sin necesidad de describir de nuevo el tipo;
y así sabemos, además, qué sanciones les corresponden. Vistas las cosas de este
modo, el valor esencial de la tipificación se conserva, pero se desformaliza .
Cierto es, desde luego, que en ocasiones se han anulado estas remisiones indirec-
tas residuales aunque la infracción sea calificada de leve, como hace la STS de 11 de
abril de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 3073) y antes la de 12 de febrero de 1999 (Ar. 1521). Pero
no hay que olvidar, por otra parte, que un precepto así constituye una verdadera cláu-
sula de estilo que aparece habitualmente en las leyes sectoriales que, enjuiciadas con
este rigor, habrían de quedar inexorablemente mutiladas provocándose , además, los
correspondientes vacíos normativos. El caso es que, bien sea para evitar estas disfun-
ciones o por otras causas, a veces resuelve con singular tolerancia el Tribunal
Supremo, según puede verse en la sentencia de 18 de junio de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 5845)
que pasa por alto la tipificación residual del artículo 58 del Reglamento de la ley
13/1988 de Ordenación del Mercado de tabacos, por considerar que la remisión que
allí se hace a «cualquier otra infracción» ha de ser «lo previsto en la ley (y) para q|uien
ocupa la posición de concesionario de una expendiduría no ha de resultar nada difícil
conocer [...] cuáles son las conductas debidas por el expendedor».
El Tribunal Constitucional tiende, por el contrario, a ser implacable con las remi-
siones legales residuales para las faltas, aunque su rigor resulta a veces ambiguo ya que
314 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

suele encontrar la inconstitucionalidad en la remisión a una norma reglamentaría, que


considera inadmisible en todo caso, pero es más tolerante cuando tal remisión, por muy
residual que sea, se refiere a otros preceptos legales (SSTC 341/1993 y 60/2000).

d) Tipificación implícita. La remisión de la norma tipificadora directa a la


norma de mandato o prohibición puede ser expresa, pero también implícita y esta cir-
cunstancia ha traído no pocos quebraderos de cabeza y agrias polémicas. Porque una
ley que contiene normas de prohibición y carece de normas de tipificación sanciona-
dora, puede entenderse de dos maneras:

1.a O bien que la tipificación sancionadora es completa aunque implícita, por-


que debe entenderse que la ley en modo alguno puede permitir que el incumplimiento
de sus mandatos y prohibiciones resulte impune. Ésta era la solución tradicional en
nuestro Derecho, considerándose sin dificultades que los Jefes de Departamentos, y
residualmente los Gobernadores Civiles, podían sancionar todos los incumplimientos.
De ello se han visto más arriba testimonios rigurosamente contemporáneos y en ver-
dad que no hay razón alguna para rechazar la tipificación por remisión implícita, dado
que no supone disminución de las garantías individuales: el ciudadano más simple ha
de suponer que el incumplimiento de una prohibición normativa ha de aparejar con-
secuencias oficiales desagradables.
2.a O bien se entiende que, ante tal carencia, el tipo no es completo y, por ende,
no hay posibilidad de sancionar.

No obstante, para mí esta variante es suficiente y correcta y entiendo que la des-


cripción completa de la infracción en el tipo es una reduplicación innecesaria e inútil
y, además, inviable, de tal manera que su exigencia es el resultado de un dogmatismo
inaceptable que conduce a la irrealidad. Esto me parece indudable en lo que se refiere
a la tipificación de la infracción; pero es claro que con esta fórmula implícita no
queda cumplida la segunda faceta del mandato de tipificación, es decir, la atribución
de sanción: una cuestión que será examinada con detalle en el epígrafe VII de este
mismo capítulo.
Un incumplimiento es, en suma, el núcleo del tipo de las infracciones adminis-
trativas y por ello la norma sancionadora precisa de otra que le proporcione el man-
dato o prohibición que puede luego ser incumplido. Esto siempre ha sido así y en la
actualidad puede considerarse como la regla estructural del sistema normativo del
Derecho Administrativo Sancionador. Conste, sin embargo, que caben excepciones
cuando la norma administrativa tipificante opera igual que en el Derecho Penal, es
decir, que, en lugar de remitirse a otra norma externa impositiva de mandatos o prohi-
biciones, construye ella por sí misma también el tipo completo. Cuando en el artículo
192 de la ley de patrimonio de las Administraciones Públicas de 3 de noviembre de
2003 se considera infracción «la producción de daños en bienes de dominio público»
o «las actuaciones sobre bienes afectos a un servicio público que impidan o dificul-
ten gravemente la normal restación de aquél», no se están remitiendo a un precepto
legal expreso que prohiba daños los bienes de dominio público sino, a todo lo más, a
una «norma» (en el sentido de BINDING) en la que se cristaliza el sentido jurídico
común de que no se deben dañar bienes de ninguna clase.
Los daños a bienes de dominio público o las perturbaciones a la normal presta-
ción de servicios públicos se integran dentro de la institución genérica de la respon-
sabilidad (civil) y en rigor no necesitarían de regulación punitiva alguna. Ahora bien,
el Código penal no se ha contentado con las reparaciones civiles y ha creado para
algunos supuestos especiales el delito de daños; de la misma manera que la ley citada
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 315

ha decretado para otros supuestos especiales la infracción administrativa de daños al ser-


vicio público. Y nótese que en ambos tipos la estructura normativa es la misma, a dife-
rencia de lo que sucede como regla general en el Derecho Administrativo Sancionador.

2. TERQUEDAD DL LA PRÁCTICA LEGISLATIVA

Cuanto se está diciendo no implica, desde luego, desconocimiento de una doctri-


na jurisprudencial y de autores que sostiene lo contrario; pero los dogmatismos no
pueden vencer la realidad y el hecho es que el legislador se resiste a emplear la téc-
nica reduplicativa y termina tipificando las infracciones por simples remisiones al
pre-tipo. El legislador, presionado por la exigencia jurisprudencial de describir posi-
tiva y directamente la infracción, a veces así lo hace —o intenta hacerlo—; pero de
ordinario se limita a describir algunos tipos y, convencido de la imposibilidad de
lograr una lista exhaustiva (so pena de reproducir dos veces todas las órdenes y pro-
hibiciones), termina cerrando su lista con una cláusula general que define como
infracciones todos los incumplimientos en general: la única forma de no dejar sin
tipificar infracción alguna.
. Para comprobarlo basta repasar la legislación sectorial en la que la fórmula indi-
cada está tan generalizada que puede ser tenida más por regla que por excepción.
Veamos dos ejemplos que podrían multiplicarse indefinidamente:
Como texto dispositivo valga el artículo 108.2.a) 15 de la Ley de Medicamentos de
1990: Son infracciones leves «el incumplimiento de los requisitos, obligaciones o pro-
hibiciones establecidos en esta ley y disposiciones que la desarrollan que, en razón de
los criterios contemplados en este artículo, merezcan la calificación de leves o no pro-
ceda su calificación como faltas graves o muy graves».
Y en términos más literarios dice así la Exposición de Motivos de la Ley 26/1988,
de 29 de julio, de disciplina e intervención de entidades de crédito: «Se tipifican las
infracciones tratando de obtener un equilibrio entre la imprescindible concreción de las
conductas sancionadas, atendiendo a su gravedad y la definición de aquéllas con el
grado necesario de generalidad que evite el posible vaciamiento futuro de la ley, así
como el exceso de casuismo o la exhaustividad en su relación, tan imposible como
inútil en una actividad sujeta a rápida evolución». Lo que se concreta así en el artícu-
lo S.d): «La realización meramente ocasional o aislada de actos u operaciones prohi-
bidas por normas de ordenación y disciplina con rango de ley o con incumplimiento de
los requisitos establecidos en las mismas»./): «La realización de actos u operaciones
prohibidas por normas reglamentarias de ordenación y disciplina o con incumpli-
miento de los requisitos establecidos en las mismas, salvo que tengan un carácter mar-
cadamente ocasional o aislado»; o en el artículo 6: «Constituyen infracciones leves
aquellas infracciones de preceptos de obligada observancia que no constituyan infrac-
ción grave o muy grave conforme a lo dispuesto en los artículos anteriores».
El entusiasmo de neófito que caracteriza a nuestra doctrina y buena parte de nues-
tra Jurisprudencia (sobre todo del Tribunal Constitucional) ha obligado al Legislador
a extremar sus precauciones tipificadoras que en ocasiones se expresan en listas inter-
minables. Esto es lo que se ha denominado «síndrome del Decreto 2347/1985», alu-
diendo con ello a las ¿olorosas (para la Administración y para los intereses públicos)
consecuencias de la anulación de dicho Real Decreto. Lo que no impide, por lo
demás, que el Legislador tenga que acudir al final a la cláusula general de remisión
que termina cerrando sus cuidadosas listas.
La Ley de 26 de diciembre de 1987, reguladora de la potestad sancionadora de
la Administración Pública en materia de juegos, ha pretendido ser excepcionalmente
316 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

escrupulosa aunque sólo sea por la cuantiosa jurisprudencia que sobre el particular
se habia producido anulando reglamentos e innumerables sanciones concretas
por violación del principio de legalidad. Pues bien, no obstante las precauciones
adoptadas, esta ley, fruto del escarmiento, no ha podido evitar que en las prolijas
relaciones tipificantes de infracciones se deslicen algunas muestras de estableci-
miento por remisión. Así, en el artículo 2.a) se consideran infracciones muy graves
las actividades realizadas «con incumplimiento de los requisitos y condiciones esta-
blecidos en las autorizaciones». Y, más claramente todavía, en el artículo 3.j) se
considera falta grave «el incumplimiento de las normas técnicas de los Reglamentos
de los juegos».
La Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988 ha ensayado una
nueva fórmula, al declarar en su artículo primero que «constituyen infracciones admi-
nistrativas en el orden social las acciones u omisiones de los distintos sujetos respon-
sables tipificadas y sancionadas en la presente ley». Como se ve, aquí se acude a la
remisión; pero remisión a la propia Ley, con lo cual se pretende evitar el reproche de
la remisión en blanco. Ahora bien, esta precaución ha resultado inútil dado que siguen
existiendo mandatos y prohibiciones cuyo incumplimiento genera responsabilidad
sancionadora, que no aparecen en la Ley citada sino en el resto del ordenamiento sec-
torial laboral y del orden social. Y es que, como advierte D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 7 9 ) , «esta-
mos ante una normativa muy densa y compleja, que prácticamente imposibilita, a
menos que se quiera reproducir toda esta normativa en el ámbito sancionador, el tipi-
ficar todas y cada una de las infracciones posibles a esta normativa». Y a continua-
ción el mismo autor (pp. 180-181) expone la tesis sobre la que ya vengo insistiendo
desde 1984 y que ahora se refuerza con su autoridad: «El carácter infractor de una
conducta respecto a la norma del orden social no nace tanto de que otra norma decla-
re que es infracción su incumplimiento, en tanto que ello es patente en la norma que
impone la obligación de hacer o no hacer [...]. El complemento que la norma del
orden social ha de buscar en la norma sancionadora no es tanto de carácter sustanti-
vo, de tipificación en sí, en cuanto infracción de conductas contrarias a los deberes
establecidos por la norma, como de calificación de la infracción y de graduación de
la sanción. De esta forma, norma sustantiva y norma sancionadora se complementan
y forman un bloque en el que cada una de ellas tiene un papel determinado. La pri-
mera el de definir deberes, la segunda, más que indicar que los incumplimientos de
tales deberes son infracciones, debe realizar un encuadre jurídico del des valor exac-
to que el Ordenamiento Jurídico adjudica a tales violaciones». (Nótese que en las fra-
ses que he puesto en cursiva se encuentra una descripción tan breve como acertada de
las tesis de la doble vertiente del mandato de tipificación y de la esencialidad de la
segunda, es decir, de la atribución de sanción).
El éxito de esta fórmula explica que se empleara en otras leyes posteriores como
en la de 23 de marzo de 1995, de vías pecuarias [art. 21.4.c)] o en la de 3 de noviembre
de 2003, de Patrimonio de las Administraciones Públicas [art. 192.3._/)].
El artículo 5.d) de la Ley 26/1988, de 29 de julio, sobre disciplina e intervención
de las entidades de crédito, nos proporciona otro ejemplo de esta figura que ofrece,
respecto de las anteriores, la peculiaridad de «la realización de actos u operaciones
prohibidas por normas de ordenación y disciplina con rango de ley o con incumpli-
miento de los requisitos establecidos en las mismas, salvo que tenga un carácter
meramente ocasional o aislado».
La ley de 21 de febrero de 1992, de protección de la seguridad ciudadana, ensayó
otra fórmula más ambiciosa en su artículo 26f) en el que se calificaban de infracciones
leves «todas aquellas que, no estando calificadas como graves o muy graves, consti-
tuyan incumplimiento de las obligaciones o vulneración de las prohibiciones estable-
E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN 317

cidas en la presente ley o en leyes especiales relativas a la seguridad ciudadana, en los


reglamentos específicos o en las normas de policía dictadas en ejecución de las mis-
mas». Ahora bien, la STC 341/1993, de 18 de noviembre, intentó cortar de raíz tal
práctica al anular lo subrayado por entender que contradecía el principio de la reserva
legal consagrado en el artículo 25.1 de la Constitución. Objetivo que ciertamente no
logró puesto que la fórmula siguió reproduciéndose en otras leyes posteriores, como
la de 1 de julio de 2002, de prevención y control integrados de contaminación, cuyo
artículo 2 califica de infracción leve «el incumplimiento de las prescripciones estableci-
das en esta ley o en las normas aprobadas conforme a la misma, cuando no esté tipi-
ficado como infracción muy grave o grave».
En todos estos ejemplos aparece con claridad la figura de la tipificación por remi-
sión (en la terminología que en este libro se introduce) y que SUAY (en F E R N Á N D E Z
RODRÍGUEZ, 1 9 8 9 , 4 3 - 4 4 ) denomina «cláusula residual» advirtiendo que «con mayor
o menor fortuna podemos encontrar una cláusula de estas características en la mayor
parte de las leyes que integran nuestro ordenamiento; la denominamos aquí residual
porque recoge todo lo que ha sido definido como infracción de manera expresa».
A mi juicio, lo importante no es tanto la residualidad específica sino la remisión
genérica, que puede operar fuera de una cláusula residual. Más todavía: esto era lo
habitual, tal como se ha explicado, en nuestro ordenamiento tradicional y sólo en los
últimos años los rigores del Tribunal Constitucional se han reflejado en escrúpulos del
legislador, quien se empeña en tipificar positivamente todas las infracciones. Empeño
inútil y, además, imposible. Imposible porque no hay forma humana de describir posi-
tivamente las innumerables infracciones que se deducen del ordenamiento jurídico; e
inútil, porque ninguna garantía añade al ciudadano y únicamente se traduce en una
duplicación formal de textos.
En el Derecho francés la tipificación por remisión es una figura absolutamente
habitual y conocida desde antiguo, tal como la describe M O U R G E O N ( 1 9 6 7 , 2 4 6 ) en un
párrafo que merece ser transcrito íntegramente no obstante su extensión: La incrimi-
nación legislativa puede ser directa o indirecta. «La incriminación es directa cuando
el texto califica de infracción un hecho determinado o un conjunto de hechos deter-
minados. En este caso la incriminación concreta realizada por la autoridad represiva
es relativamente sencilla, dado que, estando ya descrita por el legislador la violación
de la obligación, la autoridad sancionadora se limita a indagar si el hecho correspon-
de a tal descripción. La incriminación es indirecta cuando el texto impone una obli-
gación declarando que cualquier hecho contrario a ella es constitutivo de infracción.
La autoridad sancionadora se encuentra entonces bien a pesar suyo, sustituyendo al
legislador, ya que tiene que decidir en qué condiciones se produce la violación de la
obligación, incluso antes de indagar si el hecho es constitutivo de la violación. Lo cual
significa que la incriminación legislativa indirecta no es propiamente tal y en realidad
las dos incriminaciones (la genérica y la específica) corresponden a la autoridad san-
cionadora. En el Derecho Administrativo la incriminación legislativa es habitualmen-
te indirecta».
Volviendo al Derecho español, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de recoger
y legitimar esta variante en la sentencia de 25 de enero de 1979 (Ar. 467; Botella). En
el caso de autos se discutía la legalidad de una tipificación por remisión establecida
en el Reglamento de 23 de marzo de 1972 en el que genéricamente «se prohiben las
prácticas dirigidas a modificar o enmascarar el estado o cualidades naturales de los
productos necesarios para la obtención de bebidas alcohólicas».
Descripción que el sancionado consideraba una violación del principio de la lega-
lidad y mandato de tipificación. Pues bien, la sentencia declara con sano juicio común
que éstas son alegaciones
318 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

carentes de efectividad por cuanto olvidan la imposible concreción en tipos sancionables, dada
la índole de la materia, de todos los casos posibles de contradicción del citado y genérico prin-
cipio general caracterizador de las prácticas prohibidas; lo que necesariamente implica formu-
lación reglamentaria de un tipo residual que cubra la diferencia entre las determinaciones espe-
ciales y el total ámbito de ¡a prohibición legal, pues de otra manera resultaría ésta cercenada en
su extensión o infringida a virtud de la siempre incompleta enumeración de prohibiciones
expresadas al máximo nivel de concreción mediante las especificaciones reglamentarias.

Atinada observación que se completa con una reflexión dogmática que avala lo
que acaba de decirse:
Teniendo en cuenta, además, la diversidad del modo de generar normas tipificantes en los
órdenes administrativo y penal, ya que el primero incluye la posibilidad de preceptos genera-
les en la ley, rectores de la posterior tipificación reglamentaria, lo cual no es dable en el campo
del Derecho penal donde los genéricos tipos de conducta prohibida a nivel de ley formal sólo
son susceptibles de concreción por la vía casuística de su interpretación —y praxis jurisdic-
cional— con entera marginación de la potestad reglamentaria de la Administración Pública.

Y lo mismo viene a declararse en la sentencia de 23 de mayo de 1988 (Ar. 4196;


Rosas) de la que volveré a ocuparme más adelante: no vulnera la reserva legal
la remisión que el precepto que tipifica las infracciones realice a otras normas que impongan
derechos y obligaciones concretas, de forma que su conculcación se asuma como elemento
definidor de las infracciones sancionables, siempre que sea previsible con suficiente grado de
certeza la consecuencia punitiva de aquel incumplimiento o transgresión y en el caso de autos
existen [en el Decreto remitente] unas normas que definen con la suficiente claridad y preci-
sión los deberes, cuyo incumplimiento puede y debe entenderse, con certeza más que sufi-
ciente, incorporadas y subsumidas en la definición de las conductas sancionables.

No menos rotundo ha sido, por su parte, el Tribunal Constitucional, en su senten-


cia 219/1989, de 21 de diciembre, al admitir una tipificación por simple remisión de
la ley a otra norma en la que se especifican obligaciones concretas, cuyo incumpli-
miento es la infracción:
No vulnera la exigencia de lex certa la remisión que el precepto que tipifica las infrac-
ciones realice a otras normas que impongan deberes y obligaciones concretas de ineludible
cumplimiento de forma que su conculcación se asuma como elemento definidor de la infrac-
ción sancionable misma, siempre que sea asimismo previsible, con suficiente grado de certe-
za, la consecuencia punitiva derivada de aquel incumplimiento o transgresión.

La trascendencia de esta sentencia es enorme pues no sólo avala la tesis que aquí
se está sosteniendo sino que la lleva hasta sus últimas consecuencias al admitir su uti-
lización tanto para tipificaciones legales como reglamentarias e incluso para normas
corporativas rigurosamente internas (aunque bien es verdad que, por lo que se refie-
re a lo último, tal doctrina dista mucho de haberse consolidado):

En el presente caso existen unas Normas Deontológicas [de un Colegio Profesional] que
definen con precisión los deberes profesionales de los colegiados [...]. Es evidente, por ello, que
el incumplimiento de dichas normas debía y podía entenderse, con certeza más que suficiente,
incorporado o subsumido en la abstracta definición que el artículo 39 de los Estatutos realiza
de las conductas sancionables como aquellas que se apartan de los deberes profesionales.
Frente a esta manifestación de previsibilidad de las conductas sancionables [...] carece de
relieve la circunstancia de que las Normas Deontológicas no definan expresamente como
infracciones el incumplimiento de sus preceptos, o que se contengan en distintos textos ñor-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 319

mativos e incluso que no hayan sido objeto de publicación [...] pues esta omisión que en el
ámbito de las relaciones de sujeción general impediria la aplicación de cualquier norma san-
cionadora, no puede valorarse, en el orden específico del Colegio Profesional, ni siquiera
como indicio de inseguridad jurídica con relación a los propios colegiados.

La STC 228/1993, de 9 de julio, también ha ratificado de forma expresa la cons-


titucionalidad del artículo 44.3 de la Ley autonómica gallega de 20 de julio de 1988,
en el que se califica por remisión como infracción «el incumplimiento de las normas
relativas a horarios comerciales».
Si volvemos ahora a la Ley 26/1988, de la que antes se ha citado un precepto tipi-
ficador por remisión a una ley, podemos comprobar, en el artículo 5 . 1 / ) una nueva
tipificación por remisión reglamentaria: «La realización de actos u operaciones pro-
hibidas por normas reglamentarias de ordenación y disciplina o con incumplimiento
de los requisitos establecidos en las mismas». Precisándose en el articulo 1.5 que

se consideran normas de ordenación y disciplina las leyes y disposiciones administrativas de


carácter general que contengan preceptos específicamente referidos a las entidades de crédito
y de obligada observancia para las mismas. Entre tales disposiciones se entenderán compren-
didas tanto las aprobadas por los órganos del Estado o, en su caso, de las Comunidades
Autónomas que tengan atribuidas competencias en la materia, como ¡as Circulares aprobadas
por el Banco de España, en los términos previstos en esta ley.

De esta manera sucede que, tal como ya se ha indicado en otros lugares, se ha


puesto en manos de las Administraciones General del Estado y Autonómicas y, lo que
es más llamativo aún, del Banco de España y de sus Circulares nada menos que la
potestad sancionadora normativa. Con la consecuencia de que cualquier decisión del
Banco de España —-que conocidamente no se limita a «ejecutar» la Ley, sino que
tiene un amplísimo marco de discrecionalidad técnica y política— se convierte auto-
máticamente en un tipo de infracción administrativa por virtud de la remisión que
acaba de transcribirse: una buena lección para los defensores de la interpretación rigu-
rosa del principio de la legalidad.
Aunque bien es verdad que nada de todo esto puede compararse con lo dispuesto
en el artículo 16.3 de la Ley 19/1988, de 12 de julio, sobre Auditoría de Cuentas: «se
considerarán infracciones leves cualesquiera acciones u omisiones que supongan
incumplimiento de las normas técnicas de auditoría que no estén incluidas en el apar-
tado anterior».
Lo curioso del caso es que quienes tantos escrúpulos sienten y tantos obstáculos
levantan a la tipificación por remisión en el Derecho Administrativo Sancionador no
se escandalizan por la circunstancia de que en el Derecho Penal cada vez se están
generalizando más estas técnicas hasta el punto de que hoy pueda considerarse habi-
tual la existencia de leyes penales en blanco, en un tiempo rigurosamente excepcio-
nales y vehementemente sospechosas de ilicitud según tuvimos ocasión de compro-
bar en el epígrafe correspondiente del capítulo anterior.
En definitiva y resumiendo: 1 E l mandato de tipificación (en sentido amplio) se
manifiesta en dos planos sucesivos, imponiendo que la norma describa primero la
infracción (tipificación en sentido estricto) y que luego le atribuya una sanción. 2.°
Para cumplir este doble mandato de forma individualizada, directa y completa, la
norma tiene que comprender los siguientes elementos: una descripción concreta de la
infracción y una atribución de la sanción, también concreta que le corresponde. 3.°
Pero la norma también puede realizar la tipificación a través de una estructura más
complicada declarando genéricamente —y sin precisión de contenido alguno— que
constituye infracción el incumplimiento de un mandato establecido en otro precepto,
320 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de tal manera que la tipificación resulta de la conjunción entre la norma que estable-
ce el mandato (o prohibición) concreto y la norma que declara genéricamente que su
violación es una infracción.
Con cualquiera de estas fórmulas se cumple suficientemente la tipificación de la
infracción; pero aún queda por verificar el cumplimiento de la segunda vertiente del
mandato de tipificación, o sea, la atribución de la sanción, tal como va a precederse
más adelante.
Conviene, con todo, antes de proseguir, poner de relieve lo siguiente: la tesis que
acaba de exponerse parecerá, de seguro, a los más escrupulosos peligrosamente rela-
jada. Pero debe pensarse en el progreso de precisión que representa respecto de la
postura tradicional del Orden Público como remisión suficiente para justificar la
calificación como infracción de todas las desobediencias. Guste o no guste, el hecho
es que siempre se ha tenido conciencia de que la tipificación no podría ser igual en
el Derecho Administrativo Sancionador que en el Derecho Penal. Aceptado esto, se
señalaba que la peculiaridad administrativa consistía en cualquier infracción del
Orden Público. Lo cual, a la vista de la amplísima concepción de éste en la vieja ley,
se traducía en algo muy simple: cualquier desobediencia a una norma o a un acto
administrativo singular equivalía a una infracción de Orden Público. Postura perfec-
tamente reflejada en el Preámbulo de la Ley de 20 de julio de 1963, sobre prácticas
restrictivas de la competencia: «aplicar la técnica de la tipicidad penal, definiendo
como delitos los actos prohibidos por la ley en esta materia concreta, atentaría al
principio de seguridad jurídica, dadas las dificultades de tal tipificación [...]; en rea-
lidad, y por su propia esencia, la idea de orden público no viene a ser otra cosa sino
la cláusula de reserva por donde aquellos actos contrarios al interés de la comuni-
dad y que son de imposible tipificación penal, viene a ser recogida (para impedir que
escapan a su sanción, en mengua o con detrimento de dicho interés)».
Ahora bien, una vez que la Jurisprudencia ha cerrado esta salida, constriñendo las
infracciones de orden público únicamente a las que se refieren a él en sentido estricto,
resulta inevitable o bien acogerse a la tipificación rigurosa de tipo penal, absolutamen-
te inviable para las infracciones administrativas, o bien adaptar la regla a las peculiari-
dades del Derecho Administrativo Sancionador en el sentido que aquí se ha expuesto.

V EN ESPECIAL, TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS LOCALES


La tipificación de infracciones y sanciones realizada en ordenanzas locales tiene
hoy un régimen tan particular que merece un análisis separado.
Con la reciente Ley 57/2003 se ha pretendido cerrar —y casi se ha conseguido—
un período de veinte años cargados de polémicas, contradicciones jurisprudenciales
e inseguridad jurídica generalizada. Pero conste que no siempre ha sido así, puesto
que tradicionalmente se venía aceptando de manera específica la potestad sanciona-
dora municipal en todas la fases de su ejercicio, según aparece en la sucesivas leyes
de régimen local de los siglos xix y XX y, sobre todo, según puede comprobarse en la
práctica de cada momento histórico.

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN

En la actualidad la legislación de régimen local de 1985-1986 parecía haber regu-


lado satisfactoriamente la materia de la potestad sancionadora de los entes locales
desde el momento en que —según se ha visto en el capítulo tercero, II— les había atri-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 321

buido de forma expresa tal potestad, señalado un límite para las sanciones y aludido
inchiso a las infracciones de ordenanzas. La cuestión parecía, en consecuencia, no
ofrecer dificultad alguna ya que no era sino continuación de un régimen tradicional
varias veces centenario, nunca discutido ni por la doctrina ni por la jurisprudencia y
que, además, se cerraba con el conocido artículo 603.2 del Código Penal en el que se
proclamaba que «las disposiciones de este libro no excluyen ni limitan las atribuciones
que por las leyes municipales o cualesquiera otras especiales competan a los funcio-
narios de la Administración para dictar Bandos de Policía y buen gobierno y para
corregir gubernativamente las faltas en los casos en que su represión les está enco-
mendada por las mismas leyes».
En lo que aquí interesa la clave del sistema se encontraba en el alcance de la
potestad de ordenanza, puesto que es en éstas donde se tipifican de ordinario las
infracciones municipales más características. Pero este punto estaba también ase-
gurado ya que la potestad de ordenanza está comprendida en la potestad regla-
mentaria reconocida a los Entes locales en el artículo 4.1 .a) de la Ley de Bases de
Régimen Local y, además, el artículo 55 del Texto Refundido de las disposiciones
de régimen local declara que «en la esfera de su competencia las Entidades loca-
les podrán aprobar Ordenanzas y Reglamentos y los Alcaldes dictar Bandos. En
ningún caso contendrán preceptos opuestos a las leyes». Independientemente de
ello, en algunos supuestos la legislación sectorial atribuye de forma expresa esta
potestad para materias determinadas. Así, el Real Decreto Legislativo 339/1990,
antes citado, precisa que «se atribuyen a los municipios las siguientes competen-
cias: [...] b) la regulación mediante disposición de carácter general de los usos de
las vías urbanas».
De esta manera iban funcionando las cosas sin contestaciones ni alarmas: los
ayuntamientos establecían deberes y obligaciones en ordenanzas, cuyos incumpli-
mientos eran sancionados por ellos y a nadie llamaba la atención la exigencia de
reserva legal de tipificación proclamada —al decir del Tribunal Constitucional— por
la Constitución; o mejor dicho: se entendía que tal reserva quedaba cumplida en la
tipificación realizada expresamente por las ordenanzas.
Este pacífico equilibrio empezó a desmoronarse en los años ochenta hasta rom-
perse del todo en muy poco tiempo por la aparición de varias circunstancias con-
currentes: primero, por la irrupción de una firme doctrina del Tribunal
Constitucional que, sin perjuicio del silencio del texto constitucional sobre este
punto, entendió que la exigencia de reserva legal se extendía a todas las ramas y
manifestaciones del Derecho punitivo; segundo, por la aceptación doctrinal gene-
ralizada, y hasta entusiasta, de tal postura; y tercero, porque el silencio de la LPAC
se entendió como una confirmación implícita de la regla al no haber establecido
excepción alguna a ella.
En 1990 se había invertido totalmente, pues, la situación tradicional de tal mane-
ra que era pacífica la exigencia de la reserva de ley sectorial (dado que la LBRL no
cumplía este objetivo) para la tipificación de infracciones sin establecer peculiaridad
alguna para los entes locales cuyas ordenanzas, a lo sumo, podían colaborar con y
completar los tipos establecidos en las leyes, exactamente igual que los demás regla-
mentos administrativos.
El régimen jurídico admitía, en definitiva, tres supuestos que aparecen identifica-
dos con absoluta precisión en la STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608): a)
tipificación legal exclusiva; b) tipificación legal previa desarrollada o completada por
ordenanzas; y c) tipificación por ordenanza que carece de cobertura legal. Las dos
primeras manifestaciones no son apenas problemáticas por lo que sólo en la última
nos detendremos con cuidado.
322 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

2. TIPIFICACIÓN LEGAL EXCLUSIVA

Es un supuesto bastante corriente: las leyes sectoriales tipifican con detalle sufi-
ciente de tal manera que las Ordenanzas locales resultan superfluas. Lo que no obsta,
claro es, a la intervención de los Alcaldes para imponer sanciones de acuerdo con las
leyes estatales o autonómicas.
Para REBOLLO ( 2 0 0 4 , 3 6 1 ) la duplicación de textos puede ir bastante más lejos de
la siemple superfluencia y llevar a la ilegalidad: «Las Ordenanzas no pueden tipificar
conductas que ya sean típicas [...] en otra ley autonómica o estatal. Algunas veces
habrá un solo solapamiento parcial y ocasional entre las infracciones, tipificadas en
una Ley y una Ordenanza. En tal caso se estará ante un concurso que habrá que resol-
ver conforme a las reglas que las regulen y sin que ello afecte a la validez de la norma
local, sino sólo a su aplicación en el caso concreto. Pero si se trata pura y simplemente
de que la Ordenanza tipifique como infracción lo que indefectiblemente está ya tipi-
ficado en una ley, entonces la Ordenanza habrá desbordado su ámbito propio, y será
nula en este punto. Las Ordenanzas que se exceden por tipificarse lo que ya es típico
de acuerdo con la ley —además de que lejos de proteger mejor contra la contamina-
ción acústica, hacen un gran favor a los infactores— son ilegales».

3. TIPIFICACIÓN LEGAL PREVIA Y DESARROLLO POSTERIOR POR ORDENANZA

Este es el supuesto más normal en la esfera local. Aquí puede parecer a primera
vista que se viola la regla de la reserva legal. Pero no es así, puesto que, como por-
menorizadamente se ha explicado ya, la reserva legal no implica exclusión absoluta
de la participación reglamentaria; de tal manera que Reglamentos y Ordenanzas pue-
den colaborar en la tarea tipificadora con tal que la ley establezca un contenido míni-
mo que luego entrega al Ejecutivo para que éste lo desarrolle de acuerdo con sus ins-
trucciones.
En este punto conviene recordar que una técnica habitual en el desarrollo regla-
mentario es acudir a la tipificación indirecta (o por remisión). El artículo 2.2 del
REPEPOS ha positivizado en los siguientes términos esta práctica normativa en lo
que se refiere a las Ordenanzas locales:

las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen como infracciones
hechos y conductas mediante Ordenanza y tipifiquen como infracción de Ordenanzas el
incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas en las mismas
[al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley].

En definitiva, si las Ordenanzas locales establecen mandatos y prohibiciones,


puede luego convertirse automáticamente su incumplimiento en infracción si es que
aparece, como estamos viendo, una tipificación indirecta o por remisión. Ahora bien,
antes de seguir adelante conviene hacer unas precisiones a propósito de los términos
que emplean los artículos 57, 58 y 59 de una norma de rango legal: el Texto Refundido
de las Disposiciones de Régimen Local.
En ellos se habla de «infracciones de las Ordenanzas» y de «infracción de
Ordenanzas», sin aludir para nada a los Reglamentos y a los Bandos. Lo cual no quiere
decir, a mi juicio, que las infracciones tipificadas en ellos no sean sancionables, ya
que debe entenderse que se emplea la palabra «Ordenanza» en sentido amplio equi-
valente a norma —es decir, como producto de la potestad reglamentaria genérica— y
no en el sentido estricto del artículo 55.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 323

Además, y por otro lado, la expresión «infracciones de las Ordenanzas» no es


simplemente el plural de «infracción de Ordenanzas», sino que refleja, por inercia his-
tórica, una dualidad de figuras jurídicas: las «infracciones de Ordenanzas» se están
refiriendo directamente a las infracciones tipificadas como tales en las Ordenanzas,
mientras que la «infracción de las Ordenanzas» es un tipo cuyo contenido consiste
cabalmente en el incumplimiento de los mandatos y prohibiciones establecidos en las
Ordenanzas.
Los mecanismos de remisión son, conocidamente, muy variados y no se agotan
en la referencia de Ordenanza a Ordenanza, sino que también cabe —el supuesto es
muy frecuente— que la Ordenanza se remita a una ley, y, en fin, también es posible
que sea la ley la que se remita a la Ordenanza, tipificando como infracción las con-
travenciones de ésta. Así sucede con el Texto Refundido de la Ley del Suelo, cuyo
artículo 26.1 declara que «son infracciones urbanísticas las acciones u omisiones que
vulneren las prescripciones contenidas en la legislación y el planeamiento [con sus
Ordenanzas] urbanísticos, tipificadas y sancionadas por aquélla». Y, en efecto, el ar-
tículo 262 tipifica como infracciones «las acciones u omisiones que constituyan
incumplimiento de las normas [...]».
Estos supuestos no ofrecen problema alguno desde la perspectiva de la reserva
legal, ya que en todos ellos media una ley, sea remitente o remitida; lo que no sucede
en la tercera variante, que aconseja, por tanto, un análisis más pormenorizado.

4. TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS QUE CARECEN DE RESPALDO LEGAL

En los supuestos anteriores no parece que puedan surgir dudas razonables sobre
la legalidad de esta forma de tipificación, ya que existe una cierta y suficiente «cober-
tura legal». La dificultad surge cuando las Ordenanzas carecen de respaldo legal, ni
directo ni indirecto; y es el caso que, al iniciarse la etapa constitucional, los autores
se apresuraron a denunciar tal carencia. Denuncia que durante varios años careció de
trascendencia práctica puesto que no llegó a influir sobre los comportamientos san-
cionadores habituales de los ayuntamientos. Ahora bien, se trataba de una bomba de
relojería ya que era previsible que tarde o temprano habría de estallar en la jurispru-
dencia; como sucedió en la STS de 25 de mayo de 1993 (de la que nos ocuparemos
luego con pormenor), cuyas repercusiones habían de ser necesariamente catastróficas
en la práctica administrativa local dado que se arrebataba a las Entidades locales la
posibilidad de acompañar a sus mandatos y prohibiciones con una conminación para
los supuestos de incumplimiento. Y más todavía: la consecuencia final había de ser el
expulsar de la legalidad —y proclamar la invalidez de— miles de Ordenanzas, colo-
cando a los infractores en una situación de impunidad —e incluso creando una exten-
dida inseguridad jurídica— que un jurista con sentido de la responsabilidad social
(que no es incompatible con la condición de jurista, antes al contrario es el presu-
puesto de ella) tiene la obligación de intentar evitar. A ello hizo más tarde una refe-
rencia muy precisa la STS de 29 de septiembre de 2003, que será más adelante anali-
zada con mayor extensión y de la que ahora se adelanta un sustancioso fragmento:

Es sabido que para que verdaderamente estemos ante una norma jurídica con su triple con-
tenido de mandato, organización social y disciplina de relaciones jurídicas, es indispensable que
exista una garantía de la normativa correspondiente. Por los más autorcados teóricos del Derecho
se ha venido declarando que esa garantía no tiene por qué consistir necesariamente en la imposi-
ción de penas o de sanciones administrativas cuando la norma sea incumplida [...]. Con todo ha
de convenirse que la principal garantía está constituida por la posibilidad de imponer sanciones o
324 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

en su caso penas en los casos de incumplimiento de las normas. Ello es lo que asegura el respeto
al ejercicio de la autoridad democráticamente legitimada, la certeza de una convivencia social que
responda a unas normas mínimas y a los derechos subjetivos e intereses de los demás. Pero no se
trata de eso, sino que además en el campo del derecho público la posibilidad de imponer una san-
ción por conducta ilícita es lo que dota de contenido a una de las más típicas potestades de las
autoridades administrativas, como es la potestad reglamentaria. De este modo resulta cierta la afir-
mación de que un Reglamento (en nuestro caso una Ordenanza ¡ocal) que puede, sin ninguna con-
secuencia, ser incumplido por los ciudadanos a los que todo está permitido en ¡a materia, es una
norma reglamentaria sin fundamento ni garantía y por eso susceptible de quedar sin efectos.
Parece cuando menos deseable una integración de la normativa actual que de lugar a una inter-
pretación de la misma en virtud de la cual se dota de sustantividad a la potestad reglamentaria de
los entes locales, potestad ésta que reconoce de forma inequívoca nuestro Ordenamiento jurídico.

A) Primera crítica doctrinal

Por ello, sin necesidad de esperar el advenimiento de una solución legal o juris-
prudencial (que presumiblemente habría de venir tarde o temprano), resultaba forzoso
ensayar alguna solución teórica que mitigase los rigores de la reserva legal, que fue
cabalmente lo que se procuró en las anteriores ediciones de esta obra. El intento resul-
taba factible —y parecía, además, necesario— cuando surgía de un contexto sistemá-
tico del Derecho Administrativo Sancionador (inédito hasta entonces, según sabe-
mos), desde el que se podían combatir con cierta facilidad las críticas habituales,
absolutamente descontextualizadas, que se apoyaban en interpretaciones literalistas y
acríticas, elaboradas desde los puros principios del Derecho Constitucional. En cual-
quier caso, el autor de este libre —consciente de lo que podía significar la admisión
jurisprudencial y práctica de la tesis rigoristas— intentó tempranamente curarse en
salud desarrollando tina crítica minuciosa con arreglo al siguiente esquema:
a) Según es sabido, cuando el Tribunal Constitucional exige en el Derecho
Administrativo Sancionador la reserva legal, añade a renglón seguido que esta exi-
gencia no puede ser tan rigurosa como en el Derecho Penal, ya que aquí se admiten
«matizaciones». Pues bien, podría defenderse sin dificultad que los tipos establecidos
en una Ordenanza municipal suponen una matización propia del Derecho Local que
justificase la relajación de la reserva legal que en otros ámbitos es más rigurosa.
Esta tesis, aparentemente excesiva, se cimentaba a mayor abundamiento argu-
mentando que el propio Tribunal ha admitido la tipificación establecida en unas
Normas Deontológicas de Colegios Profesionales. Y, si bien es verdad que ello puede
explicarse por tratarse de relaciones de sujeción especial, también cabe la explicación
de que se trata de Ordenamientos singulares en los que no es encajable la dialéctica
Ley-Reglamento, que vale únicamente para el Estado y para las Comunidades
Autónomas. Cuando se trata de unos tipos establecidos por el Estado o por las
Comunidades Autónomas, es lógico que el Tribunal distinga entre Ley y Reglamento
porque existen allí los dos tipos de normas. Pero cuando se trata de entes corporati-
vos e institucionales, como carecen de leyes propias de ellos emanadas, sería ilógico
exigir este requisito y por ello el Tribunal pasa por alto la reserva legal en las Normas
Deontológicas. Pues exactamente lo mismo sucede con las Ordenanzas locales.
Más sorprendente podría parecer que las Circulares del Banco de España puedan
tipificar libremente infracciones de consecuencias económicas incalculables y, sin
embargo, esto es algo que la doctrina —tan crítica con las modestas Ordenanzas loca-
les— acepta sin dificultad y sin reparar que el Banco de España, a despecho de su
trascendencia política y de su respaldo comunitario europeo, tiene una posición
democrática y constitucionalmente más humilde que la del último de los municipios.
EL M A N D A T O DE TIPIFICACIÓN 325

b) Desde una perspectiva institucional ha de pensarse, además, que tanto las


Ordenanzas locales como las Normas Deontológicas de un Colegio Profesional son el
correlativo de las leyes del Estado y de las Comunidades Autónomas: normas emana-
das por los órganos de representación popular, a diferencia de los decretos y órdenes
ministeriales. En su consecuencia —-y haciendo uso de las «matizaciones» admisi-
bles— podría sostenerse que las Ordenanzas locales cumplen el requisito de la reserva
ley desde una perspectiva institucional y democrática.
c) A lo que todavía puede añadirse lo siguiente: una Ordenanza no es parangona-
ble con un Reglamento estatal, dado que está operando en una esfera dotada de autono-
mía y que no está subordinada a otra norma procedente del mismo Ente, como es el caso
de los Reglamentos ejecutivos. Para G A R C Í A DE ENTERRÍA (1993, 671), no obstante, las
consecuencias de esta autonomía pueden ser, en materia sancionadora, muy graves:
«Los ciudadanos que una mañana, andando por el monte, transiten por dos o tres tér-
minos municipales, o los que en bicicleta o en automóvil crucen varias docenas de ellos,
cambiarán sucesivamente en otros «espacios represivos» —o inversamente: «espacios
de libertad»— diversos: lo que es lícito en un municipio dejará de serlo al pasar al veci-
no; lo que en un término merece mil pesetas de multa puede costar en el colindante o
en el de más allá varios millones de pesetas [...]; eso sí, reinante en virtud del sacrosanto
principio de la autonomía local, lo cual quizás parezca un consuelo, además de una jus-
tificación, en el sentido técnico más riguroso, a los autores del Reglamento».
A mí me parece, en cambio, que es algo excesiva esta visión apocalíptica del
panorama sancionatorio municipal y que no hay motivo para tanta alarma, al menos
en lo que a las diferencias de multas se refiere. Aparte de que esto siempre ha sido así
en la esfera municipal, los españoles del siglo xxi ya hemos asimilado las variaciones
jurídicas territoriales abiertas por las autonomías de la Constitución de 1978. Más
aún: los políticos y los juristas españoles debemos cabalmente a G A R C Í A DE ENTERRÍA
la mejor lección sobre el federalismo y sobre las ventajas que representa para nuestro
Estado, sin que jamás haya habido preocupación, antes al contrario, por las diferen-
cias de regímenes —incluso penales— de los distintos territorios. No se entiende,
pues, por qué, aceptado lo más, vienen las quejas contra lo menos. En los Estados
Unidos (modelo impuesto a los españoles entre alabanzas corales), a ese viajero de
que se nos habla le espera en un Estado la silla eléctrica cuando unas millas más atrás
ha dejado un castigo de pocos años de prisión. Tal es el precio de los federalismos y
autonomías, que hay que aceptar hasta sus últimas consecuencias. Y conste que las
diferencias intermunicipales no son tan graves, ni pueden serlo, como vamos a com-
probar inmediatamente.
d) Siendo también de notar que el artículo 55 del Texto Reíundido de las
Disposiciones de Régimen Local no exige que las Ordenanzas «desarrollen» o «eje-
cuten» una ley previa, sino que basta con que «no se opongan a las leyes». Rige aquí,
por tanto, la vieja teoría de la vinculación negativa de la Administración a la ley, no
la positiva, que podría justificar la invalidez radical de las Ordenanzas que no se limi-
taran a desarrollar los tipos legales.
Esta argumentación podrá resultar convincente o no; pero, a la vista de los comen-
tarios de críticos adversos, quiero insistir en algo que vengo afirmando desde hace
mucho tiempo, a saber: que la «vinculación negativa» de la ley supervive en algunos
campos del Derecho español estatal. La aludida crítica del maestro (1993, 670) dice
así: «El Reglamento (de procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora),
que no parece amilanarse ante los sucesivos inconvenientes que le van surgiendo en
su peregrina construcción, concibe la relación Ley-Reglamento en materia sanciona-
toria en el sentido de que aquélla constituye un simple límite externo, respetado el
cual el Reglamento es totalmente libre e independiente para definir materia sancio-
326 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

nable y tipificar a su albur conductas y sanciones (seria una aplicación de la histórica


tesis de la vinculación negativa de la Administración por la ley)». La cuestión parece
invitar, pues, a una interesante polémica; pero no puedo entrar en ella por discordan-
cia de planteamiento: el R E P E P O S y yo mismo siempre hemos hablado de la relación
entre ley y Ordenanzas local, mientras que G A R C Í A DE E N T E R R Í A se coloca en un
terreno que yo no he intentado ocupar, a saber: el de las relaciones entre ley y
Reglamento. Y por lo que se refiere a las Ordenanzas —y al margen de opiniones doc-
trinales, por muy autorizadas que sean— la respuesta ya la ha dado la ley en el artícu-
lo 55, que acaba de ser citado.
e) La hipótesis interpretativa que aquí se está desarrollando resulta confirmada
cuando se analiza desde la perspectiva de la atribución de potestades examinada más
atrás y sobre la que ahora hay que volver. La potestad sancionadora tiene, como es
sabido, varios grados o vertientes y, en lo que aquí interesa, la facultad de establecer
normativamente infracciones y sanciones y la facultad de imponer una sanción deter-
minada a un individuo determinado.
Los ejemplos normativos que antes se han citado se refieren ordinariamente a la
primera de estas vertientes. Ahora bien, la atención de la segunda —es decir, la de
establecer sanciones— aparece inequívocamente en el Texto Refundido, cuyos artícu-
los 58 y 59, entre otros, se refieren de forma inequívoca a las infracciones de
Ordenanzas locales.
Pues bien, si una ley —con el mismo rango que la LPAC— reconoce la legalidad
de las infracciones establecidas en Ordenanzas locales, no hay razón alguna para
dudar de ello. Porque entender otra cosa significaría, pura y sencillamente, privar de
la potestad sancionadora a los Entes locales, que, con toda evidencia, o se les reco-
noce que pueden hacerlo a través de Ordenanzas, o se les niega la potestad; y esto
último parece inadmisible y no creo que nadie se haya atrevido a llegar a tanto.
j) La legislación local y la penal han respaldado siempre la legitimación tipifi-
cadora de las Ordenanzas locales. Por lo que al Código Penal se refiere, no se trata ya
solamente del reconocimiento explícito —con siglo y medio de permanencia inalte-
rable— de las infracciones municipales, para cuyas multas se establece (como más
atrás se ha contado) un determinado límite cuantitativo: es que en la reforma del
Código Penal introducida por la Ley Orgánica 3/1989, de 21 de junio, con ocasión de
la despenalización de muchas faltas se declaró rotundamente en la Exposición de
Motivos que

el conjunto de conductas que se despenalizan no tiene otro carácter que el técnicamente cono-
cido como infracciones de policía. La posibilidad de que tales comportamientos, u otros de
análoga entidad, sean sancionados mediante ordenanzas o bandos es perfectamente ajustable
a las garantías constitucionales, en cuanto a los derechos personales, y a las competencias de
las autoridades administrativas, desde la Administración central a los entes locales.

Declaración que mereció un comentario indignado de T O L I V A R ( 1 9 8 9 , 2 7 0 - 2 7 1 ) ,


quien la calificó de «despropósito» y al legislador de «sumamente frivolo»; y, en
términos similares a los que años después manejaría G A R C Í A DE ENTERRÍA, se escan-
dalizó de que «cada Ayuntamiento al ordenar el aprovechamiento y la gestión de sus
playas y lugares de baño pueda tipificar, con mil variaciones [...] actitudes y atuen-
dos que la ley formal no considera conveniente abordar para no caer en la inseguri-
dad jurídica». Una opinión muy respetable, desde luego, viniendo de quien viene;
pero es claro que la actitud de una Ley Orgánica de 1989, que ratifica posiciones
penales más que centenarias, ha de ofrecer a muchos intérpretes un aval más que
suficiente a la tesis que aquí se está manteniendo con tantos y tan variados argu-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 327

mentos. En cualquier caso no deja de ser sorprendente que, en una época de exa-
cerbado descentralismo y de repudio global al Estado unitario, levante ahora tanta
indignación una postura que permite romper contra la uniformidad jurídica, apa-
rentemente tan denostada.
g) Pero todavía hay más: para aliviar los escrúpulos de la doctrina española más
rigurosa podría invocarse la situación del Derecho comunitario europeo, en el que se
plantea una cuestión similar. Las infracciones y sanciones comunitarias aparecen tipi-
ficadas, como sabemos, en normas no legales, por la sencilla razón de que este
Ordenamiento carece de leyes propias. Circunstancia que ha evocado inevitablemente
en la doctrina los acostumbrados fantasmas del principio de la legalidad. La prác-
tica administrativa y jurisdiccional no ha caído, sin embargo, en la tentación de pri-
var a los Órganos comunitarios de tal potestad, pues ello implicaría una grave tara en
su funcionamiento —ni más ni menos que lo que sucedería en nuestro caso con los
Entes locales—, que el sentido común y, más todavía, el sentido de la responsabilidad
pública no pueden tolerar.
Con objeto de salvar este obstáculo dogmático se ha indagado en las verdaderas
causas de la reserva legal, que no se encuentran en el mero hecho de la intervención
formal de un Parlamento, sino en algo más profundo, a saber: que el Parlamento es la
institución paradigmática de participación democrática popular, que es la que quiere
asegurar a todo trance la reserva de ley. Pues bien, si esto es cierto, hay que llegar a
la conclusión de que la ley exigida puede ser sustituida por cualquier otra norma
democráticamente producida en aquellas organizaciones que carecen de una
Asamblea con potestades legislativas, como es el caso de una Unión europea (y, añado
yo ahora por mi cuenta, los Entes locales).
GRASSO ( 1 9 9 3 , 1 0 1 ss., y 1 2 7 - 1 2 8 ) , que se hace eco de las anteriores explicacio-
nes teóricas, comenta a continuación que «la admisibilidad de esta contribución por
parte de fuentes que podrían calificarse de «secundarias» halla confirmación, ade-
más, en el examen de la regulación existente en los Estados miembros en relación con
la infracción administrativa o los ilícitos penales menores. Incluso los Ordenamientos
que parecen inspirarse en una reserva de ley más rigurosa admiten en el fondo la con-
tribución de fuentes infralegislativas», y acopia a tal propósito sobrados testimonios
de los Derechos alemán, belga y francés.
Dejando a un lado esta última y confesadamente subjetiva consideración, para
cerrar todo lo dicho conviene insistir en lo siguiente: por descontado que hay que
temer los previsibles excesos punitivos de los Entes locales; pero su vesania persecu-
toria no tiene por qué ser mayor que la del legislador estatal o autonómico, y, de
hecho, sus sanciones son siempre más suaves. Pero, además, y tal como se desarrolla
en otro lugar de este libro, la flexibilidad de la reserva legal a la hora de tipificar
infracciones no implica en modo alguno menosprecio de las garantías de los ciuda-
danos, ya que éstos se encuentran garantizados por la segunda red de seguridad de la
reserva legal —la referente a la tipificación de sanciones—; y es que el Derecho
Administrativo Sancionador y la figura de la reserva legal en concreto no pueden
valorarse nunca desde la perspectiva unilateral de uno de sus elementos, sino que hay
que interpretarles en su conjunto.
Todos estos argumentos encontraron inicialmente una oposición roqueña mani-
festada en unos casos en refutaciones enérgicas y en otros, en silencios desdeñosos.
Con el trascurso del tiempo, no obstante, han ido calando lentamente y poco a poco
empezaron a ser acogidos por algunos autores (que terminaron formando una doctri-
na mayoritaria) y recogidos por el Consejo de Estado y por una jurisprudencia dis-
persa de Tribunales Superiores hasta llegar a ser recogidos por el Tribunal Supremo,
si bien de manera intermitente y contradictoria, hasta la Sentencia de 29 de septiembre
328 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de 2003. Avances que se estrellaban ante los muros infranqueables del Tribunal
Constitucional que resistió hasta el final cediendo sus posiciones con gran cautela,
paso a paso, hasta que el fin también los acogió de forma expresa pero no para arrin-
conar el principio de la reserva legal sino para «flexibilizarlo» cuando se trataba de
Entes locales y mediaban ordenanzas municipales tipificadoras.
En conclusión, ¡a postura sostenida en las anteriores ediciones de esta obra puede
resumirse en los siguientes términos: sin rechazar la exigencia de la reserva legal
puede entenderse que, incluso en los supuestos en que no medie una ley sectorial pre-
via habilitante, las entidades locales pueden tipificar infracciones dado que cuentan
con la cobertura legal que les ofrece de manera genérica la legislación de régimen
local, en la que se les reconoce una potestad sancionadora genérica en sus tres nive-
les: normativo, aplicativo y de ejecución; interpretación inspirada en las necesidades
sociales de no dejar indefensos a los ayuntamientos si sus normas no van acompaña-
das de la amenaza de sanción en caso de incumplimiento, así como en la de no per-
mitir la impunidad de los infractores.
B) Reacción normativa

El REPEPOS —que tan loable interés manifiesta por los Entes locales, quizás
para compensar la evidente marginación que padecen en la LPAC— se constituyó ini-
cialmente en el máximo defensor de la eficacia sancionatoria de las Ordenanzas
municipales. Ciertamente que la legalidad de su regulación ha sido puesta en duda en
lo que a este punto se refiere y, desde luego, se extiende a materias que desbordan el
anuncio de su propio título (lo que jurídicamente ninguna trascendencia tiene); pero
lo importante es que no quiso dejar que se rompiese una tradición literalmente mile-
naria ni que quedaran inermes las Corporaciones locales frente a los infractores de sus
Ordenanzas. El Reglamento, como es claro, no podía contradecir la versión ortodoxa
y rigurosa de la reserva legal de tipificación, tal como acababa de precisarla el
Tribunal Supremo en su Sentencia de 25 de mayo de 1993 (bien arropado, además,
por la doctrina mayoritaria), máxime cuando no tenía el menor apoyo en la LPAC que
desarrollaba, y en consecuencia profesó sin ambajes en el Preámbulo una declaración
de fe en el dogma:

En el ámbito local, las Ordenanzas —con una larga tradición histórica en materia sancio-
nadora - son el instrumento adecuado para atender a esta finalidad y para proceder en el
marco de sus competencias a una tipificación de infracciones y sanciones; en este sentido, pese
a la autorizada linea doctrinal que sostiene que las Ordenanzas locales, en tanto que normas
dictadas por órganos representativos de la voluntad popular, son el equivalente en el ámbito
local de las leyes estatales y autonómicas y tienen fuerza de ley en dicho ámbito, el
Reglamento ha considerado necesario mantener el referente básico del principio de legalidad,
de modo que las prescripciones sancionadoras de las Ordenanzas completen y adapten las pre-
visiones contenidas en las correspondientes leyes.

En el contexto bibliográfico existente en el momento de la aprobación del


Reglamento, parece probable que la «doctrina» aludida sea la expuesta en la primera
edición de este libro, de la que la norma expresamente se distancia para insistir —de
una manera deliberadamente prudente— en la estricta vinculación de las Ordenanzas
a la ley. Ahora bien, sin intención de romper la ortodoxia del principio, apuró hasta el
límite sus facultades normativas al declarar en la Disposición Adicional única que
quedan en vigor las Ordenanzas locales que establezcan tipificaciones de infracciones y san-
ciones o procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora, en lo que no se opon-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 329

gan o contradigan a la Ley 30/1992 [...] y se ajusten a lo previsto en el articulo 2.2 del
Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto.

Resulta evidente la contradicción entre un Preámbulo deliberadamente restrictivo


y una Disposición Adicional que mantiene generosamente la vigencia de ordenanzas
que no respetan la reserva legal de tipificación: un dato que denunció inmediatamente
después y con singular apasionamiento GARCÍA DE ENTERRÍA, al afirmar ( 1 9 9 3 , 6 6 5 )
que «lo que de verdad parece interesar a los autores del Reglamento [es] no tanto el
procedimiento propiamente dicho cuanto la competencia material de las Ordenanzas
locales para poder tipificar conductas sancionables y fijar sanciones, incluso en forma
genérica, lo que ni siquiera puede hacer el pobre legislador del Estado. Lo que se pre-
tende, en efecto, es que de la prestidigitación de las reglas y principios constituciona-
les emetja como una superfuente de calificación de conductas y de sanciones corre-
lativas el instrumento rutilante de la Ordenanza local, una especie de nueva arma
mágica como el arco de Hércules, que no erraba nunca el blanco según parece».
Las intenciones del REPEPOS son, desde luego, manifiestas, pero las intenciones —
o mejor aún, las finalidades— de una norma sólo pueden ser enjuiciadas desde la pers-
pectiva de la política represiva y de la operatividad de los Entes locales. Pues bien, situa-
dos en este terreno no todos opinamos como el autor citado —cuya inequívoca «inten-
ción» personal era desarbolar a los ayuntamientos en beneficio de los infractores de las
ordenanzas— antes al contrario. Desde la perspectiva estrictamente jurídica lo que impor-
ta es la validez de la norma analizada: una cuestión sobre la que no se ha pronunciado
todavía la Jurisprudencia, ni la del Tribunal Supremo ni la del Tribunal Constitucional, y
con el trascurso del tiempo decrecen las posibilidades de que así suceda.
No hay motivo, a mi juicio, para rasgarse las vestiduras por el precepto en cuestión
dado que sigue inequívocamente la doctrina del Tribunal Constitucional, que también
ha liberado, como sabemos, a los reglamentos preconstitucionales del requisito de la
reserva legal previa. Aunque también es verdad que el Tribunal Constitucional venía
refiriéndose a las normas anteriores a la Constitución y su benevolencia se explicaba
cabalmente por la circunstancia de que antes de la Constitución tal exigencia no exis-
tía en nuestro Ordenamiento jurídico. El REPEPOS, en cambio, se refiere a las
Ordenanzas anteriores a 1993 (o a todo lo más, a las anteriores a 1992, fecha de la
LPAC), lo que no es lo mismo dado que la reserva legal no se impone en 1993 sino en
1978. ¿Qué hacer, entonces, con las ordenanzas locales, no cubiertas por una ley, apa-
recidas entre 1978 y 1993? ¿Quedan sanadas por un simple Decreto reglamentario?
La STC 16/2004 parece apuntalar —aunque haya sido con el voto particular con-
trario de tres Magistrados— la postura del REPEPOS, al recuperar esa vieja excep-
ción a la exigencia de reserva, muy utilizada en los años inmediatamente posteriores
a 1978 pero que el tiempo se había encargado de convertir en obsoleta, a saber, la de
que son válidos los reglamentos (en este caso las Ordenanzas municipales) que se
limiten a reproducir reglamentos preconstitucionales sin innovar el sistema de infrac-
ciones y sanciones establecidas antes de la Constitución.
La postura del legislador, y sus tensiones con el Tribunal Constitucional, se refle-
jan muy bien en los avatares experimentados por la Ley de 21 de febrero de 1992, de
protección de la seguridad ciudadana. El primer incidente se produjo —tal como se
indica en otro lugar de este libro— a propósito de la remisión que se hacía en el ar-
tículo 26./) a «las reglamentaciones específicas o en las Normas de Policía dictadas
en ejecución de las mismas». Remisión que la STC 341/1993, 18 de noviembre,
declaró inconstitucional por no respetar la reserva de ley (sin peijuicio, bien es ver-
dad, de que la misma cláusula, reproducida en otras leyes, sigue vigente al no haber
sido objeto de impugnación ante el tribunal).
330 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En lo que aquí interesa las dudas teóricas y prácticas las suscitó el artículo 29.2
que originalmente decía así:
Por infracciones graves o leves en materia de espectáculos públicos y actividades recrea-
tivas, tenencia ilícita y consumo público de drogas y por las infracciones leves tipificadas en
[...] los alcaldes serán competentes, previa audiencia de la Junta local de seguridad, para impo-
ner las sanciones de suspensión de las autorizaciones o permisos que hubieran concedido los
ayuntamientos y las multas en las cuantías siguientes [...].

Se trataba, por tanto, de un simple y harto modesta habilitación para sancionar


infracciones legalmente tipificadas. En la práctica, sin embargo, se percibió que esto
no era suficiente puesto que los tipos legales precisaban en la mayoría de los casos de
un desarrollo más pormenorizado. Y aquí surgieron las dificultades porque a la vista
del varapalo de la sentencia citada, nadie se atrevía a reconocer esta facultad a los
Ayuntamientos, ni siquiera después de la relativa generosidad del artículo 129.3 de la
LPAC (posterior a la ley y anterior a la sentencia). En su consecuencia el legislador,
escarmentado se curó en salud añadiendo un nuevo apartado probablemente innece-
sario pero prudente:
Para la concreción de las conductas sancionables, las Ordenanzas municipales podrán
especificar los tipos que corresponden a las infracciones cuya sanción se atribuye en este ar-
tículo a la competencia de los alcaldes siempre dentro de la naturaleza y los límites a los que
se refiere el articulo 129.3 de la LPAC.

Los legisladores autonómicos se encuentran en este particular muy divididos. La


Ley gallega 5/1997, de 22 de julio, de Administración Local, es decididamente res-
trictiva de las facultades sancionadoras locales, aunque la tendencia dominante es jus-
tamente la contraria: la legislación navarra (art. 183 de la Ley 2/1990, de 2 de julio),
catalana (art. 221 de la ley 8/1987, de 15 de abril), aragonesa (art. 197.2 de la Ley
2/1999, de 9 de abril) y riojana (art. 197 de la Ley 2/2003, de 3 de marzo) coinciden
en reconocer a los Entes locales una potestad sancionadora amplia (aunque con limi-
tación de la cuantía de las multas) en el ámbito de las materias de su competencia
cuando no existe una legislación sectorial específica.

C) La cuestión a partir de 1993

Planteado nítidamente este dilema desde las primeras ediciones de este libro, el
Derecho español ha vivido durante diez años un enfrentamiento teórico y jurispru-
dencial encarnizado que se traducía en una notoria inseguridad jurídica, habida cuenta
de que ni los infractores ni los ayuntamientos podían conjeturar el resultado de sus
conflictos judiciales.
La primera reacción del Tribunal Supremo fue inequívocamente negativa. La citada
STS de 25 de mayo de 1993 (Ar. 3815; Bruguera) rectificó en términos contun-
dentes un ensayo del TSJ de Cataluña que iba por la otra dirección. Como esta sen-
tencia —que frustró las esperanzas iniciales— ha dominado la situación posterior
durante varios años, conviene que nos detengamos un momento en ella.
Sus antecedentes habían sido estos: el Ayuntamiento de Barcelona, intentando
frenar dos notorias lacras de la vida nocturna —el ruido y el juego— había dictado
unas Ordenanzas municipales reguladoras de las actividades incidentes, con inclusión
de un capítulo íntegramente dedicado a sus infracciones y sanciones. El Tribunal
Superior de Justicia de Cataluña dio por válidas tales Ordenanzas considerando que
E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN 331

«es aceptable legalmente que por razones de pública certidumbre y seguridad jurídica
la Ordenanza municipal tipifique detalladamente las conductas infractoras de sus
mandatos» y apoyó esta sustentación en el artículo 221.2 de la Ley catalana 8/1987,
Municipal y de Régimen local de Cataluña, que textualmente dice que «las
Ordenanzas pueden tipificar infracciones y establecer sanciones de acuerdo con lo
que determinen las leyes sectoriales».
El Tribunal Supremo, por el contrario, las anula teniendo en cuenta que el
Ayuntamiento no había aducido las leyes sectoriales de cobertura, sino solamente los
artículos 81 y 82 del Reglamento estatal de espectáculos nocturnos y del Reglamento
estatal de espectáculos nocturnos y actividades recreativas. Por ello (y prescindiendo
de otros argumentos menos relevantes), «si no había leyes sectoriales en el tiempo en
que se aprobó la Ordenanza cuestionada, parece evidente la falta de cobertura del
Ayuntamiento para establecer en su ordenanza el régimen sancionador que contiene».
Con este argumento, de apariencia formal impecable, seguía olvidando el Tribunal
Supremo lo que a nuestros efectos resulta esencial, a saber: que la situación constitu-
cional del más humilde de los municipios españoles es diferente de la del Consejo de
Ministros y que, consecuentemente, también es diferente la naturaleza jurídica de sus
productos normativos. Ordenanzas municipales y Decretos reglamentarios están sub-
ordinados obviamente a la ley, pero con un matiz diferencial de enorme trascenden-
cia: mientras que los Reglamentos han de limitarse exclusivamente a «desarrollar» y
a «ejecutar» las leyes, el artículo 55 del Texto Refundido, varias veces citado ya, úni-
camente exige a las Ordenanzas locales «que no se opongan a las leyes»; y que, ade-
más, el mismo artículo abre la materia regulable a toda la «esfera de la competencia
municipal» y no sólo a las materias previamente abiertas por una ley, como sucede
con la Administración General del Estado.
Pues bien, sin vivir en Barcelona ni estar personalmente afectados por sus bulli-
cios nocturnos, hay muchos que, en el conflicto del interés al silencio y al descanso y
del interés a la juerga callejera, nos colocamos del lado de quienes quieren dormir o,
al menos, gozar de su retiro domiciliario sin tener que soportar intrusiones acústicas
innecesarias. Y ello no sólo por las razones numéricas que tanto gustaban a B E N T H A M
(quienes trabajan y necesitan reparar sus fuerzas por la noche son más que quienes se
levantan al mediodía después de haber pasado la noche en la calle), sino por razones
de sanidad pública y privada (el ruido es un factor patógeno decisivo en la sociedad
moderna) y, sobre todo, por razones de dignidad: la vida privada tiene que estar
defendida no sólo frente a las popularizadas «patadas a la puerta» de una eventual vio-
lencia policial, sino también —y con igual energía— frente a la agresión real y coti-
diana (no eventual y esporádica) del ruido. Por decirlo de otra manera y siguiendo con
el mismo ejemplo: hay muchos que están del lado del Ayuntamiento y no del de la
Asociación Regional Catalana de Empresarios de Juegos de Suerte, Envite y Azar, del
Gremio Provincial de Empresarios de Salones de Fiestas de Barcelona y de la
Asociación Nacional de Máquinas Recreativas, que fueron quienes recurrieron la
Ordenanza, por muy respetables que todos éstos sean. Y creo sinceramente que para
justificar este impulso primario hay razones técnicas y jurídicas —como las que aca-
ban de exponerse— más que suficientes y tan plausibles, o más, que las que se utili-
zan COTÍ tanto apasionamiento desde el lado contrario.
En esta sentencia de B R U G U E R A se descubrió de pronto que, por así decirlo, la L B R L
había entregado a los entes locales una excelente escopeta de caza pero sin munición y
sin posibilidad de procurársela por sí mismos ya que tenían que esperar a que la legis-
lación sectorial les suministrara desde fuera los cartuchos a través de las tipificaciones
establecidas en las leyes estatales o autonómicas, sin las cuales nada podían hacer y para
nada les valía la titularidad de su potestad tan solemnemente concedida. No sabemos si
332 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

esta carencia estuvo deliberadamente prevista por el legislador de régimen local de 1985
o se trató de un error de cálculo, es decir, que había considerado que con lo dicho ya
bastaba para no dejar inermes a los ayuntamientos frente a los infractores.
El Consejo de Estado, no obstante, abrió pronto una brecha en el alcázar de la
reserva legal estricta afirmando que
la potestad sancionadora municipal ejercida mediante Ordenanza es tan antigua como los pro-
pios municipios, por lo que no resulta imaginable la existencia y funcionamiento de las
Corporaciones locales sin una potestad sancionadora como medio de asegurar el cumplimiento
y eficacia real de sus Ordenanzas. Parece en consecuencia de punto absurdo privar de potes-
tad sancionadora a los entes locales que la ejercen por vía de Ordenanza. En consecuencia es
preciso buscar una solución alternativa que permita desviar el obstáculo que supondría una
aplicación rígida de la interpretación dada por el Tribunal Constitucional al artículo 25 de la
Constitución. [...]. Sobre la base de la autonomía local constitucionalmente garantizada, la
vigente legislación de régimen local reconoce potestad normativa y sancionadora a los Entes
locales. Propiedad propia que ha de ejercerse en régimen de autonomía, Vaciarla simplemen-
te porque dicho reconocimiento no va a acompañado de una expresa tipificación legal de las
infracciones y sanciones llevaría a la negación de la propia autonomía que la Constitución esta-
blece, valora y garantiza. En efecto, no existiría autonomía municipal si fuese la ley estatal o
autonómica la que estableciera el contenido normativo de la misma [...]. Otra conclusión com-
portaría el colocar a todos los Entes locales en la inconstitucionalidad. En definitiva, las
Ordenanzas cumplen la exigencia de legalidad de modo que para asegurar la efectividad de la
Ordenanza dentro de la competencia municipal, pueden tipificar infracciones y sanciones
aunque no sean de ejecución o desarrollo de una ley.

Posteriormente la jurisprudencia se bifurcó en dos ramas frondosas: unas senten-


cias anulaban las sanciones municipales impuestas por la infracción de una disposi-
ción de Ordenanzas mientras que otras igualmente numerosas las confirmaban. Esta
diversidad, con todo, no debe llevar a engaño puesto que el criterio es siempre el
mismo ya que ni unas ni otras reconocían genéricamente de ordinario la legitimación
tipificante sancionadora de las Ordenanzas municipales y la diferencia de resultados
estriba en la circunstancia de que en unos casos el Tribunal (como antes la
Administración) encontraba una cobertura legal suficiente para la tipificación reali-
zada en la Ordenanza y en otros, no. Mas no puede olvidarse aquí que el hallar tal
cobertura legal es, desde luego, una operación imaginativa en la que el factor tole-
rancia suele ser decisivo.
Como ejemplo de rechazo frontal a la insuficiencia de la Ordenanza valga la STS
de 29 de mayo de 1998, que conserva fielmente los rigores expuestos en la sentencia
d e 1 9 9 3 d e BRUGÜERA:

Resulta claro que una Ordenanza municipal no puede ser fuente primaría de un ordena-
miento sancionador, ni aun en el ámbito de las relaciones de sujeción especial, y que su opor-
tunidad reguladora en ese campo debe partir de la base de una previa regulación en la ley, a la
que debe ajustarse I...]. Obviamente, de ello resulta que la exigencia de ley en materia de san-
ciones administrativas, aunque de posible desarrollo reglamentario pero siempre con sujeción
a la ley, no puede suplirse o sustituirse con genéricas referencias a las competencias munici-
pales sobre determinadas materias, al principio de autonomía local de las Entidades locales, a
las competencias reglamentarias de tales Entidades o a otros extremos como el referido a las
facultades de aprobar Ordenanzas.

Lo más frecuente, sin embargo, es que el Tribunal Supremo no se entretenga en


realizar consideraciones genéricas de este tipo sino que, dándolas por supuestas, pase
directamente a la búsqueda de una cobertura legal que pueda legitimar a la Ordenanza.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 333

Como ejemplo de declaración de falta de cobertura en la legislación sectorial, la STS


de 4 de febrero de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 2911) anula las sanciones impuestas por pegar
carteles en las marquesinas urbanas en aplicación de la Ordenanza municipal sobre
limpieza viaria al considerar que no puede invocarse la Ley 42/1975 de Residuos
Sólidos ya que en ella no se tipifican infracciones.
En esta misma línea la anterior STS de 16 de noviembre de 2001 (3.a, 7.a, Ar.
10139) fue resonante por afectar a cientos de miles de sanciones impuestas por sobre-
pasar el limite horario indicado en el comprobante para el estacionamiento de vehícu-
los. La infracción estaba prevista desde luego en las Ordenanzas municipales; pero,
como esto no bastaba, el Tribunal indagó pacientemente en la Ley de Tráfico 339/1990
aunque finalmente, al no encontrar en ella soporte legal alguno, anuló la sanción. Por
cierto que este vacío legislativo obligó a las Cortes a prever esta infracción en la refor-
ma de 1997 y provocó así un vuelco en la jurisprudencia posterior.
Pasando ahora a la línea contraria, están en primer término las sentencias que con-
firman sanciones municipales por entender que cuentan con la debida cobertura en
una ley sectorial. Ahora bien, a nuestros efectos mayor interés tienen las resoluciones
que, sin necesidad de buscar una cobertura exterior, declaran —apuntando por alto—
que una Ordenanza municipal es suficiente por sí misma para cumplir con la reserva
legal constitucionalmente exigida.
Así se pronuncia la STS de 16 de julio de 1998 (3.a, 2.a, Ar. 8381) a propósito de
una Ordenanza del Ayuntamiento de Madrid reguladora del estacionamiento de ve-
hículos en la que se tipifican directamente ciertas infracciones. El Tribunal declaró sin
ambajes su legalidad con base a la apoyatura de la legislación local (art. 4 . 1 / LBRL
y 21.1. del Texto Refundido de 18 de abril de 1986). En definitiva no hace falta, según
esta sentencia, una ley sectorial para regular la utilización del dominio público muni-
cipal habida cuenta cuenta de que

a poco que se conozca la historia de la vida local española, han de recordarse las tradicionales
Ordenanzas sobre la utilización de las vías públicas por caballerías y carruajes, las de prohibi-
ción de arrojar aguas residuales y tantas otras que han impregnado el costumbrismo español;
la tesis del recurrente nos llevaría absurdamente a exigir una ley para regular el uso más ele-
mental y cotidiano de las vías públicas (...]. La tipificación de las infracciones viene determi-
nada genéricamente por la transgresión de las disposiciones de la ordenanza reguladora del
estacionamiento de vehículos, siendo a todas luces innecesario que ¡a Ley de Régimen Local
tenga que descender a la tipificación de todas y cada una de tas infracciones de todas las
Ordenanzas municipales.

Este mismo año de 1998 algunos Tribunales Superiores, no obstante, sentenciaron


idéntico supuesto en sentido contrario (STSJ de Valencia de 8 de septiembre de 1998,
Ar. 3342; y de Castilla y León/Burgos, de 9 de noviembre de 1998, Ar. 4136). Pero el
Tribunal Superior mantuvo tenazmente su postura afirmativa en las Sentencias de 23
y 29 de enero 2002 (Ar. 1846 y 902) y 16 de abril de 2002 (Ar. 6834).
Nótese, con todo, que la validez de las Ordenanzas Municipales se justificaba no
en términos generales sino por referencia a una materia especial (la regulación del
dominio público), de la misma manera que en otros casos lo que estaba en juego es
su alcance para regular relaciones de sujeción especial.
Pero, por otro lado, también puede citarse otra ristra de sentencias que declaran
exactamente lo contrario, como la de 6 de febrero de 1996 (Ar. 1098), advirtiendo con
fina precisión que «una cosa es la potestad sancionadora [...] y otra la potestad de
definir infracciones administrativas y regular y calificar las sanciones que a ellas
corresponden, por escasas en su cuantía que ellas sean [...] sin que obviamente a ello
334 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

obste el que la Corporación tenga las competencias y potestades precisas para regu-
lar el régimen (de la materia atribuida)». Sobre ello volveremos luego.
La evolución doctrinal del Tribunal Supremo ha coronado (hasta ahora) en la Senten-
cia de 2 9 de septiembre de 2 0 0 3 ( 3 . A , 4 A , Ar. 6 4 8 7 ) minuciosamente elaborada por BAENA
DEL ALCÁZAR, que a nuestros efectos es capital porque supera definitivamente los plante-
amientos habituales de regulaciones específicas de relaciones de sujeción especial o de
utilización del dominio público y utiliza con habilidad, contundencia y rigor sistemático
cuantos argumentos venían manejándose hasta entonces por la doctrina y la jurispruden-
cia en favor de tal postura. (Apurando las cosas, bien podría conjeturarse en este caso una
conexión académica discipular —repetidamente proclamada con orgullo— entre el
ponente de la sentencia y GARRIDO FALLA, un Magistrado del Tribunal Constitucional
conocidamente reticente en sus votos particular a la actitud restrictiva de éste).
La conclusión afirmativa a la que llega la sentencia no obsta — como se cuida de
advertir de forma expresa— a la validez de los artículos 127 y 129 de la LPAC «apli-
cables sólo a los Entes públicos titulares de la potestad legislativa, es decir, el Estado
y las Comunidades Autónomas. Por el contrario no serán aplicables íntegramente a los
Entes locales, pues la tipificación de infracciones y sanciones ha de entenderse com-
prendida en los preceptos de la legislación estatal básica y singularmente en los ar-
tículos 55 y 59 del texto refundido. No obstante, los Entes locales, al encontrarse sujetos
al principio de legalidad no podrían contravenir leyes vigentes y la tipificación de
infracciones y sanciones solo podrían llevarla a cabo cuando no exista ley reguladora
y en los casos en que ejerzan una competencia típica que lleve implícita la potestad
de ordenar el uso de bienes y eventualmente de organizar servicios. Entendemos que
esta interpretación integradora se atiene a las reglas de la lógica jurídica, pues no es
coherente en buena lógica otorgar potestad para aprobar normas y exigir para que se
garantice su cumplimiento el ejercicio de una potestad legislativa de la que no son
titulares los Entes locales». En conclusión,

esto lleva consigo que debamos declarar que mediante Ordenanzas local se pueden tipificar váli-
damente las infracciones y sanciones, que han de ser de carácter pecuniario cuando ello sea una
garantía indispensable para su cumplimiento, siempre que al hacerlo no se contravengan las
leyes vigentes y únicamente en los casos en que no se haya promulgado ley estatal o autonómi-
ca sobre la materia y en los que los ayuntamientos actúen en ejercicio de competencias propias
que, por asi decirlo, tengan el carácter de nucleares y lleven anejas potestades implícitas de
regulación y respetando los principios de proporcionalidad y audiencia del interesado, así como
ponderando la gravedad de! ilícito y teniendo en cuenta las características del Ente local.

Por lo demás, el Tribunal es perfectamente consciente de lo que significa cuanto


acaba de decirse y, en consecuencia, añade a renglón seguido que «debemos entender
que mediante esta modificación de nuestra Doctrina estamos ejerciendo la misión que
nos encomiendan las leyes (y en concreto el Título Preliminar del Código Civil) al
referirse a la interpretación de las normas por este Tribunal Supremo y declara que
esa interpretación ha de llevarse a cabo de acuerdo con las necesidades sociales de los
tiempos. Pues indudablemente es una necesidad social otorgar posibilidades de actua-
ción a los Entes locales en el caso de incumplimiento de Ordenanzas que hayan dic-
tado en ejercicio válido de la potestad reglamentaria que les otorgan las leyes».
Abundando en sus argumentos —y recogiendo unas observaciones doctrinales a las
que ya se ha aludido antes— se añade a continuación que

difícilmente podría tacharse esta solución de antidemocrática, pues los miembros de la


Corporación local que aprobaron la Ordenanza han sido elegidos democráticamente. Esta consi-
deración no carece ni mucho menos de interés. Pues los destinatarios de la Ordenanza local tipi-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 335

fícadora de infracciones y sanciones son las personas del municipio y en su caso los Entes esta-
blecidos en él y son aquellas personas las que han elegido a los miembros del Pleno del
Ayuntamiento que aprueba la Ordenanza. Se da, por tanto, una situación análoga a la aprobación
de una ley por los parlamentarios elegidos por la población del Estado o de una Comunidad
Autónoma. Por ello la solución que supone nuestra interpretación se atiene a los principios demo-
cráticos que inspiran nuestros ordenamiento [...]. De llegarse a la solución contraria estaríamos
ante una potestad reglamentaria de los Ayuntamiento para aprobar ordenanzas evidentemente mer-
mada o disminuida ya que carecería de la garantía que supone la imposición de sanciones en caso
de incumplimiento de la Ordenanza misma y estimamos que tal disminución o merma de la potes-
tad reglamentaria municipal es contraria a la autonomía local consagrada constitucionalmente y
por ello en definitiva a los principios que inspiran nuestro Ordenamiento jurídico.

Para valorar la importancia de estas declaraciones basta tener presente que unos
meses antes la misma Sala había dictado cuatro Sentencias, de 9 y 10 de junio (Ar.
5422, 5628, 5629 y 5655) anulando sanciones impuestas a taxistas por el
Ayuntamiento de Madrid al amparo de una Ordenanza municipal por considerar que
éstas no prestaban cobertura suficiente a la tipificación.
El texto de la sentencia es muy largo y evidencia que el ponente, que conoce la
responsabilidad que supone un cambio de doctrina, ha querido cargarse de razón a lo
largo de unos fundamentos jurídicos tan eruditos como contundentes.
Por otro lado, para cimentar aún más su tesis acude a la Carta Europea de
Autonomía local de 15 de octubre de 1986 (a la que ya se ha aludido páginas atrás)
advirtiendo que
no puede ocultársenos que existe una tensión entre el principio de autonomía local interpretado
a la luz de la Carta Europea y la reserva de ley que establece el artículo 25.1 de la Constitución
para la tipificación de infracciones y sanciones. Pero entiende esta Sala que, no habiéndose
planteado el Tribunal Constitucional un supuesto como el presente de competencias nucleares
de los Entes locales que llevan implícitas potestades de ordenamiento del uso del dominio (o
eventualmente de organización de un servicio si es exclusivamente local), debe culminarse o
extender a tales supuestos la tendencia de la propia jurisprudencia constitucional a flexibilizar
el principio de reserva de ley.
Cuando se lee todo esto, el comentarista aún no curado de sustos y espantos puede
escandalizar el contraste que ofrece el texto trascrito con la enfática declaración de la
anterior Sentencia de 29 de mayo de 1998 (Ar. 5457) en la que llegó a afirmarse,
como si de un dogma intocable se tratara, que «la exigencia de ley en materia de san-
ciones administrativas [...] no puede suplirse con genéricas referencias a las compe-
tencias municipales sobre determinadas materias, al principio de autonomía de las
Entidades locales y a su competencia reglamentaria». Es decir, exactamente lo con-
trario a lo que hace la Sentencia de 2003.
A la vista de cuanto acaba de decirse puede concluirse que afínales de 2003 la
postura doctrinal y jurisprudencial dominante aceptaba la legitimación normativa de
los ayuntamientos a la hora de tipificar infracción por medio de Ordenanzas. Postura
canonizada en los siguientes términos por la Sentencia de 29 de septiembre de 2003:
a) La exigencia de reserva legal queda satisfecha obviamente cuando aparece una
cobertura en alguna ley sectorial; cobertura flexible o relajada, por lo demás, cuando
se trata de relaciones especiales de sujeción o de ocupaciones de dominio publico.
b) Cuando no existe cobertura de ley sectorial entra en juego la cobertura generica
proporcionada por las leyes de régimen local siempre que se trate de competencias
«propias y nucleares», c) En definitiva, por tanto, siempre existe una cobertura legal sea
de naturaleza sectorial o de régimen local, d) Con estas tipificaciones por Ordenanza
no puede violarse en ningún caso (vinculación negativa) lo dispuesto en las leyes.
336 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

No se nos escapa, con todo, que el adverbio «siempre», deslizado y subrayado en


la proposición c), no refleja literalmente el tenor de la STS de 2003 que únicamente
se pronuncia sobre las materias concretas objeto del recurso, como no podía ser de
otra manera. Parece claro, sin embargo, que la doctrina desarrollada a lo largo de sus
fundamentos jurídicos permite, y aun exige, esta interpretación amplia, que sólo
admite el límite de que se trate de materias propias y nucleares de su competencia.
Por otra parte, la misma Sentencia de 29 de septiembre de 2003 también se ocupa,
aunque de forma marginal, del ejercicio (y no sólo de la tipificación normativa) de la
potestad sancionadora municipal precisando que ha de actuarse «respetando los prin-
cipios de proporcionalidad y audiencia del interesado así como ponderando la grave-
dad del ilícito y teniendo en cuenta las características del ente local».

D) En especial, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional

La contundencia de la indicada doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo


queda en entredicho cuando se la compara con la doctrina sentada por el Tribunal
Constitucional y en especial por su Sentencia 1 3 2 / 2 0 0 1 , de 8 de junio, cuya contra-
dicción ha sido denunciada por F R A N C I S C O V E L A S C O ( 2 0 0 4 , pp. 5 8 - 5 9 ) . Para este autor
no es cierto que el Tribunal Supremo en su Sentencia de 2 0 0 3 (que obviamente conoce
e invoca la constitucional de 2001) se haya limitado, como cautelarmente pretende, a
«profundizar» en la línea del Tribunal Constitucional extendiendo la flexibilización
que éste predica a otros supuestos no resueltos antes por tal Tribunal (más concreta-
mente, a todos los ámbitos de la actuación local donde concurren competencias
nucleares de los Entes locales que llevan implícitas potestades de Ordenamiento del
uso del dominio o eventualmente de organización de un servicio si es exclusivamen-
te local) sino que pura y simplemente la contradice aunque sea disimuladamente. Y
ello porque es inadmisible la equiparación que hace el Tribunal Supremo entre com-
petencia material y potestad normativa sancionadora local en cuanto que amplia ésta
para incluir todo el ámbito de aquélla, eliminando así «una deficiencia de nuestro
Ordenamiento jurídico y de su sistema de fuentes», que es precisamente lo que lleva
a la sentencia a dar «una interpretación que permita obviar, en algunos supuestos de
estricta competencia local y por tanto de potestades implícitas, la dificultad indica-
da, susceptible por otra parte de irrogar graves consecuencias en la medida que da
lugar a la impunidad de los infractores».
La Sentencia 1 3 2 / 2 0 0 1 se articula sobre la conocida fórmula de la «teoría de las
matizaciones o flexibilizaciones», con la que el tribunal acostumbra a justificar cuan-
tas excepciones y peculiaridades quiere introducir en el Derecho Administrativo
Sancionador. A cuyo propósito recupera el tema de las matizaciones en materias tri-
butarias, ya que fue en una sentencia sobre tal materia (la 2 3 3 / 1 9 9 9 , de 1 3 de diciem-
bre) donde el tribunal declaró tajantemente que «el ámbito de colaboración normativa
de los municipios, en relación con los tributos locales, era mayor que el que podía
relegarse a la normativa reglamentaria estatal».
Pero la flexibilidad en materia tributaria, así reconocida, no es la misma ni puede
proyectarse sobre el artículo 25 de la Constitución, como el mismo Tribunal
Constitucional se ha encargado de puntualizar: «en primer lugar por la diferencia
intrínseca entre la reserva de ley tributaria y la sancionadora, que nos ha llevado a
afirmar en la Sentencia 194/2000, de 19 de julio, que la reserva de ley sancionadora
es más estricta que la del artículo 133 de la Constitución; ello se debe a que mientras
la reserva de ley tributaria sirve al fin de la autodisposición en el establecimiento de
los deberes tributarios, así como a la preservación de la unidad del Ordenamiento y
de una básica posición de igualdad de los contribuyentes, la reserva de ley sanciona-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 337

dora garantiza la posición jurídica de cada ciudadano en relación con el poder punitivo
del Estado; y en segundo lugar porque la doctrina sentada en la Sentencia 233/1999
se forma en relación con dos tributos locales (tasas y precios públicos) donde se iden-
tifica un elemento sinalagmático muy relevante para la concepción flexible de la
reserva de ley». Añadiendo a continuación que
(al igual que en la materia tributaría) también la exigencia de la ley para la tipificación de
infracciones y sanciones ha de ser flexible en materias donde por estar presente el interés local,
existe un amplio campo para la regulación municipal y siempre que la regulación local se
apruebe en el Pleno del Ayuntamiento. Esta flexibilidad no sirve, con todo, para excluir de
forma tajante la exigencia de la ley. Y esto porque la mera atribución por ley de competencias
a los municipios no confiere en sí autorización para que cada municipio tipifique por com-
pleto y según su propio criterio las infracciones y sanciones administrativas en aquellas mate-
rias atribuidas a su competencia. No hay correspondencia, por tanto, entre la facultad de regu-
lación de un ámbito material de interés local y el poder para establecer cuándo y cómo el
incumplimiento de una obligación impuesta por Ordenanza municipal puede o debe ser casti-
gado. La flexibilidad alcanza el punto de no ser exigible una definición de cada tipo de ilíci-
tos y sanciones en la ley, pero no permite ¡a inhibición del legislador.

Pues si esto es así ¿cuál será entonces la peculiaridad de la reserva legal en mate-
ria sancionadora dentro del ámbito municipal? La respuesta del tribunal no puede ser
más tajante y habría de tener muy poco después (como veremos inmediatamente)
unas consecuencias legislativas trascendentales.
En la sentencia laten varías cuestiones formalmente próximas aunque de régimen
jurídico distinto: una se refiere a la tipificación de infracciones por Ordenanza local
y otra a la tipificación legal de infracciones consistentes en el incumplimiento de
mandatos y prohibiciones establecidos en tales Ordenanzas; y la tercera a la posibi-
lidad de una habilitación legal a la Ordenanza para que ésta regule infracciones y
sanciones. A las tres da el Tribunal la respuesta más tradicional, pero modifica sus-
tancialmente el ámbito y la eficacia de las instrucciones materiales que puede ofre-
cer la ley al autor de la Ordenanza. Aquí radica lo trascendental de esta decisión.
La segunda cuestión siempre ha sido aceptablemente pacífica en la medida en que
se considere que la ley puede declarar infracciones conductas tipificadas en una
norma reglamentaria (aquí, una Ordenanza local) a la que se remite desarrollándose
el conocido fenómeno de una colaboración reglamentaria con la ley.
La primera cuestión ya es más compleja porque, por lo pronto, hace referencia a
un punto polémico que ya se ha examinado antes con pormenor, a saber, la posibili-
dad de que una Ordenanza local por sí sola, sin cobertura legal alguna, tipifique váli-
damente infracciones y sanciones. Acabamos de ver que, avalado por un sólido
apoyo doctrinal, así terminó aceptándolo el Tribunal Supremo en 2003; pero el
Tribunal Constitucional, apoyándose en la inercia tradicional, lo rechaza inequívo-
camente.
En todo caso quedaba abierta una tercera cuestión: la de la posibilidad de una
habilitación de la ley a la Ordenanza para que ésta regule materias de infracciones y
sanciones. Posibilidad que el Tribunal Constitucional también rechaza con la misma
contundencia habida cuenta de que —como se ha explicado con pormenor en el capí-
tulo sexto— no basta una mera habilitación en blanco sino que es preciso que vaya
acompañada de unas instrucciones concretas relativas a su contenido, de tal manera
que la Ordenanza se limita a desarrollarla. (Y con esto retornamos a la cuestión pri-
mera, con la advertencia de que aquí es inútil la habilitación porque los Entes locales
han contado siempre con la potestad sancionadora y lo que les faltaban eran las ins-
trucciones sobre el contenido de su ejercicio).
338 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Hasta aquí, por tanto, nada nuevo ofrece la Sentencia 132/2001 que se limita a
confirmar la línea tradicional. Lo que innova es otra cosa, en cuanto que flexibiliza en
términos inéditos el alcance de las instrucciones legales de contenidos reservados a la
ley. Veamos el texto literal:

Del artículo 25.1 de la Constitución derivan dos exigencias mínimas que se exponen a
continuación. En primer término, y por lo que se refiere a la tipificación de infracciones,
corresponde a la ley la fijación de los criterios mínimos de antijuridicidad conforme a los cua-
les cada Ayuntamiento puede establecer tipos de infracciones; no se trata de la definición de
tipos —ni siquiera de ¡a fijación de tipos genéricos de infracciones luego completados por ¡a
Ordenanza municipal— sino de criterios que orienten y condicionen la valoración de cada
municipio a la hora de establecer los tipos de infracción.

Por comentarlo con las exquisitas precisiones de R E B O L L O ( 2 0 0 4 , 3 4 6 - 3 5 7 ) , lo que la


sentencia quiere decir «no es que la ley contenga ya una tipificación y luego desarrollen,
concreten o pormenoricen las ordenanzas (ya que) sólo es necesario que la ley actúe den-
tro de ciertos límites la posibilidad de que las Ordenanzas tipifiquen ex novo infraccio-
nes. Con la sola ley no hay todavía infracciones ni ninguna conducta es sancionable.
Aunque se incumpla la Ordenanza, la ley no permite sancionar al responsable de su con-
culcación [...]. La ley debe señalar el ámbito genérico de la antijuridicidad que las
Ordenanzas puedan convertir en infracción, es decir, tipificar. En la Ordenanza se
encuentra la antijuricidad y la tipifícidad. En la ley sólo debe haber una más o menos
concreta delimitación de la antijuridicidad que las Ordenanzas pueden tipificar como
infracción». Esta clarificación de los distintos objetivos que tienen las normas sanciona-
doras —en unos casos acotar la antijuricidad, en otros tipificar y en otros cumplir ambos
simultáneamente— puede ser muy útil para resolver ciertas situaciones ambiguas.
La anterior doctrina, que habría de influir directamente sobre el legislador, vino
empañada, no obstante, por un voto particular de G A R R I D O FALLA que importa mucho
conocer, habida cuenta, además, del reflejo que luego tuvo en la STS de 2003 redac-
tada por su discípulo BAENA. La disidencia cristalizaba en dos puntos capitales: la de
si una retirada de licencia municipal suponía una infracción administrativa (lo que
aquí no hace al caso) y la de si la atribución legal de una competencia local llevaba
consigo la potestad implícita de regularla incluso con tipificación de infracciones y
sanciones: un extremo que la sentencia rechaza de forma expresa, como acabamos de
ver, pero que el firmante del voto particular no aceptaba. Una cuestión batallona puesto
que volvería en la STS de 2003 y que todavía colea en la Ley 57/2003:

Ni la reglamentación del servicio ni la Ordenanza municipal que en su caso se dicte pueden


violar por supuesto los términos de la legislación estatal o autonómica. Pero ningún precepto
veda que, a falta de tales legislaciones, el Ayuntamiento pueda organizar el servicio al público
que los taxis prestan o reglamentarlo si se trata de una actividad que haya surgido espontánea-
mente al amparo de la libre iniciativa particular. El intervencionismo administrativo por vía de
regulación o de creación de un servicio público está indiscutiblemente reconocido en los sis-
temas jurídicos vigentes en los países de nuestro entorno (en los que aparecen múltiples con-
dicionamientos del ejercicio de la actividad). Me pregunto si, frente a la aplicación de algunas
de estas medidas represivas, valdría la invocación del principio de legalidad al amparo del ar-
tículo 25.1 de la Constitución.

Se tiene la sensación, en cualquier caso, de que el Tribunal Constitucional ya no


está dispuesto a seguir haciendo concesión más allá de las establecidas en la senten-
cia comentada, por lo que sigue exigiendo imperturbablemente una cobertura estric-
tamente legal que las Ordenanzas locales no proporcionan por sí mismas.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 339

Así se ve en la Sentencia 161/2003, de 15 de septiembre, en la que se anuló la san-


ción porque «desde que se publicó en el BOE la STC 118/1996 hasta que entró en
vigor la Ley madrileña 20/1998, intervalo temporal en el que tuvieron lugar los
hechos sancionados, la LOTT (anulada) no podía prestar cobertura legal a las sanciones
impuestas por el Ayuntamiento en el ámbito de transportes urbanos de viajeros». Y en
otro orden de consideraciones: «No es función tampoco de este tribunal proceder a la
búsqueda de algún otro precepto legal que pudiera prestar cobertura a la sanción
impuesta única y exclusivamente con apoyo de la Ordenanza municipal».
Esta sentencia es notable por varios títulos. En primer término porque insiste en
su indiferencia ante los problemas de la realidad. Algo que ya conocíamos, desde
luego, pero que nunca deja de sorprender a quienes creemos que los jueces están
para solucionar problemas y no para crearlos. Al Tribunal Constitucional, una vez
más, no le importa que un servicio de la importancia del de autotaxis quede durante
varios años sin regulación efectiva de tal manera que en este tiempo todo estuviese
permitido y nada sancionable, como en el Lejano Oeste. Menos mal que —recor-
dando la amarga ironía de G A R R I D O F A L L A en un voto particular— los interesados
no lo sabían. Aunque también es posible, por otra parte, explicar la actitud del
Tribunal no como un alarde de formalismo hermenéutico sino como una deliberada
reprimenda al Legislativo por no haber estado atento a las exigencias de la reserva
legal de tipificación. En cualquier caso, las Cortes aprendieron la lección y en dos
años completaron el vacío que la sentencia había abierto. Sin olvidar, por último, la
sorprendente pereza de los magistrados al negarse en esta ocasión a buscar una
cobertura legal suficiente como en otras sentencias habían hecho incluso con entu-
siasmo.
En la Sentencia 193/2003, de 27 de octubre, se vuelve a insistir en que la Ley de
Ordenación de transportes terrestres no proporciona base legal alguna para la tipifi-
cación municipal de infracciones y sanciones en materia de autotaxis ya que los pre-
ceptos de aquélla no establecen «criterio material alguna que sirviera para orientar y
condicionar la valoración del municipio al establecer tipos de infracciones a través de
Ordenanza municipal, conforme exige la doctrina sobre la flexibilización de la reserva
de ley del artículo 25.1 de la Constitución en materias donde, por estar presente el
interés local, existe amplio campo para la regulación municipal».
Seguro es ciertamente que el Tribunal Constitucional no se ha dejado impresionar
lo más mínimo por la tolerancia mostrada por el Tribunal Supremo en la Sentencia
BAENA, cuyos argumentos no se molesta siquiera en refutar. Su Sentencia 2 5 / 2 0 0 4 , de
26 de febrero, es una buena prueba de la firmeza de su actitud. En ella se anula una
sanción impuesta por el Ayuntamiento de Santander por infracción de una Ordenanza
municipal de ruidos. El Tribunal Constitucional, que en tantas ocasiones ha puesto de
relieve las nefastas consecuencias del ruido para la convivencia social y para la salud
humana, se muestra ahora insensible a ellas por no encontrar en la Ley Orgánica sobre
protección de la seguridad ciudadana cobertura suficiente para las Ordenanzas muni-
cipales. Y es que, según advierte, esta ley

constriñe su regulación, según se apunta en términos generales en su Exposición de Motivos, al


establecimiento del ámbito de responsabilidad de las autoridades administrativas en materias
como la fabricación, comercio, tenencia y uso de armas y explosivos, concentraciones públicas
en espectáculos, documentación personal de nacionales y extranjeros en España y ciertas activi-
dades de especial interés y responsabilidad para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Esto es, la
ley abarca fundamentalmente materias concretas susceptibles de originar riesgos ciertos que pue-
den afectar de modo directo y grave a la seguridad de personas y bienes, tomando en considera-
ción, especialmente, «fenómenos colectivos que implican la aparición de amenazas, coacciones
o acciones violentas, con graves repercusiones en el funcionamiento de los servicios públicos y
340 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

en la vida ciudadana» (Exposición de Motivos), pero no extiende su regulación a cualquier acti-


vidad que pueda tener una relación más o menos remota con la segundad pública.

En verdad que la aplicación del Derecho ofrece unas paradojas que el ciudadano
no podrá entender nunca. Porque es el caso que por las mismas fechas se habían cele-
brado unas maniobras navales en el Atlántico y en ellas pudo comprobarse que las
señales de radar y sonar habían perjudicado sensiblemente la capacidad de orienta-
ciones de oreas y delfines; por lo que, a través de una simple orden del Ministro de
Defensa, se prohibió a los buques de la Armada que siguiesen utilizándolas, y así se
hizo. Hasta aquí llega el poder público; pero, como acaba de verse, para proteger la
salud de los seres humanos no basta una orden ministerial ni unas Ordenanzas sino
que es precisa una ley.

5. L A LEY 57/2003, DE 26 DE DICIEMBRE

En el año 2003 la cuestión de la potestad normativa sancionadora de los Entes


locales parecía definitivamente resuelta al haberse vuelto a la antigua tesis que legiti-
maba a las Ordenanzas municipales para tipificar infracciones por sí mismas. Al cabo
de más de diez años de presión doctrinal, de ensayos de los Tribunales Superiores y
del aval del Consejo de Estado se había impuesto, al fin, el sentido común y restable-
cido una práctica varias veces centenaria que en realidad no había desaparecido nunca
del todo puesto que los ayuntamientos seguían regulando infracciones y sancionán-
dolas a despecho de las revocaciones del Tribunal Supremo y de las anulaciones del
Tribunal Constitucional.
La historia, sin embargo, no terminó aquí, al menos por dos razones. Primero,
porque la magistral sentencia de B A E N A DEL A L C Á Z A R no ofrecía garantía alguna,
ya que era posible que, como sucede con tanta frecuencia, dos semanas más tarde
otra Sección de la misma Sala u otro ponente rectificara la doctrina y se volviera
al surco anterior. Y segundo y más importante, porque aún faltaba por saber cómo
iba a reaccionar el Tribunal Constitucional ya que si éste mantenía su postura,
vista la diferencia de opiniones, una tensa situación institucional y grave deterio-
ro de la seguridad jurídica; y esto es cabalmente lo que ha sucedido, como aca-
bamos de ver, en las Sentencias 193/2003 y 25/2004.
Así las cosas, el legislador decidió abrir un nuevo camino y, rechazando la invita-
ción del Tribunal Supremo, ha impuesto una fórmula habilidosa que, dejando las
cosas como están, busca el apoyo del Tribunal Constitucional. Recuérdese que su
Sentencia de 2001, aun manteniendo la reserva legal, había rebajado notablemente el
nivel de su exigencia contentándose ahora con que la ley estableciese unos «criterios
mínimos de antijuridicidad», unas someras instrucciones al autor de las futuras
Ordenanzas. Pues bien, nada más fácil para un Legislador de Régimen Local, presio-
nado por las Federaciones de municipios y por los alcaldes de las grandes ciudades,
que incluir en una ley, poco menos que de contrabando, unos criterios mínimos lo
suficientemente amplios y poco comprometidos como para dejar prácticamente las
manos libres a los ayuntamientos que, al desarrollarlos y aplicarlos, ya no correrán el
riesgo de una revocación judicial de sus Ordenanzas y de sus sanciones. En otras
palabras, siguiendo esta fórmula se hacía innecesaria y a muy poco coste la solución
—discutible pero excelente— del Tribunal Supremo.
La verdad es que el nuevo régimen de la potestad sancionadora local es un estram-
bote, un añadido extraño a una ley reguladora de «la modernización del gobierno
local», que se introdujo por razones de oportunidad, ya que, como se explica en la
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 341

Exposición de Motivos, «no podía demorarse por más tiempo la necesidad de colmar
la laguna legal que existe en materia de la potestad sancionadora municipal en aque-
llas esferas en las que no encuentra apoyatura en la legislación sectorial, estableciendo
criterios de tipificación de las infracciones y las correspondientes escalas de sancio-
nes para que las funciones de esta naturaleza se desarrollen adecuadamente, de acuer-
do con las exigencias del principio de legalidad adaptadas a las singularidades loca-
les, y siempre en defensa de la convivencia ciudadana en los asuntos de interés local
y de los servicios y el patrimonio municipal, conforme a la STC 132/2001». Propósito
que se plasmó en la introducción de un nuevo Título, el XI, en el texto de la LBRL
(arts. 139 a 141) titulado «tipificación de las infracciones y sanciones por las
Entidades locales en determinadas materias» así como a través de la modificación de
los artículos 127.1 y 129.1 de la LPAC.
Después de la STS de 29 de septiembre de 2003 la dificultad seguía estando de
hecho en el Tribunal Constitucional que, aunque había cedido buena parte de sus tra-
dicionales rigores, todavía se mantenía encastillado en la ciudadela de su viejo dogma
de la reserva legal, que sólo el Tribunal Supremo se había atrevido a desafiar. En esta
ocasión el legislador ha sido tan astuto como prudente ya que si su actitud es decidi-
damente autonomista, ha sabido imponerla con unas cautelas que parecen respetar
literalmente las disposiciones del Tribunal Constitucional.
Lo primero resulta tan claro que A L E G R E Á V I L A ha podido escribir (en C O N I S A L ,
2004, p. 35) que «el legislador local parece situarse en la órbita del voto particular a
la STC 60/2000, que concebía la potestad sancionadora como el reverso de los debe-
res, prohibiciones o limitaciones establecidas en la normativa emanada de los Entes
locales en cuanto expresión de sus competencias, esto es, la consideración de que la
norma devendría una norma imperfecta de no ir acompañada del oportuno complejo
sancionador, con apartamiento, así, de la doctrina sentada en la STC 132/2000 mucho
más rígida y tradicional». Y de demostrar lo segundo se encargan los nuevos artículos
139 y siguientes de la LBRL, que pasamos a trascribir y analizar con cierto detalle.
En el artículo 139 se contiene la cifra del nuevo régimen:

Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de
sus servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los Entes
locales podrán, en defecto de normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infrac-
ciones e imponer sanciones por el incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones
contenidos en las correspondientes Ordenanzas, de acuerdo con los criterios establecidos en
los artículos siguientes.

A primera vista salta ya la ambición de este texto puesto que no se limita a «la
ordenación del uso de bienes o a la organización de servicios» de que hablaba la
STS de 2003 (forzada quizás por la materia objeto del recurso) sino que se extiende
a «relaciones de convivencia de interés local»: un concepto mucho más amplio,
tanto que roza la evanescencia, probablemente deliberada, que concede un enorme
margen de maniobra a los Entes locales y donde se integran las anteriores franqui-
cias de relaciones de sujeción especial, de uso de dominios y de organización de
servicios públicos.
La estructura de este precepto es sencilla y comprende los siguientes elementos: 1.°
Una autorización para establecer tipos de infracción por incumplimiento de Ordenanzas.
2.° Autorización de carácter genérico establecida en una ley de régimen local que con-
trasta con las regulaciones anteriores que se consignaban en leyes sectoriales específicas
y que no permitían a los ayuntamientos establecer tipos sino simplemente desarrollar los
establecidos en la ley. 3.° Pero autorización sometida a límites muy concretos, a saber:
342 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

a) que sólo puede actuarse en defecto de normativa sectorial específica; b) que ha de


tener el fin de ordenar adecuadamente las relaciones de convivencia; y c) que ha de rea-
lizarse de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos 140 y 141.
En el número I del artículo 140 se establecen efectivamente los criterios corres-
pondientes a las faltas muy graves, empezando por los relativos a la convivencia:
a) Una perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y
directa a la tranquilidad o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desa-
rrollo de actividades de toda clase conformes con la normativa aplicable o a la salubridad y
omato públicos, siempre que se trate de conductas no subsumibles en los tipos previstos en el
capítulo IV de la ley 1/1992, de 21 de febrero, de protección de la seguridad ciudadana.

A este propósito H E R N Á N D E Z L Ó P E Z (en C O N I S A L , 2 0 0 6 , p. 4 4 ) ha puntualizado


acertadamente que en este precepto debe entenderse también comprendida, junto a la
perturbación de la convivencia, la figura del riesgo o peligro de tal perturbación, que
ha de ser de hecho el caso más frecuente.
La lista del artículo 140 continúa en los siguientes términos:
tí) El impedimento del uso de un servicio público por otra u otras personas con derecho a
su utilización, c) El impedimento o la grave y relevante obstrucción al normal funcionamiento
de un servicio público, d) Los actos de deterioro grave y relevante de equipamientos, infraes-
tructuras, instalaciones o elementos de un servicio público, e) El impedimento del uso de un
espacio público por otra u otras personas con derecho a su utilización, f) Los actos de deterio-
ro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos,
sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana.

Recogiendo una última observación del autor citado, es de tener aquí en cuenta
que, tratándose se servicios públicos, «el valor protegible no es tanto el servicio
público en sí o su funcionamiento, sino el derecho de otras personas a usarlo. En
este sentido la conducta descrita en el apartado ti) guarda una cierta relación con lo
que en el ámbito penal se conoce como coacción, por lo que la tipificación basada
en este precepto requeriría algunos de estos elementos: que quien cometa esa con-
ducta no esté legítimamente autorizado a realizarla; que esa conducta tenga un con-
tenido material de vía física o intimidatoria y de intensidad necesaria para lograr tal
fin; que exista una persona concreta que tenga derecho a la utilización de un deter-
minado servicio público; y que se le hubiese impedido su uso. El apartado c) se cen-
tra, en cambio, en el propio servicio o, para decirlo con más precisión, en el fun-
cionamiento del servicio. El valor protegible en este caso seria el propio servicio
público».
En el número 2 del artículo 140 se enumeran los siguientes criterios para la clasi-
ficación de las demás infracciones en graves y leves:

a) La intensidad de la perturbación ocasionada en la tranquilidad en el pacífico ejercicio


de los derechos de otras personas o actividades, b) La intensidad de la perturbación causada a
la salubridad u ornato público, c) La intensidad de la perturbación ocasionada en el uso de un
servicio o un espacio públicos por parte de las personas con derecho a utilizarlos, d) La inten-
sidad de la perturbación ocasionada en el normal funcionamiento de un servicio público, e) La
intensidad de los daños ocasionados a los equipamientos, infraestructuras, instalaciones o ele-
mentos de un servicio o de un espacio públicos.

Sin desconocer las buenas intenciones del legislador, forzoso es reconocer que
estos textos son unos de los más desafortunados del Ordenamiento jurídico local, de
tal manera que los nuevos artículos incrustados en la Ley de Bases de 1985 contras-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 343

tan sensiblemente con el cuidado con que fue redactada ésta. El régimen sancionador
general (y ahora local) sigue sin encontrar una mano de calidad.
Como se recordará, el artículo 139 había sujetado el alcance de las Ordenanzas
locales sancionadoras a tipificar «de acuerdo con los criterios establecidos en los
artículos siguientes». Pues bien, si se sigue leyendo se comprueba que en el artículo
siguiente, el 140, no aparecen los enunciados criterios de antijuridicidad sino crite-
rios de clasificación de hechos antijurídicos que se extienden en dos listas: á) la
correspondiente a las faltas muy graves, relacionadas en el número 1 y b) la corres-
pondiente a las demás infracciones, para las que se suministran unos nuevos criterios
de clasificación entre faltas graves y leves o, mejor dicho, el criterio en singular pues-
to que sólo se señala uno: la «intensidad» de la perturbación o del daño.
Lo que sucede es que indirectamente se descubren en estas listas criterios con-
cretos de antijuridicidad desde el momento en que se enumeran materias que pueden
ser reguladas en ordenanzas sin necedad de ley sectorial previa imponiendo en ellas
deberes, prohibiciones y limitaciones y tipificando infracciones y sanciones por su
incumplimiento.
Es improbable, desde luego, que tales fueran las intenciones del Tribunal
Constitucional habida cuenta de la abismal diferencia que media entre unos «criterios
mínimos de antijuridicidad» y unas «materias que se abren a la regulación por
Ordenanza»; pero tampoco puede afirmarse con seguridad que la fórmula escogida
por la nueva ley sea indudablemente inconstitucional.
A la vista salta en cualquier caso la asimetría de la regulación establecida en estos
dos números. Por lo pronto, el segundo se refiere a las «demás» infracciones. ¿Cuáles
serán éstas? Para identificarlas hay que buscar la referencia en las «otras», las no
comprendidas en el número 1. Mas aquí caben dos interpretaciones: o bien estas otras
son los incumplimientos relacionados en las letras b) y e) del número 1 y en las demás
letras cuando no van acompañados de sus notas cualificadoras (relevancia, inmedia-
tez, gravedad); o bien, los afectados por el artículo 139 y no comprendidos en el
número 1 del artículo 140. Es difícil pronunciarse sobre el particular, no obstante la
trascendencia de la opción puesto que desde la literalidad de estos preceptos es impo-
sible encontrar una orientación hermenéutica fiable.
Trabajando de momento sobre la primera hipótesis podemos formar el siguiente
esquema singularmente barroco y de coherencia más que dudosa:

— Impedimento del uso de un servicio público: infracción muy grave siempre


[art. 140.1. fe)].
— Impedimento del uso de un espacio público: infracción muy grave siempre
[art.l40.1.e)].
— Perturbación (que no llega al impedimento) del uso de un servicio público o
de un espacio público: infracción grave o leve según su intensidad [art. 140.2.a)].
— Impedimento o grave obstrucción al normal funcionamiento de un servicio
público (conducta claramente distinta de la perturbación o impedimento del uso por
parte de los demás) siempre falta muy grave [art. 140.l.c)].
— Perturbación (que no sea obstrucción grave y relevante ni mucho menos
impedimento) en el normal funcionamiento de un servicio público: falta grave o leve
según la intensidad [art. 140.2.d)]-
— Deterioro grave y relevante de elementos de un servicio público: falta muy
grave [art. 140.1.J)].
— Deterioro (daños) grave y relevante de elementos de un servicio público, siem-
pre que no sea derivado de alteraciones de la seguridad ciudadana: falta muy grave
[art. 140.1./)].
344 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

— Otros daños (deterioro) a elementos de servicios públicos y espacios públicos:


falta grave o leve según su intensidad [art. 140.2.e)].
— Perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inme-
diata y directa a la tranquilidad o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas,
al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes con la normativa aplica-
ble o a la salubridad y ornato público (no derivados de alteraciones de la ley de segu-
ridad ciudadana): falta muy grave [art. 140.1.a)].
— Perturbación causada a la salubridad y ornato públicos: falta grave o leve,
según su intensidad [art. 140.2.6)].
— Perturbación ocasionada en la tranquilidad o en el pacífico ejercicio de los
derechos de otras personas o actividades: falta grave o leve, según su intensidad [art.
140.2.a)].

Comparando ahora los artículos 139 y 140 detectamos las siguientes discordan-
cias: Primera, en el artículo 140.2.6) se alude a la salubridad y ornato públicos, que
no aparecen en el art. 139. Segunda, las relaciones de convivencia aludidas en el art.
139 comprenden muchos más supuestos de los que aparecen en el artículo 140 (acti-
vidades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas, medioambiente, entre otras). Y en
ellas es donde se abre una brecha para la segunda de las hipótesis interpretativas enun-
ciadas (suponiendo, naturalmente, que no estén reguladas en la ley sectorial o no se
quiera incluir todas estas posibilidades en la fórmula amplísima del artículo 149.1.a):
perturbación de la tranquilidad o el ejercicio legítimo de otras personas o actividades).
Volviendo al esquema, puede reformularse ahora en unos términos más sencillos
en torno a los cuatro tipos de conductas ilícitas: A) Impedimentos (del uso de un espa-
cio público, del uso de un servicio público y del normal funcionamiento de un servi-
cio público): es siempre falta muy grave. B) Grave obstrucción al normal funciona-
miento de un servicio público: es siempre falta muy grave, aunque curiosamente
nada se dice sobre la tipificación y consecuencias de una obstrucción no grave.
C) Deterioro (daños) grave y relevante de los elementos de un servicio público: falta
muy grave. Si no es grave y relevante será falta grave o leve según su intensidad.
D) Perturbación relevante de la convivencia que afecte de una manera grave, inme-
diata y directa a la tranquilidad o a la salubridad y ornato públicos o al ejercicio de
derechos legítimos de otras personas o al normal desarrollo de actividades de toda
clase: siempre falta muy grave; y en otras variantes de perturbaciones, falta grave o
leve según su intensidad.
La Ley 57/2003 ha supuesto, en suma, un gran paso hacia la normalización de la
potestad sancionadora de los Entes locales, cuyo ejercicio se ha clarificado sustancial-
mente al ampliar el alcance tipificador de las Ordenanzas locales y, sobre todo, al librar-
se del pecado original de su inconstitucionalidad. Por así decirlo, se ha sanado a los
ayuntamientos de la esquizofrenia en que vivían puesto que se veían forzados a simul-
tanear un ejercicio muy activo de sus facultades sancionadoras pero bajo una constante
amenaza de anulación de las sanciones que imponían cuando el infractor, sin molestar-
se en negar los hechos, invocaba ante los tribunales la violación de la reserva legal.
La liberación de tal amenaza no impide desconocer que el futuro no ha de ser, al
menos al principio, nada pacífico debido en gran parte a la pésima redacción del texto.
Porque unos criticarán las zonas que ha dejado de cubrir y otros, los más, le acusarán
de inconstitucional en la medida en que ha ido demasiado lejos y, por querer abarcar
mucho, ha metido de contrabando unos criterios mínimos de antijuridicidad que en
rigor no son tales y corren el riesgo de ser descubiertos y decomisados en la aduana
del Tribunal Constitucional en cuanto se interponga el primer recurso de amparo (dado
que ya se ha dejado pasar la oportunidad de impugnar la ley directamente por incons-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 345

titucionalidad). Tal como ha resumido últimamente José Luis C A R R O ( 1 4 1 ) , «hubiese


sido muy conveniente una mejor redacción del artículo 141 para determinar con total
seguridad si la multa es el único tipo de sanción que, como regla general, pueden impo-
ner las Ordenanzas, con exclusión de otro tipo de sanciones (revocación o suspensión
de una actividad, prohibición de uso o acceso a instalaciones, etc.), las cuales, por cier-
to, siempre podían venir previstas, para concretos supuestos, en las correspondientes
leyes sectoriales. Por otro lado, tampoco el citado artículo 141 distingue las Entidades
locales en función de su población, como hacía el antiguo artículo 59 del texto refun-
dido de 1986, lo cual significa que todos los municipios, incluidos los de población
más exigua, pedían incluir en sus Ordenanzas las sanciones previstas en el mismo hasta
su límite máximo».
En definitiva, la Ley 57/2003 ha cambiado el esquema de la normativa tipificante,
ya que ahora la tradicional cobertura legal se desdobla en dos variantes: una es aque-
lla en la que la ley sectorial regula el tipo y determina las condiciones a las que tiene
que sujetarse la ordenanza para su desarrollo; y la otra, de nuevo establecimiento (para
supuestos de ausencia de ley sectorial), en la que la LBRL establece los criterios míni-
mos, que luego son desarrollados por la Ordenanza.
Retomando el planteamiento desde su principio tenemos que «el problema espe-
cífico de los Entes locales» pudo tener una solución muy simple de haberse aceptado
la sugerencia doctrinal tal como hizo el Tribunal Supremo en 2003. Las cosas no han
ido, sin embargo, por ahí y se ha preferido una intervención legislativa especial
siguiendo las líneas marcadas por el Tribunal Constitucional. En su consecuencia, el
panorama actual es complejo ya que se han diferenciado nítidamente los regímenes
de reserva legal según que se trate de la potestad sancionadora del Estado y de las
Comunidades Autónomas (que precisan de una previsión legal especifica eventual-
mente desarrollada luego por un reglamento) o de la potestad sancionadora de los
entes locales, cuyo régimen, por su parte, vuelve a subdividirse en dos variantes. Si
existe una previsión expresa en una ley sectorial, el ejercicio de la potestad sanciona-
dora local es el mismo que el del Estado; si no existe tal ley, los ayuntamientos pue-
den acudir a una normación directa a través de Ordenanzas al amparo de los articulos
148 y 149 de la LBRL (versión introducida por la Ley 57/200). Con la consecuencia
final de que si los comportamientos no están legalmente cubiertos por ninguna de
estas formas, no existe infracción ni puede ser la conducta legalmente sancionada.
Nótese, por tanto, que la situación relativa se ha invertido. Porque si antes la posi-
ción de los Entes locales era inequívocamente desfavorable, ahora están en mejores
condiciones que los órganos estatales y autonómicos ya que pueden tipificar directa-
mente las infracciones, al menos cuando han tenido la fortuna de escapar a una regu-
lación legal sectorial. . .
En su consecuencia, a partir de 2004 las posibilidades normativas municipales
tipificadoras en Ordenanza de infracciones administrativas pueden sistematizarse en
los siguientes términos:
A) Con previa ley sectorial tipificante (con o sin reglamento intermedio): pue-
den desarrollar los tipos de la forma convencional. Aquí la única peculiaridad nueva
es la de que la tipificación legal puede hacerse o bien con el detalle tradicional o limi-
tándose al establecimientos de los meros criterios mínimos de antijuridicidad permi-
tidos expresamente por la doctrina del Tribunal Constitucional.
B) Sin ley sectorial previa tipificante: son aplicables las flexibles disposiciones
de los artículos 139 y 140 en su versión reformada.
C) La cuestión que queda abierta todavía es la siguiente: quid cuando existe una
ley sectorial tipificante previa en la que no se regulan de forma expresa aspectos ati-
346 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

nentes a los Entes locales. En tal caso (examinado ya por HERNÁNDEZ LÓPEZ) caben
dos interpretaciones alternativas: a) O bien se entiende que lo no regulado ha sido
deliberadamente silenciado por la ley, en cuyo caso no cabe regulación por ordenanza
al carecer ésta de cobertura legal, b) O bien aplicar aqui la fórmula de la LBRL, pues-
to que hay «defecto de normativa sectorial específica». La segunda tesis parece acon-
sejable por razones funcionales y de una mejor integración del Ordenamiento jurídi-
co, aun reconociendo una incongruencia sistemática ya que en los aspectos de la ley
con regulación detallada el margen de actuación de los ayuntamientos sería menor que
en los no regulados. Paradoja que se explica porque el silencio no deliberado de la ley
no debe entenderse como un castigo a los Entes locales, antes al contrario como una
ampliación de sus facultades normativas tipificantes.

