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DERECHO
ADMINISTRATIVO
SANCIONADOR
CORTE SUPREMA
14130
BIBLIOTECA
1." edición, 1993
2.'edición, 1994
Reimpresión, 2000
3." edición, 2002
4." edición, 2005
© ALEJANDRO N I E T O G A R C Í A , 1 9 9 3
O EDITORIAL T E C N O S ( G R U P O A N A Y A , S. A.), 2005
Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 2 8 0 2 7 Madrid
ISBN: 84-309-4246-7
Depósito Legal: M. 17029-2005
P R Ó L O G O A LA C U A R T A E D I C I Ó N Pág. 15
CAPÍTULO I : I N T R O D U C C I Ó N 19
m
8 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
V. RESPONSABILIDAD PERSONAL 78
1. El discutido requisito de la autorización previa 78
2. Funcionamiento real 83
N. FLTNDAMENTACIÓN 471
1. Explicaciones genéricas 471
2. La cosa juzgada 474
3. Pluralidad de tipificaciones normativas 475
ID. NATURALEZA: PRINCIPIO GENERAL DEL DERECHO Y DERECHO FUNDAMENTAL 478
I. NACIONALISMO 556
V. CONSTITUCIONALIZACIÓN 560
VI. PECULIARIDADES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR RESPECTO AL DERECHO PENAL ... 562
La presente edición no es una simple «puesta al día» de las anteriores sino una
«revisión total» de la tercera. Para comprobarlo basta notar que se ha sustituido un ter-
cio del texto y se han añadido otras ochenta páginas más. Aunque bien es verdad que
lo importante no es la cantidad de líneas modificadas sino el contenido de lo nuevo,
pues sólo en atención a esto ultimo puede hablarse de un libro distinto y no de una
ampliación o modificación del precedente. Esto fue, por lo demás, lo que se hizo con
la segunda edición respecto de la primera; mientras que la tercera conservó casi por
completo el texto de la segunda.
Por descontado que desde 2002 al año corriente de 2005 han sucedido muchas
cosas en el Derecho Administrativo Sancionador español: se han reformado extremos
concretos de la legislación, han aparecido sentencias importantes de los distintos tri-
bunales y se han publicado valiosos comentarios, artículo y monografías doctrínales;
pero la revisión no se refiere tanto a todo esto —aunque por supuesto se haya tenido
en cuenta— como a la evolución del pensamiento del autor y a las transformaciones
sustanciales experimentadas por el Derecho Administrativo Sancionador.
Por lo que atañe a lo primero, confieso que nunca he podido entender cómo algu-
nos autores reeditan una y otra vez sus obras sin otras alteraciones que la puesta al día
de la información. El autor del presente libro no es tan constante en sus opiniones
hasta tal punto que aún está fresca la tinta de sus publicaciones y ya está deseando que
aparezca una nueva edición para rectificarlas. Y es que en él lo que suelen denomi-
narse «opiniones», «posturas» o «tesis» son más bien «hipótesis» o modestas conje-
turas fruto de reflexiones que inexorablemente van cambiando como la luz a lo largo
del día. Lo que se expresa en esta cuarta edición debe considerarse, por tanto, como
lo que el autor piensa hoy del Derecho Administrativo Sancionador independiente-
mente de lo que con la misma sinceridad dijo ayer o quizás rectifique mañana.
Más importante es, con todo, lo que sustancialmente ha sucedido últimamente
en el Derecho Administrativo Sancionador y que es cabalmente lo que ahora se pre-
tende reflejar. Este Derecho ha cambiado en los últimos años mas no a golpe de
leyes o sentencias novedosas sino como consecuencia de un deslizamiento progre-
sivo sin escalones perceptibles. Insistiendo en la imagen física de antes, de la misma
manera que no se percibe segundo a segundo el cambio de luz del alba pero llega
un momento en que sí se constata que ya no es de noche sino de día —o de la misma
manera que no se notan en cada instante los cambios de textura y color del fruto y
de repente llega un momento en que puede decirse que está maduro—, así ha suce-
dido con el Derecho Administrativo Sancionador que, paso a paso, sin gradación
visible, se ha convertido en un Derecho de inspiración administrativa, en un autén-
tico Derecho Administrativo Sancionador y no de una hijuela del Derecho Penal
como antes era. Tal es la característica de la actual edición: la presentación y des-
arrollo de una Derecho Administrativo Sancionador de inspiración administrativa.
Esto es al menos lo que percibe el autor y el lector podrá comprobar pronto hasta
qué punto es correcta tal visión y en qué medida es técnicamente viable y práctica-
mente operativo este nuevo Derecho.
Sé de sobra que algunos lectores se sentirán engañados al haber aceptado lo
expuesto en las ediciones anteriores y comprobar ahora que el propio autor lo corrige
[15]
16 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
rece en el libro, podría sugerirse al lector apresurado —o al que conoce bien alguna
de las otras ediciones— que comience la lectura de la presente por este capítulo final
que, junto con los balances expuestos en casi todos los capítulos, dan una idea bas-
tante completa del estado de la cuestión en 2005.
En el apéndice se han incorporado las variaciones legislativas recientes, incluidas
naturalmente las derivadas de la Ley 57/2003, que ha aconsejado la trascripción de los
artículos de la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local en que desde esa fecha
se recoge el régimen de la potestad sancionadora de las entidades locales. El antiguo
apéndice segundo se ha suprimido puesto que ahora se han recogido en el cuerpo del
libro los textos de la sentencias que en la tercera edición en tal apéndice aparecían.
INTRODUCCIÓN
1. P A N O R A M A DOCTRINAL
[19]
20 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
2. L A LEG1SLACTÓN SANCIONADORA
El hecho es que, pese a todo, sigue sin aparecer esa Ley General que la seguridad
jurídica está pidiendo a gritos. O mejor dicho: los esfuerzos realizados en tal sentido
han sido tan tibios que hasta la fecha han fracasado sin dejar rastro. Según el testi-
monio de Luis DE LA M O R E N A ( 1 9 8 9 , 1 ) , tres han sido los anteproyectos elaborados en
los años anteriores, y ninguno de ellos ha llegado a buen fin: el primero fue obra de
V I L L A R PALASÍ en el seno de la Comisión General de Codificación; el segundo crista-
lizó en una Proposición de Ley presentada por el Partido Popular en 1986, y el terce-
ro fue preparado por la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado, preten-
diendo ser una norma de garantías para el infractor «exactamente igual a como el
Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal lo son para el delincuente y el pro-
cesado y, por lo tanto, también una norma de limitaciones y de cargas para la
Administración». A lo que habría que añadir los trabajos llevados a cabo en el
Instituto Nacional de Administración Pública, en 1989, por una Comisión de
Estudios, presidida por G Ó M E Z F E R R E R y actuando de ponente el propio D E LA
M O R E N A , que preparaba lo que poco más tarde seria la Ley de Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
El legislador de procedimiento administrativo de 1992 se encontraba ante un dile-
ma: o bien dejar esta materia como estaba —es decir, en manos de la jurisprudencia—
y esperar a una regulación exhaustiva a través de una Ley específica, o bien abordar
él mismo su tratamiento dentro del procedimiento administrativo común. Pues bien,
no ha hecho ni una cosa ni otra. No hubo energía suficiente para establecer un texto
especifico global; pero tampoco se quiso mantener inalterada la situación y se esco-
gió la fórmula intermedia de regular en forma de «principios» unos puntos conven-
cionalmente escogidos. A mi juicio, y tal como se irá comprobando a lo largo del
libro, la característica más llamativa —junto con lo fragmentario de su contenido—
del nuevo texto es su cerrado dogmatismo. Lo que en él se dice parece más propio de
un manual académico que de un Parlamento que ha de responsabilizarse de la viabi-
lidad de lo que legisla.
Posteriormente el Reglamento de procedimiento sancionador poco pudo hacer
desde su rango subordinado y las reformas legales de 1999 y 2000 nacieron alicortas,
como simples parcheados de urgencia sin proponerse siquiera el diseño de una regu-
lación de nueva planta que cada día se echa más de menos. La curiosa reforma intro-
ducida como de tapadillo por la Ley 57/2003 merece una explicación más detallada,
que se realizará más adelante en el cuerpo del libro.
La obra de los legisladores autonómicos no es demasiado importante quizás por
que se sienten coartados por los principios estatales básicos de la LPAC; mas no care-
ce de interés y sería injusto no mencionar aquí la espléndida ley 2/1998, de 20 de
febrero, «de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la
Comunidad Autónoma del País Vasco» (LPSPV), cuya importancia no reside sólo en
el contenido de su articulado sino también en la agudeza de su magistral Exposición
de Motivos, como más adelante habrá ocasión de comprobar. La existencia de esta ley
es una prueba más de que ya es posible en España elaborar una ley general sobre el
Derecho Administrativo Sancionador.
3. M A T E R I A L E S UTILIZADOS
así como de constatar en otro repertorio, no menos largo, que otros dijeron que su natu-
raleza era idéntica a la penal, y, para colmo, leer una tercera lista de tesis «eclécticas»
y otras simplezas por el estilo. Antes he hablado de escándalo por el tiempo perdido al
leer (no ya al escribir, que es problema personal del autor) tales cosas. Ahora añado
indignación porque, de ordinario, al leer directamente a los autores así resumidos y cla-
sificados puede comprobarse que lo que se cuenta en tales resúmenes es una falsifica-
ción o mala inteligencia. Sea como fuere, confío en que el lector me agradezca la poda
despiadada que he hecho de las referencias mil veces repetidas, que sepa manejarse él
solo con ayuda de la bibliografía indicada (si es que le interesa) y que, en fin, juzgue
por sí mismo del valor del grano minúsculo que he conservado del inmenso montón de
paja acumulada inútilmente en las eras de la erudición.
A pesar de todos estos cortes y recortes, el libro, ante la consternación del autor,
ha ido creciendo desmesuradamente a lo largo de los muchos años de su gestación.
Tan desmesuradamente que he tenido que tomar la decisión de publicarlo mutilado
como único medio de darlo a conocer. Vaya esto, entonces, por adelantado: su conte-
nido no se corresponde con lo que parece anunciar su título. Si un Derecho
Administrativo Sancionador completo ha de desarrollar sistemáticamente, además de
las cuestiones generales, una Teoría de la potestad sancionadora, una Teoría de la
infracción, una Teoría de la sanción y un Derecho de procedimiento, conste que en el
presente volumen sólo se incluyen las dos primeras partes (potestad sancionadora e
infracción) sin alcanzar más que ocasionalmente ni la teoría de la sanción ni el pro-
cedimiento. La LPSPV parece adoptar esta misma actitud metodológica cuando
advierte en su Exposición de Motivos que el primero de sus objetivos es «establecer
unas reglas generales sustantivas válidas para la aplicación de cualquier régimen san-
cionar sectorial, esto es, lo que podría llamarse una parte general del Derecho
Administrativo Sancionador».
Quede para otros autores la continuación de esta obra, puesto que la Teoría de la
sanción y el procedimiento no tienen menos peso que las Teorías de la potestad san-
cionadora y de la infracción. Como yo ya no cuento ni con las fuerzas ni con los años
disponibles que son necesarios para desarrollar este programa hasta el fin, he conde-
nado las notas en su día tomadas a la sepultura permanente del cajón de manuscritos
inacabados y a la accesoria de obsolescencia inmediata de su contenido. Sentencia
que el tiempo convertirá, en breve, en inapelable. Pero conjeturo que otros más jóve-
nes y más animosos pondrán manos a la obra y, a juzgar por lo que algunos de ellos
ya se están publicando, es seguro que lograrán resultados envidiables.
Pero claro es, en cualquier caso, que por donde había que empezar era por la
«Parte General» —cuyo contenido acaba de ser enunciado—, pues sin ella resulta
muy difícil desarrollar congruentemente los diferentes capítulos de la Parte Especial
del Derecho Administrativo Sancionador. Y a la experiencia me remito. En las ramas
del Derecho escasamente desarrolladas —como es el caso del Derecho
Administrativo Sancionador, al menos hasta hace poco— los autores se limitan a glo-
sar los preceptos sancionadores de cualquier rama del Ordenamiento positivo (mon-
tes, aguas, urbanismo). Ahora bien, cuando quieren remontar el vuelo y salir de la
exégesis literal se encuentran con la enorme dificultad de no contar con un punto de
referencia dogmática general (por ejemplo, sobre la culpabilidad o la reserva de ley),
con la consecuencia de que se ven forzados a elaborarse por si mismos los conceptos
esenciales de la Parte General e incluirlos en su exposición sectorial. Todo ello a costa
de la claridad sistemática y a riesgo de elaborar una Parte General sesgada por la uni-
lateralidad de la regulación del sector que le sirve de base.
Esto es lo que han tenido que hacer, sin ir más lejos, los colaboradores de
F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z a la hora de «comentar» la ordenación sancionadora bancaria.
INTRODUCCIÓN 25
5. L A POTESTAD S A N C I O N A D O R A D E L A A D M I N I S T R A C I Ó N
menos, quiere instalársele— a los del Derecho público estatal. Con lo cual terminaría
recuperando la potestad sancionadora de la Administración la fibra administrativa que
ahora se le está negando. En definitiva, contra viento y marea hay que afirmar que el
Derecho Administrativo Sancionador es, como su mismo nombre indica, Derecho
Administrativo engarzado directamente en el Derecho público estatal y no un Derecho
Penal vergonzante; de la misma manera que la potestad administrativa sancionadora
es una potestad aneja a toda potestad atribuida a la Administración para la gestión de
los intereses públicos. No es un azar, desde luego, que hasta el nombre del viejo
Derecho Penal Administrativo haya sido sustituido desde hace muchos años por el
más propio de Derecho Administrativo Sancionador.
Sé de sobra que las proposiciones que acaban de afirmarse corren el riesgo de ser
malentendidas por quienes, quizás sin molestarse en leer por completo este libro, vean
en ellas una regresión al absolutismo o una defensa ingenua, y hasta profesoral, de la
autonomía del Derecho Administrativo. Forzoso es, con todo, correr el riesgo. Y sin
temor tampoco al deterioro de las garantías individuales que indefectiblemente se
reprochará a esta postura. Las garantías del inculpado son ciertamente irrenunciables;
pero ya no es tan cierto que tengan que proceder del Derecho Penal, puesto que el
Derecho público estatal y el Derecho Administrativo están perfectamente capacitados
para crear un sistema idóneo propio. Otra cosa es que hasta ahora no lo hayan hecho y
que, en consecuencia, para remediar esta ausencia, haya habido, de forma provisional
y urgente, que tomar a préstamo las técnicas garantistas del Derecho Penal, pero a con-
ciencia de que no son siempre adecuadas al Derecho Administrativo Sancionador.
6. O T R O S BLOQUES TEMÁTICOS
elogiosos del trasplante de los principios del Derecho Penal. En el largo capítulo dedi-
cado a este punto se intenta demostrar la banalidad de esta opinión. Porque es el caso
que no es cierta del todo esa pretendida extensión de la exigencia de la culpabilidad
y, además, cuando realmente se exige, provoca unos problemas de solución imposi-
ble. Para comprobar lo que se está diciendo basta pensar en los supuestos de infrac-
ciones cometidas por personas jurídicas o en los casos de solidaridad y subsidiariedad
y en la aparición extrema de la presunción de culpabilidad.
Vistas así las cosas, parece claro que la hipotética implantación de la culpabilidad
penal no ha arreglado nada —de hecho, no se sabe si su aplicación es la regla o la
excepción—, antes al contrario, ha sumido esta materia en una confusión de la que la
Jurisprudencia no acierta a salir. Y por lo mismo, la necesidad —que ya es urgencia—
de construir una teoría específica propia de la culpabilidad en el Derecho
Administrativo Sancionador que no nazca tarada con las exigencias de un Derecho
Penal que en este campo resulta incompatible con la realidad y con las funciones
específicas de esta rama jurídica.
Al llegar a la prohibición del bis in ídem nos encontramos con una situación y
unos resultados similares a los que acaban de ser descritos en los otros epígrafes: un
punto de partida de origen penal que se pretende aplicar con manifiesta autosatisfac-
ción al Derecho Administrativo Sancionador, en el que inmediatamente se provocan,
sin embargo, unas disfunciones que no tienen arreglo desde la perspectiva penal y que
se intentan rectificar con una técnica modalizadora de adaptación a las peculiaridades
de las infracciones y sanciones administrativas. Con lo cual desembocamos en el
mismo dilema de siempre: ¿cuál es el camino correcto: aplicar al Derecho
Administrativo Sancionador los principios del Derecho Penal debidamente adaptados
a las peculiaridades de aquél, o construir un Derecho Administrativo Sancionador
desde el Derecho público estatal y, por supuesto y principalmente, desde el Derecho
Administrativo, sin olvidar por ello, claro es, las garantías individuales del inculpado?
Con este repertorio temático, al que se ha añadido la prescripción, se completa la
Teoría de la infracción administrativa en un primer ensayo de exposición sistemática,
que de seguro habrá de ser revisado en obras posteriores. Para comprender la provi-
sionalidad de este intento basta pensar en los muchos años y en los centenares de
obras que ha costado al Derecho Penal lograr una aceptable unanimidad en torno al
contenido de su teoría del delito, en la que indudablemente se ha inspirado lo que aquí
se está llamando Teoría de la infracción.
1. S A R C A S M O S Y PARADOJAS
tes municipales y denuncian un vehículo que allí se encuentra. Otro día visitan y expe-
dientan los inspectores un restaurante que no ofrece mayores deficiencias que las de
sus vecinos. No hace falta seguir poniendo ejemplos, que harto conocidos son por su
habitualidad. El sentimiento de Justicia clama contra estas conductas administrativas,
que la Jurisprudencia viene declarando desde siempre irreprochables: el infractor no
puede escudarse —se argumenta— en la irregularidad de los demás ni invocar la
igualdad en situaciones ilegales.
El sarcasmo continúa en la inmensidad de las infracciones. El repertorio de ilíci-
tos comunitarios, estatales, autonómicos, municipales y corporativos ocupa bibliote-
cas enteras. No ya un ciudadano cualquiera, ni el jurista más estudioso ni el profesio-
nal más experimentado son capaces de conocer las infracciones que cada día pueden
cometer. En estas condiciones, el requisito de la reserva legal y el de la publicidad de
las normas sancionadoras son una burla, dado que ni físicamente hay tiempo de leer-
las ni, leídas, son inteligibles para el potencial infractor de cultura media.
El resultado de esta innumerabilidad es la imposibilidad de evitar las conductas
ilícitas: las infracciones se ignoran y, si se conocen, es imposible no tropezar en ellas.
Nadie, por muy escrupuloso que sea, puede alardear de no haber cometido alguna
infracción administrativa. Nadie —cuando es detenido en la carretera por la policía
de tráfico o visitado en su casa o empresa por los inspectores— puede estar seguro de
salir ileso. En estos supuestos a lo único a lo que puede aspirarse es a que el acta se
refiera a infracciones menos graves. Porque es sabido que, si la Administración quie-
re, encuentra infracciones e infractores sin dificultad alguna.
E incluso todavía hay algo que puede ser peor: por el simple hecho de instruirse
un expediente sancionador, el daño ya está producido y con frecuencia es irremedia-
ble aunque luego termine en absolución administrativa o judicial. Independientemente
de los gastos, la heladería expedientada por una denuncia contra la higiene perderá sus
clientes como perderá su tranquilidad el ciudadano acusado gratuitamente de defrau-
dación. De esta manera puede la Administración arruinar económica y moralmente a
cualquier ciudadano al margen de que haya existido o no el ilícito imputado y de que
sea absuelto con posterioridad.
Atemos ahora los dos cabos del hilo que acaba de ser descrito: la inevitabilidad
de las infracciones y la arbitrariedad de la persecución. El resultado salta a la vista: el
Estado tiene en sus manos a todos los ciudadanos, de tal manera que el destino de
cada uno depende, además del azar de ser sorprendido, de la voluntad del Estado para
castigarle. Si esto sucede, el ciudadano, por las razones dichas, está irremediable-
mente perdido. No hay defensa posible. El uso que hace el Estado de tal supremacía
no necesita ser imaginado, puesto que es de sobra conocido sobre todo cuando se trata
de personas públicas y hay elecciones por el medio. El infractor es víctima de repre-
salias que nada tienen que ver con su falta. Se trata de dar un ejemplo o de obligarle
al silencio o a la humillación o a la expoliación personal o política. Y todo ello de
acuerdo con la ley. Éste es el gran sarcasmo que quería poner de relieve: el Derecho
Administrativo Sancionador se ha convertido en una coartada para justificar las con-
ductas más miserables de los Poderes Públicos, que sancionan, expolian y humillan
protegidos por la ley y a pretexto de estar ejecutándola con toda clase de garantías.
Éste es. en verdad, el escalón más infame a que puede descender el Derecho.
Lo más curioso de esta historia es, con todo, que a la denunciada indefensión de
los ciudadanos corresponde con frecuencia una indefensión no menor de la
Administración. Si las Administraciones públicas quisieran aplicar puntualmente las
normas sancionadoras y obligar a los ciudadanos a cumplirlas tendrían que dedicar
todos sus funcionarios a la tarea y, aun así, no darían abasto. Además, el sistema nor-
mativo represivo es tan defectuoso (piénsese en los medios de prueba lícitos y, sobre
30 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
pretender remediarlo por poco que sea. Hay algo peor, en efecto, que un Derecho
Administrativo Sancionador rudimentario e imperfecto, a saber: un Derecho
Administrativo Sancionador envilecido al servicio, e instrumento de coartada, de un
Estado arbitrario, de unas autoridades corrompidas y de unos empresarios sin escrúpulos.
2. H A C I A U N NUEVO D E R E C H O A D M I N I S T R A T I V O S A N C I O N A D O R
1. S A N C I Ó N E INTERVENCIÓN
Con este breve recordatorio ya podemos volver a los aspectos que más nos intere-
san de la política sancionadora legal. En el simple terreno de las preferencias persona-
34 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
les, mi opinión es la de que las leyes sancionadoras (como las medidas intervencionis-
tas previas) deben tener por objetivo la reducción de los riesgos, y por supuesto de los
daños, y no el proporcionar una cobertura a la irresponsabilidad del Estado garante.
Esta es la exigencia primera y más elemental. El ciudadano no debe contentarse con
que el Estado adopte medidas interventoras y publique leyes sancionadoras sino que ha
de exigir que éstas se cumplan. Cuando una discoteca se incendia, un autocar vuelca o
se produce un envenenamiento masivo de consumidores, el Estado (en sentido amplio)
se autodeclara irresponsable por la circunstancia de haber ordenado o prohibido cier-
tas medidas que, de haberse cumplido, hubieran evitado el accidente. Lo que implica
que la responsabilidad se desplaza íntegramente sobre el infractor.
Desde mi punto de vista, sin embargo, esto no es correcto. Porque no basta con
publicar medidas y conminar sanciones sino que hay que hacerlas realidad. Ni el
deber del Estado ni su correlativa responsabilidad se agotan con la publicación de nor-
mas. Partiendo de aquí es como puede empezarse a llevar a cabo esta tarea, a prime-
ra vista imposible, de acotar y ordenar el catálogo efectivo de sanciones, que por su
inmensidad parece equivaler a poner puertas al campo. A cuyo efecto, a la idea ante-
rior hay que añadir otra no menos importante: el objetivo de una buena política repre-
siva no es sancionar sino cabalmente lo contrario, no sancionar, porque con la sim-
ple amenaza se logra el cumplimiento efectivo de las órdenes y prohibiciones cuando
el aparato represivo oficial es activo y honesto. Como dice el refrán popular, «el
miedo guarda la viña». Todo lo cual se traduce en las siguientes proposiciones con-
cretas:
principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos, hay que decir ahora que
no cabe la «derogación singular de un criterio generalizado de oportunidad sobre el
ejercicio de la potestad sancionadora». O en otras palabras: la Administración puede,
o no, sancionar el incumplimiento de órdenes o prohibiciones, pero siempre con
carácter general, no singular.
4.a Desde el punto de vista del Derecho, la eficacia de la norma sancionadora
únicamente está condicionada por su publicación; desde el punto de vista de la polí-
tica sancionadora se exige, además, su divulgación, más o menos larga y detallada
según sea el grado de especialización o profesionalización de sus destinatarios. Las
normas sancionadoras ofrecen una peculiaridad muy curiosa: lo ideal (como antes ya
se ha adelantado) es que no se apliquen nunca porque no sea necesario. Pues bien,
para no infringir una norma hay que empezar por conocerla; y para que sea conocida
hay que divulgarla suficientemente, puesto que de ordinario no basta el requisito for-
mal de su publicación en un Boletín Oficial que el ciudadano no lee. O sea, que si lo
que el Estado quiere es sancionar, claro es que con la publicación de la norma ya está
legitimado; pero si lo que quiere es no sancionar sino inducir a los ciudadanos a que
no infrinjan, haciendo con ello innecesaria la sanción, entonces la divulgación resul-
ta imprescindible en una buena política represiva tal como ya se realiza habitualmente
con las normas de circulación y tráfico.
La divulgación ha de ser general y previa utilizando los medios de publicidad y
comunicación de masas que el Estado tiene a su alcance; pero también puede ser pos-
terior a la publicación de la norma mediante previsiones de una vacatio legis más pro-
longada de lo habitual. Y sin descartar, por último, la posibilidad de una pedagogía
individual manifestada «en la tolerancia ante la primera infracción. La experiencia
enseña que en determinadas infracciones una advertencia —acompañada de una ilus-
tración sobre la conducta futura— es mucho más eficaz que la sanción a secas.
5.a El principio represivo fundamental (o sea, el de que objetivo real de la potes-
tad sancionadora es no tener que sancionar) se traduce inevitablemente en otro no
menos conocido: la sanción es la «ultima ratio» del Estado, quien sólo debe acudir a
ella cuando no se puedan utilizar otros medios más convincentes para lograr que los
particulares cumplan las órdenes y las prohibiciones. Esto ya se ha visto, en la esca-
la más simple, al hablar de la divulgación y de la pedagogía de la política sanciona-
dora (que nada tiene que ver, naturalmente, con las sanciones «ejemplares» que tan de
moda estuvieron hace unos años en el ámbito fiscal). El llamado principio de subsi-
diariedad debe generalizarse en un plano más elevado. La mayor parte de las infrac-
ciones que cometen las pequeñas empresas son debidas, además de a la falta de infor-
mación, a la falta de medios. Por ello, una adecuada política de financiación finalista
es más eficaz que una dura política de represión, aunque naturalmente resulte más
cara y menos cómoda que la simple aprobación de unas ordenanzas de infracciones.
Yo no ignoro, desde luego, que lo que únicamente suele admitirse es que la pena
sea la ultima ratio, mas no la infracción y sanción administrativas. Es decir, que se
supone que el Legislador sólo ha de acudir al Código Penal cuando resultan inútiles
las demás medidas (incluida la legislación administrativa sancionadora) adoptadas o
imaginadas para evitar determinadas conductas de los ciudadanos. Lo cual es cierto y
correcto; pero dentro de esas «demás medidas» o medidas no penales hay que dejar
las sanciones administrativas para el último lugar.
Sea como fuere, para mí lo importante, dentro de esta temática, es la exigencia de
colaboración pública, entendida como la adopción de medidas que puedan evitar las
infracciones.
Si el Ayuntamiento no coloca papeleras, no puede castigar a los que arrojen pape-
les al suelo. Si el Ministerio de Hacienda no facilita los impresos reglamentarios, no
36 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
3. P O L Í T I C A REPRESIVA Y LEGISLACIÓN S A N C I O N A D O R A
más cotidiano: para atender bien las normas represivas hay que contemplarlas desde
una perspectiva real de la misma manera que para interpretar y aplicar correctamente
la norma hay que tener siempre a la vista las necesidades sociales.
Notoria resulta en todo caso la ineficacia —de siempre desde luego, pero hoy más
grave que nunca— del sistema represivo estatal, tanto del penal como del administra-
tivo sancionador. A L E N Z A G A R C Í A (pp. 5 9 8 - 5 9 9 ) ha puesto agudamente de relieve que
lo que en el fondo se trata es de una progresiva inoperancia de las técnicas clásicas de
la policía administrativa, cada día más obsoletas por la concurrencia de un doble
orden de factores: a) los que causan la ineficacia práctica de estas medidas y dificul-
tan su correcta aplicación (hipertrofia normativa acompañada de imperfección técni-
co-jurídica, desconocimiento de las leyes por los ciudadanos y por los propios fun-
cionarios llamados a aplicarla, resistencia social a su cumplimiento, tolerancia admi-
nistrativa); y b) los que responden a causas más estructurales (imposibilidad de que la
reglamentación siga el ritmo de los avances tecnológicos, necesidad de que las deci-
siones sobre los riesgos tecnológicos se adopten desde perspectivas globales y no en
la gestión concreta). Ahora bien, ni la Administración ni los juristas quieren tomar
conciencia de esta crisis. La Administración porque le es más cómodo mantenerse en
el surco tradicional que el legislador sigue trazando en su inercia imperturbable; y los
juristas (profesores incluso) porque les es más rentable insistir en unas prácticas que
desembocan en un complejo sistema de recursos administrativos y jurisdiccionales
profesionalmente muy rentables.
El resultado es un conocido juego ritual que a todos conviene. El Legislador sabe
que sus normas son inútiles; pero sabe también que con ellas tranquiliza la concien-
cia social y cumple sus compromisos políticos. La Administración porque así legiti-
ma —con una habilidosa manipulación de rigores y tolerancias— su poder e influen-
cia sociales. Los abogados porque de esta forma garantizan sus ingresos y los gran-
des empresarios porque, conociendo la fragilidad del sistema represivo, conocen que
pueden romper con facilidad las mallas legales y procesales. En cuanto al común de
los mortales, ha de resignarse a participar en el azar de la lotería sancionadora de que
ya se ha hablado.
4. C O L A B O R A C I Ó N SOCIAL
La denuncia ha tenido siempre muy mala fama, aunque conviene precisar sus
variantes. En los casos en los que la denuncia es deseada por el Estado, éste la fomen-
ta concediendo ventajas individuales al colaborador voluntario (premios, participa-
ciones en el importe de la multa). Esta metalización de la conducta es probablemen-
te lo que ha provocado el reproche social no frente al infractor sino frente al denun-
ciante. El cuerpo social (conforme se ha explicado antes) se cierra ante el Estado (que
le es ajeno) y se solidariza con el infractor, que forma parte de él. El denunciante es,
en consecuencia, un traidor que ha entregado a su hermano al enemigo común. Por
este camino de la denuncia comprada no se llegará muy lejos.
Ahora bien, junto a la denuncia comprada está la denuncia espontánea y altruis-
ta, que es la más frecuente. Pero como el Estado no la busca ni la desea, no establece
aliciente alguno individual para fomentarla. El ciudadano actúa aquí por identifica-
ción con los bienes protegidos o para evitar un daño personal. La identificación es
más bien rara aunque ya empieza a extenderse una cierta conciencia ciudadana en
algunos ámbitos concretos, como el ecológico. Más frecuente es, por ello, la segunda
variedad: el consumidor que ha recibido mercancía en mal estado, el usuario al que
se presta un servicio defectuoso, el vecino molestado por los ruidos nocturnos o los
olores de un establecimiento próximo, pone los hechos en conocimiento de la autori-
dad con la esperanza de que se remedien: la denuncia es, pues, altruista por cuanto
sus efectos deseados beneficiarán a un grupo social, pero en parte también egoísta por
la ventaja individual que puede suponer.
Lo que sucede, sin embargo, es que las denuncias no solicitadas —cabalmente por
no serlo— de ordinario no producen el menor efecto y son consideradas como una
molestia para la Administración, que las recibe con más o menos paciencia según el
talante del funcionario. Solamente en las oficinas de las Policías municipales, en las
de consumidores y usuarios y en las de los Defensores del Pueblo se reciben anual-
mente millones de denuncias, de las cuales no llegan al uno por ciento las que dan ori-
gen a una tramitación administrativa, ignorándose el tanto por ciento de las que des-
embocan en una resolución (ya sea absolutoria o condenatoria), pero que con seguri-
dad no alcanza el uno por mil. En estas condiciones es ilusorio pensar en la colabo-
ración ciudadana por medio de denuncia.
La acción popular, por el contrario, gozó un tiempo de buena fama y en ella se
pusieron grandes esperanzas, que el tiempo se ha encargado de desmentir. La acción
popular —en los escasos ámbitos donde ha sido recogida legalmente desde antiguo,
como en el urbanismo y el Derecho local— ha demostrado que es patrimonio casi
exclusivo de extorsionistas cuando no instrumento de venganzas personales o políti-
cas. De aquí que los Tribunales las consideren, con razón, sospechosas y que no valga
la pena detenerse más en su análisis.
A mi juicio, la colaboración social debiera ser enfocada de una manera completa-
mente distinta a la actual. El ciudadano interesado debe tener derecho a participar en
todas las fases del procedimiento sancionatorio. Empezando, por supuesto, en la
denuncia. Pero el denunciante espontáneo, por el mero hecho de haber colaborado así,
tiene derecho a ser tratado dignamente desde el primer momento (y estoy pensando
en el trato que se recibe en las antesalas de las oficinas de policía), a no ser conside-
rado como una molestia y, sobre todo, a ser informado de los avatares de su denun-
cia; dicho sea en términos procesales, a ser tenido por parte. Esta es la atención míni-
ma que merece del Estado y con ello, no sólo se evitarían múltiples frustraciones,
sino que se estimularía la colaboración social.
Otra cosa es, sin embargo, la viabilidad de esta ingenua propuesta. Porque la
Administración instructora está en contra de las denuncias, que efectivamente son de
ordinario inútiles y no dan más que trabajo. La Policía sabe de sobra que discotecas y
40 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
terrazas no respetan las Ordenanzas municipales de ruido y sus motivos tiene para no
proceder contra ellas (presiones superiores, falta de personal, falta de medios), de tal
manera que la denuncia carece de sentido. Lo que aquí sucede es que si el cuerpo
social está en contra del aparato represivo del Estado, los miembros del aparato repre-
sivo del Estado también están de ordinario en contra de las normas represivas, que por
su número y frondosidad les imponen unos deberes absolutamente desproporcionados
con sus medios, condenándoles de antemano a la ineficacia y a la arbitrariedad en la
persecución y en la sanción y sin gozar de la protección de sus superiores. Vistas así
las cosas, antes de hablar de colaboración social habría que empezar a pensar en
muchos casos en la colaboración del propio aparato represivo.
Más todavía: el aparato represivo público no sólo desatiende los objetivos seña-
lados por las normas sino que en ocasiones desestimula la asistencia al ciudadano
cuando se comprueba que su pasividad y tolerancia más a falta de medios corres-
ponde a un fraude deliberado, a instrucciones políticas perversas o a una coirupción
descarnada. Porque si las sanciones se utilizan como una forma de obtener ingresos
parafiscales y, en el peor de los casos, el infractor sabe que puede librarse de las ins-
pecciones mediante el pago de un cohecho inferior a la multa, es inevitable que el
sistema represivo quede absolutamente desprestigiado y la política represiva pública
se revele como un odioso instrumento más de dominación.
5. L o s INTERESES PROTEGIDOS
1. U s o Y A B U S O D E LOS PRINCIPIOS G E N E R A L E S D E L D E R E C H O
Reconocido es sin discusión que los principios generales del Derecho han supues-
to —y suponen— uno de los instrumentos más formidables del progreso del Derecho
y de la Justicia material, así como también uno de los remedios más eficaces contra
la inercia aplicativa y el formalismo que conllevan las normas positivas, de tal mane-
ra que con ellos pueden con facilidad los jueces mantener vivo el Derecho y conec-
tarlo con la realidad social. Más todavía: gracias a los principios generales tiene acce-
so al Ordenamiento Jurídico el sentimiento de la comunidad social liberando a aquél,
siquiera sea ocasionalmente, del secuestro que padece por parte de las clases políticas
dominantes creadoras de las normas formales.
Pero paradójicamente también constituyen una de las figuras más confusas de la
Ciencia jurídica, sobre la que no existe un mínimo acuerdo entre los autores, no obs-
tante los meritorios esfuerzos del artículo 1.4 del Código Civil. El mayor inconve-
niente, con todo, de tales principios no reside en su ambigüedad sino en el abuso de
su empleo, hasta tal punto que es constatable la tendencia a disolver en ellos las nor-
mas positivas. En la actualidad, el Ordenamiento Jurídico está formado ya no tanto
por normas concretas cómo por una red de principios generales que actúan como un
deus ex machina que simplifica la aplicación de las leyes. El resultado final puede
parecer sorprendente y provocar la repulsa de honestos juristas; pero no es lícito des-
conocerlo si es que se quiere tener valor suficiente para contemplar la realidad tal
como es: el Derecho progresa cuando renuncia a sus caracteres aparentemente esen-
ciales de claridad y previsibilidad y cuando debilita la garantía de la seguridad jurí-
dica que ofrecen sus normas positivas, para lanzarse a las turbulencias vitales y
arriesgadas de los principios generales del Derecho.
INTRODUCCIÓN 43
El abuso nominal de principios generales del Derecho, tan extendido en todas las
ramas jurídicas, alcanza en el Derecho Administrativo Sancionador uno de sus
momentos culminantes. Aquí todo son principios: el de legalidad, el de reserva legal,
el de tipicidad, el de non bis idem, el de culpabilidad, el de prescripción... Y es que,
como ha dicho M U Ñ Ó Z Q U I R O G A ( 1 9 8 5 , 1 3 2 ) , «en el Derecho Administrativo
Sancionador, donde se aplican normas elaboradas en tiempos distintos y que obede-
cen a mentalidades diferentes, en las que junto a intereses generales se han defendido
intereses sectoriales, el único medio de dar cohesión al ordenamiento es la aplicación
de principios permanentes, cuya vigencia se refuerza al ser incardinados en los pre-
ceptos constitucionales». Para la doctrina dominante y para el lenguaje habitual no
parecen existir normas ni reglas concretas. Lo cual es muy peligroso o, por lo menos,
ambiguo, ya que, por decirlo con palabras de D E LA O L I V A ( 1 9 9 1 , 3 5 ) , «cuando todo
son principios o, lo que es igual, cuando se denomina principio a cualquier criterio,
aunque se refiera a un aspecto meramente accidental, resulta que ya nada es princi-
pio, lo que se traduce en una completa confusión acerca de la idea o de las pocas ideas
originarias de la institución de que se trate».
Es muy posible que esto se deba al extendido error de denominar principios a las
normas o reglas de carácter general que no están consignadas en un texto positivo.
En el Derecho Administrativo Sancionador sucede que, por ejemplo, la prohibición
de la duplicidad de sanciones por un mismo hecho no había sido formulada con
carácter general como principio sino que se encontraba especificada en varias leyes
sectoriales.
En estas condiciones vale la pena dedicar unas líneas a la precisión de las pecu-
liaridades de las normas y principios en lo que más afectan al Derecho Administrativo
Sancionador.
Una norma es completa (o perfecta) si contiene todos los elementos necesarios
para su efectividad, puesto que no se trata sólo de que sea inteligible sino que, ade-
más, ha de ser potencialmente operativa. De ordinario, no obstante, estos elementos
suelen aparecer en normas distintas y por ello se distingue tradicionalmente entre:
— las normas primarias, que son las que contienen una prescripción, es decir, la
imposición de una conducta, y cuyo destinatario es precisamente quien ha de adoptar
tal conducta;
INTRODUCCIÓN 45
meno que ha garantizado la estabilidad, deseable desde luego, pero que aquí se tra-
duce en un rigorismo peijudicial, en una congelación extremada.
Un Derecho —y más si se encuentra en su fase inicial— necesita ciertamente de
un mínimo de consistencia pero, si antes de haberse consolidado se rigoriza, arriesga
la viabilidad de su desarrollo. Aferrados los jueces del Tribunal Constitucional a los
principios constitucionales que ellos mismos habían proclamado (legalidad, reserva
legal, tipificación, culpabilidad, non bis in idem) no se percataron de que con ellos se
detenía el progreso y se apartaban de la realidad. Luego, cuando se dieron cuenta de
que así no se podía funcionar, se encontraron ante un callejón sin salida porque ya era
tarde para renunciar a su aplicación e incluso habían cenado las puertas al legislador
ordinario para que los adaptara a las circunstancias concretas. Por así decir, la enfer-
medad infantil del Derecho Administrativo Sancionador ha sido una artrosis que difi-
cultaba el movimiento normal de sus articulaciones y, por supuesto, su crecimiento.
El Tribunal Constitucional no ha querido dar su brazo a torcer, mas obligado a
encontrar una solución, ha creído ver el remedio en la fórmula de las «matizaciones,
modulaciones y flexibüizaciones»: los principios siguen siendo sagrados e intocables,
pero a la hora de su aplicación en el ámbito sancionador deben ser debidamente adap-
tados a las exigencias de la realidad administrativa. En definitiva, nos encontramos,
por tanto, con unos principios blandos o rebajados que se distancian deliberadamen-
te de la dureza característica de su formulación inicial. A lo largo del libro hemos de
tener múltiples ocasiones para comprobar cómo funcionan en la realidad estos prin-
cipios blandos del Derecho Administrativo Sancionador.
A falta por completo de una normativa general, contando simplemente con una
legislación sectorial a veces rudimentaria y siempre inconexa, careciendo totalmente
del más mínimo tratamiento teórico y con una práctica inspirada en la tradición poli-
cial del orden público que desarrollaban arbitrariamente los gobernadores civiles y los
alcaldes, el Derecho Administrativo Sancionador nació y creció en España de la mano
de una jurisprudencia contencioso-administrativa que muy tardíamente lúe consoli-
dándose al cabo de muchos años de balbuceos y contradicciones. La Constitución de
1978 contribuyó a aclarar este proceso prestándole un respaldo solemne, aunque cier-
tamente imaginado, puesto que la Norma Fundamental se limita a reconocer la legi-
timidad de la potestad sancionadora de la Administración, de tal manera que la regu-
lación que actualmente pasa por constitucional no es más que lo que los jueces y los
autores han querido poner en boca la Constitución, sin que ésta haya dicho nunca nada
semejante. El Tribunal Constitucional recuerda a los sacerdotes de Apolo, que atri-
buían a su dios los oráculos que ellos pronunciaban libre y personalmente.
Sea como sea, el hecho es que en los repertorios jurisprudenciales se encuentra
una amplia casuística que, además de superar la imaginación teórica, enriquece el
análisis y le aproxima a la realidad. Como la corta vida académica del Derecho
Administrativo Sancionador no le ha permitido todavía conocer los innumerables
supuestos de su aplicación, tal carencia puede —y debe— suplirse con el estudio de
la jurisprudencia.
A falta de una legislación específica han sido, en efecto, los tribunales quienes,
ladrillo a ladrillo, han ido-levantando el edificio que habitamos. Con sentido común,
flexibilidad jurídica y experiencia el Tribunal Supremo ha construido artesanalmente,
sin otro apoyo dogmático que algunos préstamos del Derecho Penal, un sector ordi-
namental digno y, sobre todo, útil —incomparablemente superior a los balbuceos
48 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
sancionadora unos lugares comunes de los que parece estar orgullosa puesto que para
todo valen.
Por lo pronto cuenta con la «roca firme» del Derecho Penal, que le sirve como
punto de referencia. Mas luego, con objeto de adaptarse a las singularidades del
Derecho Administrativo Sancionador, proclama que la doctrina del Derecho Penal se
aplicará con matices o modalidades. Y en estos matices y modalidades está el secre-
to porque permiten adoptar las soluciones más dispares. Seguimos, por tanto, en la
misma inseguridad.
No se trata, con todo, de hacer reproches a la jurisprudencia sancionadora porque
ésta es una característica general de su naturaleza. De lo que se trata es de tomar con-
ciencia de ese carácter peculiar de las resoluciones judiciales y de no confundir su
«doctrina» con los tajantes textos del Derecho positivo legal. No hay que perder nunca
de vista que una sentencia es primariamente la solución de un conflicto individuali-
zado y que, además, la decisión judicial cuenta siempre con un componente de arbi-
trio, con un margen de discrecionalidad tan lícita como inevitable.
Así sucede en todos los tribunales de nuestro universo cultural. La singularidad espa-
ñola consiste —como acaba de apuntarse— en la fase rudimentaria en que se encuentra
el Derecho Judicial, o sea, en el manejo rutinario de la llamada doctrina jurisprudencial
y, sobre ello, en la rapidez con que se ven obligados a trabajar los jueces, abrumados por
unos retrasos descomunales y por la presión retributiva a que les somete el Consejo
General del Poder Judicial. En estas condiciones carecen de tiempo para madurar sus sen-
tencias y, aun aceptando que los fallos sean ordinariamente correctos, los fundamentos
jurídicos pecan con frecuencia de banalidad ya que tienden a suplir con los datos del
ordenador la evidente falta de tiempo y de reflexión de sus autores. De esta forma se
explican los habituales cambios de criterios así como las sentencias contradictorias. En
rigor, no es que los jueces hayan cambiado de criterio; es que, a la hora de fundamentar
un fallo intuitivamente adoptado, echan mano de la primera justificación que se les ocu-
rre —o que les proporciona la base de datos de su ordenador— sin parar mientes en que
están diciendo lo contrario que habían declarado días antes. Porque en los casos de urgen-
cia o de necesidad cualquier munición vale para rellenar un par de fundamentos jurídi-
cos. Y cuando así sucede, la doctrina jurisprudencial corre el nesgo de degradarse a un
simple vocerío que no sirve más que para confundir a los analistas.
Con lo anterior pretendo recordar una obviedad que suele olvidarse con frecuen-
cia, a saber, que ni el Derecho es un ciencia exacta donde dos y dos son cuatro por los
siglos de los siglos, ni las leyes por perfectas que sean pueden regular todos los con-
flictos reales ni, en definitiva, es posible predeterminar siempre cuál es la conducta
debida ni prever con seguridad la solución de un pleito concreto. El jurista ha de
aprender a vivir en la inseguridad y a confiar en el juez más que en las leyes porque
nunca se conocen las respuestas legales de antemano y hay que esperar a que el juez
se pronuncie. De la misma manera que el juez sabe que la ley no garantiza la certeza
y que sólo en sus propias sentencias es donde está la solución. Se tiene al Derecho
Penal como el más cierto y seguro y, aun así, nadie puede aspirar a conocer de ante-
mano las condenas o absoluciones que esperan al procesado.
En este universo de inseguridad inevitable, la función del jurista no es eliminarla
sino, mucho más modestamente, reducirla en la medida de lo posible. Las vanables y
contingencias de los casos concretos futuros son, por definición, imprevisibles. El
objetivo, entonces, es aumentar el margen de previsibilidad de las disposiciones lega-
les, pero siempre a conciencia de que todo seguirá siempre en manos del juez. Ir
pasando progresivamente, en suma, de lo imprevisible a lo previsible y, en el mejor de
los casos, a lo probable, pero no más allá dado que el Derecho no puede traspasar
nunca las puertas de lo seguro.
50 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Hay un dato, no obstante, que seria injusto silenciar: al cabo de veinticinco años
de actividad el Tribunal Constitucional ha ido superando tenazmente sus dudas y tro-
pezones hasta lograr en algunos puntos una «doctrina consolidada» contundente que
—probablemente por obra de sus competentes letrados— se ha canonizado con una
evidente fuerza didáctica. Tan es así que, en el fondo, nuestro Derecho Administrativo
Sancionador no se apoya actualmente ni en la Constitución ni en la LPAC sino en los
pilares de una serie de declaraciones del Tribunal Constitucional redactadas en forma
preceptiva rotunda como si de textos legales se tratara. De hecho, no resultaría nada
difícil elaborar un Derecho Administrativo Sancionador normativo (casi) completo
cosiendo los retasos de esta jurisprudencia, como se irá comprobando a lo largo del
presente libro. Estos resultados preceptivos contrastan con lo realizado por el Tribunal
Supremo, que también ha producido desde luego su propia doctrina pero no en tér-
minos tan estereotipados como el otro tribunal, ya que el Supremo, más apegado al
caso enjuiciado, no decide en términos tan rectilíneos y deja más margen a los titu-
beos y contradicciones que la casuística exige.
El método estandar del Tribunal Constitucional es rigurosamente lógico-formal.
Primero construye la premisa mayor, constituida por su doctrina asentada, que es
monolítica, sin fisuras, dogmática hasta la exacerbación. Algo que ya no se discute y
que hay que aceptar sin reservas: un deus ex machina capaz de resolver todos los
casos puesto que expresa un texto normativo debidamente interpretado y listo para su
aplicación inmediata. Luego viene la premisa menor, que es la cuestión debatida.
Hasta aquí el planteamiento no puede ser más sencillo, de tal manera que el lec-
tor percibe una situación de certidumbre, de seguridad jurídica, tranquilizante en
extremo. Gracias a este silogismo la decisión ha de deducirse necesariamente con la
fuerza implacable de la lógica formal.
Sensación que termina, no obstante, defraudada porque en la tercera fase del silo-
gismo, en la conexión entre las dos premisas, se desvanece la certidumbre al abrirse
al operador un abanico de posibilidades muy amplia, de las que a veces escoge una
cualquiera e imprevista absolutamente desconcertante.
Si se trata, por ejemplo, de una cuestión de reserva legal, la sentencia empieza repro-
duciendo su «doctrina asentada» sobre la exigencia de tal reserva pero flexibilizable en el
ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. Y aquí es donde aparecen las dudas que
enturbian el silogismo. Porque ¿se aplicarán tales modulaciones al caso concreto? En este
momento irrumpe el arbitrio del tribunal para darnos una sorpresa con su decisión, de tal
suerte que aunque el analista se encuentre seguro en la doctrina asentada, de poco le ser-
virá a la hora de precisar el resultado de su aplicación, que sigue siendo una adivinanza.
Independiente de la incertidumbre en la resolución de los casos concretos, lo que
queda es una construcción normativa pretoriana incomparablemente más afinada que
la legislativa. La ley no es sino un borrador, una propuesta —de ordinario ambigua,
rudimentaria e incompleta— que se hace el juez y con estos materiales los Altos
Tribunales están construyendo un edificio más inteligible y acogedor. El progreso, en
definitiva, ha sido enorme y si hoy podemos hablar de un Derecho Administrativo
Sancionador plausible es, sin duda, obra de la jurisprudencia.
Afirmación que debe entenderse en el sentido de que se han sustituido unos tex-
tos normativos legales imperfectos por otros textos judiciales algo más perfectos. Pero
unos y otros tienen la misma naturaleza, es decir, que se trata de textos dogmáticos,
cerrados, indiscutibles, que dan a nuestra jurisprudencia un sabor algo acartonado y
rígido, olvidando que el juez no trabaja con materiales lógicos, académicos, sino con
fragmentos singulares e irrepetibles de vidas y personas sociales sociales y políticas.
Pero como este no es un libro de Derecho Judicial o del arte de hacer sentencias
(y a mi Arbitrio judicial me remito) baste — y ya es muy importante— con dejar aquí
INTRODUCCIÓN 51
por completo. Los principios operan en último extremo como un límite; a partir de él
todo lo demás queda en manos de la prudencia del juez.
Es comprensible, con todo, que para algunos juristas este sistema resulte inadmi-
sible en cuanto que con él se pierde la seguridad jurídica. Lo cual es cierto, pero tal
seguridad no sólo es una utopía sino una utopía indeseable. Vivimos en unos tiempos
en que ya se ha desencantado el sueño de la ley omnisciente que todo lo prevé. Si hay
que confiar en alguien o en algo ya no podemos confiar ni en la ley ni en la doctrina
jurisprudencial, habrá que hacerlo en el juez asumiendo todos los riesgos y defectos
que ello inevitablemente supone.
Séame permitido ahora explicar el sistema de citas que se sigue en este libro: que
es el dominante hoy en la bibliografía social, pero que, como todavía no es habitual
en el Derecho Administrativo, quizás no resulte del todo inútil su recordatorio.
Al final de la obra aparece un índice bibliográfico de libros y artículos citados, en
el que se referencian, entre otros datos, el primer apellido del autor y la fecha de su
publicación. Pues bien, las citas se hacen en el texto (no en nota de pie de página) y
constan del nombre del autor, la fecha de publicación (que identifican el trabajo cita-
do) y las páginas concretas, en su caso (de lo que se prescinde si la referencia es gené-
rica o se trata de un artículo muy breve). Esto por lo que atañe a obras jurídicas y
monografías. Porque, si se trata de obras no jurídicas ocasionalmente manejadas u
obras generales (como cursos y manuales didácticos), entonces se ha preferido no
incluirlas en el índice, para hacerle más transparente, y citar en el texto la obra com-
pleta. Cuando se trata de publicaciones colectivas, la obra se identifica por el director
(el «editor» en sentido anglosajón), que es quien aparece en el índice, aunque citan-
do también, como es lógico y en primer término, al autor del fragmento utilizado.
Tratándose de obras de envergadura excepcional y enorme pluralidad de autores, se
citan siguiendo las instrucciones que en la propia obra suelen ciarse.
En cuanto a la Jurisprudencia, si se trata de una Sentencia del Tribunal Supremo
(STS), se cita por la fecha con la precisión de la Sala y sección, a la que se añade la
referencia de Aranzadi y, si es posible, el nombre del ponente. En la actualidad, y ante
la avalancha de sentencias que se pronuncian en la misma fecha, éste es el único sis-
tema seguro de identificarlas (aparte, naturalmente, de la ventaja de personalizar al
magistrado autor material de su redacción) y de evitar errores en la cita. Espero que
en este libro, aun siendo inevitables, se hayan deslizado los menores errores posibles.
De no tomar estas precauciones, las citas jurisprudenciales resultan ya muy poco fia-
bles, tanto por la dificultad de encontrar el texto original como por las probabilidades
de errores y erratas.
Las leyes y reglamentos se citan por su fecha y, en su caso, por su número y nom-
bre oficial, para el que ocasionalmente se utiliza una abreviatura, que se hace constar
de manera expresa en el texto. La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común, se abrevia aquí en LPAC, y el Reglamento del procedimiento para el ejerci-
cio de la potestad sancionadora, aprobado por el Real Decreto 1398/1993, de 4 de
agosto, se denomina REPEPOS. Con la LPSPV se hace referencia a la ley 2/1998, de
20 de febrero, de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la
Comunidad Autónoma del País Vasco.
Las transcripciones literales van obviamente entrecomilladas y, si su extensión lo
justifica, se imprimen en tipografía más reducida y a línea sangrada.
C A P Í T U L O II
SUMARIO: I . El precedente de las sanciones de policía del siglo XVIII.—II. Los textos normativos. 1.
Etapa constitucional de la época femandina. 2. Los comienzos del constitucionalismo. 3. La época mode-
rada. 4. El final del reinado de Isabel II. 5. La Restauración.—III. Administración y Jurisdicción. 1.
Causas del problema. 2. Reglas para la solución. 3. Una jurisprudencia contradictoria. 4. La «conducta»
de los fiscales municipales.—IV Régimen jurídico. 1. Principio de normatividad. 2. Procedimiento. 3.
Pago de la multa. 4. Impugnación.—V Responsabilidad personal. 1. El discutido requisito de la autori-
zación previa. 2. Funcionamiento real.
Aunque hoy es común (como se comprobará más adelante) que los autores recha-
cen la tesis de que las sanciones administrativas sean consecuencia del ejercicio de la
[53]
54 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Se crea una superintendencia general de policía para velar en la ejecución de las leyes,
autos acordados, bandos, decretos y demás providencias tocando a la policía material y for-
mal, corrigiendo y multando a los contraventores [. ..] y que estas facultades y jurisdicción del
superintendente fuese por vía económica, gubernativa y ejecutiva, como son todas las leyes y
bandos de policía, sin apelación o recurso [...] y en los casos en que de los procedimientos
resultase descubrirse algún delito, peijuicio de tercero, o motivo de formal instancia judicial,
cuidaría el superintendente de remitirlo todo al juez correspondiente.
El verdadero origen de esta autonomía de las autoridades de policía, que les per-
mitían exigir multas sin acudir a los Jueces y Tribunales, se encuentra en la creación
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 55
Entrando ya en el contenido central del capítulo y por muy árido que sea, resul-
ta inevitable empezar transcribiendo aquí los textos más importantes de una evolu-
ción normativa que, a lo largo de un siglo, ofrece diferencias notables dentro de un
mismo denominador común. A la vista de tales textos podrá comprenderse fácil-
mente la dificultad de hablar, por ejemplo, del «régimen sancionador del siglo xix»,
puesto que cada momento histórico de él ofrece peculiaridades muy sustanciales. Lo
cual no obsta, sin embargo, a la identificación de un sistema racional expresado ini-
cialmente de una forma quizás balbuceante, pero que con el transcurso de los años
se va afirmando cada vez con mayor precisión. E incluso podría afirmarse que los
«balbuceos» iniciales no son consecuencia de una idea imprecisa del régimen san-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 57
el sistema legal era, desde esta perspectiva, muy simple, ya que se limitaba a ese
reconocimiento expreso de la potestad sancionadora —recogido en las leyes loca-
les— así como al establecimiento complementario de unos topes sancionadores que
se graduaban en razón al tamaño de las poblaciones. De acuerdo con tal potestad,
cada Ayuntamiento tipificaba luego en sus Ordenanzas las infracciones concretas y,
en fin, llegado el momento el Alcalde constataba las infracciones que se van come-
tiendo y las sancionaba.
Este sistema, predestinado a una vida muy larga, aparece en los mismos orígenes
del régimen constitucional, puesto que se establece en la Ley de Cortes de 3 de febre-
ro de 1823, sobre el gobierno político-administrativo de las provincias, derogada
inmediatamente después por la restauración femandina y restablecida por los progre-
sistas en 15 de octubre de 1836. Sus textos no pueden ser a tal propósito más termi-
nantes:
Art. 80. Los Ayuntamientos tienen la facultad de imponer multas proporcionadas que no
pasen de quinientos reales en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por
culpas y delitos por los cuales se deba formar causa por tener una pena señalada terminante-
mente en el Código penal
Art. 207. Los Alcaldes están autorizados para ejecutar gubernativamente las penas
impuestas por las leyes de policía y bandos de buen gobierno y para imponer y exigir multas
que no pasen de quinientos reales a los que los desobedezcan o les falten el respeto y a los que
turben el orden y el sosiego público.
De acuerdo con los presupuestos metodológicos que se han fijado para este
libro (y salvada la breve alusión del epígrafe precedente), no voy a ocuparme del
Derecho Administrativo Sancionador del Antiguo Régimen y, por tanto, cae fuera
de él la época absolutista de Fernando VII. No obstante, conviene recoger lo que en
este reinado sucedió durante su etapa constitucional, singularmente interesante a
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 59
nuestros efectos por cuanto que en ella se encuentra el grano de todo el sistema pos-
terior.
La Constitución de 1812 fue, en este punto como en tantos otros, excesivamente
radical y por tanto inviable. Confiando ciegamente en las bondades del Poder Judicial,
llegó a prohibir al Rey (es decir, al Poder Ejecutivo) el privar «a ningún individuo de
su libertad ni imponerle por sí pena alguna» (art. 172). De acuerdo con este esquema
riguroso y tal como ha señalado P A R A D A (1972, 68-69), lo que hoy se consideran fun-
ciones represoras no penales estaban encomendadas sin excepciones a los Jueces.
Este radicalismo, sin embargo, suponía el fracaso del sistema, su inviabilidad
práctica, porque implicaba o bien un raquitismo de las funciones sancionadoras no
penales o bien una hipertrofia de los órganos judiciales. Y como resultaba imposible
adecuar las magnitudes de los órganos judiciales a las funciones represoras genéricas,
hubo que acudir inmediatamente a la atribución de facultades sancionadoras a órga-
nos no judiciales, aunque fuera a costa de romper la pureza del sistema constitucional
originario.
Esto es lo que sucede ya en el Decreto de 23 de junio de 1813, en cuyo capítulo
III, artículo 1, se permite al Jefe político (órgano del Ejecutivo y no del Judicial) no
sólo ejecutar gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y buen
gobierno sino también «imponer y exigir multas a los que le desobedezcan o falten el
respeto, y a los que turben el orden o el sosiego público».
Años más tarde, en el trienio liberal, el Código Penal de 1822 sienta desde su pro-
pia vertiente las líneas maestras del sistema al establecer por un lado, en su artícu-
lo 135 que
son culpas o delitos públicos: [...] 3." todas las contravenciones a los reglamentos generales,
de policía y sanidad, siempre que cedan en peijuicio del público.
las culpas y los delitos no comprendidos en este Código que se cometan contia los regla-
mentos u ordenanzas particulares que rigen en algunos ramos de la Administración Pública
serán juzgados y castigados respectivamente con arreglo a las mismas ordenanzas y regla-
mentos.
P A R A D A (ob. cit., 70) ha entendido aquí que este precepto no hace previsión
alguna sobre las potestades sancionadoras de la Administración; pero sus agudos
razonamientos no son convincentes y, sobre todo, aparecen desmentidos por el
resto del Ordenamiento Jurídico. En mi opinión, y en contra de la de este autor,
el Código Penal no se está remitiendo a las jurisdicciones militar y eclesiástica (ni
tampoco recibiendo literal y torpemente un precepto del Derecho francés) sino a
lo que clarísimamente se remite es a las normas ya existentes o futuras que atri-
buían potestades sancionadoras a las Autoridades administrativas. Esto ya suce-
día, como acabamos de ver, en el Decreto de 1813 y se reitera con mayor porme-
nor en la Instrucción de 3 de febrero de 1823 para el gobierno economico-politi-
co de las provincias, en cuyo artículo 80 se declara que «los Ayuntamientos tie-
nen la facultad de imponer multas proporcionadas que no pasen de quinientos rea-
les en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por culpas y
delitos por los cuales se debe formar causa por tener una pena señalada termi-
nantemente en el Código Penal» (lo que luego se concreta mas todavía, para los
Alcaldes específicamente, en el art. 207). Y, en cuanto al Jefe político, el articu-
lo 239 declara que
60 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
no sólo podrá hacer efectivas gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y
bandos de buen gobierno, sino que tendrá facultad para imponer y exigir multas que no pasen
de mil reales a los que le desobedezcan o le falten el respeto y a los que turben el orden o el
sosiego público, no cometiendo culpas y delitos sobre los cuales se deba formar causa, por
tener una pena señalada terminantemente en el Código Penal.
rio, ya que se suponía que bastaba con reanudar el hilo constitucional de 1812-
1814 y 1820-1823 introduciendo unas medidas provisionales en espera del esta-
blecimiento definitivo del sistema que tendría lugar con la mayoría de edad de la
reina.
Para el régimen municipal valga la cita del articulo 40 del Real Decreto de 23 de
julio de 1835, significativamente enderezado al «arreglo provisional de los
Ayuntamientos del Reino», en el que se reproducen las facultades sancionadoras de los
Alcaldes sometidas, como antes, a determinados límites: «siempre que dichas penas no
excedan de 100 reales de vellón o tres días de arresto» aunque con una coletilla de gran
importancia: «salvo si los reglamentos u ordenanzas vigentes prescribiesen otra mayor
o menor».
Saliendo del Derecho local, las Ordenanzas generales de montes de 22 de
diciembre de 1833 nos ofrecen un buen ejemplo de la dependencia del Derecho
Administrativo Sancionador respecto de la organización administrativa y judicial.
Estas Ordenanzas, en efecto, parecen distinguir claramente entre los dos ámbitos
represivos puesto que separan los «delitos» de las «contravenciones de ordenanzas»
y las «penas» de las «multas», aunque no logran extraer de ello sus últimas conse-
cuencias ya que, en definitiva, los dos campos quedan orgánicamente deslindados no
entre Jueces y funcionarios administrativos sino entre «Jueces de letras» (que cono-
cen a partir de una determinada cuantía) y Jueces inferiores (art. 173).