Esto nos lleva a la cuestión problemática fundamental que no es otra sino la de


determinar hasta qué punto la nueva regulación responde a las exigencias de la sen-
tencia del Tribunal Constitucional (que dice es su inspiradora) o, si se quiere, hasta
qué punto las disposiciones de los artículos 139 y 140 constituyen los invocados «cri-
terios mínimos de antijuridicidad».
Cuestión para la que Francisco VELASCO ( 2 0 0 4 , p. 8 1 ) tiene una respuesta negati-
va tajante: «Se puede cuestionar que el nuevo artículo 140 de la LBRL contiene cri-
terios de tipificación, al menos formalmente, para cualquier posible contravención de
ordenanzas municipales. Los criterios descritos son tan amplios y comprensivos que
abarcan todos los ámbitos de la actividad municipal y, por tanto, todos los ámbitos de
regulación por Ordenanza. Pero considerar como criterio mínimo de antijuridicidad,
entre otros, la perturbación del normal funcionamiento de un servicio público es tanto
como dejar vacía de sentido la exigencia de reserva de ley. Más parece que con los
criterios fijados en el artículo 140 de la LBRL el legislador local ha cumplido con lo
que a él correspondía: fijación de normas básicas sobre el régimen jurídico de la
Administración local. Ha colaborado al cumplimiento de la reserva de ley; pero no ha
satisfecho plenamente esa reserva de ley, precisamente porque el título competencial
invocado (art. 1 4 9 . 1 . 1 8 de la Constitución) le impide ir más allá».
En opinión de este autor, por tanto, la fórmula de la nueva ley es incorrecta o al
menos insuficiente dado que el Tribunal Constitucional mantiene la exigencia de una
ley sectorial previa aunque, eso sí, «flexibilizada», es decir, reducida al estableci-
miento de criterios mínimos de antijuridicidad y es el caso que lo que ha hecho la Ley
57/2003 es suplantar a las leyes sectoriales específicas por una ley de régimen local,
que da cobertura a cualquier infracción prevista en la Ordenanzas.
Esta tesis, de exquisita factura hermenéutica formal, es plausible desde luego,
pero estremece pensar que a su amparo pueda reabrirse una vieja polémica que durante
tantos años ha quebrantado la cabeza de los juristas teóricos y torturado a los prácti-
cos que no veían forma de aclarar sus dudas e inseguridades. Aunque sólo fuera por
esto más valdría seguir la interpretación, aunque sea menos sutil, de que los legisla-
dores sectoriales estatal y autonómico conservan abierta la puerta de tipificar las
infracciones de su materia —o, si lo prefieren, establecer criterios mínimos de anti-
juridicidad— pero sin que ello suponga invalidar los criterios, ciertamente poco fia-
bles pero desde luego operativos, de la LBRL.
Lo anterior está en conexión con la sospecha de que la ley, al identificar la atri-
bución de consecuencias materiales con la atribución de potestades normativas tipifi-
cantes (o si se prefiere, el entender comprendidas éstas en aquélla) ha unlversalizado
el ejercicio de la potestad en contra de lo declarado de forma expresa por la sentencia
del Tribunal Constitucional. La verdad es que este reproche resulta formalmente
infundado y para comprobarlo basta leer el rótulo del artículo 139: «tipificación de
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 347

infracciones y sanciones en determinadas materias», es decir, sólo en ellas, lo que


excluye la generalización total. Otra cosa son, no obstante, sus efectos prácticos por-
que, habida cuenta de la ambigüedad de los criterios, es evidente que en ellos caben
prácticamente todas las materias de competencia locales, aunque LASAGABASTER
(2004,171) ponga ejemplos de materias no incluidas hasta el punto de llegar a la con-
clusión que «si se atiende a algunos de los casos en los cuales los tribunales se han
pronunciado sobre el ejercicio de la potestad sancionadora por parte de las autorida-
des locales se constata que en una serie de supuestos sería difícilmente sostenible que
la Ley 57/2003 les diera cobertura». La astucia del legislador consiste, por tanto, en
haber ampliado la potestad normativa sancionadora municipal respetando formal-
mente los límites establecidos por el Tribunal Constitucional.

VI. ATRIBUCIÓN DE LA SANCIÓN

1. TIPIFICACIÓN DE SANCIONES Y SU CORRESPONDENCIA CON LAS INFRACCIONES

El mandato de tipificación tiene dos vertientes: dado que no sólo la infracción


sino también la sanción ha de estar debidamente prevista en la norma que, mediando
reserva legal, ha de tener rango de ley.
Con remisión o sin ella, una vez realizada la tipificación de las infracciones, las
normas han de atribuirlas unas sanciones determinadas, estableciendo la correlación
entre unas y otras. Operación que se realiza a través de distintas técnicas:
En unos casos, los menos, se atribuye directa e individualmente una sanción a cada
infracción. Pero, por lo común, la ley procede de una manera genérica y no concreta,
operando no con infracciones y sanciones singulares sino con grupos de unas y otras,
que permiten evitar el prolijo detallismo de una atribución individualizada: lujo éste
que sólo se pueden permitir la leyes penales por gracia del reducido repertorio de sus
ilícitos; pero que resulta imposible cuando se tienen que manejar centenares de tipos
de infracción (y, para mayor dificultad, muchas de ellas tipificadas por remisión).
A tal efecto, la norma subsume —así lo determina ahora el artículo 129.1 de la
LPAC— el repertorio de infracciones en un breve escalado de clases genéricas (muy
graves, graves y leves) y, a continuación, atribuye a cada una de estas clases de infrac-
ciones una correlativa clase de sanción en la que se han agrupado los distintos tipos
de medidas represivas concretas.
Ni que decir tiene que este enorme esquematismo implica un fuerte apoderamiento
de facultades a los operadores jurídicos, cuyo margen de actuación se amplía de manera
sensible y en la misma medida en que la norma renuncia a su aplicación automática. La
Administración, en efecto, después de haber constatado los hechos y sus circunstancias,
ha de proceder de la siguiente manera: a) Subsunción de la actuación en un tipo norma-
tivo de infracción, tí) Subsunción del tipo en una clase de sanción, c) Determinación de
la correlación entre la clase de infracción y la clase de sanción, d) Atribución de una san-
ción concreta escogida entre las que se encuentran en la clase.
Veamos ahora todo esto con un poco más de detalle y centrándonos obviamente en
las clases de infracciones, dado que las sanciones no son objeto de estudio en el pre-
sente volumen. Las clasificaciones normativas de los distintos tipos de infracciones
pueden hacerse con arreglo a criterios materiales, según el contenido de cada una de
ellas, o —lo que es más frecuente— con arreglo a las circunstancias concurrentes en
cada infracción, es decir, que el mismo hecho será clasificado de grave o leve en aten-
ción, por ejemplo, a la «reincidencia, negligencia o riesgo» (art. 35 de la Ley General
de Sanidad de 25 de abril de 1986) o «atendiendo a los criterios de nesgo para la salud,
348 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

posición en el mercado del infractor, cuantía del beneficio obtenido, grado de inten-
cionalidad, gravedad de la alteración social producida, generalización de la infracción
y reincidencia» (art. 35 de la Ley del Consumo) o, en fin, a la «intensidad» de la per-
turbación producida como señala en términos generales el artículo 140 de la LBRL.
Huelga decir, sin embargo, que estas circunstancias, por ser rigurosamente singu-
lares, no son susceptibles de ser tenidas en cuenta en una clasificación genérica (salvo
en el caso de daños producidos, que sí pueden servir a tales efectos) y, de hecho, se
trata de una operación que ha de realizar la Administración en el acto individual de
subsumir el hecho en uno de los escalones de cada categoría abstracta.
Con frecuencia, el escalón más bajo de esta clasificación bipartita (graves y leves),
tripartita (muy graves, graves y leves, que es actualmente la ordinaria) o cuadripartita
(muy graves, graves, menos graves y leves) se tipifica —como ya se ha expuesto pro-
lijamente antes— por simple remisión, es decir, que la ley después de haber tipificado
de forma positiva todas y cada una de las infracciones calificadas como graves o muy
graves, cierra la lista con una remisión en blanco para las infracciones leves, de tal
manera que las infracciones que no aparezcan expresa, positiva y directamente tipifi-
cadas se consideran leves. Esta técnica de remisión residual—de la que ya hemos visto
ejemplos en páginas anteriores— es muy antigua, pues ya aparecía por ejemplo en la
vieja Instrucción General de Sanidad Pública de 12 de enero de 1904, en cuyo artícu-
lo 203 se declaraba que «se considerarán faltas leves las cometidas por particulares o
facultativos, infringiendo cualquier práctica o disposición de las que, accidentalmente
prescritas por los inspectores o cualquier otra autoridad con atribuciones para dictar-
las, no estén taxativamente especificadas en los artículos anteriores». Casi un siglo
después, la moderna Ley de 26 de diciembre de 1987 reguladora de la potestad admi-
nistrativa sancionadora en materia de juego conserva la misma fórmula aunque con un
aditamento que pretende, sin lograrlo, introducir una nueva precisión:

Son infracciones leves las acciones u omisiones no tipificadas como infracciones graves
o muy graves en la presente ley que en función de la normativa vigente supongan el incum-
plimiento de normas de orden público, o sean causa de perjuicios a terceros, o dificulten la
transparencia de desarrollo de los juegos o la garantía de que no puedan producirse fraudes o
sean obstáculo para el control y la contabilidad de las operaciones realizadas [art. 4],

Una vez clasificadas las infracciones, la ley atribuye seguidamente a cada escalón
de ellas un paquete de «sanciones», que suele ser flexible, de tal manera que la
Administración, a la vista de las circunstancias de cada caso, señala la sanción con-
creta dentro del abanico legalmente previsto.
La correspondencia, legalmente establecida, entre infracciones y sanciones es
imprescindible, de tal manera que, si se ha tipificado correctamente la infracción pero
no se le ha atribuido la correspondiente sanción, no puede imponerse una sanción
concreta. Así lo ha visto la inteligente, aunque discutible, STS de 9 de noviembre de
1993 (Ar. 8954; Lescure). Impugnada una sanción impuesta al amparo de un
Reglamento (el Real Decreto 1.095/1989), la sentencia de instancia entiende que este
último tiene cobertura legal en la Ley 4/1989, en cuanto que en ella se prohibía la
acción del infractor. Se trata, pues, de un inequívoco reconocimiento implícito de la
tipificación indirecta, que en este libro con tanta insistencia se está defendiendo. El
Tribunal Supremo confirma la posibilidad de esta forma de tipificación de infraccio-
nes, aunque precisa a renglón seguido que

ello no es bastante para entender cumplidas las exigencias del principio constitucional de lega-
lidad, pues aunque se entendiera respetada la reserva legal en la definición del ilícito, a pesar
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 349

de que figura en el repertorio de infracciones que se describen en el articulo 38 de la ley a no


ser que se considere incluida en el apartado 13 que tipifica como infracciones el incumpli-
miento de los requisitos, obligaciones o prohibiciones establecidos en la propia ley. se trataría
de una infracción no clasificada por la ley en leve, menos grave, grave o muy grave, según
resulta del articulo 39, que se limita a calificar como muy graves a tres de las infracciones
definidas en el articulo anterior, estableciendo en cuanto a las demás los criterios para su cali-
ficación, de donde resulta que la calificación como grave de la infracción no se ha hecho por
ley, sino por Reglamento, en clara vulneración del artículo 25.1 de la Constitución, con arre-
glo al cual no sólo debe figurar en la ley la definición de ¡os ilícitos y de las sanciones, sino
también el establecimiento de la correspondencia necesaria entre aquéllos y éstas.

Sea como fuere, el mecanismo no individualizado de atribución de sanciones des-


cansa, como más atrás se ha indicado ya, en un amplio margen que se deja a disposi-
ción de los operadores jurídicos y, además, en el principio de la proporcionalidad
entre infracciones y sanciones que ha de inspirar tanto la actuación concreta de la
Administración sancionadora como las actividades de control que ejercen los
Tribunales sobre las decisiones concretas de aquélla.
El artículo 2 del REPEPOS ha intentado, en los siguientes términos, lograr un
punto de equilibrio entre el principio de legalidad y el imprescindible margen de
actuación administrativa:

1. La aplicación de las gradaciones reglamentarías de los cuadros de infracciones y san-


ciones legalmente establecidas deberá atribuir a la infracción cometida una sanción concreta y
adecuada, aun cuando las leyes prevean como infracciones los incumplimientos totales o par-
ciales de las obligaciones o prohibiciones establecidas en ella.
2. Asimismo, las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen
como infracciones hechos y conductas mediante ordenanzas, y tipifiquen como infracción de
ordenanzas el incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas
en las mismas, al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley.

La circunstancia, ya señalada, de que en el Derecho Administrativo Sancionador,


a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal, no haya una correspondencia indi-
vidualizada entre el ilícito y su castigo, sino que se establece una correlación de esca-
lados de infracciones y sanciones, da origen a una proliferación de técnicas normati-
vas tipificadoras, que no siempre son admitidas por los Tribunales. Así, la STS de 17
de marzo de 1983 (Ar. 9856; Cáncer), después de establecer genéricamente que «el
principio de legalidad exige la predeterminación normativa de las sanciones, de forma
que no se produzcan situaciones de inseguridad respecto de las que resulten aplica-
bles», precisa que el artículo 8 del Decreto 2.860/1978 vulnera tal exigencia dado que

se limita a realizar una enumeración de las sanciones a imponer, así como a enumerar las san-
ciones que tipifica, catalogando a éstas en muy graves y graves, pero sin establecer la corres-
pondencia necesaria entre aquéllas y éstas, ni graduar las sanciones, limitándose el precepto
a indicar para las multas que su cuantía se ajustará a la cifra de su infracción o a la importan-
cia del cargo que ostente el inculpado... Lo que supone conceder a la Administración unos
márgenes de discrecionalidad que rebasan los limites constitucionales, que derivan del artícu-
lo 25.1

Tratándose de Entidades locales, la tantas veces citada STC 233/2001 ha extendido


a la tipificación sancionadora su tesis de la flexibilidad al declarar que «del artículo 25.1
deriva la exigencia, al menos, de que la ley reguladora de cada materia establezca las
clases de sanciones que pueden establecer las Ordenanzas municipales; tampoco se
exige aquí que la ley establezca una clase especifica de sanción para cada clase de ilí-
350 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

citos, sino una relación de las posibles sanciones que cada Ordenanza municipal
puede predeterminar en Junción de la gravedad de los ilícitos que ella misma tipifica.
En este punto —al igual que en el caso de la tipificación de infracciones— la Ley
57/2003 ha desperdiciado la oportunidad que le había brindado la sentencia de 2001,
limitándose a aludir a las multas, y no a otras sanciones posibles, en estos términos:
«Salvo precisión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales debe-
rán respetar las siguientes cuantías. Infracciones muy graves, hasta 3.000 euros.
Infracciones graves, hasta 1.500 euros. Infracciones leves, hasta 750 euros».
Para terminar este apartado resulta útil acudir una vez más al resumen didáctico
que la STC 100/2003, de 2 de junio, ha hecho de la doctrina consolidada de este tri-
bunal, desarrollado en esta ocasión al hilo de su evolución cronológica:
Resumiendo nuestra doctrina en esta materia, en el Fundamento Jurídico 6.° de la STC
113/2002, de 9 de mayo, hemos puesto de relieve que la necesidad de que la ley predetermine
suficientemente las infracciones y las sanciones, así como la correspondencia entre unas y
otras, no implica un automatismo tal que suponga la exclusión de todo poder de apreciación
por parte de los órganos administrativos a la hora de imponer una sanción concreta. Así lo ha
reconocido este Tribunal al decir en su Sentencia 207/1990, de 17 de diciembre, que el esta-
blecimiento de dicha correspondencia puede dejar márgenes más o menos amplios a la dis-
crecionalidad judicial o administrativa; lo que en modo alguno puede ocurrir es que quede
encomendada por entero a ella, ya que ello equivaldría a una simple habilitación en blanco a
la Administración por norma legal vacía de contenido material propio, lo cual contraviene
frontalmente las exigencias constitucionales.

2. PROPORCIONALIDAD

El principio de proporcionalidad se incardina sistemáticamente en el ámbito de las


sanciones, mejor que en la de las infracciones, y ha sido objeto de importantes estu-
dios pormenorizados como los de T O R N O S ( 1 9 7 5 ) , G A R B E R I ( 1 9 8 9 , 9 3 - 9 9 ) y D E L R E Y
( 1 9 9 0 , 6 4 - 6 9 ) entre otros. Además, y sin peijuicio de que es ahora cuando vamos a
examinarle con cuidado, conviene anotar que volveremos a encontrarnos con él en el
capítulo noveno desde la perspectiva de su incidencia en la prohibición de bis in idem.
En el Derecho español la proporcionalidad de las medidas de la intervención
administrativa es un principio muy viejo positivizado ya en el Reglamento de
Ser/icios de las Corporaciones Locales y que en los últimos años se ha revitalizado
bajo influencias extranjeras y fundamentalmente del Derecho Comunitario europeo.
Su ámbito es muy extenso según se desprende del documentado trabajo de José
Ignacio L Ó P E Z G O N Z Á L E Z (El principio general de proporcionalidad en Derecho
Administrativo, 1988), siendo la materia sancionadora una de sus manifestaciones
más interesantes.
En opinión de G A R B E R I ( 1 9 8 9 , 9 3 ) son sus notas las de «la imprescindibilidad del
acto sancionador para lograr el fin propuesto, la adecuación de la medida aplicada para
obtenerlo, la necesidad de establecer criterios cuyo tratamiento permita conocer el grado
de peijudicialidad o dañosidad de cada medida de las de posible adopción, o la concor-
dancia entre la entidad de dicha medida y la importancia del objetivo que la justifica».
Y , según precisa Z O R N O Z A ( 1 9 9 2 , 1 1 1 ) , el principio tiene una funcionalidad doble:
«como criterio para la selección de los comportamientos antijurídicos merecedores de
la tipificación como delitos o infracciones, postulando en el ámbito que nos ocupa que
la tipificación como infracción quede reservada para aquellos supuestos en que el res-
tablecimiento del orden jurídico alterado por el comportamiento ilícito no puede ser rea-
lizado por otros medios» y, además, «como límite a la actividad administrativa de deter-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 351

minación de las sanciones, sin que por tanto exista posibilidad alguna de opción libre,
sino una actividad vinculada a la correspondencia entre infracción y sanción».
Dicho sea con otras palabras, el principio opera en dos planos: en el normativo,
de tal manera que las disposiciones generales han de cuidarse de que las sanciones
que asignen a las infracciones sean proporcionales a éstas; y en el de aplicación, de
tal manera que las sanciones singulares que se impongan sean igualmente proporcio-
nales a las infracciones concretas imputadas. Siendo aquí de subrayar la omnipresen-
cia , por así decirlo, de este principio puesto que actúa en todas las fases o eslabones
de la cadena sancionadora. Primero aparece en la ley y sirve como criterio para que
el Tribunal Constitucional controle si las sanciones previstas por el legislador son
efectivamente proporcionadas a las infracciones a que se atribuyen. Luego vuelve a
aparece en el reglamento y con la misma función. En tercer lugar, ya en la fase apli-
cativa, la Administración tiene que ponderar la proporcionalidad de la sanción con-
creta que escoge dentro del repertorio que le ofrece la norma tipificante. Pues bien, si
pensamos entonces en la amplitud del abanico de sanciones que la ley atribuye a una
misma clase de infracciones como prueba de la confianza que otorga a la
Administración —o, si se quiere, forzada por la imposibilidad de prever en abstracto
las circunstancias concurrentes en una acción concreta—, puede comprenderse la
importancia práctica de este principio.
La STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608) ha insistido con especial énfa-
sis en la operatividad del principio de proporcionalidad en el nivel normativo:
El principio de proporcionalidad rige en el Derecho Administrativo Sancionador no sólo
en el ejercicio concreto de la potestad sancionadora, al dictar el acto de imposición de la san-
ción, sino también al establecerse la correspondiente previsión normativa, de manera que no
resulta ajustada al Ordenamiento jurídico aquella que exaspera o exacerba la sanción impo-
niendo, en todo caso, la multa en el grado mínimo permitido por la legislación vigente, con
independencia de cuál es la gravedad de la infracción que se corresponde. O dicho en otros tér-
minos, en la determinación normativa del régimen sancionador, y no sólo en la imposición de
sanciones por las Administraciones Públicas, se debe guardar la debida adecuación entre la
gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicable.

El artículo 131.3 de la LPAC ha recogido el «principio de proporcionalidad» en


los siguientes términos:
En las determinaciones normativas del régimen sancionador, así como en la imposición
de sanciones por las Administraciones Públicas, se deberá guardar la debida adecuación entre
la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicada, considerándose espe-
cialmente los siguientes criterios para la graduación de la sanción a aplicar:
a) La existencia de intencionalidad o reiteración.
b) La naturaleza de los peijuicios causados.
c) La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de
la misma naturaleza cuando asi haya sido declarado por resolución firme.
La aplicación de estos criterios puede tener un indebido efecto «reduplicativo»
cuando ya se han tenido en cuenta a la hora de calificar la infracción. Piénsese, por
ejemplo, en la intencionalidad: una circunstancia que puede operar como elemento
del tipo y que luego vuelve a aparecer en la graduación de la sanción, aunque tampo-
co debe olvidarse que estos criterios son ambivalentes en el sentido de que puden ser-
vir tanto para agravar como para atenuar la sanción.
El trascrito artículo 139.3 no se preocupa —ni tenía por qué hacerlo— de detimr
la «reiteración» y la «reincidencia» sino que se remite a las n o c i o n e s doctrinales o
legales comunes. El problema está en que —según ha denunciado IZQUIERDO
352 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

CARRASCO (en JA, 2001)— la ley administrativa utiliza la figura de la reiteración


cuando ésta ya ha desaparecido del Código Penal, lo que significa remisión al vacío.
La STSJ de Baleares, de 11 de unió de 1999 (Ar. 1621), se ha preocupado de rea-
lizar el siguiente deslinde:
en el marco del Derecho Administrativo Sancionador la reiteración se distingue de la reinci-
dencia únicamente en que aquélla comprende infracciones cometidas incluso con una diligen-
cia temperal superior a un año y es ambién independiente de que dichas infracciones partici-
pen o no de la naturaleza de lo considerado en lo que se quieren hacer valer los efectos agra-
vatorios.

Sin peijuicio de la atención de estos criterios generales, es frecuente que en la


legislación sectorial aparezcan otras indicaciones complementarias o más precisas.
Así, en el Texto Articulado de la ley de Tráfico de 2 de marzo de 1990 se declaró que
«las sanciones previstas en esta ley se graduarán en atención a la gravedad y trascen-
dencia del hecho, a los antecedentes del infractor y al peligro potencial creado» (art.
11.1). Siendo de notar aquí el efecto duplicador que se concedió al peligro, puesto que
no sólo gradúa la sanción dentro del escalón atribuido a la infracción, sino que, ade-
más y previamente, la ley se había servido del mismo para clasificar la infracción,
como declaraba el artículo 65.5: «tendrán la consideración de muy graves las infrac-
ciones a que hace referencia el número anterior, cuando concurran circunstancias de
peligro [...] o puedan constituir un riesgo añadido y concreto al previsto para las gra-
ves en el momento de cometerse la infracción». De esta manera, el peligro actuaba
dos veces: primero, para calificar de muy grave la infracción (elevando con ello el
escalón sancionador atribuido) y luego para graduar la sanción colocándola en la
parte superior del escalón. Duplicidad de efectos que no parece recomendable.
Los criterios legales de graduación son variadísimos. Con frecuencia se refieren a la
cuantía de los daños y el artículo 24 de la Ley de Seguridad Ciudadana utiliza los siguien-
tes para la calificación de faltas muy graves: «entidad del riesgo producido o del peijui-
cio causado, o cuando supongan atentado contra la salubridad pública, hubieren alterado
el funcionamiento de los servicios públicos, los transportes colectivos o la regularidad de
los abastecimientos, o se hubieren producido con violencia o amenazas colectivas».
Singular interés ofrece a este propósito la LPSPV, en cuya Exposición de Motivos
se señala acertadamente que la proporcionalidad tiene dos aspectos: «el que atiende a
la posición individual del sancionado y hace a las circunstancias que determinan el
grado de antijuridicidad de su acción y el que se coloca en la perspectiva del logro del
interés general buscando la protección, a través de la prevención, del bien jurídico
considerado. Una sanción justa es la que conjuga armoniosamente estos dos aspectos,
lo que es proporcional a la gravedad de la infracción y al fin perseguido».
Por su parte, el artículo 11.1 del texto declara que
Las normas configuradoras de los distintos regímenes sancionadores fijarán las sanciones
que correspondan a cada infracción o categoría de infracciones, en atención al principio de
proporcionalidad, considerando tanto ta gravedad y naturaleza de las infracciones como las
peculiaridades y finalidad de la regulación material sectorial de que se trate, y procurando que
la comisión de las infracciones tipificadas no resulte más beneficiosa para el infractor que el
cumplimiento de las normas infringidas.

Este precepto no puede ser más sensato, ciertamente, pero su operatividad parece
dudosa desde el momento en que está dirigido al legislador futuro y es dudoso que
éste se sienta vinculado siempre a un mandato aparente que en realidad no es más que
una recomendación.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 353

La natural imprecisión del principio no ha escapado ciertamente a la Jurisprudencia


y, así, la sentencia de 22 de septiembre de 1982 (Ar, 5480; Díaz Eimil) se ha encar-
gado de recordar que «siendo el concepto de proporcionalidad de la sanción, por su
propia naturaleza, difícilmente concretable en términos de gran especificación y sin-
gularidad hasta el punto que su aplicación, en último término, tiene que venir funda-
mentada en una apreciación conjunta de las circunstancias objetivas y subjetivas que
integran el presupuesto de hecho sancionable».
Esta conjunción de «circunstancias objetivas y subjetivas» coloca la cuestión ante
el dilema de lo reglado y lo discrecional, que la jurisprudencia ha afrontado jurídica-
mente, puesto que hay sentencias para todos los gustos. Cuando se admite lo discre-
cional, ello no excluye naturalmente el control judicial, pero no está muy claro hasta
dónde puede alcanzar. Los tribunales reconocen una y otra vez que no pretenden sus-
tituir la discrecionalidad administrativa por la judicial y que deben limitarse a anularla
si se ha ejercido incorrectamente. Ahora bien —tal como ha observado sensatamente
IZQUIERDO C A R R A S C O — «basta echar un vistazo a los repertorios de jurisprudencia
para ver que la realidad es muy distinta».
En un orden muy distinto de consideraciones, es de recordar que para el Tribunal
Constitucional no existe un derecho fundamental a la proporcionalidad abstracta de la
sanción con la gravedad de la infracción (S. 22 de mayo de 1986). Lo que significa
que la eventual infracción del principio no es susceptible de recurso de amparo. Con
la consecuencia de que, como ha observado GARBERI ( 1 9 8 9 , 9 5 ) , «se genera un no
deseable contrasentido: las vulneraciones, por estar amparadas en el Convenio de
Roma, pueden evidenciarse a través del recurso individual ante la Comisión y el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos y no ante el Tribunal Constitucional espa-
ñol, con lo que el agraviado por un acto de un poder público habrá de recabar la tutela
de su derecho allende de nuestras fronteras».
La Sentencia 136/1999 alteró, no obstante, la doctrina anterior en un caso fuerte-
mente politizado y que, por ello, hay que examinar con precaución ya que su doctri-
na es difícilmente generalizable.
Por lo pronto, desde el punto de vista procesal quiebra la doctrina tradicional de
que «no constituye en nuestro Ordenamiento constitucional un canon de constitucio-
nalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de otros
preceptos constitucionales (sino que) opera esencialmente como un criterio de inter-
pretación que permite enjuiciar las posibles vulneraciones de concretas normas cons-
titucionales... siempre que entre el fin perseguido y los medios empleados para conse-
guirlo... implique un sacrificio excesivo o innecesario de los derechos que la
Constitución garantiza» (STC 56/1996) y concretamente, no puede ser entendido como
«un derecho fundamental a la proporcionalidad abstracta de la pena con la gravedad
del delito» (STC 65/1986). El método consiste en ir comprobando sucesivamente o) si
la relevancia de los fines protegidos por la norma cuestionada es suficiente para justi-
ficar su propia existencia; b) si la conminación en ella contenida constituye una medi-
da idónea para alcanzar tales fines; c) si es necesaria a tal efecto; y d) si se da en ello
una proporcionalidad entre la gravedad del delito y la entidad de la pena». Pues bien,
en esta sentencia es cuando por primera vez se responde afirmativamente y sin amba-
jes a estas cuestiones.
El Tribunal Supremo, por su parte, ha hecho suyas las posturas del Tribunal
Constitucional y en su sentencia de 26 de febrero de 2003 (3.a, 7.a, Ar. 4099) ha
advertido que su discusión no es admisible ni en un recurso de amparo ni en el pro-
ceso de la ley de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la per-
sona habida cuenta de que tal cuestión «no constituye un canon de constitucionalidad
autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de otros presu-
354 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

puestos constitucionales [...] y no cabe deducir del artículo 25.1 de la Constitución un


derecho fundamental aislado a la proporcionalidad abstracta de la pena».

Por lo demás, el ámbito natural del principio de proporcionalidad no es tanto el


del control de las normas como el de la imposición de sanciones, puesto que es for-
zoso que la Administración actúe con arreglo al mismo. Lo que sucede es que esta
vertiente —tan bien estudiada por los especialistas (REBOLLO, BARCELONA)— perte-
nece a la «teoría de la sanción», según acaba de recordarse, y por ello no puede abor-
darse aquí con detalle.
El gran riesgo que se corre con este principio es el de que el Tribunal, al aplicarlo,
sustituya con su criterio propio las reglas de adecuación establecidas por el legislador
(el estilo de lo que se hace en el art. 131 de la LPAC). De este peligro advierte la STC
de 25 de mayo de 1986: «En principio, el juicio sobre proporcionalidad de la pena, pre-
vista por la ley con carácter general, es de competencia del legislador. A los Tribunales
de Justicia sólo les corresponde, según la Constitución, la aplicación de las leyes y no
verificar si los medios adoptados por el legislador para la protección de los bienes jurí-
dicos son o no adecuados a dicha finalidad, o si son o no propiciados en abstracto». La
realidad de este riesgo se comprueba en algunas sentencias del Tribunal Supremo, como
en la de 5 de junio de 1992 (Ar. 4624; Sanz Bayón), en la que el voto particular de
GARCÍA MANZANO denuncia cabalmente que la sentencia ha olvidado que «debe preva-
lecer el principio de la seguridad jurídica y de la lex certa que requiere la potestad san-
cionadora sobre resultados de equidad» y que sólo puede aplicarse el principio de pro-
porcionalidad en los casos de silencio de la norma. Porque, en definitiva, «la
Jurisdicción no cumple funciones sustitutivas del legislador y ha de realizar, sí, inter-
pretaciones integradoras, pero no suplir lo que entienda omisiones legislativas». Un sig-
nificativo ejemplo de este abuso judicial puede verse en la jurisprudencia (estudiada por
CANO, 2002, p. 207) dictada a propósito de la Ley de Tráfico y Seguridad vial 19/2001,
de 19 de diciembre, cuyos artículos 65 a 72 tipifican una serie de infracciones graves y
muy graves, a las que, además de una multa, se atribuye la sanción de suspensión del
permiso o licencia de conducir que se impondrá «en todo caso» tratándose de faltas muy
graves. Pues bien, no obstante lo cual, el Tribunal Supremo ha declarado con reiteración
(16 de diciembre de 1989, Ar. 482; 6 de junio de 1990 (Ar. 4695), 19 de enero de 1991,
Ar. 321,21 de mayo de 1991, Ar. 4695 y 16 de febrero de 1993, Ar. 1335) que la impo-
sición de tal sanción no es automática sino que es preciso que el autor de la falta haya
creado una situación de peligro concreto y que así se haya consignado en el boletín de
denuncia y motivado de forma expresa en la resolución sancionadora; y hasta en oca-
siones ha llegado a exigirse la existencia de antecedentes infractores en el autor.
Pero todavía hay más: la potencialidad operativa del principio no sólo se extiende
a todas las fases de la decisión sino que alcanza unos niveles procesales absoluta-
mente inesperados, hasta tal punto que los tribunales, amparándose en la proporcio-
nalidad, llegan hasta autoatribuirse unas facultades insólitas en materia de control de
los hechos probados.
La Sentencia de 7 de abril de 1982 (Ar. 2392; Botella) examina, en términos muy
curiosos, el principio de la proporcionalidad desde una perspectiva procesal, compa-
rando el nivel de exigencia de la prueba en los Derechos Penal y Administrativo
Sancionador. En este último ámbito los hechos «sólo en cuanto concretos y probados
son susceptibles de ser ponderados a efectos de servir de base a la correspondencia
proporcional [de las sanciones]; pero así como en lo penal la prueba de aquellos
hechos se produce mediante apreciación en conciencia por el Juzgador, y así también
como la aplicación del principio de proporcionalidad dentro de márgenes atípicos es
inasequible a la casación penal, resulta, por el contrario, que tales hechos o circuns-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 355

tancias —básicos o relevantes para graduar proporcionalmente a ellos la sanción—


son asequibles al distinto instituto procesal de la revisión contencioso-administrativo
a través de la prueba de aquellos hechos o circunstancias, que no es asimilable a la
apreciada en conciencia privativa del juicio penal sino a la prueba tasada, que para el
caso se trata de las presunciones de hecho».
Vistas así las cosas nos encontramos, entonces, con una consecuencia inesperada:
el Derecho Administrativo Sancionador ofrece en este punto mayores garantías al
inculpado que el Derecho Penal desde el momento en que no puede haber sanción sin
una prueba de los hechos mucho más rigurosa en el primero que en el segundo, habida
cuenta de la inadmisibilidad de la apreciación de los hechos «en conciencia». A lo que
hay que añadir, además, lo que significa la posibilidad de una sencilla revisión de tales
hechos, que puede realizar sin dificultad alguna el Tribunal Superior.

3. DISCRECIONALIDAD

La graduación proporcional de las sanciones presupone la existencia de un margen


de decisión que opere, aunque con intensidad suficiente, en todos los niveles. En el
ámbito normativo el legislador tiene un margen amplísimo que sólo puede ser contro-
lado por el Tribunal Constitucional cuando sus determinaciones sean irracionales, vio-
len algún derecho fundamental o no sean congruentes con los fines proclamados.
Menor, aunque también muy amplio, es el margen de los reglamentos, que en cualquier
caso no pueden exceder de los límites señalados por la ley. El arbitrio judicial a la hora
de atribuir sanciones está sometido a los límites generales propios del ejercicio de su
arbitrio y en particular a la atención de las circunstancias del caso concreto y de sus
relaciones con las tipificaciones normativas. Lo que aquí, con todo, más interesa es el
alcance de la discrecionalidad administrativa (correlativa del arbitrio judicial); porque
la discrecionalidad aplicativa es el complemento imprescindible de la proporcionalidad
ya que cuando la ley no atribuye automáticamente una sanción concreta a una infrac-
ción, se pone en marcha la facultad discrecional de la Administración.
Así se entiende ahora, al menos, aunque no puede ignorarse una línea jurispru-
dencial rigurosa y aislada que se ha atrevido a rechazar la presencia de este compo-
nente. Así la STS de 8 de diciembre de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 6092) en términos muy
rotundos sobre la llamada discrecionalidad técnica: la potestad sancionadora

no se desenvuelve a través de una actuación administrativa que esté gobernada por [...] la dis-
crecionalidad técnica: es, por el contrario, una actuación que ha de decidir sobre cuestiones
jurídicas aplicando de manera reglada, no discrecional, conceptos, elementos, pautas y crite-
rios prefijados en normas jurídicas. Es [...] una actuación que resuelve un problema jurídico
en términos jurídicos, en la que los conocimientos científicos, artísticos o técnicos no son los
que han de gobernar la decisión, sino tan sólo uno de los instrumentos que en algunos casos
puede ser necesario para la conecta interpretación y aplicación de la norma jurídica tipifica-
dora de las infracciones y sanciones. También es una cuestión jurídica a resolver en términos
jurídicos la de decidir cuál debe ser en el caso concreto la sanción, dentro del abanico previsto
por la norma, adecuada a la gravedad del hecho [...] La obligada aplicación del principio de
proporcionalidad se traduce en una actuación reglada.

Y con alcance más general la de 25 de septiembre de 2003 (3.a, 7.a, Maurandi)

La potestad sancionadora no tiene carácter discrecional y esto conlleva que, cuando para una
determinada infracción haya legalmente previsto un elenco de sanciones, la imposición de una más
grave o elevada de la establecida con el el carácter de mínima deberá ser claramente motivada
356 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mediante la consignación de las específicas razones y circunstancias en que se funda la superior


malicia o desidia que se tienen en cuenta para elegir ese mayor castigo. Así lo impone la interdic-
ción de arbitrariedad del artículo 9.3 de la Constitución y también el principio de proporcionalidad.

La opinión contraria es, sin embargo, absolutamente dominante aunque ello no


signifique que se tolere la arbitrariedad puesto que el indiscutible margen de actua-
ción de la Administración está sujeto a dos tipos de límites: por un lado, ha de atenerse
—materialmente— a la indicada proporcionalidad y, por otro, no ha de suponer una
inhibición absoluta por parte de la norma. La STC 207/1990, de 17 de diciembre,
admite, en efecto, «una correspondencia que, como bien se comprende, puede dejar
márgenes más o menos amplios a la discrecionalidad judicial o administrativa, pero
que en modo alguno puede quedar encomendada por entero a ella». La sentencia del
mismo Tribunal de 21 de marzo de 1990 va incluso más allá, puesto que declara la
inconstitucionalidad de una sanción —referente, por cierto, a relaciones de sujeción
especial— por considerar que la norma en que se apoyaba permitía «al órgano san-
cionador actuar con un excesivo arbitrio y no con el prudente y razonable que permi-
tiría una debida especificación normativa».
Para la STS de 6 de marzo de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 3201)

resulta inevitable otorgar al Tribunal de Defensa de la Competencia un cierto margen de apre-


ciación para fijar el importe de las multas sin vinculaciones aritméticas a parámetros de dosi-
metría sancionadora rigurosamente exigibles (pues) la inevitable utilización de elementos de
valoración referenciados a factores económicos de diversa naturaleza (cuotas de mercado,
dimensiones de éste, efectos sobre los consumidores y otros similares) no convierte en abso-
lutamente indeterminados los criterios para fijar la importancia de la infracción en cada caso.
Se trata de criterios preestablecidos legalmente, de modo que las exigencias de previa deter-
minación normativa se cumplen en la medida en que las empresas afectadas pueden, o deben,
ser conscientes de que a mayor intensidad de la restricción de la competencia por ellas pro-
movida mayor ha de ser el importe de la sanción pecuniaria, con los límites máximos que en
todo caso fija el propio artículo 10.

El Tribunal Constitucional también ha insistido una y otra vez en el reconoci-


miento del arbitrio judicial a la hora de la concreción de las sanciones. Valga de ejem-
plo la Sentencia 113/2002, de 9 de mayo:

La necesidad de que la ley predetermine suficientemente las infracciones y las sanciones,


asi como la correspondencia entre unas y otras, no implica un automatismo tal que suponga la
exclusión de todo poder de apreciación por parte de los órganos administrativos a la hora de
imponer una sanción concreta [...]. El establecimiento de dicha correspondencia puede dejar
márgenes más o menos amplios a la discrecionalidad judicial o administrativa; pero lo que en
modo alguno puede ocurrir es que quede encomendada por entero a ella, ya que ello equival-
dría a una simple habilitación en blanco.

Por otra parte, las conexiones entre proporcionalidad y discrecionalidad son


obvias. Como dice la STS de 16 de febrero de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 1593),

el principio de proporcionalidad tiene en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador


una función relevante, no sólo en cuanto expresión de unos abstractos poderes de aplicación
de la ley en términos de equidad, sino por la circunstancia de que las sanciones [...] se
encuentran recogidas en forma sumamente flexible, lo que permite al órgano sancionador
realizar una labor de adaptación a la mayor o menor gravedad del comportamiento; pero que
también permite a los órganos jurisdiccionales controlar el uso correcto que se haya hecho
de la potestad.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 357

Y en términos mucho más prolijos la STS de 10 de marzo de 2004 (3.a, 3.a, Ar.
2023) estima que no se trata de enjuiciar un supuesto de discrecionalidad técnica que
requiera unos conocimientos específicos o criterios científicos para decidir la solu-
ción que se estime más adecuada en materias en que se usan parámetros no jurídicos,
en los que evidentemente el control por los tribunales no puede hacerse, salvo en
supuestos de arbitrariedad, error manifiesto, o irracionalidad. Por el contrario, la
potestad sancionadora se ejercita con criterios estrictamente jurídicos, y, aunque es
cierto que en la fijación de las sanciones se atribuye por la ley un cierto margen de
discrecionalidad a la Administración al permitir graduarlas en atención a las circuns-
tancias concurrentes, esta alternativa debe ejercerse respetando los principios genera-
les del Derecho, y, entre ellos, el de igualdad y el de proporcionalidad, así como la
motivación de las circunstancias que llevan a fijar el importe y duración de las san-
ciones pecuniarias o privativas de derechos.
De aquí la importancia de la motivación que subraya la STS de 6 de febrero de
1998 (3.a, 4.a, Ar. 2193) cuando advierte que a «la aplicación (de la proporcionalidad)
como elemento corrector de la sanción impuesta exige que se aduzcan concretas
razones que, dentro de los márgenes previstos por la norma, evidencien su falta de
correlación o adecuación a la gravedad de los hechos».

4. ATRIBUCIÓN DE SANCIÓN Y CONTROL JUDICIAL

Las resoluciones administrativas de atribución de sanción, tanto si son regladas


como discrecionales, pueden ser controladas posteriormente por los tribunales.
Los tribunales utilizan el principio de proporcionalidad como instrumento que les
permite controlar el ejercicio discrecional de la potestad sancionadora de la
Administración. De ello se ocupa con cuidado la Sentencia de 19 de mayo de 1981 (Ar.
1976; Pérez Fernández), con cita de una jurisprudencia todavía más minuciosa:

[los preceptos debatidos] no pueden en base a la discrecionalidad interpretarse como libre arbi-
trio en función de razones de política económica sino como ejercicio de una actividad repre-
sora de conductas típicamente antijurídicas, donde el elemental principio de proporcionalidad
entre la trascendencia del hecho con la entidad de las sanciones, principio informante del
Ordenamiento Jurídico, al cual deben ajustarse en un Estado de Derecho todos los actos de la
Administración Pública; proporcionalidad que debe ser tenida en cuenta a los fines de deter-
minar la sanción en una revisión autorizada por cuanto que, como dice la Sentencia de 2 de
febrero de 1979 (Ar. 2240), el extremismo de esa práctica legislativa y reglamentaria de poner
en manos del Gobierno y de la Administración unas prerrogativas ilimitadas en la determina-
ción cuantitativa de las multas es lo que fuerza a la Jurisdicción a no detenerse en la periferia
de estos problemas [competencias y procedimientos] y a tener que adentrarse en las entrañas
de los mismos penetrando en la forma de ejercitarse.

Conste, con todo, que esta potestad de control que los Tribunales contencioso-
adxninistrativos de hecho se han autoatribuido no es obvia ni mucho menos y tampo-
co demasiado antigua, como recuerda la Sentencia de 10 de junio de 1981 (Ar. 2453;
Pérez Fernández), cuando, sosteniendo —y con las mismas palabras— la tesis que
acaba de transcribirse, advierte que «aunque no puede desconocerse la doctrina de
este tribunal en tal sentido [el contrario], tampoco es posible silenciar otra posterior y
muy reiterada doctrina que supera esa interpretación».
La Sentencia de 2 de noviembre de 1981 (Ar. 4720; Botella) va más allá del con-
trol de la discrecionalidad de los actos administrativos sancionatorios individuales y
utiliza la proporcionalidad para justificar, a lo largo de unas minuciosas considera-
358 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ciones, el control de los Reglamentos, dado que «la potestad reglamentaria de la


Administración no implica potestad originaria de castigar [...] y está sujeta a los prin-
cipios comunes a todo Ordenamiento sancionador, como, por ejemplo, la gradación
proporcional de las penas»,
de tal manera que si la Administración, dejando incompleto el desarrollo reglamentario que le
incumbe, mantiene lagunas o vicios en cuanto a la regulación de la proporcionalidad en la apli-
cación de las sanciones, no puede ello implicar regresión a unas facultades discrecionales que
no existen, por no existir en ella potestad originaria de imponer penas al ciudadano [...]; de
donde se infiere que la disposición reglamentaria sancionadora debe especificar, no sólo limi-
tes cuantitativos en correspondencia a la gradación de la falta, sino además definir factores
cualitativos de proporcionalidad, de tal manera que si la disposición sancionadora los omitie-
se, no por ello podrá interpretarse dicho silencio como autorizante de arbitrio administrativo
inimpugnable, sino como remisión o implícito reenvío al principio de proporcionalidad, a cuyo
tenor será factible la revisión contenciosa.

Ésta es también la actitud de la Sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín


Herrero) que anula la sanción por considerar que es insuficiente la cobertura presta-
da por un Reglamento que
dejando en blanco tanto el límite de las sanciones como las que corresponden a cada tipo de
infracción, se deja en manos de la Administración la facultad de imponer la sanción con toda
la amplitud permitida, sean cuales sean los hechos cometidos, con lo que las facultades de la
Administración no son discrecionales sino omnímodas.

En definitiva, para nuestra jurisprudencia el respeto a la proporcionalidad es uno


de los límites más eficaces para el control de la discrecionalidad administrativa. La
discrecionalidad sin proporción se convierte en arbitrariedad. Esta conexión natural
entre el principio y la discrecionalidad administrativa explica la prudencia con que el
Tribunal Constitucional controla en este punto los eventuales excesos constituciona-
les de las leyes, aun reconociendo que tiene potestad para ello. Así aparece en su
Sentencia 149/1991, de 4 de julio, en la que el tribunal se abstiene de controlar su
ejercicio salvo excesos verdaderamente extraordinarios:

el juicio sobre la proporcionalidad de la pena, tanto en lo que se refiere a la prec isión general
en relación con los hechos punibles como a su determinación en concreto en atención a los
criterios y reglas que se estimen pertinentes, es competencia del legislador en el ámbito de su
política criminal y cuando no exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio
del Estado de Derecho, el valor de la Justicia, la dignidad de la persona humana y el principio
de culpabilidad.

Una vez que los jueces han comprobado la corrección formal del acto de atribu-
ción de la sanción pueden y deben extender su control a la corrección material de la
aplicación del principio de la proporcionalidad que es en la práctica el punto más sen-
sible de su intervención. Aquí no hay equívocos como tajantemente ha declarado la
STS de 5 de marzo de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 2386) para la que el principio de proporcio-
nalidad en su vertiente aplicativa

ha servido en la jurisprudencia como un importante mecanismo de control por parte de los tri-
bunales del ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, cuando la norma esta-
blece para una infracción varias sanciones posibles o señala un margen cuantitativo para la
fijación de la sanción pecuniaria; y así, se viene insistiendo en que el mencionado principio de
proporcionalidad o de la individualización de la sanción para adaptarla a la gravedad del
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 359

hecho, hacen de la determinación de la sanción una actividad reglada y, desde luego, resulta
posible en sede jurisdiccional no sólo la confirmación o eliminación rigurosa de la sanción
impuesta sino su modificación o reducción.

En términos más generales, para la STS de 28 de febrero de 2000 (3.a,7.a, Ar. 2655)
si bien la Administración puede usar de una cierta discrecionalidad en la graduación de la san-
ción para acomodarla al conjunto de circunstancias concurrentes en la infracción, no es menos
cierto que [...] el principio de proporcionalidad de la sanción no escapa al control jurisdiccio-
nal [...]. La discrecionalidad que se otorga a la Administración debe ser desarrollada ponde-
rando en todo caso las circunstancias concurrentes al objeto de alcanzar la necesaria y debida
proporcionalidad entre los hechos imputados y la responsabilidad exigida [...] (ya que) la pro-
porcionalidad constituye un principio normativo que se impone como un precepto más a la
Administración y que reduce el ámbito de sus potestades sancionadoras.

Y es que, como acertadamente había advertido ya la STS de 16 de febrero de 1998


(3.a, 3.a, Ar. 1593),
el principio de proporcionalidad tiene en el ámbito del Derecho Sancionador una función rele-
vante no sólo en cuanto expresión de unos abstractos poderes de aplicación de la ley en tér-
minos de equidad, sino por la circunstancia de que las sanciones [...] se encuentran recogidas
en forma sumamente flexible, lo que permite al órgano sancionador realizar una labor de adap-
tación a la mayor o menor gravedad del comportamiento, pero que también permite a los órga-
nos jurisdiccionales controlar el uso correcta que se haya hecho de la potestad.

VIL INCUMPLIMIENTOS NO INFRACTORES E INFRACCIONES


NO SANCIONABLES
Las peculiaridades más notables —o, al menos, las más polémicas— del princi-
pio de legalidad en el ámbito sancionador aparecen en las siguientes situaciones:
cuando un incumplimiento no es tipificado legalmente como infracción y cuando una
infracción no es conminada legalmente como sanción.

A) Tal como ya sabemos, un incumplimiento de mandatos y prohibiciones es el


núcleo de la infracción administrativa y así suele advertirse de forma expresa en las
leyes sectoriales cuando tipifican como infracción «el incumplimiento de las disposi-
ciones de esta ley». El problema aparece entonces cuando la norma secundaria se
olvida —o no quiere— tipificar como infracción el incumplimiento de algo dispuesto
en la norma primaria.
Esta carencia admite dos interpretaciones: O bien se entiende que no tiene rele-
vancia jurídica porque donde hay incumplimiento hay necesariamente infracción aun-
que la ley no lo diga; o bien se entiende que en tal supuesto no hay infracción porque
el principio de legalidad exige la formulación expresa de un tipo de infracción.
En mi opinión —según ha quedado expuesto más atrás al hablar de la «tipificación
implícita»— la postura correcta es la primera, pues no es imaginable que la ley se moles-
te en imponer mandatos y prohibiciones para luego no dar relevancia alguna a su incum-
plimiento. La doctrina jurídica, tanto en el nivel constitucional como en el de la legalidad
ordinaria, ha cubierto las carencias de formulación expresa con la teoría de las atribu-
ciones implícitas, que hoy nadie discute porque sin ella sería imposible el funcionamien-
to de la Constitución y del resto del Ordenamiento jurídico. Esta figura —introducida
pacíficamente en España a través del constitucionalismo americano y que ha salvado a
la Constitución española de un colapso en relación con las articulaciones del Estado y de
360 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

las Comunidades Autónomas— tiene unos antecedentes europeos venerables en la teoría


de las normas, desde BINDING hasta Ross. Por citar a este último (1971, pp. 89-90), «al
describir un orden jurídico no hay necesidad de recurrir a dos conjuntos de normas, uno
que consista en exigir de los ciudadanos un cierto tipo de conducta (p. ej., no cometer
homicidio) y el otro que consista en prescribir a los órganos de la maquinaria jurídica
bajo qué condiciones han de aplicar sanciones (p. ej., a condición de que se haya come-
tido homicidio). A veces, quienes redactan los proyectos de ley emplean el recurso de for-
mular una regla jurídica como un directivo dirigido a los tribunales, dejando que sea el
ciudadano quien infiera cuál es la conducta que de él se exige. Los Códigos Penales sue-
len estar redactados de esta manera [...]. Sin embargo, es todavía más común emplear
otro recurso. Las reglas primarias (o Derecho sustantivo) establecen cómo están obliga-
dos los ciudadanos a comportarse. Sólo que de estas reglas no es posible inferir qué deci-
dirá un juez en el caso de una violación. Se requiere, por ello, un conjunto de reglas
secundarias (Derecho de sanciones) que especifique qué sanciones pueden aplicarse a
aquellos que violan el derecho sustantivo. Estas reglas van dirigidas al juez».
La primera teorización sistemática de este modelo tipificador se debe a BINDING
en su célebre teoría de las normas. Como es sabido, desde FEUERBACH se venía bus-
cando una fúndamentación material del ilícito que, de acuerdo con el gusto personal
de cada autor, se encontraba en los criterios más variados: un objetivo en el que toda-
vía siguen empeñados quienes se aferran a la diferenciación metanormativa de deli-
tos e infracciones administrativas.
Así las cosas, B I N D I N G formuló su genial teoría de las normas, que, a nuestros
efectos, puede resumirse así: el delincuente no infringe norma alguna del Código
Penal, antes al contrario la cumple o ejecuta («el que matare a otro», dice el Códi-
go, sin prohibir matar a nadie). Ahora bien, la norma penal positiva no actúa arbi-
trariamente sino que se limita a sancionar la infracción de lo que fuera de ella ya
está mandado o prohibido en una norma social prejurídica, que es la «Norma» en
el sentido estricto del término. A B I N D I N G no le preocupa cómo surgen esas nor-
mas ni quien es su autor (o más precisamente todavía, al estilo kantiano, considera
que es imposible saberlo) y se limita a constatar su existencia: «a nosotros, los
juristas sólo nos queda la resignación; el delito surge por la Norma [en el sentido
indicado] [...] y detrás del mandato y de la prohibición se extiende, para quien
busca las razones de la ilicitud, una niebla espesa e impenetrable». Ahora bien,
antes de llegar a esa oscuridad inaccesible para el jurista, B I N D I N G ha aislado dos
polos de referencia: por un lado, la norma positiva que penaliza y, por otro, la
Norma superior previa que manda o prohibe y a la que se está remitiendo implíci-
tamente el precepto penal.
Desde esta perspectiva resulta muy fácil ya comprender las diferencias entre el
Derecho Penal y el Administrativo Sancionador: si en aquél la norma positiva se remite
implícitamente a una «Norma» previa no formulada de manera expresa, en éste la
norma punitiva tipificadora se remite también a otra norma anterior, pero en este caso
positiva, en la que se expresa el mandato o prohibición. Por así decirlo, en el Derecho
Administrativo Sancionador no hay Normas (en el sentido de BINDING) sino precep-
tos positivos que cumplen la misma función que aquéllas.

B) La segunda cuestión —infracciones no amenazadas legalmente con san-


ción— está íntimamente relacionada con la primera y en nuestro Derecho ha cristali-
zado en el llamado binomio «prohibición-sanción» que en rigor debería formularse
como «prohibic i ón-infracción- sanción».
En este punto el planteamiento tradicional es el siguiente: si bien es verdad que la
sanción (o, más propiamente todavía, la amenaza de sanción) es una forma de lograr el
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 361

cumplimiento de las órdenes y prohibiciones, no es la única, sino que existen otras posi-
bilidades. Y más todavía: como la sanción es la ultima ratio del Poder, siempre cabe
pensar que si no la ha previsto es porque ha decidido utilizar soluciones alternativas
menos agresivas. Como dice la STS de 23 de noviembre de 1992 (Ar. 750, Delgado):
La vulneración del Ordenamiento jurídico puede dar lugar a distintas consecuencias, que
pueden clasificarse en dos categorías distintas: á) la imposición de una sanción, si aquella vul-
neración está tipificada como infracción, y b) la restauración del orden jurídico perturbado
(mediante, por ejemplo, como sucede en el caso de autos, la realización de unas obras).

Planteadas así las cosas parece salvado el escollo de la reserva legal de tipificación
de las sanciones, que queda cubierta con su atribución implícita. Ahora bien, con ello
lo único que se ha conseguido es desplazar el problema ya que queda todavía en pié
la exigencia de la lex certa. Porque no basta decir que el incumplimiento del mandato
o prohibición puede ser sancionado sino que es preciso saber también en qué medida
o cuantía y, si esto no lo dice la ley, si el órgano Administrativo no sabe entre qué lími-
tes debe moverse, no podrá sancionar. Tal es cabalmente el sentido de la doble exi-
gencia de tipificación que opera, según sabemos, como una doble garantía. La pri-
mera consiste en la tipificación de la infracción, cuya carencia puede salvarse con el
trampolín de la tipificación implícita por referencia al incumplimiento de los manda-
tos y prohibiciones expresos. Pero a continuación viene la segunda garantía, la de la
tipificación de la sanción que, aun pudiendo salvarse genéricamente a través de una
atribución implícita, resulta inoperativa si no hay una determinación legal expresa de
los alcances de la sanción.
Esta segunda garantía no funciona, por tanto, en los supuestos en que el
Ordenamiento jurídico atribuye a un órgano la potestad sancionadora para infraccio-
nes genéricas con el añadido de una determinación, también genérica, de la cuantía
de las sanciones: tal era el caso, en el régimen preconstitucional de los gobernadores
civiles y alcaldes para las infracciones de Orden público y en este contexto resultan
correctas las observaciones, varias veces recordadas, de D E LA M O R E N A .
La práctica normativa actual utiliza una técnica distinta pero que tampoco permite
la impunidad de las infracciones. Con ello me refiero a la «cláusula residual» de las
listas de tipificación, en la que se establece, como sabemos, una tipificación expresa
—ordinariamente como leve— de todos los incumplimiento de las obligaciones legal-
mente impuestas. Cláusula que opera como cierre de todo el sistema y que permite
una sanción sin excepciones, puesto que las faltas leves tienen atribuida legalmente su
correspondiente sanción.
Cierto es, desde luego, que en algunos casos tal sanción puede resultar propor-
cionalmente baja; pero tampoco es frecuente que el legislador se olvide de infraccio-
nes de importancia. Y en el peor de los casos este es el precio que habrá que pagar por
el respeto al principio de la reserva legal y, más aún, al de la certeza en la predeter-
minación de los castigos.

VII. ANALOGÍA

El mandato de tipificación perdería todo su sentido si los operadores jurídicos


pudieran utilizar la técnica hermenéutica de la analogía —estudiada monográfica por
CANO C A M P O S en un artículo significativamente titulado La analogía en el Derecho
Administrativo Sancionador— para crear nuevas infracciones y sanciones no previs-
tas en la ley. Esto resulta tan evidente que, para justificar la prohibición de tal figura,
362 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ni siguiera haría falta acudir al acervo del Derecho Penal para trasladarlo desde allí al
Derecho Administrativo Sancionador. No obstante, así se viene haciendo desde siem-
pre por inercia metodológica.
En el Derecho Penal, en efecto, se acepta pacíficamente que el principio de la
legalidad lleva consigo la prohibición de interpretaciones analógicas en peijuicio
del autor. Sin necesidad, por tanto, de entrar mínimamente en la descripción de esta
tesis, valga la sumaria, aunque contundente, transcripción de la STC 181/1990, de
15 de noviembre:
En la STC 75/1984 este Tribunal ha declarado que el principio de legalidad penal y el
derecho a no ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no
constituyen delito o falta según la legislación vigente, consagrado en el artículo 25.1 de la
Constitución, no toleran la aplicación analógica in peius de las normas penales y exigen su
aplicación rigurosa, de manera que sólo se pueda anudar la sanción prevista a conductas que
reúnan todos los elementos del tipo descrito y sean subjetivamente perseguibles.

Lo importante, con todo, de la sentencia es que a continuación añade que «esta


doctrina es, sin duda, aplicable a las infracciones y sanciones administrativas, pues a
ellas se refiere también expresamente el artículo 25.1 de la Constitución».
Una posición que puede considerarse obvia y que aparecía ya en la jurispruden-
cia preconstitucional, como puede comprobarse en la STS de 23 de mayo de 1972 (Ar.
1472, Suárez Manteóla):
Si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena
operan con atenuado rigor cuando se trata de infracciones administrativas, tal criterio de fle-
xibilidad tiene como límites insalvables (entre otros, el de que) debe rechazarse la interpreta-
ción extensiva o analógica de la norma y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente al
que la misma contempla.

Criterio que se mantiene, naturalmente, después de 1978, según testimonia por todas
la STS de 30 de enero de 1987 (Ar. 203, Mendizábal): «en el terreno donde se mueve la
potestad reglamentaria está proscrita la extensión analógica de las infracciones» y que el
Tribunal Constitucional en su Sentencia 56/1998 ha acogido y declarado sin reservas:
No cabe duda de que la extensión analógica de los tipos de infracción es una práctica veda-
da no sólo en el ámbito penal sino ex artículo 25.1 en todo el ámbito sancionador [...] Para cons-
tatar cuando el órgano de aplicación de los tipos sancionadores, más allá de su lícita e inevita-
ble tarea de interpretación, los ha extendido a supuestos que no quedaban comprendidos en sus
fronteras, en detrimento de la seguridad jurídica y del monopolio normativo en la determina-
ción de lo ilícito, este tribunal ha establecido como criterios para efectuar el control de incons-
titucionalidad el respeto al tenor literal de la norma aplicada, de utilización de criterios inter-
pretativos lógicos y no extravagantes y el sustento de la interpretación en valores aplicables

La LPAC ha regulado sobria y correctamente esta cuestión en el n.° 4 del artículo 129,
dedicado cabalmente a la tipificación, estableciendo que «las normas definidoras de
infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica».
Germán V A L E N C I A ( 2 0 0 0 , p.155) ha destacado una problemática peculiar del
ámbito administrativo sancionador «derivada de la circunstancia de que quien ejerce
la potestad sancionadora es la Administración y no los juzgados y tribunales de lo
contencioso-administrativo (de tal manera que en el acto administrativo se encuen-
tran) los límites con que los tribunales se enfrentan a la hora de corregir la interpre-
tación y aplicación de la legalidad efectuada por la Administración cuando dicha
corrección tiene por resultado convertir en típica una conducta que en virtud de la
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 363

selección normativa efectuada por la Administración habría que considerar atípica.


De acuerdo con la función de los juzgados y tribunales de lo contencioso-administra-
tivo cabe descartar la posibilidad de que éstos puedan incurrir en una vulneración
automática del principio de legalidad, lo que puede incurrir llegado el caso en una
incongruencia lesiva del artículo 24.1 de la Constitución».
La analogía está prohibida en la medida en que supone la creación de un nuevo
tipo de infracción o de sanción; pero ello no implica la prohibición de una interpreta-
ción extensiva de los tipos normativos existentes. Pensemos en la parábola del perro
y el lobo. Si el juez se hubiera decidido por incluir a los lobos en el tipo de los perros,
no por ello habría creado un nuevo tipo por analogía sino procedido sencillamente a
una interpretación extensiva, aunque correcta, del tipo perro. Estamos, por tanto, ante
problemas de interpretación que deben ser resueltos con las reglas generales de la her-
menéutica en las que naturalmente no vamos a entrar ahora. Valga, por todos como
referencia, el ATC 250/2004, de 12 de julio, que recoge una doctrina ya consolidada.
El principio de legalidad (con su corolario el mandato de tipificación)

conlleva en su vertiente subjetiva la evitación de resoluciones que impidan a los ciudadanos pro-
gramar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previa-
mente. Concretamente, la posibilidad de tales decisiones debe ser analizada desde las pautas
axiológicas que informan nuestro texto constitucional y conforme a modelos de argumentación
aceptados por la propia comunidad jurídica [...] de modo que pueda afirmarse que la decisión
sancionadora es el resultado previsible, en cuanto razonable, de lo decidido por la soberanía
popular, por lo que se prohiben constitucionalmente aquellas otras incompatibles con el tenor
literal de los preceptos aplicables o inadecuados a los valores que en ellos se intenta tutelar.

No resulta nada fácil, en suma, determinar en los casos concretos si nos encon-
tramos ante una analogía inadmisible o ante una figura afín pero licita, como pueda
ser la interpretación sistemática a que hace referencia la STS de 31 de marzo de 2004
(3.a, 3.a, Ar. 1960), en la que se amplía el tipo infractor mucho más allá de la letra del
texto por entender que «todo evidencia la peor pretensión omnicomprensiva de la ley
con independencia de su mayor o menor acierto técnico en la redacción».

IX. ANTIJURIDICIDAD

Aunque quizás no sea éste el lugar más adecuado para desarrollar este punto —y
dado que en Derecho Administrativo Sancionador no tiene todavía entidad suficiente
como para dedicarle un capítulo completo— me ha parecido conveniente colocarlo
aquí como introducción al estudio del elemento subjetivo de la infracción, la culpabi-
lidad, que se realiza en el capítulo siguiente.

1. PLANTEAMIENTO

Si la sanción se remite por naturaleza a la infracción, la infracción presupone, a


su vez, una acción antijurídica, siendo antijuridicidad, en su sentido literal y más pro-
fundo, contradicción entre la acción (y el hecho a la que ésta se refiere) y el Derecho
(ius). Este enunciado parece obvio puesto que sería ilógico, y hasta monstruoso,
declarar infracción algo que es conforme a Derecho. Las dificultades vienen a la hora
de precisar el alcance que tiene el «Derecho» dentro de dicho enunciado. Porque,
como es sabido, dentro de la confusa y barroca doctrina penalista, en este punto se
364 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

dividen los autores y las escuelas puesto que para unos la contradicción se refiere
exclusivamente a las normas positivas (antijuridicidad formal) mientras que para otros
se refiere a los intereses sociales o bienes jurídicos protegidos; sin que falten eclécti-
cos que profesan un sistema dual.
El Derecho Administrativo Sancionador no tiene necesidad de entrar en esta polémi-
ca (esencial en el Derecho Penal), que por fortuna le es ajena, ni de enfangarse en una
amplia bibliografía descaradamente ideológica aunque se autoproclame técnico-dogmá-
tica. Pero también es verdad que en este campo es inevitable empezar con un plantea-
miento que corre paralelo servata longa distantia al penal a que acaba de aludirse.
En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador es inútil invocar una antiju-
ridicidad material habida cuenta de que, por encima de los gustos personales y de las
variedades políticas represoras, hay un imperativo constitucional que ya conocemos (el
principio de la legalidad) que impone la antijuridicidad formal a todos los que se mue-
ven dentro de los cauces del Estado de Derecho. Pero con esto no se ha dicho todo, ya
que es a partir de aquí cuando empiezan las dificultades al hilo de un dilema que abre
dos opciones aparentemente inconciliables. La primera opción , de inspiración pena-
lista y que es la que se acepta inequívocamente en nuestro Derecho Administrativo
Sancionador, considera únicamente antijurídicas las acciones que «verifican el tipo
legal», es decir, las que realizan el desvalor que la ley asigna al tipo correspondiente o,
si se quiere, cumplen los requisitos factuales que en él se describen (circular, por ejem-
plo, a 150 k/hora cuando la ley advierte que es infracción circular a más de 120). La
segunda opción, aun remitiéndose también a la ley, no exige con rigor la existencia de
una formulación expresa y específica de cada tipo infractor sino que, además de admi-
tir las tipificaciones indirectas o por remisión, acepta la tipificación genérica e implí-
cita consistente en el incumplimiento de una obligación legal aunque no vaya acom-
pañada de una advertencia expresa de que se trata de una infracción.
La peculiar naturaleza de las causas de justificación (y de exoneración de respon-
sabilidad en general) influye pesadamente en la distribución de la carga de la prueba.
Sobre este punto se hablará largamente en el siguiente capítulo; pero conviene adelan-
tar ya que la prueba de la concurrencia de tales cargas corresponde en principio al
imputado, y no a la Administración, tal como advierte la STS de 4 de marzo de 2004
(3.a, 2.a, Ar. 2116):
«si bien es cierto que la falta de prueba de cargo peijudica a la Administración, no lo es menos
que, una vez obtenida ésta, la falta de prueba de descargo peijudicará al administrado sujeto al
expediente sancionador. Pero es perfectamente posible que pueda evidenciarse dicha culpabili-
dad y, ello no obstante, por la concurrencia de circunstancias eximentes de la responsabilidad
se vea el administrado en la tesitura de tener que afrontar la carga de la prueba de tales cir-
cunstancias si no quiere ser sancionado. En estos casos, a fin de evitarse la sanción pese a que
la presunción de inocencia haya conseguido ser desvirtuada, corresponderá al administrado la
carga de acreditar aquellos elementos de descargo que, por no haber sido apreciados de oficio,
conlleven una declaración de no exigencia de responsabilidad administrativa [...]. No es dierto
que sea la Administración la que debe probar la culpabilidad de la conducta de la entidad recu-
rrente».

2. CAUSAS D E JUSTIFICACIÓN

La imputación concreta de antijuricidad tiene que ir precedida de un análisis y des-


carte de las posibles causas de justificación. Porque es el caso que para considerar anti-
jurídica una acción no basta con constatar que efectivamente contradice una ley sino que
es preciso verificar, además, que tal contradicción no está cubierta por alguna circuns-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 365

tancia que le justifique y que en último extremo elimine tal contradicción. Porque úni-
camente entonces —es decir, si no media alguna causa de justificación— es cuando
podrá hablarse de antijuridicidad en sentido propio.
Planteadas así las cosas puede comprenderse la importancia práctica de resolver
a quién corresponde la carga de la prueba. En materia disciplinaria de la Sala de lo
militar del Tribunal Supremo se ha declarado que «es doctrina reiterada de esta Sala
que las circunstancias eximentes han de hallarse probadas como los hechos mismos y
fluir naturalmente del relato probatorio» (SS 27 de marzo y 22 de octubre de 2003;
Ar. 6380 y 7947).
Nuestro Ordenamiento jurídico sancionador, a diferencia de lo que sucede con el
Código Penal (art. 20), no contiene un repertorio de tales causas aunque puedan espi-
garse algunas de ellas en textos dispersos como en el artículo 38.10 de la ley de 27 de
marzo de 1989, de conservación de espacios naturales («persecución injustificada de
animales silvestres») o en el artículo 67./) de la ley de montes de 21 de noviembre de
2003 cuando habla de incumplimiento «sin causa justificada y notificada».
Contando con tales dificultades y siguiendo la sistemática del Derecho Penal, a
continuación se intenta reconstruir con los materiales disponibles con la advertencia
previa de que en la práctica es a veces difícil determinar con precisión si una cir-
cunstancia es causa de justificación objetiva o de exoneración subjetiva.
El artículo 179.2 de la Ley General Tributaria de 2003 nos proporciona un exce-
lente ejemplo de este pragmatismo puesto que, dejando a un lado las sutilezas teóri-
cas de la antijuridicidad y la culpabilidad, va directamente al grano de la responsabi-
lidad estableciendo que «las acciones y omisiones tipificadas en las leyes no darán
lugar a responsabilidad por infracción tributaria en los siguientes supuestos: a)
Cuando se realicen por quienes carezcan de capacidad de obrar en el orden tributario.
b) Citando concurra fuerza mayor, c) Cuando deriven de una decisión colectiva, para
quienes hubieren salvado su voto o no hubieran asistido a la reunión en que se adop-
tó la misma, d) Cuando se haya puesto la diligencia necesaria en el cumplimiento de
las obligaciones [...]. e) Cuando sean imputables a una deficiencia técnica de los pro-
gramas informáticos de asistencia facilitados por la administración tributaria».

A) Ejercicio legitimo de un derecho

Aparece expresamente invocado en la STC 42/2000, de 14 de febrero. El recu-


rrente en amparo había sido sancionado administrativamente como autor de una
infracción de la Ley de Seguridad Ciudadana al haber participado en una manifesta-
ción —que había sido previamente comunicada a la a u t o r i d a d gubernativa— y con-
cretamente «fue identificado como integrante del grupo que interrumpió el tráfico
rodado [...] haciendo caso omiso de las reiteradas advertencias de los agentes de la
autoridad y dando orígenes a desórdenes en la vía pública». El tribunal declaró, no
obstante, que existía una justificación basada en el ejercicio legítimo del derecho de
manifestación reconocido en el artículo 21 de la Constitución.
Dejando a un lado los derechos constitucionales, en la práctica cotidiana la cues-
tión más frecuente es la de la eventual justificación de una a c c i ó n infractora avalada
por la existencia de una autorización o, lo que es lo mismo, la de si el ejercicio de un
derecho reconocido en una autorización justifica, o no, la comisión de una infracción.
En la casuística son frecuentes las sentencias absolutorias de conductas formalmente
antijurídicas pero que se realizan al amparo de una autorización; aunque aquí de ordi-
nario se califica esta circunstancia no como una causa de justificación sino como una
exclusión de culpabilidad, como hace, por ejemplo, la STS de 27 de abril de 1998 (3.,
3.a, Ar. 3645) que absuelve por falta de culpa «dado que las circunstancias concurren-
366 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tes han podido producir razonablemente en el interesado la creencia de estar actuando


lícitamente por considerarse titular de un aprovechamiento (de aguas públicas)».
La STC 204/2000, de 24 de julio, anula la sanción impuesta a un preso por negarse
a cumplir la orden de desnudarse completamente ante varios funcionarios del centro
penitenciario en un registro practicado tras una comunicación íntima. Y ello porque la
orden vulneraba el derecho a la intimidad dado que «ni la medida se encuentra justi-
ficada específicamente en atención a la conducta previa del interno o a las condicio-
nes del Centro, ni tampoco se advierte que fuera llevada a cabo utilizando los medios
necesarios para procurar una mínima afectación de aquel derecho esencial».
La posterior STC 65/2004, de 19 de abril, ha abordado de nuevo la delicada cues-
tión de ponderar hasta qué punto el ejercicio de un derecho puede justificar una acción
que en principio es antijurídica. Se trataba de una sanción impuesta a un letrado por
injuriar a la juez en el curso de la defensa de su cliente. Pues bien, en esta resolución
el Tribunal reitera su doctrina de que en estos supuestos se está ante una manifesta-
ción de la libertad de expresión cualificada o reforzada por su conexión directa con el
derecho fundamental a la defensa de la parte; y, en consecuencia, absuelve.
Por lo que se refiere al Tribunal Supremo, su Sentencia de 22 de febrero de 1993
(Ar. 844) y otras consecuentes anulan sanciones por aparcamiento en vías públicas
con fines ajenos a los derivados de la normal circulación obstaculizando permanen-
temente el tráfico. Una falta perfectamente tipificada en el Código de Circulación.
Pero como los hechos habían sido realizados en el contexto de manifestaciones de
agricultores en reivindicación de sus derechos profesionales, el tribunal entiende que
eran consecuencia de la libre expresión del derecho de manifestación, lo que les pri-
vaba de antijuricidad.
Aunque se trate de una cuestión disciplinaria es interesante recordar que la STS
de 31 de marzo de 2004 (Sala de lo militar, Ar. 2050) absuelve por entender que «el
cumplimiento de la orden [...] tenía el amparo constitucional otorgado por la Ley de
Protección de Datos 5/1992».

B) Estado de necesidad

Es quizás la causa de justificación más característica y sus notas esenciales están


descritas con precisión en la eximente 5 del artículo 20 del Código penal: «El que, en
estado de necesidad, para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra
persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1. Que
el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar. 2. Que la situación de nece-
sidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto. 3. Que el necesitado
no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse».
Una regulación semejante no existe, desafortunadamente, en el Derecho
Administrativo Sancionador ni se ha elaborado una doctrina apropiada al efecto; aun-
que exista ciertamente alguna jurisprudencia en que se aprecia esta causa si bien des-
provista de argumentación expresa. Así sucede en la STS de 28 de diciembre de 1999
(3.a, 3.a, Ar. 8793) en la que se revoca una sanción administrativa impuesta por verti-
dos no autorizados en una playa argumentándose que «la situación de peligro para las
viviendas creada por el fortísimo temporal justifica la colocación de piedras en un
momento de calma, como medio de impedir que las altas olas las destruyesen; esta
circunstancia permite apreciar la situación de necesidad aplicada por la sentencia de
instancia como causa de justificación de la conducta».
La STSJ del País Vasco de 19 de enero de 2001 (Ar. 1030) nos sirve para com-
probar dos extremos: que la invocación del estado de necesidad no es anómala en la
práctica del Derecho Administrativo Sancionador y que los tribunales, a la hora de
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 367

aplicarla, se remiten cómodamente al Derecho Penal sin intentar una elaboración jurí-
dico-administrativa de esta causa de justificación. En el caso de autos la empresa
expedientada había alegado en su descargo que se encontraba en estado de necesidad
que justificaba la grave infracción cometida consistente en aplicar ayudas y subven-
ciones públicas a fines distintos de los determinados en la concesión. Lo que rechaza
el tribunal recordando que es constante la doctrina de la Sala Segunda del Tribunal
Supremo conforme a la cual

para que se produzca y pueda apreciarse la eximente del estado de necesidad es preciso que se
plantee una confrontación o colisión de bienes jurídicos dignos de protección en forma abso-
luta, de tal forma que el Ordenamiento Jurídico consienta para salvaguardar el bien jurídico
más importante, la lesión o puesta en peligro del menos importante [...] teniendo por interpre-
tada por la doctrina jurisprudencial la exigencia de que el mal causante del estado de necesi-
dad absoluto sea inminente y grave (y) sin que pueda apreciarse cuando no se han agotado las
vias legítimas para la salvaguardia de los bienes en colisión o se acude a medios innecesaria-
mente peijudiciales o se prescinde de otros menos gravosos.

C) Fuerza mayor

La STS de 11 de octubre de 2000 (3.a, 3.a, Ar. 9128) ejemplifica un supuesto de


conexión por acumulación entre la fuerza mayor y la confianza legítima, de la que nos
ocuparemos inmediatamente. Sancionado un propietario por incumplimiento de su
obligación de mantener en perfecto estado un bien del Patrimonio histórico español,
el tribunal revoca la sanción teniendo en cuenta que la Alcaldía

apreciando el estado ruinoso del edificio le había reconocido al interesado la falta de medios
para realizar las obras necesarios para la conservación del edificio, lo cual es suficiente para
hacer creer al interesado de buena fe que ha desaparecido su obligación de conservar el edifi-
cio y que la Administración en su caso debió prevenir la ruina total del mismo, bien arbitrando
medios económicos para ello, bien realizando subsidiariamente las obras de mantenimiento
necesarias, mas no es posible exigir a un ciudadano un sacrificio tan extraordinario que roce
en lo imposible [...]. Lo cual nos lleva a considerar la falta de elemento de culpabilidad, por
ausencia de negligencia fundada en la creencia derivada de la buena fe, del que obra creyendo
que ha cesado su obligación de conservar.

Es manifiesto también el parentesco entre las anteriores causas de justificación y


la del caso fortuito, que también opera en el campo fronterizo que tan imprecisamen-
te separa las causas de justificación de la antijuridicidad y las causas de exclusión de
culpabilidad. Esto se ve muy bien en el caso resuelto por la STSJ de Asturias de 27
de febrero de 2002 (Ar. 406). Una empresa concesionaria de autobuses había desa-
tendido a ciertos viajeros que un día determinado habían acudido masivamente a las
paradas. El tribunal entiende que la empresa no debe ser sancionada «en los supues-
tos de fuerza mayor o caso fortuito, que es lo que sucedió al no ser previsible una
masiva afluencia de estudiantes» el día conflictivo.
El Derecho nacional se encuentra avalado en este punto por el Derecho comu-
nitario europeo en el que —como ha explicado N I E T O M A R T Í N ( 1 9 9 6 , 1 8 1 ) — se han
perfilado dos conceptos de fuerza mayor. Uno estricto, que arranca de la Sentencia
Milch, Fett und Eierkontor, de 1979, conforme a la cual «existe fuerza mayor cuando
nos encontramos ante un evento moral, ajeno a la voluntad de la persona, que
hace imposible el cumplimiento de la obligación —requisito objetivo— y —requi-
sito subjetivo— el sujeto ha actuado con la precaución y prudencia debidas y ha rea-
lizado todo lo posible para que no se produzca el evento». La otra línea, en un senti-
368 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

do más amplio, empieza en la Sentencia de 11 de julio de 1968 (Schwarzwaldmilch)


y «básicamente se diferencia de la anterior en que para precisar la fuerza mayor no es
requisito indispensable que el acontecimiento inusual provoque la imposibilidad
absoluta de cumplir con la obligación, sino que basta que a tenor de las circunstancias
al autor le sea desproporcionalmente gravoso cumplir con su obligación».
Entre nosotros la STS de 24 de diciembre de 2001 (3.a, 4 a, Ar. 10.239) reproduce
una interesante fúndamentación teórica desarrollada por el Tribunal de Justicia de la
Unión Europea, conforme a la cual se exige que para la operatividad de esta causa
concurran dos requisitos:
a) que el incumplimiento obedezca causalmente a una circunstancia anormal ajena al
operador y a los riesgos comerciales normalmente asumidos, cuyas consecuencias aparezcan
como inevitables o sólo susceptibles de ser evitadas al precio de sacrificios excesivos; b)que
se haya procedido con la diligencia razonable para evitar las consecuencias de la fuerza mayor
o para paliarlas en lo posible.

D) Confianza legitima

Soy perfectamente consciente de la dificultad de encajar esta circunstancia entre las


causas de justificación puesto que —como ya se ha advertido reiteradamente— también
podría ser considerada, aún más que las anteriores, como una causa de inculpabilidad.
Ahora bien, como deliberadamente y desde un principio he querido librar a este libro de
la carga de escrúpulos dogmáticos y sistemáticos inútiles, me he inclinado por incluirla
en esta categoría aunque sólo sea por la proximidad conceptual que tiene con el «con-
sentimiento del sujeto pasivo» que es una genuina causa de justificación en el Derecho
Penal.
A diferencia del Derecho Penal, en el que ordinariamente el bien jurídico está
individualmente identificado, en el Derecho Administrativo Sancionador, salvo
excepciones muy contadas, se trata de bienes jurídicos generales, colectivos o públi-
cos. Prescindiendo entonces de los intereses del Estado o de las Administraciones
Públicas, no existe una persona individual titular de un bien jurídico agredido por el
autor cuya protección justifique la declaración del ilícito. Por descontado que el uso
de aditivos venenosos en un alimento puede provocar lesión o muerte de la persona
concreta que los haya consumido; pero la prohibición de su empleo —y el ilícito
resultante— no están concretados en ese daño preciso. Lo que la norma prohibe —y
castiga— es el uso del aditivo, no el resultado dañoso ya que lo que se tiene a la vista
no es el daño real sino el potencial o riesgo; no es la muerte del consumidor sino el
empleo del aditivo. En el código de circulación ni se prohibe ni se sanciona el atro-
pello de los peatones sino el no respetar los semáforos; de tal manera que puede pro-
vocarse la muerte de un peatón sin cometer una infracción administrativa y cometer
tal infracción sin daño real alguno para nadie (por la mera falta de atención a la orden
del semáforo).
Pues bien, la protección de estos intereses generales corresponde a la
Administración. Pero si la Administración, de la noche a la mañana, cambia el senti-
do de dirección de una calle, resulta difícilmente exigible a los conductores el cum-
plimiento inmediato de la prohibición, aunque esté debidamente señalizada, puesto
que el hábito de circular en un determinado sentido provoca inevitablemente la des-
atención de las señales. Imaginemos ahora una zona en la que está prohibido aparcar,
pero en la que tradicionalmente el Ayuntamiento tolera que así se haga en los días fes-
tivos hasta que un día impone súbitamente un cumplimiento riguroso. En ambos casos
opera para los infractores formales la buena fe: la confianza legítima en una determi-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 369

nada conducta tolerante de la Administración, que puede exonerar de la responsabili-


dad en cuanto causa de justificación de la acción antijurídica.
Desde hace mucho tiempo se entiende que —en palabras de la Sentencia de 15 de
febrero de 1965 (3.a, Ar. 692; Docaso)— «no es justo sancionar al que obra de buena fe»
entendida en el caso de autos como «carencia de intención de defraudan). Ahora bien, no
menos claro resulta que este tipo de buena fe queda enervado cuando hay un deber espe-
cífico de vigilancia derivado, por ejemplo, de la profesionalidad del infractor, como se
verá en el error. En la STS de 12 de marzo de 1975 (Ar. 1799; Cordero) se sanciona, en
efecto, a un fabricante que utilizaba aditivos tóxicos comprados en el mercado, porque
«no era un simple consumidor sino un fabricante, cuya profesionalidad le impone debe-
res de vigilancia y diligencia que no alcanzan el límite normal». Y en la de 10 de marzo
de 1978 (Ar. 1116; Martín Martín) se precisa que si bien es verdad que «comercialmente
un envasador actuó de buena fe al tener por normal el aceite entregado por un organismo
oficial, esta explicación no podía servir para exonerarle de responsabilidad, puesto que
por preceptos específicos debió analizar previamente el producto antes de envasarlo en
su planta».
La operatividad de la buena fe como causa de justificación —o como excluyente de
culpabilidad— y, por ende, de la responsabilidad resplandece sin limitación en la STS de
5 de febrero de 1992 (Ar. 2300; Barrio). Apreciada la existencia de la buena fe del infrac-
tor por la circunstancia de que su actividad había sido tolerada por la Administración,
quien incluso le había exigido el pago de tasas por ella, el tribunal declara que
esa buena fe es de por sí suficiente para exculparle de toda infracción [...] puesto que aplicables los
principios del Derecho Penal al Derecho Sancionador Administrativo, ha de afirmarse rotunda-
mente de entre ellos la plena aplicación en el ámbito sancionador de la Administración del requisito
de la culpabilidad [...] que la apreciada buena fe le impide (en el caso de autos) que concurran.

Pero ha sido la Sentencia de 23 de febrero de 2000 (3.a, Ar. 7047, González


González) la que ha realizado una teorización más pormenorizada del principio de la
confianza legítima, aunque considerándola más bien como excluyente de culpabilidad
y no de la antijuricidad. Para el tribunal este principio —recogido ya en las anteriores
Sentencias de 28 de febrero de 1989 (Ar. 1458) y 31 de enero de 1990— si bien fue
acuñado en el Ordenamiento Jurídico de la República Federal alemana, ha sido asu-
mido por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y
ha de ser aplicado no tan sólo cuando se produzca cualquier tipo de convicción psicológica en
el particular beneficiado sino más bien cuando se basa en signos externos producidos por la
Administración lo suficientemente concluyentes para que le induzcan razonablemente a con-
fiar en la legalidad de la actuación administrativa [...]. La doctrina comunitaria a que se refiere
la anterior sentencia es, sin duda, la contenida en las del Tribunal de Justicia resolutoria de los
casos Tomadini de 16 de mayo de 1979, Unifrez de 12 de abril de 1984, Hauptzollamt
Hamburg de 26 de abril de 1988 y sobre todo en la «doctrina Lecrerc» recogida en las sen-
tencias de 16 de noviembre de 1977, 21de septiembre de 1988 y 21 de enero de 1985.

Este mismo encaje dentro de la culpabilidad aparece en la STSJ de Cantabria de


8 de febrero de 2000 (Ar. 450) al declarar que
el mantenimiento por el Ayuntamiento durante seis años de las liquidaciones practicadas con-
forme a las declaraciones del interesado [...] le colocó en una situación de confianza legítima
acerca de la corrección de aquéllos, que descarta cualquier viso no ya de intencionalidad, sino
de culpa por negligencia, pues los epígrafes por él señalados no fueron objeto de tacha alguna
0 de advertencia sobre su incorrección por parle del Ayuntamiento durante el largo periodo de
seis años.
370 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

X. BALANCE FINAL

Con el mandato de tipificación se cierra y corona un sistema formal de legalidad


estricta, cuya propia exasperación le hace inviable. La reserva legal y la tipificación
encajan tan ajustadamente que convierten al Derecho Administrativo Sancionador en
un recinto hermético en el que la vida jurídica se extinguiría por asfixia. De aquí la
necesidad de establecer unas válvulas de seguridad para evitar la congestión delapa-
rato y facilitar su funcionamiento.
La tipificación indirecta ha evitado el colapso normativo que, de otra suerte, se
hubiera producido inevitablemente ya que las leyes —y ni siquiera los reglamentos
llamados a colaborar—- están en condiciones de realizar una tipificación completa. Es
fácil percibir que al Tribunal Constitucional no le gusta tal fórmula; pero ha tenido
que rendirse a la realidad y, aunque sea a regañadientes, ha terminado aceptándola.
En la fase aplicativa opera igualmente una segunda válvula de seguridad no menos
eficaz. Tal como ya se ha aludido páginas más atrás, la rigidez de la tipificación no
llega al caso extremo de negar absolutamente un margen de apreciación. Y es cabal-
mente en este margen donde la discrecionalidad administrativa y el arbitrio judicial
procuran adaptar las normas, y singularmente los tipos abstractos, a las circunstancias
del caso e incluso con una interpretación adecuada pueden forzar los tipos para cubrir
supuestos de hecho no especialmente previstos, sin necesidad de acudir a la analogía.
El propio Tribunal Constitucional —que desde su condición de supremo intérprete
de la Constitución se ha autodeclarado en ocasiones el más rabioso defensor de las for-
mas— ha terminado reconociendo la inviabilidad del sistema y en consecuencia ha
admitido su flexibilización mediante la tolerancia de ciertas matizaciones o modulacio-
nes de los principios del Derecho Penal cuando se aplica al Derecho Administrativo
Sancionador. Una sabia decisión no exenta, sin embargo, de inconvenientes.
Porque la posibilidad de modulaciones —sin precisar cuáles ni con qué alcance—
provoca una notable inseguridad dado que los reglamentos nunca saben hasta dónde
pueden llegar con sus matizaciones y corren el riesgo, tantas veces confirmado, de
incurrir en nulidad.
El caso de las Ordenanzas municipales es uno de los ejemplos más interesantes de
una lucha tenaz, casi épica, para afirmar su potestad tipificadora. Un esfuerzo coro-
nado en 2003 con el aval del Tribunal Supremo; pero malogrado por la resistencia no
menos tenaz del Tribunal Constitucional, quien un día declaró que ya no estaba dis-
puesto a continuar descendiendo en la escala de la tolerancia. El legislador, entonces,
en un loable gesto de prudencia decidió aceptar la línea marcada por el Tribunal
Constitucional y a partir de la Ley 57/2003 ya no tienen necesidad de utilizar el ancho
portón que les abrió de par en par el Tribunal Supremo y ahora entran por el portillo
—menos generoso pero más seguro— de la indicada ley. Por así decirlo el juego del
ratón y el gato se ha acabado y ahora saben los municipios y los tribunales a qué ate-
nerse. La lástima es que esta certidumbre sólo alcanza a las Entidades locales y las
demás Administraciones Públicas tienen que seguir viviendo a la intemperie expues-
tas a las incesantes vacilaciones de la jurisprudencia
A mi juicio estas confusiones vienen de un grave error de partida, a saber, la preci-
pitada aceptación de los principios del Derecho Penal que luego, al comprobar que no se
adaptaban a la realidad del Derecho Administrativo Sancionador, ha habido que alterar
sin criterio sistemático alguno por medio de matizaciones improvisadas. Si en lugar de
seguir este camino —que no tiene otra ventaja que la de la inercia y la comodidad ini-
cial— se hubiera abordado la tarea, ciertamente más difícil pero desde luego gratifican-
te— de elaborar, sin rodeos ni andaderas, unos principios propios deducidos directa-
mente del Derecho Público, se hubiera ganado mucho en claridad.
CAPÍTULO VIII

CULPABILIDAD

SUMARIO: I. Consideraciones previas. 1. Estado de la cuestión. 2. Planteamiento critico.


H. Contenido: El elemento subjetivo de ta infracción y sus corolarios. 1. Principio de responsabilidad por el
hecho. 2. Principio de personalidad de la acción ilícita. 111. De la marginación de la culpabilidad a su
exigencia. 1. La tesis negativa y la de la suficiencia de la voluntariedad. 2. La moderna tesis positiva.
3. Evolución jurisprudencial y desconcierto legislativo. IV Formas de culpabilidad. 1. Dolo. 2. Culpa o
imprudencia. 3. Simple inobservancia: infracciones formales. 4. El giro administrativo de la culpabilidad.
5. Consideraciones complementarias V. En especial, el error. 1. Admisibilidad y relevancia. 2. En el caso
de responsabilidad objetiva. 3. En el caso de dolo exigible. 4. El error en las infracciones culposas. S. La
diligencia debida. 6. Error de interpretación y erroT inducido por la Administración. 7. Error vencible e
invencible. 8. La ignorancia de la ley. VI. Presunción de inocencia. 1. Contenido y alcance. 2. Carga de
la prueba y su redistribución. 3. Destrucción de la presunción. 4. Presunción de culpabilidad. 5. Apoteosis
garantista y prudencia de los tribunales. VII. Responsabilidad solidaria y subsidiaria. 1. Diversos autores
responsables independientes de una misma infracción. 2. Diversos autores responsables solidarios de una
misma acción. 3. Responsabilidad solidaria y subsidiaria del garante. 4. Culpabilidad de los responsables
solidarios y subsidiarios. VIII. La prueba del fuego: responsabilidad de las personas jurídicas.
I. Planteamiento. 2. La lección de la casuística. 3. Responsabilidad alternativa o acumulada. 4. En especial,
el caso de las Administraciones Públicas infractoras. IX. Autoría y responsabilidad. 1. El teorema de
Gódel y el nudo gordiano. 2. Heterogeneidad de supuestos. 3. Autores y responsables en el Derecho posi-
tivo español. 4. Análisis teórico. X. Balance final.

En el Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad puede entenderse


como una cuestión pacífica que, basada en un dogma constitucional indiscutible y en
una teoría penal consolidada, sólo ofrece algunas dificultades, más o menos graves
pero en todo caso superables, a la hora de trasponer —y aplicar— los principios pena-
les a las infracciones administrativas. Pero también puede entenderse como una figura
tan problemática que permite dudar hasta de su misma existencia en el ámbito que
nos ocupa puesto que carece de base constitucional y no hay razones fundadas para
extender su aplicación al Derecho Administrativo Sancionador. A lo largo de este
capítulo podrá comprobarse que esta segunda postura es la más realista ya que, sin
perjuicio de una abundantísima jurisprudencia y de la aportación de monografías aca-
démicas muy logrados, no se ha consolidado una doctrina general, casi todos los
extremos conflictos son dudosos y todas las cuestiones importantes siguen abiertas.
Dificultades que explican la desproporcionada extensión que ha habido que dar a esta
materia.

I. CONSIDERACIONES PREVIAS

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN

Tal como ya se ha explicado en páginas anteriores, para verificar la existencia de


una infracción administrativa e imponer la sanción correspondiente, hay que recorrer

[371]
372 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

un largo camino analítico, cuyo primer paso es la constatación de la antijuricidad


(contrastando a tal efecto los hechos cometidos con el Ordenamiento Jurídico, dedu-
cir una eventual contradicción entre ambos datos y descartar la presencia de causas de
justificación) y a continuación examinar los presupuestos personales de culpabilidad.
Porque, en definitiva, únicamente es sancionable —y respetando, por descontado, el
procedimiento legalmente establecido— una acción antijurídica realizada por un
autor culpable. Por decirlo en los didácticos términos de la STS de 27 de mayo de 999
(3.a, Ar. 4504, Escusol), para la imposición de una sanción,

no basta con que la infracción esté tipificada y sancionada sino que es necesario que se apre-
cie en el sujeto infractor el elemento o categoría denominado culpabilidad. La culpabilidad es
el reproche que se hace a una persona porque ésta debió haber actuado de modo distinto a
como lo hizo. ¿Por qué es el elemento de la culpabilidad la exigibilidad de un comportamien-
to distinto del que tuvo el infractor? Sencillamente porque la norma que tipifica las infraccio-
nes y las sanciones no exige nunca comportamientos imposibles. Por ello la jurisprudencia clá-
sica de nuestro Tribunal Supremo en materia de sanciones por infracciones administrativas
tiene precisado que la culpabilidad es la relación psicológica de causalidad entre ta acción
imputable y la infracción de disposiciones administrativas, superándose así una corriente juris-
prudencial anterior que señalaba que bastaba la simple voluntariedad del sujeto.

Según es sabido, algunas leyes sectoriales establecen, con mayor o menor preci-
sión, la exigencia de culpabilidad como presupuesto para la imposición de una san-
ción (tal es el caso, por ejemplo, de la Ley General Tributaria) mientras que otras pres-
cinden implícita, aunque inequívocamente, de tal requisito, como hace la Ley de
Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988; sin olvidar, con todo, que el
supuesto más frecuente es el del silencio absoluto a tal propósito.
Así las cosas, podría pensarse que en este terreno el objetivo teórico de un
Derecho Administrativo Sancionador sería, una vez constatado este dato, el de preci-
sar el régimen jurídico de cada sector y de cada uno de los grupos normativos indi-
cados, de tal manera que la única dificultad se encontraría en los sectores cuya regu-
lación legal nada dijese al respecto. Una tarea de este tipo sería muy interesante, al
menos a afectos de información; pero su planteamiento sólo resultaría válido en el
supuesto de que correspondiese al legislador ordinario determinar la exigencia, o no,
de la culpabilidad del sujeto infractor así como regular su régimen. Si se sostiene, en
cambio, como es hoy habitual, que la Constitución ya se ha pronunciado sobre el par-
ticular —y, además, en sentido afirmativo aunque en los términos que inmediata-
mente serán precisados—, es claro que todos los sectores del Derecho Administrativo
Sancionador han de quedar substancialmente sujetos al mismo régimen y el análisis
debería empezar con el examen de la validez de las normas que prescinden de la cul-
pabilidad, con objeto de verificar su constitucionalidad.
A cuyo efecto conviene advertir de entrada que muy poco o nada puede ayudar-
nos en este punto el Ordenamiento supranacional de derechos humanos ya que, como
ha declarado el Tribunal Europeo de Estrasburgo en su Sentencia de 7 de octubre de
1988 (Salabriasen, serie A, n.° 141-A),

los Estados contratantes siguen siendo libres, en principio, para sancionar penalmente (y, por
tanto, también como infracción administrativa) una acción realizada fuera del ejercicio normal
de uno de los derechos que ampara el Convenio (caso Engels y otros, de 8 de junio de 1976,
serie A. n.° 22) y, por tanto, para definir los elementos normativos constitutivos de una infrac-
ción así. Pueden especialmente —siempre en principio y en determinadas condiciones— pena-
lizar un hecho material u objetivo en sí, con independencia de que proceda de dolo o negli-
gencia. Los Ordenamientos legales de dichos Estados ofrecen ejemplos a este respecto.
CULPABILIDAD 373

En cuanto at Derecho comunitario también suele guardar silencio a este respecto,


aunque tampoco faltan algunas declaraciones expresas sobre el particular, en las que
la culpabilidad sirve de criterio para determinar la cuantía de la sanción. El
Reglamento 1 7 / 6 2 , sobre derecho de la competencia, por ejemplo, atribuye este efec-
to a la negligencia y a la intención deliberada. La Jurisprudencia dictada a tal propó-
sito (clt. M I L A S , 1 9 8 8 , 1 7 2 ss.) ha considerado negligente una conducta infractora que
posteriormente fue rectificada espontáneamente por el autor al percatarse de su ile-
galidad. Y por lo que atañe a la «intención deliberada», también ha separado la inten-
ción de conseguir un resultado de la conciencia de estar cometiendo una infracción.
En cualquier caso, si la culpabilidad es valorada como un agravante, parece claro que
no puede ser un elemento esencial del ilícito.
A la hora de determinar si rige en el Derecho Administrativo Sancionador el prin-
cipio de la culpabilidad, tampoco puede la doctrina, , acudir directamente a la
Constitución —pues su silencio es en este punto notorio—, sino que ha de proceder
de forma indirecta, es decir, conectando esta cuestión a otra previa: la de si la infrac-
ción administrativa está sometida a los principios fundamentales del Derecho Penal
(en el que impera sin paliativos la regla de la culpabilidad), de tal manera que la solu-
ción dependerá de la actitud dogmática que se haya adoptado respecto de tal cuestión
previa. Esto es exactamente lo que hizo en su día M O N T O R O P U E R T O ( 1 9 6 5 , 1 5 4 - 1 7 0 )
hace ya muchos años y, dado su punto de partida (no aplicación de los principios del
Derecho Penal), era inevitable que llegara a la conclusión de la no exigencia de la cul-
pabilidad en los ámbitos sancionadores administrativos. Y de la misma forma ha
actuado recientemente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 6 1 7 - 6 7 4 ) aunque llegando a la conclusión
contraria, cabalmente por haber partido de un punto diametralmente opuesto.
La Jurisprudencia del Tribunal Supremo, por su parte, sólo en raras ocasiones
evoca directamente los principios constitucionales, como hace la Sentencia de 23 de
enero de 1998 (3.a,4.a, Ar. 601):

Puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sanciona-
dor de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o
culpa, en línea con la interpretación de la STC 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el prin-
cipio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición de exceso o
de las exigencias inherentes al Estado de Derecho. Por consiguiente, tampoco en el ilícito
administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por
un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.

Lo ordinario es que prefiera dar un rodeo para conectarse con el Derecho Penal y
deducir de él, y no inmediatamente de la Constitución, la culpabilidad exigible a los
autores de las infracciones Administrativas. Así puede comprobarse con el ejemplo de
dos sentencias separadas por treinta años de distancia:

— «No es admisible en esta clase de procedimiento subordinar los pronuncia-


mientos de imputabilidad a la concurrencia de elementos de culpa o dolo, normales y
exigibles en los de carácter penal, tan diferentes por su naturaleza, características y
consecuencias» (20 de diciembre de 1958).
— Y en sentido contrario la de 30 de marzo de 1987 (Ar. 2105; Martin Herrero)
afirma primero la identidad de principios del Derecho Penal y del Derecho
Administrativo Sancionador y como corolario: «de lo expuesto deriva la exigencia de
un elemento subjetivo en la infracción administrativa, lo que implica que el reproche
que la sanción representa sólo será procedente cuando la conducta tipificada pueda
ser atribuida a un autor a título de dolo o culpa».
374 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En algunos casos la identidad conceptual se expresa en un mimetismo definitorio,


como hace la STS de 10 de diciembre de 1986 (Ar. 504; Roldan), recordada más tarde
en la de 17 de diciembre de 1988 (Ar. 9407; Sánchez Andrade):

el ejercicio de la potestad punitiva, en cualquiera de sus manifestaciones, debe acomodarse a


los principios y preceptos constitucionales que presiden el Ordenamiento penal en su conjunto
[por lo que] las infracciones administrativas, para ser susceptibles de sanción o pena, deben ser
[...] culpables, atribuibles a un autor a título de dolo o culpa, para asegurar en su valoración
el equilibrio entre el interés público y la garantía de las personas, que es lo que constituye la
clave del Estado de Derecho.

Metodología que el citado R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 6 3 2 ) resume así: «las diferencias entre


infracción y delito relativas a la no exigencia de culpabilidad sólo tenían algún senti-
do como consecuencia de mantener previamente distinciones en los elementos obje-
tivos de ambos, pero cuando éstas se niegan, como hace el Tribunal Constitucional, el
Tribunal Supremo y la doctrina, devienen también insostenibles los intentos de justi-
ficar la exclusión de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador».
Todo esto es incuestionable; pero, independientemente de que con esta metodolo-
gía se escamotea el problema por el simple arbitrio de trasladar su solución a otra
cuestión previa y condicionante, la verdad es que tampoco conviene dramatizar las
diferencias porque, si nos fijamos bien, a la postre resulta que las posturas iniciales,
radicalmente separadas desde un punto de vista dogmático, terminan luego aproxi-
mándose cuando entran en el terreno de lo concreto. Así, M O N T O R O adopta al final
una actitud casuística escéptica (será exigible, o no, la culpabilidad según lo que dis-
ponga en cada caso el Derecho positivo) y R E B O L L O flexibiliza su postura —como
también hace la propia Jurisprudencia— al detectar y aceptar determinadas peculiari-
dades de la culpabilidad en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. Aquí,
más que en ninguna parte, no son admisibles los planteamientos polares y, conforme
hemos de ver, siempre hay que tener en cuenta «matices» que en algunos casos pue-
den ser de trascendencia. Más aún: el verdadero problema no es tanto determinar si
opera, o no, la exigencia de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador
como precisar el grado de su operatividad, es decir, las peculiaridades que en este
campo ofrece la regulación propia del Derecho Penal.
Pero además —y al margen de lo anterior— la mayor dificultad es de índole téc-
nica y consiste en lo siguiente: a la hora de «trasponer» al Derecho Administrativo
Sancionador los principios del Derecho Penal, sucede que como no se cuenta con una
clara base dogmática previa, el progreso resulta vacilante y con no pocas contradic-
ciones. De tal manera que, admitido el principio de la culpabilidad, no se sabe exac-
tamente en qué ha de consistir. Tal como ha de verse inmediatamente con deteni-
miento, la Jurisprudencia se ha negado durante muchos años a aceptar la exigencia de
«culpabilidad» que sustituía con la «voluntariedad», provocando no poca confusión,
agravada más todavía con la presencia de la «intencionalidad» y nada digamos del
dolo y la culpa. Y es que, aquí, una de dos: o se acepta literal e íntegramente la doc-
trina penal, en cuyo caso no habría problemas técnicos o se elabora una doctrina
administrativa sancionadora. Esto último parece desde luego lo más recomendable,
pero hay que ser conscientes de que los tiempos no están todavía maduros, por lo que
este proceso ha de resultar tan largo como laborioso según puede comprobarse en una
bibliografía administrativista que, a pesar del paso de los años, sigue siendo vacilante
y contradictoria.
Vistes así las cosas parece muy sensata la postura de Q U I N T E R O ( 1 9 9 1 , 2 6 4 - 6 2 5 ) ,
para quien la dolosidad o culposidad de la conducta humana son conceptos catego-
CULPABILIDAD 375

rialmente válidos para la totalidad del Ordenamiento Jurídico, aunque hayan sido par-
ticularmente elaborados por el Derecho Penal. Lo cual significa que no se trata aquí
simplemente de una comunicación parental del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador sino de una exigencia genérica y común de todo el
Ordenamiento Jurídico, dado que dolo y culpa son «elementos imprescindibles para
que una conducta sea relevante para el Derecho en general». Una afirmación que, de
ser correcta, aclararía mucho la situación, pero que resulta manifiestamente falsa y
para comprobarlo basta recordar las múltiples conductas jurídicamente relevantes sin
necesidad de que medie culpa o negligencia, empezando por la llamada «responsabi-
lidad objetiva del Estado».
Sea como fuere —y para que no haya dudas sobre lo que se está hablando—, pare-
ce útil recordar brevísimamente lo que significa la culpabilidad para el Derecho
Penal, que, como es sabido, se entiende como una atribución personal del delito, es
decir, como un reproche y que comprende los siguientes elementos esenciales:
a) imputabilidad en sentido estricto o posibilidad de actuar de otro modo; b) posibilidad
de conocimiento de la antijuridicidad del hecho (antes: dolo, culpa, imprudencia);
c) ausencia de causas de exculpación o de disculpa.
Por decirlo en términos muy conocidos (MIR, 1985,79): «En su sentido más amplio,
el término «culpabilidad» se contrapone al de «inocencia». En este sentido, bajo la
expresión «principio de culpabilidad» pueden incluirse diferentes límites del ius punien-
di, que tienen en común exigir, como presupuesto de la pena, que pueda «culparse» a
quien la sufra del hecho que la motiva. Para ello es preciso, en primer lugar, que no se
haga responsable al sujeto por delitos ajenos: «principio de personalidad de las penas».
En segundo lugar, no pueden castigarse formas de ser, personalidades, puesto que la res-
ponsabilidad de su configuración por parte del sujeto es difícil de determinar, sino sólo
«conductas», hechos: «principio de responsabilidad por el hecho», exigencia de un
«Derecho Penal del hecho». Mas no basta requerir que el hecho sea materialmente cau-
sado por el sujeto para que pueda hacérsele responsable de él; es preciso además que el
hecho haya sido «querido» (doloso) o haya podido «preverse y evitarse» (que pueda
existir culpa o imprudencia): <<principio de dolo o culpa». Por último, para que pueda
considerarse culpable del hecho doloso o culposo a su autor ha de poder atribuírsele nor-
malmente a éste, como producto de una motivación racional normal: «principio de atri-
buibilidad» o de «culpabilidad en sentido estricto».

2. PLANTEAMIENTO CRÍTICO

La teoría clásica de la culpabilidad aparece con una solidez técnica admirable,


adornada al mismo tiempo con unos elegantes rasgos democráticos y progresistas. Se
apoya en una respetable dogmática penal dos veces centenaria y hoy viene avalada por
la propia Constitución y por la mejor doctrina europea. En la práctica actúa como un
valladar contra el despotismo del Poder y la arbitrariedad de la Administración; sin
olvidar sus raíces teológico-cristianas: el hombre responde por sus obras cuando éstas
son el resultado de un acto de libre voluntad. El panegírico podría continuar durante
mucho tiempo y sorprendería que alguien se atreviese a dudar de la intangibilidad de
la piedra base de todo el sistema punitivo moderno. Y, sin embargo, detrás de tan mag-
nífica fachada se perciben no pocos puntos débiles, rincones oscuros y contradiccio-
nes insalvables que empeñan la brillantez del dogma y hasta hacen peligrar su propia
existencia.
Por lo pronto, el apoyo constitucional es más que frágil, nulo sin paliativos. La
Constitución en ninguna parte proclama el principio de la voluntariedad en la comí-
376 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sión de ilícitos. Una vez más se trata de un elemento que se ha añadido posteriormente
sin explicación alguna. La Constitución garantiza el principio de la culpabilidad no
por que ella lo diga sino porque otros dicen que lo dice. Se trata, por tanto, de una
cuestión de fe, que es creer lo que no leemos con nuestros propios ojos. Lo cual supone
una incertidumbre, a saber, que si el Tribunal Constitucional un día declaró que la
Constitución garantizaba en todo caso la culpabilidad de los autores de un ilícito para
que pudieran ser sancionados, mañana puede decir lo contrario e imponerlo también
como cuestión de fe. Supuesto que, como más adelante ha de verse, no es inimagina-
ble ni mucho menos.
Por otra parte tampoco es nada firme el préstamo recibido del Derecho Penal dado
que allí se elaboró el principio en un contexto muy distinto del que envuelve al
Derecho Administrativo en el siglo xxi, en el que nunca está en juego el supremo
valor de la libertad personal y, además, conocida es la irrefrenable tendencia del
Derecho Penal —constantemente denunciada por los juristas más sensibles— hacia la
responsabilidad objetiva. El contenido de la herencia no es, pues, seguro y tampoco
hay que olvidar que se ha recibido a beneficio de inventario, como se ha visto forzado
a reconocer el propio Tribunal Constitucional en sentencias que se analizarán luego
con detalle. Dejemos, pues, al Derecho Penal con sus propios problemas —que bas-
tantes tenemos con los del Derecho Administrativo Sancionador— y no nos condi-
cionemos inútilmente con sus dogmas.
La culpabilidad no es —contra lo que suelen afirmar gratuitamente autores y jue-
ces— un elemento esencial del Estado de Derecho actual que, para empezar, ha esta-
blecido la responsabilidad objetiva de las Administraciones Públicas para no dejar
indefensos a los particulares ante la agresividad de unas organizaciones gigantescas y
de laberínticas tomas de decisiones. Pues si esto es así ¿qué decir de las modernas
organizaciones empresariales, opacas e impenetrables en las que es imposible, terri-
torial y personalmente, encontrar a la persona que ordena cometer un ilícito? ¿Dónde
estará la voluntad infractora? La desigualdad de trato revela una situación estremece-
dora, a saber, que el legislador pretendidamente «social» que castiga implacablemen-
te a las Administraciones Públicas a costa de los impuestos de los ciudadanos y no se
atreve, en cambio, a retocar los beneficios privados de los propietarios «no culpables»
de una empresa, se inspira en unos motivos impúdicos: el daño provocado por una
Administración Pública lesiona los intereses de un particular que son protegidos a
ultranza, mientras que los daños producidos por un ilícito administrativo lesionan
intereses públicos y colectivos y éstos no tienen quien les defienda eficazmente y
poco parecen importar al Estado de Derecho si dejamos a un lado las hueras declara-
ciones parlamentarias y políticas. Los intereses públicos, sociales y colectivos están
abandonados por el Derecho, como ya tuve ocasión de denunciar hace cuatro lustros
en un artículo titulado La vocación del Derecho Administrativo de nuestro tiempo, de
tal manera que ahora es fácil constatar que el Derecho Administrativo de nuestro tiempo
sigue siendo infiel a su vocación de proteger derechos supraindividuales.
El Derecho Administrativo Sancionador puede contemplarse, en suma, de dos
maneras distintas: o bien como una garantía personal del infractor, al que se defiende
a ultranza contra los abusos del Estado represor; o bien como una garantía de los dere-
chos e intereses sociales, públicos y colectivos agredidos por el infractor y que no se
pueden defender —o que de hecho no es fácil defender— por un particular agravia-
do. La primera postura es hoy absolutamente dominante y curiosamente —tal como
en otros lugares de este libro ya se ha denunciado— es tenida por progresista. A ella se
aferra una jurisprudencial inercial, una doctrina académica que no se atreve a salirse del
carril para no ser tratada de heterodoxa y una práctica forense atenta, como es lógico,
a los intereses del cliente. De la segunda postura, en cambio, nadie se acuerda y es
CULPABILIDAD 377

escandaloso que los juristas independientes no se atrevan ni a evocarla siquiera. Un


deber ético, a mi juicio, en los tiempos que corremos si queremos superar el indivi-
dualismo cerril («salvaje» en la terminología actual) en que se ha hundido sin pudor
alguno la cultura occidental. Aunque sin olvidar que esta segunda opción no puede
entenderse nunca, bajo ninguna circunstancia, como una opción alternativa u olvido
de las garantías jurídicas del infractor. Porque los derechos e intereses individuales no
deben ser abandonados, y mucho menos suprimidos, por los derechos e intereses
sociales sino —dicho sea en términos dialécticos— «superados», es decir, equili-
brados o contrapesados por éstos.
Desde la perspectiva de la culpabilidad se sigue contemplando el Derecho
Administrativo Sancionador con la mentalidad de quienes ven en las infracciones
administrativas la conducta asocial del que ensucia una vía pública, esquiva una ins-
pección o prescinde de una licencia municipal: inocentes bagatelas que no merecen la
solemne calificación de delito, que es donde debe empezar la verdadera actuación
represiva del Estado. Un error de bulto porque —en cantidad y a veces también cali-
dad— de donde proceden los daños sociales es de las infracciones más que de los
delitos, ya que son aquéllas y no éstos las que caracterizan los peores comportamien-
tos (a)sociales.
Lo anterior es ya más que suficiente para probar la distorsión de planteamientos
que estamos padeciendo; pero he dejado para el final el dato más importante que separa
los contextos de hoy de los del pasado. Actualmente vivimos en lo que se ha llamado
una sociedad de riesgo en la que el Estado ha asumido el papel de garante de que
no se produzca o, mejor dicho, de reducir al mínimo su aparición. A tal fin, una de sus
principales funciones consiste en la adoptación directa de medidas preventivas y, más
todavía, la imposición a los particulares del deber de adoptarlas. En la mayor parte de
los casos — y tal como ya se ha explicado con el debido énfasis en otros lugares de
este libro— la infracción no consiste en la producción de un daño (supuesto ordinario
en el Derecho Penal) ni en la producción de un riesgo concreto (también admisible en
este Derecho) sino en la de un peligro abstracto. Así es como se explica entonces que
las infracciones administrativas sean consecuencia de una inobservancia: el simple
incumplimiento de un mandato o de una prohibición de crear riesgos, habida cuenta
de que tal inobservancia basta para producir el peligro abstracto.
Vistas así las cosas se comprende fácilmente el descenso de nivel de exigencia de
la culpabilidad. Para condenar penalmente a una persona hace falta dolo y raramente
bastará la imprudencia; mientras que para sancionar una infracción administrativa
basta con un simple incumplimiento formal. Es infracción poseer una escopeta de
caza sin licencia incluso aunque nunca se haya salido al campo a cazar e incluso aun-
que no se tengan cartuchos en casa.
Con esta escopeta herrumbrosa guardada en el desván y sin munición no se crea
peligro concreto ninguno, mas sí un peligro abstracto aunque sea de forma remota;
pero ello no evita la infracción administrativa al no haberse obtenido la licencia de
armas. Apurando las cosas, será muy difícil encontrar dolo o imprudencia en este
comportamiento: a todo lo más una cierta negligencia y en todo caso una mera inob-
servancia y esto es suficiente para constituir una infracción administrativa y legitimar
una sanción.
La política estatal preventiva de riesgos se desarrolla en varios escalones, siendo
el primero el normativo expresado en la enumeración genérica de unas medidas y la
imposición de su cumplimiento con o sin el aseguramiento genérico de la existencia
de una autorización previa. El segundo escalón se encuentra en la vigilancia concreta
de que se han cumplido las indicadas medidas constatando si ha habida incumpli-
mientos singulares (v.g. si el edificio carece de salidas de emergencia) o, mucho más
378 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

sencillamente todavía, si el edificio carece de licencia. Luego, en una tercera fase


vendrá la sanción por el incumplimiento constatado.
Lo que de todas formas parece claro es que a lo largo de este proceso el elemento
subjetivo de la culpabilidad pierde la esencialidad característica del delito porque
a efectos de la prevención de peligros abstractos lo que al Estado importa no es la
culpabilidad sino el mero incumplimiento. El Estado no busca culpables ni siquiera
—como veremos en su momento— autores sino responsables, hasta tal punto que a
la mera inobservancia se corresponde la mera responsabilidad.
En los años ochenta empezaron a emerger estos conflictos con tanta violencia que
no hubo manera de seguir afirmando el principio de la culpabilidad en los términos tra-
dicionales; pero como tampoco se quería renunciar al dogma —bien sea por inercia
intelectual o por que se consideraba que, al proceder directamente de la Constitución,
era sencillamente iirenunciable— hubo que acudir a fórmulas de compromiso, más o
menos ingeniosas, para intentar mantener la exigencia de culpabilidad en supuestos en
los que realmente no tenía cabida. A tal efecto los juristas han tenido que retorcer su
ingenio para justificar lo injustificable. Por ejemplo, con la figura del garante o en las
responsabilidades solidaria y subsidiaria, en el de las personas jurídicas y en fin y
sobre todo en la admisión de la responsabilidad «a título de mera inobservancia».
Las explicaciones más usuales se basan ordinariamente en la culpa in vigilando
laxamente interpretada, que vale para todo, o en la culpa levísima y hasta en la pre-
sunción de culpabilidad. Así es como se ha formado una doctrina ambigua y contra-
dictoria que intenta, sin conseguirlo, dar una respuesta sensata a los conflictos socia-
les sin abandonar el dogma de la culpabilidad a ultranza. En estas frágiles fórmulas
no se discute jamás el principio, pero la hora de aplicarlo al caso concreto, aparecen
pretextos jurídicamente forzados para impedir su operatividad... ¿Habrá llegado ya la
hora de abandonar estos convencionalismos y de ir al grano, de perder el miedo y de
cuestionar frontalmente el principio absoluto de la culpabilidad?

II. CONTENIDO: EL ELEMENTO SUBJETIVO DE LA INFRACCIÓN


Y SUS COROLARIOS

En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad también se


refiere fundamentalmente al elemento subjetivo del ilícito, es decir, a la intervención
del autor, a través de dolo o culpa, incompatible con la llamada responsabilidad obje-
tiva, o sea, la derivada automáticamente del hecho. Este elemento subjetivo es su com-
ponente esencial —y, por tanto, va a estudiarse pormenorizadamente a lo largo del
presente capítulo en todas sus formas y modalidades— mas no hay que olvidar que a
él se añaden como corolarios otros dos principios.

1. PRINCIPIO DE LA RESPONSABILIDAD POR EL HECHO

Esta es la denominación tradicional, no muy afortunada por cierto, que se contra-


pone a la «responsabilidad de autor». Con este principio se quiere subrayar que la san-
ción no puede ir más allá del hecho concreto enjuiciado sin que puedan tenerse en
cuenta las circunstancias personales del autor.
Esto es hoy muy claro en el Derecho Penal a diferencia de lo que sucedía antes
cuando se podían imponer medidas de seguridad con las que no se pretendía castigar
un hecho delictivo sino impedir la peligrosidad potencial de individuos de personali-
dad considerada asocial («vagos y maleantes», a los que actualmente podrían añadirse
CULPABILIDAD 379

otras figuras aún más peligrosas como las de los psicópatas y drogadictos). A partir
de las Sentencias del Tribunal Constitucional 159/1985, de 27 de noviembre y
23/1986, de 14.2 tal política se considera inadmisible en un Estado de Derecho, lo que
no significa la exclusión radical de las medidas de seguridad, ya que éstos han encon-
trado acogida en el artículo 6 del Código Penal siempre y cuando respeten el principio
del hecho, es decir, cuando se fundamenten «en la peligrosidad criminal del sujeto al
que se impongan, exteriorizado en la comisión de un hecho previsto como delito».
La vigencia de este principio en el Derecho Administrativo Sancionador ha sido
ocasionalmente analizada por los autores, como Q U I N T E R O OLIVARES ( 1 9 9 1 ) , pero
siempre se le dado sin vacilar una respuesta positiva alegando los mismos fundamen-
tos constitucionales que justifican su arraigo en el Derecho Penal. Y así lo ha admitido
igualmente la jurisprudencia
El «dogma del hecho» parece, pues, definitivamente consolidado e intocable salvo
para los que creemos que nada hay en la tierra ni en el cielo que pueda escapar a la
critica de la razón humana. Nótese, en efecto, la asimetría que en este punto guardan
el Derecho Penal (donde se admiten, con las limitaciones indicadas, las medidas de
seguridad) y el Derecho Administrativo Sancionador, en el que son prácticamente des-
conocidas siendo así que es donde resultan socialmente más necesarias.
No existe tampoco un concepto —y su correspondiente tratamiento jurídico—
correlativo a la «peligrosidad criminal» ni una clasificación sociológica que se corres-
ponda a la de los delincuentes habituales, delincuentes profesionales y delincuentes
tejidenciales. Carencias tanto más extrañas cuanto que en el ámbito administrativo es
inimaginable una política preventiva que afecte a medidas restrictivas de la libertad,
que es el derecho más digno de protección. El Estado, en suma, deja indefensa a la
sociedad ante los perturbadores de la tranquilidad nocturna (sean usuarios de bebidas
alcohólicas o empresarios de su suministro), los emisores constantes diurnos y noc-
turnos de ruidos con radios y televisores, o los infractores contumaces de la legisla-
ción social, de tráfico, urbanística y tantos otros. Todos perfectamente conocidos y
todos impunes porque saben que sólo una fracción mínima de sus «hechos» ilícitos
(el uno por mil, quizás el uno por millón) va a ser sancionado. Estadísticamente la
infracción vale la pena mientras la respuesta oficial sólo pueda consistir en la san-
ción, tal como actualmente se encuentra regulada.
Las consideraciones anteriores, en cuanto referidas más bien a la «política repre-
siva» y a la crítica de las leyes vigentes, parecen impropias de un libro de análisis jurí-
dico estricto. Aún así, resultaba conveniente aludirlas brevemente para tomar con-
ciencia de la fragilidad del principio de la responsabilidad por el hecho y para suge-
rir que, si bien es cierto que no corren tiempos en que puedan sancionarse autónoma-
mente personalidades o comportamientos genéricamente antisociales, estos son fac-
tores que pueden —y debieran— ser tenidos en cuenta a la hora de graduar —y a la
alta, por descontado-— la cuantía exacta de la sanción con objeto de que la infracción
deje, al menos, de «valer la pena».
Desde un punto de vista exclusivamente técnico —y siendo consecuente con el
sistema y terminología que en este libro se desarrollan— me atrevo a sugerir que
mejor que la expresión «responsabilidad por el hecho» sería la de «responsabilidad
por acción».

2. PRINCIPIO DE LA PERSONALIDAD DE LA ACCIÓN ILÍCITA

Este principio —segundo corolario de la culpabilidad— garantiza que únicamente


puede exigirse responsabilidad «por los hechos propios» y en ningún caso por los
380 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

«hechos de otro». Procedente también del Derecho Penal, su recepción en el Derecho


Administrativo Sancionador está avalada por una copiosa jurisprudencia del Tribunal
Constitucional (SS 219/1988, de 22 de noviembre, 245/1991, de 19 diciembre) cano-
nizada en la 146/1994, de 12 de mayo, en la que se declara que
entre los principios informadores del orden penal se encuentra el principio de personalidad de
la pena, protegido por el articulo 25.1 de la Norma fundamental, también formulado por este
Tribunal como principio de personalidad de la pena o sanción... denominación suficientemen-
te reveladora de su aplicación en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador.

Como dice la STS 27 de marzo de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 3415), un principio funda-
mental del Derecho Administrativo Sancionador, «lo constituye el de la personalidad
de las sanciones, según el cual éstas no pueden producir efectos perjudiciales respec-
to a las personas que no han sido sancionadas. La sanción representa el reproche de
haber incurrido en una conducta ilícita, reproche que sólo es posible predicar del suje-
to sancionado y que únicamente respecto de él ha de producir efectos».
El alcance de este principio dista mucho, con todo, de ser pacífico tanto en sus
manifestaciones normativas genéricas como en la casuística jurisprudencial. Dentro
de este mismo capítulo volveremos a encontrarnos con él en los epígrafes dedicados
al estudio de la responsabilidad solidaria y subsidiaria y de las conexiones entre auto-
ría y responsabilidad. Pero sin esperar a este momento parece útil trascribir aquí las
conclusiones que Angeles D E P A L M A ha extraído de la jurisprudencia que previamen-
te había recogido (1996, p.79) aunque advirtiendo que, sin peijuicio de la reconocida
autoridad de quien las formula, en mi opinión son generalizaciones excesivas obteni-
das por un método inductivo de base reducida y poco fiable: « 1 ,a (Este principio) está
vinculado al principio de dolo o culpa. El gravamen que la sanción representa sólo
podrá recaer sobre aquellas personas que han participado de forma dolosa o culposa
en los hechos constitutivos de infracción. Por lo tanto, no es posible exigir responsa-
bilidad por la sola existencia de un vínculo personal con el autor o la simple titulari-
dad de la cosa o actividad en cuyo marco se produce la infracción. La exigencia de
individualización de la sanción supone un veto a la responsabilidad objetiva. 2.a Entra
en juego incluso antes de la incoacción del expediente sancionador. 3.a La inaplica-
ción de este principio conduce a desvirtuar la finalidad de prevención que el Derecho
Administrativo Sancionador está llamado a cumplió).
Por mi parte ya anuncio que a lo largo de este capítulo nos hemos de encontrar
con abundantes supuestos en los que la ley reconoce de forma expresa la responsabi-
lidad de personas físicas y jurídicas por hechos de otros y ya iremos viendo cómo los
tribunales se las van ingeniando para admitir estas regulaciones a primera vista
incompatibles con el principio de la culpabilidad.

III DE LA MARGINACIÓN DE LA CULPABILIDAD A SU EXIGENCIA

La evolución de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador es la


historia de su progresiva aceptación, que corre, además, paralela a la de la aproxima-
ción de este Derecho al Penal.

1. LA TESIS NEGATIVA Y LA DE LA SUFICIENCIA DE LA VOLUNTARIEDAD

Cronológicamente el punto de partida es la negación de la exigencia de culpabili-


dad en las infracciones administrativas, tal como se constata tempranamente en la
CULPABILIDAD 381

obra pionera de C A S T E J Ó N ( 1 9 5 0 , esp. 6 7 ) , donde se afirma que las faltas administra-


tivas «no exigen como el delito, dolo ni culpa, pues basta la simple voluntariedad de
la acción». En 1 9 5 5 V I L L A R P A L A S Í ( 1 9 5 5 , 2 9 - 3 0 en nota), aunque afirma de inicio
tajantemente que en las multas «las nociones de culpa son indiferentes y todo depende
del hecho exterior del deber no cumplido ( O . M A Y E R ) » , precisa a renglón seguido
que «con el carácter objetivo de la multa se quiere indicar la irrelevancia de la impu-
tabilidad (un loco puede ser multado, dice H A U R I O U ) , no en definitiva de la culpabili-
dad». Y así es igualmente, según ya se ha dicho, la postura de M O N T O R O . O sea, que
en este punto no hay un antes y un después de la Constitución, habida cuenta de que
el Texto Fundamental de 1978 no finaliza la etapa negativa que de antiguo venía, ya
que todavía se prolonga durante un tiempo. Renunciando aquí a la cita —evidente-
mente innecesaria por su abundancia y unanimidad— de sentencias anteriores a la
Constitución, baste recordar algunas posteriores a ellas que prueban suficientemente
lo que se está diciendo:
— «La culpabilidad, en cuanto relación psicológica de causalidad entre agente y
acto típico, es en cualquiera de sus modalidades elemento esencial de la infracción
delictiva o de índole criminal, pero no lo es de la infracción administrativa salvo dis-
posición expresa en este sentido contenida en la norma tipificante» (STS 21 de marzo
de 1984; Ar. 1410; Botella).
— «Para la responsabilidad es totalmente irrelevante tanto la ausencia de inten-
cionalidad como el error, porque en la esfera del Derecho Administrativo Sancionador
en estas materias no se requiere una conducta dolosa sino simplemente irregular en la
observación de las normas» (STS 22 de abril de 1985; Ar. 2220; Reyes).
— «La voluntariedad del resultado de la acción no es el elemento constitutivo
esencial de la infracción administrativa» (STS 15 de julio de 1985; Ar. 4220; Sánchez
Andrade).
En la Sentencia de 7 de febrero de 1989 (Ar. 1022; Martín del Burgo) todavía aflo-
ra esta tesis, en un momento en el que, como veremos inmediatamente, ya se encon-
traba casi absolutamente abandonada: «las infracciones en materia de disciplina de
mercado no requieren para su existencia jurídica y para ser sancionadas de un propó-
sito preconcebido o voluntad intencional de infringir, bastando con el hecho material
constitutivo de la infracción».
Tal como estamos viendo, la negación es resultado de la diferencia intrínseca que
se percibe entre las infracciones administrativas y los delitos y, en consecuencia tam-
bién, de la no aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador. Aunque también se invoca ocasionalmente el principio
de la eficacia, que tiende a bloquear en el ámbito administrativo la introducción de los
principios del Derecho Penal. Valga como testimonio la Sentencia de 15 de junio de
1982 (Ar. 4795; Botella): «corresponde al principio de eficacia de la actividad admi-
nistrativa de insoslayable cumplimiento y ser de ello presupuesto la posibilidad de
sancionar la desobediencia de los mandatos de la Administración»; o la de 2 de junio
de 1982 (Ar. 4183; Botella): «la referida objetividad [está] fundamentada en el carác-
ter efectivo, incompatible con excusas hermenéuticas y exculpaciones por error
iuris».
La culpabilidad, en suma, no es necesaria y basta con la voluntariedad de la
acción, que —desde esta perspectiva— es lo único imprescindible. Es decir, que el
sujeto tiene que querer el resultado (voluntariedad) aunque no sea preciso que sea
consciente de la malicia del mismo y, aun así, lo desee (intencionalidad o culpabili-
dad). La Jurisprudencia no se ha cansado de subrayar la diferencia —por lo demás,
elemental— que media entre ambos conceptos. Así, la Sentencia de 20 de junio de
1983 (Ar. 3611; Gutiérrez de Juana):
382 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la imposibilidad de confundir intencionalidad del resultado con voluntariedad de la acción


como elemento esencial y básico de toda conducta consciente de independencia de la finali-
dad antijurídica perseguida por el sujeto agente por dolo directo o eventual o transgresión de
la previsibilidad característica de la conducta culposa, es decir, por producirse acción cons-
ciente y su resultado lesivo de la obediencia debida del mandato gubernativo [...]; la volunta-
riedad como presupuesto psicológico de la acción consciente, se agota en ella y no transcien-
de a) querer o deber jurídico de prever el resultado, afectando a la imputabilidad y no a la cul-
pabilidad en referencia, y así incide constitutivamente sobre toda conducta sujeta de modo típi-
co a orden sancionador, incluido el de índole administrativa.

Un buen ejemplo de este concepto de la voluntariedad aparece en la sentencia


preconstitucional de 7 de abril de 1972 (Ar. 1759; Roldan): en autos se trataba de una
sanción impuesta a unas ancianas, propietarias de una finca en la que habían apareci-
do escondidos unos sacos de café de contrabando, cuya existencia ellas declararon
ignorar. Pues bien, el Tribunal Supremo revoca la sanción, y absuelve, porque «es
sabido que la ausencia de conocimiento y de voluntad hace desaparecer la imputabi-
lidad de la infracción». En definitiva: la voluntariedad no es lo mismo que la inten-
cionalidad o culpabilidad; para la existencia de la infracción no es preciso llegar a
la culpabilidad sino que basta la simple voluntariedad. Tal es el contenido de esta pri-
mera postura que estamos exponiendo.
Y, por lo mismo, la simple voluntariedad en la acción genera ya, en consecuencia,
responsabilidad sin que sea precisa la intención de infringir, tal como describe la sen-
tencia de 4 de mayo de 1983 (Ar. 2887; Botella):
la circunstancia de reconocer el Juzgador la buena fe y carencia de intencionalidad por parte
de la sociedad actora, en nada implica contradicción entre razonamiento y fallo, dada la natu-
raleza objetiva de la responsabilidad ante la Administración, para cuya exigencia basta, como
elemento subjetivo, la simple voluntariedad de la acción o conciencia de la omisión, sin ser la
intencionalidad dolosa —salvo el caso de integrarse en la tipificación de falta— elemento
constitutivo de la infracción y sí solamente factor de graduación de la sanción administrativa.

Lo cual significa, en definitiva, que esta postura es muy rigurosa, puesto que
aprecia la existencia de responsabilidad ante la presencia de una mera voluntariedad
sin llegar a exigir la de la culpabilidad en sentido estricto. Desde la posición contra-
ria, en cambio (que veremos a renglón seguido), la situación es muy diferente, dado
que se exige una culpabilidad completa sin que la mera voluntariedad baste para gene-
rar responsabilidad.
La Sentencia de 16 de diciembre de 1975 (Ar. 5020; Suárez Manteóla) distingue
entre voluntariedad e intencionalidad, aunque en último extremo incluya ésta en aqué-
lla, puesto que, en el caso de autos, entiende que hay voluntariedad, pero no en el sen-
tido de no ser acción impulsiva sino, pura y sencillamente, porque es intencionada. Y
(salvada esta incoherencia) declara que «no es posible descartar en toda aplicación
sancionadora el principio de la voluntariedad en cualquiera de sus variantes posibles».
Para el Tribunal la distinción consiste en lo siguiente: Por «la exigencia de volunta-
riedad no puede considerarse transgresión cuando se trata de un acto reflejo o cuan-
do se ha actuado por error, ignorancia o vis compulsiva». En cuanto a la intenciona-
lidad, «la doctrina jurisprudencial viene declarando que no puede hablarse de con-
travención cuando no se desprende que concurran circunstancias de intencionalidad
(S 13 de mayo de 1970) o animus (S 10 de mayo de 1969) mientras que sí existe cuan-
do los elementos probatorios que obran en el expediente manifiestamente excluyen toda
hipótesis de inadvertencia, descuido o inexistencia de dolo (S 17 de febrero de 1969),
ampliando el concepto de la S 5 de julio de 1968 en la que (con referencia al Orden
CULPABILIDAD 383

Público) se exige siempre la exigencia de conductas externas dolosas o intencionales


[.,.] o infringir un deber objetivo y de cuidado socialmente impuesto».
Dentro de esta línea, la culpabilidad no es, pues, elemento necesario de la infrac-
ción; pero, en cambio y al menos, incide —como acabamos de ver— sobre la san-
ción, que será mayor o menor según el grado de tal culpabilidad, como igualmente
ha puesto de relieve la jurisprudencia. La culpabilidad, en efecto, «es factor, en cual-
quiera de sus modos doloso o culposo, que actúa sobre la graduación de las sancio-
nes administrativas, o sea, no ya sobre la infracción en cuanto ente jurídico, sino sobre
su consecuencia o sanción» (S 30 de noviembre de 1981; Ar. 5332; Botella); y es que
la sanción del orden administrativo «no requiere intencionalidad en cuanto elemento
constitutivo y sólo es modalmente agravatoria de la responsabilidad» (S 20 de junio
de 1983). En definitiva: la culpabilidad «es un elemento modal o de graduación de la
sanción» (S 15 de julio de 1985; Ar. 4220; Sánchez Andrade):
Para cerrar la exposición de esta línea jurisprudencial puede valer muy bien la
Sentencia de 11 de junio de 1991 (Ar. 9680; Mateos) porque en ella se recogen los
dos elementos estructurales descritos (la suficiencia de la intencionalidad para el
reproche y la repercusión de la voluntariedad sobre la sanción). En un supuesto de
presencia de aditivos no autorizados en un producto alimenticio,

tal hecho típico conlleva, en sí mismo, el elemento intencional exigido en infracciones del tipo
que consideramos, toda vez que el fraude constatado presupone la intencionalidad normativa-
mente requerida por acción u omisión, pues el artículo 7.1.2 del RD. 1945/1983 pondera, para
la calificación de las infracciones, que éstas se produzcan de forma consciente y deliberada o
por falta de controles y precauciones exigibles en la actividad de que se trate, lo cual revela la
innecesariedad del ánimo o voluntariedad deliberada, esto es, el dolo directo en terminología
penal [...] y en el artículo 10.2 se gradúa la sanción ponderando el dolo o la culpa.

Resumiendo: Para nuestro Derecho Administrativo Sancionador tradicional (que


en este punto se niega a desaparecer del todo) no es necesaria la culpabilidad en sen-
tido técnico penal y basta con la voluntariedad de ¡a acción para hacer responsable
al sujeto; pero la culpabilidad no es, sin embargo, irrelevante puesto que su concu-
rrencia aumenta la gravedad de ¡a infracción.

2. LA MODERNA TESIS POSITIVA

No obstante lo anterior, en la actualidad resulta casi indiscutida la aplicación en


el Derecho Administrativo Sancionador del viejo principio penal de la culpabilidad
personal. Una tendencia de aparición tardía aunque naturalmente cuenta con algu-
nos modestos antecedentes en ciertas sentencias minoritarias que desaparecieron
casi sin dejar huella, como la de 16 de febrero de 1962 (Ar. 1084; Cordero de
Torres) en la que llegó a afirmarse rotundamente que «la multa, como cualquier
sanción gubernativa, debe reposar sobre una precisa y concluyente prueba del dolo
o de la culpa que la determine». Ahora bien, en 1988 ya está generalizada la arque-
típica definición de infracción administrativa como «acción u omisión contraria a la
ley, tipificada y culpable» (SSTS de 30 de enero y 5 de febrero de 1988; Ar. 178 y
659 respectivamente); de ambas fue ponente Mendizábal, como también de la de 13
de octubre de 1989 (Ar. 8386), en la que se puntualiza que la culpabilidad es «ele-
mento y no principio, como a veces se invoca», añadiendo a continuación que «el
dolo o malicia constituye el meollo de cualquier conducta para que pueda ser cali-
ficada como ilícita».
384 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En opinión de SUAY ( 1 9 8 9 , 2 1 1 ss.), el quiebro jurisprudencial se produce en


1983, pues es a partir de tal fecha cuando empieza a generalizarse la exigencia de cul-
pabilidad en sentido estricto sin que baste la simple voluntariedad. Opinión autorizada
por venir de quien viene, mas discutible, puesto que en este año no aparece ninguna
sentencia significativa que se aparte de criterios anteriores o marque el rumbo de la
jurisprudencia posterior. Más aún, las de 24 de enero (Ar. 364; Pérez Fernández) y 25
de enero (Ar. 306; Delgado-Iribarren) reiteran y reproducen la de 16 de diciembre de
1975, repetidamente citada en las páginas precedentes.
Excepciones aparte, el hecho es que se va imponiendo inconteniblemente la tesis
de la exigencia de culpabilidad manifestado, según los casos, en todas sus variantes:
dolo, culpa grave, negligencia y hasta imprudencia.
La moderna postura del Tribunal Supremo (incansablemente predicada mucho
antes por buena parte de la doctrina) está claramente influida por la doctrina del
Tribunal Constitucional que en este punto es contundente según luce en la Sentencia
del Tribunal Constitucional 7 6 / 1 9 9 0 , de 26 de abril. En su Fundamento Jurídico 4.°
(que recuerda el texto de la Sentencia de la Sala 2.A, de la Audiencia Nacional de 19
de junio de 1 9 8 7 —citada por M E N D I Z Á B A L , 1 9 8 8 , 8 2 0 — ) se examina la eventual
inconstitucionalidad de la reforma introducida por la Ley 1 0 / 1 9 8 5 en el artículo 77.1
de la General Tributaria y el Tribunal, comparando la evolución de la ley administra-
tiva con la del artículo 1 de Código Penal en su reforma de 1983, indica que
es cierto que, a diferencia de lo que ha ocurrido con el Código Penal, en el que se ha sustitui-
do aquel término [«voluntarias»] por la expresión «dolosas o culposas», en la Ley General
Tributaria se ha excluido cualquier adjetivación de las acciones u omisiones constitutivas de
infracción tributaria. Pero ello no puede llevar a la errónea conclusión de que se ha suprimido
en la configuración del ilícito tributario el elemento subjetivo de la culpabilidad para susti-
tuirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa. En la medida en que la sanción
de las infracciones tributarias es una de las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal
resultado sería inadmisible en nuestro ordenamiento.

La sentencia declara, en fin, la constitucional de la nueva redacción cabalmente


porque «sigue rigiendo el principio de la culpabilidad (por dolo, culpa o negligencia
grave y culpa o negligencia leve o simple negligencia), principio que excluye la impo-
sición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente del
contribuyente». Para la STC 149/1991, de 4 de julio, «la Constitución consagra sin
duda el principio de culpabilidad como principio estructural del Derecho Penal».
La trascendencia de la intervención del Tribunal Constitucional salta a la vista.
Hoy ya podemos estar seguros de que la exigencia, o no. de la culpabilidad no corres-
ponde al legislador ordinario sino que es la Constitución (en la interpretación del
Tribunal de este orden) quien lo ha declarado ya de una vez y para siempre. Con la
consecuencia, por tanto, de que la ley que disponga lo contrario es inconstitucional
en los términos que luego serán examinados con más detalle. Como advierte la STS
de 16 de febrero de 1990 (Ar. 777); Conde,

Exigencia de culpabilidad en la infracción y presunción de inocencia suponen una barrera


infranqueable a normas infraconstilucionales que establezcan supuestos de responsabilidad
por una infracción, al margen de la propia conducta personal [...]. Tales exigencias se oponen
a criterios de responsabilidad establecida en razón de previsiones estrictamente objetivas.

Para la citada Sentencia 149/1991 (como para tantas otras anteriores pudiendo
citarse sin ánimo de exhaustividad las 65/1986, 14/1988 y 76/1990) no ofrece ya la
menor duda esta cuestión, declarando que, «de manera que no seria constitucional-
CULPABILIDAD 385

mente legitimo un derecho penal «de autor» que determinara las penas en atención a
la personalidad del reo y no según la culpabilidad de éste en la comisión de los
hechos. (SSTC 65/1986,14/1988 y otras)». Ahora bien, la aceptación de principio no
significa claridad definitiva sobre su contenido, puesto que aún falta por determinar
en qué consiste, dada la variedad de posturas doctrinales que al efecto existen, ningu-
na de las cuales es vinculante: «La consagración constitucional de este principio no
implica en modo alguno que la Constitución haya convertido en norma un determi-
nado modo de entenderlo». Postura —extensible a todo hermenéutica y no sólo, claro
es, al principio debatido— a la que el Tribunal concede gran importancia y sobre la
que insiste con reiteración:

No es ocioso recordar que el parámetro utilizado para resolver sobre la constitucio-


nalidad o inconstitucionalidad de la norma cuestionada es la propia Constitución y no
determinadas categorías dogmáticas jurídico-penales sobre las que no corresponde pro-
nunciarse al Tribunal [...]. Por tanto, no cabe fundar la inconstitucionalidad de un precep-
to en su incompatibilidad con doctrinas o construcciones presuntamente consagradas por
la Constitución; tal inconstitucionalidad derivará, en su caso, de que el precepto en cues-
tión se oponga a mandatos o principios contenidos en el Texto constitucional explícita o
implícitamente.

La primera consecuencia de la exigencia de la culpabilidad es la exclusión de la


responsabilidad objetiva, como se cuida de advertir el propio Tribunal Supremo en las
sentencias transcritas y en otras muchas más que podrían citarse, como la de 16 de
marzo de 1988 (Ar. 2175; Martín del Burgo):

Aunque el Derecho Administrativo Sancionador no dependa por entero del Derecho


penal común, no se debe, sin embargo, volver la espalda a este último, cuya más reciente
orientación viene marcada por la reforma que ha sufrido con la Ley Orgánica 8/1983, entTe
la que se encuentra la de soslayar el término «voluntarias» en la definición de delitos y fal-
tas, superando las discusiones interminables sobre su sentido, viniendo a excluir la res-
ponsabilidad objetiva al decir que son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o
culposas penadas por la Ley, añadiendo en su segundo párrafo que «no hay acción sin dolo
o culpa». Partiendo de esta dicotomía: dolo o culpa como presupuesto para la considera-
ción de una acción u omisión como sancionable, no parece lógico ni justo extender la apli-
cación del concepto de culpa recurriendo a las antiguas fórmulas de culpa in eligendo o
culpa in vigilando.

Aceptada la exigencia de la culpabilidad, ésta opera como última fase y cierre del
proceso lógico sancionador, según gusta recordar el Tribunal Supremo en una serie de
sentencias en las que actúa de ponente Sánchez-Andrade, como las de 17 de diciem-
bre de 1988 (Ar. 9407) y 26 de diciembre de 1983 (Ar. 6418):
en el enjuiciamiento de una resolución administrativa que ultime un expediente correctivo o
sancionador, se ha de partir del análisis del hecho o acto impugnado, de su naturaleza o alcan-
ce, para determinar y ver si el ilícito administrativo perseguido es, o no, subsumible en algu-
no de los supuestos tipos de infracción administrativa previstos en la norma que sirve de basa-
mento para la estimación de la transgresión que se persigue y en su caso sanciona; enjuicia-
miento que deberá hacerse con un criterio exclusivamente jurídico, pues la calificación y san-
ción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración, vinien-
do condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la falta y
la sanción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración,
viniendo condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la
falta y la sanción y por la prueba inequívoca y concluyeme de que el sancionado es el res-
ponsable de aquélla.
386 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

Lo sucedido en España corre paralelo a similares tendencias en el Derecho com-


parado. En Italia y Alemania ha terminado ya consolidada la tesis de la exigencia de
la culpabilidad, como se proclama de forma expresa en el artículo 3.1 de la ley italia-
na de 1981 («en las infracciones que lleven aparejada una infracción administrativa,
cada uno es responsable de su propia acción u omisión, consciente o voluntaria, sea
dolosa o culposa») y en el artículo 10 de la Ley alemana de contravenciones («sólo
puede ser castigado como infracción administrativa un hecho doloso, a menos que una
ley expresamente prevea una multa para un hecho culposo»), que lleva aún más lejos
su rigor.
Pero el más interesante es el caso francés en el que se ha producido una ruptura
total con el pasado dado que, al igual que en Inglaterra, partía del punto de vista con-
trario, es decir, de la ilicitud sin culpa. No obstante lo cual, la Corte de Casación, ha
empezado no ha mucho (ss. 5 de jimio de 1979 y 12 de enero de 1981) a exigir la cul-
pabilidad en el infractor, al menos y en todo caso cuando la infracción y el delito apa-
recen tipificados en la misma Ley, es decir, que en tales supuestos las normas pena-
les se irradian a las infracciones administrativas.

3. EVOLUCIÓN JURISPRUDENCIAL Y DESCONCIERTO LEGISLATIVO

A la vista de lo que antecede —es decir, de la coexistencia de la moderna teoría


de la culpabilidad con los restos supervivientes de la vieja teoría de la mera volunta-
riedad— parecen justificadas las duras palabras de SUAY (1989, 213): «Las contra-
dicciones llegan a extremos insólitos. Da la impresión de que el Tribunal Supremo no
se atiene a unas pautas generales de conducta, sino que va resolviendo según lo que
el arbitrio y la intuición de cada ponente le va dictando en cada caso que se le susci-
ta. Citas jurisprudenciales pueden esgrimirse en apoyo de las tesis más dispares y
resulta ser extraordinariamente difícil poder extraer conclusiones generales». Esto es
cierto, desde luego (al menos en la temprana época en que escribía el autor); pero con
un poco de comprensión, y aun de benevolencia, podría rastrearse una línea evoluti-
va, ciertamente vacilante, pero inequívoca: la que va desde la negación a la exigencia
de la culpabilidad y que es consecuencia, a su vez, de otra que le sirve de sustrato y
que va desde la autonomía del Derecho Administrativo Sancionador a su integración
—o la menos, adaptación— en el Derecho Penal.
El punto de partida de esta evolución se encuentra en el rechazo absoluto de la
culpabilidad, por ser ésta incompatible con la responsabilidad objetiva que preside
originariamente el campo de las infracciones administrativas. En una segunda fase
se abandona la dura responsabilidad objetiva y se introduce un elemento subjetivo,
que todavía no es el de la culpabilidad sino el de la mera voluntariedad: el autor ha
de querer el resultado. Lo que significa que se elimina ya la responsabilidad en los
supuestos de fuerza mayor, caso fortuito y «vis compulsiva» y se abren las puertas a
la aceptación del error y la ignorancia. Con ¡o cual se llega a la tercera fase en que
hoy nos encontramos y que supone la exigencia de la culpabilidad: no basta querer
el resultado (que era lo que se llamaba voluntariedad psicológica) sino que es nece-
sario querer el resultado ilícito (intencionalidad, culpabilidad).
Soy consciente, no obstante, de que tal evolución es «ideal» en el sentido de que
no refleja exactamente la realidad y que podrían acumularse —incluso tomadas de las
páginas anteriores— abundantes citas jurisprudenciales en contra para demostrar la
inexistencia de las fases descritas. Pero, aun así y por muchas vueltas y revueltas que
dé el rio, a vista de pájaro puede percibirse que, sin peijuicio de los meandros con-
tradictorios, la corriente se endereza en una dirección determinada, que es la que
CULPABILIDAD 387

acaba de indicarse. Y tan cierto es esto que casi todos los autores, empezando por el
propio SUAY, reconocen que, con todas las excepciones que se quiera, la postura
actualmente dominante es la de la culpabilidad, como no podría ser de otra manera
teniendo en cuenta la integración del Derecho Administrativo Sancionador en el
Derecho Penal.
La cristalización, cada vez más nítida, de estas tendencias no evita, con todo, la
sensación de desconcierto cuando se comprueba que coexisten en sentencias crono-
lógicamente simultáneas: lo que explica los reproches que a tal propósito se hacen al
Tribuna] Supremo. Pero seria injusto, no obstante, desconocer el progreso que ya ha
propiciado así como la dificultad adicional que supone el que exista una legislación
contradictoria en este punto, que puede explicar la correlativa contradicción de las
resoluciones judiciales de aplicación.
A este propósito resulta imprescindible tener a la vista la inteligente interpreta-
ción que ha dado D E PALMA a este evolución jurisprudencial (op. cit. pp. 1 0 9 ss.).
Para la autora, el punto de partida es ciertamente el del reconocimiento de la res-
ponsabilidad objetiva, si bien con la importante acotación de que en el Tribunal
Supremo «aunque se proclamaba una cosa, se aplicaba otra». En una segunda fase se
dio entrada, al fin, a la exigencia de dolo o culpa pero de manera implícita y a tra-
vés del rodeo de la exigencia de la voluntariedad de la acción, que pronto terminó
desembocando en la de la intencionalidad. Técnicas eficaces para eliminar la res-
ponsabilidad objetiva pero notoriamente insatisfactorias dado que (p. 121) «al equi-
pararse el requisito de la voluntariedad con la intencionalidad, el dolo devenía un ele-
mento subjetivo del injusto administrativo. Por ello el tribunal concluía la inexisten-
cia de infracción cuando se había actuado de buena fe o por error... y se pasaba por
alto la comisión imprudente de infracciones». La última fase fue, de acuerdo con esta
periodización, el reconocimiento jurisprudencial expreso de la existencia de dolo o
culpa.
Aceptando este hilo evolutivo, debe advertirse que para explicarlo hay que tener
presente los contextos materiales en que se fue produciendo y que tanto condiciona-
ron los resultados. Porque si el Tribunal Supremo introdujo la voluntariedad y la
intencionalidad fue para aliviar las sanciones de orden público; de la misma manera
que en la última fase es la jurisprudencia tributaria la que dio el tono.
Esta evolución es muy loable, aunque añadiendo inmediatamente que no puede
detenerse aquí. Si el Derecho Administrativo Sancionador se limita a navegar en la
estela del Derecho Penal y a reproducir miméticamente lo que en él se está haciendo,
cometerá un error dogmático gravísimo y, lo que es peor, traicionará los intereses de
la Justicia y del Orden Social. Porque si es bueno que el Derecho Administrativo
Sancionador abandone definitivamente las actitudes autoritarias del pasado, tampoco
es deseable que pierda su identidad ahogándose en los moldes del Derecho Penal, que
no son los suyos. Con lo cual volvemos a lo de siempre: la culpabilidad es exigible
en las infracciones administrativas pero no en los mismos términos que en el Derecho
Penal y a los juristas corresponde determinar cuáles son sus peculiaridades. Así lo
advierte en palabras inequívocas la STS 5 de febrero de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 1824):

Hay que precisar —así lo hace la doctrina científica— que la culpabilidad exigible en las
infracciones administrativas lo es en distintos términos que en el Derecho Penal, porque frente
a lo limitado de los ilícitos penales, en el Derecho Administrativo Sancionador el repertorio de
ilícitos es inagotable y no puede sistematizarse la interpretación de dicho concepto ni exigirse
a la persona el conocimiento de todo lo ilícito. Si se hiciera así el Derecho Administrativo
Sancionador no existiría. Al movemos en el campo del Derecho Administrativo Sancionador,
debemos tener en cuenta que las normas —el Ordenamiento Jurídico— protegen los intereses
públicos.
388 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

A lo largo de este capítulo iremos comprobando, en efecto, cómo aparecen modu-


lados en el Derecho Administrativo Sancionador todos y cada uno de los elementos
que integran la culpabilidad desde el punto de vista del Derecho Penal.
Modulaciones aparte, la cuestión pareció, en definitiva, quedar zanjada desde el
momento en que el Tribunal Constitucional ha adoptado una postura sobre el particu-
lar pronunciándose tajantemente en favor de la tesis positiva, tal como ya se ha indi-
cado en las páginas anteriores.
De forma marginal, aunque desde luego inequívoca, la Sentencia 219/1988, de 22
de noviembre, declaró ya la inconstitucionalidad —en cuanto que vulneraba los dere-
chos fundamentales— de la llamada responsabilidad objetiva, es decir, la producida
sin mediación de dolo o culpa. Fue la posterior sentencia plenaria, no obstante, la
Sentencia de 76/1990, de 26 de abril de, la que abordó la materia con un ambicioso
planteamiento sistemático a propósito de la nueva redacción del artículo 77.1 de la
Ley General Tributaria que, por su deliberado silencio, daba pie a entender que admi-
tía la responsabilidad objetiva. Lo que el Tribunal Constitucional rechazó de forma
rotunda por entender que este silencio
no puede llevar a la errónea conclusión de que se haya suprimido en la configuración del ilí-
cito tributario el elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de res-
ponsabilidad objetiva o sin culpa. En la medida en que la sanción de las infracciones tributa-
rias es una de las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado sería inadmisible
en nuestro Ordenamiento. (En suma) sigue rigiendo el principio de culpabilidad (por doto,
culpa o negligencia grave y culpa o negligencia leve o simple negligencia), principio que
excluye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta negli-
gente de los contribuyentes.

Aun sabiendo de sobra que hoy es esta la postura dominante, yo me permito dudar
de su corrección según he expuesto ya en las primeras páginas de este mismo capí-
tulo y creo que mis dudas son compartidas por más juristas de lo que parece. Nótese
que, después de la Constitución, ha seguido el Tribunal Supremo rechazando durante
muchos años la culpabilidad y, no menos importante, que los propios jueces del
Tribunal Constitucional han terminando flexibilizando su postura hasta hacerla irre-
conocible, según se desarrollará con detalle más adelante.
Mis dudas personales sobre la vigencia del principio de culpabilidad vienen ava-
ladas complementariamente por la postura del legislador: incierta desde luego hasta
tal punto que se tiene la sensación de que o no es consciente del problema o no se atreve
a plantearlo; pero, aun así, parece inclinado en favor de la tesis negativa ya que,
por un lado, se ha negado a admitir el principio en texto alguno —lo que ya es muy
significativo— y, además, varias leyes sectoriales pasan por alto la culpabilidad en
términos inequívocos (y sin olvidar, naturalmente, las infracciones de mera inobser-
vancia, de las que me ocuparé luego por extenso).
Empecemos con la Ley de Puertos del Estado y Marina Mercante de 24 de noviem-
bre de 1992, que es la más ilustrativa. Su artículo 113.1 define las infracciones como
las «acciones y omisiones tipificadas y sancionadas en esta ley», distanciándose así
deliberadamente de lo dispuesto en el artículo 1 del Código penal a la sazón vigente,
a cuyo tenor «son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o culposas pena-
das por la ley». El dolo y la culpa aparecen luego a lo largo del articulado, pero para
infracciones aisladas: en el artículo 114.l.A) la infracción de daños en obras portua-
rias ha de hacerse «por negligencia o dolo»; y en el artículo 116.4.a), b) y d) se exige
para que haya infracción que la acción típica sea «deliberada». La conclusión de este
sistema resulta clara: la culpabilidad únicamente se exige para determinadas infrac-
ciones; fuera de ellas la regla es la de su no exigencia.
CULPABILIDAD 389

Esta es, por lo demás, la fórmula más generalizada. La Ley 19 de julio de 1984
para la defensa de los consumidores y usuarios exige, pero sólo para una infracción,
la tipificada en el artículo 34.2, que se ha cometido «ya sea de forma consciente o
deliberada, ya por abandono de la diligencia y precauciones exigibles»; mientras que
en la Ley General de Sanidad, de 25 de abril de 1986, se exige en un caso (art. 35.A.2)
la «simple negligencia», en otro (art. 35.B.2) «la falta de precauciones exigibles» y en
otro (art. 35.C.2) la realización «de forma consciente y deliberada». La Ley 1 de julio
de 2002, de prevención y control integrados de contaminación, habla en un solo caso
(art. 31.3.c) de acción «maliciosa»).
Por otro lado, a la misma conclusión se llega cuando la ley considera a la culpabi-
lidad como un «criterio de graduación de la sanción», lo que excluye que sea un ele-
mento esencial del tipo. Así se declara en la citada Ley de 1 de julio de 2000: «exis-
tencia de intencionalidad» (art. 33.a) y en la de 3 de noviembre de 2003, de patrimo-
nio de las Administraciones Públicas (art. 193.2). Y, por último, la Ley de 12 de
noviembre de 2003, del ruido, valora en esta calidad de graduación de la multa a «la
intencionalidad o negligencia».
Con estos condicionamientos legales es explicable que el Tribunal Supremo no se
encuentre muy seguro a la hora de exigir en todas las infracciones la existencia de
culpabilidad.
Ahora bien, el principio de culpabilidad no se agota con la mera exigencia de dolo
o culpa sino que, entendido en un sentido más amplio, engloba el principio comple-
mentario de personalidad de las sanciones o, si se quiere, el de la responsbilidad per-
sonal por hechos propios que excluye el traslado de la responsabilidad punitiva a per-
sona ajena al hecho infractor.

IV FORMAS DE CULPABILIDAD

En el Derecho tradicional se ha venido distinguiendo entre dolo y culpa como mani-


festaciones fundamentales de la culpabilidad, que convivían con otras figuras —como
la negligencia e imprudencia— no siempre bien perfiladas ni claramente sistematizadas
dentro de las subvariantes de cada una de las formas principales. En el actual Código
Penal de 1989 se ha pasado a primer plano el dolo y la imprudencia que han desplaza-
do, aunque no eliminado por completo, a la culpa . En su consecuencia en lugar de
hablar ahora de delitos dolosos y culposos, es más correcto (o, al menos, más ajustado
al texto del código) utilizar las expresiones de delitos dolosos y por imprudencia.
La cuestión, entonces, es indagar hasta qué punto se han comunicado al Derecho
Administrativo Sancionador estas alteraciones introducidas en el Derecho Penal. De
hecho —tal como vamos a comprobar inmediatamente— en este ámbito se sigue
hablando de dolo, culpa, negligencia e imprudencia.

1. DOLO

En el Derecho Penal existe una doctrina muy elaborada del dolo que allí tiene gran
importancia práctica, pero de la que en ese lugar puede prescindirse habida cuenta de
que la legislación y la jurisprudencia administrativa no hilan tan fino y prescinden de
mayores sutilezas, que tampoco han aflorado en la doctrina. Es muy posible que aquí
se haya formado un círculo vicioso: como en los textos legales y judiciales no se
manejan subconceptos o subvariantes, la doctrina no se ha molestado en elaborarlos;
y como no se han realizado precisiones teóricas, la jurisprudencia no las maneja. En
390 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cualquier caso en esta materia, más que en ninguna otra, los operadores jurídicos se
remiten en bloque indefectiblemente a las técnicas penales.
A nuestros efectos basta recordar, de inicio, que en el dolo se integran dos ele-
mentos: uno intelectual y otro volitivo. El primero implica que el autor tiene conoci-
miento de los hechos constitutivos del tipo de infracción así como de su significación
antijurídica. Huelga decir que en la práctica la identificación de este elemento no
puede ser nunca exacta ya que es imposible penetrar en la mente del autor para saber
sin duda lo que conocía. En consecuencia hay que valorar a través de referencias indi-
ciarías que, además, hay que adaptar a la cultura y a la personalidad del autor, dado
que, como acertadamente se ha dicho (COBO y VIVES, 1 9 9 9 , p. 6 2 4 ) , «el conocimiento
de la significación antijurídica de la conducta, no debe entenderse en el sentido de
un conocimiento de la subsunción jurídica pues de lo contrarío, sólo los juristas ( y
no todos) podrán cometer delito, ni abarca el conocimiento de la punibilidad sino que
requiere lo que se ha dado en llamar una valoración del autor en la esfera del profano
paralela a la valoración legal».
La valoración del elemento de conocimiento propio del dolo es una operación
muy compleja y escasamente fiable tanto por la dificultad (que acaba de señalarse) de
penetrar en el cerebro del autor como por la variedad de componentes que contribu-
yen a ese conocimiento. Por lo que se refiere a lo primero —y aparte de las eventua-
les declaraciones realizadas por el infractor antes o después de su acción— suele
aceptarse la presencia de unos criterios mínimos —los propios del conocimiento de
una personal normal— graduables a la baja (en razón de su cultura) o a la alta (en
razón de su capacitación técnica).
Pero también pueden concurrir unos datos objetivos fiables. Piénsese en los
supuestos de recepción previa de conocimiento facilitado en un informe pericial rea-
lizado, a encargo, por un profesional o, con carácter más general, en la figura de dele-
gación de conocimiento (el empresario que tiene un empleado cuya función consiste
cabalmente en el estudio de las consecuencias de la actividad).
En cuanto al segundo elemento —el volitivo, o sea, el querer el hecho ilícito— es
importante distinguir sus distintos grados; y así se habla de un dolo directo en el que
se persigue inmediatamente el ilícito (dolo directo de primer grado) o, al menos, se
aceptan las consecuencia inevitables que va a producir (dolo directo de segundo
grado) y de un dolo eventual, en el que se asumen las consecuencias probables de su
actuación. El que vierte sustancias contaminantes en un caudal público obra con dolo
directo de primer grado en lo que se refiere a la contaminación puesto que sabe que
va a contaminar y quiere hacerlo; y obrará con dolo directo de segundo grado en lo
que se refiere a la muerte de la pesca si es que sabe que ésta no podrá sobrevivir, aun-
que ciertamente no lo desee. En cambio, si no está seguro de que la contaminación va
a ser tan alta como para asfixiar a los peces, pero admite que así puede suceder, obrará
con dolo eventual.
La figura del dolo eventual es fuente constante de dudas al estar a caballo entre el
dolo propiamente dicho y la imprudencia. El autor del ejemplo anterior, si no estaba
seguro de que iba a provocar la muerte de la pesca y desde luego no quería provocarla
aunque hubiese aceptado este «eventual» resultado ¿obró con dolo eventual o con
imprudencia? La pregunta tiene una enorme trascendencia práctica en las infraccio-
nes dolosas (es decir, en aquellas que según la ley únicamente pueden cometerse
mediando dolo) porque, si se considera que obra con simple imprudencia, no hay
infracción.
En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, la STS de 3 de marzo de
2003 (3.a, 3.a, Ar. 2621) aborda directamente esta cuestión. El sancionado había argu-
mentado que la infracción imputada únicamente podía cometerse con dolo, puesto
CULPABILIDAD 391

que se exigía conocer y querer el resultado antijurídico, y él, en verdad, no había que-
rido el resultado antijurídico lesivo. El Tribunal rechaza, no obstante, la alegación
razonando que el tenor literal de la ley
no impide, desde luego, apreciar la infracción en presencia de cualesquiera clases de dolo
conocido en la dogmática penal ni por tanto, en presencia de un dolo eventual, en el que, siendo
otra la finalidad última perseguida, el autor se representa como cierta la producción del resul-
tado prohibido en las normas y lo acepta.

En el Código Penal la regla es la exigencia de dolo de tal manera que sólo en supues-
tos excepcionales y además tasados, pueden cometerse delitos por mera imprudencia
(art. 12). En el Derecho Administrativo Sancionador la situación es completamente dis-
tinta puesto que por regla basta la imprudencia para que se entienda cometida la infrac-
ción y, salvo advertencia legal expresa en contrario, no es exigible el dolo que de otra
suerte, caso de haberse dado, únicamente opera como elemento de graduación (agra-
vante) de la sanción. Así se establece con carácter general en el artículo 131.3.a) LPAC
—con el rótulo de intencionalidad— sin peijuicio de que en muchas leyes sectoriales
se haga esta prevención con mayor o menor precisión. D E PALMA (1998, p. 131) ha espi-
gado algunos de estos supuestos en los que la ley recoge el dolo como un elemento sub-
jetivo del tipo, excluyendo así la posibilidad de comisión de infracción por mera impru-
dencia: en las Leyes de Ordenación de las Telecomunicaciones 31/1987, de Televisión
Privada 10/1988 y de Puertos del Estado se exige concretamente, por ejemplo, que el
ilícito se lleve a cabo de forma deliberada.
La «intención» en el Derecho Administrativo Sancionador equivale, pues, al dolo
penal puesto que presupone el conocimiento de la antijuridicidad de la acción y, ade-
más, la voluntad de realizarla. En cambio esta voluntad integrante del dolo (intención)
no debe confundirse con la voluntariedad que durante un tiempo exigía el Tribunal
Supremo para la comisión de infracciones administrativas y que era un concepto más
lato: simplemente voluntad de producir el hecho independientemente del conoci-
miento de su antijuridicidad.
Dejando a un lado la cuestión de la «voluntariedad» (que durante un tiempo impuso
su impronta al Derecho Administrativo Sancionador como una nota peculiar de éste,
que le separaba inequívocamente del concepto penal de dolo), desde el punto de vista
dogmático lo que hoy trae más quebraderos de cabeza a los penalistas es la distinción
entre dolo eventual e imprudencia (o culpa): un punto capital teniendo en cuenta la
regla de la exigencia de dolo, de tal manera que la existencia de esa franja confusa
entre dolo e imprudencia dificulta en muchos casos la calificación de una conducta
como delito. Una dificultad que —insistimos— tiene escasa trascendencia en el
Derecho Administrativo Sancionador habida cuenta de que en este campo no es pre-
ciso aquilatar entre dolo e imprudencia, ya que basta con esta última para que apa-
rezca la infracción.

2. CULPA O IMPRUDENCIA

El «giro administrativo» a que acaba de aludirse (o sea, la marginación del dolo


como característica esencial de la culpabilidad y correlativamente, la enfatizacion de
la culpa, negligencia o imprudencia) es un rasgo propio del D e r e c h o Administrativo
Sancionador, que en este punto se separa profundamente del Derecho Penal, tal como
observó con agudeza la temprana STS de 3 de abril de 1974 (3.a, Ar. 1768, Ponce de
León) que advierte de la irrelevancia jurídica a efectos exculpatorios
392 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de esa pretendida falta de intencionalidad o malicia por parte del infractor [...] por cuanto es
dogma aceptado desde siempre (sic) la diferente valoración legal que ello merece en la esfera
administrativa de la que puede merecer en lo penal, ya que distinta y divergente es la natura-
leza jurídica en uno y otro de tales Ordenamientos esa responsabilidad, hasta el punto de que
cambia en lo esencial la nota característica de la citada manifestación intencionada o malicio-
sa como elemento básico de la misma.

En términos generales puede decirse que actúa con culpa o imprudencia (o negli-
gencia) el que realiza un hecho típicamente antijurídico, no intencionadamente sino
por haber infringido un deber de cuidado que personalmente le era exigible y cuyo
resultado debía haber previsto. Como han resumido lapidan ámente C O B O y VIVES
(1999, p. 639), «la culpa consiste, en definitiva, en no haber previsto lo que debía pre-
verse y en no haber evitado lo que debía evitarse». No puede prescindirse nunca del
requisito de la posibilidad de evitar el resultado por la sencilla razón de que el
Derecho no exige nunca cosas imposibles.
El análisis del deber de cuidado es, por su parte, singularmente complicado ya que
en algunos casos está establecido en una norma y en todos corresponde su valoración
al arbitrio del juez atendiendo a las circunstancias particulares del hecho y del autor.
En opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , p. 1 4 2 ) «el grado de diligencia que se impone desde
el Derecho Administrativo Sancionador estará en función de diversas circunstancias:
a) el tipo de actividad, pues ha de ser superior la diligencia exigible a quien desarro-
lla actividades peligrosas; ti) actividades que deben ser desarrolladas por profesiona-
les en la materia; c) actividades que requieren previa autorización administrativa».
Lo importante, en todo caso, de este cambio de perspectiva es que aquí el opera-
dor jurídico se ve liberado de indagar la psicología del autor para determinar si «cono-
cía la trascendencia jurídica de lo que estaba haciendo y se quería hacerlo»: una tarea
imposible de hecho, que forzaba al juez a buscar otros criterios. Como acertadamente
dijo la STS de 14 de junio de 1989 (2.a, Ar. 6242, García Miguel), «el desiderátum del
principio de culpabilidad básico en materia de Derecho Penal sería el poder deter-
minar el individual estado de consciencia o intencionalidad de la persona a quien se
impute un delito»; pero forzoso es reconocer que «ello es imposible en el actual
momento histórico y grado de desarrollo de las ciencias del conocimiento». En trance
de renunciar al psicologismo el juez se ve obligado a «atender a los datos objeti-
vos sensorialmente perceptibles» acudiendo «a consagradas fórmulas generales de
mensuración como son las acuñadas en los conceptos más o menos tópicos como son
la diligencia de un buen padre de familia, la conducta que seguiría un hombre medio,
etc.»: en definitiva —y con ello volvemos a a uno de los puntos centrales del Derecho
Administrativo Sancionador— al deber de cuidado.

3. SIMPLE INOBSERVANCIA: INFRACCIONES FORMALES

El «giro administrativo de la culpabilidad» no se ha detenido en el distancia-


miento del dolo y magnificación de la culpa sino que ha llegado al mero incumpli-
miento como ha proclamado el artículo 130.1 LPAC, que dice así:

Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las per-
sonas físicas y jurídicas que resulten responsables de la los mismos aun a titulo de simple inob-
servancia.

O lo que es lo mismo: por simple inobservancia puede producirse responsabilidad


en materia sancionadora.
CULPABILIDAD 393

Este régimen Administrativo supone —a mi juicio— una exacerbación generali-


zada de lo que el artículo 11 del Código penal se limita a apuntar en términos tan
moderados como parciales:

Los delitos o faltas que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán


cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurí-
dico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la ley, a su causación. A tal efecto se
equipará la omisión a la acción: á) Cuando exista una específica obligación legal o contractual
de actuar, b) Cuando el omitente haya creado una situación de riesgo para el bien jurídicamente
protegido mediante una acción y omisión precedente.

Asi es como se ha llegado a una situación singular puesto que en el mar sin
orillas del Derecho Administrativo Sancionador predominan las llamadas infracciones
formales, constituidas por una simple omisión o comisión antijurídica que no precisan
ir precedidas de dolo o culpa ni seguidas de un resultado lesivo. El incumplimiento de
un mandato o prohibición ya es, por sí mismo, una infracción administrativa. Si a este
incumplimiento sigue luego una lesión, la consecuencia será una responsabilidad adi-
cional, un deber resarcitorio que nada añade a la naturaleza de la infracción: como
dice el artículo 22.1 del REPEPOS, «si las conductas sancionadas hubieran causado
daños o perjuicios a la Administración Pública, la resolución del procedimiento podrá
declarar: a) la exigencia al infractor de la reposición a su estado originario de la
situación alterada por la infracción; ti) la indemnización por los daños y perjuicios
causados [...]».
En líneas generales, el delito penal está ordinariamente conectado con la lesión
de un bien jurídico (o la producción de un riesgo): el resultado es aquí una lesión,
mientras que la infracción administrativa está conectada con un mero incumplimien-
to, con independencia de la lesión que con él pueda eventualmente producirse y basta
por lo común con la producción de un peligro abstracto. Y tanto es así que semánti-
camente es ese dato del incumplimiento —literalmente: infracción— el que da el
nombre a la figura, con la que se identifica. Lo que no sucede obviamente con el deli-
to. El Derecho Penal, por asi decirlo, es un Derecho represivo. El Derecho Admi-
nistrativo Sancionador, en cambio, es más ambicioso y toma en cuenta todas las
infracciones que se cometan, aun a conciencia de que en la realidad no podrá sancio-
narlas todas dada su inumerabilidad. El incumplimiento y no el resultado es lo que
interesa. Porque el Derecho Administrativo Sancionadores un Derecho preventivo en
cuanto que las infracciones, es de donde se deducen (o pueden deducirse) ordinaria-
mente los resultados lesivos.
Vistas así las cosas puede comprenderse mejor el peculiar alcance que ha de tener
la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Por decirlo con las lapida-
rias palabras de la STS de 4 de junio de 1993 (Ar. 4335; Reyes),
a la antijuricidad no obsta [...] el que faltare la intención de infringir las normas aplicadas por
parte del sancionado y la ausencia de un resultado lesivo para la salud pública [...] porque tra-
tándose de infracciones formales, penalmente consideradas como delitos o faltas de comision
por omisión, corresponderá a una conducta culposa o negligente, independientemente de que
de la misma no se haya producido un resultado lesivo concreto.

La STS de 11 de marzo de 1998 (3.a, Cid Fontán, Ar. 2301) llega a la misma con-
clusión aunque partiendo de una legislación sectorial específica:
La actividad de las entidades de crédito y las conductas de sus administradores y directo-
res deben, en todo caso, ser reflejo fiel del exquisito cumplimiento de las normas. El incum-
394 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

plimiento de aquellas normas constituye ilícitos específicos. Los ilícitos en esta materia los
describe la ley términos precisos [...] Los criterios que la Administración aplica son los que
especifica la ley, como sucede cuando la ley define las infracciones distinguiendo las muy gra-
ves y señalando como leves las demás conductas infractoras.

Por supuesto que —matizando ahora lo que hace un momento se ha dicho en tér-
minos categóricos— también conoce el Derecho Penal delitos de peligro; pero es muy
significativo que sus tipos sean más bien escasos y, sobre todo, que los llamados de
peligro abstracto sean criticados sin excepciones por la doctrina y aplicados muy res-
trictivamente por los Tribunales. Se entiende que existe peligro abstracto cuando así
lo califica, sin más, una norma, es decir, con independencia de que efectivamente la
conducta así calificada haya creado realmente un peligro. Es más, la constitucional i-
dad de esta figura se ha puesto en duda y, en todo caso, no tiene cabida en el Derecho
Penal que conocemos (como ha resumido CRISTINA M É N D E Z en Los delitos de peligro
y sus técnicas de tipificación, 1993, 129 ss.). En otros términos: si se generalizasen
los delitos de peligro abstracto, habría que elaborar desde el principio un Derecho
Penal nuevo que fuera capaz de darles acogida y este Derecho Penal se aproximaría
sorprendentemente al Derecho Administrativo Sancionador.
Ni que decir tiene que al dificultar la entrada en el Derecho Penal de los ilícitos de
peligro abstracto se está sugiriendo inevitablemente el traslado de tan molesto huésped
al ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. El artículo 912.f) de la Ley de Costas
de 28 de julio de 1988 nos proporciona un buen ejemplo cuando tipifica como infracción
grave «las acciones u omisiones que impliquen un riesgo para la salud o seguridad huma-
nas [...] y, en todo caso, el vertido no autorizado de aguas residuales». Este precepto, en
efecto, puede entenderse así: aquí hay dos tipos; en el primero de ellos la ley no se pro-
nuncia en abstracto sobre la peligrosidad de la conducta, puesto que es el operador jurí-
dico quien ha de determinar en cada caso concreto si la acción u omisión inculpada ha
producido riesgo; en cambio, en el segundo tipo es el propio Legislador quien ya decla-
ra de antemano que se produce el riesgo por el simple vertido, sea cual sea la composi-
ción de lo vertido, y el juez no tiene que entrar a verificar si ello ha sido realmente así.
La mera constatación del vertido no autorizado completa el tipo.
Esta interpretación es, desde luego, plausible, pero conviene profundizar más en
ella. Aunque la redacción literal conecte el vertido con las otras infracciones de peligro
que se describen en la misma letra, su calificación de infracción no es una consecuen-
cia del riesgo, sino de la desobediencia. La Ley ha establecido antes, en su artículo 57,
que los vertidos necesitan autorización, y lo que ahora se castiga es no haber cumplido
tal precepto independientemente de que haya riesgo o no. Y es que, como ya nos había
enseñado BINDING, hay ilícitos de lesión, ilícitos de peligro (aunque no causen lesión) e
ilícitos de desobediencia (aunque no causen lesión ni tampoco peligro). Lo cual no quie-
re decir que el riesgo sea indiferente al tipo, antes al contrario.
Porque hay que preguntarse por el sentido de un mandato o de una prohibición que
no pretendan evitar una lesión o un riesgo, ya que, si esto fuera así, nos encontraría-
mos con un Legislador arbitrario que ordena por capricho, como el gobernador de
Guillermo Tell, que imponía a los vecinos la obligación de saludar a un sombrero col-
gado de un poste. Se supone, por tanto, que cuando la ley exige la autorización de ver-
tidos es para asegurarse de que éstos ni van a lesionar el medio ambiente o la salud ni
van a ponerlos en peligro.
Comparemos ahora el citado artículo de la Ley de Costas con el artículo 325 del
Código penal en el que se sanciona al que «contraviniendo las leyes u otras disposi-
ciones de carácter general [...] provoque o realice directamente vertidos [...] que pue-
dan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales [...] o la salud de las
CULPABILIDAD 395

personas». Éste es un ejemplo característico de delito de peligro concreto: el


Legislador no presupone el peligro, sino que encomienda al juez que averigüe si ha
existido. La diferencia entre el delito y la infracción administrativa no puede ser, pues,
más clara. En las infracciones administrativas de la variedad que estamos analizando
el riesgo no está conectado con la acción (es indiferente que ésta produzca riesgos
efectivos o no), sino con el tipo: el Legislador incrimina una conducta porque consi-
dera que provoca un riesgo o puede producirlo. Es, por así decirlo, una imputación
automática. En cambio, para la realización del delito el juez ha de verificar primero
si se ha producido un riesgo concreto, o no.
Ahora bien, no toda producción de riesgo constituye, sin más, una infracción
administrativa. Existen riesgos permitidos y riesgos prohibidos, cuya delimitación
asume la norma administrativa. La norma enumera, en efecto, cuáles son los riesgos
permitidos y, sobre todo, establece las condiciones que hay que cumplir para que una
actividad peligrosa sea permitida: normalmente la observancia de determinados
requisitos técnicos (que se supone que aminoran el riesgo, ya que no puede eliminar-
lo del todo) verificados en una autorización administrativa. El mecanismo está minu-
ciosamente diseñado en un Reglamento de nombre tan llamativo como de «activida-
des molestas, nocivas, insalubres y peligrosas».
La obtención de la licencia no convierte la actividad en inocua, pues, por muchas
precauciones que se adopten, siempre seguirá siendo peligrosa, pero legaliza la crea-
ción de un cierto riesgo. El Legislador y la Administración saben de sobra que una
pirotécnica siempre ha de ser peligrosa. No obstante, consideran que su utilidad social
desaconseja su prohibición absoluta. De aquí que sea permitida en determinadas con-
diciones. A cuyo efecto se establece una ficción jurídica: con la observancia de cier-
tos requisitos y con la licencia, el peligro es permitido. La frontera, pues, en cuanto
que es formal, está perfectamente trazada Si se cumplen escrupulosamente los requi-
sitos técnicos y no media licencia formal, hay infracción; en cambio si media licen-
cia, no hay infracción aunque se produzca un riesgo efectivo e incluso un daño.
La autorización administrativa, por otra parte, resuelve el problema de la infrac-
ción, pero no el de la responsabilidad que surge en caso de lesión. Como la autoriza-
ción no elimina el riesgo, sino que lo convierte en permitido, es claro que tal riesgo
puede realizarse en un resultado y producir una lesión. En tal caso habrá responsabi-
lidad por lesión, no por mera inobservancia y aquí entrará enjuego una otra variante
de responsabilidad: el dolo o la imprudencia (y, en su caso, la responsabilidad civil
si ha mediado culpa o negligencia).
La verdad es que la jurisprudencia todavía no ha acertado a realizar una teorización
general sobre ese punto, limitándose a resolver cada caso concreto con justificaciones
sumarias (como la confianza legítima o el error) que le sirven apenas para salir del paso.
En algunas ocasiones la exculpación se basa en la buena fe o confianza legítima.
El principio de la confianza legítima ha de ser aplicado «cuando se basa en signos
externos producidos por la Administración lo suficientemente concluyentes como
para que induzcan razonablemente a confiar en la legalidad». (STS de 2 de noviem-
bre de 2002; 3.a, 2.a, Ar. 1025, de 2003): «La existencia de autorización administrativa
para utilizar en el mercado los contratos de autos disipa cualquier duda sobre la ausen-
cia de culpa». ., .
La STS de 14 de mayo de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 4168) anula una sanción impuesta por
realizar una construcción en zona de servidumbre de energía eléctrica. Ahora bien,
como el particular había obtenido la licencia municipal de obras, el tribunal considera
que los hechos no son susceptibles de sanción «ante la ausencia total de culpabili-
dad que elimina toda responsabilidad a quien ha actuado con buena fe y cumpliendo
las reglamentaciones urbanísticas para construir».
396 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

También se acude en ocasiones a la invocación del error (SSTS de 5 de mayo de


1998, Ar. 5099, y 14 de mayo de 1998, Ar. 4168); pero lo más frecuente es que no se
aduzca razón jurídica alguna y la exculpación se remite a la lógica deducida de la
mera existencia de la autorización.
Resumiendo: en el Derecho Administrativo Sancionador, a diferencia de lo que
sucede en el Derecho Penal, no suele haber tipos de riesgo concreto (aunque tampo-
co faltan, como acaba de verse en el art. 91.2f) de la Ley de Costas de 1988, antes
trascrito) porque la norma delimita de antemano el riesgo prohibido del permitido. El
riesgo permitido está predeterminado en una norma y no depende de la acción reali-
zada concreta, sino de las circunstancias previas que rodean la puesta en marcha de
tal actividad. Por decisión de la norma, es riesgo permitido el que se produce con
observancia de reglamentos y autorización previa. El riesgo no es, por tanto, un ele-
mento de la acción, sino de la política normativa. Y por ello mismo sería correcto
decir que el riesgo real no desempeña un papel en la calificación de la infracción; pero
habría que añadir que el tipo de la infracción es una consecuencia directa de la valo-
ración que del riesgo ha hecho la norma. Por ello, si no hay infracciones de riesgo pro-
piamente dichas (salvo que la norma las haya calificado así), el tipo de la infracción
es una consecuencia del riesgo previsto y asumido o no asumido.
Insistiendo en la «simple inobservancia» del artículo 130.1 LPAC, todos los auto-
res —y muy particularmente D E PALMA que ha realizado un análisis muy minucioso
de este punto (1998, pp. 134-140)— han puesto de relieve el paralelismo que tiene
este precepto con el artículo 77.1 de la Ley General Tributaria en su redacción de
1985, ya que los dos textos coinciden con la única diferencia de que en este último se
habla de «simple negligencia». Por lo que a las infracciones tributarias se refiere no
hay, pues, duda alguna: la culpabilidad es inexcusable aunque sea en su grado mínimo
de simple negligencia. Así se deduce de las discusiones parlamentarias y así lo decla-
ró andando los años el Tribunal Constitución en su Sentencia 76/1990, de 24 de abril:

En la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de las manifestaciones


del ius puniendi del Estado, tal resultado (un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa)
sería inadmisible en nuestro Ordenamiento y supondría una clara lesión del principio constitu-
cionalizado de culpabilidad y del derecho a la presunción de inocencia... No existe, por tanto, un
régimen de responsabilidad objetiva (y) sigue rigiendo el principio de culpabilidad (por dolo,
culpa o negligencia grave y culpa o negligencia lege o simple negligencia) principio que exclu-
ye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente.

Remachando luego en un Fundamento Jurídico posterior (el artículo 8.°) que «el
artículo 4.2 de la Constitución rechaza» la responsabilidad objetiva y presunta.
Todo esto está muy bien; pero no podemos olvidar que se está refiriendo a la
«simple negligencia» establecida en una ley sectorial, cuyo alcance (después de la
sentencia citada) ciertamente ya no ofrece dudas; mientras que ahora se trata de inter-
pretar «la simple inobservancia» establecida en una ley general, que se apartó delibe-
radamente del texto y precepto anterior con una intención que importa indagar.
D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 3 7 - 1 3 8 ) da una respuesta contundente: «Parece evidente
que la utilización por el legislador del término inobservancia no es debida a una simple
cuestión de estilo y son diversas las explicaciones que pueden darse a la elección de
esta expresión». Para ella si «la simple negligencia supone culpa leve, la simple inob-
servancia equivale a la culpa levísima, sin peijuicio de que ese listón general pueda
ser luego elevado en las leyes especiales hasta colocarlo en la culpa leve (como hace
la Tributaria) e incluso en el dolo (como ya se ha visto antes en algunos ejemplos)».
Yo me permito, no obstante, disentir en este punto de la opinión de tan brillante
estudiosa de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, que no fun-
CULPABILIDAD 397

dementa en absoluto. Para mí — y más allá de la aparente similitud de léxico— los


textos comparados son radicalmente distintos ya que la Ley General Tributaria se
refiere al elemento subjetivo de la infracción, regulando una cuestión de culpabilidad
(al incluir en ella la modalidad de la negligencia) mientras que la LPAC regula el ele-
mento objetivo y, sin referirse para nada a la culpabilidad, lo que hace es admitir la
existencia de infracciones formales, como la propia D E PALMA también lo indica y ha
afirmado igualmente con sobria contundencia GARCÍA M A N Z A N O . Por lo demás, hay
que tener en cuenta que la nueva Ley General Tributaria 58/2003, de 17 de diciembre,
hadado en su artículo 183.1 un «concepto» distinto de la infracción tributaria: «son
infracciones las acciones u omisiones dolosas o culposas en cualquier grado de negli-
gencia que estén tipificadas y sancionadas como tales en esta u otra ley».
En una línea similar a la de D E PALMA, el artículo 3 de la LPSPV se pronuncia
rotundamente en favor de la culpabilidad: «no hay sanción sin dolo o imprudencia,
incluida en esta última la simple inobservancia». Para la ley vasca —como para cual-
quiera de los seguidores del principio de culpabilidad— la simple inobservancia es un
huésped incómodo al que no se sabe dónde colocar y que se termina alojándole en el
cajón de sastre de la imprudencia, sin determinar ni siquiera aproximadamente su
alcance. Por eso añade cautelarmente la Exposición de Motivos que «simple inobser-
vancia es culpa o imprudencia, una forma de culpa o imprudencia cuyo contenido
exacto lo establecerá la jurisprudencia». Un modo fácil, en suma, de trasladar a otro
la patata caliente (si se permite la expresión).
En el Derecho Penal los delitos son, salvo excepciones, ilícitos de resultado: la
lesión y, en su caso, la puesta en peligro de un bien jurídico. Las infracciones admi-
nistrativa pueden serlo también, pero no necesariamente ya que caben los ilícitos for-
males, es decir, los de simple inobservancia. En este abanico de posibilidades será la
norma tipificante la que precise si es exigible un resultado o no. Pero ya sabemos que
si no dice nada, basta el mero incumplimiento de la norma para la realización de la
infracción. El conductor que se salta un semáforo en rojo con visibilidad perfecta y
sin circulación alguna no lesiona bien jurídico alguno ni produce el más mínimo peli-
gro concreto; y sin embargo comete una infracción «a título de simple inobservan-
cia». La explicación de este rigor se encuentra en que la política administrativa repre-
siva se orienta por el peligro abstracto, no por el concreto para, entre otras razones,
evitarse así las dificultades de la prueba de la lesión o puesta en peligro.

4. E L GIRO A D M I N I S T R A T I V O D E L A C U L P A B I L I D A D

Volvamos de nuevo a los avatares históricos de la culpabilidad en el Derecho


Administrativo Sancionador. Tal como se ha relatado antes, en un comienzo las
infracciones administrativas se cometían con independencia de las condiciones subje-
tivas del autor (incluida la culpabilidad): se trataba, pues, de lo que en la terminolo-
gía moderna se denominan infracciones formales que generan una responsabilidad
objetiva y así se aceptaba sin escándalo alguno por los jueces y los autores. A partir
de los año ochenta del pasado siglo cambió el signo de su régimen y se introdujo el
elemento subjetivo de la culpabilidad como consecuencia de dos influjos convergen-
tes: una hipotética declaración constitucional en tal sentido y una recepción de los
principios del Derecho Penal y entre ellos cabalmente este de la culpabilidad. A fines
de siglo se estaba, pues, en las antípodas de lo que se entendía treinta años antes.
Ahora bien, desde el primer momento de la recepción se había advertido caute-
larmente que ésta había de practicarse con «matizaciones», puesto que la culpabilidad
no operaba de la misma forma en los dos ámbitos. Matizaciones impuestas más por
398 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la legislación que por la jurisprudencia y la doctrina, que se han limitado a seguir a


aquélla, a veces incluso a regañadientes.
El primer paso de este giro (de recuperación de los orígenes o, si se quiere, invo-
lutivo) fue el de convertir en regla del Derecho Administrativo Sancionador lo que en
el Derecho Administrativo es excepción, a saber, la responsabilidad por culpa o
imprudencia. Proceso que terminó coronado en la declaración —inequívoca, tajante,
contundente— del artículo 130.1 LPAC, conforme al cual cabe la responsabilidad «a
título de simple inobservancia».
Lo cual no significa, sin embargo, que hayamos vuelto al punto de partida ya que
la evolución no ha sido circular sino en espiral (estamos en la misma vertical pero a
diferente altura). Imágenes geométricas aparte, al final de este giro administrativo la
situación es la siguiente: en el Derecho Administrativo Sancionador opera el princi-
pio de culpabilidad en todas sus variantes, pero también hay supuestos de infraccio-
nes formales (o por simple inobservancia) de responsabilidad objetiva. Cuando la ley
es explícita al respecto, no hay dificultades, pues a su regulación habrá que atenerse.
El problema aparece cuando las leyes sectoriales nada dicen. Para mí —de acuerdo
con lo que se ha explicado en las páginas precedentes— valen los siguientes criterios
que me atrevo a sugerir:
1.° El dolo y la culpa grave sólo son exigibles cuando así se establece en la
norma.
2.° La culpa, negligencia e imprudencia son la regla.
3.° La simple inobservancia opera en los casos en los que la norma previene
conductas de prevención de peligro abstracto e inequívocamente cuando ha impuesta
una autorización administrativa previa para el ejercicio de la actividad peligrosa.
La integración de la simple inobservancia en la teoría de la culpabilidad (como
«culpabilidad cero») podría disipar quizás los escrúpulos de quienes consideran que
—por motivos constitucionales o de las circunstancias genéricas del ius puniendi del
Estado— es imprescindible atenerse siempre al elemento subjetivo de la infracción en
cualquier grado que sea.
Contra lo que pudiera creerse no hay un límite definido entre la culpabilidad y la
no culpabilidad, como no lo hay entre la culpa leve y la levísima o entre la diligencia
y la negligencia leve. Entre la claridad y la oscuridad hay una gama de entreluces y
entre sombras que nos impiden realizar afirmaciones tajantes de carácter objetivo.
Enhorabuena para aquellos que consideran que se respeta el dogma constitucional de
la culpabilidad invocando la culpa levísima y más todavía si son capaces de distin-
guirla en un caso concreto de la culpa leve o de la diligencia común.
A mi juicio, la responsabilidad por mera inobservancia no excluye por completo la
presencia de una cierta culpabilidad, puesto que tal inobservancia o incumplimiento es
consecuencia de una acción humana (ordinariamente por omisión) que puede ser culpable
o no culpable. La inobservancia puede ser dolosa, culposa, por negligencia o por impru-
dencia o consecuencia de una acción no culpable en absoluto. Vistas así las cosas la inob-
servancia se refiere a la antijuridicidad: es un tipo tan antiguo y bien conocido como la
vieja «infracción de ordenanzas» de régimen local. Una figura, por tanto, que para ser san-
cionable precisa que se añade el elemento de la culpabilidad (en el sentido que acaba de
indicarse) puesto que la infracción es por naturaleza una acción antijurídica y culpable.
Lo que sucede, sin embargo, es que tal como aparece en el artículo 130 de la
LPAC esta figura incluye ya el elemento de la culpabilidad expresado en la palabra
«mera». Mero significa que con el incumplimiento basta. De no ser así, carecería de
sentido este adjetivo.
CULPABILIDAD 399

Ahora bien, en rigor de lo que se trata es de una especie de «presunción de cul-


pabilidad» que permite la prueba de su exclusión, cuya carga corresponde natural-
mente al infractor. Y en este se distingue cabalmente de las formas propias de culpa-
bilidad. Esta circunstancia es cabalmente la que ha generalizado el rechazo de la doc-
trina penal a los delitos de peligro abstracto porque, como ha explicado PÉREZ ÁLVA-
REZ en 1 9 9 1 (apud M É N D E Z R O D R Í G U E Z , 1 5 4 ) , estos delitos «contienen una presunción
ipso iure relativa a la producción del peligro, presunción que no admite prueba en
contrario. Esta realidad es claramente contraria a los principios actuales constitucio-
nales que informan el Derecho Penal español».
Forzoso es reconocer, con todo, que carecemos casi por completo de una teoría de
las infracciones formales —desatendidas al tiempo por la jurisprudencia y la doctrina,
quizás porque ambas están obsesionadas por la exigencia constitucional de culpabilidad
que ellas mismas se han inventado— y que las consideraciones que aquí se están hacien-
do casi son balbuceos a los que falta mucho tiempo de maduración. Y para agravar las
dificultades, poca o ninguna pista dan las leyes para el despliegue teórico.
Asi las cosas, quiera hacer mías las clarividentes advertencias de la Exposición de
motivos de la LPSPV: «más allá del dolo y la culpa o imprudencia se abre un amplio
territorio inexplorado o escasamente explorado donde la responsabilidad objetiva
campa por sus respetos. Las matizaciones necesarias a los conceptos de dolo e impru-
dencia deben venir de la exploración exhaustiva de dicho territorio, de su conquista
podríamos decir, y eso es tarea de la interpretación doctrinal y jurisprudencial, que
puede nutrirse, tal vez, de instituciones civiles o administrativas relativas al fenómeno
jurídico de la responsabilidad, pero sin desvirtuar, en ningún caso, la esencia del princi-
pio de culpabilidad. Hasta que no pasen años de elaboración jurídica cualquier intento
innovador de la ley en tal cuestión es fuente de inseguridad, cuando no una puerta abier-
ta a la responsabilidad objetiva y, por ende, a la destrucción de dicho principio».
Hay, en fin, otra peculiariedad del giro administrativo de la culpabilidad, que apa-
rece no raramente en la casuística. Me refiere a la posible de la «doble imputación» o
de la «imputación sucesiva». Esto significa que aunque no concurra la causa princi-
pal de imputación, debe verificarse si concurre alguna otra. Veamos un ejemplo de los
que se dan con frecuencia en la práctica.
Producido un accidente con daños en una fábrica pirotécnica se comprueba que
las instalaciones cumplían escrupulosamente los requisitos reglamentarios. No cabe,
pues, imputación por simple inobservancia. El accidente se produjo, no obstante, por
un cortocircuito provocado porque el vigilante nocturno había utilizado por su cuenta
un aparato calefactor que motivó la sobrecarga. De esta manera, descartada la prime-
ra imputación, aparece otra: la imprudencia de un empleado. Y, apurando las cosas, la
responsabilidad de la empresa por negligencia al no haber tomado medidas de cale-
facción en las noches de invierno. Dos tests sucesivos, en definitiva, de culpabilidad
o, hablando más propiamente, de imputación.
En ocasiones, sin embargo —e incluso con mayor frecuencia— este mismo pro-
ceso de imputación sucesiva se desarrolla en orden inverso, es decir, se empieza inda-
gando la concurrencia de dolo o culpa y se termina en la mera inobservancia. La STS
de 14 de febrero de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 1884) nos ofrece un buen ejemplo de ello.
Se trataba en el caso de la colocación sin licencia de trampas para conejos en las
que desafortunadamente cayó y murió un ave de especie protegida (águila imperial).
La sentencia examinó primero la posibilidad de una acción dolosa, que rechazó al no
apreciar ni siquiera dolo eventual y tampoco encontró culpa por tratarse de un simple
caso fortuito. Pero, aun así, hubo sanción porque, siguiendo en el descenso de las
imputaciones sucesivas, se constató el incumplimiento del requisito legal de obtener
una licencia para la colocación de cepos voluntarios.
400 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Obsérvese ahora el curioso razonamiento de la STSJ de Navarra de 20 de febrero


de 2003 (Ar. 23 de 2004). Producido un accidente laboral el tribunal absolvió a la
empresa dado que la Administración no había probado que hubiera negligencia ni
tampoco que se hubiera inobservado alguna norma. En estas condiciones el resultado
dañoso resulta irrelevante (a los efectos resarcitorios) porque «como la infracción no
viene ni calificada ni cualificada por el resultado (había) que demostrar (o negligen-
cia) o que se había faltado a la normativa de prevención del riesgo en el trabajo [...]
Y no se nos diga que si hubo accidente fue porque había riesgo por cuanto hasta la
actividad más inocua puede conllevar un riesgo (un escribiente puede caerse de su
silla y desnucarse, por ejemplo)».
En el trasfondo del giro administrativo late siempre la evolución de la sociedad
moderna, que también está «girando» de modo sustancial y a lo que el Derecho ha de
adaptarse inexorablemente. Buena parte de ese giro es, como ya sabemos, la generaliza-
ción e intensidad de los riesgos. Ahora bien, tal como certeramente ha advertido SILVA
SÁNCHEZ, no sólo se caracteriza por ser una sociedad de riesgo sino por tratarse, además,
de una sociedad de enorme complejidad en la que la interacción individual ha alcanzado
niveles hasta ahora desconocidos y que el Derecho Penal no está todavía en condiciones
de comprender, ni mucho menos de regular, por la conocida circunstancia de haber naci-
do y haber estado al servicio de una sociedad individualista muy simple. El Derecho
Penal persigue en la diligencia de muías de Sala —o todo lo más, en los ferrocarriles de
vapor de Pacheco— a delincuentes que escapan en aviones supersónicos. Es patética la
incapacidad de adaptación a las circunstancias de un Derecho basado en un modelo de
sociedad individualista, cuyos miembros no interactuaban con la intensidad de ahora.
Este cambio social afecta todavía más al Derecho Administrativo Sancionador por la
frecuencia con que éste tiene que habérselas con organizaciones complejas que operan a
través de múltiples interacciones tanto horizontales como verticales. Si la criminalística
ha descubierto el «crimen organizado» como fenómeno real aunque anómalo, los admi-
nistrativistas conocen desde hace mucho tiempo la «infracción empresarial» como fenó-
meno cotidiano. De hecho, es muy difícil encontrar una empresa de alguna importancia
que no tenga pendientes media docena —o medio centenar— de expedientes sanciona-
dores y en ninguno de ello es factible identificar con seguridad a su autor.
Las infracciones de mera inobservancia operan, en suma, como la piedra de toque
para comprobar la realidad del giro administrativo de la culpabilidad y, en términos
aún más amplios, proporcionan una prueba más del proceso de sustantivación del
Derecho Administrativo Sancionador. Porque —tal como ya se ha apuntado más arri-
ba— si los penalistas quieren expulsar los tipos de peligro abstracto del Código Penal
por entender que, además de ser inconstitucionales, exceden del ámbito del Derecho
Penal habida cuenta de que —en palabras de Cristina MÉNDEZ ( 1 6 2 ) — «no se puede
pretender que los delitos de peligro abstracto cumplan una función reguladora (ni)
regular el desarrollo ordenado de determinadas actividades peligrosas exclusivamente
a través de ellos»; las consecuencias de tal exclusión no han de ser la eliminación de
dichos ilícitos sino su traslado al Derecho Administrativo Sancionador.
Dicho de otra manera: Dando por supuesto que los ilícitos de mera inobservancia
—justificados por el peligro abstracto que generan— no tienen cabida en el Derecho
Penal, cuyos escrúpulos dogmátcos son tan rigurosos como irrenunciables, se ha pen-
sado en el Derecho Administrativo Sancionador para darles acogida ya que se trata de
un ámbito menos estricto, mas flexible y, sobre todo, más apegado a la realidad y a la
eficacia de una política pública represora y preventiva a la que no se puede privar de
uno de sus instrumentos más útles e imprescidibles. En definitiva, el Derecho
Administrativo Sancionador, recuperada ya su sustantividad, está en condiciones de
cerrar las brechas que los escrúpulos dogmáticos abren en el Derecho Penal.
CULPABILIDAD 401

5. CONSIDERACIONES COMPLEMENTARIAS

La novedad de este giro administrativo en materia de culpabilidad ha provocada la


aparición de cuestiones inesperadas y problemas inéditos, como los que van a ser trata-
dos inmediatamente: a) La explicación del salto para admitir las infracciones formales; b)
Las consecuencias desventajosas —y desde luego no previstas— para la Administración;
y c) Una difuminación de los conceptos estrictos de infracción y sanción.

A) Desde el punto de vista lógico el disvalor de la conducta sancionable habría


de ser, pues, la producción de un riesgo («peligros obstracto o general y concreto» en
la teoría penal). Pero en este momento intervienen determinados factores que desfi-
guran gravemente la institución. El riesgo concreto debe ser constatado por quien san-
ciona y, como quien sanciona es la Administración (y no el juez), entran enjuego los
conocidos prejuicios contra la discrecionalidad administrativa y, en pretendido bene-
ficio de la seguridad jurídica, se tiende a privar a aquélla de la facultad de valorar y
se objetiviza un daño o disvalor de la conducta. La desconfianza ante la discreciona-
lidad administrativa (que se teme derive en arbitrariedad) incita a su sustitución por el
mecanismo automático de la mera inobservancia de la norma: un escenario en el que
el margen de la apreciación administrativa se reduce al mínimo, puesto que ha de limi-
tarse a realizar una simple constatación fáctica de incumplimiento de lo ordenado o
prohibido por la norma.
En su consecuencia, la ilicitud puede perder de vista lo fundamental, es decir, la
producción de un daño o un riesgo para convertirse en el incumplimiento de una orden,
en una desobediencia. Con lo cual se ha ganado mucho, ciertamente, en el terreno de la
seguridad jurídica y en el desapoderamiento de facultades administrativas, pero a costa
del ciudadano. Porque, aunque el incumplimiento de la orden para que se produzca la
infracción (por ejemplo, el fabricante no ha empleado el desesterilizador reglamentario
sino otro técnicamente más eficaz; y, por decirlo en términos técnicos del Derecho
Penal, el ilícito del peligro concreto se ha transformado en ilícito de peligro abstracto).
Los dogmas jurídicos y las reticencias antiadministrativas operan, pues, en peijuicio del
inculpado. Lo que en un Derecho punitivo no deja de ser sorprendente.
Debe hacerse notar aquí, por lo demás, que esta disfiinción no tiene lugar en el
Derecho Penal: aquí, como quien sanciona es el juez, el legislador confia en él y de ordi-
nario le autoriza para que sea él quien valore si se ha producido, o no, una situación real
de peligro (el tipo llamado de peligro concreto) y sólo excepcionalmente introduce tipos
de peligro abstracto (es decir, supuestos en los que el legislador directamente y sin con-
sideración al caso concreto declara que hay riesgo independientemente de que suceda
así en la realidad). Con lo cual se han invertido las posiciones: en el Derecho Penal, que
es originariamente un Derecho de resultados, cabe sin esfuerzo la figura del delito de
peligro; mientras que en el Derecho Administrativo Sancionador, que es originariamen-
te un Derecho de riesgos, se escamotea el peligro real o concreto y se entroniza la
infracción de peligro abstracto que, en rigor, no es un tipo de peligro, sino de incumpli-
miento o desobediencia o, en la última terminología legal, de inobservancia.
Esto no significa, desde luego, que los tipos de peligro concreto no existan tam-
bién en el Derecho Administrativo Sancionador, pero son frecuentemente desplazados
por los de peligro abstracto y por los de desobediencia. Insistiendo en la cita del Texto
Artículo de Trafico, cuando en su artículo 1.1. se previene que «los conductores debe-
rán estar en todo momento en condiciones de controlar sus vehículos», está refinen-
dose a un peligro concreto, puesto que para apreciar la infracción no basta una cons-
tatación automática de desobediencia o incumplimiento, sino que se precisa una valo-
ración concreta de lo sucedido realizada por el operador jurídico que intervenga.
402 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

B) El inconveniente que tiene el hacer depender la infracción del mero incum-


plimiento de una norma (de mandato o prohibición) y de conectar ésta a la protección
de un bien jurídico declarado como tal por el legislador, salta a la vista: el legislador
tiende inevitablemente a seleccionar bienes jurídicos demasiado numerosos y, sobre
todo, demasiado genéricos, con la conclusión de que se agobia al ciudadano con órde-
nes y, en consecuencia, con la amenaza de sanciones. Bienes jurídicos como Orden
Público, Salud Pública o Medio ambiente legitiman cuantas órdenes sea capaz de ima-
ginar un legislador entrometido. La red de infracciones se hace tan tupida que nadie
consigue escapar de sus mallas. Cuando se prescinde de la lesión y se tipifica la
infracción como una desobediencia que la norma califica, sin más, de peligrosa (peli-
gro abstracto), el Ordenamiento jurídico, con el pretexto de prevenir, lo que hace es
considerar como infractor al ciudadano más cuidadoso.
Aunque también es verdad, por otra parte, que en estas condiciones puede ser el
Estado la primera víctima de su voracidad interventora. Es la vieja historia del algua-
cil alguacilado. Porque ha de pensarse que, si la norma exige a los ciudadanos incon-
tables requisitos, ello significa también la imposición a la Administración del deber
de exigir su cumplimiento. Cuando se comete una infracción sin lesiones a tercero, no
hay problema: la Administración sanciona o no sanciona. Pero cuando hay lesiones,
mediando una infracción, la situación es completamente distinta a efectos de la res-
ponsabilidad administrativa.
El tercero lesionado tiene derecho a ser indemnizado y es claro que el primer
responsable es el autor directo del daño. Pero de ordinario no hay un solo infrac-
tor, sino dos: el autor que ha incumplido las condiciones impuestas al ejercicio de
su acción y la Administración que ha incumplido su obligación de asegurar el cum-
plimiento de los particulares. El Estado garantiza a los ciudadanos que se van a
respetar las reglas que él establece. Y si esto no es así, si tolera infracciones, es
coautor por omisión, por falta de diligencia, de los daños producidos por los
demás, ya que tales daños no se hubieran producido si la Administración no hubiera
sido sido negligente. De esta forma, los cuantiosos daños producidos por el incen-
dio de una discoteca van a ser realmente satisfechos por la Administración, en cuan-
to responsable subsidiaria pero efectiva, dado que un técnico de ella descuidó la
revisión y control de las instalaciones de seguridad reglamentariamente estableci-
das. Nótese, con todo, las asimetrías e irregularidades de estas consecuencias. El
infractor por incumplimiento de las medidas de seguridad y, a la postre, causante
del daño debe pagar por el doble concepto de multa e indemnización, si bien puede
escaparse con relativa facilidad si acredita su insolvencia. Por su parte, la
Administración que ha infringido su deber de controlar el incumplimiento de las
medidas de seguridad debe pagar también por un doble concepto aunque con dis-
tinta calidad ya que es responsable subsidiaria del daño y, además, salvo excepcio-
nes rarísimas, no se le impone sanción por la infracción de omisión o negligencia.
Una vez que se ha empezado a rodar por esta pendiente, es difícil detener la caída.
Porque si los ciudadanos ya no pueden materialmente cumplir todas las obligaciones
que les impone el Estado para realizar cualquier actividad (y por ello son infractores
habituales), tampoco puede ya el Estado vigilar eficazmente su cumplimiento, salvo
que una mitad de los españoles, hechos funcionarios, se dedique a vigilar a la otra. El
Estado ha medida mal sus fuerzas y no está en condiciones de cumplir la obligación de
garante que ha asumido. Lo cual hasta hace podo no tenía importancia, pero como los
tribunales insistan en su tendencia a exigir responsabilidad al Estado en las condicio-
nes dichas, habrá que o bien reducir las exigencias a la capacidad inspectora del
Estado, o bien amentar ésta multiplicando el número de funcionarios. Pero de momen-
to no hay indicios de que se haya iniciado en España ninguna de estas políticas. Aunque
CULPABILIDAD 403

ya se constata que algunas Administraciones Públicas han empezado a contratar (con


empresas privadas, claro es) gigantescas pólizas de seguros de responsabilidad civil.

C) La infracción formal de mera inobservancia permite sancionar (en sentido


estricto) acciones de incumplimiento de mandatos y prohibiciones de carácter norma-
tivo pero también de los impuestos en un negocio jurídico, como una licencia. Con lo
cual se reabre la viejísima cuestión de si la anulación de una licencia por incumpli-
miento de los requisitos y obligaciones consignados en ella es, o no, una sanción pro-
pia. La jurisprudencia viene declarando pacíficamente que no se trata de una infrac-
ción administrativa ni de su correspondiente sanción y que, por tanto, tal declaración
no necesita ajustarse a los trámites procedimentales propios de éstas. Lo cual era claro
cuando se operaba bajo el principio de la culpabilidad; pero una vez que se admiten las
infracciones de simple inobservancia nos encontramos ante una situación ambigua.
Si la norma no tiene prevista para las infracciones la sanción de resolución (o
supresión) de la licencia, no podrá imponerse ésta y habrá que acudir a otros castigos,
respetando aquélla. Pero, por otro lado, esta sanción tipica será compatible con la
resolución —no sancionatoria— de la licencia si el incumplimiento es causa sufi-
ciente para ello.

Y EN ESPECIAL, EL ERROR

1. ADMISIBILIDAD Y RELEVANCIA

La valoración de la influencia del error en el enjuiciamiento de las infracciones admi-


nistrativas depende de la posición que se haya adoptado respecto de la cuestión previa de
la culpabilidad exigible. Para quienes entienden que la culpabilidad es en todo caso
requisito indispensable de cualquier infracción administrativa, la presencia del error ejer-
cerá siempre una gran influencia bien sea como causa de exculpación o, sin llegar a ello,
como circunstancia graduadora de la sanción. En cambio, para quienes entienden que es
posible la comisión de infracciones sin culpabilidad —en la figura de la llamada respon-
sabilidad objetiva o, más precisamente todavía, de las infracciones formales o de mera
inobservancia— es claro que el error puede no suponer una causa de justificación aun-
que, al menos, opere como circunstancia atenuante graduadora de la sanción.
De hecho, algunas normas positivas regulan el error y otras no. Circunstancia que
permitía interpretar que cuando la ley nada decía sobre el particular estaba indicando
a sensu contrario que el error no valía como causa de justificación y, apurando el
argumento, que así sucedía por no ser exigible la culpabilidad y, en definitiva, por tra-
tarse de responsabilidad objetiva.. El Tribunal Constitucional, no obstante, en su deci-
siva Sentencia 76/1990, de 26 de abril, referida a la reforma de la Ley General
Tributaria que silenciaba este extremo salió al encuentro de esta posición afirmando
tajantemente que

si no hay responsabilidad objetiva, no es necesario que se haga constar expresamente el error


de Derecho como causa de exoneración de dicha responsabilidad [...] Precisamente porque la
ley vincula esta responsabilidad a una previa conducta culpable, es evidente que el error de
Derecho —singularmente el error invencible— podrá producir los efectos de exención o ate-
nuación que le son propios en un sistema de responsabilidad subjetiva [...] La falta de mención
expresa del error de Derecho como causa de exoneración de responsabilidad (por infracción
tributaria) no es prueba de la configuración de un régimen de responsabilidad objetiva ni de
¡a inexistencia de esa causa de exención.
404 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Criterio recogido en la STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 501):


Puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sanciona-
dor de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o
culpa, en línea con la interpretación de la STS 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el prin-
cipio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición de exceso o
de las exigencias inherentes al Estado de Derecho. Por consiguiente, tampoco en el ilícito
administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por
un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.

2. EN EL CASO DE RESPONSABILIDAD OBJETIVA

Las cosas no son, sin embargo, tan sencillas porque el error resulta relevante
en dos situaciones que la práctica conoce bien: cuando el juez no da valor algu-
no al error está admitiendo implícita pero inequívocamente que se trata de una
responsabilidad objetiva; y cuando admite expresamente la responsabilidad obje-
tiva, tiene que rechazar los efectos exculpatorios del error en los casos corres-
pondientes.
Cuando no se admite en absoluto el error se llega a situaciones equiparables a la
responsabilidad objetiva en cuanto que prácticamente desaparece el elemento subjetivo
de la culpabilidad. Éste es el caso, por ejemplo, de la STS de 5 de junio de 1998
(3.a, 7.a, Ar. 5522) en la que se declara que «los recurrentes, al ser administradores de
una entidad bancaria, deben conocer especialmente las normas aplicables al funcio-
namiento de los bancos para garantizar la seguridad de sus actuaciones, así como las
referidas a la responsabilidad de los administradores»; en conclusión «no han obser-
vado en su actuar, positivo o por omisión, toda la diligencia que a su cargo es exigi-
ble a las personas capaces y preparadas técnicamente. Existe, pues, una clara acusa-
ción de responsabilidad por negligencia».
El segundo tipo de situaciones aparece en la Sentencia de 2 de junio de 1982 (Ar.
4183; Botella) en la que se declara rotundamente que «la infracción administrativa es
un ente jurídico fundamentalmente objetivo, aunque con el obvio componente subje-
tivo de la voluntad de la acción» y, en consecuencia, «la referida objetividad funda-
mentada en el carácter objetivo, [es] incompatible con excusas hermenéuticas y excul-
paciones por «error iuris» de los mandatos de la Administración».
Ahora bien, aun cuando el error no produzca la exculpación, ello no quiere decir
que sea absolutamente irrelevante, dado que su presencia incide, ya que no sobre la
antijuricidad, sobre la graduación de la sanción, que ha de ser minorada. Así lo esta-
blece la STS de 15 de julio de 1985 (Ar. 4220; Sánchez-Andrade) reproduciendo la
doctrina sentada en otras anteriores: «sin que quepa exonerar la responsabilidad del
interesado en base a su creencia de la legalidad de la venta de boletos por él efectua-
da, recordando al efecto las sentencias de esta Sala de 15 de junio de 1982 y 4 de
mayo de 1983, conforme a los cuales la voluntariedad del resultado de la acción no es
el elemento constitutivo esencial de la infracción administrativa, sino elemento modal
o de graduación de la sanción administrativa».

3. EN EL CASO DE DOLO EXIGIBLE

En los supuestos ordinarios —es decir, en los de responsabilidad subjetiva


mediante la exigencia de culpabilidad personal— debe distinguirse según las modali-
CULPABILIDAD 405

dades de ésta, ya que la relevancia del error es muy diferente según que se trate de
casos dolosos o culposos.
Sostiene R E B O L L O (1989, 653-654) que el error, en todas sus variedades, excluye
el dolo y que, por ende, en las infracciones administrativas que precisan de dolo
—harto escasas, por cierto— la presencia de error exonera de culpabilidad. Esta posi-
ción debe suscribirse, como proviniente del autor que de forma más original y por-
menorizada (al menos antes de la monografía de Ángeles D E PALMA) ha estudiado el
error en el Derecho Administrativo Sancionador.
Con lo cual el problema queda centrado en los supuestos culposos, que a conti-
nuación van a examinarse con mayor detenimiento.

4. EL ERROR EN LAS INFRACCIONES CULPOSAS

Si se acepta el dogma de que al Derecho Administrativo Sancionador son aplica-


bles los principios del Derecho Penal, habrá que aceptar también lógicamente la apli-
cación, en principio, de lo dispuesto en el Código Penal a propósito del error y de sus
variedades —error de tipo y error de prohibición— y de sus correspondientes sub-
variedades —vencible e invencible—. Un punto de partida que parece inevitable dado
que el Ordenamiento Jurídico sancionador no nos ofrece otro apoyo originario.
E1 error de tipo —antes llamado comúnmente error de hecho— supone que el
autor tiene un conocimiento equivocado de alguno de los elementos, tanto descripti-
vos como normativos, que aparecen en el tipo. El error de prohibición supone que el
autor desconoce que su acción es ilícita, o sea, que ignora que está prohibida.
Comprende dos subvariedades: a) la ignorancia de la existencia o vigencia de la
norma prohibitiva; b) cuando conociendo la norma no se considera aplicable al caso.
Estas distinciones son tradicionales en el Derecho Penal, mas forzoso es reconocer la
confusión de fronteras entre el error de prohibición y el error de un elemento norma-
tivo del tipo.
La situación se complica aún más, de ordinario, cuando el tipo no aparece en una
sola norma sino que es el resultado de la integración de varias realizada a través de
una o varias remisiones. Con lo cual surge el problema de las consecuencias de su
ignorancia incluso para aquél a quien se supone debe conocer la ley remitente. Tal
como se ha indicado más atrás, es físicamente imposible conocer todos los reglamen-
tos que integran una figura sancionadora ya que con frecuencia ni siquiera los propios
organismos públicos (o sea, los funcionarios superespecializados) están en condicio-
nes de facilitar una información correcta al respecto. Pero admitir el efecto exculpa-
torio del error de derecho supondría paralizar el aparato represivo de la Admi-
nistración.
Para salir de esta encrucijada existen, en mi opinión, dos soluciones: por un lado,
hacer operar la presunción iuris et de iure de conocimiento de todas las normas que
afectan a los profesionales; y, por otro lado, examinar la sustantividad de la norma
remitente.
La norma remitente tiene operatividad propia si puede ser aplicada sin necesidad
de conocer los detalles de la norma remitida cuando aquélla es lo suficientemente
explícita en la descripción de los elementos esenciales del tipo o en la valoración de
las conductas. En tales casos el error y la ignorancia de los detalles de la norma remi-
tida no producen efectos exculpatorios desde el momento en el que el actuante cono-
ce suficientemente la «situación antijurídica» (de acuerdo con la doctrina penal fina-
lista) aunque no conozca todos circunstancias de la antijuridicidad. Basta, en otras
palabras, con que el actuante conozca la situación antijurídica o la antijuridicidad
406 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

genérica del hecho, independientemente de su error o ignorancia de los reglamentos


remitidos.
Un buen ejemplo de lo que se está diciendo lo proporcionan las SSTC 219/1989
y 93/1992: en la primera, se trataba de una infracción prevista en las Normas
Deontológicas del Colegio (no publicadas) de carácter profesional y, en la segunda,
de una infracción tipificada también por el Colegio pero referente a conductas que
nada tenían que ver con la deontología profesional, sino con su régimen económico.
El Tribunal absuelve en el primer caso y condena en el segundo, cuidándose de expli-
carlo la Sentencia 93/1992 en los siguientes términos:
No es preciso enfatizar que en el actual asunto existen marcadas diferencias con el que
resolvimos mediante la STC 219/1989 que denegó el amparo solicitado por un arquitecto que
había sido sancionado por su Colegio por diversas falsedades en la proyección y dirección de
ciento sesenta obras, que además habían sido construidas en suelos rústicos o no uibanizables.
En aquel caso este Tribunal (...) alcanzó la conclusión de que no había duda de que la conducta
sancionada se encontraba descrita como ilícita en términos sobradamente previsibles para un pro-
fesional de la técnica y el arte arquitectónico, lo mismo que su sanción. Por el contrario, la con-
ducta por la que se ha sancionado a la farmacéutica actora en el presente litigio no consiste en
una infracción de su deontología profesional, del conjunto de deberes inherentes a su arte profe-
sional: no se trata del incumplimiento de un tumo de guardia, es decir, de haber mantenido cerra-
da su oficina de farmacia en un momento en que hubiera debido mantenerla abierta para asegu-
rar la prestación del servicio farmacéutico, sino de un turno de vacaciones impuestas obligato-
riamente para garantizar un equilibrio entre los beneficios económicos de los distintos titulares
de las farmacias. Al tratarse de una normativa diferente y sobreañadida a los deberes deontoló-
gicos del profesional farmacéutico, la situación es completamente distinta a la enjuiciada en la
STC 219/1989. Por lo que la adecuada publicación de las disposiciones adoptadas por el Colegio,
en términos que garantizasen su conocimiento, su autenticidad y su constancia, y que además
permitiese la impugnación en un proceso declarativo acerca de su validez como señala con insis-
tencia el Colegio demandado, deviene un requisito imprescindible para hacer posible que su
incumplimiento resulte sometido a sanciones conformes con el artículo 25.1 CE.

Ni que decir tiene que las dificultades que ofrece este caso se mitigarían sensi-
blemente si en España se utilizase la fórmula de la «remisión inversa» (que ya cono-
cemos) propia del Derecho alemán. Según esto, las normas complementarias de una
Ley tipificadora deben ir provistas de una cláusula de retorsión que recuerde de forma
expresa el papel que están desempeñando en la regulación de las infracciones.

5. LA DILIGENCIA DEBIDA

Al trasponer las reglas del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sanciona-


dor nos encontramos con lo que R E B O L L O (1989, 655) denomina especial severidad,
que consiste en el bloqueo de los efectos del error cuando media —en palabras de
O. MAYER—«una inobservancia del deber hacia la policía». Una confirmación de esta
tesis puede encontrarse en la STS de 22 de abril de 1985 (Ar. 2220; Reyes), en la que
se rechaza la pretensión de exculpación de responsabilidad por causa de error dado
que «en la esfera del Derecho Administrativo sancionador en esta materia no se
requiere una conducta dolosa sino simplemente irregular en la observancia de las nor-
mas». Así las cosas, no puede evitarse la sensación de que el espíritu del autor alemán
se ha infiltrado por sí solo en la LPAC española de 1992 para introducir la revolucio-
naria expresión de «mera inobservancia» a la que tantas páginas acaban de dedicarse.
CULPABILIDAD 407

La «especial severidad» del Derecho Administrativo Sancionador puede también


explicarse, sin embargo, de una manera más simple y técnicamente más precisa a tra-
vés de la superabilidad del error, tal como aparece en el artículo 14.1 del Código
Penal, es decir, atendiendo a las «circunstancias personales del autor». Porque en el
campo del Derecho Administrativo Sancionador resulta de ordinario trascendental el
hecho de que el infractor sea un profesional o un lego. Cuando la infracción ha sido
cometida en el ejercicio de una profesión o actividad especializada se esfuma la posi-
bilidad de error porque —por así decirlo— la norma ha impuesto la obligación de no
equivocarse y opera, en consecuencia, la presunción de que no se ha equivocado. El
profesional ha adquirido —a través de los estudios que preceden a la obtención de su
titulo oficial— una formación técnica que le preserva (formalmente) contra el error,
y quien ejerce una actividad especializada está obligado a adoptar precauciones espe-
ciales para evitarlo y hasta es frecuente que la norma le exija que con él colaboren
profesionales y expertos (arquitectos en una construcción, químicos e ingenieros en
un proceso de producción). Sin olvidar, por otra parte, que el ejercicio de una profe-
sión (actividad especializada en general) implica la asunción voluntaria de obliga-
ciones singulares así como de responsabilidades especificas frente a la Administra-
ción y terceros.
Nótese, en cualquier caso, que aquí se emplea el concepto amplio de profesión y
de actividad profesional que utiliza la jurisprudencia penal desde la STS de 25 de abril
de 1956, equivalente a «medio de vida ordinario y dedicación laboral». En los térmi-
nos de la Sentencia de la Sala Segunda de 22 de abril de 1992,

la culpa profesional no se puede limitar ni a las profesiones tituladas ni a la impericia, toda vez
que el reproche más elevado es precisamente una mayor protección de los bienes jurídicos
afectados por actividades que requieren un especial cuidado en su ejercicio, en tal sentido no
cabe duda que quien asume de forma habitual de sus ocupaciones el comercio, ejerce una acti-
vidad que no sólo requiere una pericia sino una prudencia especial.

El diferente trato que se da a los profesionales y a los legos, resplandece en la STS


de 12 de marzo de 1975 (Ar. 1799; Cordero). La infracción cometida consistía en el
empleo de aditivos perjudiciales para la salud en la fabricación de quesos. La propie-
taria de la industria alegó que ignoraba que los aditivos fueran venenosos; pero el
Tribunal Supremo rechaza esta causa exculpatoria alegando que, tratándose de «pro-
fesionales especializados y consagrados habitualmente a las operaciones industriales
y comerciales origen de las sanciones», la «profesionalidad de un fabricante le impo-
ne deberes de vigilancia y diligencia que no alcanzan el límite normal del ar-
tículo 1.104 del Código civil».
Doctrina que se exacerba hasta el máximo —tratándose de error de prohibición—
en la tremenda declaración de la STS de 30 de noviembre de 1981 (Ar. 5332; Botella)
de que cada persona, según la actividad que realice, está «sujeta por el Ordenamiento
Jurídico a conocer no sólo las típicas disposiciones que con rango de ley formal auto-
rizan a la Administración a sancionar, sino también aquellas que en forma de regla-
mentos administrativos debidamente publicados las desarrollan».
Conste, por lo demás, que aquí hay que entender profesión en su sentido más lato,
es decir, no sólo como actividad sometida a autorización sino incluso como asunción
voluntaria de una relación de sujeción especial, como es el caso de los titulares de un
permiso de conducir, quienes tienen el deber de adecuar permanentemente sus cono-
cimientos a la situación normativa de cada momento. Así aparece en la STS de 8 de
mayo de 1987 (Ar. 3570; Mendizábal) en la que no se estima la ignorancia alegada
por el infractor como causa de exoneración porque «el principio en virtud del cual la
408 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ignorancia de la leyes no excusa su cumplimiento, queda reforzado en este caso por


las circunstancias del expedientado, cuya condición de conductor profesional le hace
especialmente conocedor de los requisitos y obligaciones de toda índole inherentes a
la compraventa de vehículos. No cabe presumir desconocimiento en quien tiene su
modo de vida precisamente en este sector» (igual que antes vimos con el fabricante
de quesos).
De notar es, con todo, que las informaciones y asesorías a que acaba de aludirse
sólo se pondrán en marcha cuando exista una duda previa que justifique lo que los ale-
manes denominan «impulso de esclarecimiento», ya que, si no hay duda, no surgirá este
impulso y el error será inicialmente ya invencible —y cuya consecuencia es la
«delegación de conocimiento» aludida ya más atrás al hablar del dolo—, aunque no
se haya acudido al consejo. La plausibilidad o justificación de la ausencia de tal
impulso dependerá de la dificultad objetiva del caso, de la responsabilidad social del
hecho (circunstancias del hecho) así como del carácter y formación de la persona
afectada (circunstancias personales) y de la dimensión de su organización.
La falta de impulso de esclarecimiento puede quedar justificada, sin más, por la
tolerancia administrativa de casos similares que no son sancionados. En estos supues-
tos es lícita al infractor la creencia de que su conducta es irreprochable sin necesidad
de aclararla más. Y la buena fe obliga a la Administración a respetar esta presunción,
aunque naturalmente ello no obste a otras consecuencias no sancionadoras en sentido
estricto (eliminación de lo actuado, reposición de las cosas al estado anterior, respon-
sabilidad por daños y perjuicios causados a terceros, etc.).
El rigor con que son tratados los profesionales no supone, ni mucho menos, tole-
rancia respecto a los autores, quienes también y en todo caso están obligados a actuar
con la diligencia debida. A ella se refiere la STSJ de Navarra de 15 de enero de 1998
(Ar. 81) al sancionar al propietario de un bar por la venta de bebidas alcohólicas a
menores rechazando la alegación de que creía que se trataba de mayores habida cuenta
de que «probablemente la denunciaba (actuaba) con perfecto conocimiento de todos
los extremos determinantes de su ilicitud, es decir, intencionada o dolosamente,
en todo caso, con manifiesta negligencia al no intentar cerciorarse de que, efectiva-
mente, los menores eran mayores».
Son innumerables las sentencias que confirman sanciones impuestas a empresa-
rios por falta de diligencia. La STS de 20 de abril de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 4174) confir-
mó la sentencia impuesta a una empresa conservera por tener una partida de acredite
de soja que presentaba como de oliva. Alegada la ignorancia sobre la calidad del pro-
ducto, el tribunal da por sentada la existencia de negligencia deducida del hecho de
no analizar el aceite, ya que «cualquier que fuese el origen y naturaleza de la partida,
la empresa, antes de ponerla en disposición de utilizarla en el proceso de producción,
estaba obligada a analizarla y a comprobar la concordancia con lo que aparecía en la
etiqueta y la calidad del producto a fin de evitar que, continuado el proceso, al parti-
cular se le ofreciera aceite de soja bajo la etiqueta de aceite de oliva refinado».
D E P A L M A ( 1 9 9 6 , p. 1 7 1 ) y antes Z O R N O Z A (p. 1 2 1 ) han relativizado el valor actual
de la jurisprudencia preconstitucional, entonces muy tolerante en materia de infrac-
ciones tributarias, porque como en aquel momento se exigía el dolo como elemento
subjetivo de tales infracciones y, en consecuencia, cualquier error servía de causa de
justificación. Hoy, en cambio, como caben las infracciones tributarias por simple
negligencia, sólo el error invencible es exculpatorio y el vencible permite sancionar
por imprudencia.
En un orden muy distinto de consideraciones es de tener en cuenta que la presen-
cia del Derecho comunitario europeo puede producir — curiosísimamente— un error
de prohibición cabalmente a los profesionales e incluso a los conocedores más exper-
CULPABILIDAD 409

tos del Derecho europeo y sólo a ellos. En efecto, sabido es que pueden ser desobe-
decidas normas punitivas de Derecho interno a la hora de desarrollar conductas expre-
samente permitidas por el Derecho europeo. M A R T O S N Ú Ñ E Z (Derecho Penal econó-
mico, 1987, 224) entiende que los tribunales penales internos han de absolver por
error de prohibición cuando el inculpado cree que está obrando lícitamente al amparo
del Derecho comunitario. Ni que decir tiene que tal doctrina es también aplicable, y
por las mismas razones, al Derecho Administrativo Sancionador.
Cuestión completamente distinta de la anterior es la referente al tratamiento del
error de prohibición en el Derecho comunitario, sobre la que importa detenerse ya que
en ella luce una comprensión y una generosidad para el infractor que contrasta con la
cicatería tan generalizada en el Derecho español.
Cierto es, desde luego, que en algunas ocasiones se ha negado el Tribunal de
Justicia a reconocer relevancia jurídica al error. Pero la jurisprudencia dominante es
inequívocamente de signo contrario, como demuestra cumplidamente G R A S S O ( 1 9 9 3 ,
44 ss.), del que se toman buena parte de las referencias que a continuación aparecen:
En el asunto Suiker Unie c. Comisión (STJ de 16 de diciembre de 1975; en
Recurso 1975, p. 2012) el tribunal anula la sanción por la posibilidad de que la empre-
sa hubiera sido inducida a error por una notificación de la Comisión de la que podía
deducirse que la actuación posterior de la misma era conforme con el Tratado.
En definitiva, el principio de la confianza legítima ha de ser aplicado «cuando se
basa en signos externos producidos por la Administración lo suficientemente conclu-
yeles para que induzcan razonablemente a confiar en la legalidad». (STS de 2 de
noviembre de 2002 (3.a, 2.a, Ar. 1025 de 2003): «La existencia de autorización admi-
nistrativa para utilizar en el mercado los contratos de autos disipa cualquier duda
sobre la ausencia de culpa».
Trascendental es, a mi juicio, la STJCE de 12 de noviembre de 1991 (causa
344/85; Ferriere S. Cario c. Comisión) por la que se anula una sanción impuesta por
la Comisión basándose en la circunstancia de que la conducta sancionada había sido
«tolerada» con anterioridad por la propia Comisión y que, por tanto, la recurrente
podía confiar justificadamente en la continuidad de dicha práctica tolerante. Y me
atrevo a llamarla trascendental porque en ella se resuelve una cuestión absolutamen-
te cotidiana en la práctica forense española, donde se resuelve de manera contraria,
tal como he denunciado varias veces incluso en este libro. Para los Tribunales espa-
ñoles, incluido el Constitucional, la tolerancia carece —tanto para los actos propios
como para otros similares de sujetos distintos— de valor jurídico: el precedente ile-
gal no puede invocarse, aunque con ello se consagre la arbitrariedad y se quebrante la
igualdad. Pues bien, he aquí que el Tribunal europeo ha encontrado una salida airosa
para remediar tal injusticia material.
En fin, para el Abogado General R E I S C H L , (en sus conclusiones al caso Hoffmann
La Roche (Recurso 1979, 595 ss.), la construcción del error constituye «una teoría
sumamente extendida y merecedora de tener acogida en el ámbito comunitario [...]
como factor de progreso jurídico».

6. ERROR DE INTERPRETACIÓN Y ERROR INDUCIDO POR LA ADMINISTRACIÓN

La gama de variantes de error es variadísima. La mejor estudiada es la del error


de interpretación.
Es el caso de normas reglamentarias confusas que dan lugar a interpretaciones
incorrectas. De ello ya se han visto anteriormente algunos ejemplos, a los que pueden
añadirse el de la Sentencia de 2 de junio de 1982 (Ar. 4183; Botella), en la que se afir-
410 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ma que «en ningún caso puede ponerse en tela de juicio la conducta irreprochable en
este punto del señor M. en un momento legislativo [...] en el que podían caber dudas
fundadas sobre la cuestión. Y, como resulta inevitable, de ello ha de entenderse no
cometida la infracción».
La Jurisprudencia nos ofrece abundantes testimonios suficientes de exoneración
de culpabilidad por causa de error de prohibición, que opera no sólo en supuestos de
ignorancia absoluta (desconocimiento de norma) sino también en el grado más ate-
nuado de error excusable de interpretación.
La Sentencia preconstitucional de 23 de abril de 1976 (Ar. 2386; Suárez Man-
teóla) revocó una sanción teniendo en cuenta que los autores habían obrado «consi-
derando tener perfecto derecho para ello», de donde se deduce que «es notorio que lo
realizado no fue con ánimo de menoscabar el orden público sino simplemente de
defender lo que creían suyo y en estas condiciones no puede apreciarse sea constitu-
tivo de falta alguna». Las sentencias pre y posconstitucionales son numerosísimas,
pero salvo excepciones referidas a leyes fiscales, cuya complicación es proverbial.
Así aparece ya en la temprana Sentencia de 2 de julio de 1970 (Ar. 3306; Alonso
Pérez) en la que «se tiene al contribuyente por incidiendo —intelectualmente— en
error y no incurso —naturalmente— en falta sancionable», habida cuenta de que «en
este terreno, la Sala ha venido sentando el criterio, calificable de comprensivo y
humano, racional siempre, de que [...] para la estimación de defraudación u oculta-
ción, es menester la corroboración o la intuición al menos de la existencia de una
voluntad defraudadora o sustractiva». En las palabras, más modernas, de la Sentencia
de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal),

la complitud y veracidad [de la declaración] eliminan la malicia y convierten la discrepancia


entre la Administración y el ciudadano en un debate cuya última palabra es la nuestra [del
tribunal] y nunca la de cualquiera de los sujetos activo o pasivo de la relación jurídica. Como
hemos dicho en ocasiones, una diferencia de criterio razonable respecto de la interpretación
de las normas tributarias puede ser la causa de la exclusión de la culpabilidad en el ámbito
de la potestad sancionadora de la Administración.

La STS de 24 de octubre de 1974 (3.a, Gómez de Enterría, Ar. 4034) advierte que
la declaración «fue consecuencia de una errónea interpretación de la normativa vigente
basada en la falta de claridad de los textos aplicables... y en ausencia de jurispru-
dencia interpretativa en esta materia (lo) que tiene virtualidad suficiente para aceptar
la falte de intencionalidad defraudatoria y, consecuentemente, para dejar sin efecto la
sanción impuesta siguiendo la doctrina del Tribunal Supremo manifestada en las
Sentencias de 31 de marzo y 7 de abril de 1971».
Los argumentos de la STS de 9 de diciembre de 1987 (3.a, 2.a, Ar. 485 de 1998),
referida al error en una liquidación tributaria son ingeniosos al explicar que «sería
contrario a toda lógica que la ley atribuyera al sujeto pasivo la facultad de interpretar
el ordenamiento tributario y, tras una interpretación razonada y razonable por su parte,
pudiera interponérsele una sanción».
Si el error de interpretación es producido por la desidia del legislador o de la
Administración al no haberse preocupado de redactar claramente sus disposiciones,
es lógico relacionarle con la figura del error producido directamente por una conducta
de la Administración. Como dijo la STS de 22 de abril de 1985 (Ar. 1820; Espín), «las
cuestiones de difícil interpretación no pueden fundar una sanción por la
Administración, como viene establecido por reiteradísima doctrina de esta Sala, y
menos aún cuando es la propia Administración la que da lugar a una interpretación
contraria a norma de rango superior».
CULPABILIDAD 411

En esta misma línea se encuentran los supuestos en los que la Administración ha


llegado a «aconsejar» a los infractores que actúen de una determinada manera. Éste
es el caso contemplado en la STS de 23 de febrero de 2000 (3.a, Ar. 7047) que revo-
ca la multa impuesta por considerar que los sancionados obraron «en la legítima con-
fianza de que actuaban de forma correcta» y de que «sería absurdo sancionar una con-
ducta que la propia Administración aconsejaba».
La Ley General Tributaria de 2003, en su artículo 179.2.rf), ha demostrado, una
vez más, su exquisita técnica al determinar que «se entenderá que se ha puesto la dili-
gencia necesaria cuando el obligado haya actuado amparándose en una interpretación
razonable de la norma o cuando haya ajustado su actuación a los criterios manifesta-
dos por la Administración tributaria competente en las publicaciones y comunicacio-
nes escritas [...] o en la contestación a una consulta formulada por otro obligado,
siempre que entre sus circunstancias y las mencionadas en la contestación a la con-
sulta existe una igualdad sustancial que permita entender aplicables dicho criterios y
éstos no haya sido modificados».

7. ERROR VENCIBLE E I N V E N C I B L E

Según la doctrina recibida, el error invencible es causa de exoneración (salvo que


se trate de responsabilidad objetiva) mientras que el evitable elimina el dolo y, por
ende, arrastra la absolución en las infracciones de dolo exigible y en las culposas con-
vierte la culpa en leve o en imprudencia simple y gradúa la sanción.
Ni que decir tiene, sin embargo, que la casuística (como ha habido ocasión de
comprobar en las páginas anteriores al hablar de otros supuestos pero en los que apa-
recía también este elemento de la posibilidad de superación del error), es en este
campo literalmente inabarcable, con una normativa sectorial variadísima, que está
urgentemente necesitada de una regulación general que ofrezca una cierta seguridad
jurídica. Para comprobar lo que se está diciendo basta examinar el prolijo análisis que
ha realizado R E B O L L O ( 1 9 8 9 ) del sector alimentación y que ocupa dos docenas de
páginas.
Para el Código Penal, la exoneración de la responsabilidad presupone no sólo la
existencia del error sino, además, la demostración de su inevitabilidad, que es el
punto crucial en la práctica.

a) La inevitabilidad depende, de conformidad con lo dispuesto en el artículo


14.1 del Código Penal, de «las circunstancias del hecho y las personales del autor».
En el Derecho Administrativo Sancionador suele ser decisivo este último dato, puesto
que, como acaba de verse, para el Tribunal Supremo la profesionalidad del autor
excluye la posibilidad del error en razón a su deber de no equivocarse. Lo que expli-
ca, como ya sabemos, porqué en el Estado intervencionista moderno quien desea ejer-
cer una profesión debe someterse a una autorización administrativa asumiendo volun-
tariamente el compromiso de ejercerla con conocimiento puntual de todas las normas
vigentes. Lo cual supone el establecimiento de una presunción iuris et de iure de tal
conocimiento o, si se quiere, la aparición de una culpa inexcusable de su deber de
conocer, incurriendo así en una infracción.
b) Cuando no opera la presunción de conocimiento propia de los profesionales,
la inevitabilidad depende de la diligencia empleada para disipar la duda. Es decir, que,
si aun empleando la debida diligencia no se ha logrado evitar el error, éste es inevita-
ble. Tal criterio es el manejado por la jurisprudencia alemana (cfr. BGHSt: 21.18.20)
y resulta perfectamente extendible a España: «El error es inevitable cuando el autor
412 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

no consigue percibir la ilicitud de su actuación a pesar de haber empleado su atención


de acuerdo con las circunstancias del caso, de su personalidad y de su
círculo vital y profesional. Lo cual significa que ha de haber utilizado toda su poten-
cia de conocimiento y tratado de evitar las dudas a través de reflexión y, en su caso,
de solicitud de consejo.» No basta, pues, con haber prestado atención sino que hay
que acudir, en caso de duda, al asesoramiento de un profesional.
Sin que sepamos la razón, el hecho es que la jurisprudencia contencioso-admi-
nistrativa no ha recibido hasta ahora influencias penalísticas en este punto de tal
manera que sus resoluciones carecen de cualquier ambición técnica o sistematizado-
ra y se limitan a invocar criterios pragmáticos. Véanse como ejemplo las SSTS de 5
de mayo y 5 de junio de 1998 (3 .a, 3 .a, Ar. 5099 y 5722) de antecedentes fácticos simi-
lares. El tribunal admite la exculpación por error razonando que «no se puede impu-
tar a la entidad actora la existencia de culpa o negligencia pues obraba en la creencia
de buena fe [...] existiendo en el presente caso indicios aparentes suficientes para
inducir al error a cualquier persona prudente, máxime si el Ayuntamiento había con-
cedido licencia».
Independientemente de la regulación expresa que del error vencible e invenci-
ble hace el artículo 6.2 de la LPSPV, lo que interesa recordar aquí son las atinadas
razones que a tal propósito desarrolla su Exposición de Motivos: «en el campo san-
cionador se ha de extremar la prudencia a la hora de aplicar la circunstancia del
error, pues éste lleva en sí potencial suficiente como para reducir a la nada la vir-
tualidad protectora de cualquier régimen sancionador. No se puede sancionar a
quien no pudo conocer la antijuridicidad de su acción y debe atenuarse la respon-
sabilidad de quien no la conoció aunque pudo conocerla, pero se debe ser riguroso
(no irrazonable) en la exigencia del deber de diligencia cuando implica el conoci-
miento de las normas que rigen la actuación del ciudadano, lo que ocurre especial-
mente cuando son normas que afectan a sectores determinados de actividad (indus-
trial, comercial, deportiva...), cuyos destinatarios son, por ende, los sujetos de dicha
actividad, a los cuales se les debe exigir diligencia en el desarrollo de la misma dili-
gencia profesional en la que se integra el conocimiento de las normas administrati-
vas que disciplinan la actividad».

8. LA IGNORANCIA DE LA LEY

Cabria preguntarse si la multiplicidad de reglamentaciones que caracterizan la


vida moderna puede ser considerada como causa de un error invencible y generaliza-
do. La verdad es que en la actualidad resulta materialmente imposible que el ciuda-
dano conozca todos los mandatos y prohibiciones que le rodean y que le convierten
en un infractor no sólo potencial sino real.
En estas circunstancias, exigir el conocimiento de las leyes (en sentido amplio) no
es un formalismo: es un escarnio, digan lo que digan el Código Civil y el Tribunal
Supremo. La citada Sentencia de 30 de noviembre de 1981 (Ar. 5332; Botella) está
exigiendo un imposible cuando declara que cada persona según la actividad que rea-
lice, está «sujeta por el Ordenamiento Jurídico a conocer no sólo las típicas disposi-
ciones que con rango de ley formal autorizan a la Administración a sancionar, sino
también a aquellas que en forma de reglamentos administrativos debidamente publi-
cados las desarrollan». La publicidad es una farsa, puesto que la lectura diaria de los
Boletines Oficiales (del Estado, de la Comunidad Autónoma, de la Provincia) exige
tanto tiempo que peijudicaría gravemente cualquier otra actividad, aunque la
Sentencia de 22 de junio de 1974 (Ar. 3339), por citar un solo ejemplo, lo ignore:
CULPABILIDAD 413

alega el reclínente que desconocía en absoluto la Circular que había fijado márgenes comer-
ciales para la venta de aceite de oliva envasado, y este motivo de impugnación ha de ser pronta
y con brevedad rechazado, por cuanto la Circular aparece publicada en el BOE, produciendo
los consiguientes efectos de obligatoriedad, conforme al principio general de que las disposi-
ciones generales adquieren eficacia a partir de su publicación.