En caza y pesca, por el contrario, se establece el sistema típico, aunque con mía
separación de ámbitos un tanto imprecisa y presidida por la transcendencia cuantita-
tiva de la infracción. Así, en el Real Decreto de 3 de mayo de 1834 se dispone que «el
modo de proceder de las justicias en materia de caza y pesca será por regla general
gubernativo, y que cuando se proceda por queja de la parte agraviada, si resultare ser
cierto el hecho y hubiere daño, el Alcalde procurará que los interesados transijan en
cuanto al daño, sin perjuicio de cobrar la multa; y si no se aviniesen, decidirá guber-
nativamente en las causas de menor cuantía, dejando que las otras sigan el curso
judicial que les corresponda». Y por aquellas mismas fechas la Real Orden de 22 de
noviembre de 1836 insiste en que
1. Los Jefes políticos, en sus respectivas provincias, cuidarán de la observancia de las
Ordenanzas, Reglamentos y disposiciones relativas a la conservación de las obras, policía [...].
2. Los Alcaldes de los pueblos exigirán, en el modo y forma que dichas Ordenanzas y
reglamentos prevengan, las multas señaladas a los contraventores a consecuencia de las denun-
cias que ante ellos se hicieren.
3. L A ÉPOCA M O D E R A D A
cionadoras del Alcalde con límites máximos del importe de las multas (graduadas
según el volumen de población) y competencia del Juez para los casos que excedan:
«Si la infracción o falta mereciere por su naturaleza penas más severas, instruirá la
competente sumaria, que pasará al juez o tribunal competente.» En cuanto al
Gobernador civil, el artículo 4 de la Ley de 2 de abril de 1845 le atribuye compe-
tencia para «reprimir y castigar todo desacato a la religión, a la moral, a la decen-
cia y a cualquier falta de respeto a su autoridad, imponiendo las penas correcciona-
les [hasta un máximo de mil reales: artículo 5] y sometiendo a los Tribunales de
Justicia los sucesos merecedores de mayor castigo».
Las leyes administrativas no son, con todo, más que una cara de la moneda, que
hay que completar con la regulación penal que aparece en el artículo 505 del Código
de 1850 (que recoge con un nuevo apartado el artículo 343 del Código de 1848) en
los siguientes términos:
Planteadas así las cosas, queda todavía un gravísimo problema que venía
arrastrándose de antaño: la determinación precisa del órgano sancionador en cada
asunto concreto. Una cuestión que se aborda en el Real Decreto de 18 de mayo de
1853, que será estudiado luego con todo detalle. Y también se regulan en esta
época diversas cuestiones de procedimiento, que igualmente dejamos para más
adelante con objeto de no perturbar ahora el hilo de esta exposición normativa
sintética.
4. E L FINAL D E L R E I N A D O D E I S A B E L I I
5." Imponer multas discrecionales cuyo máximo sea de mil reales [...] sometiendo los
delitos y faltas distintas de las que menciona a la acción de los Tribunales de Justicia. Sólo
podrán los Gobernadores imponer multas mayores cuando expresamente estén autorizados
para ello por las Leyes o reglamentos. La autoridad judicial procederá, fuera de los casos que
sobreentienden el párrafo y artículos antedichos, a la exacción de las multas preestablecidas
en las leyes, disposiciones generales, bandos y ordenanzas en la forma y por el Jurado que
entienda en los juicios de faltas.
6.® Aplicar en defecto de pago de las multas que imponga, en uso de las facultades que
le corresponden, el arresto supletorio en la proporción que fija el artículo 504 del Código penal
hasta el máximo de treinta días.
5. L A RESTAURACIÓN
cará por escrito al multado; del pago se le expedirá el competente recibo. 3.a Las multas y los
apremios se cobrarán en papel del sello correspondiente [art. 185].
Para el pago de toda multa se concederá un plazo proporcionado a la cuantía de la multa,
que no baje de diez días ni exceda de veinte, pasado el cual procede el apremio contra los
morosos. El apremio no será mayor del 5 por 100 diario del total de la multa, sin que exceda
en ningún caso del duplo de la misma [art. 186].
Contra la imposición gubernativa de la multa puede el interesado reclamar por la vía admi-
nistrativa o por la judicial.—La primera procede para ante el Gobierno, que la resolverá por sí o
con audiencia del Consejo de Estado, y sin peijuicio en todo caso de la reclamación contenciosa
ante el Consejo de Estado. La judicial procede ante laAudiencia en primera instancia, previa recla-
mación gubernativa a la Autoridad para imponer la multa.—En caso de ser ésta declarada impro-
cedente, serán impuestas las costas y daños causados por su exacción a la autoridad que la orde-
nó, sin que sirva de excusa la obediencia en los casos de infracción clara y terminante de una Ley.
Una vez recordadas sumariamente las normas aplicables a esta materia, y trans-
critas en lo sustancial, estamos en condiciones de analizar sistemáticamente, a partir
de ellas, su régimen jurídico, empezando por el esclarecimiento de un punto funda-
mental: las relaciones entre Administración y Jurisdicción o, más precisamente toda-
vía, la determinación de cuáles son los órganos competentes para sancionar. Una difi-
cultad que, como ya se ha apuntado, surge en el mismo momento del nacimiento del
sistema y que, después de haber constituido una pesadilla durante más de un siglo,
todavía late en la actualidad siquiera sea de una forma bastante más tolerable. Porque
durante todo el siglo xix lo que hoy denominamos Derecho Administrativo
Sancionador ha girado en torno a esta pregunta capital.
66 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
a) El Código Penal con sus faltas penales tipificadas, cuyo conocimiento corres-
pondía a los Jueces a través de un juicio penal.
b) Las reglamentaciones generales, que tipificaban faltas y determinaban san-
ciones, pero sin preocuparse de ordinario por señalar quiénes habían de conocer y cas-
tigar.
c) Los Reglamentos y Ordenanzas municipales, que tipificaban faltas y deter-
minaban sanciones, atribuyendo expresamente a los Alcaldes competencia para cono-
cer y castigar.
El resultado de esta superposición era inevitablemente la confusión, que se inten-
taba aclarar con los siguientes medios:
á) Desde el Código Penal se establecían límites para la represión administrativa.
b) La legislación general de régimen local intentaba precisar el alcance de las
normas represivas de las Ordenanzas y Reglamentos municipales.
c) Se dictaban numerosas normas con el único objetivo —nunca logrado del
todo— de aclarar este punto.
d) La Jurisprudencia (sobre todo la de conflictos), aunque de hecho fuera con-
tradictoria.
Con la advertencia, además, de que los peijudicados por la confusión no fueron
sólo los ciudadanos y las Autoridades (judiciales y administrativas) de revisión, sobre
las que se acumulaba el trabajo inútil de precisar el órgano sancionador competente,
sino los Alcaldes personalmente, ya que si se equivocaban, con buena o mala fe,
cometían delito o falta.
La última raíz de este problema (prescindiendo, claro es, del trasfondo político
a que antes se ha aludido) es una herencia del Antiguo Régimen y se encuentra en
la imprecisa diferenciación de los órganos gubernativos y judiciales (cfr., sobre
todo ello, G A L L E G O A N A B I T A R T E , Administración y Jueces: gubernativo y conten-
cioso, 1 9 7 1 , y N I E T O , Estudios históricos sobre Administración y Derecho Admi-
nistrativo, 1986, esp. 91-123). El Régimen constitucional, al separar cuidadosa-
mente ambos Poderes, «casi» resolvió el problema; pero no del todo, puesto que
dejó algunos extremos pendientes, como es cabalmente éste de la función sancio-
nadora.
Las causas próximas y más concretas de la dificultad se derivan, por un lado y tal
como se ha indicado, del hecho de la doble tipificación de las infracciones y, por otro,
de la organización también dual de los órganos sancionadores.
En cuanto a las faltas o infracciones, en ocasiones aparecen en uno de estos dos
bloques normativos: o bien en el Código Penal o bien en los Reglamentos generales
o particulares. Si tal sucede, no hay problema. Pero éste surge inevitablemente cuan-
do los mismos hechos se encuentran tipificados simultáneamente en ambos sectores
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 67
del Ordenamiento Jurídico; de donde resulta que no se sabe si son faltas penales,
infracciones administrativas o ambas cosas a la vez.
Conste, por lo demás, que el problema no es teórico sino eminentemente práctico
y de gravísima trascendencia. Porque, si el sistema está montado sobre el principio de
que las faltas penales deben ser reprimidas por los Tribunales de este orden y las
infracciones administrativas por las Autoridades gubernativas, es evidente que, si no
sabemos si los hechos constituyen falta penal o infracción (contravención) adminis-
trativa, tampoco podremos saber cuál es el órgano competente para sancionar.
En otras palabras: a la dualidad de tipificaciones se corresponde una dualidad
de órganos represores. Por ello, cuando la tipificación es doble, se abre correlativa-
mente la posibilidad de que también intervengan en la represión las dos series de
órganos: los judiciales y los gubernativos. En la práctica sucede que un solo hecho,
doblemente tipificado, pone en marcha tanto al Juez como al Gobernador (y, tra-
tándose de faltas leves, tanto al Alcalde en cuanto Juez como al Alcalde en cuanto
autoridad gubernativa, puesto que ya sabemos que tiene esta doble condición). Si
ambos insisten en su intervención, termina formalizándose una cuestión de compe-
tencia que ha de resolverse por Real Decreto, sin peijuicio de que en otras ocasio-
nes aflore el problema a través de una autorización (o denegación) para procesar,
que resuelve, a petición del Juez, en primera instancia el Gobernador civil y en últi-
ma instancia el Consejo de Ministros.
2. R E G L A S PARA LA SOLUCIÓN
siendo relativos a la policía urbana y rural los intereses lastimados por algún particular, corres-
ponde la represión del atentado a la autoridad administrativa, y por tanto debe el Alcalde en
uso de sus atribuciones tomar por sí la providencia oportuna para impedir o reparar el daño y
no acudir al Juzgado.
Pero como el problema era gravísimo y cotidiano se vio obligado el Ejecutivo a abor-
dar frontalmente y con carácter general una cuestión que el Código Penal había dejado
inexplicablemente abierta. Esto es lo que hizo el Real Decreto de 18 de mayo de 1853,
que pretendió aclarar de una vez por todas la dificultad y que, además, se preocupó de
explicar en su Exposición de Motivos (tomada de CASTEJÓN, 1950,58) las causas del pro-
blema y el sentido de su solución: a) No determinar las leyes, con la debida claridad,
cuándo se puede proceder gubernativamente y cuándo deben sujetarse a las formalidades
del juicio; b) Ser indispensable poner en armonía las disposiciones penales con leyes
administrativas y ordenanzas y reglamentos municipales, que permiten corregir las mis-
mas faltas gubernativamente; c) No deber quedar al arbitrio de los agentes administrati-
vos la opción entre ambos modos de proceder y prescindir o no de las formas tutelares
de la justicia; d) La Administración desempeñaría mal o difícilmente sus atribuciones de
vigilancia y tutela de intereses públicos si careciere de los medios necesarios para dar a
su acción toda la rapidez que en muchos casos requiere su eficacia; e) Si bien seria de
desear que toda corrección, por leve que fuere, se impusiera en virtud de un juicio no se
puede aplicar este principio de manera absoluta sin embarazar en muchos casos el curso
de la Administración y sin exponer el orden y los intereses públicos a graves peligros;/)
68 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
La aparente rotundidad de estas reglas no pudo evitar, sin embargo, que siguieran
planteándose conflictos cotidianos sobre el particular (como tendremos ocasión de
comprobar inmediatamente), que otras Reales Órdenes posteriores de carácter tam-
bién general intentaron en vano eliminar. Así, la de 1 de agosto de 1871, de acuerdo
con el Consejo de Estado, declaró que
1." El conocimiento en primera instancia de los juicios a que den lugar las infracciones,
de que habla el libro III del Código penal y Ordenanzas generales de la Administración, corres-
ponde a los jueces municipales.
2." Los alcaldes pueden imponer gubernativamente, sin forma de juicio, las penas seña-
ladas en la Ley Municipal y en las Ordenanzas que acuerden los Ayuntamientos y bandos que
publiquen los alcaldes, en armonía con las facultades que aquélla les reserva, por las infrac-
ciones que se cometan contra sus prescripciones.
3. U N A JURISPRUDENCIA CONTRADICTORIA
Ni las autoridades que forman las Ordenanzas ni las que las aprueban están facultadas
para variar la índole y naturaleza de las faltas especialmente definidas por el Código o para
alterar las penas [...], ya que las Ordenanzas municipales, que no tienen carácter de leyes
generales, no pueden derogar leyes de este orden de la importancia social que el Código
Penal reviste, ni menos todavía ninguna de las disposiciones fijando la competencia de los
Tribunales, pudiendo sólo admitirse que en el artículo 625 de dicho Código únicamente se
faculta para castigar en los reglamentos particulares aquellos hechos que constituyan con-
travenciones a las reglas de policía y buen gobierno que no estén expresamente previstos y
castigados en el libro III del Código. Y que sólo los jueces municipales en junciones judi-
ciales son los llamados al castigo de las faltas (tipificadas en el Código penal) y a exigir la
reparación del daño causado {Real Decreto de Competencias (RDC) de 15 de junio de
1898].
Doctrina ratificada en otras muchas, de las que sólo se cita una como ejemplo:
Los hechos pudieran ser constitutivos de faltas definidas y castigadas en el libro III del
Código Penal, cuya aplicación compete a las autoridades del fuero ordinario. Al inmiscuirse
en el conocimiento y castigo de los mismos, el Alcalde y demás autoridades del orden guber-
nativo, aun cuando otra cosa autoricen las Ordenanzas municipales de los pueblos t—1 es evi-
dente que invaden atribuciones que no les son propias, por ser privativas de los jueces muni-
cipales [RDC 22 de abril de 1911].
70 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
D) La doctrina más avanzada es, con todo, la siguiente: el Real Decreto de 1853
ha dejado en manos de la Administración la facultad de escoger entre la vía guberna-
tiva o la represión judicial:
La represión de las faltas cometidas contra una resolución administrativa no está reserva-
da a la Administración desde el momento en que el RD de 18 de mayo de 1853 dejó al arbi-
trio de los alcaldes adoptar la vía gubernativa o la judicial para dichas represiones [RDC 26
de octubre de 1855].
En la disposición segunda del RD de 1853 no se previene a las autoridades que hayan
de reprimir las faltas a que se refiere sólo en forma de juicio sino que es potestativo en
ellas el verificarlo por la vía gubernativa [Decisión de autorización de 30 de diciembre de
1856],
A la vista de una serie tan amplia de doctrinas contradictorias nada tiene de par-
ticular el confusionismo que ha dominado siempre la práctica a despecho de las bue-
nas intenciones —y de la letra, aparentemente clara— del Real Decreto de 1853. La
verdad es que nunca se ha sabido con exactitud quién era el órgano competente para
sancionar las llamadas infracciones administrativas, sobre todo cuando éstas se
encontraban tipificadas al tiempo en el Código Penal. Porque ni la tipificación en el
Código de una falta es garantía de que vaya a ser sancionada por los Jueces, ni la tipi-
ficación en una norma administrativa es garantía, a su vez, de que vaya a ser sancio-
nada por un órgano administrativo.
Más todavía: la cuestión sube de dificultad cuando quienes están enjuego no son
solamente el Juez y un órgano administrativo sino el Juez y varios órganos adminis-
trativos (ordinariamente el Alcalde y el Gobernador) abriéndose con ello un juego
(por así decirlo) a tres bandas. Esto es lo que vemos, por ejemplo, en el Real Decreto
de competencias de 29 de enero de 1904.
Arturo Munguía había sido sancionado por el Juzgado municipal como autor de una falla
de blasfemia prevista en el Código Penal. Posteriormente el Alcalde volvió a sancionarle por
la misma falta, al encontrarse la blasfemia igualmente tipificada en las Ordenanzas municipa-
les. Suscitada una cuestión de competencia, su decisión parte de la base de que «una misma
falta o delito no pueden ser penados por dos jurisdicciones distintas» así como de la constata-
ción de que la Ordenanza municipal invocada no había sido aprobada por el Gobernador Civil
(como exigía la legislación local), dándose además la circunstancia de que la autoridad guber-
nativa competente para sancionar este tipo de infracciones es el Gobernador y no el Alcalde.
El Poder moderador se inclinó finalmente por la competencia judicial.
Llegando con todo ello a la conclusión de que «subsiste la facultad en las autori-
dades administrativas de penar faltas comprendidas en el Código cuando por pres-
72 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
cripción de una ley especial tienen esta facultad o cuando esa facultad les ha sido
legalmente delegada».
Conste, sin embargo, que —independientemente de los problemas y solucio-
nes que han ido exponiéndose a lo largo de este epígrafe— todavía queda una po-
sibilidad aún más grave, a saber: la de que Jueces y funcionarios sancionen acu-
muladamente al amparo cada uno de sus propias competencias. Así lo denuncia
C A S A B Ó (1980, 284) con el testimonio de varias sentencias del Tribunal Supremo
(21 de noviembre de 1884, 17 de marzo y 6 de junio de 1884, 27 de noviembre
de 1916) e interpreta esta posición de los Jueces como un intento desesperado de
no dejar escapar de sus manos la competencia. Con lo cual —añade— «se produce
la paradoja de que para salvar la autoridad judicial frente a los intentos limitadores
de la Administración, los jueces se ven obligados a sancionar otra vez lo que ya
había sido castigado gubernativamente», con olvido completo de la prohibición del
bis in idem.
Con esta forma de actuar —apostilla la Circular de la Fiscalía del Tribunal Supremo
de 21 de noviembre de 1896— «dan lugar a que una parte de la opinión, y no cierta-
mente la menos digna de respeto, atribuya, con error sin duda, semejante oficiosidad a
móviles poco conformes con aquella severa rectitud y pureza de intención, que deben
servir de guía en todo caso a cuantas iniciativas partan de los representantes de la ley».
Corruptelas aparte, el problema legal que se planteaba era el siguiente: Fuera
de duda estaba que los fiscales municipales habían de investigar la comisión de
faltas tipificadas únicamente en el Código Penal, de la misma manera que también
estaba claro que correspondía a los funcionarios administrativos la investigación
de las faltas tipificadas únicamente en las Ordenanzas municipales. Pero iquid
cuando se trataba de faltas simultáneamente tipificadas en el Código Penal y en las
Ordenanzas? Aquí podía entenderse que la investigación correspondía o a los fis-
cales o a los funcionarios municipales o a todos. Pues bien, de entre todas estas
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 73
Lo que sucede es que los autores de los reglamentos no aciertan siempre a verlo
así e inciden en malentendidos que son los que dan origen a problemas como el que
se está dilucidando:
El artículo 625 del Código penal vigente [.,.] ha hecho creer, aun cuando sus términos no
autorizan semejante creencia, que en las Ordenanzas municipales cabía imponer pena a trans-
gresiones ya definidas y castigadas en el Código. [Por ello] cuando en las Ordenanzas apro-
badas por la autoridad correspondiente se incide en ese error [...] hay motivo de conflicto, y
por consiguiente los hay también perenne de incertidumbre y confusión.
Partiendo de tal tesis, sólo existe en buena lógica una salida, a saber: «tratándose
de faltas previstas y castigadas en las Ordenanzas, los fiscales municipales no pue-
den perseguirlas, ni los jueces penarlas, sin el requisito previo del tanto de culpa
remitido por ¡a Alcaldía». La postura de la Circular no puede ser, pues, más rotunda;
pero, como acabamos de ver, se basa en una premisa más que dudosa desde la propia
doctrina del Tribunal Supremo, a saber: que las autoridades administrativas carecen
de competencia sancionadora sobre las infracciones tipificadas simultáneamente en
las Ordenanzas y en el Código Penal, una proposición que numerosas sentencias des-
mentían cada día. En definitiva, por tanto, la solución ofrecida por la Circular en
modo alguno despejaba «la incertidumbre y confusión» reinantes.
IV RÉGIMEN JURÍDICO
Una vez aclarado lo anterior y continuando con el análisis del régimen jurídico de
lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador, veamos ahora algunos de
74 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
sus extremos más interesantes, tal como han sido detectados en la Jurisprudencia de
la época.
1. P R I N C I P I O DE LA NORMATIVIDAD
En las páginas precedentes y al hilo de las sentencias que se han ido citando,
hemos tenido ocasión de comprobar la existencia de ciertas reglas fundamentales del
régimen jurídico como es la del non bis in idem. Pero en este momento voy a ocupar-
me con más detalle del principio de legalidad, conforme al cual es condición previa
a la imposición de multas administrativas el que la infracción esté tipificada en una
norma anterior, que no ha de ser necesariamente una ley sino por su propia naturale-
za más bien un reglamento, de la misma manera que la represión de las faltas penales
necesita su tipificación en el Código penal. Así lo determina, por ejemplo, la Real
Orden de 21 de febrero de 1880:
la facultad de exigir multas se deriva de la que tienen los Ayuntamientos para acordar bandos
e imponer a sus contraventores las que el artículo 77 autoriza, de lo cual se infiere que no exis-
tiendo bando ni reglamento previamente dictado, falta toda razón legal para la imposición de
la multa.
Con la advertencia, además, de que no basta con la existencia del reglamento pre-
vio sino que es preciso inexcusablemente que se trate de un reglamento publicado en
el Boletín Oficial del Estado o en el de la Provincia, como recuerda la sentencia de
22 de junio de 1910:
Para los efectos de la aplicación del artículo 1 del Código civil y vigencia de las disposi-
ciones legales, bajo la denominación genérica de leyes, no se comprenden éstas sino también
los reglamentos, Reales Decretos, Instrucciones, Circulares y Reales Órdenes dictadas de con-
formidad con las mismas por el Gobierno en uso de su potestad. El defecto de falta de publi-
cidad [...] no podra producir la consecuencia de anular el reglamento, pero siempre debe esti-
marse bastante para quitarle eficacia y vigencia, al ser aplicado en materia penal, aunque sea
en orden administrativo.
Las citas anteriores son, desde luego, tardías; pero conste que el principio de la
legalidad en materia sancionadora originariamente no se entendía como reserva
legal, según se expone en el capítulo V de este libro. B A Ñ O (1991, 81 ss.) ha espi-
gado, en efecto, una serie de testimonios doctrinales de mediados del siglo xix que
acreditan que la reserva de ley era ya en aquella época perfectamente conocida,
pero sin llegar a alcanzar lo que hoy llamamos Derecho Administrativo
Sancionador. Así, P O S A D A H E R R E R A admite de forma expresa que el «poder admi-
nistrativo» emita órdenes y decretos que impongan penas pecuniarias; y O L I V Á N ,
en la misma fecha de 1843, excluye igualmente de la reserva legal «lo concerniente
a asuntos locales, y especialmente en materias de buen orden o policía [...] objeto
de reglamentos y bandos particulares o municipales, que pueden dictarse y publi-
carse por las autoridades respectivas». En palabras, en fin, de C O L M E I R O {Derecho
Administrativo español, I, 1850, 83), «algunas veces sucede que los reglamentos
contienen cláusula penal y acaso también que la autoridad administrativa se atri-
buye el derecho de castigar sus infracciones. Estas excepciones se fundan o en una
delegación expresa de la ley o en la necesidad de armar al poder ejecutivo con
facultades coercitivas dentro de los estrechos límites de la policía correccional; y
por esto mismo, si en uso de semejantes atribuciones se impusiese en tal o en cual
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 75
reglamento un castigo mayor que el que señala el Código Penal al mismo delito o
falta, el juez debe aplicar el más leve establecido por la ley y no el más grave
impuesto en el reglamento».
2. PROCEDIMIENTO
La Reina ha tenido a bien mandar que los comisarios, celadores y agentes de protección
• y seguridad pública se abstengan de imponer por sí multa alguna, debiendo limitarse a dar
parte a quien corresponda de las omisiones que noten [...] y respecto a la policía rural y urba-
na que está a cargo de los alcaldes con arreglo al artículo 74 de la ley de 8 de enero de este
año, se concreten a auxiliar a estas autoridades conforme a lo prevenido en la RO de 30 de
enero de 1844.
Las consecuencias de esta diferencia saltan a la vista porque el juicio verbal está
rigurosamente regulado en las leyes de enjuiciamiento criminal mientras que el pro-
cedimiento gubernativo carece de regulación propia, salvo escasas y fragmentarias
excepciones, desarrollándose conforme a la práctica y, a todo lo más, sobre la base de
algunos principios elaborados lentamente por la jurisprudencia.
3. P A G O DE LA MULTA
4. IMPUGNACIÓN
Por lo que se refiere a los supuestos en que proceda la vía contenciosa, hay que
tener en cuenta que debe ir precedida de la consignación del importe de la multa,
como así preceptúa el artículo 9 de la Ley de 25 de junio de 1870.
V. RESPONSABILIDAD PERSONAL
El amplio arbitrio concedido a los Alcaldes para ejercer sus facultades sanciona-
tonas se vio compensado a lo largo del siglo xix por el mecanismo de su responsabi-
lidad personal, que constituía un freno poderosísimo al abuso y a la arbitrariedad. Y
conste que esta posibilidad legal era habitualmente practicada, puesto que en aquella
época no era anómala, antes al contrario, la exigencia de responsabilidades persona-
LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX 79
les, de tal manera que quienes se excedian sabían perfectamente a lo que se exponí-
an, como demuestra una jurisprudencia abrumadora.
La dificultad estaba, con todo, en la desgraciada circunstancia de la dualidad de
controles —gubernativos y judiciales— que producía también aquí una fuerte insegu-
ridad jurídica. El Real Decreto de 27 de marzo de 1850 había establecido, en efecto,
que las irregularidades cometidas por los empleados públicos en el ejercicio de atribu-
ciones administrativas serían corregidas directamente por su superior jerárquico y en
otro caso, tratándose de delitos o faltas, por el Juez. De esta manera se abría un reper-
torio muy variado de posibilidades, cuyo ejercicio estaba, por otra parte, conectado con
el mecanismo de las autorizaciones previas, al que resulta imprescindible, en conse-
cuencia, aludir.
La exigencia de responsabilidad por parte del superior jerárquico no ofrecía a
este propósito dificultad alguna. Pero, en cambio, cuando un Juez pretendía hacer-
lo se cuestionaba la separación de poderes puesto que en el fondo se trataba —o
podía tratarse— de una intromisión del Judicial en el Ejecutivo. El mecanismo de
la autorización previa (independientemente de las disfunciones denunciadas ya por
los contemporáneos, como veremos inmediatamente) suele ser criticado hoy por
quienes ven en ella un privilegio de inmunidad para autoridades y funcionarios y,
por ende, un abuso administrativo inexcusable. Algo de cierto hay en esto, desde
luego, pero el sistema tiene una explicación constitucional y política muy lógica,
que no es lícito desconocer y que puede describirse así: cuando la responsabilidad
es rigurosamente personal, no hay ningún riesgo para la Administración y se con-
cede sin dificultades la autorización para procesar. También puede suceder, no obs-
tante, que la responsabilidad del funcionario no sea rigurosamente personal sino
que involucre a la Administración si es que, por ejemplo, se ha limitado a cumplir
órdenes superiores. En tal caso, resulta explicable que la Administración se reserve
la facultad de autorizar, o no, el procesamiento, puesto que la intervención judicial
recaería de hecho, no ya sobre las personas individuales, sino sobre la Institución,
sobre el Poder Ejecutivo.
Nadie mejor que C O L M E I R O {Derecho Administrativo español, I, 1 8 5 0 , 6 9 - 7 0 ) ha
entendido la situación y expresado en unos comentarios clásicos:
En primer término, porque «nadie sino la administración puede apreciar exacta-
mente el acto de un funcionario público, porque la administración sabe si aquél obe-
deció una orden superior u obraba por su propio impulso, y sólo ella conoce los debe-
res de cada servicio, sus necesidades y sus reglas; y así sólo el gobierno debe exami-
nar la conducta de sus agentes antes de someterlo al fallo de los tribunales, porque
como se supone que el funcionario de la administración no procede del poder ejecu-
tivo, o el ministro aprueba el hecho de su mandatario y cubre con su responsabilidad
la responsabilidad de su subalterno, degenerando la cuestión administrativa en polí-
tica; o la desaprueba, fundado en que el agente obró sin orden o excedió los limites
de sus funciones y entonces abandona a su agente y le entrega a los tribunales para
que le juzguen y castiguen».
Y, en segando lugar, porque la autorización previa es «una garantía eficaz y una
justa protección que el gobierno dispensa a los funcionarios para que no sean moles-
tados ni perseguidos por personas que se obstinan en ver un agravio en tal acto rigu-
roso del funcionario que no es sino el exacto cumplimiento de un deber. Quitada esta
garantía, todos los agentes administrativos quedarían expuestos a las reclamaciones
más insensatas, a los procedimientos más severos y a la susceptibilidad de los tribu-
nales: el temor a ser procesados, encarcelados y sentenciados, sin poder el gobierno
impedirlo, haría que fuesen flojos y tímidos en el desempeño de sus deberes y la
administración se resentiría de la lentitud y languidez de sus miembros».
80 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Por lo demás, la cita de denegaciones por esta causa podría hacerse interminable
a lo largo del siglo (OLARIETA, 1990, ha contado 1.797 entre 1850 y 1870):
— La omisión de un Alcalde en castigar una falta no debe considerarse como delito sino
como falta, cuya corrección corresponde en la vía gubernativa al superior jerárquico [Decisión
de autorización de 14 de julio de 1860].
— La falta de cumplimiento de una disposición administrativa no hace aplicable ningún
artículo del Código y procede sólo una corrección administrativa [Decisión de autorización de
15 de julio de 1861]. [Mientras que la de 21 de febrero de 1861 deniega la autorización] por-
que el Alcalde no ha cometido delito alguno penado por el Código y ya había sido castigado
por el Gobernador según correspondía.
— Corresponde a la Administración examinar si las multas impuestas por el alcalde lo
fueron con arreglo a las facultades que a dicha autoridad atribuye la ley municipal [RDC 19
de octubre de 1890].
— Corresponde a la Administración examinar si el alcalde tenía o no facultades para
imponer y exigir gubernativamente las multas, como asimismo si se excedió o no en su cuan-
tía [RDC 18 de abril de 1893].
— Compete a la Administración el conocimiento de los abusos cometidos por un alcal-
de al exigir en metálico determinadas multas y al no justificar la inversión de su importe [RDC
14 de octubre de 1898],
— Corresponde al gobernador de la provincia como superior jerárquico en materia admi-
nistrativa la corrección de la resistencia de un alcalde a expedir certificado del expediente en
que impuso una multa [RPC 7 de abril de 1900],
— Corresponde a las autoridades administrativas si un alcalde se excedió en sus atribu-
ciones al imponer una multa para castigar determinada falta prevista en las Ordenanzas del
pueblo [RDC 7 de septiembre de 1909],
advierte que «para decidir si un alcalde obró como dependiente del orden gubernati-
vo o del judicial no se debe atender a la intención y ánimo del mismo sino a la índo-
le o naturaleza de las funciones que haya ejercido».
Sea como fuere, algunos autores (como P A R A D A en su agudo y temprano traba-
jo sobre «Obstáculos a la responsabilidad penal de los funcionarios públicos», RAP,
n.° 31, 1960, 95-149) han detectado en esta figura de la exigencia de autorización
previa una barrera protectora de los empleados públicos; lo que no era cierto en sen-
tido estricto puesto que, como acaba de verse, la represión la ejercía el superior
jerárquico. Lo que sucede es que en la imagen social —que además solía coincidir
con la realidad— se daba por supuesto que la única corrección justa había de pro-
ceder de los jueces. Tendencia que a fines de siglo logró penetrar en la
Jurisprudencia de conflictos, de tal manera que, marginada la técnica autorizatoria,
cuando las autoridades judiciales y gubernativas pugnaban por la competencia
represora sobre un funcionario, empezaron a preponderar las resoluciones en favor
de aquéllas, aunque fuera al precio de romper los esquemas consolidados a lo largo
de la segunda mitad del siglo xix, y de quebrar la doctrina anterior de las decisio-
nes de autorización.
Así se ve ya en el Real Decreto de Competencias de 25 de marzo de 1893, con-
forme al cual corresponde a la autoridad judicial el conocimiento de la causa suscita-
da contra un alcalde por haber cobrado en concepto de multas determinadas cantida-
des, aplicándolas a sus propios.
Y el Real Decreto de Competencias de 27 de junio de 1901 resuelve la compe-
tencia en favor de los Tribunales para conocer de una causa seguida contra un Alcalde
por haber percibido multas en metálico. Decisión que, por contradecir otras anterio-
res, merece ser transcrita literalmente en lo sustancial:
AL hacer recaudaciones de las multas en metálico, ni las providencias que las imponen
aparecen ejecutadas ni los interesados tienen la garantía que la ley les otorga para justificar en
todo tiempo la exacción de la cantidad que por tal concepto se les reclama, por cuya razón este
hecho puede ser constitutivo de un delito de defraudación a un particular, el cual está atribui-
do al conocimiento de los Tribunales del fuero común.
EL castigo de tales hechos no está reservado por ley alguna a los funcionarios de la
Administración, porque si bien es cierto que la Ley del Timbre establece correcciones guber-
nativas por las infracciones que de la misma se cometan, tales correcciones, por lo que al pre-
sente caso se refieren, estarán limitadas a las que fueran procedentes, por no aparecer cumpli-
da la providencia que impuso la multa; pero no pueden hacerse extensivas esas concesiones a
la defraudación cometida con el interesado a quien la multa le fue impuesta.
2. FUNCIONAMIENTO REAL
un delito, no pueden, desde luego, ser llamados a responder ante los tribunales de jus-
ticia». Unas palabras y una situación que pretenden ser una advertencia para la debi-
da inteligencia de todo lo que ha de venir. El cuerpo de este libro contiene un análi-
sis cerradamente jurídico, y aun parcialmente dogmático, del Derecho Administrativo
Sancionador actual; pero para llegar al fondo de las cuestiones es imprescindible con-
templarlas desde la inquietud y con la curiosidad propias de una perspectiva realista,
que quiere decir viva.
CAPÍTULO III
SUMARIO: I. La potestad punitiva única del Estado y sus dos manifestaciones. 1. La potestad sancio-
nadora de la Administración: existencia, justificación y limites. 2. Las potestades represivas de la
Administración, de los Tribunales y del Estado. 3. Una explicación alternativa desde una perspectiva inde-
bidamente abandonada.— II. La potestad punitiva de la Comunidad Europea y su incidencia sobre los
Estados nacionales. 1. La potestad sancionadora comunitaria: variedades y áientes normativas. 2. Derecho
comunitario penal y Derecho comunitario sancionador. 3. Hacia un Derecho Administrativo Sancionador
de la Unión Europea. 4. El segundo círculo del ejercicio de la potestad. 5, Limites comunitarios al ejerci-
cio de la potestad sancionadora nacional.—III. Fraccionamiento de la potestad estatal. 1. Comunidades
Autónomas. 2. Entes locales. 3. Entes institucionales y corporativos. 4. Órganos no administrativos. S. El
articulo 127.1 de la LAP.—IV. El ejercicio de la potestad. 1. Facultades básicas. 2. Ejercicio faculta-
tivo. 3. Condiciones formales de ejercicio. V Control judicial y titularidad de la potestad sanciona-
dora. 1. Jurisdicciones intervinientes. 2. Legitimación. 3. Búsqueda judicial de una cobertura legal
adecuada. 4. Anulación sin absolución. S. Alteración de la sanción. 6. El control judicial y la titulari-
dad de la potestad sancionadora.
ventajas que no autorizan, sin embargo, a desconocer sus aspectos negativos: desde el
punto de vista teórico la tesis es muy frágil (a cuyo efecto basta pensar en la existen-
cia de potestades sancionadoras residenciadas en estructuras supraestatales y en otras
no territoriales e incluso no administrativas); mientras que desde el punto de vista ope-
rativo se viene utilizando de forma incongruente en cuanto que se subordina el ejerci-
cio de la potestad administrativa a las autoridades judiciales) y se le nutre jurídica-
mente de los principios del Derecho Penal y no de los del Derecho público estatal como
sería lo lógico si se fuera coherente con el presupuesto de partida.
Parece necesario, por tanto, introducir en la postura dominante no pocas correc-
ciones: unas de carácter sistemático-operativo (como la vinculación directa del
Derecho Administrativo Sancionador al Derecho público estatal) y otras de carácter
conceptual, centradas en la recuperación de la fibra administrativa del Derecho
Administrativo Sancionador que, como su mismo nombre indica, es en primer tér-
mino Derecho Administrativo, enfatizando particularmente el hecho de que la
potestad sancionadora es un anejo de la potestad o competencia material que actúa
de matriz. Lo cual significa que no es necesario remontarse siquiera al Derecho
público estatal ni existe una subordinación por naturaleza al Derecho Penal sino que
ésta es meramente coyuntural y técnica: el Derecho Administrativo Sancionador
toma en préstamo los instrumentos que le proporciona el Derecho Penal sencilla-
mente porque le son útiles por causa de su maduración más avanzada y de su supe-
rioridad teórica.
1. LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N :
EXISTENCIA, JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES
Los términos de esta sentencia no son, sin embargo, demasiado felices puesto que
la Administración ni resigna ni conserva potestad alguna, al ser esto competencia de
la Ley y aun de la Constitución; pero la cita es significativa. Mucho más afinada
resulta, con todo, a este respecto la sentencia anterior del Tribunal Constitucional
77/1983, de 3 de octubre:
No cabe duda que en un sistema en que rigiera de manera estricta y sin fisuras la división
de los poderes del Estado, la potestad sancionadora debería constituir un monopolio judicial y
88 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Comentando esta sentencia, GARBERI (1989, 55) considera que las dos razones que
el Tribunal Constitucional ha añadido a la de siempre «no parecen de recibo porque la
primera [eficacia del aparato represivo estatal] resultaría técnicamente inadecuada, y la
segundadla mayor inmediación...] nos parece incomprensible [...]. [En definitiva] dada la
exclusividad jurisdiccional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en su sentido positivo,
sólo a la Jurisdicción corresponde la sanción de las conductas antijurídicas; y el que ésta
sea ineficaz es consecuencia de las míseras partidas presupuestarias recibidas por la
Administración de Justicia en medio siglo [.„] y de una obsoleta legislación procesal».
La cita anterior debe ser considerada como un simple botón de muestra de la
copiosa bibliografía que entre nosotros ha surgido en torno a la existencia, justifica-
ción, ventajas, desventajas y causas del moderno auge de la potestad sancionadora de
la Administración. A todo ello me remito en bloque, puesto que, desde la perspectiva
de este libro, no vale la pena reiterar de nuevo lo que ya se ha escrito mil veces ni rea-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 89
brir polémicas ideológicas ni, mucho menos, faltar el respeto a la nostalgia que pro-
duce un pasado que se supone mucho mejor.
El problema actual no es el de la existencia de la potestad administrativa sancio-
nadora, y ni siquiera el de su justificación, sino mucho más sencillamente el de su
juridificación. No se trata ya (en otras palabras) de devolver a los Jueces potestades
indebidamente detentadas por la Administración sino conseguir que ésta ofrezca en
su ejercicio las mismas garantías que los Jueces y procesos penales. Y así, la «despe-
nalización» de las materias se corresponde con una «jurisdiccionalización» de los
procedimientos y garantías. O dicho de otra manera (igualmente común en la doctri-
na y en la jurisprudencia): admitida e indiscutida la existencia de la potestad sancio-
nadora de la Administración, lo verdaderamente importante es fijar con precisión los
límites de su ejercicio. En los términos de la STC 77/1983, de 3 de octubre, el artícu-
lo 25.1 de la Constitución no se ha limitado a reconocer simplemente tal potestad, sino
que se ha preocupado de establecer sus límites, que son:
2. L A S POTESTADES REPRESIVAS DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N ,
DE LOS TRIBUNALES Y DEL E S T A D O
Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención
minima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para justificar aquellos com-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 91
los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho
administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo
del Estado, tal y como refleja la propia Constitución (artículo 25, principio de legalidad) y una
muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo (SS de 29 de septiembre, 4 y 10 de
noviembre de 1980, entre las más recientes), hasta el punto de que un mismo bien jurídico
puede ser protegido por técnicas administrativas o pendes.
jurídico protegido coincide con el mismo interés público que persigue toda la actuación
de la Administración en la materia [...]. De aquí se deduce la necesidad de contemplar la
potestad sancionatoria, no aisladamente sino en el marco de la concreta actuación admi-
nistrativa en que se desenvuelve afectada por los principios de ésta, como una potestad
que tiene la misma finalidad y los mismos limites que toda la acción en la materia y que
impregna los principios penales que han de presidirla, como poder represivo que es, con
los caracteres del sector de intervención pública en el que se integra».
Estas observaciones denuncian inequívocamente la presencia de un elemento
caracterizador genuino de la potestad administrativa sancionadora que le distingue
sustancialmente de la correlativa potestad penal, ya que en aquélla —a diferencia de
lo que sucede en ésta— se trata de un anejo o complemento de las facultades mate-
riales de gestión, a cuyo servicio están para reforzar su cumplimiento eficaz con
medidas represoras en caso de desobediencia.
Independientemente de lo anterior, el hecho es que las relaciones entre las potes-
tades punitivas de la Administración y de los Jueces casi nunca han sido pacíficas. El
Poder del Estado ha mostrado siempre su predilección por el aparato sancionador de
la Administración (en razón de su pretendida eficacia), mientras que el Estado de
Derecho se ha inclinado por la acción de los Tribunales (en razón de las mayores
garantías que ofrece a los ciudadanos). Vistas así las cosas, es claro que las tensiones
han de ser inevitables y en el siglo xix en algunos paises, como Francia, se planteó la
cuestión de forma alternativa, de tal manera que, considerando ambas potestades
incompatibles, se optó por la solución judicial con exclusión de la administrativa.
El caso español íue distinto como se ha expuesto ya en el capítulo segundo y recor-
dado hace un momento. Entre nosotros convivieron ambas potestades en términos de
ecuación de suma constante, es decir, que cuando aumentaba la competencia de la potes-
tad administrativa, había de reducirse la judicial en proporción equivalente, y viceversa.
Los detractores de la potestad administrativa sancionadora le reprochan su par-
cialidad, lo rudimentario de su régimen jurídico y la ausencia de garantías jurídicas.
Lo primero es indiscutible; lo segundo es cierto, aunque sin llegar a la caricaturesca
imputación de «prebeccarianismo» y, en cuanto a lo tercero, el procedimiento admi-
nistrativo sancionador ofrece unas garantías formales más que suficientes y, además,
la posibilidad de una instancia revisora judicial. La polémica sobre las ventajas y des-
ventajas de los dos sistemas es un puro maniqueísmo ideológico y únicamente puede
abordarse con seriedad desde una perspectiva histórica coyuntural concreta. En la
actualidad la cuestión no se plantea como una alternativa sino como acciones parale-
las con un decidido predominio de la administrativa, aunque no tanto por razones de
confianza política como de eficacia y rapidez. El Estado no dispone de jueces sufi-
cientes, pero sí de bastantes funcionarios administrativos.
Sea como fuere, la convivencia es hoy más pacífica que nunca. Si los Jueces se
han visto obligados a desalojar en beneficio de la Administración parcelas que hasta
ahora venían ocupando, el Derecho Penal se ha visto compensado con un aumento
espectacular de su influencia sobre el Derecho Administrativo Sancionador. La solu-
ción integradora que hoy priva —o sea, la integración de ambas potestades en la puni-
tiva del Estado y de ambos Derechos en uno público punitivo estatal— apunta hacia
una superación definitiva de contradicciones centenarias; aunque bien es verdad que
esta fórmula apenas si es, de momento, algo más que un puro formalismo, dado que
no se realiza en pie de igualdad sino —como ha declarado el Tribunal Constitucional
según tendremos ocasión de comprobar con detalle en otro momento— mediante la
«subordinación» de las decisiones administrativas a las Autoridades penales.
Jerarquía que, si se interpretase en sentido estricto, pondría en peligro el equilibrio del
sistema y haría dudosa su viabilidad.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 93
a) Porque, si con ella se está diciendo que los actos administradores sancionato-
rios están sujetos al control de los Tribunales contencioso-administrativos, es una
obviedad simplista, dado que éste es el régimen general de todos los actos (y disposi-
ciones) administrativos, que a nadie se le ha ocurrido nunca excepcionar para el ámbi-
to sancionador. Cuando la Jurisprudencia insiste en este punto, está, de hecho, destro-
zando un «estúpido maniqueo» (en sentido orteguiano) que ella misma se ha creado.
b) La cuestión no está, pues, en las relaciones entre Administración sancionado-
ra y Tribunales contencioso-administrativos (cuya articulación «subordinada» es evi-
dente) sino en las relaciones entre aquélla y los Tribunales penales. Una precisión que
no siempre se hace y de cuya ausencia tanta confusión se produce. Porque, si bien es
cierto que tanto unos como otros son «Autoridad judicial», es claro que sus naturalezas
son completamente diferentes. Entonces, ¿a cuál de estos órdenes se estaba refiriendo
el Tribunal Constitucional al imponer la «subordinación a la Autoridad judicial»? ¿Qué
es lo que puede justificar la intromisión del Juez en una actividad administrativa típica?
No se puede descartar, desde luego, una referencia exclusiva a los Tribunales con-
tencioso-administrativos (como entiende la sentencia que acaba de ser transcrita); pero
ya he dicho que eso sería una simpleza obvia. Ahora bien, la inclusión de su subordi-
nación a los Tribunales penales —si se admite tal extensión— ha de tener un alcance
completamente diferente, dado que la eventual subordinación no operaría ya en el
ámbito del control a posteriori sino, de manera mucho más tenue, en el del non bis in
idem. Dicho con otras palabras: la potestad administrativa sancionadora no está en
modo alguno subordinada materialmente a la potestad punitiva penal aunque, desde
una perspectiva procesal —y no siempre, como veremos en su momento—, su ejerci-
cio aparezca condicionado por el ejercicio previo de la potestad punitiva jurisdiccional.
Al hacer estas afirmaciones no desconozco, desde luego, que en nuestro Derecho
positivo, al menos en algunos aspectos, tal subordinación es una realidad que, por
otra parte, no resulta fácil explicar. Porque en el sistema español, asentado sobre una
separación rigurosa de poderes de corte francés, los Tribunales ordinarios (penales)
en modo alguno deberían incidir sobre la esfera administrativa, cuyo control está
reservado a los Tribunales contencioso-administrativos, de acuerdo con un compro-
miso sellado el siglo xix y que parecía intangible. Vistas así las cosas, la subordina-
ción de la actividad administrativa sancionadora a una Jurisdicción distinta de la con-
tencioso-administrativa implica una ruptura de tal compromiso, que ha de provocar,
además, un enfrentamiento entre el Juez contencioso, que es el señor natural de la
94 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
coexisten dos órdenes de reglas o medidas en manos de la Administración con potestad inter-
ventora en el sector, siquiera a veces no aparezcan en las normas suficientemente deslindadas,
cuales son: a) las sanciones propiamente tales, de signo pecuniario (multas) o de otro conte-
nido restrictivo de derechos o intereses de los administrados, dirigidas a reprochar los ilícitos
administrativos que aquellas normas tipifican con la adecuada cobertura legal, y b) las medi-
das de policía, que no sanciones, encaminadas a la vigilancia sobre las necesarias y previas
autorizaciones administrativas.
En otro lugar de este libro se explicarán con más detalle las consecuencias jurídi-
cas de una eventual atribución implícita de potestad, cuya aceptación no debe produ-
cir, por lo demás, alarma alguna si se distingue debidamente entre tipificación de
infracciones y tipificación de sanciones, puesto que sin un desarrollo expreso de esta
última no cabe imponer sanciones concretas. En otro orden de consideraciones, tam-
bién ha de comprobarse en el epígrafe siguiente cómo en el Derecho Comunitario
Europeo se acepta sin ninguna dificultad la atribución implícita de la potestad san-
cionadora, que se deduce de una interpretación generosa de los artículos 5 y 172 del
Tratado de la Unión Europea.
De acuerdo con las concepciones dominantes he venido hablando hasta ahora del
poder punitivo único del Estado, que —dejando a un lado la rama represiva judicial
penal— es la matriz de una serie de potestades administrativas sancionadoras subje-
tivamente individualizadas (de la Administración del Estado, de las Comunidades
Autónomas, de los Entes locales, corporativos e institucionales) que serán examina-
das en el epígrafe siguiente. Todas ellas constituyen efectivamente el objetivo de lo
que con absoluta propiedad se denomina Derecho Administrativo Sancionador; pero
conste que no agotan, ni mucho menos, las actividades sancionadoras jurídicamente
relevantes, dado que, junto a ellas, existen, por citar sólo las más importantes, las san-
ciones en Derecho Canónico, en Derecho Internacional y, sobre todo, por lo que ahora
interesa, en Derecho Comunitario europeo. En definitiva, potestades sancionadoras
que corresponden a entes no estatales y que, por consecuencia, superan por los cua-
tro costados ese ius puniendi del Estado que la dogmática convencional califica con
ingenuo estatocentrismo de único. Ni que decir tiene, sin embargo, que aquí no voy a
ocuparme de ellas, puesto que su tratamiento desbordaría el objeto de un libro que
deliberadamente viene acotado por la palabra «Administrativo» de su título. Ahora
bien, prescindiendo de estas premisas metodológicas, conviene dedicar unas páginas
a la potestad punitiva de la Comunidad Europea, no sólo por la integración de España
en ella sino por la incidencia que ejerce sobre la que corresponde a los Estados nacio-
nales, tal como vamos a ver inmediatamente. Exposición que va a desarrollarse en tér-
minos deliberadamente sumarios porque las cuestiones y soluciones puntuales pro-
pias de este Derecho se irán exponiendo en los lugares del libro en las que se traten
de forma especial, dado que lo que verdaderamente nos importa no es el Derecho
comunitario europeo sancionador —que para eso están los libros generales, como el
de N I E T O M A R T Í N — sino sus conexiones teóricas y prácticas con el Derecho español.
tivo, aun siendo inequívoco, resulta bastante confuso en razón del fraccionamiento de
los textos. Prescindiendo de la abortada Comunidad Europea para la Defensa —cuyo
Tratado de 1952 y Protocolos adicionales prestaban lógicamente una apreciable aten-
ción a las materias sancionadoras y disciplinarias—, el artículo 229 (antes 172) del
Tratado de la Unión Europea (versión consolidada), modificando parcialmente la
redacción original del Tratado de la CEE, determina actualmente que:
Comunidad, sin que el presente Tratado haya previsto los poderes de acción necesarios
al respecto, el Consejo, por unanimidad, a propuesta de la Comisión y previa consulta
al Parlamento europeo, adoptará las disposiciones pertinentes». Si entre tales «dispo-
siciones pertinentes» caben las sancionadoras, como opina la mayoría de los autores,
tendríamos una cobertura normativa de enorme alcance que, además, reaparece des-
perdigada en otros muchos textos en relación con materias concretas: el 40.3 (política
agraria común), 49 y 51 (libre circulación de trabajadores), 75.1 y 79.3 (transportes) y
127 (Fondo Social). En definitiva, pues, aquí podría basarse la potestad sancionadora
de imposición de sanciones que, como se recordará, no aparece en el artículo 172.
Bien es verdad que posiblemente ninguna de estas declaraciones seria considera-
da suficiente para legitimar la potestad sancionadora de un Estado miembro, dado el
mayor nivel de exigencia de los Ordenamientos internos; pero la Comunidad Europea
es otro mundo constitucional y político difícilmente homologable con el de sus ele-
mentos componentes y que jamás podrá comprenderse desde la perspectiva tradicio-
nal del Derecho de los Estados. Los Estados miembros se basan constitucionalmente
en el principio democrático y, jurídicamente, en la supremacía de la ley y es el caso
que en la Comunidad Europea ni existe la Ley ni opera el principio democrático. En
estas condiciones nada tiene de particular, por tanto, que su potestad sancionadora
vaya por otros caminos. Una circunstancia cuya peligrosidad es evidente y que ya ha
sido denunciada ocasionalmente. Por decirlo con palabras de V E R U A E L E (1993), «ya
es hora de examinar la relación entre la democracia constitucional y las sanciones de
derecho público en el ordenamiento jurídico comunitario y de verificar si y de qué
modo el modelo constitucional democrático, que es la base ideológica del ius punien-
di del Estado, puede ser garantizado a nivel federal comunitario».
Valga de ejemplo esta cita para documentar el cerco doctrinal que se ha impuesto a
las instituciones comunitarias europeas con la finalidad de que se introduzcan mecanis-
mos garantí stas más rigurosos. Tanto la Comisión como el Tribunal se resisten en gene-
ral a estas presiones y —a mi juicio con acierto— prefieren insistir en una línea flexi-
ble en la que se prima la confianza sobre la estricta legalidad. Por ello, en los supuestos
de preceptos confusos o de cambios normativos bruscos, la Comisión se limita a veces
a dirigir una recomendación a la empresa indicándole la ilicitud de sus prácticas o impo-
ne sanciones simbólicas; mientras que el Tribunal, por su parte, admite con absoluta
naturalidad el empleo en las normas de conceptos jurídicos indeterminados.
Si la peculiar estructura del Derecho comunitario hace allí ociosa la cuestión de
la reserva legal, magnifica como contrapartida la importancia práctica de la depen-
dencia jerárquica de las actuaciones sancionadoras de la Comisión respecto de las
del Consejo. El TJCE ha ido elaborando a este respecto una doctrina atormentada y
polémica que, en lo más importante, reconoce que el Consejo puede delegar el ejer-
cicio de sus facultades sancionadoras en la Comisión. Esto es lo indiscutible, pero
aún no se ha consolidado la determinación del alcance de esta delegación, es decir,
la de si cabe una delegación genérica en blanco o si, por el contrario, el Consejo
debe determinar los elementos esenciales del tipo infractor y de la sanción.
Como puede imaginarse, son numerosos los tipos de infracciones que cada día
van apareciendo en la normativa comunitaria. N I E T O M A R T Í N ( 2 0 0 1 , pp. 2 5 9 - 2 6 1 )
las ha agrupado en dos «modelos». El primero y más tradicional está caracteriza-
do por los siguientes rasgos comunes: na) la existencia de sanciones o la compe-
tencia para crearlas se establece de modo expreso en los tratados; b) son impues-
tas por órganos comunitarios con posibilidad de recurso ante el Tribunal; c) las
sanciones son en su mayoría multas; y d) los sujetos activos son en la mayoría de
los casos empresas». El segundo modelo, de implantación posterior y paralela,
tiene por finalidad la tutela de la Hacienda Pública comunitaria y las sanciones son
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 101
La Comunidad actuará dentro de los límites de las competencias que le atribuye el pre-
sente Tratado y de los objetivos que éste le asigna.
En los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Comunidad intervendrá, con-
forme al principio de subsidiariedad, sólo en la medida en que los objetivos de la acción pre-
tendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por con-
siguiente, puedan lograrse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contem-
plada, a nivel comunitario.
Ninguna acción de la Comunidad excederá de lo necesario para alcanzar los objetivos del
presente Tratado.
La inexistencia de un Derecho penal comunitario hace superflua en este ámbito la
vieja pesadilla dogmática de la distinción entre delitos e infracciones, entre penas y
sanciones y, en fin, entre Derecho Penal y Derecho Administrativo Sancionador. La
jurisprudencia del Tribunal Superior de Justicia (cfr. Dorca Marina: 28 de diciembre
de 1982) parece inclinarse, en cualquier caso, por la naturaleza administrativa de las
sanciones comunitarias. Y no podía ser de otra manera teniendo en cuenta que el
mismo Tribunal ha declarado ya innumerables veces (como puede comprobarse en el
trabajo de M E S T R E que acaba de ser citado) que la represión penal corresponde, sin
duda alguna, a los Estados miembros y que, más todavía, las normas de Derecho
Comunitario ni siquiera pueden determinar por sí mismas, o agravar, la responsabili-
dad de quienes infringen sus disposiciones y ni tan siquiera ser invocadas en cuanto
tales en contra de una persona ante un órgano o jurisdicción nacionales.
El Reglamento 2.998/1995 ha establecido una triple clasificación distinguiendo
entre la materia penal del art. 6 (cuya represión exige las mayores garantías), sancio-
nes reparadoras (art. 4) y las sanciones administrativas propiamente dichas del art. 5,
entre las que se encuentran las multas, las cauciones, las majorations, las sanciones
interdictivas y la privación total o parcial de una ventaja comunitaria.
Las dificultades teóricas y prácticas no llegan, sin embargo, a desaparecer del
todo, puesto que aún queda un punto capital por aclarar, a saber: si las Instituciones
comunitarias pueden calificar libremente una medida como pena o como sanción
administrativa. La trascendencia de esta cuestión salta a la vista: porque, de poder
hacerlo así, podría consecuentemente la Unión Europea invadir el ámbito del Derecho
Penal sin otro trabajo que bautizar los delitos y las penas con el nombre de infraccio-
nes y sanciones administrativas. Lo que algunos autores han empezado a denunciar
ya. Sin olvidar tampoco que no faltan intentos —por muy tímidos y parciales que
sean— de reconocer competencias penales a la Comunidad. Así se apunta, por ejem-
plo, en las conclusiones del Abogado General Jacobs en el asunto 240/90 cuando indi-
có que, si bien es verdad que ni la Comisión ni el Tribunal de Justicia tienen funcio-
nes propias de un tribunal penal, ello no obstaba «al ejercicio de, por ejemplo, pode-
res de armonización de los Derechos Penales de los Estados miembros, si ello fuera
necesario para alcanzar alguno de los objetivos del Tratado».
3. H A C I A U N D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R D E L A U N I Ó N E U R O P E A
suradas, como acaba de verse) acudiendo a los principios del Derecho Penal, por la
sencilla razón de que no existe un Derecho Comunitario Penal. En estas condiciones,
no ha habido más remedio que utilizar —en un delicado proceso de síntesis— los
principios generales comunes de los Estados miembros. Así está operando el Tribunal
de Justicia, de la misma manera que, en un plano teórico, lo ha intentado sistemática-
mente Klaus T I E D E M A N N ya en 1985. Lo que el profesor de Friburgo denomina «Parte
General del Derecho Penal Supranacional» se corresponde, en nuestra terminología
española, al Derecho Administrativo Sancionador de la Comunidad Europea, y en ella
recoge las teorías de la interpretación y del tipo, las causas de exclusión de antijurici-
dad y culpabilidad, el principio de culpabilidad y las teorías de la intencionalidad y
del error. Tiene, en cambio, una orientación estrictamente penal el trabajo de S I E B E R
con el título Unificación europea y Derecho Penal Europeo, 1992.
La elaboración teórica de un Derecho Administrativo Sancionador —a falta de
una regulación normativa— sobre la base de principios generales no debe sorprender
a nadie y mucho menos a los españoles, que siempre hemos vivido en estas condi-
ciones, puesto que nuestro Derecho Administrativo Sancionador ha sido y sigue sien-
do, tal como desde el principio he puesto de relieve, un Derecho de formación preto-
riana. Para el Derecho europeo es también una necesidad derivada de la ausencia de
normas positivas (si se exceptúa el Reglamento n.° 2988/74, sobre prescripción) y la
cobertura jurídica es incluso expresa, puesto que, según el artículo 215 del Tratado
CEE, los principios generales comunes a los Estados miembros constituyen una de las
fuentes del Derecho Comunitario.
La identificación de estos principios generales comunes no es, desde luego, tarea
fácil, y corresponde al propio Tribunal. A tal propósito se acepta pacíficamente que no
se trata de abstraer la regulación vigente en la mayoría de los Estados miembros, ni
mucho menos aceptar un «mínimo común denominador» a los mismos (pues ello
supondría detenerse en el nivel más bajo), sino que hay que fijar la atención en lo que
parece «más adecuado a las finalidades del ordenamiento» (Abogado General sir
Gordon Slynn en la causa 115/79: A.M. y S. c/ Comisión: Recurso 1892, pp. 1648 ss.)
o el «principio más desarrollado» (Abogado General Roemer en causa Wilhelm c.
Bundeskastellamt: Recurso 1969, p. 26) o el «elemento de progreso jurídico», aunque
sea extrapolando las concepciones imperantes en algunos Estados miembros (Abogado
General Reischl en el asunto Hoflman-La Roche: Recurso 1979, pp. 585-596).
Con esta elaboración analítica («química») del Derecho Administrativo
Sancionador de la Comunidad Europea se está produciendo una curiosa transmisión del
pensamiento jurídico a través de los flexibles vasos comunicantes de la Jurisprudencia.
Tal como acaba de decirse, los principios más generalizados en alguno de los Estados
miembros pasan a la Comunidad Europea por el canal de su Tribunal de Justicia, y
desde allí se produce un efecto de retroalimentación, puesto que vuelven a los
Ordenamientos jurídicos de los demás Estados ya con el marchamo del Derecho
Comunitario, progresando con ello la homogeneización de todos los Derechos.
Para ilustrar este fenómeno puede utilizarse el ejemplo de la culpabilidad, que
sólo se reconoce en algunos países comunitarios (Alemania, Italia, España), pero no
en el Reino Unido y Francia, donde sólo se aceptaban las strict liability offences y los
délits purement matériels. En trance de escoger entre una y . otra posibilidad, el
Tribunal de Justicia hizo suya la doctrina de la culpabilidad a partir de las sentencias
de 16 de noviembre de 1983 (188/82: Thyssen contra AG) y 30 de noviembre de 1983
(270/82: Estel) y conforme a las pormenorizadas tesis presentadas por los Abogados
generales Verloren Van Thelmaat y Slym. Pues bien, inmediatamente despues el
Tribunal de Casación francés —aferrado hasta entonces a la doctrina tradicional
denegatoria del principio de culpabilidad—, en su sentencia de 5 de diciembre de
104 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para
asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los
actos de las instituciones de la Comunidad. Facilitarán a esta última el cumplimiento de su misión.
Los Estados miembros se abstendrán de adoptar todas aquellas medidas que puedan poner
en peligro la realización de los fines del presente Tratado.
Los ejemplos de control positivo del tipo de los indicados son, sin embargo, más
bien raros. Lo ordinario es que el Tribunal de Justicia intervenga para establecer limi-
taciones negativas por naturaleza al ejercicio de las potestades estatales, conforme a
una casuística que ha sistematizado así M I L L A S (1988, 200 ss.):
d) El cuarto límite entra en juego en el caso de doble infracción del Estado miem-
bro expresada, por un lado, en la falta de recepción de una directiva y, por otro, en el
exceso de sancionar a un particular por haber infringido una directiva no recibida.
e) El último límite se deriva, en fin, del necesario respeto al derecho de defen-
sa, es decir, del respeto a las garantías procesales que permiten a los Tribunales, como
mínimo, hacerse oír si han sido acusados.
Huelga comentar, sin embargo, la insatisfatoriedad de estas reglas en cuanto que
han ido naciendo al compás de una jurisprudencia sincopada y casuística que, ade-
más, incide sobre unos regímenes sancionadores nacionales profundamente heterogé-
neos. De aquí la conveniencia, y aún necesidad, de establecer un sistema normativo
global.
Basten de momento aquí estas breves referencias, dejando para otros lugares del
libro el examen de cuestiones particulares. Siempre he entendido que no es sistemá-
ticamente correcto estudiar separadamente el Derecho comunitario, por las mismas
razones que no procede crear una disciplina sobre Derecho legal o Derecho regla-
mentario o Derecho consuetudinario. La lógica más elemental exige concentrar en
cada materia sus elementos normativos reguladores cualquiera que sea su proceden-
cia y naturaleza. Por ello, una vez desarrollados en este lugar los aspectos generales
referentes a la potestad, los datos del Derecho comunitario que nos importan (en ver-
dad, no demasiado numerosos) irán apareciendo en el lugar sistemático que material-
mente les corresponda.
1. L A S COMUNIDADES AUTÓNOMAS
las atribuciones transferidas están relacionadas, genéricamente, con las materias de sanidad,
control sanitario de alimentos e incluso con la defensa del consumidor, sin que en ninguna
norma se haga expresa o concreta referencia a la potestad sancionadora en materia de defensa
del consumidor y de la producción agroalimentaria, que es lo que precisamente regula el RD
1.945/1983.
t
Y con tal frágil razonamiento termina el Tribunal declarando competente «para la
persecución de los fraudes agroalimentarios al Ministro de Agricultura, Pesca y
Alimentación, como titular de atribuciones establecidas para la defensa de los intere-
ses sociales de la total comunidad española en materia de alimentos».
Sin olvidar las inesperadas cuestiones que planteaba la casuística, que en ocasiones
superan las prevenciones más imaginativas de la doctrina, como puede comprobarse en
la STC 185/1991, de 3 de octubre que resolvió un caso, ciertamente no muy esencial,
pero que merece ser recordado. Tratábase de una cuestión de competencia planteada por
la Generalidad de Cataluña a propósito de unas actas de obstrucción levantadas por la
Inspección de Trabajo de Barcelona que provocaron un expediente sancionador trami-
tado por la Administración del Estado. Como es sabido, la Comunidad Autónoma tiene
competencia en materia laboral y el Estado en la de Seguridad Social; y los inspectores
de Trabajo pueden levantar actas sobre ambas: de aquí la duda, ya que un acto de obs-
trucción, por definición, no se refiere ni a una materia ni a otra, al suponer una simple
negativa a facilitar información legítimamente solicitada.
El Tribunal sentencia que la competencia está en función de los hechos descritos
en el acta. Doctrina general que, sin embargo, «en relación con las llamadas actas de
obstrucción no es posible aplicar», dado que
las actas de obstrucción no tienen como finalidad la incoación de un expediente por la posible
existencia de una infracción material de las leyes laborales, sino más bien la de garantizar la
propia efectividad de la labor inspectora a través de la apertura de un procedimiento sancio-
nador [.,.]! En consecuencia, los hechos constitutivos de obstrucción [...] no pueden ser aso-
ciados de forma inmediata a los diversos títulos competenciales concurrentes en la materia de
infracciones en el orden social [...]. Desde esta perspectiva, la obstrucción o resistencia a la
labor inspectora ha de considerarse como una infracción autónoma.
Por esta razón —concluye—, «la competencia de dicho acto de trámite ¡a osten-
taría la autoridad que haya de imponer la sanción».
Mientras que algunas leyes sectoriales hacen depender, a la inversa, la competen-
cia sancionadora de la competencia de inspección. Asi, en el artículo 109.3 de la Ley
25/1990, de 20 de diciembre, del medicamento, se dispone que «corresponde el ejer-
cicio de la potestad sancionadora a la Administración del Estado o a las Comunidades
Autónomas que ostenten la función inspectora».
Mayor interés tiene, como es lógico, la doctrina general establecida por el
Tribunal Constitucional —de la que ya se ha hablado antes en el n.° 3 del epígrafe
primero de este mismo capítulo y sobre la que se seguirá insistiendo inmediata-
mente— cuyo criterio es inicialmente muy sencillo: la competencia sancionadora
corresponde al titular de la «materia sustantiva», de la que aquélla viene a ser un
anejo (STC 85/1985, de 16 de julio). Regla que, como es lógico, vale tanto para las
Comunidades Autónomas como para el Estado, sin peijuicio de que éste tenga, ade-
más, otros títulos atributivos genéricos o específicos según las materias concretas.
Dentro de estos límites y condiciones, las normas autonómicas podrán desarrollar los
principios básicos del Ordenamiento sancionador estatal, llegando a modular tipos y sancio-
nes —en el marco ya señalado— porque esta posibilidad es inseparable de las exigencias de
prudencia o de oportunidad que pueden variar en los distintos ámbitos territoriales.
Y, por ello, la sentencia considera lícita una norma autonómica «si se limita a san-
cionar, aunque de distinto modo, una conducta también considerada ilícita en el
Ordenamiento general y si tal sanción se proyecta sobre un bien que no es distinto del
también afectado por el derecho sancionador estatal, sin llegar a efectar otros dere-
chos constitucionalmente reconocidos».
El sistema establecido por el Tribunal Constitucional —vulnerable en su lógica
argumental y muy poco convincente en sus resultados— puede resumirse en la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 113
Es posible que esta decisión concreta haya tranquilizado algo a la doctrina, justa-
mente alarmada por el hecho de que el Tribunal estuviera manejando en estos casos
el artículo 14 —o sea, la igualdad— y no el artículo 149.1.1.a, que es el que formal-
mente se invoca. Porque con este desplazamiento de lo competencial a la igualdad
—conforme ha puesto de relieve P E M Á N G A V I N (Igualdad de los ciudadanos y auto-
nomías territoriales, 1992, 203)— «podría llegar el Tribunal Constitucional a enjui-
ciar la razonabilidad de las divergencias [...], con independencia del título competen-
cial que apoyara tal normativa estatal», con la consecuencia última de que ello «podría
dar pie a la formulación de pretensiones de amparo ex artículo 14 en relación con las
divergencias resultantes de la legislación autonómica respecto de la estatal, lo que
114 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
ponde a la ley estatal tipificar las conductas infractoras cuando éstas se desarrollen en
el dominio público marítimo-terrestre o incidan directamente sobre él, sobre su inte-
gridad física o su uso general; b) a las Comunidades Autónomas corresponde la com-
petencia de prever sanciones administrativas en la zona de servidumbre e influencia
en caso de infracción de las normas de desarrollo y adicionales de protección de la
normativa estatal; c) las Comunidades Autónomas son en principio las encargadas de
perseguir y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre e influencia,
aunque puedan serlo también directamente por la Administración del Estado cuando
la conducta infractora atente a la integridad del demanio o el mantenimiento de las
servidumbres de tránsito y acceso que garantizan su libre uso.
Hasta ahora hemos visto las peculiaridades («modulaciones») que puede introdu-
cir la legislación autonómica en un régimen sancionador previamente establecido por
la legislación estatal. Pero también puede verse el mismo problema desde el lado con-
trario, o sea, cuando la legislación originaria es autonómica y luego viene el legislador
estatal a establecer un nuevo régimen. Esta perspectiva ha sido examinada por J. F.
M E S T R E ( 1 9 9 1 , 2 5 0 0 ) , quien ha observado muy agudamente cómo la legislación esta-
tal, so capa de su carácter supletorio, puede transformar sustancialmente el régimen
sancionador autonómico. Ello ha de suceder así, fundamentalmente, cuando la ley
autonómica no ha tipificado infracción alguna y sí lo hace luego la ley estatal. La falta
de tipificación implica obviamente que para el legislador autonómico la conducta no
es reprochable y resulta, por tanto, lícita; mientras que, por el contrario, el legislador
estatal la declara reprochable e ilícita. Y lo mismo sucede cuando estatalmente se inten-
sifica la gravedad de las infracciones y sanciones previamente tipificadas como tales
por la Comunidad Autónoma. En definitiva, «bastaría con que el Estado aprobase suce-
sivas normas sancionadoras de mayor amplitud que las autonómicas, para que en vir-
tud del principio de supletoriedad, tales conductas fueran reprobables jurídicamente,
aunque esa no fuese la voluntad autonómica». La hipótesis no es, por lo demás, de
laboratorio como el propio M E S T R E se encarga de demostrar con ejemplos muy reales
que le permiten concluir que «no es posible convenir en la aplicación supletoria de la
ley estatal (más que en los supuestos de inactividad autonómica) para completar la
ordenación autonómica, que incluirá, de ordinario, la faceta negativa de la operación
tipificadora, esto es, la decisión de no reputar infracción algunas conductas».
Lo normal es, sin embargo, que las leyes autonómicas anteriores hayan regulado
un sistema sancionador que luego no coincide exactamente con lo establecido en la
ley estatal posterior. ¿Qué hacer entonces con las discordancias? Por supuesto que
éstas son admisibles en principio, tal como se ha explicado antes cuando se habló del
caso más común, que es el de la ley estatal anterior. Pues bien, no parece que haya
razones para establecer una diferencia de régimen de estas dos variantes, es decir, que
de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional las infracciones y san-
ciones propias de las Comunidades Autónomas son lícitas y pueden añadirse a las
impuestas por la legislación básica del Estado siempre que resulten razonables y en
su resultado final no sean desproporciónales.
E) Cuestiones de procedimiento
Lo que luego se concreta en el epígrafe XIV, donde se advierte que los principios
materiales recogidos en el capítulo primero
se consideran básicos al derivar de la Constitución y garantizar a los administrados un trata-
miento común ante las Administraciones Públicas, mientras que el establecimiento de los pro-
cedimientos materiales concretos, es cuestión que afecta a cada Administración Pública en el
ejercicio de sus competencias.
2. ENTES LOCALES
La potestad sancionadora de los Entes locales es tan antigua como ellos mismos,
puesto que resulta inimaginable la existencia y funcionamiento de estas
Corporaciones sin contar con este medio de asegurar su eficacia. La Historia —minu-
ciosamente contada en este punto por EMBID (Ordenanzas y reglamentos municipales
en el Derecho español, 1978)—- atestigua, desde luego, que esto siempre ha sido así
desde los tiempos más remotos; para la época constitucional valgan aquí las referen-
cias expuestas en el capítulo segundo de este libro y para conocer la rica casuística del
siglo xix pueden servir de ejemplo las Ordenanzas municipales de la provincia de
Palencia no hace mucho publicadas por Rogelio PÉREZ-BUSTAMANTE. A nuestros efec-
tos, sin embargo, lo que importa no es constatar una realidad manifiesta, sino indagar
su fundamento jurídico y constitucional, es decir, buscar —tanto dentro de la legisla-
ción local como de la sectorial— la norma atributiva de tal potestad, así como el
alcance y condiciones de su ejercicio.
La legislación local vigente, lo mismo la básica estatal que la emanada por las
Comunidades Autónomas, ha sido, en general, muy atenta con las facultades sanciona-
doras de los Entes locales, y a ellas suelen referirse también con frecuencia las leyes sec-
toriales. La LPAC, en cambio, dejó este flanco insuficientemente cubierto y tuvo que
ser el REPEPOS, con la limitada fuerza de su rango normativo, quien se preocupó ini-
cialmente de establecer una regulación mínima, aunque sea singularmente ambiciosa.
El régimen aplicable no se encuentra, por lo demás, en un solo texto de fácil acce-
so, sino que hay que construirlo a la manera de un mosaico trayendo de aquí y de allá
las piezas dispersas que se encuentran diseminadas en las legislaciones locales, en las
sectoriales, en las específicamente sancionadoras y en las últimas reformas de la
LPAC y de la LBRL. Huelga decir, con todo, que lo que en este momento va a tratar-
se es únicamente lo que de específico tienen en esta materia los Entes locales aunque
con una excepción importante ya que las cuestiones de tipificación se explicarán por
razones sistemáticas —y muy pormenorizadamente— en el capítulo séptimo.
118 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
A) Atribución de la potestad
En este punto se ha mostrado, una vez más, muy previsora la Ley de Bases de
Régimen Local, ya que se ha procedido de forma expresa a realizar tal atribución en
su artículo 21.k), que se pronuncia a favor de los Alcaldes «salvo en los casos en que
tal facultad esté atribuida a otro órgano».
La circunstancia de que sea el Alcalde el único órgano municipal competente para
el ejercicio de la potestad sancionadora ha fomentado la práctica, muy generalizada
en las leyes sectoriales, de atribuir la potestad no ya al ente, sino directamente al órga-
no, es decir, al Alcalde, confundiéndose así el todo con una de sus partes. En cual-
quier caso, las formas de tal atribución son muy variadas, siendo de entre ellas las más
frecuentes las que a continuación se indican:
simple razón de la imposibilidad física del Alcalde para resolver diariamente miles de
expedientes, incluso aunque estuvieren estandarizados.
Esta preocupación está más que justificada; pero en la práctica podía aliviarse
sensiblemente acudiendo al mecanismo previsto en el artículo 55.2:
En los casos en que los órganos administrativos ejerzan sus competencias de forma ver-
bal, la constancia escrita del acto, cuando sea necesaria (y aquí lo es, desde luego), se efec-
tuará y firmará por el titular del órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expre-
sando en la comunicación del mismo la autoridad de la que procede. Si se trata de resolucio-
nes, el titular de la competencia deberá autorizar una relación de las que haya dictado de forma
verbal, con expresión de su contenido.
La cuestión más ardua, tanto en el nivel teórico como en el práctico, ha sido siem-
pre la de la compatibilidad del principio de reserva legal con la habitual tipificación
de infracciones y sanciones realizada por ordenanzas locales. Extremo que por razo-
nes de sistemática expositiva se desarrollará con minuciosidad —tal como se ha anun-
ciado— en el epígrafe V del Capítulo VII, al que por ahora nos remitimos.
D) Pluralidad de atribuciones
E) Tipificación de sanciones
Todavía falta por examinar la tercera reserva legal: la que se refiere a la tipifica-
ción de sanciones, tal como aparece en el artículo 129.2 de la LAP.
Esta exigencia no ofrece para las Entidades locales la importancia ni las dificul-
tades que hemos visto a propósito de la tipificación de infracciones, dado que aquí
contamos con varias tipificaciones legales genéricas y algunas otras específicas.
a) Por lo pronto está el venerable contenido del actual artículo 603 del Código
Penal, conforme al cual «en las Ordenanzas municipales y demás reglamentos genera-
les o particulares que se publicaren en lo sucesivo y en los bandos de policía y buen
gobierno que dictaren las autoridades, no se establecerán penas mayores que las señala-
das en este libro»: limitación que implica una habilitación para las sanciones inferiores.
La lectura de este artículo y de sus modestas sanciones echa por tierra, además, la
encendida diatriba de G A R C Í A D E E N T E R R Í A ( 1 9 9 3 , 6 7 1 ) : «los entes locales, según el
Reglamento, podrán [...] fijar a su albur la clase, cuantía y modalidades de las san-
ciones principales y accesorias, puesto que ninguna Ley general impone un catálogo
y un límite cuantitativo general de las sanciones disponibles. Podrán, por ejemplo,
igualar o sobrepasar (aunque no, naturalmente, en materia urbanística; en cualquier
otra —"vinculación negativa"— en que el límite legal no exista) los dos mil millones
de pesetas que fija como cuantía máxima de las sanciones el artículo 275 de la Ley
del Suelo o los cien millones de pesetas que juegan en materia de consumo.» Esto no
es cierto. Tal como acaba de verse, el límite legal que las ordenanzas municipales no
pueden sobrepasar es el de la ridicula cifra de quinientas pesetas para el 95 por 100
de los municipios españoles, y de 2 5 . 0 0 0 para los de Madrid y Barcelona, salvo que
otra ley haya dispuesto lo contrario.
c) Sin que tampoco falten abundantes ejemplos en la legislación sectorial, de los
que se ha dado alguna muestra al hablar de la atribución de potestad.
En definitiva, la exigencia de tipificación legal de sanciones está sobradamente
cumplida, puesto que la ley establece unos mínimos y luego se remite lícitamente a
las Ordenanzas locales para que precisen tales mínimos.
3. E N T E S INSTITUCIONALES Y CORPORATIVOS
tiva tipificante de infracciones y sanciones; aunque, por otro lado, esta reducción va
acompañada de una mayor amplitud e intensidad de contenido.
El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 386/1993, de 23 de diciembre, ha teni-
do ocasión de referirse a la potestad sancionadora de estos Entes, que reconoce sin
ambages: «es claro que el Legislador es libre de otorgar la potestad sancionadora a un
ente público cuando concurre una relación de sujeción especial, derivada, una vez
más, de los efectos que se otorgan a las auditorías y de la obligación legal de reali-
zarlas».
La alusión a las relaciones especiales de sujeción (de las que me ocuparé más ade-
lante con detenimiento) no resulta demasiado feliz, puesto que el otorgamiento de la
potestad es independiente de que existan personas sujetas a esta relación especial.
Pero lo que sí importa subrayar es el enorme aumento del contenido y ámbito de las
sanciones en lo que atañe a los Entes públicos independiente o neutrales creados para
la regulación e intervención de un sector económico: tarea que resultaría imposible
sin el complemento de una potestad sancionadora intensa. Para comprender lo que se
está diciendo basta pensar en el Banco de España o en la Comisión Nacional del
Mercado de Valores.
Un sistema similar aparece en la Ley 2 6 / 1 9 8 8 , de 2 9 de julio, sobre Disciplina e
Intervención de las Entidades de Crédito, cuyo artículo 18 atribuye al Banco de
España competencia para la imposición de sanciones por infracciones graves y leves,
al Ministerio de Economía y Hacienda por infracciones muy graves y al Consejo de
Ministros para la sanción de revocación de la autorización de la entidad.
Advirtiéndose en el artículo 25.2 que «las resoluciones del Banco de España que pon-
gan fin al procedimiento serán recurribles en alzada ante el Ministerio de Economía
y Hacienda». Una disposición que no concuerda muy bien con la conceptuación de
Administraciones «independientes» que hoy tan de moda está; pero que SUAY ( 1 9 7 7 ,
371) hace muchos años, y en un contexto similar ya ha intentado explicar: tratándose
de una agresión a la esfera individual, parece aconsejable encomendar el ejercicio de
esta potestad a los órganos de la Administración Pública, cuya representatividad es
superior a la de los Entes institucionales. La verdad es que, a juzgar por los recientes
comentarios de B E T A N C O R (Las Administraciones independientes, 1 9 4 4 , 2 6 5 - 2 6 7 ) y
por la bibliografía que cita (SUAY, J I M É N E Z - B L A N C O ) , los autores están todavía muy
desconcertados ante la compleja regulación legal de la potestad «disciplinaria» de
estos Entes.
Conviene recordar también que el Consejo de Ministros no se ha olvidado de los
Entes institucionales a la hora de aprobar normas reglamentarias. Valga de ejemplo el
Real Decreto 1394/1993, de 4 de agosto, para el Monopolio de Tabacos; el 1572/1993,
de 10 de septiembre, para las infracciones por incumplimiento de las obligaciones
establecidas en la Ley de la Función Estadística Pública; y al 2119/1993, de 3 de
diciembre, aplicable a los sujetos que actúan en los mercados financieros (referentes
estos últimos, por tanto, al Instituto Nacional de Estadística y a la Comisión Nacional
del Mercado de Valores).
los colegiados, velando por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los dere-
chos de los particulares y ejercer la facultad disciplinaria en el orden profesional y colegial.
si tal tipo de remisión resulta manifiestamente contrario a las exigencias del articulo 25.1 de la
Constitución, cuando se trata de las relaciones de sujeción general, no puede decirse lo mismo
por referencia a las relaciones de sujeción especial. Es más, en el presente caso (Colegios de
Arquitectos) nos hallamos ante una muy característica relación constituida sobre la base de la
delegación de potestades públicas en entes corporativos dotados de amplia autonomía para la
ordenación y control del ejercicio de actividades profesionales, que tiene fundamento expreso en
el artículo 36 de la Constitución. De ahí que, precisamente en este ámbito, la relatividad del
alcance de la reserva de ley en materia disciplinaria aparezca especialmente justificada.
La verdad es que el Tribunal Supremo nunca había puesto en duda las facultades
sancionadoras de los Colegios Profesionales. Por limitarnos a la jurisprudencia post-
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 125
En el ámbito de las relaciones de sujeción especial se pone de relieve una capacidad admi-
nistrativa de autoorganización más que el ejercicio del ius puniendi genérico. En el caso de
autos es indiscutible el quid diferencial de las relaciones en cuyo ámbito se ejerce la potestad
sancionadora. Se trata de la ordenación ad intra de una corporación pública de carácter exclu-
sivamente profesional, sectorial, tradicional depositaría de una potestad disciplinaria que se
ejerce en el orden colegial. Puede afirmarse, por tanto, que aquí se debilitan las exigencias del
rango formal de ley en beneficio de una más amplia potestad reglamentaria y que aquéllas que-
dan cumplidas con la habilitación conferida por la disposición final de la Ley 2/1974.
En la Sentencia de 18 de julio de 1990 (Ar. 6647; Reyes) culminan las tesis indi-
cadas, tanto en la relajación de la reserva legal como en la de la precisión tipificante,
que puede llegar a la ausencia absoluta de tipificación:
lo importante es que los actos que se imputaron estaban plenamente probados aunque literal y
específicamente no se hallaran definidos en su singularidad por las Normas Deontológicas ni
por los Estatutos y ni siquiera por la legislación general de Colegios, que le sirve de cobertu-
ra, siempre que la concreta conducta que se depura se inscriba en esa genérica normativa, ya
que, como recordaba la sentencia de 3 de marzo de 1990, con cita de la de 23 de septiembre
de 1988, esa genericidad se produce, sin embargo, con la expresividad y suficiencia de los pre-
ceptos afectantes a la deontología profesional, nunca susceptibles de específica catalogación
en numerus clausus.
no es preciso enfatizar que en el actual asunto existen marcadas diferencias [con el anterior).
En aquel caso este tribunal se mostró de acuerdo con el Ministerio Fiscal en que los textos
reguladores de la deontología profesional de los arquitectos requieren una adecuación a los
requisitos que dimanan del principio de legalidad sancionadora pero adoptando la perspectiva
propia del Tecurso de amparo, que se ciñe a determinar si en el caso singular se han vulnera-
do los derechos fundamentales susceptibles de remedio en esta sede, se alcanza la conclusión
de que no habrá duda de que la conducta sancionada se encontraba descrita como ilícita en tér-
minos sobradamente previsibles para un profesional (...]. Por el contrario, la conducta por la
que se ha sancionado a la farmacéutica actora del presente litigio no consiste en una infracción
de su deontología profesional, del conjunto de deberes inherentes a su arte profesional [...] sino
126 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Por mi parte confieso sinceramente que no acaba de entender todos estos razona-
mientos. Porque, después de haber aceptado (como acaba de verse) la posibilidad
constitucional de unas normas sancionadoras no publicadas, basándose en la presun-
ción de que un profesional ha de conocerlas en todo caso, a renglón seguido estable-
ce una teoría muy estricta sobre las fuentes normativas reguladoras de los Colegios
Profesionales, distinguiendo al efecto entre Estatutos Generales y Estatutos particula-
res de cada Colegio. Por lo que se refiere a estos últimos (aquí también comprendi-
dos los «Reglamentos»), «no ofrecen un fundamento normativo suficiente para impo-
ner una sanción por conducta profesional ajena a las relaciones internas en cuanto
miembro de la asociación que forma la base del Colegio». Lo cual significa que los
Estatutos Generales sí que prestan la cobertura legal necesaria a tal fin. Postura que
provoca una gravísima excepción al principio de legalidad, de la que me ocuparé más
adelante.
La fragilidad normativa de las normas colegiales no parece suponer obstáculo algu-
no para su validez y eficacia sancionadora en opinión tanto del Tribunal Constitucional
como del Tribunal Supremo: probablemente porque siempre son contempladas desde la
óptica de las relaciones de sujeción especial que, cuando son auténticas (como en el pre-
sente caso), permiten relajaciones muy graves de la reserva legal. La STS de 8 de octu-
bre de 1983 (Ar. 7551; Reyes) confirma una multa corporativa provincial, sin llegar a
cuestionarse siquiera la cobertura legal del tipo; pero, a nuestros efectos, lo importante
de esta sentencia es que, consciente de su peculiaridad normativa, advierte que los regla-
mentos de este tipo deben ser aportados a los autos por los interesados, habida cuenta
de su ordinaria falta de publicidad, pues con ellos no rige la regla de iura novit curia.
Una alusión especial merece la situación de los Abogados y Procuradores en
razón de la abundante jurisprudencia que han provocado.
Como es sabido, la Ley Orgánica del Poder Judicial reconoce la doble disciplina
a que están sometidos estos profesionales: por su actuación ante Juzgados y Tribunales
(que se rige por las leyes procesales) y por su conducta profesional, sometida a la auto-
ridad colegial. En este segundo aspecto, el artículo 109 del Estatuto General de la
Abogacía, aprobado por el Real Decreto 2.090/1982, de 24 de julio, establece que «la
potestad disciplinaria se ejercerá sobre conductas que infrinjan deberes profesionales
o normas éticas de conducta en cuanto afecten a la profesión» (y su objetivo —mante-
ner un determinado nivel ético— es muy distinto del de la policía de estratos).
Con lo cual tenemos ya, como mínimo, un escalado normativo de tres niveles: la
Ley de Colegios Profesionales (cuyo art. 5 ya ha sido transcrito), el Estatuto de 1982
y, en fin, las normas internas colegiales (reglamentos y Normas Deontológicas).
A tal propósito, para el Tribunal Supremo, como para el Constitucional, la cons-
titucionalidad de la Ley está fuera de dudas y el Estatuto también cuenta con sufi-
ciente cobertura legal, como argumenta la STS de 16 de diciembre de 1993 (Ar.
10053; Sanz) con largo acopio de sentencias anteriores que avalan la tesis. Pues bien,
el tercer escalón también parece intachable, como ya se vio antes con carácter gene-
ral, y como para los abogados remacha la sentencia de 27 de diciembre de 1993 (Ar.
10054; Peces):
La STS de 16 de diciembre de 1993 (a la que acaba de aludirse) ha estimado que la tipi-
ficación por incumplimiento de las normas deontológicas y de las reglas éticas que gobiernan
la actuación profesional de los abogados constituye una predeterminación normativa con cer-
teza más que suficiente para definir la conducta como sancionable.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 127
Cuando se leen sentencias de este estilo resulta inevitable sospechar que hay una
diferencia cualitativa entre la situación de quienes se encuentran en una relación de
sujeción general o de una especial y que, por tanto, habrá que ir pensando en el aco-
tamiento y elaboración dogmática propia de las relaciones disciplinarias o de sujeción
especial, tal como han hecho la LPAC y el REPEPOS. Porque es muy posible que, sin
peijuicio de su base común, haya más distancia entre el Derecho Sancionador y el
Derecho disciplinario (a estos efectos: relaciones de sujeción especial) que entre el
Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal.
De recordar es, por último, que la Disposición Transitoria 1.A de la LPAC estable-
ce, siquiera sea en términos no usuales, la regla de su subsidiariedad respecto de la
legislación especifica: «Las Corporaciones de Derecho Público representativas de
intereses económicos y profesionales ajustarán su actuación a su legislación específi-
ca. En tanto no se complete esta legislación les serán de aplicación las prescripciones
de esta Ley en lo que proceda».
4. Ó R G A N O S N O ADMINISTRATIVOS
coexisten de esta manera dos tipos o clases de responsabilidad cuya funcionalidad y natura-
leza jurídica son bien distintas. Mientras que la llamada responsabilidad disciplinaria junsdic-
125
125 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
cional, o procesal, atiende la corrección de las faltas u omisiones cometidas por los funciona-
rios judiciales con ocasión de los actos y procedimientos judiciales, en el supuesto de la «res-
ponsabilidad disciplinaria gubernativa» son en general la forma y condiciones en que son cum-
plidos por dichos funcionarios los deberes a que están sujetos por el cargo que ostentan, lo que
justifica la potestad disciplinaria prevista.
las especiales características de) proceso reformador (de menores) determina que no todos los
principios y garantías exigidos en los procesos contra adultos hayan de asegurarse aquí en los
mismos términos. Tal es el caso del principio de publicidad, en donde razones tendentes a pre-
servar al menor de los efectos adversos que puedan resultar de la publicidad de las actuacio-
nes, podrían justificar su restricción.
5. E L ARTÍCULO 1 2 7 . 1 D E L A L P A C
Hasta aquí no hay dificultad alguna puesto que siempre se ha reconocido que estas
entidades eran Administraciones Públicas y que, además, disponían de la potestad
sancionadora. Las dudas pueden venir —según sabemos por el número 3 de este
mismo epígrafe— de los «otros entes», a los que se refiere el mismo artículo en los
siguientes términos:
Las Entidades de Derecho Público con personalidad jurídica propia vinculadas o depen-
dientes de cualquiera de las Administraciones Públicas tendrán asimismo la consideración de
Administración Pública. Estas Entidades sujetarán su actividad a la presente Ley cuando ejer-
zan potestades administrativas, sometiéndose en el resto de su actividad a lo que dispongan sus
normas de creación.
La intención de este precepto no puede ser más clara —reconocer a las Entidades
de Derecho Público la consideración de Administraciones, sometiendo una parte de
sus actividades al régimen jurídico de éstas— y, aunque en líneas generales su inter-
pretación y aplicación ha de ofrecer no pocas dificultades, la situación es, por fortu-
na, muy distinta en lo que se refiere al D e r e c h o Administrativo Sancionador, dado que
éste se conecta, sin duda alguna, a una potestad administrativa. En su consecuencia
tenemos que la Ley admite la existencia de potestad sancionadora de las Entidades de
Derecho Público y somete su ejercicio a lo dispuesto en ella misma. Otra cosa es, sin
embargo, la posibilidad de su ejercicio, puesto que se trata de cuestiones separadas,
tal como se explicó más arriba al hilo de las Corporaciones locales y ahora vamos
confirmando.
130 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
IV EJERCICIO DE LA POTESTAD
1. FACULTADES BÁSICAS
La anterior descripción pone muy bien de relieve —y una vez más— las profun-
das diferencias estructurales y funcionales que separan la potestad sancionadora de la
Administración de la potestad penal de los Tribunales. Diferencias que ahora es moda
infravalorar en beneficio de los rasgos comunes que también existen, claro es.
La potestad punitiva del Poder Judicial está encomendada a unos órganos perfec-
tamente diferenciados y con funcionalidad exclusiva y excluyente, de tal manera que
han sido creados a tal objeto y sólo para ello. Los órganos sancionadores de la
Administración, en cambio, son indiferenciados en cuanto que el sancionar es una
función más, que eventualmente se acumula a las otras muchas que tienen atribuidas.
Por así decirlo, no son creados para sancionar, aunque puedan hacerlo llegado el caso.
No son, en definitiva, órganos especializados sino de gestión genérica y lo que suce-
de es que la gestión —tal como se afirma en el presente libro— engloba la sanción.
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 131
2. EJERCICIO FACULTATIVO
cualquier caso, el nombre técnico más usual para designar el ejercicio facultativo de
la potestad es el de la «oportunidad».
Frente al principio de la legalidad, que implica el deber de perseguir y sancionar
las infracciones, el principio de oportunidad establece la posibilidad o permisibilidad
de poner en marcha tales consecuencias jurídicas. O lo que es lo mismo: la
Administración no está obligada por ley a castigar sino que simplemente se le autori-
za a hacerlo. En los Derechos europeos el principio de oportunidad está absoluta-
mente generalizado: en España por práctica indiscutida, lo mismo que en Francia
( M O U R G E O N , 1 9 6 7 , 3 0 3 ss ), y en Alemania por imperativo expreso del artículo 4 7 . 1
de la Ley Reguladora de las Infracciones (OWING): «La persecución de las infraccio-
nes depende de la discrecionalidad vinculada (pjlichtgemaesses Ermessen) de la
Administración sancionadora, quien puede ordenar el archivo del expediente mientras
el procedimiento sea de su competencia».
Comentando este precepto ha señalado G O H N E R T ( K K O W I G , 4 7 ) que la regla es la
persecución, por cuya razón la excepción —es decir, la no persecución— debe ser jus-
tificada. Dicha justificación se materializa a través de la figura genérica de la discre-
cionalidad vinculada; pero no faltan criterios específicos como los siguientes: a) Tal
como ha advertido ocasionalmente la Jurisprudencia, no debe cambiarse bruscamen-
te de criterio (o sea, sin previo aviso) para castigar infracciones que venían siendo
toleradas; b) Se puede ser fácilmente tolerante con infracciones en las que media una
culpabilidad leve y no estén enjuego intereses públicos importantes.
Pero prescindiendo de estas teorizaciones ajenas y retomando una cuestión que ha
sido examinada en el capítulo primero, huelga comentar el sentimiento de injusticia e
indignación que produce esta forma de actuar—a unos se les expedienta y a otros no-
en aquellos que, más o menos casualmente, son realmente sancionados con flagrante
violación del principio de igualdad, tal como ya ha denunciado Lorenzo M A R T Í N -
R E T O R T I L L O ( 1 9 7 6 , 2 2 y 2 3 ) . En la práctica es habitual que los sancionados aleguen
otros supuestos exactamente iguales al suyo que han permanecido impunes; pero,
como es sabido, tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional han sentado la
doctrina de que la igualdad no puede invocarse dentro de la ilegalidad. Actitud que da
pie para exponer algunas consideraciones; siendo aquí de cita obligada, como refe-
rencia bibliográfica imprescindible, el magistral estudio de B L A N C A L O Z A N O publica-
d o e n 2 0 0 3 e n e l n.° 161 d e l a R A P .
ejemplo, está emitiendo humos nocivos desde su fábrica; y, en cuanto al propio inte-
resado, también es innegable que tiene interés legítimo, no ya en ser sancionado, sino
en ser expedientado con objeto de que en la resolución se declare oficialmente su
absolución y así se disipen las sospechas que puedan haberse levantado socialmente.
Nada tiene de particular por ello que algunos autores aislados, como G A R C Í A DE
ENTERRÍA y F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z , afirmen en su Curso que «la omisión del ejerci-
cio de la potestad cuando el interés colectivo (o individual, añado yo por mi cuenta)
lo exige constituye una irregularidad en el funcionamiento de la Administración que
puede determinar [...] una condena a ese ejercicio» o —conviene añadir— a la indem-
nización por no haberlo hecho como ha declarado ya el Tribunal Europeo de Derecho
Humanos.
Con la regulación actual de la inactividad administrativa es indiscutible que puede
pretenderse de los Tribunales una sentencia que condene a la Administración a reali-
zar determinados actos. Pero, si esto queda fuera de duda, lo esencial está por deter-
minar, es decir, si y cuándo la Administración está obligada a actuar. Dicho con otras
palabras: si el ejercicio de la potestad fuera obligatorio, siempre cabría la posibilidad
—por muy dificultosa que iuera su realización— de exigir el cumplimiento de tal
obligación; otra cosa es, sin embargo, si se trata de una potestad de ejercicio faculta-
tivo porque en tal caso es intrascendente la legitimación de exigencia o las dificulta-
des reales de la misma.
En mi opinión, el ejercicio de la potestad sancionadora no es obligatorio para la
Administración, quien puede, por tanto, iniciar o no los correspondientes expedien-
tes. Sé de sobra que esta tesis repugna al sentimiento de justicia y quebranta el prin-
cipio de igualdad; pero hay otra razón más pesada que la abona, a saber: la realidad.
Sería ingenuo aquí decir que la realidad debe imponerse porque ya se encarga ella de
hacerlo sin que nadie lo propugne: la realidad se impone indefectiblemente y ella es
la que nos enseña que es materialmente imposible sancionar y aun expedientar a
todos los infractores. Sostener, por tanto, el carácter obligatorio supondría multiplicar
por cien o por mil el número de funcionarios y ni aun así. Ad impossibilia nemo tene-
tur. el Derecho se detiene ante las puertas de lo imposible.
Bien es verdad que a muchos se les puede antojar trivial esta explicación e inclu-
so inadmisible, al menos para aquellos que pretenden que la realidad ha de adaptarse
a las normas. Pero para mí el Derecho irreal o irrealizable no es Derecho. Nótese, con
todo, que en el principio está el hecho incontestable de la imposibilidad de la perse-
cución total de los infractores y que luego, las explicaciones jurídicas a que más arri-
ba se ha aludido no son sino justificaciones a posteriori, de tal manera que con ellas
lo que de veras quiere explicarse no es el carácter de la potestad sino la realidad
misma. Cuando Z A N O B I N I habla del derecho subjetivo, es evidente que con tal sutile-
za lo que quiere explicar es que la Administración italiana no persiga de hecho a los
infractores.
Parece, por ello, mucho más sincera la postura de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O
(1991, 144) y no sería prudente dejar a un lado su advertencia: «¡Qué de incumpli-
mientos de normas han de producirse para que al final entren en juego las sanciones
administrativas! La práctica de la tolerancia está generalizadísima [...]. Han de suce-
der cosas de gran entidad para que al final se reaccione [...]. Hay que recalcar la nota
de la aleatoriedad. Lo que implica, por lo mismo, la abundante proliferación de des-
igualdades. Intervienen, sin duda, muchos factores y no diré simplistamente que sean
razones políticas (o, al menos, con carácter predominante). Cuenta a veces lo com-
plicado de algunas regulaciones, con las dificultades inherentes a la hora de exigir res-
peto a las reglas. En no pocas ocasiones, serán los costos adicionales que conlleva el
respeto de las normas. No es infrecuente que los incumplidores se den arte para echar
134 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
El individuo que hace un gesto de protesta o de critica no será castigado por ello,
naturalmente; pero corre el riesgo —y en determinados casos, la certeza— de que
será visitado por inspectores fiscales, inspectores de industria, inspectores de policía,
que constatarán inevitablemente infracciones suficientes como para hacerle arrepen-
tirse de su gesto desencadenante. Dicho en una palabra: el ciudadano vive entre la
arbitrariedad y el azar: unas condiciones que convierten en un sarcasmo —tal como
se ha desarrollado pormenorizadamente en la Introducción— las garantías del
Derecho Administrativo Sancionador y permiten sospechar razonadamente de las pre-
gonadas virtudes del Estado de Derecho.
Y todavía hay más: la conciencia de vivir fuera de la ley desestimula al individuo
a la hora de cumplirla. Sabiendo que es imposible (st'c) evitar las infracciones y
sabiendo que depende del azar el ser sorprendido por un agente o de la tolerancia
(comprada o gratuita) de autoridades y funcionarios, ya no se tiene demasiado interés
en legalizar las situaciones. Teniendo en cuenta lo aleatorio de la infracción, es eco-
nómicamente rentable arriesgarse porque la infracción, en último extremo, «vale la
pena».
En esta encrucijada de intereses, realidades y deseos ilusos, no me siento con fuer-
zas para defender la abolición del principio de la oportunidad, aunque considero
imprescindible la imposición de ciertos límites a su ejercicio —al estilo de los que se
apuntaron en la Introducción o los que ya existen en el Derecho alemán—, para cuya
elaboración están convocadas naturalmente la doctrina y la Jurisprudencia. Y una vez
que tales límites se hayan establecido, vendrá la cuestión del control de su respeto.
Formulado en términos muy concretos: ¿Qué puede hacer el juez contencioso-
administratívo si no está de acuerdo con la decisión adoptada al respecto por la
Administración?
En principio parece que corresponde a la Administración, y no al juez, valorar las
circunstancias determinantes del ejercicio de la facultad sancionadora, decidiendo en
consecuencia. Lo cual es cierto y, por ello, el juez no debe sustituir el criterio admi-
nistrativo por el suyo propio. Afirmación que no obsta, sin embargo, al control que
corresponde a los Tribunales sobre todos los actos de la Administración. La decisión
administrativa de ejercer (o no ejercer) sus facultades represivas es un acto jurídico,
siquiera sea de naturaleza discrecional, y por ello resulta controlable en vía jurisdic-
cional si bien únicamente con los limitados instrumentos y con los reducidos efectos
característicos de la revisión de los actos administrativos discrecionales.
En resumidas cuentas: creo correcta la tesis del ejercicio facultativo de la potes-
tad sancionadora de la Administración. Ahora bien, la oportunidad debe entenderse
como discrecionalidad —y, en cuanto tal, controlable— y no como arbitrariedad. A
los Tribunales, a falta de norma reguladora, corresponde establecer los criterios de tal
control, que, a mi juicio, han de basarse, para empezar, en lo siguiente: la
Administración tiene que justificar las razones que le impulsan a perseguir una infrac-
ción concreta en un contexto de tolerancia (o, a la inversa, explicar las razones de una
tolerancia singular en un caso de rigor generalizado). Así, por ejemplo, será arbitrario
sancionar a un automovilista —a uno solo— que ha aparcado mal en una calle donde
todos hacen lo mismo; pero estará justificada la sanción de todos los vehículos mal
aparcados en una manzana, sin que un sancionado pueda alegar que nada se ha hecho
tres manzanas más allá. En este supuesto no habrá discriminación individual sino (por
así decirlo) por manzanas, que no supone arbitrariedad: se trata de que el agente no
podía sancionar a todos y empezó por una manzana.
C O B R E R O S ( 2 0 0 0 ) , partiendo de una reconocimiento genérico de la naturaleza dis-
crecional del acto administrativo de iniciación, o no, del procedimiento sancionador,
insiste en la inquisición obligatoria cuando aparecen datos suficientes para excluir el
136 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
E incluso así se establece con carácter general en la STS de 4 de mayo de 199 (Ar.
10096): «el principio de legalidad, de sometimiento pleno a la ley y al Derecho, que
gobierna la actuación de las Administraciones Públicas, impone la corrección de las
infracciones administrativas que hayan podido cometerse». El principio de legalidad
es, en efecto, el último punto de anclaje de la tesis de la oficialidad. Y no sólo para
una determinada línea jurisprudencial sino también para un sector de la doctrina.
Como ha escrito L O Z A N O (2003, 94), el rechazo en este punto de la discrecionalidad
administrativa es «consecuencia ineludible del principio de legalidad que rige la
potestad sancionadora de la Administración y es lo que permite que la potestad san-
cionadora siga expandiéndose sin poner en grave peligro la seguridad jurídica y la
garantía de derecho a la igualdad de los interesados».
Sin que falten tampoco normas positivas contundentes como la Ley 2/1998, de
20 de febrero, del País Vasco, cuya novedad se explica así en su Exposición de Moti-
vos: «Los artículos 30 y 35 pretenden introducir el equivalente de la acusación par-
ticular del proceso penal (en el procedimiento administrativo). No se encuentra moti-
vo alguno para limitar la virtualidad del concepto general de interés legítimo en el
procedimiento administrativo sancionador. El ciudadano no tiene derecho a castigar,
pero en cuanto víctima posible del ilícito penal o administrativo, tiene un claro inte-
rés en solicitar el ejercicio del poder público punitivo y en participar en el procedi-
miento previsto para encauzar tal ejercicio. La infracción administrativo puede per-
judicar los derechos e intereses individuales tanto como el delito o la falta penales
(amén del perjuicio al interés general siempre presente), por lo que no se alcanza a
comprender la causa de la limitación consistente en que en el procedimiento admi-
nistrativo sancionador únicamente estén presentes el interés general y el individual
del imputado».
3. C O N D I C I O N E S F O R M A L E S D E EJERCICIO
los problemas relativos a si efectivamente los hechos encajaban en el tipo aplicado y a si era
proporcionada la sanción impuesta, o si se citaron en forma las circunstancias determinantes
del grado de la sanción impuesta, son problemas ajenos al amparo judicial elegido por el autor
como cauce procesal de defensa de sus derechos. Son problemas de legalidad ordinaria que no
cabe enjuiciar a través del proceso de la Ley 62/1978.
quien pide la tutela judicial de sus derechos o libertades fundamentales debe levantar la carga
de mencionar expresamente el concreto derecho o libertad que invoca, con el fin de que el
órgano judicial «pueda satisfacer tal derecho o libertad haciendo innecesario el acceso a sede
constitucional». La mención ha de ser hecha en términos tales que permitan al órgano judicial,
o a este mismo Tribunal, entrar a conocer de las especificas vulneraciones aducidas, sin que
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 141
2. LEGITIMACIÓN
Rige aquí la disposición general establecida en el art. 19.1 a) de la citada ley juris-
diccional, en el que se reconoce la legitimación de las personas físicas o jurídicas que
ostenten un derecho o interés legítimo. Precepto que, como es sabido, ha provocado
una intensa conflictividad a la hora de determinar cuándo aparece ese interés legítimo
que da acceso al control judicial.
En la práctica —y contra lo que podría suponerse— la jurisprudencia es bastante
restrictiva puesto que no suele conceder esta calificación al interés de los particulares
para impugnar una resolución administrativa que absuelve o se niega a tramitar un
expediente sancionador aun cuando les afecta directamente la actividad presuntamen-
te infractora e incluso cuando hayan intervenido como denunciantes. A este cuestión
ya se ha aludido en el epígrafe II del capítulo primero (con referencia al llamado prin-
cipio de oportunidad en la represión administrativa) y en algunos puntos concretos ha
sido minuciosamente criticado en mi libro sobre El desgobierno judicial, 2004, pp.
189 ss. al que me remito.
Otra cuestión muy debatida ha sido la de si los particulares expedientados y
absueltos por causas formales (por ej. la prescripción) pueden acudir al juez para que
éste declare una absolución de fondo (al no constituir, por ejemplo, los hechos una
infracción o no haber habido la autoría imputada). ..
Inicialmente las Audiencias Territoriales y los Tribunales Superiores de Justicia de
las Comunidades Autónomas tendían a negar tal legitimación por falta de interés. Pero
142 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
la STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, Ar. 7458) ha sentado la doctrina contraria. A este
propósito seria injusto, no obstante, silenciar que algunos tribunales no están dispuestos
a tolerar la inactividad (que puede ser complicidad) de la Administración y, admitiendo
la legitimación de los denunciantes, condenan a la Administración a tramitar un proce-
dimiento sancionador y a resolverlo de acuerdo con la legalidad y las circunstancias del
caso. Así lo hizo, por ejemplo, la STSJ de Cantabria en su sentencia de 12 de junio de
1998 en la que condenaba a un Ayuntamiento a imponer las sanciones administrativas
que correspondiesen a las infracciones urbanísticas probadas. Pues bien, la STS de 17
de junio de 2002 (3.a, 5.a, Ar. 6594) declara que un mero fallo anulando el archivo del
expediente de disciplina urbanística no habría amparado los derechos de los denun-
ciantes, por lo que considera ajustado a Derecho el fallo de la sentencia recurrida.
Por su parte la citada STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 7458) aborda un
extraño caso de legitimación discutible. La Administración, después de haber decla-
rado cometida una infracción por el recurrente, se abstuvo de sancionarlo por enten-
der que ya había prescrito. El infractor, no obstante, considerando que su reputación
quedaba empañada por esta decisión, la impugnó ante la jurisdicción contencioso
administrativa; pero la sentencia de instancia rechazó su legitimación por entender
que las consideraciones que aparecían en los fundamentos de la resolución «son cues-
tiones de carácter genérico y conceptual que no legitiman al actor para impugnar una
resolución que le es favorable, máxime teniendo en cuenta la ausencia de vida propia
de los fundamentos jurídicos de una resolución con independencia de su parte dispo-
sitiva. Desde esta perspectiva [...] al no imponerse sanción alguna, las afirmaciones
vertidas no consuman efectivamente una lesión al recurrente». El Tribunal Supremo
reconoce ciertamente que lo general es que «sólo son susceptibles de impugnación las
resoluciones y no los razonamientos en que éstas se fundan. Pero este criterio, de
carácter rigurosamente general puede encontrar alguna excepción: aunque el aquí
recurrente no haya de sufrir ningún peijuicio material como consecuencia del acto
recurrido, sí puede padecerlo en el orden moral y profesional, en cuanto que la moti-
vación del acto impugnado le imputa una falta grave. Hay que entender, por tanto, que
existe un interés legítimo suficiente para abrir el cauce procesal».
Una de las cuestiones que en la práctica aparece con más frecuencia es la siguien-
te: anulado un reglamento por violación del principio de reserva legal de tipificación
—o absuelto un imputado por no haber encontrado la Administración actuante cober-
tura legal suficiente para la tipificación realizada en norma de rango inferior—, cabe
preguntarse si el tribunal puede lanzarse a la búsqueda de alguna otra cobertura legal
que antes hubiera pasado desapercibida y si caso de encontrarla, puede revocar la
resolución inferior. O formulada la pregunta en otros términos: si puede el tribunal
revisor confirmar la sanción impugnada aun considerando que la tipificación invoca-
da por la Administración era insuficiente pero entendiendo que había otra más ade-
cuada que el tribunal ha buscado y encontrado por su cuenta.
El Tribunal Constitucional ha dado a esta cuestión una respuesta afirmativa en su
Sentencia 1 4 5 / 1 9 9 3 , de 26 de abril, en la que admite de forma expresa que un
Tribunal contencioso-administrativo confirme la sanción impugnada pero no por los
fundamentos legales utilizados por la Administración, sino al amparo de otra norma
tipificadora que el Tribunal ha considerado más adecuada.
El Tribunal Supremo, con las vacilaciones y contradicciones que pueden imagi-
narse, ha seguido repetidas veces este criterio. Valgan de ejemplo dos sentencias de
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 143
18 de diciembre de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 533 y 956 de 2003). La Administración había
sancionado al amparo del artículo 198.1 del Reglamento de Ordenación de Trans-
portes Terrestres, según el cual constituye infracción grave «la falta de conservación
a disposición de la Administración de los discos del tacógrafo en los términos previs-
tos en la normativa vigente»; precepto basado en el artículo 141.<7) de la ley, que se
remite a «cualquier otra infracción no incluida en los apartados precedentes que las
normas reguladoras de los transportes califiquen como grave de acuerdo con los prin-
cipios del régimen sancionador establecido en el presente capítulo». Anuladas las san-
ciones en primera instancia por entender el juez que el tipo reglamentario no cumplía
las exigencias de la reserva legal, el Tribunal Supremo busca de oficio otra cobertura
legal y la encuentra en el apartado h) del mismo artículo 141 de la ley.
Por lo demás, también el Tribunal Constitucional, al practicar la búsqueda infati-
gable de una cobertura legal, termina encontrando él mismo una justificación distin-
ta de la invocada por la Administración o por el Tribunal contencioso-administrativo.
Esto sucede, por ejemplo, en la Sentencia 57/1998, de 16 de marzo, que confirma una
sanción aunque basándola en una ley que hasta entonces no había sido invocada por
nadie.
Ni que decir tiene que el control de las operaciones tipificadoras ofrece una pro-
blemática muy variada, como es el caso —tan corriente— no ya de una aceptación o
rechazo de la tipificación inicialmente realizada sino de un cambio de tipificación.
Los Tribunales contenciosos, por su parte, no se han decidido a rectificar las ope-
raciones tipificantes realizadas por la Administración con objeto de subsanar sus erro-
res. Así lo advierte la STS de 13 de marzo de 1993 (Ar. 1683; Peces):
No puede e! Tribunal (alterar la calificación jurídica de los hechos) al revisar los actos
administrativos impugnados porque la potestad jurisdiccional queda circunscrita a valorar la
conformidad o no a Derecho de las resoluciones sancionadoras objeto del recurso, sin que sea
dable a la Sala considerar que, aunque la conducta no estuviere tipificada por tos preceptos
empleados por la Administración para sancionar, lo está por otros diferentes, porque con ello
no sólo se desborda la función revisora de esta jurisdicción sino que se conculca, y ello es
mucho más grave, el derecho de defensa y el de no ser sancionado sin ser oído, que son prin-
cipios fundamentales rectores del sistema punitivo de que el Derecho Administrativo
Sancionador no es sino una manifestación.
Las razones de este rigor son, desde luego, plausibles; pero responden a una acti-
tud doctrinal que puede calificarse de anticuada sin paliativos. La indefensión puede
suponer ciertamente un obstáculo insalvable ante el que han de ceder otras conside-
raciones. Ordinariamente, sin embargo, es muy fácil conceder al expedientado posi-
bilidades de defensa antes de la resolución —comunicándole el eventual cambio de
tipificación, al estilo de lo que previene el artículo 79 de la Ley Reguladora de la
Jurisdicción Contencioso-administrativa— y evitar así una retroacción de actuaciones
e incluso una impunidad, con lo que nada gana ni el particular ni los intereses públi-
cos. En definitiva, nos encontramos con una excepción a la tendencia, hoy absoluta-
mente generalizada, de conservación, siempre que sea posible, de los actos adminis-
trativos, tal como ha expuesto de forma convincente B E L A D I E Z {Validez y eficacia de
los actos administrativos, 1994). El artículo 20.3 del REPEPOS ha terminado reco-
giendo de manera expresa, aunque parcial, esta posibilidad al advertir que «cuando el
órgano competente para resolver considere que la infracción reviste mayor gravedad
que la determinada en la propuesta de resolución se notificará al inculpado para que
aporte cuantas alegaciones estime convenientes, concediéndole un plazo de quince
días». El Reglamento de procedimiento sancionador en materia de tráfico, circulación
de vehículos a motor y seguridad vial, aprobado por Real Decreto 320/1994, de 25 de
febrero, establece, por su parte, en su artículo 15.2 que «la resolución no podrá tener
en cuenta hechos distintos de los determinados en la fase de instrucción del procedi-
miento, sin perjuicio de su diferente valoración jurídica».
La teoría de la conversión ha sido utilizada en algunas ocasiones por el Tribunal
Supremo, por ejemplo en la Sentencia de 22 de abril de 1999 {3.a, 4.a, Ar. 4179). El
acto impugnado había impuesto la obligación de reponer unos terrenos a la situación
anterior a su roturación ilegal junto con una sanción, y aunque tal sanción seria nula
por prescripción, se desestima el recurso y no se declara tal nulidad sino que se man-
tiene el acto cambiando su naturaleza en virtud de la conversión prevista en el artícu-
lo 65 de la LPAC, advirtiendo que «el acto sancionador debe producir los efectos de
un acto de carácter no sancionatorio consistente en declarar que el labrador que efec-
tuó la roturación venía obligado a la repoblación del suelo».
El Tribunal Constitucional, no obstante, ha rechazado la posibilidad de este cam-
bio de motivación o de fundamento. La Sentencia 133/1999, de 15 de julio, ha adver-
tido que al operar de esta forma se incurre en una evidente incongruencia con infrac-
ción del artículo 24.1 que garantiza la tutela jurisdiccional efectiva, que obliga a jue-
ces y tribunales a resolver las pretensiones de las partes de manera congruente con los
términos en que vengan planteadas». E insistiendo en esta línea la Sentencia 15/2003,
de 16 de noviembre, declara que la Constitución
exige que cuando la Administración ejerce la potestad sancionadora sea la propia resolución
administrativa la que identifique expresamente o, al menos de forma implícita, el fundamento
legal de la sanción (pues) sólo así puede conocer el ciudadano en virtud de qué concretas nor-
mas con rango legal se le sanciona [...] No es función de los jueces y tribunales reconstruir la
sanción impuesta por la Administración sin fundamento legal expreso o razonablemente dedu-
cible mediante la búsqueda de oficio de preceptos legales bajo los que puedan subsumirse los
hechos declarados por la Administración. En el ámbito administrativo sancionador corres-
ponde a la Administración, según el Derecho vigente, la completa realización del primer pro-
ceso de aplicación de la norma, lo que implica la completa realización del denominado silo-
gismo de determinación de la consecuencia jurídica: constatación de los hechos, interpretación
del supuesto de hecho de la norma, subsunción de los hechos en el supuesto de hecho norma-
tivo y determinación de la consecuencia jurídica. El órgano judicial puede controlar posterior-
mente la corrección de ese proceso realizado por la Administración pero no puede llevar a
cabo por si mismo la subsunción bajo principios legales encontrados por él y que la
LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN 145
(Ahora bien) que el juez contencioso administrativo tenga vedado completar el ejercicio de la
potestad sancionadora de la Administración y justificar ex post las sanciones que ésta no haya
motivado, no significa que en el ejercicio de su función de control jurisdiccional del uso de tal
potestad, se encuentre rígidamente vinculado a la calificación jurídica que se haya efectuado
en las resoluciones sancionadoras de modo tal que cualquier precisión judicial que suponga
una divergencia con la subsanación realizada por aquélla deba determinar en todo caso la anu-
lación de los actos de aplicación de las sanciones I -] Le compete, pues, al tribunal apreciar y
valorar los hechos e integrarlos en la norma adecuada, con vinculación a la Ley y al Derecho,
pero sin estarlo a la calificación jurídica de las partes, sin mengua de los principios de contra-
dicción y defensa.
4. A N U L A C I Ó N SIN ABSOLUCIÓN
5. A L T E R A C I Ó N DE LA S A N C I Ó N
lación»— la tarea del juez terminaba aquí y había de limitarse a devolver las actua-
ciones a la Administración para que ésta dictara un nuevo acto: otra cosa hubiera
supuesto una intromisión del Poder Judicial en el Ejecutivo. Posteriormente, sin
embargo, cuando maduró el «recurso de plena jurisdicción», el juez terminó siendo
competente para dictar directamente un acto que sustituyera al acto administrativo
anulado, sin necesidad de devolver las actuaciones a la Administración. Este régimen
general es aplicable íntegramente al Derecho Administrativo Sancionador y así nos
encontramos con sentencias que imponen una nueva sanción distinta a la impugnada,
junto con otras en las que se devuelven las actuaciones a su lugar de origen ordenan-
do a la Administración que termine el expediente a partir del acto interlocutorio anu-
lado y, en cualquier caso, que dice una nueva sentencia.
En estos casos —y al igual que sucede en el supuesto de sanciones administrati-
vas no impugnadas— es indudable que la Administración retiene la titularidad del
ejercicio de la potestad sancionadora. Pero ¿qué sucede cuando la sanción judicial ha
sustituido a la administrativa? Aquí también parece indudable que la potestad sancio-
nadora se ha desplazado no a un órgano superior sino a un órgano de otro orden.
Pues si esto es así, si la sanción es impuesta por el juez y no por la Administración
ya no se entiende la precedencia de la sentencia penal sobre la dictada por un tribu-
nal contencioso-administrativo, que es uno de los principios estructurales más firmes
del Derecho Administrativo Sancionador.
Pare resolver dudas y contradicciones cabe acudir a la precisión técnica de la dis-
tinción entre la titularidad de la potestad y la de su ejercicio. El titular de la potestad
administrativa sancionadora es siempre la Administración; mas su ejercicio puede
verse interferido por la actuación de un juez. Mediando un recurso contencioso-admi-
nistrativo el juez de este orden, si no quiere limitarse a anular la sanción y devolver el
expediente a la Administración de origen, puede subrogarse en el ejercicio de la potes-
tad, sustituyendo la sanción administrativa por otra judicial (incluyendo la absolu-
ción). Y, por otro lado, mediando un concurso de ilícitos, el juez penal puede parali-
zar el ejercicio administrativo de la potestad y eventualmente eliminarlo.
En definitiva, la Administración es la titular originaria de la potestad sancionado-
ra que ejerce ella directamente salvo en los casos en que —mediando recurso conten-
cioso-administrativo— su ejercicio se desplaza a un juez o tribunal de este orden; y
salvo también en los casos en los que la actividad de un juez penal paraliza el ejerci-
cio de la potestad administrativa.
Todas estas cuestiones serán desarrolladas con detalle en otros lugares del libro,
particularmente en el capítulo noveno; pero resultaba imprescindible aludirlas ya en
este momento por lo que afecta al esclarecimiento de la titularidad de la potestad san-
cionadora y de su ejercicio.
CAPÍTULO IV
La idea del ius puniendi único del Estado, que en el capítulo anterior se ha exa-
minado críticamente, tiene su origen y alcanza su última justificación en una manio-
bra teórica que en Derecho se utiliza con cierta frecuencia: cuando la Doctrina o la
Jurisprudencia quieren asimilar dos figuras aparentemente distintas, forman con ellas
un concepto superior y único —un supraconcepto— en el que ambas están integra-
das, garantizándose con la pretendida identidad ontológica la unidad de régimen. Esto
es lo que se ha hecho con la potestad sancionadora del Estado, en la que se engloban
sus dos manifestaciones represoras básicas: la judicial penal y la administrativa san-
cionadora. Una técnica que se reproduce simétricamente con el supraconcepto del ilí-
cito común, en el que se engloban las variedades de los ilícitos penal y administrati-
vo y que se corona, en fin, con la creación de un Derecho punitivo único, desdoblado
en el Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador.
Potestades, ilícitos, Ordenamientos y Derechos se integran así en un edificio
único de sorprendente armonía, en el que todos sus elementos parecen encajar con
suavidad, se evitan contradicciones y tensiones tradicionales y hasta se crean sinergias
dogmáticas, puesto que los avances técnicos que se consiguen en un campo, se tras-
pasan inmediatamente al cuerpo común. En nuestro caso concreto, gracias a los
supraconceptos se ha podido crear un sistema de estructura piramidal coronado por el
ius puniendi del Estado: cúspide en donde convergen las líneas de todas las potesta-
des represivas.
Bien es verdad que tan magnífico aparato intelectual no funciona con la perfec-
ción deseable y que buena parte de los operadores jurídicos ni siquiera conocen su
existencia; pero sus logros, aunque parciales, son ya espectaculares. Por lo pronto, el
contacto familiar con el Derecho Penal ha facilitado un enorme progreso en la tec-
nificación del Derecho Administrativo Sancionador. Además, el legislador —habien-
[149]
150 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
do arrojado por la borda la inútil carga teórica de las «naturalezas»— está reajus-
tando sin entorpecimientos lo que corresponde a cada uno de los campos. Las orga-
nizaciones judicial y administrativa han suspendido —no sabemos si definitivamen-
te— sus viejas hostilidades y, sobre todo, en un momento histórico de fracciona-
miento general del Poder político los supraconceptos de que estamos hablando ofre-
cen un excelente punto de referencia, que asegura la viabilidad del sistema y el fun-
cionamiento mínimamente coherente de cada una de las Administraciones titulares
de la potestad.
En lo que me es conocido, la idea del supraconcepto apareció desarrollada con cla-
ridad por primera vez (aunque referida no ya a potestades ni a ordenamientos sino a ilí-
citos) en la STS de 9 de febrero de 1972 (Ar. 876; Mendizábal), a la que la de 13 de
octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal) calificó de «decisión histórica», de leading
case y de «origen y partida de la equiparación de la potestad sancionadora de la
Administración y el ius puniendi del Estado». La sentencia de 1972 declaraba, en efec-
to, que
las contravenciones tipificadas [en un reglamento administrativo] se integran en el supracon-
cepto del ¡lícito, cuya unidad sustancial es compatible con la existencia de diversas manifes-
taciones fenoménicas entre las cuales se encuentra tanto el ilícito administrativo como el
penal, que exigen ambos un comportamiento humano (jurídicamente idéntico) [..,] esencia
unitaria que, sin embargo, permite las reglas diferenciales inherentes a la distinta función para
la cual han sido configurados uno y otro ilícito.
el Convenio de Roma no impide a los Estados [...] establecer o mantener una distinción entre
diferentes tipos de infracciones definidas por el derecho interno [...]. El legislador que sustrae
ciertos comportamientos de la categoría de infracciones penales puede servir, a la vez, al inte-
rés del individuo y a los imperativos de una buena Administración de Justicia, particularmen-
te cuando libera a las autoridades judiciales de la persecución y represión de faltas, numero-
sas pero de escasa importancia, a las normas de la circulación viaria. El Convenio no contra-
dice las tendencias a la despenalización que aparecen, bajo formas muy diversas, en los
Estados miembros del Consejo de Europa.
1. O N T O L O G Í A JURÍDICA
da por el respecto de las infracciones, o sea, por parte de la materia que reclama la
respectiva sanción, ya penal, ya disciplinaria, administrativa o gubernativa». De
donde se deduce «la imposibilidad verdadera de distinguir sustancial, indefectible e
invariablemente, según era obligado, y no por manera arbitraria, puramente circuns-
tancial, las violaciones criminales, cuyo tratamiento únicamente compete al Derecho
Penal, de las otras violaciones que revisten, por el contrario [...] índole administrati-
va, policial o disciplinaria». Aunque, en último extremo, termina encontrando la
siguiente diferencia (pp. 256 ss.): «las penas tienen una naturaleza retributiva, son
pago o compensación del delito ya cometido, son una forma de responsabilidad para
remediar una conducta dañosa, mientras que las correcciones gubernativas, policiales
y disciplinarias no tienen que ver absolutamente nada con la responsabilidad, porque
con ellas no se busca la reparación de mal alguno ya efectivamente causado, sino el
orden y la tranquilidad o, lo que es lo mismo, la disciplina y la cooperación pacífica
de los componentes de un agregado de individuos humanos, a lo que debe añadirse el
dato importante de la peligrosidad que acompaña siempre a las infracciones adminis-
trativas».