Con mucha mayor prudencia la STS 2 de noviembre de 1987 (3.a, Mendizábal, Ar.
7764) advierte que «el principio en virtud del cual la ignorancia de las leyes no excusa
de su cumplimiento (art. 6.1 del Código Civil) ha de ser matizado, en el ámbito de la
potestad sancionadora, mediante las circunstancias subjetivas y objetivas concu-
rrentes... al ciudadano común, que no tiene el deber de conocer los complejos entre-
sijos del Ordenamiento Jurídico, cada día más frondoso, no cabe exigirle el conoci-
miento... Ello elimina la malicia, o dolo».
Forzoso es reconocer entonces que éste es un problema sin solución teórica, o sea,
una de las muchas aporías que aparecen en la vía del Derecho. Porque si se admite la
ignorancia de la ley como causa de exoneración, sobra buena parte del Derecho
Administrativo Sancionador; y si se niega por completo, se incurre en injusticias
materiales manifiestas. Así las cosas, hay que recordar que la verdadera solución no
se encuentra en la teoría general sino en la prudencia práctica del juez que es a quien
corresponde decir a la vista de las circunstancias del caso concreto y sólo para el caso
concreto, salvo la fuerza exonerante de la ignorancia de la ley.
Todo esto es indiscutible; pero, por otro lado, tampoco es admisible limitar la exi-
gencia de cumplimiento de las leyes únicamente a aquéllas que son conocidas —o, al
menos, que pueden serlo— por sus destinatarios, porque eso supondría la impotencia de
la Administración. El intervencionismo administrativo, potenciado por el desarrollo tec-
nológico, ha desembocado en una situación en la que ya apenas si pueden consignarse
en papel los mandatos y prohibiciones de la Comunidad Europea, Administración del
Estado, Comunidad Autónoma, Municipios y Administraciones no territoriales como
tampoco hay espacio en las estanterías para colocar las correspondientes publicaciones.
En la actualidad —y más todavía en el futuro— resulta inevitable acudir a las bandas
magnéticas para almacenar estos datos; pero una cosa es poder almacenar estos datos y
otra conocer realmente el contenido de lo almacenado.
Ésta es una de las manifestaciones más alarmantes de la tiranía del Estado moder-
no: impone a los ciudadanos obligaciones que éste ni conoce ni puede conocer y le
sanciona por su incumplimiento. Quienes se escandalizan por la existencia de leyes
secretas del viejo Estado absoluto, no se percatan de que actualmente la situación es
en este punto incomparablemente peor. Y quienes demuestran la arbitrariedad punitiva
de aquel Estado no quieren reconocer que hoy, por lo dicho, todo ciudadano está en
manos de la Administración, de cuya arbitrariedad —hoy tolerante, mañana severa—
depende la imposición de sanciones. Pero de todo esto ya se ha hablado suficiente-
mente en el capítulo introductorio de este libro.

El análisis que acaba de realizarse de los elementos, fases y variedades del error
quedaría en el aire si no fuera complementado por una precisión de la carga de su
prueba, que es la que nos va a dar la medida exacta de su operatividad como causa de
exoneración. A cuyo efecto, me atrevo a asentar las siguientes proposiciones:

1 a La presunción de inocencia no cubre el error, es decir, que la Administración


no tiene que probar que el autor ha obrado sin error. Como la prueba de lo negativo
nunca es exigible a nadie, es el autor el que tiene que alegar y probar que ha obrado
con error.
414 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

2.a Tratándose de infracciones cometidas por profesionales (en el sentido amplio


que ha sido explicado) rige la presunción iuris et de iure de que no ha habido error;
lo que se justifica por la prevalencia que se da a los intereses de terceros perjudicados
por las infracción.
3.a La prueba no necesita ser completa, puesto que de ordinario ha de ser impo-
sible alcanzarla; basta con que sea plausible y logre la convicción del tribunal. Los cri-
terios más importantes de tal plausibilidad han sido expuestos pormenorizadamente
en las páginas anteriores.

VI. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

«Todos tienen derecho —proclama solemnemente el artículo 24.2 de la


Constitución— a la presunción de inocencia»; y esto vale tanto para el Derecho
Administrativo Sancionador como para el Derecho Penal como corrobora el artículo
137 de la LPAC: «Presunción de inocencia. 1. Los procedimientos sancionadores res-
petarán la presunción de no existencia de responsabilidad administrativa mientras no
se demuestre lo contrario».

1. C O N T E N I D O Y ALCANCE

De acuerdo con las premisas metodológicas que inspiran esta obra, no se va a


hacer aquí un estudio de la presunción de inocencia en su sede originaria, es decir, en
el Derecho Penal (que nos llevaría demasiado lejos y que se da, además, por supues-
ta, sobre todo a la vista de trabajos como los de V Á Z Q U E Z S O T E L O , R O M E R O A R I A S y
J A É N V A L L E J O ) . L O que aquí importa es determinar si el contenido y alcance de tal
figura son trasplantabas —y en qué condiciones— al Derecho Administrativo
Sancionador, habida cuenta de que en este ámbito todavía no se ha elaborado una teo-
ría al respecto.
La cuestión parece sencilla ya que nadie lo ha puesto en duda y la Jurisprudencia,
tanto constitucional como contencioso-administrativa, ha consagrado sin vacilar que
no puede suscitar ninguna duda —dice la sentencia del Tribunal Constitucional de 26 de abril
de 1990— que la presunción de inocencia rige sin excepciones en el Ordenamiento sanciona-
dor y ha de ser respetada en la imposición de cualesquiera sanciones, sean penales, sean admi-
nistrativas en general o tributarias en particular, pues el ejercicio del ius puniendi en sus diver-
sas manifestaciones está condicionado por el artículo 24.2 de la Constitución al juego de la
prueba y a un procedimiento contradictorio en el que puedan defenderse las propias posicio-
nes.

O en los términos lapidarios de la Sentencia 212/1990, de 20 de diciembre.


es doctrina reiterada de este tribunal que la presunción de inocencia rige sin excepciones en el
Ordenamiento administrativo sancionador garantizando el derecho a no sufrir sanción que no
tenga fundamento en una previa actividad probatoria sobre la cual el órgano competente pueda
fundamentar un juicio razonable de culpabilidad (SSTC 76/1990 y 138/1990, entre las más
recientes).

Sin olvidar que ya años antes el Tribunal Constitucional en su Sentencia


13/1982, de 1 de abril, había hecho unas precisiones que luego serían incesante-
mente reproducidas en decisiones de los órganos judiciales de todo orden: «Una vez
CULPABILIDAD 415

consagrada constitucionalmente la presunción de inocencia ha dejado de ser un


principio general del Derecho que ha de informar la actividad judicial (in dubio pro
reo) para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos los poderes
públicos [...]. El derecho a la presunción de inocencia no puede entenderse reduci-
do al estricto campo del enjuiciamiento de conductas presuntamente delictivas sino
que debe entenderse también que preside la adopción de cualquier resolución, tanto
administrativa como jurisdiccional, que se base en la condición o conducta de las
personas y de cuya apreciación se derive un resultado sancionatorio para las mis-
mas o limitación de sus derechos». La constitucionalización de este derecho es, por
tanto, indiscutible.
Transposición que ha hecho suya también, y con la misma contundencia, el
Tribunal Supremo, como aparece en la Sentencia de 15 de octubre de 1988 (Ar. 7983;
Martínez San Juan):

Habida cuenta del paralelismo esencial entre el Derecho Penal y el Derecho


Administrativo Sancionador, ello permite la extrapolación a éste de aquellos principios de
aquél en que, siendo de obligada observancia en la actividad punitiva penal, lo han de ser tam-
bién en la actividad sancionadora de la Administración; así, en la actividad administrativa san-
cionadora no se puede desconocer que el procedimiento legal a seguir para la imposición de
sanciones y, dentro de él la práctica de la prueba y su correcta valoración, así como la presun-
ción de inocencia, han de ser considerados como una garantía fundamental de la persona acu-
sada, de la cual no puede ser privada sin vulnerarse con ello el artículo 24 de la Constitución.

Si lo anterior no es problemático tampoco ofrece dudas la naturaleza de esta


figura ya que en el Derecho español se admite con unanimidad que la presunción
de inocencia es un derecho, con toda la potencial efectividad que ello supone, y
con la ventaja adiccional de que cabalmente por ser derecho —y derecho funda-
mental— se abre paso hasta el Tribunal Constitucional a través del recurso de
amparo. Una postura que contrasta con la concepción europea, que se limita a con-
siderarlo como un mero «principio informador» del ius puniendi del Estado, tal
como aparece en el artículo 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos:
«Toda persona acusada de infracción se presume (no «tiene derecho a ser presu-
mida») inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente declarada»
(MORENILLA, 1 9 8 8 , 2 0 8 ) .
A este propósito resulta enormemente aleccionadora la Sentencia del Tribunal
Europeo de Derecho Humanos de 7 de octubre de 1988 (Salabiakan, Serie A, n.° 141-
4), en lo que subraya el voto particular de T E N E K I D E S del Informe de la Comisión de
8 de julio de 1987, que avala, como inmediatamente va a comprobarse, la postura del
Derecho español:

El autor de este voto particular confiesa su extrañeza por la opinión de la mayoría de los
miembros de la Comisión al decir en su Informe que el artículo 6 establece garantías procesa-
les como si no se tratara de «derechos» en el estricto sentido de la palabra de los que fuera titu-
lar el individuo, sino de una mera obligación impuesta al Estado para cumplir normas de pro-
cedimiento de limitado alcance.
Esta apreciación se opone directamente al artículo 1 ° del Convenio, a cuyo tenor «las
Altas Parles contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos
y libertades definidos en el Título 1 de este Convenio». Siendo asi, ¿quién nos permite susti-
tuir la palabra «derechos» claramente utilizada en el artículo 6 por el concepto «garantía pro-
cesal»? Si se reduce el sentido del artículo 6 hablando de una mera garantía procesal impuesta
al Estado, se va en contra de la reciente jurisprudencia del tribunal (Sentencia de 2 de marzo
de 1987; Sentencia Mathieu-Mohen y Clerfayt contra Bélgica).
416 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La cualidad de derecho de esta presunción no obsta sino que incluso potencia la


importancia de sus efectos procesales como se enfatiza en la pormenorizada STS de
26 de diciembre de 1988 (Ar. 10299; Mendizábal):
Este principio produce una inmediata consecuencia procesal que consiste en desplazar la
carga de la prueba, el onusprobandi al acusador y, en el caso de la potestad sancionadora, a la
Administración Pública. Es ella la que en un procedimiento contradictorio, con participación y
audiencia del interesado inculpado, debe suministrar, recoger y aportar los elementos probato-
rios, a través de los medios comunes, que sirvan de soporte al supuesto de hecho cuya clasifi-
cación como falta administrativa se pretende. En el caso de que tal actividad probatoria no se
haya producido, es evidente que el relato o descripción de los acaecimientos por la autoridad o
sus agentes no conlleva una presunción de veracidad que obligue al inculpado a demostrar su
inocencia (aparte la imposibilidad de hacerlo respecto de hechos negativos) inviniendo asi la
carga probatoria. Esto dijimos en nuestra Sentencia de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160).

Conste, por lo demás, que este tipo de formulaciones vienen ya de antiguo: así en
el ATC de 22 de julio de 1981 y, en la formulación de la STC 333/1986, de 24 de sep-
tiembre, el derecho a la presunción de inocencia implica que: á) toda condena debe ir
siempre precedida de una actividad probatoria, impidiendo la condena sin pruebas; b)
las pruebas tenidas en cuenta para fundar la decisión de condena han de merecer tal
concepto jurídico y ser constitucionalmente legítimas; y c) la carga de la actividad pro-
batoria pesa sobre los acusadores, no existiendo nunca carga de acusado sobre la prueba
de su inocencia o no participación en los hechos. Veinte años después el mismo tri-
bunal en su Sentencia 131/2003, de 30 de junio, se expresa en los siguientes términos
que no coinciden literalmente con los de 1981 y 1983: La presunción de inocencia
comporta: 1." Que la sanción esté basada en actos o medios probatorios de cargo o
incriminadores de la conducta reprochada. 2.° Que la carga de la prueba corresponde
a quien acusa, sin que nadie esté obligado a probar su propia inocencia. 3.° Que cual-
quier insuficiencia en el resultado de las pruebas practicadas, libremente valoradas por
el organismo sancionador, debe traducirse en un pronunciamiento absolutorio. Y 4.°.
No puede exigirse al acusado la prueba diabólica de los hechos negativos.
Véase a este propósito lo que dice la STC 128/2003, de 30 de junio:
En relación con esa operación de traslación de las garantías del artículo 24 de la Constitución
al procedimiento administrativo sancionador, que viene condicionada a que se trate de garantías que
resulten compatibles con la naturaleza de dicho procedimiento, se ha ido elaborando progresiva-
mente en numerosas resoluciones una consolidada doctrina constitucional, en la que se citan como
aplicables, sin ánimo de exhaustividad, el derecho de defensa, que proscribe cualquier indefensión;
el derecho a la asistencia letrada, traslada con ciertas condiciones; el derecho a ser informado de la
acusación, con la ineludible consecuencia de la inalterabilidad de los hechos imputados; el derecho
a la presunción de inocencia, que implica que la carga de la prueba de los hechos constitutivos de
la infracción recaiga sobre la Administración, con la prohibición absoluta de utilizar pruebas obte-
nidas con vulneración de los derechos fundamentales; el derecho a no declarar contra sí mismo; o,
en fin, el derecho a la utilización de los medios de prueba adecuados para la defensa, del que deri-
va la obligación de motivar la denegación de los medios de pruebas propuestos.

El objeto de la presunción de inocencia se refiere a dos ámbitos —el de los hechos


y el de la culpabilidad— y, además de esta vertiente material, tiene otra segunda
inequívocamente formal que se manifiesta y opera a lo largo de todo el proceso, tal
como ya se ha apuntado y se seguirá insistiendo inmediatamente.

Toda resolución sancionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de ¡os
hechos imputados, obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad
CULPABILIDAD 417

sobre los mismos hechos. (STC 131/1993, de 30 de junio, recogida luego literalmente en varias
Sentencias del Tribunal Supremo como la de 5 de marzo de 2002: 3.a, 3.a, Ar. 2386).

Y en los términos más precisos de las SSTS de 2 y 30 de junio de 2003 (3.a, 3.a,
Ar. 5531 y 5754) se reitera una jurisprudencia según la cual
La presunción de inocencia no sólo tiene que ver con la prueba de la autoría de los hechos,
aunque sea su vertiente más usual de aplicación, sino que además se relaciona con la culpabi-
lidad imputable al que, en su caso, los realiza, sin que pueda acantonarse el ámbito de su fun-
cionalidad en aquel primer plano de demostración de los hechos, ya que toda resolución san-
cionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de los hechos impuestados,
obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad sobre estos mismos
hechos.

Dentro del ámbito de la culpabilidad la jurisprudencia se ha encargado de resaltar


algunos puntos concretos cubiertos también por el principio como, por ejemplo, la
falta de negligencia, según advierte la STS de 5 de noviembre de 1998 (3.a, 3.a, Ar.
7945): «no es el interesado quien ha de probar la falta de culpabilidad sino que ha de
ser la Administración sancionadora la que demuestre la ausencia de negligencia».
Todos estos elementos constituyen, en uno y otro campo, el contenido primario y
directo de la presunción de inocencia; pero conste que todavía existe otra segunda ver-
tiente, que excede con mucho de la garantía procesal de la carga de la prueba y de sus
cuestiones anejas, ya que —como señala el Tribunal Constitucional— la presunción
de inocencia implica «además, una regla de tratamiento del imputado —en el proceso
penal— o del sometido a procedimiento sancionador [...] que proscribe que pueda ser
tenido por culpable en tanto su culpabilidad no haya sido legalmente declarada».
Extremo que, como puede suponerse, afecta directamente a la capital cuestión de la
ejecución de las sanciones antes de haber sido declaradas firmes o confirmadas en la
vía judicial. Ahora bien, en esta segunda vertiente no puedo detenerme ahora, dado
que su carácter sustancialmente procesal escapa al contenido del presente libro y baste
una referencia a los trabajos de M Í G U E Z ( 1 9 8 5 ) , L Ó P E Z - F O N T ( 1 9 8 2 ) y L Ó P E Z R A M Ó N
( 1 9 8 8 ) , aunque referidos fundamentalmente a las sanciones disciplinarias.
El derecho a la presunción de inocencia es, por así decirlo, plurifuncional ya
que opera dentro y fuera del procedimiento según señala la STC de 24 de sep-
tiembre de 1986:

El derecho a ser presumido inocente, que sanciona y consagra el apartado 2 del artículo
24 de la Constitución, además de su obvia proyección como limite de la potestad legislativa y
como criterio condicionador de las interpretaciones de las normas vigentes, es un derecho sub-
jetivo público que posee una eficacia en un doble plano. Por una parte, opera en las situacio-
nes extraprocesales y constituye el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o
no partícipe en los hechos de carácter delictivo o análogos a éstos y determina, por ende, el
derecho a que no se apliquen las consecuencias o los efectos jurídicos anudados a hechos de
tal naturaleza en las relaciones jurídicas de todo tipo. Opera el referido derecho, además y fun-
damentalmente, en el campo procesal, en el cual el derecho y la norma que lo consagra deter-
minan una presunción, la denominada «presunción de inocencia», con influjo decisivo en el
régimen jurídico de la prueba.

Por poner un solo ejemplo de la eficacia de la presunción de inocencia dentro de


un procedimiento (cuyo estudio pormenorizado no corresponde a la Teoría de la
infracción) valga la STS de 26 de abril de 1987 (Ar. 3950; García-Ramos). Un
Ayuntamiento había acordado el secuestro de una concesión como sanción a una
418 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

infracción grave que no había sido declarada antes en resolución firme. Secuestro que
el Tribunal anula razonando que
el examen del expediente administrativo tramitado revela que no hay ninguna base documen-
tal que permita llegar a tal apreciación, aplicando un hecho notorio frente al que se alza la pre-
sunción de inocencia recogida en el artículo 24.2 de la Constitución, pues, como dice el
Tribunal Constitucional en su sentencia de 1 de abril de 1982, el derecho a la presunción no
puede entenderse reducido al estricto campo del enjuiciamiento de conductas presuntamente
delictivas, sino que debe entenderse también que preside la adopción de cualquier resolución,
tanto administrativa como jurisdiccional, que se basa en la condición o conducta de las perso-
nas y de cuya apreciación se deriva un resultado sancionatorio para la misma o limitativo de
sus derechos.

En la STC 52/2004, de 13 de abril, aparece uno de esos magistrales resúmenes


didácticos a que nos tiene acostumbrados el tribunal, referido aquí a la extensión de
las garantías procesales y en particular al derecho de prueba:

Este tribunal ha venido declarando (desde 1981) no sólo la aplicabilidad a las sanciones
administrativas de los principios sustantivos derivados del artículo 25.1 de la Constitución [...]
sino que también ha proyectado sobre las actuaciones dirigidas a ejercer las potestades san-
cionadoras de la Administración las garantías procedimentales ínsitas en el artículo 24, en sus
dos apartados, no mediante una aplicación literal, sino en la medida necesaria para preservar
los valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que
garantiza el artículo 9 de la Constitución, si bien ha precisado que no se trata de una aplica-
ción literal, dadas las diferencias entre uno y otro orden sancionador, sino con el alcance que
requiere la finalidad que justifica la previsión constitucional.

2. C A R G A DE LA PRUEBA Y SU REDISTRIBUCIÓN

De acuerdo con lo expuesto, la presunción de inocencia se inserta, en último


extremo, en la temática de la carga de la prueba, que es donde se hace operativa.
Como dice la STC 77/1983, de 3 de octubre, «tal presunción supone que la carga pro-
batoria corresponde a los acusadores ». Y en términos de la Sentencia de 28 de febre-
ro de 1989 (Ar. 1462; Martínez San Juan) representa por su contenido una insoslaya-
ble garantía procesal,

que por si determina la exclusión de la presunción inversa de culpabilidad de cualquier per-


sona en tanto en cuanto no demostrara su inocencia y, a la vez, el reconocimiento de la aludi-
da presunción de inocencia mientras que en el expediente administrativo sancionador no se
demuestre o pruebe su culpabilidad; no incumbiendo al expedientado la carga de la prueba de
su inocencia sino que la carga de la prueba de su culpabilidad viene atribuida al que la man-
tiene.

De forma más precisa todavía, la sentencia de 13 de febrero de 1990 (Ar. 995;


Delgado) advierte a efectos de la distribución de la carga de la prueba que
la presunción de legalidad del acto administrativo desplaza sobre el administrado la carga de
accionar para evitar la producción de la figura del acto consentido, pero no afecta a la carga
de la prueba, que ha de ajustarse a las reglas generales. Éstas indican que cada parte debe
soportar la carga de probar los hechos que integran el supuesto de la norma cuyas consecuen-
cias jurídicas invoca a su favor —recuérdese la presunción de inocencia establecida en el ar-
tículo 24.2 de la Constitución, que es plenamente aplicable al campo de la potestad sanciona-
CULPABILIDAD 419

dora de la Administración— y es el administrado el que ha de acreditar los datos de los que se


derive la prueba que esgrime a su favor.

La naturaleza fundamentalmente procesal de la presunción de inocencia se mani-


fiesta en el hecho de que la carga de la prueba recaiga sobre la Administración tiene
como consecuencia que la no práctica de una prueba solicitada por el presunto infrac-
tor no pueda peijudicar a éste (STS 23 de febrero de 2000, 3.a, Ar. 7047). Y por lo
mismo da un sentido inequívoco a las consecuencias de la inadmisión de una prueba
debidamente solicitada como se pone de relieve en la STC 9/2003, de 20 de enero:

Esta carga de la argumentación se traduce en la doble exigencia de que el demandante de


amparo acredite tanto la relación entre los hechos que se quisieron y no se pudieron probar y
las pruebas inadmitidas o no practicadas, como el hecho de que la resolución... final podria
haberle sido favorable, quedando obligado a probar la trascendencia que la inadmisión o la
ausencia de práctica de la prueba pudo tener en la decisión final del proceso, ya que sólo en
tal caso, comprobando que el fallo pudo, acaso, haber sido otro, si la prueba se hubiera admi-
tido o practicado, podrá precisarse también un menoscabo efectivo del derecho de defensa.

Todas estas cuestiones se enlazan con la de la admisión de la prueba o, si se quie-


re, la denegación de la admisión debidamente solicitada, que ha dado lugar a una
amplia jurisprudencia cuya doctrina consolidada es resumida así en la STC 52/2004,
de 13 de abril:

Entre las garantías indudablemente aplicables ex artículo 24.2 de la Constitución a los


procedimientos sancionadores (en el ámbito penitenciario) se encuentra el derecho a la utili-
zación de los medios de prueba pertinentes para la defensa (que es) inseparable del derecho a
la defensa y exige que las pruebas pertinentes sean admitidas y practicadas, sin desconoci-
miento ni obstáculos, resultando vulnerado en aquellos supuestos en los que el rechazo de la
prueba propuesta carezca de toda motivación, o la motivación que se ofrezca pueda tacharse
de manifiestamente arbitraria o irrazonable. (Ahora bien) para que resulte fundada una queda
sustentada en una vulneración del derecho al uso de los medios de prueba es preciso: a) que
el recurrente haya solicitado su práctica en la forma y momento legalmente establecidos [...];
b) que la prueba propuesta sea objetivamente idónea para la acreditación de hechos relevantes;
y c) que la misma sea decisiva en términos de defensa, es decir, que tenga relevancia o virtua-
lidad exculpatoria, lo que ha de ser justificado por el recurrente o resultar de los hechos y peti-
ciones de la demanda.

Lo anterior significa, en suma, que el régimen probatorio ofrece en el Derecho


Administrativo Sancionador unas peculiaridades —comunes, por lo demás, con el
Derecho Penal— que se apartan de las reglas de enjuiciamiento civil. Según ha adver-
tido la STS de 5 de noviembre de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 8688)
no es acertado sostener que la distribución de la carga de la prueba en él campo de las obligacio-
nes sea trasplantable a las reglas probatorias en materia de sanciones administrativas. Que haya de
observarse la norma que impone el soportar las consecuencias de la falta de prueba a quien alega
la existencia de una obligación, y las de una excepción obstaculizante de la misma a quien la
opone, se halla en la linea de la correcta aplicación de dichas reglas, mas cuando se trate de deter-
minar a quien corresponde la demostración de la existencia de un ilícito administrativo que se
imputa, ha de tenerse en cuenta que prima el principio constitucional de presunción de inocencia
[...] aparte de la necesidad de que sea la Administración la que desarrolle una actividad probato-
ria con el fin de acreditar debidamente los hechos imputados en un expediente sancionador.

No se puede pasar por alto, con todo, que el uso no meditado de la presunción de
inocencia puede llevar a soluciones que repugnan el sentimiento de justicia e incluso
420 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

el más elemental sentido común. Valga de ejemplo lo sucedido en los hechos enjui-
ciados en la STC 45/1997, de 11 de marzo. Se trataba de que una «comisión de segui-
miento de percebeiros de la cofradía de Cangas» había denunciado que una embarca-
ción había realizado una actividad prohibida pero sin poder identificar personalmente
a quien la había cometido. La Administración en el expediente administrativo hizo
cuanto estaba en su mano, es decir, dirigirse al propietario de la embarcación para que
éste o aceptaba la autoría o identificase al piloto; pero el imputado, sin negar los
hechos, rehusó dar explicación alguna, cosa que para él hubiera sido sumamente sen-
cillo pues era quien había contratado al piloto y a los marineros; mientras que para la
Administración era tarea imposible.
En estas condiciones el sentido común aprecia una inequívoca «presunción de
culpabilidad» del propietario y por ello fue sancionado primero por la Administración
y luego por el tribunal contencioso-administrativo. Pero el Tribunal Constitucional se
aferró a la presunción de inocencia y anuló la multa. Pues bien, para evitar tales exce-
sos suele acudirse a dos figuras concurrentes: la imposición de la carga de ciertas
pruebas al imputado o la redistribución de la carga de la prueba y, en términos más
generales, a la indicada «presunción de culpabilidad».

Si la presunción de inocencia es en último extremo, según como acaba de verse,


una cuestión de carga de prueba, la redistribución de ésta puede contribuir a la des-
trucción de la presunción.
Por lo pronto suele admitirse que el principio no debe llevarse tan lejos que per-
mita la inhibición probatoria del imputado, ya que como acertadamente previene la
STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 601)
aunque la culpabilidad de la conducta también debe ser objeto de prueba, ha de considerarse
en orden a la asunción de la correspondiente carga, que ordinariamente los elementos voliti-
vos y cognoscitivos necesarios para apreciar aquélla forman parte de la conducta típica proba-
da, y que su exclusión requiere que se acredite la ausencia de tales elementos, o en su vertiente
normativa, que se ha empleado la diligencia que era exigible por quien aduce su inexistencia;
no basta, en suma, para la exculpación frente a un comportamiento típicamente antijurídico, la
invocación de ausencia de culpa.

3. DESTRUCCIÓN DE LA PRESUNCIÓN

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional nos abre el camino para el análisis


del proceso de destrucción de la presunción de inocencia, siempre posible (en cuanto
que es de mero iuris tantuni), pero que, como mínimo, ha de suponer la prueba de los
hechos constitutivos, y de los elementos integrantes del tipo, no puede realizarse por
simples indicios y conjeturas y, en fin, ha de estar suficientemente razonada.

A) Mínima actividad probatoria

En la STC 175/1985, de 17 de diciembre —recogida luego literalmente en la STS


de 5 de marzo de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 2386)—, se puede encontrar una sobria y acerta-
da formulación del principio y de sus limitaciones: «la presunción de inocencia es una
presunción iuris tantum que puede desvirtuarse con una mínima actividad probatoria,
producida con todas las garantías procesales, que puede entenderse de cargo y de la
que se puede deducir la culpabilidad del acusado». Más ambiciosa resulta la
CULPABILIDAD 421

134/1991, de 17 de junio, en la que se afirma que esta figura «se asienta sobre dos
ideas esenciales»:

de un lado, la del principio de libre valoración de la prueba en el proceso penal (art. 741 LEC)
que corresponde efectuar a los jueces y magistrados por imperio del artículo 117.3 de la
Constitución; y de otro, la de que la sentencia condenatoria se fundamenta en una auténtica
actividad probatoria suficiente para desvirtuar aquella presunción, para lo cual se hace nece-
sario que su resultado demuestre tanto la existencia del hecho punible como la participación y
responsabilidad que en él tuvo el acusado.

B) Prueba de los hechos

Parece problemática y no vale la pena, por tanto, detenerse en ello, dado que la
Jurisprudencia la afirma en términos inequívocos. Han de probarse «los datos deter-
minantes de la procedencia de la sanción» (STS; Ar. 8336; Pérez Gimeno). «La posi-
ción de privilegio en orden a las pruebas de que gozan las actuaciones documentadas
en los expedientes administrativos lleva aparejado que los actos y resoluciones de la
Administración han de fundarse en las situaciones fácticas probadas y demostradas en
aquéllos» (STS 15 de diciembre de 1990; Ar. 1271; Martínez San Juan).
La prueba de los elementos integrantes del tipo es una cuestión tan sencilla
como la anterior. Como dice la STS de 22 de julio de 1988 (Ar. 6328; Delgado), «es
claro que la Administración soporta la carga de probar los elementos de hecho inte-
grantes del tipo de la infracción administrativa: así lo impone la presunción de ino-
cencia establecida en el artículo 24.2 de la Constitución, plenamente aplicable al
Derecho Administrativo Sancionador». «Es claro que este dato en cuanto elemento
integrante del tipo de la infracción ha de ser probado por la Administración, quien
soporta la carga de justificar la concurrencia de todos los elementos constitutivos
de aquél ya que, como es sabido, la presunción de legalidad del acto administrativo
desplaza al administrado la carga de accionar pero no la carga de la prueba dentro
del proceso que en virtud de la presunción de inocencia pesa plenamente sobre la
Administración».
Lo anterior no obsta, con todo, a la aplicación a estos supuestos de la regla gene-
ral de la distribución de la carga de la prueba introducida en el artículo 217 de la Ley
de Enjuiciamiento civil y que tiene en cuenta de forma expresa la STS de 4 de
noviembre de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 8022): «acreditados unos hechos que señalan como
responsable de una concreta infracción administrativa a una persona determinada, no
se vulnera el principio de presunción de inocencia, en su vertiente de distribución de
la carga de la prueba [...] si se pone a cargo del imputado la de acreditar unos hechos
o circunstancias que a su juicio deban también valorarse al decidir sobre tal procedi-
miento, si estos hechos o circunstancias son de tal naturaleza que es el imputado, y no
la Administración, quien posee una plena disponibilidad de los medios de prueba».

C) Indicios y conjeturas

Cuando la prueba realizada por la Administración es «plena» destruye sin dificul-


tades la presunción de inocencia; pero lo ordinario es que no pueda alcanzar tal cali-
dad ya que los hechos que constituyen una infracción no son de los «dejan huella» y,
por ende solo pueden ser probados indirectamente o por indicios. Pero ¿en que medi-
da son admisibles los indicios frente a un derecho constitucionalmente garantizado/
422 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La fortaleza constitucional de la presunción de inocencia le hace inmune a la con-


traprueba realizada por simples indicios o conjeturas que no tienen nunca fuerza bas-
tante para romper aquélla. Conforme al pormenorizado razonamiento de la STS de 5
de febrero de 1990 (Ar. 853; Sánchez Andrade),

en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, a diferencia de lo que ocurre en el pro-


cedimiento penal, no es procedente acudir a indicios racionales o valoraciones de conciencia
para dar por probada una infracción administrativa, viniendo condicionada la legalidad de las
sanciones administrativas por la tipicidad de la falta y por la prueba concluyente e inequívoca
de que el sancionado es el responsable de aquélla.

La jurisprudencia es en principio contraria a esta posibilidad por entender que «en


el Derecho Administrativo Sancionador —dice la STS de 28 de febrero de 1989 (Ar.
1462; Martínez San Juan)— no es posible destruir la presunción de inocencia mediante
sospechas de la culpabilidad o a través de una valoración subjetiva del órgano san-
cionador sin el respaldo de pruebas de los hechos en que pudiera fundarse». O en tér-
minos de la del mismo ponente de 15 de octubre de 1988 (Ar. 7983), «en el Derecho
Administrativo Sancionador no es posible destruir la presunción de inocencia mediante
una valoración de pruebas inexistentes o a través de una deducción que viene del artí-
culo 1.253 del Código Civil, cuando no se han demostrado aquellos hechos directos,
de los cuales y mediante un enlace preciso y directo según las reglas del criterio
humano, hayan de referirse».
Descartados, pues, los indicios, conjeturas y sospechas, así como las valoraciones
subjetivas, hay que atenerse estrictamente a la «probanza plena» (STS 1 de febrero de
1988; Ar. 674; García Estartús) de los hechos y a la «certeza de su existencia» (STS
1 de febrero de 1988; Ar. 660; Jiménez Fernández).
Y en términos más generales, para la STS de 31 de marzo de 1998 (Ar. 2838), la
prueba indiciaría es
aquella que muestra la certeza de unos hechos que no son en sí mismos los integrantes de la
infracción o los determinantes de la culpabilidad, pero de los que cabe inferir lógicamente una
y otra... Dicha prueba sólo será apta para destruir aquella presunción constitucional: a) cuan-
do los indicios estén efectivamente probados; y b) cuando el órgano sancionador haga explí-
cito el razonamiento en virtud del cual, partiendo de tales indicios, obtiene la conclusión de la
realidad del hecho infractor y de la culpabilidad.

En algunos casos, sin embargo, por pura razonabilidad de juicio llegan los tribu-
nales admitir, en contra de la regla general, el valor de la prueba indiciaría: así cuan-
do está en juego la presencia de dolo o culpa pues son cuestiones de índole psicoló-
gica rigurosamente interna que no pueden percibirse directamente por los sentidos de
un observador externo (STS 26 de octubre de 1992, Ar. 8385, García Carrero). Y la
de 6 de marzo de 2000 (3.a, Ar. 7048) llega a firmar que la prueba indiciaría ha de
tener «mayor operatividad» en ámbitos como el de la defensa de la competencia en
los que «difícilmente los autores de los autos colusorios dejarán huella documental de
su conducta restrictiva o prohibida que únicamente podrá extraerse de indicios o pre-
sunciones».

D) Pruebas ilícitamente obtenidas

La circunstancia de que buena parte de las pruebas aportadas por la


Administración sean realizadas directamente por ella fuera del proceso judicial supo-
CULPABILIDAD 423

ne la posibilidad de que hayan sido obtenidos por medios ilícitos, de acuerdo con la
tajante advertencia del artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: «No sur-
tirán efectos las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, vulnerando los derechos
o libertades fundamentales». Una regla admitida sin vacilaciones por la jurispruden-
cia de todos los órdenes.

4. PRESUNCIÓN DE CULPABILIDAD

Tal como hemos visto, tanto la jurisprudencia como la doctrina son pacíficas a la
hora de admitir la presunción de inocencia en el Derecho Administrativo Sancionador
que —recordémoslo—, de acuerdo con la STC 76/1990, de 26 de abril, «rige sin
excepciones en el ordenamiento sancionador y ha de ser respetada en la imposición
de cualesquiera sanciones» o, en la formulación negativa de la STS 29 de octubre de
1999 (3.a, 3.a, Ar. 7906): «No es factible en ningún caso presumir una conducta dolosa
por el mero hecho de las especiales circunstancias que rodean al sujeto pasivo (impor-
tancia econónica, clase de asesoramiento que recibe, etc.)».
Y, sin embargo, esto no es rigurosamente cierto puesto que en determinadas cir-
cunstancias —más frecuentes de las que inicialmente pudieran imaginarse y de las
que ya hemos viendo algunos ejemplos— se tambalea tanto el principio que permite
la afirmación contraria (aparentemente paradójica y más propia del mundo de Kafka
que del de un Estado constitucional de Derecho) de la presunción de culpabilidad,
según puso de relieve hace ya muchos años R E B O L L O P U I G ( 1 9 8 9 , 6 3 2 ss ).
Este autor ha demostrado, en efecto, con la perspicacia que le caracteriza que
existen supuestos en los que lo que precisamente rige es la presunción opuesta, es
decir, la de culpabilidad, de tal manera que corresponde al expedientado demostrar su
inocencia. Lo cual es debido a —y, a su vez, prueba de— las peculiaridades que ofre-
cen las infracciones administrativas, que no pueden reconducirse nunca, ni en este
ámbito ni en ninguno, a un régimen unitario.
Pocos autores hay, en efecto, tan convencidos como R E B O L L O de la unidad esen-
cial del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador así como de la
potestad punitiva única del Estado y, en fin, de la correspondiente exigencia uni-
versal de la culpa para que las conductas sean ilícitas. Pero esto no le ha impedido
constatar que en algunos casos existen importantes peculiaridades de la culpa exi-
gible o, si se quiere, en el modo de exigirla y, como consecuencia de ello, en la ope-
ratividad de las presunciones anejas. En definitiva, cada clase de infracción ofrece
ciertas especialidades que serán mayores o menores en razón del bien jurídico pro-
tegido, del sector del ordenamiento en que aparecen y de la actividad administrati-
va de referencia.
La figura complementaria del caso fortuito ilustra muy bien cuanto se está dicien-
do. En el Derecho Penal [art. 6 bis b) del Código], «si el hecho se causare por mero
accidente, sin dolo ni culpa, se reputará fortuito y no será punible». En cambio, en el
Derecho Administrativo Sancionador puede ser punible, pero no porque se prescinda
del dolo o culpa en la acción sino porque infringe el deber de cuidado o diligencia en
la evitación de un daño previsible. Este ha sido el criterio de la STS de 30 de noviem-
bre de 1981 (Ar. 5332; Botella): contaminadas unas aguas por haberse cerrado una
compuerta que se había dejado abierta, el Tribunal confirma la sanción aludiendo al
deber genérico de evitar la contaminación, cuyo «incumplimiento le es reprochable, a
menos a título de culpa, cuando estos resultados se producen habiéndose podido evi-
tar mediante una diligencia exigible». Añadiéndose a continuación una declaración a
primera vista sorprendente:
424 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

mientras que en el ámbito civil o penal la culpa no se presume y ha de probarse frente al pre-
sunto responsable, en el Derecho Administrativo Sancionador basta el hecho del vertido tóxi-
co desde una industria con titular responsable de su funcionamiento ante la Administración
Pública autorizante, para acreditar la imputabilidad y presumir la culpabilidad con el consi-
guiente desplazamiento de la carga probatoria.

Esta forma de razonar conduce lógicamente a la exclusión en estos casos del prin-
cipio de la culpabilidad (a lo que se resiste, no obstante, R E B O L L O para no romper con
los principios del Derecho Penal) y sustituirla por la presunción de culpa, cuya excul-
pación corresponde al propio infractor.
Las posibilidades de la emergencia de una presunción de culpabilidad no acaban,
con todo, aquí pues también se dan en los supuestos —no infrecuentes en los ordena-
mientos sectoriales— en los que la ley predetermina los responsables. Preceptos que
suelen ser interpretados como manifestaciones de la responsabilidad objetiva; pero, si
se quiere conservar formalmente el principio de culpabilidad, pueden también enten-
derse como manifestaciones de la figura de la presunción de culpabilidad. Como ha
observado agudamente A L E N Z A (2002), «se trata de una especie de presunción de cul-
pabilidad de los titulares de las actividades (contaminantes) por falta de la diligencia
debida para evitar la comisión de la infracción, bastando probar los hechos infracto-
res y la ausencia de causas de justificación para imputar la responsabilidad adminis-
trativa».
Continuando con esta serie de precisiones la STC 129/2003, de 30 de junio decla-
ra que
habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que se le imputaban a la mer-
cantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los órganos administrativos
[...] un principio de prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la
infracción de la norma no le era reprochable [...] Por consiguiente no puede compartirse la
tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola expresión de esta ignorancia de la dife-
rencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar, la acreditada desatención de las nor-
mas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción alguna.

Sobre ello insiste la STS de 10 de diciembre de 2002 (3.a, 7 a, Ar. 2465 de 2003)
al poner de relieve que «la inobservancia (de las normas), salvo prueba en contra-
rio, evidencia, cuando menos, una falta de diligencia». Por lo que, en consecuencia,
«acreditada la conducta o participación que constituye el soporte de la infracción,
la apreciación del requisito de la culpabilidad deriva hacia la acreditación psicoló-
gica de la imputabilidad, y dicha imputabilidad es de aceptar mientras no conste
ningún hecho o circunstancia con entidad bastante para disminuirla». Y, además,
carga con la prueba de la falta de culpa al imputado ya que cuando distingue entre
los hechos constitutivos de la infracción y hechos eximentes o extintivos, lo hace
para gravar con la prueba de los primeros a la Administración, y con la de los
segundos al presunto responsable: «por lo que se refiere a la carga probatoria en
cualquier actuación punitiva, es al órgano sancionador a quien corresponde probar
los hechos que hayan de servir de soporte a la posible infracción, mientras que al
imputado únicamente le incumbe probar los hechos que puedan resultar excluyen-
tes de su responsabilidad».
La presunción de culpabilidad no es, por lo demás, un hecho normativo preté-
rito anómalo, como nos demuestra la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos de 7 de octubre de 1988, más arriba ya citada, dictada a propósito del
artículo 392.1 del Código francés de Aduanas, donde se declara que «el poseedor
de mercancías de contrabando será responsable de la infracción».
CULPABILIDAD 425

Esta presunción de culpabilidad resulta a primera vista incompatible con la pre-


sunción de inocencia recogida en el artículo 6 del Convenio, tal como puso de relieve
TENEKJDES en su voto particular al Informe de la Comisión, añadiendo que

el procedimiento consistente en deducir la culpabilidad de un mero hecho material prescin-


diendo de cualquier análisis psicológico, haciendo abstracción del llamado elemento intencio-
nal o moral, lleva a una especie de automatismo poco conforme con la exigencia de unos moti-
vos o fundamentos, tradicional en el Derecho Penal. Este carácter automático deja de lado la
presunción de inocencia, sustituyéndola por una auténtica presunción de culpabilidad.
La deducción de la culpabilidad lleva [..,] a la inversión de la carga de la prueba que recae así
sobre el acusado, mientras que la parte acusadora no está obligada a probar el dolo del proce-
sado: le basta con invocar el hecho de la tenencia del objeto prohibido. Esta situación que-
branta el principio de la igualdad de medios.

El tribunal, no obstante, llegó a otra conclusión y no apreció contradicción algu-


na: en parte porque no vio en el Código de Aduanas una presunción de culpabilidad
sino una presunción de responsabilidad (penal), que no es lo mismo, y en parte tam-
bién porque, a la vista de las circunstancias del caso concreto, entendió que el tribunal
francés había castigado sin llegar a hacer uso de esa hipotética presunción de culpa-
bilidad en que se basaba fundamentalmente el recurso.

5. APOTEOSIS GARANTISTA Y PRUDENCIA DE LOS TRIBUNALES

Es probable que la aplicación estricta de la presunción de inocencia ha de produ-


cir no pocas satisfacciones a los jueces que se tienen por garantes de las libertades y
de los derechos individuales y más todavía a los abogados defensores de los «presun-
tos» infractores a quienes tal presunción ofrece innumerables posibilidades de esca-
par de las mallas de la ley. Otros sentimientos tienen, sin embargo, los funcionarios
diligentes que no ven forma de demostrar la autoría de las infracciones mínimamente
sofisticadas, así como los ciudadanos que carecen por completo de protección frente
a ellas.
Nadie puede pensar seriamente en un sacrificio arbitrario de los derechos indivi-
duales; mas tampoco puede entenderse la postergación gratuita de los intereses públi-
cos y colectivos por no hablar de los de los peijudicados directamente por la infrac-
ción, máxime si se tiene en cuenta que un Estado social de Derecho puede establecer
jerarquías de derechos e intereses, puesto que su objetivo es lograr un equilibrio de
los contrapuestos, del que desde luego estamos hoy muy lejos.
La presunción de inocencia nació en un momento histórico de absolutismo, se
confirmó al cabo de un siglo como necesaria reacción contra las dictaduras del siglo xx
y forzoso es reconocer que en estos contextos operaba efectivamente como un con-
trapeso del Poder político arbitrario, como el fiel que equilibraba la balanza. En la
actualidad española, sin embargo, las circunstancias han cambiado sustancialmente y
es lamentable, por tanto, que una figura de tan preclaro origen se haya petrificado
hasta tal punto al no acertar a adaptarse a los nuevos tiempos, haya terminado con-
virtiéndose en un factor de desequilibrio.
No se trata sólo de la mudanza de los contextos políticos y sociales, es que hoy
han aparecido formas de conductas ilícitas en las que no tiene entrada la presunción
de inocencia de corte tradicional. Actualmente es una burla aplicar este principio a la
criminalidad organizada, a las grandes empresas, en general a las estructuras capita-
lísticas anónimas y clandestinas, a los ilícitos sofisticados y a las conductas tecnoló-
gicamente desarrolladas. No es lo mismo investigar las irregularidades de elaboración
426 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cometidas por un panadero artesano o las de manipulación de alimentos de un tende-


ro de ultramarinos que las que realiza una multinacional o tienen lugar en una cade-
na comercial con miles de empleados y un sistema informático impenetrable. ¿Qué
garantiza y a quién protege aquí la presunción de inocencia?
Veamos un primer ejemplo tomado de la STC 45/1997, de 11 de marzo (ya rela-
cionada páginas atrás). En el caso los hechos quedaron perfectamente demostrados
pero el titular de la nave se negó a facilitar los nombres de la tripulación y piloto el
día de la infracción. Él fue sancionado personalmente en vía administrativa y el
Tribunal Supremo confirmó la multa. El Tribunal Constitucional, no obstante, le
absolvió por considerar que había sido condenado por meros indicios que vulneraban
el derecho fundamental a la presunción de inocencia.
Similar es el caso resuelto por la STSJ de Murcia de 23 de marzo de 1999 (Ar.
906). Se sancionó al propietario de un barco que había infringido normas de pesca.
En vía judicial se revocó la multa porque no se apreció culpabilidad del sancionado al
no ser responsable de la infracción y «sólo aquél que ha participado en los hechos
puede responder personalmente de los mismos; no bastando, por consiguiente, con ser
el propietario el buque, si no se han dado órdenes o instrucciones expresas encami-
nadas a la comisión de los actos constitutivos de la infracción (salvo que la ley dis-
ponga otra cosa)».
Sin desconocer todo lo anterior hay que tener siempre presente que la jurispru-
dencia debe ser ante todo prudencia que excluye el rigor de la servidumbre irracio-
nal a los textos y a los dogmas.
Piénsese que cuando los hechos imputados son negativos (por ejemplo, el carecer
de licencia cuando sea constitutivo de infracción) se produce una situación muy curio-
sa, dado que, por la presunción de inocencia, la carga de la prueba corresponde a la
Administración, pero por las reglas generales del proceso, los hechos negativos son
de prueba imposible para el que los alega. Ante esta contradicción la STS 4 de
febrero de 1991 (Ar. 1169; García Estartús) se inclinó por la primera solución: «no ha
quedado probado por la Administración que la recurrente careciera de la licencia en
cuestión, ya que dicho elemento de hecho no ha sido objeto de prueba en ningún
momento. Por ello, y prescindiendo de otras consideraciones, la falta de prueba de la
ausencia de licencia determina, en virtud del principio constitucional de presunción
de inocencia consagrado en el artículo 24 de la Constitución, que por la Sala se apre-
cie que la recurrente no ha cometido la infracción que se le imputa». Solución que, a
mi juicio, no es correcta porque se libera al expedientado de realizar una prueba
extraordinariamente sencilla (la exhibición de la licencia) y que no guarda proporción
con las dificultades de la prueba negativa contraría que se impone a la
Administración.
Aunque también es verdad es que no faltan muestras de otra línea jurisprudencial
más prudente: la STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 601), por ejemplo, ha adver-
tido a este propósito que
aunque la culpabilidad de la conducta también debe ser objeto de prueba, ha de considerarse,
en orden a la asunción de la correspondiente caiga, que ordinariamente los elementos voliti-
vos y cognoscitivos necesarios para apreciar aquélla forman parte de la conducta típica probada
y que su exclusión requiere que se acredite la ausencia de tales elementos o que se ha
empleado la diligencia que era exigible por quien aduce su inexistencia; no basta, en suma,
para la exculpación frente a un comportamiento típicamente antijurídico la invocación de
ausencia de culpa.

La mejor brecha por la que puede penetrarse en el imponente muro de la presun-


ción de inocencia es el razonamiento judicial expresado en la motivación formal de la
CULPABILIDAD 427

sentencia. Porque todas estas constataciones de probanza plena deben ser razonadas
suficientemente, puesto que entre la percepción física de las pruebas y la afirmación
de la existencia de los hechos hay un espacio que debe ser llenado por la actividad
intelectual del juez, al que es inevitable reconocer un margen de apreciación más bien
amplio. La valoración de las pruebas es una operación rigurosamente personal, aun-
que de ella se quiera reducir en lo posible el subjetivismo del enjuiciamiento: «La pre-
sunción de inocencia no impide que puedan fijarse unos hechos como probados a tra-
vés de razonadas y convincentes presunciones, pero para ello es menester que se
prueben de manera directa y certera los hechos de los que sea posible deducir mediante
un enlace lógico y preciso, con la particularidad de que la referida presunción nor-
mativa de los hechos no sea destruida por otros en contrario deducidos bien directa-
mente o bien por la misma vía de presunciones, pero de una mayor entidad de con-
vencimiento» (STS 7 de diciembre de 1988; Ar. 10127; Martínez San Juan).
O en términos más simples y también más contundentes: «Cabe una valoración de
las pruebas con arreglo a un juicio íntimo y personal que con arreglo a su conciencia
ha de realizar el juzgador; [pero] el resultado de la prueba ha de ser tal que pueda
racionalmente establecer la certeza de los hechos constitutivos de la infracción» (STS
de 7 de diciembre de 1989; Ar. 9462; Martínez San Juan). Y, por lo mismo, «la potes-
tad sancionadora exige probar y, en su caso, razonar convincentemente», como dice
la STS de 2 de noviembre de 1988 (Ar. 8622; González Navarro): justificando así la
anulación de un acto sancionador que se había limitado a rechazar las alegaciones
expuestas por el particular con la simple tacha de que eran «gratuitas»; un epíteto que
no constituye un razonamiento.
Ni que decir tiene que este rigor en la constatación de los hechos, en la exigencia
de su probanza plena, apareja un riesgo —el de que nunca pueda probarse nada de
forma absolutamente satisfactoria— y de aquí la permisibilidad del «razonamiento»
del juzgador, como único medio de hacer frente al obstruccionismo del infractor
cómodamente atrincherado en su presunción de inocencia. Pero a veces los tribunales
en contra del sentido común se autolimitan a inhiben de forma escandalosa que per-
mite los abusos más graves de los infractores. Valga de ejemplo la STS de 24 de
noviembre de 1989 (Ar. 8357; García Estartús): «sin que el no haberse facilitado el
acceso a los pisos, e imputado al expediente dicha obstrucción, baste para acreditar la
existencia del hecho sancionado; porque de dicha obstrucción pueden derivar las con-
secuencias a que haya lugar en el orden jurídico-administrativo, pero no sustituir la
prueba del hecho por unos indicios o sospechas por fundadas que sean».

VII. RESPONSABILIDAD SOLIDARIA Y SUBSIDIARLA

A estas alturas del capítulo ya estamos en condiciones de adentramos en el análi-


sis de una de las cuestiones aparentemente más contradictorias y desde luego más
enigmáticas del Derecho Administrativo Sancionador: la responsabilidad solidaria y
subsidiaria derivada de una infracción. Calificativos que se merecen porque esta figura
parece incompatible con los principios más arraigados del Derecho punitivo: los de
culpabilidad, personalidad del castigo y hasta el de proporcionalidad. Al menos ésta
es la opinión del Tribunal Supremo en la Sentencia de 26 de enero de 1998 (3.a, 6. ,
Ar. 573): la responsabilidad solidaria
no puede penetrar en el Derecho Administrativo Sancionador porque, de lo contrario, se
derrumbaría el fundamento del sistema punitivo, según el cual cada uno responde de sus pro-
pios actos, sin que quepa, con el fin de una más eficaz tutela de los intereses públicos, esta-
428 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

blecer responsabilidad alguna sancionable solidariamente por actos ajenos [...] Tal imputación
solidaria impide la efectividad de otro principio básico del orden sancionador, cual es el de la
proporcionalidad, al no ser susceptible la sanción impuesta solidariamente de graduación o
moderación atendiendo a las circunstancias personales e individuales de cada uno de los
infractores.

Criterio reiterado inmediatamente después en la Sentencia de 6 de febrero de 1998


(3.a, 6.a, Ar. 1443) al afirmar sin ambajes que la «regla de la imputabilidad solidaria
contraviene el principio de la responsabilidad personal o de culpabilidad sobre el que
se asienta todo el sistema punitivo». Y con más detalles y concreción, la de 21 de
marzo de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 3834), en la que, con objeto de salvar el respecto al prin-
cipio, acude al manido argumento de que solo se trata de una «flexibilización» del
mismo:
La más moderna y reciente jurisprudencia iniciada con la Sentencia de 20 de mayo de
1992 dictada en recurso extraordinario de revisión y superadora de anteriores vacilaciones,
paladinamente proclama [...] la responsabilidad de las empresas por los actos de sus emplea-
dos, haciéndose notar a seguido que tal afirmación no comporta una preterición del principio
de culpabilidad, que indudablemente rige en materia sancionadora, ni un olvido de la perso-
nalidad de la sanción (responsabilidad por hechos propios) sino una acomodación de estos
principios a la efectividad de un deber legal (el que incumbe a las empresas de juego), deber
que arrastra en caso de incumplimiento, la correspondiente responsabilidad para el titular de
las mismas, aunque tenga su origen en una actuación o en un no hacer negligente de quien,
encontrándose a su servicio, tiene encomendado el funcionamiento de la sala de juego.

En este punto —y un tanto sorprendentemente— no es tan riguroso el Tribunal


Constitucional, como aparece en la Sentencia 76/1990, de 26 de abril, sobre el ar-
tículo 38.1 de la Ley General Tributaria:
no es trasladable al ámbito de las infracciones administrativas la interdicción constitucional de
la responsabilidad solidaria en el ámbito del Derecho Penal, puesto que no es lo mismo res-
ponder solidariamente cuando lo que está enjuego es la libertad personal que hacerlo a través
del pago de una cierta suma de dinero en la que se concreta la sanción tributaria siempre pro-
rrateadle a posteriori entre los distintos responsables individuales. De aquí la necesidad de
tener en cuenta [...] que la recepción de los principios constitucionales del orden penal por el
Derecho Administrativo Sancionador no puede hacerse mecánicamente y sin matices, esto es,
sin ponderar los aspectos que diferencian a uno y otro sector del Ordenamiento Jurídico.

A este propósito, PARADA (en el «Estudio preliminar» al libro de LOZANO, 1990,


12) ha criticado duramente la posición del tribunal observando que también los tri-
bunales penales pueden imponer multas y, entonces «¿por qué no aceptar también
la responsabilidad solidaria para las multas penales? Y en el caso de delito fiscal
¿tiene acaso sentido que cuando se trate de defraudaciones menores a cinco millo-
nes la responsabilidad sea solidaria y desaparezca para las infracciones de cinco
millones y una peseta, es decir, para las multas más graves, las constitutivas de deli-
to fiscal? El Tribunal Constitucional nos previene contra el riesgo de trasladar
mecánicamente los principios penales a las sanciones administrativas, pero más
debía cuidar él de las absurdas consecuencias que derivan de aplicar reglas y prin-
cipios diversos a infracciones divididas por la línea convencional de un límite cua-
litativo».
Volviendo a la Sentencia 76/1990, en ella se precisa también —lo que no resulta
menos importante— que la solidaridad no implica responsabilidad objetiva, que sí
seria inconstitucional:
CULPABILIDAD 429

Ha de señalarse que el precepto no consagra una responsabilidad objetiva sino que la res-
ponsabilidad solidaría allí prevista se mueve en el marco establecido con carácter general para
los ilícitos tributarios por el artículo 77.1, que gira en tomo al principio de la culpabilidad. Una
interpretación sistemática de ambos preceptos permite concluir que también en los casos de
responsabilidad solidaría se requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve [...] y es
que el articulo 38.1 conecta con toda nitidez la responsabilidad solidaría a la realización o
colaboración en la realización de una infracción tributaría.

En cualquier caso y dejando a un lado estas vacilaciones jurisprudenciales, el


hecho es que nuestro Ordenamiento Jurídico admite y regula la figura de la respon-
sabilidad solidaria y subsidiaria en diversas variantes.
Por lo pronto en múltiples leyes sectoriales se hace una referencia expresa a ellas:
abundancia que exime de una pormenorización y transcripción detalladas. Valga, por
todas, a título de ejemplo, la fórmula utilizada con mayor frecuencia en la legislación
de los años ochenta: «1. La responsabilidad corresponde:... c) En las infracciones
cometidas por terceros, a la persona física o jurídica a la que vaya dirigida el precep-
to infringido o a las que las normas correspondientes atribuyan específicamente la
responsabilidad. 2. La responsabilidad administrativa se exigirá a las personas físicas
o jurídicas a que se refiere el punto 1 sin peijuicio de que éstas puedan deducir las
acciones que resulten procedentes contra las personas a las que sean materialmente
imputables las acciones» (art. 138 de la Ley de Ordenamiento de Transportes de 30
de julio de 1987, reproducido incluso literalmente en otras varias).
Si queremos pormenorizar algo más los textos, podemos encontrarlos en el
siguiente breve repertorio: En unos casos se impone la responsabilidad solidaria
«cuando no sea posible determinar el grado de participación de las distintas personas
que hubieren intervenido en la realización de la infracción y sin peijuicio del derecho
a repetir frente a los demás participantes» (art. 37.3 de la Ley de 27 de marzo de 1989,
de conservación de espacios naturales; y en términos sensiblemente literales el art.
19.2 de la Ley 23 de marzo de 1995, de vías pecuarias, el artículo 70.2 de la Ley 21
de noviembre de 2003, de patrimonio de las Administraciones Públicas y el 116.2 de
la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001). El artículo 75.1 de la Ley del Patrimonio
Histórico Español de 25 de junio de 1985 emplea otra técnica distinta cuando decla-
ra que «serán responsables solidarios cuantas personas hayan intervenido en la explo-
tación y aquellas otras que por su actuación u omisión, dolosa o negligente, lo hubie-
ran facilitado o hecho posible».
De estos textos se deduce inequívocamente —y para empezar— que una persona
es el autor imputable de la infracción y otra distinta el responsable por imperativo
legal, quien, aun no siendo el autor material, como es el que ha de cargar con las con-
secuencias económicas de la acción de éste, eventualmente pueda luego repercutirlas.
Esta realidad normativa indiscutible plantea el problema de su constitucionalidad,
que a primera vista debiera rechazarse si nos atenemos a las incompatibilidades dog-
máticas denunciadas por el Tribunal Supremo en las sentencias que acaban de ser trans-
critas y que no quedan desvirtuadas, sin más, por las declaraciones de la STC 76/1990,
que sólo se refieren estrictamente a lo dispuesto en la Ley General Tributaria.
Dos sentencias muy próximas del Tribunal Supremo del año 1998 adoptan a tal
propósito posiciones contrapuestos. La de 2 de febrero (3.a, 6.a, Ar. 1443) anula un
reglamento que establecía una responsabilidad solidaria por considerar que invadía la
reserva legal y, además, en términos más ambiciosos porque «la regla de la ímputabi-
lidad solidaria contraviene el principio de responsabilidad personal o de culpabilidad
sobre el que se asienta todo el sistema punitivo». La de 23 de marzo (Ar. 2828) de la
misma Sala y sección invalida también la cláusula reglamentaria, mas no por razones
430 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de carácter constitucional sino porque la ley habilitadora no había contemplado nin-


guna imputación de tal naturaleza, indicando así inequívocamente que la ley hubiera
podido hacerlo sin incurrir en inconstitucionalidad.
Como muestra de tolerancia implícita valga la STS de 19 de diciembre de 2000
(3.a, 6.a, Ar. 9572) en la que se afirma que «lo que no puede aceptarse de ninguna
manera es que la responsabilidad solidaría por infracciones administrativas pueda
establecerse por normas puramente reglamentarias. Ello es contrario al principio o
regla de legalidad».
El operador jurídico, una vez más, se encuentra desconcertado ante un dilema que
parece insuperable. Porque si hace caso de la doctrina jurisprudencial indicada ha de
dejar a un lado un buen paquete de textos legales que admiten y regulan de forma
expresa la responsabilidad solidaria y subsidiaria; y si aplica tales textos corre el riesgo
de ser luego desautorizado por algún tribunal de control.
Ahora bien, antes de entrar en el análisis de la cuestión nuclear de la constitucio-
nalidad de esta figura, resulta imprescindible identificar las variantes y subvariantes
más conocidas, cuya evidente heterogeneidad impide un tratamiento jurídico unifor-
me y cuyo tratamiento singularizado quizás nos ayude a superar las contradicciones
denunciadas.

1. DIVERSOS AUTORES RESPONSABLES INDEPENDIENTES DE UNA MISMA INFRACCIÓN

Valga como ejemplo inequívoco de esta variante lo dispuesto en el artículo 228 de


la Ley del Suelo de 1976: «1. En las obras que se ejecuten sin licencia [...] serán san-
cionados con multas el promotor, el empresario de las obras y el técnico director de las
mismas. 2. Las multas que se impongan a los distintos sujetos como consecuencia de
una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente». En términos similares el
artículo 116.2 de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001, en la infracción de apertura
no autorizada de pozos, enumera como responsables al titular del terreno, al promotor
de la captación, al empresario que ejecuta la obra y al técnico director de la misma.
Como se ve, aunque la infracción es única, las multas son independientes. No se
trata, por tanto, en rigor de una responsabilidad solidaria sino de varias autorías y de
varias sanciones. Además, como se supone que el autor material o directo de los
hechos sólo habrá sido uno de ellos, habrá que concluir que a los demás se les exige
una responsabilidad objetiva, que el Tribunal Supremo ha llegado a rechazar en tér-
minos contundentes en la Sentencia de 3 de mayo de 1908 (3.a, Bruguera, Ar. 3469) a
costa de violar sin paliativos la letra y el espíritu de la ley:

no se puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuere él el responsable por el
mero hecho de haber sido el promotor [...] pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus
acaso eventuales responsabilidades conjuntamente con las de los facultativos y contratistas que
proyectaron, dirigieron y ejecutaron las obras, a fin de determinar las responsabilidades de
unos y otros [...] y antes de sancionar a todos o a algunos de ellos, procede investigar quién
fue el negligente, para imponer la sanción a quien resulte serlo, y absolver a los no culpables.

Compárese ahora esta sentencia con la de 6 de febrero de 1991 (3.a, Oro-Pulido,


Ar. 778) que versa sobre la misma materia que la que acaba de citarse. Aquí se trataba
igualmente de la responsabilidad solidaria impuesta al promotor, constructor y
facultativo y, habiéndose sancionado únicamente al promotor, el tribunal deja sin
efecto la multa y ordena la retroacción del expediente al trámite de instrucción para
que puedan depurarse las eventuales responsabilidades de todos los intervinientes,
CULPABILIDAD 431

pues «no parece lógico que en un procedimiento sancionador que por imperativo
constitucional ha de aplicar los principios y garantías de individualización de las res-
ponsabilidades, con independencia de la solidaridad aludida, no se analice la parti-
cipación del constructor en los hechos sancionados [...] siendo evidente que no se
puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuera él el responsable, por
el mero hecho de haber sido promotor, por los vicios o defectos aparecidos en ella,
pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus acaso eventuales responsabilida-
des conjuntamente con los facultativos y contratistas a fin de depurar las responsabi-
lidades de unos y otros».
Como se ve, la aplicación de la responsabilidad legal subsidiaria está proporcio-
nando a los jueces no pocos quebraderos de cabeza y explica lo errático de sus reso-
luciones, según puede confirmarse en la STS de 14 de junio de 1983 (3.a, Gutiérrez
de Juana, Ar. 3507), en la que se distingue entre la regla de una responsabilidad gené-
rica solidaria y la excepción de una responsabilidad individualizada cuando de los
hechos así se deduzca: «De las irregularidades han de responder genéricamente , tan-
tos unos como otros, dada la evidente intervención de todos ellos en la promoción y
material ejecución de las obras, sin perjuicio de que en cada caso pueda aquilatarse y
ser determinada en la práctica cuáles de ellos pueden ser imputables exclusivamente
a cualquiera de esos responsables legalmente contemplados en su conjunto».
Otra interpretación podría ser la presencia, por imposición legal, de una presun-
ción de culpabilidad, que el juez podría —y debería— intentar destruir para atribuir a
cada uno la sanción que le corresponde. E incluso una presunción de autoría culpa-
ble: una enormidad jurídica que sólo podría justificarse convirtiendo la imputación de
autoría en una imputación de culpabilidad. Pero en cualquier caso no sería nunca una
variante de responsabilidad solidaria ya que aquí hay diversos autores.
El problema de fondo es en último extremo el de determinar —pasando por alto la
inequívoca dicción de la ley— si en estos supuestos se trata de una o de varias infrac-
ciones. Si recordamos, por ejemplo, el artículo 228 de la Ley del Suelo, que acaba de
ser trascrito, puede entenderse o bien que, tal como literalmente dice el texto, existe
una sola inflicción (ejecución de obras sin licencia) o bien que existen varias infrac-
ciones (promoción de obras sin licencia, dirección técnica de obras sin licencia y rea-
lización de obras sin licencia). Si las obligaciones fueran tres, y tres las subsiguientes
infracciones, no existiría dificultad alguna a la hora de multar a los tres responsables
puesto que no intervendría la prohibición del bis in idem; mientras que si la infracción
fuera única, no resultaría fácil explicar esta triplicidad sancionadora de la misma pers-
pectiva del non bis in idem. La Sentencia de 3 de mayo de 1998 citada entendía esto
último y por ello se negó a condenar. En cambio, la STS de 16 de diciembre de 1993
(Ar. 9644; Barrio), afirma sin vacilaciones la pluralidad de infracciones urbanísticas y,
por ende, de responsables, a los que, en razón de tal pluralidad e incluso independen-
cia, no une vínculo alguno de solidaridad, mancomunidad o subsidiariedad:

Se plantea la cuestión de la vulneración del principio de igualdad ante la ley por el hecho
de la distinta cuantía de las sanciones impuestas a la propiedad, a la dirección técnica de la
obra y a la empresa constructora [...] [pero] no hay razón alguna que permita equiparar obli-
gatoriamente a las distintas infracciones a la hora de aplicar las sanciones. Expresamente así
lo recoge el artículo 228.4 de la Ley del Suelo y lo reproduce el 59 del Reglamento de
Disciplina Urbanística cuando afirma que «las multas que se interpongan a los distintos suje-
tos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente».

A mi entender la interpretación más plausible es la siguiente: Lo que es único es


el hecho infractor (la ejecución material de las obras). Pero a este hecho único la ley
432 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

anuda una pluralidad de infracciones —derivadas de una pluralidad de acciones (de


acuerdo con lo explicado ya en otro lugar de este libro)—, cada una con su corres-
pondiente autor.

2. D I V E R S O S AUTORES RESPONSABLES SOLIDARIOS DE UNA MISMA INFRACCIÓN

El artículo 130.3 de la LPAC establece con carácter general para un hecho idénti-
co al anterior un régimen distinto al previsto específicamente en la legislación secto-
rial: «Cuando el cumplimiento de las obligaciones previstas en una disposición
corresponda conjuntamente, responderán de forma solidaria de las infracciones que,
en su caso, se cometan y de las sanciones que se impongan».
Aquí el hecho es único (un incumplimiento) y únicas también la acción y corre-
lativamente la infracción y la sanción; lo que sucede es que de esas infracción y san-
ción únicas responden solidariamente todos los partícipes, de tal manera que, satisfe-
cha la multa por uno de ellos quedan todos liberados; y, por lo mismo, la
Administración puede exigir el pago total a cualquiera de ellos. De esta manera se
resuelven limpiamente, al parecer, las dudas que venían agobiando a la jurispruden-
cia que acaba de ser repasada. En los términos del artículo 1145 del Código Civil, «el pago
hecho por uno de los deudores solidarios extingue la obligación. El que hizo el pago
puede reclamar de sus codeudores la parte que a cada uno corresponde». El problema
está, no obstante, en determinar esa parte que a cada uno corresponde, puesto que la
solidaridad no se deriva de la obligación sino que viene impuesta por la ley, y, la ley
—según acaba de verse— no sólo impone la solidaridad en la sanción sino también
en la comisión de la infracción mas sin señalar cuota alguna. El ejemplo más conocido
de esta variante es el del artículo 38.1 de la Ley General Tributaria en su versión de
1985, en el que se establece que «responderán solidariamente de las obligaciones tri-
butarias todas las personas que sean causante o colaboren en la realización de una
infracción tributaria».
Este régimen —en opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 1 - 1 0 2 ) que debe suscribir-
se— se extiende tanto a las obligaciones solidarias en sentido estricto como a las man-
comunadas en mano común. La autora ve, además, muy útil esta figura porque gra-
cias a ella la sanción pecuniaria se podrá exigir a cualquiera de los coobligados, evi-
tando así a la Administración el enojoso —y con frecuencia imposible— procedi-
miento de depurar la responsabilidad de todos y cada uno de los responsables solida-
rios cuando se trata de agrupaciones numerosas y a veces indeterminadas (herencias
yacentes, comunidades de bienes, así como las que carecen de personalidad jurídica).
Pues si esto es así, no se acaba de entender la afirmación que hace la autora en la
página 96 de la monografía que tantas veces se está citando: «El expediente sancio-
nador se deberá incoar frente a todos los que han tenido participación en los hechos
constitutivos de la infracción al objeto de que la Administración examine a lo largo
del procedimiento el grado de responsabilidad de cada uno de los partícipes, sin per-
juicio de que, tras determinar la responsabilidad de cada uno de los intervinientes, la
Administración haga recaer la sanción únicamente sobre uno de los responsables.
Posteriormente, aquél que hubiera hecho frente al pago de la sanción podrá, en el
ámbito de sus relaciones internas, dirigirse al resto de los responsables reclamando el
resarcimiento propio de la mancomunidad, no pudiendo exigir nada a aquellos que la
Administración hubiese considerado exentos de responsabilidad».
Yo dudo seriamente de la viabilidad de este sistema pues no me parece claro que
la Administración esté legitimada para señalar las cuotas de responsabilidad que
corresponden a cada uno, máxime cuando no existen criterios para fijarlas. Puesto
CULPABILIDAD 433

que se trata de relaciones privadas entre particulares, la decisión debería correspon-


der al juez civil, pero la intervención de éste complicaría aún más la situación y tam-
poco él dispone de criterios de repartición.
Ni que decir tiene que todas estas dificultades en cuanto que derivadas de la soli-
daridad desaparecen cuando se prescinde de ella y se acude a la fórmula, mucho más
sencilla y problemática, de prescindir de la solidaridad y considerar las sanciones
como independientes de acuerdo con el explicado en el número anterior. La STS de
10 de noviembre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 8426) ha roto de esta forma el nudo gordiano
de la solidaridad y sancionado independientemente —por prácticas restrictivas de la
competencia— a la empresa que había realizado materialmente la infracción y a la
asociación de que formaba parte por considerar que «tratándose de personas jurídicas
distintas, nada impide que la sanción sea impuesta a ambas, si ambas resultan culpa-
bles de la conducta objeto del reproche».

3. RESPONSABILIDAD SUBSIDIARIA O SOLIDARIA DEL GARANTE

Aparece establecida y regulada en el apartado segundo del mismo artículo 130.3


de la LPAC en los siguientes términos: «Serán responsables subsidiarios o solidarios
por el incumplimiento de las obligaciones impuestas por la ley que conlleven el deber
de prevenir la infracción administrativa cometida por otros, las personas físicas y jurí-
dicas sobre las que tal deber recaiga, cuando así lo determinen las leyes reguladoras
de los distintos regímenes sancionadores».
Un caso claro de responsabilidad subsidiaria —en cuanto que es la ley la que
determina tal carácter— es la previsión del artículo 40.1 de la Ley General Tributaria,
en el que, con anterioridad a la modificación de 1985, se establecía que «serán res-
ponsables subsidiariamente de las infracciones simples por omisión y de defraudación
cometidas por las personas jurídicas, los administradores de las mismas que por mala
fe o negligencia grave no realizasen los actos necesarios que fueran de su incumben-
cia para el cumplimiento de las obligaciones tributarias infringidas, consistiesen el
incumplimiento por quienes de ellos dependan o adopten acuerdos que hicieren posi-
ble tales infracciones».
Aunque no sea necesario recordarlo parece útil tener presente que la responsabi-
lidad subsidiaria sólo entre en juego si falla el responsable principal. Como advierte
la STS de 7 de febrero de 1990 (3.a, Ar. 961, Barrios), «para que pueda imputarse sub-
sidiariamente a una persona responsabilidad en la comisión de una infracción es
ineludible que exista un responsable principal que, por cualquiera que sea la causa, no
responde».
Volviendo al artículo 130.3, en él se recoge y regula la figura del «garante», (a la
que me refiero en otros lugares de este libro), si bien lo realiza en unos términos que
abren no pocas dudas.
Por lo pronto queda muy claro que la responsabilidad del garante solamente surge
cuando esté prevista en una ley. Si la ley que establece la responsabilidad del garante
determina, como debe hacerlo, si es solidaria o subsidiaria, no hay problema. Pero ¿qué
sucede si no dice nada al respecto? Podría entenderse entonces que, por afectar el silen-
cio a un elemento esencial de la obligación, ésta es nula, es decir, que no surge tal res-
ponsabilidad. Y también podría entenderse que corresponde o bien a la Administración
o bien al garante escoger cuál de las dos variantes es la utilizable en cada caso. Todas
estas interpretaciones son plausibles aunque, desde luego, no convincentes. A mí per-
sonalmente me gusta más la solución de colocar al garante en la posición de responsa-
ble subsidiario respecto del infractor, y ello porque me parece más congruente con la
434 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

proporcionalidad: duro es ya que el garante, y no el autor, sea el responsable; pero déje-


sele, al menos, en la condición subsidiaria.
Las dificultades hermenéuticas suben de punto hasta convertirse en irresolubles a
la hora de examinar la estructura de la norma y la articulación de las obligaciones y
responsabilidades que en ella aparecen. En este apartado, en efecto, se describen dos
obligaciones:
1 ,a Una obligación principal cuyo cumplimiento corresponde a una persona: si
lo que realmente sucede es el incumplimiento, se comete una infracción, cuya autoría
corresponde a tal persona (el «otro», que dice la norma).
2.a Un deber anejo (el de prevenir la infracción administrativa contra la obliga-
ción principal) impuesto al garante, que va a resultar responsable, solidario o subsi-
diario, en caso de que la infracción tenga lugar.

Con esta estructura normativa tenemos que el garante se convierte en responsable


de la infracción principal cometida por el «otro». Ahora bien, quedan sin determinar
los efectos del deber anejo. Porque éste puede entenderse de dos maneras: o bien es
un deber de resultado, es decir, que queda incumplido por el simple hecho de no haber
conseguido prevenir la infracción principal; o bien es un deber de conducta, de tal
manera que lo único que se exige al garante es que adopte todas las medidas a su
alcance para evitar la infracción. La primera hipótesis parece, más bien, descartable
en un sistema subjetivo como es el español. Y, si esto es así, aún queda por determi-
nar la incidencia del garante en la conducta del otro:

— Si el garante ha actuado con dolo o culpa, es claro que la responsabilidad ha


de ser completa e inevitable.
— Si el garante ha actuado con negligencia, sería fácil también sostener su res-
ponsabilidad.
— Pero, si el garante ha actuado con diligencia exquisita, es muy duro endosarle
la responsabilidad.

Lo lamentable del caso es que, una vez más y como casi siempre, la ley, en lugar
de despejar dudas y aclarar situaciones, establece con cierta frivolidad regímenes
ambiguos de muy difícil solución, al menos mientras no se elabore y consolide una
doctrina fiable.
Por último, y en otro orden de consideraciones, es de tener en cuenta que, indepen-
dientemente de la conducta del garante, su responsabilidad únicamente surge si ha habi-
do culpabilidad por parte del «otro», es decir, del infractor. Y ello por la sencilla razón
de que, si no hay culpabilidad del autor, no hay infracción; y, si no hay infracción, no
hay responsabilidad para ninguno. Afirmación de puro sentido común y lógica, que se
encuentra, además, avalada por la STC 76/1990, de 26 de abril, cuando afirma que la
responsabilidad solidaria «requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve».
En resumidas cuentas: en los supuestos de responsabilidad solidaria o subsidiaria,
es claro que tiene que mediar culpabilidad por parte del autor; pero, en cambio, queda
abierta la cuestión de si también es exigible alguna variedad de ella por parte del
garante.
Lo que parece claro en todo caso es que en esta variante de responsabilidad no se
respeta, en cambio, el principio de proporcionalidad en los casos en que el garante ha
de asumir toda la deuda sancionadora. El caso del avalista civil es distinto puesto que
asume voluntariamente tal obligación; pero tratándose de una imposición legal es difí-
cil justificar la evidente desproporción del castigo.
CULPABILIDAD 435

Nótese que la LPAC admite la posibilidad de que las leyes especiales establezcan
tanto una responsbilidad subsidiaria como solidaría. Pues bien, tratándose de una res-
ponsabilidad solidaria cada una habrá de pagar la fracción de la multa que le corres-
ponda; mientras que si se trata de la variante subsidiaria el garante o no paga nada (si
el autor ha cumplido) o lo paga todo (si no ha cumplido).
D E P A L M A ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 7 - 1 0 8 ) entiende que, siendo garantes los padres y tutores
de menores, les alcanza la responsabilidad subsidiaria de las infracciones realizadas
por éstos, así como —y en todo caso— por la deuda resarcitoria de los daños que en
su caso derivaren de tal conducta; pero únicamente si los menores (o los incapaces
psíquicos) tienen «capacidad de culpabilidad» puesto que, si carecen de ella, no pue-
den cometer infracción alguna y por ende no puede generarse responsabilidad directa
ni subsidiaria. Lo cual parece correcto aunque deja abierta la oportunidad en el
Derecho Administrativo Sancionador de las actiones liberae in causa.
De cualquier manera que sea, la más grave incógnita que plantea este precepto es
la siguiente: supuesta una ley que coloca a una persona en la posición de garante y no
precisa la clase de responsabilidad que de ella puede derivarse, es difícil conjeturar si
será solidaria o subsidiaria (y ya hemos visto que las consecuencias prácticas entre
una y otra solución son enormes) [...] o ninguna. Y si efectivamente no surgiese res-
ponsabilidad ¿cuáles serán las consecuencias jurídicas del incumplimiento del garante?
Sin olvidar, en fin, que al margen de las dos variantes aludidas en la LPAC algu-
nas leyes sectoriales —y no pocas como ha documentado D E P A L M A en la página 1 0 6
del lugar citado— atribuyen al garante una responsabilida autónoma y directa por las
infracciones cometidas por el ente: una responsabilidad ni solidaria ni subsidiaria
sino, por así decirlo, complementaria.
La LPSPV, insatisfecha (y con razón) del régimen del artículo 130 de la ley
estatal, se ha apartado deliberadamente del mismo ensayando otro aparentemente
más sencillo que se basa —como explicaremos al final de este capítulo— en la fic-
ción legal de que el garante debe ser considerado y tratado como autor de la infrac-
ción: un salto mortal que cambia por completo los planteamientos y soluciones de
la LPAC, ya que, en su calidad de autor, se convierte automáticamente en respon-
sable. Pero nótese que autor de la infracción cometida realmente por el autor mate-
rial, no del incumplimiento del deber de vigilancia. Un dato esencial que significa
que si no hay infracción material, no es responsable al no ser autor de algo que no
se ha cometido. Así lo declara de forma expresa el último apartado del n.° 2 del
artículo 6: las personas garantes «no responderán cuando, por cualquier motivo, no
se determine la existencia de la infracción que deben prevenir o la autoría material
de la persona respecto de la que el deber de prevención se ha impuesto. Si se decla-
rara tal existencia y autoría, aquéllas responderán, aunque el autor material no sea
declarado culpable por aplicación de una causa de exclusión de la imputabilidad o
la culpabilidad».
Las peculiaridades de este sistema son tales que la Exposición de Motivos se ha
visto obligada a justificarlas prolijamente: «No estamos ante un tipo infractor consis-
tente en el incumplimiento de un deber de vigilancia sino ante una forma de partici-
pación en la comisión de la infracción que se considera como la autoría [...] Debe
tenerse en cuenta que no siempre que la infracción del otro se produzca resultará apli-
cable la norma que nos ocupa. No lo será cuando aun produciéndose la infracción, el
deber se haya observado, pues no es un deber de evitar un resultado (aunque a eso
tienda) sino un deber de vigilancia, el cual se cumple cuando se despliega la activi-
dad razonablemente exigible para impedir la comisión de la infracción, con indepen-
dencia de que ésta se cometa o no. Este modo de entender el precepto viene exigido
por el principio de culpabilidad y de responsabilidad personal. Si se sanciona a una
436 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

persona con la sanción correspondiente a la autoría respecto de una infracción que ha


cometido otro, con el único fundamento de que aquélla tenía un deber legal de preve-
nir la comisión de la infracción, con independencia de si se ha hecho o no todo lo
razonablemente exigible en cumplimiento de ese deber, se está instaurando una res-
ponsabilidad objetiva por hechos ajenos, lo cual es la negación misma del Derecho en
lo que al ius puniendi se refiere».

4. CULPABILIDAD DE LOS RESPONSABILES SOLIDARIOS Y SUBSIDIARIOS

Insistiendo en la cuestión clave de si es necesaria en todo caso la presencia de cul-


pabilidad en el responsable solidario, puesto que de su respuesta depende la constitu-
cionalidad de las normas que imponen tal responsabilidad, adelanto ya que hay opi-
niones para todos los gustos.
El Tribunal Constitucional en su Sentencia 76/1990, de 26 de abril, a propósito del
artículo 38.1 de la Ley General Tributaria —después de declarar, como antes se ha
visto, que la responsabilidad solidaria no es incompatible, en principio, con la
Constitución— deduce que el juicio de constitucionalidad sobre un precepto legal que
establezca este tipo de responsabilidad habrá de hacerse casuísticamente para deter-
minar si el texto impugnado contradice, o no, los principios constitucionales. A este
propósito el artículo 38.1 de la Ley General Tributaria supera este juicio dado que en
él «se conecta con toda nitidez la responsabilidad solidaria a la causación y colabora-
ción en la realización de una infracción tributaria». Lo que —sigue diciendo— «per-
mite concluir que también en los casos de responsabilidad solidaria se requiera la con-
currencia de dolo o culpa aunque sea leve».
Una «conclusión» que, a mi modo de ver, contradice las reglas elementales de la
lógica porque lo que se deduce del texto es que en la ley enjuiciada sí que se exige
dolo o culpa a los causantes y colaboradores, mas no que esto sea una calidad gené-
rica de la responsabilidad solidaria. Al afirmar esto el tribunal no realiza deducción
(«conclusión») alguna sino que establece un apriorismo que no aparece justificado en
el razonamiento que le precede.
Dejando a un lado el escrúpulo lógico anterior, la STC 146/1994, de 12.5, referida
al artículo 7.2 de la Ley de 28 de julio de 1989, declara su inconstitucionalidad por-
que, a diferencia del caso anterior, extiende la responsabilidad a miembros de la uni-
dad familiar «que no hayan cometido ni colaborado en la realización de las infraccio-
nes» (a los que en consecuencia no se les exige culpabilidad alguna), vulnerando así
el principio de personalidad de la sanción protegido por el artículo 25.1 de la
Constitución.
El Tribunal Supremo ha sido singularmente explícito en los supuestos de respon-
sabilidad subsidiaria o solidaria de las empresas por ilícitos cometidos por sus emple-
ados, que ha justificado con los motivos más variados si bien todos coincidentes en
no abandonar el principio de culpabilidad, aunque sea acudiendo a argumentos un
tanto forzados y hasta peregrinos como el que antes se ha visto en la STS de 21 de
marzo de 1998 (3a.6 a, Ar. 3834):

Pues la más moderna y reciente jurisprudencia iniciada con la Sentencia de 20 de mayo


de 1992 dictada en recurso extraordinario de revisión y superadora de anteriores vacilaciones,
paladinamente proclama [...] la responsabilidad de las empresas por los actos de sus emplea-
dos, haciéndose notar a seguido que tal afirmación no comporta una preterición del principio
de culpabilidad, que indudablemente rige en materia sancionadora, ni un olvido de la perso-
nalidad de la sanción (responsabilidad por hechos propios).
CULPABILIDAD 437

O en el más banal de la culpa in vigilando de la de 31 de mayo de 2000 (3.a, 3.a,


Ar. 4908): « No cabe apreciar como circunstancia atenuante el desconocimiento de la
empresa de lo hecho por sus empleados. Esto podría tener trascendencia a efectos de
eludir responsabilidades penales pero no en el ámbito de las sociedades anónimas
pues [...] la responsabilidad de los concesionarios ha de extenderse a los actos reali-
zados por sus empleados, cuya diligencia debe ser vigilada por aquéllos». Sin olvidar
la de 26 de enero de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 7330) que viene a reconocer implícitamente la
responsabilidad objetiva por incumplimiento aunque verbalmente la rechace: «La
responsabilidad del empresario principal no es una responsabilidad presunta fundada
en el mero hecho de la subcontratación sino una responsabilidad fundada en el prin-
cipio de culpabilidad en el incumplimiento de las obligaciones de seguridad e higie-
ne que deriva de las facultades de organización del centro de trabajo siempre que se
trate de actividades propias».
En una línea intermedia conciliatoria, algunas sentencias del Tribunal Supremo
consideran que la exigencia de culpabilidad es una cuestión de mera legalidad y por
ello admiten que sea regulada por medio de ley, mas por lo mismo rechazan que
pueda ser recogida en una norma reglamentaria habida cuenta de la ineludible reser-
va legal.
En resumidas cuentas, el régimen general de la responsabilidad solidaria y sub-
sidiaria en el Derecho Administrativo Sancionador resulta singularmente confuso
puesto que su propia naturaleza constitucional es dudosa y más todavía su viabilidad
operativa. A fuer de sincero confieso que a estas alturas todavía no sé (mejor dicho,
cada día sé menos) si el Tribunal Constitucional admite, o no, la responsabilidad
solidaria y subsidiaria. Mi impresión es que en principio la rechaza por el conocido
escrúpulo dogmático de la exigencia constitucional de la culpabilidad que a primera
vista no aparece en estas figuras. Pero a renglón seguido el tribunal, con objeto de
no tener que invalidar tantas leyes especiales y generales que la reconocen de forma
expresa, acude a una habilidosa, aunque banal, manipulación técnica. Si la respon-
sabilidad solidaria no tiene entrada en el sistema constitucional porque en ella falta
la culpabilidad, para solucionar esta dificultad basta con buscar una cierta culpabili-
dad en el responsable solidiario o subsidiario, lo que resulta muy fácil si se acude a
las etéreas variantes de la culpa leve o levísima o la falta de diligencia debida: autén-
ticas ganzúas que en manos de un juez dispuesto a sancionar le permiten abrir las
puertas formalmente acorazadas de la culpabilidad respetando los dogmas porque
¿quién no es capaz de encontrar en cualquiera una culpa o negligencia o impruden-
cia leve o levísima?
Cierto es que, en este cambio mágico de posiciones, el deterioro de la del res-
ponsable puede justificarse por el hecho de que contra él no se dirige ningún repro-
che ético ni social y que, por ello, no necesita ser protegido, a diferencia de lo que
sucede con el autor, inequívocamente reprochado en razón de ser él quien ha incum-
plido las obligaciones y violado el Ordenamiento Jurídico. Un grano de verdad hay en
ello, desde luego, puesto que es evidente que al responsable no-autor nada se le repro-
cha; pero la justificación no es convincente dado que, aunque sea sin reproche algu-
no, resulta gravemente peijudicado puesto que, en definitiva, es él quien ha de pagar
la multa y, en su caso, resarcir.
El cambio, de puro sencillo, resulta sospechoso: basta, en efecto, dejar a un lado
la reprochabilidad ética o social para que deje de ser imprescindible la culpabilidad,
pueda ser alterada la presunción de inocencia, se pasen por alto la ignorancia y el
error y quede explicada, como la cosa más natural del mundo, la responsabilidad de
las personas jurídicas. En este nuevo escenario desaparece la culpabilidad (y con ella
un sistema jurídico milenario) y la estrella polar va a ser la seguridad del tráfico. La
438 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

infracción atrae irresistiblemente a la sanción, de tal manera que si no aparece el


autor, o éste resulta insolvente, ha de inventarse un responsable para que se restablez-
ca el orden violado.
Resumiendo: Parece encomiable que el legislador haya recogido la distinción
entre infractor y responsable, aunque la regulación de ambos, en lo que a culpabilidad
atañe, sea más que deficiente. Para el infractor porque deja en el aire la cuestión de la
culpabilidad, sin que valga de disculpa que en este punto serán aplicables las reglas
generales. Y para el responsable porque introduce una grave confusión al no dejar
claro si la responsabilidad objetiva o cuasiobjetiva que establece (por mera inobser-
vancia) se refiere a todos los responsables, en cuyo caso comprendería también a los
infractores, o únicamente a los responsables no autores, como puede defenderse de
acuerdo con una interpretación que responde más bien a los deseos del intérprete que
a la intención del legislador.
Las vacilaciones y cautelas se agravan más todavía si tenemos en cuenta que
distan mucho de estar resueltas las dudas que plantea la dialéctica, y eventual con-
tradicción, entre la LPAC, por un lado, y las leyes sectoriales, por otro, cuando
éstas contienen un pronunciamiento expreso sobre el particular; lo que no es raro
ni mucho menos. Al hilo de la legislación de contrabando la Jurisprudencia ha
venido admitiendo, por ejemplo, la responsabilidad por autoría de personas que
no habían participado en los hechos. La Sentencia de 4 de marzo de 1992 (Ar.
1933; Llórente) así lo declara, concretamente, de forma expresa, sancionando al
propietario ya que «si bien es cierto que no se encontraba a bordo de la embarca-
ción cuando ésta fue apresada transportando el alijo [...] no denunció su desapa-
rición en lo comandancia de marina». Es decir, que en las infracciones de contra-
bando —a diferencia de lo que sucede con las de tráfico— la autoría se imputa
directamente al propietario del vehículo y no a quienes cometen materialmente la
infracción.
Como el caso de las personas jurídicas es, con todo, el más significativo, conviene
seguir insistiendo sobre él, completando lo ya advertido más atrás.
Algunas leyes extienden la responsabilidad a las personas que ocupan cargos
directivos de una entidad por considerar que esta medida produce unos efectos
disuasorios mucho más intensos que los de la conminación de sanción a una enti-
dad que va a pagarla con sus fondos sociales y que, incluso, puede contabilizar la
multa como un costo más de producción o de administración. En ocasiones, tal res-
ponsabilidad se explica jurídicamente mediante la técnica de la culpabilidad. Así
aparece en el artículo 15.1 de la Ley 26/1988, de 29 de julio: «quien ejerza en la
entidad de crédito cargos de administración o de dirección será responsable de las
infracciones muy graves o graves cuando éstas sean imputables a su conducta dolo-
sa o negligente».
Pero en otros casos la responsabilidad surge de forma rigurosamente objetiva,
según se establece en el número 2 del mismo artículo:

Serán considerados responsables de las infracciones muy graves o graves cometidas por
las entidades de crédito sus administradores o miembros de sus órganos colegiados de admi-
nistración, salvo en los siguientes casos:
a) Cuando quienes formen parte de órganos colegiados de administración no hubieran
asistido por causa justificada a las reuniones correspondientes o hubiesen votado en contra o
hubiesen salvado su voto en relación con las decisiones o acuerdos que hubiesen dado lugar a
la infracción.
b) Cuando dichas infracciones sean exclusivamente imputables a comisiones ejecutivas,
consejeros-delegados, directores general u órganos asimilados, u otras personas con funciones
en la entidad.
CULPABILIDAD 439

Responsabilidad acumulada que no hay que confundir con la propia de los titula-
res de un órgano colectivo por el incumplimiento de sus obligaciones y que les corres-
ponde exclusivamente a ellos y no al ente, como tipifica el artículo 40 del Real
Decreto Legislativo 1298/1986, sobre adaptación del Derecho vigente en materias de
establecimientos de crédito al de las Comunidades Europeas, para los miembros de
las Comisiones de Control de las Cajas de Ahorro.
Fórmulas, en cualquier caso, que reaparecen en algunas otras leyes, como en la de
Defensa de la Competencia de 17 de julio de 1989. O en el artículo 43.1 de la Ley
33/1984, de 2 de agosto, sobre Ordenación del Seguro Privado (redacción de 1988):
«Las entidades de seguros [...] así como quienes ostentan cargos de administración o
dirección en las mismas, que infrinjan normas de ordenación del seguro privado, incu-
rrirán en responsabilidad administrativa sancionadora.» O el artículo 85 de la Ley
General Tributaria, también en su redacción de 1988:

Si eL sujeto infractor fuese una entidad de crédito, además de las sanciones que resulten
procedentes, podrán ser impuestas a quienes ostenten en ellas cargos de administración o direc-
ción y sean responsables de las infracciones conforme a la Ley sobre Disciplina e Intervención
de las Entidades de Crédito, las sanciones previstas en los artículos 12 y 13 de la citada Ley.

Muy novedosa en el Derecho español —permeable en este punto a las influencias


de los Derechos norteamericano y europeo, a los que antes se ha aludido— es la pre-
vención del artículo 8 de la Ley 16/1989, de Defensa de la Competencia, donde se
extiende la responsabilidad no a otras personas físicas, como hasta ahora hemos esta-
do viendo, sino a otras entidades: «A los efectos de la aplicación de esta Ley, se
entiende que las conductas de una empresa previstas en la misma, son también impu-
tables a la empresa que la controla, cuando el comportamiento económico de aqué-
llas es determinado por ésta».
En mi opinión y para concluir, la responsabilidad solidaria y subsidiaria es la par-
cela más desafortunadamente tratada del Derecho Administrativo Sancionador, pues
en ella coincide una regulación positiva improvisada y banal con una jurisprudencia
que dista mucho de tener las ideas claras. Aquí no hay, por tanto, criterio hermenéu-
tico alguno que merezca ser apoyado o criticado. Y lo más graves del caso es que se
trata de un tema de rabiosa actualidad y de enorme importancia práctica ya que de
hecho se refiere casi exclusivamente a infracciones cometidas por personas jurídicas.
Es probable incluso que ésta sea la causa de la confusión: por ser derivación de una
materia que sigue siendo la Cenicienta del Derecho Administrativo Sancionador,
como vamos a comprobar inmediatamente.
El reproche anterior no puede dirigirse, sin embargo, al Ordenamiento jurídico tri-
butario, dado que la Ley General Tributaria de 2003 ha establecido un mecanismo
muy acertado que podría servir de modelo para el Derecho Administrativo San-
cionador común o general. De acuerdo con él, y para empezar, se considera que tanto
la responsabilidad solidaria como la subsidiaria son excepciones únicamente admisi-
bles cuando aparecen configuradas en una ley. Y la propia Ley General abre la mar-
cha estableciendo algunos supuestos.
Concretamente, la conjugación de los artículos 182, 42 y 43, resulta que:

a) Son responsables solidarios del deudor principal «las personas o entidades


que sean causantes o colaboren activamente en la realización de una infracción tribu-
taria», así como «las que suceden por cualquier concepto en la titularidad o ejercicio
de explotaciones o actividades económicas».
440 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

b) Son responsables subsidiarias «los administrados de hecho o derecho de las


personas jurídicas» en los términos que se indicarán en el epígrafe siguiente de este
mismo capítulo.

VIII. LA PRUEBA DE FUEGO: EL CASO DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

Si hasta ahora hemos encontrado dos obstáculos formidables para la admisión del
principio de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, en las páginas
siguientes tendremos que examinar un tercero, no menos graves, que pone en cues-
tión hasta sus mismas raíces.
El caso de las personas jurídicas somete, en efecto, a una dura prueba el dogma
actual de la exigencia de la culpabilidad, puesto que estas personas, en cuanto que no
son personas físicas, son insusceptibles de una imputación, como la de culpabilidad,
reservada por su propia naturaleza a los seres humanos. La consecuencia lógica de
ello habría de ser la exclusión de su responsabilidad administrativa sancionadora,
exactamente igual que lo que sucede (o sucedía) en el Derecho Penal. Y, sin embargo,
nos encontramos aquí ante un fenómeno singular: incluso los más ardientes defenso-
res de la unidad de la potestad punitiva del Estado no se atreven a afirmar en este
supuesto las últimas consecuencias de su tesis y admiten aquí una diferencia esencial,
puesto que reconocen sin vacilar la capacidad de las personas jurídicas para ser sujetos
activos de infracciones administrativas o, al menos y en todo caso, para ser suje-
tos pasivos de sus sanciones, tal como declara de forma expresa el artículos 130.1 LPAC.
Esta peculiaridad no suele explicarse técnicamente con detalle y la doctrina salta
sobre ella sin otra justificación —absolutamente banal— que la de que en este punto
los principios del Derecho Penal deben ser «matizados» a la hora de su extensión al
Derecho Administrativo Sancionador.
La situación, en cualquier caso, es muy incómoda ya que basta con una excepción
para que se tambalee todo el principio. El día en que una manzana —una sola man-
zana— se quede flotando en el aire, habrá que repensarse el principio o ley de la gra-
vedad.
Desde el punto de vista de la política criminal no faltan voces que defienden el
reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas —independiente-
mente de que otras que afirman que ésta ya se ha impuesto en nuestro Derecho a par-
tir de la reforma del Código de 1995—, argumentando que gracias a ella se lograrían
dos tipos de ventajas: por un lado se evitaría la hipocresía y la injusticia de condenar
a personas inocentes, aun cuando sea una condena penal simbólica puesto que su ver-
dadero objetivo es abrir la posibilidad de una condena civil de la persona jurídica de
que se trate; y por otro, para solventar la dificultad de individualizar la autoría y par-
ticipación de personas físicas en la comisión de ciertos delitos cuyos sujetos activos
hipotéticamente podrían ser personas jurídicas. OCTAVIO DF. TOLEDO ( 2 0 0 0 ) , sin
embargo, ha reaccionado con energía frente a estas tendencias, que para él ocultan la
intención de excluir de la responsabilidad penal a las personas físicas que hayan
intervenido como autores o partícipes del hecho delictivo: medio seguro de asegurar
la impunidad de tales personas físicas, a las que poco importa una condena penal que
no afecta a su libertad personal y cuyo importe, si es una multa, puede contabilizarse
sin dificultad en la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa y, tratándose de la
supresión de la personalidad, puede sustituirse fácilmente por otra nueva. Para este
autor, resulta imprescindible, en consecuencia, atornillar la responsabilidad personal
de los autores, normalmente los fundadores o dirigentes de las empresas, como única
forma de desestimular las conductas delictivas de estas últimas. Reconociendo el peso
CULPABILIDAD 441

de estos argumentos en el Derecho Penal, valen poco para el Derecho Administrativo


Sancionador puesto que aquí no caben sanciones de privación de libertad; y no estando
en juego ésta, la multa siempre terminará corriendo a cargo de la persona jurídica.

1. PLANTEAMIENTO

La cuestión de la responsabilidad infractora de las personas jurídicas no puede ser


planteada ni resuelta en términos universales puesto que está inevitablemente condiciona-
da por circunstancias concretas. Cada sociedad y cada tiempo han resuelto con fórmulas
propias los supuestos de responsabilidad. En la Europa medieval eran imputables los ani-
males y hasta las cosas que producían daños y en épocas anteriores las consecuencias de
la sanción se mantenían durante varias generaciones y se cargaban sobre la familia del
autor y en su caso sobre los miembros de la comunidad vecinal o corporativa prescin-
diendo por completo de las circunstancias de autoría y por supuesto de culpabilidad.
Quiere esto decir que la solución hay que buscarla en el Derecho positivo concreto
y en su trasfondo cultural, de tal manera que las dificultades empezarán cuando no
exista una respuesta legal expresa, pues entonces habrá que indagar en los contextos
del Ordenamiento Jurídico —empezando por la culpabilidad— para, a su vista, adop-
tar la opción más plausible.
El análisis de la cuestión puede arrancar de dos puntos de partida:

a) El dogmático, que es el tradicional, basado en la aceptación acrítica de dos


teorías procedentes del Derecho Penal y luego tomadas por el Derecho Administrativo
Sancionador: el principio de que la imposición de sanciones (tanto penales como
administrativas) implica la presencia de alguna culpabilidad en el autor del delito; y
el principio (derivado de ordinario del anterior, aunque no siempre) de que las perso-
nas jurídicas no pueden cometer infracciones: societas delinquere non poíest.
b) El realista, que no se apoya en dogmas jurídicos sino en constataciones de
fenómenos observables y fundamentalmente: 1) la existencia de ciertas disposiciones
generales y sectoriales que declaran sin ambajes tal responsabilidad; 2) la comisión
habitual de tales infracciones por parte de personas jurídicas, incluidas las
Administraciones Públicas; 3) una práctica administrativa y judicial vacilante y con-
tradictoria en lo que se refiere a este régimen. Quienes adoptamos este segundo punto
de partida no estamos dispuestos a pasar por alto las consecuencias de tales constata-
ciones y creemos que cuando hay discordancia entre la realidad (sea normativa o
sociológica) y las teorías, deben éstas adaptarse a aquélla y no a la inversa.
El realismo es también el último argumento de un autor de tan reconocido prag-
matismo como Q U I N T E R O ( 1 9 9 1 , 2 8 0 ) para quien «sin duda pueden darse situaciones
materialmente injustas (por ejemplo, el Director de una Agencia bancaria infringe
gravemente las normas sobre el control de cambios, dando lugar a una sanción con-
tra el Banco pese a que los órganos de administración de éste hubieran desconocido
tales prácticas); pero más injusto seria aún, para la Administración y para el resto de
los ciudadanos, desvincular a la persona jurídica de los actos de sus miembros u obli-
gar a la otra parte, en una relación pública o privada, a demostrar que la actuación de
la persona física en el caso concreto expresaba la voluntad societaria».
A partir de lo anterior se abre un abanico de posturas teóricas que pueden mati-
zarse así:
a) Radicalización negativa a la sombra del Derecho penal: Si en el Derecho
penal las personas jurídicas no pueden delinquir, en consecuencia, tampoco podrán
cometer infracciones administrativas.
442 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Esta postura, por muy generalizada que esté, resulta inadmisible porque:
1) Históricamente se atribuye el principio a Sinebaldo de Fieschi (siglo xm); pero se
olvida que lo que él afirmó es que no podía «pecar» (era un problema de excomu-
niones). Del pecar al delinquir hay un buen salto. De hecho, tanto entre los canonis-
tas como entre los posglosadores hay opiniones para todos los gustos. 2) En la actua-
lidad el balance comparatista es más bien contrario. Todos los países anglosajones,
Holanda, Francia, Reino Unido, Finlandia, Irlanda y Dinamarca están a favor de su
capacidad penal, como también la jurisprudencia de la Unión Europea. Los países que
la rechazan son minoritarios.
b) Radicalización negativa a la sombra del Derecho constitucional y de sus
garantías irrenunciables derivadas de los principios de la culpabilidad y de la perso-
nalidad de las penas.
c) Postura negativa relajada, que intenta atenuar el rigor de la teoría o bien «modu-
lando- en el Derecho Administrativo Sancionador el principio absoluto de la culpabili-
dad del Derecho penal, o bien admitiendo medidas de efectos similares a las sanciones
aunque legalmente no lo sean; o bien admitiendo excepcionalmente la responsabilidad
que se explica a través de la técnica de la culpa in vigilando o del garante.
d) Postura afirmativa basada en una amplia gama de argumentos claramente
diferentes pero convergentes en el fondo.

El apoyo tradicional más sólido se encuentra en la teoría clásica de la imputación


orgánica, que sirve para dar una explicación global al fenómeno y que, además, se
encuentra ya perfectamente elaborada en el Derecho público a propósito de la res-
ponsabilidad (civil) de las personas jurídico-públicas.
Desde la Edad Media y desde los inicios del Derecho Canónico sabemos que las
personas morales actúan necesariamente a través de sus órganos o, más exactamente
todavía, a través de las personas físicas titulares de sus órganos. Pues bien, la llamada
teoría del órgano sirve cabalmente para imputar legalmente a la persona jurídica la
actuación que realizan las personas físicas en ella integradas. Y por ello mismo, si la
persona jurídica se beneficia de todos los actos provechosos realizados por sus órga-
nos, igualmente debe responder de todos los actos peijudiciales. Con lo cual se explica
con absoluta naturalidad la responsabilidad (civil) de las Administraciones
Públicas, dejando abierta únicamente la cuestión de la responsabilidad concurrente de
los titulares de los órganos.
En mi opinión, la teoría de la imputación orgánica es igualmente aplicable a la
responsabilidad por ilícitos administrativos y en los mismos términos que opera en el
ámbito de las responsabilidad civil. El responsable ha de ser único en todo caso y será
la persona jurídica si es que se ha beneficiado de los efectos favorables del hecho,
independientemente de que la persona física haya actuado con órdenes expresas o sin
ellas.
Aunque también es verdad que puede surgir la responsabilidad personal de las
personas físicas en los siguientes supuestos: cuando han obrado bajo decisión propia
o cuando han obrado con responsabilidad independiente, es decir, sin pretender impu-
tar sus actuaciones a la persona jurídica. Igualmente cabe la responsabilidad personal
de directores y gerentes en términos equivalentes a los que operan en los Derechos
Penal, Mercantil y Laboral.
En resumidas cuentas: el análisis del régimen de las personas jurídicas —en las
que, por definición, su naturaleza excluye la presencia de culpabilidad personal indi-
vidualizada en su sentido estricto— nos ha servido para constatar que esta ausencia
no excluye la ilicitud, de tal manera que la responsabilidad de tales personas se exige
ordinariamente tanto en España como en el extranjero.
CULPABILIDAD 443

Dentro de esta misma postura positiva mucho más modernas son las explicacio-
nes basadas en la «capacidad de acción de las personas jurídicas»: si hay normas diri-
gidas a ellas es porque se las tiene por capaces de cumplimiento e incumplimiento. O
la teoría de la «culpabilidad de la organización»: la culpabilidad en el sentido moderno
ya no se basa en el libre albedrío sino desde consideraciones preventivas ya que el
Ordenamiento Jurídico exige de las personas jurídicas que establezcan los controles
internos oportunos para impedir las conductas criminales de sus miembros, derivando
así en situaciones que recuerdan las actiones liberae in causa.
Mayor importancia que la cuestión de la distribución de la responsabilidad
tiene otra que es previa, a saber, la de determinar quiénes son las personas físicas
encuadradas en la empresa cuyas acciones pueden ser imputadas a las personas
jurídicas. Algunos Derechos son tremendamente generosos en este punto puesto
que se atienen fundamentalmente al mero dato de la dependencia orgánica mien-
tras que otros, como el inglés y el alemán, lo reducen a los altos directivos (brain
area). De la jurisprudencia comunitaria europea ha deducido N I E T O M A R T Í N (1996,
p. 213) que allí el criterio decisivo es que «la persona natural que actúe este capa-
citada realmente para comprometer a la empresa, sin importar el concreto rango
que ésta ocupe en su estructura interna y si jurídicamente tiene o no capacidad para
obligarla».
A todo esto nuestra jurisprudencia sigue una línea vacilante en la que pueden
encontrarse casi todas las tendencias doctrinalmente conocidas. En la STS de 25
de enero de 1986 (3.a, Ar. 71, Martín del Burgo) se rechaza, por ejemplo, la alega-
ción de inimputabilidad de una persona jurídica «máxime en el derecho sanciona-
dor administrativo, al que se va recurriendo en detrimento del clásico Derecho
Penal ordinario, por necesidades prácticas [...] siguiendo una tendencia común de
despenalización, precisamente para adaptarse mejor a los tipos de contravenciones
propios del mundo moderno en el que la fórmula de la sociedad anónima, u otras
semejantes, es un buen remedio para eludir responsabilidades; fenómeno que
requiere, como justa réplica, sujetar a estas sociedades a las mismas responsabili-
dades a que están sujetas las personas físicas, sobre todo teniendo en cuenta que
en estas contravenciones administrativas se excluyen las sanciones privativas de
libertad».
Capital es, con todo, la STC 246/1991, de 19 de diciembre, en la que se intenta
compatibilizar la responsabilidad de las personas jurídicas con la exigencia de cul-
pabilidad, por cuya circunstancia habremos de encontramos con ella varias veces en
las siguientes páginas.

2. LA LECCIÓN DE LA CAUSÍSTICA

Para intentar aclarar todo esto, a continuación va a hacerse una exposición pre-
via en tres vertientes —la de las medidas de seguridad, alimentación y orden social—,
porque se da la circunstancia de que en este punto es difícil elaborar una teoría gene-
ral. Escondiendo (por así decirlo) la cabeza debajo del ala, la doctrina y la jurispru-
dencia esquivan cuidadosamente los planteamientos globales y se limitan al análisis
de un sector determinado. Y se han escogido los tres enunciados por la sencilla razón
de que el primero ha dado lugar a una copiosa jurisprudencia y del segundo y terce-
ro se han ocupado dos juristas sobresalientes, la calidad de cuyos trabajos me per-
mite limitarme a hacer un breve resumen de sus exposiciones y remitirme a ellos in
totum.
444 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

A) Medidas de seguridad en Bancos y Cajas de Ahorro

Los Decretos 2.113/1977 y 1.084/1978, a los que dio luego rango legal el Decreto-
Ley 3/1979, de 26 de enero, impusieron a los Bancos y Cajas de Ahorro la obligación
de instalar y mantener en funcionamiento determinadas medidas de seguridad contra
atracos. Como consecuencia de la no instalación de las tales medidas y, caso más fre-
cuente todavía, de no hacer uso de ellas los empleados, se impusieron innumerables
multas, que han dado lugar a una copiosa jurisprudencia del Tribunal Supremo. Casi
un centenar (sic) de sentencias se han producido con referencia a supuestos idénticos
y ni que decir tiene que la inmensa mayoría tienen el mismo tenor literal; pero curio-
samente no siempre es así, puesto que a veces varía el texto y, lo que es más impor-
tantes, el fallo. En cualquier caso, la cuestión debatida es siempre la misma: hasta qué
punto es responsable la empresa (persona jurídica) de las infracciones administrativas
cometidas por sus empleados por no haber puesto en marcha puntualmente las medi-
das de seguridad obligatorias. A tal propósito —y por muy extraño que parezca— se
detectan tres soluciones discordantes:

a) Postura afirmativa

Con carácter dominante el Tribunal Supremo no ha vacilado en confirmar las san-


ciones administrativas impuestas a los Bancos por infracciones cometidas por sus
empleados negligentes. La Sentencia de 28 de noviembre de 1989 (Ar. 3331;
Bruguera) invoca a este propósito nada menos que treinta y cinco sentencias anterio-
res que estiman la responsabilidad por culpa in eligendo o in vigilando:

residiendo el correcto fundamento de la responsabilidad administrativa del empresario por las


faltas de los empleados o familiares a su servicio y cometidas con ocasión de prestarlo en la
culpa in eligendo o en la in vigilando con arraigo milenario en el Derecho común; de la misma
manera que, y con el mismo fundamento, la jurisprudencia declara con carácter general en el
ámbito del Derecho Administrativo Sancionador la responsabilidad de las personas jurídicas
por la actuación de sus dependientes y empleados.

En términos de la Sentencia de 24 de febrero de 1989 (Ar. 1144; Cáncer), que se


cierra con una enfática declaración de carácter general,
la posible actuación negligente de los empleados era imputable a la empresa, pues como ha
declarado este tribunal, no puede aceptarse la tesis de que una vez instaladas las medidas de
seguridad impuestas reglamentariamente, quede aquélla exonerada de posible responsabilidad
por el no uso por los empleados, dado que sigue recayendo sobre la empresa la obligación de
control e inspección sobre su correcto funcionamiento. Sin que con tal imputación de respon-
sabilidad se conculque el principio de responsabilidad de las sanciones, ya que en el ámbito
del Derecho Administrativo Sancionador las personas jurídicas pueden incurrir en responsa-
bilidad por la actuación de sus empleados.

b) Postura negativa

Pero el Tribunal Supremo se ha pronunciado con la misma contundencia (si bien


con menos frecuencia) en sentido contrario y para el idéntico y reiterado supuesto de
la negligencia en el uso de los mecanismos de seguridad, declarando —como, entre
otras muchas, hace la Sentencia de 8 de abril de 1988 (Ar. 4441; Oro-Pulido)— que
CULPABILIDAD 445

«no cabe exigir responsabilidades a la empresa bancaria por la conducta individual y


personal de sus funcionarios».

c) Jurisprudencia de revisión

La contradicción que acaba de ser expuesta ha provocado la intervención de la


Sala Especial de Revisión, que desgraciadamente está dictando, a su vez, sentencias
contradictorias. Así, la de 29 de octubre de 1987 (Ar. 7436; Jiménez Hernández) se
inclinó por la tesis afirmativa mientras que las de 17 de octubre y 1 de diciembre de
1989 (Ar. 9239; Mateos García), por la negativa. Y, por si esto fuera poco, las dos últi-
mas citadas cuentan con votos particulares suscritos por varios magistrados, partida-
rios de la tesis positiva, que demuestran el encono de la polémica y la dificultad de
encontrar una solución estable.
Así las cosas, vale la pena examinar las dos últimas sentencias citadas, puesto que
la de diciembre se remite a la de octubre, cuyo texto reproduce en lo sustancial:
en el esquema del concepto al que se reconduce toda infracción administrativa, uno de los
principales componentes es el que se conoce con el nombre de culpabilidad, producto de una
milenaria evolución histórica [la no utilización de los aparatos de seguridad] es debida a los
empleados, que conocían su deber de hacerlo y es imputable directa e inmediatamente a ellos
y no a la empresa como consecuencia de la dimensión personalisima del ilícito, sea penal o
administrativo; es, por tanto, a los autores de tal conducta a quien ha de achacarse la culpabi-
lidad de lo sucedido e imponerse la sanción, para que además pueda cumplir ésta su misión
profiláctica de prevención especial y servir de ejemplo para ocasiones futuras.

El voto particular, por su parte, también se remite al presentado por los mismos
firmantes en la Sentencia de 17 de octubre de 1989 y se apoya de forma expresa en la
Sentencia de la misma fecha de Revisión de 29 de octubre de 1987, así como en otras
muchas de la Salas Cuarta (11 de febrero de 1985, 29 de junio de 1987, 27 de junio de
1988) y Quinta (10 de febrero, 16 de marzo, 7 de abril, 8 de abril y 20 de julio de
1988), de donde se deduce en resumen que

la falta de cumplimiento, ejercicio o uso de las medidas establecidas acarrea la responsabilidad


administrativa de la empresa como titular del negocio [...] ya que nos encontramos aquí con
situaciones o supuestos próximos a la denominada responsabilidad casi objetiva por razones de
prevención de los delitos y medidas de seguridad pública. Esta corriente se aprecia incluso en
el ámbito de la jurisdicción civil, al valorar supuestos de responsabilidad en situaciones de ries-
go, y en la jurisdicción contencioso-administrativa al examinar el tema del nexo causal e intro-
ducir valoraciones subjetivas en la apreciación de las circunstancias concurrentes

En su consecuencia, termina:

resultan plenamente aplicables las normas y principios jurídicos relativos a la responsabilidad


por culpa in vigilando, etc., que por su alcance general es plenamente aplicable en esta mate-
ria, unido a una indudable omisión por la no prestación de la atención de las cargas inherentes
a la diligencia debida [contenido de culpa] e imputable directamente a la empresa.

Cuidándose de advertir, en fin, que «la doctrina mantenida no viola el principio


de legalidad, ni se conculca en concreto el de tipicidad, ni tampoco el de la persona-
lidad de la sanción, ya que en el campo en el que nos movemos, las personas jurídi-
cas pueden incurrir en responsabilidad administrativa por la actuación de sus depen-
dientes sin que puedan excusarse, como regla, en la conducta observada por éstos».
446 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Para la jurisprudencia de revisión del Tribunal Supremo de 1989 la postura


correcta es la que rechaza en este ámbito la responsabilidad de las personas jurídicas
en las infracciones administrativas, desautorizando así la postura contraria, que tan
arraigada estaba en la doctrina anterior.
La jurisprudencia posterior se inclinó luego por la doctrina de las sentencias trans-
critas (no la de los votos particulares), según aparece, por ejemplo, en las de 20 de
marzo de 1990 y 11 de abril de 1990 (Ar. 3314 y 3318; ambas de Hernando) y las de
20 y 22 de abril de 1991 (Ar. 3074 y 3077; ambas de Sanz Bayón). Las cosas, con
todo, no habían de acabar aquí puesto que, como veremos inmediatamente, los vaive-
nes jurisprudenciales son en este punto vertiginosos.

d) El Tribunal Constitucional

La STC 246/1991, de 19 de diciembre —estudiada por L O Z A N O (1992), cuyo


excelente comentario me evita el ser aquí más prolijo— ha adoptado una actitud
inequívoca sobre este particular:
Todo ello, sin embargo, no impide que nuestro Derecho Administrativo admita la respon-
sabilidad directa de las personas jurídicas, reconociéndoles, pues, capacidad infractora. Esto no
significa, en absoluto, que para el caso de las infracciones administrativas cometidas por perso-
nas jurídicas se haya suprimido el elemento subjetivo de la culpa, sino simplemente que ese prin-
cipio se ha de aplicar de forma distinta a como se hace respecto de las personas físicas. Esta
construcción distinta de la imputabilidad de la autoría de la infracción a la persona jurídica nace
de la propia naturaleza de ficción jurídica a la que responden otros sujetos. Falta en ellos el ele-
mento volitivo en sentido estricto, pero no la capacidad de infringir. Capacidad de infracción y,
por ende, reprochabilidad directa que deriva del bien jurídico protegido por una norma que se
inflinge y la necesidad de que dicha protección sea realmente eficaz y por el riesgo que, en con-
secuencia, debe asumir la persona jurídica que está sujeta al cumplimiento de dicha norma.

Resulta, en verdad, admirable el ingenio dialéctico utilizado por el tribunal para


disociar lo que hasta entonces se tenía por inseparable: la responsabilidad infractora
y la culpabilidad.
La contradicción, en efecto, salta a la vista: para la imputación es imprescindible
la voluntariedad culpable y las personas jurídicas son imputables a pesar de recono-
cerse que no tienen voluntad. Para superar este escollo se acude entonces al consabido
deus ex machina de la «modulación» de la culpabilidad penal cuando se traslada al
Derecho Administrativo Sancionador y, a la hora de dar una explicación concreta de
esta modulación, se da un salto funambulesco apoyándose en la cuerda floja de la fic-
ción. Si las personas jurídicas son entes de ficción nada más fácil que, a través de otra,
imputarles la voluntad de sus agentes. De esta forma se salva el dogma de la culpabi-
lidad ya que la ha habido en la actuación de sus agentes y lo único que se hace —aquí
viene el salto— es «trasladarla» (sic) desde una persona física a una persona jurídica.
Todo vale, por tanto, y todo se justifica en argumentos que sorprendentemente ya no
son técnico-jurídicos sino que se toman de la política represiva: la responsabilidad
directa se deriva, según acaba de verse, del bien jurídico protegido (aunque el tribunal
no dice en qué consiste la especialidad de tal bien), en la necesidad de que la protec-
ción sea realmente eficaz y, en último extremo, en el riesgo. Todo esto está muy bien
pero ¿qué queda entonces de la culpabilidad? Se ha desvanecido como el humo.
En su Sentencia 12/2003, de 30 de junio, el tribunal, remitiéndose de forma
expresa a la citada 246/1991, hace una aplicación concreta de su doctrina en unos tér-
minos que no dejan de ser sorprendentes:
CULPABILIDAD 447

En el presente caso, habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que
se imputaban a la mercantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los
órganos administrativos que han intervenido en la sustanciación del expediente un principio de
prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la infracción de la norma no
le era reprochable. Sin embargo, aquélla se limitó a aducir que ignoraban que las característi-
cas del producto no se correspondían con los homologados, aludiéndose a unos análisis pre-
vios que ella misma habría efectuado, pero de los que no suministró acreditación alguna. Por
consiguiente, no puede compartirse la tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola
expresión de esta ignorancia de la diferencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar,
la acreditada desatención de las normas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción
alguna al no serle imputable en aplicación analógica de las causas de exención de responsabi-
lidad sancionadora previstos en la ley.

e) La jurisprudencia posterior del Tribunal Supremo

Las sentencias siguientes del Tribunal Supremo (año de 1992) insisten en la doc-
trina expuesta en la transcrita sentencia de revisión, pero —tal como hace, por ejem-
plo, la de 3 de abril de 1992 (Ar. 2626; Lecumberri)— apostillan una advertencia sin-
gularmente interesante:

La Sala no puede silenciar dos circunstancias que actualmente se han producido en torno
al tema que nos ocupa y que podrían incidir en un cambio interpretativo: de una parte, la Ley
Orgánica de 21 de febrero de 1992, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, que dispone
que «los titulares de los establecimientos e instalaciones sean responsables de la adopción e
instalación de las medidas de seguridad obligatorias, así como de su efectivo funcionamiento
[...] sin peijuicio de la responsabilidad en que al respecto puedan incurrir sus empleados»; y
de otra, el criterio mantenido por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 19 de diciembre
de 1991.

En el mismo año 1993 han vuelto, con todo, a cambiar las cosas, precisándose una
nueva posición, que se ha ido consolidando en los meses siguientes, tal como resume
la STS de 3 de mayo de 1993 (Ar. 3698; Peces), cuya cita vale por todas:
La doctrina establecida por la Sala Especial del Tribunal prevista en la Ley Orgánica del
Poder Judicial [...] ha sido radicalmente corregida a partir de la Sentencia de 20 de mayo
de 1992, pronunciada en recurso extraordinario de rei'isión por la Sección 1.a de la Sala 3.*
y seguida por las dictadas por esta misma Sección 6." con fechas 25 de mayo y 21 de sep-
tiembre.
Conforme a esta última doctrina jurisprudencial, las entidades bancanas y crediticias
son responsables administrativamente por la negligencia de sus empleados en el uso de las
medidas de seguridad, salvo cuando tal poder no es consecuencia de la desatención, sino
de circunstancias o situaciones de riesgo personal grave para los propios empleados o ter-
ceras personas. Ni el principio de tipicidad de la infracción ni el de personalidad de la san-
ción vulneran tal interpretación porque en el ámbito del Derecho Administrativo
Sancionador las personas jurídicas pueden incurrir en responsabilidad por la actuación de
sus dependientes sin que puedan excusarse, como regla, en la conducta observada por
éstos.
La doctrina expuesta no supone una preterición de los principios de culpabilidad o de
imputación, sino su acomodación a la eficacia de la obligación legal de cumplir las medidas
de seguridad impuestas a las empresas, deber que arrastra, en caso de incumplimiento, la
correspondiente responsabilidad para el titular de las mismas, aunque tenga su origen en la
actuación de los empleados, responsabilidad directa que cobra mayor sentido cuando el titular
de la empresa es tina persona jurídica, constreñida por exigencias de su propia naturaleza a
actuar por medio de personas físicas, solución propugnada también por la STC 246/1991, de
29 de diciembre, cuya doctrina ha sido en gran medida determinante del cambio de orienta-
ción de este Tribunal Supremo.
448 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

La influencia del Tribunal Constitucional es, en este punto, muy intensa, pero,
como acaba de verse, el Tribunal Supremo acumula otros argumentos de su propia
cosecha.