En contra de la tesis personal que acaba de ser sentada (la identidad ontológica de
penas y sanciones, de delitos e infracciones, es de naturaleza normativa en cuanto que
resulta de la declaración de las normas en tal sentido) es un hecho que las posturas
que tradicionalmente se vienen adoptando al respecto se están refiriendo a la natura-
leza real de tales figuras, es decir, a su condición no normativa previa a la norma : cir-
cunstancia que explica por sí sola la pluralidad de pareceres, puesto que son innume-
rables los puntos de referencia que a tal propósito pueden tenerse en cuenta. Esta afir-
mación parece lo suficientemente evidente como para poder prescindir de argumen-
tos probatorios. No obstante, quizás resulte útil demostrar lo dicho, aunque sea muy
brevemente. Lo que, desde el punto de vista doctrinal, resulta sumamente fácil ya que
basta acudir a la riquísima cantera de M A T T E S ( 1 9 7 9 , 1 9 8 2 ) para extraer de ella sin
esfuerzo alguno lo que necesitamos y sin tener que caer tampoco en la tentación de la
erudición barata. Con esta salvedad y anuncio de brevedad, a nuestro propósito basta
con poner de relieve cómo todas las tesis que han venido afirmando la diferencia cua-
litativa entre delitos e infracciones administrativas se han apoyado casi sin excepcio-
nes en criterios no normativos, tomados de la moral o de la conciencia popular o de
la política represora estatal o de la Teoría más especulativa del Derecho. Veamos,
pues, un pequeño repertorio de ellas:
eos, que están al margen de la Justicia o, en otras palabras, mientras que unos atentan
contra un «bien jurídico», las otras lo hacen contra un «bien administrativo».
c) Las infracciones administrativas suponen una agresión al «orden» creado por
el Ordenamiento Jurídico, independientemente de su contenido. La normas son esta-
blecidas, cualquiera que sea su objeto, para ser respetadas. El orden así creado se
materializa y, además, condena como infracciones las agresiones de que es objeto. La
infracción administrativa es, pues, una contravención formal mientras que el delito lo
es en un sentido material, puesto que no va tanto contra la norma como contra el con-
tenido material de ella.
d) Como formulación paralela de la postura anterior se encuentra también la
concepción de la infracción administrativa como manifestación de «desobediencia»
frente a la norma.
e) En todos los tiempos ha gozado de gran predicamento la distinción de los ilí-
citos en mala quia mala y mala quia prohibita. En otras palabras: hay acciones que
son injustas «de por sí» mientras que otras son éticamente indiferentes y se convier-
ten en reprochables únicamente porque la norma así lo declara. En las primeras (deli-
tos) el ilícito es previo a la norma, que se limita a reconocerlo. En las segundas, el ilí-
cito es creado por la norma. Esta postura encuentra su justificación inicial en la ética
kantiana y llega hasta autores rigurosamente contemporáneos.
del catálogo del Código Penal ordinario, y nos referimos a los llamados delitos naturales (mala
in se o mala quia mala) que la mayoría de las infracciones correspondientes al llamado
Derecho Penal Administrativo por no decir la totalidad, por su naturaleza de infracciones arti-
ficiales o de creación política (mala quia prokibitá).
Estas sentencias, ya tardías, son los últimos coletazos de una corriente jurispru-
dencial, en su día muy firme, que afirmaba a ultranza la diferencia de sanciones admi-
nistrativas y penas, aunque no por mera especulación teórica sino con el confesado
propósito de excluir aquéllas del articulo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado. Y, aunque ya conocemos suficientes ejemplos de esta
línea, vale la pena recordar la de 25 de junio de 1966, que se repite luego en otras
muchas, como en la de 25 de julio de 1966 (Ar. 89 de 1967), en las que se denuncia
la errónea creencia de que las multas administrativas son sanciones de naturaleza verdadera-
mente penal, como en efecto lo son las que imponen los Juzgados y Tribunales de la
Jurisdicción ordinaria o de las jurisdicciones especiales por razón de delito o falta; [...] en la
reglamentación administrativa de múltiples y variadas materias que se hallan sometidas al cui-
dado y vigilancia de la Administración y en la que éstas actúan regladamente en función de
tutela y policía administrativa para intervenir acciones u omisiones de sus administrados que
para nada rozan la materia penal o criminal propiamente dicha, es de todos conocido y por
lodos los Estados de Derecho practicado que las facultades en tal orden de cosas reservadas a
la Administración permiten a ésta regular las mencionadas actividades de Orden Público admi-
nistrativo y exigiendo la multa como sanción.
del régimen jurídico. Pero sucede que la evolución ha seguido adelante y se ha dado,
como sabemos, un paso más: de la falta de diferenciación ontológica se ha deducido
la existencia de unos supraconceptos en los que se refunden los conceptos o elemen-
tos individuales, apareciendo asi las figuras genéricas y únicas del ilícito, de la puni-
ción y del ius puniendi del Estado.
En el terreno lógico la operación es plausible, aunque pasa por alto que, como antes
se vio, dos seres con identidad ontológica (no normativa) pueden tener perfectamente
un régimen jurídico distinto. Estratégicamente, sin embargo (y la Ciencia del Derecho
es fundamentalmente finalista o estratégica), se ha producido un acontecimiento ines-
perado. Porque si recordamos que lo que se pretendía con la identidad ontológica era
facilitar la aplicación del Derecho Penal, he aquí que, al saltar al plano del supracon-
cepto, tenemos que abandonar el piso inferior del delito y del Derecho Penal para colo-
camos en el plano superior del ilícito genérico y del Derecho Público estatal.
A partir de este momento, en efecto, todo son contradicciones y despropósitos,
demostrándose una vez más que los creadores de dogmas, con frecuencia, o no se dan
cuenta de sus consecuencias jurídicas o, pura y simplemente, no se los toman en serio,
limitándose a disfrutar intelectualmente del nuevo verbalismo que se inventan.
Llegados a las cumbres de los supraconceptos, habría que atenerse, en rigor, al
Derecho Público estatal que en ellos reina y olvidarse del Derecho Penal propio de los
valles inferiores animosamente dejados atrás y abajo. Y, sin embargo, constatamos con
asombro que los autores y jueces que con más decisión afirman el ius puniendi único
del Estado, prescinden luego por completo de sus consecuencias y siguen aferrados —
como si nada hubiera pasado— a la vieja cuestión de la aplicación del Derecho Penal.
Contemplada desde las alturas del siglo xxi ofrece la historia del Derecho
Administrativo Sancionador, un panorama deprimente. La literatura alemana ha esta-
do indagando paciente y brillantemente durante casi dos siglos la naturaleza jurídica
de las infracciones administrativas; pero sus admirables resultados (que han conta-
minado dogmáticamente el mundo entero) se han derrumbado como un castillo de
naipes cuando el Legislador ha tenido el capricho de convertir de golpe algunas
infracciones en delitos, y en otros casos a la inversa. Así las cosas, ya nadie puede
dudar que las calificaciones no dependen del contenido material de los ilícitos (ni de
su función ni de sus fines) sino que son meras etiquetas que el Legislador va colo-
cando libremente por razones de una política punitiva global en la que se utiliza a las
normas como simples instrumentos. En definitiva: después de haber estado anali-
zando y discutiendo durante más de cien años la naturaleza y la identidad o des-
igualdad ontológica de los delitos e infracciones administrativas, se ha llegado a la
conclusión de que todo este trabajo ha sido (casi) inútil por estar mal planteado, al
haberlo centrado en el terreno metanormativo, que para nada vincula al Legislador,
quien puede cambiar de la noche a la mañana por criterios propios absolutamente
coyunturales. Parafraseando a VON KIRCHMANN, un capricho innovador de una ley ha
mandado al desván la biblioteca entera de MATTHES.
Por lo que se refiere a España, las dificultades venían de la circunstancia de care-
cer de un régimen administrativo sancionador general aunque fuera mínimo. Y para
remediarlas, en lugar de proceder a su creación por obra del Legislador o por el
paciente esfuerzo de los Tribunales, se prefirió acudir a un atajo mediante la manio-
bra dogmática de equiparar infracciones administrativas y delitos al objeto de apro-
vechar de golpe el régimen legal existente. Operación que, como se comprobará en su
momento, ha terminado frustrada.
Y, para mayor desgracia, algunos autores, olvidándose de la funcionalidad del
análisis dogmático, han convertido la cuestión en un juego especulativo verbalmente
provechoso de erudición frivola facilitada por ciertas obras de divulgación.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 161
esta cuestión para intentar alcanzar una mayor precisión previa, dando un quiebro al
discurso y pasando desde la perspectiva ontológica habitual a la aproximación feno-
menológica.
3. APROXIMACIÓN FENOMENOLÓGICA
Esquema que se cierra con una última constatación clave: el legislador, cuando lo
tiene por conveniente, altera sustancialmente la situación y lo que ayer eran infrac-
ciones administrativas, se convierten mañana en delitos (como sucedió con las infrac-
ciones de contrabando a partir de la Ley Orgánica 7/1982, de 13 de julio), y lo que
eran ilícitos penales se convierten de pronto en infracciones administrativas. Esto es
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 163
Hasta aquí no puede ser más sincera y realista la postura del legislador. Lo malo del
caso es que, al afirmar el capital principio de la «intervención penal mínima», se ha con-
siderado obligado a introducir criterios materiales de diferenciación, capaces por sí
solos (de ser atendidos por la doctrina) de reabrir las compuertas de una polémica dog-
mática que anegaría —y esterilizaría— la bibliografía española de los próximos años:
Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención
mínima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para aquellos comporta-
mientos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuadamente
más que con el recurso a la pena; tan grave decisión se funda, a su vez, en la importancia de
los bienes jurídicos en juego y en la entidad objetiva y subjetiva de las conductas que los ofen-
den.
1. EL PROCESO DE INTEGRACIÓN
En cuanto a cuáles son los principios aplicables, habría que empezar suscribien-
do las rotundas afirmaciones de QUINTERO (1991, 262) —inspirada inequívocamente
en la función garantista que aporta el Derecho Penal al integrarse en el Derecho
Administrativo Sancionador— de que «cuando se declara que las mismas garantías
observables en la aplicación de las penas se han de respetar cuando se trata de impo-
ner una sanción administrativa, no se hace en realidad referencia a todos y cada uno
de los principios o reglas reunidos en la Parte General del Derecho Penal, sino a aque-
llos a los que el Derecho Penal debe someterse para satisfacer los postulados del
Estado de Derecho, que son principios derivados de los declarados en la Constitución
como fundamentales». Por lo demás, los Tribunales, en lo que yo sé, no han hecho
pronunciamientos específicos minuciosos sobre el particular. Tengo, en todo caso, la
impresión de que cuando se habla de principios no se está pensando únicamente en
los que lo son en sentido estricto o rigurosamente técnico, sino que se comprenden
también reglas de Derecho. La Jurisprudencia del Tribunal Supremo suele hablar de
«principios inspiradores». La Sentencia de 9 de junio de 1986 hace referencia a «prin-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 167
cipios valorativos o interpretativos que presiden el Derecho Penal», así como a «cri-
terios técnico-jurídicos comunes y unitarios». Expresiones que demuestran bien a las
claras que se trata de algo muy distinto a la analogía de preceptos, aunque ésta pueda
actuar acumuladamente.
Las Sentencias del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160) y 20
de enero de 1987 (Ar. 203), debidas ambas a la pluma magistral de Mendizábal, enu-
meran —aunque naturalmente sin ánimo de exclusividad— una serie de principios
penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador como son: el de presun-
ción de inocencia, el de legalidad y el de interdicción de arbitrariedad.
En cualquier caso, partiendo del supuesto de que se trata de la aplicación de prin-
cipios (no de normas y reglas) y no de todos los principios del Derecho Penal, sino
solamente de algunos, a la hora de determinar cuáles son concretamente los que a
estos efectos entran en juego, en lugar de intentar hacer una lista de ellos —que nunca
podría ser segura ni exhaustiva—, cabe preguntarse antes con carácter general si la
referencia habría de limitarse únicamente a los constitucionalizados.
Tal como ya se ha apuntado más arriba, la diferencia entre una y otra de las solu-
ciones posibles es trascendental. Si únicamente son aplicables los principios de
Derecho Penal ya constitucionalizados, su repertorio se reduce notoriamente y, sobre
todo, está fuera de duda que prevalecerán sobre las disposiciones sancionadoras
aunque tengan rango de ley, como ha observado SUAY (RAP, 1 0 9 , p. 2 1 3 ) : «al legisla-
dor le está constitucionalmente vedado incorporar a la regulación de las sanciones
administrativas principios completamente opuestos o absolutamente incompatibles
con el orden penal». Pero otra cosa ha de ser con los «principios» no constituciona-
lizados, que se aplicarán únicamente ante el silencio de la ley administrativa. Porque
si no interviene la Constitución, no hay razón alguna para dar preferencia (dentro de
las normas del mismo rango) a la penal (y mucho menos a los principios de ella dedu-
cidos, cuya subordinación jerárquica viene impuesta por el artículo 1.4 del Código
Civil), antes al contrario, parece lógico que prevalezca la administrativa sancionado-
ra ya que es más específica. Sin ánimo de agotar el repertorio posible, en el presente
libro se examinan cabalmente los «principios» —en el sentido amplio entendidos—
que afectan más directamente al Derecho Administrativo Sancionador.
Desde esta perspectiva pueden hacerse dos proposiciones recíprocamente com-
plementarias: Ia En todo caso son aplicables los principios punitivos constituciona-
lizados. que se entenderán comunes a todo el ordenamiento punitivo del Estado, aun-
que originariamente procedan del Derecho Penal y que, naturalmente, han de preva-
lecer sobre cualquier disposición del legislador. 2.a Pero también son aplicables al
Derecho Administrativo Sancionador los principios propios del Derecho Penal no
constitucionalizados; si bien en tal caso no han de prevalecer sobre los específicos
del otro ámbito que tengan rango de ley.
La primera fiase de proposición segunda viene fundamentada por la elemental e
indiscutible consideración de que, habiendo sentado el Tribunal Supremo esta regla
de extensión de principios antes de la Constitución, con toda evidencia tenía que
estar pensando en principios penales no constitucionalizados, a los que luego, obvia-
mente, se han añadido los constitucionales.
Bien es verdad que a este propósito surge una duda inquietante: si la base de este
mecanismo de comunicación o extensión normativa es la idea de que el Derecho
Penal y el Derecho Administrativo Sancionador son manifestaciones iguales y para-
lelas de un Derecho punitivo común, ¿por qué se da prevalencia a los principios del
Derecho Penal, que se extienden a los del Derecho Administrativo Sancionador, y no
a la inversa? A mi modo de ver, la transposición normativa habría de discurrir en las
dos direcciones, como en un mecanismo de vasos comunicantes. Y creo que esta tesis
168 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Veamos seguidamente hasta qué punto las normas reglamentarias —que son las
más abundantes— del Derecho Administrativo Sancionador han de ceder ante el
Código Penal y demás leyes penales especiales. Una cuestión que no puede ser re-
suelta mediante la cómoda remisión a las reglas de la jerarquía formal y de la crono-
logía de la aparición. Nuestro caso es mucho más complejo, y creo que el mejor modo
de abordarlo es con la ayuda de la teoría de los conjuntos y grupos normativos, mag-
níficamente representada en España por los profesores VILLAR PALASÍ y GONZÁLEZ
NAVARRO, y que, a través de éste, ha accedido con normalidad a la jurisprudencia del
Tribunal Supremo.
La primera cuestión que hay que aclarar es la de si el Ordenamiento Penal y el
Ordenamiento Administrativo Sancionador constituyen un conjunto normativo. Lo
que a mi juicio merece una respuesta afirmativa, ya que la tesis del Poder punitivo
único del Estado y del correlativo Ordenamiento punitivo único del Estado está pre-
suponiendo implícitamente la existencia de una conjunto normativo que comprende
ambas «manifestaciones». Ahora bien, este conjunto normativo punitivo se fracciona
inequívocamente en dos «subgrupos normativos» (las «manifestaciones»): el penal y
el administrativo sancionador. La mejor prueba de este fraccionamiento es la exigen-
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 169
3. ALCANCE DE LA APLICACIÓN
Una vez examinada la cuestión de los principios concretos del Derecho Penal que
han de aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador, aún queda por resolver el
problema fundamental, es decir, el de precisar el alcance de la función integradora con
que tales principios han de aplicarse. Los Tribunales insisten una y otra vez, y siem-
pre con gran énfasis, en la afirmación de que no es lícita una aplicación automática
de un ámbito a otro, que presentaría, además, no pocas dificultades técnicas. En pala-
bras de la STS de 21 de diciembre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano), «la trasla-
ción automática de lo que constituyen instituciones o instrumentos dulcificadores de
la responsabilidad de previsión expresa en el Código Penal al campo sancionador de
la Administración presenta dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos
ordenamientos».
Por ello, se viene advirtiendo desde el primer momento (cfr. la STC de 18 de junio
de 1981), y de manera reiterada, que la aplicación ha de hacerse «con matices». Y esto
tanto por parte del Tribunal Constitucional como del Supremo, de lo que ya hemos
visto algunos testimonios, a los que se podría añadir otro significativo por ser pre-
constitucional, el de la sentencia de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472; Suárez
Manteóla), reproducido luego en otra muy posterior de 13 de mayo de 1985 (Ar. 4582;
Vivas Marzal): «debidas matizaciones que dimanan de la naturaleza de las sanciones
administrativas que atienden [...] al debido cumplimiento de los fines de una activi-
dad de la Administración».
De la misma forma que «la aplicación de los criterios del Derecho Penal al
Derecho Administrativo Sancionador no es absoluta» (STS de 13 de marzo de 1985;
Ar. 1208; Ruiz Sánchez). Y es que, como dice la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73;
Martín del Burgo), «la existencia de unos principios comunes a todo Derecho de
170 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
mentales. En esta misma línea tiene, a mi juicio, singular importancia una doctri-
na del Tribunal Constitucional que se resume en la sentencia 181/1990, de 15 de
noviembre:
es doctrina de este Tribunal que las garantías del artículo 24 de la Constitución resultan de apli-
cación al procedimiento administrativo sancionador en la medida necesaria para preservar los
valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que garan-
tiza el artículo 9 de la Constitución (STC 18/1981). Ahora bien, este Tribunal ha tenido tam-
bién la oportunidad de precisar que tal aplicación no ha de entenderse de forma literal e inme-
diata, sino en la medida en que las garantías citadas sean compatibles con la naturaleza del
procedimiento (STC 2/1987); lo que impide una traslación mimética de las garantías propias
del procedimiento judicial al administrativo sancionador.
1. EL D E R E C H O REPRESIVO DE POLICÍA
v
Durante varios siglos se ha venido considerando sin vacilaciones que las sanciones
impuestas por los órganos de la Administración lo eran en el ejercicio de la potestad de
Policía. Una actitud perfectamente lógica si se tiene en cuenta que la Policía se identi-
ficaba con la Administración interior y operaba como «la» alternativa a la Jurisdicción.
Esta concepción perdió, sin embargo, su razón de ser cuando evolucionó la idea
universal de la Policía para convertirse en «una» variedad de entre las múltiples acti-
vidades administrativas, rompiéndose así la vieja identidad entre Policía y
Administración interior, tal como he descrito con detalle en otro momento ( N I E T O ,
1976). La consecuencia fue que hubo de buscar un nuevo lugar para residenciar a las
contravenciones de policía y esto sucedió, en efecto, en Alemania e Italia.
En España, sin embargo, la concepción policial se mantuvo durante más tiempo
debido en gran parte a la influencia de Sudamérica (no demasiado avanzada, en ver-
dad, al respecto) y al espíritu apostólico de CASTEJÓN.
Don Federico CASTEJÓN Y MARTÍNEZ DE ARIZALA, Magistrado del Tribunal
Supremo, catedrático de Derecho Penal y miembro de la Real Academia de
Jurisprudencia y Legislación, vivió en los años más bajos de la Ciencia Jurídica Penal
Española (décadas de los cuarenta y cincuenta) y se dedicó, casi en solitario, al estu-
dio de las faltas penales, gubernativas y administrativas, publicando un libro con este
título en 1950, al que siguió un segundo volumen (o «apéndice primero») en 1955. A
lo largo de su vida predicó incansable la idea de que «los hechos punibles mínimos
deben constituir la materia de un Código de policía, aplicado en forma sumaria por
Tribunales de policía» a la manera de algunos ejemplos europeos y sudamericanos.
Tesis compartida entonces por la generalidad de los penalistas (cfr. D E L ROSAL,
Principios de Derecho Penal español, II, 1.°, 1948, 534 ss.).
La idea no llegó a prosperar legislativamente pero fue tomada por entonces muy
en serio y cristalizó en un Anteproyecto de Código de Policía discutido en 1951 en la
Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (CASTEJÓN, 1955, 7-30), de la misma
manera que fue objeto de estudio en el I Congreso penal y penitenciario hispano-luso-
americano y filipino de Madrid, 1952, con estudios de Roberto GOLDSCHMIDT
(Venezuela), LEVENE (Argentina) y FERRER SAMA (España), titulado el de este último
Delimitación de falta municipal y falta penal y función de la policía municipal en
materia penal (cfr. CASTEJÓN, 1955, 65 ss.). En la actualidad, sin embargo, esta con-
cepción, aunque late todavía en algunas sentencias ocasionales del Tribunal Supremo,
puede considerarse completamente abandonada, puesto que la policía tradicional ha
caído víctima de la animosidad de los movimientos democráticos de la primera época
de la transición y de la crítica teórica implacable de varios autores encabezados por la
autoridad de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO.
174 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
de ser siempre expresa y concreta. La primera proposición debe ser aceptada sin reser-
vas; pero no así la segunda, que es absolutamente irreal y de aquí que la Jurisprudencia
la haya rechazado de forma expresa. En cualquier caso, y para evitar reiteraciones, me
remito a lo expuesto en el capítulo precedente a propósito de la potestad sancionadora
de la Administración. Sería injusto, con todo, silenciar aquí que el Derecho Penal de
Policía, aunque sea debidamente modernizado, sobrevive en la obra tenaz de Luis DE
LA MORENA, quien, además de haberse ocupado muy pormenorizadamente de las san-
ciones de la Ley de Orden Público que no se refieren estrictamente al Orden Público,
sigue sosteniendo (1989b) que «la actividad de policía queda dividida en dos: una acti-
vidad inicial o de policía preventiva, por lo común de naturaleza normativa o gestora
[...] y otra actividad posterior o de policía represiva, de neta naturaleza sancionadora y
exclusivamente orientada a hacer cesar los focos de desorden o perturbación detecta-
dos, establecer la normativa y castigar a los culpables de tal alteración».
La Policía es una cuestión recurrente que para desesperación de los juristas libe-
rales más radicales reaparece tercamente en el Derecho Administrativo Sancionador
después de haber sido expulsado de él una y cien veces. Buena prueba de ello es lo
que está sucediendo en los años noventa a propósito de las sanciones impuestas por
incumplimiento de horarios de cierre de discotecas, que el Tribunal Supremo, no sin
muchas vacilaciones y en medio de una apasionada discusión doctrinal, ha terminado
por declarar legales, como se comprueba, entre otras muchas, en la sentencia de 24 de
junio de 1992 (Ar. 4718; Sánchez-Andrade):
Puede sostenerse la cobertura que a tal Reglamento (de Policía de Espectáculos Públicos
y Actividades Recreativas de 1982) sigue prestando la Ley de Orden Público en las situacio-
nes de normalidad, pues no debe olvidarse que en ellas —y siempre ceñido al campo de los
derechos no fundamentales— el orden público es un concepto jurídico que puede integrar en
su contenido expansivo al de «tranquilidad pública», y desde él justificar sobradamente la
intervención administrativa con la finalidad de protección de los derechos de los ciudadanos
en relación con el descanso.
2. E L D E R E C H O P E N A L ADMINISTRATIVO
gar de su procedencia administrativa pero abrió sus puertas del Derecho Penal, colo-
cándose —por así decirlo— bajo su tutela técnico-jurídica. Ahora bien, la cuestión
que, no obstante, seguía abierta era la del aparato público al que había que encargar
su ejercicio. En esta tierra de nadie podía valer cualquier de las opciones en juego,
tanto la administrativa como la penal, e incluso parecía más lógica la penal habida
cuenta de las las influencias —casi servidumbres— a que estaba sometido. Pero es el
caso que fracasaron todos los intentos que se hicieron en tal sentido; y la cosa tiene
su explicación porque era más que dudoso que los jueces penales, sin experiencia
alguna al respecto, hubieran sido capaces de asimilar la recepción de un tipo nuevo de
ilícitos que se equiparaba, aunque en unos términos bastante confusos, a los tradicio-
nales.
mente oportunísima ya que de esta manera se abre paso, con absoluta naturalidad, a
las influencias benéficas (maduradas en una evolución bicentenaria) del Derecho
Penal. El Derecho Administrativo Sancionador no ha querido renunciar a su nacio-
nalidad de origen (el Derecho Administrativo), pero como desconfía de él y de su
autoritarismo tradicional, no ha buscado aquí por sí mismo los mecanismos de la
protección y garantías de los interesados y ha preferido «tomarlas en préstamo» del
Derecho Penal, que tiene una mayor experiencia a tal propósito. Conste, por tanto,
que esta apertura al Derecho Penal no desvirtúa la naturaleza del importador, que
sigue siendo administrativa. Y, además (como he repetido), es sólo provisional, o
sea, a falta de normas suficientes propias del Derecho Administrativo y hasta tanto
éste no las produzca. Así lo ha constatado también la Exposición de Motivos de la
LPSPV, donde se dice que «puede que en el futuro el tronco común del ius puniendi
se nutra también de sus ramas administrativas, pero, en la actualidad, los principios
esenciales, lo común punitivo se encuentra en las normas de la parte general del
Derecho Penal».
La aplicación de los principios penales (ya examinada más atrás) se justifica úni-
camente por la necesidad de garantizar los derechos fundamentales del ciudadano en
un mínimo suficiente que impida una desigualdad intolerable de trato entre el proce-
sado y el expedientado. Este mínimo lo proporciona ahora el Derecho Penal; pero si
algún día lo garantizase el Derecho Administrativo perdería su razón el préstamo
actual. Afirmaciones que, por lo demás, no obstan a la cautela, antes anunciada y que
se irá confirmando a lo largo del libro a propósito del riesgo que una aplicación exce-
sivamente unilateral del Derecho Penal puede suponer para los interesados generales
y colectivos.
I. E V O L U C I Ó N DE SU RÉGIMEN J U R Í D I C O
La cita ha sido larga, pero valía la pena la transcripción porque sirve para com-
probar el estado de la cuestión en 1972. Gracias a tan amplio excurso teonco pode-
mos saber que en esta fecha preconstitucional (y no hay que olvidar que se apoya en
180 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
sentencias muy anteriores de los años cincuenta y sesenta) lo que hoy llamamos
Derecho Administrativo Sancionador, sin llegar a estar ciertamente desarrollado, con-
taba con elementos más que suficientes para no poder ser frivolamente calificado —
como entonces se hizo y todavía se sigue haciendo— de «prebeccariano».
Con esto llegamos a la etapa del Derecho Administrativo Sancionador, en la que
ahora estamos y que todavía dista mucho de estar cerrada ya que aún falta mucho
camino por recorrer. En estos años se ha llevado a cabo una ingente labor de depura-
ción y adaptación —no siempre fructífera, es verdad— de los principios del Derecho
Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador , estableciéndose, en suma,
un «sistema de fuentes», que en mi opinión se ordena en los siguientes términos:
2. DE LA REPRESIÓN A LA PREVENCIÓN
3. D E L DAÑO A L RIESGO
En la figura tradicional del ilícito aparece un daño como elemento central que se
castiga y tiene, además, un efecto psicológico secundario: la disuación mediante el
dolor con objeto de que el infractor no repita su acción. En definitiva, puro conduc-
tismo ya que así se adiestra en sus escuelas a los perros guardianes y a las ratas en los
laboratorios de investigación. La multa impuesta por el Ministerio de Hacienda hará
pensar dos veces al infractor antes de volver a cometer una defraudación fiscal.
Esto es cierto, desde luego, pero se trata de una observación parcial ya que la
clave del sistema administrativo sancionador no se encuentra en el daño sino en el
riesgo , no en la represión sino en la prevención (que no es un mero efecto colateral).
La respuesta jurídica al daño es la responsabilidad económica, de naturaleza sus-
tancialmente civil aunque pueda derivarse de una ilicitud administrativa o de un deli-
to. En estos últimos casos la sanción no es una alternativa a la indemnización sino un
complemento. En la actualidad, y cada día en mayor medida, el riesgo es el protago-
nista del Derecho Administrativo Sancionador desplazando al daño a segunda fila. El
circular con semáforo rojo constituye una infracción aunque no se produzca accidente
alguno; mientras que pueden producirse accidentes daños indemnizables aun respe-
tando escrupulosamente las señales de tráfico.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 183
ees si se quisiera tener una organización adecuada de represión y, además, habría que
ampliar desmesuradamente su competencia técnica. En cambio, si se utiliza a tales
efectos la organización administrativa, ya tenemos un número de funcionarios poten-
cialmente adecuado para la represión y, además, capacitados técnicamente puesto que
su competencia está especializada.
Huelga decir que la elección de cualquiera de las opciones de este dilema es con-
vencional y responde a una voluntad política. El legislador español se ha decidido,
según sabemos, por la solución no judicial —quizás porque la otra es aún menos via-
ble—, asumiendo en consecuencia todos sus inconvenientes, que no son pocos.
C) La invocación del riesgo o peligro como elemento integrador del tipo infrac-
tor es tan habitual en la legislación sancionadora que los ejemplos sobran. En la Ley
de Puertos de 24 de noviembre de 1992 se hacen más de una docena de alusiones a él
y en la Ley de 1 de julio de 1992, de prevención y control integrados de contamina-
ción, casi todas las infracciones que aparecen en su artículo 31 llevan la coletilla de
«siempre que se haya producido con daño para el medio ambiente o se haya puesto en
peligro la seguridad o salud de las personas».
La Ley de 19 de julio de 1984, de defensa de los consumidores y usuarios, ade-
más de tipificar diversas infracciones con la nota del peligro, ofrece en su artículo 35
la peculiaridad de considerar la intensidad de él como criterio para la calificación de
la infracción.
5. C O R O N A C I Ó N DEL PROCESO
sancionador. Las peculiaridades de este régimen Administrativo son tan intensas que
permiten poner en duda en este ámbito el principio de la reserva legal o, al menos y
en todo caso, reconocer que su alcance es aquí muy distinto que en el Derecho Penal.
j) Igualmente es distinto el régimen de culpabilidad, que ha llegado a separarse
tanto del propio Derecho Penal que en algunos supuestos —el de las infracciones por
mera inobservancia— más que ser distinto es literalmente contrario.
g) En algunos extremos, como en el de la prescripción, la legislación adminis-
trativa ha consagrado la total independencia del régimen administrativo.
A la vista de esta relación —que dista mucho de ser exhaustiva— hoy puede afir-
marse sin vacilar que el Derecho Administrativo Sancionador es ya, sin ambajes, un
Derecho Administrativo y no un híbrido —o un colono— del Derecho Penal como
durante tantos ha venido creyéndose y sigue manteniéndose por un sector no minori-
tario de jueces y autores.
1. U N DISGREGACIÓN IMPARABLE
Pero no sólo la historia puede ayudarnos eficazmente, como se ve, sino también
la filosofía. Porque filósofos fueron los que primero se han percatado de la quiebra
del mundo racional y desde hace tres decenios mal contados nos están enseñando a
superar la modernidad y a vivir en un mundo posmoderno regido por la diversidad,
siendo el Derecho una de las manifestaciones más claras de tal posmodernidad. La
situación actual podrá gustarnos o no, pero ya que no la podemos reformar, sólo nos
queda reconocerla y entenderla.
Así las cosas, caben —y se adoptan— varias soluciones. Unos han optado por
ignorar lo que ha sucedido y siguen adorando a un dios que desapareció hace tiempo.
Otros prefieren levantar un dedo censorio anatemizando la realidad mientras se delei-
tan nostálgicamente en el pasado. Otros, en fin, aceptan la situación, quizás resigna-
damente o con entusiasmo en la medida en que les obliga a realizar un esfuerzo inte-
lectual estimulante.
Por lo que se refiere concretamente al Derecho Administrativo Sancionador hay
juristas que se han apresurado a rendir banderas reconociendo que hay tantos
Derechos Administrativos Sancionadores como territorios, materias y sujetos y se
atienen pragmáticamente a la maraña legislativa. Mientras que otros, en cambio, bus-
camos afanosamente un hilo conductor que preste unidad dogmática a este montón
desordenado de textos positivos.
Volvamos de nuevo un momento la mirada hacia atrás. En los siglos xvn y XVIII
los buenos juristas galvanizaron el cuerpo normativo de cada país gracias a la idea
vivificante del Derecho Natural, que estaba por encima de los fraccionamientos legis-
lativos. Lección que se olvidó en la primera mitad del siglo xix cuando, bajo el influjo
de un positivismo radical y miope, el Derecho Administrativo se convirtió —basta
examinar todos los manuales de la época para comprobarlo— en un mero repertorio
de disposiciones mejor o peor comentadas adpedem litteram. Porque la obra hercú-
lea, aunque estéril, que la Escuela de la Exégesis pudo hacer con el Code Civil era
inimaginable —es más, ni siquiera se intentó— con los variados e innumerables frutos
del árbol administrativo. Este ejemplo puede parecer simplemente erudito pero no es
así, ya que en España hemos vuelto a caer en la exégesis y cada día aparecen en las
librerías comentarios al Derecho Administrativo Sancionador del medio ambiente, o
del suelo, o de la alimentación, preludiando a los que luego han de venir sobre el Dere-
cho Administrativo Sancionador medioambiental de Aragón o pesquero de Galicia.
Resulta imprescindible, por tanto, ir más allá de los fragmentos positivos —terri-
toriales, materiales y subjetivos— hasta encontrar una roca firme que permita cons-
truir el edificio del Derecho Administrativo Sancionador que tanto necesitamos y que,
desafortunadamente, no está en el Derecho comunitario europeo. Desde el primero
momento se ha creído encontrarla en el Derecho Penal y forzoso es reconocer que esta
idea, por muy rudimentaria que fuera, resultó fértil y permitió nacer al Derecho
Administrativo moderno liberándole de los balbuceos originarios de una excrecencia
de la Policía. A partir de la primera edición de este libro se está buscando en el
Derecho Público estatal ese nervio único revitalizador de todo el ordenamiento y a la
vista está que casi todos los grandes progresos que en este campo se han hecho, están
movidos por la Constitución, a pesar de no ser en este punto ni elocuente ni acertada.
Ahora quiero desarrollar esta idea subrayando quién ha sido el autor de este
esfuerzo y de qué instrumento se ha valido para realizar esta obra asombrosa que ya
ha llegado a su madurez si no a su apogeo.
El Derecho Administrativo Sancionador ha podido afirmarse en España gracias a
la unidad que le han prestado los Tribunales contencioso-administrativos (y luego el
Constitucional). Los millones de actos administrativos sancionadores no han supuesto
paso alguno en el progreso del Derecho Administrativo Sancionador, cabalmente por-
190 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
que todos y cada uno se limitan a aplicar rutinariamente un precepto aislado de una
ley inconexa y con una mentalidad cerradamente positivista. El Derecho Admi-
nistrativo Sancionador ha nacido y se ha desarrollado en España a golpe de un puña-
do de jueces y de sentencias que han acertado a comprender que detrás de los textos
hay unas normas y que éstas se inspiran en unos principios que son los que las hacen
inteligibles y dan vida. A los autores académicos nos ha correspondido luego la tarea
—imposible de realizar desde las sentencias— de diseñar un sistema que articule los
textos, las normas y los principios. Así es como se ha podido saltar de las leyes admi-
nistrativas sancionadoras al Derecho Administrativo Sancionador y dejemos a los exé-
getas que sigan comentando los textos desde el rincón de su huerto particular, que
también son útiles para los abogados y funcionarios.
El Derecho Administrativo español actual seria inimaginable sin la obra paciente y
cotidiana de magistrados como Mendizábal, Martín del Burgo, Delgado, Gómez
Manzano, González Navarro o Baena, algunos de los cuales llevaron luego su ciencia y
experiencia del Tribunal Supremo al Tribunal Constitucional y, por lo que a este último
se refiere, seria injusto silenciar la influencia que sus letrados han tenido en la elabora-
ción de la disciplina. Los borradores de sentencias que ellos redactan —que no se publi-
can ni son públicos— carecen absolutamente de peso jurisdiccional y hasta de valor a
efectos de la resolución decisoria, que es obra exclusiva de los magistrados firmantes;
pero, sin menospreciar la impronta individual de los ponentes y de los autores de los
votos particulares, es notorio que los letrados están aportando una erudición selectiva,
una reflexión imaginativa, una labor de síntesis y una prudencia en la decisión que han
convertido la casuística judicial en un arte y en la mejor herramienta de trabajo de que
disponemos. Con lo que se demuestra, una vez más, que la ciencia puede avanzar sin
nombres y apellidos, sin títulos académicos ni premios a la vanidad. Otra cosa es que
así se reconozca en la cultura individualista y competitiva en que vivimos.
Los jueces españoles tienen con frecuencia una sorprendente veta didáctica que a
veces irrita a las partes, que verían con más gusto una fúndamentación concreta del
conflicto que una subida teorización abstracta. Es cierto, desde luego, que los jueces
no están para teorizar sino para resolver conflictos concretos; no deben moverse, por
tanto, en el nivel de la teoría sino en el de la práctica. Ahora bien, cuando se trata de
un Derecho en formación, como es el Derecho Administrativo Sancionador, esta ten-
dencia —quizás no recomendable en general— de subirse al púlpito a impartir ser-
mones de sana doctrina incluso aunque no vengan a cuento, es algo que no sólo debe
serles perdonado sino de agradecer es porque, dicho sea sinceramente, sin ello no
habríamos llegado a donde estamos.
Suele decirse que algunos magistrados al llegar al Tribunal Supremo recuperan
una vocación académica frustrada en su juventud y que compensan en el estrado lo
que no pudieron hacer en la cátedra. Esto parece cierto a tenor del contenido de
muchas sentencias, pero hay que añadir que es una fortuna que así sea, máxime si se
piensa y tiene en cuenta que llegan más lejos y encuentran un auditorio más atento los
repertorios de jurisprudencia que los manuales universitarios.
No es posible silenciar, sin embargo, el riesgo que corre este soberbio edificio,
todavía no estabilizado del todo, como consecuencia del doble impacto fraccionador
de las incontinencias legislativas materiales y territoriales y —lo que es más alar-
mante— de la anunciada autonomización de los tribunales de justicia territoriales: 19
tribunales superiores van a sustituir a un Tribunal Supremo. Y si bien es verdad que
aquéllos han venido demostrando hasta ahora una admirable prudencia y un consu-
mado dominio técnico, sería temerario desconocer los riesgos del futuro, sobre todo
contando con la sinergia potenciadora de una correlativa legislación autonómica. A
este propósito cada día se están relajando más, según sabemos, las influencias del
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 191
Derecho Penal que por su naturaleza constitucional estatal venía actuando como grapa
de soldadura unitaria frente a las tendencias disgregadoras. Función que conocida-
mente no puede desarrollar el Derecho Administrativo ya de por sí bastante fraccio-
nado. En su consecuencia es previsible el aumento de las presiones centrífugas.
2. B O S Q U E J O DE UN N U E V O SISTEMA
suerte que tiene intensidades distintas según el ámbito sobre el que haya de proyec-
tarse»; así cabe distinguir hasta cuatro sentidos distintos:
A) En el ámbito penal es precisa una subdistinción: cuando se trate de imponer penas pri-
vativas de libertad, lo dispuesto en el artículo 81.1, en relación con el 17, exige que las normas
penales estén contenidas en Ley Orgánica. En los restantes supuestos bastará con Ley Ordinaria.
B) En el terreno de la potestad sancionadora de la Administración, a su vez, es también
necesaria una nueva clasificación, para graduar la posible participación reglamentaria, siem-
pre sobre la base de la ley: a) Cuando la Administración actúa en virtud de su supremacía
general, la reserva de ley permite una posibilidad de regulación reglamentaria en virtud de
remisión de la ley, hecha con una determinación que prefigura el posterior desarrollo regla-
mentario; b) En el campo de la supremacía especial, caracterizado por una capacidad de auto-
ordenación de la Administración se exige también la cobertura legal, pero se admite con más
amplitud la virtualidad del Reglamento para tipificar en concreto las previsiones abstractas de
la ley sobre las conductas identificables como antijurídicas.
22. En opinión de la Comisión, los Estados miembros están obligados, por imperativo
del artículo 5, a imponer a las personas que infringen el Derecho Comunitario, las mismas san-
ciones que a las que violan el Derecho Nacional [...].
23. Si una regulación comunitaria no prevé una sanción para el caso de una violación
de la misma o se remite a las disposiciones del Ordenamiento jurídico y administrativo nacio-
nal, los Estados miembros están obligados, de conformidad con el artículo 5, a adoptar las
medidas que sean necesarias para asegurar la vigencia y la eficacia del Derecho Comunitario.
24. A tal propósito, los Estados miembros —a los que, por lo demás, corresponde ele-
gir las sanciones— deben tener en cuenta que las infracciones del Derecho Comunitario deben
194 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
ser castigadas de acuerdo con las reglas materiales y procesales similares a las propias del
Derecho nacional, en relación con la clase y gravedad de las infracciones y siempre de tal
manera que la sanción ha de ser eficaz, proporcionada y disuasoria.
Quizás no sea éste el capítulo más adecuado para encajar en él las precisiones
conceptuales que a continuación van a hacerse; pero parece conveniente dar noticia
de ellas antes de entrar en el análisis pormenorizado del régimen jurídico del Derecho
Administrativo Sancionador.
1. I N F R A C C I Ó N , H E C H O Y ACCIÓN
2. S A N C I O N E S Y OTRAS F I G U R A S A F I N E S
Para determinar si una consecuencia jurídica tiene, o no, carácter punitivo, habrá que
atender , ante todo, a la ftuición que tiene encomendada en el sistema jurídico. De modo que
si tiene una función represiva y con ella se restringen derechos como consecuencia de un ilí-
cito, habremos de entender que se trata de una pena en sentido material, pero si en lugar de la
represión concun-en otras finalidades justificativas deberá descartarse la existencia de una
pena por más que se trate dé una consecuencia gravosa [...] No basta, pues, la sola pretensión
de constreñir al cumplimiento de un deber jurídico (como ocurre con las multas coercitivas) o
de establecer la legalidad conculcada frente a quien se desenvuelve sin observar las condicio-
nes establecidas en el Ordenamiento Jurídico para el ejercicio de una determinada actividad.
Es preciso que, de manera autónoma o en concurrencia con esas pretensiones, el peijuicio cau-
sado responda a un sentido retributivo... El carácter de castigo criminal o administrativo de la
reacción del ordenamiento sólo aparece cuando, al margen de la voluntad separadora, se inflin-
ge un peijuicio añadido.
La doctrina iuspubticista viene distinguiendo desde el último tercio del siglo entre san-
ciones administrativas y otras decisiones restrictivas de derechos adoptadas por la
Administración frente al incumplimiento del particular de los deberes que le incumben Se
trata, en este segundo caso, de declaraciones de caducidad o revocaciones de licencias, autori-
zaciones y concesiones administrativas. Esta distinción elemental entre sanción y revocación
o caducidad ha sufrido el embate de la vis expansiva del articulo 25.1 de la Constitución espa-
ñola. En efecto, dado que sólo las sanciones administrativas están garantizadas por el derecho
fundamental a la legalidad sancionadora, y dado también que sólo en estos casos hay amparo
ante el Tribunal Constitucional, no es extraño que éste haya ampliado progresivamente los con-
tornos del concepto de sanción administrativa hasta amparar otras medidas restrictivas impues-
tas por la Administración. El punto de llegada ha sido un amplísimo concepto de sanciones
administrativas, desconocido en nuestra tradición jurídica y que no diferencia entre realidades
jurídicas notoriamente distintas.
198 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
es conveniente no dejar de indicar que con toda evidencia el tratamiento de la cuestión deba-
tida probablemente obligaría a otra solución si la decisión de clausura indefinida se hubiera
adoptado en el ámbito de las potestades de policía o intervención administrativa, sin peijuicio
de que desde el punto de vista sancionador se hubiese también acudido a imponer alguna san-
ción de las reguladas en el artículo 28; pero lo que no cabe es acogerse a este precepto para
justificar una medida de clausura en términos de indefinición que probablemente estén justi-
ficados como intervención policial pero no como sanción.
SU STANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 199
sustantivación que, arrancando del Derecho represivo de Policía, pasó luego por la
confusa etapa del Derecho Penal Administrativo. En cualquier caso, de lo que siem-
pre se ha tratado era de encontrar un lugar propio diferenciado del Derecho Penal, que
le arrastraba en su órbita como un simple satélite.
Así se explica la viejísima polémica de la igualdad «ontológica» entre los ilícitos
penales y los administrativos: una discusión estéril —propiciadora de una fácil erudi-
ción de segunda o tercera mano— que felizmente ya se puede dar por superada desde
el momento en que se ha comprendido que un capricho normativo puede en un día dar
o borrar diferencias, aplicar regímenes jurídicos iguales a realidades distintas o regu-
lar de manera variada manifestaciones concretas de un mismo fenómeno.
Las relaciones entre ambas ramas del Derecho tienen una vertiente mucho más
práctica, a saber: la de determinar si las normas del Derecho Penal son aplicables al
Derecho Administrativo Sancionador—algo que parece estar fuera de duda— y sobre
todo, cuál ha de ser el alcance preciso de tal aplicación.
Ahora bien, lo verdaderamente importante no es el régimen jurídico de los ilíci-
tos administrativos (puesto que puede variar inesperadamente al compás de los azares
administrativos) sino la estructura interna y la finalidad de todo este sector del
Ordenamiento. Y aquí es cabalmente donde en los últimos años ha encontrado el
Derecho Administrativo Sancionador sus señas de identidad— en cuanto propias de
él y sólo de él— al haber pasado de la represión a la prevención, del daño al riesgo y
de la defensa de los derechos individuales a la protección de los intereses públicos,
generales y colectivos. Proceso que se ha coronado con la consumación de un giro
administrativo, es decir, con la afirmación del carácter administrativo sustancia —y
no sólo como un rótulo verbal adosado a su nombre— de este Derecho.
Sucede, sin embargo, que por razones de coyuntura histórica esta sustantivación
aparentemente definitiva del Derecho Administrativo Sancionador, ha venido acom-
pañada de unas fortísimas tensiones de índole centrífuga —materiales y territoria-
les— que amenazan con una implosión desintegradora hasta tal punto que, recién
conseguida la identidad, hay que empezar a cuestionarse si es una mera cuestión de
tiempo el tener que aceptar la existencias de varios Derechos Administrativos
Sancionadores inequívocamente diferenciados entre sí.
CAPÍTULO V
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD
SUMARIO: 1. Formación del principio y su deterioro actual. 1. Agregación paulatina de sus elementos esen-
ciales. 2. El dogma y la realidad, — II. Consideraciones generales sobre el principio de legalidad administni-
tiva sancionadora. 1. El artículo 25.1 de la Constitución 2. La situación preconstitucional. 3. Conclusiones —
AI. Contenido. 1. La doble garantía. 2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho
Administrativo Sancionador. 3. Los derechos subjetivos derivados.—IV Peculiaridades del principio de lega-
lidad en el Derecho Administrativo Sancionador. 1. Normas preconstitucionales. 2. Relaciones de sujeción
especial. 3. Parvedad.—V Efectos de la infracción del principio de legalidad. 1. Nulidad de disposiciones y
actos sancionadores. 2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes.—VI. Irretroactividad de las normas
sancionadoras. 1. Irretroactividad de las normas desfavorables. 2. Retroactividad de las normas favorables—
Vü. Balance final. 1. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemente inexcusable de la
legalidad. 2. ¿Un princ ipio de legalidad ordinaria?
2. EL DOGMA Y LA REALIDAD
tan abundantes y extensos. Pero a pesar de ello —o quizás por causa de ello— nada per-
manece tan confuso, ni a un mismo significante se han correspondido nunca tantos y
tan distintos significados, como ya lo ha advertido el Tribunal Constitucional en su sen-
tencia 234/1991, de 10 de diciembre: «esta expresión [«principio de legalidad»] adole-
ce en el uso común de alguna equivocidad». Por decirlo con palabras de R E B O L L O ( 1 9 9 1 ,
68), esta terminología del principio de legalidad «es equívoca porque no hay aquí una
conexión especial con la ley sino con el Derecho, y confusa, porque dificulta la per-
cepción de un auténtico principio de legalidad que merezca propiamente esa denomi-
nación. Con esta otra denominación se le presenta, además, como una conquista histó-
rica, como si fuera posible y hubiere existido anteriormente una Administración que
escapara de él.» Como es sabido, para este autor el principio de legalidad «es la forma
concreta que adopta el principio de juridicidad en el Estado de Derecho.
Huelga recordar, en fin, que el contenido del presente capítulo no es el principio
genérico de la legalidad sino el específico de la legalidad administrativa sancionado-
ra, para la que, en este momento y a título provisional, puede servir la descripción que
hace la STS de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal): «la cobertura de la potes-
tad sancionadora ha de estar constituida necesariamente por una norma de rango legal
[...] a través de una ley formal. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está
sometida al principio de la legalidad sino también las infracciones así como la deter-
minación de la sanción correspondiente».
dad, cuando uno piensa en la magnitud del campo afectado, una labor ímproba, minu-
ciosa y continuada». Una situación que, significativamente, recuerda mucho a la cre-
ada en Italia por el también artículo 25 de su Constitución, de cuya ambigüedad —al
inspirarse en él— no han sabido escapar nuestros constituyentes. La doctrina italiana
vive desgarrada, en efecto, por la interpretación dual de algo tan importante como es
la cuestión de si las sanciones administrativas están sometidas al principio de legali-
dad y a la reserva legal. Y así, mientras un sector dominante da una fácil respuesta
positiva (cfr. el repertorio proporcionado por T R A V I , 1 9 8 3 , 6 1 ss.), otros, como
PALIERO y el propio TRAVI sostienen que la Constitución nada dice ni nada quiso decir
al respecto —a cuyo efecto basta repasar, para comprobarlo, las actas parlamenta-
rias—. Su argumento, por muy minoritario y políticamente incómodo que sea, pare-
ce concluyente: la reserva de ley no aparece en el artículo 25 sino en el 13, pero éste
se refiere exclusivamente a penas, no a sanciones administrativas. Además, esta reser-
va llevaría aparejada la privación de la potestad sancionadora normativa a las
Regiones. En definitiva, por tanto, el principio de la legalidad del Derecho
Administrativo Sancionador es una cuestión de legalidad ordinaria, de tal manera que,
si el artículo 1 de la Ley 6 8 9 / 1 9 8 1 lo ha establecido, cualquier ley posterior puede
suprimirlo ( R O S S I - V A N N I N I , 1 9 9 0 , 1 9 7 ss.). Unas dudas y planteamientos que, de ver-
dad, son perfectamente trasladables a la situación española.
1. E L ARTÍCULO 2 5 . 1 D E L A C O N S T I T U C I Ó N
ble para otras regulaciones, seria aquí muy perturbadora, pues cualquier reglamento
administrativo podría entrar a definir el ámbito de lo delictivo. Sólo la norma supe-
rior, la ley, debe ser aludida [...]. Se defiende que no queden constitucionalizadas las
sanciones administrativas. Bajo el aparente efecto benéfico de impedir sanciones
administrativas de privación de libertad se llega a la gravísima consecuencia de cons-
titucional izar las sanciones administrativas. Con lo que se potencia el mantenimiento
de un statu quo nada defendible».
Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O dio la batalla en los dos frentes, pero sólo pudo
imponer su opinión en uno de ellos. Consiguió, en efecto, que se sustituyese la expre-
sión «ordenamiento jurídico» por la de «ley». La Cámara, en cambio, insistió en reco-
ger constitucionalmente la potestad sancionadora de la Administración. Y aquí viene
lo más estupendo de la historia. Porque, después de tanto discutir, la Comisión Mixta
Senado-Congreso, sin dar la menor justificación, volvió a cambiar la palabra «ley»
por la de «legislación» y así quedó definitivamente el precepto con la misma ambi-
güedad inicial al volverse a emplear un término impreciso.
F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z ( 1 9 8 9 , 2 1 ) da a estos hechos una interpretación que a mí
no me convence porque me parece que sobreestima la racionalidad de nuestros cons-
tituyentes y les atribuye unos conocimientos de la realidad administrativa, de los que
notoriamente carecían. En opinión de este autor, en efecto, el empleo de la palabra
«legislación», pese a todos sus inconvenientes, fue una decisión deliberadamente pro-
vocada «por el temor a alterar de un modo radical el statu quo anterior, es decir, por
el miedo a disponer de facultades propias y autónomas de incriminación de conduc-
tas, desmantelamiento que se hubiera producido de forma inevitable si el principio de
legalidad en materia sancionadora se hubiere formulado con expresa reserva de ley
con mayúsculas y sólo a ella la distinción de lo lícito y lo ilícito».
2. L A SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL
segundo de los artículos citados se aludía, además, de forma expresa a las disposiciones
«que deben revestir forma de ley». Mecanismo que daba sentido al artículo 17 del Fuero
de los Españoles: «Los españoles tienen derecho a la seguridad jurídica. Todos los órga-
nos del Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que
no podrán arbitrariamente ser interpretadas ni alteradas.» El Fuero de los Españoles
contiene un largo repertorio de reservas legales en sus artículos 7, 8, 9,10, 15, 16, 18,
19,20 y 32, de contenido y redacción muy similares a los de la Constitución vigente y
que se cierra con lo dispuesto en el artículo 34: «Las Cortes votarán las leyes necesarias
para el ejercicio de los derechos reconocidos en este Fuero».
De todo este repertorio, el artículo que más nos interesa es el 19 —«nadie podrá
ser condenado sino en virtud de ley anterior al delito»—, claro antecedente del artí-
culo 25 de la Constitución de 1978, aunque de contenido más parcial, puesto que úni-
camente se refería a los delitos y no a las infracciones administrativas.
Este sistema constitucional de las Leyes Fundamentales se encontraba obviamen-
te desarrollado en las leyes ordinarias, empezando por el viejo y anterior Código
Civil, en cuyo artículo 348 había percibido el Tribunal Supremo (sentencias de 24 de
octubre y 22 de noviembre de 1961) una inequívoca reserva legal en materia de pro-
piedad. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (Texto refundi-
do de 26 de julio de 1957) es, con todo, la norma más interesante a nuestro propósi-
to y, en particular, su artículo 27:
Los Reglamentos, Circulares, Instrucciones y demás disposiciones administrativas de
carácter general no podrán establecer penas ni imponer exacciones, tasas, cánones, derechos
de propaganda y otras cargas similares, salvo aquellos casos en que expresamente lo autorice
una ley votada en Cortes.
en este punto falta la autorización legal y por ello el precepto examinado infringe el principio
de legalidad y en concreto lo dispuesto en el artículo 41 de la Ley Orgánica del Estado y 23,
27 y 28 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado.
Y, en segundo lugar y no con menor fuerza, porque el Tribunal Supremo sólo muy
tardíamente ha afirmado con rotundidad la doctrina que más arriba se ha expuesto. La
verdad es que durante muchos años su postura ha sido vacilante y contradictoria, de
tal manera que también podría hacerse una larguísima lista de sentencias que decla-
ran exactamente lo contrario a lo que más arriba se ha expuesto. (Y por ello, quizas,
ALONSO C O L O M E R se limita con toda prudencia en 1 9 7 1 a hablar de una tendencia
«hacia una limitación»). . . . .
En esta línea doctrinal, el Tribunal Supremo se limita a aplicar el principio de
legalidad del Derecho Administrativo que, según sabemos, se refiere exclusivamente
214 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
3. CONCLUSIONES
III. CONTENIDO
legalidad penal, pero que son extendibles, sin duda, a la legalidad sancionadora en
general. Sobre todo esto se habla porraenorizadamente a lo largo del libro, aunque en
este momento interesa concentrarse de modo singular en algunos aspectos de su con-
tenido. Detalles que, en cualquier caso, no nos autorizan a olvidar funcionalidad del
principio, tal como acertadamente aparece formulada en las SSTC 42/1987 y 3/1988,
de 7 de abril y 21 de enero: «La potestad sancionadora de la Administración encuen-
tra en el articulo 25.1 de la Constitución el límite consistente en el principio de la lega-
lidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una norma
de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancio-
natorios en manos de la Administración presentan».
1. LA DOBLE G A R A N T Í A
Dicho principio comprende una doble garantía: la primera, de orden material y alcance
absoluto, tanto referida al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrati-
vas, refleja la especial transcendencia del principio de seguridad jurídica en dichos campos
limitativos y supone la imperiosa necesidad de predeterminación normativa de las conductas
infractoras y de las sanciones correspondientes, es decir, la existencia de preceptos jurídicos
(lex pre\'ia) que permitan predecir con suficiente grado de certeza (lex certa) aquellas con-
ductas y se sepa a qué atenerse en cuanto a la aneja responsabilidad y a la eventual sanción; la
segunda, de carácter formal, relativa a la exigencia y existencia de una norma de adecuado
rango y que este Tribunal ha identificado como ley en sentido formal (STC 61/1990, de 29 de
marzo).
Por lo que se refiere a las relaciones entre principio de legalidad y reserva legal,
en el panorama doctrinal hay opiniones para todos los gustos, que van desde su
separación nítida a su identificación más absoluta. Buen ejemplo de esta última ten-
dencia es Javier P É R E Z R O Y O (La reserva de ley, 1 9 7 0 , 2 - 3 ) , donde se afirma que
entre ambos conceptos «no existe diferencia alguna» ya que «jamás la reserva de
ley ha sido más que el principio de legalidad o viceversa». Para G A R R O R E N A ( 1 9 8 0 ,
72) la identificación es también clara y el uso predominante de una fórmula o de
otra depende del contexto político o sistema constitucional básico en que operen:
«En un esquema dualista, donde la ley queda materialmente referida a unos conte-
nidos determinados, ése es a su vez el espacio donde puede hablarse de principio de
legalidad; pero es comprensible que dicha situación se exprese mejor en términos
de acotamiento material, es decir, de reserva. Por contra, en un sistema estricta-
mente parlamentario, construido por referencia a la posición vertebral del
Parlamento, la condición expansiva, indefinida, que adquiere el espacio reservado
a la ley, viene a quedar mejor expresada en términos de primariedad e imperio o, lo
que es lo mismo, de principio de legalidad; en este sentido dice Fois que en una
democracia parlamentaria el principio de legalidad absorbe a la reserva, del mismo
modo y por idéntica razón que en un sistema dual podría sustentarse la afirmación
contraria».
A la vista de lo que antecede es comprensible el desconcierto del lector, que en
estas pocas páginas va de sorpresa en sorpresa: primero, la de que el principio de lega-
lidad —publicitado como la gran conquista del Estado de Derecho— estaba ya afir-
mado en el Derecho franquista; y ahora resulta que tal principio —igualmente publici-
tado como pilar fundamental del Derecho Administrativo Sancionador y que ha sido
objeto de docenas de monografías y de miles (sic) de sentencias se revela como un
concepto oscuro, difuso, tan carente de rangos identificatorios que autores muy sol-
ventes no saben qué hacer con ni como separarle de otros, igualmente magnificados
como son los de reserva legal y de tipificación. No es de extrañar, por tanto, el escep-
ticismo doctrinal y, sobre todo, las vacilaciones jurisprudenciales. Si la clave de bóveda
de todo el sistema se derrumba (o, al menos y en todo caso, presenta fisuras de tal mag-
nitud) ¿qué garantía puede ofrecer a los juristas un sistema tan frágil? Más aún ¿qué
fiabilidad puede darse a la pretendida estrella polar de los derechos de los ciudadanos
y de la práctica forense?
En un trance tan difícil mi posición propia intenta salir del conflicto superando
esta dialéctica de identidad-alienidad: se trata, desde luego, de conceptos distintos,
pero la reserva de ley (como la tipicidad) forma parte de la legalidad en cuanto que es
corolario de ella.
Todo esto es lo que constituye lo que podría denominarse su núcleo duro, en cuan-
to que se trata de elementos esenciales e indiscutidos. Ahora bien, teniendo en cuen-
ta que un principio jurídico posee por definición unos límites imprecisos y flexibles,
pueden también ser imputados al que nos ocupa otros elementos (que podrían consi-
derarse periféricos en cuanto que menos importantes, no tan indiscutidos o en vías de
consolidación), como pueden ser la prohibición de la analogía in peius o la propor-
cionalidad de las sanciones.
De todo lo dicho, la sistematización conceptual más difícil es la que resulta del
principio de legalidad, el mandato de reserva legal y de la interdicción del bis in idem,
enlazados en una regulación triangular muy compleja. Para comprender todo esto
basta, sin embargo, tener presente que el punto de referencia es el principio de la lega-
lidad y que lo demás son normas concretas que integran su contenido. Vistas así las
cosas, se trata —como ya se ha indicado— de factores inseparables y ñincionalmen-
te han de operar siempre unidos. Lo cual no obsta, empero, a que analíticamente pue-
dan ser examinados por separado (que es lo que se hace en este libro). En otras pala-
bras: el principio de legalidad se cristaliza —formalmente— en normas con rango de
ley y —materialmente— en contenidos concretos que se denominan tipos de infrac-
220 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
3. L o s D E R E C H O S SUBJETIVOS DERIVADOS
La legalidad es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho obje-
tivo. Pero, por otro lado y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deri-
va uno de índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal
legalidad. Así lo reconoce la STC 77/1983, de 3 de octubre (a la que se remite luego
la 3/1988, de 21 de enero):
Más todavía: estos derechos subjetivos alcanzan nada menos que el rango de dere-
cho fundamental y, por ende, protegido por el recurso de amparo, según declara la
STC 8/1981, de 30 de marzo: «En virtud de este artículo 25.1 [...], cualquier ciuda-
dano tiene el derecho fundamental, susceptible de ser protegido por el recurso de
amparo constitucional, a no ser condenado por una acción u omisión tipificada y
penada por ley que no esté vigente en el momento de producirse aquélla».
El Tribunal Supremo, por su parte, apoyándose en la doctrina del Tribunal
Constitucional ha insistido en la misma posición, como puede comprobarse, por
todas, en la sentencia de 16 de junio de 1992 (Ar. 4627; Lecumberri): «En aplicación
de la sentencia del Tribunal Constitucional 42/1987, de 7 de abril, que declara la exis-
tencia de un derecho fundamental configurado como tal en el artículo 25 de la
Suprema Norma, y cuya transgresión consiste en la imposición de sanciones en vir-
tud de normas administrativas sin fúndamentación en norma legal [...]».
Junto a esta consecuencia procesal, parece que puede aparece otra —la de gozar
del privilegio de que su regulación esté reservada a una Ley Orgánica— que exami-
naremos más adelante para dar una respuesta negativa, dado que, según observa S A N Z
G A N D E S E G U I ( 1 9 8 4 , 9 5 ) y a SU planteamiento me remito, este derecho a la legalidad
«termina cuando se impone una sanción cumpliendo los requisitos del artículo 25.1,
sin que de su propia naturaleza pueda pensarse que el derecho a la legalidad tenga un
contenido mayor, susceptible de regulación o desarrollo».
Todo esto está muy bien, pero queda sin explicar por qué la jurisprudencia rechaza
en otros ámbitos el derecho a exigir el respeto a la legalidad que, como es sabido, no
se considera legitimador. Es comprensible, desde luego, que en el supuesto de la sim-
ple legalidad el derecho no tenga acceso al Tribunal Constitucional pero ¿por qué no
puede hacerse valer ante los tribunales contencioso-administrativos? De la misma
manera la STS de 4 de mayo de 1999 (3 .a, 3. a , Ar. 1996 de 2000) ha abierto una posi-
bilidad inesperada al declarar que «el principio de legalidad que gobierna la actuación
de las Administraciones Públicas impone la corrección de las infracciones adminis-
trativas que hayan podido cometerse». Decisión elogiable sin reservas pero ¿por qué se
declara en este caso —y sólo en este caso— siendo así que la jurisprudencia se atie-
ne de ordinario al principio de la oportunidad y no al de la obligatoriedad de la aper-
tura de expedientes sancionadores y, en último extremo, a su sanción?