B) Alimentación
Manuel R E B O L L O PUIG ( 1 9 8 9 , 7 6 6 - 7 7 9 ) se ha ocupado de esta cuestión en lo que
atañe a la materia alimentaria, aunque utilizando también, y en abundancia, la juris-
prudencia dictada a propósito de Bancos y Cajas de Ahorros a que acaba de aludirse.
A la vista de todo ello entiende que, en principio, las empresas pueden ser sujetos acti-
vos de infracciones administrativas a causa de una acción que materialmente ejecuten
sus empleados. Lo que resulta claro cuando el empleado cumple escrupulosamente las
instrucciones de la empresa. Más problemático parece el supuesto en que interviene
culpa del empleado, pero hay que llegar, en definitiva, a la misma conclusión: sin
admitir la responsabilidad objetiva, aquí también se imputa ta infracción a la empresa
por incumplimiento de un deber que no es trasladable al empleado; la culpa de la
empresa es in eligendo o in vigilando.
En definitiva, las conclusiones que afirma R E B O L L O (p. 7 7 1 ) son las siguientes:
«la regla general de la que debe partirse es la de que las empresas pueden ser sujetos
activos de infracciones propias por consecuencia de acciones de sus empleados y que,
además, ello supone normalmente su culpabilidad. Esto último, no obstante, puede ser
desvirtuado probando una diligencia completa en el cumplimiento del deber, así como
en la vigilancia de los empleados en cuanto a tal deber, o que el trabajador actuó con-
traviniendo abiertamente las instrucciones del empresario, sin posibilidad de control
por parte de éste. Pero nótese que esta expresión se sitúa en el terreno de la culpabi-
lidad. Si, finalmente, no se le impone sanción no será porque se considera que el
infractor sea el empleado o que éste deba responder de la infracción ajena sino por-
que no concurre culpabilidad en la empresa».
El análisis anterior debe completarse, además, con el que el autor hace a conti-
nuación (pp. 774-779) sobre la responsabilidad de las personas jurídicas por las actua-
ciones de los órganos de representación y administración, y sobre la de los adminis-
tradores y técnicos por su participación, así como, en fin, sobre la posibilidad de repe-
tir la empresa contra sus administradores y empleados.

C) El Orden Social

Salvador DEL R E Y GUANTE R ( 1 9 9 0 ) ha estudiado la cuestión en este ámbito de una


manera sesgada, porque lo que a él interesa es únicamente su incidencia en el princi-
pio de non bis in idem; pero, aun así, importa mucho tener presente sus consideracio-
nes, que son reveladoras de la insatisfactoriedad del sistema.
Por lo pronto el artículo segundo de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden
Social de 1988 señala como posibles infractores en este ámbito a «las personas físi-
cas o jurídicas y las comunidades de bienes». He aquí, pues, que a los diez años de
haberse aprobado la Constitución, una ley prescinde solemnemente del requisito de la
culpabilidad personal, es decir, que no se trata de una afirmación de los jueces o de
los autores sino que es el legislador quien así lo declara. Un legislador que, pensando
en términos de realidad, ha llegado a la conclusión de que en materia laboral, de segu-
ridad, higiene y salud laborales y de seguridad social (las tres materias fundamentales
del llamado Orden Social), si se excluyen las personas jurídicas, ello equivaldría a
consagrar la impunidad generalizada de los empresarios.
CULPABILIDAD 449

Y en verdad que la Ley de 1988 tiene las espaldas cubiertas por una copiosa
jurisprudencia anterior a ella, que venia declarando tajantemente que en estas mate-
rias la infracción se produce, pura y simplemente, por el hecho del incumplimiento
sin necesidad de que intervenga culpa o negligencia por parte del autor. Veamos
algunos ejemplos:
— Esta Sala tiene reconocido con reiteración que el elemento constitutivo de la infrac-
ción de la Seguridad e Higiene en el trabajo es el mero incumplimiento de las disposiciones
que tutelan dicha materia [...] lo que confiere naturaleza objetiva a la responsabilidad admi-
nistrativa [26 de marzo de 1984 (Ar. 1771; Pérez Hernández)].
— Las resoluciones de los órganos directivos y provinciales del Ministerio de Trabajo
se concretan y afectan exclusivamente al incumplimiento objetivo, por parte de la empresa,
de la materia reguladora de la Seguridad e Higiene en el trabajo, ya que [...] la culpabilidad,
en cuanto relación psicológica de causalidad entre el agente y el resultado típicamente puni-
ble, no es elemento esencial para la existencia de infracciones, toda vez que lo castigado en
este ámbito [...] es el mero incumplimiento de los preceptivos de la misma [28 de febrero
del983 (Ar. 953)].
— El fundamento de la responsabilidad empresarial se centra más en la transgresión del
Ordenamiento jurídico que en los subjetivos de dolo o la culpa, si bien la aparición del ele-
mento intencional en la infracción administrativo-laboral determina la agravación de la san-
ción [...] el incumplimiento objetivo de la regla jurídica hace ajustada a Derecho la infracción
sancionada, independientemente de que acaezca un daño efectivo o una mera situación de peli-
gro [29 de diciembre de 1981 (Ar. 2162; Latour)].

La circunstancia de que la infracción consista en el incumplimiento de un deber


no sólo elimina la presencia de la culpabilidad del autor sino que también prescinde
del resultado dañoso. En otras palabras: aunque del incumplimiento no se hayan deri-
vado daños para el trabajador, la infracción existe (de la misma manera que se pro-
ducía la infracción en el ámbito bancario aunque no se hubiese producido un atraco):

— En materia de medidas de Seguridad y Protección del Trabajo lo que la ley sanciona


es el incumplimiento de dichas medidas con independencia de las consecuencias que de él
puedan derivarse en relación con la integridad física de los obreros [...] la legalidad de la san-
ción impuesta [...] solamente podría combatirse eficazmente alegando y probando que las
infracciones imputadas no existieron [...] y ello al margen de que esas infracciones [...] hayan
sido o no causa del accidente mortal pues esta relación de causalidad, si bien puede ser tras-
cendente en el orden civil, penal o laboral, es ajena a la esfera administrativa en que se desen-
vuelve este proceso [28 de febrero de79 (Ar. 699; Hijas)].
— La infracción administrativa se produce por la pura y simple circunstancia de no haber
dotado la empresa [al edificio] de los medios reglamentarios exigidos en orden a evitar acci-
dentes con entera independencia de que el sujeto lesivo a la vida o integridad corporal del tra-
bajador tenga o no lugar [...]. Doctrina coherente con la imposibilidad de confundir la sujeción
jurídica o responsabilidad a una sanción con lo que es indemnización por el accidente sufrido,
como también es concorde la expuesta doctrina, con la diversidad conceptual entre la infrac-
ción administrativa y criminal requirente siempre ésta de un componente subjetivo o relación
psicológica de causalidad entre agente y resultado aunque éste sólo fuere de nesgo o peligro
[16 de mayo de 1979 (Ar. 2458; Botella)].

D) Conclusiones

A la vista de cuanto antecede las conclusiones que podrían inducirse de este aná-
lisis casuístico serian las siguientes: 1.a La legislación, tanto general (art. 130.1 LFAC)
como sectorial no tiene empacho ni escrúpulo alguno en declarar la responsabilidad
450 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de las personas jurídicas sin preocuparse de advertir si ello exige la concurrencia de


culpabilidad. 2.a Durante un tiempo, más bien breve, se ha estado produciendo una
jurisprudencia que, en contra de los textos legales, rechazaba tajantemente esta posi-
bilidad. 3.a La postura hoy dominante reconoce ya la responsabilidad infractora de las
personas jurídicas, aunque sin renegar por ello del principio de la culpabilidad que
suele encontrarse sin dificultades en alguna de las variantes más «blandas» de ella,
como la culpa leve, culpa in vigilando y similares.
Es posible —y para mí, desde luego, deseable— que el Derecho Administrativo
Sancionador evolucione en el sentido de insistir en la disociación entre responsabili-
dad y culpabilidad llevada a sus últimas consecuencias, es decir, sin intentar integrar
ésta en aquélla a través de los artilugios que está utilizando todavía la jurisprudencia.
La STS de 9 de febrero de 1991 (Ar. 1176, Reyes) ilustra muy bien hasta dónde pue-
den llegar los jueces cuando deciden prescindir de exquisiteces teóricas y se dejan
guiar directamente por el sentido común. En el caso de autos los inspectores se habían
presentado dos veces en los locales de la empresa, cuyo encargado les cerró el paso.
La sancionada, sin embargo, fue la empresa y así lo justifica el Tribunal Supremo:
Si bien podía estar en cierto modo justificada la negativa del encargado receptor de la pri-
mera visita del inspector para no permitirle atender sus funciones sin previa autorización de
sus principales, en modo alguno tiene justificación que mantuviera idéntica actitud al serle
practicada la segunda, [...] del hecho que fue sancionado nadie más que la empresa había de
responder, ya porque, en un caso, hubiera prohibido a dicho encargado que permitiera y faci-
litara la práctica de la inspección o porque, en otro, todo empresario ha de responder frente a
terceros de la conducta de sus empleados.

Frente a la realidad de esta responsabilidad —admitida sin vacilaciones por la con-


ciencia jurídica de la comunidad social aunque sólo sea para evitar desigualdades en
favor de quienes actúan a través de personas jurídicas— resulta muy poco convincente
la impunidad que provocaría la aplicación del principio de la culpabilidad interpreta-
do en su sentido más exquisito. La Historia nos enseña que la irresponsabilidad de las
personas jurídicas se ha debido inicialmente a la imposibilidad física de que pudieran
hacerse efectivas las penas impuestas cuando éstas, como sucedía de ordinario, eran de
índole personal (pérdida de la vida, privación de libertad castigos corporales); pero, en
cambio, cuando se trataba de penas de otra índole, que podían ser físicamente satisfe-
chas por una persona jurídica, nunca se han puesto obstáculos a su responsabilidad;
comprendiéndose aquí incluso a las colectividades (familiares, gentilíceas) aunque no
tuvieran personalidad jurídica, como sucedía en los derechos primitivos en los que la
comunidad a la que pertenecía el victimario respondía colectivamente del importe de
la sanción o de la indemnización impuesta en beneficio de la victima.
De lo que se trata, en definitiva, es de llegar a la responsabilidad, no a través de
¡a culpabilidad como es lo ordinario, sino a través de la capacidad de soportar la
sanción. En términos deliberadamente simplistas podría decirse, por tanto, que en
estos casos responsable no es el culpable sino «el que puede pagar». Esto lo ha visto
muy claramente QUINTERO ( 1 9 9 1 , 2 7 9 ) al observar que «la conminación o amenaza
penal solamente puede dirigirse o formularse respecto de personas físicas que son las
únicas que pueden cumplir una pena; en cambio, la sanción administrativa puede per-
fectamente ser cumplida por personas físicas o jurídicas [...]. No hay, pues, lugar a
plantear una supuesta incapacidad de las personas jurídicas para la sanción adminis-
trativa en nombre de una analogía con lo que acontezca con las penas tradicionales».
Como se ve, la culpabilidad —en cuanto imputación personal de los hechos— no
ha desempeñado nunca papel alguno en la impunidad de las personas jurídicas ni tiene
por qué desempeñarlo en la actualidad. Aunque parezca una tautología hay que afir-
CULPABILIDAD 451

mar con énfasis que la culpabilidad sólo puede ser exigida a los seres capaces de ser
culpables. Es un absurdo jurídico —aparte de real— pretender exigirla a quien no
puede tenerla, pues la única consecuencia es la impunidad. De la evidente incapaci-
dad de las personas jurídicas para ser culpables en sentido estricto no debe deducirse
su impunidad sino algo muy diferente: que no hay que exigirles tal culpabilidad.
El Derecho Administrativo Sancionador (y en parte también el Derecho Penal) no
ha reaccionado todavía debidamente ante el fenómeno de las personas jurídicas, a
diferencia del Derecho Mercantil que ha acertado a crear desde hace tiempo, con la
teoría de la empresa, un instrumento que permite tratar adecuadamente estos fenó-
menos. Pero ello no significa, ni mucho menos, carencia absoluta de explicaciones
dogmáticas ya que, por lo pronto, en el ámbito del Derecho punitivo se encuentra la
figura del «garante», que permite explicar satisfactoriamente la responsabilidad de
las personas jurídicas: éstas, en efecto, deben garantizar el cumplimiento de las obli-
gaciones de sus agentes, de tal manera que las infracciones por ellos cometidas impli-
can un correlativo incumplimiento de las obligaciones del garante, que justifica la res-
ponsabilidad de éste.
Lo que sucede, sin embargo, es que la inmadurez del Derecho Administrativo
Sancionador no permite —todavía— la elaboración de explicaciones dogmáticas
similares a las que ofrece el Derecho Civil y ni siquiera a las del Derecho Penal.
Por cierto que en un punto ha sido singularmente útil la influencia del Derecho
mercantil y del tributario sobre el Derecho Administrativo Sancionador, a saber, en el
caso de disolución de las personas jurídicas como medio de extinguir torticeramente
la responsabilidad (supuesto que no admite parangón con el del fallecimiento de las
personas físicas). Pues bien, después de algunas vacilaciones la STS de 18 de marzo
de 1994 (3.a, 3.a, Ar. 3375, García Estartús) ha rechazado contundentemente esta
posible maniobra defraudatoria en caso de absorción de sociedades extendiendo la
responsabilidad a la absorbente de acuerdo con

el principio de Derecho, inherente al orden punitivo, de que el infractor de una norma no puede
por su voluntad eludir que se haga efectiva la responsabilidad, como sucedería si las personas
jurídicas en el ámbito del ejercicio de sus facultades pudieran a través de un proceso volunta-
rio de fusión o absorción dejar sin efecto unas sanciones [...] no siendo equiparable el hecho
extintivo de las personas físicas que conlleva la de la responsabilidad derivada de las infrac-
ciones penales y administrativas... toda vez que la extinción de una persona jurídica da lugar
a un proceso de liquidación de todas sus obligaciones o la sucesión de aquella que se subroga
en los mismos (como sucede en el Derecho mercantil y en el tributario).

3. RESPONSABILIDAD ALTERNATIVA O ACUMULADA

En las páginas anteriores hemos visto la lógica de la imputación a personas jurí-


dicas de la responsabilidad por acciones realizadas por personas físicas. Se trata, pues,
en principio de una responsabilidad alternativa que excluye la de las personas físicas
autoras materiales de la acción; y así se ha afirmado de manera expresa. Pero el hecho
es que la realidad ofrece, no obstante, situaciones para las que la solución anterior
dista mucho de ser satisfactoria.
Si el técnico de un laboratorio farmacéutico cumpliendo «instrucciones de la
empresa» procede a elaborar productos administrativamente ilícitos (y sin tipifica-
ción penal), es claro que quien debe responder es la empresa. Pero si el mismo téc-
nico alcanza los mismos resultados por causa de dolo o culpa rigurosamente perso-
nal, desobedeciendo las instrucciones de la empresa y eludiendo su vigilancia, no
menos claro es que la situación cambia y que se está haciendo responsable a una
452 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

persona (jurídica) por hechos. Y, por otra parte, también parece anómalo exigir res-
ponsabilidad a la persona jurídica por hechos dolosos o culposos de sus gestores.
Lo cual significa que la multa carece por completo de sentido en términos de polí-
tica de prevención y represión, a diferencia de lo que sucede con las sanciones de
privación de libertad y otras rigurosamente personales, que tienen un valor disua-
sorio efectivo.
Esto es al menos lo que sucede en el Derecho Penal, dado que nadie —o casi
nadie— está dispuesto a asumir responsabilidades ajenas y a sufrir literalmente en
su carne las sanciones de la empresa. Ahora bien, en Derecho Administrativo
Sancionador, con sanciones exclusivamente económicas, quiebra esta explicación,
puesto que la empresa, a través de pactos secretos, puede indemnizar a su emplea-
do o gestor del importe de la multa y, en definitiva, resulta indiferente quién de los
dos sea el sancionado, puesto que quien termina pagando de hecho es la persona
jurídica. En último extremo, por tanto y una vez más, nos encontramos con que las
soluciones y los análisis del Derecho Penal no se adaptan a la problemática del
Derecho Administrativo Sancionador. Y si esto es así en el tema de la culpabilidad
(la doctrina ha insistido siempre en que la imputación a personas jurídicas técnica-
mente no culpables es el mayor punto de divergencia entre ambos Derechos), lo
mismo sucede con la cuestión de la responsabilidad alternativa, que dista mucho de
ser satisfactoria, tanto jurídicamente como en política de represión y prevención de
infracciones.
Sabido es que el ordenamiento fiscal ha sido el que ha abierto entre nosotros la
brecha de la responsabilidad de las personas jurídicas, habiendo llegado a establecer
incluso un refinado mecanismo de subsidiaridades de responsabilidad en los casos de
dolo o culpa de los agentes personales. Conste, no obstante, que este ejemplo se está
generalizando en los últimos años de tal manera que, caso por caso, el legislador espa-
ñol se está aproximando a las fórmulas generales admitidas en el Derecho italiano y
en el alemán. El artículo 43.1.a) de la Ley General Tributaria de 2003 ha adaptado a
este propósito la siguiente postura; Por lo pronto (art. 181.1), se admite sin restric-
ciones que las personas jurídicas —e incluso «las entidades que, carentes de persona-
lidad jurídica, constituyan una unidad económica o un patrimonio separado» (art.
35.4)— pueden ser «sujetos infractores» plenamente responsables Ahora bien, junto
a la responsabilidad directa de la persona jurídica pueden aparecer la de sus adminis-
tradores de hecho o de derecho: a) con carácter solidario cuando «sean causantes o
colaboren activamente en la realización de una infracción tributaria» (art. 42.1 .o); y
b) con carácter subsidiario cuando, habiendo las personas jurídicas «cometido infrac-
ciones tributarias, no hubieren realizado los actos necesarios que sean de su incum-
bencia para el cumplimiento de las obligaciones y derechos tributarios, hubieren con-
sentido el incumplimiento por quienes de ellos dependen o hubieren adaptado acuer-
dos que posibilitasen las infracciones» [art. 43.1.a)].
Concretamente, el artículo 13 (y también el 14) de la Ley 26/1988, de 29 de julio,
prevé una responsabilidad acumulada de personas jurídicas y de personas físicas:

Además de la sanción que corresponde imponer a la entidad de crédito, por la comisión


de infracciones muy graves, se impondrá una de las siguientes sanciones a quienes ejerciendo
cargos de administración o dirección en la misma sean responsables de la infracción con arre-
glo al artículo 15.

Una fórmula que reaparece luego, más o menos literalmente, en otras leyes pos-
teriores, como en la 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia; pero que
suscita inevitablemente dos objeciones de peso:
CULPABILIDAD 453

a) Desde el punto de vista de la política administrativa, la acumulación se tra-


duce en una mayor gravedad de la sanción que recae sobre el mismo responsable,
puesto que en definitiva es la persona jurídica quien va a pagar. Y, como el legislador
lo sabe perfectamente, su actitud es hipócrita.
b) Y, desde el punto de vista jurídico, nos encontramos ante una variedad del bis in
idem, ya que por el mismo hecho se produce una doble sanción. Aunque abordando la cues-
tión desde otra perspectiva formal, no se ha escapado a SUAY esta dificultad (en
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 1 9 8 9 , 5 9 ) al comentar el citado artículo 1 2 de la Ley 2 6 / 1 9 8 8 , al
que apostilla lo siguiente: «La responsabilidad jurídica de las personas ñsicas y jurídicas
podra acordarse caso de que tanto unas como otras hayan faltado a sus respectivos debe-
res. Si de verdad así ocurre, si, por ejemplo, ambas se han extralimitado en sus funciones,
entonces no hay inconveniente de ningún tipo en admitir el doble correctivo, puesto que
quedan incólumes los principios de la responsabilidad personal: el incumplimiento lo es
respecto de un deber propio y la responsabilidad surge como consecuencia de actos pro-
pios y no ajenos. En el fondo, pues, no se responde por los mismos hechos, sino por hechos
que caen dentro de la respectiva esfera de deberes que incumben, de una parte, a la perso-
na jurídica y, de la otra, a las personas físicas.» De esta forma cree el autor poder soslayar
los dos obstáculos a la solución de la responsabilidad acumulada: el de la personalidad de
la sanción (que aborda frontalmente) y el del non bis in idem, al que alude de pasada.

Teóricamente la situación es, pues, muy clara: si el autor material está realizando
la voluntad de la empresa es ésta la responsable; mientras que si obra por decisión
propia es él —y no la empresa, que es ajena a su acción— quien responde. En la prác-
tica, sin embargo, las cosas no son tan sencillas debido a la dificultad de la prueba y
a la tentación de que el empleado, confesando voluntariamente su culpa, atraiga hacia
si la responsabilidad, a conciencia de que la empresa le compensará luego y de que si
la multa es elevada no podrá hacerse efectiva con su patrimonio personal de tal manera
que la Administración será defraudada.
Distinta es la resolución adoptada por el artículo 9.3 de la LPSPV que pretende
ser escrupulosamente fiel a la doctrina del Tribunal Constitucional ya que exige un
juicio de culpabilidad referido «a la persona o personas físicas que hayan formado la
voluntad (de la persona jurídica) en la concreta actuación u omisión que se pretenda
sancionar»; y por otra parte, para escapar del bis in idem establece que «no se podrá
sancionar por la misma infracción a dichas personas físicas». La solución es acepta-
ble; mas he aquí que en este punto no es coherente la ley con su tesis —aludida en
otro lugar— de la equiparación radical de autores y responsables, dado que en este
artículo termina separando la autoría (y la responsabilidad) de las personas físicas y
la responsabilidad de la persona jurídica cuya voluntad han expresado.
Una quiebra que se amplía deliberadamente en el artículo 10 al determinar que
«las normas sancionadoras sectoriales podrán determinar a los responsables aten-
diendo a la naturaleza y finalidad del régimen sancionador sectorial de que se trate».
Lo que la Exposición de Motivos justifica cumplidamente en los siguientes térmi-
nos: «el artículo 10 atiende a una práctica que correctamente encauzada puede resul-
tar beneficiosa desde la perspectiva de la seguridad jurídica. Si se respetan los prin-
cipios de culpabilidad y responsabilidad personal y se atiende al concepto de autor
(a las explicaciones que del mismo da la dogmática penal), que las leyes sectoriales
determinen en abstracto los responsables aporta precisión y seguridad, pues el cono-
cimiento de la naturaleza de las infracciones, de la finalidad de las normas cuyo
incumplimiento se tipifica y de la peculiaridad del sector material de que se trate es
la mejor garantía para el acierto en la determinación de los destinatarios de dichas
normas y, por ende, de la responsabilidad de las infracciones. Lo que sí hay que evi-
454 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tar es que a través de la sobredicha determinación penal se sacrifiquen los referidos


principios en aras de la eficacia».
También cabría hablar, por último, de responsabilidad sustitutoria: la persona jurí-
dica responde de las infracciones cometidas por sus agentes (que se supone quedan
liberados). Así lo dispone el artículo 58 del Reglamento de Disciplina Urbanística de
23 de junio de 1978: «Las personas jurídicas serán sancionadas por las infracciones
cometidas por sus órganos o agentes y asumirán el coste de las medidas de reparación
del orden urbanístico vulnerado». La norma ha adoptado esta fórmula por razones
eminentemente pragmáticas: de no acudir a la persona jurídica es muy difícil encon-
trar al autor material de la infracción, quien de ordinario carecerá, además, de la capa-
cidad económica para reparar el orden urbanístico vulnerado.

4. EN ESPECIAL EL CASO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS INFRACTORAS

Aceptando, claro es, la responsabilidad de las personas jurídicas ¿quid de las


Administraciones Públicas infractoras?
Ya apuntó esta cuestión Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO en 1976 y ahora ha vuelto
sobre ella VERA, quien ha espigado algunos ejemplos normativos, ciertamente esca-
sos, en los que se alude directa o indirectamente a estos sujetos. En cualquier caso el
repertorio jurisprudencial es suficiente.
Así, en la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 11 de
diciembre de 1999 (Ar. 4241) se declara que «el principio de autonomía local no
impedirá la tramitación del procedimiento sancionador [...] cuando la actuación impli-
que la comisión de una infracción (por lo que) la Administración competente debe
ejercer la potestad sancionadora sin que el responsable varíe por el hecho de ser un
Ayuntamiento».
La STS de 6 de mayo de 1981 (Ar. 2306) sigue la misma postura en el ámbito de
infracciones del orden social cuando el Ayuntamiento es el empleador. Pero no hay que
olvidar que en la práctica suelen buscarse «arreglos», a los que hace referencia explí-
cita la STS de 3 de julio de 1997 (Ar. 5829): «Es evidente que la Confederación
Hidrográfica podía haber tramitado el procedimiento sancionador, ya que había moti-
vos bastante para ello por parte del Ayuntamiento. No estimó conveniente hacerlo al
tratarse de una entidad pública y a lo largo de tantos años trató de solucionar el pro-
blema a través de diálogo».
La Sentencia del TSJ de Andalucía de 30 de marzo de 1993 renuncia por razones
presupuestarías a exigir responsabilidad a un Ayuntamiento:
Al pretender imponer una sanción pecuniaria a una Administración se está intentando res-
tar del erario público para que revierta nuevamente al erario público; con ello se contravendría
la finalidad aflictiva que con la imposición de una multa se pretende pues no se conseguiría el
efecto de detrimento y menoscabo que se lograría respecto de un patrimonio privado cuando
es una persona pública la que sufre las consecuencias de su actuar ilícito y, por otra, se estaría
consolidando una situación de mero trasvase de fondos entre patrimonios que tienen un deno-
minador común, pues de ambos se predica su carácter público. Todo lo cual conduciría al
absurdo.

Absurdo es, en efecto, pero de esta manera se llega a una impunidad municipal
que no parece razonable. Y si bien es verdad que —como dice la sentencia— lo que
se consigue con la multa es trasladar un capital de un erario público a otro, no puede
negarse un efecto di suasorio real, dado que para el Ayuntamiento ha de ser doloroso
el pago.
CULPABILIDAD 455

Mientras que el Tribunal Supremo, en su Sentencia de 4 de marzo de 1985 (Ar.


1232) acude a otras razones para justificar su negativa a sancionar a un Patronato
Provincial de la Vivienda «por cuanto la finalidad del Patronato es esencialmente
pública o cuasipública sin beneficio o lucro de carácter privado». Pero las Sentencias
de 5 de mayo de 1997 y 12 de mayo de 1997 (Ar. 3310 y 3809) confirman multas
impuestas por el Consejo de Ministros a un Ayuntamiento por vertido de aguas resi-
duales en un río y en las mismas circunstancias a una «empresa nacional».
Ahora bien, para sancionar a una Administración Pública hay que superar la exi-
gencia de culpabilidad, de lo que se ocupa expresamente la STSJ de Madrid de 7 de
junio de 1999 (Ar. 4146):

No se puede eximir de responsabilidad al Ayuntamiento puesto que la forma en que ocu-


rrieron los hechos evidencia una manifiesta culpa in vigilando, al no adoptar las medidas nece-
sarias para evitarlo [...] incumpliéndose las obligaciones que imponen (las leyes) a las
Corporaciones locales. No existe vulneración alguna del principio de presunción de inocencia
ni del de seguridad jurídica. El Ayuntamiento organizador de las fiestas locales tenía la obli-
gación de garantizar que el desarrollo de los espectáculos taurinos programados se efectuase
conforme a las previsiones hechas y a la autorización concedida.

Pero siempre, claro es, que la infracción se haya cometido por actos de autorida-
des y funcionarios integrados, por tanto, en la organización pública y que, además, se
trate de actividades de gestión pública.
Admitiendo la corrección legal de esta variante subjetiva de responsabilidad no es
posible silenciar sus afectos perversos, que ha denunciado CALVO C H A R R O (1999,
p. 72) como «una manifiesta injusticia, cual es que la multa u otros gastos derivados de
la sanción vendrán soportados en último término por los ciudadanos al costearlas la
Administración responsable con los presupuestos públicos, con lo que en realidad se
estaría penalizando al conjunto del cuerpo social. Sin perder de vista, además, que
tales sanciones podrían convertirse en "castigos políticos" entre Administraciones
territoriales con gobiernos de diferente sentido político en busca de la desacreditación
del partido con el poder de la Administración que haya resultado sancionada».
En este contexto es interesante recordar lo dispuesto en el artículo 121 bis (añadi-
do por la Ley 60/2003, de 30 de diciembre) de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001:
Las Administraciones Públicas competentes en cada demarcación hidrográfica que
incumplieran los objetivos ambientales fijados en la planificación hidrológica o el deber de
informar sobre estas cuestiones, dando lugar a que el Reino de España sea sancionado por las
instituciones europeas, asumirán en la parte que les sea imputable las responsabilidades que
de tal incumplimiento se hubieren derivado. En el procedimiento de imputación de responsa-
bilidad que se tramite se garantizará, en todo caso, la audiencia de la Administración afectada,
pudiendo compensarse el importe que se determine con cargo a las transferencias financieras
que la misma reciba.

IX. AUTORÍA Y RESPONSABILIDAD

El principio de culpabilidad, elevado frivolamente a la categoría de dogma, ha lle-


vado al Derecho Administrativo Sancionador a un callejón sin salida en supuestos tan
habituales como, entre otros, el de los ilícitos de las personas jurídicas y las infrac-
ciones a título de simple inobservancia. Las personas jurídicas cometen diariamente
infracciones administrativas y tanto ellas como las físicas incumplen los mandatos y
prohibiciones legales por simple inobservancia. Las leyes reconocen de forma expresa
456 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

esta situación —curiosamente en el mismo apartado del artículo 130.1 LPAC— mas
a la hora de enjuiciarlas los caballeros del dogma cierran el paso a la sanción con un
patético non possumus sin que de nada valga la claridad de la ley ni la indefensión
social que así se produce. Para ellos, si los entes de razón no tienen voluntad no pue-
den ser culpables y donde no hay culpabilidad, no hay infracción. Y por lo que se
refiere a la mera inobservancia los autores silencian la cuestión y pasan de puntillas
por ella o se inventan explicaciones más imaginativas que fundamentadas.
Sin embargo, la Administración sanciona sin escrúpulos a las personas jurídicas y
con frecuencia los tribunales lo confirman; de la misma manera que algunas veces
logran pasar la aduana en algún descuido de los jueces sanciones con el «título de
simple inobservancia». Cuestión de azar, cuestión de suerte para el autor (si es absuel-
to) o para los intereses públicos si la sanción se hace efectiva. Las contradicciones
prácticas y jurisprudenciales aniquilan la seguridad jurídica y terminan siendo una
invitación para los audaces que están dispuestos a jugar a la lotería de la Sala 3.a del
Tribunal Supremo.
Hay dogmáticos radicales que no están dispuestos a ceder un paso así se hunda el
mundo: pereat mundus sed fíat dogma sostienen con arrogancia y sin que les tiemblen
el pulso ni la conciencia sacrifican implacablemente la ley (y por supuesto los intere-
ses sociales) en el altar de una Constitución cuyo contenido ellos mismos se han
inventado.
Hay también dogmáticos moderados que, sin renegar de la doctrina que algún pro-
fesor fanático les enseñó en la Universidad, están dispuestos a buscar una solución de
compromiso: obras de filigrana técnica como las que se usan para justificar las san-
ciones de las personas jurídicas o biombos con los que piadosamente ocultan el
dogma, como los que se colocan en los supuestos de la simple inobservancia.

1. EL TEOREMA DE GOEDEL Y EL NUDO GORDIANO

Insatisfecho de las explicaciones al uso, con la tesis que aquí se desarrolla intento
superar la intolerable contradicción entre la práctica y el principio o, si se prefiere,
entre la ley permisiva y el dogma prohibitivo. Pero entiéndase bien: esta tesis —como
todas— es una explicación a posteriori de un fenómeno (en este caso, normativo y
práctico a la vez) que se ha aceptado de antemano. Aquí se acepta la responsabili-
dad de las personas jurídicas así como la objetiva derivada de simple inobservancia y
se pretende explicar de tal manera que no ofenda a la Constitución mas en términos
distintos a los desarrollados habitualmente por los jueces y los autores. Las doctrinas
justificativas que hasta ahora han elaborado unos y otros para satisfacer la justicia
material del caso sancionando infracciones que de otra suerte quedarían impunes por
falta de culpabilidad, me parecen insatisfactorias por ser jurídicamente frágiles y, ade-
más, rebuscadas y sobre todo por falta de respeto al legislador (cuyas normas más
inequívocas desechan en beneficio de un dogma inventado) y, sobre ello, por recargar
innecesariamente a los jueces con unas decisiones que les desbordan.
Nótese, en efecto, que siempre se termina encomendando al juez que busque
una culpabilidad en condiciones muy difíciles, cuando no imposibles, de averigua-
ción, pues a tal fin se le proporcionan unas herramientas técnicas tan útiles como
peligrosas, al estilo de la culpa leve y aun levísima, la negligencia y la impruden-
cia. Es claro que nadie puede escapar a tales imputaciones puesto que, en un
mundo social y tecnológicamente complejo siempre hay algo incorrecto que no
puede evitarse por mucha diligencia que se haya empleado. No se trata, por tanto,
de imprevisiones humanas sino de la circunstancia de que el último secreto de los
CULPABILIDAD 457

fenómenos, tanto naturales com sociales, es inaccesible a la inteligencia de los


hombres y, por ende, incontrolable en todos sus detalles. De la misma manera el
sistema normativo es «inconsistente» —en el sentido de que no todas las proposi-
ciones que utilizan pueden ser deducidas exactamente de los presupuestos lega-
les— y, además, «incompleto», en el sentido de que los presupuestos legales no
son capaces de formar las proposiciones que se utilizan. Este es un parafraseado
del teorema de GOEDEL, aplicable al sistema normativo a los sistemas matemáticos
formales para el que fue descubierto. Desde GOEDEL saben los científicos que la
sabiduría humana encerrada en un sistema formalizado ni puede prever todos los
fenómenos naturales (incompletud) ni éstos pueden explicarse desde tal sistema
(inconsistencia). Algo que ya sabían los juristasmuchos años antes, desde GENY,
respecto del sistema normativo formalizado de los códigos legislativos; y gracias
a ello pudo romperse el tradicional rigor del positivismo legalista y abrir a los jue-
ces otras posibilidades de decisión más allá de los textos y de los dogmas.
Los jueces españoles, en definitiva, pueden imputar negligencia o culpa levísima
a cualquiera e incluso están obligados a hacerlo para salvar el principio de la culpa-
bilidad al que se sienten vinculados pero cuyo respeto ciego no les vale para resolver
el caso concreto.
En mi opinión, sin embargo, obrar así es no tomarse en serio una cuestión técni-
camente tan delicada y humanamente tan importante como la de la culpabilidad y es
forzar a los jueces a hacer imputaciones arbitrarias que van más allá de lo que se ha
probado o percibido. Cuando el juez, en conciencia, quiere sancionar, ha de colgar a
alguien el título de culpable y ha de hacerlo —por imperativo gratuito de una doctrina
imaginada— por mucho que personalmente le repugne. ¿Qué necesidad hay de hablar
de culpabilidad —un fenómeno psíquico rigurosamente personal— cuando estamos
ante una infracción cometida por una empresa que pertenece a un holding multina-
cional cuyo propietarios y directores nos son absolutamente desconocidos? ¿Dónde
está la culpa levísima de quien incumplió la cláusula equis de unas normas técnicas
aplicables por remisión de tercer grado?
El juez que ha logrado identificar al autor directo de una infracción tiene que sol-
tarlo y buscar su presa en otras personas que parecen estar muy alejadas de los
hechos (el propietario del pesquero que, viviendo en la costa, afirma que jamás ordenó
la realización de capturas ilícitas) o que no consigue siquiera identificar (la empresa
que realizó los vertidos contaminantes está residiendo en Atenas y pertenece a un
grupo de sociedades de dominancia asiática) y a tales meros indiciados ha de impu-
tarles una responsabilidad penal, de tal manera que sin esta prueba completa ha de
absolverles.
Tiene razón, por tanto, el Tribunal Constitucional cuando afirma que para aplicar
en el Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad penal hace falta realizar
algunos reajustes o modalizaciones. Lo que sucede es que si en tales reajustes se eli-
mina un elemento esencial, como es la imputación personal, desaparece la sustancia.
Si se suprimen los huevos de las tortillas para adaptarlas a un enfermo de colesterol,
ya no será tortilla y habrá que ser más sincero y dar otro nombre al alimento que se
le prepare.
En Bruselas y en Luxemburgo han sido más eficaces. Los tribunales europeos, al
percatarse de las dificultades de verificar la culpabilidad tratándose de asuntos o suje-
tos complejos, en lugar de intentar desenredar el nudo gordiano, hacen como Alejando
y lo cortan de un tajo con la espada del dogmatismo. En suma, resuelven la cuestión
con la responsabilidad objetiva sin acudir a rodeos.
La cuestión de las relaciones entre autoría y responsabilidad —o, si se quiere, la de
la responsabilidad por hechos ajenos— alcanza una nueva dimensión en la economía
458 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

moderna penetrada por empresas multinacionales y también por grupos de capitales de


gran envergadura que, operando a través de «ingeniería organizacional», logran una
opacidad prácticamente total a la hora de buscar a los verdaderos responsables. Porque,
en último extremo y en las operaciones turbias, el autor se volatiliza sin dejar huella y,
por supuesto, sin desvelar el centro desde el que se tomaron las decisiones ilícitas. La
manifestación más sencilla de este fenómeno es la de la responsabilidad de las empre-
sas matrices a las que el Derecho norteamericano pretende implicar en la responsabi-
lidad por los actos realizados por las sociedades filiales instrumentales.
No es un azar, por tanto, que en la Comunidad europea —que en definitiva, y pese
a sus verbalismos no es más que una «comunidad de empresarios»— haya adquirido
este problema una gran importancia y el Tribunal de Justicia ha adoptado una postura
aceptablemente enérgica, que a continuación se recoge, siguiendo de cerca el resumen
de GRASSO ( 1 9 9 3 , 135 ss.).
El punto de arranque se encuentra en la Sentencia de 14 de julio de 1972 (78/69:
ICI contra Comisión, en recurso 1972) donde se declara que
el hecho de que la filial posea personalidad distinta de la sociedad matriz no basta para excluir
la posibilidad de imputar a esta última la conducta de la primera. Ello se pone de manifiesto,
sobre todo, cuando la sociedad filial, an teniendo personalidad jurídica distinta, no decide
autónomamente cuál debe ser su actuación en el mercado, sino que aplica esencialmente las
directrices marcadas por la sociedad matriz.

La imputación de la responsabilidad se deriva, pues, de la «unidad económica» de


la sociedad, que se deduce ordinariamente de índices tan significativos como la pro-
piedad del capital de la filial en manos de la matriz.
Esta doctrina se ha consolidado e incluso radicalizado a lo largo de dos décadas,
llegándose a prescindir del dato de la influencia que realmente ejerció la sociedad
principal sobre la instrumental a la hora de cometer el ilícito. Así sucede literalmente
en la Sentencia de 25 de octubre de 1983 (AEG contra Comisión) donde se funda-
menta la responsabilidad de la cabeza del grupo exclusivamente en la circunstancia
de la titularidad de las acciones de la empresa filial. «Esta solución —comenta
GRASSO (199, 137)— ha provocado críticas, lógicamente, ya que puede dar pie a un
tipo de responsabilidad por el hecho ajeno, justificada por indicios de carácter eco-
nómico distinguiéndose así de los principios fundamentales asumidos por la mayoría
de los Estados miembros».
Algo así, aunque con menos energía, es lo que hizo nuestra LPAC, pero al no ser
tan tajante, su ambigüedad ha naufragado en los escrúpulos de la jurisprudencia. De
lo que se trata ahora, por tanto, es de rescatar este texto precisando sin radicalismos
su contenido.

2. HETEROGENEIDAD DE SUPUESTOS

El origen de todas las dificultades se encuentra en la heterogeneidad de los


supuestos y, en particular, cuando se les examina desde la perspectiva de una plurali-
dad de participantes. El Derecho Penal, a lo largo de los siglos, ha ido elaborando a
tai propósito una teoría muy afinada con las figuras de coautoría, encubrimiento,
complicidad , inducción y cooperación necesaria, que hay que ir ampliando para
adaptarlas al vertiginoso cambio de las bases sociales. El Derecho Administrativo
Sancionador, por el contrario, carece originariamente de ellas y las importaciones del
Derecho Penal o son imposibles o están dando malos resultados.
CULPABILIDAD 459

Lo que se impone, en consecuencia, es la formación de una teoría propia, sin


mimetismos ni servidumbres lo suficientemente flexible como para poder adaptarse a
situaciones como las siguientes:

o) El caso más simple es el de la presencia de un solo autor: el conductor que


circula con exceso de velocidad. Aquí no surgen problemas singulares puesto que al
no haber otros participantes caben las figuras ya conocidas del Derecho penal.
b) Pensemos ahora en el supuesto de la construcción sin licencia de un muro que
reglamentariamente la necesita. Aquí nos encontramos con un autor material —el
albañil que ha colocado los ladrillos— pero el sentido jurídico, y aun el común, recha-
zan que sea él el sancionado teniendo en cuenta que, detrás de él, está un empresario
constructor y un propietario de la obra, a quienes sólo con muchas dificultades podría
encajarse en las categorías de inductores o cooperadores necesarios. Este supuesto ha
sido aclarado tajantemente en el artículo 70.1 de la Ley de 21 de noviembre de 2003
repetidas veces citada, advirtiendo que son responsables de la infracción «las perso-
nas físicas o jurídicas que incurran en la infracción y, en particular, la persona que
directamente realice la actividad infractora o la que ordene dicha actividad cuando el
ejecutor tenga con aquélla una relación contractual o de hecho».
Pero, además, media un dato sociológico diferenciador que no es posible pasar por
alto, a saber: si en el Derecho Penal existen también organizaciones algo similares
(como una asociación para delinquir con ejecutores humanos inocentes), éstas son
creaciones artificiales, ilícitas en su origen, actividad y finalidad; mientras que el
supuesto ejemplificado refleja una actividad cotidiana perfectamente lícita en tanto no
aparezcan en ella desviaciones de importancia; no se trata, en otras palabras, de una
agrupación para delinquir sino de una agrupación que ocasionalmente puede cometer
infracciones administrativas.
c) La evolución moderna está poniendo aceleradamente la economía (y la
sociedad) en organizaciones societarias de volumen hasta hace poco inimaginables,
que cabalmente por su tamaño y opacidad de funcionamiento pueden albergar acti-
vidades ilícitas de toda clase. En ellas se desbordan todos los problemas conocidos
y el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador (no así el mercantil y
el tributario) las contemplan atónitos sin saber qué hacer. Pensemos en una empresa
financiera , incluso no necesariamente gigantesca, que no contabiliza una operación
como debería hacerlo. El hecho es claro, pero no así la autoría ni la responsabilidad
puesto que ha intervenido materialmente un contable integrado, como fuerza fungi-
ble, en una sección de contabilidad con un jefe propio. Pero este jefe también care-
ce de autonomía de decisión personal única ya que la empresa tiene sus administra-
dores, directores, consejeros, consejeros delegados, consejo de administración y pre-
sidente. Una maraña de personas y órganos, un laberinto en el que, por muy celoso
que sea, se pierde el inspector más experimentado, una hidra de mil cabezas acom-
pasadas pero que aparentemente no obedecen a órdenes de un solo centro. ¿Dónde
encontrar aquí la voluntad culpable que dicen que exige la Constitución?
d) La mera pregunta es ya grotesca aunque todavía no se ha acabado el reperto-
rio. La economía moderna no pasa ya por el fontanero que coloca en sus horas libres
una instalación de gas sin atenerse a los reglamentos que lo regulan. Ni tampoco
siquiera por sociedades anónimas sino por grupos de sociedades matrices, filiales,
participadas, con pies asentados en los cinco continentes, redes inextricables de per-
sonas jurídicas que hacen las cosas más diversas obedeciendo leyes propias y órdenes
que ni los propios ejecutores saben de dónde provienen. Auténticas galaxias con estre-
llas, soles, planetas, satélites y asteroides que desaparecen súbitamente sin dejar ras-
tro y trasladan sus capitales a la velocidad de la electrónica que trasmite las instruc-
460 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

c iones. ¿A quién pertenecen? ¿Quién las domina? Ordinariamente esto se sabe bien
— se sabe «quiénes están detrás»— mas desde el punto de vista del Derecho español,
que se mueve todavía con los cánones dieciochescos apenas remozados por una nos-
tálgica Constitución museal, este saber carece del más mínimo valor legal. ¿Qué prue-
bas —esas pruebas que exige el Estado social de Derecho y la presunción de inocen-
cia— pueden resultar contra unos hombres desconocidos y cómo tocar capitales que
desaparecen con un fax en destinos remotos.
En estas condiciones las actividades de los inspectores y de los jueces son ridicu-
las y ellos lo saben en su impotencia. La Constitución y las leyes no son armas ade-
cuadas sino pesos que les impiden moverse con agilidad. Con esas leyes y, lo que es
peor, con estas teorías elaboradas por los abogados de los infractores y no por los ser-
vidores de la Administración, nada puede hacerse, la batalla está perdida de antemano
y más valdría no iniciarla para evitar gastos de papel y despilfarros de energía y dedi-
carse a sancionar modestos labriegos que han ocultado su producción de remolacha
para redondear las subvenciones de la Política Agraria Comunitaria.

3. AUTORES Y RESPONSABLES EN EL DERECHO POSITIVO ESPAÑOL

En el Derecho Penal, igualmente, nadie confunde al autor con el responsable. Hay


autores no responsables, como los beneficiados por las exenciones del articulo 8 del
Código Penal, y responsables no autores, puesto que, según indica literalmente el ar-
tículo 12, además de los autores son responsables criminalmente de los delitos y fal-
tas los cómplices y los encubridores. Esto en cuanto a la responsabilidad criminal, que
es rígida respecto a la exigencia de dolo y culpa, porque, en cuanto a la responsabili-
dad civil (de los fondistas, por ejemplo) derivada de delitos y faltas, no se exige siem-
pre la culpabilidad, como se desprende de lo establecido en los artículos 117 y
siguientes del Código penal.
El infractor es el autor de la infracción y a quien se aplica la regla de la exigencia
de culpabilidad en los términos que páginas más atrás han sido explicados. Para él
valen, además, las disposiciones del artículo 14 del Código Penal a falta de otras espe-
cíficas de la legislación sancionadora, que habrán de aparecer algún día, lógicamen-
te, en esa Ley General que todos estamos esperando:
Se consideran autores: 1 ° Los que toman paite directa en la ejecución del hecho. 2." Los
que fuerzan o inducen a otros a ejecutarlo. 3 ° Los que cooperan a la ejecución del hecho con
un acto sin el cual no se hubiere efectuado.

Independientemente de la eventual aplicación de estos preceptos y de esta doctrina


en el Derecho Administrativo Sancionador, la problemática que ofrece la autoría en
este ámbito se enriquece por la presencia de múltiples preceptos sectoriales que inten-
tan precisar su alcance y, además, por la incidencia de la figura de la responsabilidad
que en algunos textos se admite de forma expresa.
Junto al autor o infractor se encuentra el responsable, que es quien debe soportar
las consecuencias de la infracción (o sea y fundamentalmente, la sanción y, en su
caso, la reparación). Lo normal es que el autor sea el responsable y el único respon-
sable. Pero también es posible que la ley disocie ambas figuras y las concrete en per-
sonas distintas. Para el legislador español la distinción conceptual es siempre clarísi-
ma, incluso cuando se dispone la coincidencia en una misma persona, tal como hace
el artículo 72.1 de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad
Vial, de 2 de marzo de 1990:
CULPABILIDAD 461

La responsabilidad por las infracciones a lo dispuesto en esta ley recaerá directamente en


el autor del hecho en que consista la infracción.

En otras ocasiones, sin embargo, la ley disocia de forma expresa a la persona res-
ponsable y a la infractora: se es infractor por haber realizado el tipo y se es respon-
sable porque asi lo declara la ley. Y el responsable puede serlo con carácter principal
o solidario o mancomunado (supuesto raro) o subsidiario, advirtiendo, a todo lo más,
la posibilidad de una acción de regreso o de reparto ejercitable por el responsable con-
tra el infractor. Un ejemplo perfecto de este sistema puede encontrarse en el artículo
32.2 de la Ley de Telecomunicaciones de 18 de diciembre de 1987, que constituye una
fórmula de estilo utilizada también en otras leyes:
La responsabilidad administrativa se exigirá a las personas físicas o jurídicas a que se
refiere el punto 1 [es decir, a los declarados responsables], sin peijuicio de que éstas puedan
deducir las acciones que resulten procedentes contra las personas a las que sean materialmente
imputables las infracciones [es decir, a los autores].

Este desdoblamiento nos trae, en primer término, la cuestión de la exigencia de la


culpabilidad en el responsable, a la que ya se dio páginas atrás respuesta negativa: la
autoría o imputación de la infracción exige culpabilidad, pero no así la imputación de
responsabilidad realizada ex lege. Ésta es, a mi juicio, la única forma de salvar el dis-
cutido número uno del artículo 130 de la LPAC, que, como se recordará, dice así:

Sólo podrán ser sancionados de hechos constitutivos de infracción administrativa las per-
sonas físicas y jurídicas que resulten responsables de los mismos aun a titulo de simple
inobservancia.

El inciso en cursiva ha sido piedra de escándalo, aparentemente con razón, ya que


en él se ha visto una desviación de lo dispuesto en el artículo 77.1 de la Ley General
Tributaría, que, según se ha contado más atrás, fue declarado constitucional por el
Tribunal de este orden cabalmente porque admitía la presencia de la culpabilidad tal
como estaba redactado:
Son infracciones tributarias las acciones y omisiones tipificadas y sancionadas en las
leyes. Las infracciones tributarias son sancionadles incluso a título de simple negligencia.

El contraste entre estos dos textos es ciertamente llamativo; pero no cabe, a mi jui-
cio, imputar la alteración a ignorancia del legislador, que con toda probabilidad había
tenido a la vista el precepto tributario. Aunque sea con una buena dosis de benevo-
lencia, entiendo que el artículo de la Ley de 1992 es correcto, e incluso que es favo-
rable para los ciudadanos, si se interpreta así: en él no se está haciendo pronuncia-
miento alguno sobre la exigencia de culpabilidad para los autores (sobre este punto
no dice absolutamente nada y, por tanto, son aplicables las reglas generales que ya
conocemos), puesto que no está hablando de autores sino de responsables y muy sig-
nificativamente se titula el artículo «responsabilidad» y no infracciones o autonas,
por ejemplo. „ ,
Todo este planteamiento puede ilustrarse muy bien con el caso de las llamadas
infracciones de tráfico (sobre las que Ignacio BORRAJO tiene un libro medito —que yo
he manejado— con el título de Las actas de la Policía de Tráfico). A cuyo efecto
debemos tomar como punto de partida el artículo 278.1 del Código de Circulación,
que declara responsables de las infracciones a «los peatones o a los conductores de
vehículos que las cometieren» (o sea, los «autores » del art. 72.1 de la Ley de ¿ de
462 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

marzo de 1990, antes transcrito); pero añadiendo a renglón seguido que, si el autor no
es identificado y el titular del vehículo —debidamente requerido— no facilita los
datos del conductor, «podrá verse obligado [aquél] al pago de la sanción pecuniaria»
(n.° II). Y, más todavía, el apartado III establece que, si el conductor no hubiese hecho
efectiva la multa impuesta, una vez firme, «podrá ser reclamado su pago del titular o
propietario del vehículo».
La estructura de esta norma no puede ser más clara: en el apartado I aparece el
autor, en quien, en cuanto tal, han de concurrir los requisitos genéricos de culpabi-
lidad.
En el epígrafe II aparece un responsable solidario, cuya responsabilidad entra en
juego cuando se cumplen por parte de la Administración determinados requisitos:
requerimiento con advertencia y diligencia para la identificación del autor. Estos
requisitos suponen una garantía para el responsable solidario, puesto que, si no es
requerido debidamente ni la Administración ha hecho las diligencias de averiguación
del autor, queda exonerado de responsabilidad como declaró la STC 219/1988, de 22
de noviembre. Pero, por otro lado, su situación es, paradójicamente, peor que la del
autor, dado que éste puede exculparse por falta de culpabilidad mientras que el res-
ponsable responde objetivamente: y ello es así cabalmente porque no se le reprocha
autoría de infracción alguna. Esta objetividad autoriza la responsabilidad económica
pero, en cambio, excluye los efectos de incidencia personal, como la retirada del per-
miso de conducir, que sólo pueden recaer sobre el autor, precisamente por el carácter
personal de su responsabilidad (STS 28 de abril de 1987: Ar. 3166; Cáncer, con argu-
mentos ya de índole constitucional).
Desde esta perspectiva de la distinción entre autoría y responsabilidad solidaria
puede disiparse la ambigüedad que se critica a la sentencia del Tribunal Constitucional
y que nace de esta declaración:
[no es lícito] un indebido traslado de responsabilidad personal (no de responsabilidad civil
subsidiaria) a persona ajena al hecho infractor al modo de una exigencia de responsabilidad
objetiva sin intermediación de dolo o culpa sin practicarse la prueba de descargo propuesta por
el recurrente a la Jefatura de Trafico, sin que, por tanto, la Administración cumpliera lo esta-
blecido en el artículo 27-8-II del Código de la Circulación para imponer la sanción al dueño
del vehículo.

Una oración con tres modalizaciones de «sin» no puede resultar nunca clara y, en
consecuencia, es lógico que B O R R A J O se pregunte si el tribunal anula la sanción por
no haber mediado dolo o culpa en el responsable o bien por no haberse dado cumpli-
miento a los requisitos de investigación diligente. Ahora bien, si se tiene presente que
no se está tratando de autor sino de responsable, la ambigüedad se despeja: al res-
ponsable se le puede exigir sin necesidad de que haya mediado dolo o culpa por su
parte, como sucede en la STS de 1 de febrero de 1989 (Ar. 773; Rodríguez García).
En ella no hay ni sombra de culpabilidad del titular del vehículo, puesto que demos-
tró que estaba muy lejos del lugar y momento de la infracción, pero, aun así, se declara
la validez de la multa, Y sin que, por otra parte, se pueda invocar tampoco la existen-
cia de una infracción autónoma propia del garante (el no proporcionar, por ejemplo,
los datos del autor), tesis que la citada sentencia del Tribunal Constitucional rechaza
de forma expresa calificándola de «forzada».
Con el epígrafe III, en fin, aparece una responsabilidad subsidiaria de carácter
inequívocamente objetivo.
Dejando ya a un lado el ejemplo ilustrativo de la legislación de tráfico y recogien-
do el hilo principa], tenemos que, en cualquier caso, la responsabilidad por infraccio-
nes administrativas se aparta llamativamente de la responsabilidad criminal para apro-
CULPABILIDAD 463

ximarse a la responsabilidad civil. Fenómeno sorprendente después de cuanto se está


predicando sobre los parentescos ente el Derecho Penal y el Derecho Administrativo
Sancionador, pero que es imposible no reconocer. Ajústese o no a las teorías imperan-
tes, el hecho es que en algunas de sus manifestaciones el Derecho Administrativo
Sancionador parece estar dejando atrás las aguas del Derecho Penal y adentrándose en
las de la responsabilidad civil, que prometen ser no menos interesantes tanto para la
teoría como para la práctica. Un descubrimiento —o, si se quiere, una sospecha— que,
desde luego, no es nuevo y de él ya ha dejado temprano testimonio en 1 9 7 9 CAPPACIOLI
(citado por Z O R N O Z A ; 1 9 9 2 , 5 1 ) : «la sanción consistente en pagar una suma de dinero,
incluso no estando relacionada con el daño, presenta caracteres de tipo civil, al igual
que sucede con la unidad de la misma sanción pese a la pluralidad de responsables y,
en conexión, la solidaridad en la deuda».
Dando un paso más, hemos de abordar ahora la cuestión de las consecuencias jurí-
dicas del ilícito que ordinariamente se imputan al autor, aunque no siempre, como
bien se sabe en Derecho Civil. El avalista responde del impago del deudor principal;
el padre de los daños causados por el meros y el posadero, de los daños producidos
por desconocidos que han hurtado bienes depositados en su establecimiento. Estamos
hablando, pues, no de quiénes han «hecho» sino de quiénes «responden». Detrás del
autor de la infracción aparece el responsable de sus consecuencias.
En la Teoría General del Derecho es obvia desde hace más de un siglo la distin-
ción entre Schuld y Haftung, devoir y engagement, duty y liability. Por un lado exis-
te, en efecto, una deuda y un deudor, que es quien está obligado a realizar un deter-
minado comportamiento; y por otro, un responsable que es quien está sujeto a las con-
secuencias del incumplimiento del autor. Por lo común ambas figuras coinciden en la
misma persona, mas no siempre.
Esto que parece tan elemental a los juristas se pasa por alto en el Derecho
Administrativo Sancionador, cuyo error consiste en no acertar a separar las figuras de
autoría y responsabilidad (salto que esté determinado así en la ley). Y por ello, cuando
se quiere imputar a alguien las consecuencias de una infracción, se le exige que
sea autor —autor jurídico del hecho y autor de la infracción— pero para poder impu-
társele la autoría de la infracción (como requisito previa para la imputación de sus
consecuencias) hace falta la concurrencia de culpabilidad y aquí es donde con fre-
cuencia falla la operación, cuando la culpabilidad no aparece por ninguna parte.
Para tapar, al menos en parte, este enorme hueco suele acudir a la culpa invigi-
lando: con ella ya tenemos una culpa, un autor y un responsable. La salida es inge-
niosa, aunque en unos casos es real y en otros —cuando se acepto en sentido lato—
no pasa de ser una útil ficción para poder hacer efectiva la multa. Además, en rigor
no encaja en la sistemática sancionadora tradicional porque, tanto si se trata de un
deudor principal como solidario o subsidiario, lo que no puede negarse es que se está
respondiendo por los daños de otro y así violando uno de los corolarios de la perso-
nalidad de la pena. El empresario no responde de lo que ha hecho o dejado de hacer
(contratar a un alcohólico como guarda nocturno o no haberle instruido debidamen-
te) sino por lo que ha hecho o dejado de hacer el empleado encargado de conectar los
aparatos de alarma y seguridad. , .
Aunque bien es verdad que esto es lo de menos porque hasta los juristas mas rigu-
rosos saben, cuando les conviene, cerrar los ojos para no ver sus propios dogmas; de
la misma manera que a los jueces no les importa incurrir en contradicciones técnicas
cuando quieren hacer justicia material. Más grave que la fragilidad de esta explica-
ción teórica es la imposibilidad de aplicarla sensatamente, incluso en su sentido mas
lato, a todos los supuestos y así resulta que nos encontramos sin un responsable efec-
tivo salvo que estemos dispuestos a exigir a un auxiliar contable, autor matenal del
464 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

hecho, el pago de una multa de varios millones de euros. Se impone, por tanto, bus-
car una solución más amplia y más eficaz.
De acuerdo con lo que aquí se está sugiriendo, cuando queremos determinar la
situación jurídica de un sujeto en relación con una infracción tenemos que precisar en
irnos casos si es el autor de la infracción y, además, el responsable; y en otros casos
si, aun no siendo el autor, es responsable. A cuyo efecto habrá de buscarse la causa o
título de tal imputación de responsabilidad.
En el Derecho Administrativo Sancionador tales títulos no faltan puesto que nues-
tro Ordenamiento jurídico reconoce fundamentalmente los siguientes: los que proce-
den a) ex lege (la propiedad del vehículo si no aparece el conductor infractor), b) ex
culpa (in vivilando, in eligendo, in conservando), c) ex contractu (contrato de segu-
ro de responsabilidad), d) ex bono (apropiación de los beneficios producidos por la
infracción).
La distinción entre autoría y responsabilidad tiene, además de los regímenes gene-
rales de la Teoría General del Derecho, una explicación específica en el Derecho
Administrativo Sancionador basada en la estructura dual de las normas sancionadoras
que, como sabemos, se descompone en dos elementos. Primero está la norma prima-
ria que establee un mandato o una prohibición; y luego la norma secundaria que tipi-
fica la infracción por incumplimiento de la norma primaria y establece la consecuen-
cia de la sanción. Pues bien, estas normas tienen dos destinatarios distintos aunque
puedan coincidir —-y de ordinario coinciden— en una misma persona. El autor de la
infracción es el que realiza lo dispuesta en la norma secundaria; mientras que el des-
tinatario de la norma primaria terminará siendo, en su caso, el responsable.
La norma primaria impone el mandato de establecer y conectar aparatos de alar-
ma en las armerías: se dirige, por tanto, a los titulares de ellas; mientras que la norma
secundaria castiga a los que no dan cumplimiento a lo dispuesto en la norma anterior.
Este incumplimiento puede haber sido realizado por el encargado o empleado y en tal
caso éste sera el autor material; pero el responsable será siempre el titular de la arme-
ría incluso aunque haya obrado con diligencia (no puede atribuirse culpa in vigilando
al propietario de una cadena de armerías que al frente de cada una de ellas ha colo-
cado personas de experiencia y a las que ha dado un poder general de dirección con
obligación de rendir cuentas anuales).
La LPSPV ha seguido a este propósito otro criterio, del que importa dar noticia
aunque sólo sea por la reconocida autoridad técnica de esta norma.
Por lo pronto, en su artículo 8 vincula autoría y responsabilidad en términos ines-
cindibles: «únicamente serán responsables de las infracciones sus autores».
Declaración que, por supuesto, no significa desconocimiento de la responsabilidad
de otras personas distintas del autor material. Y para solucionar esta cuestión la ley
vasca ha acudido a una fórmula que no está al alcance de la doctrina, a saber, la cre-
ación de una ficción legal. A cuyo efecto ha declarado formalmente autores a esas
personas.
El artículo 9 así lo establece inequívocamente aunque de forma matizada: «Son
autores las personas físicas o jurídicas que realicen el hecho tipificado por si solas,
conjuntamente o por medio de otra de la que se sirven como instrumento». Estos son,
pues, para la ley los «autores materiales» (a los que luego se alude directamente con
tal denominación) prescindiendo de los «autores instrumentales» que, al no ser auto-
res por exclusión legal, tampoco serán responsables.
La ficción aparece en el n.° 2 y para subrayar esta calidad no se utiliza el verbo
ser sino el de considerar, o sea, que aunque no lo son, la ley les considera como tales
(y en ello consiste cabalmente la ficción): «Serán considerados autores: a) las perso-
nas que cooperen a su ejecución con un acto sin el cual no se podría haberse efectúa-
CULPABILIDAD 465

do. b) las personas que incumplan el deber, impuesto por una norma con rango legal,
de prevenir la comisión por otro de la infracción».
Se trata, en suma, de una fórmula pragmática y eficaz nada desdeñable: de una opción
válida a la fórmula de la distinción teórica entre autoría y responsabilidad que, aparte
de ser más flexible, es el resultado de una elaboración centenaria de juristas de todo el
mundo que, desde fuera de la ley, carecen de la potestad de crear ficciones legales.
La Ley General Tributaria de 2003 ha desarrollado estas cuestiones con tan sin-
gular cuidado que bien merecen una referencia pormenorizada.
Por lo pronto, cuando en el artículo 178 se enumeran los que llama «principios de
potestad sancionadora», entre ellos no aparece el de culpabilidad sino —al igual que
en el artículo 130 LPAC— el de «responsabilidad». Y luego el capítulo segundo del
Título IV se refiere consecuentemente a los «sujetos responsables» que a reglón
seguido y en términos inequívocos clasifica en «sujetos infactores» y «sujetos res-
ponsables y sucesores». Sujetos infractores son los autores de la infracción, o sea, las
personas «que realicen las acciones u omisiones tipificadas como infracciones« (art.
181). Para saber ahora quiénes son los sujetos responsables tenemos que acudir al ar-
tículo 41 donde aparecen, además de los deudores principales, otros responsables soli-
darios o subsidiarios así declarados en una Ley.
De esta manera resulta que de ordinario el sujeto infractor (o «deudor princi-
pal», según el art. 181.2) es también el sujeto responsable; aunque con las siguien-
tes peculiaridades:

a) Hay sujetos infractores que no son sujetos responsables. Ejemplo: «Las


acciones u omisiones tipificadas en las leyes no darán lugar a responsabilidad tribu-
taria [...] cuando concurra fuerza mayor» (art. 179.2).
b) Hay quienes sin ser sujetos infractores se conviertes, por declaración expresa
de ley, en sujetos responsables, que son los que se enumeran en los artículos 41, 42 y
43, a las que se remite el artículo 182. Ejemplo: «Los que sean causantes o colaboren
activamente en la realización de una infracción tributaria».

En mi opinión, este sistema es excelente tanto por el planteamiento teórico en que


se basa como por su regulación positiva concreta.

4. ANÁLISIS TEÓRICO

El primer paso a tal fin ya se ha expuesto páginas atrás y consiste en la distinción


entre hecho e infracción. Recordémoslo brevemente.
El hecho es un fenómeno natural y en cuanto tal jurídicamente estéril, al que la
norma, con criterios varios y no siempre comprensibles, da o quita relevancia jurídi-
ca, que consiste en la atribución de ciertas consecuencias jurídicas, entre ellas la ili-
citud. Por imperativo de una norma se ordenan o prohiben ciertos comportamiento y
de su incumplimiento surge un ilícito; mas nótese que el ilícito siempre se atribuye a
un comportamiento, es decir, a una acción humana (no al agua contaminada sino a la
contaminación del agua). Con esto hemos pasado de un hecho natural a un hecho jurí-
dico que vale como referencia de una actividad jurídica. Pues bien, una de las conse-
cuencias jurídicas que la norma puede atribuir a una actividad ilícita es la constitución
de una infracción administrativa.
La infracción administrativa atribuida a una acción ilícita es una declaración que
hace la norma respecto de ciertos hechos que ha seleccionado libremente. Pero la
infracción administrativa que se atribuye al autor de la acción ha de reunir —según la
466 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

doctrina tradicional— dos elementos: uno objetivo (el hecho material natural: la venta
de alimentos caducados) y otro subjetivo (la culpabilidad del autor, que ha de saber y
querer que está vendiendo alimentos caducados; sin contar con la imprudencia que,
como sabemos, también forma parte de la culpabilidad).
Con esta técnica ya está el Derecho en condiciones de abordar los supuestos más
simples, que son también los más numerosos. La Administración, y luego el juez, des-
pués de comprobar en un procedimiento formalizado que un autor ha realizado el tipo
infractor, que en él no concurren causas de justificación y que, en fin, es culpable,
puede lícitamente sancionarle. Ahora bien, para abordar situaciones más complejas no
nos vale esta técnica elemental y hay que buscar otras también más complejas si que-
remos ser operativos.
Se trata, entonces, de hacer'tres juegos de distinciones , separando de una parte
(como acaba de verse) entre hecho e infracción, de otra entre autoría de hecho y auto-
ría de infracción y, en fin, entre autoría y responsabilidad.
Autor material, directo, del hecho es el que lo realiza físicamente (el conductor
que no respeta un semáforo).
Autor jurídico del hecho es aquél que, aun no habiéndolo realizado materialmente,
se le imputa legalmente su realización. Cuando un obrero levanta un muro ladrillo sobre
ladrillo por orden y cuenta de su patrón, el hecho se imputa al patrón, no al obrero.
Cuando el hecho es normativamente calificado de infracción, es implícito que su
autoría siempre es jurídica y de ordinario suelen coincidir en la misma persona las
autorías de hecho y de infracción (el autor material y el autor jurídico). No así, sin
embargo, cuando el hecho ha sido cometido por un demente o un menor, por la sen-
cilla razón de que son incapaces de infringir. Pero incluso, aun habiendo infracción,
puede ser que no exista autor de ella porque para imputar un ilícito no sólo hace falta
que exista un hecho o una infracción sino que se exige la autoría de una persona impu-
table, que sólo se da cuando ha obrado culpablemente. Lo cual no significa, sin
embargo, que el hecho pierda su relevancia jurídica ni que la acción vaya a quedar
impune: lo que sucede entonces es que, esfumado el autor, pasa a primer plano el res-
ponsable.
En estas condiciones importa citar —en los términos más elogiosos posibles— la
técnica seguida en el artículo 118 de la ley de 24 de noviembre de 1992 que aborda
un amplio repertorio de infracciones muy complejas en cuanto que cometidas en uni-
dades funcionales tan amplias como un barco o en relación con empresas navieras y
de consignatarios. Pues bien, la ley —consciente de la dificultad de encontrar al autor
material de la infracción— va señalando quiénes son en cada caso los responsables
según el tipo de infracción: el consignatario, el autor de la acción, el promotor de la
actividad, la persona física o jurídica titular de la actividad, la persona física o jurídica
propietaria de la embarcación, la persona a la que va dirigida el precepto infringido
etc. Nótese, pues, la escasa relevancia jurídica que concede la ley al autor de la infrac-
ción, sea material directo o moral indirecto. A la la ley le es el indiferente el nombre
y condición del marinero borracho que ha provocado un altercado, del piloto que no
ha impedido que la nave choque con un amarre o del capitán que no ha seguido las
instrucciones de la autoridad portuaria. ¿Quién podrá ser el autor de una limpia de
fondos contaminante? Nada de esto importa a la ley, quien quiere ahorrar a la
Administración sancionadora investigaciones tan prolijas como inútiles y, dejando a
un lado la autoría, señala al responsable aunque no haya participado ni de cerca ni de
lejos en la realización de ilícitos. Por eso mismo las leyes administrativas sólo muy
raramente aluden a los «autores» y lo que regulan es el régimen jurídico de los res-
ponsables. Una técnica pragmática que deja a un lado las exquisitas cuestiones de la
culpabilidad.
CULPABILIDAD 467

X. BALANCE FINAL

Tal como había adelantado al principio, la cuestión de la culpabilidad es una de


las más confusas y, desde luego, la que ha recibido un tratamiento más contradictorio
en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, que no se caracteriza precisa-
mente por su claridad ni coherencia. Aquí se perciben, en efecto, mejor que en nin-
guna otra parte las nefastas consecuencias de haber afirmado gratuitamente un prin-
cipio y de empeñarse luego en sostenerlo —por muy matizado que sea— cuando la
razón de las circunstancias obliga a abandonarlo.
La doctrina y la última jurisprudencia se han esforzado en buscar fórmulas de
compromiso que permitan sancionar autores de infracciones de culpabilidad dudosa.
Fórmulas habilidosas teóricamente vulnerables y en la práctica de viabilidad incierto
pero que permiten seguir negando la existencia de las infracciones formales o de la
responsabilidad objetiva, por más que en las leyes se declaren explícitamente una y
otra vez.
La tesis que en este libro se viene manteniendo desde la primera edición y que en
la presente se reformula en términos más tajantes y precisos pretende abordar la cues-
tión frontalmente y, sin rodeos ni justificaciones, cortar el nudo gordiano del princi-
pio de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Lo que puede resu-
mirse, de acuerdo con las páginas precedentes, en las siguientes proposiciones:

Primera.— En el Derecho Administrativo Sancionador el principio de la culpabi-


lidad no está reconocido en la Constitución, ni expresa ni implícitamente, sino que es
de creación jurisprudencial: muy tardía en la procedente del Tribunal Supremo y muy
matizada en la procedente del Tribunal Constitucional.
Segunda.— Al no encontrarse coartada por una imposición constitucional previa, la
legislación sectorial ha venido desde siempre estableciendo variantes de infracciones
formales, que ahora se encuentren recogidas con carácter general en el artículo 130 LPAC.
Tercera.— El hecho de que la responsabilidad objetiva sea posible en algunos
casos no significa la exclusión total del principio de culpabilidad en el ámbito del
Derecho Administrativo Sancionador, antes al contrario.
Cuarta.— Las dificultades teóricas y prácticas provienen del hecho de que el
legislador, salvo excepciones, no precisa nunca con exactitud cuando opera, o no
opera, el indicado principio y el alcance su exclusión o inclusión.
Quinta.— Está fuera de duda que opera el principio cuando la ley exige de forma
expresa la concurrencia de culpabilidad en cualquiera de sus variantes y denomina-
ciones (dolo, intencionalidad, culpa, negligencia, imprudencia).
Sexta.— Igualmente está fuera de duda que no opera el principio en las infrac-
ciones cometidas por —e imputadas— a las personas jurídicas.
Séptima.— Aunque la redacción de la LPAC es ambigua, la interpretación más
plausible es la de que la responsabilidad objetiva se da en los supuestos de solidari-
dad, subsidiariedad y garantía.
Octava—Ante el silencio de la ley corresponde a los operadores jurídicos deter-
minar en cada caso su régimen de culpabilidad. En mi opinión no opera en los supues-
tos de mera inobservancia o incumplimiento de los mandatos y prohibiciones que tra-
tan de evitar un peligro abstracto.
Novena.— En los casos dudosos no rige aquí el criterio hermenéutico de in dubio
pro reo sino que la decisión ha de ser el resultado de una ponderación de los intere-
ses públicos y privados que están en juego.
Décima.— La regla jurídica más ilustrativa en este ámbito es la de la clara sepa-
ración entre autor y responsable. Los responsables por imperativo legal que no son
468 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

jurídicamente autores de la infracción no se encuentran protegidos por el principio de


la exigencia de culpabilidad.

Las anteriores proposiciones se encierran en una de carácter metodológico: en el


ámbito de la culpabilidad el Derecho Administrativo Sancionador ha de regirse por
reglas propias liberándose de la tutela del Derecho Penal.
CAPÍTULO IX

LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM

SUMARIO: I. Planteamiento— II. Fundamentación. I. Explicaciones genéricas. 2. La cosa juzgada.


3. Pluralidad de tipificaciones normativas. — III. Naturaleza: principio general del Derecho v derecho
fundamental.—IV. El Derecho positivo. 1. El Derecho tradicional y la situación preconstitucional. 2. La
Constitución y sus repercusiones inmediatas. 3. Régimen legal general —V. Dinámica de la regla.
1. Preferencia del orden jurisdiccional penal. 2. Prioridad del proceso penal 3.Contradicciones del
Tribunal Constitucional.—VI. Incidencia de la sentencia penal sobre ta resolución administrativa.
1. Sentencia condenatoria. 2. Sentencia absolutoria. 3. Los hechos en dos jurisdicciones.—VII. Excepciones.
1. Relaciones de sujeción especial. 2. Autoridades de distinto orden. 3. Ausencia de la triple identidad.
4. Diversidad de intereses protegidos. —VIII. Pluralidad de sanciones administrativas.—IX. La teoría
penal de los concursos. 1. Planteamiento juridico-administrativo tradicional. 2. Concurso (aparente) de
leyes. 3. Concurso de infracciones.—X. Peculiaridades del elemento fáctico del tipo, 1. Unidad o plura-
lidad de hechos y acciones. 2. Infracciones de acción no instantánea.— XI. Concurrencia de actuaciones
comunitarias. XII. Balance final.

Tal como podrá comprobarse a lo largo de este capítulo, quizás sea esta la mate-
ria cuyo régimen sigue más de cerca este Derecho Penal. Aunque no puede olvidarse
que la ayuda que en este ámbito proporciona este Derecho Penal al Administrativo
Sancionador no se traduce en unos artículos del Código (pues nunca podrá afirmarse
que los preceptos penales son directamente aplicables a las sanciones administrativas)
ni tampoco en unos principios (pues es difícil considerar como principios las reglas
concretas de resolución de concurso de leyes y de delitos). En este caso se trata,
más bien, de una comunicación de técnicas. El Derecho Administrativo Sancionador
—que todavía no sabe cómo abordar autónomamente este tipo de cuestiones— se
aprovecha de la mayor experiencia del Derecho Penal y toma a préstamo unas técni-
cas jurídicas que en él se vienen utilizando desde hace siglos con probado éxito. Esto
es cosa sabida puesto que ya se ha dicho repetidas veces. Sin embargo, no puede
pasarse por alto que en el presente caso, tratándose de dos sanciones (una penal y otra
administrativa) en unos supuestos quien se planteará y resolverá la cuestión será un
juez penal (se supone que con técnicas penales) y en otros supuestos un juez conten-
cioso-administrativo —y antes una Administración Pública— y se supone que con
técnicas de Derecho Administrativo Sancionador. ¿Cabe admitir, entonces, que tales
técnicas sean asimétricas?

I. PLANTEAMIENTO

La prohibición tradicionalmente denominada del (non) bis in idem implica —dicho


sea en términos deliberadamente simplificados— que nadie puede ser condenado
dos veces por un mismo hecho. Ésta es, por cierto, la formulación casi literal de la
Ley de Orden Público (en el texto introducido por el Real Decreto-Ley de 25 de
enero de 1977): «No se impondrán conjuntamente sanciones gubernativas y sancio-
nes penales por unos mismos hechos»). Afirmada inicialmente esta regla en el
[469]
470 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Derecho Penal, hoy suele aceptarse su aplicación en todos los ámbitos del Derecho
y desde una perspectiva muy amplia ha sido definida por DEL REY en la amplísima
monografía que le ha dedicado ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ) como «principio general del Derecho
que, en base a los principios de proporcionalidad y cosa juzgada, prohibe la aplica-
ción de dos o más sanciones o el desarrollo de dos o más procedimientos, sea en
uno o más órdenes sancionadores, cuando se dé una identidad de sujetos, hechos y
fundamentos y siempre que no exista una relación de supremacía especial de la
Administración».
Como cuestión previa y desde un punto de vista orgánico, hay que tener en cuenta
la posible intervención de dos tipos de órganos represivos, judiciales y administrati-
vos; lo que significa que la duplicidad de decisiones — y el correspondiente conflic-
to— puede surgir, cuando menos, en los siguientes ámbitos:

— entre dos Tribunales penales (cuestión que no va a ser estudiada aquí);


— entre dos Administraciones Públicas o Corporaciones con facultades sancio-
nadoras, asimilada a estos efectos, a una Administración Pública, como es el caso de
un Colegio Profesional;
— entre órganos distintos de un mismo ente público; y
— el supuesto más corriente: entre un Tribunal penal y un órgano administrativo;
lo que eventualmente puede convertirse en un conflicto no ya entre una sentencia y
un acto administrativo sino entre dos sentencias —o entre dos procesos jurisdiccio-
nales—, cuando el acto administrativo sancionador se ha revisado —o está siéndolo—
por un Tribunal contencioso-administrativo.

A esta pluralidad de fenómenos se corresponde inevitablemente un correlativo


fraccionamiento de enfoques metodológicos, puesto que el tema es objeto de preocu-
pación por parte de los penalistas, de los procesalistas, de los laboristas y, por supues-
to, de los administrativistas (en este contexto incluidos también los tributaristas),
quienes no siempre se conocen debidamente entre sí.
De cualquier manera que sea, la causa fundamental de la confusión estribaba,
hasta hace muy poco, en la ausencia de una norma general que estableciese tal regla.
La Constitución nada dice sobre el particular y solamente algunas leyes sectoriales
hacen referencia a la misma regulando algunos de sus efectos y de manera no unifor-
me. Ante la inexistencia de una proclamación legal, la regla surgió, en definitiva,
como creación doctrinal, dominada por inequívocas inspiraciones ideológicas (no
siempre contrastadas con la realidad) y por mimetismo de Derechos extranjeros.
Apurando las cosas, sin embargo, la regla, más que una creación doctrinal, es un pro-
ducto de la Jurisprudencia, que es el punto más firme de referencia, como hemos de
ir comprobando a lo largo de este trabajo. Pero —también conviene adelantarlo ya—
la Jurisprudencia (quizás como consecuencia de la falta de apoyo legislativo general)
es singularmente vacilante.
Un panorama, en suma, que dista mucho de ser tan claro y cierto como algunos
autores singularmente optimistas entienden. Para comprobarlo basta recordar, una vez
más, la conocida cita de I. SARABIA PARDO ( 1 8 9 9 , 3 1 8 - 3 1 9 ) , quien hace hace ya más
de cien años se planteaba estos interrogantes: «¿Puede castigarse un solo hecho a la
vez con dos distintas penas y por diversas autoridades? Claro es que no debe aplicar-
se más que una sola disposición. ¿Se aplicará el Código Penal común o la disposición
administrativa o de policía? En consecuencia con lo expuesto, ¿se seguirán uno o dos
procedimiento distintos?» constatando resignadamente a continuación que «todas
estas cuestiones no tienen en la hora presente una solución satisfactoria». Pues bien,
al cabo de un siglo estamos casi igual y forzoso es seguir afirmando la insatisfacto-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 471

riedad de su solución en 1992 a despecho de las buenas intenciones de la LPAC que


es, después de la Constitución, donde por primera vez se ha establecido un régimen
general del principio en el Derecho Administrativo Sancionador.
Sin perjuicio de lo anterior —es claro que el tiempo no pasa en vano—, la
jurisprudencia ha ido precisando algunas cosas y la doctrina penal y la procesal
han elaborado elementos más que suficientes para esbozar, a título de modesta
conjetura, una sistemática general, que didácticamente puede describirse en una
serie de círculos.

A) Primer círculo: Efecto negativo de una primera resolución respecto de pro-


nunciamientos posteriores. O sea, que la primera resolución, por regla, no sólo blo-
quea una sanción posterior, sino que lo que impide es una resolución posterior, cual-
quiera que sea su contenido. Ahora bien, para que produzcan tales efectos ha de tra-
tarse de mía resolución sobre el fondo, es decir, que no se base simplemente en excep-
ciones formales (incompetencia, prescripción), y lo mismo sucede cuando no se juzga
el hecho al no ser declarado probado.
B) Segundo círculo: Efecto positivo. La segunda resolución (cuando excepcio-
nalmente se produce) ha de tener en cuenta los pronunciamientos de la primera, sean
sancionatorios o no (hechos probados, cuestiones prejudiciales).
C) Tercer círculo: Tratamiento procesal. El Ordenamiento jurídico ha arbitrado
medidas para que la primera resolución sea conocida por el órgano que tramita pos-
teriormente con objeto de que pueda aquélla producir los efectos negativo y positivo
que acaban de ser enunciados.
En el Derecho Administrativo Sancionador todo ello puede formularse con las
siguientes reglas: prevalencia de la sentencia penal sobre la resolución administrativa
(primer y segundo círculos) y prioridad del proceso penal (tercer círculo).
D) Cuarto círculo, específico del Derecho Administrativo Sancionador: la regla
de non bis in idem opera no sólo respecto de una primera sentencia penal, sino tam-
bién de una primera resolución administrativa.
E) Quinto círculo, inédito todavía en el Derecho Administrativo Sancionador: la
regla de non bis in idem no sólo opera respecto a dos resoluciones cronológicamente
separadas, sino también dentro de un mismo expediente y de una sola resolución.

II. FUNDAMENTACIÓN

1. EXPLICACIONES GENÉRICAS

Dentro del orden penal, en el que es conocida esta prohibición desde antaño, la
jurisprudencia acostumbra a justificar la incompatibilidad en un último fundamento
de tipo humanitario que proviene de la Ilustración, como recuerda la sentencia de la
Sala 2.a de 24 de marzo de 1971 (Ar. 1475; Rull Villar):
el esencial principio humanitario del non bis in idem imposibilita dos procesos y dos resolu-
ciones iguales o diferentes, sobre el propio tema o el mismo objeto procesal, en atención a los
indeclinables derechos de todo ser humano de ser juzgado únicamente una vez por una actua-
ción presuntamente delictiva, y a la importante defensa de los valores de seguridad y justicia
que dominan el ámbito del proceso criminal.

Ahora bien, este trctsfondo filosófico se concreta en una manifestación técnico-


cultural (la cosa juzgada) según advierte a renglón seguido la misma sentencia:
472 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la imposibilidad de dos procesos diferentes y dos resoluciones distintas sobre el mismo obje-
to procesal —efectos negativos y positivos de la cosa juzgada— sobre la base de las identida-
des subjetiva, objetiva y de pretensión —eadem persone, eadem res y eadem causa petendi—
son el efecto característico de no poder seguirse y decidirse un proceso posterior cuando se
haya resuelto con firmeza otro anterior.

El Tribunal Constitucional, por su parte, aceptando fundamentalmente la explica-


ción de la cosa juzgada, gusta de aludir, además, a la «subordinación a la autoridad
judicial» (véase, p. ej., la STC 7 7 / 1 9 8 3 , de 3 de octubre). En los términos resumidos
de D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 1 ) , «dicha subordinación implica que la autoridad administrati-
va no puede concluir un procedimiento sancionador respecto a hechos tipificados
como delitos o faltas sin que antes haya conocido de ellos la jurisdicción penal, de
forma que habrá de remitir el caso a esta última, suspendiendo el procedimiento admi-
nistrativo. Sólo una vez que el proceso penal haya concluido, dicho procedimiento
puede reiniciarse y entonces la relación entre el orden sancionador penal y el admi-
nistrativo se especificará no sólo respecto al efecto negativo de la cosa juzgada —en
tanto que, en caso de condena, el procedimiento administrativo habrá de darse por
concluido—, sino también mediante la subordinación del segundo al primero por lo
que se refiere a la apreciación del componente fáctico de la infracción».
Todo ello parece ciertamente razonable, puesto que a nadie se le puede ocurrir
poner en duda que los órganos administrativos estén subordinados a los Tribunales.
Pero esta explicación dista mucho, con todo, de ser convincente, ya que, como ha
observado acertadamente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 1 7 - 8 2 1 ) , lo que el Tribunal Constitucional
afirma con tal generalidad (la subordinación «exige que la colisión entre una actua-
ción jurisdiccional y una actuación administrativa haya de resolverse en favor de la
primera») «es simplemente absurdo»: «lo contrario sucede en el Derecho italiano y
nadie piensa por ello que la Administración no está subordinada al Juez». A lo que
cabe añadir algo tan elemental como lo siguiente: cuando la resolución administrati-
va sancionadora es impugnada ante los tribunales contencioso administrativos, ya no
está en juego la subordinación de la Administración al Juez sino la eventual depen-
dencia de dos Jurisdicciones. Y esto sin olvidar tampoco que tal no ha sido siempre la
solución aceptada por el Derecho histórico, como comprobaremos más adelante.
La STC 2/2003, de 16 de enero, ha ofrecido la siguiente versión:

Poderosas razones, anudadas en el principio de seguridad jurídica (art. 9.3) y en el valor


libertad (art. 1.1) fundamentan la prohibición constitucional de incurrir en bis in idem. En el
Estado constitucional de Derecho ningún poder público es ilimitado; por tanto, la potestad san-
cionadora del Estado, en cuanto forma más drástica de actuación de los poderes públicos sobre
el ciudadano, ha de sujetarse a estrictos límites [...] La seguridad jurídica impone límites a la
reapertura de cualquiera procedimientos sancionadores —administrativo o penal— por los
mismos hechos, pues la posibilidad ilimitada de reapertura o prolongación de un procedi-
miento sancionador crea una situación de dependencia jurídica que, en atención a su carácter
indefinido, es contraria a la seguridad jurídica (STC 147/1986).

Y también de la misma sentencia:

La garantía material de no ser sometido a bis in idem sancionador [...] tiene como
finalidad evitar una reacción punitiva desproporcionada en cuanto dicho exceso puni-
tivo hace quebrar la garantía del ciudadano de previsibilidad de las sanciones, pues la
suma de la pluralidad de sanciones crea una sanción ajena al juicio de proporcionali-
dad realizado por el legislador y materializa la imposición de una sanción no prevista
legalmente.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 473

Si pasamos de las explicaciones jurisprudenciales a las doctrinales, en términos


del laboralista D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 1 ss.), «la fundamentación última de esta subordi-
nación estriba en la consideración de la jurisdicción [penal] como la sede punitiva por
excelencia, de forma que la potestad administrativa para sancionar es considerada
como auxiliar de la de carácter jurisdiccional, preeminencia que viene dada por la
existencia en la primera de una serie de garantías, tanto personales —independen-
cia— como de procedimiento —defensa, pruebas, etc.— que no se dan, o que se dan
en grado menor, en la segunda». Y, si éste es fundamento último, el directo o inme-
diato se encuentra en la proporcionalidad: «Cuando el legislador prevé una sanción
para un hecho tipificado como infracción, está obligado por el principio de la pro-
porcionalidad a mantener una adecuación entre la gravedad de la primera y la segun-
da [y, por ello,] aplicar una nueva sanción, en el mismo orden punitivo o en otros dis-
tintos representaría la ruptura de esa consonancia, una sobrerreacción del
Ordenamiento Jurídico, que está infligiendo a un sujeto un mal sobre sus bienes
mayor o descompensado con respecto al cumplimiento que ha desarrollado del man-
dato jurídico. En última instancia, el principio del non bis in idem está basado, como
en definitiva lo está todo el Derecho, en la idea de justicia, esto es, en la concepción
de que a cada uno el Ordenamiento Jurídico debe compensarlo o punirlo según su
conducta, de forma que iría en contra de la misma una regulación sancionadora que
permitiera penalizar al infractor de forma desproporcionada». Un modo de razonar
que recuerda un ingenioso argumento habitual en la doctrina francesa ( M O U R G E O N ,
1967, 298 ss.): el bis in idem viola el principio de la legalidad de las sanciones en
cuanto que pone en marcha una tercera sanción —formada por la suma de las dos
anteriores— no prevista en la norma.
En la doctrina administrativista, GARCÍA DE ENTERRÍA invoca como justificante el
principio de la legalidad y la (¿visión de poderes. Postura que ha encontrado una fuer-
te oposición, como la del citado D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 2 ) y antes la del penalista ARROYO
( 1 9 8 3 ) , quien observa que «la doble sanción no afecta en absoluto al principio demo-
crático siempre y cuando sea establecida en ambos casos por la Ley. Lo que del prin-
cipio de división de poderes se deriva no es tanto una crítica al non bis in idem sino a
la propia existencia de un poder sancionador autónomo de la Administración». Y de
la misma manera advierte S A N Z GANDASEGUI ( 1 9 8 5 , 1 2 9 ) que el Parlamento, si quie-
re, puede admitir la doble vía; por lo que, en definitiva, no hay necesidad de buscar
apoyo alguno a esta figura, ya que es un principio general del Derecho de carácter
autónomo que se explica y justifica por sí mismo.
Todas estas fundameñtaciones —como otras muchas más que podrían añadirse—
son, desde luego, plausibles. Ahora bien, a nuestros efectos inmediatos la que tiene
más importancia, en razón de su carácter estrictamente jurídico (o, si se quiere, jurí-
dico-procesed), es la de la cosa juzgada, sobre la que va a insistirse inmediatamente
con más cuidado, puesto que opera como punto de referencia constante en las deci-
siones judiciales. En cualquier caso —y tal como acaba de comprobarse— explica-
ciones no faltan. Con lo cual se demuestra, una vez más, que la cultura jurídica siem-
pre está en condiciones de justificar a posteriori con razones pretendidamente técni-
cas una decisión previa tomada indefectiblemente por impulsos ideológicos o mera-
mente voluntaristas. La fuerza de convicción de todos estos intentos racionahzadores
es, sin embargo, escasa ya que suelen entrañar peticiones de principios muy vulgares.
Su artificiosidad salta a la vista y resultan tan frágiles como las que se aportan (con
las mismas intenciones) en sentido contrario, tal como veremos más adelante a la hora
de exponer la situación de la época preconstitucional.
A mi entender, con todo, en este punto como en los demás del Derecho
Administrativo Sancionador, la cuestión debatida está en función de la idea que se
474 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tenga de la unidad —o diversidad— «ortológica» de los ilícitos y de sus sanciones.


Porque es claro que quienes afirman dicha unidad han de aceptar, como un corolario
de ella, la prohibición del bis in idem; mientras que quienes la niegan pueden aceptar
sin graves dificultades la compatibilidad de sanciones que son diferentes por natura-
leza.

2. LA COSA JUZGADA

Tal como ha observado DEL REY ( 1 9 9 0 , 7 9 - 8 0 ) , en su origen el principio del non


bis in idem fue una derivación de la cosa juzgada en sus dos vertientes o efectos: el
positivo (lo declarado por sentencia firme constituye la verdad jurídica) y el negativo
(imposibilidad de que se produzca un nuevo planteamiento sobre el tema). Lo que
sucede es que con el tiempo se ha ido experimentando un continuado proceso de
extensión: «De su vertiente claramente procesal ha pasado a presentar un componen-
te esencialmente sustancial —imposibilidad de sancionar dos veces un mismo hecho,
con independencia de si ello implica la existencia, o no, de un proceso judicial y su
reproducción— y de su ámbito preferente de aplicación, que ha sido tradicionalmen-
te el de infracción/sanción jurídico penal, y que ha pasado a ser de aplicación en toda
rama jurídica en la que exista potestad sancionadora».
Ahora bien, la conexión entre el non bis y la cosa juzgada —que siempre ha exis-
tido y que deliberadamente ha potenciado el Tribunal Constitucional— no deja de ser
sorprendente y técnicamente ofrece dificultades, ya que su regulación originaria, a la
que todavía sigue siendo fiel la jurisprudencia, se encuentra en textos del siglo xix con-
cretamente en los artículos 544 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y 1.252 del Código
Civil («para que la presunción de cosa juzgada surta efecto en otro juicio, es necesario
que entre el caso resuelto por la sentencia y aquel en que ésta sea invocada, concurra
la más perfecta identidad entre las cosas, las causas, las personas de los litigantes y la
calidad con que lo fueron»), a partir de los cuales se ha producido una doctrina civi-
lística que no se corresponde exactamente con la penal y que, con mayor motivo, tam-
poco puede ser extendida literalmente al Derecho Administrativo Sancionador.
Además, la tradicional «triple identidad» (en los actuales términos del art. 133 de
la LPAC) no es, en efecto, fácilmente adaptable al ámbito que se está examinando
como se desarrollará con detalle más adelante.

La insatisfactoriedad de la cosa juzgada como explicación técnica de la prohibi-


ción es algo generalmente sentido por la doctrina, que siempre se ha preocupado de
ir «más allá» de aquélla buscando afanosamente alguna otra explicación más convin-
cente. La verdad es que, cuando se examina críticamente la institución de la cosa juz-
gada, se derrumba pronto su imponente fachada, que demuestra ser, en efecto, una
simple fachada, una cáscara vacía formada por una inercia procesal milenaria rigidi-
ficada, pero sin fruto en el interior. Así se deduce, en todo caso, de obras tan reflexi-
vas como la de D E LA OLIVA (1991) y muy particularmente, por lo que se refiere al
Derecho Administrativo Sancionador, en el que resulta poco menos que imposible
introducir la cosa juzgada civil y muy problemática la de la cosa juzgada contencio-
so-administrativa, ya que, como dice la STS de 10 de noviembre de 1982, «la cosa
juzgada tiene matices muy específicos en el proceso contencioso-administrativo,
donde basta que el acto impugnado sea histórica y formalmente distinto que el revi-
sado en el proceso anterior para que deba desecharse la existencia de la cosa juzgada,
pues en el segundo proceso se trata de revisar la legalidad o ilegalidad de un acto
administrativo nunca examinado antes, sin peijuicio de que, entrando en el fondo del
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 475

asunto, es decir, no ya por razones de cosa juzgada, se haya de llegar a la misma solu-
ción antecedente». La trasposición empezaría, entonces, en la cosa juzgada penal:
operación nada sencilla, sin embargo, en cuanto significa traducir al Derecho
Administrativo proposiciones propias del Derecho Penal y que supone una hazaña
malabar cuando el salto tiene lugar desde un Tribunal penal a un acto rigurosamente
administrativo, por muy sancionador que sea.
Conectar el principio del non bis in idem con la cosa juzgada carece, en definiti-
va, de justificación dogmática y en modo alguno viene impuesta por el Derecho posi-
tivo. La única explicación, por tanto, habría de ser finalista, es decir, si gracias a la
figura de la cosa juzgada se pudiera manejar con seguridad y fruto la regla de la pro-
hibición de bis in idem; pero ya se ha visto que tampoco sucede esto. La conclusión,
en definitiva, es que el Derecho Administrativo Sancionador necesariamente ha de
elaborar en este punto una doctrina propia, aunque se encuentre inicialmente inspi-
rada por la estructura de la cosa juzgada. Dogmática que habría de girar fundamen-
talmente en torno a las figuras concúrsales y sobre el análisis y contraste de los
hechos constitutivos de los ilícitos, de los sujetos y de los bienes protegidos por las
normas. Sin olvidar, por último, que el distanciamiento de las técnicas procesales es
tanto más necesario cuanto que en el Derecho Administrativo Sancionador el non bis
in idem opera incluso para dos sanciones administrativas, es decir, sin que medie sen-
tencia ni cosa juzgada.
La STC 2/2003, repetidamente citada, se ha pronunciado sobre el particular en
términos rotundos: el efecto de cosa juzgada
es predicable tan sólo de las resoluciones judiciales, de modo que sólo puede considerarse vul-
neración del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión, en cuyo haz de garantías se
ha reconocido el respeto a la cosa juzgada, el desconocimiento de lo resuelto en una resolu-
ción judicial firme, dictada sobre el fondo del litigio [...] De modo que, sin haberse producido
un control judicial ulterior por la jurisdicción contencioso administrativa la resolución admi-
nistrativa carece de efecto de cosa juzgada.

3. PLURALIDAD DE TIPIFICACIONES NORMATIVAS

En esta búsqueda de soluciones mejores se ha pensado también explicar la figura


que estamos examinando no ya desde una perspectiva procesal (como es el caso de la
cosa juzgada) sino normativa, de tal manera que la regla del nos bis in idem seria sim-
plemente el resultado de un concurso de leyes: tratamiento que ofrece la ventaja adi-
cional de contar con una teorización bien conocida en el Derecho Penal. En efecto, si
existe la posibilidad de una pluralidad de sanciones por un solo hecho, ello es conse-
cuencia obviamente de que existe una previa pluralidad de tipificaciones infractoras
del mismo. Porque, si sólo hubiera un solo tipo normativo, es claro que sólo podría
haber una sanción. De aquí la prudente «recomendación» consignada en el n.° 2 del
artículo 4 de la LPSPV: «en la configuración de los regímenes sancionadores se evi-
tará la tipificación de infracciones con idéntico supuesto de hecho e idéntico funda-
mento que delitos o faltas ya establecidos en las leyes penales o que infracciones ya
tipificadas en otras normas administrativas sancionadoras».
Distinta ha sido, sin embargo, la actitud de la Ley estatal 37/2003, de 17 de
noviembre, sobre Ruido, en cuya Exposición de Motivos se consigna que
el catálogo de infracciones en materia de contaminación acústica puede en algún punto dupli-
car la tipificación de una infracción ya prevista en alguna otra norma vigente; sin embargo, por
razones de conveniencia y sistemática se ha optado por no omitir la tipificación en esta ley de
476 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

las infracciones que pudieran resultar de este modo redundantes, a fin de evitar la dispersión
y eventuales discondancias en el tratamiento normativo de aquélla en aquellos supuestos
donde unos mismos hechos fueran subsumibles en las normas sancionadoras previstas en esta
ley y establecidas en alguna otra norma, habrán de aplicarse las normas de concurso.

Vistas así las cosas, he aquí que la cuestión de la pluralidad de sanciones se recon-
duce a la de la pluralidad de infracciones y, como éstas y aquéllas tienen que estar tipi-
ficadas en una norma previa, en último extremo nos encontramos en la mayor parte de
los casos ante la vieja cuestión del concurso de normas. De esta manera, el problema
se eliminaría en su raíz si no existiera más que un tipo y el non bis in idem podría redu-
cirse a una prohibición de pluralidad de tipos normativos de infracciones por un mismo
hecho. Pero la realidad es que casi nunca se ha seguido este planteamiento en parte por
inercia e incapacidad de racionalizar el Ordenamiento represor, eliminando las duplica-
ciones, y en parte porque la experiencia enseña que es inevitable que un mismo hecho
se encuentre conminado en ocasiones por varias sanciones. Por citar una sola sentencia
al respecto, la STS de 24 de abil de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 3817) declara que «el principio
general de derecho non bis in idem [...] prohibe que una persona sea sancionada dos
veces por el mismo hecho, pero no impide que una misma conducta pueda estar tipifi-
cada en dos disposiciones diferentes (debiendo distinguirse) entre la doble sanción por
unos mismos hechos y la previsión de la misma infracción en diferentes normas, pues
cuando menos, en principio, ello no afecto al principio non bis in idem, que lo que pro-
hibe no es una distinta regulación y sí una doble sanción por unos mismos hechos».
MUÑOZ QUIROGA ( 1 9 8 5 , 1 3 3 ) ha escrito, dentro de esta misma línea pero en tér-
minos más ambiciosos, que «la solución frontal exigiría reconducir cada Poder esta-
tal a su función específica y promover las reformas legislativas necesarias para [...]
limitar la potestad sancionadora [de la Administración] a los supuestos estrictos exi-
gidos para el cumplimiento de sus fines [...] completándolas con una reforma de la
organización y competencia de los Tribunales penales [...] eliminando de los Códigos
punitivos los ilícitos propios de las Ordenanzas municipales».
Muy distinta es, sin embalo, la posición de DEL REY ( 1 9 9 0 , 1 2 5 - 1 2 6 ) , quien
—adelantándose a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional que acaban de
ser transcritos— limita deliberadamente a las sanciones el alcance del non bis in
idem, que, en su opinión, prohibe «que un mismo hecho sea doblemente sancionado,
no que sea doblemente tipificado administrativa y penalmente». En otras palabras, su
ámbito propio es la sanción, no la infracción, y por lo siguiente: «En base a la doctri-
na predominante del Tribunal Supremo, lo que en última instancia separa a la sanción
administrativa de la penal es el elemento subjetivo, y no el objetivo o la naturaleza
jurídica. La infracción penal a efectos sancionatorios reúne todos los elementos de la
posible sanción administrativa más el elemento de la culpabilidad [,..]. Ausente dolo
o culpa, una conducta imputable a un sujeto sí puede estar sometida, incluso archiva-
da o sobreseída la causa penal, a una sanción administrativa. La necesidad de que
exista este elemento subjetivo de culpabilidad es lo que en principio permite la situa-
ción actual en la que unos mismos hechos se encuentran recogidos como infracciones
en términos similares en la normativa penal y administrativa».
Esta opinión vale, desde luego, como atractiva sugerencia; pero no puede ser com-
partida en su literalidad: primero porque se basa en una afirmación tan frágil como es
la ausencia de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, lo que dista
mucho de ser seguro como ya sabemos; y, además, porque eso significaría la arbitra-
riedad más absoluta —la falta total de criterios— en la política legislativa.
La STS de 15 de marzo de 1985 (Ar. 1594; Gordillo) sugiere a este propósito una
solución muy aguda. En un considerando del Tribunal Supremo —y frente al hecho
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 477

de que existen dos normativas sancionadoras concurrentes— se declara que «a los


efectos de evitar una doble sanción administrativa (estatal y municipal) por un mismo
hecho, la actuación del Ayuntamiento habrá de limitarse a lo que legalmente se atri-
buye a la competencia municipal». Esto es muy interesante, desde luego, pero no es
a ello a lo que quería referirme sino a las observaciones que aparecen en el cuarto con-
siderando de la sentencia de instancia, procedente de la Audiencia Territorial de
Madrid, en el que se traslada el problema desde la existencia concurrente de dos nor-
mas a la decisión selectiva del operador jurídico:

el Principio General de Derecho que se concreta en la frase latina non bis in idem (al que, por
cierto, nuestra Constitución no se refiere de manera adecuada), no tiene por qué ser incluido
dentro de la normativa positiva de que se trate, ya que, aun siendo fuente de Derecho, según
establece de forma general el Titulo preliminar del Código civil, sirve únicamente como vehí-
culo interpretativo de cualquier disposición legal y, por ello, no tiene por qué incluirse dentro
de la propia norma, sino que existe fuera de ella y de manera abstracta, y su cumplimiento
queda en manos de la Administración o Tribunal al que corresponda la potestad y deber de
aplicarla.

La notoria existencia de normas sancionadoras superpuestas, por tanto,


no conculcan ese principio del «non bis in idem», ya que su cumplimiento corresponde,
no al que elabora y aprueba la norma, sino al que la aplica en aquellos supuestos en que un
mismo acto o hecho pueda estar tipificado y sancionado en más de un precepto punitivo.

Tal como ha señalado acertadamente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 1 1 ) , «en puridad, el prin-


cipio non bis in idem no resuelve cuál de las normas aplicables debe prevalecer: sólo
señala que hay que elegir una [...]. Y no se constituye en criterio para determinar la
validez o la derogación de normas».
Si el verdadero problema, como estamos viendo, es de política legislativa, lo que
el Estado tiene que preguntarse, cuando decide reprimir un hecho, es si conviene tipi-
ficarlo como delito o como infracción administrativa, ya que tiene en su mano ambas
posibilidades, dándose por supuesto que, salvo excepciones, es mejor no utilizarlas
simultáneamente. Este es el único medio de evitar que las dificultades se trasladen a
los Tribunales y a la Administración a la hora de aplicar normas sancionadoras super-
puestas. Solución que ha adoptado el Derecho italiano, en el que la Presidencia del
Consejo de Ministros ha publicado unas Circulares —la más importante de ellas de
19 de diciembre de 1983— en las que, pese a lo modesto de su nombre, se contienen
nada menos que instrucciones o criterios al Legislador para que resuelva el indicado
dilema sin incurrir en la superposición sancionadora que se considera ha de ser evita-
da en principio. Y más todavía: en el supuesto de que, pese a todas las precauciones,
existan efectivamente una pluralidad de conminaciones sancionatorias, el artículo 9.1
de la Ley 689/1981 se ha preocupado de precisar cuál es la que ha de ser aplicada,
siendo de subrayar que en modo alguno se pronuncia a favor de la penal: «Cuando un
mismo hecho está castigado por una disposición penal y por una disposición que pre-
vea una sanción administrativa, o bien por una pluralidad de disposiciones que pre-
vean una pluralidad de sanciones administrativas, se aplica la disposición especial».
Muy distinta es la solución del Derecho español, al menos la del Real Decreto-
Ley de 25 de enero de 1977 —que el Tribunal Constitucional ha constituáonalizado
implícitamente luego, terminando por generalizarla— en la que se consagra la preva-
lencia de la norma penal, al imponer la preferencia de la sentencia penal que la apli-
ca. De aquí la dura crítica a que somete R E B O L L O (1989, 823) esta postura jurispru-
dencial: «Lo que finalmente resulta, aunque no se formule así, es una regla sustantiva
478 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de resolución de concurso de normas que creemos no está fundada: las normas que
establecen penas y las que prevén sanciones están siempre en relación de subsidiarie-
dad, siendo la ley principal la penal y la subsidiaria la sancionadora. Tal regla no se
deduce de lugar alguno. Al contrario, más bien pudiera parecer a la vista de la legis-
lación vigente, que en muchos supuestos ofrece tipos de infracciones más específicos
que los correspondientes delitos y faltas y con sanciones superiores, que se ha parti-
do en el Derecho positivo de la solución opuesta. Absurdo es, por ejemplo, que con
una Constitución en que lo único cierto es que no aparece el principio non bis in idem
se llegue finalmente a considerar inconstitucional una solución tan racional y lógica
como la del Derecho italiano [...]. [Además], desde el momento en que es constitu-
cional la potestad sancionadora de la Administración, no se sustenta en parte alguna
que haya de ser considerada subsidiaria y quedar desplazada ante la concurrencia de
norma penal».

III. NATURALEZA: PRINCIPIO GENERAL DEL DERECHO


Y DERECHO FUNDAMENTAL

La regla jurídica del non bis in idem suele ser calificada de «principio general del
Derecho»; pero, a mi juicio, sin otra razón que la de que inicialmente no se encontra-
ba positivizada en precepto alguno del Derecho Positivo y, como ya sabemos, suele
darse por supuesto que lo que no está formulado explícitamente en un texto escrito,
no puede ser una norma sino, a todo lo más, un principio.
Salvador DEL R E Y ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ss.), admitiendo que esto siempre ha sido así, se pre-
gunta si en la actualidad seguirá siendo correcta esta calificación, una vez que la
Constitución ya ha positivizado el principio; lo que resuelve en términos rotundos afir-
mando que «no debe considerarse que se opera una pérdida en la identidad del princi-
pio sino, en todo caso, un enriquecimiento funcional o estructural». A cuyo propósito se
apoya en la opinión de D E LA OLIVA Y FERNÁNDEZ (Lecciones de Derecho Procesal, I I ,
1 9 8 4 , 1 4 3 - 1 4 4 ) conforme a la cual los principios generales del Derecho «no desapare-
cen en cuanto tales por el hecho de estar recogidos expresamente en la Constitución [...]
este hecho provocará una protección especial de su eficacia, un reforzamiento de su vir-
tualidad (incluso a causa de engendrar un derecho fundamental), pero resultaría incon-
gruente que, en vista de que la Ley Fundamental consagra el principio [se entendiera]
que deja de existir; se esfuma [...] y la incongruencia no se elimina ni mitiga porque al
principio se le considere sustituido, y ventajosamente, por un derecho fundamental».
Sin peijuicio de lo anterior, desde el momento en que el Tribunal Constitucional
admite la protección en amparo para la defensa de las infracciones del non bis in idem,
resulta indudable que éste es considerado como un derecho fundamental. Lo que no
significa que dogmáticamente lo sea. En cualquier caso, SANZ GANDASEGÜI se ha
opuesto enérgicamente a esta conceptuación, entendiendo que lo mejor sería enco-
mendar su protección a los Tribunales contencioso-administrativos en cuanto principio
general de Derecho. Y es que, en su opinión (1985, 137), «la categoría de derecho fun-
damental debería restringirse por su importancia a aquéllos así declarados por la
Constitución —o a lo sumo incluir los no recogidos que tengan tal entidad—, pero sin
ampliarse a principios generales o a derechos subjetivos que si bien pueden ser accio-
nables por la vía ordinaria no lo deben ser por la de amparo teniendo en cuenta, ade-
más, que la excesiva ampliación puede llegar a colapsar la actividad de los tribunales».
En mi opinión, sin embargo, y de acuerdo con lo que en el capítulo dedicado al
principio de la legalidad ya se ha expuesto, la prohibición de bis in idem no es un prin-
cipio sino una regla jurídica no positivizada (durante un tiempo) en una norma; y es
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 479

totalmente incorrecto afirmar que las reglas jurídicas no formuladas en una norma
positiva, se convierten en principios. Lo que resulta indiscutido, en cualquier caso, es
la operatividad concreta de este «principio» bajo la forma de derecho fundamental. Es
obvio, desde luego, que así ha de ser forzosamente — y de hecho así está sucedien-
do— en el recurso de amparo. Más curioso resulta, sin embargo, que los Tribunales
contencioso-administrativos, a la hora de revisar una sanción administrativa, en oca-
siones no lo hagan verificando si está de acuerdo, o no, con la legalidad objetiva —y,
dentro de ella, con la regla del non bis in idem— sino desde la perspectiva de la even-
tual lesión de un derecho fundamental. Como ejemplo de este mimetismo con el
Tribunal Constitucional, valga la STS de 25.5.1986 (Ar. 2396; Pera):
el Tribunal Constitucional ha proclamado la vigencia del principio non bis in idem, bien que
con las pertinentes matizaciones, pero en cuya virtud el derecho fundamental que tal princi-
pio entraña sería vulnerado si a consecuencia de la comisión de un solo y único hecho se impo-
nen a la persona autora y responsable del mismo una duplicidad de sanciones, a saber, una
mediante resolución de órgano de la Jurisdicción penal y otra merced a acuerdo de órgano
administrativo.

IV. EL DERECHO POSITIVO

Para una mejor inteligencia de la cuestión y para comprender hasta qué punto
domina aquí el relativismo normativo, antes de entrar en el análisis sistemático del
tema, conviene trazar una rápida panorámica de su evolución, en la que destaca un
período que puede considerarse «tradicional» (basado sustancialmente en el sistema
jurídico decimonónico), una etapa preconstitucional y, en fin, el momento en que nos
encontramos de constitucionalismo asimilado. Antes de la Constitución, la prohibi-
ción de bis in idem era un desiderátum teórico, al que desde luego no era insensible
la Jurisprudencia, pero que ésta no podía siempre imponer, vinculada como estaba, a
veces, por unas declaraciones legales terminantemente contrarias al mismo. Después
de la Constitución se invierte el planteamiento: la legislación cambia de signo y la
regla se afirma. Los Tribunales tienen, por así decirlo, la puerta abierta para su apli-
cación; pero ésta no llega a generalizarse del todo, como ya se ha apuntado y hemos
de comprobar seguidamente.

1. EL DERECHO TRADICIONAL Y LA SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL

El principio que hoy denominamos non bis in idem aparece en el siglo xix bajo la
forma de los conflictos de competencias: detectada una presunta infracción (adminis-
trativa y penal) y puestos en marcha simultáneamente ambos mecanismos represores,
gubernativos y judiciales, surgía la necesidad de determinar cuál de ellos era el com-
petente para proseguir las actuaciones. Lo que, como es sabido, se resolvía a través de
Reales Decretos de competencia, que fueron elaborando lentamente, y no sin contra-
dicciones, una doctrina que llegó a consolidarse aceptablemente en los términos que
aparecen desarrollados en las anteriores ediciones de este libro, a las que me remito,
pero que en la presente —la cuarta— me he permitido suprimir para librar al lector
de unas páginas ciertamente curiosas pero hoy de simple erudición.

a) Se afirma tajantemente la prohibición de bis in idem como formando parte del


patrimonio jurídico nacional que no necesitó argumentación alguna: «el principio non bis
480 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

in idem debe reputarse como general y común al Ordenamiento sancionador y por ende
también aplicable a los casos de duplicidad de sanciones administrativas» (STS 7 de
marzo de 1978; Ar. 923; Gabaldón). Como se ve, la apoyatura que aquí se busca alude
vagamente a la extensión de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo.
b) Pero más común es todavía la actitud opuesta —o sea, la negación de esta
regla y la afirmación de la contraria— como consecuencia de la independencia de las
actuaciones. En los términos de la Sentencia de 13 de octubre de 1958,
según reiterada jurisprudencia son totalmente independientes las esferas de la jurisdicción con-
tencioso-administrativa y la ordinaria, siempre que aquélla no someta su conocimiento a una
previa declaración delictiva,

Y todavía en las mismas vísperas de la Constitución la Sentencia de 26 de abril de


1976 (Suárez Manteóla) seguía recordando que era doctrina del Alto Tribunal la de que
aun cuando desde un plano teórico fuera deseable la aplicación del conocido principio non bis
in idem en la colisión de normas sancionadoras de tipo penal y administrativo como corrector
de la descoordinación del Ordenamiento jurídico y de la sensación de inseguridad para el
administrado, es lo cierto que desde el punto de vista práctico, sus normas toleran que un
mismo hecho pueda ser calificado de infracción penal e infracción administrativa y por tanto
los tribunales de la jurisdicción represiva y los órganos de la Administración pueden imponer
sanciones independientes: así se desprende del artículo 603 del Código penal.

c) Y, por último, no faltan testimonios de una línea cautelosa, representada por


la Sentencia de 6 de febrero de 1979 (Ar. 570; Botella) que considera «elemental» la
regla de non bis in idem «que veda castigar el mismo hecho por dos distintos órganos
de la Administración», aunque añadiendo con prudencia «salvo el caso de ley formal
que lo establezca, como así resulta del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de
la Administración del Estado en relación con el artículo 4 de la Ley de Procedimiento
Administrativo». Dos preceptos en los que la sentencia, con no poca imaginación,
cree encontrar positivizado el principio del non bis in idem para el caso de dos san-
ciones administrativas.
La causa explicativa de la compatibilidad de penas y sanciones administrativas se
encuentra, en último extremo, en la circunstancia (admitida sin discusión en aquella
época) de que unas y otras son de naturaleza distinta.
Independientemente de lo anterior (y sin entrar en mayores detalles para los que
me remito de nuevo a las anteriores ediciones de este libro), lo que parece también
muy claro es que durante esta época apenas si tuvieron incidencia en España las
rotundas declaraciones realizadas a tal propósito en los foros internacionales. Así, en
el artículo 4 del Protocolo 7 del Convenio de Roma o en el artículo 14.7 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966: «Nadie podrá ser juzgado ni
sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sen-
tencia firme de acuerdo con la ley el procedimiento penal de cada país.» O mucho
más pormenorizadamente todavía el Título V («Ate bis in idem») del Convenio
Europeo sobre Transmisión de Procedimientos en Materia Penal de 1972 (ratificado
por España ciertamente mucho más tarde, el 24 de jimio de 1988).

2. LA CONSTITUCIÓN Y SUS REPERCUSIONES INMEDIATAS

Este panorama, indudablemente confuso y desde luego contrario tendencial-


mente a la vigencia de la regla, pareció —luego veremos que en realidad la trans-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 481

formación no fue tan profunda— cambiar radicalmente en 1978, ya que si la


Constitución nada dice al respecto, el Tribunal Constitucional la interpretó en tal
sentido en una de sus primeras sentencias (la 2 / 1 9 8 1 , de 3 0 de enero), aunque bien
es verdad que, como acertadamente ha observado S A N Z GANDASEGUI ( 1 9 8 5 , 1 3 2 ss.),
ni se razonan las causas de la invocada «íntima unidad» ni resulta correcto derivar,
sin más, el principio del non bis in idem del de la legalidad: «Si bien no se encuen-
tra el principio recogido expresamente en los artículos 14 a 30 de la Constitución
[...], no por ello cabe silenciar que, como entendieron los parlamentarios en la
Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, al pres-
cindir de él en la redacción del artículo 9 del Anteproyecto de la Constitución, va
íntimamente unido a los principios de legalidad y tipicidad de las infracciones reco-
gidos principalmente en el artículo 25. Por otro lado, es de señalar que la tendencia
de la legislación española reciente, en contra de la legislación anterior, es la de reco-
ger expresamente el principio.

Efectivamente, tal como se apunta en la última frase citada, el legislador había


introducido modificaciones trascendentales en algunas de las leyes preconstituciona-
les. Concretamente, el artículo 2 del Real Decreto-Ley de 25 de enero de 1977, al
reformar la Ley de Orden Público, advertía que «no se impondrán conjuntamente san-
ciones gubernativas y sanciones penales por unos mismos hechos. Cuando los actos
contrarios al orden público puedan revestir caracteres de delito, las Autoridades
gubernativas enviarán a la judicial competente los antecedentes necesarios y las actua-
ciones practicadas para que ésta proceda a su enjuiciamiento. En el caso de que el
órgano jurisdiccional acordare el archivo o el sobreseimiento de la causa iniciada por
no justificarse que los hechos sean constitutivos de delito remitirá de inmediato a la
autoridad gubernativa los testimonios oportunos, por si aquéllos pudiesen ser objeto
de sanción como actos contrarios al orden público. De igual modo actuará cuando, sin
declaración de responsabilidad, terminen los procedimientos penales iniciados de ofi-
cio o a instancia de parte». Un texto que, para mayor interés, viene cuidadosamente
justificado en la Exposición de Motivos:

en la actualidad los actos que enumera el artículo 2 de la Ley de Orden Público pueden dar
lugar a una situación de hecho capaz de originar, de modo simultáneo, procesos judiciales y
expedientes gubernativos de carácter sancionador, por ser acogidas también aquellas conduc-
tas en el Código Penal. Si bien el clásico principio del non bis in idem en sentido amplio no
siempre resulta vulnerado por la concurrencia de multas administrativas y sanciones penales,
es lo cierto que en su propia y estricta significación tales conductas, si se sancionan de forma
acumulativa, representan, si no la ruptura plena, sí una lesión de aquel principio, razón por la
cual si una conducta está prevista en la Ley como acto contrario al orden público presenta tam-
bién una exacta tipicidad penal, se debe atribuir a la Autoridad penal competente preferencia
para declarar las presuntas responsabilidades, resolución que normalmente deberá excluir la
imposición de sanción gubernativa.