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 221
Siempre deberá ser aplicable en el campo sancionador [...] el cumplimiento de los requi-
sitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad, como garantía de la seguridad jurídica
del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación —nunca supresión—
a los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrado y en concordancia con ¡a
intensidad de la relación.
1. N O R M A S PRECONSTITUCIONALES
Este Tribunal ya ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este punto en la STC 42/1987,
donde se afirmaba que, «cualquiera que sea la validez y aplicabilidad de las normas precons-
titucionales incompatibles con el principio de legalidad que garantiza el artículo 25.1 de la
Constitución, es claro que, a partir de la entrada en vigor de la misma, toda remisión a la potes-
tad reglamentaria para la definición de nuevas infracciones o la introducción de nuevas san-
ciones carece de virtualidad y eficacia. Si el reenvío al reglamento contenido en una norma
legal sin contenido material no puede ya producir efectos, con mayor razón aún debe predi-
carse esta falta de eficacia respecto a la remisión de segundo grado establecida en una norma
sin fuerza de ley [...]».
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 223
debe rechazarse el argumento del Ministerio Fiscal, según el cual nos hallamos ante unas
normas preconstituciotiaies que por ¡o tanto no están afectadas por ¡as reservas de Ley que
haya podido establecer posteriormente la Constitución, argumento que equivale a admitir den-
tro del Ordenamiento jurídico vigente normas contrarías a la Constitución, sea cual sea su
fecha o rango, convivencia imposible y que, además, hace de peor condición a las dictadas des-
pués de entrar en vigor la Constitución, a la que tendrán que ajustarse en sus aspectos formal
y material (rango y contenido), mientras que las anteriores podrían ignorar, por su contenido
y por su forma, los preceptos de la Constitución; además de lo cual, si se admite que una Ley
posterior puede derogar o incluso abrogar a otra anterior que regula de distinta forma una
misma materia, con mayor motivo habrá que entender derogadas por la Disposición derogato-
ria de la Constitución todas aquellas disposiciones que regulen una materia de forma distinta
0 contraria a la regulación constitucional, lo que opera muy especialmente en materia tanto de
reserva de ley como de reserva de un determinado rango de una ley cuando ésta afecte a los
derechos fundamentales de la persona.
Tesis que, por lo demás, sustenta también un sector muy representativo de la doc-
trina, como es el caso de G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 , 2 8 7 ) , para quien el argumen-
to del Tribunal Constitucional de la no exigencia de la reserva de ley de manera
retroactiva sólo es aplicable para las normas que no afectan a los derechos funda-
mentales.
Pero, dejando a un lado estos pronunciamientos esporádicos, aquí lo esencial es
lo siguiente: se entiende comúnmente que lo que ha derogado la Constitución no es
la regulación reglamentaria material anterior, sino la posibilidad de las cláusulas de
delegación como expresamente advierte la STC 42/1987, de 7 de abril: «El artículo
25.1 determina la caducidad por derogación de la deslegalización que efectúa [la
norma preconstitucional] de la regulación reglamentaria de las infracciones y sancio-
nes a partir del momento en que adquiere vigencia el texto constitucional». Lo que
arrastra las siguientes consecuencias: a) Siguen siendo válidos los reglamentos ante-
riores mientras no se dicte una nueva ley. b) Pero no pueden dictarse nuevos regla-
mentos (salvo los meramente complementarios), puesto que éstos ya no cuentan con
cobertura legal.
Las SSTS de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) y 9 de marzo de 1989
(Ar. 1957; Sánchez Andrade) resuelven dos casos análogos: sanciones impuestas al
amparo del número 35 del artículo 81 del Reglamento de Espectáculos Públicos y
Actividades Recreativas, que constituye sin lugar a dudas un desarrollo reglamentario
de una habilitación legal de índole preconstitucional —concretamente del artículo
2.e) de la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959— y declaran que:
224 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
si bien puede aceptarse en principio la tipificación que se hace en el artículo 2.e) para el caso
de los espectáculos públicos que produzcan desórdenes o violencias, sin embargo la habili-
tación no resulta suficientemente definidora para los llamados «ilegales», cuya ilegalidad,
por otra parte, se establezca en una disposición de simple rango reglamentario, puesto que
entonces vendría a admitirse una admisión para crear infracciones a dichas disposiciones
reglamentarias, sin previa delimitación alguna contenida en la norma de rango legal, lo cual
no es jurídicamente posible después de la entrada en vigor de la Constitución. Esta circuns-
tancia es precisamente la que califica al precepto sancionador tenido en cuenta por la
Administración, ya que el citado artículo establece una infracción carente de previa y sufi-
ciente configuración legal, por lo que procede declarar la nulidad del acto administrativo
impugnado, en cuanto el mismo incide en vulneración del artículo 25.1 del texto constitu-
cional.
no es posible exigir la reserva de la Ley de manera retroactiva para anular o considerar nulas
disposiciones reglamentarias reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales
tal reserva no existía y, en concreto, por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras,
que el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de Ley no incide en dispo-
siciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la
Constitución fue promulgada, aun cuando las habilitaciones ilimitadas a la potestad regla-
mentaria y las deslegalizaciones por Leyes preconstitucionales, incompatibles con el artículo
25.1 de la Constitución, deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor
de éste.
Por otro lado, las particulares argumentaciones del recurrente dan pie al Tribunal
para abordar la cuestión de si la regla de la irretroactividad es independiente de la
fecha de la infracción, por referirse exclusivamente a la fecha de la norma conflicti-
va, o si, por el contrario, las infracciones realizadas después de la Constitución ya no
quedan cubiertas por la norma preconstitucional. A cuyo propósito la posición de la
sentencia no puede ser más rotunda:
la regla de la irretroactividad de la reserva de ley del artículo 25.1 es aplicable con indepen-
dencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la Constitución. Y es asi
porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroac-
tividad de la reserva de ley sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor
de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las reso-
luciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias
anteriores a la Constitución —salvo en casos rarísimos— habrían alcanzado ya firmeza, y la
regla de la irretroactividad no añadiría nada nuevo.
2. R E L A C I O N E S DE SUJECIÓN ESPECIAL
No podemos aceptar este planteamiento, porque a través del mismo se desvirtúa la dis-
tinción básica entre las relaciones de supremacía general y las de supremacía especial, ya que
en otro caso vendría prácticamente a admitirse que todo lo que justifique una intervención
administrativa por una finalidad de interés público seria deducible a un caso de supremacía
228 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
esta relación de sujeción especial no puede implicar que, en los términos de la doctrina del
TEDH (Campbell y Fall, de 28 de junio de 1984) la justicia se detenga en las puertas de las
prisiones. (Por tanto) las garantías (a excepción de las constitucionalmente restringidas) han de
aplicarse con especial rigor, al considerar que la sanción supone una limitación a la ya res-
tringida libertad inherente al contenido de una pena.
y relación especial no es clara y tajante, existiendo una total falta de acuerdo doctri-
nal acerca de qué supuestos deben encuadrarse en uno u otro grupo», propone, de
manera pragmática y eficaz, que, al menos, «en el caso de actividades privadas, sean
absolutamente libres o sean de las llamadas reglamentadas, no puede ni debe hablar-
se de relación especial de sujeción, sino de relación general, más o menos vigilada,
intervenida o controlada». Actitud restrictiva que empieza a ir calando, siquiera sea
lentamente, en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ya ha retirado este
predicado de especial a los detectives privados (en sentencia que se examinará más
adelante) o a las prácticas de juego y azar en la sentencia 42/1987, de 7 de abril:
las potestades administrativas relativas a la práctica de juegos o apuestas organizadas por par-
ticulares o que tienen lugar en establecimientos de naturaleza privada se enmarcan en el ámbi-
to de las relaciones de supremacía o sujeción general, ya que se trata de una actividad ajena a
la organización de los servicios públicos por más que [esté] estrictamente regulada y limitada.
1.a Mediando relaciones de sujeción especial, lo primero que hay que hacer
—tal como recomienda incansablemente G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 ) — es determi-
nar con precisión si efectivamente existe tal relación, dado que con frecuencia por tal
entienden los Tribunales relaciones inequívocamente generales. Como ejemplos
jurisprudenciales recientes de esta mayor escrupulosidad pueden tenerse a la vista dos
sentencias de 3 de mayo de 1 9 9 3 : en una de ellas (Ar. 4 4 3 7 ; González Mallo), en
recurso de revisión, se afirma que «es muy dudoso que la relación entre la
Administración y las entidades de crédito pueda considerarse como de sujeción espe-
cial»; y en la otra (Ar. 3 5 7 0 ; Baena) se niega rotundamente tal relación especial res-
pecto de una discoteca, dado que «no existe una relación jurídica establecida entre la
Administración y dicha empresa, previa a los hechos, en el seno de la cual se pro-
duzcan aquéllos y por los que se le sanciona».
Pero, en cambio, sigue pareciendo claro al Tribunal que, cuando se trata de una
regulación de un servicio público, entran en juego las potestades organizatorias de la
Administración, que llevan consigo la presencia de relaciones de sujeción especial y
la correspondiente relajación del principio de legalidad. Así se declara en una ininte-
rrumpida línea jurisprudencial citada en la sentencia de 24 de abril de 1990 (Ar. 3656;
Bruguera) dictada a propósito de un Reglamento Municipal de Mercados Minoristas.
2a Confirmada la especialidad, no por ello escapa su régimen j urídico de la apli-
cación de los principios del Derecho Penal (o más recientemente todavía, de los prin-
cipios generales del Derecho sancionador) y, entre ellos y por lo que aquí interesa, el
de la legalidad (más adelante será examinada, desde la misma perspectiva, la prohibi-
ción de bis in idem). Es inconstitucional la falta absoluta de respeto al principio de la
legalidad.
3.a Ahora bien, este principio no se aplicará aquí en los mismos términos que en
el Derecho Penal o en el Derecho Administrativo Sancionador de las relaciones gene-
rales, dado que, por lo pronto, hay que distinguir entre las relaciones básicas y las
relaciones de funcionamiento que se insertan en toda relación especial. En las rela-
ciones básicas son intangibles tanto los derechos fundamentales como el principio de
legalidad; mientras que en las relaciones de funcionamiento se aplicarán con «mati-
zaciones».
232 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
do común, al que no será difícil justificar jurídicamente. Para ello basta pensar que
estas clases de relaciones de sujeción especial están reconocidas en la Constitución y
que cuentan con un Derecho material, con rango de ley, propio, que explicaría fácil-
mente sus peculiaridades sancionadoras.
Con lo cual desembocaremos en una situación de dilema, cuyas dos opciones son
indeseables por igual:
a) Si se sigue la interpretación literal de la ley y se somete el ejercicio de la
potestad sancionadora en las relaciones de sujeción especial al régimen común, se
producirán evidentes perturbaciones en la gestión de los servicios.
b) Y si, por el contrario, se admiten ciertas relajaciones, nos encontraremos
como antes, y aun peor, por haber dejado pasar la oportunidad de su regulación y se
mantiene la inseguridad jurídica anterior.
3. PARVEDAD
Parece repugnar al sentido común que la solemne cautela del principio de la lega-
lidad —y nada digamos de su componente de reserva legal— sea exigible para infrac-
ciones mínimas como las tradicionales advertencias en simples letreros de «se prohibe
hacer aguas menores y mayores (o pisar la hierba) bajo la multa de cinco pesetas». No
se deben cazar gorriones a cañonazos.
Así se explica la sensata postura de T R A Y T E R (1995,572) para quien estos supues-
tos justifican una flexibilización del principio. Esta cuestión, planteada habitualmen-
te en el ámbito de la Administración local, ha perdido su dramatismo desde el
momento en que, como ya se ha visto, se ha rebajado en las ordenanzas locales el
nivel de exigencia del principio. Pero conste que la parvedad tiene un campo opera-
tivo mucho más amplio. El caso más significativo a este propósito es el de la pecu-
liaridad legal —de existencia indiscutible aunque de licitud discutida— de la tipifi-
cación de faltas leves, cuya problemática será examinada en otro lugar.
Peculiaridad que, por supuesto, no significa supresión de garantía sino modula-
ción más o menos intensa. Los lectores legos de la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional se sorprenderían de la cantidad de recursos de amparo que se estiman
contra sanciones mínimas objetivamente insignificantes, cuya abundancia, por otra
parte, tanto distrae la atención del tribunal en causas importantes y que contribuye en
no pequeña medida a la formación de retrasos procesales escandalosos.
Apurando las consecuencias de estos razonamientos puede llegarse a la acepta-
ción de lo que los penalistas llaman «principio de la insignificancia» y que no es sino
234 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
1. N U L I D A D DE DISPOSICIONES Y ACTOS S A N C I O N A D O R E S
tal nulidad. Sin necesidad de entrar en el detalle y en la fecha de estas sentencias (que
vienen en el estudio de DE Asís, al que me remito), las posturas más destacadas han
sido las siguientes:
Primera: Confirmación de las sanciones por considerar que la cobertura normati-
va, perdida por la nulidad del Decreto de 1974, fue recuperada por la reviviscencia de
un'Decreto de 1966, al que el de 1974 había derogado y sustituido.
Segunda: Anulación de las sanciones por considerar que la pérdida de cobertura
producida por la nulidad del Reglamento de 1974 era insubsanable. Pero ello en razón
de argumentos tan variados como los siguientes:
— por aplicación directa del artículo 120.1 de la Ley de Procedimiento
Administrativo;
— por extensión de la eficacia general de la sentencia declaratoria de la nulidad
del Reglamento;
— por adherencia del acto aplicativo a la norma que ejecuta, ya que el destino del
acto y el de la norma han de ser idénticos;
La lección que se obtiene de este caso bien amarga es, puesto que aquí han falla-
do todas las instituciones del Estado; el Legislador no reaccionó con rapidez dando
una nueva regulación al supuesto; la Administración obró con persistente mala fe al
no revocar —nle oficio o, al menos, a instancia de parte— las sanciones con devolu-
ción de las cantidades percibidas por multa; y la Jurisprudencia tampoco ha estado a
la altura de las circunstancias al no haber conseguido imponer un criterio fijo en sus
decisiones y en sus razonamientos. Así las cosas, resultaría ahora completamente
inútil —y, por supuesto, ingenuo— desarrollar argumentos en favor de la nulidad de
las sanciones en cuestión así como exponer las vías procesales para lograrlo. Unos y
otras son harto conocidos después de trabajos como los de G Ó M E Z - F E R R E R y TORNOS:
lo que falta es la voluntad judicial de asumirlos.
La última reforma general del proceso contencioso-administrativo no ha sido
insensible a esta situación que resuelve (art. 73) en los siguientes términos: «las sen-
tencias firmes que anulen un precepto de una disposición general no afectarán por sí
mismas a las sentencias o actos afines que lo hayan aplicado antes que la anulación
alcanzase sus efectos generales, salvo en el caso de que la anulación del precepto
supusiera la exclusión o la reducción de las sanciones aún no ejecutadas completa-
mente».
En cuanto a las normas con rango de ley, es el Tribunal Constitucional el que con-
trola su constitucionalidad y, en lo que aquí afecta, comprueba si la ley ha regulado
efectivamente la materia reservada y, en su caso, si ha procedido a una remisión nor-
mativa correcta. De no ser así, declara su nulidad por tratarse de una ley en blanco
constitucionalmente inadmisible.
El Tribunal Supremo, en cambio, parece encontrarse inerme ante una Ley incluso
aunque su inconstitucionalidad resulte manifiesta por no respetar el principio (cons-
titucional) de legalidad. Y, sin embargo, no es así como resulta de lo sucedido en la
STS de 20 de diciembre de 1989 (Ar. 9640; Conde Martín). En ella —como en otras
muchas— se examina una sanción concreta impuesta al amparo del artículo 57 del
Estatuto de los Trabajadores (del que nos ocuparemos con especial atención en otro
EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 237
capítulo), de tal manera que la cuestión se plantea en estos términos, tal como los des-
cribe la propia sentencia: «el problema que ahora se suscita es el de analizar si el ar-
tículo 57 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores —base normativa de la sanción
impuesta— contiene una tipificación adecuada de las conductas y justifica por tanto
la imposición de una determinada sanción por la Administración laboral».
Esto quiere decir, ni más ni menos, que el nudo de la cuestión estriba en la deter-
minación de la constitucionalidad de una norma con rango de ley, lo que, con toda evi-
dencia, excede de la competencia de un Tribunal ordinario; y esto fue naturalmente lo
que planteó una de las partes, sin que la sentencia lo admitiera alegando que «no se
trata de que el artículo 57 pudiera ser contrario al artículo 25 de la Constitución y que
esa contradicción, en su caso, debiera elevarse al Tribunal Constitucional por el cauce
del artículo 163 de la Constitución, sino que es insuficiente de por sí y precisado de
un complemento normativo, que es algo diferente». Y con esta base considera el
Tribunal que tiene abierto el enjuiciamiento de la Ley desde la siguiente perspectiva:
No se afirma con ello la invalidez constitucional del referido precepto, para lo que este
Tribunal carece de competencia, sino simplemente la insuficiencia normativa del mismo como
regulador de un tipo de infracción, lo que es algo diferente; pues es desde la suficiencia, o no,
de esa norma desde la que debe enjuiciarse el concreto ejercicio de la acción sancionadora de
la Administración laboral, aquí impugnado. La mera definición abstracta del artículo 57 pre-
cisaba de un complemento normativo de rango suficiente para la configuración de los tipos de
las infracciones y sanciones.
nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido
cometida, no constituya una infracción según el Derecho nacional o internacional. Igualmente
no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción
haya sido cometida.
Esta solución peca, no obstante, de formalista y no fue tal, desde luego, la inten-
ción del legislador cuando «sin solución de continuidad» incluyó los antiguos tipos
delictivos en la categoría de infracciones. La sentencia —en palabras de un voto par-
ticular de Gimeno Sendra— «confunde los efectos de una despenalización con los de
una amnistía o indulto». Añadiéndose en dicho voto que
desde el punto de vista constitucional no creo que pueda efectuarse reproche de inconstitucio-
nalidad alguna, ni a la posibilidad de que el legislador decida transformar un ilícito penal en
administrativo, ni a la de que los operadores jurídicos, una vez liquidada la sanción penal prin-
cipal, decidan mantener las accesorias o la principal de multa, convertidas en sanciones admi-
nistrativas, siempre y cuando naturalmente la nueva sanción sea más favorable, pues, de lo
contrarío, se infhngirá, no el principio de legalidad sino el de irretroactividad de las disposi-
ciones sancionadoras del articulo 9.2. Por tanto, a los efectos del cumplimiento del principio
de legalidad, lo único que el artículo 25 prohibe es que nadie sea condenado por acciones que
en el momento de producirse no constituyen «delito o infracción administrativa», sin que la
norma constitucional vede la posibilidad de que, sobre el mismo hecho y contra el mismo
autor, se efectúe una sucesión más favorable de normas para el condenado, que es lo que en
realidad acontece en ios supuestos de «discriminalización» en sentido estricto, pues entre el
ilícito penal y el administrativo no existe diferencia en todo lo referente a su naturaleza (no en
vano al Derecho Administrativo Sancionador se le denomina también «Derecho Penal
Administrativo»).
dad más que dudosa, poco después se publica una Ley que presta cobertura a tal
Reglamento. Así lo había entendido, al menos, la jurisdicción contencioso-adminis-
trativa al confirmar las sanciones administrativas impuestas. Pero el Tribunal
Constitucional no comparte tal criterio, declarando que
no es posible aceptar que la cobertura legal ex post facto pueda subsanar el vicio previo cau-
sante de la vulneración del artículo 25.1 de la Constitución. Como ya hemos declarado en un
caso análogo (STC 29/1989), «es obvio que esa Ley no podía prestar cobertura legal al Real
Decreto (de anterior fecha) para la imposición de sanciones por infracciones cometidas con
anterioridad a la vigencia de la propia Ley, dada la irretroactividad de las disposiciones san-
cionadoras».
Ni que decir tiene, por último, que la aplicación de las reglas de irretroactivi-
dad o de retroactividad presupone la determinación precisa del momento de la
comisión de la infracción: lo que no es siempre una operación sencilla. L Ó P E Z
M E N U D O ( 1 9 8 2 , 1 7 1 ss.) ha realizado, al efecto, un ensayo de sistematización con
arreglo a las siguientes variantes: a) Infracciones realizadas en un solo instante: no
hay problema, b) Infracciones que consisten en una acción: el acto inicial, c)
Infracciones que consisten en la producción de un resultado: el último acto que
desencadene tal resultado, d) Infracción permanente: el último acto constitutivo de
la conducta.
La cuestión dista mucho, sin embargo, de ser tan clara como estas sentencias
parecen indicar. L Ó P E Z MENUDO, que ha estudiado muy detenidamente este extremo
en las deliberaciones parlamentarias, llega a la conclusión de que los constituyentes
no desearon inequívocamente la inclusión de tal regla; y, desde el punto de vista lógi-
co, la rechaza él enérgicamente (1982,180 ss.) puesto que el argumento a sensu con-
trario está aquí manejado de forma incorrecta, habida cuenta de los distintos conte-
nidos y fundamento de la regla deducida y de la regla de la que se pretende deducir:
«en el principio de irretroactividad de normas sancionadoras desfavorables contem-
plado en el artículo 9.3 de la Constitución no va implícito el mandato constitucional
de que se den efectos retroactivos a las favorables; del mismo modo que cuando la
Constitución garantiza la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos indi-
viduales no está mandando se apliquen retroactivamente las normas que amplíen
esos derechos».
En mi opinión, las tesis de L Ó P E Z M E N U D O es la correcta porque lo opuesto (lo
contrario) a la regla de que las normas desfavorables son irretroactivas no es la regla
de que las normas favorables son retroactivas, como con un silogismo a todas luces
falso deducen las sentencias citadas. En términos lógicos, de la proposición «los
ancianos son avaros» no se deduce a contrario sensu que «los jóvenes son genero-
sos», sino que «los ancianos no son generosos» y que los jóvenes podrán ser genero-
sos o avaros: en realidad, la proposición escogida nada dice de los jóvenes.
Volviendo a nuestro caso, esto significa que las normas sancionadoras favorables
«pueden» ser tanto retroactivas como irretroactivas, dado que el artículo 128.2 nada
dice sobre ellas. Y de aquí precisamente que cuando la LAP ha querido establecer las
244 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
el efecto retroactivo de la norma más favorable no resulta limitado al trámite de proceso admi-
nistrativo si se parte de que el propio artículo 24 del Código Penal establece dicho efecto, aun-
que al publicarse la nueva norma hubiere recaído sentencia firme y el condenado estuviere
cumpliendo condena, y la Disposición Transitoria de la Ley Orgánica 8/1983, de Reforma
Urgente y parcial del Código Penal, ordena a Jueces y Tribunales que procedan de oficio a rec-
tificar las sentencias firmes no ejecutadas que se hubieren dictado con anterioridad a la entra-
da en vigor de la ley nueva en los que conforme a ella hubiera correspondido una condena más
beneficiosa para el reo.
dicho principio supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, incluidas aquellas de
sus normas parciales que puedan resultar perjudiciales en relación con la ley anterior, que se
desplaza en virtud de dicho principio, siempre que el resultado final, como es obvio, suponga
beneficio para el reo [...]. No es aceptable, por tanto, y así lo ha dicho este Tribunal en el Auto
369/1984, de 24 de junio, utilizar el referido principio para elegir, de las dos normas concu-
rrentes, las disposiciones parcialmente más ventajosas, pues en tal caso el órgano judicial sen-
tenciador no estaría interpretando y aplicando las leyes en uso correcto de la potestad juris-
diccional que le atribuye el artículo 117.3 de la Constitución, sino creando con fragmentos de
ambas leyes una tercera y distinta norma legal con invasión de funciones legislativas que no lo
competen.
a los efectos de la retroactividad de la ley más favorable, una vez que el tipo existe, resulta
intrascendente que su alteración o eliminación tenga lugar por modificación de la norma san-
cionadora en blanco o por modificación de la regla complementaria que viene a dar el último
contenido al tipo. El fundamento de la retroactividad de la norma sancionadora más favorable,
se concreta en razones humanitarias o de estricta justicia, opera siempre que una modificación
normativa afecte a la norma en blanco o a la complementaría evidencia que determinada cos-
tumbre ha dejado de ser socialmente reprochable.
Por lo pronto admite sin vacilar la aplicación del principio penal en la forma que
ya nos es conocida:
Esta doctrina puede considerarse pacífica aunque exigiendo, eso sí, que la sanción
no se haya ejecutado.
La Sentencia de 30 de enero de 1991 (Ar. 478; Cáncer) aborda la delicada cues-
tión de la posibilidad de ejercer este tipo de derechos en el procedimiento especial de
la Ley 62/1978 de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales. Lo que
resuelve en términos muy rigurosos:
Como se establece en la STC de 30 de marzo de 1981, del análisis del artículo 25.1 de la
Constitución no se infiere que este precepto reconozca a los ciudadanos un derecho funda-
mental a la aplicación retroactiva de una ley penal más favorable que la actualmente vigente.
Añadiendo esta sentencia y la de 7 de mayo de 1981 que la retroactividad de las disposiciones
sancionadoras favorables tiene su fundamento a contrario sensu en el artículo 9 de la
Constitución, no siendo invocable en vía de amparo [...], doctrina que se reitera en la de 29 de
octubre de 1986. De lo que se infiere que la invocación de esta supuesta vulneración del prin-
cipio de retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables, tampoco es invocable en
el proceso especia] y sumario de la Ley 62/1978.
248 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R
La STS de 9 de mayo de 2002 (3.a, 6.a, Ar. 5075) sigue insistiendo , no obstante,
en la línea tradicional y aplica la norma más favorables que entró en vigor después de
haber impuesto la sanción administrativa.
Nótese que aquí se están manejando razones constitucionales de índole material
porque es claro que la retroactividad opera sin dificultades cuando se trata de normas
de carácter procesal, como admite sin ambajes la STS de 4 de enero de 2000 (Ar.
1084).
Desde la perspectiva del Tribunal Constitucional la cuestión más importante
(estudiada minuciosamente por H U E R T A T O C I L D O , 2 0 0 0 ) es la de si la retroactividad
de las normas favorables genera en el infractor un derecho fundamental amparado
en el artículo 25 de la Constitución, o no; cuya relevancia práctica salta a la vista si
se tiene en cuenta que de su respuesta depende la posibilidad de fundar en ella un
recurso de amparo.
A este propósito la postura del tribunal no puede ser más tajante ya que desde la
temprana Sentencia 8/1981 viene sosteniendo que dicho principio, reconocido en el
artículo 9.3, no tiene cabida en el 25.1. Y, sin embargo, en ocasiones ha prosperado el
recurso aunque no al amparo del artículo 25 sino de otros como el 17.1 o el 24.
HUERTA T O C I L D O ha combatido enérgicamente esta postura por entender que si el prin-
cipio de retroactividad está reconocido en el artículo 9.3, necesariamente habrá de
considerarse asimismo contenido en el artículo 25.1. Y de hecho así se ha defendido
en algunos votos particulares (en las SS 177 y 203/1994), aunque el Tribunal siga sin
dar su brazo a torcer y, cuando quiere admitir y estimar el amparo, prefiera acudir,
como acaba de verse, a otros artículos constitucionales más o menos inesperados.
Singular interés ofrece el supuesto de leyes temporales, que constituyen una excep-
ción al principio. Tal como explica la STS de 18 de marzo de 2003 (3.a, 4.a, Ar. 3651),
la figura penal de las llamadas leyes temporales es «esencialmente relevante en rela-
ción con la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. En determinados
sectores en que tiene lugar la intervención administrativa, como el social o el econó-
mico, es frecuente que la norma proyecte actuaciones para atender a situaciones coyun-
turales que se espera corregir o paliar con las medidas adoptadas. Éstas están llamadas
a perder su vigencia cuando desaparezcan aquellas situaciones, pero requieren para su
eficacia del plus de garantía que comporta el régimen administrativo sancionador.
Cuando así ocurre, no son aplicables retroactivamente las normas posteriores más
favorables que vienen a sustituirlas».
Al cabo de tantas páginas hemos llegado a una situación que dista mucho de ser
satisfactoria.
Por lo pronto hemos descubierto que este principio, lejos de ser una conquista del
Estado democrático estaba ya inequívocamente proclamado en el régimen franquista.
La diferencia entre ambos períodos podrá encontrarse ciertamente en su distinto
grado de aplicación, que ahora es mucho más elevado que antes.
La segunda duda es la de su naturaleza, que tanto la jurisprudencia como la doc-
trina califican de constitucional, aunque sin argumentos convincentes. Algo que esta
justificado para los ilícitos penales, mas no para la los administrativos. El Codigo
250 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Penal debe ser aprobado por una ley, e incluso por una ley orgánica. No se entiende
bien, en cambio, que se sostenga esta misma exigencia para las infracciones adminis-
trativas, que se cuentan por millones y que varían cada día en cuanto que dependen
de unas normas primarias convencionales y muy poco estables. Las infracciones con-
tra la salud público o el medio ambiente se deducen de unas reglamentaciones técni-
cas minuciosísimas que van desde la descripción química de unos aditivos alimenta-
rios a un plan parcial urbanístico aprobado por cualquier de los siete mil municipios
que hay en España. Para compaginar la unidad del principio constitucional con el sin-
número y variedad de los ilícitos concretos ha habido que introducir una precisión
adaptativa: el principio se aplica en todos los casos pero no de la misma manera ya
que debe matizarse o modularse según las peculiaridades de la materia.
La solución es ingeniosa, desde luego, pero presenta graves inconvenientes empe-
zando por el de la inseguridad ya que no sabemos de antemano hasta qué punto son
admisibles las peculiaridades de cada régimen, habida cuenta de que, tratándose de un
principio constitucional, es el tribunal de este orden el que así ha de declararlo caso
por caso dejando unos largos vacíos de incertidumbre.
Además, y por otro lado, la imposibilidad física de una regulación legal completa
ha obligado a llamar a los reglamentos para que completen el régimen. Una preven-
ción inevitable pero de alcance también impreciso, que provoca infinidad de conflic-
tos como se comprobará en el capítulo siguiente.
La inseguridad es, en definitiva, la nota más característica del principio «consti-
tucional» de la legalidad de las infracciones y sanciones administrativas, cuyo alcance
no podemos valorar con exactitud todavía ya que aún no hemos matizado con detalle
sus dos elementos (o corolarios) fundamentales: la reserva legal y el mandato de tipi-
ficación.
A mi juicio todas estas dificultades se aliviarían sencillamente se se renunciase al
rango constitucional del principio, que carece del más mínimo apoyo textual y que,
además, como ya hemos visto y seguiremos comprobando, complica innecesaria-
mente todo el sistema. El principio de legalidad debe ser garantizado a nivel legal y,
si así fuese, las propias leyes se encargarían de introducir con precisión lo que ahora
se llaman modulaciones o flexibilizaciones, eliminando de una vez y para siempre la
inseguridad en que hoy nos movemos. Sin que, por otra parte, haya que temer por la
pérdida de garantías del individuo, salvo que se niegue la importancia de la ley. Al fin
y al cabo el Estado de Derecho está basado en la ley y la superprotección constitu-
cional debe reservarse para los bienes jurídicos verdaderamente fundamentales, como
son ciertamente los afectados por el Derecho Penal mas no necesariamente por el
Derecho Administrativo Sancionador.
En esta hipótesis, la única pérdida efectiva sería el acceso al Tribunal
Constitucional a través del recurso de amparo. Ahora bien, en el siglo xxj, al cabo de
25 años de experiencia, ya se han perdido buena parte de las ilusiones que en 1978 se
habían depositado en tal recurso. Una sanción se impone en un riguroso procedi-
miento administrativo y puede revisarse de ordinario con un recurso interno; luego
intervienen dos instancias jurisdiccionales y, al final, en su caso el Tribunal Supremo
en casación. ¿Cómo es posible que no nos basten dos controles administrativos y tres
judiciales? ¿Por qué vamos a tener más confianza en el sexto control? Con este siste-
ma lo único que estamos logrando es retrasar durante años y años las resoluciones
definitivas y congestionar a los tribunales.
CAPÍTULO VI
LA RESERVA LEGAL
Una vez examinada lo que podría considerarse «teoría general» del principio de
legalidad podemos pasar al análisis de sus corolarios o elementos empezando por la
reserva de ley ya que —como se recordará de lo dicho en el capitulo anterior— exige
la existencia de una norma jurídica previa reguladora de infracciones y sanciones; y
no de una norma positiva cualquiera sino cabalmente de una norma con rango de ley.
Desde el punto de vista sistemático parece impecable este modo de proceder, aunque
conviene advertir que materialmente puede producirse alguna superposición en el
desarrollo de este capítulo y en el del siguiente dado que hay cuestiones —como la de
la colaboración reglamentaria— que podrían estudiarse tanto dentro de la reserva
legal como del mandato de tipificación.
I. MULTIPLICIDAD DE RESERVAS L E G A L E S
subrayar los elementos comunes de las distintas variedades, prefiero llamar la atención
sobre los elementos diferenciadores de cada una de ellas; advertencia que vale para
explicar buena parte de las aparentes contradicciones en que incurre la Jurisprudencia.
Porque de ordinario la circunstancia de que en unas ocasiones las sentencias apliquen
el principio —y sobre todo sus corolarios— con rigor y en otras con relajación, se debe
a que están operando con reservas distintas, de tal manera que si el rigor es propio de
una, la otra puede conllevar la relajación o tolerancia. La técnica de la «cobertura
legal» —ocasionalmente utilizada por el Tribunal Supremo y de la que me ocuparé al
final de este capítulo— es una buena muestra de lo que estoy ahora diciendo.
La Constitución española es en este punto singularmente barroca como se com-
prueba con una exposición sumaria del sistema que ha establecido y que se complica
aún más con las construcciones doctrinales y jurisprudenciales que a tal propósito se
han ido elaborando. El sistema constitucional comprende, en efecto y como mínimo,
las siguientes variedades:
A) Por el rango, según que se exija ley orgánica o ley ordinaria.
B) Por la naturaleza, conforme a la vieja distinción entre reserva material o
reserva formal.
C) Por la materia, según se trate de derechos fundamentales y libertades públicas o
no y, sobre ello, según se trate o no de materias de política e intervención económicas.
D) Por la intensidad de la reserva, desde cuya perspectiva se distingue entre re-
serva absoluta o cualificada (que implica que la ley no puede abrir paso a la colabora-
ción reglamentaria) y reserva relativa. Una distinción que, por cierto, ha sido matizada
( T O R N O S , 1 9 8 3 , esp. 4 8 5 ) o rechazada rotundamente (DE O T T O , 1 9 8 7 , 2 3 2 ss.) por algu-
nos autores cabalmente a la hora de analizar la reserva de ley en materia sancionadora.
E) Por la formulación constitucional, donde aparece una anárquica serie de
expresiones como «sólo por ley», «la ley regulará», «mediante ley», «leyes de dele-
gación», «leyes de mera autorización», «de acuerdo con la ley».
A la vista de cuanto antecede puede afirmarse en conclusión que: 1° La
Constitución no utiliza una figura unitaria de reserva legal, sino un ramillete de reser-
vas legales específicas, enormemente heterogéneas entre sí y con una regulación y
unos efectos jurídicos sensiblemente distintos; situación que se agrava por el hecho de
que la doctrina y la Jurisprudencia han complicado aún más este panorama, añadiendo
nuevas variantes y subvariantes comúnmente de corrección dudosa. 2.° Ciertamente
que es posible la construcción dogmática de la reserva legal sobre la base de los ele-
mentos comunes que ofrecen las distintas variedades del Derecho positivo; pero, dada
la heterogeneidad indicada, esta figura unitaria ha de tener un contenido mínimo muy
reducido, pues de otra suerte se correría el riesgo de que no podría aplicarse a las varie-
dades con régimen jurídico propio. 3.° La heterogeneidad de las reservas legales (en
plural) se traduce inevitablemente en la correlativa heterogeneidad de las habilitacio-
nes legales para la participación de los reglamentos; y, por lo mismo, de igual manera
que se habla de «escala de reservas legales» (TORNOS), habría que hablar también de
escala de habilitaciones y de gradación de posibilidades del dictado de leyes en blan-
co. 4.° Las reservas legales en materia represora constituyen un grupo aceptablemente
homogéneo pero con características peculiares en cada una de sus modalidades.
De esta manera podría articularse la reserva legal en el Derecho punitivo del Estado
a lo ancho de círculos concéntricos en los que se iría diluyendo el rigor de su exigencia
desde el interior a la periferia. El círculo central seria el Derecho Penal; luego vendría el
Derecho Administrativo Sancionador de protección del orden general y un tercero para
las relaciones especiales de sujeción. A los que aún podría añadirse un cuarto círculo para
LA RESERVA LEGAL 253
Huelga comentar, por otra parte, que tan complejo panorama influye negativa-
mente en la depuración doctrinal de la cuestión. Los autores han de moverse necesa-
riamente en un campo muy confuso y todavía no consolidado sin otra referencia sóli-
da que la que les proporciona la Jurisprudencia. Pero ésta, por su parte, no se encuen-
tra en mejor situación y carente, a su vez, de un apoyo doctrinal seguro, ha de impro-
visar sus soluciones —frecuentemente contradictorias y en todo caso vacilantes— al
hilo de la variada casuística de los conflictos examinados, que apenas permite una teo-
rización generalizable; y sin olvidar tampoco que la inevitable politización de buena
parte de las materias que llegan al Tribunal Constitucional, así como la propia natu-
raleza del mismo, empañan no poco la fiabilidad jurídica de sus sentencias.
Y no es esto sólo: para colmo de desgracias, el fundamento dogmático utilizado tanto
por la Doctrina como por la Jurisprudencia está constituido por elementos muy dudosos
que proceden o bien de la época preconstitucional o bien de la doctrina extranjera (en
especial de la alemana), elaborados sobre unos materiales constitucionales muy diferen-
tes de los españoles actuales, provocándose así graves distorsiones en los planteamientos
y en las soluciones. No es exagerado afirmar, por tanto, que la incorporación a nuestro
sistema (que es en este punto sustancialmente distinto del alemán) de algunos elementos
del de este país suele ser enormemente perturbadora cuando se pretende importar —acrí-
ticamente— fórmulas jurídicas que son impropias de nuestro sistema nacional.
No obstante lo anterior, de la variada —y no siempre clara— doctrina del Tribunal
Constitucional dictada a propósito de las distintas reservas legales pueden extraerse
unas proposiciones que constituyen algo así como el mínimo común denominador de
todas ellas y que conviene ya adelantar en la versión de B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 0 ) : « 1 . ° La reser-
va de ley no sólo implica necesidad de una ley, sino también el que ésta tenga un míni-
mo contenido material. 2° Se admite la colaboración del poder reglamentario siempre
que la habilitación concedida por la ley no le sitúe de hecho en una situación semejante
al legislador (la regulación ha de ser dependiente y subordinada a la ley habilitante).
3.° No son viables las remisiones que supongan auténticas deslegalizaciones; el
Reglamento dentro de la reserva de ley tiene que ser un complemento de la misma».
Las brevísimas consideraciones que anteceden han de bastar a nuestros efectos,
puesto que lo que aquí interesa no es la reserva legal genérica, ni mucho menos la de
todas y cada una de sus manifestaciones, sino únicamente la variedad especifica de
la reserva legal para el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración.
Del género se ha publicado últimamente en España mucho y bueno y algo también de
la variedad que nos afecta, en la que va a profundizarse a lo largo de este capítulo.
ra; y, segundo, ésta aparece por primera vez en el artículo 25.1 de la Constitución de
1978. Dos proposiciones que merecen ahora un comentario particularizado que, en
cualquier caso, debe empezar por la determinación de su alcance preciso.
Pues bien, si contrastamos el texto de esta sentencia con el tenor del artículo 25.1
puede comprobarse que existe una coincidencia, de tal manera que la Constitución, al
menos a primera vista, para nada ha cambiado las cosas. Y, sin embargo, el Tribunal
Constitucional, además de prescindir de las conquistas anteriores del Tribunal
Supremo, entiende ahora que el citado artículo ha establecido una reserva de Ley
estricta, despejando así la ambigüedad de la palabra «legislación» que en él aparece
y que tantos quebraderos de cabeza venía produciendo a la doctrina ya que, como
sabemos, no siempre los autores se atrevían a identificar reserva de legislación con
reserva de ley, y menos para todas las variantes sancionadoras.
Una formulación canonizada, mas no exenta de contradicciones, de esta postura
puede encontrarse en la STC 3/1988, de 21 de enero:
Para delimitar el sentido del articulo 25.1, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado
sobre el significado del término «legislación vigente» en él contenido, señalando que, en el
aspecto penal, constitucionaliza el principio de legalidad de manera tal que prohibe que la
punibilidad de una acción u omisión esté basada en norma distinta o de rango inferior a la
legislación (STC de 30 de marzo de 1981) [.,.] y que, en consecuencia, la potestad sanciona-
dora de la Administración encuentra en el artículo 25.1 el limite consistente en el principio de
legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de una norma de
rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en
manos de la Administración presentan.
3. RESERVA DE L E Y Y D E C R E T O - L E Y
El mismo planteamiento sirve también para resolver otra cuestión que viene a ser
corolario de la anterior: la de si puede cumplirse la exigencia de reserva legal en esta
materia mediante un simple Decreto-Ley.
Para el Tribunal Supremo nunca ha habido dificultades a la hora de responder afir-
mativamente tal cuestión. En su sentencia de 5 de julio de 1985 (Ar. 3607; Reyes) se
refiere ciertamente a un Decreto-Ley preconstitucional, pero su doctrina es aplicable
igualmente a los posteriores: la exigencia de legalidad contenida en el artículo 25.1 de
la Constitución «no se condiciona literal y exclusivamente a la ley en sentido formal
sino, de modo genérico y con alcance más amplio, a la legislación, lo que parece auto-
LA RESERVA LEGAL 257
rizar que se considere bastante que los tipos y su sanción se contengan en otras dispo-
siciones normativas no identificables formalmente con aquélla, como acontece con un
Decreto-Ley, asimilable en su eficacia a la misma». Interpretación literal que cabe den-
tro del contexto institucional democrático, puesto que —sigue diciéndose— la validez
del Decreto-Ley se produce «una vez que haya merecido el refrendo del Parlamento,
como genuino titular de la potestad creadora de leyes en tal sentido formal».
Para el Tribunal Constitucional esta formulación supone una evidente petición de
principio: si en razón de la materia cabe la regulación por Decreto-Ley, es claro que con
él se habrá cumplido la reserva legal; lo que no sucederá en el caso contrario. Es decir:
la reserva de Ley no es, en cuanto tal, incompatible con el Decreto-Ley, aunque sí lo es
con la reserva de Ley Orgánica; pero no por tratarse de una reserva de Ley sino por tra-
tarse justamente de una Ley Orgánica. En palabras de la STC 60/1986, de 20 de mayo,
que una materia esté reservada a ley ordinaria no excluye eo ipso la regulación ordinaria y pro-
visional de la misma mediante Decreto-Ley porque, como ya hemos dicho en la sentencia de
2 de diciembre de 1983, «la mención de la ley no es identificable en exclusividad con ley en
sentido de ley formal». Para comprobar si tal disposición legislativa provisional se ajusta a la
norma fundamental habrá que ver si reúne los requisitos establecidos en el articulo 86 de la
Constitución y si no invade ninguno de los límites en él enumerados o los que, en su caso, se
deduzcan racionalmente de otros preceptos del texto constitucional, como, por ejemplo, las
materias reservadas a Ley Orgánica o aquellas otras para las que la Constitución prevea expre-
sas verbis la intervención de los órganos parlamentarios bajo forma de ley.
La utilización del Decreto-Ley para la precisión de los tipos ilícitos y las correspondien-
tes sanciones no supondría una contradicción con lo dispuesto en el artículo 25.1 al configu-
rarse el Decreto-Ley, según el artículo 86.1, como «disposición legislativa» que se inserta en
el Ordenamiento Jurídico (provisionalmente hasta su convalidación, y definitivamente tras
ésta) como una norma con fuerza y valor de Ley (STC de 31 de mayo de 1982). [Pero otia cosa
es si en la materia sancionadora no cabe Decreto-Ley por afectar derechos fundamentales por-
que] la prohibición ha de entenderse como impeditiva, no de cualquier incidencia en los dere-
chos recogidos en el Titulo I de la Constitución sino de una regulación por Decreto-Ley del
régimen general de los derechos, deberes y libertades contenidos en este título, asi como la de
que por Decreto-Ley se vaya en contra del contenido o elementos esenciales de alguno de los
derechos, habida cuenta de la configuración constitucional del derecho de que se trate e inclu-
so de su posición en las diversas secciones del texto constitucional.
Uo», máxime si tenemos en cuenta que hasta hoy sólo existen en España regulaciones
fragmentarias de la materia sancionadora.
Luis DE LA MORENA ( 1 9 8 9 , 2 ) ha puesto agudamente de relieve cómo el uso —y
abuso— de los Decretos-Leyes puede servir de válvula de escape para una
Administración «acorralada» por una interpretación excesivamente rígida de la reserva
de Ley: si los Tribunales exigen inexcusablemente la presencia de una ley para que sea
lícita la actuación sancionadora de la Administración y luego resulta que el legislador
no se preocupa de dictar leyes reguladoras de ámbitos particularmente importantes a
estos efectos, es lógico que una Administración responsable acuda al Decreto-Ley para
suplir la pasividad del Parlamento.
Para comprender el sentido tradicional de la reserva legal, nada mejor que utilizar
la descripción que de él ha hecho en el lugar citado D E LA M O R E N A : «sólo si arranca-
mos al Estado la función o competencia, por virtud de la cual todos los mandatos que
limiten nuestra libertad o nuestra propiedad tengan que ser establecidos por leyes ela-
boradas por nosotros mismos o por nuestros legítimos representantes, democrática-
mente elegidos, podremos considerarnos verdaderamente libres, por cuanto, sólo
entonces, al obedecer tales mandatos, nos estaríamos obedeciendo también a nosotros
mismos y no a ningún poder situable por encima del nuestro». O en palabras de la
STC 83/1984, de 24 de julio, lo que con ella se pretende es «asegurar que la regula-
ción de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusi-
vamente de la voluntad de sus representantes».
La reserva de ley, así entendida, responde a unas circunstancias históricas muy
concretas: en el contexto de una tensión Rey-Parlamento, éste consigue desplazar a
aquél en la toma de algunas decisiones singularmente importantes como son las que
afectan a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos; por ello, tomando tal punto
de referencia, sería más propio, entonces, hablar de «reserva parlamentaria».
Ahora bien, la evolución de los tiempos ha hecho perder buena parte de su senti-
do a la figura originaria de la reserva de ley, dado que el panorama constitucional
moderno ya no se articula sobre la dialéctica Legislativo-Ejecutivo sino sobre los par-
tidos políticos de Gobierno y oposición. El partido gobernante domina habitual-
mente tanto el Parlamento como el Gobierno y, por ende, tiene a su disposición tanto
facultades legislativas como reglamentarias. En su consecuencia, la exigencia de ley,
incluso formal, no añade nada a la legitimación reglamentaria alternativa, ya que el
autor de las leyes y los reglamentos es el mismo: el Partido político dominante.
Esta visión pragmática de la vida política de las democracias modernas ha obligado
a los autores más sinceros (como en España ARROYO, D E OTTO y TORNOS) a replantearse
el verdadero sentido de la figura, llegando a la conclusión de que la reserva de ley no sig-
nifica ya meramente que el Parlamento «pueda» decidir sobre las cuestiones reservadas
bien sea directamente —es decir, estableciendo por sí mismo la regulación— bien sea
indirectamente —remitiéndose a la regulación que quiera establecer al Ejecutivo bajo su
dirección y control— sino que tiene el «deber» de hacerlo, puesto que no puede esquivar
un mandato constitucional. La reserva legal es —no lo olvidemos— una orden de la
Constitución al Parlamento al tiempo que una prohibición al Ejecutivo: orden y prohibi-
ción rigurosamente vinculantes para ambos. Pero si uno y otro están en las manos del
mismo grupo político es claro que la precaución constitucional pierde su objeto.
En el moderno sistema de partidos —y tal como ha explicado, entre otros, D É OTTO
(1987, 153)— el fundamento de la reserva de ley es asegurar que la regulación de cier-
L A RESERVA L E G A L 259
tas materias se haga mediante el procedimiento legislativo, es decir, a través de una dis-
cusión pública con participación de la oposición y de conocimiento accesible a los ciu-
dadanos; unas circunstancias que no se dan en los procedimientos de elaboración regla-
mentaria. Con lo cual se gana un plus de legitimidad, en este caso democrática.
La idea, por lo demás, procede de Italia, como recuerda A R R O Y O ( 1 9 8 3 , 3 3 ) , quien,
citando a B R I C O L A , nos da una explicación de Índole formalmente muy plausible: «La
prohibición constitucional de que el legislador delegue en instancias ajenas e inferio-
res a la función incriminadora radica en que la reserva, garantía política de la libertad
personal, no es tan sólo garantía de la mayoría (parlamentaria y ciudadana) frente al
Estado, sino también garantía de respeto a las minorías. La elaboración parlamentaria
de todos los elementos de la ley penal es el único procedimiento que permite institu-
cionalmente la participación de las minorías en el control y elaboración de la ley. En
consecuencia, deben excluirse las fuentes normativas que no permitan una participa-
ción de esta clase».
Esta forma de razonar, por muy coherente que parezca, no resulta, sin embargo,
convincente aunque sólo sea por la experiencia española de los últimos años, demos-
trativa de que los debates parlamentarios pueden ser tan opacos como los del propio
Consejo de Ministros. Además, si se repasa la Jurisprudencia y la doctrina más defen-
soras de la integridad de las reservas, podrá comprobarse que la idea fuerza sigue
siendo el concepto de ley como expresión de la voluntad popular, es decir, que conti-
nuamos anclados en la ideología decimonónica más ingenua, pese a las llamadas de
atención a que acabo de referirme.
Cuando una ley es declarada inconstitucional por haber articulado indebidamente
la reserva, el Gobierno promueve sin dificultades su reparación exactamente en el
mismo sentido que tenía la ley inválida —aunque variando ligeramente el tenor lite-
ral del texto, claro está—, con lo cual quedan las cosas igual que antes. Y cuando lo
que se declara es la nulidad de un Reglamento «por falta de cobertura legal» las con-
secuencias son todavía peores. Aquí no hay que hablar de inutilidad sino de claro per-
juicio para los intereses generales, dado que la nulidad del Reglamento —piénsese en
lo que ha sucedido en materia de represión fiscal y de juegos— provoca un vacío
legislativo y la impunidad de los infractores, hasta que se remedia el vicio, tal como
ha denunciado con reiteración el Tribunal Supremo.
Todo esto no significa, naturalmente, que me esté oponiendo al establecimiento
de la regla de la reserva legal, puesto que me parece imprescindible. Pero no convie-
ne magnificar sus efectos, que pueden reducirse a un mero formalismo en determina-
das circunstancias políticas y constitucionales.
Posteriormente terció B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 1 ss.) en esta discusión para manifestar su dis-
conformidad con la moderna tesis de la legitimación democrática, que encuentra menos
convincente que la de la legitimación procedimental. El realismo y la experiencia obli-
gan, además, al autor a reconocer que, pese a cuantas cautelas quieran imponerse, es
inevitable que el Parlamento acuda a la colaboración reglamentaria, que en algunas mate-
rias, como la económica, resulta singularmente imprescindible. Para B A Ñ O , con todo,
parece superfluo el intento de separar lo lícito de lo ilícito en este punto acudiendo a los
criterios de lo esencial y lo accidental u otros semejantes, puesto que, según él, lo deci-
sivo es aquí indagar si la remisión es idónea, entendiendo por tal que «el legislador puede
remitirse al reglamento siempre que haya una causa objetiva que lo justifique» (p. 101).
Con esta valiente postura —inspirada, como acaba de decirse, en un sano realis-
mo— se rompen muchos lugares comunes inercialmente recibidos y se desmagnifica
la reserva legal, superando buena parte de sus incongruencias, empezando por la cir-
cunstancia de que fomenta la congestión parlamentaria en una época en que incesan-
temente se predica la autocontinencia del legislador.
260 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R
Vistas así las cosas, adquiere la reserva legal una nueva dimensión: no es tanto el
deber del Legislador de tipificar las sanciones como el que tenga la posibilidad de
hacerlo y decida si va a realizarlo él directamente o va a encomendárselo al
Ejecutivo. La reserva legal implica, entonces, una prohibición al reglamento de
entrar por su propia iniciativa en el ámbito legislativo acotado; pero no prohibe al
Legislador el autorizar al Ejecutivo para que así lo haga y con los requisitos que más
atrás se han expuesto. Porque negar esto significaría, por un lado, recortar al
Parlamento su propia libertad de decisión y, por otro, implantar un sistema absoluta-
mente irreal y, en definitiva, paralizador de la Administración.
Llevar la reserva a sus últimas consecuencias terminaría beneficiando a los infrac-
tores, puesto que la red legal nunca puede ser tan densa ni modificarse tan rápida-
mente como la reglamentaría. Sin que, por otra parte, ofrezca tampoco mayores
garantías a los ciudadanos, antes al contrarío, puesto que sabido es que éstos pueden
acudir a los Tribunales para que les protejan contra la arbitrariedad reglamentaria
(no hay que olvidar a este propósito que —como recuerda la STS de 3 de febrero de
1989; Ar. 781; Hernando— «la garantía de reserva de ley se configura como verda-
dero derecho subjetivo de carácter fundamental»); pero, en cambio, se encuentran
inermes frente a la arbitrariedad legislativa y si se piensa en la docena y media de
legisladores que tenemos en España, puede comprenderse la gravedad de lo que se
está diciendo.
Con lo cual hemos llegado al nudo de la cuestión: la colaboración reglamentaría.
Porque, tal como ya se ha apuntado, la reserva legal, pese a su nombre, no excluye la
intervención de los reglamentos. Circunstancia que, tanto en la teoría como en la prác-
tica, hace pasar a primer plano la determinación y medida de la intensidad de dicha
intervención, de la que vamos a ocuparnos con detalle inmediatamente.
Pero antes de llegar a ello conviene hacer otra precisión previa: la reserva de ley
tampoco excluye la intervención del Juez, intérprete de ella, que actúa así también
como un colaborador. Y es que la Ley, por sí sola, no puede alcanzar (al menos en el
ámbito administrativo) la precisión necesaria, que ha de facilitarle o bien el
Reglamento o bien el Juez, o ambos. Esta posibilidad ha sido aceptada de forma
expresa por la S T C 8 9 / 1 9 8 3 , de 2 de noviembre, y merecido un amplio comentario de
G A R C Í A DE ENTERRÍA ( 1 9 8 4 , 1 1 1 ss.), en el que se han sistematizado las facultades
interpretativas y constructivas del Juez dentro del principio de legalidad.
5. L A RESERVA TRINITARIA D E L A L P A C
sámente por ello, la Disposición Adicional 3.a establece una «adecuación de procedi-
mientos» que implica una auténtica deslegalización.
La STS de 26 de enero de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 573) amplía el elenco de materias
reservadas puesto que enumera de forma expresa las siguientes: descripción de la
infracción, señalamiento de la sanción y determinación de los posibles responsables
y, en concreto, la previsión de responsabilidades solidarias.
La LPSPV también ha seguido el criterio extensivo de la reserva de ley pues,
como adelanta en su Exposición de Motivos, «la reserva de ley establecida en eí
artículo 25.1 de la Constitución sólo se refiere expresamente a las infracciones y
sanciones, pero es razonable la tesis según la cual se incluyen en el ámbito de la
reserva los aspectos esenciales de todo régimen sancionador, en sus facetas sustan-
tiva y procedimental. Piénsese, por ejemplo, en todo lo relacionado con la determi-
nación de la responsabilidad, causas de justificación, causas de exculpación, parti-
cipación, prescripción, derecho de defensa, etc.».
El principio de reserva de ley constituye una garantía de carácter formal, que se refiere al
rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas san-
ciones, por cuanto el término legislación vigente contenido en el artículo 25.1 es expresivo de
una reserva de ley en materia sancionadora (que es) de naturaleza relativa [...]. En todo caso
aquel precepto constitucional determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de
la Administración en una norma legal, habida cuenta del carácter excepcional que los poderes
sancionadores en manos de la Administración presentan [.,.]. La reserva de ley no excluye la
posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales
remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley,
pues esto último supondría degradar la garantía esencial que el principio entraña, como forma
de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos
depende exclusivamente de la voluntad de sus representantes. El núcleo central de la materia
sancionadora reservada constitucionalmente al legislador es, como regla general, el relativo a
la predeterminación de las infracciones, de las sanciones y de la correspondencia entre ambas:
en definitiva el artículo 25.1 obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción
administrativa y las sanciones correspondientes, en la medida necesaria para dar cumplimiento
a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no se produzca, no
es lícito a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sancio-
nes o alterar el cuadro de la existentes por una norma reglamentaria cuyo contenido no esté
suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.
1. PLANTEAMIENTO
En las puntualizaciones que han ido exponiéndose a lo largo del epígrafe prece-
dente ha podido comprobarse cómo el Tribunal Constitucional, partiendo de una pos-
tura inicialmente muy firme, ha ido rebajando luego sus niveles de exigencia al des-
cartar la exigencia de ley orgánica y al admitir la posibilidad del Decreto-Ley. Una
erosión ciertamente leve pero que no se ha detenido aquí sino que ha llegado hasta el
262 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
2. CONSTITUCIONALI D A D
3. JUSTIFICACIÓN
— cuando media una remisión legal «debida u obligada por la naturaleza de las
cosas, pues no hay ley en la que se pueda dar entrada a todos los problemas imagina-
bles» (STC 77/1985, de 27 de junio);
— por exigencias inexcusables (STC 37/1987, de 26 de marzo);
— porque «sería ilógico exigir al legislador una previsión casuística» (STC
99/1987, de 1 de enero);
— por el «carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en
ciertas materias» (STC 42/1987, de 7 de abril);
— porque «en el ámbito reglamentario las consideraciones de oportunidad
pueden hacer necesaria una relativa rápida variación de criterios de regulación» (STC
de 8 de junio de 1988).
problema está en saber cuándo pueden producirse situaciones que aconsejen la tipi-
ficación reglamentaria. No basta sólo con invocar la índole técnica de la materia,
puesto que en principio esta circunstancia no excluye la tipificación por ley. Es sabi-
do que muchas leyes alcanzan un alto grado de detalle en la regulación de los supues-
tos [...]».
La sinceridad de B A Ñ O es ya un gran paso hacia el esclarecimiento de la cuestión
y no deja de ser curioso comprobar cómo el principio se va hundiendo por su propia
pesadumbre. He aquí que un dogma ideológico elaborado en un lento acarreo histó-
rico y consagrado, al fin de tanta lucha, por la Ley y hasta por la Constitución, ter-
mina convirtiéndose en juego de un legislador que decide libremente —y por razo-
nes de conveniencia— si lo respeta o lo relaja.
Avanzando en esta misma línea realista, otros autores han justificado el caso extremo
de leyes que no van acompañadas de instrucciones al Reglamento con la simple consta-
tación de que, a veces, es imposible hacerlo de otra manera. Así para SUAY (en
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 1989,43), las leyes en blanco «constituyen una exigencia inde-
clinable del gobierno humano y como tal resultan inevitables. La ley, en determinadas
materias, no puede prever de antemano de forma precisa y exhaustiva toda una serie de
circunstancias, las cuales, además, muchas veces han de ser objeto de múltiples correc-
ciones en el curso del tiempo para adecuarlas a la dinámica de la propia materia social a
la que se refiere. Exigir a una ley en tales casos una delimitación estricta de los tipos san-
cionables, aparte de imposible, resultaría disfiincional en muchos sectores.» Y en térmi-
nos similares R E B O L L O (1991,139): «A la ley le es imposible en muchos casos descen-
der a ese grado de concreción. Ante la alternativa de dejarlo a decisiones individuales o
admitir normas generales, opta por esto último. Sería admisible la habilitación al regla-
mento cuando no hay una renuncia voluntaria a regular, sino una decisión, de que es
necesario un grado de detalle y concreción que ¡a ley no puede aportar. Dicho de otra
forma, únicamente la regulación que la ley, desde su perspectiva general, no podía esta-
blecer con más precisión de la que lo ha hecho, puede remitirse al Reglamento».
1. CONCEPTO Y CONTEN I DO
a su gusto, sino una ley incompleta (por su contenido) o una ley de remisión (por su
función) que, consciente de sus carencias, encomienda efectivamente al Reglamento
la tarea de completarlas, aunque cuidándose de indicarle cómo. Por así decirlo, el
Reglamento no suple los olvidos de la ley sino que completa lo que ésta ha dejado de
forma deliberada solamente esbozado o acaba lo que se ha dejado sin terminar pero
ya comenzado. De aquí que se hable de «colaboración» y no de «sustitución». Una
ley en blanco en el sentido radical a que acaba de aludirse sería inconstitucional por
falta de respeto a la reserva de ley y la encomienda al Reglamento no sería ya remi-
sión sino deslegalización: lo que la Constitución prohibe en estos casos.
En los textos transcritos (y en muchos otros que seguirán apareciendo a lo largo del
libro) podrá comprobarse que la Jurisprudencia suele utilizar indeferenciadamente los
términos «remisión» y «habilitación»: lo que induce a confusión. Por mi parte —insis-
tiendo en lo que ya ha sido sumariamente apuntado y adelantando lo que más adelante
se expondrá con detalle— creo que conviene dar a cada uno de estos conceptos un con-
tenido propio y preciso. Mediante la habilitación permite la ley que el Ejecutivo dicte
un Reglamento sobre la misma materia que ella ha regulado (lo que sería inviable por
definición, sin contar con aquélla, en las materias reservadas); mientras que la remi-
sión supone que la ley hace suyo —con ciertas garantías, claro es— el contenido de ese
Reglamento futuro, que completará asi el texto de la ley remitente. En otras palabras: la
habilitación posibilita simplemente la aparición del Reglamento, independientemente
del contenido de éste; mientras que la remisión se refiere a su contenido, es decir, que
la remisión legitima el contenido concreto (lo amparado por las instrucciones o criterios
legales) de un Reglamento genéricamente hecho posible por la habilitación.
Mención aparte merece, en cualquier caso, la STC 83/1984, de 24 de julio, dado
que en ella se realiza una exposición sistemática muy completa de la cuestión a tra-
vés de las siguientes proposiciones:
De acuerdo con la STS de 19 de julio de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 5489) no se infringe la
reserva de ley si una norma con tal rango tipifica «el incumplimiento de las condi-
270 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Se ha precisado por este tribunal que la reserva de ley no excluye en ese ámbito «ta posi-
bilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remi-
siones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley»
(STC 83/1984). Por consiguiente, la colaboración reglamentaria en la normativa sancionadora
sólo resulta constitucionalmente lícita cuando en la ley que le ha de servir de cobertura que-
den suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la
naturaleza y limites de las sanciones a imponer (STC 3/1988, Fundamento Jurídico 9.°). En
definitiva, como ya dijimos en nuestra STC 305/1993, el artículo 25 de la Constitución obliga
al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción administrativa y las sanciones que
le sean de aplicación, sin que sea posible que, a partir de la Constitución, se puedan tipificar
nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una
LA RESERVA LEGAL 271
no se ha limitado a lo que es propio [...] sino que supone, no el desarrollo del régimen san-
cionador de la ley por vía reglamentaría, sino la adaptación del régimen sancionador pre-
visto en la ley a conductas no tipificadas legalmente, (añadiéndose que) no se respeta el
principio de reserva de ley en materia sancionadora ya que, en realidad, la norma reglamen-
taria no hace sino crear per se infracciones que la norma con rango de ley no contemplaba,
incorporando así una nueva tabla de infracciones en un subsector concreto del sector eléc-
trico que, si estaba previsto su desarrollo, no lo estaba en cambio en cuanto a las previsio-
nes de infracción.
sana correspondencia entre cada infracción y cada una de las sanciones» (con postura
contraria, por tanto, a la de la STC 207/1990, de 17 de diciembre).
La otra cara de la moneda de las leyes en blanco son los reglamentos comple-
mentarios que aquéllas necesitan y cuya colaboración deben solicitar. Si el llama-
miento legal a la colaboración reglamentaria está sujeto, por principio, a determi-
nados requisitos de los que el Legislador no puede eximirse, el problema surge por
la circunstancia de que tales requisitos limitadores del arbitrio legal no se encuen-
tran positivizados en norma alguna. A diferencia de lo que sucede con las delega-
ciones legislativas, para las que la Constitución se ha preocupado de enumerar sus
condiciones fijando detalladamente el contenido de la cláusula de delegación (o en
el nivel de la legislación ordinaria, como lo que ha hecho la Ley General Tributaria
en materia fiscal), en ningún texto positivo constan los requisitos y condiciones
necesarios para que la ley —sin romper la exigencia constitucional de la reserva
legal— pueda llamar al Reglamento a que colabore en la regulación de las infrac-
ciones y sanciones.
Ante este silencio normativo y a falta todavía de una doctrina congruente que los
Tribunales y los autores van ya madurando lentamente, reiterando lo que más atrás se
ha enunciado, entiendo que el llamamiento se produce a través de dos figuras que
deben aparecer en la ley reservada: la habilitación para reglamentar y la remisión nor-
mativa suficiente junto, claro es, con los criterios que han de establecerse para instruir
a quien ha de reglamentar.
genéricamente —es decir, sin concreción alguna— al Gobierno para que «dicte las
disposiciones necesarias para al desarrollo de la presente ley».
En mi opinión se trata inequívocamente de habilitaciones para reglamentar no
acompañadas de una remisión normativa. Dos aspectos que ilustran la disociación
apuntada en la última frase del número anterior y que merecen ser examinadas sepa-
radamente.
Por lo que se refiere a la habilitación para reglamentar hay que decir aquí —com-
plementando lo que más arriba se ha expuesto ya a propósito de la colaboración regla-
mentaria— que este tipo de habilitaciones sin precisión alguna de contenido carecen
de eficacia y responden a una práctica inercial, importante quizás en su día, pero que
hoy carece de sentido dentro del sistema vigente. Porque una de dos: o se refieren a
materias no reservadas a la ley o a materias reservadas.
Si se refieren a materias constitucionalmente no reservadas a la ley, la cláusula es
innecesaria, dado que, aun sin ella, el Gobierno puede ejercer su potestad reglamen-
taria original que la Constitución le reconoce en el artículo 103 y que, cualquiera que
sea ta posición doctrinal que se adopte, autoriza directamente al Gobierno para regla-
mentar, al menos y en todo caso, cualquier materia que no esté reservada a la ley y no
afecte a los derechos y libertades públicas de los individuos.
Y si se refieren, por el contrario, a materias reservadas, la cláusula es inválida
dado que, por falta de concreción, no contiene una remisión normativa válida.
Las cláusulas genéricas de estilo, en sí mismas, no tienen, por tanto, eficacia habi-
litadora para reglamentar. Pero es que, aunque la tuvieran, no serían suficientes para
establecer una remisión normativa válida, dado que con ella no se cumplen las exi-
gencias constitucionales de concreción de los elementos esenciales que han de servir
de pauta para el desarrollo reglamentario. Un punto de vista, en definitiva, que, ade-
más de confirmar la sustantividad separada de las dos figuras, permite concluir que
las habilitaciones genéricas en cláusula de estilo no son cauce legítimo, por insufi-
ciente, para establecer una remisión normativa. Y en el Derecho Administrativo
Sancionador la colaboración reglamentaria precisa de una habilitación (expresa o
implícita, como ya sabemos) y de una remisión normativa suficiente.
A la misma conclusión, aunque desde unos planteamientos bastante diferentes,
viene a llegar R E B O L L O (1991, 135) cuando dice que «tiene que desprenderse de la
Ley que autoriza a dictar Reglamentos reguladores del objeto reservado constitu-
cionalmente a la ley. Para ello, desde luego, son insuficientes las autorizaciones
generales de potestad reglamentaria que no señalan materia. Es necesario que, de
alguna forma, esté delimitada la materia sobre la que podrán versar los Regla-
mentos».
3. LA REMISIÓN NORMATIVA
regulación legal, ora por vía de desarrollo y ejecución ora por medio de la ordenación secun-
daría de determinados particulares.
Sentado esto, el segundo paso del análisis consiste en la constatación de que las
remisiones pueden ser de diversas clases, que conviene precisar. La ley sancionadora
puede, en efecto, realizar una remisión genérica o específica, a un reglamento futuro
o a un reglamento anterior, y de forma expresa o implícita.
La STC 60/2000, de 2 de marzo, plantea una cuestión capital tanto más intere-
sante cuanto que ofrece dos soluciones: la de la sentencia y la de un voto particular.
La cuestión es muy clara y no era, desde luego, la primera vez que se había suscita-
do. Se trataba de una remisión legislativa efectuada en términos sospechosos («ten-
drán la consideración de infracciones leves todas las que, suponiendo vulneración
directa de las normas legales o reglamentarias aplicables en cada caso, no figuren
expresamente recogidas y tipificadas en los artículos anteriores de la presente ley»)
por el artículo 142 de la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres de 1987,
desarrollada luego por algunos reglamentos, estatal y autonómicos, en los que apare-
cían infracciones no anunciadas en la ley. Planteada a este propósito una cuestión de
inconstitucionalidad, el Magistrado Garrido Falla puso de relieve en un voto particu-
lar que el problema no estaba en la ley sino en el reglamento que había procedido a
una tipificación indebida. «Ahora bien —precisaba— esta norma reglamentaria
puede ser válida (si cuenta con la suficiente cobertura jurídica) o inválida (por infrin-
gir el principio de reserva de ley). En el primer caso la infracción de la norma debe
comportar la sanción por incumplimiento. En el segundo caso es obvio que el pro-
blema no está en la hipotética inconstitucionalidad del artículo de la ley sino en la pro-
pia ilegalidad del reglamento» (lo que de aceptarse tendría unas consecuencias pro-
cesales prácticas enormes ya que facilitaría el control directo de los tribunales con-
tencioso-administrativos). Postura que no comparte, sin embargo, la sentencia, puesto
que para la mayoría del tribunal «el que la contravención de esta norma reglamentaria
resulte sancionable es una consecuencia jurídica del artículo 142 a) de la ley, no del
reglamento de desarrollo».
Dos soluciones igualmente plausibles; por lo que no se descarta que el tribunal cam-
bie cualquier día de criterio. Pero de cualquier manera que sea, para mí lo más intere-
sante de esta sentencia es una cautela metodológica que aparece en el voto particular:
la jurisprudencia resuelve casos concretos y la aplicación del método inductivo para extraer
teorías generales exige que éstas se modulen en función de las circunstancias que se han
tenido en cuenta en el caso resuelto.
4. REMISIONES ESPECÍFICAS
Contra lo que pudiera creerse, no son abundantes ni mucho menos, aunque sin lle-
gar a ser raras. Ocasionalmente aparecen, en efecto, en nuestras leyes algunas remi-
siones específicas a Reglamentos posteriores, a los que se encomienda la precisión de
algunos elementos del tipo descritos en la ley. Veamos unos ejemplos:
— El artículo 97.2 de la Ley de Costas establece que «para las infracciones leves
la sanción será la multa en la cuantía que se determine reglamentariamente, aplicando
los criterios del apartado anterior».
— Y el artículo 19.4 de la Ley de Protección civil establece que «el Reglamento que
desarrolle esta ley especificará y clasificará las infracciones tipificadas en el apartado
segundo de este artículo y graduará las sanciones atendiendo a los criterios de culpabili-
dad, responsabilidad y cuantas circunstancias concurran, en especial la peligrosidad o
trascendencia que para la seguridad de personas o bienes revistan las infracciones».
278 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
incompleta sino incompletable y no podrá aplicarse nunca: ni antes del Reglamento {por
falta de algún elemento esencial del tipo, p. ej., no se diga la cuantía de la sanción) ni des-
pués del Reglamento (porque será inválido por falta de habilitación legal suficiente).
En el supuesto de desarrollo reglamentario correcto, la diferencia de régimen
entre antes y después del reglamento estribará en la distinta amplitud de facultades de
subsunción por parte del operador jurídico, que inicialmente más amplias (cuando
sólo sea aplicable la ley), se verán luego recortadas con la aparición del Reglamento.
valor que la Administración puede conceder a esas normas técnicas varía según los
casos. La valoración máxima se alcanza, sin duda, con la remisión precisa y nominada
de un reglamento administrativo, y hasta de una ley, a las normas técnicas, pues en tal
caso se produce la incorporación de la norma técnica a la normativa administrativa
[...]. Pero en otros casos las normas técnicas acaban por configurar el escalón último
residual del peculiar sistema de fuentes en materia de riesgos industriales y a ellas hay
que acudir a falta de leyes y reglamentos administrativos. Lo que ocurre es que en tal
caso no se apunta a una norma técnica determinada sino al conjunto de todas ellas en
el sector de que se trate». Como ejemplo de esta fórmula valga el artículo 6.2 de la
Ley catalana 3/1998, de 27 de febrero, sobre la Intervención integral de la Admi-
nistración ambiental que se remite «en ausencia de reglamentos o de instrucciones
específicas [...] a las normas técnicas de reconocimiento general».
La tesis anterior parece poder ser bordeada, sin embargo, al amparo de las siguien-
tes consideraciones: cierto es, desde luego, que en una habilitación genérica en cláu-
sula de estilo no se cumplen los requisitos necesarios para constituir una remisión nor-
mativa en el ámbito reservado a la ley; pero no hay que olvidar, por otra parte, que de
LA RESERVA LEGAL 281
la misma manera que existen habilitaciones implícitas también puede haber remisiones
implícitas, es decir, remisiones en las que no consten de forma expresa los datos míni-
mos que imprescindiblemente deben aparecer en la ley y sirven de directrices al regla-
mento, pero que se pueda entender que tales requisitos están en algún otro lugar —den-
tro o fuera de la ley remitente— y que puedan servir a estos efectos. La STS de 30 de
abril de 1988 (Ar. 3294; Delgado) habla literalmente, por el contrario, de «aquellos
casos en los que el Reglamento entra a regular una materia reservada a la Ley, lo que
sólo es posible en virtud de remisión expresa». Pero tal declaración no tiene a estos
efectos un valor decisivo ya que, por un lado, se trata de un mero obiter dicta y, por
otro, adolece —a mi juicio— de la ya denunciada ambigüedad de confundir «habilita-
ción para reglamentar» con «remisión normativa», como se comprueba comparando
las expresiones que aparecen en sus Fundamentos de Derecho 3.° y 4.°
Por la misma razón así se explica también que el Tribunal Constitucional haya
declarado que en ningún caso puede invocarse la remisión a una práctica consuetudi-
naria por muy precisa y conocida que sea. Tal como dice la Sentencia 26/1994, de 27
de enero, la costumbre del lugar no puede
servir para cumplir con las exigencias de predeterminación normativa de la conducta ya que,
aunque la costumbre sea fuente del Derecho privado (art. 9.3 del C.c), no puede nunca inte-
grar una norma sancionadora, pues el constituyente, al utilizar el término de «legislación
vigente» del artículo 25.1 y de acuerdo con la primigenia función política del principio de
legalidad, tan sólo ha legitimado a los representantes del pueblo, esto es, a las Cortes
Generales, para determinar las conductas antijurídicas que deban hacerse acreedoras de cual-
quiera manifestación del ius puniendi del Estado.
Nada cabe reprochar al precepto impugnado pues, siendo como es una norma residual y
de remisión, la delimitación precisa de las conductas sancionables corresponderá a las reglas
remitidas, configuradoras de las obligaciones y prohibiciones cuya conculcación dará lugar a
la infracción.
Aceptación genérica que debe ser entendida, no obstante, con dos precauciones.
De una parte, el respeto a la garantía formal de reserva de ley, lo que significa que la
remisión legal ha de reputarse inconstitucional cuando equivale a «habilitar o remitir
al reglamento para la configuración ex novo de obligaciones o prohibiciones cuya
contravención de origen a una infracción sancionable». Esta salvedad ya era, por lo
demás, cosa sabida. Lo verdaderamente trascendental es lo que ahora se establece
como nuevo, a saber: que las reglas en las que se configuran obligaciones u prohibi-
ciones sancionables con arreglo al precepto que enjuiciamos deberán contener —para
LA RESERVA LEGAL 283
pero no puede verse en ello deslegalización alguna de la materia, porque tal habilitación nor-
mativa ha de operar en todo caso, como señala el precepto impugnado, «a los efectos de esta
ley», es decir, de acuerdo con las regulaciones de fondo que se contienen en ella, cuyas nor-
mas son deberes de los propietarios y empresarios y de las medidas de intervención pública
que pueden adoptarse para lograr «el mejor aprovechamiento de la tierra y sus recursos».
Quiere decirse con ello que el tipo de criterios objetivos, las formas y modalidades de su con-
creción y las especificas finalidades que han de perseguirse no son otros que los que la propia
ley prevé a lo largo de su articulado [...]. La ley recurrida contiene, por tanto, suficientes refe-
rencias normativas de orden formal y material para generar previsibilidad y certeza sobre lo
que, en su aplicación, significa una correcta actuación administrativa y, en su caso, para con-
trastar y remediar las eventuales irregularidades, arbitrariedades o abusos.
Con las anteriores consideraciones hemos llegado al punto más espinoso de nues-
tro análisis. Porque si, de acuerdo con el modelo dogmático, la reserva legal implica
que ha de ser la Ley —y precisamente ella— la que regule la materia reservada y si
la colaboración reglamentaria sólo es admisible cuando la ley la hace posible a través
de unas cláusulas de habilitación, que por naturaleza (y para evitar la tacha de normas
en blanco absoluto) han de precisar inexcusablemente el alcance y las condiciones del
desarrollo reglamentario, he aquí que ahora nos encontramos con una tesis doctrinal
y jurisprudencial singularmente relajada, conforme a la cual: a) la habilitación puede
articularse a través de una remisión normativa; b) si esta remisión resulta necesaria o
imprescindible puede prescindirse de la explicitación de los requisitos y condiciones
anejos a la habilitación; c) las cláusulas de habilitación o remisión pueden estar for-
muladas en términos absolutamente genéricos: lo que agrava el quebranto de la nece-
sidad de explicitar los requisitos del desarrollo reglamentario de la ley; d) hasta es
posible, incluso, prescindir por completo de la cláusula de habilitación, que puede
tener lugar mediante una remisión implícita; y é) la insuficiencia, o carencia, de la
cláusula puede ser remediada si en el articulado de la ley aparece un marco sistemá-
tico del que puedan inferirse o deducirse los requisitos y condiciones que hubieran
debido venir en la cláusula de habilitación.
Ante este panorama surgen inmediatamente unas preguntas inquietantes: ¿puede
seguirse hablando en estas condiciones de una auténtica reserva legal?, ¿qué ha suce-
dido para que el Tribunal Constitucional, inicialmente tan riguroso, haya podido evo-
lucionar hacia una tolerancia tan extremada?, ¿qué queda del artículo 25.1 de la
Constitución?, ¿existe o no —en definitiva— una reserva legal en el Derecho
Administrativo Sancionador?
De momento, la situación es, a primera vista, no ya sorprendente sino paradójica.
Porque los mismos autores que proclaman con vehemencia el cumplimiento riguroso
del principio de la reserva legal, al que consideran como una conquista irrenunciable
del Estado de Derecho, luego, a la hora de la verdad, permiten tales relajaciones del
mismo que autorizan a sospechar que tal principio se convierte en un mero formalis-
mo, que puede cumplirse con el rito formulario de una cláusula de estilo. A continua-
ción vamos a ver hasta qué punto estas sospechas son fundadas y, como resultado final,
podremos determinar el valor exacto del principio y de sus corolarios; pero conviene
subrayar por adelantado lo que esto significa a efectos de la seguridad jurídica. Se
puede estar a favor, o en contra, de una exigencia rigurosa de la reserva legal y, en con-
secuencia, se puede aplaudir o rechazar cualquiera de las dos corrientes jurispruden-
ciales que en tal sentido se produzcan. Lo que resulta más difícil de aceptar, con todo,
es que en unos casos los tribunales relajen su exigencia en los términos que acaban de
ser descritos y en otros lo impongan a rajatabla. En estas circunstancias las sanciones
y los recursos se convierte en una lotería y en los ordenadores de cada abogado hay dos
juegos de formularios totalmente contrarios pero bien apoyados en ristras jurispruden-
286 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
cíales a utilizar según la posición procesal que el cliente vaya a ocupar. En verdad que
esto no es tomar en serio al Derecho, no se respeta la dignidad de la justicia y, mucho
menos, la de la llamada doctrina, puesta sin disimulo al servicio de intereses parciales.
6. LA COBERTURA LEGAL
se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley, pues
es suficiente una cobertura legal, criterio sustentado por el supremo intérprete de la Cons-
titución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión de necesaria cober-
tura de la potestad sancionadora en una norma de rango legal... Esta técnica de cobertura legal
supone una regulación mínima, en la ley, de los tipos y sanciones.
Opinión seguida por una abundante jurisprudencia posterior y por algunos auto-
res en términos moderados como S A N Z GANDÁSEGUI o radicales como PARADA y
GARCÍA MANZANO. Según PARADA, el artículo 2 5 . 1 establece el principio de reserva
absoluta en material penal exclusivamente mientras que en materia sancionadora
administrativa sólo es exigible la cobertura legal, conforme a la cual basta cubrir con
una ley formal la descripción genérica de las conductas sancionables y las clases y
cuantía mínima de las sanciones, pero con posibilidad de remitir a la potestad regla-
mentaria la descripción pormenorizada de las conductas ilícitas.
La flexibilidad de esta fórmula permite salvar del reproche de inconstitucionali-
dad a muchas normas sancionadoras que no podrían salvar este escollo si se las
midiera con la vara de la reserva estricta de ley. Y consecuentemente la cobertura de
ley se utiliza a veces como un salvavidas al que se aferran los jueces cuando quieren
defender la validez de una norma sospechosa y no tienen argumentos mejores.
Sucede, en efecto, con cierta frecuencia que nuestros Tribunales, a la hora de exa-
minar la validez de un reglamento sancionador o de una actuación administrativa san-
cionadora, obligados por la reserva legal buscan una norma con rango de ley que legi-
time la norma o la actuación debatida. Búsqueda correcta y necesaria, pero en la que
se pueden utilizar dos métodos totalmente diferentes. En unos casos, se indaga si la
ley que ampara formalmente el reglamento ha cumplido los dos requisitos repetidos
(habilitación y remisión suficiente) mientras que en otros, y de una forma absoluta-
mente relajada, el Tribunal se limita a buscar cualquier norma legal que, dentro del
ordenamiento jurídico, preste lo que llama «cobertura legal» sin preocuparse de si se
han cumplido los dos requisitos dichos.
LA RESERVA LEGAL 287
Parece evidente, por tanto, que si aquí se hubiese utilizado la técnica de la reser-
va legal no hubiere sido posible llegar a esta conclusión, puesto que en las leyes cita-
das no están descritos los elementos del tipo por la sencilla razón de que el tipo no
existe y, además, las cláusulas de habilitación y remisión (que, por si fuera poco, no
se refieren para nada al tipo) carecen de los más mínimos requisitos y directrices para
la intervención reglamentaria: son inequívocas normas en blanco absoluto. Lo que
sucede, no obstante, es que, de ordinario, cuando el Tribunal encuentra la «ley de
cobertura», ya se da por satisfecho y no se preocupa de examinar si tal Ley ha solici-
tado correctamente —es decir, cumpliendo los requisitos propios de la reserva legal—
la colaboración reglamentaria. Para poner un ejemplo más de esta forma de operar,
valga la STS de 5 de julio de 1993 (Ar. 5471; Escusol):
La sentencia apelada, tras afirmar que las normas reglamentarias no pueden introducir o
crear derecho sancionador, señala que, en el presente caso, la delimitación de la potestad san-
cionadora se llevó a cabo por medio de la Ley 15/1984 y que, como desarrollo de dicha Ley
se dictó el Decreto 459/1983. Existiendo normativa legal anterior a los hechos, reguladora de
las infracciones y sanciones en la materia que nos ocupa, no pueden prosperar los alegatos de
defensa de la parte apelante.
administrativas— heñios de aplicar a ellas sus reglas propias (habilitación para regla-
mentar y remisión normativa suficiente), sin escamotearlas o sustituirlas por las reglas
de una hipotética vinculación legal positiva de la Administración.
Nótese, por lo demás, que la llamada cobertura legal tiene un alcance intermedio
que puede dejar insatisfechos a todos los supuestos a que se aplica: a los sometidos a
reserva legal, porque es demasiado tolerante en cuanto que prescinde de los requisi-
tos de habilitación y remisión (contentándose con la previsión legal); y a los no some-
tidos a reserva legal, porque les exige una previsión legal no establecida inequívoca-
mente por la Constitución y, de hecho, más que discutible.
La STS de 8 de febrero de 1993 (Ar. 669; Lecumberri) se ha percatado con toda
agudeza de que la cobertura legal no es sino una reserva legal rebajada; lo que, por
cierto, acepta sin el menor escrúpulo:
Se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley,
pues es suficiente una «cobertura legal», criterio sustentado por el supremo intérprete de la
Constitución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión «necesaria
cobertura de potestad sancionadora en una norma de rango legal» [...]. Esta técnica de cober-
tura legal supone «una regulación minima, en la ley, de los tipos y sanciones y, en concreto, de
los limites máximos de éstas».
Un año más tarde, sin embargo, la sentencia 119/1991, de 3 de junio, siguió insis-
tiendo todavía en la línea tradicional, con la agravante de que la cobertura encontra-
da tenía el rango de Decreto; lo que no pareció preocupar al Tribunal. En el caso de
autos se trataba de la clausura de un establecimiento ordenada por la Administración
sin invocar siquiera una norma justificante, mediando vehementes sospechas de que
tal norma no existía. Pero el Tribunal contencioso-administrativo al fin la encontró en
un Reglamento marginal, que es declarado suficiente por la sentencia
puesto que, aun siendo cierta la falta de mención, en la Resolución administrativa, de la regla
en cuya virtud se dispuso la interrupción de las emisiones y el precintado de los equipos, no
lo es menos que ya la sentencia de la Audiencia Territorial «identificó» expresamente la base
normativa para tal acto, refiriéndose a lo prevenido en el articulo 3 del Real Decreto
1433/1987, por el que se establece el Plan Técnico Territorial del Servicio Público de
Radiodifusión Sonora.
Para entender toda esta Jurisprudencia aparentemente tolerante, para salir al paso
de las inevitables tentaciones de relajación y, en definitiva, para aclarar estas cuestio-
nes, creo que resulta necesario tener en cuenta los siguientes elementos que aquí están
en juego: por un lado, que en ocasiones se está examinando la legalidad de actos
administrativos (la sanción impugnada en concreto) y a veces, de las normas regla-
290 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
mentarías; y, por otro lado, que una cosa es el principio genérico de legalidad en
Derecho Administrativo y otra muy distinta el principio especifico de la reserva legal
en el Derecho Administrativo Sancionador.
Si no se tiene en cuenta todo esto, la reserva legal se «trivializa», convirtiéndose
en una mera cuestión de jerarquía de fuentes o, a todo lo más, de habilitación para
actuar, como si el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración fuera una
actividad ordinaria de ésta. Por poner un último ejemplo de los desvarios a que puede
llevar este modo de razonar, así se observa en la jurisprudencia dictada a propósito de
las sanciones impuestas por no respetar las discotecas el régimen de horarios de cie-
rre. El Tribunal Supremo, después de algunas vacilaciones que se superaron con la
sentencia de la Sala de revisión de 10 de julio de 1991 (Ar. 5354), llegó a la conclu-
sión de que el artículo 81.35 del Reglamento de Policía de Espectáculos no vulnera-
ba la Constitución. No obstante, a la hora de examinar la «cobertura legal» sostuvo
que el régimen de horarios comerciales establecido por el Real Decreto de 30 de abril
de 1985 no era aplicable por referirse a comercios en sentido propio y no a locales de
esparcimiento. Cuando se lee, entonces, la sentencia de 10 de abril de 1992
(Hernando) que, resumiendo didácticamente la polémica, analiza con detalle este
punto, puede comprobarse que se está realizando un planteamiento en el que se pres-
cinde totalmente de las peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador y se
marginan los rigurosos requisitos que lleva conmigo la exigencia de reserva legal. Los
ejemplos podrían multiplicarse.
Cuando un Tribunal, en fin, está enjuiciando una sanción concreta y habla de la
«cobertura legal» está pensando, más o menos inconscientemente, en el principio
estricto de juridicidad, es decir, en la exigencia de que la actuación administrativa esté
prevista y amparada («cubierta)» por una norma, cualquiera que sea ésta. Ahora bien,
cabalmente por tratarse de un ámbito en el que opera la reserva, aquí no basta con esa
simple «cobertura legal» —que, de hecho, no es legal sino meramente normativa—
sino que la cobertura (si es que quiere utilizarse tal expresión) ha de ser rigurosa y
mucho más firme que un simple Reglamento, puesto que el principio de juridicidad
no es suficiente en Derecho Administrativo Sancionador.
Al Tribunal, por tanto, no ha de bastarle un Reglamento de cobertura sino que
tiene que seguir inexcusablemente su indagación para comprobar si tal Reglamento ha
sido dictado de acuerdo con las reglas de la colaboración reglamentaria admisibles en
la reserva legal. Detenerse en la cobertura reglamentaria —válida para actos admi-
nistrativos no sancionadores— es quedarse a mitad de camino y en esta materia, aun-
que sea partiendo de un acto, hay que seguir hasta encontrar la roca firme de la ley y
hasta comprobar que entre ella y el Reglamento median los canales habilitantes y de
remisión que legitiman la presencia de normas intermedias entre la ley y el acto.
En un importante artículo publicado el año 2 0 0 0 H U E R T A T O C I L D O (pp. 3 0 - 3 1 ) ha
manifestado también un juicio demoledor sobre la postura del Tribunal Constitucional
en esta materia: «a tenor de la jurisprudencia constitucional la exigencia de reserva de
ley se traduce, en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, en la necesidad
de que la potestad sancionadora de la Administración esté cubierta por una norma de
rango legal que [...] no necesita alcanzar la categoría de ley en sentido formal [...] que-
dando (tal exigencia) prácticamente reducida a la necesidad de que exista una habili-
tación legal para su configuración reglamentaria, aunque dicha habilitación suponga
una remisión in toto a su regulación administrativa por vía reglamentaria. Conclusión
esta última que otorga a la Administración una limitada potestad configuradora de ili-
citos y sanciones (disciplinarias) previa autorización legal en blanco que personal-
mente entiendo incompatible con el más relajado de los entendimientos de lo que sig-
nifica el principio de legalidad aplicado a la actividad administrativa». Y es que, como
L A RESERVA L E G A L 291
momento en que, incluso en ausencia de ley, puede intervenir el Reglamento sin pro-
ducirse, por tanto, concurrencia alguna. (La concurrencia —y la consecuente supre-
macía jerárquica legal— sobrevendría entonces si la ley interviniere después del
Reglamento.)
La operatividad de la reserva legal presupone, como es evidente, la existencia de
una zona abierta indiferenciadamente a la regulación parlamentaria y gubernamental;
indiferenciación que cabalmente se quiere suprimir mediante la precedencia legal. Y
por ello mismo, cuando se niega esta premisa —es decir, cuando se niega la existen-
cia de tal zona indiferenciada—, pierde su razón de ser la reserva legal, que es preci-
samente lo que afirma GARRORENA. Para él, la Constitución española no admite en
ningún caso la intervención reglamentaria sin ley previa. Lo que significa que o se
entiende que todas las materias están reservadas a la ley o, lo que parece más lógi-
co, que la reserva legal resulta completamente superflua hoy en España.
La postura de GARRORENA implica, en definitiva, llevar a sus últimas y lógicas
consecuencias la teoría de la vinculación positiva de la ley: en efecto, parece extraño
que los seguidores de ella acepten sin dificultades la reserva legal y, por ende, la aper-
tura indiferenciada a la ley y Reglamento de lo no reservado. Lo que cabalmente pre-
tende el autor es negar esa zona que se mantiene abierta a sensu contrario de la que
ha sido reservada. En suma: si nada está abierto al Reglamento, es inútil la reserva y,
a la inversa, si todo está reservado a la ley sin necesidad de reserva alguna, es claro
que nada queda abierto inicialmente al Reglamento.
Al autor no se le escapa, con todo, una objeción muy seria, a saber: que en la
Constitución existen múltiples preceptos en los que se exige una ley para materias o
decisiones concretas. Objeción que GARRORENA despacha con un vigoroso manotazo:
«la Constitución ha huido no sólo de la formulación codificada en un solo artículo de
este catálogo (de aparentes reservas), sino también del empleo del término reserva,
precisamente para evitar provocar ella misma con su actitud sobreentendidos de este
tipo que en absoluto casan con los presupuestos estructurales sobre los que el sistema
se asienta [...]. A la ley le corresponde, le está reservado, pues, ese catálogo de con-
tenidos mencionados en la Constitución; pero le corresponde igualmente esa deter-
minación primera en todo otro contenido; y difícilmente podría creerse que la inten-
ción del texto constitucional, al destacar los supuestos más sobresalientes de dicha
casuística, haya sido privarle en el resto de una cualidad que constitutivamente le per-
tenece. Nuestro Ordenamiento jurídico está, por tanto, regido por el principio de pre-
cedencia de la ley; pero de precedencia en todo ámbito normativo. En consecuencia,
este principio, al unlversalizarse, anula prácticamente la conveniencia y la utilidad de
seguir hablando de reserva».
A mi juicio, sin embargo, esta explicación resulta demasiado simple y dista
mucho de ser convincente. Cuando la Constitución determina que algunas materias
—y sólo algunas— han de estar reguladas por ley, lo hace con la inequívoca inten-
ción de diferenciar su régimen respecto de las restantes. Las explicaciones que a tal
respecto aporta GARRORENA pueden valer para algunos supuestos, pero desde luego
no para los del artículo 25. En cualquier caso, la doctrina y la jurisprudencia no se
han dejado arrastrar por esta simplificación y han aceptado incondicionalmente la
figura de la reserva legal, a la que se ha teorizado minuciosamente.
Lo que sucede, sin embargo, es que el legislador —respetuoso, de ordinario, con
el mandato de tipificación (que es el «contenido» de la normativa, mientras que la
reserva se refiere a la «forma»)-— no lo es tanto con la reserva y, por ignorancia o
desidia, no se acuerda a veces de cumplir escrupulosamente los requisitos que preci-
sa el llamamiento a la colaboración reglamentaria. Y el Ejecutivo, por su parte, es más
que proclive a invadir las zonas reservadas aun sin haber sido correctamente llamado.
LA RESERVA LEGAL 293
El resultado de esta doble relajación es que los Tribunales se encuentran cada día
ante situaciones de intrusismo reglamentario y, si bien es verdad que con frecuencia
reaccionan enérgicamente y rechazan la agresión (declarando la nulidad del Regla-
mento intruso o de la ley con llamamiento insuficiente), en ocasiones decae su ánimo
y no tienen energía, política o jurídica, para reprimir el abuso —asustados también
por la impunidad y el vacío que producen las nulidades normativas—, llegando a tole-
rancias verdaderamente alarmantes. Pues bien, en este camino de la tolerancia nada
más cómodo que aplicar, probablemente sin saberlo, los esquemas mentales de
GARRORENA, de forma que, tal como se ha denunciado y explicado con minuciosidad,
prescinden de los requisitos adicionales de la reserva de ley y, a la hora de enjuiciar
un reglamento, se contentan con comprobar su «cobertura», es decir, la existencia de
una ley previa: que es exactamente lo que sostiene este autor.
Mi postura es distinta. Yo creo en la reserva constitucional de ley y entiendo que
tiene consecuencias jurídicas muy precisas. Cuando media la reserva, debe haber por
supuesto una regulación legal, aunque ello no sea su característica específica. La nota
esencial de la reserva es el modo peculiar de permitir la colaboración reglamentaria.
La presencia de una ley no excluye nunca la colaboración reglamentaria; pero ésta
tiene lugar en diferentes condiciones según que se trate de una materia reservada, o
no. En los supuestos ordinarios, la intervención reglamentaria carece de exigencias
formales en cuanto al momento y modo de aparición y únicamente está sometida a
condiciones materiales o de resultado, es decir, que su contenido está subordinado a
la ley. Mediando reserva de ley, en cambio, tanto la forma de aparición como el con-
tenido del reglamento colaborador están sometidos a condiciones muy rigurosas:
De esta manera adquiere su sentido la figura de la reserva legal, que se utiliza para
restringir las potestades ordinarias del Ejecutivo. Existen ámbitos, en efecto, en los
que la actividad del Gobierno y de la Administración resultan enormemente sospe-
chosos para la Constitución. Y, aunque ésta no llega a cerrar su acceso al Reglamento,
se preocupa al menos de que esta intervención se ejerza bajo controles muy rigurosos
por parte de la ley.
Dejando ya a un lado los análisis técnicos del artículo 129, mi juicio global es
negativo ya que, aun sin dudar de sus buenas intenciones, establece un sistema tan
riguroso que ha de resultar inviable. Este precepto parece, en otras palabras, más
propio de un autor apasionado que de un legislador comprometido a llevarlo a la
práctica. Quien ha vivido la experiencia sancionadora de los últimos cincuenta años
y ha estudiado los regímenes legales de dos centurias, no puede creerse, en efecto,
que todo vaya a cambiar de la noche a la mañana por una decisión del legislador.
Esta transformación radical hubiera sido —quizás— posible al filo de la Cons-
titución, cuya autoridad ideológica y normativa hubiera facilitado la ruptura de iner-
cias y prácticas contrarias; y, sin embargo, no fue así. Quien ha conocido los tor-
294 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
ción es incomparablemente mejor que antes, es decir, que primero con las construc-
ciones jurisprudenciales y doctrinales y luego con la Constitución se han realizado
unos progresos evidentes que ahora se continuarán previsiblemente con el impulso de
la LPAC, y esto incluso a sabiendas de que, como acaba de decirse, va a quedar sus-
tancialmente incumplido durante muchos años.
El análisis del principio de reserva legal nos ha llevado a los mismos resultados
que se constataron en el capítulo anterior respecto del principio matriz de legalidad.
Uno y otro se encuentran, en efecto, estructurados en dos niveles: en el superior
domina una formulación dogmática cerrada con dos elementos inexcusables (la habi-
litación y la remisión); mientras que en el inferior, en el de la práctica, se comprueba
una degradación progresiva del dogma hasta tal punto que se escamotean tales ele-
mentos en la teoría del «marco sistemático de referencia» y desaparecen por completo
en la de la mera «cobertura legal».
La práctica jurisdiccional no puede ser, en definitiva, más desconcertante: admitida
siempre sin vacilaciones la colaboración reglamentaria, en los epígrafes IV y V del capí-
tulo hemos visto cómo tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo anulan impla-
cablemente reglamentos y actos administrativos sancionadores que no se atienen escru-
pulosamente a los dos requisitos indicados. Pero en el epígrafe V hemos visto a renglón
seguido y no sin sorpresa, cómo los mismos tribunales apoyan actos y reglamentos que
habría que considerar viciados de conformidad con el criterio anterior, pero argumen-
tando ahora que basta con una alusión a un evanescente marco sistemático de referen-
cia o con el hallazgo de una cobertura legal por lejana y ambigua que sea.
Esta confusión favorece a los prácticos puesto que si el abogado quiere salvar a
su cliente infractor puede invocar los rigores del dogma estricto de la reserva legal
mientras que el funcionario puede justificar la sanción en el hallazgo de alguna
cobertura legal para el reglamento sospechoso que ha estado manejando en el expe-
diente. Distinta es, no obstante, la situación del autor teórico porque parece impo-
sible construir un Derecho Administrativo Sancionador coherente y sistemático par-
tiendo de unos materiales incompatibles: o torre o espadaña, o yelmo o bacía, dado
que aquí no es lícito acudir a la irónica solución ecléctica del baciyelmo sancho-
pancesco.
En verdad que no parece fácil adoptar una posición coherente. Porque si acepta-
mos el dogma estricto de la reserva legal con sus dos requisitos indiscutibles, no pode-
mos aceptar las soluciones del marco sistemático de referencia ni mucho menos la de
la cobertura legal, ya que en rigor no son una relajación del principio sino su nega-
ción terminante. Y si aceptamos la fiiga de la doctrina legal, tenemos que ser cons-
cientes de que así renunciamos a la reserva legal estricta. Nos encontramos, en suma,
en una encrucijada de caminos, de tal manera que si escogemos uno, hemos de aban-
donar el otro.
El hecho es que el dogma originario de la reserva legal se ha hundido por su pro-
pio peso ante la ambición irrealista de sus exigencias. Los jueces constitucionales al
elaborar este concepto se estaban dirigiendo a un legislador imaginario integrado por
juristas exquisitos cuando no Catedráticos de Derecho Constitucional, que son los
únicos capaces de seguir sus lecciones. Se tiene la sensación, entonces, de que los jue-
ces se han ido percatando luego del fracaso de su lección y de que, en consecuencia,
se han colocado en un nivel más sencillo, más factible, pretendiendo ahora salvar la
cara mediante la exigencia de ese mínimo que supone la cobertura legal. Porque de no
296 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
ser así, vista la «torpeza» de un legislador que no quiere seguirles, tendrían que ter-
minar anulando todos los reglamentos y, para evitar el fracaso de la política sancio-
nadora, han preferido sacrificar ahora el dogma riguroso de la reserva legal que era lo
que impedía que aquélla funcionase correctamente.
Este cambio de postura es elogiable aunque sólo sea por lo que tiene de realista;
pero siempre con una condición inexcusable que es importante repetir hasta la sacie-
dad: si es lícito y aun recomendable el cambio de criterio, no lo es la simultaneidad
de posturas contradictorias utilizando en casos iguales distintas varas de medir, anu-
lando hoy con rigor lo que ayer se validaba con tolerancia. Así no puede formarse un
Derecho Administrativo Sancionador convincente ni puede convertirse la práctica en
una lotería de resultados imprevisibles. Repitamos: o torre o espadaña, o un camino o
el otro; nada de baciyelmos.
Por así decirlo, con los restos de la orgullosa fragata del dogma originario de la
reserva legal se ha construido el modesto lanchón de la cobertura legal, rudimentario
ciertamente pero operativo sin duda y que tiene la ventaja de hacer compatible el prin-
cipio, siquiera sea en una versión débil, con la realidad normativa represora. Algo, y
aún mucho, se ha salvado, pues, del naufragio ya que estamos mejor que antes a costa
de haber perdido el empaque teórico anterior. Porque de esta manera se han cerrado
algo las mallas de la represión administrativa que ya no dejan escapar tan fácilmente
como antes a los infractores que, reconociendo los hechos, contaban con abogados
hábiles dispuestos a acogerse a la reserva legal que de ordinario se traducía en la
impunidad más escandalosa.
Ni que decir tiene, sin embargo, que esta rebaja de exigencias no ha satisfecho a
todo el mundo, en particular a los responsables del orden jurídico y a los autores de
reglamentos. Pongámonos por un momento en su posición. La experiencia les coloca
un día ante situaciones que consideran inadmisibles pero que no están legalmente
previstas como infracción ya que el legislador las desconocía (si se trata de conduc-
tas nuevas) o se olvidó de ellas. Es evidente que el principio de reserva legal —tanto
en su versión dura como en su versión rebajada— impide la sanción. Ahora bien, aun-
que los funcionarios lo saben de sobra, su sentido de la responsabilidad les impulsa a
pasar por encima de tal prohibición y a establecer un ilícito por vía reglamentaria o a
sancionar directamente los hechos.
Esto es conocidamente ilegal e inconstitucional, pero la alternativa es muy doloro-
sa: tener que tolerar comportamientos socialmente dañosos hasta que el legislador, al
cabo de los años, se acuerde de cerrar el hueco que en su imprevisión dejó abierto y
con la seguridad de que pronto aparecerán nuevas oportunidades de conductas dañosas
formalmente impunes. De esta manera una cosa tan seria como es el Derecho
Administrativo Sancionador se convierte en el «juego del ratón y el gato» en el que
siempre sale perdiendo el gato público ante el ratón habilidoso que conozca bien los
laberintos legales. Y de esta manera, en fin, el Derecho, que siempre se ha tenido como
el eslabón que garantiza la armonía de los intereses públicos con los derechos priva-
dos, se convierte en un factor de inestabilidad que sacrifica aquéllos en beneficio de
éstos. Para los jueces es muy fácil resolver en este sentido pasando la culpa a un legis-
lador incompetente y frivolo; mas ¿puede permanecer impasible el administrador res-
ponsable de los intereses públicos? Estamos en un callejón sin salida porque ni la resig-
nación es indiferente ni la ilegalidad por muy bien intencionada que sea.
CAPÍTULO VII
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN
[297]
298 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
sus derechos de tráfico. Este margen de discrecionalidad está reñido con el principio
de lex certa, pues el sujeto infractor no conoce de antemano cuáles van a ser las con-
secuencias de su conducta, lo que indudablemente lesiona el principio (de tipicidad)
en su vertiente de predeterminación normativa de la sanción».
Este mandato está recogido, de una manera o de otra, en todos los Derechos avan-
zados y, por su conexión con los derechos fundamentales, está regulado en el artícu-
lo 7 del Convenio de Roma.
Al principio de tipicidad está dedicado el artículo 129 de la LPAC, que es muy
pormenorizado puesto que se refiere a la tipicidad de infracciones (n.° 1) y de san-
ciones (n.° 2), así como el alcance de la colaboración reglamentaria (n.° 3) y a la pro-
hibición de analogía (n.° 4):
1. Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del Ordenamiento
Jurídico previstas como tales infracciones por una ley.
Las infracciones administrativas se clasificarán por la Ley en leves, graves y muy graves.
2. Únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse san-
ciones que, en todo caso, estarán delimitadas por la ley.
3. Las disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o
graduaciones al cuadro de infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir
nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la ley contempla,
contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa determinación
de las sanciones correspondientes.
4. Las normas definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplica-
ción analógica.
I. ESTADO DE LA CUESTIÓN
Postura que sigue con frecuencia —aunque no siempre, como veremos inmedia-
tamente— el Tribunal Supremo, valiendo de testimonio, por todas, su Sentencia de 20
de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), en la que se configura el principio de la lega-
lidad, en sus dos vertientes, como un límite de la potestad sancionadora:
El Tribunal Constitucional ha reconocido que nuestra primera ley configura una potestad
sancionadora en manos de la Administración, aun cuando con los necesarios controles para
preservar y garantizar los derechos de los ciudadanos. Entre los límites que tal potestad
encuentra en la propia Constitución ha de situarse en lugar preferente el de la legalidad, según
el cual la cobertura de aquélla ha de estar constituida necesariamente por norma de rango legal
[...]. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está sometida al principio de legalidad
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 299
sino también la tipificación de las infracciones, así como también la determinación de las san-
ciones correspondientes.
Opinión doctrinal que cuenta incluso con algún apoyo ocasional —al menos en lo
que se refiere al repudio del mandato de tipificación— en el Tribunal Supremo. Así
ha sucedido, concretamente, en las Sentencias concatenadas de 10 de marzo y 20 de
marzo de 1985 y 28 de enero y 12 de febrero de 1986, entre otras, a propósito del
siguiente supuesto: un sector completo (el juego) que carecía en absoluto de norma
legal tipificadora, ya que no contaba con otro apoyo que un Real Decreto (el de 11 de
marzo de 1977) y una Orden Ministerial (la de 9 de enero de 1979). Así las cosas, el
Tribunal tomó conciencia de la aberración que suponía el que unas actividades de esta
naturaleza e importancia no pudieran ser sancionadas por la Administración, pero
constató igualmente que se encontraba aprisionado en una tenaza inexorable: si se
atenía a la tipificación legal, había de reconocer la impunidad de los infractores, lo
que le repugnaba por su sentimiento de justicia; mientras que si adoptaba la solución
contraria —es decir, si aceptaba la validez y eficacia de un mero reglamento sancio-
nador— había de sacrificar nada menos que una regla pretendidamente constitucio-
nal. Planteadas las cosas de esta forma, el Tribunal se inclinó decididamente por la
segunda opción, que se cuidó de argumentar prolijamente (se cita por la de 28 de
enero de 1986, Ar. 71, debida —casi huelga decirlo en razón de su característico estilo—
a la pluma de Martín del Burgo).
Puesto que lo que se discutía era la licitud de un reglamento sancionador, el
Tribunal empieza analizando la «potestad reglamentaria»:
Para situar en sus justos términos este debate, debe empezarse por destacar que el llama-
do Poder Ejecutivo, aun en los regímenes políticos de máxima libertad, como lo son por lo
general los parlamentarios, y lo es el nuestro, cuenta, entre otras prerrogativas, con la de dis-
poner de un poder reglamentario propio, que ha dado origen en la Constitución francesa de
1958 a la contrapartida del concepto de «reserva legal», esto es, a la «reserva de reglamento»;
la exigencia de este poder reglamentario es debida a que mientras los Parlamentos se mueven
con solemnidades, lentitudes e intermitencias, con poca aptitud de las asambleas legislativas
para llegar en su conjunto al conocimiento de los detalles y de las reglas técnicas que han de
regular sutilmente las múltiples cuestiones que a diario tiene que afrontar la Administración,
por el contrario ésta cuenta a su favor con una agilización de medios, con una experiencia, con
una habitualidad, con una rapidez y con una continuidad, que es lo que explica la despropor-
ción existente en todos los países entre el volumen de la obra legislativa y el de la obra regla-
mentaria; razones por las que autores de máximo prestigio se han atrevido a decir que aunque
la Constitución escrita nada precisase, habría que explicar la titularidad del poder reglamenta-
rio en el Ejecutivo en la existencia de una «costumbre tradicional inequívoca».
Afirmación que a renglón seguido se matiza con otra mucho más suave basada en
la concepción del Reglamento como un complemento —y complemento necesario—
de la ley:
Para salir al paso de cualquier malentendido, queremos dejar bien claro que lejos estamos
de pretender sentar una doctrina que equivalga a maniatar a la sociedad y entregarla a las velei-
dades del Ejecutivo y al Gobierno de turno; dejaríamos de ser un Tribunal de Justicia si tal cosa
hiciéramos; nuestra intención es reflejar lo que hay de real, y de necesario, en esta cuestión; la
ley necesita imperiosamente del complemento del reglamento, pero éste no puede discurrir de
ningún modo contra ¡egem sino secundum legem, respetando la jerarquía normativa.
Lo cual está muy bien; pero supone el escamoteo de la cuestión, ya que la senten-
cia, a partir de aquí, va a trabajar sobre la hipótesis de que el juego contaba con una
norma de rango legal complementada por los reglamentos sancionadores discutidos.
Afirmación rigurosamente incierta, puesto que esa pretendida norma legal para nada
regulaba el juego sino que se limita a despenalizarlo sin rozar lo más mínimo su régi-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 301
men jurídico. Pero oigamos cómo la propia sentencia se encarga de razonar algo tan
difícilmente razonable: el «bloque de legalidad» que regula el juego está encabezado
por un Real Decreto-Ley, el de 25 de febrero de 1977, que «peca por lo sucinto de sus
disposiciones, confiando en el complemento a realizar por el Consejo de Ministros o
Gobierno y por el Ministerio, a los que delega estas misiones a través de la técnica de
la remisión normativa, incurriendo en cierto exceso de delegación en el poder regla-
mentario de la Administración». Estos «pecados» y «excesos» pueden, embargo,
absolverse fácilmente ajuicio del Tribunal desde una perspectiva propia de la justicia:
No se debe volver la espalda a la realidad de los intereses y de los valores que están en
juego en supuestos como el que nos ocupa, ateniéndose tan sólo a una jurisprudencia de con-
ceptos, alejada de la vida y de las conveniencias sociales. Decimos esto porque este bloque de
la legalidad, apresuradamente formado, tuvo que desarrollarse como lo hizo para atender a los
apremios de una decisión política (la legalización del juego hasta entonces prohibido y pena-
do) y, a la vez, a la necesidad de establecer cauces en la práctica de los juegos que venían a ser
autorizados, sólo concebibles a través de formalidades y de controles rigurosos, ya que el
juego en sí, sin frenos ni trabas, pone en peligro intereses y valores morales, individuales,
familiares y sociales, necesitados de una especial protección como la propia exposición de
motivos del Real Decreto-Ley se encarga de destacar.
Dicho esto, el Tribunal encuentra la solución de una forma mucho más sencilla de
lo que podría suponerse, acudiendo a una interpretación de sentido común:
Para conjugar y atender debidamente las motivaciones contrapuestas que se derivan de
principios y realidades, nada mejor que prestar atención a una regla hermenéutica de general
observancia, aquella que sale al paso de toda interpretación que conduzca al absurdo [...). Pues
bien, la solución [del Tribunal de instancia que había anulado las sanciones por falta de tipifi-
cación legal] conduce a) absurdo de dejar en el más completo caos a toda la práctica de una
actividad —el juego—hasta hace poco prohibida y no sin razones, puesto que caos sería dejar
inerme a ¡a sociedad y a la Administración, frente a abusos, irregularidades y fraudes, desde
el momento en que el conjunto de normas reglamentarias se convierten en normas imperfec-
tas, al quedar desprovistas del resorte que verdaderamente les proporciona su condición de
normas jurídicas: el de la coacción que fuerza a su cumplimiento y observancia.
Sólo muy raramente se olvidan las leyes sectoriales de cerrar su regulación con un
capítulo dedicado a la tipificación de infracciones y sanciones. Pero en cambio es
muy corriente que la enumeración no sea exhaustiva, de tal manera que algún supues-
to quede sin tipificar. Si tal sucede, igual da que las cosas permanezcan así o que
luego un Reglamento supla esta carencia, puesto que en ambos supuestos se incum-
ple para lo silenciado el mandato de tipificación legal:
El artículo 25.1 de la Constitución obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de
infracción administrativa y las sanciones correspondientes en ta medida necesaria para dar
cumplimiento a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no
se produzca, no es lícito a partir de la Constitución introducir nuevas sanciones o alterar el cua-
dro de las existentes por una norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente
determinado o delimitado por otra de rango legal [STC 42/1987, de 7 de abril].
No basta tampoco, por otra parte, con que la ley aluda simplemente a la infrac-
ción, ya que el tipo ha de ser suficiente, es decir, que ha de contener una descripción
de sus elementos esenciales; y si tal no sucede se produce una segunda modalidad de
incumplimiento del mandato de la tipificación: la insuficiencia.
Como puede suponerse, aquí surge el problema de determinar qué es lo esencial,
o no lo es, en el tipo. Una tarea que en buena parte corresponde realizar a la doctri-
na; pero que en último extremo se decide casuísticamente por los Tribunales. En
materia tributaria, por ejemplo, ya existe una doctrina judicial bastante elaborada (cfr.
SSTC 37/1991, de 16 de noviembre, y 179/1985, de 19 de diciembre); pero todavía
no se ha formado una similar para las infracciones y sanciones administrativas en
general. El mandato de tipificación exige en todo caso la presencia de una lex certa
que en términos de la STC 61/1990, de 29 de marzo— «permite predecir con sufi-
ciente grado de certeza las conductas infractoras y se sepa a qué atenerse en cuanto a
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 305
Como este punto ya ha sido desarrollado con detalle, si bien desde otra perspec-
tiva, en el capítulo anterior, baste aquí con dejarle aludido a efectos sistemáticos.
Habida cuenta de que el mandato de tipificación legal no implica —-como ya
sabemos y se seguirá insistiendo— la exclusión absoluta de la intervención regla-
mentaria, con tal que esté debidamente habilitada al efecto, surge lógicamente una
nueva posibilidad de incumplimiento: la derivada de una remisión imperfecta al regla-
mento. Si la remisión no es correcta, no puede considerarse válida y el Reglamento
no estará legitimado para completar la tipificación insuficiente de la ley. Para ade-
lantar un solo ejemplo, a título ilustrativo, baste recordar que el Tribunal
Constitucional (S. 42/1987, 17 de abril) ha considerado inválida —cabalmente por
remisión imperfecta— la habilitación formulada en blanco por el artículo 4.1 del Real
Decreto-Ley de 25 de febrero de 1977, que decía simplemente lo siguiente: «Se auto-
riza al Gobierno para dictar, a propuesta del Ministro de la Gobernación, las disposi-
ciones que sean necesarias para la consecución de las finalidades perseguidas en el
presente Real Decreto-Ley, determinando las sanciones administrativas que puedan
imponerse para corregir las infracciones de aquéllas».
Las carencias anteriores son imputables al legislador. Pero también puede suce-
der que el defecto no provenga de él sino del Ejecutivo, es decir, que apareciendo en
la ley una regulación suficiente y una remisión reglamentaria correcta, luego resulte
imperfecto el Decreto de desarrollo al no precisar con detalle los elementos integra-
dores del tipo. Por eso en el título del presente epígrafe se ha hecho una doble alusión:
a la imperfección de la remisión realizada por la ley y a la imperfección de la tipifi-
cación realizada en el reglamento al amparo de aquella remisión o habilitación.
306 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
—animales de aspecto dulce, pero conocidamente más peligrosos que un perro o un oso
domesticado— acurrucados en una cesta. Conminado de expulsión y multa por el
revisor del tren, la reacción del provocador fue en parte defensiva (alegó que los ani-
males estaban dormidos e iban bien vigilados , de tal manera que no podía asustar
razonablemente a nadie) y en parte de ataque, ya que denunció a varios viajeros que
portaban animales auténticamente molestos y peligrosos por contagio —piojos con-
cretamente— respecto de los cuales el inspector hacía la vista gorda con menospre-
cio de la prohibición normativa.
No hace falta imaginar cuál fue el resultado de la siguiente escaramuza legal.
El mismo juez que había venido dando la razón al campesino, al negarse a emple-
ar la vitanda analogía, rechazó el texto de las nuevas ordenanzas imputando al tipo
normativo de la infracción unas condiciones de vaguedad e imprecisión inadmisi-
bles.
La moraleja de esta parábola no puede ser más clara, pero sé de sobra que algu-
nos juristas muy autorizados la han rechazado por considerarla caricaturesca y, por
ende, indigna de aparecer en una monografía académica. Pues bien, si esto fuera cier-
to, de caricaturas aún más grotescas están llenos los serios repertorios de jurispru-
dencia. Por poner un solo ejemplo, valga el de la STS de 5 de julio de 1998 (3.a, 4.a,
Ar. 5657, García-Ramos). En el caso de autos se trataba de una sanción administrativa
impuesta por la realización de actividades industriales que contradecían las medi-
das correctoras impuestas por la licencia. O dicho con otras palabras: el titular de la
empresa había solicitado licencia de apertura que le había sido concedida pero con la
obligación de introducir determinadas medidas correctoras al proyecto; cosa que no
hizo y, aun así, se iniciaron las actividades. La norma, por su parte, había tipificado
la infracción de realizar actividades «sin licencia» y la Administración dio por sentado
que el tipo describía también la realización de actividades que no se ajustaban a las
condiciones de la licencia. El Tribunal Supremo, no obstante, con un rigor positivista
que nada tiene que envidiar al del juez prusiano de la parábola, anuló la sanción decla-
rando que
es preciso distinguir dos conductas: la de quien ejerce una actividad sin licencia de apertura y
la de quien lleva a cabo esa actividad con licencia pero sin adoptar las medidas correctoras que
le fiieron exigidas. Como en el Derecho Administrativo Sancionador no son admisibles inter-
pretaciones extensivas o analógicas [...] es obligado entender que la conducta enjuiciada no
estaba concluida en el artículo aplicado por la Administración al referirse éste a la actividad
realizada sin licencia.
Lo difícil es determinar en cada caso concreto hasta dónde llega ese mínimo de
precisión que el tribunal habrá de ir valorando de forma casuística. Sucede, sin embar-
go, que en ocasiones admite el Tribunal Supremo una relajación tal de la precisión
tipificante, que de hecho ésta desaparece. Y lo curioso del caso es que tal relajación
acompaña —y potencia— de ordinario a la relajación de la reserva legal. Ni que decir
tiene que éste es el caso de algunas relaciones de sujeción especial y, más concreta-
mente, de las Normas Deontológicas de los Colegios Profesionales, como ya pudo com-
probarse en las sentencias citadas en el epígrafe III.3 del capítulo tercero de este libro:
lo que se justifica por la dificultad de lograr una enumeración específica exhaustiva.
No obsta a la suficiencia de la descripción la circunstancia de que en el tipo apa-
rezcan incrustados conceptos jurídicos indeterminados (STC 50/1983, de 14 de
junio), cuya utilización en la ley es con frecuencia inevitable y, por ende, lícita como
está reconociendo unánimemente la jurisprudencia. En términos de la STC 69/1989,
de 20 de abril, reiterada en la 219/1989, de 21 de diciembre,
si bien los preceptos legales o reglamentarios que tipifiquen las infracciones deben definir con
la mayor precisión posible los actos, omisiones o conductas sancionables, no vulnera la exi-
gencia de la ¡ex certa que incorpora el articulo 25.1 la regulación de tales supuestos ilícitos
mediante conceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente
factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y permitan prever, por consi-
guiente, con suficiente seguridad, la naturaleza y las características esenciales de las conduc-
tas constitutivas de la infracción tipificada, pues como ha declarado este Tribunal en reiteradas
ocasiones (S. de 15 de octubre de 1982 y Auto de 16 de octubre de 1985, entre otras resolu-
ciones), dado que los conceptos legales no pueden alcanzar, por impedirlo la propia naturaleza
310 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
de las cosas, una precisión y claridad absolutas, es necesario en ocasiones un margen de inde-
terminación en la formulación de los tipos ilícitos que no entra en conflicto con el principio
de legalidad, en tanto no aboque a una inseguridad jurídica insuperable con arreglo a los cri-
terios interpretativos enunciados.
Lo que de una forma más sumaria, pero no menos contundente, describe así la
sentencia 149/1991, de 4 de julio:
es doctrina reiterada de este Tribunal la de que no vulnera la exigencia de ¡ex certa como
garantía de la certidumbre o seguridad jurídica, el empleo en las normas sancionadoras de con-
ceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente factible en
virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia que permitan prever, con suficiente segu-
ridad, la conducta regulada (SSTC 122/1987, 133/1987, 69/1989 y 219/1989).
Doctrina que ha hecho suya el Tribunal Supremo y generalizado con cita literal de
los párrafos del Tribunal Constitucional que acaban de transcribirse como hace la sen-
tencia de 15 de febrero de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 1812) a propósito del R.D. 1.907/1996
sobre publicidad.
{2000, p. 44) ha lanzado una señal de alarma: «soy de la opinión de que debe exacer-
barse el control constitucional frente a unos modos de tipificación penal cada vez
menos precisos y escasamente determinables con ayuda de los tradicionales métodos
de interpretación. Para lo cual sería deseable un fortalecimiento de la exigencia de
taxatividad a través de una actitud de mayor rigor ante la incorporación de conceptos
jurídicos indeterminados [...] admitiéndolos únicamente cuando no hubiera más
remedio y fuera relativamente sencilla su determinación por los órganos judiciales y
propiciando respecto de los así admitidos, una interpretación basada en el principio
de in dubio pro iibertate [...] Sólo así podrá evitarse que [...] el juzgador que haya de
interpretarlos se convierta en legislador, con el consiguiente riesgo de decisionismo y
arbitrariedad».
Forzoso es reconocer, sin embargo, que en este punto se encuentra todavía el
Derecho Administrativo Sancionador en una fase muy poco desarrollada y los comen-
taristas se contentan con admitir —siguiendo los esquemas del Derecho Penal— tanto
los elementos tipificadores descriptivos como los normativos y de recomendar el uso
de los tipos cerrados (o autosuficientes) pero sin rechazar los abiertos {o sea, los que
necesitan de otra norma que los complete).
Aun admitiendo lo justificado de la tendencia jurisprudencial a equiparar, tam-
bién en este punto, el Derecho Administrativo Sancionador al Derecho Penal, no
deben pasarse por alto las consecuencias indeseables que puede producir una actitud
rigurosa a tal respecto y que obligan, una vez más, a tener en cuenta las «matizacio-
nes» que son inevitables en este campo.
Un ejemplo singularmente frecuente es el de la práctica de negocios simulados y
de otros realizados en fraude de ley, prácticamente desconocidos en el Derecho Penal
(puesto que allí normalmente son inviables al no formar parte del tipo negocio jurídi-
co alguno) pero corrientes en el Derecho Administrativo, sobre todo en el ámbito eco-
nómico, como se ha descubierto en el Derecho Comunitario europeo. A la hora, por
ejemplo, de reclamar subvenciones no es raro descubrir que el hecho legitimante sea
un negocio jurídico simulado o realizado en fraude de ley. Piénsese a tal propósito en
el caso de una exportación de «salchichas» compuestas de desperdicios animales y
serrín. Unos fabricantes alemanes obtuvieron la subvención correspondiente a la
exportación aun a conciencia de que, al llegar a su destino, habían de ser destruidas
puesto que no podían aprovecharse para la alimentación. Las autoridades comunita-
rias estudiaron la posibilidad de imponer una sanción ante un fraude de ley tan evi-
dente; pero no se decidieron a hacerlo por considerar que en el tipo no se precisaba
que las salchichas subvencionadas habían de ser «para el consumo humano» y en su
lugar se optó por reformar el tipo a través del Reglamento 2 . 4 0 3 / 6 9 . Lo que significa
que, hasta tal fecha, los exportadores pudieron continuar sus prácticas fraudulentas
con absoluta impunidad (cfr. T I E D E M A N N , 1 9 8 9 , 2 2 3 1 ) .
En mi opinión, el escrúpulo fue injustificado y no debe haber reparo alguno en
aplicar al Derecho Administrativo Sancionador figuras procedentes del Derecho
Civil aunque no estén enraizadas en el Derecho Penal, puesto que el Derecho —y,
mucho menos, la Justicia— no vive en compartimentos estancos. La circunstancia de
que en el Derecho Penal no se haya desarrollado una teoría del fraude de ley no
puede impedir su aplicación en el Derecho Administrativo Sancionador que, como
en este libro se expone pormenorizadamente, es autónomo respecto de aquél. Por
emplear una vez más la (ambigua) expresión del Tribunal Constitucional, aquí hay
motivos más que suficientes para introducir un «matiz» en los principios del
Derecho Penal.
De la misma manera, y aunque nada diga la ley, es obvio que la jurisprudencia
ejerce una conocida función de precisión tipificante, a la que F E R R E R E S da un enorme
312 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R
valor aunque no se le pasan por alto las dificultades de todo orden que ello supone en
la teoría de las fuentes (por la relatividad a estos efectos de las decisiones judiciales)
y, aún más, por razones constitucionales. «El principio de taxatividad —dice en la
p, 167— puede verse satisfecho con una combinación de ley, por un lado, y jurispru-
dencia del Tribunal Supremo que concreta su significación, por el otro. Pero no pare-
ce que se respete entonces el principio de reserva de ley que está al servicio de la idea
democrática de igualdad de los ciudadanos en la creación del derecho a través de sus
representantes parlamentarios. No es lo mismo, desde el punto de vista democrático,
que los jueces estén vinculados por las interpretaciones de los reglamentos a que lo
estén por las interpretaciones de un órgano como el Tribunal Supremo».
escrupulosa aunque sólo sea por la cuantiosa jurisprudencia que sobre el particular
se habia producido anulando reglamentos e innumerables sanciones concretas
por violación del principio de legalidad. Pues bien, no obstante las precauciones
adoptadas, esta ley, fruto del escarmiento, no ha podido evitar que en las prolijas
relaciones tipificantes de infracciones se deslicen algunas muestras de estableci-
miento por remisión. Así, en el artículo 2.a) se consideran infracciones muy graves
las actividades realizadas «con incumplimiento de los requisitos y condiciones esta-
blecidos en las autorizaciones». Y, más claramente todavía, en el artículo 3.j) se
considera falta grave «el incumplimiento de las normas técnicas de los Reglamentos
de los juegos».
La Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988 ha ensayado una
nueva fórmula, al declarar en su artículo primero que «constituyen infracciones admi-
nistrativas en el orden social las acciones u omisiones de los distintos sujetos respon-
sables tipificadas y sancionadas en la presente ley». Como se ve, aquí se acude a la
remisión; pero remisión a la propia Ley, con lo cual se pretende evitar el reproche de
la remisión en blanco. Ahora bien, esta precaución ha resultado inútil dado que siguen
existiendo mandatos y prohibiciones cuyo incumplimiento genera responsabilidad
sancionadora, que no aparecen en la Ley citada sino en el resto del ordenamiento sec-
torial laboral y del orden social. Y es que, como advierte D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 7 9 ) , «esta-
mos ante una normativa muy densa y compleja, que prácticamente imposibilita, a
menos que se quiera reproducir toda esta normativa en el ámbito sancionador, el tipi-
ficar todas y cada una de las infracciones posibles a esta normativa». Y a continua-
ción el mismo autor (pp. 180-181) expone la tesis sobre la que ya vengo insistiendo
desde 1984 y que ahora se refuerza con su autoridad: «El carácter infractor de una
conducta respecto a la norma del orden social no nace tanto de que otra norma decla-
re que es infracción su incumplimiento, en tanto que ello es patente en la norma que
impone la obligación de hacer o no hacer [...]. El complemento que la norma del
orden social ha de buscar en la norma sancionadora no es tanto de carácter sustanti-
vo, de tipificación en sí, en cuanto infracción de conductas contrarias a los deberes
establecidos por la norma, como de calificación de la infracción y de graduación de
la sanción. De esta forma, norma sustantiva y norma sancionadora se complementan
y forman un bloque en el que cada una de ellas tiene un papel determinado. La pri-
mera el de definir deberes, la segunda, más que indicar que los incumplimientos de
tales deberes son infracciones, debe realizar un encuadre jurídico del des valor exac-
to que el Ordenamiento Jurídico adjudica a tales violaciones». (Nótese que en las fra-
ses que he puesto en cursiva se encuentra una descripción tan breve como acertada de
las tesis de la doble vertiente del mandato de tipificación y de la esencialidad de la
segunda, es decir, de la atribución de sanción).
El éxito de esta fórmula explica que se empleara en otras leyes posteriores como
en la de 23 de marzo de 1995, de vías pecuarias [art. 21.4.c)] o en la de 3 de noviembre
de 2003, de Patrimonio de las Administraciones Públicas [art. 192.3._/)].
El artículo 5.d) de la Ley 26/1988, de 29 de julio, sobre disciplina e intervención
de las entidades de crédito, nos proporciona otro ejemplo de esta figura que ofrece,
respecto de las anteriores, la peculiaridad de «la realización de actos u operaciones
prohibidas por normas de ordenación y disciplina con rango de ley o con incumpli-
miento de los requisitos establecidos en las mismas, salvo que tenga un carácter
meramente ocasional o aislado».
La ley de 21 de febrero de 1992, de protección de la seguridad ciudadana, ensayó
otra fórmula más ambiciosa en su artículo 26f) en el que se calificaban de infracciones
leves «todas aquellas que, no estando calificadas como graves o muy graves, consti-
tuyan incumplimiento de las obligaciones o vulneración de las prohibiciones estable-
E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN 317
carentes de efectividad por cuanto olvidan la imposible concreción en tipos sancionables, dada
la índole de la materia, de todos los casos posibles de contradicción del citado y genérico prin-
cipio general caracterizador de las prácticas prohibidas; lo que necesariamente implica formu-
lación reglamentaria de un tipo residual que cubra la diferencia entre las determinaciones espe-
ciales y el total ámbito de ¡a prohibición legal, pues de otra manera resultaría ésta cercenada en
su extensión o infringida a virtud de la siempre incompleta enumeración de prohibiciones
expresadas al máximo nivel de concreción mediante las especificaciones reglamentarias.
Atinada observación que se completa con una reflexión dogmática que avala lo
que acaba de decirse:
Teniendo en cuenta, además, la diversidad del modo de generar normas tipificantes en los
órdenes administrativo y penal, ya que el primero incluye la posibilidad de preceptos genera-
les en la ley, rectores de la posterior tipificación reglamentaria, lo cual no es dable en el campo
del Derecho penal donde los genéricos tipos de conducta prohibida a nivel de ley formal sólo
son susceptibles de concreción por la vía casuística de su interpretación —y praxis jurisdic-
cional— con entera marginación de la potestad reglamentaria de la Administración Pública.
La trascendencia de esta sentencia es enorme pues no sólo avala la tesis que aquí
se está sosteniendo sino que la lleva hasta sus últimas consecuencias al admitir su uti-
lización tanto para tipificaciones legales como reglamentarias e incluso para normas
corporativas rigurosamente internas (aunque bien es verdad que, por lo que se refie-
re a lo último, tal doctrina dista mucho de haberse consolidado):
En el presente caso existen unas Normas Deontológicas [de un Colegio Profesional] que
definen con precisión los deberes profesionales de los colegiados [...]. Es evidente, por ello, que
el incumplimiento de dichas normas debía y podía entenderse, con certeza más que suficiente,
incorporado o subsumido en la abstracta definición que el artículo 39 de los Estatutos realiza
de las conductas sancionables como aquellas que se apartan de los deberes profesionales.
Frente a esta manifestación de previsibilidad de las conductas sancionables [...] carece de
relieve la circunstancia de que las Normas Deontológicas no definan expresamente como
infracciones el incumplimiento de sus preceptos, o que se contengan en distintos textos ñor-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 319
mativos e incluso que no hayan sido objeto de publicación [...] pues esta omisión que en el
ámbito de las relaciones de sujeción general impediria la aplicación de cualquier norma san-
cionadora, no puede valorarse, en el orden específico del Colegio Profesional, ni siquiera
como indicio de inseguridad jurídica con relación a los propios colegiados.
de tal manera que la tipificación resulta de la conjunción entre la norma que estable-
ce el mandato (o prohibición) concreto y la norma que declara genéricamente que su
violación es una infracción.
Con cualquiera de estas fórmulas se cumple suficientemente la tipificación de la
infracción; pero aún queda por verificar el cumplimiento de la segunda vertiente del
mandato de tipificación, o sea, la atribución de la sanción, tal como va a precederse
más adelante.
Conviene, con todo, antes de proseguir, poner de relieve lo siguiente: la tesis que
acaba de exponerse parecerá, de seguro, a los más escrupulosos peligrosamente rela-
jada. Pero debe pensarse en el progreso de precisión que representa respecto de la
postura tradicional del Orden Público como remisión suficiente para justificar la
calificación como infracción de todas las desobediencias. Guste o no guste, el hecho
es que siempre se ha tenido conciencia de que la tipificación no podría ser igual en
el Derecho Administrativo Sancionador que en el Derecho Penal. Aceptado esto, se
señalaba que la peculiaridad administrativa consistía en cualquier infracción del
Orden Público. Lo cual, a la vista de la amplísima concepción de éste en la vieja ley,
se traducía en algo muy simple: cualquier desobediencia a una norma o a un acto
administrativo singular equivalía a una infracción de Orden Público. Postura perfec-
tamente reflejada en el Preámbulo de la Ley de 20 de julio de 1963, sobre prácticas
restrictivas de la competencia: «aplicar la técnica de la tipicidad penal, definiendo
como delitos los actos prohibidos por la ley en esta materia concreta, atentaría al
principio de seguridad jurídica, dadas las dificultades de tal tipificación [...]; en rea-
lidad, y por su propia esencia, la idea de orden público no viene a ser otra cosa sino
la cláusula de reserva por donde aquellos actos contrarios al interés de la comuni-
dad y que son de imposible tipificación penal, viene a ser recogida (para impedir que
escapan a su sanción, en mengua o con detrimento de dicho interés)».
Ahora bien, una vez que la Jurisprudencia ha cerrado esta salida, constriñendo las
infracciones de orden público únicamente a las que se refieren a él en sentido estricto,
resulta inevitable o bien acogerse a la tipificación rigurosa de tipo penal, absolutamen-
te inviable para las infracciones administrativas, o bien adaptar la regla a las peculiari-
dades del Derecho Administrativo Sancionador en el sentido que aquí se ha expuesto.
1. ESTADO DE LA CUESTIÓN
buido de forma expresa tal potestad, señalado un límite para las sanciones y aludido
inchiso a las infracciones de ordenanzas. La cuestión parecía, en consecuencia, no
ofrecer dificultad alguna ya que no era sino continuación de un régimen tradicional
varias veces centenario, nunca discutido ni por la doctrina ni por la jurisprudencia y
que, además, se cerraba con el conocido artículo 603.2 del Código Penal en el que se
proclamaba que «las disposiciones de este libro no excluyen ni limitan las atribuciones
que por las leyes municipales o cualesquiera otras especiales competan a los funcio-
narios de la Administración para dictar Bandos de Policía y buen gobierno y para
corregir gubernativamente las faltas en los casos en que su represión les está enco-
mendada por las mismas leyes».
En lo que aquí interesa la clave del sistema se encontraba en el alcance de la
potestad de ordenanza, puesto que es en éstas donde se tipifican de ordinario las
infracciones municipales más características. Pero este punto estaba también ase-
gurado ya que la potestad de ordenanza está comprendida en la potestad regla-
mentaria reconocida a los Entes locales en el artículo 4.1 .a) de la Ley de Bases de
Régimen Local y, además, el artículo 55 del Texto Refundido de las disposiciones
de régimen local declara que «en la esfera de su competencia las Entidades loca-
les podrán aprobar Ordenanzas y Reglamentos y los Alcaldes dictar Bandos. En
ningún caso contendrán preceptos opuestos a las leyes». Independientemente de
ello, en algunos supuestos la legislación sectorial atribuye de forma expresa esta
potestad para materias determinadas. Así, el Real Decreto Legislativo 339/1990,
antes citado, precisa que «se atribuyen a los municipios las siguientes competen-
cias: [...] b) la regulación mediante disposición de carácter general de los usos de
las vías urbanas».
De esta manera iban funcionando las cosas sin contestaciones ni alarmas: los
ayuntamientos establecían deberes y obligaciones en ordenanzas, cuyos incumpli-
mientos eran sancionados por ellos y a nadie llamaba la atención la exigencia de
reserva legal de tipificación proclamada —al decir del Tribunal Constitucional— por
la Constitución; o mejor dicho: se entendía que tal reserva quedaba cumplida en la
tipificación realizada expresamente por las ordenanzas.
Este pacífico equilibrio empezó a desmoronarse en los años ochenta hasta rom-
perse del todo en muy poco tiempo por la aparición de varias circunstancias con-
currentes: primero, por la irrupción de una firme doctrina del Tribunal
Constitucional que, sin perjuicio del silencio del texto constitucional sobre este
punto, entendió que la exigencia de reserva legal se extendía a todas las ramas y
manifestaciones del Derecho punitivo; segundo, por la aceptación doctrinal gene-
ralizada, y hasta entusiasta, de tal postura; y tercero, porque el silencio de la LPAC
se entendió como una confirmación implícita de la regla al no haber establecido
excepción alguna a ella.
En 1990 se había invertido totalmente, pues, la situación tradicional de tal mane-
ra que era pacífica la exigencia de la reserva de ley sectorial (dado que la LBRL no
cumplía este objetivo) para la tipificación de infracciones sin establecer peculiaridad
alguna para los entes locales cuyas ordenanzas, a lo sumo, podían colaborar con y
completar los tipos establecidos en las leyes, exactamente igual que los demás regla-
mentos administrativos.
El régimen jurídico admitía, en definitiva, tres supuestos que aparecen identifica-
dos con absoluta precisión en la STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608): a)
tipificación legal exclusiva; b) tipificación legal previa desarrollada o completada por
ordenanzas; y c) tipificación por ordenanza que carece de cobertura legal. Las dos
primeras manifestaciones no son apenas problemáticas por lo que sólo en la última
nos detendremos con cuidado.
322 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Es un supuesto bastante corriente: las leyes sectoriales tipifican con detalle sufi-
ciente de tal manera que las Ordenanzas locales resultan superfluas. Lo que no obsta,
claro es, a la intervención de los Alcaldes para imponer sanciones de acuerdo con las
leyes estatales o autonómicas.
Para REBOLLO ( 2 0 0 4 , 3 6 1 ) la duplicación de textos puede ir bastante más lejos de
la siemple superfluencia y llevar a la ilegalidad: «Las Ordenanzas no pueden tipificar
conductas que ya sean típicas [...] en otra ley autonómica o estatal. Algunas veces
habrá un solo solapamiento parcial y ocasional entre las infracciones, tipificadas en
una Ley y una Ordenanza. En tal caso se estará ante un concurso que habrá que resol-
ver conforme a las reglas que las regulen y sin que ello afecte a la validez de la norma
local, sino sólo a su aplicación en el caso concreto. Pero si se trata pura y simplemente
de que la Ordenanza tipifique como infracción lo que indefectiblemente está ya tipi-
ficado en una ley, entonces la Ordenanza habrá desbordado su ámbito propio, y será
nula en este punto. Las Ordenanzas que se exceden por tipificarse lo que ya es típico
de acuerdo con la ley —además de que lejos de proteger mejor contra la contamina-
ción acústica, hacen un gran favor a los infactores— son ilegales».
Este es el supuesto más normal en la esfera local. Aquí puede parecer a primera
vista que se viola la regla de la reserva legal. Pero no es así, puesto que, como por-
menorizadamente se ha explicado ya, la reserva legal no implica exclusión absoluta
de la participación reglamentaria; de tal manera que Reglamentos y Ordenanzas pue-
den colaborar en la tarea tipificadora con tal que la ley establezca un contenido míni-
mo que luego entrega al Ejecutivo para que éste lo desarrolle de acuerdo con sus ins-
trucciones.
En este punto conviene recordar que una técnica habitual en el desarrollo regla-
mentario es acudir a la tipificación indirecta (o por remisión). El artículo 2.2 del
REPEPOS ha positivizado en los siguientes términos esta práctica normativa en lo
que se refiere a las Ordenanzas locales:
las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen como infracciones
hechos y conductas mediante Ordenanza y tipifiquen como infracción de Ordenanzas el
incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas en las mismas
[al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley].
En los supuestos anteriores no parece que puedan surgir dudas razonables sobre
la legalidad de esta forma de tipificación, ya que existe una cierta y suficiente «cober-
tura legal». La dificultad surge cuando las Ordenanzas carecen de respaldo legal, ni
directo ni indirecto; y es el caso que, al iniciarse la etapa constitucional, los autores
se apresuraron a denunciar tal carencia. Denuncia que durante varios años careció de
trascendencia práctica puesto que no llegó a influir sobre los comportamientos san-
cionadores habituales de los ayuntamientos. Ahora bien, se trataba de una bomba de
relojería ya que era previsible que tarde o temprano habría de estallar en la jurispru-
dencia; como sucedió en la STS de 25 de mayo de 1993 (de la que nos ocuparemos
luego con pormenor), cuyas repercusiones habían de ser necesariamente catastróficas
en la práctica administrativa local dado que se arrebataba a las Entidades locales la
posibilidad de acompañar a sus mandatos y prohibiciones con una conminación para
los supuestos de incumplimiento. Y más todavía: la consecuencia final había de ser el
expulsar de la legalidad —y proclamar la invalidez de— miles de Ordenanzas, colo-
cando a los infractores en una situación de impunidad —e incluso creando una exten-
dida inseguridad jurídica— que un jurista con sentido de la responsabilidad social
(que no es incompatible con la condición de jurista, antes al contrario es el presu-
puesto de ella) tiene la obligación de intentar evitar. A ello hizo más tarde una refe-
rencia muy precisa la STS de 29 de septiembre de 2003, que será más adelante anali-
zada con mayor extensión y de la que ahora se adelanta un sustancioso fragmento:
Es sabido que para que verdaderamente estemos ante una norma jurídica con su triple con-
tenido de mandato, organización social y disciplina de relaciones jurídicas, es indispensable que
exista una garantía de la normativa correspondiente. Por los más autorcados teóricos del Derecho
se ha venido declarando que esa garantía no tiene por qué consistir necesariamente en la imposi-
ción de penas o de sanciones administrativas cuando la norma sea incumplida [...]. Con todo ha
de convenirse que la principal garantía está constituida por la posibilidad de imponer sanciones o
324 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
en su caso penas en los casos de incumplimiento de las normas. Ello es lo que asegura el respeto
al ejercicio de la autoridad democráticamente legitimada, la certeza de una convivencia social que
responda a unas normas mínimas y a los derechos subjetivos e intereses de los demás. Pero no se
trata de eso, sino que además en el campo del derecho público la posibilidad de imponer una san-
ción por conducta ilícita es lo que dota de contenido a una de las más típicas potestades de las
autoridades administrativas, como es la potestad reglamentaria. De este modo resulta cierta la afir-
mación de que un Reglamento (en nuestro caso una Ordenanza ¡ocal) que puede, sin ninguna con-
secuencia, ser incumplido por los ciudadanos a los que todo está permitido en ¡a materia, es una
norma reglamentaria sin fundamento ni garantía y por eso susceptible de quedar sin efectos.
Parece cuando menos deseable una integración de la normativa actual que de lugar a una inter-
pretación de la misma en virtud de la cual se dota de sustantividad a la potestad reglamentaria de
los entes locales, potestad ésta que reconoce de forma inequívoca nuestro Ordenamiento jurídico.
Por ello, sin necesidad de esperar el advenimiento de una solución legal o juris-
prudencial (que presumiblemente habría de venir tarde o temprano), resultaba forzoso
ensayar alguna solución teórica que mitigase los rigores de la reserva legal, que fue
cabalmente lo que se procuró en las anteriores ediciones de esta obra. El intento resul-
taba factible —y parecía, además, necesario— cuando surgía de un contexto sistemá-
tico del Derecho Administrativo Sancionador (inédito hasta entonces, según sabe-
mos), desde el que se podían combatir con cierta facilidad las críticas habituales,
absolutamente descontextualizadas, que se apoyaban en interpretaciones literalistas y
acríticas, elaboradas desde los puros principios del Derecho Constitucional. En cual-
quier caso, el autor de este libre —consciente de lo que podía significar la admisión
jurisprudencial y práctica de la tesis rigoristas— intentó tempranamente curarse en
salud desarrollando tina crítica minuciosa con arreglo al siguiente esquema:
a) Según es sabido, cuando el Tribunal Constitucional exige en el Derecho
Administrativo Sancionador la reserva legal, añade a renglón seguido que esta exi-
gencia no puede ser tan rigurosa como en el Derecho Penal, ya que aquí se admiten
«matizaciones». Pues bien, podría defenderse sin dificultad que los tipos establecidos
en una Ordenanza municipal suponen una matización propia del Derecho Local que
justificase la relajación de la reserva legal que en otros ámbitos es más rigurosa.
Esta tesis, aparentemente excesiva, se cimentaba a mayor abundamiento argu-
mentando que el propio Tribunal ha admitido la tipificación establecida en unas
Normas Deontológicas de Colegios Profesionales. Y, si bien es verdad que ello puede
explicarse por tratarse de relaciones de sujeción especial, también cabe la explicación
de que se trata de Ordenamientos singulares en los que no es encajable la dialéctica
Ley-Reglamento, que vale únicamente para el Estado y para las Comunidades
Autónomas. Cuando se trata de unos tipos establecidos por el Estado o por las
Comunidades Autónomas, es lógico que el Tribunal distinga entre Ley y Reglamento
porque existen allí los dos tipos de normas. Pero cuando se trata de entes corporati-
vos e institucionales, como carecen de leyes propias de ellos emanadas, sería ilógico
exigir este requisito y por ello el Tribunal pasa por alto la reserva legal en las Normas
Deontológicas. Pues exactamente lo mismo sucede con las Ordenanzas locales.
Más sorprendente podría parecer que las Circulares del Banco de España puedan
tipificar libremente infracciones de consecuencias económicas incalculables y, sin
embargo, esto es algo que la doctrina —tan crítica con las modestas Ordenanzas loca-
les— acepta sin dificultad y sin reparar que el Banco de España, a despecho de su
trascendencia política y de su respaldo comunitario europeo, tiene una posición
democrática y constitucionalmente más humilde que la del último de los municipios.
EL M A N D A T O DE TIPIFICACIÓN 325
el conjunto de conductas que se despenalizan no tiene otro carácter que el técnicamente cono-
cido como infracciones de policía. La posibilidad de que tales comportamientos, u otros de
análoga entidad, sean sancionados mediante ordenanzas o bandos es perfectamente ajustable
a las garantías constitucionales, en cuanto a los derechos personales, y a las competencias de
las autoridades administrativas, desde la Administración central a los entes locales.
mentos. En cualquier caso no deja de ser sorprendente que, en una época de exa-
cerbado descentralismo y de repudio global al Estado unitario, levante ahora tanta
indignación una postura que permite romper contra la uniformidad jurídica, apa-
rentemente tan denostada.
g) Pero todavía hay más: para aliviar los escrúpulos de la doctrina española más
rigurosa podría invocarse la situación del Derecho comunitario europeo, en el que se
plantea una cuestión similar. Las infracciones y sanciones comunitarias aparecen tipi-
ficadas, como sabemos, en normas no legales, por la sencilla razón de que este
Ordenamiento carece de leyes propias. Circunstancia que ha evocado inevitablemente
en la doctrina los acostumbrados fantasmas del principio de la legalidad. La prác-
tica administrativa y jurisdiccional no ha caído, sin embargo, en la tentación de pri-
var a los Órganos comunitarios de tal potestad, pues ello implicaría una grave tara en
su funcionamiento —ni más ni menos que lo que sucedería en nuestro caso con los
Entes locales—, que el sentido común y, más todavía, el sentido de la responsabilidad
pública no pueden tolerar.
Con objeto de salvar este obstáculo dogmático se ha indagado en las verdaderas
causas de la reserva legal, que no se encuentran en el mero hecho de la intervención
formal de un Parlamento, sino en algo más profundo, a saber: que el Parlamento es la
institución paradigmática de participación democrática popular, que es la que quiere
asegurar a todo trance la reserva de ley. Pues bien, si esto es cierto, hay que llegar a
la conclusión de que la ley exigida puede ser sustituida por cualquier otra norma
democráticamente producida en aquellas organizaciones que carecen de una
Asamblea con potestades legislativas, como es el caso de una Unión europea (y, añado
yo ahora por mi cuenta, los Entes locales).
GRASSO ( 1 9 9 3 , 1 0 1 ss., y 1 2 7 - 1 2 8 ) , que se hace eco de las anteriores explicacio-
nes teóricas, comenta a continuación que «la admisibilidad de esta contribución por
parte de fuentes que podrían calificarse de «secundarias» halla confirmación, ade-
más, en el examen de la regulación existente en los Estados miembros en relación con
la infracción administrativa o los ilícitos penales menores. Incluso los Ordenamientos
que parecen inspirarse en una reserva de ley más rigurosa admiten en el fondo la con-
tribución de fuentes infralegislativas», y acopia a tal propósito sobrados testimonios
de los Derechos alemán, belga y francés.
Dejando a un lado esta última y confesadamente subjetiva consideración, para
cerrar todo lo dicho conviene insistir en lo siguiente: por descontado que hay que
temer los previsibles excesos punitivos de los Entes locales; pero su vesania persecu-
toria no tiene por qué ser mayor que la del legislador estatal o autonómico, y, de
hecho, sus sanciones son siempre más suaves. Pero, además, y tal como se desarrolla
en otro lugar de este libro, la flexibilidad de la reserva legal a la hora de tipificar
infracciones no implica en modo alguno menosprecio de las garantías de los ciuda-
danos, ya que éstos se encuentran garantizados por la segunda red de seguridad de la
reserva legal —la referente a la tipificación de sanciones—; y es que el Derecho
Administrativo Sancionador y la figura de la reserva legal en concreto no pueden
valorarse nunca desde la perspectiva unilateral de uno de sus elementos, sino que hay
que interpretarles en su conjunto.
Todos estos argumentos encontraron inicialmente una oposición roqueña mani-
festada en unos casos en refutaciones enérgicas y en otros, en silencios desdeñosos.
Con el trascurso del tiempo, no obstante, han ido calando lentamente y poco a poco
empezaron a ser acogidos por algunos autores (que terminaron formando una doctri-
na mayoritaria) y recogidos por el Consejo de Estado y por una jurisprudencia dis-
persa de Tribunales Superiores hasta llegar a ser recogidos por el Tribunal Supremo,
si bien de manera intermitente y contradictoria, hasta la Sentencia de 29 de septiembre
328 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
de 2003. Avances que se estrellaban ante los muros infranqueables del Tribunal
Constitucional que resistió hasta el final cediendo sus posiciones con gran cautela,
paso a paso, hasta que el fin también los acogió de forma expresa pero no para arrin-
conar el principio de la reserva legal sino para «flexibilizarlo» cuando se trataba de
Entes locales y mediaban ordenanzas municipales tipificadoras.
En conclusión, ¡a postura sostenida en las anteriores ediciones de esta obra puede
resumirse en los siguientes términos: sin rechazar la exigencia de la reserva legal
puede entenderse que, incluso en los supuestos en que no medie una ley sectorial pre-
via habilitante, las entidades locales pueden tipificar infracciones dado que cuentan
con la cobertura legal que les ofrece de manera genérica la legislación de régimen
local, en la que se les reconoce una potestad sancionadora genérica en sus tres nive-
les: normativo, aplicativo y de ejecución; interpretación inspirada en las necesidades
sociales de no dejar indefensos a los ayuntamientos si sus normas no van acompaña-
das de la amenaza de sanción en caso de incumplimiento, así como en la de no per-
mitir la impunidad de los infractores.
B) Reacción normativa
El REPEPOS —que tan loable interés manifiesta por los Entes locales, quizás
para compensar la evidente marginación que padecen en la LPAC— se constituyó ini-
cialmente en el máximo defensor de la eficacia sancionatoria de las Ordenanzas
municipales. Ciertamente que la legalidad de su regulación ha sido puesta en duda en
lo que a este punto se refiere y, desde luego, se extiende a materias que desbordan el
anuncio de su propio título (lo que jurídicamente ninguna trascendencia tiene); pero
lo importante es que no quiso dejar que se rompiese una tradición literalmente mile-
naria ni que quedaran inermes las Corporaciones locales frente a los infractores de sus
Ordenanzas. El Reglamento, como es claro, no podía contradecir la versión ortodoxa
y rigurosa de la reserva legal de tipificación, tal como acababa de precisarla el
Tribunal Supremo en su Sentencia de 25 de mayo de 1993 (bien arropado, además,
por la doctrina mayoritaria), máxime cuando no tenía el menor apoyo en la LPAC que
desarrollaba, y en consecuencia profesó sin ambajes en el Preámbulo una declaración
de fe en el dogma:
En el ámbito local, las Ordenanzas —con una larga tradición histórica en materia sancio-
nadora - son el instrumento adecuado para atender a esta finalidad y para proceder en el
marco de sus competencias a una tipificación de infracciones y sanciones; en este sentido, pese
a la autorizada linea doctrinal que sostiene que las Ordenanzas locales, en tanto que normas
dictadas por órganos representativos de la voluntad popular, son el equivalente en el ámbito
local de las leyes estatales y autonómicas y tienen fuerza de ley en dicho ámbito, el
Reglamento ha considerado necesario mantener el referente básico del principio de legalidad,
de modo que las prescripciones sancionadoras de las Ordenanzas completen y adapten las pre-
visiones contenidas en las correspondientes leyes.
gan o contradigan a la Ley 30/1992 [...] y se ajusten a lo previsto en el articulo 2.2 del
Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto.
En lo que aquí interesa las dudas teóricas y prácticas las suscitó el artículo 29.2
que originalmente decía así:
Por infracciones graves o leves en materia de espectáculos públicos y actividades recrea-
tivas, tenencia ilícita y consumo público de drogas y por las infracciones leves tipificadas en
[...] los alcaldes serán competentes, previa audiencia de la Junta local de seguridad, para impo-
ner las sanciones de suspensión de las autorizaciones o permisos que hubieran concedido los
ayuntamientos y las multas en las cuantías siguientes [...].
Planteado nítidamente este dilema desde las primeras ediciones de este libro, el
Derecho español ha vivido durante diez años un enfrentamiento teórico y jurispru-
dencial encarnizado que se traducía en una notoria inseguridad jurídica, habida cuenta
de que ni los infractores ni los ayuntamientos podían conjeturar el resultado de sus
conflictos judiciales.
La primera reacción del Tribunal Supremo fue inequívocamente negativa. La citada
STS de 25 de mayo de 1993 (Ar. 3815; Bruguera) rectificó en términos contun-
dentes un ensayo del TSJ de Cataluña que iba por la otra dirección. Como esta sen-
tencia —que frustró las esperanzas iniciales— ha dominado la situación posterior
durante varios años, conviene que nos detengamos un momento en ella.
Sus antecedentes habían sido estos: el Ayuntamiento de Barcelona, intentando
frenar dos notorias lacras de la vida nocturna —el ruido y el juego— había dictado
unas Ordenanzas municipales reguladoras de las actividades incidentes, con inclusión
de un capítulo íntegramente dedicado a sus infracciones y sanciones. El Tribunal
Superior de Justicia de Cataluña dio por válidas tales Ordenanzas considerando que
E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN 331
«es aceptable legalmente que por razones de pública certidumbre y seguridad jurídica
la Ordenanza municipal tipifique detalladamente las conductas infractoras de sus
mandatos» y apoyó esta sustentación en el artículo 221.2 de la Ley catalana 8/1987,
Municipal y de Régimen local de Cataluña, que textualmente dice que «las
Ordenanzas pueden tipificar infracciones y establecer sanciones de acuerdo con lo
que determinen las leyes sectoriales».
El Tribunal Supremo, por el contrario, las anula teniendo en cuenta que el
Ayuntamiento no había aducido las leyes sectoriales de cobertura, sino solamente los
artículos 81 y 82 del Reglamento estatal de espectáculos nocturnos y del Reglamento
estatal de espectáculos nocturnos y actividades recreativas. Por ello (y prescindiendo
de otros argumentos menos relevantes), «si no había leyes sectoriales en el tiempo en
que se aprobó la Ordenanza cuestionada, parece evidente la falta de cobertura del
Ayuntamiento para establecer en su ordenanza el régimen sancionador que contiene».
Con este argumento, de apariencia formal impecable, seguía olvidando el Tribunal
Supremo lo que a nuestros efectos resulta esencial, a saber: que la situación constitu-
cional del más humilde de los municipios españoles es diferente de la del Consejo de
Ministros y que, consecuentemente, también es diferente la naturaleza jurídica de sus
productos normativos. Ordenanzas municipales y Decretos reglamentarios están sub-
ordinados obviamente a la ley, pero con un matiz diferencial de enorme trascenden-
cia: mientras que los Reglamentos han de limitarse exclusivamente a «desarrollar» y
a «ejecutar» las leyes, el artículo 55 del Texto Refundido, varias veces citado ya, úni-
camente exige a las Ordenanzas locales «que no se opongan a las leyes»; y que, ade-
más, el mismo artículo abre la materia regulable a toda la «esfera de la competencia
municipal» y no sólo a las materias previamente abiertas por una ley, como sucede
con la Administración General del Estado.
Pues bien, sin vivir en Barcelona ni estar personalmente afectados por sus bulli-
cios nocturnos, hay muchos que, en el conflicto del interés al silencio y al descanso y
del interés a la juerga callejera, nos colocamos del lado de quienes quieren dormir o,
al menos, gozar de su retiro domiciliario sin tener que soportar intrusiones acústicas
innecesarias. Y ello no sólo por las razones numéricas que tanto gustaban a B E N T H A M
(quienes trabajan y necesitan reparar sus fuerzas por la noche son más que quienes se
levantan al mediodía después de haber pasado la noche en la calle), sino por razones
de sanidad pública y privada (el ruido es un factor patógeno decisivo en la sociedad
moderna) y, sobre todo, por razones de dignidad: la vida privada tiene que estar
defendida no sólo frente a las popularizadas «patadas a la puerta» de una eventual vio-
lencia policial, sino también —y con igual energía— frente a la agresión real y coti-
diana (no eventual y esporádica) del ruido. Por decirlo de otra manera y siguiendo con
el mismo ejemplo: hay muchos que están del lado del Ayuntamiento y no del de la
Asociación Regional Catalana de Empresarios de Juegos de Suerte, Envite y Azar, del
Gremio Provincial de Empresarios de Salones de Fiestas de Barcelona y de la
Asociación Nacional de Máquinas Recreativas, que fueron quienes recurrieron la
Ordenanza, por muy respetables que todos éstos sean. Y creo sinceramente que para
justificar este impulso primario hay razones técnicas y jurídicas —como las que aca-
ban de exponerse— más que suficientes y tan plausibles, o más, que las que se utili-
zan COTÍ tanto apasionamiento desde el lado contrario.
En esta sentencia de B R U G U E R A se descubrió de pronto que, por así decirlo, la L B R L
había entregado a los entes locales una excelente escopeta de caza pero sin munición y
sin posibilidad de procurársela por sí mismos ya que tenían que esperar a que la legis-
lación sectorial les suministrara desde fuera los cartuchos a través de las tipificaciones
establecidas en las leyes estatales o autonómicas, sin las cuales nada podían hacer y para
nada les valía la titularidad de su potestad tan solemnemente concedida. No sabemos si
332 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
esta carencia estuvo deliberadamente prevista por el legislador de régimen local de 1985
o se trató de un error de cálculo, es decir, que había considerado que con lo dicho ya
bastaba para no dejar inermes a los ayuntamientos frente a los infractores.
El Consejo de Estado, no obstante, abrió pronto una brecha en el alcázar de la
reserva legal estricta afirmando que
la potestad sancionadora municipal ejercida mediante Ordenanza es tan antigua como los pro-
pios municipios, por lo que no resulta imaginable la existencia y funcionamiento de las
Corporaciones locales sin una potestad sancionadora como medio de asegurar el cumplimiento
y eficacia real de sus Ordenanzas. Parece en consecuencia de punto absurdo privar de potes-
tad sancionadora a los entes locales que la ejercen por vía de Ordenanza. En consecuencia es
preciso buscar una solución alternativa que permita desviar el obstáculo que supondría una
aplicación rígida de la interpretación dada por el Tribunal Constitucional al artículo 25 de la
Constitución. [...]. Sobre la base de la autonomía local constitucionalmente garantizada, la
vigente legislación de régimen local reconoce potestad normativa y sancionadora a los Entes
locales. Propiedad propia que ha de ejercerse en régimen de autonomía, Vaciarla simplemen-
te porque dicho reconocimiento no va a acompañado de una expresa tipificación legal de las
infracciones y sanciones llevaría a la negación de la propia autonomía que la Constitución esta-
blece, valora y garantiza. En efecto, no existiría autonomía municipal si fuese la ley estatal o
autonómica la que estableciera el contenido normativo de la misma [...]. Otra conclusión com-
portaría el colocar a todos los Entes locales en la inconstitucionalidad. En definitiva, las
Ordenanzas cumplen la exigencia de legalidad de modo que para asegurar la efectividad de la
Ordenanza dentro de la competencia municipal, pueden tipificar infracciones y sanciones
aunque no sean de ejecución o desarrollo de una ley.
Resulta claro que una Ordenanza municipal no puede ser fuente primaría de un ordena-
miento sancionador, ni aun en el ámbito de las relaciones de sujeción especial, y que su opor-
tunidad reguladora en ese campo debe partir de la base de una previa regulación en la ley, a la
que debe ajustarse I...]. Obviamente, de ello resulta que la exigencia de ley en materia de san-
ciones administrativas, aunque de posible desarrollo reglamentario pero siempre con sujeción
a la ley, no puede suplirse o sustituirse con genéricas referencias a las competencias munici-
pales sobre determinadas materias, al principio de autonomía local de las Entidades locales, a
las competencias reglamentarias de tales Entidades o a otros extremos como el referido a las
facultades de aprobar Ordenanzas.
a poco que se conozca la historia de la vida local española, han de recordarse las tradicionales
Ordenanzas sobre la utilización de las vías públicas por caballerías y carruajes, las de prohibi-
ción de arrojar aguas residuales y tantas otras que han impregnado el costumbrismo español;
la tesis del recurrente nos llevaría absurdamente a exigir una ley para regular el uso más ele-
mental y cotidiano de las vías públicas (...]. La tipificación de las infracciones viene determi-
nada genéricamente por la transgresión de las disposiciones de la ordenanza reguladora del
estacionamiento de vehículos, siendo a todas luces innecesario que ¡a Ley de Régimen Local
tenga que descender a la tipificación de todas y cada una de tas infracciones de todas las
Ordenanzas municipales.
obste el que la Corporación tenga las competencias y potestades precisas para regu-
lar el régimen (de la materia atribuida)». Sobre ello volveremos luego.
La evolución doctrinal del Tribunal Supremo ha coronado (hasta ahora) en la Senten-
cia de 2 9 de septiembre de 2 0 0 3 ( 3 . A , 4 A , Ar. 6 4 8 7 ) minuciosamente elaborada por BAENA
DEL ALCÁZAR, que a nuestros efectos es capital porque supera definitivamente los plante-
amientos habituales de regulaciones específicas de relaciones de sujeción especial o de
utilización del dominio público y utiliza con habilidad, contundencia y rigor sistemático
cuantos argumentos venían manejándose hasta entonces por la doctrina y la jurispruden-
cia en favor de tal postura. (Apurando las cosas, bien podría conjeturarse en este caso una
conexión académica discipular —repetidamente proclamada con orgullo— entre el
ponente de la sentencia y GARRIDO FALLA, un Magistrado del Tribunal Constitucional
conocidamente reticente en sus votos particular a la actitud restrictiva de éste).
La conclusión afirmativa a la que llega la sentencia no obsta — como se cuida de
advertir de forma expresa— a la validez de los artículos 127 y 129 de la LPAC «apli-
cables sólo a los Entes públicos titulares de la potestad legislativa, es decir, el Estado
y las Comunidades Autónomas. Por el contrario no serán aplicables íntegramente a los
Entes locales, pues la tipificación de infracciones y sanciones ha de entenderse com-
prendida en los preceptos de la legislación estatal básica y singularmente en los ar-
tículos 55 y 59 del texto refundido. No obstante, los Entes locales, al encontrarse sujetos
al principio de legalidad no podrían contravenir leyes vigentes y la tipificación de
infracciones y sanciones solo podrían llevarla a cabo cuando no exista ley reguladora
y en los casos en que ejerzan una competencia típica que lleve implícita la potestad
de ordenar el uso de bienes y eventualmente de organizar servicios. Entendemos que
esta interpretación integradora se atiene a las reglas de la lógica jurídica, pues no es
coherente en buena lógica otorgar potestad para aprobar normas y exigir para que se
garantice su cumplimiento el ejercicio de una potestad legislativa de la que no son
titulares los Entes locales». En conclusión,
esto lleva consigo que debamos declarar que mediante Ordenanzas local se pueden tipificar váli-
damente las infracciones y sanciones, que han de ser de carácter pecuniario cuando ello sea una
garantía indispensable para su cumplimiento, siempre que al hacerlo no se contravengan las
leyes vigentes y únicamente en los casos en que no se haya promulgado ley estatal o autonómi-
ca sobre la materia y en los que los ayuntamientos actúen en ejercicio de competencias propias
que, por asi decirlo, tengan el carácter de nucleares y lleven anejas potestades implícitas de
regulación y respetando los principios de proporcionalidad y audiencia del interesado, así como
ponderando la gravedad de! ilícito y teniendo en cuenta las características del Ente local.
fícadora de infracciones y sanciones son las personas del municipio y en su caso los Entes esta-
blecidos en él y son aquellas personas las que han elegido a los miembros del Pleno del
Ayuntamiento que aprueba la Ordenanza. Se da, por tanto, una situación análoga a la aprobación
de una ley por los parlamentarios elegidos por la población del Estado o de una Comunidad
Autónoma. Por ello la solución que supone nuestra interpretación se atiene a los principios demo-
cráticos que inspiran nuestros ordenamiento [...]. De llegarse a la solución contraria estaríamos
ante una potestad reglamentaria de los Ayuntamiento para aprobar ordenanzas evidentemente mer-
mada o disminuida ya que carecería de la garantía que supone la imposición de sanciones en caso
de incumplimiento de la Ordenanza misma y estimamos que tal disminución o merma de la potes-
tad reglamentaria municipal es contraria a la autonomía local consagrada constitucionalmente y
por ello en definitiva a los principios que inspiran nuestro Ordenamiento jurídico.
Para valorar la importancia de estas declaraciones basta tener presente que unos
meses antes la misma Sala había dictado cuatro Sentencias, de 9 y 10 de junio (Ar.
5422, 5628, 5629 y 5655) anulando sanciones impuestas a taxistas por el
Ayuntamiento de Madrid al amparo de una Ordenanza municipal por considerar que
éstas no prestaban cobertura suficiente a la tipificación.
El texto de la sentencia es muy largo y evidencia que el ponente, que conoce la
responsabilidad que supone un cambio de doctrina, ha querido cargarse de razón a lo
largo de unos fundamentos jurídicos tan eruditos como contundentes.
Por otro lado, para cimentar aún más su tesis acude a la Carta Europea de
Autonomía local de 15 de octubre de 1986 (a la que ya se ha aludido páginas atrás)
advirtiendo que
no puede ocultársenos que existe una tensión entre el principio de autonomía local interpretado
a la luz de la Carta Europea y la reserva de ley que establece el artículo 25.1 de la Constitución
para la tipificación de infracciones y sanciones. Pero entiende esta Sala que, no habiéndose
planteado el Tribunal Constitucional un supuesto como el presente de competencias nucleares
de los Entes locales que llevan implícitas potestades de ordenamiento del uso del dominio (o
eventualmente de organización de un servicio si es exclusivamente local), debe culminarse o
extender a tales supuestos la tendencia de la propia jurisprudencia constitucional a flexibilizar
el principio de reserva de ley.
Cuando se lee todo esto, el comentarista aún no curado de sustos y espantos puede
escandalizar el contraste que ofrece el texto trascrito con la enfática declaración de la
anterior Sentencia de 29 de mayo de 1998 (Ar. 5457) en la que llegó a afirmarse,
como si de un dogma intocable se tratara, que «la exigencia de ley en materia de san-
ciones administrativas [...] no puede suplirse con genéricas referencias a las compe-
tencias municipales sobre determinadas materias, al principio de autonomía de las
Entidades locales y a su competencia reglamentaria». Es decir, exactamente lo con-
trario a lo que hace la Sentencia de 2003.
A la vista de cuanto acaba de decirse puede concluirse que afínales de 2003 la
postura doctrinal y jurisprudencial dominante aceptaba la legitimación normativa de
los ayuntamientos a la hora de tipificar infracción por medio de Ordenanzas. Postura
canonizada en los siguientes términos por la Sentencia de 29 de septiembre de 2003:
a) La exigencia de reserva legal queda satisfecha obviamente cuando aparece una
cobertura en alguna ley sectorial; cobertura flexible o relajada, por lo demás, cuando
se trata de relaciones especiales de sujeción o de ocupaciones de dominio publico.
b) Cuando no existe cobertura de ley sectorial entra en juego la cobertura generica
proporcionada por las leyes de régimen local siempre que se trate de competencias
«propias y nucleares», c) En definitiva, por tanto, siempre existe una cobertura legal sea
de naturaleza sectorial o de régimen local, d) Con estas tipificaciones por Ordenanza
no puede violarse en ningún caso (vinculación negativa) lo dispuesto en las leyes.
336 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
dora garantiza la posición jurídica de cada ciudadano en relación con el poder punitivo
del Estado; y en segundo lugar porque la doctrina sentada en la Sentencia 233/1999
se forma en relación con dos tributos locales (tasas y precios públicos) donde se iden-
tifica un elemento sinalagmático muy relevante para la concepción flexible de la
reserva de ley». Añadiendo a continuación que
(al igual que en la materia tributaría) también la exigencia de la ley para la tipificación de
infracciones y sanciones ha de ser flexible en materias donde por estar presente el interés local,
existe un amplio campo para la regulación municipal y siempre que la regulación local se
apruebe en el Pleno del Ayuntamiento. Esta flexibilidad no sirve, con todo, para excluir de
forma tajante la exigencia de la ley. Y esto porque la mera atribución por ley de competencias
a los municipios no confiere en sí autorización para que cada municipio tipifique por com-
pleto y según su propio criterio las infracciones y sanciones administrativas en aquellas mate-
rias atribuidas a su competencia. No hay correspondencia, por tanto, entre la facultad de regu-
lación de un ámbito material de interés local y el poder para establecer cuándo y cómo el
incumplimiento de una obligación impuesta por Ordenanza municipal puede o debe ser casti-
gado. La flexibilidad alcanza el punto de no ser exigible una definición de cada tipo de ilíci-
tos y sanciones en la ley, pero no permite ¡a inhibición del legislador.
Pues si esto es así ¿cuál será entonces la peculiaridad de la reserva legal en mate-
ria sancionadora dentro del ámbito municipal? La respuesta del tribunal no puede ser
más tajante y habría de tener muy poco después (como veremos inmediatamente)
unas consecuencias legislativas trascendentales.
En la sentencia laten varías cuestiones formalmente próximas aunque de régimen
jurídico distinto: una se refiere a la tipificación de infracciones por Ordenanza local
y otra a la tipificación legal de infracciones consistentes en el incumplimiento de
mandatos y prohibiciones establecidos en tales Ordenanzas; y la tercera a la posibi-
lidad de una habilitación legal a la Ordenanza para que ésta regule infracciones y
sanciones. A las tres da el Tribunal la respuesta más tradicional, pero modifica sus-
tancialmente el ámbito y la eficacia de las instrucciones materiales que puede ofre-
cer la ley al autor de la Ordenanza. Aquí radica lo trascendental de esta decisión.
La segunda cuestión siempre ha sido aceptablemente pacífica en la medida en que
se considere que la ley puede declarar infracciones conductas tipificadas en una
norma reglamentaria (aquí, una Ordenanza local) a la que se remite desarrollándose
el conocido fenómeno de una colaboración reglamentaria con la ley.
La primera cuestión ya es más compleja porque, por lo pronto, hace referencia a
un punto polémico que ya se ha examinado antes con pormenor, a saber, la posibili-
dad de que una Ordenanza local por sí sola, sin cobertura legal alguna, tipifique váli-
damente infracciones y sanciones. Acabamos de ver que, avalado por un sólido
apoyo doctrinal, así terminó aceptándolo el Tribunal Supremo en 2003; pero el
Tribunal Constitucional, apoyándose en la inercia tradicional, lo rechaza inequívo-
camente.
En todo caso quedaba abierta una tercera cuestión: la de la posibilidad de una
habilitación de la ley a la Ordenanza para que ésta regule materias de infracciones y
sanciones. Posibilidad que el Tribunal Constitucional también rechaza con la misma
contundencia habida cuenta de que —como se ha explicado con pormenor en el capí-
tulo sexto— no basta una mera habilitación en blanco sino que es preciso que vaya
acompañada de unas instrucciones concretas relativas a su contenido, de tal manera
que la Ordenanza se limita a desarrollarla. (Y con esto retornamos a la cuestión pri-
mera, con la advertencia de que aquí es inútil la habilitación porque los Entes locales
han contado siempre con la potestad sancionadora y lo que les faltaban eran las ins-
trucciones sobre el contenido de su ejercicio).
338 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Hasta aquí, por tanto, nada nuevo ofrece la Sentencia 132/2001 que se limita a
confirmar la línea tradicional. Lo que innova es otra cosa, en cuanto que flexibiliza en
términos inéditos el alcance de las instrucciones legales de contenidos reservados a la
ley. Veamos el texto literal:
Del artículo 25.1 de la Constitución derivan dos exigencias mínimas que se exponen a
continuación. En primer término, y por lo que se refiere a la tipificación de infracciones,
corresponde a la ley la fijación de los criterios mínimos de antijuridicidad conforme a los cua-
les cada Ayuntamiento puede establecer tipos de infracciones; no se trata de la definición de
tipos —ni siquiera de ¡a fijación de tipos genéricos de infracciones luego completados por ¡a
Ordenanza municipal— sino de criterios que orienten y condicionen la valoración de cada
municipio a la hora de establecer los tipos de infracción.
En verdad que la aplicación del Derecho ofrece unas paradojas que el ciudadano
no podrá entender nunca. Porque es el caso que por las mismas fechas se habían cele-
brado unas maniobras navales en el Atlántico y en ellas pudo comprobarse que las
señales de radar y sonar habían perjudicado sensiblemente la capacidad de orienta-
ciones de oreas y delfines; por lo que, a través de una simple orden del Ministro de
Defensa, se prohibió a los buques de la Armada que siguiesen utilizándolas, y así se
hizo. Hasta aquí llega el poder público; pero, como acaba de verse, para proteger la
salud de los seres humanos no basta una orden ministerial ni unas Ordenanzas sino
que es precisa una ley.
Exposición de Motivos, «no podía demorarse por más tiempo la necesidad de colmar
la laguna legal que existe en materia de la potestad sancionadora municipal en aque-
llas esferas en las que no encuentra apoyatura en la legislación sectorial, estableciendo
criterios de tipificación de las infracciones y las correspondientes escalas de sancio-
nes para que las funciones de esta naturaleza se desarrollen adecuadamente, de acuer-
do con las exigencias del principio de legalidad adaptadas a las singularidades loca-
les, y siempre en defensa de la convivencia ciudadana en los asuntos de interés local
y de los servicios y el patrimonio municipal, conforme a la STC 132/2001». Propósito
que se plasmó en la introducción de un nuevo Título, el XI, en el texto de la LBRL
(arts. 139 a 141) titulado «tipificación de las infracciones y sanciones por las
Entidades locales en determinadas materias» así como a través de la modificación de
los artículos 127.1 y 129.1 de la LPAC.
Después de la STS de 29 de septiembre de 2003 la dificultad seguía estando de
hecho en el Tribunal Constitucional que, aunque había cedido buena parte de sus tra-
dicionales rigores, todavía se mantenía encastillado en la ciudadela de su viejo dogma
de la reserva legal, que sólo el Tribunal Supremo se había atrevido a desafiar. En esta
ocasión el legislador ha sido tan astuto como prudente ya que si su actitud es decidi-
damente autonomista, ha sabido imponerla con unas cautelas que parecen respetar
literalmente las disposiciones del Tribunal Constitucional.
Lo primero resulta tan claro que A L E G R E Á V I L A ha podido escribir (en C O N I S A L ,
2004, p. 35) que «el legislador local parece situarse en la órbita del voto particular a
la STC 60/2000, que concebía la potestad sancionadora como el reverso de los debe-
res, prohibiciones o limitaciones establecidas en la normativa emanada de los Entes
locales en cuanto expresión de sus competencias, esto es, la consideración de que la
norma devendría una norma imperfecta de no ir acompañada del oportuno complejo
sancionador, con apartamiento, así, de la doctrina sentada en la STC 132/2000 mucho
más rígida y tradicional». Y de demostrar lo segundo se encargan los nuevos artículos
139 y siguientes de la LBRL, que pasamos a trascribir y analizar con cierto detalle.
En el artículo 139 se contiene la cifra del nuevo régimen:
Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de
sus servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los Entes
locales podrán, en defecto de normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infrac-
ciones e imponer sanciones por el incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones
contenidos en las correspondientes Ordenanzas, de acuerdo con los criterios establecidos en
los artículos siguientes.
A primera vista salta ya la ambición de este texto puesto que no se limita a «la
ordenación del uso de bienes o a la organización de servicios» de que hablaba la
STS de 2003 (forzada quizás por la materia objeto del recurso) sino que se extiende
a «relaciones de convivencia de interés local»: un concepto mucho más amplio,
tanto que roza la evanescencia, probablemente deliberada, que concede un enorme
margen de maniobra a los Entes locales y donde se integran las anteriores franqui-
cias de relaciones de sujeción especial, de uso de dominios y de organización de
servicios públicos.
La estructura de este precepto es sencilla y comprende los siguientes elementos: 1.°
Una autorización para establecer tipos de infracción por incumplimiento de Ordenanzas.
2.° Autorización de carácter genérico establecida en una ley de régimen local que con-
trasta con las regulaciones anteriores que se consignaban en leyes sectoriales específicas
y que no permitían a los ayuntamientos establecer tipos sino simplemente desarrollar los
establecidos en la ley. 3.° Pero autorización sometida a límites muy concretos, a saber:
342 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Recogiendo una última observación del autor citado, es de tener aquí en cuenta
que, tratándose se servicios públicos, «el valor protegible no es tanto el servicio
público en sí o su funcionamiento, sino el derecho de otras personas a usarlo. En
este sentido la conducta descrita en el apartado ti) guarda una cierta relación con lo
que en el ámbito penal se conoce como coacción, por lo que la tipificación basada
en este precepto requeriría algunos de estos elementos: que quien cometa esa con-
ducta no esté legítimamente autorizado a realizarla; que esa conducta tenga un con-
tenido material de vía física o intimidatoria y de intensidad necesaria para lograr tal
fin; que exista una persona concreta que tenga derecho a la utilización de un deter-
minado servicio público; y que se le hubiese impedido su uso. El apartado c) se cen-
tra, en cambio, en el propio servicio o, para decirlo con más precisión, en el fun-
cionamiento del servicio. El valor protegible en este caso seria el propio servicio
público».
En el número 2 del artículo 140 se enumeran los siguientes criterios para la clasi-
ficación de las demás infracciones en graves y leves:
Sin desconocer las buenas intenciones del legislador, forzoso es reconocer que
estos textos son unos de los más desafortunados del Ordenamiento jurídico local, de
tal manera que los nuevos artículos incrustados en la Ley de Bases de 1985 contras-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 343
tan sensiblemente con el cuidado con que fue redactada ésta. El régimen sancionador
general (y ahora local) sigue sin encontrar una mano de calidad.
Como se recordará, el artículo 139 había sujetado el alcance de las Ordenanzas
locales sancionadoras a tipificar «de acuerdo con los criterios establecidos en los
artículos siguientes». Pues bien, si se sigue leyendo se comprueba que en el artículo
siguiente, el 140, no aparecen los enunciados criterios de antijuridicidad sino crite-
rios de clasificación de hechos antijurídicos que se extienden en dos listas: á) la
correspondiente a las faltas muy graves, relacionadas en el número 1 y b) la corres-
pondiente a las demás infracciones, para las que se suministran unos nuevos criterios
de clasificación entre faltas graves y leves o, mejor dicho, el criterio en singular pues-
to que sólo se señala uno: la «intensidad» de la perturbación o del daño.
Lo que sucede es que indirectamente se descubren en estas listas criterios con-
cretos de antijuridicidad desde el momento en que se enumeran materias que pueden
ser reguladas en ordenanzas sin necedad de ley sectorial previa imponiendo en ellas
deberes, prohibiciones y limitaciones y tipificando infracciones y sanciones por su
incumplimiento.
Es improbable, desde luego, que tales fueran las intenciones del Tribunal
Constitucional habida cuenta de la abismal diferencia que media entre unos «criterios
mínimos de antijuridicidad» y unas «materias que se abren a la regulación por
Ordenanza»; pero tampoco puede afirmarse con seguridad que la fórmula escogida
por la nueva ley sea indudablemente inconstitucional.
A la vista salta en cualquier caso la asimetría de la regulación establecida en estos
dos números. Por lo pronto, el segundo se refiere a las «demás» infracciones. ¿Cuáles
serán éstas? Para identificarlas hay que buscar la referencia en las «otras», las no
comprendidas en el número 1. Mas aquí caben dos interpretaciones: o bien estas otras
son los incumplimientos relacionados en las letras b) y e) del número 1 y en las demás
letras cuando no van acompañados de sus notas cualificadoras (relevancia, inmedia-
tez, gravedad); o bien, los afectados por el artículo 139 y no comprendidos en el
número 1 del artículo 140. Es difícil pronunciarse sobre el particular, no obstante la
trascendencia de la opción puesto que desde la literalidad de estos preceptos es impo-
sible encontrar una orientación hermenéutica fiable.
Trabajando de momento sobre la primera hipótesis podemos formar el siguiente
esquema singularmente barroco y de coherencia más que dudosa:
Comparando ahora los artículos 139 y 140 detectamos las siguientes discordan-
cias: Primera, en el artículo 140.2.6) se alude a la salubridad y ornato públicos, que
no aparecen en el art. 139. Segunda, las relaciones de convivencia aludidas en el art.
139 comprenden muchos más supuestos de los que aparecen en el artículo 140 (acti-
vidades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas, medioambiente, entre otras). Y en
ellas es donde se abre una brecha para la segunda de las hipótesis interpretativas enun-
ciadas (suponiendo, naturalmente, que no estén reguladas en la ley sectorial o no se
quiera incluir todas estas posibilidades en la fórmula amplísima del artículo 149.1.a):
perturbación de la tranquilidad o el ejercicio legítimo de otras personas o actividades).
Volviendo al esquema, puede reformularse ahora en unos términos más sencillos
en torno a los cuatro tipos de conductas ilícitas: A) Impedimentos (del uso de un espa-
cio público, del uso de un servicio público y del normal funcionamiento de un servi-
cio público): es siempre falta muy grave. B) Grave obstrucción al normal funciona-
miento de un servicio público: es siempre falta muy grave, aunque curiosamente
nada se dice sobre la tipificación y consecuencias de una obstrucción no grave.
C) Deterioro (daños) grave y relevante de los elementos de un servicio público: falta
muy grave. Si no es grave y relevante será falta grave o leve según su intensidad.
D) Perturbación relevante de la convivencia que afecte de una manera grave, inme-
diata y directa a la tranquilidad o a la salubridad y ornato públicos o al ejercicio de
derechos legítimos de otras personas o al normal desarrollo de actividades de toda
clase: siempre falta muy grave; y en otras variantes de perturbaciones, falta grave o
leve según su intensidad.
La Ley 57/2003 ha supuesto, en suma, un gran paso hacia la normalización de la
potestad sancionadora de los Entes locales, cuyo ejercicio se ha clarificado sustancial-
mente al ampliar el alcance tipificador de las Ordenanzas locales y, sobre todo, al librar-
se del pecado original de su inconstitucionalidad. Por así decirlo, se ha sanado a los
ayuntamientos de la esquizofrenia en que vivían puesto que se veían forzados a simul-
tanear un ejercicio muy activo de sus facultades sancionadoras pero bajo una constante
amenaza de anulación de las sanciones que imponían cuando el infractor, sin molestar-
se en negar los hechos, invocaba ante los tribunales la violación de la reserva legal.
La liberación de tal amenaza no impide desconocer que el futuro no ha de ser, al
menos al principio, nada pacífico debido en gran parte a la pésima redacción del texto.
Porque unos criticarán las zonas que ha dejado de cubrir y otros, los más, le acusarán
de inconstitucional en la medida en que ha ido demasiado lejos y, por querer abarcar
mucho, ha metido de contrabando unos criterios mínimos de antijuridicidad que en
rigor no son tales y corren el riesgo de ser descubiertos y decomisados en la aduana
del Tribunal Constitucional en cuanto se interponga el primer recurso de amparo (dado
que ya se ha dejado pasar la oportunidad de impugnar la ley directamente por incons-
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 345
nentes a los Entes locales. En tal caso (examinado ya por HERNÁNDEZ LÓPEZ) caben
dos interpretaciones alternativas: a) O bien se entiende que lo no regulado ha sido
deliberadamente silenciado por la ley, en cuyo caso no cabe regulación por ordenanza
al carecer ésta de cobertura legal, b) O bien aplicar aqui la fórmula de la LBRL, pues-
to que hay «defecto de normativa sectorial específica». La segunda tesis parece acon-
sejable por razones funcionales y de una mejor integración del Ordenamiento jurídi-
co, aun reconociendo una incongruencia sistemática ya que en los aspectos de la ley
con regulación detallada el margen de actuación de los ayuntamientos sería menor que
en los no regulados. Paradoja que se explica porque el silencio no deliberado de la ley
no debe entenderse como un castigo a los Entes locales, antes al contrario como una
ampliación de sus facultades normativas tipificantes.
posición en el mercado del infractor, cuantía del beneficio obtenido, grado de inten-
cionalidad, gravedad de la alteración social producida, generalización de la infracción
y reincidencia» (art. 35 de la Ley del Consumo) o, en fin, a la «intensidad» de la per-
turbación producida como señala en términos generales el artículo 140 de la LBRL.
Huelga decir, sin embargo, que estas circunstancias, por ser rigurosamente singu-
lares, no son susceptibles de ser tenidas en cuenta en una clasificación genérica (salvo
en el caso de daños producidos, que sí pueden servir a tales efectos) y, de hecho, se
trata de una operación que ha de realizar la Administración en el acto individual de
subsumir el hecho en uno de los escalones de cada categoría abstracta.
Con frecuencia, el escalón más bajo de esta clasificación bipartita (graves y leves),
tripartita (muy graves, graves y leves, que es actualmente la ordinaria) o cuadripartita
(muy graves, graves, menos graves y leves) se tipifica —como ya se ha expuesto pro-
lijamente antes— por simple remisión, es decir, que la ley después de haber tipificado
de forma positiva todas y cada una de las infracciones calificadas como graves o muy
graves, cierra la lista con una remisión en blanco para las infracciones leves, de tal
manera que las infracciones que no aparezcan expresa, positiva y directamente tipifi-
cadas se consideran leves. Esta técnica de remisión residual—de la que ya hemos visto
ejemplos en páginas anteriores— es muy antigua, pues ya aparecía por ejemplo en la
vieja Instrucción General de Sanidad Pública de 12 de enero de 1904, en cuyo artícu-
lo 203 se declaraba que «se considerarán faltas leves las cometidas por particulares o
facultativos, infringiendo cualquier práctica o disposición de las que, accidentalmente
prescritas por los inspectores o cualquier otra autoridad con atribuciones para dictar-
las, no estén taxativamente especificadas en los artículos anteriores». Casi un siglo
después, la moderna Ley de 26 de diciembre de 1987 reguladora de la potestad admi-
nistrativa sancionadora en materia de juego conserva la misma fórmula aunque con un
aditamento que pretende, sin lograrlo, introducir una nueva precisión:
Son infracciones leves las acciones u omisiones no tipificadas como infracciones graves
o muy graves en la presente ley que en función de la normativa vigente supongan el incum-
plimiento de normas de orden público, o sean causa de perjuicios a terceros, o dificulten la
transparencia de desarrollo de los juegos o la garantía de que no puedan producirse fraudes o
sean obstáculo para el control y la contabilidad de las operaciones realizadas [art. 4],
Una vez clasificadas las infracciones, la ley atribuye seguidamente a cada escalón
de ellas un paquete de «sanciones», que suele ser flexible, de tal manera que la
Administración, a la vista de las circunstancias de cada caso, señala la sanción con-
creta dentro del abanico legalmente previsto.
La correspondencia, legalmente establecida, entre infracciones y sanciones es
imprescindible, de tal manera que, si se ha tipificado correctamente la infracción pero
no se le ha atribuido la correspondiente sanción, no puede imponerse una sanción
concreta. Así lo ha visto la inteligente, aunque discutible, STS de 9 de noviembre de
1993 (Ar. 8954; Lescure). Impugnada una sanción impuesta al amparo de un
Reglamento (el Real Decreto 1.095/1989), la sentencia de instancia entiende que este
último tiene cobertura legal en la Ley 4/1989, en cuanto que en ella se prohibía la
acción del infractor. Se trata, pues, de un inequívoco reconocimiento implícito de la
tipificación indirecta, que en este libro con tanta insistencia se está defendiendo. El
Tribunal Supremo confirma la posibilidad de esta forma de tipificación de infraccio-
nes, aunque precisa a renglón seguido que
ello no es bastante para entender cumplidas las exigencias del principio constitucional de lega-
lidad, pues aunque se entendiera respetada la reserva legal en la definición del ilícito, a pesar
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 349
se limita a realizar una enumeración de las sanciones a imponer, así como a enumerar las san-
ciones que tipifica, catalogando a éstas en muy graves y graves, pero sin establecer la corres-
pondencia necesaria entre aquéllas y éstas, ni graduar las sanciones, limitándose el precepto
a indicar para las multas que su cuantía se ajustará a la cifra de su infracción o a la importan-
cia del cargo que ostente el inculpado... Lo que supone conceder a la Administración unos
márgenes de discrecionalidad que rebasan los limites constitucionales, que derivan del artícu-
lo 25.1
citos, sino una relación de las posibles sanciones que cada Ordenanza municipal
puede predeterminar en Junción de la gravedad de los ilícitos que ella misma tipifica.