Sea como fuere, el hecho es que en los años inmediatamente siguientes a la


Constitución el legislador se preocupó de consagrar la regla de forma casi estereoti-
pada en una larga serie de textos contundentes.
Pero tampoco faltan ejemplos de un repudio terminante, según hace, por ejemplo,
el artículo 77 de la Ley de Procedimiento Laboral o el artículo 2 de la Ley de Costas de
10 de marzo de 1980 y a nivel reglamentario, el artículo 9.6 del Real Decreto de 22 de
junio de 1983 en el que se establece que «la responsabilidad administrativa a que se
refiere el presente Real Decreto (carente, por cierto, de cobertura legal) será indepen-
diente de la responsabilidad civil, penal o de otro orden que, en su caso, pueda exigirse
482 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

a los interesados». Y, por supuesto, las normas de funcionarios, como el artículo 4 del
Reglamento Disciplinario de 10 de enero de 1986 y —con rango de Ley Orgánica— el
artículo 8 de la de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de 13 de marzo de 1986.
El reflejo de la Constitución (conforme a la interpretación del Tribunal
Constitucional) en la legislación parece, pues, evidente y dominante aunque no uná-
nime; pero conforme pasan los años se tiene la sensación de que el legislador ya no
ve con tanto entusiasmo la regla y se resiste a recogerla de forma expresa en los tex-
tos, y no precisamente por considerarla innecesaria (de puro obvia) sino porque hay
un indudable cambio de criterio, una vuelta al pasado, por así decirlo. Hasta tal punto
que en la actualidad vivimos otra vez en una etapa de oscuridad. Porque ciertamente
ya ha desaparecido la animadversión legislativa genérica contra tal regla; pero no es
menos cierto que ha desaparecido también la mentalidad generalizada de su acepta-
ción, que sólo se conserva en la doctrina. La legislación, como acaba de decirse, se ha
tomado cauta y hasta reticente. Evolución que, en cualquier caso, ha llegado de
momento a su última fase con el artículo 133 de la PAC, del que me ocuparé con deta-
lle más adelante, aunque ya conviene adelantar aquí su declaración esencial: «no
podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativa-
mente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hechos y fundamentos».
Y lo mismo está sucediendo con la jurisprudencia incluso con la del propio
Tribunal Constitucional. Nuestros tribunales se mueven hoy con prudencia y han
dejado de ser radicalmente abiertos y generosos con la regla: en ocasiones no la acep-
tan y, cuando lo hacen, introducen toda clase de restricciones y matizaciones limitati-
vas a través de precisiones técnicas, algunas de subido valor teórico.
En cualquier caso —y volviendo al principio— lo que resulta muy dudoso es que la
Constitución haya recogido esta prohibición: ni directa ni indirectamente. Cierto es,
desde luego, que en el Anteproyecto (BOC de 5 de mayo de 1978) se proclamaba de
forma expresa la «exclusión de la doble sanción por los mismos hechos»; pero en la
sesión del día 1 6 siguiente (Diario de Sesiones, p. 2 3 8 9 ) se aceptó la propuesta de
PÉREZ-LLORCA de trasladar este texto al artículo 2 5 , debido a que «si bien ha entendido
la mayoría de la Ponencia que este principio debe quedar consagrado en la Constitución,
planteaba su redacción en este artículo la dificultad de deslindar determinados extremos
e incluir determinados supuestos que darían una redacción muy larga al precepto». Con
lo cual se eliminó el principio en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades
Públicas del Congreso mas, olvidándose de la Propuesta y del Acuerdo de la Ponencia,
ya no reapareció ni en el artículo 25 ni en ningún otro.
La eventual constitucionalización del non bis in idem no ha sido, pues, obra de
las Cortes Constituyentes sino del Tribunal Constitucional, quien, una vez más, se ha
arrogado la facultad de legislador constituyente positivo con objeto de suplir las
imperfecciones —en este caso, olvidos— del Parlamento. Tarea loable aunque harto
arriesgada. De aquí la reacción de la doctrina crítica, como sucede con REBOLLO
( 1 9 8 9 , 8 2 0 - 8 2 1 ) , quien ha puesto de relieve cómo la arbitrariedad del Tribunal
Constitucional ha llegado al extremo de obligar a decir al artículo 25 de la
Constitución no sólo algo que con toda evidencia no ha dicho sino a imputarle un
texto meramente gubernamental: el del Decreto-Ley de 25 de enero de 1977. Porque
es el caso que el Tribunal ha endosado a la Constitución nada menos que este texto
del Ejecutivo por el que se había modificado (como reiteradamente se advierte en este
mismo capítulo) la Ley de Orden Público. De tal manera que «el sistema del artículo
2 del Real Decreto-Ley de 1977 se ha convertido no en algo ajustado a la Constitución
sino en el único que cumple con ella: se ha convertido en una determinación consti-
tucional y cualquier otra solución del concurso de normas y la concurrencia de com-
petencias es inconstitucional».
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 483

La dura crítica de R E B O L L O no se detiene, con todo, aquí sino que se extiende


(1989, 822-823) al contenido sustancial de la constitucionalización así realizada y,
con referencia concreta a la sentencia 77/1983, de 3 de octubre, advierte que la doc-
trina en ella sentada «está basada en una interpretación de la Constitución que atien-
de básicamente a la estructura de poder (y no finalista, como creía SANZ GANDASEGUI)
diseñado en ella [...] [porque] lo que realmente se ha tenido en cuenta es la división
de poderes y, consecuentemente, de funciones, propia del Estado de Derecho, así
como la estructura organizativa que ello supone. [Pero] olvida el dato previo y funda-
mental de la identidad ontológica de delitos, faltas e infracciones, por una parte, y de
penas y sanciones por otra [...]. Lo que el Tribunal Constitucional ha hecho ha sido
situar la clave del problema en lo que previamente se había considerado accesorio y
secundario: la diferencia de competencias».
Sea como fuere y prescindiendo de la impureza de su origen, el hecho es que de
esta forma se han hecho realidad los empeños que denodadamente venía realizando
la doctrina (BOLEA, Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, A L O N S O C O L O M E R , GARCÍA DE
ENTERRÍA, C E R E Z O y un largo etcétera) con anterioridad a 1 9 7 8 . Aunque por causa del
extraño camino que acaba de ser denunciado nos encontramos ante una singular para-
doja: si hasta ahora se ha hablado de las repercusiones de la Constitución sobre la
legislación posterior, con mayor motivo cabria hablar en este punto de repercusiones
de la legislación anterior sobre la Constitución, ya que esto es lo que ha sucedido
realmente, conforme a la observación de R E B O L L O .
Ésta viene a ser también la opinión de D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 8 1 ) cuando afirma que
«por lo que se refiere a las ramas penal y administrativa individualmente conside-
radas, la influencia de la Constitución no es significativa en la evolución doctrinal
del Tribunal Supremo, en tanto que la aplicación del non bis in idem se encontra-
ba ya plenamente consolidada. En este ámbito, la doctrina del Tribunal
Constitucional se ha limitado a recoger una importante y firme posición de nues-
tra jurisprudencia».
En este juego de influencias y repercusiones es claro, por tanto, que la
Constitución es utilizada simplemente como una cobertura para las manipulaciones
—por supuesto, bien intencionadas— que se han impuesto posteriormente.
El resultado, en todo caso, es que, salvo excepciones y vacilaciones algunas de
importancia, la regla del non bis in idem se ha afirmado ya en el Derecho español en
términos que resume minuciosamente la sentencia de 24 de enero de 1989 (Ar. 432;
Bruguera):

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional aplicando el artículo 25.1 de la


Constitución, vino a rectificar la doctrina jurisprudencial tradicional de la independencia de la
potestad penal y de la potestad administrativa sancionadora, sentando el principio non bis in
idem y la subordinación de la Administración a lo decidido por el Juez Penal. La Sentencia de
la Sala 5." de este Tribunal Supremo de 20 de enero de 1987 resume la nueva doctrina, seña-
lando que la doctrina reiterada del Tribunal Constitucional,!...] de la que es ejemplo su
Sentencia n." 77/1983, de 3 de octubre, refiriéndose a los límites de la potestad sancionadora
de la Administración, puntualiza que de acuerdo con el artículo 25.1 de la Constitución, estos
límites no han de ser solamente el de la legalidad, el de la interdicción de las penas de priva-
ción de libertad y el del respeto de los derechos de defensa reconocidos en el artículo 24, sino
también el de la subordinación de los actos sancionatorios de la Administración a la Autoridad
judicial que, a su vez, lleva el necesario control a posteríori de dichos actos mediante el opor-
tuno recurso, y la imposibilidad de que los Órganos de dicha Administración lleven a cabo
actuaciones o procedimientos sancionadores en aquellos casos en que los hechos puedan ser
constitutivos de delito o falta según el Código Penal o las leyes especiales mientras la autori-
dad judicial no se haya pronunciado sobre ellos.
484 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

De la misma manera que también es igualmente cierto que en algunas sentencias


se aplica la regla no sólo en supuestos de silencio normativo sino incluso cuando un
Reglamento acepta expresamente la compatibilidad de las sanciones; lo que se estima
inválido por inconstitucional. Esto es lo que hace, por ejemplo, la STS de 22 de mayo
de 1986 (Ar. 2396; Pera) que anula una sanción administrativa superpuesta a una pena
aun a conciencia de que el artículo 155 de la Ordenanza General de Seguridad e
Higiene en el Trabajo de 1971 lo autorizaba sin vacilaciones, por considerar que tal
precepto «debe reputarse decaído en su vigencia y aplicabilidad, por su enfrenta-
miento con el artículo 25 de la Constitución».
Ésta es, desde luego, la tendencia inequívocamente dominante; pero no se puede
silenciar la existencia de una corriente contraria que (al margen de las relaciones de
sujeción especial, de las que se hablará luego) niega la aplicación de la regla como con-
secuencia del mantenimiento del viejo principio de la independencia de los dos órdenes
concurrentes. Así, la sentencia 20 de octubre de 1988 (Ar. 10169; Martín del Burgo) en
relación con las «actuaciones complementarias» del artículo 291 Código de Circulación:
La Jurisprudencia se ha encargado de subrayar la independencia de la potestad sanciona-
dora de la Administración de la Jurisprudencia penal (SS. 27.12.1934, 9.7.1941, 30.10.1945,
15.2.1946, 6.11.1947, 3.7.1950, entre otras muchas) puesto que aquélla cuenta con un funda-
mento y una sustantividad propia (SS. 9.2.1953, 31.12.1954, 3 y 5.3.1955, 8.11.1955), exis-
tiendo entre ambas una perfecta compatibilidad (SS. 21.10.1960, 24.11.1960). Lo que deter-
mina que pueda declararse que la absolución acordada en el Tribunal penal no es obstáculo
para la peculiar e independiente valoración jurídica de los mismos hechos.

Sin llegar a la radicalidad de la sentencia del Tribunal Supremo que acaba de ser
transcrita, la del Tribunal Constitucional de 27 de noviembre de 1985 se expresa en
unos términos cuando menos inquietantes:

Es cierto que ¡a regla «non bis in idem» no siempre imposibilita la sanción de unos mis-
mos hechos por autoridades de distinto orden y que los contemplen, por ello, desde perspec-
tivas diferentes (por ejemplo como ilícito penal y como infracción administrativa o laboral),
pero no lo es menos que sí impide el que por autoridades del mismo orden, y a través de pro-
cedimientos distintos, se sancione repetidamente la misma conducta. Semejante posibilidad
entrañaría, en efecto, una inadmisible reiteración en el ejercicio del ius puniendi e, insepara-
blemente, una abierta contradicción con el mismo derecho de la presunción de inocencia, por-
que la coexistencia de dos procedimientos para un determinado ilícito deja abierta la posibili-
dad contraría a aquel derecho, de que unos mismos hechos, sucesiva o simultáneamente, exis-
tan o dejen de existir para los órganos del Estado [...] es claro, sin embargo, que por su misma
naturaleza el principio ne bis in idem sólo podrá invocarse en el caso de duplicidad de sancio-
nes, frente al intento de sancionar de nuevo desde la misma perspectiva de defensa social de
unos hechos ya sancionados o como medio para obtener la anulación de las sanciones poste-
riores.

La jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre esta materia es abundantísima y


la del Tribunal Constitucional no rara. Ahora bien, por lo que se refiere a esta últi-
ma hay que manejarla con cautela ya que en su Sentencia 2/2003 se advierte — no
sin cierta sorpresa del lector— que «hasta ahora este tribunal sólo ha reconocido
de manera expresa autonomía al derecho a no ser sometido a un doble procedi-
miento sancionador cuando se trata de un doble proceso penal (STC 159/1987) y
ATC 1001/1987), de modo que la mera coexistencia de procedimientos sanciona-
dores —administrativo y penal— que no ocasiona una doble sanción no ha adqui-
rido relevancia constitucional en el marco de este Derecho (STS 98/1989, AATC
60/1987 y 413/1990)».
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 485

3. R É G I M E N LEGAL GENERAL

El panorama que en 1992 ofrecía la cuestión que estamos analizando era, como
ha podido comprobarse, desconcertante: por un lado, se afirmaba doctrinalmente sin
vacilar la existencia de la regla y hasta se pretendía que tenía una base constitucional;
mientras que, por otro, se constataba la presencia de algunas leyes (anteriores y pos-
teriores a 1978) que sentaban la regla contraria y que convivían con otras en la que se
formula escrupulosamente la prohibición del bis in idem. La Jurisprudencia, en fin,
serpenteaba entre ambos polos extremos y adoptaba sin rubor, según los casos, las
posturas más contradictorias. ¿Cómo explicar todas estas incongruencias?
La actitud de la doctrina se explica muy fácilmente, puesto que trasluce a las cla-
ras una motivación ideológica que no intenta ocultar. Los autores están convencidos
de la bondad intrínseca de la regla y reproducen en el campo del Derecho
Administrativo Sancionador la polémica levantada en el Derecho Penal, hace dos
siglos, por los juristas ilustrados. Pura y simplemente hoy se considera progresista
defender a ultranza la incompatibilidad de las sanciones y la subordinación de la
Administración (¡y del Juez contencioso-administrativo!) al Juez Penal. Hoy se con-
sidera progresista —en otras palabras— defender a ultranza los intereses individuales
aunque sea a costa del sacrificio de los públicos y colectivos. Forzoso es reconocer
que el mundo jurídico se encuentra desnortado cuando se le comparaba con los valo-
res usuales en otras esferas culturales. Porque lo que en economía, política y filosofía
se tiene por conservador o, a todo lo más neoliberal, para los juristas de academia es
rigurosamente progresista y la defensa de los intereses públicos y generales se estig-
matiza como subproducto ideológico de las dictaduras fascistas.
Así las cosas, habría cabido esperar que la Jurisprudencia aclarase la situación ali-
neándose en uno u otro bando. Pero no lo ha hecho así y, al hilo de la casuística, con-
tinuó adoptando decisiones para todos los gustos.
Ahora bien, la situación descrita cambió sustancialmente, como ya sabemos, con
la Ley 30/1992, cuyo artículo 133, y bajo la rúbrica de «concurrencia de sanciones»,
en su número 1, aborda puntualmente la cuestión de una manera contundente, aunque
desgraciadamente rudimentaria, puesto que pasa por alto prácticamente todos sus
aspectos conflictivos:
No podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativa-
mente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hecho y fundamento.

De acuerdo con este texto podría entenderse que, mediando las circunstancias
dichas, no cabe iniciar un procedimiento sancionador. Pero el hecho es que una decla-
ración de este tipo no aparece por ninguna parte en nuestro Derecho positivo, bien sea
por considerar que se trata de algo obvio o porque, al contrario, la verificación de las
identidades ya exige por sí misma la tramitación de un procedimiento. Comoquiera
que sea, el hecho es que el artículo 5.2 del REPEPOS parte del supuesto de que el
expediente ya está iniciado:
El órgano competente resolverá la no exigibilidad de responsabilidad administrativa en
cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que quede acre-
ditado que ha recaído sanción penal o administrativa sobre los mismos hechos, siempre que
concurra, además, identidad de sujeto y fundamento.

En el número 2 de ambos artículos se regulan aspectos procedimentales y de


fondo atinentes a las relaciones entre penas y sanciones, conforme se irá examinando
con pormenor en las páginas siguientes de este mismo capítulo.
486 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

Los tipos penales —e incluso los sancionadores administrativos— en blanco ofre-


cen una problemática más singular desde el momento en que, por el juego de la remi-
sión, están unidos inseparablemente. Por eso ha podido escribir CALVO C A C H O (1999,
p. 97) que «el delito ecológico, en cuanto norma penal en blanco, lleva implícito el
principio non bis in idem, pues habiendo indefectible concurrencia de infracción admi-
nistrativa y penal, aquélla, que permite la existencia de ésta, resulta inmediatamente
"desplazada", no existiendo, pues, posibilidad de aplicar simultáneamente ambas san-
ciones».

V DINÁMICA DE LA REGLA

La regla que estamos examinando —una vez descartada de su ámbito la prohibi-


ción de una doble tipificación de infracciones— tiene dos vertientes: por un lado
implica la prohibición de una doble sanción y, por otro, la de un doble enjuiciamiento
simultáneo, siempre en referencia, claro es, a unos mismos hechos.
Pues bien, si de lo que se trata, en definitiva, es de que no se apliquen dos san-
ciones, el mejor modo de evitarlo es que no se produzcan, a cuyo fin lo más eficaz es
que no se tramiten simultáneamente dos procedimientos, impidiéndose la iniciación
(o suspendiéndole si ya está iniciado) de uno hasta que se termine el otro; y si por
cualquier causa falla esta medida preventiva y se pronuncian los dos actos sanciona-
dores, se establece cuál de los dos es el que debe aplicarse. El mecanismo, como se
ve, no es sencillo ni mucho menos y así se comprueba en la práctica judicial.

1. PREFERENCIA DEL ORDEN JURISDICCIONAL PENAL

Para resolver las cuestiones que acaban de enunciarse (y algunas otras conexas
que luego irán apareciendo) se parte del axioma de la preferencia o prevalencia del
orden jurisdiccional penal, que es lo que va a inspirar todas las soluciones concretas.
Axioma que se explica formalmente por la circunstancia de que los tribunales tie-
nen en todo caso una posición prevalente institucional sobre los órganos de la
Administración. Esta justificación carece, sin embargo, de razón de ser cuando la san-
ción administrativa ha sido revisada por un Tribunal contencioso-administrativo, que
en la actualidad forma parte, como se sabe, de la Jurisdicción ordinaria o Poder
Judicial en sentido propio, de tal manera que la sanción —sobre todo en el supuesto
de que la sentencia revisora haya alterado su contenido administrativo inicial— no es
impuesta por un órgano de la Administración sino por uno del Poder Judicial.
Con tal afirmación no se ignora ciertamente que desde el punto de vista formal
(y posiblemente también desde el constitucional) las resoluciones sancionadoras
administrativas no cambian de naturaleza al pasar a conocimiento de los tribunales,
ya que éstos se limitan a controlar su corrección legal. Ahora bien, si recordamos el
alcance de las facultades judiciales de control (examinadas en el n.° 4 del epígrafe V
del capítulo tercero) y, sobre todo, si pasamos revista a la jurisprudencia podemos
comprobar que los jueces no tienen empacho en sustituir la sanción administrativa por
la suya propia y hasta la discrecionalidad administrativa por el arbitrio judicial. En
definitiva, las sentencias o bien «hacen suya» la sanción administrativa o bien la sus-
tituyen por otra y, en cualquier caso, mediando recurso jurisdiccional, no habrá más
remedio que considerar tales sanciones como actos jurisdiccionales.
La prevalencia de la resolución penal es aquí, por tanto, bastante dudosa y res-
ponde más bien a un doble juego de ficciones tradicionales inerciales: por un lado, la
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 487

de que la sanción procede siempre de la Administración, sin que tenga efectos jurídi-
cos relevantes la intervención del Tribunal revisor; y, por otro lado, la de que el pro-
cedimiento judicial penal es el que mejor asegura los derechos individuales frente a
la arbitrariedad del Poder Ejecutivo. Un prejuicio que carece por completo en la actua-
lidad de razón de ser, dado que los tribunales contencioso-administrativos ofrecen las
mismas garantías de independencia institucional y de defensa de los ciudadanos.
En palabras de STC 2/2003,
por lo que se refiere a la vertiente formal o procesal de este principio que, de conformidad
con la STC 77/1983, de 3 de octubre, se concreta en la regla de la preferencia o precedencia
de la autoridad judicial penal sobre la Administración respecto de su actuación en materia
sancionadora en aquellos casos en los que los hechos a sancionar puedan ser, no sólo consti-
tutivos de infracción administrativa, sino también de delito o falta según el Código Penal. En
efecto, en tal sentencia declaramos que, si bien nuestra Constitución no ha excluido la exis-
tencia de la potestad sancionadora de la Administración, sino que la admitido en el artículo
25.3, dicha aceptación se ha efectuado sometiéndole a "las necesarias cautelas, que preserven
y garanticen los derechos de los ciudadanos". Entre los límites que la potestad sancionadora
de la Administración encuentra en el artículo 25.1 de la Constitución, en lo que aquí intere-
sa, se declaró la necesaria subordinación de los actos de la Administración de imposición de
sanciones a la Autoridad judicial. De esta subordinación deriva una triple exigencia: a) el
necesario control a posteriori por la Autoridad judicial de los actos administrativos median-
te el oportuno recurso; b) la imposibilidad de que los órganos de la Administración lleven a
cabo actuaciones o procedimientos sancionadores, en aquellos casos en que los hechos pue-
dan ser constitutivos de delito o falta según el código penal o las leyes penales especiales,
mientras la Autoridad judicial no se haya pronunciado sobre ellos; c) la necesidad de respe-
tar la cosa juzgada.

De hecho, el legislador español siempre ha considerado —y sigue considerando


todavía— a los Tribunales contencioso-administrativos como subordinados a los «ordi-
narios» (civiles y penales) como se comprueba con el tratamiento de las «cuestiones
previas» que hace la Ley Reguladora de aquella Jurisdicción. Y de la misma manera se
considera natural que las leyes penales (art. 603 del viejo Código Penal) regulen el
alcance de las normas administrativas sin que a nadie se le haya pasado por la cabeza la
posibilidad de que suceda lo inverso. La verdad es que ya va siendo hora de replantear-
se estas actitudes y extraer las últimas consecuencias de la naturaleza rigurosamente
jurisdiccional de los Tribunales contencioso-administrativos y de la no jerarquización de
normas que tienen el mismo rango. El que en la actualidad hayan de revestir las normas
penales la forma de ley orgánica podría entenderse, no obstante, como un argumento
más en apoyo de la no subordinación a ellas de las normas administrativas en cuanto que
cada uno de estos grupos normativos tiene su ámbito propio de actuación.

2. PRIORIDAD DEL PROCESO PENAL

La prevalencia del orden jurisdiccional penal se traduce, por lo pronto, en el nivel


procesal dando prioridad al proceso penal sobre las actuaciones administrativas, que
han de quedar bloqueadas hasta que aquél finalice.
El legislador moderno se ha cuidado de regular repetidas veces este punto; pero
siempre lo ha hecho desde la perspectiva de la Administración, o sea, ordenando a ésta
que en el momento en que aprecie la posible existencia de responsabilidad penal, lo
comunique al Juzgado correspondiente y paralice sus propias actuaciones en espera
de la resolución judicial. Como los ejemplos son innumerables, no vale la pena insis-
tir en ellos.
488 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

No obstante la vigencia actual de esta fórmula conviene advertir que se encuentra


inspirada por la viejísima Ley de Enjuiciamiento Criminal, en cuyo artículo 114.1 se
disponía que «promovido juicio criminal en averiguación de un delito o falta, no
podrá seguirse pleito sobre el mismo hecho, suspendiéndose, si lo hubiera, en el estado
en que se hallare, hasta que recaiga sentencia firme en la causa criminal».
A decir verdad, el anterior precepto se refería inequívocamente a los tribunales
(«pleito»), estableciéndose la prioridad del penal; pero de ahí se extendió —no se sabe
exactamente cuándo ni por qué razones— a la Administración, observándose así una
práctica, que fue ratificada de forma expresa por el Tribunal Supremo, como en la
sentencia (tomada de G O N Z Á L E Z PÉREZ, RAP, 4 7 , 1 9 6 5 ) de 5 de junio de 1 9 0 9 : «si el
esclarecimiento y calificación de los hechos atribuidos a un funcionario corresponde
a la jurisdicción ordinaria, hasta que ésta haga la declaración procedente debe la
Administración abstenerse».
La jurisprudencia, por su parte, ha recogido y formulado la regla general de que
«la Administración no puede actuar mientras no lo hayan hecho los tribunales pena-
les» o más precisamente todavía: «la imposibilidad de que los órganos de la
Administración lleven a cabo actuaciones o procedimientos sancionadores en aque-
llos casos en que los hechos puedan ser constitutivos de delito o falta según el Código
Penal o las leyes penales especiales, mientras la autoridad judicial no se haya pro-
nunciado sobre ellos» (STC 77/1983, de 3 de octubre, reproducida literalmente en la
STS 20 de enero de 1987; Ar. 256; Ventura).
Esta regla, sin embargo, no es aplicable en el supuesto de expedientes sanciona-
dores en materia laboral, ya que así lo ha determinado expresamente el artículo 77 de
la Ley de Procedimiento Laboral, que la sentencia del Tribunal Constitucional de 23
de febrero de 1984 ha declarado que, a pesar de contravenir los efectos procesales del
principio, no es inconstitucional «en atención, entre otros bienes jurídicos, a la rapi-
dez con que conviene resolver el proceso laboral y a que la búsqueda de la verdad
material es, como afirma la doctrina, el objetivo central del proceso de trabajo». (Pero
—añado yo por mi cuenta— ¿es que los otros procesos no buscan también la verdad
material o no deben tramitarse con rapidez?).
Aun prescindiendo de este caso excepcional, no se crea, con todo, que la situación
es tan sencilla, como nos demuestra la Sentencia de 18 de diciembre de 1989
(Ar. 4964; Agúndez):
Aun siendo aplicables en el Derecho Administrativo Sancionador los principios generales
informantes del Derecho Penal [...] no es tan aceptable ni asumido el principio de prejudicio-
lidad penal contenido en al artículo 114 LECr. para determinar la suspensión del procedi-
miento administrativo [...]. Pero cuando se da identidad de hechos del procedimiento adminis-
trativo sancionador y del proceso penal, se hace necesario el mejor esclarecimiento de los
hechos [...] que se obtendrá de las declaraciones de hechos probados y de las consideraciones
procedentes que haya de contener la resolución del proceso criminal instruido. De aquí que lo
más acorde con el Ordenamiento jurídico sea el declarar en suspenso el procedimiento admi-
nistrativo hasta tanto recaiga resolución firme en el proceso penal.

La casuística jurisprudencial es tan contradictoria que el estudioso pierde pronto


la esperanza de saber cuál es la regla verdaderamente aplicable e incluso si existe
alguna regla por muchas excepciones que pueda tener. La citada STS de 20 de
diciembre de 1 9 8 8 (Ar. 1 0 1 6 9 ; Martín del Burgo) desestima la alegación del recu-
rrente de que la Administración de Tráfico, al adoptar una de las «actuaciones com-
plementarias» del artículo 291 del Código de Circulación sin aguardar a los resulta-
dos del proceso penal en curso, había quebrantado «el principio de subordinación del
procedimiento administrativo al judicial ya iniciado», y ello mediante el simple arbi-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 489

trio de negar la afirmación que sirve de base a todo el razonamiento, es decir, la pre-
gonada dependencia de la potestad sancionadora de la Administración respecto de la
Jurisdicción Penal, como tuvimos ocasión de comprobar atrás.
Con la advertencia, en fin, de que tal como indica la STS de 31 de octubre de 2001
(3.a, 4.a, Ar. 9911) el bloqueo procedimental administrativo es tan intenso que impo-
sibilita incluso a la Administración la adopción de medidas cautelares cuando la
actuación judicial ya se haya producido.

Volviendo a los textos normativos, el artículo 7.1 del REPEPOS ordena que
en cualquier momento del procedimiento sancionador en que los órganos competentes estimen
que los hechos también pudieran ser constitutivos del ilícito penal, lo comunicarán al
Ministerio Fiscal, solicitándole testimonio sobre las actuaciones practicadas respecto de la
comunicación.
En estos supuestos, así como cuando los órganos competentes tengan conocimiento de
que se está desarrollando un proceso penal sobre los mismos hechos, solicitarán del órgano
judicial comunicación sobre las actuaciones adoptadas.

La redacción de estos dos apartados no es demasiado feliz puesto que, en castella-


no, no se expiden testimonios «sobre» actuaciones, ni éstas serán «respecto de la comu-
nicación», sino respecto de los hechos o del objeto de la comunicación, de la misma
manera que no se «adoptan actuaciones», sino que o bien se adoptan resoluciones o bien
se trata de actuaciones realizadas. Ahora bien, prescindiendo de estas irrelevantes defi-
ciencias gramaticales (imputables a erratas o a la precipitación con que fue redactado el
Reglamento), su intención no puede ser más acertada: con ello se pretende que la
Administración tenga elementos de juicio suficientes para poder ponderar si se están
tramitando procedimientos superpuestos o paralelos sobre los mismos hechos y, en su
caso, sujetos y fundamentos, que han de dar lugar a lo dispuesto en el número 2:

Recibida la comunicación, y si se estima que existe identidad de sujeto, hecho y funda-


mento entre la infracción administrativa y la infracción penal que pudiera corresponder, el
órgano competente para la resolución del procedimiento acordará la suspensión hasta que
recaiga resolución judicial.

Algunos órganos administrativos llegan a dictar resolución aunque suspendan la


ejecución de la sanción en espera de la sentencia penal. El Tribunal Supremo ha res-
petado en ocasiones tal práctica invocando el principio de la conservación de los
actos; pero en su Sentencia de 28 de noviembre de 2000 (3a, 4a, Ar. 10079) lo ha
rechazado en términos tajantes:
Ante un hecho que pueda motivar, al menos en principio, la actuación del orden penal y
de la Administración, ésta puede y debe realizar todas las actuaciones precisas para acreditar
el hecho, las circunstancias y datos que estime precise, pues de otro modo el paso del tiempo
y la alteración de las circunstancias podría hacer imposible su posterior constatación, e incluso
está obligada también a dar el oportuno traslado al interesado a fin de que éste pueda defen-
derse y cuestionar la realidad fáctica apreciada por la Administración; sin embargo, lo que en
ningún caso puede hacer la Administración mientras esté pendiente el proceso penal, es dictar
la resolución que pone fin al procedimiento sancionador, pues ésta depende y está condicio-
nada por la resolución que recaiga en el proceso penal.

Aquí es donde luce, pues, con toda su fuerza la regla de la prioridad del procedi-
miento penal. La Administración espera a la resolución judicial (se supone que firme;
a la primera alude el artículo 130.2 LPAC), y al dictarse ésta se abre un trilema:
490 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

a) Si es condenatoria, el expediente administrativo sancionador, si bien no se archi-


va, concluye con una declaración de no exigibilidad, tal como determina el artículo 51.1:

El órgano competente resolverá la no exigibilidad de responsabilidad administrativa en


cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que queda acre-
ditado que ha recaído sanción penal (o administrativa) sobre los mismos hechos, siempre que
concurra, además, identidad de sujeto y fundamento.

b) Si la sentencia penal es absolutoria, se levanta la suspensión y continúa la tra-


mitación del expediente administrativo sancionador con las peculiaridades que se exa-
minarán más adelante.
c) Y, en fin, también puede suceder que, a la vista de la sentencia penal (sea con-
denatoria o absolutoria), se compruebe que, en contra de lo previsto en el momento
de la suspensión, el proceso penal no ha versado sobre los mismos hechos, sujeto y
fundamento, que el procedimiento administrativo, en cuyo caso se reanudará éste.

Con lo dicho parece evidente que en nuestro Derecho no existe duda alguna sobre
la prioridad del proceso penal, máxime cuando los textos legales son tan inequívocos
al respecto. Pero las cosas no son tan claras si se piensa en lo sencillo y lógico que
sería utilizar el criterio de la prioridad cronológica, de tal manera que la primera reso-
lución, cualquiera que fuera el orden jurisdiccional de su procedencia, cerrase el paso
a la segunda.
Ésta es, como sabemos, la situación en el Derecho italiano y la adoptada también
en el artículo 688.3 del último Proyecto de Reforma del Código Penal español (des-
graciadamente frustrado en este punto) que decía así:

No podrá ser sancionado gubernativamente quien hubiere sido ya castigado como res-
ponsable de una falta por el mismo hecho, ni penado por falta quien hubiere sido ya sancio-
nado por la autoridad gubernativa por el hecho constitutivo de aquélla.

Una solución tan plausible como la inspirada en criterios materiales y, desde


luego, más lógica. Aunque en la práctica se llegaría con frecuencia a resultados igua-
les (prevalencia de la sentencia penal) dado que la vía contenciosa sólo se abre des-
pués de haberse apurado la administrativa, lo que exige más tiempo.
Lo curioso del caso es que si para los Tribunales contencioso-administrativos es
obvia la prevalencia de la Sentencia penal, han sido los Tribunales penales quienes se
han percatado de que el verdadero criterio es el cronológico, o sea, que la primera
resolución cierra el paso a la segunda, cualquiera que sea su procedencia, hasta tal
punto que una simple resolución administrativa impide por sí misma las actuaciones
penales posteriores:

el principio de Derecho non his in idem no permite, por unos mismos hechos, duplicar o mul-
tiplicar la sanción sea cual sea la autoridad que primeramente la haya impuesto, caso que es
el de autos puesto que la Hacienda Pública ya impuso al presunto infractor una sanción [STS
de 12 de mayo de 1986, Sala 2.", Ar. 2449; Vivas Marzal],

Efectivamente, el Tribunal Constitucional, al declarar que la Constitución había


recogido implícitamente el principio, no había hecho inicialmente aclaración alguna
de prevalencia, y en otra sentencia posterior, la 77/1983, de 3 de octubre, lo justifica
mediante la teoría de la cosa juzgada (en contra de la doctrina preconstitucional del
Tribunal Supremo más arriba transcrita):
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 491

La subordinación de los actos de la Administración de imposición de sanciones a la auto-


nomía judicial exige que la colisión entre una actuación jurisdiccional y una actuación admi-
nistrativa haya de resolverse en favor de la primera [.,.]: la resolución administrativa debe
ceder ante la sentencia por «la necesidad de respetar la cosa juzgada; la cosa juzgada desplie-
ga un efecto positivo, de manera que lo declarado por sentencia firme constituye la verdad jurí-
dica y un efecto negativo, que determina la imposibilidad de que se produzca un nuevo pro-
nunciamiento sobre el tema». Y, en consecuencia, «la Administración no puede actuar mien-
tras no lo hayan hecho los tribunales».

Pero nótese que esta explicación —en opinión de SANZ GANDASEGUI muy poco
convincente por referirse a una figura exclusivamente procesal— puede operar tam-
bién para las sentencias contencioso-administrativas (en las que ya no está en juego la
subordinación de los «actos» de la Administración) y, además, en cualquier caso, con-
cede inevitablemente una prioridad cronológica y no material.
Lo que sucede es que algunas leyes sectoriales, deseosas de evitar el conflicto, han
acudido a un mecanismo procesal para evitar que se produzca una sanción adminis-
trativa antes de la penal. En otras palabras: si el efecto material del principio no impli-
ca asignación de prevalencias, el efecto procesal aludido provoca una prioridad cro-
nológica de la sentencia penal.
De hecho, la única posibilidad de imponer la prevalencia de la sentencia penal es
asegurar su prioridad cronológica, ya que, una vez producida la resolución adminis-
trativa sancionadora, sería muy difícil hacer viable «hacia atrás» la influencia de una
sentencia penal posterior. Tal ha sido la solución de la LPAC (y de su Reglamento),
de cuya atenta lectura se desprende un dato que puede aparecer sorprendente desde la
inercia del dogma, a saber: no se establece prevalencia alguna de la sentencia penal,
salvo en el limitado aspecto de la declaración de los hechos probados. Lo que bloquea
la resolución sancionadora es tanto una sentencia penal como una sanción adminis-
trativa anterior, dando la sensación de que la prevalencia es de orden cronológico, no
de naturaleza. Pero lo que, en cambio, queda muy claro es la prioridad del proceso
penal como medio de evitar la superposición de castigos.

3. CONTRADICCIONES DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En las páginas anteriores se ha puesto de relieve que no es clara, ni mucho


menos, la regla de la prevalencia a ultranza de la sentencia penal y que incluso
puede considerarse inútil porque si se ha respetado el principio de la prioridad del
proceso penal, la sentencia de este orden no puede entrar en conflicto con una san-
ción administrativa dado que ésta no puede llegar a producirse (en el supuesto de
concurrencia de las tres identidades). Y por otro lado, si por cualquier circunstancia
la sanción administrativa se adelanta a la condena penal, no es seguro que ésta haya
de prevalecer sobre aquélla, pues ya se han visto algunas sentencias que, atenién-
dose rigurosamente a la prioridad de aparición, han respetado la sanción adminis-
trativa anterior.
Esta cuestión seria irrelevante si la Administración, ateniéndose escrupulosamente
a la regla de prioridad del proceso penal, se abstuviera siempre de seguir tramitando
una vez iniciado aquél. Pero como es el caso que con relativa frecuencia la
Administración no se detiene y llega hasta el final, no se sabe cuál ha de ser el valor
de la sentencia penal extemporánea. Un punto que, estando todavía en el aire, ha dado
lugar a una acalorada polémica en el seno mismo del Tribunal Constitucional al hilo
de una curiosísima historia que se relata a continuación.
492 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

A) 1999: Actuación de la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal


Supremo
La STS de 17 de septiembre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 6751, Ledesma) describe y valo-
ra los antecedentes de una cuestión resuelta en los siguientes términos: a) La
Administración, en lugar de paralizar el procedimiento como debía una vez que se habí-
an iniciado diligencias penales, impuso una sanción en septiembre de 1990; b)
Posteriormente (en julio de 1991) la Audiencia Provincial dictó sentencia condenatoria
por los mismos hechos; c) En febrero de 1992) la Sala de lo contencioso administrativo
del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura confirmó la sanción administrativa; d)
Impugnada la sentencia de lo contencioso administrativo fue anulada por el Tribunal
Supremo invocando el principio de non bis in idem y argumentando literalmente que

la circunstancia de que la sentencia penal fuera dictada después de que la resolución adminis-
trativa adquiriera firmeza no impide la aplicabilidad del principio de non bis in idem, inequí-
vocamente contrarío... a la duplicidad sancionadora. La Administración, que ha apreciado los
hechos con perfecta exactitud, debió sin embaigo suspender la tramitación del expediente
administrativo en espera de que concluyera el proceso penal dada la simultaneidad temporal
entre uno y otro.

Podrá estarse de acuerdo o no con esta postura, pero es manifiesto que el Tribunal
Supremo actuó formalmente de manera correcta ya que —sin salirse del orden juris-
diccional— era a él a quien correspondía confirmar o revocar la sentencia contencio-
so administrativa apelada. Lo anómalo, no obstante, es una declaración que hace a
efectos de la ejecución de la sentencia. Creámoslo. La sanción administrativa había
consistido en una multa de 50.000 pesetas y orden de descombrar los materiales que
se habían depositado indebidamente en terrenos de dominio público; mientras que la
sentencia penal había impuesto un año de prisión menor, cinco millones de multa y la
misma orden de retirada de los escombros, aunque advirtiendo que esta obligación
«habrá de ser cumplida en ejecución de la sentencia penal». Y aquí viene la sorpresa
porque no se entiende cómo un tribunal contencioso-administrativo mantiene una
orden contenida en el acto administrativo que anula y mucho menos se entiende que
encomiende su ejecución a un tribunal penal que, para mayor confusión, había orde-
nado por su cuenta la misma medida.

B) 1999: El Tribunal Constitucional anula una sentencia penal posterior a la


sanción administrativa

La STC 1.777/1999, de 11 de octubre (García Manzano), se refiere a unos


antecedentes aparentemente similares a los del caso anterior: primero, un acto
administrativo sancionador (1990) no apelado y luego una sentencia penal conde-
natoria (de 1 de marzo de 1994) confirmada por la Audiencia Provincial. La dife-
rencia esencial estriba, no obstante, en que en palabras del propio tribunal «la pre-
sente queja (recurso de amparo) se circunscribe esencialmente a las sentencias
penales, sin que la impugnación en amparo pueda servir para poner en cuestión la
validez de la resolución administrativa sancionadora». Por lo demás —sigue pre-
cisando— los órganos judiciales, aun reconociendo que aquí concurren las tres
identidades respecto a la sanción administrativa, «no concluyen en un pronuncia-
miento absolutorio por la sola y única razón de la regla o criterio de prevalencia de
la jurisdicción penal», si bien es verdad que, en aras de la proporcionalidad del
castigo, la sentencia penal computó como absorbible la multa administrativa firme
ya satisfecha.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 493

Así las cosas, se entiende que la clave de la decisión consiste «en determinar si
los tribunales penales, al tener constancia de la sanción administrativa por los mismos
hechos que estaban enjuiciando debían absolver al acusado para no incurrir en el rte
bis in idem o, entendiendo que su primacía judicial no podía ser cedida, actuar de
manera condenatoria». Lo que la sentencia resuelve en términos tajantes:
Desde una perspectiva sustancial el principio de non bis in idem se configura como un
derecho fundamental del ciudadano frente a la decisión de un poder público de castigarlo por
unos hechos que ya fueron objeto de sanción como consecuencia del anterior ejercicio del ius
puniendi del Estado. Por ello... la interdicción del non bis in idem no puede depender del orden
de preferencia que normativamente se hubiere establecido entre los poderes constitucionales...
ni menos aún de la eventual inobservancia por la Administración sancionadora de la legalidad
aplicable; lo que significa que la preferencia de la jurisdicción penal sobre la potestad admi-
nistrativa sancionadora ha de ser entendida como una garantía del ciudadano y nunca como
una circunstancia limitativa de la garantía que implica aquel derecho fundamental. La pers-
pectiva que en sus sentencias condenatorias han considerado los órganos judiciales ha sido la
meramente procedimental en que cristaliza la vertiente procesal del non bis in idem, desaten-
diendo a su primordial enfoque sustantivo o material, que es el que cumple la función garan-
tizadora que se halla en la base del derecho fundamental en juego. (En definitiva) la dimen-
sión procesal no puede ser interpretada en oposición a la material.

Entonces ¿qué relevancia tendrá la irregular conducta de la Administración que no


se abstuvo cuando debió hacerlo?
Tal incumplimiento —cierra la sentencia— producirá en su caso las consecuencias que el
Ordenamiento Jurídico prevea, pero su inobservancia nunca podrá alterar el contenido del
derecho fundamental al non bis in idem del sujeto infractor, ajeno por completo a dicho incum-
plimiento y en cuya esfera jurídica no debe incidir el mismo.

Por cuya razón se terminó anulando la sentencia penal condenatoria.

C) 2001: El Tribunal Constitucional respeta una sentencia penal posterior a la


sanción administrativa.
La secuencia cronológica de este caso es idéntica a la que acaba de relatarse, pero
la Sentencia 152/2001, de 2 de julio (Conde), da una solución distinta ya que confir-
ma las decisiones penales posteriores, SÍ bien por razones formales, puesto que el
recurrente en amparo no había dado cumplimiento al requisito de admisión estableci-
do en el artículo 44.1 .c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional («que se haya
invocado formalmente en el proceso el derecho constitucional vulnerado tan pronto,
una vez conocida la vulneración, hubiere lugar para ello»). Un requisito que el inte-
resado no cumplió revelando inequívocamente sus intenciones: él tenia interés en ser
sancionado rápidamente en vía administrativa, ya que la multa iba a ser presumible-
mente más leve que la condena penal —y por ello silenció la circunstancia de que se
habían iniciado unas diligencias penales— para luego, al llegar la hora de la senten-
cia penal, invocar el non bis in idem para esquivar la condena. Lo que «evidencia
—en palabras del Tribunal Constitucional— una manipulación de la funcionalidad
del principio en vez de una atendible reclamación de su respeto».
Manipulación que aquí no le valió, puesto que el recurso fue rechazado aunque con
la advertencia de que «en el caso actual el análisis de la puntualidad de la invocación de
la lesión no tiene que ver con un mero formalismo sino con algo mucho mas sustantivo,
como es la propia razón de ser sustancial del requisito y con la exigencia de la buena fe
del comportamiento procesal, exigencia establecido en el articulo 11.1 LOFJ».
494 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Por lo demás, esta decisión no se entendería desde el punto de vista de la jus-


ticia material si, efectivamente, la sentencia hubiera sido una segunda condena
acumulada a la primera sanción administrativa. Pero —aquí como en el caso de la
sentencia anterior— no fue así puesto que «la sentencia penal recurrida tuvo en
cuenta la precedente sanción administrativa, según se dice en ella, por razones de
equidad, para rebajar la pena impuesta por el Juzgado de lo penal en la medida de
la sanción administrativa. (En consecuencia) el planteamiento del recurrente supo-
ne, de prosperar, que el efecto de la aplicación del principio ne bis in idem en el
sentido reclamado sería el de limitar el gravamen punitivo de la conducta del recu-
rrente a un nivel muy inferior del que hubiera sido posible de haberse ejercitado la
potestad punitiva penal como única... En otros términos, que la sanción adminis-
trativa más exigua, incorrectamente impuesta y tolerada con su pasiva actuación,
le serviría de escudo frente a la correcta imposición de la sanción penal más
grave».
Todo esto es cierto, de tal manera que la sentencia parece irreprochable, aunque
ello no evita que se tenga la sensación de que se ha escamoteado la cuestión funda-
mental ya que quid si la condena no hubiera absorbido la sanción administrativa? Y
más aún quid si la doble vía se hubiera denunciado a tiempo?

D) 2003: El pleno del Tribunal Constitucional abandona la doctrina sentada en


1999

La STC 2/2003, de 16 de febrero (Casas), ha vuelto a incidir sobre esta cuestión


pero planteándola de frente, entrando en el fondo sin utilizar el atajo de un pretexto
formal, que desatiende deliberadamente a pesar de que había sido invocado por el
Ministerio Fiscal. Se trata de una sentencia minuciosa, y hasta erudita, en la que cho-
caron frontalmente las opiniones de dos magistrados: en la de 1999 prevaleció la de
García Manzano, en ésta la de Casas, pero aquél insistió en su postura expresándola
en un voto particular.
En el fallo se acordó la desestimación de la demanda de amparo: lo que signifi-
caba la declaración de validez tanto del acto administrativo sancionador como de la
sentencia penal de condena (que había absorbido —esto es muy importante— el
importe de la multa administrativa). Supervivencia simultánea de dos actos punitivos
del Estado que parecen suponer un bis in idem, cuya negación pormenorizada consti-
tuye la ratio decidenci de la sentencia, para la que el principio no supone siempre «la
anulación de la segunda sanción». Y ello por varias razones:
En primer término porque el incumplimiento por parte de la Administración de su
obligación de paralizar el procedimiento «tiene relevancia constitucional por cuanto
estas reglas plasman la competencia exclusiva de la jurisdicción en el conocimiento
de los hechos constitutivos de infracción penal y configuran un instrumento preven-
tivo tendente a preservar los derechos a no ser sometido a un doble procedimiento
sancionador —administrativo y penal— y a no ser sancionado en más de una ocasión
por los mismos hechos». Y con más detalle todavía:

Una vez que el legislador ha decidido que unos hechos merecen el presupuesto fáctico de
una infracción penal y configura una infracción penal en tomo a ellos, la norma contenida en
la disposición administrativa deja de ser aplicable... Cuando el hecho reúne los elementos para
ser calificado de infracción penal, la Administración no puede conocer, a efectos de su san-
ción, ni del hecho en su conjunto ni de fragmentos del mismo, y por ello ha de paralizar el pro-
cedimiento hasta que los órganos judiciales penales se pronuncien sobre la cuestión.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 495

En segundo término, la subsistencia de la sentencia penal posterior viene justi-


ficada por la circunstancia de que en el proceso penal se aplican íntegramente las
garantías del inculpado mientras que en el procedimiento administrativo sanciona-
dor sólo operan de manera «modalizada», como sucede con las garantías de impar-
cialidad y de presunción de inocencia. Añadiendo a renglón seguido que « a esta
solución no se opone el artículo 4 del Protocolo 7 del Convenio de Roma pues el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su Sentencia de 29 de mayo de 2001,
caso Franz Fischer c. Austria ha sostenido que los Estados conservan liberad para
regular cuál de las dos infracciones ha de ser perseguida». La vehemencia de esta
sentencia y la ambición de su planteamiento no han podido evitar, con todo, que
sigan sin resolver las cuestiones fundamentales que antes se han apuntado. Porque
está muy claro que un juez penal no tiene competencia (como hizo en el presente
caso la Audiencia Provincial de la Coruña) para anular un acto administrativo san-
cionador, ya que es cuestión exclusivamente reservada a la jurisdicción contencio-
so administrativa. Y, además, es muy fácil olvidarse de la sanción administrativa
anterior cuando su contenido ha sido absorbido en el fallo de la sentencia penal.
Pero ¿qué hacer cuando no se haya hecho así? La sentencia sigue dejando abierta
esta pregunta capital.
En la doctrina, C A N O ( 2 0 0 1 ) ha desarrollado en un alarde de imaginación y de
dominio de la técnica jurídica un amplio repertorio de mecanismos de solución que
desafortunadamente no llegan a convencer en unos casos por razones teóricas y en
otros por dificultades prácticas que les hacen inviables de hecho. Yo me adhiero en
consecuencia a la modesta y resignada opinión de Marina JALVO ( 2 0 0 3 ) de que la
solución de la Sentencia de 2 0 0 3 es la mejor salida del conflicto. Añadiendo que
cuando la sentencia penal no haya operado así —es decir, cuando no haya absorbido
en la condena el importe de la multa administrativa—, no habrá más remedio que
anularla —en la línea de la Sentencia 1 7 7 / 1 9 9 9 — pues de no hacerlo así sería inevi-
table la violación de la prohibición del non bis in idem. Pero ¿no sería ello un pre-
mio al infractor habilidoso que se prestara deliberadamente a sufrir una sanción
administrativa leve para escapar de una pena más grave? Forzoso es reconocer, en
suma, que con todo lo dicho hasta ahora no se ha hecho otra cosa que cerrar en falso
el problema.
Así las cosas, yo me atrevo a sugerir un replanteamiento de la cuestión no desde
la perspectiva de la validez (como hasta ahora viene haciéndose) sino desde el de la
eficacia, que, siendo más útil, contribuiría también por su propia sencillez, a desdra-
matizar la polémica. ., ,
Hasta ahora, tal como estamos viendo, se viene planteando la cuestión en térmi-
nos de un dilema de invalidez: mediando dos resoluciones sancionadoras, una de ellas
tiene que ser necesariamente inválida por haberse infringido el corolario esencial del
principio de ne bis in idem de que el procedimiento administrativo ha de quedar para-
lizado por el proceso penal. Pero las declaraciones de invalidez son costosas de obte-
ner y de resultados imprevisibles. ¿No sería, entonces, más sencillo trasladarnos al
terreno de la ineficacia? En tal supuesto no habría necesidad de interponer siempre
un recurso y se dejarían las cosas como estuviesen; pero a la hora de la ejecución una
de las resoluciones terminaría siendo formalmente inaplicada. Porque si se ha proce-
dido a la absorción de la primera multa en la segunda (como parece lo corneto) el
pago de la una se imputa también a la otra y sin necesidad de plantear conflicto algu-
no, las dos resoluciones quedarían materialmente ejecutadas. Y sólo si no hubiera
habido absorción, sería imprescindible el recurso. Valgan estas consideraciones como
un primer punto de reflexión, que todavía necesita de postenor maduración antes de
ser rechazado o profundizado.
496 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

VI. INCIDENCIA DE LA SENTENCIA PENAL SOBRE LA RESOLUCIÓN


ADMINISTRATIVA POSTERIOR

De acuerdo con lo dicho y si es que nos atenemos a la tesis dominante consagra-


da en las leyes, la Administración ha de pasar las actuaciones al Juez y abstenerse de
continuar en espera de la sentencia. Hasta aquí la cosa es clara; pero dictada ésta ¿qué
es lo que debe hacer la Administración?
Mientras no se consideraba vigente la prohibición de bis in idem, carecía por
completo de relevancia la sentencia penal a efectos administrativos, ya que, según
recuerda la STS de 21 de febrero de 1979 (Ar. 680; Ponce de León), existe una inve-
terada doctrina jurisprudencial según la cual el resultado de las actuaciones sumaria-
les no vincula a la actuación administrativa en orden al ejercicio de sus facultades san-
cionadoras. Y esto incluso aunque la sentencia penal haya declarado probados los
hechos, porque

en lo que respecta a la repercusión de las sentencias penales ante esta jurisdicción, hay que
decir que carecen de todo efecto vinculatorio, pues admitida la existencia del hecho que dio
lugar a las actuaciones penales, la valoración realizada por esa jurisdicción opera con técnicas
y criterios diversos a los que sobre los mismos hechos han de servir de fundamento a los que
por esta jurisdicción contenciosa se dicte [STS 29 de diciembre de 1981; Ar. 2162].

Debiendo entenderse aquí que cuanto se dice en esta sentencia sobre la juris-
dicción contencioso-administrativa es igualmente aplicable a la Administración
activa, dado que seria absurdo —por la naturaleza revisora de la primera—que una
y otra pudieran operar con criterios diferentes. En su consecuencia, la espera a la
sentencia penal o era una simple pérdida de tiempo para la Administración actuan-
te o era, en el mejor de los casos, una invitación a la coordinación de los poderes
públicos, dado que aquí se daba una oportunidad a la Administración para que, al
menos, conociere la decisión judicial y pudiere obrar de acuerdo con ella si lo tenía
por conveniente.
Ahora bien, cuando se admite la prohibición bis in idem, la situación cambia por
completo y hay que empezar a pensar en la relevancia posterior de la sentencia penal.
Una relevancia que se despliega en dos direcciones: hacia atrás (la eventualidad de
que vaya a aparecer una sentencia penal paraliza la continuación de las actuaciones
administrativas anteriores a ella) y hacia adelante (las actuaciones y sanciones admi-
nistrativas posteriores se encuentran condicionadas por el contenido de la sentencia
penal). Tal como acertadamente ha puntualizado GARBERÍ (pp. 1 9 1 ss.), el principio
tiene una doble eficacia: ex post, de naturaleza material, como prohibición de sancio-
nar lo ya sancionado; y ex ante, de naturaleza procesal, como prohibición de doble
enjuiciamiento simultáneo de unos mismos hechos.
Ni que decir tiene, con todo, que los efectos han de ser muy distintos según que
la sentencia penal sea condenatoria o absolutoria: dos posibilidades que exigen un tra-
tamiento separado; o con más precisión todavía, en los términos de la STS de 19 de
abril de 199 (Ar. 3507; Fernández Montalvo),

a) si el tribunal penal declara inexistentes los hechos, no puede la Administración impo-


ner por ellos sanción alguna: b) si el tribunal declara la existencia de los hechos pero absuelve
por otras causas, la Administración debe tenerlos en cuenta y, valorándolos desde la pers-
pectiva del ilícito administrativo distinta de la penal, imponer la sanción que corresponda con-
forme al Ordenamiento administrativo; y c) si el tribunal constata simplemente que los hechos
no se han probado, la Administración puede acreditarlos en el expediente administrativo y, si
así fuera, sancionarlos administrativamente.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 497

1. SENTENCIA CONDENATORIA

Dictada una sentencia penal condenatoria, la Administración queda totalmente


vinculada por la misma. Tal es, por lo demás, la tesis central del non bis in idem, tal como
se encuentra recogida a veces de forma expresa y literal en la legislación moderna.
La sentencia condenatoria es el máximo exponente del non bis in idem y la con-
sagración de una postura ideológica de carácter inequívocamente garantizador de los
ciudadanos: ante la solemnidad y el rigor de los tribunales penales quedan paraliza-
das para siempre las actuaciones de los humildes órganos administrativos. La reali-
dad, sin embargo, demuestra que las cosas pueden suceder de otra manera y que la
regla puede actuar como una auténtica burla de los intereses públicos. Concretamente:
cuando las sanciones administrativas son más duras que las penas, para lo que sirve
la condena criminal es, en el fondo, para reforzar la inmunidad del infractor.
El supuesto, por lo demás, no es imaginado. Para comprobarlo basta repasar la
sentencia de 20 de octubre de 1984 (Ar. 5907; Lorca García). En autos se trataba de
una sanción administrativa de cinco millones de pesetas. Pero el infractor tuvo la for-
tuna de sufrir también un proceso penal que desembocó en una condena de diez mil
pesetas. Pues bien, de acuerdo con el mecanismo explicado, la sala de lo contencioso
Administrativo del Tribunal Supremo anuló la sanción de los cinco millones y el
infractor quedó liberado con la modesta pena de diez mil pesetas. En los libros suele
hablarse de la gravedad del proceso penal en relación con los procedimientos admi-
nistrativos sancionadores, y así es ciertamente cuando están en juego penas privativas
de libertad; pero cuando se trata de penas pecuniarias puede ocurrir que la situación
se invierta y que, con ello, el principio del non bis in idem se convierta en una burla.
De hecho no es raro que estén previstas multas de varios millones de euros a las que
es casi inimaginable que lleguen las consecuencias económicas de las condenas incluso
aceptando que la toma en consideración de la capacidad económica del delincuente
puede incrementar sensiblemente las cuantías.
«Una explicación a esta inversión de la importancia de las sanciones adminis-
trativas y penales —ha escrito A L E N Z A en 2 0 0 2 — puede ser la circunstancia de que
el Derecho Administrativo Sancionador admite la responsabilidad de las personas
jurídicas, de mayor poder económico que las físicas». Y también vale la pena recor-
dar aquí la siguiente observación del mismo autor en el mismo lugar: con un ade-
cuado manejo forense de las fórmulas del Derecho Administrativo Sancionador se
«deja en manos del avispado infractor la posibilidad de cerrar la vía penal cuando
ha sido sancionado por la Administración, cumpliendo la sanción y no recurriéndo-
la: que es lo que sucederá cuando la sanción administrativa no sea más elevada que
la eventual sanción penal, sobre todo cuando la sanción administrativa se haya
impuesto previa "negociación" informal ante el responsable y la Administración».
Como se recordará, en las páginas anteriores hemos visto confirmada tal hipótesis
en diferentes sentencias.

2. SENTENCIA ABSOLUTORIA

Los verdaderos problemas jurídicos empiezan, con todo, con las sentencias abso-
lutorias, en las que la casuística presenta un repertorio de posibilidades tan vanadas
como de difícil solución. Por lo pronto, no deja de ser contradictono —y asi lo percibe
inequívocamente la conciencia popular— que se proteja al infractor cuya conducta
antijurídica ya ha sido probada y declarada, mientras que puede seguir persiguién-
dose a aquél que ya ha sido una vez absuelto. ¿Es que tan poca confianza ofrecen
498 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

desde esta perspectiva los tribunales penales? Apurando las cosas, el principio tradi-
cional y actual (nadie puede ser sancionado por segunda vez) es menos explicable que
el de que «nadie puede ser procesado o expedientado —y, por ende, sancionado— si
ya ha sido absuelto una vez».
Para la jurisprudencia, desde luego, no está prohibida la existencia de dos «pro-
nunciamientos» sobre los mismos hechos sino de dos «sanciones». En su consecuen-
cia, la sentencia absolutoria no pone en marcha este mecanismo de protección de los
ciudadanos. Una posición que, en verdad, resulta formalmente irreprochable, puesto
que, si la regla —en su letra— lo que prohibe son dos sanciones, es claro que, si un
órgano no ha sancionado, nada impide ya que lo haga el segundo, habida cuenta de
que, por definición, no se puede producir una superposición de sanciones. En cual-
quier caso, la regla se encuentra tantas veces y tan tajantemente positivizada en leyes
y reglamentos que no vale la pena citar literalmente texto alguno.
El esquema normativo es, suma, muy sencillo: la sentencia penal absolutoria no
bloquea las posteriores actuaciones administrativas sancionadoras aunque sus decla-
raciones sobre los hechos probados pueden incidir sobre la solución administrativa.
La Sentencia de 21 de enero de 1987 (Ar. 1796; Gutiérrez de Juana) teoriza este
punto en los siguientes términos:
el principio de non bis in idem establece el impedimento de la dualidad de sanciones penales
y administrativas respecto de unos mismos hechos y para el caso de concurrencia de compe-
tencias de ambas clases, la prioridad de la primera sentencia sobre ¡a segunda, y respecto del
planteamiento fáctico o, más concretamente acerca de la existencia o no de tales hechos; pero
no se da cuando la diferencia está en la conceptuación que la actuación del autor merece con
arreglo a las normas procesales o administrativas y determinantes de una declaración de irres-
ponsabilidad o absolución en la esfera penal, pues en este caso se permite y deja libre la apre-
ciación de si existe o no responsabilidad en la administrativa, de distinta naturaleza y menor
gravedad que la apreciación de aquella otra.

Estos planteamientos nos llevan de la mano al estudio de la incidencia de una sen-


tencia penal absolutoria sobre la posterior resolución administrativa. Porque, tal como
ha quedado apuntado, la Administración reanudará sus actuaciones; pero aún está por
aclarar hasta qué punto le vinculan las declaraciones que la sentencia haya realizado
sobre los hechos. Para el artículo 32.2 de la Ley de Sanidad, por ejemplo, la cuestión
es muy sencilla, puesto que la «Administración continuará el expediente tomando
como base los hechos que los tribunales hayan considerado probados»; pero, una vez
más, la casuística impone precisiones más detalladas, como las sentencias citadas han
apuntado ya y en lo que ahora se va a insistir.
El Tribunal Constitucional —dentro de la línea indicada por esta ley, aunque refi-
riéndose a materias distintas— insiste en la vinculación que para la Administración
tienen los hechos declarados probados en la sentencia penal. La Administración debe
atenerse a lo que haya declarado la sentencia en la apreciación de los hechos:

El principio non bis in idem determina una interdicción de la duplicidad de sanciones


administrativas y penales respecto a unos mismos hechos, pero conduce también a la imposi-
bilidad de que, cuando el ordenamiento permite una dualidad de procedimientos, y en cada
uno de ellos ha de producirse un enjuiciamiento y una calificación de unos mismos hechos, el
enjuiciamiento y la calificación que en el plano jurídico puedan producirse, se hagan con inde-
pendencia, si resultan de la aplicación de normativas diferentes, pero que no pueda ocurrir lo
mismo en lo que se refiere a la apreciación de los hechos, pues es claro que unos mismos
hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado.
La Administración no puede actuar mientras no lo hayan hecho los Tribunales y debe, en
todo caso, respetar, cuando actúe a posteriori, el planteamiento fáctico que aquéllos hayan
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 499

realizado, pues en otro caso se produce un ejercicio del poder punitivo que traspasa los lími-
tes del artículo 25 de la Constitución y viola el derecho del ciudadano a ser sancionado sólo
en las condiciones estatuidas por dicho precepto [STC 77/1983, de 3 de octubre].

En la Sentencia del mismo Tribunal 25/1984, de 21 de mayo, se reitera su doctrina


de la vinculación porque «es evidente que a los más elementales criterios de la razón
jurídica repugna aceptar la firmeza de distintas resoluciones judiciales en virtud de
las cuales resulten que unos hechos ocurrieron y no ocurrieron o que una misma per-
sona fue su autor o no lo fue».
La situación descrita, que se corresponde a las vísperas de la aprobación de la
LPAC, ha sido asumida y recogida por ésta sin aventurarse, por otra parte, en nuevos
planteamientos y problemas. El artículo 130.2, en efecto, dispone simplemente que
los hechos declarados probados por resoluciones judiciales penales firmes vincularán
a las Administraciones Públicas respecto de los expedientes sancionadores que sus-
tancien.
Lo que reproduce el artículo 7.3 del REPEPOS en los siguientes términos: En
todo caso, los hechos declarados probados por resolución judicial penal firme vincu-
larán a los órganos administrativos respecto de los procedimientos sancionables que
sustancien.
Las dificultades crecen aún más cuando ya no se trata de hechos declarados en la
sentencia sino que ésta se limita a declarar que no fueron probados pero sin negar la
posibilidad de su existencia. En tal supuesto —tal como se ha visto en las Sentencias
del Tribunal Supremo de 12 de marzo de 1973 y 29 de abril de 1981 y se reitera en la
de 28 de septiembre de 1984 (Ar. 4523; Cabrerizo)— la Administración puede indagar
con sus propios medios la existencia de los hechos y sancionar si consigue probarlos.
Lo cual es lógico, aunque hay que ser conscientes de que supone una incongruencia
con los principios inspiradores de todo el sistema. Porque, como se recordará, la pre-
valencia de la sentencia se apoya en la afirmación de que el proceso criminal es el que
ofrece mayores garantías y posibilidades para la probanza de los hechos; y ahora resul-
ta que se le considera insuficiente y se comprueba que el procedimiento administrati-
vo sancionador puede ser más eficaz, demostrándose, en definitiva, que nos encontra-
mos ante unas ficciones jurídico-procesales que no concuerdan con la realidad.
En el fondo, sin embargo, no se trata de comparar los sistemas probatorios pena-
les y administrativos (y contencioso-administrativos) para decidir cuál es el más efi-
caz sino que estamos evocando una de las cuestiones más delicadas del Derecho pro-
cesal: la calidad o naturaleza de los hechos probados. Porque aquí es de recordar que
los jueces no buscan la verdad material, los hechos como realmente sucedieron sino
que se contentan con determinar la verdad procesal, que no coincide necesariamente
con la material. Aunque sorprenda mucho a los legos, el juez no está interesado por
los hechos realmente acaecidos sino por los probados lícitamente dentro del proceso,
de tal manera que a la hora de fallar tiene que prescindir de hechos de cuya existen-
cia está convencido pero que fueron obtenidos ilícitamente (por ej. —y el caso es
real— se descubre la droga en el intestino del sospechoso, pero la inspección corpo-
ral se realizó antes de haberle advertido de sus derechos). Tal es la primera e indiscu-
tible razón de que los hechos puedan ser reconsiderados de manera distinta. Porque
no se trata de «la» verdad real sino de que el juez penal ha encontrado «su» verdad y
la Administración (o el juez contencioso administrativo) ha encontrado «la suya», que
pueden no ser coincidentes. Una consideraciones que ponen en entredicho la tajante
declaración del artículo 130.2 de la LPAC que acaba de ser trascrito.
Pensemos en un supuesto de vertidos contaminantes que pueden constituir un
delito ecológico o una infracción administrativa. El juez, a la vista de unos informes
500 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

técnicos realizados sobre muestras de aguas tomadas a los dos meses del vertido (que
es cuando actúa el juez instructor) declara probado que no ha habido contaminación
y tal declaración vincula a la Administración a pesar de que ésta dispone de informes
en sentido contrario (que el juez no aceptó como prueba) realizados sobre muestras
de aguas tomadas a las 48 horas de la invasión contaminante. ¿Puede prevalecer la
declaración judicial si la prueba administrativa fue lícita y correcta?
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional es a este propósito rectilínea. Así,
la Sentencia 180/1988, de 11 de octubre, declara que
la circunstancia de que las diligencias penales incoadas por los mismos hechos hayan sido
sobreseídas, no es influyente en el sentido de constituir un indicio de corrección en la conducta
también en la vía contencioso-administrativa, ya que son distintos los modos y criterios de
enjuiciamiento en las diversas jurisdicciones con respecto a los hechos que a ellas pueden
sometérseles, por prestarse los mismos a diversas modulaciones en relación con las normas
aplicables, de estructura finalista distinta y, por tanto, con eficacia o efectos diferentes.

Y la 98/1989, de 1 de junio:
La diferencia entre ambas resoluciones reside en el terreno de la calificación jurídica de lo
que constituye un mismo soporte fáctico; esto es, de unos hechos, que en el ámbito penal son
valorados de manera diferente de la que resulta de su apreciación en el orden disciplinario.

El Tribunal Supremo, por su parte, ha ido elaborando desde hace muchos años un
sistema sobre este particular, como aparece en la Sentencia de 11 de marzo de 1965
(Ar. 1272; Vidal y Torres), que pueden considerarse como una de las exposiciones
más completas de la postura tradicional:
Si bien ha sido reconocido de manera constante por la jurisprudencia del Tribunal
Supremo que son independientes los procedimientos sancionadores que pueden seguirse por
los Tribunales de Justicia y por la Administración Pública en forma de expediente adminis-
trativo. no es menos cierto que aun cuando estos últimos sean independientes del primero, en
forma alguna puede estimarse que puedan desconocer el contenido de las resoluciones dic-
tadas por los Tribunales de Justicia en relación con las declaraciones que los mismos hagan
en relación con los hechos sometidos a su enjuiciamiento, sí son idénticos los fundamentos
que ta Administración toma como base para ejercer su función sancionadora que los deter-
minantes de la acción punitiva o exculpatoria de los Tribunales de Justicia [...]. La perfecta
compatibilidad de la sanción gubernativa con un procedimiento penal anterior no debe moti-
var el que por ello se estime ligada a las declaraciones que verifiquen los Tribunales de
Justicia, ya que pueden tener elementos probatorios distintos de los que en juicio pudieron
tenerse presentes, criterio establecido en la sentencia de 30 de octubre de 1945; pero en sen-
tido contrario debe asimismo establecerse que si por la Administración no se aportan nuevos
elementos de juicio que determinen una imposición de sanción no puede fundar su resolución
punitiva [...] ya que los cargos administrativos han sido expresamente desvanecidos por reso-
lución judicial.

Quid cuando la sentencia penal absolutoria es posterior? La cuestión no ha sido


objeto de mayores estudios doctrínales ni tampoco de resoluciones del Tribunal
Supremo o del Constitucional. De aquí el interés de la, por lo demás cuestionable,
Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia de 15 de mayo de 2002 (Ar.
1083 de 2003) que declara que no es nula la sanción administrativa dictada antes de
la sentencia, si ésta es absolutoria.
A la vista de cuanto antecede forzoso es reconocer que en este punto se encuentra
situado el Derecho Administrativo Sancionador español en la misma situación que ocu-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 501

paba hace cincuenta años y que no ha alterado un ápice los planteamientos del Derecho
francés tempranamente importados por nosotros. Para comprobarlo basta recordar el
resumen realizado por D U R A N D y M O R E A U (1958, n.os 21-25) para los supuestos de sen-
tencia absolutoria: a) si el Juez penal declara la inexistencia de los hechos, la
Administración no puede sancionar por ellos (Conseil d'État, 25 de junio de 1952:
Moizant); ti) si ha declarado la existencia de los hechos pero absuelto por otras causas,
la Administración debe tenerlos en cuenta en su expediente sancionador (Conseil d'É-
tat: 13 de octubre de 1954: Letourneur); y c) si el Juez se limita a constatar que no han
sido probados, la Administración puede intentar realizar esa prueba en el curso del
expediente sancionador (Conseil d'État: 11 de mayo de 1956: Chómat).

3. L o s HECHOS EN DOS JURISDICCIONES

La última de las hipótesis imaginables tiene lugar cuando los mismos hechos son
enjuiciados por dos Tribunales diferentes: supuesto habitual cuando, por las razones
que sean, no se aplica la prohibición del bis in idem. Éste es el caso contemplado por
la STC 25/1984, de 23 de febrero. En él se examina un supuesto de dos sentencias de
resultados contradictorios: una penal y otra laboral (recuérdese que aquí, por excep-
ción, el proceso penal no bloquea el procedimiento administrativo sancionador labo-
ral, que puede desembocar luego en una sentencia revisora). Pues bien, el Tribunal no
discute que puedan dictarse dos sentencias sino que se limita a analizar hasta qué
punto puede la segunda (la sancionadora) apreciar los hechos de manera distinta a la
penal y —reiterando y glosando la 77/1983, de 3 de octubre, ya citada— advierte que
«en la realidad jurídica, esto es, en la realidad histórica relevante para el Derecho, no
puede admitirse que algo es y no es, que unos mismos hechos ocurrieron y no ocu-
rrieron». Pero, sentado esto, admite que unos mismos hechos puedan producir efec-
tos jurídicos distintos en la sentencia laboral de conformidad con las normas de este
Ordenamiento. En su consecuencia considera correcto que si la sentencia penal ha
absuelto por no haberse demostrado la autoría del imputado, luego, la sanción admi-
nistrativa (y la subsiguiente sentencia laboral revisora) aprecie otra responsabilidad en
el sujeto distinta de la que se deriva de la autoría. ¿Qué queda entonces aquí de la pro-
hibición de bis in idem?
La experiencia demuestra, con todo, que no es inhabitual que dos Tribunales
hagan declaraciones opuestas sobre los mismos hechos: sobre su valoración y hasta
sobre su existencia. Y conviene insistir en que para el Tribunal Constitucional nada
tiene esto de ilícito y ni siquiera de anómalo.
Sobre este punto la actitud del Tribunal no ofrece dudas y, por ello, tal como
recuerda la STC 204/1991, de 30 de octubre (reiterando otras anteriores): «si exis-
te una resolución judicial firme dictada en un orden jurisdiccional, los otros órga-
nos judiciales que conozcan del mismo asunto deberán también asumir como cier-
tos los hechos declarados tales por la primera resolución o justificar la distinta
apreciación que hacen de los mismos. Cualquier otra solución es contraria al
derecho a la tutela judicial efectiva». Ahora bien, en palabras de esta sentencia y
de la 158/1985,
naturalmente, para que un órgano judicial tome en cuenta una resolución judicial firme de otro
órgano es preciso que tenga conocimiento oficial de la misma, porque se halla incorporada al
proceso que ante él se tramita. Es lógico que así sea: es claro que, siendo imposible el cono-
cimiento por parte de un órgano judicial de los pleitos relativos a los mismos hechos que se
desarrollen ante los óiganos de otros órdenes jurisdiccionales, debe recaer sobre la parte inte-
502 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

resada en evitar la contradicción fáctica entre las sentencias correspondientes la carga de


poner en conocimiento del Juez o Tribunal llamado a resolver en segundo lugar la existencia
de una sentencia de otra jurisdicción.

Las posibles contradicciones entre dos sentencias llegan a su colmo en el caso


resuelto por la del Tribunal Constitucional de 14 de enero de 1991: dos Tribunales
penales condenan, por separado, a cada uno de los participantes en una reyerta, de
tal manera que el absuelto en un Tribunal es condenado por el otro, y viceversa. En
tal supuesto, la única solución posible es que el Tribunal Supremo resuelva en
casación:
A la vista de la disparidad de las declaraciones de hechos probados contenidos en una y
otra sentencias, se hace necesario que el Tribunal Supremo adopte una resolución de fondo al
respecto, puesto que el hecho-base de ambas resoluciones y, por tanto, de ambas causas, es
idéntico y, pese a la identidad fáctica, se han dictado resoluciones, no sólo en sentido contra-
rio sino que tienen por probado el hecho de modo diverso.

En cuanto que se trata de dos sentencias penales, esta decisión no nos afecta direc-
tamente; pero me ha parecido útil recordarlo para comprobar hasta qué punto pueden
complicarse las cosas en la casuística judicial.
Para comprobarlo volvamos a la frase que he subrayado de la STC 204/1991 («o
justificar la distinta apreciación que han hecho de los mismos»). Con ella se está
haciendo referencia a dos niveles de tratamiento de los hechos. Pensemos en un
supuesto de contaminación de aguas al que ha seguido la extinción de una especie pis-
cícola. En un primer nivel el tribunal constata de manera indudable los dos hechos: la
contaminación de la corriente y la mortandad de la pesca. Pero a continuación tiene
que establecer una conexión entre ambas para la que carece de un informe técnico
concluyente. El dilema consiste en determinar si la contaminación fue causa, o no, de
los daños en la fauna. Si la respuesta es positiva el hecho será un vertido contami-
nante dañoso para la pesca; y si la respuesta es negativa, se trata de un vertido con-
taminante irrelevante para la fauna: dos declaraciones fácticas distintas derivadas de
unos mismos hechos primarios. Como hemos visto, el Tribunal Constitucional admite
esta contradicción aunque con la advertencia de que el tribunal que se aparte de lo
anterior debe razonar los motivos de su disentimiento, es decir, debe argumentar por-
qué considera el vertido relevante siendo así que el tribunal penal había absuelto por
considerarlo irrelevante.
Pues si esto es así, tenemos ahora que volver a insistir en las reflexiones desarro-
lladas antes para criticar la vinculación de las declaraciones judiciales de hechos pro-
bados (art. 130.2 de la LPAC) así como la afirmación jurisprudencial de que «unos
mismos hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado».
Acabamos de ver que lo segundo es rigurosamente incierto (según ha reconocido el
propio Tribunal Constitucional) y que lo primero, además de carecer de fundamento
lógico, puede conducir a resultados injustos.

VII. EXCEPCIONES

La abundantísima jurisprudencia que afirma la vigencia actual de la prohibición


bis in idem no llega, con todo, a producir una sensación de certidumbre jurídica com-
pleta. Porque del análisis anterior se deduce, como mínimo, la sospecha de que el
«principio» dista mucho de estar arraigado totalmente en nuestro Derecho y que pre-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 503

senta, además, algunas grietas. Los repertorios jurisprudenciales nos demuestran tam-
bién que, si bien es verdad que la opinión dominante es la de la existencia de la regla,
ésta tiene en algunos casos excepciones y en otros se niega o no se aplica, a cuyo efecto
se invocan toda clase de argumentos y justificaciones más o menos sutiles, más o
menos convincentes, para explicar teóricamente la excepción declarada de forma
expresa por una norma o, simplemente, el criterio personal del autor o del juez.
La STS de 17 de diciembre de 1986 (Ar. 1148/1989; González Navarro), afirma
que el principio «si tal vez pueda ser defendido en el plano de la pura teoría, la reali-
dad ha impuesto el desarrollo de aquella potestad sancionadora administrativa, incluso
al margen de las relaciones especiales de sujeción, por la necesidad de dar respuesta
rápida y eficaz a las conductas reprochables, celeridad que no se conseguiría con la
intervención de la justicia penal».
A continuación van a examinarse las cuatro clases de excepciones más común-
mente invocadas para no aplicar la regla: la presencia de una relación de sujeción
especial, que es la más frecuente; la intervención de autoridades de distinto orden, que
es la más confusa; la falta de la triple identidad, que es a mi juicio la más interesante
y la que está peor estudiada; y, en fin, la diversidad de intereses y bienes jurídicos en
juego, que es la más socorrida.

1. RELACIONES DE SUJECIÓN ESPECIAL

La excepción tradicional se refiere a las relaciones de sujeción especial. De ellas


ya me he ocupado en otros lugares de este libro y especialmente en el n.° 2 del epí-
grafe IV del capítulo quinto a propósito del principio de legalidad y en todas esas oca-
siones hemos podido constatar unas notas permanentes, a saber, la dificultad de su
delimitación precisa, la tendencia a ser utilizadas para justificar la no aplicación del
régimen sancionador común y, en fin, la moderna reacción contra el abuso de esta téc-
nica intentando reducir, y hasta excluir, su manejo. Notas que también van a aparecer
en el contexto que a continuación se examina.
Por lo demás, la operatividad de las relaciones especiales de sujeción para blo-
quear los efectos de la prohibición de bis in idem se viene declarando desde la Sen-
tencia del Tribunal Constitucional de 30 de enero de 1981:
El principio general de Derecho conocido por non bis in idem supone, en una de sus más
conocidas manifestaciones, que no recaiga duplicidad de sanciones —administrativa y penal—
en los casos en que se aprecie la identidad del sujeto, hecho y fundamentos, sin existencia de
una relación de supremacía especial de la Administración —relación de funcionario, servicio
publico, concesionario, etc.— que justifique el ejercicio de «ius puniendi» por los Tribunales
y a su vez de la potestad sancionadora de la Administración.

La STS de 6 de mayo de 1988 (Ar. 3723; García Estartús) explica acertadamente


la conexión que media entre las relaciones de supremacía especial y la protección de
intereses públicos específicos, que posibilitan la imposición de una sanción adminis-
trativa complementaria de la pena cuando —dice literalmente— «la sanción se
imponga en función de la protección de un interés público no contemplado en la
norma penal».
El argumento central de la tesis permisiva de la doble sanción consiste, de ordi-
nario, en la constatación de que cada una de las infracciones está contemplada en el
Ordenamiento Jurídico desde una perspectiva distinta o, si se quiere, con la intención
de proteger un bien jurídico distinto. A lo que, tratándose de infracciones disciplina-
rias, suele acumularse el razonamiento de que
504 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

el Derecho Administrativo disciplinario, referido a los funcionarios públicos, tiene un signi-


ficado consecuentemente ético, pues su finalidad más que el restablecimiento del orden
social quebrantado, es la salvación del prestigio y dignidad corporativos; de aqui que pue-
dan existir distintos tipos de correctivos en el orden penal y disciplinario [SSTS 22 dé febre-
ro de 1985 y 3 de junio de 1987).

Sin desconocer lo anterior, tampoco puede caerse en la falacia de identificar los


intereses públicos generales con los intereses del Estado ya que, como acertadamente
ha observado OCTAVIO DE TOLEDO ( 1 9 9 6 ) , las funciones públicas «no se ejercen en
beneficio del Estado sino que existen, como el Estado mismo, y se desempeñan en
beneficio de los ciudadanos. Su protección, entonces, no puede estribar exclusiva-
mente en la preservación de los deberes de los funcionarios con el Estado». La con-
secuencia de esta unidad de bien juridico protegido hace caer por su base, a juicio de
este autor, la compatibilidad de ilícitos penales y disciplinarios.
Conviene recordar aquí igualmente la tesis restrictiva de BARCELONA ( 1 9 9 3 , 1 2 9 ) ,
para quien «que la doble sanción sea posible en opinión del Tribunal Constitucional
cuando media una relación de sujeción especial no quiere decir que tal posibilidad sea
constitucionalmente necesaria; es más, si el ordenamiento no habilita a la
Administración para sancionar una vez que los Tribunales de lo penal han ejercido ya
su ius puniendi del Estado, la sanción administrativa es constitucionalmente inviable
por carecer de toda apoyatura normativa. Es decir, las excepciones al non bis in idem
no pueden considerarse implícitas, todo lo contrario: han de estar expresamente pre-
vistas en la norma».
La doctrina, como se ve, se muestra de ordinario reticente ante la posibilidad de
una doble sanción aunque medie una relación de sujeción especial. Al menos, y ade-
más de los testimonios que acaban de ser citados, ésta es la postura generalizada en
materia disciplinaria siguiendo a GARCÍA DE ENTERRÍA. ASÍ, ya SANZ GANDASEGUI
( 1 9 8 5 , 1 4 2 ss.). QUINTANA LÓPEZ ( 1 9 8 6 , 5 8 7 ss.) y últimamente GARCÍA MACHO
( 1 9 9 1 , 5 2 4 ) y CANO MATA ( 1 9 8 4 , 2 1 4 ) .
De manera lenta pero perceptible van recibiendo los Tribunales estos impulsos
garantistas de la doctrina, que han culminado en la STC 234/1991, de 10 de diciem-
bre, en la que se declara sin ambages que

la existencia de esta relación de sujeción especial tampoco basta por si misma para justificar
la dualidad de las sanciones. De una parte, en efecto, las llamadas relaciones de sujeción espe-
cial no son entre nosotros un ámbito en el que los sujetos queden despojados de sus derechos
fundamentales o en el que la Administración pueda dictar normas sin habilitación legal previa.
Estas relaciones no se dan al margen del Derecho, sino dentro de él y, por tanto, también den-
tro de ellas tienen vigencia los derechos fundamentales y tampoco respecto de ellas goza la
Administración de un poder normativo carente de habilitación legal, aunque ésta pueda otor-
garse en términos que no serían aceptables sin el supuesto de esa especial relación.

He aquí una estupenda declaración dogmática cuya operatividad se reduce


notablemente cuando desde ella se quiere pasar a lo concreto, puesto que todavía
sigue siendo ambigua y verbalista y en el fallo termina aceptándose la dualidad de
castigo.
En definitiva —y pese a todos los generosos verbalismos— nos encontramos,
pues, en el mismo punto de siempre: la garantía constitucional es un tigre de papel
que puede sortearse mediante el simple arbitrio de invocar intereses jurídicos distin-
tos. Aunque también es verdad que, apurando las cosas, por aquí podría encontrarse
una vía argumental interesante de delimitación de intereses protegidos:
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 505

El interés legítimo de la Administración en su conjunto es servir con objetividad los inte-


reses generales; el de cada uno de los entes u órganos que la integran, en particular el de ase-
gurar el funcionamiento eficaz del servicio público que les está encomendando, de donde fácil-
mente se infiere que la conducta de los simples ciudadanos no entra dentro del círculo de inte-
rés legítimo de la Administración y no puede ser objeto de la disciplina de ésta; salvo, claro está,
y la salvedad es decisiva, que esa conducta redunde en peijuicio del servicio dada la naturaleza
de éste [...) [en conclusión] la irreprochabilidad penal de los funcionarios de la policía guber-
nativa es un interés legitimo de la Administración que, al sancionar disciplinariamente a los que
han sido objeto de condena penal, no infringe en consecuencia el principio de ne bis in idem.

La compatibilidad de sanción suele parecer muy clara cuando el segundo órgano


sancionador es un Colegio profesional, habida cuenta de que aquí concurren,
cuando menos, dos causas de excepción: la presencia inequívoca de una relación
especial de sujeción y, además, una fundamentación normativa distinta propia y
separada (como ha declarado acertadamente la STSJ de Valencia de 14 de febrero
de 2001, Ar. 727) avalada por su plasmación en una norma sectorial de ámbito pro-
fesional.
En mi opinión la excepción de las relaciones especiales de sujeción tiene, salvo
excepciones, una explicación inequívoca, a saber, que el fundamento de la infracción
—y la finalidad de la sanción— es distinto del que apoya la infracción de régimen
general. Si esto es así, puede decirse incluso que tal excepción es superflua ya que,
aun sin ella, el principio no se aplicaría tampoco al faltar la identidad del fundamen-
to. Lo que sucede es que en la práctica resulta más cómodo acogerse a la relación
especial pues así se ahorra el esfuerzo de tener que analizar la diferencia de funda-
mentos.
Todavía queda una cuestión por examinar: la de si la sanción administrativa
impuesta en una relación de sujeción especial consecuente a una condena penal pre-
via, es una sanción autónoma o una mera consecuencia de la pena. Porque, cuando la
norma administrativa tipifica como infracción —y esto es muy corriente— el haber
realizado una acción constitutiva de delito y un Tribunal penal declara la existencia de
tal delito, es claro que la condena penal lleva consigo la sanción administrativa.
Ésta es la postura que adopta la STS de la Sala de lo Contencioso-administrativo
militar de 12 de julio de 1991 (Ar. 6494; Fernández Flórez): en el supuesto que nos
ocupa de lo que se se trata no es de imposición de una sanción [...] sino simplemente
de la adoptación de una consecuencia automática de la imposición de una condena
dispuesta por la ley.
Las repercusiones de esta actitud sobre el procedimiento administrativo poste-
rior de imposición de la sanción pueden imaginarse: no es un procedimiento san-
cionador ordinario, sino un mero acto de constatación de la preexistencia de la con-
dena penal y la declaración de su «consecuencia». Así se explica que el artículo
468.c) de la Ley Procesal militar de 13 de abril de 1989 prescinda incluso del recur-
so contencioso-administrativo contra tales actos. Lo que la sentencia citada encuen-
tra «lógico» porque «hay que pensar que en la imposición de la condena se han
observado todos los derechos de tutela judicial y de defensa». Y más todavía:
«resulta inadmisible que, por consideraciones de cualquier índole que sean, se deje
de aplicar este precepto y se llegue a la exclusión de un efecto automático de la con-
dena principal».
Razonamiento que, sin embargo, no ha compartido el Tribunal Constitucional en
su Sentencia 18/1994, de 20 de enero, para el que la Ley Penal Militar no impone la
pena accesoria de separación del servicio (que constituye la sanción disciplinaria) que
«por lo tanto no se trata de una consecuencia automática ni obligada de la condena
penal, sino derivada de disposiciones sancionadoras».
506 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Tal como se habrá observado, parte de la jurisprudencia que se ha estado citando


en las páginas anteriores se refiere a la materia disciplinaria que, en rigor, no forma
parte del Derecho Administrativo Sancionador entendido en el sentido estricto con
que en este libro se estudia. Lo que sucede es que este tipo de sentencias son abun-
dantísimas y con tal casuística resulta fácil elaborar una sistematización teórica sin
incurrir en manipulaciones metodológicas ya que, como recuerda la STS de 5 de
junio de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 8600), «la existencia de una relación especial de sujeción
o supremacía no se encuentra estrictamente limitada al campo funcionarial [...] luego
tampoco cabría alegar la falta de condición de funcionario público de la demandante
para vetar la imposición de una sanción administrativa».

2. AUTORIDADES DE DISTINTO ORDEN

Más lejos ha llegado todavía la STC de 27 de noviembre de 1985, al limitar con


carácter general la aplicación del principio a los supuestos en que «por autoridades
del mismo orden y a través de procedimientos distintos se sancione repetidamente la
misma conducta», ya que «la regla de «ne bis in idem» no siempre imposibilita la
sanción de unos mismos hechos por autoridades de distinto orden y que los contem-
plen, por ello, desde perspectivas diferentes (por ejemplo, como ilícito penal y como
infracción administrativa o laboral)». O lo que es lo mismo: «el principio de non bis
in idem [...] es de aplicación también cuando la doble sanción la imponen autoridades
del mismo orden [...] y la concurrencia de leyes sancionadoras ha de resolverse dando
preferencia [...] por razón de la especialidad» (STS 2 de junio de 1986; Ar. 4608,
Álvarez de Miranda).
Ahora bien, ¿cuáles son, a estos efectos, autoridades «del mismo orden»? La res-
puesta a tal pregunta no es fácil, puesto que no existe una doctrina general y la juris-
prudencia va resolviendo casuísticamente los distintos supuestos que se le presentan.
La STS de 12 de mayo de 1987 (Ar. 5258; Jiménez Hernández) constata que el
Tribunal Constitucional ha considerado (STC 64/1982, de 4 de noviembre de 1982)
como autoridades de distinto orden a las autonómicas, estatales y tribunales penales.
Pero cuando, como en el caso de autos, se trata de autoridades autonómicas y muni-
cipales, la circunstancia de que los entes locales estén integrados en la Comunidad
Autonómica, le impulsa a considerar que en tal caso son autoridades del mismo orden
y, por ende, resulta operativa la prohibición de bis in idem.
Esta forma de ver las cosas nos coloca inevitablemente en el terreno de la dupli-
cidad de sanciones administrativas (que va a examinarse inmediatamente); pero no
siempre se entiende así. BARCELONA ( 1 9 9 3 , 1 3 3 ) , estudiando la Ley de Seguridad
Ciudadana, afirma que la expresión de autoridades del mismo orden «contrapone
orden jurisdiccional a orden gubernativo sin distinción alguna en este último en vir-
tud de la Administración territorial concreta en que la autoridad en cuestión se
inserte».
Para Germán VALENCIA esta cuestión no ofrece dificultad alguna puesto que el
«orden» se refiere inequívocamente al «orden jurisdiccional», de donde deduce tres
tipos de situaciones: non bis in idem en el orden penal, perfectamente reguladas en el
Derecho Penal; en el Derecho Administrativo (que da lugar los conflictos derivados
de una pluralidad de sanciones administrativas, que se examinarán inmediatamente);
y de «distinto orden», que se refieren al conflicto que hemos venido estudiando hasta
aquí, o sea, entre condenas penales y sanciones administrativas. Este razonamiento es
muy plausible y la STSJ del País Vasco de 1 de junio de 2000 (Ar. 803) abunda en tal
criterio que le sirve , aparte de otras razones, para compatibilizar una sanción admi-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN I D E M 507

nistrativa de expulsión del territorio nacional a un extranjero impuesta como conse-


cuencia de una condena penal.
Ahora bien, insistir en ello es abrir la caja de Pandora con sus imprevisibles con-
secuencias. Porque si el orden penal es de veras distinto del orden administrativo,
entonces, siendo consecuentes, habrá que admitir la compatibilidad genérica de sus
castigos respectivos y la prohibición del non bis in idem terminaría desvaneciéndose
en la realidad; y dudo mucho que esta haya sido realmente la intención del Tribunal
Constitucional en la sentencia citada.

3. AUSENCIA DE LA TRIPLE IDENTIDAD

Aunque en rigor esta circunstancia no es una excepción sino simplemente la falta


de un requisito inexcusable para la aplicación del principio, podemos examinarla aquí
por razones sistemáticas de exposición.
En verdad que las dificultades hermenéuticas de la llamada triple identidad
—aceptada inercialmente por una tradición varias veces centenaria— nunca han
podido ser satisfactoriamente resueltas.
A) Por lo pronto, la identidad de fundamento es imposible si por tal se entiende
la base legal de imputación puesto que una ha de encontrarse en una norma penal y la
otra en una administrativa .
A tal propósito es curioso recordar que a este punto se refería una enmienda pre-
sentada por el PNV en la elaboración parlamentaria del artículo 133.1 LPAC. Con
ella se proponía la sustitución del inciso «y fundamento» por el de «interés jurídi-
co protegido», alegando que «el término «fundamento», en su amplitud, compren-
de-el supuesto consistente en que un mismo hecho esté tipificado en varias normas;
y, por ello, contradice la doctrina del Tribunal Constitucional, según la cual
(Sentencia 234/1991, de 10 de diciembre) no basta simplemente con la dualidad de
normas para entender justificada la imposición de una doble sanción al mismo suje-
to por los mismos hechos, pues si así fuera, el principio non bis in idem no tendría
más alcance que el que el legislador (o en su caso el Gobierno, como titular de la
potestad reglamentaria) quisieran darle».
El Tribunal Constitucional en su Sentencia 243/1991, de 10 de diciembre, afir-
ma tajantemente que «en nuestro Derecho no hay más fundamento posible de una
sanción que la norma previa que tipifica la infracción [y, por ello,] la dualidad de
fundamento se identifica en consecuencia con la dualidad normativa». En otras
palabras, la concurrencia de normas sancionadoras de un mismo hecho significa
que éste es sancionado por dos fundamentos o causas distintas; lo que se conecta,
en último extremo, con el bien protegido, ya que, como sigue diciendo la sentencia,
«para que la dualidad de sanciones sea constitucionalmente admisible es necesario,
además, que la normativa que la impone pueda justificarse porque contempla los
mismos hechos desde la perspectiva de un interés jurídicamente protegido que no
es el mismo que aquel que la primera sanción intenta salvaguardar o, si se quiere,
desde la perspectiva de una relación jurídica diferente entre sancionador y sancio-
nado».
La cuestión toma otro aspecto, sin embargo, cuando se concibe el fundamento de
una manera distinta, como ilustra muy bien la STC 2/2003, en la que realiza un aná-
lisis comparativo de los tipos —casi idéntico en su letra— de la infracción prevista en
el artículo 12.1 del Real Decreto Legislativo 339/1990 y el artículo 378 del Código
Penal y se termina poniendo de relieve una diferencia ciertamente sutil pero esencial,
de la que extrae la siguiente consecuencia:
508 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ambas infracciones, administrativa y penal, comparten un elemento nuclear común —condu-


cir un vehículo de motor habiendo ingerido alcohol, superando las tasas reglamentariamente
determinadas—, de modo que al imponerse ambas sanciones de forma acumulativa, dicho ele-
mento resulta doblemente sancionado, sin que dicha reiteración sancionadora pueda justifi-
carse sobre la base de un diferente fundamento punitivo, dado que el bien o interés jurídico
protegido por ambas normas es el mismo: la seguridad del tráfico como valor intermedio refe-
rencial y la vida e integridad física de todos, como bienes jurídicos referidos. Se trata de un
caso en el que el delito absorbe el total contenido de la ilicitud de la infracción administrati-
va, pues el delito añade a dicho elemento común el riesgo para tos bienes jurídicos vida e inte-
gridad física, inherente a la conducción realizada por una persona con sus facultades psico-
físicas disminuidas, debido a la efectiva influencia del alcohol ingerido.

Y sobre ello considera y con razón que la cuestión es lo suficientemente impor-


tante como para extender su análisis a la jurisprudencia del TEDH; y poniendo bien
claro de manifiesto que ha tenido lugar un cambio radical de planteamiento porque
si hasta ahora se daba importancia a la existencia de dos normas distintas ahora se
entiende que el fundamento se encuentra en la calificación de ilícito. O dicho con
otras palabras: la identidad de fundamento supone que en las dos normas el reproche
se ha materializado en el mismo tipo. Tesis que lógicamente obliga a los tribunales a
realizar un análisis cuidadoso de las normas concurrentes para averiguar si se trata
efectivamente de un mismo tipo (lo que implicaría la aplicación del non bis in idem)
o de dos tipos aparentemente idénticos pero con algún elemento diferencia] que eli-
minaría la «identidad de fundamentos» abriendo paso a la doble sanción.

Como ha afirmado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —sigue diciendo la sen-


tencia española— para considerar inaplicable la prohibición de incurrir en bis in idem, no basta
con que las infracciones aplicadas presenten diferencias, o que una de ellas represente solo un
aspecto parcial de la otra (STEDH 23 de octubre de 1995, caso Gradinger c. Austria), pues
—añade— la cuestión de si se ha violado o no el principio non bis in idem protegido en el ar-
tículo 4 del Protocolo 7 CEDH, «atañe a las relaciones entre los dos ilícitos» aplicados, si bien
este artículo no limita su protección al derecho a no ser sancionado en dos ocasiones que que
la «extiende al derecho a no ser perseguido penalmente» (STEDH de 29 de mayo de 2001, caso
Franz Fischer c. Austria). Afirma el Tribunal que el articulo 4 del Protocolo 7 no se refiere al
«mismo ilícito» sino a ser «perseguido o sancionado penalmente de nuevo por un ilícito por el
cual ya se ha sido definitivamente absuelto o condenado», de modo que si bien se entiende que
«el mero hecho de que un solo acto constituya más de un ilícito no es contrario a este artícu-
lo», no por ello deja de reconocer que este artículo despliega sus efectos cuando «un acto ha
sido perseguido o sancionado penalmente en virtud de ilícitos sólo formalmente diferentes».
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos señala que existen casos en los que un acto, a pri-
mera vista, parece constituir más de un ilícito, mientras que un examen más atento muestra que
únicamente debe ser perseguido un ilícito porque abarca todos los ilícitos contenidos en los
otros... Un ejemplo obvio sería un acto que constituyera dos ilícitos, uno de los cuales contu-
viera precisamente los mismos elementos que el otro más uno adicional. Puede haber otros
casos en los que los ilícitos únicamente se solapen ligeramente. Así, cuando diferentes ilícitos
basados en un acto son perseguidos de forma consecutiva, uno después de la resolución firme
sobre el otro, el tribunal debe examinar si dichos ilícitos tienen o no los mismos datos esen-
ciales.

Extraña, desde luego, que el Tribunal Constitucional haya entrado en el examen


de tal cuestión, siendo así que en sentencias anteriores (concretamente las 177/1999
y 152/2001) había sostenido que la declaración efectuada
por los órganos penales relativa a la existencia de la triple identidad de hechos, sujetos y fun-
damentos, no puede ser cuestionada, por este tribunal y constituye el obligado punto de parti-
da para el examen de la alegada vulneración del derecho que reconoce el articulo 25,1, Sin
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 509

embargo, esta afirmación no puede compartirse, pues la triple identidad constituye el presu-
puesto de aplicación de la interdicción constitucional de incurrir en bis in idem, sea éste sus-
tantivo o procesal, y delimita el contenido de los derechos fundamentales reconocidos en el
artículo 25.1, ya que éstos no impiden la concurrencia de cualesquiera sanciones y procedi-
mientos sancionadores, ni siquiera si éstos tienen por objeto los mismos hechos, sino que estos
derechos fundamentales consisten precisamente en no padecer una doble sanción y en no estar
sometido a un doble procedimiento punitivo, por los mismos hechos y con el mismo funda-
mento. Ahora bien, la revisión de la declaración de identidad efectuada por los órganos judi-
ciales o el análisis directo de su concurrencia, en caso de no haberse efectuado por los órga-
nos sancionadores o judiciales a pesar de haber invocado la vulneración del derecho funda-
mental, han de ser realizados por este tribunal respetando los limites de esta jurisdicción cons-
titucional de amparo. Por tanto, se han de comparar los ilícitos sancionados, partiendo de la
actuación de los hechos realizada por la Administración en la resolución sancionadora y por el
órgano judicial penal en las sentencias, y tomando como base la calificación jurídica de estos
hechos realizada por estos poderes del Estado... y dado que el artículo 117.3 de la Constitución
atribuye a los jueces y tribunales la potestad jurisdiccional, siendo, por consiguiente, tarea atri-
buida a éstos tanto la delimitación procesal de los hechos como su calificación jurídica con-
forme a la legalidad aplicable.

La LPSPV, consciente de la ambigüedad de esta cuestión, ha decidido aclararla en


los siguientes términos —discutibles pero ingeniosos— de su artículo 4.3: «Se enten-
derá que existe idéntico fundamento cuando el bien jurídico que se proteja con la tipi-
ficación de la infracción administrativa y el riesgo a que atiende tal protección sean
los mismos que contemplan el tipo penal o administrativo preexistente». Lo que se
pormenoriza luego en el artículo 18.2: «se entenderá que hay identidad de fundamen-
to cuando: a) La infracción penal o administrativa que se castiga con la pena o san-
ción precedente proteja el mismo bien jurídico frente al mismo riesgo que la infrac-
ción que se esté considerando, b) Existiendo ciertas diferencias entre los bienes jurí-
dicos protegidos o los riesgos contemplados, éstas no tengan la entidad suficiente
como para justificar la doble punición, por referirse a aspectos cuya protección no
requiere la segunda sanción».
A) La identidad de sujetos es menos problemática, desde luego, pero puede
cuestionarse por ejemplo en los supuestos de responsabilidades subsidiaria y solida-
ria. La SAN de 5 de junio de 1998 (Ar. 2325) anuló una sanción administrativa
impuesta a una sociedad por entender que la Administración debía haber paralizado
el procedimiento al tener conocimiento de que se estaban instruyendo diligencias
penales contra algunos de sus empleados. Por su parte, la STS de 12 de julio de 2001
(3.a, 4.a, Ar. 6075) mantiene, no obstante, una postura contraria declarando que «el
principio de non bis in idem tiene como finalidad que no se sancione doblemente al
mismo sujeto y en este caso son distintas la responsabilidad penal en que incurriera
personalmente el ingeniero técnico director de la obra y la infracción cometida por la
empresa en cuando a la adopción de medidas de seguridad».
La STS de 10 de diciembre de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 2058 de 2002) resuelve una cues-
tión más problemática. Ante un incumplimiento en materia de seguridad en el trabajo
considera que se han cometido dos infracciones por dos sujetos —el contratista de la
obra y el subcontratante— que deben ser sancionados independientemente.
De cualquier manera que sea, lo que resulta evidente es que el sujeto no es crite-
rio bastante para justificar o excluir la aplicación del principio ya que, aun tratándose
de sujetos distintos, si la imputación es la misma —es decir, por el mismo ilícito— no
parece plausible repetir el castigo en procedimientos separados.
Con lo cual volvemos a la situación que acaba de ser examinada al hablar del fun-
damento, porque tanto en un caso como en el otro lo esencial es la identidad o no
identidad del tipo imputad, aunque sea en distintas normas o respecto a distintos suje-
510 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

tos. Ahora bien, si esto fuera así se disfuncionaría por completo la prohibición de bis
in idem ya que con ella se estaría diciendo que sólo es aplicable al castigo de un
mismo ilícito y no se aplicaría a reproches distintos: lo que parece tan obvio que hoy
haría falta declararlo y mucho menos positivizarlo.
B) La determinación de si media identidad de hechos es una cuestión que sólo
puede abordarse de forma casuística, siendo muy difícil inducir de ella criterios gene-
rales; pero en cualquier caso me remito a lo que ha de exponerse con detalle a tal pro-
pósito en el epígrafe X de este mismo capítulo.

4. DIVERSIDAD DE INTERESES PROTEGIDOS

Es muy frecuente que —tal como hemos visto ya en algunas de las sentencias
citadas— la jurisprudencia justifique la duplicidad de infracciones por la presencia de
bienes o intereses jurídicos de naturaleza distinta, que cada norma quiere proteger por
su cuenta; y lo mismo, y aún con mayor frecuencia, sucede con las leyes. La legisla-
ción de aguas protege la calidad de éstas desde la perspectiva medioambiental mien-
tras que la sanitaria lo hace desde la de la salud pública (sin olvidar, claro es, la ver-
tiente penal). La verdad es que nuestras leyes suelen ser tan escrupulosas en el papel
como negligentes en la aplicación real. Esta técnica de protección jurídica se asoma
también en algunas normas, como en el artículo 33 de la Ley General de Sanidad
14/1986, de 26 de abril, donde se dispone que «en ningún momento se impondrá una
doble sanción por los mismos hechos y en función de los mismos intereses públicos
protegidos». Precepto de inusitada trascendencia puesto que viene a ratificar la doc-
trina jurisprudencial aludida, justificando, al parecer, «una doble sanción por los mis-
mos hechos siempre y cuando los intereses protegidos sean distintos», como a sensu
contrario es correcto interpretar.
En mi opinión, sin embargo, la eventual variedad de bienes e intereses protegi-
dos no altera el régimen jurídico de la prohibición de bis in idem, puesto que lo
único que legitima es que el legislador tipifique como infracción acciones que lesio-
nen tales intereses. Ahora bien, una cosa es la justificación o motivación de la
norma y otra muy distinta su contenido que, a estos efectos, es lo que importa. Lo
que significa que ha de ser la propia norma la que se preocupe de incluir en el tipo
las matizaciones inherentes al interés que está queriendo proteger; si así lo hace,
producirá efectos; mas en otro caso será irrelevante. Es explicable que la legislación
sanitaria no deje pasar por alto el riesgo que para la salud pública representan las
aguas contaminadas, pero ello no significa que se limite a reproducir literalmente
un tipo anterior sino que, cabalmente por causa de ese interés peculiar que le preo-
cupa, tipifica el supuesto de contaminación de aguas potables y esto sí que tiene
efectos jurídicos.
Los vertidos en el mar se recogen en la legislación de costas atenta a la conserva-
ción de los recursos naturales; y ciertamente que hubieran podido ser regulados en la
legislación de pesca y hasta quizás también en la de Marina, aunque la verdad es que
no lo han sido a pesar de estar enjuego intereses inequívocamente distintos. En cam-
bio, la legislación turística sí que lo ha hecho al tomar conciencia de lo que para el
turismo significa (independientemente de la sanidad y de la pesca) la pureza del agua
marina. Pero para que se haya creado una nueva infracción, ha sido preciso añadir un
elemento al tipo común o simple: contaminación realizada por un establecimiento
turístico.
En definitiva, dado que la prohibición de bis in idem no está dirigida al legis-
lador sino al operador jurídico, tendrá éste que analizar con cuidado los tipos con-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 511

currentes para determinar si son idénticos (en cuyo caso apreciará concurso de
leyes) o concéntricos, también llamados consuntivos, es decir, todos los elementos
del primero están incluidos en el segundo, pero éste añade o especifica algunos
más. En otras palabras, el operador jurídico mira en dos direcciones: por un lado,
hacia la norma para comprobar los extremos que acaban de decirse y, por otro lado,
hacia los hechos para comprobar si son uno o varios; aunque aquí con la adverten-
cia de que ha de mirar a los hechos a través de la norma según se ha explicado ya
con detalle. Pero, en cambio, no ha de preocuparse de los intereses protegidos, que
son cosa del legislador, y al intérprete sólo le importan en tanto en cuanto se hayan
reflejado en el tipo.
La pluralidad de bienes jurídicos agredidos como justificación del bis in idem es
un lugar común de nuestra jurisprudencia, por cuya razón basta recoger aquí, por
todas, la STC 234/1991, de 10 de diciembre, que es lo suficientemente elocuente a
nuestros efectos aunque se refiera a sanciones disciplinarias:
No basta simplemente con la dualidad de normas para entender justificada la imposición
de una doble sanción al mismo sujeto por los mismos hechos, pues, si asi fuera, el principio
ne bis in idem no tendría más alcance que el que el legislador (o, en su caso, el Gobierno como
titular de la potestad reglamentaría) quisiera darle. Para que la dualidad de relaciones sea cons-
titucionalmente admisible es necesario, además, que la normativa que la impone pueda justi-
ficarse porque contempla los mismos hechos desde la perspectiva de un interés jurídicamente
protegido, que no es el mismo que aquel que ¡a primera sanción intenta salvaguardar o, si se
quiere, desde la perspectiva de una relación jurídica diferente entre sancionador y sanciona-
do [...]. Para que sea jurídicamente admisible la sanción disciplinaria impuesta en razón de una
conducta que ya fue objeto de condena penal es indispensable que el interés jurídicamente pro-
tegido sea distinto y que la sanción sea proporcionada a esa protección.

El tenor literal de esta sentencia ofrece, por lo demás, un excelente punto de par-
tida para seguir profundizando en el análisis.
Tal como se pone de manifiesto en varios lugares de este libro y desde diferentes
perspectivas, los intereses protegidos, junto con las relaciones de sujeción especial,
operan como la gran coartada para justificar las excepciones al régimen garantiza-
dor del Derecho Administrativo Sancionador. Ocurre, en efecto, que la jurispruden-
cia ha elaborado con gran esfuerzo un cuerpo doctrinal de enorme mérito y válido con
carácter general, pero que en determinadas ocasiones no resiste la prueba de la ca-
suística. Cuando un principio no tiene aplicable posible —o no se quiere aplicar— en la
práctica, entonces, para justificar su bloqueo, se acude al subterfugio de invocar la
presencia de una relación de sujeción especial o de una variedad de intereses protegi-
dos: los funcionarios han de aceptar la doble sanción (penal y administrativa) o bien
por considerarse que se encuentran en una relación de sujeción especial, o bien por-
que se entiende que son diversos los bienes e intereses jurídicos protegidos. El hotel
que contamina aguas lesiona, por un lado, el medio ambiente y, por otro, la imagen
turística. Un planteamiento que provoca la inquietante duda de si se trata de una jus-
tificación a posteriori inequívocamente pretextual o si, por el contrario, supone una
justificación legítima.
Una última cuestión para terminar este punto. Si resulta, como con harta fre-
cuencia sucede, que dos leyes sectoriales reproducen el mismo tipo de infracción,
cabe preguntarse por las razones de esta reiteración aparentemente inútil. Parece
claro que algunas veces se deberá, pura y simplemente, a descoordinación e igno-
rancia del legislador, que ni siquiera se acuerda de lo que él mismo ha hecho. Pero
no siempre es así porque de ordinario la reiteración no es del todo inútil. Por de
pronto abre la posibilidad de que intervengan otros órganos administrativos en la
512 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

persecución del infractor, quienes así podrán suplir las negligencias de los demás
(aun a riesgo, sin embargo, de la reduplicación de actuaciones si los dos son dili-
gentes, que no se sabe lo que es peor). Mientras que en otros casos la razón de la
concurrencia es la conminación de sanciones mayores. Esto sucede cuando la pri-
mera norma ha quedado obsoleta por el transcurso del tiempo o cuando el segundo
legislador da mayor importancia a los intereses que él protege. De donde resulta que
dos infracciones idénticas son conminadas con sanciones diferentes: el tipo único
de la infracción se desdobla en dos sanciones diferentes. Esta situación no es dese-
able, desde luego, en una política sancionadora bien ordenada; pero su importancia
empalidece cuando se tiene en cuenta el factor verdaderamente grave: habida cuen-
ta de la anchura del abanico de sanciones, es prácticamente imposible que coinci-
dan las que en la práctica se imponen para un mismo hecho por los dos órganos
actuantes, puesto que cada uno tiene su propio criterio y rigor. Con la consecuencia
de que, una vez más, el ciudadano está en manos del azar, expresado aquí en la
imprevisible y cambiante dureza o tolerancia de los órganos administrativos que se
decidan a perseguirle.

VIII. PLURALIDAD DE SANCIONES ADMINISTRATIVAS

La inseguridad jurídica resultante de la regla que estamos comentando se agra-


va aún más cuando se trata de varias sanciones administrativas. El problema ha
asomado ya al hilo de la determinación de las «autoridades del mismo orden». Pero
aquí no acaba la cuestión. Porque es el caso que los tribunales en unos supuestos
lo aplicaban y en otros no, con criterios que —a falta de una depuración técnica o
de una mayor precisión legislativa— resultan muy difícil de conjeturar y aun de
entender.
A partir de la LPAC todas estas dudas se han disipado en lo fundamental, puesto
que, como ya sabemos, su artículo 130 —lo mismo que el artículo 5 del Reglamento—
extiende sin vacilaciones la regla del non bis in idem a los supuestos de dos infraccio-
nes administrativas.
Afirmar esto es muy fácil; pero de esta manera se abre una problemática de difí-
cil solución al carecer, al menos de momento, de tratamiento teórico. Porque el enor-
me desarrollo que ha experimentado la regla del non bis idem, tal como ha sido
expuesta en las páginas precedentes, se refiere fundamentalmente a las relaciones
entre penas y sanciones o, mejor todavía, entre los órganos jurisdiccionales penales y
los administrativos sancionadores. Un planteamiento que a todas luces no vale para el
concurso de infracciones administrativas.
Algunas leyes sectoriales se han tomado la molestia de conectar la pluralidad de
tipos de infracción con la figura del concurso ideal que, al reconducir las distintas
infracciones a una sola, evitan el riesgo de incurrir en el bis in idem, aunque, eso sí,
con imposición de la sanción máxima. Así hace, por ejemplo, la Ley de Costas, de 28
de julio de 1998, cuyo artículo 94.2 previene que «si un hecho u omisión fuera cons-
titutivo de dos o más infracciones, se tomará en consideración únicamente aquella que
comporte mayor sanción».
En otros casos se entiende que no opera el bis in idem ante una dualidad de sancio-
nes administrativas cuando, aun tratándose de los mismos hechos, las leyes están prote-
giendo bienes jurídicos inequívocamente diferentes. Así aparece en la STSJ de Asturias
de 20 de enero de 1998 (Ar. 53) que declara la compatibilidad de dos sanciones por unos
mismos vertidos: una impuesta por la Confederación Hidrográfica en defensa del domi-
nio público hidráulico y otra por la Comunidad Autónoma en defensa de la pesca.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 513

Una cuestión que asoma con frecuencia en la jurisprudencia es la de si una plura-


lidad de hechos similares constituyen diversas infracciones separadas de sanción
compatible o una sola infracción continuada. A este problema se enfrenta el TSJ de
Galicia de 15 de febrero de 2002 (Ar. 473) respecto de la participación durante varios
meses en manifestaciones de protesta. El Tribunal confirma la validez de todas ellas
porque «no cabe confundir (estos hechos) con una infracción continua o permanente,
la cual consiste en una conducta reiterada por una voluntad duradera, en la que no se
da situación concursal alguna sino una progresión unitaria con repetición de actos».
A la misma conclusión llega la STS de Baleares de 11 de junio de 2001 (Ar. 1143)
ante los resultados de una inspección en que se había constatado que 28 sucursales de
una misma entidad habían incumplido las normas de señalización de zonas de fuma-
dores. El tribunal decide que «no se está en presencia de una infracción continuada
[...] sino ante 28 infracciones independientes por cuanto el incumplimiento se produce
en 28 oficinas, no son idénticas y no se está ante un plan preconcebido habida
cuenta de la observancia en otras sucursales».
La STSJ de Asturias de 12 de marzo de 2002 (Ar. 652) apunta a una solución que
podría llamarse de equidad: «las infracciones simples por incumplimiento de deberes
formales tienen carácter autónomo y se cometen tantas infracciones cuantas veces no
se cumple con el deber [...]; sin peijuicio de que, en determinados casos puedan a
efectos de sanción tratarse como una sola [...)] para evitar que ante esta situación de
incumplimiento múltiple la sanción llegue a ser desproporcionada».
La STS de 17 de abril de 2002 (3.a, 7.a, Ar. 4733), aunque dictada en materia dis-
ciplinaria, hace una declaración general que permite sancionar unos hechos que ya
fueron objeto de un procedimiento archivado si, junto con los hechos anteriores, se
tienen en cuenta otros nuevos:

La prohibición que comporta la regla non bis in idem impide que hechos idénticos y
correspondientes al mismo período puedan dar lugar a dos diferentes procedimientos sancio-
nadores; pero no es incompatible con que la continuidad de unos hechos surgidos en un pri-
mer momento, y su coincidencia o concurrencia en un período posterior con otras circunstan-
cias adicionales, pueda dar lugar a un nuevo procedimiento, para investigar y en su caso san-
cionar el ilícito que pueda resultar de esas nuevas circunstancias.

No es fácil inducir de estas declaraciones casuísticas dispersas una teoría general.


Las resoluciones de los Tribunales Superiores de Justicia son escasas y las del
Tribunal Supremo incluso raras. El Tribunal Constitucional, en su Sentencia de 8 de
junio de 1981, dejó pasar una excelente ocasión de aclarar este punto, limitándose a
decir en ella que «este tribunal no va a entrar a determinar si la Administración pudo
o puede ejercer o no, alternativamente a la sanción impuesta, la sanción disciplinaria
que le corresponda en relación a los funcionarios. Es claro que esta es una cuestión
ajena a la jurisdiccional constitucional, que no debe hacer pronunciamiento alguno al
respecto».
A partir de 1992 sabemos, al menos, que en este ámbito rige el principio de non
bis in idem, pero ni doctrinal ni jurisprudencialmente se nos ha pormenorizado su
régimen ni precisado hasta qué punto rige aquí cuanto se ha dicho a propósito del con-
flicto más común, es decir, el que se plantea entre una sanción administrativa (con-
firmada, o no, por una sentencia contenciosa) y una condena penal.
En la legislación administrativa es frecuente la presencia de dos tipificaciones que
sólo coinciden parcialmente, es decir, que en una se añade o suprime o se altera un
elemento de la otra. Un precepto califica de infracción y sanciona la contaminación
de una corriente de agua, mientras que el otro califica y sanciona la contaminación
514 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

del agua potable: en esta circunstancia varía el objeto de la acción. Un precepto cali-
fica de infracción y sanciona el vertido de aguas residuales en el mar sin instalacio-
nes adecuadas mientras que otro describe la misma acción pero referida a estableci-
mientos turísticos-, en esta circunstancia varia el sujeto. Un precepto califica de
infracción y sanciona el ejercicio de caza en días vedados, mientras que otro añade el
dato de que se trate, además, de días de fortuna (es decir, con niebla o nieve): aquí
varían las circunstancias.
En todos estos supuestos nos encontramos con dos tipos, puesto que no es lo
mismo contaminar una masa de agua potable que una corriente de agua no potable.
En consecuencia, y de acuerdo con lo que atrás se ha escrito, habría que considerar
como cometidas dos infracciones. Ahora bien, aquí sucede que una de tales infrac-
ciones no se puede cometer independientemente de la otra o, mejor todavía, la simple
es independiente de la agravada o modalizada, pues el tipo de esta última contiene
todos los elementos de la primera (más alguno añadido, claro está). En estas condi-
ciones hay que concluir que en la misma comisión de la infracción simple no hay pro-
blema, puesto que no concurre la infracción agravada; mientras que en la comisión de
la infracción agravada, aunque realmente no se haya cometido también la infracción
simple, jurídicamente este dato no tiene relevancia porque ya está tenido en cuenta en
el tipo (por así decirlo, la norma ya lo sabía) y ha señalado una sola sanción, que com-
prende —si es que se quiere formular en tales términos— el castigo de la infracción
simple y el de la modalizada; lo que cabalmente explica que se trata de una infracción
agravada. En definitiva, en el supuesto de tipos parcialmente coincidentes la aplica-
ción de uno excluye la del otro en que se contemplan los mismos elementos que ya
aparecen en el aplicado.
Si lo anterior es indiscutible, conviene tener presente una posible dificultad prác-
tica. Cuando el órgano sancionador es el mismo para las dos infracciones, resulta casi
inimaginable que instruya simultáneamente dos expedientes (uno por caza vedada y
otro por caza vedada en días de fortuna). Pero, cuando los órganos sancionadores son
distintos y no están debidamente coordinados, es muy probable que se inicien simul-
táneamente y tramiten paralelamente los dos expedientes (por las Consejerías de
Obras Públicas y de Turismo, en el ejemplo anterior de contaminación de aguas) y
ninguno de ellos acceda a inhibirse en beneficio del otro. La cuestión habrá de abor-
darse y resolverse, entonces, en el momento de la resolución.
Resuelto primero el expediente por el tipo agravado, podrá solicitarse la absolu-
ción por el simple —e impugnar la sanción, si se produjere a pesar de todo— argu-
mentando la prohibición del bis in idem. Resuelto primero el expediente simple, la
situación se complica, ya que en el expediente agravado no se puede invocar el non
bis in idem, dado que se trata de una acción —y de una infracción— distinta. Las difi-
cultades provienen de que si en el mejor de los casos la norma administrativa declara
el principio, no se preocupa de establecer reglas para hacerlo operativo, cuya ausen-
cia no ha sido suplida todavía ni por la doctrina ni por la jurisprudencia.
La cuestión se complica extraordinariamente, sin embargo, cuando dentro del
Ordenamiento administrativo nos encontramos con dos normas tipificadoras concu-
rrentes y, para llegar a elegir cuál es la aplicable, no nos sirve ninguno de los criterios
que acaban de ser descritos: no nos vale el de la especialidad porque los dos tipos des-
critos son idénticos; no nos vale el de la subsidiariedad porque no está reconocido ni
puede deducirse tampoco implícitamente; y no nos vale, en fin, el de la alternatividad
porque las sanciones previstas coinciden.
En tales supuestos —y en contra de lo que sucede en el Derecho Penal— me atrevo
a conjeturar que debe resolverse el conflicto con los criterios combinados de la volun-
tad y de la cronología.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 515

Primero pesa la voluntad de la Administración {o de las Administraciones) que


puede iniciar un expediente u otro (o los dos) al amparo de las dos normas en juego,
igualmente válidas y, a estos efectos, igualmente aplicables. Constatada de oficio o a
instancia de parte esta duplicidad de trámites, si se trata de órganos distintos de una
misma Administración, el superior jerárquico común decidirá cuál de los dos debe
continuar y cuál debe ser paralizado, o si deben continuar los dos. Tratándose de dos
Administraciones distintas, cada una de ellas decidirá por separado si paraliza o si
continúa el expediente.
Hasta aquí, pues, es la voluntad de la Administración la que decide sobre la apli-
cación de las normas concurrentes; pero, una vez que tiene lugar el primer pronun-
ciamiento, se pone en marcha el criterio cronológico, dado que el sancionado puede
alegar la prohibición del bis in idem para impedir la segunda sanción y, si llega a
imponerse, será nula. Como ha escrito R E B O L L O ( 2 0 0 4 , 3 3 4 ) , en este supuesto «lo que
suele ocurrir es que prevalecerá la decisión sancionadora del órgano que primero
resuelva. Si eventualmente llegara a producirse una segunda sanción, se impugnará
ésta y será ésta la anulada por los tribunales como vulneradora del non bis in idem.
Así, en la práctica más que los criterios lógicos de la resolución de los concursos
impera una pura preferencia temporal».
En el supuesto de que sean idénticas las sanciones previstas en las dos normas
o realmente aplicadas, el caso es sencillo; aunque hay que advertir que esto será
muy raro, ya que el margen de aplicación discrecional es tan amplio (de 100 a
10.000 euros, por ejemplo) que será difícil la coincidencia. En tal hipótesis podría
sostenerse tanto la prevalencia de la sanción más grave, en beneficio de los intere-
ses públicos, como de la más leve, en beneficio del infractor, y no faltarían argu-
mentos de apoyo para ambas posturas. Pero, en mi opinión, esto es algo jurídica-
mente irrelevante, ya que el criterio aplicable debe ser el cronológico, consecuen-
cia directa de la voluntad de la Administración (que es la que decide qué y cuándo
empieza y termina el ejercicio de la potestad), la cual es, a su vez, consecuencia de
la oportunidad del ejercicio de la potestad sancionadora (examinada ya en el capí-
tulo tercero): la Administración decide sí persigue o no, si sanciona o no; y la cir-
cunstancia de haber sancionado una vez ya implica que ha de renunciar a sancio-
nes posteriores.
En definitiva, la recomendación del manejo de principios jurídico-penales en
el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador no autoriza, sin perjuicio de su
utilidad evidente, a concebir esperanzas desmedidas. Mejor es ilustrarse con ellos
que caminar a ciegas; pero hay que ser consciente de que el sistema procedimen-
tal de enjuiciamiento de las resoluciones administrativa hace imposible su aplica-
ción práctica. Cuando es el mismo órgano quien conoce todos los hechos, es, en
efecto, viable la utilización de las técnicas concúrsales. Lo que sucede es que esto
no ocurre con frecuencia. Lo normal es que, tratándose de dos infracciones admi-
nistrativas, cada una de ellas se tramita y resuelve por órganos (y aun entes) dis-
tintos: lo que impide que uno de ellos (¿cuál habría de ser?) aplique una sanción
absorbente o exasperada, ya que ello supondría que un órgano cediere su compe-
tencia en favor de otro; y ni siquiera hay previsto un mecanismo de este tipo.
El artículo 9 del REPEPOS ha iniciado un primer esfuerzo a tal propósito al impo-
ner una cierta coordinación administrativa siquiera parezca prevista para supuestos en
los que la regla haya de resultar difícilmente aplicable:
Cuando, en cualquier fase de! procedimiento sancionador, los órganos competentes con-
sideren que existen elementos de juicio indicativos de la existencia de otra infracción admi-
nistrativa para cuyo conocimiento no sean competentes, lo comunicarán al órgano que consi-
deren competente.
516 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

B A R C E L O N A L L O P (en el lugar arriba citado) parte del supuesto de que la plu-


ralidad de sanciones administrativas por un mismo órgano únicamente es admisi-
ble cuando «sea una misma autoridad administrativa la que sanciona doblemente,
y en un mismo procedimiento», dado que la regla del non bis in idem incluye tam-
bién las manifestaciones procedimentales del ejercicio de la potestad. Pero, sen-
tado esto, matiza a renglón seguido que la acumulación de sanciones debe ser
atemperada por el principio de la proporcionalidad, o sea, lo que en la técnica
penal —y en el presente libro— se desarrolla desde la perspectiva de la teoría de
los concursos.
Pasando a otras cuestiones, R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 9 7 ss.) plantea si puede sancio-
narse por la norma subsidiaría cuando por las razones que sean no se ha sancionado
por la preferente. En principio parece que la respuesta debería ser afirmativa
entendiendo que la secundaria es subsidiaria y que su sentido consiste cabalmente
en entrar en juego cuando la principal no se ha aplicado. Pero la Sentencia de 2 de
junio de 1 9 8 6 (Ar. 4 6 0 8 ; García Estartús) sostiene curiosamente lo contrario en un
hecho tipificado simultáneamente como infracción de orden público y de contra-
bando. El Tribunal anula la multa (ya impuesta) de orden público por entender que
esta norma —en cuanto genérica— es subsidiaria respecto a la preferente de con-
trabando, que es la única que puede aplicarse. Ahora bien, como en el caso de autos
no se había sancionado por contrabando, he aquí que el infractor quedó, al final,
impune. Pero el tribunal no vaciló y, firmemente convencido de que tarde o tem-
prano iba a ser sancionado, le liberó de la sanción de la norma subsidiaria por razo-
nes de economía procesal.
Por lo demás, la presencia de un concurso real de infracciones es una cuestión
eminentemente casuística en la que parece difícil establecer criterios generales, como
puede comprobarse con cualquier ejemplo: En una subasta de aceite por organismo
público a la que concurrieron varias empresas, todas ellas realizaron ofertas idénticas
al céntimo por kilogramo de producto, pero cada una sobre un lote distinto, de manera
que no hubiera dos ofertas sobre el mismo lote. La STS de 15 de junio de 2002 (3.a,
3.a, Ar. 2320 de 2003) considera que hay dos infracciones distintas (de una parte, un
acuerdo para la fijación de precios y, de otra, el reparto de mercado, cada una de ellas
tipificada separadamente en la Ley de Defensa de la Competencia) y que ambas pue-
den sancionarse, pues «nada impide que un mismo hecho sea susceptible de integrar
dos infracciones en concurso».
Como advertencia final resulta casi ocioso insistir en que los problemas única-
mente han de surgir cuando se trate de sanciones auténticas y no cuando concurra una
sola sanción con alguna otra medida reglamentaria —como el comiso— que no sea
de naturaleza propiamente sancionadora.

IX. LA TEORÍA PENAL DE LOS CONCURSOS

1. PLANTEAMIENTO JURÍDICO-ADMINISTRATIVO TRADICIONAL

Las dos reglas fundamentales que ha establecido el Derecho Administrativo


Sancionador para aplicar la prohibición del bis in idem (tal como han sido formula-
das en las páginas anteriores, o sea, prevalencia de la sentencia penal y prioridad del
proceso penal) suponen ciertamente un evidente progreso operativo y una aceptable
seguridad jurídica. Pero a nadie puede escaparse que se trata de soluciones un tanto
rudimentarias y de un pragmatismo cerrado que deja al descubierto un sinfín de cues-
tiones inquietantes y muy en especial las siguientes: cuándo tenemos que habérnoslas
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN I D E M 517

con una o varias acciones, qué sucede cuando los tipos descritos en varios preceptos
coinciden total o parcialmente, hasta qué punto es lícito acumular en una misma reso-
lución sanciones previstas en varias normas, y tantas otras. La indudable utilidad del
indicado pragmatismo no autoriza, por tanto, a la autosatisfacción. No basta, en otras
palabras, con recrearse en la zona de seguridad que las dos reglas descritas ya han
acotado, sino que es preciso continuar adelante y adentrarse en otras zonas que hasta
ahora han sido prácticamente desconocidas por el Derecho Administrativo
Sancionador.
A ese propósito contamos una vez más con la valiosa ayuda de los instrumentos
técnicos del Derecho Penal, que hay que utilizar sin reparo mientras el Derecho
Administrativo Sancionador no esté en condiciones de crear sus propios remedios. Y
no es poca la fortuna de contar con la teoría penal, dado que, de no ser por ella, habrí-
an los administrativistas de explorar a ciegas estos nuevos caminos sin otro guía que
el cuestionable voluntarismo de la casuística jurisprudencial ni otra luz que sus intui-
ciones personales.
Situación que aconseja realizar un breve excurso sobre la teoría de los concursos del
Derecho Penal —por lo demás repetidas veces aludidos ya en las páginas anteriores—
para poder pasar desde allí a la situación jurídico-sancionadora de la Administración.
En principio existen dos variantes concúrsales: en unos casos el mismo hecho está
tipificado en varias normas, por lo que hay que determinar si se aplican todas o una
sola y, en este supuesto, cuál de ellas (concurso de normas); en otros casos lo que
sucede es que, siendo teóricamente posible la aplicación de dos (o varias) normas al
mismo hecho, la ley decide que se trata de dos ilícitos (concurso real) o bien que se
trata de uno solo aunque sobre él se acumulen, con mayor o menor reducción, las
penas previstas en las dos normas (concurso ideal de ilícitos).

2. C O N C U R S O (APARENTE) DE LEYES

La teoría penal del concurso de leyes aborda una situación en la que dos leyes
tipifican y sancionan una misma acción. Cierto es, desde luego, que en un plano
abstracto podría pensarse que, puesto que hay dos normas tipificadoras válidas,
habría que aplicar ambas, ya que la misma acción constituye dos o más delitos; pero
es más lógico suponer que, de ordinario, la duplicidad normativa sancionadora es
consecuencia de una incoherencia o descoordinación de la legislación que agrava
sin fundamento la posición del autor y, en cualquier caso, la mentalidad moderna
rechaza este criterio. Pues bien, es cabalmente la regla del non bis la que permite
bloquear la superposición de sanciones que se considera injusta, operando en defi-
nitiva como una válvula de seguridad o mecanismo corrector de deficiencias nor-
mativas. Como dice la STS de 21 de junio de 1976 (Sala 2.a; Ar. 3120), la aplica-
ción de una sola norma no necesita siquiera de una expresa previsión legal «puesto
que resulta de la naturaleza misma de las cosas y del principio siempre latente en el
derecho punitivo de non bis in idem, al que repugna castigar dos veces los actos que
por estar en la misma línea de ataque al bien jurídico protegido se refunden en la
acción culminante y de más entidad penal».
Ahora bien, ¿cuál ha de ser la norma prevalente y cuál la marginada? En el
Derecho Penal, para tomar una decisión al respecto procede realizar una cuidadosa
ponderación de las normas enjuego aplicando al efecto una serie de criterios que apa-
recen actualmente en el artículo 8 del Código Penal:
A) Criterio de la especialidad: La ley especial prevalece sobre la general impi-
diendo la aplicación de ésta. Entendiéndose, a estos efectos, que es ley especial aque-
518 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Ha en la que se describe un tipo en el que aparecen todos los elementos o caracterís-


ticas de otro (el general) al que se añade alguno más, que es el que introduce la espe-
cialidad.
La STS de 1 de junio de 2000 (3.a, 3.a, Ar. 7058) ha declarado que «la aparente
antinomia debe ser resuelta conforme a los criterios establecidos en el orden punitivo
general, esto es, aplicando al precepto especial con preferencia sobre el general».
Mediando esta contraposición entre lo general y lo especial, no surge ninguna
dificultad hermenéutica, puesto que en el Derecho Penal prima el criterio de la espe-
cialidad sobre cualquier otro: «en el plano del concurso de normas es principio insos-
layable el de la especialidad, principio implícito en todo ordenamiento jurídico» (Auto
de la Sala Segunda de 18 de octubre de 1980; Ar. 3717). Y quizá deba entenderse lo
mismo en el Derecho Administrativo Sancionador a juzgar por la STS de 2 de junio
de 1986 (Ar. 4608; García Estartús): «la concurrencia de leyes sancionadoras ha de
resolverse dando preferencia a la de represión de contrabando (respecto de la Orden
Pública) por razón de especialidad».
B) Criterio de subsidiariedad: Sirve para determinar la norma aplicable cuando
de entre las dos concurrentes resulta que una de ellas sólo entra enjuego en el supues-
to en que la otra no lo haga. Y es que existen, en efecto, muchas normas que nacen
con vocación de subsidiariedad, advirtiendo de forma expresa que únicamente son
aplicables «en defecto de» o «salvo» otra norma que directamente lo sea; aunque tam-
bién es posible que, sin necesidad de advertencia expresa, la misma regla se deduzca
implícitamente por su contexto.
C) Si no puede utilizarse ninguno de los anteriores, habrá que acudir al de la
alternatividad, que opera, por tanto, residualmente y que aparece formulado en tér-
minos genéricos en el viejo artículo 68 del Código Penal, donde se disponía que «los
hechos susceptibles de ser calificados con arreglo a dos o más preceptos de este
Código, lo serán por aquel que aplique mayor sanción al delito o falta cometidos». El
artículo 8.3 del Código penal vigente —con una técnica más moderna aunque defec-
tuosamente formulada— se ha inclinado por la consunción, de tal manera que «el pre-
cepto penal más amplio o complejo absorberá a los que castiguen las infracciones
consumidas por aquél». En términos más precisos COBO y VIVES ( 1 9 9 9 , p. 1 9 7 ) enun-
cian este principio del siguiente modo: «el precepto que contempla de modo total el
desvalor que el ordenamiento jurídico atribuye a una determinada conducta prevalece
sobre el que lo contempla sólo de manera parcial».
A mi juicio, estos tres criterios valen también para el Derecho Administrativo
Sancionador cuando se trata de un concurso de normas intraordinamental, es decir,
cuando son dos leyes del Ordenamiento jurídico administrativo; en cambio, cuando la
concurrencia es interordinamental (es decir, una ley penal y otra administrativa), rige
el criterio de la subsidiariedad de la norma administrativa, en cuanto que ésta sólo
entrará en juego cuando no haya sido aplicada la ley penal, de acuerdo con el meca-
nismo que ya se ha explicado en las páginas anteriores.
Todo lo anterior parece claro y útil; pero independientemente del criterio que en
cada caso concreto parezca aplicable, veamos seguidamente cómo puede funcionar
este mecanismo en el supuesto más habitual, es decir, en el de concurrencia entre una
ley penal y otra administrativa.
Si empieza a conocer un órgano administrativo al amparo de una ley de esta natu-
raleza que tipifica el hecho como infracción y aquél considera que la ley penal tiene
preferencia, pasa las actuaciones al juez de este orden y se desentiende definitiva-
mente del asunto. Pero si considera que la ley aplicable es la administrativa, y no la
penal, no parece lógico que lo haga así dado que, para él, el hecho no supone un ilí-
cito penal, por más que haya una ley que así lo tipifique. Ahora bien, si el juez penal
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 519

interviene reclamando el conocimiento del asunto, lo procedente será plantear un con-


flicto de competencias. Y lo mismo sucederá si quien inicia las diligencias es el juez
penal y el órgano administrativo el que le discute la competencia. En cualquier caso
el concurso de leyes lleva a la regla del non bien in idem por unos derroteros inespe-
rados, lentos y engorrosos.

3. C O N C U R S O DE INFRACCIONES

Como sucede que nuestro Ordenamiento jurídico admite que «un solo hecho cons-
tituya dos o más delitos» (art. 71.1 del Código Penal), cuando se da tal circunstancia
se provoca una situación embarazosa: porque, si se aplica la regla del non bis, resul-
tará que un delito va a quedar impune y, si se castigan los dos, se quebranta la regla
(y, además, el principio de proporcionalidad), lo que tampoco es tolerable. Para supe-
rar este dilema ha elaborado el Derecho Penal la llamada teoría del concurso de deli-
tos, que, como comprobaremos inmediatamente, es perfectamente utilizable en el
Derecho Administrativo Sancionador.

A) Concurso ideal

La solución que ofrece el Derecho Penal es la siguiente: los dos ( o varios) deli-
tos van a ser castigados una sola vez (y así se respeta la regla del non bis in idem);
pero el castigo va a ser más duro que el que correspondería de tratarse de un solo deli-
to (y así se evita la impunidad de uno de ellos) acumulando con ciertas reducciones
las dos penas previstas. Con esta hábil maniobra se superan las dificultades prácticas
y dogmáticas del non bis y se centra el problema de la determinación exacta de la
pena, desdramatizando así su alcance.
La determinación de esa pena «más dura» no es, desde luego, una operación fácil
en el Derecho Penal, habida cuenta del amplio repertorio de penas disponibles y de su
eventual heterogeneidad; pero en el Derecho Administrativo Sancionador estas difi-
cultades no existen habida cuenta de que las multas tienen siempre la misma natura-
leza y son, por tanto, automáticamente homologables. Las opciones teóricas son, por
lo demás, muy sencillas. Si se elimina la acumulación material (es decir, la suma de
las penas atribuidas a todos y cada uno de los delitos cometidos por la misma acción)
—lo que no es admisible porque ello equivaldría, de hecho, al castigo de varios deli-
tos—, nos quedan fundamentalmente las siguientes posibilidades: o bien la absorción,
que implica la elección de la pena más grave entre todas las que entran en juego a la
vista de los delitos cometidos; o bien la exasperación (o asperación): se escoge la más
grave y, además, se eleva o intensifica su contenido (aunque sin llegar, naturalmente,
a la suma de todas ellas). Con esta última fórmula se pretende evitar una consecuen-
cia psicológica que provoca la absorción, a saber, que cuando media ésta, el delin-
cuente tiene conciencia de que van a resultar impunes todos los demás delitos gene-
rados por su acción (por así decirlo: no le van a castigar más, haga lo que haga) y no
tendrá freno para su conducta. .
El artículo 71 del Código Penal se ha inclinado por la simple absorcion y se limi-
ta a ordenar la imposición de «la pena correspondiente al delito más grave en su grado
máximo». , . . . . .
A título de curiosidad, es de reseñar que en el Derecho Administrativo
Sancionador italiano se ha recogido de manera expresa la exasperación según apare-
ce en el artículo de la Ley 689/1981: a menos que se establezca otra cosa por ley,
520 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

quien por una acción u omisión viole más de una disposición está sujeto a la sanción
prevista para la infracción más grave, aumentada hasta el triple.
Entre nosotros, sin embargo, la figura más corriente en el Derecho Administrativo
Sancionador es la de la absorción, recogida incluso en algunas leyes, como en el artí-
culo 94.2 de la Ley de Costas: «si un mismo hecho u omisión friera constitutivo de
dos o más infracciones, se tomará en consideración únicamente aquella que compor-
te la mayor sanción» (reproducido luego literalmente en otras leyes, como en el ar-
tículo 119.2 de la de Puertos de 24 de noviembre de 1992).
Con carácter general, ni que decir tiene que a la jurisprudencia contencioso-admi-
nistrativa no se le había escapado tal solución, aunque tampoco veía muy clara la
forma de utilizarla. En las palabras de la sentencia preconstitucional de 21 de diciem-
bre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano):

Si bien ha de partirse de la supletoriedad del Derecho penal en este ámbito de la potes-


tad sancionadora de la Administración, esencialmente en el campo de los principios básicos
que vertebran el ordenamiento punitivo [...], la traslación automática de los que constituyen
instituciones o instrumentos, en este caso dulcificadores de la responsabilidad, propios de la
previsión expresa del Código Penal al campo sancionador de la Administración, presenta
dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos ordenamientos, y así sucede con lo
referente al denominado concurso de delitos o faltas contenido en el artículo 71 del Código
Penal.

A lo que hay que añadir que la complicación resultante de la habitual heteroge-


neidad de las penas y sanciones administrativas puede frustrar cualquier intento de
absorción o de exasperación de ellas. Así lo recuerda atinadamente Mercedes F U E R -
TES (La Comisión Nacional del Mercado de Valores, 1 9 9 4 , 3 0 0 ) : «Parece no sólo difí-
cil sino imposible la absorción de las sanciones administrativas por los penales (con-
secuencia primera de aplicar la figura del concurso de normas penales). La multa de
cientos de millones de pesetas que puede alcanzar la sanción por la alteración del pre-
cio de los valores, por ejemplo, no encuentra relación con la posible prisión menor y
multa máxima de un millón y medio de pesetas que puede suponer un delito de
maquinaciones.» Cabalmente, la previsión de esta circunstancia es lo que puede expli-
car la compatibilidad o independencia, a costa del principio de non bis in idem, que
prevén algunas leyes, como la Ley del Mercado de Valores (con referencia a la cual
hace su anterior comentario FUERTES), en cuyo artículo 9 6 se especifica que «el ejer-
cicio de la potestad sancionadora [...] será independiente de la eventual concurrencia
de delitos o faltas de naturaleza penal».
No obstante, tampoco faltan ejemplos de uso de tal técnica como puede com-
probarse en la STS de 13 de junio de 1986 (Ar. 3607; Garapo), en la que se dice que
«aunque fueran dos infracciones, al tratarse de un solo hecho no podrían sancio-
narse separadamente puesto que supondría un tratamiento más severo que el esta-
blecido en [el artículo 71] del Código Penal y como en el caso que aquí se enjuicia
no consta si el importe de la primera sanción agota las posibilidades sancionadoras
de la Administración, hay que anular la segunda». La STS de 28 de febrero de 1983
(Ar. 316 de 1984; Garralde, pero el razonamiento procede de la Audiencia Nacional)
es un ejemplo de aplicación jurisprudencial expresa del artículo 71 del Código Penal:

Pero la adecuada solución al problema planteado (sí es aplicable el non bis in idem a la
sanción acumulada de índole administrativa) ha de tenerse presente que nos movemos en la
esfera del derecho sancionador, en donde se pretende corregir conductas contrarias al derecho;
esto dicho y comoquiera que los hechos [...] pueden ser calificados de maneras distintas, es
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 521

visto que en uno y otro supuesto se está calificando y sancionando una misma y única con-
ducta [...] por lo que parece obvio que no se puede sancionar dicha conducta, sino por el modo
orientador que en el campo del Derecho penal se establece en el articulo 71 del Código Penal.

El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 2/2003, ha aprovechado la ocasión de


encontrarse ante una sentencia penal en la que se había absorbido la multa adminis-
trativa, para desarrollar pormenorizadamente su opinión al respecto:

No se puede dejar de reconocer que los órganos penales, al enjuiciar el caso, se encon-
traban en una situación paradójica, pues, aunque no podian dejar de condenar penalmente al
recurrente, tampoco podian dejar de ser conscientes de que la sanción penal por ellos impuesta
al mismo podia suponer una reiteración sancionadora constitucionalmente prohibida por el
articulo 25.1 de la Constitución. El hecho de que la legislación no prevea expresamente solu-
ción para los casos en los que la Administración no suspende el expediente administrativo,
estando un procedimiento penal abierto puede explicar su actuación [...] Una solución como
la adoptada en este caso por el órgano judicial no puede considerarse lesivo de la prohibición
constitucional de incurrir en bis in idem sancionador, dado que la inexistencia de sanción des-
proporcionada en concreto, al haber sido descontada la multa administrativa permite concluir
que no ha habido una duplicación —bis— de la sanción constitutiva del exceso punitivo mate-
rialmente proscrito por el articulo 25.1 [...] En definitiva, no hay ni superposición ni adición
efectiva de una nueva sanción y el derecho reconocido en el artículo 25.1 en su vertiente san-
cionadora no prohibe el "doble aflictivo" sino la reiteración sancionadora de los mismos
hechos con el mismo fundamento padecida por el mismo sujeto.

La STS de 9 junio de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 6394) se ocupa de dos infracciones san-
cionadas separadamente por la Administración en sendas multas de diez millones de
pesetas. El tribunal, invocando los principios de non bis in idem y de proporcionali-
dad declara que siendo «adecuado a Derecho aplicar como norma subsidiaria de
segundo grado [...] para la determinación de la sanción la norma del artículo 77 del
Código Penal cuando los hechos que constituyen unidad, en este caso sociológica,
constituyan dos o más delitos [...] la sanción resultante es la única de quince millones
de pesetas y no dos de diez millones».
En este sentido se ha pronunciado el TEDH en su Sentencia de 30 de julio de
1998 (caso Oliveira) al declarar, en un concurso ideal de infracciones, que no se
lesiona el Convenio, pues en él «no se opone a que dos jurisdicciones distintas
conozcan de infracciones diferentes [...] y ello en menor medida en el caso en que
no ha tenido lugar una acumulación de penas sino la absorción de la más leve por
la más grave».
El Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea (Asunto 99/79, Lacóme) ha abor-
dado la cuestión del concurso ideal de infracciones (una nacional y otra comunitaria)
admitiendo sin vacilar la doble sanción, pero dulcificando el castigo al recomendar
que, cuando se imponga la segunda sanción, se «tome en cuenta» la anterior y «se
compensen» de alguna manera sus importes. Una fórmula que en su día puede ser
muy fértil, pero que de momento apenas si está esbozada y sobre la que volverá a
insistirse en las últimas páginas de este mismo capítulo.
Veamos ahora cómo puede funcionar este mecanismo en la realidad. Si se trata de
dos infracciones administrativas que van a ser sancionadas por el mismo órgano, no
hay problema puesto que éste podrá proceder a la ponderación de las sanciones, como
así sucederá también con el tribunal contencioso administrativo si los dos actos san-
cionadores son impugnados ante este jurisdicción, según hemos visto en la STS de 9
de junio de 1999. Y tampoco habrá dificultades cuando la sanción administrativa haya
sido anterior a la sentencia penal —un supuesto irregular pero posible— ya que el
juez penal puede realizar la absorción.
522 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Distinto es el caso, no obstante, cuando quien actúa y condena primero es el juez


penal. En este hipótesis no podrá absorber la sanción administrativa puesto que toda-
vía no se ha impuesto y, además, no se impondrá nunca si se aplica escrupulosamente
la regla del non bis in idem. Con lo cual quedaría reservada esta fórmula para los
supuestos irregulares de un pronunciamiento administrativo sancionador previo. De
no ser así, la infracción administrativa quedará impune.

B) Concurso medial

Sucede en algunas ocasiones que la comisión de un delito no supone un fin por sí


mismo, sino que se trata simplemente de un medio para realizar otro. En rigor se trata
de dos hechos y dos delitos distintos y, por tanto, deberían ser castigados separada-
mente. El artículo 77 del Código Penal adoptó aquí una actitud benigna estableciendo
el mismo régimen que el del concurso ideal, es decir, que considera los dos delitos
como si fuera uno solo, aunque, eso sí, estableciendo — con ciertas precisiones y
límites— que se imponga la pena más grave de las disponibles.Es notable, por lo
demás, la ambición normativa de este precepto puesto que describe dos variantes:
cuando «un solo hecho sea medio necesario para cometer la otra (infracción) y «cuan-
do una de ellas sea medio necesario para cometer la otra».
El artículo 4.4. REPEPOS determina, por su parte, que

en defecto de regulación específica establecida en la norma correspondiente, cuando de la


comisión de una infracción derive necesariamente la comisión de otra u otras, se deberá impo-
ner únicamente la sanción correspondiente a la infracción más grave cometida.

El Reglamento demuestra aquí, una vez más, su sensibilidad hacia las técnicas
del Derecho Penal, que progresivamente va introduciendo en el Derecho
Administrativo Sancionador. Así se incorpora la figura del concurso real medial,
evidentemente deducida del artículo 71 del Código Penal, y que ya ha sido utiliza-
da, por cierto, en alguna sentencia esporádica, como la de 13 de junio de 1986 (Ar.
3607; Garayo):

La resolución recurrida [...] establece multas de cinco y tres millones de pesetas por infrac-
ciones consistentes, respectivamente, en parcelación ilegal y realización de obras sin licencia;
extremos éstos que deben reducirse a un solo concepto [.,.] para no duplicar administrativamente
las sanciones correspondientes a una sola infracción conforme al principio, también aplicable al
Derecho Administrativo Sancionador, del non bis in idem. Porque lo que debe sancionarse en el
supuesto denunciado es la realización de obras de parcelación ilegal, en cuya locución van implí-
citos los dos conceptos sancionados [...] ya que de otra forma el hecho sancionable se desdobla
en dos, cuando uno y otro están íntimamente relacionados en relación de causa a efecto.

La sentencia invoca de forma expresa el Código Penal cuando, después de afir-


mar que las conductas no son constitutivas de dos infracciones, apostilla que «aunque
lo fueran, al tratarse de un solo hecho, no podrían sancionarse separadamente, puesto
que supondría un tratamiento más severo que el establecido en el artículo 71 del
Código Penal».
Nótese, por otra parte, que la concordancia entre el precepto penal y el adminis-
trativo (el art. 4.4 del REPEPOS que acaba de ser trascrito) no es absoluta, puesto que
para el artículo 71 la pena aplicable es la «correspondiente al delito más grave en su
grado máximo, hasta el límite que representa la suma de las que pudieran imponerse,
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 523

penando separadamente los delitos. Cuando la pena así computada exceda de ese
límite, se sancionarán los delitos por separado».
Esta discordancia resulta inevitable desde el momento en que las sanciones admi-
nistrativas no se escalonan en «grados». Lo que significa que nos encontramos ante
un sistema de simple «absorción» de sanciones y no de «absorción con agravación»
(exasperación), que es lo que ordena el Código Penal. Y, dado que la Administración
—a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal— no está obligada a imponer la
multa más alta o la sanción más grave de todo el abanico sancionador atribuido a la
infracción más grave, el resultado puede ser la condonación de la sanción correspon-
diente a la sanción menos grave; salvo, naturalmente, que se considere la presencia de
la segunda infracción como agravante.
En cualquier caso, para la mejor identificación de esta figura puede acudirse, sin
reservas, a la Sentencia de la Sala 2.a del TS de 7 de junio de 1979 (Ar. 2341; Gómez
de Liaño), aunque esté referida, como es obvio, al Derecho Penal. Según ella, para que
aparezca un concurso medial de delitos se requiere:

1) La existencia de dos o más acciones que estén tipificadas como delitos autónomos o
independientes [...]. 2) Que uno y otro hecho o conducta delictiva estén ligados por la necesi-
dad de medio a fin [...]. 3) Que esta necesidad instrumental esté adornada de una conexión
teleológica, en el sentido de que la proyección o camino delictivo aparezca concatenado, no
solamente por elementos lógicos, temporales o espaciales, sino también psicológicos a través
de una unidad resolutiva [...].

C) Concurso real

Existe concurso real de ilícitos cuando se pronuncia una sola resolución enjui-
ciando varios hechos, cada uno de los cuales constituye un delito independiente. Esta
circunstancia no afecta, en principio, a las penas: «Al culpable de dos o más delitos o
faltas se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones
[...]», que es la llamada acumulación material de penas en los artículos 73 a 76 del
Código Penal.
En la práctica las dificultades surgirán aquí cuando el juez penal y el órgano
Administrativo (o el juez contencioso administrativo) tengan diversas opiniones
al respecto. Imaginemos que el juez penal considera que no hay conflicto real y
que el órgano administrativo entiende lo contrario. En tal supuesto la
Administración reanudará el procedimiento en lo atinente a la infracción admi-
nistrativa, aunque no suponga una infracción manifiesta de la regla del non bis in
idem.
Para terminar confieso resignadamente que los resultados del análisis prece-
dente no han sido demasiado prometedores. La teoría de los concursos penales
constituye un inmejorable marco teórico de referencia, de momento el único fia-
ble de que se dispone, mas forzoso es reconocer que su utilidad ha de ser escasa
a falta de prevenciones que le hagan operativo en el Derecho Administrativo
Sancionador. De hecho — tal como ha denunciado repetidas veces la doctrina,
singularmente A L E N Z A — no existe un mecanismo hábil de articulación entre los
mecanismos penal y administrativo de represión, con la consecuencia de que la
regla que estamos examinando, teóricamente confusa, en la realidad funciona de
manera harto deficiente y por lo común imprevisible. Andamos escasos cierta-
mente de reflexión jurídica, pero en este campo, más quizás que en ningún otro,
se hace necesaria una regulación normativa y un progreso jurisdiccional que doten
524 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

de contenido preciso a un principio que sigue dominando por impulsos ideológi-


cos y quizás con buenas intenciones pero carente casi por completo de osatura
técnica.

X. PECULIARIDADES DEL ELEMENTO FÁCTICO DEL TIPO

En el supuesto que podemos considerar normal el tipo normativo se refiere a un


solo hecho que, además, aparece y se realiza de forma instantánea. Existen, no obs-
tante, otras variaciones que ofrecen en este punto peculiaridades de nota. A continua-
ción vamos a examinar dos de ellas. En la primera se analiza la posible concurrencia
de varios hechos y allí se discutirá la importancia no ya del «hecho» sino de la
«acción»: una perspectiva que afecta a la misma esencia del contenido del tipo. La
segunda, mucho más simple, se refiere a las distintas variantes de acciones no instan-
táneas.

1. UNIDAD O PLURALIDAD DE HECHOS Y ACCIONES

Volviendo un momento la mirada hacia atrás, tenemos que si se ha cometido una


sola acción, aunque esté tipificada como infracción en varias normas, o bien consti-
tuye una sola infracción (si se excluye la aplicación de los tipos concurrentes, gracias
al empleo de las técnicas superadoras del concurso de leyes), o bien merece una san-
ción más suave que la que correspondería a la acumulación de todas las que se atri-
buyen a cada infracción (si se emplean las técnicas de absorción o de exasperación
propias de los concursos ideal y medial de infracciones). En cambio, si se han come-
tido varias acciones de infracción, la resolución sancionadora apreciará la comisión
de varias infracciones (una por cada acto) y acumulará en consecuencia las sanciones
resultantes (concurso real). De donde se deduce que lo más importante, y por donde
en todo caso hay que comenzar, es la determinación de si concurren uno o varios
hechos en la acción imputada. Una dificultad que no aparecerá cuando la identidad
de hechos esté prevista en la propia norma, como sucede, por ejemplo, con las infrac-
ciones administrativas descritas como «cualquier conducta constitutiva de delito dolo-
so», tan frecuente en los regímenes disciplinarios.
La STS de 18 de abril de 1988 (Ar. 3374; Sánchez Andrade) puede servirnos de
introducción al análisis. Los autos reflejan un curioso ejemplo de triple —no ya dúpli-
ce— sanción impuesta a un policía nacional por el hecho, aparentemente único, de
haber provocado un escándalo en un bar y al que se le castigó en vía administrativa
con: 1) un arresto «por embriaguez no estando de servicio» (art. 446); 2) un mes de
arresto por «uso indebido de arma particular» (art. 447); y 3) catorce días de arresto
por «razones descompuestas y réplicas desatentas al superior» (art. 443, todos del
Código de Justicia Militar).
Ni que decir tiene que en estos autos el quid de la cuestión radicaba en deter-
minar si se trataba de uno o varios hechos; porque tratándose de un solo hecho, se
deduciría (dentro de la dialéctica de los concursos penales) la imposición de una
sola sanción, aunque fuera exasperada; y, si se tratase de varios hechos, podrían,
en efecto, acumularse las sanciones correspondientes a cada uno de ellos aunque
se aplicase al final la reducción propia de una acumulación jurídica. Para la reso-
lución administrativa, como se trataba de hechos distintos (la embriaguez, el uso
de armas y las réplicas desatentas) se sancionó cada uno de ellos por separado y
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 525

sin acumulación jurídica. Sin embargo, apelada esta decisión, el Tribunal


Supremo, en la sentencia citada, anuló las sanciones impuestas por considerar
infringida la prohibición de bis in idem ya que se trataba, a su juicio, de un solo y
mismo hecho.
En mi opinión, no es correcta la solución judicial, puesto que los hechos no son
los mismos y no hay, por tanto, duplicado in idem. La mejor prueba de ello es que el
policía pudo «haberse embriagado no estando de servicio» pero sin hacer «uso inde-
bido de arma particular» y sin «replicar desatentamente al superior»; de la misma
manera que pudo replicar desatentamente al superior sin estar embriagado. Se trata,
pues, de tres hechos absolutamente distintos e independientes, merecedor cada uno de
ellos de una sanción también independiente, tal como se había resuelto en primera
instancia. Lo que no obsta, claro es, a que uno de ellos —la embriaguez— pueda ope-
rar psicológicamente sobre los otros como causa atenuante o agravante," pero ello no
hace al caso tal como están descritos los tipos en la norma.
Sea como fuere, el resultado es que nos encontramos ante tres hechos que están
tipificados, cada uno de ellos, como infracción distinta y sancionados por la misma
autoridad. Con la única peculiaridad de que fueron realizados por el mismo sujeto en
la misma unidad de tiempo. Prescindiendo, entonces, de las circunstancias modifica-
tivas de la capacidad, que son comunes (embriaguez, trastorno mental transitorio), no
entiendo por qué el Tribunal ha refundido los tres hechos en uno solo que, además, no
está tipificado legalmente.
Con todas estas aclaraciones ya podemos volver al principio: lo que importa de
veras es determinar inicialmente si nos encontramos ante uno o ante varios hechos. A
cuyo efecto la doctrina y la jurisprudencia se encuentran divididas por un dilema de
opciones incompatibles. De acuerdo con un primer criterio, el hecho se califica por
su percepción física o natural: es un hecho único el que responde a un solo acto de
voluntad y como tal se realiza en la vida y se percibe por el sujeto y los terceros. En
nuestro ejemplo, el altercado del policía con sus superiores. Pero también cabe utili-
zar un segundo criterio, que es cabalmente el hoy dominante: lo que califica los
hechos, como unidad o pluralidad, no es la naturaleza de la percepción natural del
observador y ni siquiera la voluntad del actuante, sino el legislador. Es la norma, en
otras palabras, quien nos dice en cada caso si media uno o varios hechos. Y la norma
tiene poder para, a efectos sancionadores, reunir varios hechos (naturales) en una sola
acción típica o, a la inversa, descomponer un solo hecho natural en varias acciones
típicas.
La norma no toma en consideración todos los elementos naturales del hecho,
puesto que le es indiferente si el autor es zurdo o diestro, si llovía o hacía sol, si el
monte era llano o accidentado; la norma sólo recoge lo que a sus efectos es esencial.
Pues bien, si prescindimos de los hechos naturales y nos atenemos a los tipos nor-
mativos, el problema se simplifica, ya que podemos encontrar la solución en los ele-
mentos que la norma ha seleccionado a la hora de tipificar el hecho.
Imaginemos un supuesto convencional: corte de árboles, no autorizado, en monte
público utilizando como herramienta una motosierra no homologada de uso prohibido
(por contaminante o por crear peligro de incendios). Desde el punto de vista físico o
natural es claro que tenemos un solo hecho; pero la norma lo descompone en dos
acciones: una, la de cortar árboles sin autorización; dos, la de utilizar motosierra de
uso prohibido. Acciones que ordinariamente irán separadas (se cortan los árboles del
monte público con hacha y se utiliza luego la motosierra en el almacén para trocear
los troncos antes de utilizarlos como combustible doméstico); pero que en este caso
se han fundido, en un solo hecho. Ahora bien, para la norma esta fusión es intrascen-
dente. Y por ello, en este supuesto convencional como en el real de la sentencia del
526 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

policía de 1988, al hilo de un solo hecho natural, hay varias acciones, varios tipos y
varias infracciones. En su consecuencia, no entra en juego la prohibición del bis in
idem y únicamente —si el legislador así lo dispone de forma expresa— pueden esta-
blecerse modalidades en la atribución de las penas por considerar que se trata de un
concurso real medial.
Cuando el factor normativo identifica con precisión el hecho natural no hay pro-
blema, en efecto. Lo que de ordinario sucede, sin embargo, es que el hecho típico es
ambiguo, de tal manera que en él caben más o menos elementos, de tal manera que
su identificación queda abierta al operador jurídico en cada caso concreto.
Volvamos al incidente tabernario. El primer operador jurídico (la Administración
sancionadora) decidió separar en tres grupos los elementos de hecho del fenómeno
natural y de allí resultaron tres acciones típicas. Mas el segundo operador (el juez con-
tencioso-administrativo) los juntó en uno solo hecho, en una sola acción y en una sola
infracción.
Independientemente de la eventual corrección —y utilidad— del análisis que
acaba de realizarse (que el tiempo y la crítica irán depurando) no puede pasarse por
alto que la jurisprudencia suele operar aquí, una vez más, de forma casuística con
resultados ordinariamente imprevisibles y que habitualmente no se argumentan debi-
damente.
Veamos ahora un ejemplo tomado de la STS de 11 de junio de 1998 (3.a, 4.a, Ar.
4759). La Administración había constatado tres alteraciones de una vía pública ( o
sea, alteraciones físicas en tres puntos distintos de una misma vía pública), por las que
se impusieren al autor único de todas ellas tres multas que en total sumaban dos millo-
nes y medio de pesetas considerando que se habían producido tres acciones y tres
infracciones: una solución plausible. Pero el Tribunal Supremo adoptó otra opción por
entender que se trataba de una sola acción (la realización de obras en un tiempo con-
tinuo) aunque se manifestara en tres lugares diferentes; y por tratarse de una sola con-
ducta infractora impuso una multa única de 80.000 pesetas. Una solución jurídica-
mente también plausible.
En estas condiciones no se puede hablar de solución correcta o incorrecta por-
que está fuera de dudas (como he expuesto en El arbitrio judicial) que, salvo
excepciones, no existe una solución correcta única sino que caben varias plausibles
y la plausibilidad depende de la razonabilidad de la argumentación. Al jurista le
corresponde ponderar las soluciones plausibles para escoger la más razonable sin
atreverse a descalificar por completo a las otras. En el ejemplo anterior yo me
inclino desde luego por la postura administrativa, que me parece aceptable desde
el punto de vista técnico-jurídico y que socialmente ha de ser la más eficaz ya que
en 1998 una multa —la judicialmente impuesta— de 80.000 pesetas era ridicula
para un contratista de carreteras, al que ni castigaba por lo ya hecho ni disuadía
para el futuro.
Si enlazamos ahora cuanto acaba de decirse con las consideraciones expuestas en
el capítulo cuarto (epígrafe III) a propósito de la distinción entre hecho y acción,
podemos realizar un análisis más preciso.
En el ejemplo tabernario nos encontramos con un hecho natural integrado por tres
elementos jurídicamente relevantes (embriaguez, uso de arma y réplicas desatentas) y
otros muchos irrelevantes que también formaban parte del hecho natural pero que la
ley no tiene en cuenta (el autor iba sin afeitar, era un día de fiesta, había dado al cama-
rero una generosa propina y, además, estaba disgustado porque su equipo favorito
había perdido el partido). Tres elementos naturales de un mismo hecho que respon-
dían a tres acciones humanas autónomas que sólo ocasionalmente habían convergido en
el hecho concreto: la acción de beber en exceso, la de exhibir un arma reglamentaria
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 527

estando fuera de servicio y la de haberse portado grosera y desatentamente con sus


superiores. Pues bien, la Administración —anudando las infracciones a las acciones
y no a los hechos (o a los elementos del hecho)— impuso tres sanciones acumuladas
por tratarse de un concurso real de infracciones; mientras que el juez —anudando la
infracción al hecho único (prescindiendo de la variedad de elementos concurrentes
jurídicamente relevantes)— impuso una sola sanción correlativa a una sola infracción.
Nótese, por tanto, que la Administración sancionó las acciones mientras que el juez
sancionó los hechos.
En el ejemplo de la ocupación de tres tramos de vía pública, nos encontramos con
tres hechos —en cuanto que separados topográfica y cronológicamente— jurídica-
mente relevantes que respondían a tres acciones (acción de ocupar el tramo A, el
tramo B y el tramo C). La Administración —anudando la infracción a las acciones y
pasando por alto la circunstancia de que fueran uno o tres los hechos naturales rele-
vantes— impuso tres sanciones por considerar que se trataba de tres infracciones.
Mientras que el juez, pasando por alto la circunstancia de que se tratase de tres hechos
naturales distintos, consideró que se trataba de una acción única aunque se manifes-
tase en tres lugares y tiempos diferentes.
En ambos casos podemos comprobar lo complejo que es el proceso humano (del
funcionario o del juez) de tomar la decisión sancionadora y lo lejos que se está del
«mecanismo lógico de subsunción» generalizado en el siglo xix y que todavía se sigue
invocando ocasionalmente en el siglo xxi. Para empezar el operador, partiendo de los
hechos naturales, ha de declarar cuáles son los que considera probados: una declara-
ción tocada ya de un fuerte subjetivismo, según se expuso páginas atrás. A continua-
ción debe «reconstruir» las acciones humanas que, a su juicio, provocaron los hechos
relevantes. Y digo reconstruir para subrayar de nuevo el subjetivismo de esta esta ope-
ración basada indefectiblemente en «conjeturas» personales más o menos fundadas.
Y sólo después de haber cubierto estas dos etapas puede entrar, si es caso, en el silo-
gismo lógico de la subsunción y en la determinación e interpretación de la norma apli-
cable (donde predomina, por cierto, el componente objetivo aunque sesgado inevita-
blemente por el arbitrio personal). Para llegar, por fin, a la última fase, la adjudica-
ción de la sanción, donde el subjetivismo alcanza el máximo puesto que sólo está
limitado por el abanico legalmente predeterminado y por el uso prudente y razonado
de la proporcionalidad.

2. INFRACCIONES DE ACCIÓN NO INSTANTÁNEA

El artículo 4.6 del REPEPOS da carta de naturaleza en el Derecho Administrativo


Sancionador a la figura de la «infracción continuada», que aparece bajo estas moda-
lidades: cuando en su «comisión persista el infractor de forma continuada» (ap. 1) y
la realización de acciones u omisiones que infrinjan el mismo o semejantes preceptos
administrativos, en ejecución de un plan concebido o aprovechando idéntica ocasión
[ap. 2].
Salta a la vista que el modelo de este precepto es el artículo 74 del Código Penal:
el que en ejecución de un plan preconcebido o aprovechando idéntica ocasión, realizase una
pluralidad de acciones u omisiones que ofendan a uno o varios sujetos e infrinjan el mismo o
semejantes preceptos penales, será castigado, como responsable de un delito o falta continua-
dos, con la pena señalada, en cualquiera de sus grados, para la infracción más grave, que podrá
ser aumentada hasta el grado medio de la pena superior [...]. Quedan exceptuadas de lo esta-
blecido en el párrafo anterior las ofensas a bienes jurídicos eminentemente personales, salvo
528 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

las constitutivas de infracciones contra el honor y la honestidad, en cuyo caso se atenderá a la


naturaleza del hecho y del p r e c i t o infringido para aplicar o no la continuidad delictiva.

Lo que llama la atención, no obstante, es que el Reglamento no haya incorpo-


rado la figura de la infracción masa, tan común en el ámbito del Derecho
Administrativo Sancionador (para comprobarlo baste pensar en las infracciones
en materia alimentaria y, en general, de protección a consumidores y usuarios),
que aparece tipificada en el n.° 2 del mismo artículo 74 con el elemento adicional
de «si el hecho revistiera notoria gravedad y hubiere perjudicado a una pluralidad
de personas», y doctrinalmente descrito así: «El sujeto activo, mediante una sola
acción o por varias acciones que, consideradas independientes, constituiría cada
una de ellas un delito o falta, pone en ejecución un designio criminal único enca-
minado a defraudar a una masa de personas, cuyos componentes individuales, en
principio indeterminados, no está unidos entre sí por vínculos jurídicos» (SAINZ
CANTERO).
El delito masa fue incorporado muy tardíamente al Código Penal español, como
recuerda la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio, de
reforma parcial y urgente del Código Penal:
Sabido es que los conceptos de delito continuado y delito masa son importantes creacio-
nes jurisprudenciales, desconocidas por el Derecho positivo, aunque no impedidas. No obs-
tante, la experiencia enseña que este vacío legal ha dado lugar a oscilaciones en la apreciación
de aquellas estructuras de responsabilidad, e incluso variaciones en los requisitos que exige la
propia jurisprudencia y doctrina cientifica. A partir del principio de conceder primacía valo-
rativa, en orden a la calificación del hecho o hechos, a la lesión jurídica, única o plural, por
encima de la unidad o pluralidad de acciones, se introduce un nuevo precepto, el articulo 69
bis, destinado a cubrir el vacío legal existente y a fijar punitivamente los elementos que no
pueden faltar para la apreciación del delito continuado, que adquiere asi fundamento en el
Derecho positivo.

Razonamientos que podrían aplicarse muy fácilmente en el ámbito del Derecho


Administrativo Sancionador, en el que tarde o temprano terminarán también positi-
vizándose. El artículo 4.6 del REPEPOS es, aunque incompleto, un primer paso en
tal dirección, puesto que el «plan preconcebido» es un elemento que suele acompa-
ñar a este tipo de infracciones. Lo que sucede, sin embargo, es que no está prevista
la correspondiente sanción. En realidad, el artículo 4.6 ha quedado incompleto,
puesto que se remite a las sanciones propias de las infracciones continuadas, y éstas
—a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal— no aparecen por ninguna
parte.
El apartado 1 del precepto que se comenta regula los aspectos procedimentales de
enjuiciamiento de las infracciones continuadas:

No se podrán iniciar nuevos procedimientos sancionadores por hechos o conductas tipi-


ficados con infracciones en cuya comisión el infractor tenga prevista de forma continuada,
en tanto no haya recaído una primera resolución sancionadora de los mismos, con carácter
ejecutivo.

El sentido protector de esta disposición es evidente: con ella se pretende evitar que
se inicien expedientes, incluso diarios, por una infracción única como es la propia de
la infracción continuada, al menos desde la concepción teórica que asume el
Reglamento (por oposición a otras corrientes que entienden que la acción continuada
está compuesta por una pluralidad de acciones, unidas únicamente por razones y a
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 529

efectos procesales). De acuerdo con este sistema, por tanto, sólo una vez recaida la pri-
mera resolución sancionadora (no parece muy claro qué es lo que se quiere decir con
su «carácter ejecutivo»), se rompe la unidad de acción y empieza una nueva infracción.
De la infracción continuada hay que distinguir la infracción permanente, en la
que una acción u omisión única crea una situación antijurídica, cuyos efectos per-
manecen hasta que el autor cambia su conducta. Como ejemplo puede valer la colo-
cación de una valla publicitaria de las prohibidas por la Ley de Carreteras. El
Reglamento no ha recogido esta figura probablemente porque tampoco aparece en
el Código Penal, que le inspira. Pero, si la existencia del delito permanente es indu-
dable en nuestro Derecho Penal y se utiliza con absoluta naturalidad en la doctrina
y en la jurisprudencia, no hay ninguna razón para ignorarlo en el Derecho
Administrativo Sancionador, que no puede detenerse en su fructífera actitud de
apropiarse de técnicas y figuras penales. Lo que sucede, con todo, es que se trata de
un camino (con dos fases: primero, la de asimilación y, luego, la de reelaboración)
que ha de ser necesariamente largo. Porque, a falta de una regulación positiva —o
con una regulación positiva fragmentada e incompleta—, la simple incorporación
de la figura no es suficiente y necesita un tratamiento jurisprudencial y doctrinal
posterior que no puede improvisarse en un día. Vistas así las cosas, aunque el régi-
men establecido por el REPEPOS no parezca en estos momentos muy útil, en razón
de su sumariedad, tiene una enorme trascendencia en cuanto que significa una aper-
tura inédita hacia aspectos del Derecho Penal a los que nunca se había acercado
todavía el Derecho Administrativo Sancionador.
La SAN de 8 de febrero de 2000 (Ar.754) admite que, tratándose de hechos per-
manentes, la Administración puede imponer nuevas sanciones cuando después de
haber impuesto ya una, el infractor no cesa en su conducta ilícita. Y ello porque «es
consustancial a la infracción permanente y a su perseguibilidad —como lo es también
para las infracciones continuadas— la posibilidad de que la Administración pueda rei-
terar el ejercicio de la potestad sancionadora en tanto no cese la situación de perma-
nente ilicitud... Lo que significa que, si una vez iniciado un procedimiento sanciona-
dor, la infracción permanece, lo que procedería sería la incoación de un nuevo expe-
diente, no la acumulación del hecho nuevo constatado al procedimiento en curso».
De la misma manera hay que separar de las dos figuras dichas la del delito habi-
tual o colectivo, entendido «como aquel constituido por una serie de acciones deter-
minadas, las cuales, tomadas en consideración individualmente, no revisten carácter
de delito». Paradigma de esta clase de infracciones es, en nuestro Código Penal, el
artículo 542, donde se habla de quien habitualmente se dedica a préstamos usuarios
( A . J. SAINZ MORAN, El concurso de delitos, 1 9 8 6 , 128).

XI. CONCURRENCIA DE ACTUACIONES COMUNITARIAS

El REPEPOS español de 1993 ha demostrado en este punto una inesperada


sensibilidad hacia las cuestiones relacionadas con la Unión Europea. En su artícu-
lo 5, en efecto, después de haber regulado las consecuencias de una concurrencia
de procedimientos punitivos —penales y administrativos—, establece en su núme-
ro 2 que
El órgano competente podrá aplazar la resolución del procedimiento si se acreditare que
se está siguiendo un procedimiento por los mismos hechos ante los Órganos Comunitarios
europeos. La suspensión se alzará cuando se hubiere dictado por aquéllos resolución firme.
530 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Si se hubiere impuesto sanción por los Órganos Comunitarios, el órgano competente para
resolver deberá tenerla en cuenta a efectos de graduar la que, en su caso, deberá imponer,
pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar la comisión de la infracción.

El mecanismo de esta suspensión corre paralelo al establecido en el artículo 7 para


el supuesto de un proceso penal pendiente (ya examinado antes) aunque con las
siguientes diferencias:
— En el artículo 7 se exige identidad de hechos, sujetos y fundamento, mientras
que en el artículo 5 basta la identidad de hechos.
— Una vez dictada la sentencia penal, si es condenatoria se cierra el procedi-
miento administrativo sancionador por imperativo de la regla del non bis in idem; en
cambio, tratándose de un procedimiento punitivo europeo, se admite de forma expre-
sa la superposición de sanciones y no se aborda la cuestión de una posible discordan-
cia de fallos (sancionatorio uno y absolutorio el otro) en los dos procedimientos. La
posibilidad de compensación de sanciones que prevé el Reglamento español concuer-
da con la doctrina establecida ya por el Tribunal Superior de Justicia de las
Comunidades Europeas (S. de 10 de junio de 1 9 8 0 : asunto 9 9 / 7 9 ; Lancóme), más
atrás ya analizada.
Lo que no se entiende bien es la prioridad que se ha dado al procedimiento euro-
peo. La suspensión tiene sentido cuando la sentencia penal ha de vincular a la
Administración; porque así se evita una duplicación de actuaciones, que pueden luego
resultar inútiles si la resolución penal es condenatoria. Pero, no habiendo vinculación,
lo único que se consigue con la suspensión es perder tiempo, ya que luego, cuando se
alce, habrá que realizar las actuaciones que no se hicieron en el tiempo debido. A todo
lo más podría justificarse un aplazamiento de la resolución —al objeto de poder coor-
dinar su contenido con la decisión europea—, pero siempre después de haber finali-
zado el periodo de instrucción. Y, aun así, tampoco sería ésta una solución innecesa-
ria, puesto que, si la resolución española se produjere antes que la europea, sería ésta
la que compensaría su sanción con la impuesta previamente por los órganos españo-
les, sin que tenga que suceder exactamente lo contrario, que es lo que impone el
REPEPOS.
En el mismo año en que se aprobó el Reglamento español ( 1 9 9 3 ) finaliza GRASSO
( 1 9 9 3 , 3 7 - 3 8 ) el prólogo a la edición española de su Comunitá europea e dirittopenal
con estas palabras: «las autoridades de los Estados miembros que impugnan sancio-
nes nacionales deberán tener en cuenta sanciones comunitarias previstas e impuestas
por el mismo hecho; a tal efecto, los países miembros deberían establecer un sistema
de compensación entre sanciones de diversa naturaleza con el fin de garantizar que en
el caso concreto puedan computarse sanciones diferentes». El REPEPOS no ha esta-
blecido, ciertamente, estas compensaciones de sanciones heterogéneas; pero, al
menos —y esto es lo más importante— invita a la Administración española a una
compensación que encuentra su última base positiva en el artículo 90.2 CECA, conde
se prevé en términos generales que, en el caso de doble tipificación (nacional y euro-
pea) a la hora de sancionar en concreto, deberá «tenerse en cuenta» la sanción ante-
rior. Cuenta que se traduce en una compensación que garantice la proporcionalidad
del castigo. En definitiva: el Derecho comunitario sólo acepta la posibilidad del bis in
idem en la medida en que la acumulación de las sanciones no viole el principio comu-
nitario de la proporcionalidad.
Pero aquí no se precisa, por tanto, que siempre haya de ser la Administración
nacional la que sancione la última, como dice el Reglamento español. La justificación
(que estamos buscando) de la fórmula adoptada por éste puede encontrarse, quizás,
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 531

en el Rapport á la Commission sur l'harmonisation des controles dans le domaine de


la PAC (del Servicio Jurídico de la Comisión, Doc XX B2-90-D. 2112 ss., 13 de junio
de 1990, p. 4): «se entiende que la sanción administrativa comunitaria no es obstácu-
lo a la aplicación de las sanciones nacionales, administrativas y penales, más seve-
ras». Las consecuencias de esta mayor severidad saltan a la vista: la sanción nacional
únicamente será operativa en la medida en que sea superior a la comunitaria, dado
que, en otro caso, su importe quedará absorbido, por el de ésta. En cambio, si es supe-
rior, será efectiva en la diferencia, ya que el «mínimo común» se compensa, según
sabemos. A título de conjetura puede aventurarse, por tanto, que el mecanismo sus-
pensorio del REPEPOS está pensando en la utilidad de una sanción nacional más
grave, o sea, que con ello se pretende evitar la imposición de una sanción anterior más
leve, que resultaría inútil.

XII. BALANCE FINAL

Al examinar el mandato de prohibición de bis in idem nos hemos encontrado


con las tres preguntas fundamentales que nos vienen acompañado obsesivamente
a lo largo de todo el libro y para las que casi nunca hemos logrado alcanzar una
respuesta tajante: ¿existe tal prohibición en el Derecho español? Si existe ¿es apli-
cable al Derecho Administrativo Sancionador? Y si es aquí aplicable ¿en qué
medida?
A) En contra de lo que acaba de apuntarse, por una vez podemos afirmar sin
vacilaciones que este principio es conocido y practicado desde antiguo en el Derecho
Penal —en el que ha encontrado, además, un desarrollo afinado— aunque sólo espo-
rádicamente se venía aplicando a las infracciones administrativas.
B) SU aplicación actual al sector del Ordenamiento que aquí interesa es proble-
mática: en parte porque tanto la legislación como la jurisprudencia han vacilado
mucho y en parte también porque quizás como consecuencia de esta falta de convic-
ción, se ha practicado una huida sistemática del mismo a través de las relaciones espe-
ciales de sujeción, la diversidad de intereses protegidos y la presencia de autoridades
de distinto orden. En general a los jueces, mejor que rechazar la regla o discutir su
vigencia, les es más cómodo aceptarla formalmente pero luego, si es el caso, no apli-
carla bajo alguno de los pretextos indicados.
C) En la hipótesis —que es la que parece más plausible— de que la prohibición
esté vigente y sea aplicable al Derecho Administrativo Sancionador, su operatividad
no puede ser intensa dado que, sin necesidad de acudir a los consabidos pretextos de
huida, son enormes las dificultades técnicas de su manejo, comprobándose, una vez
más, lo arduo que supone trasladar una dogmática desde el Derecho Penal, en el que
fue elaborada, al Derecho Administrativo Sancionador, cuyas circunstancias y condi-
ciones tan diferentes son de las de aquél.
Por arrastre de una inercia plurisecular se está exigiendo en el Derecho
Administrativo Sancionador la concurrencia de las tres identidades que, si tienen
sentido en el Derecho Penal, no, desde luego, en el Derecho Administrativo, ya que
cuando se trata de un eventual conflicto entre una condena penal y una sanción
administrativa, por definición una y otra han de tener distinto fundamento norma-
tivo (sin contar con la probable diferencia de los bienes jurídicos protegidos y de los
intereses en juego). En consecuencia, si se toma en serio la teoría de las tres iden-
tidades —que formalmente nadie se atreve a discutir— hay que terminar poniendo
muy en duda las posibilidades de su aplicación práctica al Derecho Administrativo
Sancionador.
532 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La identidad de los hechos, por su parte, resulta singularmente escabrosa habida


cuenta de la confusión teórica que existe en torno a la diferenciación de hechos y
acciones: una de las manchas más oscuras de la dogmática del Derecho represivo.
D) La regulación concreta de esta Fegla, tal como ha sido elaborada por la juris-
prudencia, deja, en fin, mucho que desear puesto que la precedencia del orden penal
sobre el administrativo carece de justificación cuando han intervenido jueces conten-
cioso-administrativos.
En un trance tan desesperado, en las páginas anteriores se ha aceptado —sin
demasiada convicción ciertamente— la posibilidad de que, a falta de criterios
mejores, pueda ser utilizada en este campo la teoría penal de los concursos de nor-
mas e ilicitos.
CAPÍTULO X

LA PRESCRIPCIÓN

SUMARIO: I. Estado de la cuestión.— II. Naturaleza jurídica.—III. Explicaciones lógicas, jurídicas y


sociopoliticas. IV Prescripción de la falta. 1. El artículo 132.1 de la LPAC. 2. Cómputo de plazos.
3. Interrupción del cómputo. V Caducidad de! procedimiento. 1. Prescripción material de la infracción y
caducidad formal del procedimiento. 2. La LPAC tras la reforma de 1999. VI. Prescripción de la sanción.
VII. Consideración final.

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

La circunstancia de que el articulo 132 de la PAC haya regulado no ha mucho


con elogiable precisión algunas cuestiones tercamente silenciadas hasta entonces por
las normas sancionadoras, ha simplificado de manera notable el tratamiento de esta
materia, enviando al desván de los recuerdos eruditos buena parte de las encendidas
polémicas y de las contradicciones jurisprudenciales con que se venían intentando
colmar las lagunas del Derecho positivo. Por obra y gracia de los renglones de una
ley se ha liberado el Derecho Administrativo Sancionador de la servidumbre de unos
preceptos del Código Penal, cuya extensión temporal (dos meses para las faltas y
cinco años para los delitos) era palmariamente inadecuada para las infracciones admi-
nistrativas y que había provocado una jurisprudencia vacilante que no lograba deci-
dirse nunca a la hora de escoger entre el plazo tan desmesuradamente largo de los
cinco años y el otro, no menos rechazable por breve en exceso. Pero, tal como se irá
viendo inmediatamente, no es sólo esta cuestión de los plazos la que ha quedado
resuelta por la nueva ley: algunas más han recibido por primera vez una regulación
normativa, sin perjuicio, bien es verdad, de que otras hayan quedado todavía abiertas.
A esta clarificación normativa ha seguido otra de naturaleza doctrinal de subido
valor técnico cristalizada fundamenta] en el libro de AGUADO (1999) y en la tesis doc-
toral de CABALLERO, publicada el mismo año, así como en el breve pero enjundioso
artículo de D E PALMA de 2001.
Estas circunstancias han aconsejado una revisión sustancial del presente capítulo,
del que se han podido eliminar planteamientos y desarrollos inevitablemente obsole-
tos a partir de la reforma legislativa de 1992. El valor de todo lo anterior (tal como se
describía en las ediciones precedentes) se reduce —y no es poco— al ejemplo de un
esfuerzo jurisprudencial, confuso y contradictorio ciertamente pero tenaz para suplir
a tientas el vacío que el silencio de la ley había producido. Por otra parte se ha ampliado
el análisis, antes meramente enunciado, de la vertiente procesal de la cuestión de los
efectos jurídicos del trascurso del tiempo, habida cuenta de que en el fondo se trata
de un elemento inseparable de los efectos materiales.
Uno de los puntos que ha dejado abierto la nueva redacción de la ley de procedi-
miento es el de si en ella se ha congelado el rango normativo legal, de tal manera que
los reglamentos sectoriales ya no pueden determinar por su cuenta plazos de pres-
cripción para infracciones específicas. El texto literal del artículo 132.1 («las infrac-
ciones y sanciones prescribirán según lo dispuesto en las leyes que las establezcan»)
[533]
534 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

parece abonar esta interpretación. Ahora bien, aunque tal postura se encuentre justi-
ficada desde el punto de vista formal, no puede olvidarse que sus consecuencias seri-
an perturbadoras por exceso de rigidez ya que impiden a la Administración el esta-
blecimiento de plazos más flexibles y mejor adoptados a la naturaleza de cada infrac-
ción, obligando a seguir otros inevitablemente simplificados y hasta rudimentarios.
Como fórmula de compromiso podría defenderse, entonces, la posibilidad de que
por vía reglamentaria pudiera la Administración establecer unos plazos variables y
más matizados —aunque eso sí y como garantía de los particulares— dentro de los
topes máximos señalados por las leyes: tanto por la LPAC como por las sectoriales
correspondientes.
La jurisprudencia actual es en este punto contundente ya que, remitiéndose de
forma expresa a sentencias anteriores a 1992, ha declarado sin ambajes que «la exi-
gencia de norma específica que señale los plazos de prescripción de las faltas admi-
nistrativas y de las sanciones puede ser cumplida por vía de reglamento» (STS de 27
de marzo de 1998, 3.a, Ar. 2901). Y todavía es más tolerante la de 6 de mayo de la
misma sección y año (Ar. 4629) al declarar que no existe reserva de ley para regular
la prescripción de las infracciones y que basta para ello una norma reglamentaria con
una habilitación legal genérica para su desarrollo, aunque ni la ley tuviera la más
mínima regulación de la prescripción ni en su genérica regulación reglamentaria
hiciera alusión de ningún tipo a esta extinción de la responsabilidad. Posteriormente,
en el mismo sentido la de 24 de julio de 2000 (Ar. 5228).
Lo dicho para los reglamentos vale también para las leyes autonómicas, como
advierte la STSJ de Cataluña de 24 de mayo de 2002 (Ar. 706) a propósito de la ley
catalana que establece que la interrupción de la prescripción se produce por cualquier
actuación de la Administración con respecto a la infracción y no, como dice la LPAC,
por la iniciación del procedimiento sancionador con conocimiento del interesado; la
ley de procedimiento es aquí, en suma, de aplicación supletoria. La STC 166/2002, de
18 de septiembre, ha marcado, no obstante, un criterio muy distinto al considerar
como básicos los preceptos de la LPAC en esta materia.
En un orden muy distinto de consideraciones la STSJ de Canarias/Las Palmas de
11 de mayo de 2000 (Ar. 1665) se alinea en la tesis doctrinal de que corresponde al
infractor probar la prescripción que alega ya que (en una realización de obra sin licen-
cia) «quien voluntariamente se ha colocado en una situación de clandestinidad en la
realización de unas obras (no) puede obtener ventajas de las dificultades probatorias
originadas por esa ilegalidad».

II. NATURALEZA JURÍDICA

La naturaleza de la prescripción de los delitos y de las penas es una de las cues-


tiones más discutidas del Derecho Penal. En los manuales aparecen largas listas de
«teorías», autores y escuelas contrapuestos para desesperación de los estudiantes que
han de memorizarlos. Unos entienden, en efecto, que es de naturaleza procesal (en
cuanto simple obstáculo procesal para su persecución) mientras que otros se inclinan
por su carácter sustantivo (en cuanto causa de extinción jurídico-material del ilícito y,
en su caso, de la pena), sin que falten tampoco, como es inevitable, las posturas mix-
tas o eclécticas. En la actualidad puede considerarse que la tesis dominante es la sus-
tantiva, ya que «tanto la prescripción del delito como la prescripción de la pena apa-
recen en el Derecho Penal español como instituciones de Derecho sustantivo, en cuanto
que suponen una renuncia por parte del Estado al derecho de castigar basada en
razones de política criminal aunadas por el transcurso del tiempo, que incide en que
LA PRESCRIPCIÓN 535

aquél considere extinguida la responsabilidad criminal y, por consiguiente, el delito y


la pena» (MORILLAS, 1991,200).
La cuestión dista mucho, por otra parte, de ser un entretenimiento profesoral ya
que sus consecuencias prácticas saltan a la vista. De aquí que haya sido objeto de una
profusa serie de sentencias de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, también con-
tradictorias (como podrá comprobarse de inmediato), sin peijuicio de que en los últi-
mos años estén predominando —al igual que en la doctrina— las tesis sustantivas.
Como ejemplo valga la de 10 de marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez
García), que se cita porque en ella se hace referencia expresa a la materia disciplina-
ria y sirve, por tanto, como puerta de entrada a la trasposición de estos problemas al
Derecho Administrativo Sancionador, que es en definitiva lo que aquí importa:

Es cierto que la doctrina ha discutido la naturaleza procesal o sustantiva de las reglas


reguladoras de la prescripción obteniendo consecuencias jurídicas distintas. Ahora bien, en
nuestro Derecho positivo se suele considerar que esta cuestión está resuelta al regularse en una
Ley sustantiva, el Código Penal, la materia referida a la prescripción de los delitos y de las
penas. En esta línea, la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial contempla en el Capítulo III,
Título m, Libro IV tanto el catálogo de infracciones y sanciones aplicables a jueces y magis-
trados como las relativas a la prescripción de unas y otras. Por otro lado, y al margen de las
razones derivadas de la ubicación sistemática de tales reglas, si la prescripción de la acción
penal, y ¡o mismo cabe decir de la acción disciplinaria, lo que impide es la persecución del
delito o de la infracción por razones de interés general, porque se considera inútil transcurri-
do un determinado plazo su castigo, no parece que desde este punto de vista pueda negarse
naturaleza sustantiva a las normas en materia de prescripción.

Este mismo prurito de precisión teórica ha llegado al Tribunal Constitucional,


cuya Sentencia 12/1991, de 28 de enero, es interesante, entre otras razones, porque en
ella se hace un resumen de la jurisprudencia ordinaria:
La prescripción de los delitos y faltas por paralización del procedimiento puede ser con-
cebida como una institución de carácter procesal e interpretación restrictiva, fundada en razo-
nes de seguridad jurídica y no de justicia intrínseca, cuya aplicación se haga depender de la
concurrencia del elemento subjetivo de abandono o dejadez en el ejercicio de la propia acción
o al contrario, puede ser considerada institución de naturaleza sustantiva o material, fundada
en principios de orden público, interés general o de política criminal que se reconducen al prin-
cipio de necesidad de la pena, insertado en el más amplio de intervención mínima del Estado
en el ejercicio del ius puniendi.
Es cierto que la primera de dichas construcciones conceptuales es característica del dere-
cho privado y la segunda más acorde con la finalidad del proceso penal y así lo viene cons-
tantemente declarando la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo en reitera-
das sentencias, entre las que basta citar las de 31 de mayo y 11 de junio de 1976, de 27 y 28
de junio de 1986 y de 28 de junio de 1988. Sentencia esta última de la que es oportuno aquí
destacar que, después de reiterar la concepción material de la prescripción penal, ajena a con-
diciones procesales del ejercicio de la acción, señala que esta doctrina más moderna, fue
ganando la jurisprudencia, que repudió toda analogía entre la prescripción civil y la prescrip-
ción del delito y que esta última tenga naturaleza procesal.

Dicho esto, el Tribunal Constitucional —reiterando una doctrina ya expuesta en


su Sentencia 157/1990— se abstiene de pronunciarse sobre el particular por entender
que «no corresponde a este Tribunal fijar una línea interpretativa de lo dispuesto en
el artículo 114 del Código Penal [...] pues, en definitiva, dichas cuestiones han de ser
resueltas por los propios órganos de la jurisdicción penal en cada caso concreto, pon-
derando también las circunstancias del caso para estimar si ha existido una auténtica
y real paralización del procedimiento». Y es que, como reiteradamente ha declarado
536 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

el Tribunal (SS 152/1987, 255/1988, 83/1989, 12/1991, 223/1991 y Autos 944/1986


y 112/1987), «la apreciación en cada caso concreto, de la concurrencia o no de la
prescripción como causa extintiva de la responsabilidad penal es una cuestión de mera
legalidad que corresponde decidir a los tribunales ordinarios y que carece de relevan-
cia constitucional».
Ni que decir tiene que el Derecho Administrativo Sancionador es tributario del
Derecho Penal en todos estos planteamientos y eventuales soluciones; razón que jus-
tifica el que me limite a una remisión en bloque a tal Derecho (cuya problemática ini-
cial acaba de ser brevísimamente expuesta), máxime si se tiene en cuenta que desde
la perspectiva del Derecho Administrativo ninguna aportación importante se ha hecho
hasta la fecha sobre el particular. Aunque sí son interesantes, desde luego, algunas
consecuencias deducidas del carácter sustantivo de la prescripción empezando por la
que aparece en la citada sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de enero de 1991
(posteriormente reiterada en la de 25 de noviembre de 1991) en la que se considera
admisible declarar que «la penalización del procedimiento debida a excesiva acumu-
lación de trabajo en el Juzgado, no imputable al peijudicado por la infracción penal,
no determina la aplicación de la prescripción». El Tribunal Constitucional entiende
que esta decisión es una consecuencia directa y necesaria de la «tesis procesalista»:
nada recomendable, desde luego, pero jurídicamente sostenible:
mantiene [la sentencia impugnada, al no admitir la prescripción] una teoría actualmente supe-
rada, pero que en modo alguno puede calificarse de irrazonable o arbitraría, como lo acredita
el hecho de que la propia jurisprudencia, en tiempos no muy lejanos, haya mantenido el mismo
criterio interpretativo hasta que se ha producido un cambio de orientación en el sentido que
hemos expuesto.

Sea su naturaleza sustantiva o procesal, el hecho es que su existencia puede ser


apreciada de oficio por el tribunal por la sencilla razón de que así es como opera
también en el Derecho Penal. Veamos algunos ejemplos de cómo razona el Tribunal
Supremo a este respecto. En la Sentencia de 5 de diciembre de 1988 (Ar. 9320;
Cáncer) se precisa que
La apreciación efectuada por ta sentencia de instancia no se refiere a la prescripción
adquisitiva o extintiva de acciones o derechos, lo que pudiere entrar en el poder dispositivo de
las partes, según la doctrina civil, sino de una condición objetiva necesaria para que se ejerza
el poder sancionador de la Administración obligatoria para ésta e irrenunciable para el infrac-
tor [...] el transcurso del plazo señalado por la ley sin que se imponga sanción, determina la
imposibilidad legal de efectuarlo y, si se ha hecho, se produce la nulidad radical de la sanción
impuesta.

Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de junio de 1989 (Ar. 5338; Trillo):
En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya sañalábamos que la apreciación del
instituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido pr el recurrente, no produce vicio de
incongruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo posturalado —anulación de
la resolución recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos
defectos y circunstancias que inciden en la legalidad de la resolución, pues no se compadece-
ría con el derecho a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya
que el principio de iura novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este res-
pecto y teniendo en cuenta el criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del
Derecho Administrativo los principios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más
recordar que la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resuelta-
mente la naturaleza material de la prescripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carác-
LA PRESCRIPCIÓN 537

ter procesal que se venía concediendo por influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posi-
bilidad de ser declarada de oficio en cualquier estado del procedimiento procesal (S de 3 de
diciembre de 1988).

En otro orden de consideraciones, la citada STS de 10 de marzo de 1987 (Ar.


10184 de 1988; Rodríguez García) declara que tiene efectos retroactivos la norma
posterior que reduce los plazos prescriptivos establecidos por la vigente en el momento
en que se cometió la infracción. Tesis que se apoya cabalmente en la naturaleza
material de tal figura; de donde se deduce que «por los mismos motivos por los que
se aplica la sanción más benigna prevista en la ley nueva, también debe aplicarse ésta
cuando en ella se establezca un plazo de prescripción más breve».
La cuestión, en definitiva, dista mucho de estar resuelta ya que, como estamos
viendo, en la jurisprudencia conviven pacíficamente las dos tesis contradictorias,
ambas consideradas plausibles, de tal manera que seguir una u otra compite libre-
mente al arbitrio judicial. Además, no sabemos hasta qué unto puede influir en la dis-
cusión la circunstancia de que en el Derecho Administrativo Sancionador esta mate-
ria aparece regulada genéricamente en una ley tan inequívocamente procesal como es
la LPAC y en un reglamente titulado «de procedimiento para el ejercicio de la potes-
tad sancionador». De botar es, sin embargo, que el artículo 132 se encuentra en un
capítulo titulado «principios de la potestad sancionadora» y no en el siguiente, donde
se regulan de forma específica los «principios del procedimiento sancionador».
Por lo demás, la incidencia procedimental de una prescripción producida antes y
fuera del expediente engarza con naturaliza ambas vertientes, según luce en el artículo
6,1 del Reglamento: «Cuando de las actuaciones previas se concluya que ha prescri-
to la infracción, el órgano competente acordará la no procedencia de iniciar el proce-
dimiento sancionador. Igualmente, si iniciado el procedimiento se concluyera, en
cualquier momento, que hubiese prescrito la infracción, el órgano competente resol-
verá la conclusión del procedimiento com archivo de las actuaciones. En ambos casos
se notificará a los interesados el acuerdo o la resolución adoptados».
Como quiera que sea, la naturaleza jurídica de la prescripción no ha llegado nunca
a plantearse seriamente en el Derecho Administrativo Sancionador: lo que en mi opi-
nión es una fortuna ya que en este ámbito no dejaría de ser una cuestión meramente
teórica. No existe, por tanto, necesidad alguna de reproducir aquí un problema carac-
terístico del Derecho Penal que puede esquivarse sin perjuicio.
Parece más propio, entonces, hablar de dos vertientes o efectos jurídicos de un
mismo fenómeno que de dos fenómenos distintas. Esta conexión de efectos se traduce
en en que, una vez prescrita la infracción (vertiente material o sustantiva) se cierra el
paso a la iniciación de un procedimiento sancionador (vertiente formal). La STS de
15 de octubre de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 7753) lleva este bloqueo hasta sus máximas con-
secuencias. La Administración había impuesto una multa de cero pesetas, en atención
a que la infracción había prescrito, pero ordenando la demolición de las obras indebi-
damente realizadas en dominio público. Pues bien, el Tribunal Supremo anuló la san-
ción impuesta (que en realidad no lo era) y también —esto era lo transcedente— la
orden de demolición « en cuanto medida meramente complementaria de la sanción».
Una vez más nos encontramos aquí ante una solución impecable en sede teórica pero
de consecuencias prácticas perversas ya que de ella había de resultar o bien la impu-
nidad del infractor y correspondiente usurpación de una parcela de dominio público
(lo que parece inadmisible) o bien la obligación de iniciar un nuevo expediente recu-
peratoria en contra de los principios más elementales de economía y eficacia.
¿No hubiera habido aquí posibilidad de conservar el acto o trámite viciado al
amparo de los artículos 65 y 66 de la LPAC? La STS de 24 de abril de 1999 (Ar. 5194,
538 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

en un recurso de casación en interés de la ley, rompió imperturbable la letra de la ley


al afirmar que «el artículo 63.3 de la LPAC ("la realización de actuaciones adminis-
trativas fuera de tiempo establecido para ellas, sólo implicará la anulabilidad del acto
cuando así lo impusiera la naturaleza del término o plazo") no implica la nulidad del
acto de imposición de una sanción administrativa fuera del plazo legalmengte previs-
to para la tramitación del expediente sancionador».

III. EXPLICACIONES LÓGICAS, JURÍDICAS Y SOCIOPOLÍTICAS

Para la doctrina penal no es obvia, ni mucho menos, la figura de la prescrip-


ción de los delitos y penas ya que supone —como decía SALDAÑA— «una prima
otorgada al criminal hábil». De aquí que se hayan buscado siempre explicaciones
que justifiquen su existencia y que suelen basarse en perspectivas de política cri-
minal bien sea centradas en el individuo (al que se supone «corregido» por sí
mismo al cabo del tiempo) o en el Estado (del que se supone que ha perdido ya
todo interés en su persecución). Para MORILLAS ( 1 9 9 1 , 1 9 7 ) , en efecto, «el Estado,
ante poderosas razones de política criminal y utilidad social basadas todas ellas en
los efectos que produce el paso del tiempo, que van desde la disminución del inte-
rés represivo, la extinción de los efectos antijurídicos del hecho y de la alarma
social producida, las dificultades probatorias hasta la eliminación del estado de
incertidumbre en las relaciones jurídicas entre el delincuente y el Estado, renuncia
a ejercitar el ius puniendi que le corresponde al declarar extinguida la responsabi-
lidad penal».
Dentro del Derecho Administrativo Sancionador, la jurisprudencia ha encontrado
múltiples explicaciones lógicas —de sentido común y de justicia— que justifican la
existencia de la prescripción de las infracciones y de las sanciones:

— bien sea por comparación con las faltas y delitos, «ya que no seria justo que
sean de peor condición que las tipificadas en el Código Penal» (STS 15 de noviem-
bre de 1988; Ar. 9084; García Estartús);
— bien sea «por la necesidad de que no se prolonguen indefinidamente situacio-
nes expectantes de posible sanción y su permanencia en el Derecho material sancio-
nador» (STS 14 de diciembre de 1988; Ar. 9390; González Mallo);
— o bien sea, en fin, porque «cuando pasa cierto tiempo se carece de razón para
el castigo, porque en buena medida, al modificar el tiempo las circunstancias concu-
rrentes, la adecuación entre el hecho y la sanción principal desaparece» (STS 16 de
mayo de 1989; Ar. 3694; Rosas).

Ahora bien, las justificaciones más abundantes son de índole jurídica, tal como
ha podido comprobarse ya más arriba. La propia sentencia de 16 de mayo de 1989
(Ar. 3694; Rosas) añade que «el mismo derecho a un proceso sin dilaciones indebi-
das invita a la aplicación del instituto de la prescripción». Otras muchas sentencias
aluden a la «seguridad jurídica» y, por supuesto, la explicación más socorrida se
apoya en la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del
Derecho Penal, entre los que se encuentra cabalmente el de la prescripción. Como los
testimonios en tal sentido son innumerables valga, por todas, la Sentencia de 14 de
diciembre de 1988 (Ar. 9390; González Mallo):
una corriente jurisprudencial constante ha venido reiterando la doctrina de que éste es también
uno de los aspectos en los cuales se manifiesta la existencia de principios comunes a todo el
LA PRESCRIPCIÓN 539

Derecho Sancionador, aplicables por tanto al Administrativo y uno de los cuales es el de la


extinción por prescripción de la infracciones y sanciones administrativas.

Siendo de advertir que esta tesis es la más antigua puesto que, contando con ante-
cedentes venerables, aparece ya perfectamente formulada en la importante sentencia,
ya parcialmente transcrita, de 9 de marzo de 1972 (y que mereció un comentario de
GONZÁLEZ P É R E Z aquel mismo año): si la norma nada dice

este silencio en ningún caso cabe interpretarlo negativamente sino como una aceptación táci-
ta, en el estricto sentido semántico, del régimen general del ilícito, supraconcepto compren-
sivo de sus manifestaciones fenoménicas administrativa y penal. Ilícito este último que por
implicar un reproche social más profundo constituye el límite máximo de los demás, según
prevé el artículo 603 del Código Penal y en consecuencia permite la aplicación supletoria en
esta materia del plazo de dos meses señalado en el artículo 113 para la prescripción de las
faltas.

Aunque sea referida al ámbito disciplinario militar la STS de 7 de julio de 2003


(Ar. 6486) ha teorizado que la prescripción «representa una autolimitación del Estado
en la persecución de las faltas disciplinarias en virtud de la cual el transcurso del tiempo
desapodera a la autoridad con potestad sancionadora para ejercerla imponiendo el
correspondiente correctivo».
Las argumentaciones jurídicas han encontrado de momento su formulación canó-
nica en los términos de la Sentencia de 16 de enero de 1990 (Ar. 585; Martínez
Sanjuán), cuya doctrina se reitera luego incesantemente en otras posteriores como las
de 6 de febrero de 1990 (Ar. 1256; Martínez Sanjuán) y 15 de febrero de 1990 (Ar.
1271; mismo Ponente):
no puede ser de peor condición una persona que comete una infracción administrativa que el
que comete una infracción penal constitutiva de una falta, por lo que, ante el silencio de las nor-
mas, habida cuenta que, en lo esencial, son transpolables los principios que informan el dere-
cho penal para las conductas punibles, a las infracciones reguladas por el derecho administrati-
vo sancionador, no se pude excluir respecto de estas últimas el efecto extintivo de la prescrip-
ción en el campo del ilícito administrativo, ya que ello, amén de crear situaciones contrarias al
principio constitucional de seguridad jurídica y al derecho de la persona a un enjuiciamiento
adecuado y rápido, originaría que conductas que representan una mayor gravedad y peligrosi-
dad más profiindas así como un reproche social mayor, cual sucede en las constitutivas de una
infracción penal, se verían favorecidas con dicha causa de extinción de su responsabilidad,
mientras que aquellas otras de naturaleza administrativa no logran expresado beneficio legal.

En otro orden de consideraciones, la Sentencia de 22 de enero de 1990 (Ar. 553;


Reyes) se cuida de precisar que «el fundamento de la prescripción no radica en la sub-
jetiva intención o voluntad del órgano administrativo de abdicar o renunciar, siquiera
implícitamente, al ejercicio de su derecho a sancionar sino en la objetiva inactividad
del mismo». Circunstancia que explica el que en la misma sentencia se advierta que
procede la prescripción «cualquiera que fuere la causa determinante de la paralización
del expediente».
Ahora bien, la Sentencia de 29 de abril de 1988 (Ar. 3242; Ruiz Sánchez), al
hablar de que la Administración no ha actuado «sin motivo de justificación», parece
dar a entender que si la inactividad en el proceder no es negligente sino «justificada»,
podría no haber lugar a la prescripción.

Hasta este momento se ha podido comprobar cómo la Jurisprudencia, a la hora de


aplicar la prescripción, utiliza sin más las normas penales. Pero conste que también
540 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cabe la posibilidad de llenar el silencio de las normas administrativas sancionadoras


con técnicas procedentes de otros sectores ordinamentales más alejados, como puede
ser el civil. Ésta es la solución que sigue la Sentencia de 23 de abril de 1974 (Ar. 1923;
Suárez Manteóla): «al no ser operante la prescripción de las faltas comprendidas en
el artículo 113 del Código Penal, al constreñirse [el caso de autos] a una falta de orden
administrativo, actúa con carácter supletorio el Código Civil en su artículo 1.961 [...]
y tratándose de una acción personal, se extingue a los quince años».
La Jurisprudencia ha acudido también a veces al propio orden administrativo,
pues sabido es que en algunas leyes administrativas se establecen plazos de prescrip-
ción para determinadas infracciones, que el Tribunal Supremo extiende a otras en las
que la figura no aparece. Esto es lo que, por ejemplo, hace la Sentencia de 27 de sep-
tiembre de 1969 (Ar. 4047; Roldan):
Por no encontrarse establecido un plazo de prescripción en la regulación administrativa de
esta materia, la alegación de caducidad carece de referencia legal a norma concreta que le sirva
de fundamento y, aunque tal laguna legal tenga que suplirse haciendo una aplicación analógi-
ca, para respetar el principio de seguridad jurídica que informa todo nuestro Ordenamiento
jurídico, el criterio a aplicar sería en todo caso, dada la similitud en su naturaleza de faltas
administrativas [...] el plazo de prescripción que establece el artículo 114 de la Ley de
Régimen Local. [Y en iguales términos, la STS de 30 de abril de 1970; Ar. 2354; Pérez
Frades.]

Ésta podría ser la regla general como apunta la STS de 3 de julio de 1987 (Ar.
6673; Jiménez Hernández):
la moderna orientación jurisprudencial plasmada en las Sentencias como las de 8 de febrero y
28 de septiembre de 1982 distingue entre dos grandes grupos, señalando que el primero de
ellos se halla constituido por las infracciones y sus correlativas sanciones de autotutela admi-
nistrativa y referidas directamente al buen orden administrativo y sanciones que tienden a la
protección del orden social general y son actuales respecto de todos los administrados sin
requerir una especial relación de sujeción administrativa; el segundo, por el contrario, está
integrado por quienes se encuentran en esa especial situación de relación administrativa que
no sólo alcanza a los funcionarios sino también a otros supuestos donde se da una relación
similar.

Distinción que, a efectos prescriptivos, se traduce en lo siguiente: para el primer


grupo rige el artículo 113 del Código Penal, mientras que para los segundos rigen las
normas de Derecho Administrativo.
Sin desconocer la importancia de cuanto antecede, en mi opinión las razones que
más pesan a la hora de establecer plazos prescriptorios son de índole sociopolitica. El
Estado tiene conciencia de que existe una enorme masa de ciudadanos —sin exage-
ración puede hablarse de la mayoría de la población— que de forma deliberada o no
son autores de infracciones administrativas más o menos graves. Tal como se ha desa-
rrollado en las primeras páginas de este libro, todos sabemos que a lo largo del día
alguna falta de tráfico habremos cometido y, a fin de año, el contribuyente más escru-
puloso nunca puede estar seguro de librarse de algún expediente fiscal; de la misma
forma que empresarios muy honestos saben que sobre ellos penden ciertos incumpli-
mientos en los confusos ámbitos de la seguridad del trabajo y de la producción. En la
sociedad de riesgo en que vivimos, el más frecuente es desde luego el de cometer
alguna infracción administrativa.
Si en la actualidad sabemos —como PRODI ha estudiado muy bien apoyado en una
bibliografía amplísima aunque curiosamente desconocida por los juristas— el origen
común, y sus constantes interrelaciones posteriores, de los pecados y los delitos,
LA PRESCRIPCIÓN 541

siempre se ha hecho notar que la simetría de estos dos órdenes parece romperse ante
la ausencia de prescripción de los pecados. Y, sin embargo, el paralelo subsiste puesto
que la prescripción de los ilícitos mundanales es el correlativo de la confesión reli-
giosa (católica). El Dios de Roma como los Estados nacionales no permiten la situa-
ción indefinida de culpa y por eso han establecido mecanismos periódicos de limpie-
za: en un caso la confesión pascual y en el otro la prescripción.
El Estado, con objeto de tranquilizar los ánimos de los infractores, les brinda la
seguridad jurídica a través de la prescripción: un mecanismo inrreprochable para los
infractores de buena fe. Pero ¿qué decir de aquellos que de forma deliberada han
infringido confiando en que la incuria administrativa les permita escapar del casti-
go? Los españoles (y no sólo ellos) son aficionados a los juegos de azar y asumen
con habitualidad el azaroso riesgo de sus comportamientos, singularmente en los fis-
cales y urbanísticos. Más todavía: en las empresas avanzadas se contabilizan con
naturalidad las consecuencias económicas de estos riesgos y se provisionan fondos
para cubrir las multas que se preven. Aquí el azar es sustituido por el cálculo y se
estudian de antemano las probabilidades de ser descubierto y si el montante de las
sanciones compensa de los beneficios de las infracciones. Porque las infracciones,
incluso sancionadas, pueden ser económicamente rentables. La legislación comuni-
taria —y ahora también la española— han establecido que el importe de las sancio-
nes tiene que garantizar en todo caso que la infracción no produzca beneficio algu-
no a su autor. Medida acertada aunque ingenua con evidencia pues se olvida que lo
ordinario es que las infracciones no sean aisladas, de tal manera que si se consigue
anular el beneficio de una sola, la ventaja se mantiene a cargo de las impunes. Este
es el negocio que bien conocen y practican los empresarios aunque lo ignore el legis-
lador, o finja ignorarlo la Administración represora y los tribunales lo fomenten con
su beata convicción de que únicamente es lícito sancionar el hecho descubierto y no
los comportamientos.
Ni que decir tiene que los empresarios avispados no se contentan con los jueces
de azar y con los cálculos económicos sino que, además, intervienen descaradamen-
te en el sistema represivo mediante dos operaciones complementarias: utilizando pri-
mero sus hábiles auxiliares, notoriamente superiores a los empleados de la
Administración de ordinario poco estimulados, para demorar hasta el máximo las
tareas de inspecciones y procedimientos sancionadores, y así dar lugar a que se pro-
duzca la esperada prescripción.
Mas no se trata sólo de eso porque también se producen maniobras de mayor
envergadura convenciendo a los órganos políticos de las ventajas de una prescripción
breve. En estas relaciones caben todas las variantes de la corrupción, de la amenaza y
del halago. El Gobierno adquiere así aliados políticos cuando no económicos, encubre
su incapacidad técnica de inspección y se convierte en adepto interesado en la con-
signa de «borrón y cuenta nueva» que premia los comportamientos futuros honestos
con el atractivo inmediato del perdón para el pasado.

IV PRESCRIPCIÓN DE LA FALTA

Hasta 1992 la situación, más que defectuosa, era intolerable puesto que los jueces
contencioso-administrativos no habían sido capaces de asimilar las reglas penales de
prescripción, quizás porque éstas eran inadecuadas a las circunstancias propias de las
infracciones administrativas. Así las cosas, la LPAC resolvió la cuestión de la manera
más simple, es decir, ofreciendo una solución específicamente administrativa, que
despejó de una vez por todas las dificultades que venían arrastrándose como conse-
542 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

cuencia de unos planteamientos importados del Derecho Penal. Por ello puede decirse
que el artículo 132.1 de la LPAC —como todo su Título IX— es el primero y más
importante jalón del «giro administrativo» del Derecho Administrativo Sancionador
del que tanto se ha hablado en el presente libro.

1. E L ARTÍCULO 1 3 2 . 1 L P A C

El artículo 132.1 de la LPAC ha venido a despejar, como sabemos, la mayor parte


de las cuestiones que hasta 1992 venían provocándose por la ausencia de una regula-
ción legal expresa. El nuevo sistema es muy simple: la ley común se remite a lo dis-
puesto en las leyes especiales, estableciendo unos plazos subsidiarios para el supuesto
de silencio de éstas:
1. Las infracciones y sanciones prescribirán según lo dispuesto en las leyes que las esta-
blezcan. Si éstas no fijan plazos de prescripción, las infracciones muy gTaves prescribirán a los
tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses; las sanciones impuestas por
faltas muy graves prescribirán a los tres años, las impuestas por falta graves a los dos años y
las impuestas por faltas leves al año.

La discordancia de plazos entre infracciones y sanciones leves (seis meses y un


año respectivamente) fue introducida por el Congreso, modificando a tal fin el
Proyecto gubernamental que preveía un año para ambos supuestos.
Es claro, desde luego, que siempre se podrá discutir sobre las ventajas e inconve-
nientes de cualquier plazo que se determine, puesto que es inevitablemente conven-
cional; pero nadie podrá regatear dos méritos de la nueva regulación: primero, que los
plazos establecidos, aunque discutibles, son prudentes y no pueden ser tachados ni de
cortos ni de largos, de tal manera que la Administración ya no podrá descuidarse en
el futuro a la hora de perseguir las infracciones, pero tampoco vivirá con la angustia
—como sucedía con los dos meses— de que al menor retraso va a quedar impune el
infractor; y segundo, que el criterio empleado, al utilizar como referencia la gravedad
de la propia infracción, es el único que puede adoptarse en términos generales, aun-
que la verdad es que en ocasiones la naturaleza y circunstancias de la infracción tie-
nen a estos efectos mayor relevancia que el grado de la misma. Piénsese a este pro-
pósito que existen faltas muy grave de constatación y persecución sencillas mientras
que otras simplemente graves, a incluso leves, pueden pasar desapercibidas por la
Administración o ésta no dispone de medios burocrático-estructurales para su escla-
recimiento, con la consecuencia de que terminan prescribiendo de ordinario. Pero
naturalmente estas previsiones no tienen cabida en una ley general y supletoria sino
en la especial que es la única que está (casi) en condiciones de matizar los supuestos
concretos.
Vistas así las cosas, la discordancia de ciertos regímenes especiales con lo esta-
blecido en el artículo 132.1 LPAC es perfectamente justificable y con frecuencia hasta
necesario.

2. C Ó M P U T O DE PLAZOS

De acuerdo con el n.° 2 del citado artículo 132 —fuertemente inspirado en el


correlativo artículo 114.1 del Código penal—, «el plazo de prescripción de las infrac-
ciones empezará a contarse desde el día en que la infracción se hubiere cometido».
LA PRESCRIPCIÓN 543

El legislador se ha inclinado, pues, por una opción concreta: la más objetiva y la


que mejor sirve a la seguridad jurídica, ya que tanto el infractor como la
Administración saben con exactitud a qué atenerse.
No hay que olvidar por ello, sin embargo, que caben otras posibilidades empe-
zando por la que sostiene que la dilación del expediente durante más de seis meses
produce inexorablemente su caducidad, como sienta la Sentencia de 22 de julio de
1988 (Ar. 6328; Delgado):
la regla de nuestro sistema —artículo 49 de la Ley de Procedimiento Administrativo— es la
de que las actuaciones administrativas realizadas fiiera del tiempo establecido son válidas de
suerte que el defecto temporal no pasa de ser una mera irregularidad no invalidante; pero esta
regla encuentra excepción en los supuestos en que el plazo constituye elemento esencial de la
potestad administrativa actuada: éste es justamente el caso de la potestad sancionatoria en la
que el plazo, por razones de seguridad jurídica, intensifica su importancia.

O en los términos más genéricos de la Sentencia de 17 de febrero de 1989 (Ar.


1184; Esteban), «como declaran las Sentencias de 30 de noviembre de 1987 y 7 de
marzo de 1988, siguiendo la doctrina de la Sala tercera en su sentencia de 9 de marzo
de 1972, la prescripción opera también cuando, una vez incoado el procedimiento, el
mismo queda paralizado durante el plazo prescriptivo».
Por cuya razón, en definitiva, «transcurrido el lapso de tiempo necesario para pro-
ducir la caducidad, la Administración ha de limitarse a declararla, sin que pueda legal-
mente hacer declaraciones que atribuyan a una persona la comisión de una infrac-
ción» (S de 26 de julio de 1988; Ar. 6048; Delgado).
Las Sentencias de 2 de febrero y 9 de febrero de 1993 (Ar. 659 y 702; ambas de
Hernando), por su parte, llegan a la misma conclusión pero al amparo del Código
Penal y no de la LAP:
Procede entender prescrita la infracción por paralización del procedimiento por el perío-
do comprendido entre la apertura del expediente [...] y la emisión del informe previo, pues
durante tal lapso de tiempo no hay en el expediente administrativo trámite o actuación alguna,
por lo que hay que entender que el expediente estuvo paralizado y comoquiera que tal inacti-
vidad es superior a los dos meses previstos en el artículo 113 del Código Penal.

Sea como fuere, la primera cuestión que aquí se presenta es la determinación del
dies a quo, o sea, el momento en que empieza a correr la prescripción.
En el Derecho Penal está muy claro que «el término de la prescripción comenza-
rá a correr desde el día en que se hubiere cometido el delito» (art. 114.1 del Código).
En el Derecho Administrativo Sancionador, sin embargo, el Tribunal Supremo se esta-
ba inclinando por la solución opuesta, es decir, que el plazo empieza a contar el día
en que la Administración tiene conocimiento de la infracción, no desde el que se
cometió (cfr„ entre otras muchas, las de 2 de julio de 1973, Ar. 3129, Martín de Hijas;
25 de enero de 1989, Ar. 485, García Ramos, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502, Ruiz
Sánchez)
Esta acepción parece desde luego más justa pero no resulta aceptable por la incer-
tidumbre que genera ya que no resulta fácil, ni para la Administración ni para el
infractor, acreditar cuál es el momento exacto del conocimiento. No obstante, en algu-
nos ordenamientos sectoriales se hace referencia expresa a la aparición de algún
«signo externo» que permita descubrir infracciones que de otra suerte permanecerían
indefinidamente ocultas con absoluta impunidad para los autores. Piénsese, por ejem-
plo, en el supuestos contemplado en la STS de 31de diciembre de 1983 (Ar. 479 de
1984) referido a una trasmisión ilícita de licencia sin autorización municipal. El razo-
544 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

namiento del tribunal es irrebatible al argumentar que «la circunstancia de la clan-


destinidad del disfrute de la licencia no permite computar el comienzo del término
hasta el día en que la Administración, ajena a la relación existente entre el denunciante
y el actor, tuvo conocimiento de los hechos y, por consiguiente, le fue factible ejerci-
tar aquella potestad, es decir, desde la fecha de la denuncia». Mas no debe olvidarse
que en la fecha de esta sentencia todavía no existía la tajante declaración de la ley
actualmente vigente, pero debe entender que, diga lo que diga el texto legal, sigue
siendo aplicable para las infracciones clandestinas mientras sigan siendo inaccesibles
a los órganos administrativos de vigilancia.
Años más tarde la STSJ de Andalucía/Málaga de 25 de julio de 2003 (Ar. 885 de
2004), en un supuesto en el que se discutía el inicio del plazo de prescripción de la
infracción de construir sin licencia, ha declarado que «la carga de la prueba no la
soporta la Administración municipal sino quien voluntariamente se ha colocado en
una situación de clandestinidad en la realización de unas obras [...] y que por tanto ha
creado la dificultad para el conocimiento del día inicial. (En su consecuencia) no
constando la fecha en que se ejecutaron y concluyeron las obras ni constando por
tanto la fecha de comisión de la infracción, aquélla habrá de referirse al momento en
que la autoridad municipal tuvo conocimiento de la comisión de la infracción.
Entre el automatismo de la fecha en que se cometieron los hechos y la impreci-
sión de la fecha en que «se tuvo conocimiento» de ellos cabe, con todo, una fórmula
intermedia más justa, a saber, la de la fecha en la que la Administración «pudo haber
conocido» los hechos ejerciendo una vigilancia exigible. Otra cosa es, no obstante,
que los jueces se decidan a aceptar esta opción. Lo que no parece probable teniendo
en cuenta su obsesión garantista, es decir, su inequívoca tendencia a proteger al
infractor particular olvidando los intereses de los particulares perjudicados por la
infracción y, por descontado, el interés público por el respecto a la legalidad violada.
La Sentencia de 31 de diciembre de 1983, que acaba de ser citada, demuestra, con
todo, la viabilidad de esta fórmula. Ahora bien, esta sugerencia tropieza con no pocas
dificultados cuando se la contrasta con el actual artículo 132 de la LPAC. Porque si
bien es verdad que se inicia con una remisión general a lo establecido en las leyes sec-
toriales estamos hablando aquí de una hipótesis jurisprudencial o doctrinal.
La temática adquiere un mayor interés práctico cuando las infracciones se anali-
zan no desde la perspectiva de su contenido material sino desde la de la forza de su
realización. Porque es el caso en que el trascrito número segundo del artículo 132
cubre el supuesto de las infracciones instantáneas, que son las más frecuentes, pero
deja sin regular las demás manifestaciones, cuyo análisis ha sido realizado con por-
menor por DE PALMA ( 2 0 0 1 ) .

A) En las infracciones instantáneas la ilegalidad se comete a través de una acti-


vidad momentánea por la que se consuma el ilícito sin que ello suponga la creación
de una situación duradera posterior. Piénsese en la desatención de una señal ordena-
dora de tráfico.
B) La segunda variedad es la de la infracción continuada, que en términos gene-
rales ya ha sido examinada páginas atrás. En este tipo de faltas, como la infracción se
continúa cometiendo hasta que se abandona la situación antijurídica, el plazo de pres-
cripción no se inicia hasta ese momento. Así lo ha entendido en repetidas ocasiones
el Tribunal Supremo aun sin contar con una cobertura legal explícita. La Sentencia de
30 de octubre de 1991 (Ar. 9175), por ejemplo, hace suya una declaración de la de
instancia donde se advertía que la falta enjuiciada «es de las que en el derecho puni-
tivo se denominan "permanentes", esto es, que subsisten mientras no cesa la situación
que la motiva ni por tanto se inicia el cómputo del plazo para su prescripción». Con
LA PRESCRIPCIÓN 545

la advertencia, además, de que para el Tribunal Supremo es al infractor a quien corres-


ponde probar el momento en que ha cesado la situación ilicita por él creada, habida
cuenta de que ello resultaría extraordinariamente difícil para la Administración.
Las Sentencias del Tribunal Supremo en que se recoge y reitera este criterio son
numerosísimas. Así, dos de 17 de mayo de 1999 (3.a,7.a, Ar. 5191 y 5192): «nunca
opera la prescripción respecto de conductas que se han continuado realizando durante
la sustanciación del procedimiento sancionador, ya que este instituto no puede apli-
carse a actividades que permanecen en el tiempo»; y, apurando aún más, la de 6 de
marzo de 2000 (3.a,6.a, Ar. 7048) declara que no prescribe la infracción continuada
que se siguió realizando mientras se tramitaba el expediente sancionador, incluso aun
cuando éste se paralizase indebidamente.
Esta doctrina, por muy dominante que sea, no permite desconocer otra contraria
—recogida pormenorizadamente en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 8 de
febrero de 2000 (Ar. 754)— conforme a la cual «la prescripción (de la infracción con-
tinuada) se produce a favor del sancionado aun cuando éste persista en la comisión
del hecho [...] ya que tal conducta antijurídica no impedirá a la Administración per-
seguir el hecho nuevo en un procedimiento diferente, pero no puede beneficiar a
aquélla cuando incumple directa y abiertamente sus deberes de dictar resolución en
plazo».
C) Las infracciones de estado pueden considerarse como una subvaríante de la
figura anterior caracterizada porque el tipo normativo únicamente se refiere a la pro-
ducción de una situación (estado) antijurídica mas no su mantenimiento. En otras
palabras: la infracción, tanto en este caso como en la permanente, se conecta con un
acto instantáneo de ilicitud que —a diferencia de las infracciones instantáneas en sen-
tido propio y al igual que sucede con las permanentes— provoca la creación de una
situación ilícita indefinida que —por contraste con las infracciones permanentes— no
se integra en el tipo y, por ende, no merece reproche alguno del legislador y, en últi-
mo extremo, es en este momento cuando empieza a correr el plazo de la prescripción.
DE PALMA pone como ejemplo de esta figura el tipo del artículo 23.a) de la Ley de
Seguridad Ciudadana consistente en «la apertura de establecimientos careciendo de
autorización».
Esta construcción doctrinal parece, no obstante, artificiosa y nada útil (salvo para
la indebida protección de los infractores) porque en verdad no se entiende este trato
privilegiado que tanto favorece a los autores de la falta. Es posible que DE PALMA se
aferre al texto literal de la ley, pero es difícil creer que la ley haya pretendido (en el
ejemplo) sancionar una acción instantánea y dejar impune la situación jurídica con-
secuente. De la misma manera que no resultaría funcional desdoblar la misma acción
en otras dos: una, la de creación y otra la de mantenimiento de la situación creada.
Más todavía, en sentido gramatical correcto el término de apertura tiene dos acepcio-
nes concurrentes: «acción y efecto» de abrir o instalar.
A la vista de tantas incongruencias no tiene nada de particular que —como la
misma publicista observa— la jurisprudencia se haya resistido a admitir esta figura
en sede teórica, aunque bien es verdad que la práctica la aplica sin vacilaciones pero
sin justificaciones expresas. Así, tratándose de la construcción de un quiosco en zona
marítimo-terrestre sin concesión administrativa, la STS de 3 de noviembre de 1999
(3.a, Ar. 8261) considera que el plazo de prescripción ha de comenzar a computarse
desde el momento concreto de la realización de la construcción ilegal y no desde que
se dejó de ocupar el dominio público, como sostenía la Administración.
D) Por lo que se refiere a la infracción permanente, en esta variante se produ-
cen, simultánea o sucesivamente, varias acciones distintas (por ej. el cobro mensual y
reiterado por un colegio de cuotas de alumnos que sobrepasan los precios autorizados
546 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

por la Administración) pero a las que la ley cubre con un tipo único. Ni que decir tiene
que el ilícito permanente, tanto en el Derecho Penal como en el Derecho
Administrativo Sancionador, supone una enorme ventaja para el infractor puesto que
la sanción atribuida a una sola falta no ha de ser superior a la correspondiente a tres
o a trescientas: benevolencia que no se entiende bien desde la política criminalística
o de represión administrativa. Vistas así las cosas el régimen de cómputo del plazo de
prescripción —que comienza cuando se comete la última acción aunque las anterio-
res tuvieran lugar en fecha pasada lejana— viene a ser, por así decirlo, una «com-
pensación sistémica» de la ventaja indicada.
Si nos atenemos a la prescripción —que es lo que en estos momentos interesa—
el régimen del artículo 132.1 del Código penal es muy claro: en los delitos perma-
nentes el plazo empieza a contar desde el día en que se cometió la última infracción
mientras que en los delitos continuados la prescripción corre desde el día en que se
elimina la acción ilícita. En el Derecho Administrativo Sancionador los problemas
vienen a la hora de calificar una infracción como continuada o como permanente. La
casuística jurisprudencial es ciertamente rica a este propósito, pero aún no se ha depu-
rado sucintamente esta cuestión en sede teórica.
Ni que decir tiene que nada de esto aparece regulado en el REPEPOS, pero la alu-
sión inequívoca a la «falta continuada» implica una conexión deliberada con el régi-
men penal que queda así incorporada al Derecho Administrativo Sancionador en los
términos modalizados que ya conocemos.
E) D E PALMA DEL TESO ha incorporado al acervo del Derecho Administrativo
Sancionador la figura de la infracción de hábito, tomándola obviamente del delito
penal del mismo nombre.
Estas infracciones —dice— se caracterizan por la necesidad de repetición de
actos en una conexión objetiva tal que permita hablar de hábito y hasta ese momento
no se consuma la infracción y, por lo mismo, el cómputo del plazo de prescripción
deberá empezar a contar a partir de realizarse la última acción que forma parte de la
infracción. En otras palabras, no son infracciones las acciones individualmente con-
sideradas sino su cometido conjunto: es la reiteración la que aporta el contenido anti-
jurídico de una infracción administrativa compuesta por una pluralidad de acciones
individuales.

3. INTERRUMPCIÓN DEL CÓMPUTO

El tiempo de la prescripción puede verse afectado por varias incidencias que


modifiquen su curso normal y fundamentalmente su interrupción o suspensión.
El párrafo segundo del artículo 132.2 LPAC declara a tal propósito que «interrum-
pirá la prescripción la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento
sancionador, reanudándose el plazo de prescripción si el expediente sancionador estu-
viere paralizado durante más de un mes por causa no imputable al presunto respon-
sable». El precepto abre no pocos interrogantes que desafortunadamente no fueron
aclarados por vía reglamentaria.
La primera duda que aquí se plantea es la precisión de ese momento de «inicia-
ción» a que se alude en el precepto legal. Importa aclarar, en suma, en qué acto puede
materializarse esa iniciación y, además, si existen otros actos-e incluso hechos— dis-
tintos al de iniciación susceptibles de interrumpir el cómputo de los plazos.
Si se contextualiza con lo dispuesto en el artículo 69 de la misma ley hay que
deducir que se trata de un acto formal inequívoco: «los procedimientos —-advierte el
número 1— se iniciarán de oficio por acuerdo del órgano competente». Y a esta for-
LA PRESCRIPCIÓN 547

malidad se atiende coherentemente la ley en otros lugares. Así, en el número siguien-


te se prevé la posibilidad de abrir un período de información previa: «con anteriori-
dad al acuerdo de iniciación (y con el fin de conocer) la conveniencia o no de iniciar
el expediente». Resulta claro, por tanto, que la información, por ser «previa», es ante-
rior al procedimiento y que no interrumpe la prescripción; de la misma manera que
sucede con las medidas provisionales adoptadas «antes de la iniciación del procedi-
miento» a que alude el artículo 72.2. Intención que se mantiene en el artículo 12 del
REPEPOS: «con anterioridad a la iniciación del procedimiento se podrán realizar
actuaciones previas con objeto de determinar con carácter preliminar si concurren cir-
cunstancias que justifiquen tal iniciación». Sobre este particular la STS de 13 de
marzo de 2002 (Ar. 3473) declara inequívocamente que «la interrupción de los pla-
zos prescriptivos no se produce por la tramitación de diligencias reservadas o infor-
maciones previas sino por la apertura del procedimiento disciplinario mediante el
correspondiente acuerdo de incoación».
Por lo demás, la casuística jurisprudencial se ha ido encargando de precisar algu-
nos puntos más o menos oscuros. Veamos algunos supuestos: la suspensión del pro-
cedimiento provocada por la iniciación de actuaciones penales no reabre los plazos de
prescripción por no ser esta paralización imputable a la Administración (STSJ de
Cataluña de 9 de octubre de 1998 ; Ar. 3856); el plazo de prescripción no corre mien-
tras se tramite el recurso administrativo interpuesto contra la resolución sancionadora
(STSJ de Madrid de 3 de noviembre de 1998; Ar. 4249); el intento de notificación del
acuerdo de iniciación de un expediente sancionador devuelto por encontrarse ausente
su destinatario pero realizado con todas las garantías interrumpe el plazo de prescrip-
ción (STSJ de Andalucía/Granada de 3 de noviembre de 1998; Ar. 4251).
Según acaba de verse, el cómputo se reanuda si el procedimiento se detiene durante
más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. Al utilizar el verbo
reanudar bien claro se está diciendo que en el cómputo se contabiliza el tiempo ya
trascurrido (menos el mes de la interrupción) rechazando la tesis, antes tan generali-
zada, de que cualquier interrupción ponía, por así decirlo, el contador a cero y, en su
caso, había que volver a empezar. En rigor, pues, aquí no se trata de una interrupción
sino de una suspensión.
No hay que olvidar, sin embargo, que algunas regulaciones sectoriales, como la
de tráfico, excepcionan la regla general admitiendo que la interrupción se produce
«por cualquier actividad de la Administración encaminada a averiguar la identidad o
domicilio del presunto infractor». Actividad que, por su propia naturaleza, no es sus-
ceptible de notificación al interesado ya que cabalmente se ignora su identificación o
domicilio. Y en el mismo sentido advierte el artículo 22 de la LPSPV que «la reali-
zación de cualquier actuación encaminada al logro de la finalidad del procedimiento
y razonablemente proporcional a dicha finalidad impedirá considerar paralizado el
procedimiento, aunque tal actuación no esté expresamente prevista en la norma pro-
cedimental, siempre que la misma haya sido acordada por el órgano competente y se
encuentre debidamente documentada».
MENDIZÁBAL, que ha estudiado detenidamente este punto (1988), entiende que la
prescripción puede ser interrumpida tanto por el particular (mediante la interposición de
reclamaciones y recursos) como por la Administración. En este último caso —y tal
como advierte la STS de 2 de junio de 1987 (Ar. 4715; Mendizábal)— la «inactividad
administrativa ha de ser total respecto de la relación jurídica individualizada en cues-
tión, al menos externamente»; pero, apuntillan tanto el artículo como la sentencia, que
«la interrupción no requiere que la actuación administrativa alcance la finalidad última
del procedimiento y se refleje en un acto administrativo en el sentido estricto del térmi-
no, sino que puede ser obra de cualquier acción sin tal talante definitivo como, por ejem-
548 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

pío, una inspección». A tal propósito tiene una extraordinaria importancia práctica el
que el Tribunal Supremo venga exigiendo habitualmente que los actos de interrupción
sean conocidos por el particular, pues de no ser así le sería muy fácil a la Administración
argumentar, quizás de mala fe, que se habían producido. Y es que, como insiste la sen-
tencia, «la exteriorízación es un requisito o presupuesto de eficacia, según refleja el artí-
culo 45 de la Ley de Procedimiento Administrativo y ha exigido esta Sala precisamen-
te en el ámbito de la prescripción de las infracciones administrativas».
Resulta evidente que este artículo 132.2 de la LAP está inspirado en el Código
Penal; pero independientemente de ello, el mero dictado de un acto administrativo, aun
sin ser notificado al interesado, interrumpe ya el curso de la caducidad (o de la pres-
cripción). Así lo declara la Sentencia de 10 de octubre de 1989 (Ar. 7347; Martín del
Burgo) por entender que «la notificación del acto administrativo no es condición de
validez, ni menos de existencia del mismo, sino simplemente de su eficacia frente al
interesado; lo que respecto de la institución debe servirnos para que los actos no noti-
ficados en su momento, pero conocidos finalmente, deban servir para testimoniar la
existencia de una actividad administrativa dentro del respectivo procedimiento, impe-
ditivo o mejor incompatible con la calificación de inactividad que ha de ser la base de
la caducidad del procedimiento». Y todo ello por una razón extrema, a saber; que «la
caducidad más que en un fundamento subjetivo del abandono del procedimiento, no
presumible en principio y de muy difícil indagación, debe basarse en el objetivo de la
inactividad o pasividad en su tramitación, lo que es perfectamente comprobable».
Por otro lado, la jurisprudencia dictada a propósito de los actos capaces de pro-
ducir la interrupción es contradictoria, puesto que si en algunos casos se afirma (por
ejemplo, STS de 15 de octubre de 1979; Ar. 3452) que ni las diligencias previas ni la
información reservada interrumpen la prescripción como tampoco cualquier actividad
interna de la Administración (STS 4 de febrero de 1981; Ar. 1058; Martín Ruiz), en
otras ocasiones se ha sostenido la postura opuesta (SSTS de 2 de enero de 1980, Ar.
150, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502).
En un orden muy distinto de consideración conviene recordar que el Tribunal
Supremo no ha sufrido nunca vacilaciones en este punto: la existencia de la prescrip-
ción es apreciable de oficio por la sencilla razón de que así es como actúa también en
el Derecho Penal, Veamos algunos ejemplos de cómo razona el tribunal. En la sen-
tencia de 5 de diciembre de 1988 (Ar. 9320; Cáncer) se precisa que

la apreciación efectuada por la sentencia de instancia no se refiere a la prescripción adquisitiva


o extintiva de acciones o derechos, lo que pudiera entrar en el poder dispositivo de las partes,
según la doctrina civil, sino de una condición objetiva necesaria para que se ejerza el poder san-
cionador de la Administración, obligatoria para ésta e irrenunciable para el infractor; [...] el
transcurso del plazo señalado por la ley sin que se imponga sanción, determina la imposibili-
dad legal de efectuarlo y, si se ha hecho, se produce la nulidad radical de la sanción impuesta.

Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de julio de 1989 (Ar. 5338; Trillo):
En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya señalábamos que la apreciación del ins-
tituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido por el recurrente, no produce vicio de incon-
gruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo postulado —anulación de la resolu-
ción recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos defectos y cir-
cunstancias que incidan en la legalidad de la resolución, pues no se compadecería con el derecho
a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya que el principio de iura
novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este respecto y teniendo en cuenta el
criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del Derecho Administrativo los prin-
cipios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más recordar que la jurisprudencia de la
LA PRESCRIPCIÓN 549

Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resueltamente la naturaleza material de la pres-
cripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carácter procesal que se venía concediendo por
influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posibilidad de ser declarada de oficio en cualquier
estado del procedimiento procesal (S de 2 de diciembre de 1988).

La STC de 15 de octubre de 1991, por su parte, apoyándose en otra anterior


73/1989, advierte que «la apreciación de si un delito o falta penales o una falta disci-
plinaria y su correspondiente sanción han prescrito no posee por sí misma relevancia
constitucional sino que es de legislación ordinaria y no puede ser revisada en sede
constitucional».

V CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO

La inactividad de la Administración produce dos afectos favorables al particular:


por un lado, tal como acaba de verse, la prescripción de la infracción; y, por otro, la
caducidad del procedimiento ya iniciado (o perención). Se trata, en principio, de dos
figuras distintas aunque es evidente que sus efectos pueden entrecruzarse en una
maraña casuística que ha analizado CABALLERO de forma muy cuidadosa.

1. PRESCRIPCIÓN MATERIAL DE LA INFRACCIÓN Y CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO

La casuística jurisprudencial ofrecía innumerables supuestos en los que se bara-


jan —o al menos se superponen— las figuras de la prescripción de la infracción y de
la caducidad del procedimiento. Esto sucede concretamente, por ejemplo, cuando ini-
ciado puntualmente un expediente sancionador, luego la Administración interrumpe
su tramitación durante un período superior al exigido para la prescripción. En tales
casos si el interesado alega la prescripción, los tribunales, como veremos luego, sue-
len estimar su petición. Lo cual es justo y formalmente correcto; pero para llegar a tal
conclusión resulta necesario realizar determinadas precisiones previas.
Por lo pronto importa distinguir las figuras de la prescripción de la sanción y de
la caducidad del procedimiento, según advierte la Sentencia de 20 de diciembre de
1988 (Ar. 9988; González Navarro): «hay que distinguir prescripción de la infracción,
caducidad del derecho de acción para perseguir esa infracción y perención del proce-
dimiento». Afirmación impecable, cuyo alcance puede precisarse más con la lectura
de las páginas 461 a 486 del tomo II del Derecho Administrativo español (Pamplona,
1988), escrito por el propio ponente de la sentencia, el catedrático de Derecho
Administrativo Francisco GONZÁLEZ NAVARRO, y a cuyo texto íntegro me remito. El
término «perención», equivalente a «caducidad del procedimiento», es un viejo con-
cepto recuperado por GONZÁLEZ NAVARRO, que la jurisprudencia posterior ha acepta-
do con naturalidad.
En algunos casos, el tribunal pone de relieve con absoluta precisión la diversidad
de ambas figuras. Así, la Sentencia de 13 de junio de 1988 (Ar. 5332; Ruiz Pérez)
define la caducidad (del expediente) como un «modo anormal de finalización del pro-
cedimiento administrativo determinado por su paralización durante el tiempo estable-
cido por no haber tenido lugar actos procesales por parte del órgano al que corres-
ponde impulsar su prosecución». O la de 9 de marzo de 1988 (Ar. 1825; Martín del
Burgo): «el transcurso del tiempo entre un trámite y otro de un procedimiento admi-
nistrativo, esto es, el hecho de su paralización durante cierto tiempo, lo que podría
originar no es la prescripción de la infracción, mejor dicho, del derecho de la
Administración a perseguirlo, sino la caducidad del expediente».
550 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Pero otras veces confunden los tribunales ambas figuras, como denuncia la
Sentencia de 6 de marzo de 1990 (Ar. 1952; Martín del Burgo) al revocar la senten-
cia apelada: «la paralización, de producir efectos, no daría lugar a la puesta en juego
de la prescripción, sino a la caducidad del procedimiento». La verdad es que hay
muchas sentencias que equiparan acríticamente prescripción y caducidad, así como
otras que manejan ambos términos de forma equívoca. Valga de ejemplo la de 18 de
noviembre de 1987 (Ar. 8214; Hernández Santiago), que se reproduce en otras
muchas, como en la de 21 de mayo de 1993 (Ar. 3787; Goded):

si bien en nuestro Derecho no existe una norma jurídica que fije la distinción entre caducidad
y prescripción, instituciones, ambas, que responden a la común razón de la presunción de
abandono del derecho como de las acciones que son su consecuencia, la prescripción, como
legitimación al ejercicio tardío del derecho en beneficio de la seguridad jurídica, ha de aco-
gerse en aquellos supuestos en los que la Administración negligentemente o por laxitud deja
transcurrir varias veces un lapso legal máximo para hacer renacer el derecho a exigir o corre-
gir las conductas ilícitas administrativas.

Y la de 8 de febrero de 1991 (Ar. 1216; Ruiz Sánchez), evocando la vieja dogmá-


tica civilista, advierte que la tesis que rechaza «implica la confusión entre los institu-
tos de la prescripción y la caducidad que se rigen por principios distintos en cuanto a
las posibles interrupciones». En ocasiones, la confusión entre prescripción y caducidad
puede resultar de la ambigüedad de este concepto, que en unos casos se refiere al plazo
legalmente admisible para ejercitar una acción o consolidar un derecho y, en otros,
tiene un alcance estrictamente procedimental (caducidad de un expediente en tramita-
ción). Y cabalmente para evitar malentendidos es por lo que la doctrina ha acudido al
término —que no es ambiguo sino equívoco— de prevención.
La diferenciación entre prescripción de la falta y caducidad del expediente o
perención no puede ser, pues, conceptualmente más clara ni contar con fundamentos
lógicos más seguros. El problema se ha encontrado siempre, con todo, en el hecho de
no existir textos positivos que avalen tal solución. La vieja Ley de Procedimiento
Administrativo de 1958 admitía ciertamente una variante de perención por paraliza-
ción del expediente por culpa del interesado: tenor literal que impedía su juego cuan-
do la paralización era debida a la Administración, que es la que puede beneficiar a los
infractores en un expediente sancionador. Al menos ésta fue la interpretación juris-
prudencial más extendida (como aparece documentado en las pp. 412-414 de la pri-
mera edición de esta obra). Aunque también es verdad que la doctrina contraria tam-
poco es rara.
La cuestión que con más frecuencia aparece en la práctica es la que podría deno-
minarse gráficamente «caducidad de la interrupción», referida a los supuestos en los
que, interrumpido el curso de una prescripción por iniciación de un procedimiento o
de diligencias previas (o de inspecciones fiscales, que es el caso más ordinario), se
deja luego caducar el procedimiento o las actuaciones, suscitándose entonces la duda de
si la interrupción se mantiene indefinidamente o si sólo contará hasta el momento
de la declaración de caducidad o, en fin, si no contará en absoluto.
La respuesta viene dada en el artículo 92.3 de la LPAC: «La caducidad no produ-
cirá por sí sola la prescripción; pero ¡os procedimientos caducados no interrumpirán
el plazo de prescripción». Medida prudente par evitar artimañas administrativas ya
que, como ha advertido CABALLERO (377), «resulta tentador interrumpir la prescripción
con el inicio de actividades inspectoras y obtener una jugosa prórroga de cuatro o cinco
años. Pero ese modo de proceder mal se compadece con los derechos de los ciudada-
nos y el principio constitucional de la seguridad jurídica. La Administración tributaria
LA PRESCRIPCIÓN 551

tendrá que reforzar sus servicios de inspección, pero lo que no es de recibo es que un
impuesto se termine liquidando una década más tarde de cuando se devengó».
En definitiva: mientras se están tramitando legalmente unas actuaciones previas (es
decir, dentro del plazo legal y sin incurrir, por tanto, en caducidad) el plazo de pres-
cripción material se interrumpe o suspende; pero se reanuda si se incurre en caducidad
y lo mismos sucede cuando lo que se deja caducar es el expediente principal. Así lo ha
declarado en términos contundentes el Tribunal principal. La Sentencia de 28 de febrero
de 1996 (Ar. 1764) ha declarado, en efecto, que «si las actuaciones inspectoras no cris-
talizan en las correspondientes actas en un plazo de seis meses desde que se iniciaron, se
tendrá por no producida la interrupción que el inicio de aquellas actuaciones supuso».
Criterio corroborado por otra de 18 de diciembre del mismo año (Ar. 9309) y seguida-
mente por otras cinco de la misma fecha de 28 de octubre de 1997.
De notar es, por otra parte, que el Grupo Parlamentario de Euskadiko Ezquerra
presentó en las discusiones del Congreso una enmienda de adición sobre «la peren-
ción o caducidad del procedimiento por inactividad de la Administración», que no fue
aceptada y que literalmente decía así:
Iniciado el procedimiento administrativo sancionador y transcurrido un mes desde la noti-
ficación personal al interesado de cada uno de los trámites dispuestos por el procedimiento
legal o reglamentariamente establecido sin que se impulse el trámite siguiente, el expedientado
podrá requerir por escrito de la Administración actuante la continuidad del procedimiento y si
transcurren dos meses sin que ésta realice las actividades necesarias para la reanudación de la
tramitación, se producirá la perención del procedimiento, con archivo de las actuaciones.

La verdad es que el contenido de esta enmienda se encontraba ya reflejado en el artí-


culo 43.4 dentro del capítulo primero («Normas generales») del título cuarto («De la
actividad de las Administraciones Públicas»), que, aunque no se refiere específicamen-
te a los procedimientos sancionadores, es inequívocamente aplicable a ellos, dado su
tenor literal: «Cuando se trate de procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de
producir actos favorables para los ciudadanos [...].» Pues bien, aquí se prevé lo que está-
bamos llamando «perención», que ahora se denomina caducidad: tales procedimientos
se entenderán caducados y se procederá al archivo de las actuaciones, a solicitud de cualquier
interesado o de oficio por el propio órgano competente para dictar la resolución, en el plazo
de treinta días desde el vencimiento del plazo en que debió ser dictada, excepto en los casos
en que el procedimiento se hubiera paralizado por causa imputable al interesado, en los que se
interrumpirá el cómputo del plazo para resolver el procedimiento.

En esta regulación, incluso antes de estar positivizada, se apoya una práctica juris-
diccional consolidada, tal como aparece en la STS de 8 de noviembre de 1993 (Ar.
8606; Peces).
Incoado el procedimiento sancionador antes de transcurrir el plazo de la infracción y tra-
mitado sin solución de continuidad hasta pronunciar la resolución sancionadora, no cabe apre-
ciar abandono de la acción por parte de la Administración y, en consecuencia, no concurre
aquélla porque se notificare el pliego de cargos al responsable una vez transcurrido el plazo de
prescripción computado desde el momento de comisión de la infracción ya que una de las fina-
lidades del procedimiento sancionador es, precisamente, esclarecer los hechos para determinar
las responsabilidades susceptibles de sanción.

Conviene tener presente, no obstante, que en algunas normas se ha optado por la


solución contraria, como sucede en el artículo 16 del Reglamento de Procedimiento
Sancionador en materia de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad viana:
552 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Si no hubiere recaído resolución transcurridos treinta días desde la finalización del plazo
de seis meses desde la iniciación del procedimiento, se producirá la caducidad de éste y se pro-
cederá al archivo de las actuaciones a solicitud de cualquier interesado o de oficio por el pro-
pio órgano competente para dictar la resolución, excepto en los casos en que el procedimiento
se hubiera paralizado por causa imputable a los interesados [...].

2. L A L P A C TRAS L A REFORMA D E 1 9 9 9

Hasta no hace mucho tiempo, y a falta de una regulación normativa expresa, la


situación era bastante confusa puesto que había que guiarse por una jurisprudencia
ciertamente avanzada mas no exenta de contradicciones. En la actualidad, la nueva
redacción dada en 1999 a la Ley 30/92 ha aclarado mucho las cosas superando defi-
nitivamente los balbuceos reguladores manifestados en el REPEPOS. Desde 1999 el
artículo 44 de la LPAC dice así: «En los procedimientos iniciados de oficio, el venci-
miento del plazo máximo establecido sin que se haya dictado y notificado resolución
expresa no exime a la Administración del cumplimiento de la obligación legal, pro-
duciendo los siguientes efectos: 1. En los procedimientos en que la Administración
ejercite potestades sancionadoras o, en general, de intervención susceptibles de pro-
ducir efectos desfavorables o de gravamen, se producirá la caducidad. En estos casos,
la resolución que declare la caducidad ordenará el archivo de las actuaciones».
La reforma de 1999 ha afectado, por tanto, sensiblemente al artículo 20.6 del
Reglamento sancionador, que actualmente debe leerse así: Si no hubiere recaído reso-
lución trascurridos seis meses desde la iniciación, teniendo en cuenta las posibles
interrupciones de su cómputo por causas imputables a los interesados o por la sus-
pensión del procedimiento a que se refieren los artículos 5 y 7 (apertura del procedi-
miento sancionador ante los órganos comunitarios europeos o del proceso judicial
penal o en los supuestos previstos en el artículo 42.5 LPAC), se iniciará el cómputo
del plazo de caducidad establecido en el artículo 44.2 de la misma ley y la resolución
que declare la caducidad ordenará el archivo de las actuaciones a los efectos previs-
tos en el artículo 92.2 y 3. («2. La caducidad no producirá por sí sola la prescripción
de las acciones de la Administración, pero los procedimientos caducados no inte-
rrumpirán el plazo de prescripción. 3. Podrá no ser aplicable la caducidad en el
supuesto de que la cuestión suscitada afecte al interés general o fuere conveniente sus-
tanciarla para su definición y esclarecimiento»). La STS de 5 de diciembre de 2001
(3.a, 5.a, Ar. 508 de 2002) se ha ocupad detenidamente de esta cuestión razonando que
el artículo 43.4 de la LPAC «al decir que la caducidad llevará consigo el archivo de
las actuaciones no puede ser interpretado como impidiendo la reapertura de otro expe-
diente aunque la infracción no haya prescrito (pues) una conclusión de esta naturale-
za sería literal y frontalmente contraria al artículo 92.3 [...]. Lo que el artículo 43.4
dispone es que estas actuaciones deberá ser archivadas, pero el precepto nada dice de
la posibilidad de reiniciar el expediente, lo que se regula en el artículo 92.3».
La secuencia procedimental será, pues, la siguiente: Cometida una falta empieza
a correr un plazo de prescripción (tres, dos o un año, según la gravedad) que se inte-
rrumpe con la iniciación del procedimiento sancionador; ahora bien, si éste no es
resuelto dentro de seis meses, se produce una perención con la consecuencia del archi-
vo de las actuaciones y de la reanudación del cómputo de la prescripción: siendo de
advertir, además, que la Administración puede abrir u nuevo expediente por la misma
falta antes de que ésta haya prescrito. Ésta es, al menos, la tesis jurisprudencial que
puede considerarse dominante (cfr. la STS de 16 de julio de 2001; 3.a,4.a, Ar. 6765),
sin desconocer otras que dicen exactamente lo contrario.
LA PRESCRIPCIÓN 553

En este último supuesto cabe preguntarse por la eventual aplicación de lo dis-


puesto en el artículo 60 LPAC: «el órgano que declare la nulidad o anule las actua-
ciones dispondrá siempre la conservación de aquellos actos y trámites cuyo conteni-
do se hubiera mantenido igual de no haberse cometido la infracción». Desde una pers-
pectiva literalista la respuesta debe ser negativa puesto que la perención nada tiene
que ver con la nulidad y, sobre ello, el precepto no alude a una conversión a posterior.
No obstante, la respuesta afirmativa es perfectamente defendible al amparo de los
principios de eficacia y economía procesal, máxime cuandp de esta forma no se pro-
duce disminución alguna de las garantías del particular. Ésta es, por otra parte, la
práctica administrativa admitida por la jurisprudencia. Las SSTS de 15 y 22 de octu-
bre de 2001 (3.a,4.a, Ar. 10190 y 9837 de 2002) han aclarado que «el acuerdo de rei-
niciar el expediente puede y debe fundarse en los mismos documentos que, con el
valor de denuncia, determinaron la iniciación del expediente caducado; de la misma
manera que la caducidad no determina la falta de efectos de las actas, informes y
documentos que se incorporarán al nuevo procedimiento».
Lo dispuesto en el número 5 del artículo 92 («podrá no ser aplicada la caducidad
en el supuesto de que la cuestión suscitada afecte al interés general o fuere conve-
niente sustanciarla para su definición y esclarecimiento») nunca ha sido aplicado (en
lo que se sabe) por la Administración. Lo que no deja de ser extraño habida cuenta de
su manifiesta utilidad. Tal no uso puede explicarse por la pereza de la Administración
que, si ha dejado caducar el procedimiento, no es lógico que tenga luego ganas de
continuarla al amparo de este régimen excepcional que, además, tantos problemas téc-
nicos lleva consigo y, principalmente, el eventual control judicial sobre su ejercicio
para vigilar si es plausible la invocación del interés público legitimante y la necesidad
de terminar alguna vez la situación de incertidumbre. Porque si este número cuatro,
al permitir una interrupción sin término, abre la posibilidad de una prolongación inde-
finida del plazo de prescripción, la invocación del interés público no puede justificar
una incertidumbre también indefinida.
El n.° 2 del artículo 6 del REPEPOS incorpora una variante adiccional de perención
ya que advierte que, sin necesidad de esperar a los seis meses, «transcurridos dos meses
desde la fecha en que se inició el procedimiento sin haberse practicado la notificación de
éste al imputado, se procederá al archivo de las actuaciones, notificándoselo al imputa-
do sin perjuicio de las responsabilidades en que se hubiera podido incurrir».
Lo que aquí tiene lugar, en rigor, es que el incumplimiento de un mero trámite ame-
naza de nulidad todas las actuaciones posteriores y, entonces, para ahorrar una conti-
nuación que terminaría siendo inútil, se hace abortar el procedimiento incluso antes de
haber empezado propiamente porque es de notar que si no se ha notificado la inicia-
ción del procedimiento no se habrá producido interrupción del cómputo de la pres-
cripción, ya que el artículo 132.2 exige a estos efectos el conocimiento del interesado.
Así se castiga la inactividad de la Administración en beneficio de la seguridad jurí-
dica del interesado a quien se libera de la ansiedad de vivir indefinidamente bajo la posi-
bilidad de ser expedientado. Pero ni que decir tiene que de esta forma se abre un porti-
llo a la impunidad más absoluta a costa de los intereses públicos ya que no es difícil ima-
ginar la siguiente situación: transcurridos los dos meses sin notificación, el infractor,
con objeto de no alertar a la Administración actuante, no denuncia el hecho ni pide el
archivo de las actuaciones; de esta manera seguirá corriendo el tiempo hasta ir consoli-
dante la prescripción de la infracción. En cambio, si se denunciara el retraso, la
Administración podría iniciar un nuevo expediente antes de que la falta haya prescrito.
Volvamos ahora a las interconexiones entre las vertientes material y formal de la
prescripción en sentido amplio entendida. A tal propósito ya hemos visto antes que la
incidencia de la prescripción material sobre el procedimiento es extensa desde el
554 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

momento en que aquélla bloquea la iniciación de éste. La incidencia sentido inverso


no es en cambio tan rigurosa puesto que la caducidad del procedimiento no bloquea
la prescripción material de la infracción, cuyos plazos siguen corriendo con indepen-
dencia de aquélla hasta tal punto que si la prescripción no se ha consumado puede ini-
ciarse un nuevo procedimiento.
Así lo declara terminantemente el artículo 92 de la LPAC: «La caducidad (del pro-
cedimiento) no producirá por si sola la prescripción de las acciones del particular o de
la Administración, pero los procedimientos caducados no interrumpirán el plazo de
prescripción»; y así lo ha ratificado la STS de 12 de junio de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 4602)
en un recurso de casación en interés de la ley, en la que se precisa que «la caducidad
de un expediente sancionador no constituye obstáculo alguno para la posibilidad de ini-
ciar o reiniciar otro procedimiento dentro del plazo de prescripción».
Sin olvidar que también cabe otro supuesto, siquiera sea raro. Algunas normas se
cuidan de advertir que transcurrido cierto tiempo desde un momento determinado (el
acto jurídico de concesión o reconocimiento de un derecho, por ejemplo) ya no se
pueden iniciar diligencias administrativas para la averiguación de la comisión de una
infracción.
En términos generales puede afirmarse que el progreso que ha significado la posi-
tivización normativa del régimen de prescripciones y perenciones se encuentra afeado
por las lagunas que ha dejado abiertas y por su innecesario barroquismo; sin olvi-
dar tampoco la circunstancia, admitida sin discusión, de que las perenciones operan
en el trámite de los recursos. En consecuencia parece acertado el juicio global de
CABALLERO (pp. 4 5 8 - 2 5 9 ) cuando observa que «no tiene justificación alguna el des-
perdigamiento en multitud de reinos de taifas que sufre una cuestión tan delicada
como es el procedimiento sancionador. El principio de seguridad jurídica demanda la
posibilidad de conocer el Derecho aplicable a las diversas situaciones jurídicas , sin
tener que desarrollar toda una actividad de investigación. Si ya es distorsionadora la
diversificación de los cauces formales para sancionar según la Administración que
ejerza esa potestad, el panorama se ensombrece más con la aparición de previsiones
especiales por razón de la materia. Además, como estas normas —por lo común regla-
mentos que son fácilmente reformables— no contienen normalmente una regulación
acabada, resulta deleznable la penosa tarea de construir el Derecho positivo, contras-
tando un reglamento especial con lo dispuesto en el REPEPOS y en la LPAC. Con iro-
nía, pero sobre todo con razón, G O N Z Á L E Z PÉREZ y G O N Z Á L E Z NAVARRO han hablado
de voladura incontrolada del procedimiento sancionador».

VI. PRESCRIPCIÓN DE LA SANCIÓN

«El plazo de prescripción de las sanciones —establece el artículo 132.3 de la


LPAC— comenzará a contarse desde el día siguiente a aquel en que adquiera firme-
za la resolución por la que se impone la sanción—. Interrumpirá la prescripción la ini-
ciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento de ejecución, volviendo
a transcurrir el plazo si aquél está paralizado durante más de un mes por causa no
imputable al infractor».
Esta norma parece clara pero ofrece dos cuestiones hermenéuticas de gran impor-
tancia práctica.
En primer lugar, la inteligencia de a qué clase de «firmeza» se refiere. Por lo
general se entiende que la firmeza está aquí conectada con la ejecutividad, es decir,
que se trata de firmeza ganada (y de ejecutividad no suspendida) en vía administrati-
va. Según la STSJ de Andalucía de 5 de marzo de 1998 (Ar. 861), «la sanción ha de
LA PRESCRIPCIÓN 555

entenderse definitivamente impuesta al haberse ejercitado la potestad sancionadora y


tratarse de una resolución definitiva, contra la que no cabe otro recurso que el con-
tencioso-administrativo. Es por tanto desde ese momento desde el que ha de compu-
tarse el plazo de prescripción de la sanción».
Más difícil es la cuestión que suscita la firmeza obtenida en vía de recurso por
silencio administrativo. AGUADO ha recogido doctrinas contradictorias emanadas de
diferentes Tribunales Superiores de Justicia; añadiendo de su cosecha (1999, p. 165)
que «es una vieja máxima en nuestro Ordenamiento jurídico que nadie puede alegar
y beneficiarse de las ilegalidades que él mismo ha cometido o provocado. En el caso
que tratamos la Administración se ha situado en una posición de ilegalidad al incum-
plir la obligación de resolver el recurso administrativo y, por tanto, una vez se ha pro-
ducido el silencio administrativo, parece adecuado equiparar esta solución a la del
acto expreso a efectos de empezar a contar los plazos de prescripción. De otra forma,
la misma Administración se estaría beneficiando de sus propias ilegalidades, al
mismo tiempo que se provocaría una situación de inseguridad jurídica. Tal solución
quedaba reforzada con la redacción originaria de la LPAC que equiparaba el silencio
negativo y positivo a un acto presunto. Con la modificación que realiza la la Ley
4/1999, de 13 de enero, el silencio negativo comporta, en cambio, "los solos efectos
de permitir a los interesados la interposición del recurso administrativo o contencio-
so administrativo que resulte procedente", resultando más dudoso que en estos casos
se inicie el cómputo de prescripción de la sanción».
En la práctica es poco menos que cotidiana la discusión de los plazos referentes a
las multas puesto que cabe, en principio, la aplicación de las reglas específicas del
Derecho Administrativo Sancionador o bien la de las reglas del Derecho tributario en
cuanto que las sanciones pecuniarias constituyen ingresos de Derecho Público. La
STSJ de Castilla-La Mancha de 8 de noviembre de 1999 (Ar. 3800) se inclina por la
segunda opción argumentando que «la prescripción de la sanción es una causa espe-
cial y propia de la responsabilidad derivada de la infracción... que se rige por sus pro-
pios principios y normas y tiene un fundamento que justifica un especial tratamiento
en el Derecho Administrativo Sancionador».
En otro orden de consideraciones parece claro —y así lo admite sin vacilar la
jurisprudencia— que los plazos de prescripción no se interrumpen por la adopción de
medidas administrativas de ejecución (por ejemplo, apremio) no notificadas debida-
mente.

VII. CONSIDERACIÓN FINAL

Varias son las lecciones que se deducen del presente capítulo.


Por lo pronto, la de la importancia de una regulación legal cuando completa una
laguna normativa auténtica. El artículo 132.1 de la LPAC, y la reforma posterior de
1999, barrieron de un plumazo centenares de sentencias, suprimieron contradicciones
jurisprudenciales insalvables, enderezaron prácticas incorrectas y aliviaron las biblio-
tecas del peso, ya inútil, de múltiples publicaciones empezando por el capítulo corres-
pondiente de las anteriores ediciones de este libro.
Esta nueva regulación ha supuesto un largo paso hacia la sustantivación del Derecho
Administrativo Sancionador con un carácter administrativista propio tanto en el señala-
miento de los plazos de prescripción de infracciones y sanciones como en los de cadu-
cidad del procedimiento. Realmente estas cuestiones son tan exclusivas del Derecho
Administrativo , y tan ajenas al Derecho Penal, que resultaba imposible aplicar a ellas
los principios de este Derecho, como resultaba casi forzoso hacer hasta el año 1992.
CAPÍTULO FINAL

EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL


EN 2005
St'MARLO. I. Nacionalismo. II. Creación pretoriana. III. Marginación de la Administración y de los
intereses públicos, generales y colectivos. IV Asimetría y desequilibrio. V Constitucionalización.
VI. Peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador en relación con el Derecho Penal.
VII. Modelización. VIII. Fraccionamiento. IX. Los grandes principios. X. Sustantivación a la sombra del
giro administrativo.

Aun riesgo de repetir lo que ya se ha dicho por extenso en el cuerpo de este


libro, no quisiera cerrarlo sin antes exponer en una memoria resumida el punto en
el que hoy se encuentra el Derecho Administrativo Sancionador, los rasgos esen-
ciales que le caracterizan y las fases de la evolución que ha experimentado hasta
llegar a aquí. Porque en 2005 estamos por primera vez en condiciones de hablar
con propiedad de un Derecho Administrativo Sancionador español. Cierto es que
aún no se encuentra consolidado, que su normativa es fragmentaria y deficiente y
que prácticamente todas las soluciones ofrecidas por la jurisprudencia han sido cri-
ticadas por la doctrina y buena parte rechazadas por la práctica; pero aún así ha
llegado sin duda a la mayoría de edad y progresa con paso firme en una dirección
bien orientada.

I. NACIONALISMO

Su primera nota característica es el nacionalismo. El nacionalismo jurídico no es


necesariamente una virtud y menos cuando se trata de un Estado que pertenece a la
Unión Europea; pero evita, al menos, el defecto de la servidumbre al Derecho extran-
jero y más en España donde el Derecho Administrativo ha estado colonizado, primero
por Francia y luego por Alemania, desde la misma fecha de su nacimiento hasta bien
avanzado el siglo xx.
Independencia no quiere decir, naturalmente, tibetanización, aislamiento absoluto.
El Derecho Administrativo Sancionador está hoy abierto a las culturas europeas, mas
no en una relación sumisa sino que libremente y con criterio selectivo va recogiendo
de acá y de allá —fundamentalmente del Derecho alemán— las técnicas y materiales
que entiende pueden serle útiles.
Por otro lado, los juristas españoles siempre han atendido con disciplina, y hasta
con entusiasmo, las orientaciones del Derecho comunitario europeo; pero es el caso
que cabalmente en materia administrativa sancionadora de muy poco les sirve, habida
cuenta del estado casi rudimentario en que allí se encuentra y sobre todo por la
heterogeneidad normativa de los distintos Estados nacionales y de la propia Unión.
Mientras no se alcance una homogeneidad mínima en la repartición de ámbitos de lo
que corresponde al Derecho Administrativo Sancionador y al Derecho Penal —sobre
el que conocidamente no tiene (todavía) competencias claras la Comunidad
Europea— es imposible hablar de influencias concretas puesto que para ello es
imprescindible manejar elementos isomorfos: lo que no es el caso.

[556]
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 557

Como quiera que sea, el resultado ha sido que, desdeñando influencias foráneas de
aplicación tan cómoda como sospechosa, se ha preferido seguir la difícil senda de la
creación propia, en la que se ha llegado a prescindir hasta de la tradición puesto que se
han cortado deliberadamente los hilos del pasado tenidos, no siempre con razón, como
autoritarios. Con la ingenuidad del neófito el Derecho Administrativo Sancionador
español ha renegado deliberadamente de todo lo anterior, con la fe y la voluntad de
empezar una nueva vida en diciembre de 1978, sin otro norte que el texto constitucio-
nal y sin otra apoyatura técnica que la del Derecho Penal. Una decisión harto arriesgada
puesto que la Constitución es conocidamente muda al respecto y la ayuda penalística
no puede tener mucho más alcance que el de una ortopedia provisional.

II. CREACIÓN PRETOR1ANA


A falta de otras referencias y a diferencia de lo que sucede ordinariamente en el
Derecho español —que es, como regla, de creación normativa producto de un legislador
y de un Ejecutivo estatal centralista— el Derecho Administrativo Sancionador vigente es
(según se ha subrayado ya en la Introducción de este libro) de creación pretoriana, obra
fundamentalmente de la jurisprudencia de los Tribunales Constitucional y Supremo. El
legislador ha tardado en incorporarse a este proceso y cuando lo ha hecho ha sido a través
de normativas sectoriales, algunas muy afinadas por cierto, pero nunca completas ni coor-
dinadas entre sí. Cuando en 1992 una ley general decidió salir de su inhibicionismo tradi-
cional, lo hizo en unos términos deliberadamente modestos y formalmente a través de
«principios», no de reglas concretas. En estas condiciones han podido continuar los tribu-
nales con su labor que se extiende desde las líneas fundamentales del sistema hasta el más
mínimo de los detalles.
Los derechos pretorianos suelen ser realistas, puesto que el casuismo les pone inevi-
tablemente en contacto con acontecimientos concretos. No es éste, sin embargo y por des-
gracia, nuestro caso como consecuencia de la intensa intervención del Tribunal
Constitucional, que se ha arrogado unas amplias competencias al haber atribuido rango
constitucional a las cuestiones claves de la materia sancionadora administrativa. El resul-
tado ha sido un alejamiento de la realidad y una doctrina rigurosamente parcial y sesgada.
No ignoro, desde luego, los logros estupendos que ha conseguido el Tribunal
Constitucional en la elaboración teórica de esta materia; mas soy contrario a la cons-
tante y sistemática intervención del tribunal ya que entiendo que no está en condicio-
nes de construir —como está pretendiendo hacer hasta ahora— un nuevo Derecho
desde los estrechos cauces del recurso de amparo con las limitaciones que la natura-
leza de tal recurso impone. Porque si desde esta perspectiva todo se contempla con la
lupa de la defensa de los derechos fundamentales, es inevitable que se magnifique la
importancia de éstos y al final se haya formado un sistema exclusivamente sobre un
entramado de derechos individuales y de escrúpulos constitucionales.
Es probable que si el último juez creador hubiera sido el Tribunal Supremo se
hubiera llegado a una situación muy distinta puesto que este tribunal está más cerca
de la vida y es más amplia la perspectiva con que ejerce su control. Pero no ha sido
así entre otras cosas por los condicionamientos que le imponen los criterios vincu-
lantes del «supremo intérprete de la Constitución».

III. MARGINACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN Y DE LOS INTERESES


PÚBLICOS, GENERALES Y COLECTIVOS
Lo sorprendente es que en este proceso creador a la Administración no se le escu-
cha —y ni siquiera se la oye— dado que todo es obra de los tribunales: entre jueces
558 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

y abogados anda el juego, olvidando que la Administración tiene mucho que decir
habida cuenta de que —aun admitiendo su ignorancia, negligencia y abusos— es la
voz de los intereses públicos y generales, que de hecho no tienen otra que la suya
puesto que los autores poco se acuerdan de ellos.
El Tribunal Constitucional vela por los derechos fundamentales (de los infracto-
res, huelga decirlo) y si el Tribunal Supremo se preocupa además de la corrección
legal de la actuación administrativa, es manifiesto que a quien benefician sus anula-
ciones es también a los infractores. Uno y otro son guardianes de la Constitución y de
la Ley y solamente a ellas están sometidos. La Administración, en cambio, tiene una
visión más amplia y completa puesto que, operando sometida a la ley, lo que atiende
es a los intereses públicos y generales. De tal distonía nace el problema dado que los
controles judiciales sólo son sensibles a las cuestiones legales, ciegos a lo demás
como esos animales cuyo sistema óptico no les permite percibir los colores. Los inte-
reses públicos y generales no pasan por el filtro jurisdiccional, de tal manera que los
comentaristas —que en el mejor de los casos nos ocupamos de sentencias con fre-
cuencia sin conocer sus antecedentes de hecho— terminamos nutriéndonos exclusi-
vamente con el insípido alimento de las resoluciones judiciales, con la paja de lo abs-
tracto, sin probar el grano de la vida, los conflictos de intereses concretos y reales.
Éste es, en definitiva, uno de los aspectos más sórdidos del Derecho
Administrativo Sancionador y desde luego el que menos preocupa a los analistas: su
notoria asimetría, donde una hipersensibilidad hacia la vertiente garantista de los
derechos de los infractores convive con una deliberada insensibilidad hacia los inte-
reses públicos, generales y colectivos, que sólo son representados y defendidos por la
Administración, un protagonista al que precisamente no se ha escuchado nunca en el
proceso de elaboración de este Derecho.
Las resoluciones administrativas sancionadoras se resuelven al cabo de un prolijo
procedimiento administrativo en el que se intercambian pliegos de cargos y des-
cargos, se toma declaración al imputado y a los testigos, se incorporan dictámenes
jurídicos e informes periciables de variados tipos y cuantos escritos y diligencias
pasan por la cabeza del instructor y de los abogados. La resolución va precedida de
una propuesta formal y de una apasionado controversia. La Administración razona
cuidadosamente su decisión. Todo esto puede terminar luego en manos de un juez o
tribunal contencioso-administrativo que con menores trámites resuelve y en su sen-
tencia el expediente merece quizás un par de líneas, o quizás ninguna, y en los fun-
damentos jurídicos se confirman o corrigen brevemente los motivos invocados por la
Administración. En suma, el voluminoso expediente administrativo termina concen-
trado en media docena de páginas donde no puede reflejarse con precisión lo que real-
mente ha sucedido.
El peso de todas estas resoluciones es proporcional a la distancia que les separa
de la realidad de los hechos. La sentencia del juez contencioso-administrativo preva-
lece sobre el acto administrativo y la sentencia del Tribunal Supremo sobre la del tri-
bunal inferior pero no necesariamente por ser la mejor fundada sino por ser la última:
en los procesos forenses quien habla el último es el que tiene la razón. Y —en lo que
aquí importa— quien resuelve al final sólo atiende a derechos; de tal manera que
pasan desapercibidos los intereses y las circunstancias que movieron a la
Administración en el momento de absolver o sancionar. Pues bien, el Derecho
Administrativo Sancionador es el resultado de generalizar unas resoluciones casuísti-
cas inspiradas exclusivamente por determinados aspectos parciales del conflicto dis-
cutido.
Se dirá que nada se puede reprochar a los jueces por obrar de esta forma ya que
así se lo imponen la Constitución y las leyes. Ésto es rigurosamente cierto y lo ante-
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 559

ñor no implica, ni directa ni indirectamente, reproche alguno a los órganos jurisdic-


cionales. El reproche se refiere a que con tales materiales se elabore un sistema jurí-
dico. Porque una cosa es hacer sentencias y otra construir sistemáticamente una rama
del Derecho.
En último extremo todo es consecuencia de un malentendido que está tarando
desde hace más de cien años el normal desarrollo del Derecho Administrativo. Porque
hasta bien avanzado el siglo xix, el Derecho Administrativo era un instrumento ende-
rezado al funcionamiento eficaz y legalmente correcto de la Administración Pública:
un instrumento, por tanto, al servicio de ésta, de la misma manera que el control judi-
cial se entendía como un medio de mejorar las actividades y prestaciones administra-
tivas. Ahora bien, desde el momento en que esta «Ciencia» cayó en manos de profe-
sores-abogados de clientes particulares, se trasformó en un instrumento al servicio
exclusivo de los litigantes y pasó a ser de una ayuda a la Administración a lo que ahora
es: un entorpecimiento y un límite. Para comprobarlo basta leer los Manuales de
Derecho Administrativo: poco se habla en ellos de la actividad administrativa y
mucho (o casi todo) de sus límites y de los modos de paralizarla y anular sus deci-
siones.
En estas condiciones nada tiene de particular, por tanto, la exacerbación garantista
del Derecho Administrativo Sancionador que se está denunciando y, para rectificar y
establecer el equilibrio debido, habría que empezar rectificando la visión que se tiene
del Derecho Administrativo.
Sé de sobra que en 2005 no puede parecer atractivo un Derecho Administrativo
Sancionador inspirado en los intereses públicos y generales, articulado desde la
Administración, no desde el infractor. No son éstos tiempos de autoritarismos ni de
magnificación de lo público; pero todavía hay juristas que creemos que no es justo
abandonar los intereses generales, antes al contrario que es preciso protegerlos puesto
que nunca han estado tan indefensos como hoy ante las presiones de intereses eco-
nómicos y sociales mucho más agresivas —aunque se disfracen con la suave piel del
neoliberalismo y de la ideología de la privatización— que los regímenes absolutos y
autoritarios europeos. Por ello es conveniente seguir insistiendo sobre esta cuestión y
recordar que al menos una ley, la LPSPV, ha asignado de forma expresa al procedi-
miento administrativo sancionador el objetivo de equilibrar los intereses individuales
del infractor con los públicos y generales violados por la infracción.

IV ASIMETRÍA Y DESEQUILIBRIO

La parcialidad del Derecho Administrativo Sancionador al uso salta a la vista.


Aquí no hay, salvo raras excepciones, un conflicto de particulares sino que de un lado
está el infractor y del otro la ley; pero la ley no es mandato arbitrario sino la expre-
sión de un interés público: los semáforos rojos no son un capricho estético sino
expresión de intereses colectivos de individuos a los que hay que dar la oportunidad
de cruzar la calle con seguridad. En definitiva, pues: el interés de los que circulan en
una dirección frente al de los que caminan o circulan perpendicularmente y, forma-
lizado el conflicto, el interés de un particular que no ha respetado el semáforo fren-
te al interés, no de la ley de tráfico, sino de los demás automovilistas y peatones que
corrieron un riesgo por la infracción de otros. Pero en este punto llega lo más impor-
tante: los intereses perjudicados no están individualizados, son difusos y, conse-
cuentemente, no pueden autodefenderse con facilidad. Pasado el peligro, a nadie se
le ocurre pleitear contra el infractor (y cuando lo hace, su tiempo y dinero le cuesta
y, sobre ello, tiene dificultades en el legitimación). En definitiva, su único defensor
560 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

real es la Administración, en cuyo celo —no siempre presente, bien es verdad—


tiene que confiarse.
En la fase administrativa del procedimiento sancionador todavía hay un cierto
equilibrio: el particular acusado que se autodefiende con la energía de quien maneja
intereses propios frente a la Administración que defiende la legalidad y representa los
intereses difusos de un colectivo no individualizado. Ahora bien, a partir del momento
en que se inicia el recurso contencioso-administrativo la situación cambia por com-
pleto porque entonces el sancionado sigue autodefendiéndose mientras que la Ad-
ministración deposita el caso en manos de un abogado (en su caso, Abogado del
Estado) con el que ya no va a comunicarse más; por lo que éste ha de actuar exclusi-
vamente a la vista de los papeles del expediente. Nótese que este abogado es el abo-
gado de la Administración no del colectivo o intereses públicos afectados, que ya que-
dan demasiado lejos. El conflicto se plantea, por tanto, entre el defensor de la legali-
dad que se considera infringida por la sanción y el defensor del acto administrativo
sancionador, es decir, de la legalidad que considera infringida por la infracción. La
realidad se ha disipado y es sustituida por abstracciones simbolizadas en actos y dis-
posiciones formalizadas.
El proceso judicial administrativo sancionador, establecido originariamente como
un reflejo del proceso penal, termina convirtiéndose en una caricatura del mismo por-
que es un proceso sin acusador privado y sin fiscal. Ya no queda ni sombra de los inte-
reses públicos, que se han esfumado. Y no es lo mismo discutir la legalidad o la vali-
dez de un acto administrativo que discutir por unos intereses sociales. Se está discu-
tiendo sobre formas, no sobre contenidos. Se está discutiendo sobre si jarra o botella
y no sobre el vino o el agua que contienen. Pero ¿es que puede discutirse seriamente
sobre una sanción sin tener en cuenta los dos intereses que están en juego?
Pues bien, la abstracción y formalización de los procesos arrastra necesariamente
la correlativa abstracción y formalización del Derecho Administrativo Sancionador
que sobre ellos se ha elaborado. Posiblemente esto sea inevitable, mas no por ello
puede prescindirse de la critica que merece.
El desequilibrio es consecuencia de la desigualdad social previa. El automovilista
sorprendido en exceso de velocidad, el empresario autónomo caído en la trampa de una
legislación tributaria cabalística están prácticamente indefensos ante las gigantescas
organizaciones públicas de Tráfico y Hacienda. En ellos está pensando el legislador
cuando construye un Derecho Administrativo Sancionador tan asimétrico, tan mani-
fiestamente inspirado en su favor. Pero la desigualdad tiene también otro signo.
Cuando el infractor es un banco, una gran empresa, entonces se enfrente un funciona-
rio —que tramite simultáneamente centenares de asuntos— con un equipo de aboga-
dos bien pagados y con unas fuerzas económicas dispuestas a ejercer presiones de todo
tipo. Pues bien, lo paradójico de la situación es que la asimetría del sistema opera ahora
en favor del poderoso desequilibrando aún más las posiciones de las partes enfrenta-
das, con el resultado de que aquí la indefensa es la Administración, que no está en con-
diciones de proteger eficazmente los intereses generales. Sin que los tribunales hayan
tomado conciencia de las peculiaridades de estos tipos de supuestos y con su pretendida
«neutralidad» terminen potenciando siempre la supremacía del poderoso.

V CON STITUCIONAL1Z ACIÓN

El Derecho Administrativo español ha colocado sus cimientos en la Constitución.


Una actitud loable pero que en mi opinión se ha extremado tanto que ha terminando
sesgando toda la obra y haciendo vulnerables sus resultados.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 561

Este Derecho debe estar inspirado por la Constitución, como sucede con todas las
instituciones jurídicas y a la sombra de aquélla y de sus principios debió ciertamente
nacer y desarrollarse. Pero ni el Tribunal Constitucional ni el Supremo se han con-
tentado con esto y se han empeñado en buscar en la Constitución unos elementos con-
cretos en los que apoyarse. Ahora bien, como tales elementos no existen, se los han
inventado sin escrúpulos haciendo decir a la Constitución lo que ésta no ha dicho. Se
trata, en suma, de una auténtica falsificación hermenéutica que no puede excusarse
por las buenas intenciones con que se ha realizado.
Sobre la naturaleza constitucional de los principios fundamentales del Derecho
Administrativo Sancionador pesa algo más que la sombra de una duda porque hasta
ahora nadie ha encontrado —ni encontrará nunca a menos que se modifique la
Constitución— un texto que lo apoye más o menos directamente. Lo que sí abundan
ciertamente son tajantes declaraciones del Tribunal Constitucional en tal sentido; mas
no nos engañemos: el que este tribunal sea el supremo intérprete de la Constitución
no le convierte en infalible. Un Estado laico que no acepta la infalibilidad del Papa
romano ni está sometido a los dogmas de la Iglesia Católica ha de ser consecuente y
no sacralizar tampoco lo que ni siquiera en origen fue sagrado como sucede cuando
se proclama la infalibilidad del Tribunal Constitucional o dogmas como el de la lega-
lidad y la reserva legal.
Se ha querido —a lo que parece— cimentar sólidamente a esta rama del Derecho,
pero las consecuencias de una falsificación inicial de este calibre nunca pueden ser
buenas. La constitucionalización de la matriz ha provocado una intensa rigidez del
régimen que se está pagando muy cara.
Una vez que los tribunales han declarado que en este ámbito rigen con fuerza
constitucional los principios de legalidad, reserva legal, tipicidad y culpabilidad (por
citar los más importantes), es claro que ya no son disponibles por la legalidad ordi-
naria. Mas, como por otra parte sucede, que con tan rígidos principios no puede ope-
rar eficazmente la potestad sancionadora estatal y como por la razón dicha sucede que
no cabe remedio alguno por vía de ley, he aquí que para poder funcionar ha habido
que acudir a una segunda falsificación, ahora de los propios principios indebidamente
entronizados. A cuyo efecto se les ha manipulado groseramente con el pretexto de que
han de ser matizados con objeto de que puedan ser adaptados a las peculiaridades san-
cionadoras públicas. Son principios de contenido rebajado y con estas modulaciones
y flexibilizaciones lo que se ha conseguido —siguiendo con la imagen arquitectó-
nica— es debilitar los cimientos. Nótese, pues, la incongruencia del proceso: para dar
consistencia al nuevo Derecho Administrativo Sancionador se ha procedido a una pri-
mera falsificación jurídica mediante la manipulación de los textos constitucionales; y
luego, cuando se ha visto que el sistema no podía funcionar así y que tampoco podía
remediarse por leyes ordinarias, ya que los prohibía el rango constitucional, se ha acu-
dido a una segunda falsificación, ahora mediante la manipulación de los principios
pretendidamente constitucionales.
Con todo esto hemos venido a parar a una situación incomodísima ya que, pri-
mero, reina una inseguridad jurídica extrema habida cuenta de que nunca podemos
saber de antemano el alcance de las matizaciones que reconocerá en cada caso el tri-
bunal; y segundo, se ha terminado en manos del Tribunal Constitucional.
Así las cosas cabe preguntarse por las causas de una constitucionalización tan
exacerbada y, por ello mismo, tan perversa. Antes se ha hablado de la ingenuidad del
neófito, a lo que podría añadirse ahora el fanatismo del converso y el desconcierto del
ignorante. En 1978 se creían los políticos y los profesores españoles que empezaba
una nueva era y que a partir de la hora cero podía formarse un nuevo Derecho sin otra
ayuda que la Constitución, garantía absoluta de la felicidad perfecta, al estilo de los
562 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

panfletarios de 1812. En 1978 se ignoraron deliberadamente las dolorosas conse-


cuencias de un constitucionalismo improvisado así como las imperfecciones técnicas
de un texto más que deficiente. Ahora estamos viendo las consecuencias de la frivo-
lidad de haber confiindido una garantía con un régimen poco menos que exhaustivo
de tan tremendo rigorismo.
Cabe, con todo, una interpretación no menos plausible aunque mucho más bené-
vola, a saber: con la magnificación de las supergarantías constitucionales se ha que-
rido acallar el recelo que el sistema de represión administrativa ha inspirado siempre
a muchos juristas, que sólo estaban dispuestos a renunciar a las garantías estructura-
les de la represión judicial a cambio de una compensación —en realidad, supercom-
pensación— de las indicadas garantías de rango constitucional y, por ende, intocables.
Ahora bien, si el primer pilar del nuevo Derecho fue la Constitución, el segundo
se asentó en el Derecho Penal.

VI. PECULIARIDADES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO


SANCIONADOR RESPECTO AL DERECHO PENAL

El Derecho Administrativo Sancionador encuentra su identidad cuando consigue


determinar con precisión lo que le separa del Derecho Penal y demuestra así que no es una
simple hi juela de éste, a la manera de un Derecho Penal de bagatela o de segunda catego-
ría. Pues bien, donde hay que buscar su afiliación es en el Derecho Público estatal con el
que está vinculado a través de la Constitución y del Derecho Administrativo. El Derecho
Administrativo Sancionador es un rama del Derecho Administrativo, como éste lo es del
Derecho Público. Lo que significa que sus relaciones con el Derecho Penal son mera-
mente laterales y en la actualidad de carácter meramente técnico. En rigor lo que el
Derecho Administración Sancionador y el Derecho Penal tienen actualmente de común —
que es mucho, aunque cada día menos— no es una servidumbre de éste sobre aquél sino
lina herencia que comparten: la Constitución, que cada uno ha ido luego aplicando de
manera distinta, debido en gran parte a la progresiva administrativización del primero.

A) Por lo pronto, el Derecho Administrativo Sancionador es el «brazo armado»


de una Administración Pública entendida como gestión de intereses y servicios públi-
cos. Los fines últimos y el marco normativo de esta gestión le vienen dados desde
fuera, desde el Legislativo, pero su correcta realización es de su propia responsabili-
dad y, al colaborar reglamentariamente con las leyes, resulta que la actuación represiva
forma parte de la gestión; a diferencia de lo que sucede con los jueces penales que
para nada pueden intervenir en las normas que están manejando.
B) Desde el punto de vista técnico-estructural las normas del Derecho
Administrativo Sancionador son inseparables de las normas legales y administrativas
que establecen mandatos y prohibiciones. La infracción administrativa consiste en un
incumplimiento o desobediencia de algo que está mandado o prohibido. El delito, en
cambio, es la realización, a través de una acción u omisión, de un tipo normativo en
el que sólo implícitamente pueden verse órdenes o prohibiciones.
C) El Derecho Penal es un derecho represor; los jueces retribuyen con una pena
a los delincuentes; mientras que el fin último del Derecho Administrativo Sancionador
es la prevención de las infracciones.
D) Tanto el Derecho Penal como el Derecho Administrativo Sancionador atien-
den a resultados dañosos y a la producción de riesgo, pero en una proporción muy dis-
tinta. Porque en el Derecho Administrativo Sancionador el objetivo fundamental es la
evitación de riesgos hasta tal punto que las infracciones dañosas forman parte de una
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 563

categoría casi marginal y la indemnización por responsabilidad y reposición de las


cosas al estado anterior son epifenómenos de la sanción principal.
E) En el mar sin orillas de los ilícitos administrativos cada vez cobra mayor
importancia la complejidad orgánica de los entes infractores y la complejidad tecno-
lógica de las acciones infractoras y de las posibilidades de su impunidad.
Los datos anteriores explican por sí solos la imposibilidad genérica de aplicar al
Derecho Administrativo Sancionador los principios y técnicas del Derecho
Administrativo, inexorablemente condenadas al fracaso como consecuencia de la dife-
rencia de los contextos y realidades de los dos campos.
Vistas las cosas desde esta perspectiva es fácil constatar la irremediable obsoles-
cencia de los planteamientos tradicionales, que giraban machaconamente sobre la
identidad o diferencia «ontológica» entre delitos e infracciones administrativas.

VII. MODELIZACIÓN
Sin demasiado esfuerzo imaginativo pueden diseñarse los siguientes modelos que
han ido ensayándose a lo largo de la evolución de lo que hoy llamamos Derecho
Administrativo Sancionador.

1.° El primero y más sencillo fue el de una simple derivación del Derecho de
Policía. El Rey (el Estado) estaba al cuidado del orden, seguridad y fomento material
del bienestar de los vasallos. Tarea que se realizaba a través de medidas directas de
policía, que en caso de incumplimiento eran sancionadas por servidores administrati-
vos y, en su caso, por jueces.
2.a La separación liberal-constitucional de poderes, la correlativa diferenciación
orgánica de jueces y funcionarios y la emergencia del principio de la supremacía de
la ley y la importancia de los derechos individuales hicieron inviable el anterior siste-
ma. Los ilícitos se dividieron en dos grandes bloques: los crímenes (cuya represión
correspondía naturalmente a los jueces penales) y las infracciones administrativas,
cuya represión, al cabo de ciertas vacilaciones, terminó encomendada a funcionarios
y políticos, primordialmente a los gobernadores civiles y alcaldes, eventualmente
controlados en una instancia posterior por los tribunales contencioso administrativos.
3.° La maduración democrática y la reciente afirmación de los derechos indivi-
duales obligó a buscar un nuevo modelo más jurídico y consecuentemente más judi-
cializado, que cristalizó en una fórmula bastante confusa de importancia extranjera:
el Derecho Penal Administrativo caracterizado por la sumisión a las técnicas del
Derecho Penal, del que venía a ser una emanación.
4.° En el Estado constitucional actual empezó a elaborarse un nuevo modelo en
el que el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal, formalmente sepa-
rados, encontraban una raíz común en el Derecho Público estatal basado en una potes-
tas puniendi única de titularidad estatal, que se bifurcaba en dos ramas: la penal y la
administrativa. Modelo ideal que en la realidad funcionaba de manera muy distinta ya
que el Derecho Administrativo Sancionador sufría una doble colonización: la del
Derecho Constitucional, cuyos principios, más allá de una simple inspiración, le vin-
culaban; y la del Derecho Penal que le prestaba su herramental técnico. Con este
modelo experimentó el Derecho Administrativo Sancionador un desarrollo especta-
cular aunque ensombrecido por la circunstancia de que tanto los principios constitu-
cionales como las reglas penales resultaban con frecuencia inaplicables a las condi-
ciones propias de las infracciones administrativas. Para conseguir una mejor adapta-
ción se formó la doctrina de que tales principios y reglas deberían ser aplicados en
este ámbito de una forma flexible, modulada o matizada.
564 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

5.° En el trascurso de los últimos años —y tal como estaba anunciado, pero en un
tiempo más breve de lo previsto— el Derecho Administrativo Sancionador ha ido libe-
rándose de influencias ajenas hasta conseguir una identificación propia. Como este
proceso de sustantivación —que será examinado con detalle en el último número de
este capítulo— se ha realizado mediante la toma en consideración de elementos genui-
namente administrativos, puede hablarse de un «giro administrativo» de la evolución.
Ni qué decir tiene, además, que junto a los modelos históricos descritos existen
otros, cuya implantación nunca se ha logrado en España aunque se haya intentado y
defendido por políticos y juristas convencidos de sus bondades o, más frecuentemente
aún, por influencias extranjeras. De entre ellos el sistema judicial —o sea, la represión
encomendada a jueces— es el que ha encontrado siempre más adeptos entre nosotros,
al menos hasta que la Constitución de 1978 disipó esta posibilidad al consagrar en tér-
minos inequívocos la potestad sancionadora de la Administración.

VIII. FRACCIONAMIENTO

El «giro administrativo» ha venido acompañado de una dinámica centrífuga que no


puede sorprender a nadie. Frente a la rigurosa unidad del Derecho Penal, anclado consti-
tucionalmente en el Estado, la potestad administrativa sancionadora tiende a fraccionarse
en los niveles de las Comunidades Autónomas y de los Entes locales (por citar sólo a los
más importantes) que tienden también por su parte a separarse todavía más tanto en lo nor-
mativo como en la ejecución. Mientras que en el terreno material la desbordante actividad
administrativa ha abierto tanto el abanico de su contenido que hoy cabe preguntarse hasta
qué punto puede hablarse de un solo Derecho Administrativo Sancionador y no de tantos
Derechos como sectores ordinamentales con características individualizadas, como es el
caso del Fiscal, del Orden Social, Tráfico y Policía que son los de mayor tradición, a los
que se van sumando otros menos venerables quizás pero igualmente importantes, como el
Medioambiental, Urbanístico, Sanitario y muchos más que les van siguiendo.
En estas condiciones empieza a cobrar el Derecho Administrativo Sancionador
actual un sentido inédito, al que ahora se le pide no ya una regulación completa de la
materia sino una red conceptual y normativa que coordine el funcionamientos de estos
Derechos —en plural— que se entrecruzan material y territorialmente. La LPAC, ade-
lantándose intuitivamente a este proceso, resolvió la cuestión a través de la técnica de
los «principios» y de las «bases» que pueden permitir la unidad dentro de la variedad,
remitiéndose tanto a las normas territoriales como a las sectoriales.
Sin olvidar sus manifiestos aspectos negativos, a cuenta de este fraccionamiento
centrífugo sería injusto silenciar los progresos extraordinarios y manifestaciones muy
avanzadas del Derecho Administrativo Sancionador, como son las que acaban de
citarse en el orden sectoriales y en el territorial la ley vasca reguladora de la potestad
sancionadora de las Administraciones de su Comunidad. A la vista de estas normas
forzoso es reconocer que estas leyes están contribuyendo en no escasa medida al des-
arrollo técnico de esta rama del Derecho y que de ellas —ya que no de los toscos regí-
menes, casi como cláusulas de estilo, que suelen acompañar a las leyes sectoriales
materiales— pueden aprender mucho la jurisprudencia y la doctrina.

IX. LOS GRANDES PRINCIPIOS

Veamos ahora qué es lo que ha quedado de los grandes principios que han sido
j urisprudenci almente constitucionalizados.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 565

Por lo que hace al de legalidad y al de reserva legal en los casos de colaboración


reglamentaria, nunca se han tomado en serio o, por mejor decir, si algún día se toma-
ron en serio, luego se ha terminado haciendo burla de ellos por el propio Tribunal
Constitucional que los inventó.
El principio de la reserva legal se manifestó inicialmente en una serie de condi-
ciones inequívocas: el legislador no sólo ha de autorizar expresamente al Ejecutivo
para que reglamente sino que, además, ha de darle unas instrucciones muy concretas
sobre el contenido de la reglamentación futura.
Pues bien, al cabo de los años estos requisitos se han relajado hasta tal punto que
se entiende que las instrucciones pueden sustituirse por un vago «marco normativo
de referencia» y que, en último extremo, basta con una «cobertura legal» que en
cualquier parte puede encontrarse. De esta manera los Altos Tribunales, en lugar de
analizar la idoneidad de los requisitos exigibles, se limitan a pasearse por el Or-
denamiento Jurídico hasta encontrar alguna cobertura legal más o menos traída por
los pelos (si se permite la expresión). En definitiva, si la colaboración reglamentaria,
mediando reserva legal, se ha degradado tanto que equivale a reglamentación ordi-
naria, no se sabe qué función de garantía está cumpliendo. O, si se quieren seguir
empleando expresiones populares, «para tan corto viaje no se necesitaban alforjas
tan grandes».
Todo lo cual parece confirmar la sospecha de que la reserva legal no sólo no tiene
rango constitucional sino que pura y simplemente no existe.
Por lo que se refiere a la tipificación nos encontramos en una situación extraña:
el Tribunal Constitucional la ha perfilado en unos términos tan rigurosas que ha ter-
minado haciéndola inviable. Obsesionado por la importancia de su función (la previ-
sión de las consecuencias de las conductas o que los particulares sepan con seguridad
a qué atenerse) se han anulado docenas de leyes, cientos de reglamentos y miles de
actos administrativos por carecer de una tipificación adecuada. Con la consecuencia
de la impunidad de los infractores y, tratándose de disposiciones generales anuladas,
de la formación de vacíos jurídicos en los que los incumplimientos no se ven conmi-
nados por sanción alguna.
Situación que se agrava aún más por la circunstancia de que con no menos rigor se
prohibe la analogía tipificante hasta llegar a un punto en el que resulta poco menos que
imposible lograr tipificaciones adecuadas con la consecuencia de que buena parte de
las conductas antisociales y por descontado antijurídicas, quedan sin tipificar, como se
pone de relieve en la parábola del perro y el lobo. Una vez más, los tribunales (y los
autores) tienen que ser conscientes de que si se estira demasiado la cuerda, ésta se
rompe y que el principio fundamental del Derecho Administrativo Sancionador, como
de todo el ejercicio del Derecho, es la prudencia.
Otra nota característica que claramente le separa del Derecho Penal, es la abun-
dancia de tipificaciones indirectas o por remisión, aceptadas inicialmente con reti-
cencia por los tribunales, pero que luego han terminado teniéndose por normales aun-
que solo sea por su generalización en la práctica normativa; la cual, a su vez, es con-
secuencia de la peculiar estructura de las infracciones administrativas. En ellas el
mecanismo tipificador se desdobla de ordinario en dos niveles: en el primario se des-
criben los mandatos y prohibiciones y en el secundario se conminan las correspon-
dientes infracciones y sanciones derivadas de su incumplimiento. En estas condicio-
nes —a i a s q u e d e be añadirse la abrumadora cantidad de deberes y obligaciones que
pueden ser incumplidos— la tipificación indirecta o por remisión es la única viable.
Negarse a admitirla es pretender poner puertas al campo.
El régimen tipificador de las Ordenanzas municipales ha seguido un proceso apa-
sionante, casi épico, en el que se han cruzado las siguientes tendencias: por lo pronto
566 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

una práctica tradicional literalmente milenaria que el racionalismo lógico formal del
Tribunal Constitucional intentó cortar invocando el principio radical de la reserva de
ley. La segunda línea expresa una viva «lucha por el Derecho» presentada contra la
doctrina tradicional, cómoda y acríticamente abrigada en el Derecho Penal, por una
doctrina impetuosa, considerada inicialmente como ingenua y casi provocadora que
ha terminado imponiéndose por la fuerza de su tenacidad, por su refinamiento teórico
y, sobre todo, por su realismo. En la tercera línea, en fin, se ha puesto de manifiesto
la conocida tensión entre nuestros dos Altos Tribunales. El Supremo ha llegado a una
posición permisiva extrema que el Constitucional no ha compartido. Ahora bien,
cuando el conflictivo empezaba a ponerse peligrosamente caliente, el legislador, en
los últimos días del 2003, le ha zanjado con una fórmula de compromiso que, respe-
tando formalmente los criterios del Tribunal Constitucional, ha dado luz verde de
hecho a una tipificación generalizada a través de las ordenanzas.
En el campo de la atribución de sanciones —y singularmente al hilo de la pro-
porcionalidad— han surgido varias cuestiones capitales sin cuya aclaración resulta
imposible percatarse de las peculiaridades del ejercicio de la potestad administrativa
sancionadora: el amplio margen de la discrecionalidad administrativa ( y del arbitrio
judicial) así como el largo alcance de éste.
Por increíble que parezca, la culpabilidad, que es el núcleo duro de cualquier sis-
tema represivo, sigue siendo el punto más confuso de todo el sistema. Desde luego,
antes de la Constitución no era exigible y hasta bien avanzado el decenio de los ochenta
ha seguido manteniendo el Tribunal Supremo esta postura. Hoy es dominante la con-
traria, ciertamente, pero con ello no hemos ganado demasiada claridad dado que aún
siguen abiertas las cuestiones más importantes.
La primera de ellas es la de su naturaleza constitucional o no, que de ordinario se
da por supuesta, pero que resulta más que dudosa a la vista de la legislación ordina-
ria, que en algunos casos llega a negarla frontalmente.
La segunda de ellas es la inteligencia de la variante descrita en el artículo 130 de
la LPAC como «mera inobservancia»: un precepto que ha provocado una tormenta en
el Derecho español por cuanto que en su descarnada literalidad supone un reconoci-
miento expreso e inequívoco de responsabilidad objetiva, que los tribunales venían
negándose obstinadamente a aceptar. Piedra de escándalo que plantea un dilema dra-
mático: porque si se mantiene la validez de esta fórmula se dinamita el sistema teóri-
co-constitucional administrativo sancionador (además de romperse los lazos con el
Derecho Penal); y si se rechaza, lo que se dinamita es el sistema legislativo practicado.
Para mí es indudable su validez, aunque en un esfuerzo de conciliación dogmática
considero que puede entenderse no como una forma de culpabilidad (junto con el
dolo, culpa e imprudencia) sino como una variante de antijuridicidad —sencillamente
un nuevo tipo de infracción que generaliza la vieja figura de «infracción de Orde-
nanza municipal»— que se aproxima a la llamada responsabilidad objetiva aunque no
coincide totalmente con ella dado que aquí cabe la alegación de causas de exonera-
ción externas (fuerza mayor) e internas (error invencible). Las disfunciones de su
régimen en relación con el respeto normal de responsabilidad culpable son esenciales
y saltan a la vista ya que aquí no rige la presunción de inocencia y, en consecuencia,
la carga de prueba de exoneración corresponde a quien la alega. En resumidas cuen-
tas, si se observa la evolución del Derecho Administrativo Sancionador en este punto,
a partir de 1992 puede afirmarse sin vacilaciones que se ha producido un inequívoco
«giro administrativo de la culpabilidad» que le ha alejado de la dogmática penal. Pero
con la misma sinceridad hay que reconocer que esta expresión legal ha planteado un
problema que sigue sin resolverse y asombra pensar que en la práctica pueda seguirse
funcionando con esa carga pendiente.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 567

Otra perceptible manifestación de este giro administrativo es lo que está suce-


diendo con la presunción de inocencia, que se había establecido en el Derecho
Administrativo Sancionador con el mismo alcance que en el Derecho Penal y operando
igualmente sobre los dos ejes del ámbito material y procesal. Pero ahora se aprecian
ya grietas de gran calado sobre todo en las mecánicas de destrucción de la presunción
y, más lejos todavía, en la aparición de una inequívoca, aunque suene escandalosa-
mente, «presunción de culpabilidad».
El régimen de la responsabilidad solidaria y subsidiaria es la mancha más oscura
de una materia como la culpabilidad que dista mucho de ser clara. La regulación gene-
ral de la LPAC es improvisada, casi podría decirse que frivola, y desde luego ininte-
ligible, sin que hasta ahora hayan encontrado los tribunales un criterio hermenéutico
que pueda servir de referencia.
El caso de las personas jurídicas es la verdadera prueba de fuego de la teoría
dominante —es decir, de la heredera del Derecho Penal— de la culpabilidad en el
Derecho Administrativo Sancionador. Y forzoso es reconocer que no ha resistido tal
prueba, por lo que es necesario reelaborar desde el principio una teoría más plausible
sobre el particular.
En suma, al capítulo de la culpabilidad es el más apasionante de toda la Teoría
General del Derecho Administrativo Sancionador y no sólo porque esta cuestión sea
el corazón de cualquier responsabilidad por ilícito sino porque en este punto este
Derecho, después de haber tomado conciencia de la inviabilidad de una recepción, por
muy adaptada y flexible que sea, de los principios penalísticos, ha acertado a sentar
las bases de un régimen propio. Por descontado que aún se está muy lejos de contar
con un sistema satisfactorio, pero se está, al menos, en buen camino y ya se han dado
los primeros pasos. El giro administrativo de la culpabilidad ha afectado simultánea-
mente a la legislación, a la jurisprudencia y a la doctrina y hasta es posible, incluso,
que no se trate de la causa de las variaciones que en estos campos se han experimen-
tado, sino de un efecto. Esta es, por así decirlo, la primera manifestación significativa
de la mayoría de edad del Derecho Administrativo español.
El régimen jurídico general de la prohibición de bis in idem se encuentra acepta-
blemente bien perfilado en la legislación si bien ofrece puntos oscuros de enorme
importancia práctica.
El primero de ellos se refiere a la aparición prematura e indebida de una sanción
administrativa anterior a la sentencia penal. Aquí se trata indudablemente de una con-
ducta irregular, pero el hecho es que se produce una situación que el infractor no está
obligado soportar y a la que los tribunales no han logrado dar una salida satisfactoria
debido a las radicales contradicciones de la jurisprudencia del Tribunal Cons-
titucional. Y, sin embargo, la solución no es tan difícil si se acude a la elemental téc-
nica de la absorción de castigos. Más grave es, con todo, la confusión que rodea a las
llamadas tres identidades sobre las que, en último extremo, gira toda la problemática
de esta prohibición.
En esta materia se aprecia un notable desequilibrio entre la precisión legislativa y
la inmadurez doctrinal que podría, no obstante, corregirse sensiblemente con la apli-
cación de la técnica penal de los concursos de normas y de ilícitos y la distinción entre
hechos y sanciones que ya ha empezado a elaborarse en el seno del Derecho
Administrativo Sancionador.
El balance final de este repaso crítico no puede ser, en conclusión, más decepcio-
nante. Porque habiéndose construido todo el Derecho Administrativo Sancionador
sobre un entramado de principios —que para mayor énfasis se han constitucionaliza-
do— luego ha resultado que ninguno de ello es fiable por completo y que todos
dependen de los caprichos de una jurisprudencia en ocasiones terca o, por el contra-
568 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

rio, errática. Lo que sólo desanimará a quienes ingenuamente creen que el Derecho es
un mecanismo de certidumbre y previsibilidad, cuando la realidad es que no se trata
de un puerto seguro sino de un camino áspero en el que hay que dar cada paso con
mucha prudencia. Hay que aprender a vivir en la incertidumbre y a desconfiar de unos
principios tan brillantes como engañosos. Debemos ser conscientes de que el Derecho
Administrativo Sancionador no es un recetario de soluciones cómodas sino que cada
caso es un desafio a la justicia y a la inteligencia.

X. SUSTANTIVACIÓN A LA SOMBRA DEL GIRO ADMINISTRATIVO

En la primera edición de este libro se formuló la tesis de que el Derecho


Administrativo Sancionador español, hasta entonces considerado como una hijuela
del Derecho Penal en cuanto construido exclusivamente con materiales tomados de
éste más o menos adaptados, no tardaría en adquirir sustantividad propia y que su des-
tino pasaba por su inevitable administrativización. A cuyo propósito se sugería una
profunda reordenación del sistema, de tal manera que, renegando de la tutela del
Derecho Penal, se buscaran otras fuentes más profundas de inspiración, concreta-
mente en el Derecho Público Constitucional. En definitiva se diseñaba un árbol gené-
tico que partiendo de esta raíz formaba el tronco específico del Derecho punitivo
público, que se desdoblaba en dos ramas: la del Derecho Penal y la del Derecho
Administrativo Sancionador.
En los doce años que desde entonces han trascurrido, lo que en 1993 parecía mero
voluntarismo, o a todo lo más simple conjetura, se ha materializada, con rapidez
insospechada, en una realidad hasta tal punto que hoy sí que puede hablarse ya de un
Derecho Administrativo Sancionador en sentido propio. Los balbuceos iniciales que-
dan lejos, las vacilaciones juveniles van superándose y ha entrado sin duda en la
mayoría de edad.
Una declaración que no debe entenderse como triunfalista, y ni siquiera como
autosatisfactoria, puesto que hay que ser conscientes del largo camino que aún queda
por recorrer (para lo que basta comparar el adelanto que todavía lleva la dogmática
penalista), de los ensayos frustrados y de las excesivas contradicciones que se pade-
cen. La verdad es que la mayor parte de las cuestiones importantes están sin solucio-
nar; pero lo que importa es que ya están planteándose correctamente y si esto es así,
la solución vendrá antes temprano que tarde. El Derecho Administrativo Sancionador,
en suma, se está administrativízando y con ello afirmando la identidad de que antes
carecía. Basta hacer un repaso de su contenido actual para comprobar lo que se está
diciendo.
Sobre los aspectos procedimentales no hace falta detenerse dado que siempre han
sido administrativos desde su mismo origen: administrativo es el procedimiento san-
cionador y contencioso-administrativa la jurisdicción revisora de las sanciones. Este
régimen, que a los españoles nos parece obvio, dista mucho de serlo ya que caben
otros modelos alternativos igualmente plausibles: que el procedimiento sea judicial
desde el principio o que la revisión de los actos administrativos sancionadores sea rea-
lizada por tribunales penales. En el modelo español, en cambio, quien sanciona es la
Administración, que tramita un procedimiento administrativo —regulado como una
mera especialidad dentro de una ley general de procedimiento administrativo— ;
mientras que en la fase jurisdiccional el procedimiento contencioso-administrativo
revisor de los actos administrativos sancionadores no ofrece peculiaridad alguna.
De la misma manera siempre ha sido originariamente administrativa la potestad
sancionadora así como el alcance de su ejercicio, de acuerdo con un esquema que nada
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 569

tiene que ver con el penal. Porque los jueces penales sólo están para reprimir delitos
derivados de una legislación que les es ajena; a diferencia de lo que sucede en el otro
ámbito en el que la Administración es directamente la ejecutora de unas normas, que
no le son ajenas puesto que colabora en su formación a través de los reglamentos y,
sobre todo, porque gestiona los intereses públicos y generales. La Administración es,
en suma, un gestor —y un gestor no sólo de normas sino en primer término de intere-
ses— y únicamente reprime de forma marginal, como un subproducto —mejor, como
un complemento— de su actividad esencial de gestión.
Con esta diversidad de presupuestos, radicalmente separados, lo que asombra
entonces es la servidumbre penal que ha padecido hasta ahora —y seguirá padeciendo
todavía durante algún tiempo— el Derecho Administrativo Sancionador. Extraño
fenómeno que quizás pueda explicarse por la absoluta pobreza teórica en los años en
que se aprobó la Constitución y por la cerrazón ideológica que padecía —y aún pade-
ce— el Tribunal Constitucional. La servidumbre técnica a que le sometió el Tribunal
Constitucional en favor del Derecho Penal es explicable por la repetida circunstancia
de que en aquella época no se disponía de otra. La sumisión impuesta —no pasiva-
mente aceptada— por el Tribunal Constitucional a determinados principios penales
de rango constitucional ya es menos justificable puesto que responde a una exacerba-
ción ideológica más propia de políticos demagógicos que de magistrados prudentes.
Por ello sorprende más todavía que los excesos dogmáticos (sumisión ciega a los prin-
cipios de legalidad, reserva legal, mandato de tipificación, culpabilidad, nos bis in
idem) fueran obra del Tribunal Constitucional y no de la Constitución misma, mucho
más mesurada —con su enigmático silencio— en este punto.
Sea como fuere, el hecho es que el Derecho Administrativo moderno o constitu-
cional se colocó en la estela del Derecho Penal dejándose arrastrar por él. Con la
inevitable consecuencia de que el aparato empezó pronto a chirriar —si se permite tal
expresión— porque con toda evidencia no se podía manejar con instrumentos sustan-
cialmente penalísticos una realidad, como la de las infracciones administrativas, tan
distinta de la penal.
Para rectificar el error de esta perspectiva se ofrecían a los tribunales dos posibi-
lidades: la de «adaptar» los principios penales a la realidad administrativa y la de
abandonar tales principios para seguir una vía administrativa propia. Dos opciones en
el fondo no excluyentes puesto que la primera puede desembocar con más o menos
dificultades en la segunda, como si de un rodeo se tratara. De esta manera se ha lle-
gado a una perceptible administrativización del régimen sancionador que ha supuesto
una auténtica alteración cualitativa del mismo, como puede constatarse en un repaso
sumario.
Hay dos materias, por lo pronto, en las que el proceso ya se ha consumado por
completo. La tipificación de infracciones y sanciones por medio de Ordenanzas loca-
les tiene un régimen propio, rigurosamente administrativo, que ha roto hasta sus últi-
mas amarras con el Derecho Penal. Y lo mismo ha sucedido con las modalidades de
prescripción aunque ésta sea una cuestión casi marginal y muy fácil de llevar a cabo
a través de una simple intervención legislativa.
El alcance de los principios de legalidad y reserva ley es muy distinto en el
Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador puesto que en éste —una
vez superadas las graves reticencias iniciales— se ha terminado aceptando con natu-
ralidad la colaboración reglamentaria indirecta (de la que en el Código penal solo hay
unos raros ejemplos). Aquí lo importante es, sin embargo, que todo el principio está
en crisis, al borde un naufragio total puesto que se ha comprobado que, si se aplica
rigurosamente en el ámbito de los ilícitos administrativos, se bloquea gravemente la
operatividad de la gestión administrativa. La técnica de la «cobertura legal» que en la
570 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

actualidad se practica habitualmente, es una burda falsificación de la reserva legal tal


como fue planteada originalmente.
El régimen general de la reserva legal y de la tipificación se ha «ablandado» hasta
extremos hace poco inimaginables y el nivel de exigencia se reduce ahora a la deter-
minación de unos «mínimos de antijuricidad» y de unos criterios —que de hecho pue-
den ser muy vagos— para orientar el desarrollo reglamentario. Como puede fácil-
mente comprenderse esta es una versión característica del Derecho Administrativo
Sancionador que nada tiene que ver con el valor de los principios en el Derecho Penal.
Por lo que se refiere a la culpabilidad, aquí ha tenido lugar un perceptible giro
administrativo, un cambio sustancial del panorama penal desde el momento en que se
ha impuesto la variante de la mera inobservancia y se ha empezado a resquebrajar la
presunción de inocencia.
La teoría elaborada en torno a la prohibición de bis in idem puede calificarse sin
ambajes de rudimentaria y contrasta con la posición normativa legal. Es en esta mate-
ria donde probablemente se encuentre más atrasado el proceso de administrativiza-
ción, que ni siquiera se ha iniciado seriamente, aunque existe una técnica que, debi-
damente desarrollada, puede ser muy fértil: la distinción a efectos sancionadores entre
hecho y acción.
Para mí, con todo, el punto más oscuro, la rémora que más entorpece el desarrollo
actual del Derecho Administrativo Sancionador —y desde luego el dato más incon-
gruente de la situación— es la descoordinación entre él y el Derecho Administrativo
material, puesto que éste sigue considerando a aquél como un anejo incómodo, la «cara
antipática» de una actuación administrativa que tiende cada vez más a hacerse atracti-
va a los ciudadanos. Las leyes sectoriales cumplen con evidente desgana —que se
manifiesta en ocasiones en graves deficiencias— el rito de añadir una coda de tipifi-
caciones infractores y sancionadoras. El legislador no quiere comprender que las medi-
das sancionadoras no son externas a las actividades materiales sino que deben inte-
grarse en ellas como un intento más —junto con las medidas de fomento, preventivas
y cautelares— de la eficacia administrativa. Las infracciones que protegen la limpieza
viaria no valen de nada si no van acompañadas de la instalación de papeleras y la
defraudación fiscal no se evita tanto con inspecciones y multas como con campañas de
ilustración fiscal y con la colaboración de funcionarios dispuestos a ayudar a los con-
tribuyentes de buena voluntad.
Por lo demás, este proceso de sustantivación se ha reflejado, como no podía ser
menos, en la actitud de la doctrina. El campo ha sido ocupado con naturalidad y abru-
madora mayoría por los autores administrativistas, mientras que los penalistas, conscien-
tes de que ya han cumplido su labor inicial, en su momento imprescindible, de remolque,
se han retirado ostensiblemente a segunda fila. El cambio de siglo puede significar a este
respecto un simbólico cambio del curso teórico del Derecho Administrativo Sancionador
español.
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APÉNDICE LEGISLATIVO

I. LEY 30/1992 DE 26 DE NOVIEMBRE DE RÉGIMEN JURÍDICO


DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO COMÚN (TÍTULO IX)
(Con las modificaciones introducidas por las Leyes 4/1999, de 1 i de enero y
57/2003, de 16 de diciembre)
CAPÍTULO PRIMERO 2. Únicamente por la comisión de infrac-
ciones administrativas podrán imponerse sancio-
PRINCIPIOS DE LA POTESTAD SANCIONADORA nes que, en todo caso, estarán delimitadas por la
ley.
Art. 127. Principio de legalidad.—1. La 3. Las di sposiciones reglamentarias de desa-
potestad sancionadora de las Administraciones Pú- rrollo podrán introducir especificaciones o gra-
blicas, reconocida por la Constitución, se ejercerá duaciones al cuadro de las infracciones o sancio-
cuando haya sido expresamente atribuida por una nes establecidas legalmente que, sin constituir
norma con rango de Ley, con aplicación del proce- nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la
dimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo naturaleza o límites de las que la ley contempla,
con lo establecido en este título y, cuando se trate contribuyan a la más correcta identificación de
de entidades locales, de conformidad con lo dis- las conductas o a la más precisa determinación de
puesto en el Título XI de la ley 7/1985, de 2 de las sanciones correspondientes.
abril, reguladora de las Bases de Régimen local. 4. Las normas definidoras de infracciones
2. El ejercicio de la potestad sancionadora y sanciones no serán susceptibles de aplicación
corresponde a los órganos administrativos que la analógica.
tengan expresamente atribuida, por disposición
de rango legal o reglamentario. Art. 130. Responsabilidad.—1. Sólo po-
3. Las disposiciones de este Título no son de drán ser sancionadas por hechos constitutivos de
aplicación al ejercicio por las Administraciones infracción administrativa las personas físicas y
Públicas de su potestad disciplinaria respecto del jurídicas que resulten responsables de los mismos
persona] a su servicio y de quienes estén vincula- aun a título de simple inobservancia.
dos a ellas por una relación contractual. 2. Las responsabilidades administrativas
que se deriven del procedimiento sancionador
Art. 128. Irretroactividad.—1. Serán de serán compatibles con la exigencia al infractor de
aplicación las disposiciones sancionadoras vigen- la reposición de la situación alterada por el
tes en el momento de producirse los hechos que mismo a su estado originario, así como con la
constituyan infracción administrativa. indemnización por los daños y perjuicios causa-
2. Las disposiciones sancionadoras produ- dos que podrán ser determinados por el órgano
cirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al competente, debiendo, en este caso, comunicarse
presunto infractor. al infractor para su satisfacción en el plazo que al
efecto se determine y quedando, de no hacerse
Art. 129. Principio de tipicidad.—1. Sólo así, expedita la vía judicial correspondiente.
constituyen infracciones administrativas las vul- 3. Cuando el cumplimiento de las obliga-
neraciones del Ordenamiento Jurídico previstas ciones previstas en una disposición legal corres-
como tales infracciones por una ley, sin peijuicio ponda a varias personas conjuntamente, respon-
de lo dispuesto para la administración local en el derá de forma solidaria de las infracciones que,
Título XI de la ley 7/1995, de 2 de abril, regula- en su caso, se cometan y de las sanciones que se
dora de las Bases de Régimen local. impongan.
Las infracciones administrativas se clasifi- Serán responsables subsidiarios o solidarios
carán por la ley en leves, graves y muy graves. por el incumplimiento de las obligaciones im-

[579]
580 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

puestas por la ley que conlleven el deber de pre- Interrumpirá la prescripción la iniciación,
venir la infracción administrativa cometida por con conocimiento del interesado, del procedi-
otros, las personas físicas y jurídicas sobre las miento de ejecución, volviendo a transcurrir el
que tal deber recaiga, cuando así lo determinen plazo si aquél está paralizado durante más de un
las leyes reguladoras de los distintos regímenes mes por causa no imputable al infractor.
sancionadores.
Arf. 133. Concurrencia de sanciones.—
Art. 131. Principio de proporcionali- No podrán sancionarse los hechos que hayan sido
dad.—1. Las sanciones administrativas, sean o sancionados penal o administrativamente, en los
no de naturaleza pecuniaria, en ningún caso casos en que se aprecie identidad del sujeto,
podrán implicar, directa o subsidiariamente, pri- hecho y fundamento.
vación de libertad.
2. El establecimiento de sanciones pecu-
niarias deberá prever que la comisión de las
CAPÍTULO n
infracciones tipificadas no resulte más benefi-
cioso para el infractor que el cumplimiento de las
normas infringidas. PRINCIPIOS
3. En la determinación normativa del régi- DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR
men sancionador, así como en la imposición de
sanciones por las Administraciones Públicas se Art. 134. Garantía de procedimiento.—
deberá guardar la debida adecuación entre la gra- 1. El ejercicio de la potestad sancionadora
vedad del hecho constitutivo de la infracción y la requerirá procedimiento legal o reglamentaria-
sanción aplicada, considerándose especialmente mente establecido.
los siguientes criterios para la graduación de la 2. Los procedimientos que regulen el ejer-
sanción a aplicar: cicio de la potestad sancionadora deberán esta-
a) La existencia de intencionalidad o reite- blecer la debida separación entre la fase instruc-
ración. tora y la sancionadora, encomendándolas a órga-
b) La naturaleza de los peijuicios causa- nos distintos.
dos. 3, En ningún caso se podrá imponer una
c) La reincidencia, por comisión en el tér- sanción sin que se haya tramitado el necesario
mino de un año de más de una infracción de la procedimiento.
misma naturaleza cuando así haya sido declarado
por resolución firme. Art. 135. Derechos del presunto responsa-
ble.—Los procedimientos sancionadores garanti-
Art. 132. Prescripción. 1. Las infraccio- zaran al presunto responsable los siguientes dere-
nes y sanciones prescribirán según lo dispuesto en chos:
las leyes que las establezcan. Si éstas no fijan pla- A ser notificado de los hechos que se le
zos de prescripción, las infracciones muy graves imputen, de las infracciones que tales hechos
prescribirán a los tres años, las graves a los dos puedan constituir y de las sanciones que, en su
años y las leves a los seis meses; las sanciones caso, se les pudieran imponer, asi como de la
impuestas por faltas muy graves prescribirán a los identidad del instructor, de la autoridad compe-
tres años, las impuestas por faltas graves a los dos tente para imponer la sanción y de la norma que
años y las impuestas por faltas leves al año. atribuya tal competencia.
2. El plazo de prescripción de las infrac- A formular alegaciones y utilizar los medios
ciones comenzará a contarse desde el día en que de defensa admitidos por el Ordenamiento
la infracción se hubiera cometido. Jurídico que resulten procedentes.
Interrumpirá la prescripción la iniciación, Los demás derechos reconocidos por el ar-
con conocimiento del interesado, del procedi- tículo 35 de esta Ley.
miento sancionador, reanudándose el plazo de
prescripción si el expediente sancionador estu- Art. 136. Medidas de carácter provisio-
viera paralizado durante más de un mes por nal.—Cuando así esté previsto en las normas que
causa no imputable al presunto responsable. regulen los procedimientos sancionadores, se
3. El plazo de prescripción de las sancio- podrá proceder mediante acuerdo motivado a la
nes comenzará a contarse desde el día siguiente a adopción de medidas de carácter provisional que
aquel en que adquiera firmeza la resolución por aseguren la eficacia de la resolución final que
la que se impone la sanción. pudiera recaer.
APÉNDICE LEGISLATIVO 581

Art. 137. Presunción de inocencia.— bas sean adecuadas para la determinación de


1. Los procedimientos sancionadores respetarán hechos y posibles responsabilidades.
la presunción de no existencia de responsabilidad Sólo podrán declararse improcedentes aque-
administrativa mientras no se demuestre lo con- llas pruebas que por su relación con los hechos
trario. no puedan alterar la resolución final a favor del
2. Los hechos declarados probados por presunto responsable.
resoluciones judiciales penales firmes vincula-
rán a las Administraciones Públicas respecto de Art. 138. Resolución.—1. La resolución
los procedimientos sancionadores que substan- que ponga fin al procedimiento habrá de ser moti-
cien. vada y resolverá todas las cuestiones planteadas
3. Los hechos constatados por funcionarios en el expediente.
a los que se reconoce la condición de autoridad, y 2. En la resolución no se podrán aceptar
que se formalicen en documento público obser- hechos distintos de los determinados en el curso
vando los requisitos legales pertinentes, tendrán del procedimiento, con independencia de su dife-
valor probatorio sin peijuicio de las pruebas que rente valoración jurídica.
en defensa de los respectivos derechos o intereses 3. La resolución será ejecutiva cuando
puedan señalar o aportar los propios administra- ponga fin a la vía administrativa.
dos. En la resolución se adoptarán, en su caso, las
4. Se practicarán de oficio o se admitirán a disposiciones cautelares precisas para garantizar
propuesta del presunto responsable cuantas prue- su eficacia en tanto no sea ejecutiva.

2. REAL DECRETO, 1,398/1993, DE 4 DE AGOSTO,


POR EL QUE SE APRUEBA EL REGLAMENTO DEL PROCEDIMIENTO
PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA

PREÁMBULO rios o desestímatenos que la falta de resolución


expresa produzca.
La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de En el ámbito de los procedimientos para el
Régimen Jurídico de las Administraciones ejercicio de la potestad sancionadora, la adecua-
Públicas y del Procedimiento Administrativo ción adquiere características especiales, que son
Común (LRJ-PAC) en su Titulo IX regula la consecuencia de la singularidad de su objeto. En
potestad sancionadora. Concretamente en el efecto, pese al intento de la Ley de Procedimiento
Capítulo 1 establece los principios que infor- Administrativo de 1958 de reducir el número de
man el ejercicio de dicha potestad y en el los llamados procedimientos formalizados, res-
Capítulo II los principios del procedimiento pecto de los que la LPA tenía carácter supletorio.
sancionador. De otra parte, la LRJ-PAC no contiene una
Esta regulación responde a la consideración regulación por trámites del procedimiento san-
de que el procedimiento para el ejercicio de la cionador, sino sólo los principios que deben
potestad sancionadora se integra en el concepto informar los procedimientos concretos que deben
de procedimiento administrativo común previsto establecerse legal o reglamentariamente, según el
en la Constitución para garantía del tratamiento artículo 134. En consecuencia, la adecuación de
común a los ciudadanos, plasmándose en los los procedimientos para el ejercicio de la potes-
principios recogidos en la ley que deben ser res- tad sancionadora desarrolla secuencialmente los
petados por las concretas regulaciones de los pro- principios del Capítulo II del Título IX de la
cedimientos específicos. LRJ-PAC, introduciendo también, como es natu-
La Disposición Adicional 3 .a de la LRJ-PAC ral, los principios generales de la potestad san-
prevé que reglamentariamente, en el plazo que la cionadora por su conexión esencial, como tales
propia Disposición Adicional 3.a establece, se principios, con el mismo procedimiento sancio-
lleve a efecto la adecuación a la misma de las nador. Tiene, además, una intención racionaliza-
normas reguladoras de los distintos procedimien- dora, mediante la configuración de un procedi-
tos administrativos, cualquiera que sea su rango, miento general y la reducción del número de pro-
con específica mención de los efectos estimato- cedimientos sancionadores, sin perjuicio de la
582 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

existencia de los procedimientos específicos El principio de seguridad jurídica exige que


necesarios para los ámbitos sectoriales corres- en todo momento exista un procedimiento que
pondientes. permita la salvaguardia del interés general
La conveniencia de que exista un procedi- mediante la sanción de aquellas conductas que
miento general no atenúa la plena aplicabilidad están legalmente tipificadas como infracciones
del principio de legalidad, en cuanto a la atribu- administrativas.
ción de tal potestad a la Administración Pública El procedimiento establecido en el Re-
correspondiente y a la tipificación de infraccio- glamento pretende simplicar los trámites que lo
nes y sanciones, estableciéndose el procedimien- integran sin que ello implique merma alguna de
to en las propias leyes sancionadoras o en el desa- los derechos reconocidos al presunto responsable.
rrollo reglamentario. Así, la reducción de los documentos acusatorios a
Ello resulta relevante para la Administración uno, es un paso en esa dirección. Tanto más nece-
General del Estado y para las Administraciones sario cuando se persigue un desarrollo ágil del
de las Comunidades Autónomas, pero es particu- procedimiento ajustado a los plazos que se esta-
larmente trascendental en relación con las blezcan. Esta misma línea argumenta! inspira la
Entidades que integran la Administración Local. posibilidad de que el infractor reconozca volunta-
Los tres niveles administrativos tienen compe- riamente su responsabilidad y, cuando las sancio-
tencia para establecer sus propios procedimien- nes sean pecuniarias, de que su pago voluntario
tos para el ejercicio de la potestad sancionadora, ponga fin al procedimiento o se establezcan
sin peijuicio de la supletoriedad de este reducciones en su cuantía cuando así esté previsto
Reglamento prevista en el artículo 149.3 de la en las correspondientes disposiciones.
Constitución respecto de las Comunidades La innovadora recepción que efectúa la
Autónomas; por lo que respecta a las Entidades LRJ-PAC del principio del orden penal de la
Locales, el Reglamento se aplicará directa o separación entre órgano instructor y órgano que
supletoriamente según resulte de las normas esta- resuelve ha de entenderse, como es evidente y ha
tales, autonómicas o locales dictadas al amparo sido declarado por la jurisprudencia constitucio-
de las reglas de distribución de competencias nal (Sentencia de 8 de junio de 1981), de forma
expresadas en el bloque de la constitucionalidad. adecuada a la naturaleza administrativa. En el
En el ámbito local, las ordenanzas —con una orden penal, el principio atiende a la configura-
larga tradición histórica en materia sancionado- ción. en muchas ocasiones unipersonal, de los
ra— son el instrumento adecuado para atender a órganos judiciales y pretende, por tanto, que no
esta finalidad y para proceder en el marco de sus sea la misma persona o personas las que acusen
competencias a una tipificación de infracciones y y resuelvan. En sede administrativa la traslación
sanciones; en este sentido, pese a la autorizada de tal principio requiere, para que constituya una
linea doctrinal que sostiene que las Ordenanzas verdadera garantía, que el concepto de órgano no
locales, en tanto que normas dictadas por órga- sea asimilable al del órgano administrativo mera-
nos representativos de la voluntad popular, son el mente organizativo y jerárquico que recogen
equivalente en el ámbito local de las leyes estata- algunas normas, sino que la capacidad de autoor-
les y autonómicas y tienen fuerza de ley en dicho ganización que el artículo 11 de la LRJ-PAC
ámbito, el Reglamento ha considerado necesario reconoce a las Administraciones Públicas debe
mantener el referente básico del principio de traducirse en el ámbito sancionador en una flexi-
legalidad, de modo que las prescripciones san- bilización al servicio de la objetividad. En conse-
cionadoras de las ordenanzas completen y adap- cuencia, el concepto de órgano que ejerce —ini-
ten las previsiones contenidas en las correspon- ciando, instruyendo o resolviendo— la potestad
dientes leyes. sancionadora resulta de la atribución de tales
De otra parte, las exigencias planteadas competencias a las unidades administrativas que,
por la entrada en vigor de la LRJ-PAC aconse- en el marco del procedimiento de ejercicio de la
jan que, en el marco del proceso de adecuación, potestad sancionadora y a sus efectos, se consti-
y desde una perspectiva de riguroso respecto a tuyen en órganos, garantizándose que no concu-
la distribución constitucional de competencias rran en el mismo las funciones de instrucción y
y a la autonomía local, existía una norma regla- resolución.
mentaria que permita el ejercicio de la potestad También se incorpora la exigencia de que el
sancionadora en aquellos casos en que no exis- infractor reponga las situaciones por él alteradas
ta —al finalizar el período transitorio previsto a su estado originario, e indemnice los daños y
en la LRJ-PAC— regulación procedimental peijuicios causados, respetando su derecho de
alguna. audiencia.
APÉNDICE LEGISLATIVO 583

En su virtud, a propuesta del Ministro para totalidad a los procedimientos sancionadores en


las Administraciones Públicas, de acuerdo con el materia de pesca marítima.
Consejo de Estado y previa deliberación del
Consejo de Ministros, en su reunión del dia 4 de
agosto de 1993, DISPOSICIÓN TRANSITORIA

Única. 1. Los procedimientos sanciona-


DISPONGO: dores incluidos en el ámbito de aplicación del
Reglamento que se aprueba por el presente Real
Artículo único. Se aprueba, en aplicación
Decreto, iniciados con anterioridad a su entrada
de la Disposición Final, de la Disposición Adicional
en vigor, se resolverán de acuerdo con la norma-
3.' y en desarrollo del Titulo EX de la Ley 30/1992,
tiva anterior.
de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
2. El régimen de recursos de los procedi-
Administraciones Públicas y del Procedimiento
mientos a que se refiere el punto anterior será el
Administrativo Común, el Reglamento del procedi-
establecido en el artículo 21.2 del Reglamento
miento para el ejercicio de la potestad sancionado-
que se aprueba por el presente Real Decreto y en
ra, que se inserta a continuación.
el Capítulo II del Título VII de la Ley 30/1992,
de Régimen Jurídico de las Administraciones
DISPOSICIÓN ADICIONAL Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común.
Ú nica. 1. Queda excluido del Reglamento 3. Los procedimientos a que se refiere el
que se aprueba por el presente Real Decreto el apartado 1 de esta disposición deberán resolverse
procedimiento disciplinario regulado en el en el plazo de seis meses desde la entrada en
Reglamento Penitenciario, aprobado por el Real vigor del Reglamento que se aprueba por el pre-
Decreto 1201/1981, de 8 de mayo. sente Real Decreto, entendiéndose caducados
2. Quedan en vigor las Ordenanzas locales por el transcurso de treinta días desde el venci-
que establezcan tipificaciones de infracciones y miento de este plazo de seis meses sin haberse
sanciones o procedimientos para el ejercicio de la dictado resolución.
potestad sancionadora, en lo que no se opongan o
contradigan a la Ley 30/1992, de 26 de noviem-
bre, de Régimen Jurídico de las Administraciones DISPOSICIÓN FINAL
Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común, y se ajusten a lo previsto en el artículo Única. El presente Real Decreto, y el
2.2 del Reglamento que se aprueba por el presente Reglamento que aprueban, entrarán en vigor el
Real Decreto. día siguiente al de su publicación en el Boletín
3. El Reglamento que se aprueba mediante Oficial del Estado.
el presente Real Decreto será de aplicación en su

REGLAMENTO DEL PROCEDIMIENTO PARA EL EJERCICIO


DE LA POTESTAD SANCIONADORA

CAPÍTULO PRIMERO a) Por la Administración General del Es-


tado, respecto de aquellas materias en que el
DISPOSICIONES GENERALES Estado tiene competencia exclusiva.
b) Por la Administración de las Comu-
Artículo 1.° Objeto y ámbito de aplica- nidades Autónomas, respecto de aquellas mate-
ción.— 1. La potestad sancionadora se ejercerá rias en que el Estado tiene competencia normativa
mediante el procedimiento establecido en este plena.
Reglamento, en defecto total o parcial de proce- c) Por las Entidades que integran la
dimientos específicos previstos en las correspon- Administración Local, respecto de aquellas materias
dientes normas, en los supuestos siguientes: en que el Estado tiene competencia normativa plena.
584 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

2. Asimismo, se aplicará este Reglamento y la de los intereses de otros posibles afectados,


a los procedimientos sancionadores establecidos asi como la eficacia de la propia Administración,
por ordenanzas locales que tipifiquen infraccio- cada procedimiento sancionador que se tramite
nes y sanciones, respecto de aquellas materiales se formalizará sistemáticamente, incorporando
en que el Estado tiene competencia normativa sucesiva y ordenadamente los documentos, testi-
plena, en lo no previsto por tales ordenanzas. monios, actuaciones, actos administrativos, noti-
3. Quedan excluidos del presente Regla- ficaciones y demás diligencias que vayan apare-
mento los procedimientos de ejercicio de la ciendo o se vayan realizando. El procedimiento
potestad sancionadora en materia tributaria y los así formalizado se custodiará bajo la responsabi-
procedimientos para la imposición de sanciones lidad del órgano competente en cada fase del
por infracciones en el orden social. No obstante, procedimiento hasta el momento de la remisión
este Reglamento tiene carácter supletorio de las de la propuesta de resolución al órgano corres-
regulaciones de tales procedimientos. pondiente para resolver, quien se hará cargo del
Las disposiciones de este Reglamento no mismo y de su continuación hasta el archivo
son de aplicación ni tienen carácter supletorio definitivo de las actuaciones.
respecto del ejercicio por las Administraciones
Públicas de su potestad disciplinaria respecto del Art. 4." Régimen, aplicación y eficacia de
personal y su servicio y de quienes estén vincu- las sanciones administrativas.—1. Sólo se
lados a ellas por una relación contractual. podrán sancionar infracciones consumadas y res-
pecto de conductas y hechos constitutivos de
Art. 2Imposición de sanciones.—1. La infracciones administrativas delimitadas por ley
aplicación de las graduaciones reglamentarías de anterior a su comisión y, en su caso, graduadas por
los cuadros de infracciones y sanciones legal- las disposiciones reglamentarías de desarrollo.
mente establecidas deberá atribuir a la infracción Las disposiciones sancionadoras no se apli-
cometida una sanción concreta y adecuada, aun carán con efecto retroactivo, salvo cuando favo-
cuando las leyes prevean como infracciones los rezcan al presunto infractor.
incumplimientos totales o parciales de las obli- 2. El cumplimiento o ejecución de las
gaciones o prohibiciones establecidas en ella. medidas de carácter provisional o de las disposi-
2. Asimismo, las Entidades que integran la ciones cautelares que, en su caso se adopten, se
Administración Local, cuando tipifiquen como compensarán, cuando sea posible, con la sanción
inacciones hechos y conductas mediante orde- impuesta.
nanzas, y tipifiquen como infracción de ordenan- 3. En defecto de regulación específica
zas el incumplimiento total o parcial de las obli- establecida en la norma correspondiente, cuando
gaciones o prohibiciones establecidas en las mis- lo justifique la debida adecuación entre la san-
mas, al aplicarlas deberán respetar en todo caso ción que deba aplicarse con la gravedad del
las tipificaciones previstas en la ley. hecho constitutivo de la infracción y las circuns-
tancias concurrentes, el órgano competente para
Art. 3 T r a n s p a r e n c i a del procedimiento. — resolver podrá imponer la sanción en su grado
1. El procedimiento se desarrollará de acuerdo mínimo.
con el principio de acceso permanente. A estos 4. En defecto de regulación específica
efectos, en cualquier momento del procedimien- establecida en la norma correspondiente, cuando
to, los interesados tienen derecho a conocer su de la comisión de una infracción derive necesa-
estado de tramitación y a acceder y obtener copias riamente la comisión de otra u otras, se deberá
de los documentos contenidos en el mismo. imponer únicamente la sanción correspondiente
2. Asimismo, y con anterioridad al trámite a la infracción más grave cometida.
de audiencia, los interesados podrán formular 5. Las sanciones sólo serán ejecutivas en
alegaciones y aportar los documentos que esti- la forma y circunstancias prescritas por las leyes
men convenientes. y este Reglamento.
3. El acceso a los documentos que obren En los casos y forma previstos por las
en los expedientes sancionadores ya incluidos se Leyes, la Administración podrá resolver motiva-
regirá por lo dispuesto en el artículo 37 de la Ley damente la remisión condicional que deje en sus-
30/1992, de Régimen Jurídico de las Adminis- penso la ejecución de la sanción.
traciones Públicas y del Procedimiento Admi- 6. No se podrán iniciar nuevos procedi-
nistrativo Común. mientos sancionadores por hechos o conductas
4. Con objeto de garantizar la transparen- tipificados como infracciones en cuya comisión
cia en el procedimiento, la defensa del imputado el infractor persista de forma continuada, en tanto
APÉNDICE LEGISLATIVO 585

no haya recaído una primera resolución sanciona- pudieran ser constitutivos de ilícito penal, lo
dora de los mismos, con carácter ejecutivo. comunicarán al Ministerio Fiscal, solicitándole
Asimismo, será sancionable, como infrac- testimonio sobre las actuaciones practicadas res-
ción continuada, la realización de una pluralidad pecto de la comunicación.
de acciones u omisiones que inflinjan el mismo En estos supuestos, asi como cuando los
o semejantes preceptos administrativos, en ejecu- órganos competentes tengan conocimiento de que
ción de un plan preconcebido o aprovechando se está desarrollando un proceso penal sobre los
idéntica ocasión. mismos hechos, solicitaran del órgano judicial
comunicación sobre las actuaciones adoptadas.
Arl. 5." Concurrencia de sanciones—1. 2. Recibida la comunicación, y si se esti-
El órgano competente resolverá la no exigíbili- ma que existe identidad de sujeto, hecho y fun-
dad de responsabilidad administrativa en cual- damento entre la infracción administrativa y la
quier momento de la instrucción de los procedi- infracción penal que pudiera corresponder, el
mientos sancionadores en que quede acreditado órgano competente para la resolución del proce-
que ha recaído sanción penal o administrativa dimiento acordará su suspensión hasta que recaiga
sobre los mismos hechos, siempre que concurra, resolución judicial.
además, identidad de sujeto y fundamento. 3. En todo caso, los hechos declarados
2. El órgano competente podrá aplazar la probados por resolución judicial penal firme vin-
resolución del procedimiento si se acreditase que culan a los órganos administrativos respecto de
se está siguiendo un procedimiento por los mis- los procedimientos sancionadores que substan-
mos hechos ante los Órganos Comunitarios cien.
Europeos. La suspensión se alzará cuando se
hubiese dictado por aquéllos resolución firme. Art. 8.® Reconocimiento de responsabili-
Si se hubiera impuesto sanción por los dad o pago voluntario.—1. Iniciado un proce-
Órganos Comunitarios, el órgano competente dimiento sancionador, si el infractor reconoce su
para resolver deberá tenerla en cuenta a efectos responsabilidad, se podrá resolver el procedi-
de graduar la que, en su caso, deba imponer, miento, con la imposición de la sanción que pro-
pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar ceda.
la comisión de la infracción. 2. Cuando la sanción tenga carácter pecu-
niario, el pago voluntario por el imputado, en cual-
Art, 6," Prescripción y archivo de ¡as quier momento anterior a la resolución, podrá
actuaciones.—1. Cuando de las actuaciones implicar igualmente la terminación del procedi-
previas se concluya que ha prescrito la infrac- miento, sin perjuicio de la posibilidad de interpo-
ción, el órgano competente acordará la no proce- ner los recursos procedentes.
dencia de iniciar el procedimiento sancionador. En los términos o periodos expresamente
Igualmente, si iniciado el procedimiento se con- establecidos por las correspondientes disposicio-
cluyera, en cualquier momento, que hubiera nes legales, se podrán aplicar reducciones sobre
prescrito la infracción, el órgano competente el importe de la sanción propuesta, que deberán
resolverá la conclusión del procedimiento, con estar determinadas en la notificación de la inicia-
archivo de las actuaciones. En ambos casos, se ción del procedimiento.
notificará a los interesados el acuerdo o la reso-
lución adoptados. Art. 9." Comunicación de indicios de
Asimismo, cuando haya transcurrido el infracción.—1. Cuando, en cualquier fase del
plazo para la prescripción de la sanción, el órgano procedimiento, sancionador, los óiganos compe-
competente lo notificará a los interesados. tentes consideren que existen elementos de juicio
2. Transcurridos dos meses desde la fecha indicativos de la existencia de otra infracción
en que se inició el procedimiento sin haberse administrativa para cuyo conocimiento no sean
practicado la notificación de éste al imputado, se competentes, lo comunicarán al órgano que con-
procederá al archivo de las actuaciones, notifi- sideren competente.
cándoselo al imputado, sin peijuicio de las res-
ponsabilidades en que hubiera podido incurrir. Art. 10. Órganos competentes.—1. A
efectos de este Reglamento, son órganos admi-
Art. 7 V i n c u l a c i o n e s con el orden juris- nistrativos competentes para la iniciación, ins-
diccional penal.—1. En cualquier momento trucción y resolución de los procedimientos san-
del procedimiento sancionador en que los órga- cionadores las unidades administrativas a las
nos competentes estimen que los hechos también que, de conformidad con los artículos 11 y 21 de
586 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la LRJ-PAC, cada Administración atribuya estas pre de oficio, por acuerdo del órgano competen-
competencias, sin que puedan atribuirse al te, bien por propia iniciativa o como consecuen-
mismo órgano para las fases de instrucción y cia de orden superior, petición razonada de otros
resolución del procedimiento. órganos o denuncia.
2. Los órganos competentes para la inicia- A efectos del presente Reglamento, se
ción, instrucción y resolución son los expresa- entiende por:
mente previstos en las normas sancionadoras y, a) Propia iniciativa: La actuación derivada
en su defecto, los que resulten de las normas que del conocimiento directo o indirecto de las con-
sobre atribución y ejercicio de competencias ductas o hechos susceptibles de constituir infrac-
están establecidas en el Capitulo I del Título II de ción por el órgano que tiene atribuida la compe-
la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las tencia de iniciación, bien ocasionalmente o por
Administraciones Públicas y del Procedimiento tener la condición de autoridad pública o atribui-
Administrativo Común. Cuando de la aplicación das funciones de inspección, averiguación o
de las reglas anteriores no quede especificado el investigación.
órgano competente para iniciar el procedimiento, i») Orden superior: La orden emitida por
se entenderá que tal competencia corresponde al un órgano administrativo superior jerárquico de
órgano que la tenga para resolver. la unidad administrativa que constituye el órgano
En el ámbito de la Administración Local son competente para la iniciación, y que expresará,
órganos competentes para la resolución los en la medida de lo posible, la persona o personas
Alcaldes u otros órganos, cuando así esté previsto presuntamente responsable; las conductas o
en las correspondientes normas de atribución de hechos que pudieran constituir infracción admi-
competencias. nistrativa y su tipificación; así como el lugar, la
3. En defecto de previsiones de descon- fecha, fechas o periodos de tiempo continuado en
centración en las normas de atribución de com- que los hechos se produjeron.
petencias sancionadoras, y en el ámbito de la c) Petición razonada: La propuesta de ini-
Administración General del Estado, mediante ciación del procedimiento formulada por cual-
una disposición administrativa de carácter gene- quier órgano administrativo que no tiene compe-
ral se podrá desconcentrar la titularidad y el ejer- tencia para iniciar el procedimiento y que ha
cicio de las competencias sancionadoras en órga- tenido conocimiento de las conductas o hechos
nos jerárquicamente dependientes de aquéllos que pudieran constituir infracción, bien ocasio-
que las tengan atribuidas. La desconcentración nalmente o bien por tener atribuidas funciones de
deberá ser publicada en el Boletín Oficial del inspección, averiguación o investigación.
Estado. Los órganos en que se hayan desconcen- Las peticiones deberán especificar, en la
trado competencias no podrán desconcentrar medida de lo posible, la persona o personas pre-
éstas a su vez. suntamente responsables; las conductas o hechos
Los Alcaldes y los Plenos de las Entidades que pudieran constituir infracción administrativa
Locales, mediante la correspondiente norma de y su tipificación; así como el lugar, la fecha,
carácter general, podrán desconcentrar en las fechas o período de tiempo continuado en que los
Comisiones de Gobierno, los Concejales y los hechos se produjeron.
Alcaldes las competencias sancionadoras que ten- d) Denuncia: El acto por el que cualquier
gan atribuidas. Esta desconcentración estará some- persona, en cumplimiento o no de una obligación
tida a los mismos limites y requisitos establecidos legal, pone en conocimiento de un órgano admi-
en el párrafo anterior. La norma de desconcentra- nistrativo la existencia de un determinado hecho
ción se publicará en el Boletín Oficial de la provin- que pudiera constituir infracción administrativa.
cia y en el tablón de edictos del Ayuntamiento o Las denuncias deberán expresar la identidad
medio de publicación equivalente. de la persona o personas que las presentan, el
relato de los hechos que pudieran constituir
infracción y la fecha de su comisión y, cuando sea
C A P Í T U L O II posible, la identificación de los presuntos respon-
sables.
ACTUACIONES PREVIAS 2. La formulación de una petición no vin-
E INICIACIÓN cula al órgano competente para iniciar el proce-
DEL PROCEDIMIENTO dimiento sancionador, si bien deberá comunicar
al órgano que la hubiera formulado los motivos
Art. 11. Forma de iniciación.—1. Los por los que, en su caso, no procede la iniciación
procedimientos sancionadores se iniciaran siem- del procedimiento.
APÉNDICE LEGISLATIVO 587

Cuando se baya presentado una denuncia, se se advertirá a los interesados que, de no efectuar
deberá comunicar al denunciante la iniciación o alegaciones sobre el contenido de la iniciación
no del procedimiento cuando la denuncia vaya del procedimiento en el plazo previsto en el ar-
acompañada de una solicitud de iniciación. tículo 16.1, la iniciación podrá ser considerada
propuesta de resolución cuando contenga un pro-
Art. 12. Actuaciones previas.—1. Con nunciamiento preciso acerca de la responsabili-
anterioridad a la iniciación del procedimiento, se dad imputada, con los efectos previstos en los
podrán realizar actuaciones previas con objeto de artículos 18 y 19 del Reglamento.
determinar con carácter preliminar si concurren
circunstancias que justiñquen tal iniciación. En Art. 14. Colaboración y responsabilidad
especial, estas actuaciones se orientarán a deter- de la tramitación.—1. En los términos previstos
minar, con la mayor precisión posible, los hechos por el artículo 4 de la Ley 30/1992, de Régimen
susceptibles de motivar la incoación del procedi- Jurídico de las Administraciones Públicas y del
miento, la identificación de la persona o personas Procedimiento Administrativo Común, los órga-
que pudieran resultar responsables y las circuns- nos y dependencias administrativas pertenecien-
tancias relevantes que concurran en unos u otros. tes a cualquiera de las Administraciones públicas
2. Las actuaciones previas serán realiza- facilitarán al órgano instructor los antecedentes e
das por los óiganos que tengan atribuidas funcio- informes necesarios, así como los medios perso-
nes de investigación, averiguación e inspección nales y materiales necesarios para el desarrollo de
en la materia y, en defecto de éstos, por la perso- sus actuaciones.
na u órgano administrativo que se determine por 2. Las personas designadas como órgano
el órgano competente para la iniciación o resolu- instructor o, en su caso, los titulares de las uni-
ción del procedimiento. dades administrativas que tengan atribuida tal
función serán responsables directos de la trami-
Art. 13. Iniciación.—1. La iniciación de tación del procedimiento y, en especial, del cum-
los procedimientos sancionadores se formaliza- plimiento de los plazos establecidos.
rán con el contenido mínimo siguiente:
a) Identificación de la persona o personas Art 15. Medidas de carácter provisional.—
presuntamente responsables. 1. De conformidad con lo previsto en los artículos
b) Los hechos sucintamente expuestos que 72 y 136 de la Ley de Régimen Jurídico de las
motivan la incoación del procedimiento, su posi- Administraciones Públicas y del Procedimiento
ble calificación y las sanciones que pudieran Administrativo Común, el órgano competente para
corresponder, sin peijuicio de lo que resulte de la resolver podrá adoptar en cualquier momento,
instrucción. mediante acuerdo motivado, las medidas de carácter
c) Instructor y, en su caso, Secretario del provisional que resulten necesarias para asegurar la
procedimiento, con expresa indicación del régi- eficacia de la resolución que pudiera recaer, el buen
men de recusación de los mismos. fin del procedimiento, evitar el mantenimiento de los
d) Órgano competente para la resolución efectos de la infracción y las exigencias de los inte-
del expediente y norma que le atribuya tal com- reses generales.
petencia, indicando la posibilidad de que el pre- Cuando así venga exigido por razones de
sunto responsable pueda reconocer voluntaria- urgencia inaplazable, el órgano competente para
mente su responsabilidad, con los efectos previs- iniciar el procedimiento o el órgano instructor
tos en el artículo 8. podrán adoptar las medidas provisionales que resul-
e) Medidas de carácter provisional que se ten necesarias.
hayan acordado por el órgano competente para 2. Las medidas de carácter provisional
iniciar el procedimiento sancionador, sin peijui- podrán consistir en la suspensión temporal de
cio de las que se puedan adoptar durante el actividades y la prestación de fianzas, así como
mismo de conformidad con el artículo 15. en la retirada de productos o suspensión tempo-
j) Indicación del derecho a formular ale- ral de servicios por razones de sanidad, higiene o
gaciones y a la audiencia en el procedimiento y seguridad, y en las demás previstas en las corres-
de los plazos para su ejercicio. pondientes normas específicas.
2. El acuerdo de iniciación se comunicará 3. Las medidas provisionales deberán estar
al instructor, con traslado de cuantas actuaciones
expresamente previstas y ajustarse a la intensidad,
existan al respecto, y se notificará al denuncian-
te, en su caso, y a los interesados, entendiendo en proporcionalidad y necesidades de los objetivos
todo caso por tal al inculpado. En la notificación que se pretenda garantizar en cada supuesto con-
CORTE
SUPREMA^

BIBLIOTECA )
588 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

C A P Í T U L O III dad pública, y sea admitida a trámite, se entenderá


que tiene carácter preceptivo y se podrá entender
INSTRUCCIÓN que tiene carácter determinante para la resolución
del procedimiento con los efectos previstos en el
Art. 16. Actuaciones y alegaciones.—1. artículo 83.3 de la LRJ-PAC.
Sin peijuicio de lo dispuesto en el artículo 3°, los 5. Los hechos constatados por funcionarios a
interesados dispondrán de un plazo de quince los que se reconoce la condición de autoridad, y que
días para aportar cuantas alegaciones, documen- se formalicen en documento público observando
tos o informaciones estimen convenientes y, en los requisitos legales pertinentes, tendrán valor pro-
su caso, proponer prueba concretando los medios batorio, sin peijuicio de las pruebas que en defensa
de que pretendan valerse. En la notificación de la de los respectivos derechos o intereses puedan
iniciación del procedimiento se indicará a los señalar o aportar los propios administrados.
interesados dicho plazo. 6. Cuando la valoración de las pruebas
2. Cursada la notificiación a que se refiere practicadas pueda constituir el fundamento bási-
el punto anterior, el instructor del procedimiento co de la decisión que se adopte en el procedi-
realizará de oficio cuantas actuaciones resulten miento, por ser pieza imprescindible para la eva-
necesarias para el examen de los hechos, reca- luación de los hechos, deberá incluirse en la pro-
bando los datos e informaciones que sean rele- puesta de resolución.
vantes para determinar, en su caso, la existencia
de responsabilidades susceptibles de sanción. Art. 18. Propuesta de resolución.—
3. Si como consecuencia de la instrucción Concluida, en su caso, la prueba, el órgano ins-
del procedimiento resultase modificada la deter- tructor del procedimiento formulará propuesta
minación inicial de los hechos, de su posible cali- de resolución en la que se fijarán de forma
ficación, de las sanciones imponibles o de las motivada los hechos, especificándose los que
responsabilidades susceptibles de sanción, se se consideren probados y su exacta calificación
notificará todo ello al inculpado en la propuesta jurídica, se determinará la infracción que, en su
de resolución. caso, aquéllos constituyan y la persona o per-
sonas que resulten responsables, especificán-
Art. 17. Prueba..—1. Recibidas las dose la sanción que propone que se impongan y
alegaciones o transcurrido el plazo señalado en el las medidas provisionales que se hubieran
artículo 16, el órgano instructor podrá acordar la adoptado, en su caso, por el órgano competen-
apertura de un período de prueba, de conformi- te para iniciar el procedimiento o por el ins-
dad con lo previsto en los artículos 80 y 137.4 de tructor del mismo; o bien se propondrá la
la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las declaración de no existencia de infracción o
Administraciones Públicas y del Procedimiento responsabilidad.
Administrativo Común, por un plazo no superior
a treinta días ni inferior a diez días. Art. 19. Audiencia.—1. La propuesta de
2. En el acuerdo, que se notificará a los resolución se notificará a los interesados, indi-
interesados, se podrá rechazar de forma motivada cándoles la puesta de manifiesto del procedi-
la práctica de aquellas pruebas que, en su caso, miento. A la notificación se acompañará una
hubiesen propuesto aquéllos, cuando sean impro- relación de los documentos obrantes en el proce-
cedentes de acuerdo con lo dispuesto en el artí- dimiento a fin de que los interesados puedan
culo 137.4 de la Ley 30/1992, de Régimen obtener las copias de los que estimen convenien-
Jurídico de las Administraciones Públicas y del tes, concediéndoseles un plazo de quince días
Procedimiento Administrativo Común. para formular alegaciones y presentar los docu-
3. La práctica de las pruebas que el órgano mentos e informaciones que estimen pertinentes
instructor estime pertinentes, entendiéndose por ante el instructor del procedimiento.
tales aquellas distintas de los documentos que los 2. Salvo en el supuesto contemplado por
interesados puedan aportar en cualquier momen- el artículo 13.2 de este Reglamento, se podrá
to de la tramitación del procedimiento, se reali- prescindir del trámite de audiencia cuando no
zará de conformidad con lo establecido en el artí- figuren en el procedimiento ni sean tenidos en
culo 81 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico cuenta otros hechos ni otras alegaciones y prue-
de las Administraciones Públicas y del bas que las aducidas, en su caso, por el intere-
Procedimiento Administrativo Común. sado de conformidad con lo previsto en el ar-
4. Cuando la prueba consista en la emisión tículo 3.° y en el punto 1 del artículo 16 del pre-
de un informe de un órgano administrativo o enti- sente Reglamento.
APÉNDICE LEGISLATIVO 589

3. La propuesta de resolución se cursará Públicas y del Procedimiento Administrativo


inmediatamente al órgano competetente para Común, incluirán la valoración de las pruebas
resolver el procedimiento, junto con todos los practicadas, y especialmente de aquellas que
documentos, alegaciones e informaciones que constituyan los fundamentos básicos de la deci-
obren en el mismo. sión fijarán los hechos y, en su caso, la persona o
personas responsables, la infracción o infraccio-
nes cometidas y la sanción o sanciones que se
CAPÍTULO IV imponen, o bien la declaración de no existencia
de infracción o responsabilidad.
RESOLUCIÓN 5. Las resoluciones se notificarán a los
interesados. Si el procedimiento se hubiese ini-
Art. 20. Resolución.—1. Antes de dic- ciado como consecuencia de orden superior o
tar resolución, el órgano competente para resol- petición razonada, la resolución se comunicará al
ver podrá decidir, mediante acuerdo motivado, la órgano administrativo autor de aquélla.
realización de las actuaciones complementarías 6. Si no hubiese recaído resolución trans-
indispensables para resolver el procedimiento. curridos seis meses desde la iniciación, teniendo
El acuerdo de realización de actuaciones en cuenta las posibles interrupciones de su cóm-
complementarias se notificará a los interesados, puto por causas imputables a los interesados o
concediéndoseles un plazo de siete días para for- por la suspensión del procedimiento a que se
mular las alegaciones que tengan por pertinentes. refieren los artículos 5 y 7, se iniciará el cómputo
Las actuaciones complementarías deberán prac- del plazo de caducidad establecido en el artícu-
ticarse en un plazo no superior a quince días. El lo 43 .4 de la Ley de 30/1992, de Régimen Jurídico
plazo para resolver el procedimiento quedará de las Administraciones Públicas y del Proce-
suspendido hasta la terminación de las actuacio- dimiento Administrativo Común.
nes complementarias. No tendrán la considera- Transcurrido el plazo de caducidad, el órga-
ción de actuaciones complementarias los infor- no competente emitirá, a solicitud del interesado,
mes que preceden inmediatamente a la resolu- certificación en la que conste que ha caducado el
ción final del procedimiento. procedimiento y se ha procedido al archivo de las
2. El órgano competente dictará resolu- actuaciones.
ción que será motivada y decidirá todas las cues-
tiones planteadas por los interesados y aquellas Art. 21. Efectos de la resolución.— I.
otras derivadas del procedimiento. Las resoluciones que pongan fin a la vía admi-
La resolución se formalizará por cualquier nistrativa serán inmediatamente ejecutivas y con-
medio que acredite la voluntad del órgano com- tra las mismas no podrá interponerse recurso
petente para adoptarla. administrativo ordinario.
La resolución se adoptará en el plazo de diez 2. Las resoluciones que no pongan fin a la
dias, desde la recepción de la propuesta de reso- vía administrativa no serán ejecutivas en tanto no
lución y los documentos, alegaciones e informa- haya recaído resolución del recurso ordinario
ciones obrantes en el procedimiento, salvo lo dis- que, en su caso, se haya interpuesto o haya trans-
puesto en los puntos 1 y 3 de este artículo. currido el plazo para su interposición sin que ésta
3. En la resolución no se podrán aceptar se haya producido.
hechos distintos de los determinados en la fase de 3. Cuando el infractor sancionado recuna
instrucción del procedimiento, salvo los que o impugne la resolución adoptada, las resolucio-
resulten, en su caso, de la aplicación de lo previsto nes del recurso ordinario y de los procedimientos
en el número 1 de este artículo, con independen- de revisión de oficio que, en su caso, se interponga
cia de su diferente valoración jurídica. No obs- o substancien no podrán suponer la imposición de
tante, cuando el órgano competente para resolver sanciones más graves para el sancionado.
considere que la infracción reviste mayor grave- 4. En el supuesto señalado en el apartado
dad que la determinada en la propuesta de resolu- anterior las resoluciones podrán adoptar las dis-
ción, se notificará al inculpado para que aporte posiciones cautelares precisas para garantizar su
cuantas alegaciones estime convenientes, conce- eficacia en tanto no sean ejecutivas.
diéndosele un plazo de quince días. Las mencionadas disposiciones podrán con-
4. Las resoluciones de los procedimientos sistir en el mantenimiento de las medidas provi-
sancionadores, además de contener los elementos sionales que, en su caso, se hubiesen adoptado de
previstos en el artículo 89.3 de la Ley 30/1992, de conformidad con el artículo 15 del presente
Régimen Jurídico de las Administraciones Reglamento
590 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En todo caso, las disposiciones cautelares supuesto de que el órgano competente para iniciar
estarán sujetas a las limitaciones que el artículo el procedimiento considere que existen elementos
72 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las de juicio suficiente para calificar la infracción
Administraciones Públicas y del Procedimiento como leve se tramitará el procedimiento simplifi-
Administrativo Común establece para las medi- cado que se regula en este capitulo.
das de carácter provisional.
Art. 24. Tramitación.— ]. La iniciación
A r t 22. Resarcimiento e indemnización.— se producirá, de conformidad con lo dispuesto en
1. Si las conductas sancionadas hubieran cau- el Capítulo II, por acuerdo del órgano competen-
sado daños o perjuicios a la Administración te, en el que se especificará el carácter simplifi-
Pública, la resolución del procedimiento podrá cado del procedimiento y que se comunicará al
declarar: órgano instructor del procedimiento y, simultánea-
a) La exigencia al infractor de la reposi- mente, será notificado a los interesados.
ción a su estado originario de la situación alterada 2. En el plazo de diez días a partir de la
por la infracción. comunicación y notificación del acuerdo de ini-
b) La indemnización por los daños y per- ciación, el órgano instructor y los interesados
juicios causados, cuando su cuantía haya quedado efectuarán, respectivamente, las actuaciones pre-
determinada durante el procedimiento. liminares, la aportación de cuantas alegaciones,
2. Cuando no concurran las circunstancias documentos o informaciones estimen convenien-
previstas en la letra b) del apartado anterior, la tes y, en su caso, la proposición y práctica de la
indemnización por los daños y peijuicios causa- prueba.
dos se determinará mediante un procedimiento 3. Transcurrido dicho plazo, el órgano
complementario, cuya resolución será inmediata- competente para la instrucción formulará pro-
mente ejecutiva. Este procedimiento será suscepti- puesta de resolución de conformidad con lo dis-
ble de terminación convencional, pero ni ésta ni la puesto en el articulo 18 o, si aprecia que los
aceptaciónd el infractor de la resolución que hechos pueden ser constitutivos de infracción
pudiera recaer implicará el reconocimiento volun- grave o muy grave, acordará que continúe trami-
tario de su responsabilidad. La resolución del pro- tándose el procedimiento general según lo dis-
cedimiento pondrá fin a la vía administrativa. puesto en el artículo 17, notificándolo a los inte-
resados para que, en el plazo de cinco días, pro-
pongan pruebas si lo estiman conveniente.
CAPÍTULO V 4. El procedimiento se remitirá al órgano
competente para resolver que en el plazo de tres
PROCEDIMIENTO SIMPLIFICADO días dictará resolución en la fórmula y con los
efectos previstos en el Capitulo IV El procedi-
Art. 23. Procedimiento simplificado.— miento deberá resolverse en el plazo máximo de
Para el ejercicio de la potestad sancionadora en el un mes desde que se inició.

3. LEY 7/1985, DE 2 DE ABRIL, REGULADORA DE LAS BASES DE RÉGIMEN LOCAL


(TÍTULO XI)

(Versión dada por la Ley 57/2993, de ¡6 de diciembre)

Art. 139. Tipificación de infracciones y deberes, prohibidos o limitaciones contenidos


sanciones en determinadas materias.—Para la en las correspondientes ordenanzas, de acuerdo
adecuada ordenación de las relaciones de convi- con los criterios establecidos en el articulo
vencia de interés local y del uso de sus servi- siguiente.
cios, equipamientos, infraestructuras, instala-
ciones y espacios públicos, los Entes locales Art, 140. Clasificación de las infraccio-
podrán, en defecto de normativa sectorial espe- nes.— l. Las infracciones a las ordenanzas
cífica, establecer los tipos de las infracciones e locales a que se refiere el artículo anterior se cla-
imponer sanciones por el incumplimiento de sificarán en muy graves, graves y leves.
APÉNDICE LEGISLATIVO 591

2. Serán muy graves las infracciones que 2. Las demás infracciones se clasificarán
supongan: en grves y leves, de acuerdo con los siguientes
á) Una perturbación relevante de la convi- criterios:
vencia que afecte de manera grave, inmediata y á) La intensidad de la perturbación oca-
directa a la tranquilidad o al ejercicio de dere- sionada en la tranquilidad o en el pacifico ejer-
chos legítimos de otras personas, al normal desa- cicio de los derechos de otras personas o activi-
rrollo de actividades de toda clase conformes con dades.
la normativa aplicable o a la salubridad u omato tí) La intensidad de la perturbación causada
públicos, siempre que se trate de conductas no sub- a la salubridad u ornato públicos.
sumibles en los tipos previstos en el Capítulo IV de e) La intensidad de la perturbación ocasio-
la ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la nada en el uso de un servicio o de un espacio
Seguridad Ciudadana. público por parte de las personas con derecho a
b) El impedimento del uso de un servicio utilizarlos.
público por otra u otras personas con derecho a d) La intensidad de la perturbación oca-
su utilización. sionada en el normal funcionamiento de un ser-
c) El impedimento o la grave y relevante vicio público.
obstrucción al normal funcionamiento de un ser- e) La intensidad de los daños ocasionados
vicio público. a los equipamientos, infraestructuras, instalacio-
d) Los actos de deterioro grave y relevan- nes o elementos de un servicio o de un espacio
te de equipamientos, infraestructuras, instalacio- público.
nes o elementos de un servicio público.
e) El impedimento del uso de un espacio Art. 141. Límite de las sanciones eco-
público por otra u otras personas con derecho a nómicas.—Salvo previsión legal distinta, las
su utilización. multas por infracción de Ordenanzas locales
f) Los actos de deterioro grave y relevante deberán las siguientes cuantías:
de espacios públicos o de cualquiera de sus ins- Infracciones muy graves: hasta 3.000 euros.
talaciones y elementos, sean muebles o inmue- Infracciones graves: hasta 1.500 euros.
bles, no derivados de alteraciones de la seguridad Infracciones leves: hasta 750 euros.
ciudadana.

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