En este punto —al igual que en el caso de la tipificación de infracciones— la Ley
57/2003 ha desperdiciado la oportunidad que le había brindado la sentencia de 2001,
limitándose a aludir a las multas, y no a otras sanciones posibles, en estos términos:
«Salvo precisión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales debe-
rán respetar las siguientes cuantías. Infracciones muy graves, hasta 3.000 euros.
Infracciones graves, hasta 1.500 euros. Infracciones leves, hasta 750 euros».
Para terminar este apartado resulta útil acudir una vez más al resumen didáctico
que la STC 100/2003, de 2 de junio, ha hecho de la doctrina consolidada de este tri-
bunal, desarrollado en esta ocasión al hilo de su evolución cronológica:
Resumiendo nuestra doctrina en esta materia, en el Fundamento Jurídico 6.° de la STC
113/2002, de 9 de mayo, hemos puesto de relieve que la necesidad de que la ley predetermine
suficientemente las infracciones y las sanciones, así como la correspondencia entre unas y
otras, no implica un automatismo tal que suponga la exclusión de todo poder de apreciación
por parte de los órganos administrativos a la hora de imponer una sanción concreta. Así lo ha
reconocido este Tribunal al decir en su Sentencia 207/1990, de 17 de diciembre, que el esta-
blecimiento de dicha correspondencia puede dejar márgenes más o menos amplios a la dis-
crecionalidad judicial o administrativa; lo que en modo alguno puede ocurrir es que quede
encomendada por entero a ella, ya que ello equivaldría a una simple habilitación en blanco a
la Administración por norma legal vacía de contenido material propio, lo cual contraviene
frontalmente las exigencias constitucionales.
2. PROPORCIONALIDAD
minación de las sanciones, sin que por tanto exista posibilidad alguna de opción libre,
sino una actividad vinculada a la correspondencia entre infracción y sanción».
Dicho sea con otras palabras, el principio opera en dos planos: en el normativo,
de tal manera que las disposiciones generales han de cuidarse de que las sanciones
que asignen a las infracciones sean proporcionales a éstas; y en el de aplicación, de
tal manera que las sanciones singulares que se impongan sean igualmente proporcio-
nales a las infracciones concretas imputadas. Siendo aquí de subrayar la omnipresen-
cia , por así decirlo, de este principio puesto que actúa en todas las fases o eslabones
de la cadena sancionadora. Primero aparece en la ley y sirve como criterio para que
el Tribunal Constitucional controle si las sanciones previstas por el legislador son
efectivamente proporcionadas a las infracciones a que se atribuyen. Luego vuelve a
aparece en el reglamento y con la misma función. En tercer lugar, ya en la fase apli-
cativa, la Administración tiene que ponderar la proporcionalidad de la sanción con-
creta que escoge dentro del repertorio que le ofrece la norma tipificante. Pues bien, si
pensamos entonces en la amplitud del abanico de sanciones que la ley atribuye a una
misma clase de infracciones como prueba de la confianza que otorga a la
Administración —o, si se quiere, forzada por la imposibilidad de prever en abstracto
las circunstancias concurrentes en una acción concreta—, puede comprenderse la
importancia práctica de este principio.
La STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608) ha insistido con especial énfa-
sis en la operatividad del principio de proporcionalidad en el nivel normativo:
El principio de proporcionalidad rige en el Derecho Administrativo Sancionador no sólo
en el ejercicio concreto de la potestad sancionadora, al dictar el acto de imposición de la san-
ción, sino también al establecerse la correspondiente previsión normativa, de manera que no
resulta ajustada al Ordenamiento jurídico aquella que exaspera o exacerba la sanción impo-
niendo, en todo caso, la multa en el grado mínimo permitido por la legislación vigente, con
independencia de cuál es la gravedad de la infracción que se corresponde. O dicho en otros tér-
minos, en la determinación normativa del régimen sancionador, y no sólo en la imposición de
sanciones por las Administraciones Públicas, se debe guardar la debida adecuación entre la
gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicable.
Este precepto no puede ser más sensato, ciertamente, pero su operatividad parece
dudosa desde el momento en que está dirigido al legislador futuro y es dudoso que
éste se sienta vinculado siempre a un mandato aparente que en realidad no es más que
una recomendación.
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 353
3. DISCRECIONALIDAD
no se desenvuelve a través de una actuación administrativa que esté gobernada por [...] la dis-
crecionalidad técnica: es, por el contrario, una actuación que ha de decidir sobre cuestiones
jurídicas aplicando de manera reglada, no discrecional, conceptos, elementos, pautas y crite-
rios prefijados en normas jurídicas. Es [...] una actuación que resuelve un problema jurídico
en términos jurídicos, en la que los conocimientos científicos, artísticos o técnicos no son los
que han de gobernar la decisión, sino tan sólo uno de los instrumentos que en algunos casos
puede ser necesario para la conecta interpretación y aplicación de la norma jurídica tipifica-
dora de las infracciones y sanciones. También es una cuestión jurídica a resolver en términos
jurídicos la de decidir cuál debe ser en el caso concreto la sanción, dentro del abanico previsto
por la norma, adecuada a la gravedad del hecho [...] La obligada aplicación del principio de
proporcionalidad se traduce en una actuación reglada.
La potestad sancionadora no tiene carácter discrecional y esto conlleva que, cuando para una
determinada infracción haya legalmente previsto un elenco de sanciones, la imposición de una más
grave o elevada de la establecida con el el carácter de mínima deberá ser claramente motivada
356 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Y en términos mucho más prolijos la STS de 10 de marzo de 2004 (3.a, 3.a, Ar.
2023) estima que no se trata de enjuiciar un supuesto de discrecionalidad técnica que
requiera unos conocimientos específicos o criterios científicos para decidir la solu-
ción que se estime más adecuada en materias en que se usan parámetros no jurídicos,
en los que evidentemente el control por los tribunales no puede hacerse, salvo en
supuestos de arbitrariedad, error manifiesto, o irracionalidad. Por el contrario, la
potestad sancionadora se ejercita con criterios estrictamente jurídicos, y, aunque es
cierto que en la fijación de las sanciones se atribuye por la ley un cierto margen de
discrecionalidad a la Administración al permitir graduarlas en atención a las circuns-
tancias concurrentes, esta alternativa debe ejercerse respetando los principios genera-
les del Derecho, y, entre ellos, el de igualdad y el de proporcionalidad, así como la
motivación de las circunstancias que llevan a fijar el importe y duración de las san-
ciones pecuniarias o privativas de derechos.
De aquí la importancia de la motivación que subraya la STS de 6 de febrero de
1998 (3.a, 4.a, Ar. 2193) cuando advierte que a «la aplicación (de la proporcionalidad)
como elemento corrector de la sanción impuesta exige que se aduzcan concretas
razones que, dentro de los márgenes previstos por la norma, evidencien su falta de
correlación o adecuación a la gravedad de los hechos».
[los preceptos debatidos] no pueden en base a la discrecionalidad interpretarse como libre arbi-
trio en función de razones de política económica sino como ejercicio de una actividad repre-
sora de conductas típicamente antijurídicas, donde el elemental principio de proporcionalidad
entre la trascendencia del hecho con la entidad de las sanciones, principio informante del
Ordenamiento Jurídico, al cual deben ajustarse en un Estado de Derecho todos los actos de la
Administración Pública; proporcionalidad que debe ser tenida en cuenta a los fines de deter-
minar la sanción en una revisión autorizada por cuanto que, como dice la Sentencia de 2 de
febrero de 1979 (Ar. 2240), el extremismo de esa práctica legislativa y reglamentaria de poner
en manos del Gobierno y de la Administración unas prerrogativas ilimitadas en la determina-
ción cuantitativa de las multas es lo que fuerza a la Jurisdicción a no detenerse en la periferia
de estos problemas [competencias y procedimientos] y a tener que adentrarse en las entrañas
de los mismos penetrando en la forma de ejercitarse.
Conste, con todo, que esta potestad de control que los Tribunales contencioso-
adxninistrativos de hecho se han autoatribuido no es obvia ni mucho menos y tampo-
co demasiado antigua, como recuerda la Sentencia de 10 de junio de 1981 (Ar. 2453;
Pérez Fernández), cuando, sosteniendo —y con las mismas palabras— la tesis que
acaba de transcribirse, advierte que «aunque no puede desconocerse la doctrina de
este tribunal en tal sentido [el contrario], tampoco es posible silenciar otra posterior y
muy reiterada doctrina que supera esa interpretación».
La Sentencia de 2 de noviembre de 1981 (Ar. 4720; Botella) va más allá del con-
trol de la discrecionalidad de los actos administrativos sancionatorios individuales y
utiliza la proporcionalidad para justificar, a lo largo de unas minuciosas considera-
358 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
el juicio sobre la proporcionalidad de la pena, tanto en lo que se refiere a la prec isión general
en relación con los hechos punibles como a su determinación en concreto en atención a los
criterios y reglas que se estimen pertinentes, es competencia del legislador en el ámbito de su
política criminal y cuando no exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio
del Estado de Derecho, el valor de la Justicia, la dignidad de la persona humana y el principio
de culpabilidad.
Una vez que los jueces han comprobado la corrección formal del acto de atribu-
ción de la sanción pueden y deben extender su control a la corrección material de la
aplicación del principio de la proporcionalidad que es en la práctica el punto más sen-
sible de su intervención. Aquí no hay equívocos como tajantemente ha declarado la
STS de 5 de marzo de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 2386) para la que el principio de proporcio-
nalidad en su vertiente aplicativa
ha servido en la jurisprudencia como un importante mecanismo de control por parte de los tri-
bunales del ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, cuando la norma esta-
blece para una infracción varias sanciones posibles o señala un margen cuantitativo para la
fijación de la sanción pecuniaria; y así, se viene insistiendo en que el mencionado principio de
proporcionalidad o de la individualización de la sanción para adaptarla a la gravedad del
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 359
hecho, hacen de la determinación de la sanción una actividad reglada y, desde luego, resulta
posible en sede jurisdiccional no sólo la confirmación o eliminación rigurosa de la sanción
impuesta sino su modificación o reducción.
En términos más generales, para la STS de 28 de febrero de 2000 (3.a,7.a, Ar. 2655)
si bien la Administración puede usar de una cierta discrecionalidad en la graduación de la san-
ción para acomodarla al conjunto de circunstancias concurrentes en la infracción, no es menos
cierto que [...] el principio de proporcionalidad de la sanción no escapa al control jurisdiccio-
nal [...]. La discrecionalidad que se otorga a la Administración debe ser desarrollada ponde-
rando en todo caso las circunstancias concurrentes al objeto de alcanzar la necesaria y debida
proporcionalidad entre los hechos imputados y la responsabilidad exigida [...] (ya que) la pro-
porcionalidad constituye un principio normativo que se impone como un precepto más a la
Administración y que reduce el ámbito de sus potestades sancionadoras.
cumplimiento de las órdenes y prohibiciones, no es la única, sino que existen otras posi-
bilidades. Y más todavía: como la sanción es la ultima ratio del Poder, siempre cabe
pensar que si no la ha previsto es porque ha decidido utilizar soluciones alternativas
menos agresivas. Como dice la STS de 23 de noviembre de 1992 (Ar. 750, Delgado):
La vulneración del Ordenamiento jurídico puede dar lugar a distintas consecuencias, que
pueden clasificarse en dos categorías distintas: á) la imposición de una sanción, si aquella vul-
neración está tipificada como infracción, y b) la restauración del orden jurídico perturbado
(mediante, por ejemplo, como sucede en el caso de autos, la realización de unas obras).
Planteadas así las cosas parece salvado el escollo de la reserva legal de tipificación
de las sanciones, que queda cubierta con su atribución implícita. Ahora bien, con ello
lo único que se ha conseguido es desplazar el problema ya que queda todavía en pié
la exigencia de la lex certa. Porque no basta decir que el incumplimiento del mandato
o prohibición puede ser sancionado sino que es preciso saber también en qué medida
o cuantía y, si esto no lo dice la ley, si el órgano Administrativo no sabe entre qué lími-
tes debe moverse, no podrá sancionar. Tal es cabalmente el sentido de la doble exi-
gencia de tipificación que opera, según sabemos, como una doble garantía. La pri-
mera consiste en la tipificación de la infracción, cuya carencia puede salvarse con el
trampolín de la tipificación implícita por referencia al incumplimiento de los manda-
tos y prohibiciones expresos. Pero a continuación viene la segunda garantía, la de la
tipificación de la sanción que, aun pudiendo salvarse genéricamente a través de una
atribución implícita, resulta inoperativa si no hay una determinación legal expresa de
los alcances de la sanción.
Esta segunda garantía no funciona, por tanto, en los supuestos en que el
Ordenamiento jurídico atribuye a un órgano la potestad sancionadora para infraccio-
nes genéricas con el añadido de una determinación, también genérica, de la cuantía
de las sanciones: tal era el caso, en el régimen preconstitucional de los gobernadores
civiles y alcaldes para las infracciones de Orden público y en este contexto resultan
correctas las observaciones, varias veces recordadas, de D E LA M O R E N A .
La práctica normativa actual utiliza una técnica distinta pero que tampoco permite
la impunidad de las infracciones. Con ello me refiero a la «cláusula residual» de las
listas de tipificación, en la que se establece, como sabemos, una tipificación expresa
—ordinariamente como leve— de todos los incumplimiento de las obligaciones legal-
mente impuestas. Cláusula que opera como cierre de todo el sistema y que permite
una sanción sin excepciones, puesto que las faltas leves tienen atribuida legalmente su
correspondiente sanción.
Cierto es, desde luego, que en algunos casos tal sanción puede resultar propor-
cionalmente baja; pero tampoco es frecuente que el legislador se olvide de infraccio-
nes de importancia. Y en el peor de los casos este es el precio que habrá que pagar por
el respeto al principio de la reserva legal y, más aún, al de la certeza en la predeter-
minación de los castigos.
VII. ANALOGÍA
ni siguiera haría falta acudir al acervo del Derecho Penal para trasladarlo desde allí al
Derecho Administrativo Sancionador. No obstante, así se viene haciendo desde siem-
pre por inercia metodológica.
En el Derecho Penal, en efecto, se acepta pacíficamente que el principio de la
legalidad lleva consigo la prohibición de interpretaciones analógicas en peijuicio
del autor. Sin necesidad, por tanto, de entrar mínimamente en la descripción de esta
tesis, valga la sumaria, aunque contundente, transcripción de la STC 181/1990, de
15 de noviembre:
En la STC 75/1984 este Tribunal ha declarado que el principio de legalidad penal y el
derecho a no ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no
constituyen delito o falta según la legislación vigente, consagrado en el artículo 25.1 de la
Constitución, no toleran la aplicación analógica in peius de las normas penales y exigen su
aplicación rigurosa, de manera que sólo se pueda anudar la sanción prevista a conductas que
reúnan todos los elementos del tipo descrito y sean subjetivamente perseguibles.
Criterio que se mantiene, naturalmente, después de 1978, según testimonia por todas
la STS de 30 de enero de 1987 (Ar. 203, Mendizábal): «en el terreno donde se mueve la
potestad reglamentaria está proscrita la extensión analógica de las infracciones» y que el
Tribunal Constitucional en su Sentencia 56/1998 ha acogido y declarado sin reservas:
No cabe duda de que la extensión analógica de los tipos de infracción es una práctica veda-
da no sólo en el ámbito penal sino ex artículo 25.1 en todo el ámbito sancionador [...] Para cons-
tatar cuando el órgano de aplicación de los tipos sancionadores, más allá de su lícita e inevita-
ble tarea de interpretación, los ha extendido a supuestos que no quedaban comprendidos en sus
fronteras, en detrimento de la seguridad jurídica y del monopolio normativo en la determina-
ción de lo ilícito, este tribunal ha establecido como criterios para efectuar el control de incons-
titucionalidad el respeto al tenor literal de la norma aplicada, de utilización de criterios inter-
pretativos lógicos y no extravagantes y el sustento de la interpretación en valores aplicables
La LPAC ha regulado sobria y correctamente esta cuestión en el n.° 4 del artículo 129,
dedicado cabalmente a la tipificación, estableciendo que «las normas definidoras de
infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica».
Germán V A L E N C I A ( 2 0 0 0 , p.155) ha destacado una problemática peculiar del
ámbito administrativo sancionador «derivada de la circunstancia de que quien ejerce
la potestad sancionadora es la Administración y no los juzgados y tribunales de lo
contencioso-administrativo (de tal manera que en el acto administrativo se encuen-
tran) los límites con que los tribunales se enfrentan a la hora de corregir la interpre-
tación y aplicación de la legalidad efectuada por la Administración cuando dicha
corrección tiene por resultado convertir en típica una conducta que en virtud de la
EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN 363
conlleva en su vertiente subjetiva la evitación de resoluciones que impidan a los ciudadanos pro-
gramar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previa-
mente. Concretamente, la posibilidad de tales decisiones debe ser analizada desde las pautas
axiológicas que informan nuestro texto constitucional y conforme a modelos de argumentación
aceptados por la propia comunidad jurídica [...] de modo que pueda afirmarse que la decisión
sancionadora es el resultado previsible, en cuanto razonable, de lo decidido por la soberanía
popular, por lo que se prohiben constitucionalmente aquellas otras incompatibles con el tenor
literal de los preceptos aplicables o inadecuados a los valores que en ellos se intenta tutelar.
No resulta nada fácil, en suma, determinar en los casos concretos si nos encon-
tramos ante una analogía inadmisible o ante una figura afín pero licita, como pueda
ser la interpretación sistemática a que hace referencia la STS de 31 de marzo de 2004
(3.a, 3.a, Ar. 1960), en la que se amplía el tipo infractor mucho más allá de la letra del
texto por entender que «todo evidencia la peor pretensión omnicomprensiva de la ley
con independencia de su mayor o menor acierto técnico en la redacción».
IX. ANTIJURIDICIDAD
Aunque quizás no sea éste el lugar más adecuado para desarrollar este punto —y
dado que en Derecho Administrativo Sancionador no tiene todavía entidad suficiente
como para dedicarle un capítulo completo— me ha parecido conveniente colocarlo
aquí como introducción al estudio del elemento subjetivo de la infracción, la culpabi-
lidad, que se realiza en el capítulo siguiente.
1. PLANTEAMIENTO
dividen los autores y las escuelas puesto que para unos la contradicción se refiere
exclusivamente a las normas positivas (antijuridicidad formal) mientras que para otros
se refiere a los intereses sociales o bienes jurídicos protegidos; sin que falten eclécti-
cos que profesan un sistema dual.
El Derecho Administrativo Sancionador no tiene necesidad de entrar en esta polémi-
ca (esencial en el Derecho Penal), que por fortuna le es ajena, ni de enfangarse en una
amplia bibliografía descaradamente ideológica aunque se autoproclame técnico-dogmá-
tica. Pero también es verdad que en este campo es inevitable empezar con un plantea-
miento que corre paralelo servata longa distantia al penal a que acaba de aludirse.
En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador es inútil invocar una antiju-
ridicidad material habida cuenta de que, por encima de los gustos personales y de las
variedades políticas represoras, hay un imperativo constitucional que ya conocemos (el
principio de la legalidad) que impone la antijuridicidad formal a todos los que se mue-
ven dentro de los cauces del Estado de Derecho. Pero con esto no se ha dicho todo, ya
que es a partir de aquí cuando empiezan las dificultades al hilo de un dilema que abre
dos opciones aparentemente inconciliables. La primera opción , de inspiración pena-
lista y que es la que se acepta inequívocamente en nuestro Derecho Administrativo
Sancionador, considera únicamente antijurídicas las acciones que «verifican el tipo
legal», es decir, las que realizan el desvalor que la ley asigna al tipo correspondiente o,
si se quiere, cumplen los requisitos factuales que en él se describen (circular, por ejem-
plo, a 150 k/hora cuando la ley advierte que es infracción circular a más de 120). La
segunda opción, aun remitiéndose también a la ley, no exige con rigor la existencia de
una formulación expresa y específica de cada tipo infractor sino que, además de admi-
tir las tipificaciones indirectas o por remisión, acepta la tipificación genérica e implí-
cita consistente en el incumplimiento de una obligación legal aunque no vaya acom-
pañada de una advertencia expresa de que se trata de una infracción.
La peculiar naturaleza de las causas de justificación (y de exoneración de respon-
sabilidad en general) influye pesadamente en la distribución de la carga de la prueba.
Sobre este punto se hablará largamente en el siguiente capítulo; pero conviene adelan-
tar ya que la prueba de la concurrencia de tales cargas corresponde en principio al
imputado, y no a la Administración, tal como advierte la STS de 4 de marzo de 2004
(3.a, 2.a, Ar. 2116):
«si bien es cierto que la falta de prueba de cargo peijudica a la Administración, no lo es menos
que, una vez obtenida ésta, la falta de prueba de descargo peijudicará al administrado sujeto al
expediente sancionador. Pero es perfectamente posible que pueda evidenciarse dicha culpabili-
dad y, ello no obstante, por la concurrencia de circunstancias eximentes de la responsabilidad
se vea el administrado en la tesitura de tener que afrontar la carga de la prueba de tales cir-
cunstancias si no quiere ser sancionado. En estos casos, a fin de evitarse la sanción pese a que
la presunción de inocencia haya conseguido ser desvirtuada, corresponderá al administrado la
carga de acreditar aquellos elementos de descargo que, por no haber sido apreciados de oficio,
conlleven una declaración de no exigencia de responsabilidad administrativa [...]. No es dierto
que sea la Administración la que debe probar la culpabilidad de la conducta de la entidad recu-
rrente».
2. CAUSAS D E JUSTIFICACIÓN
tancia que le justifique y que en último extremo elimine tal contradicción. Porque úni-
camente entonces —es decir, si no media alguna causa de justificación— es cuando
podrá hablarse de antijuridicidad en sentido propio.
Planteadas así las cosas puede comprenderse la importancia práctica de resolver
a quién corresponde la carga de la prueba. En materia disciplinaria de la Sala de lo
militar del Tribunal Supremo se ha declarado que «es doctrina reiterada de esta Sala
que las circunstancias eximentes han de hallarse probadas como los hechos mismos y
fluir naturalmente del relato probatorio» (SS 27 de marzo y 22 de octubre de 2003;
Ar. 6380 y 7947).
Nuestro Ordenamiento jurídico sancionador, a diferencia de lo que sucede con el
Código Penal (art. 20), no contiene un repertorio de tales causas aunque puedan espi-
garse algunas de ellas en textos dispersos como en el artículo 38.10 de la ley de 27 de
marzo de 1989, de conservación de espacios naturales («persecución injustificada de
animales silvestres») o en el artículo 67./) de la ley de montes de 21 de noviembre de
2003 cuando habla de incumplimiento «sin causa justificada y notificada».
Contando con tales dificultades y siguiendo la sistemática del Derecho Penal, a
continuación se intenta reconstruir con los materiales disponibles con la advertencia
previa de que en la práctica es a veces difícil determinar con precisión si una cir-
cunstancia es causa de justificación objetiva o de exoneración subjetiva.
El artículo 179.2 de la Ley General Tributaria de 2003 nos proporciona un exce-
lente ejemplo de este pragmatismo puesto que, dejando a un lado las sutilezas teóri-
cas de la antijuridicidad y la culpabilidad, va directamente al grano de la responsabi-
lidad estableciendo que «las acciones y omisiones tipificadas en las leyes no darán
lugar a responsabilidad por infracción tributaria en los siguientes supuestos: a)
Cuando se realicen por quienes carezcan de capacidad de obrar en el orden tributario.
b) Citando concurra fuerza mayor, c) Cuando deriven de una decisión colectiva, para
quienes hubieren salvado su voto o no hubieran asistido a la reunión en que se adop-
tó la misma, d) Cuando se haya puesto la diligencia necesaria en el cumplimiento de
las obligaciones [...]. e) Cuando sean imputables a una deficiencia técnica de los pro-
gramas informáticos de asistencia facilitados por la administración tributaria».
B) Estado de necesidad
aplicarla, se remiten cómodamente al Derecho Penal sin intentar una elaboración jurí-
dico-administrativa de esta causa de justificación. En el caso de autos la empresa
expedientada había alegado en su descargo que se encontraba en estado de necesidad
que justificaba la grave infracción cometida consistente en aplicar ayudas y subven-
ciones públicas a fines distintos de los determinados en la concesión. Lo que rechaza
el tribunal recordando que es constante la doctrina de la Sala Segunda del Tribunal
Supremo conforme a la cual
para que se produzca y pueda apreciarse la eximente del estado de necesidad es preciso que se
plantee una confrontación o colisión de bienes jurídicos dignos de protección en forma abso-
luta, de tal forma que el Ordenamiento Jurídico consienta para salvaguardar el bien jurídico
más importante, la lesión o puesta en peligro del menos importante [...] teniendo por interpre-
tada por la doctrina jurisprudencial la exigencia de que el mal causante del estado de necesi-
dad absoluto sea inminente y grave (y) sin que pueda apreciarse cuando no se han agotado las
vias legítimas para la salvaguardia de los bienes en colisión o se acude a medios innecesaria-
mente peijudiciales o se prescinde de otros menos gravosos.
C) Fuerza mayor
apreciando el estado ruinoso del edificio le había reconocido al interesado la falta de medios
para realizar las obras necesarios para la conservación del edificio, lo cual es suficiente para
hacer creer al interesado de buena fe que ha desaparecido su obligación de conservar el edifi-
cio y que la Administración en su caso debió prevenir la ruina total del mismo, bien arbitrando
medios económicos para ello, bien realizando subsidiariamente las obras de mantenimiento
necesarias, mas no es posible exigir a un ciudadano un sacrificio tan extraordinario que roce
en lo imposible [...]. Lo cual nos lleva a considerar la falta de elemento de culpabilidad, por
ausencia de negligencia fundada en la creencia derivada de la buena fe, del que obra creyendo
que ha cesado su obligación de conservar.
D) Confianza legitima
X. BALANCE FINAL
CULPABILIDAD
I. CONSIDERACIONES PREVIAS
1. ESTADO DE LA CUESTIÓN
[371]
372 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
no basta con que la infracción esté tipificada y sancionada sino que es necesario que se apre-
cie en el sujeto infractor el elemento o categoría denominado culpabilidad. La culpabilidad es
el reproche que se hace a una persona porque ésta debió haber actuado de modo distinto a
como lo hizo. ¿Por qué es el elemento de la culpabilidad la exigibilidad de un comportamien-
to distinto del que tuvo el infractor? Sencillamente porque la norma que tipifica las infraccio-
nes y las sanciones no exige nunca comportamientos imposibles. Por ello la jurisprudencia clá-
sica de nuestro Tribunal Supremo en materia de sanciones por infracciones administrativas
tiene precisado que la culpabilidad es la relación psicológica de causalidad entre ta acción
imputable y la infracción de disposiciones administrativas, superándose así una corriente juris-
prudencial anterior que señalaba que bastaba la simple voluntariedad del sujeto.
Según es sabido, algunas leyes sectoriales establecen, con mayor o menor preci-
sión, la exigencia de culpabilidad como presupuesto para la imposición de una san-
ción (tal es el caso, por ejemplo, de la Ley General Tributaria) mientras que otras pres-
cinden implícita, aunque inequívocamente, de tal requisito, como hace la Ley de
Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988; sin olvidar, con todo, que el
supuesto más frecuente es el del silencio absoluto a tal propósito.
Así las cosas, podría pensarse que en este terreno el objetivo teórico de un
Derecho Administrativo Sancionador sería, una vez constatado este dato, el de preci-
sar el régimen jurídico de cada sector y de cada uno de los grupos normativos indi-
cados, de tal manera que la única dificultad se encontraría en los sectores cuya regu-
lación legal nada dijese al respecto. Una tarea de este tipo sería muy interesante, al
menos a afectos de información; pero su planteamiento sólo resultaría válido en el
supuesto de que correspondiese al legislador ordinario determinar la exigencia, o no,
de la culpabilidad del sujeto infractor así como regular su régimen. Si se sostiene, en
cambio, como es hoy habitual, que la Constitución ya se ha pronunciado sobre el par-
ticular —y, además, en sentido afirmativo aunque en los términos que inmediata-
mente serán precisados—, es claro que todos los sectores del Derecho Administrativo
Sancionador han de quedar substancialmente sujetos al mismo régimen y el análisis
debería empezar con el examen de la validez de las normas que prescinden de la cul-
pabilidad, con objeto de verificar su constitucionalidad.
A cuyo efecto conviene advertir de entrada que muy poco o nada puede ayudar-
nos en este punto el Ordenamiento supranacional de derechos humanos ya que, como
ha declarado el Tribunal Europeo de Estrasburgo en su Sentencia de 7 de octubre de
1988 (Salabriasen, serie A, n.° 141-A),
los Estados contratantes siguen siendo libres, en principio, para sancionar penalmente (y, por
tanto, también como infracción administrativa) una acción realizada fuera del ejercicio normal
de uno de los derechos que ampara el Convenio (caso Engels y otros, de 8 de junio de 1976,
serie A. n.° 22) y, por tanto, para definir los elementos normativos constitutivos de una infrac-
ción así. Pueden especialmente —siempre en principio y en determinadas condiciones— pena-
lizar un hecho material u objetivo en sí, con independencia de que proceda de dolo o negli-
gencia. Los Ordenamientos legales de dichos Estados ofrecen ejemplos a este respecto.
CULPABILIDAD 373
Puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sanciona-
dor de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o
culpa, en línea con la interpretación de la STC 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el prin-
cipio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición de exceso o
de las exigencias inherentes al Estado de Derecho. Por consiguiente, tampoco en el ilícito
administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por
un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.
Lo ordinario es que prefiera dar un rodeo para conectarse con el Derecho Penal y
deducir de él, y no inmediatamente de la Constitución, la culpabilidad exigible a los
autores de las infracciones Administrativas. Así puede comprobarse con el ejemplo de
dos sentencias separadas por treinta años de distancia:
rialmente válidos para la totalidad del Ordenamiento Jurídico, aunque hayan sido par-
ticularmente elaborados por el Derecho Penal. Lo cual significa que no se trata aquí
simplemente de una comunicación parental del Derecho Penal al Derecho
Administrativo Sancionador sino de una exigencia genérica y común de todo el
Ordenamiento Jurídico, dado que dolo y culpa son «elementos imprescindibles para
que una conducta sea relevante para el Derecho en general». Una afirmación que, de
ser correcta, aclararía mucho la situación, pero que resulta manifiestamente falsa y
para comprobarlo basta recordar las múltiples conductas jurídicamente relevantes sin
necesidad de que medie culpa o negligencia, empezando por la llamada «responsabi-
lidad objetiva del Estado».
Sea como fuere —y para que no haya dudas sobre lo que se está hablando—, pare-
ce útil recordar brevísimamente lo que significa la culpabilidad para el Derecho
Penal, que, como es sabido, se entiende como una atribución personal del delito, es
decir, como un reproche y que comprende los siguientes elementos esenciales:
a) imputabilidad en sentido estricto o posibilidad de actuar de otro modo; b) posibilidad
de conocimiento de la antijuridicidad del hecho (antes: dolo, culpa, imprudencia);
c) ausencia de causas de exculpación o de disculpa.
Por decirlo en términos muy conocidos (MIR, 1985,79): «En su sentido más amplio,
el término «culpabilidad» se contrapone al de «inocencia». En este sentido, bajo la
expresión «principio de culpabilidad» pueden incluirse diferentes límites del ius punien-
di, que tienen en común exigir, como presupuesto de la pena, que pueda «culparse» a
quien la sufra del hecho que la motiva. Para ello es preciso, en primer lugar, que no se
haga responsable al sujeto por delitos ajenos: «principio de personalidad de las penas».
En segundo lugar, no pueden castigarse formas de ser, personalidades, puesto que la res-
ponsabilidad de su configuración por parte del sujeto es difícil de determinar, sino sólo
«conductas», hechos: «principio de responsabilidad por el hecho», exigencia de un
«Derecho Penal del hecho». Mas no basta requerir que el hecho sea materialmente cau-
sado por el sujeto para que pueda hacérsele responsable de él; es preciso además que el
hecho haya sido «querido» (doloso) o haya podido «preverse y evitarse» (que pueda
existir culpa o imprudencia): <<principio de dolo o culpa». Por último, para que pueda
considerarse culpable del hecho doloso o culposo a su autor ha de poder atribuírsele nor-
malmente a éste, como producto de una motivación racional normal: «principio de atri-
buibilidad» o de «culpabilidad en sentido estricto».
2. PLANTEAMIENTO CRÍTICO
sión de ilícitos. Una vez más se trata de un elemento que se ha añadido posteriormente
sin explicación alguna. La Constitución garantiza el principio de la culpabilidad no
por que ella lo diga sino porque otros dicen que lo dice. Se trata, por tanto, de una
cuestión de fe, que es creer lo que no leemos con nuestros propios ojos. Lo cual supone
una incertidumbre, a saber, que si el Tribunal Constitucional un día declaró que la
Constitución garantizaba en todo caso la culpabilidad de los autores de un ilícito para
que pudieran ser sancionados, mañana puede decir lo contrario e imponerlo también
como cuestión de fe. Supuesto que, como más adelante ha de verse, no es inimagina-
ble ni mucho menos.
Por otra parte tampoco es nada firme el préstamo recibido del Derecho Penal dado
que allí se elaboró el principio en un contexto muy distinto del que envuelve al
Derecho Administrativo en el siglo xxi, en el que nunca está en juego el supremo
valor de la libertad personal y, además, conocida es la irrefrenable tendencia del
Derecho Penal —constantemente denunciada por los juristas más sensibles— hacia la
responsabilidad objetiva. El contenido de la herencia no es, pues, seguro y tampoco
hay que olvidar que se ha recibido a beneficio de inventario, como se ha visto forzado
a reconocer el propio Tribunal Constitucional en sentencias que se analizarán luego
con detalle. Dejemos, pues, al Derecho Penal con sus propios problemas —que bas-
tantes tenemos con los del Derecho Administrativo Sancionador— y no nos condi-
cionemos inútilmente con sus dogmas.
La culpabilidad no es —contra lo que suelen afirmar gratuitamente autores y jue-
ces— un elemento esencial del Estado de Derecho actual que, para empezar, ha esta-
blecido la responsabilidad objetiva de las Administraciones Públicas para no dejar
indefensos a los particulares ante la agresividad de unas organizaciones gigantescas y
de laberínticas tomas de decisiones. Pues si esto es así ¿qué decir de las modernas
organizaciones empresariales, opacas e impenetrables en las que es imposible, terri-
torial y personalmente, encontrar a la persona que ordena cometer un ilícito? ¿Dónde
estará la voluntad infractora? La desigualdad de trato revela una situación estremece-
dora, a saber, que el legislador pretendidamente «social» que castiga implacablemen-
te a las Administraciones Públicas a costa de los impuestos de los ciudadanos y no se
atreve, en cambio, a retocar los beneficios privados de los propietarios «no culpables»
de una empresa, se inspira en unos motivos impúdicos: el daño provocado por una
Administración Pública lesiona los intereses de un particular que son protegidos a
ultranza, mientras que los daños producidos por un ilícito administrativo lesionan
intereses públicos y colectivos y éstos no tienen quien les defienda eficazmente y
poco parecen importar al Estado de Derecho si dejamos a un lado las hueras declara-
ciones parlamentarias y políticas. Los intereses públicos, sociales y colectivos están
abandonados por el Derecho, como ya tuve ocasión de denunciar hace cuatro lustros
en un artículo titulado La vocación del Derecho Administrativo de nuestro tiempo, de
tal manera que ahora es fácil constatar que el Derecho Administrativo de nuestro tiempo
sigue siendo infiel a su vocación de proteger derechos supraindividuales.
El Derecho Administrativo Sancionador puede contemplarse, en suma, de dos
maneras distintas: o bien como una garantía personal del infractor, al que se defiende
a ultranza contra los abusos del Estado represor; o bien como una garantía de los dere-
chos e intereses sociales, públicos y colectivos agredidos por el infractor y que no se
pueden defender —o que de hecho no es fácil defender— por un particular agravia-
do. La primera postura es hoy absolutamente dominante y curiosamente —tal como
en otros lugares de este libro ya se ha denunciado— es tenida por progresista. A ella se
aferra una jurisprudencial inercial, una doctrina académica que no se atreve a salirse del
carril para no ser tratada de heterodoxa y una práctica forense atenta, como es lógico,
a los intereses del cliente. De la segunda postura, en cambio, nadie se acuerda y es
CULPABILIDAD 377
otras figuras aún más peligrosas como las de los psicópatas y drogadictos). A partir
de las Sentencias del Tribunal Constitucional 159/1985, de 27 de noviembre y
23/1986, de 14.2 tal política se considera inadmisible en un Estado de Derecho, lo que
no significa la exclusión radical de las medidas de seguridad, ya que éstos han encon-
trado acogida en el artículo 6 del Código Penal siempre y cuando respeten el principio
del hecho, es decir, cuando se fundamenten «en la peligrosidad criminal del sujeto al
que se impongan, exteriorizado en la comisión de un hecho previsto como delito».
La vigencia de este principio en el Derecho Administrativo Sancionador ha sido
ocasionalmente analizada por los autores, como Q U I N T E R O OLIVARES ( 1 9 9 1 ) , pero
siempre se le dado sin vacilar una respuesta positiva alegando los mismos fundamen-
tos constitucionales que justifican su arraigo en el Derecho Penal. Y así lo ha admitido
igualmente la jurisprudencia
El «dogma del hecho» parece, pues, definitivamente consolidado e intocable salvo
para los que creemos que nada hay en la tierra ni en el cielo que pueda escapar a la
critica de la razón humana. Nótese, en efecto, la asimetría que en este punto guardan
el Derecho Penal (donde se admiten, con las limitaciones indicadas, las medidas de
seguridad) y el Derecho Administrativo Sancionador, en el que son prácticamente des-
conocidas siendo así que es donde resultan socialmente más necesarias.
No existe tampoco un concepto —y su correspondiente tratamiento jurídico—
correlativo a la «peligrosidad criminal» ni una clasificación sociológica que se corres-
ponda a la de los delincuentes habituales, delincuentes profesionales y delincuentes
tejidenciales. Carencias tanto más extrañas cuanto que en el ámbito administrativo es
inimaginable una política preventiva que afecte a medidas restrictivas de la libertad,
que es el derecho más digno de protección. El Estado, en suma, deja indefensa a la
sociedad ante los perturbadores de la tranquilidad nocturna (sean usuarios de bebidas
alcohólicas o empresarios de su suministro), los emisores constantes diurnos y noc-
turnos de ruidos con radios y televisores, o los infractores contumaces de la legisla-
ción social, de tráfico, urbanística y tantos otros. Todos perfectamente conocidos y
todos impunes porque saben que sólo una fracción mínima de sus «hechos» ilícitos
(el uno por mil, quizás el uno por millón) va a ser sancionado. Estadísticamente la
infracción vale la pena mientras la respuesta oficial sólo pueda consistir en la san-
ción, tal como actualmente se encuentra regulada.
Las consideraciones anteriores, en cuanto referidas más bien a la «política repre-
siva» y a la crítica de las leyes vigentes, parecen impropias de un libro de análisis jurí-
dico estricto. Aún así, resultaba conveniente aludirlas brevemente para tomar con-
ciencia de la fragilidad del principio de la responsabilidad por el hecho y para suge-
rir que, si bien es cierto que no corren tiempos en que puedan sancionarse autónoma-
mente personalidades o comportamientos genéricamente antisociales, estos son fac-
tores que pueden —y debieran— ser tenidos en cuenta a la hora de graduar —y a la
alta, por descontado-— la cuantía exacta de la sanción con objeto de que la infracción
deje, al menos, de «valer la pena».
Desde un punto de vista exclusivamente técnico —y siendo consecuente con el
sistema y terminología que en este libro se desarrollan— me atrevo a sugerir que
mejor que la expresión «responsabilidad por el hecho» sería la de «responsabilidad
por acción».
Como dice la STS 27 de marzo de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 3415), un principio funda-
mental del Derecho Administrativo Sancionador, «lo constituye el de la personalidad
de las sanciones, según el cual éstas no pueden producir efectos perjudiciales respec-
to a las personas que no han sido sancionadas. La sanción representa el reproche de
haber incurrido en una conducta ilícita, reproche que sólo es posible predicar del suje-
to sancionado y que únicamente respecto de él ha de producir efectos».
El alcance de este principio dista mucho, con todo, de ser pacífico tanto en sus
manifestaciones normativas genéricas como en la casuística jurisprudencial. Dentro
de este mismo capítulo volveremos a encontrarnos con él en los epígrafes dedicados
al estudio de la responsabilidad solidaria y subsidiaria y de las conexiones entre auto-
ría y responsabilidad. Pero sin esperar a este momento parece útil trascribir aquí las
conclusiones que Angeles D E P A L M A ha extraído de la jurisprudencia que previamen-
te había recogido (1996, p.79) aunque advirtiendo que, sin peijuicio de la reconocida
autoridad de quien las formula, en mi opinión son generalizaciones excesivas obteni-
das por un método inductivo de base reducida y poco fiable: « 1 ,a (Este principio) está
vinculado al principio de dolo o culpa. El gravamen que la sanción representa sólo
podrá recaer sobre aquellas personas que han participado de forma dolosa o culposa
en los hechos constitutivos de infracción. Por lo tanto, no es posible exigir responsa-
bilidad por la sola existencia de un vínculo personal con el autor o la simple titulari-
dad de la cosa o actividad en cuyo marco se produce la infracción. La exigencia de
individualización de la sanción supone un veto a la responsabilidad objetiva. 2.a Entra
en juego incluso antes de la incoacción del expediente sancionador. 3.a La inaplica-
ción de este principio conduce a desvirtuar la finalidad de prevención que el Derecho
Administrativo Sancionador está llamado a cumplió).
Por mi parte ya anuncio que a lo largo de este capítulo nos hemos de encontrar
con abundantes supuestos en los que la ley reconoce de forma expresa la responsabi-
lidad de personas físicas y jurídicas por hechos de otros y ya iremos viendo cómo los
tribunales se las van ingeniando para admitir estas regulaciones a primera vista
incompatibles con el principio de la culpabilidad.
Lo cual significa, en definitiva, que esta postura es muy rigurosa, puesto que
aprecia la existencia de responsabilidad ante la presencia de una mera voluntariedad
sin llegar a exigir la de la culpabilidad en sentido estricto. Desde la posición contra-
ria, en cambio (que veremos a renglón seguido), la situación es muy diferente, dado
que se exige una culpabilidad completa sin que la mera voluntariedad baste para gene-
rar responsabilidad.
La Sentencia de 16 de diciembre de 1975 (Ar. 5020; Suárez Manteóla) distingue
entre voluntariedad e intencionalidad, aunque en último extremo incluya ésta en aqué-
lla, puesto que, en el caso de autos, entiende que hay voluntariedad, pero no en el sen-
tido de no ser acción impulsiva sino, pura y sencillamente, porque es intencionada. Y
(salvada esta incoherencia) declara que «no es posible descartar en toda aplicación
sancionadora el principio de la voluntariedad en cualquiera de sus variantes posibles».
Para el Tribunal la distinción consiste en lo siguiente: Por «la exigencia de volunta-
riedad no puede considerarse transgresión cuando se trata de un acto reflejo o cuan-
do se ha actuado por error, ignorancia o vis compulsiva». En cuanto a la intenciona-
lidad, «la doctrina jurisprudencial viene declarando que no puede hablarse de con-
travención cuando no se desprende que concurran circunstancias de intencionalidad
(S 13 de mayo de 1970) o animus (S 10 de mayo de 1969) mientras que sí existe cuan-
do los elementos probatorios que obran en el expediente manifiestamente excluyen toda
hipótesis de inadvertencia, descuido o inexistencia de dolo (S 17 de febrero de 1969),
ampliando el concepto de la S 5 de julio de 1968 en la que (con referencia al Orden
CULPABILIDAD 383
tal hecho típico conlleva, en sí mismo, el elemento intencional exigido en infracciones del tipo
que consideramos, toda vez que el fraude constatado presupone la intencionalidad normativa-
mente requerida por acción u omisión, pues el artículo 7.1.2 del RD. 1945/1983 pondera, para
la calificación de las infracciones, que éstas se produzcan de forma consciente y deliberada o
por falta de controles y precauciones exigibles en la actividad de que se trate, lo cual revela la
innecesariedad del ánimo o voluntariedad deliberada, esto es, el dolo directo en terminología
penal [...] y en el artículo 10.2 se gradúa la sanción ponderando el dolo o la culpa.
Para la citada Sentencia 149/1991 (como para tantas otras anteriores pudiendo
citarse sin ánimo de exhaustividad las 65/1986, 14/1988 y 76/1990) no ofrece ya la
menor duda esta cuestión, declarando que, «de manera que no seria constitucional-
CULPABILIDAD 385
mente legitimo un derecho penal «de autor» que determinara las penas en atención a
la personalidad del reo y no según la culpabilidad de éste en la comisión de los
hechos. (SSTC 65/1986,14/1988 y otras)». Ahora bien, la aceptación de principio no
significa claridad definitiva sobre su contenido, puesto que aún falta por determinar
en qué consiste, dada la variedad de posturas doctrinales que al efecto existen, ningu-
na de las cuales es vinculante: «La consagración constitucional de este principio no
implica en modo alguno que la Constitución haya convertido en norma un determi-
nado modo de entenderlo». Postura —extensible a todo hermenéutica y no sólo, claro
es, al principio debatido— a la que el Tribunal concede gran importancia y sobre la
que insiste con reiteración:
Aceptada la exigencia de la culpabilidad, ésta opera como última fase y cierre del
proceso lógico sancionador, según gusta recordar el Tribunal Supremo en una serie de
sentencias en las que actúa de ponente Sánchez-Andrade, como las de 17 de diciem-
bre de 1988 (Ar. 9407) y 26 de diciembre de 1983 (Ar. 6418):
en el enjuiciamiento de una resolución administrativa que ultime un expediente correctivo o
sancionador, se ha de partir del análisis del hecho o acto impugnado, de su naturaleza o alcan-
ce, para determinar y ver si el ilícito administrativo perseguido es, o no, subsumible en algu-
no de los supuestos tipos de infracción administrativa previstos en la norma que sirve de basa-
mento para la estimación de la transgresión que se persigue y en su caso sanciona; enjuicia-
miento que deberá hacerse con un criterio exclusivamente jurídico, pues la calificación y san-
ción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración, vinien-
do condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la falta y
la sanción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración,
viniendo condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la
falta y la sanción y por la prueba inequívoca y concluyeme de que el sancionado es el res-
ponsable de aquélla.
386 D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R
acaba de indicarse. Y tan cierto es esto que casi todos los autores, empezando por el
propio SUAY, reconocen que, con todas las excepciones que se quiera, la postura
actualmente dominante es la de la culpabilidad, como no podría ser de otra manera
teniendo en cuenta la integración del Derecho Administrativo Sancionador en el
Derecho Penal.
La cristalización, cada vez más nítida, de estas tendencias no evita, con todo, la
sensación de desconcierto cuando se comprueba que coexisten en sentencias crono-
lógicamente simultáneas: lo que explica los reproches que a tal propósito se hacen al
Tribuna] Supremo. Pero seria injusto, no obstante, desconocer el progreso que ya ha
propiciado así como la dificultad adicional que supone el que exista una legislación
contradictoria en este punto, que puede explicar la correlativa contradicción de las
resoluciones judiciales de aplicación.
A este propósito resulta imprescindible tener a la vista la inteligente interpreta-
ción que ha dado D E PALMA a este evolución jurisprudencial (op. cit. pp. 1 0 9 ss.).
Para la autora, el punto de partida es ciertamente el del reconocimiento de la res-
ponsabilidad objetiva, si bien con la importante acotación de que en el Tribunal
Supremo «aunque se proclamaba una cosa, se aplicaba otra». En una segunda fase se
dio entrada, al fin, a la exigencia de dolo o culpa pero de manera implícita y a tra-
vés del rodeo de la exigencia de la voluntariedad de la acción, que pronto terminó
desembocando en la de la intencionalidad. Técnicas eficaces para eliminar la res-
ponsabilidad objetiva pero notoriamente insatisfactorias dado que (p. 121) «al equi-
pararse el requisito de la voluntariedad con la intencionalidad, el dolo devenía un ele-
mento subjetivo del injusto administrativo. Por ello el tribunal concluía la inexisten-
cia de infracción cuando se había actuado de buena fe o por error... y se pasaba por
alto la comisión imprudente de infracciones». La última fase fue, de acuerdo con esta
periodización, el reconocimiento jurisprudencial expreso de la existencia de dolo o
culpa.
Aceptando este hilo evolutivo, debe advertirse que para explicarlo hay que tener
presente los contextos materiales en que se fue produciendo y que tanto condiciona-
ron los resultados. Porque si el Tribunal Supremo introdujo la voluntariedad y la
intencionalidad fue para aliviar las sanciones de orden público; de la misma manera
que en la última fase es la jurisprudencia tributaria la que dio el tono.
Esta evolución es muy loable, aunque añadiendo inmediatamente que no puede
detenerse aquí. Si el Derecho Administrativo Sancionador se limita a navegar en la
estela del Derecho Penal y a reproducir miméticamente lo que en él se está haciendo,
cometerá un error dogmático gravísimo y, lo que es peor, traicionará los intereses de
la Justicia y del Orden Social. Porque si es bueno que el Derecho Administrativo
Sancionador abandone definitivamente las actitudes autoritarias del pasado, tampoco
es deseable que pierda su identidad ahogándose en los moldes del Derecho Penal, que
no son los suyos. Con lo cual volvemos a lo de siempre: la culpabilidad es exigible
en las infracciones administrativas pero no en los mismos términos que en el Derecho
Penal y a los juristas corresponde determinar cuáles son sus peculiaridades. Así lo
advierte en palabras inequívocas la STS 5 de febrero de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 1824):
Hay que precisar —así lo hace la doctrina científica— que la culpabilidad exigible en las
infracciones administrativas lo es en distintos términos que en el Derecho Penal, porque frente
a lo limitado de los ilícitos penales, en el Derecho Administrativo Sancionador el repertorio de
ilícitos es inagotable y no puede sistematizarse la interpretación de dicho concepto ni exigirse
a la persona el conocimiento de todo lo ilícito. Si se hiciera así el Derecho Administrativo
Sancionador no existiría. Al movemos en el campo del Derecho Administrativo Sancionador,
debemos tener en cuenta que las normas —el Ordenamiento Jurídico— protegen los intereses
públicos.
388 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Aun sabiendo de sobra que hoy es esta la postura dominante, yo me permito dudar
de su corrección según he expuesto ya en las primeras páginas de este mismo capí-
tulo y creo que mis dudas son compartidas por más juristas de lo que parece. Nótese
que, después de la Constitución, ha seguido el Tribunal Supremo rechazando durante
muchos años la culpabilidad y, no menos importante, que los propios jueces del
Tribunal Constitucional han terminando flexibilizando su postura hasta hacerla irre-
conocible, según se desarrollará con detalle más adelante.
Mis dudas personales sobre la vigencia del principio de culpabilidad vienen ava-
ladas complementariamente por la postura del legislador: incierta desde luego hasta
tal punto que se tiene la sensación de que o no es consciente del problema o no se atreve
a plantearlo; pero, aun así, parece inclinado en favor de la tesis negativa ya que,
por un lado, se ha negado a admitir el principio en texto alguno —lo que ya es muy
significativo— y, además, varias leyes sectoriales pasan por alto la culpabilidad en
términos inequívocos (y sin olvidar, naturalmente, las infracciones de mera inobser-
vancia, de las que me ocuparé luego por extenso).
Empecemos con la Ley de Puertos del Estado y Marina Mercante de 24 de noviem-
bre de 1992, que es la más ilustrativa. Su artículo 113.1 define las infracciones como
las «acciones y omisiones tipificadas y sancionadas en esta ley», distanciándose así
deliberadamente de lo dispuesto en el artículo 1 del Código penal a la sazón vigente,
a cuyo tenor «son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o culposas pena-
das por la ley». El dolo y la culpa aparecen luego a lo largo del articulado, pero para
infracciones aisladas: en el artículo 114.l.A) la infracción de daños en obras portua-
rias ha de hacerse «por negligencia o dolo»; y en el artículo 116.4.a), b) y d) se exige
para que haya infracción que la acción típica sea «deliberada». La conclusión de este
sistema resulta clara: la culpabilidad únicamente se exige para determinadas infrac-
ciones; fuera de ellas la regla es la de su no exigencia.
CULPABILIDAD 389
Esta es, por lo demás, la fórmula más generalizada. La Ley 19 de julio de 1984
para la defensa de los consumidores y usuarios exige, pero sólo para una infracción,
la tipificada en el artículo 34.2, que se ha cometido «ya sea de forma consciente o
deliberada, ya por abandono de la diligencia y precauciones exigibles»; mientras que
en la Ley General de Sanidad, de 25 de abril de 1986, se exige en un caso (art. 35.A.2)
la «simple negligencia», en otro (art. 35.B.2) «la falta de precauciones exigibles» y en
otro (art. 35.C.2) la realización «de forma consciente y deliberada». La Ley 1 de julio
de 2002, de prevención y control integrados de contaminación, habla en un solo caso
(art. 31.3.c) de acción «maliciosa»).
Por otro lado, a la misma conclusión se llega cuando la ley considera a la culpabi-
lidad como un «criterio de graduación de la sanción», lo que excluye que sea un ele-
mento esencial del tipo. Así se declara en la citada Ley de 1 de julio de 2000: «exis-
tencia de intencionalidad» (art. 33.a) y en la de 3 de noviembre de 2003, de patrimo-
nio de las Administraciones Públicas (art. 193.2). Y, por último, la Ley de 12 de
noviembre de 2003, del ruido, valora en esta calidad de graduación de la multa a «la
intencionalidad o negligencia».
Con estos condicionamientos legales es explicable que el Tribunal Supremo no se
encuentre muy seguro a la hora de exigir en todas las infracciones la existencia de
culpabilidad.
Ahora bien, el principio de culpabilidad no se agota con la mera exigencia de dolo
o culpa sino que, entendido en un sentido más amplio, engloba el principio comple-
mentario de personalidad de las sanciones o, si se quiere, el de la responsbilidad per-
sonal por hechos propios que excluye el traslado de la responsabilidad punitiva a per-
sona ajena al hecho infractor.
IV FORMAS DE CULPABILIDAD
1. DOLO
En el Derecho Penal existe una doctrina muy elaborada del dolo que allí tiene gran
importancia práctica, pero de la que en ese lugar puede prescindirse habida cuenta de
que la legislación y la jurisprudencia administrativa no hilan tan fino y prescinden de
mayores sutilezas, que tampoco han aflorado en la doctrina. Es muy posible que aquí
se haya formado un círculo vicioso: como en los textos legales y judiciales no se
manejan subconceptos o subvariantes, la doctrina no se ha molestado en elaborarlos;
y como no se han realizado precisiones teóricas, la jurisprudencia no las maneja. En
390 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
cualquier caso en esta materia, más que en ninguna otra, los operadores jurídicos se
remiten en bloque indefectiblemente a las técnicas penales.
A nuestros efectos basta recordar, de inicio, que en el dolo se integran dos ele-
mentos: uno intelectual y otro volitivo. El primero implica que el autor tiene conoci-
miento de los hechos constitutivos del tipo de infracción así como de su significación
antijurídica. Huelga decir que en la práctica la identificación de este elemento no
puede ser nunca exacta ya que es imposible penetrar en la mente del autor para saber
sin duda lo que conocía. En consecuencia hay que valorar a través de referencias indi-
ciarías que, además, hay que adaptar a la cultura y a la personalidad del autor, dado
que, como acertadamente se ha dicho (COBO y VIVES, 1 9 9 9 , p. 6 2 4 ) , «el conocimiento
de la significación antijurídica de la conducta, no debe entenderse en el sentido de
un conocimiento de la subsunción jurídica pues de lo contrarío, sólo los juristas ( y
no todos) podrán cometer delito, ni abarca el conocimiento de la punibilidad sino que
requiere lo que se ha dado en llamar una valoración del autor en la esfera del profano
paralela a la valoración legal».
La valoración del elemento de conocimiento propio del dolo es una operación
muy compleja y escasamente fiable tanto por la dificultad (que acaba de señalarse) de
penetrar en el cerebro del autor como por la variedad de componentes que contribu-
yen a ese conocimiento. Por lo que se refiere a lo primero —y aparte de las eventua-
les declaraciones realizadas por el infractor antes o después de su acción— suele
aceptarse la presencia de unos criterios mínimos —los propios del conocimiento de
una personal normal— graduables a la baja (en razón de su cultura) o a la alta (en
razón de su capacitación técnica).
Pero también pueden concurrir unos datos objetivos fiables. Piénsese en los
supuestos de recepción previa de conocimiento facilitado en un informe pericial rea-
lizado, a encargo, por un profesional o, con carácter más general, en la figura de dele-
gación de conocimiento (el empresario que tiene un empleado cuya función consiste
cabalmente en el estudio de las consecuencias de la actividad).
En cuanto al segundo elemento —el volitivo, o sea, el querer el hecho ilícito— es
importante distinguir sus distintos grados; y así se habla de un dolo directo en el que
se persigue inmediatamente el ilícito (dolo directo de primer grado) o, al menos, se
aceptan las consecuencia inevitables que va a producir (dolo directo de segundo
grado) y de un dolo eventual, en el que se asumen las consecuencias probables de su
actuación. El que vierte sustancias contaminantes en un caudal público obra con dolo
directo de primer grado en lo que se refiere a la contaminación puesto que sabe que
va a contaminar y quiere hacerlo; y obrará con dolo directo de segundo grado en lo
que se refiere a la muerte de la pesca si es que sabe que ésta no podrá sobrevivir, aun-
que ciertamente no lo desee. En cambio, si no está seguro de que la contaminación va
a ser tan alta como para asfixiar a los peces, pero admite que así puede suceder, obrará
con dolo eventual.
La figura del dolo eventual es fuente constante de dudas al estar a caballo entre el
dolo propiamente dicho y la imprudencia. El autor del ejemplo anterior, si no estaba
seguro de que iba a provocar la muerte de la pesca y desde luego no quería provocarla
aunque hubiese aceptado este «eventual» resultado ¿obró con dolo eventual o con
imprudencia? La pregunta tiene una enorme trascendencia práctica en las infraccio-
nes dolosas (es decir, en aquellas que según la ley únicamente pueden cometerse
mediando dolo) porque, si se considera que obra con simple imprudencia, no hay
infracción.
En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, la STS de 3 de marzo de
2003 (3.a, 3.a, Ar. 2621) aborda directamente esta cuestión. El sancionado había argu-
mentado que la infracción imputada únicamente podía cometerse con dolo, puesto
CULPABILIDAD 391
que se exigía conocer y querer el resultado antijurídico, y él, en verdad, no había que-
rido el resultado antijurídico lesivo. El Tribunal rechaza, no obstante, la alegación
razonando que el tenor literal de la ley
no impide, desde luego, apreciar la infracción en presencia de cualesquiera clases de dolo
conocido en la dogmática penal ni por tanto, en presencia de un dolo eventual, en el que, siendo
otra la finalidad última perseguida, el autor se representa como cierta la producción del resul-
tado prohibido en las normas y lo acepta.
En el Código Penal la regla es la exigencia de dolo de tal manera que sólo en supues-
tos excepcionales y además tasados, pueden cometerse delitos por mera imprudencia
(art. 12). En el Derecho Administrativo Sancionador la situación es completamente dis-
tinta puesto que por regla basta la imprudencia para que se entienda cometida la infrac-
ción y, salvo advertencia legal expresa en contrario, no es exigible el dolo que de otra
suerte, caso de haberse dado, únicamente opera como elemento de graduación (agra-
vante) de la sanción. Así se establece con carácter general en el artículo 131.3.a) LPAC
—con el rótulo de intencionalidad— sin peijuicio de que en muchas leyes sectoriales
se haga esta prevención con mayor o menor precisión. D E PALMA (1998, p. 131) ha espi-
gado algunos de estos supuestos en los que la ley recoge el dolo como un elemento sub-
jetivo del tipo, excluyendo así la posibilidad de comisión de infracción por mera impru-
dencia: en las Leyes de Ordenación de las Telecomunicaciones 31/1987, de Televisión
Privada 10/1988 y de Puertos del Estado se exige concretamente, por ejemplo, que el
ilícito se lleve a cabo de forma deliberada.
La «intención» en el Derecho Administrativo Sancionador equivale, pues, al dolo
penal puesto que presupone el conocimiento de la antijuridicidad de la acción y, ade-
más, la voluntad de realizarla. En cambio esta voluntad integrante del dolo (intención)
no debe confundirse con la voluntariedad que durante un tiempo exigía el Tribunal
Supremo para la comisión de infracciones administrativas y que era un concepto más
lato: simplemente voluntad de producir el hecho independientemente del conoci-
miento de su antijuridicidad.
Dejando a un lado la cuestión de la «voluntariedad» (que durante un tiempo impuso
su impronta al Derecho Administrativo Sancionador como una nota peculiar de éste,
que le separaba inequívocamente del concepto penal de dolo), desde el punto de vista
dogmático lo que hoy trae más quebraderos de cabeza a los penalistas es la distinción
entre dolo eventual e imprudencia (o culpa): un punto capital teniendo en cuenta la
regla de la exigencia de dolo, de tal manera que la existencia de esa franja confusa
entre dolo e imprudencia dificulta en muchos casos la calificación de una conducta
como delito. Una dificultad que —insistimos— tiene escasa trascendencia en el
Derecho Administrativo Sancionador habida cuenta de que en este campo no es pre-
ciso aquilatar entre dolo e imprudencia, ya que basta con esta última para que apa-
rezca la infracción.
2. CULPA O IMPRUDENCIA
de esa pretendida falta de intencionalidad o malicia por parte del infractor [...] por cuanto es
dogma aceptado desde siempre (sic) la diferente valoración legal que ello merece en la esfera
administrativa de la que puede merecer en lo penal, ya que distinta y divergente es la natura-
leza jurídica en uno y otro de tales Ordenamientos esa responsabilidad, hasta el punto de que
cambia en lo esencial la nota característica de la citada manifestación intencionada o malicio-
sa como elemento básico de la misma.
En términos generales puede decirse que actúa con culpa o imprudencia (o negli-
gencia) el que realiza un hecho típicamente antijurídico, no intencionadamente sino
por haber infringido un deber de cuidado que personalmente le era exigible y cuyo
resultado debía haber previsto. Como han resumido lapidan ámente C O B O y VIVES
(1999, p. 639), «la culpa consiste, en definitiva, en no haber previsto lo que debía pre-
verse y en no haber evitado lo que debía evitarse». No puede prescindirse nunca del
requisito de la posibilidad de evitar el resultado por la sencilla razón de que el
Derecho no exige nunca cosas imposibles.
El análisis del deber de cuidado es, por su parte, singularmente complicado ya que
en algunos casos está establecido en una norma y en todos corresponde su valoración
al arbitrio del juez atendiendo a las circunstancias particulares del hecho y del autor.
En opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , p. 1 4 2 ) «el grado de diligencia que se impone desde
el Derecho Administrativo Sancionador estará en función de diversas circunstancias:
a) el tipo de actividad, pues ha de ser superior la diligencia exigible a quien desarro-
lla actividades peligrosas; ti) actividades que deben ser desarrolladas por profesiona-
les en la materia; c) actividades que requieren previa autorización administrativa».
Lo importante, en todo caso, de este cambio de perspectiva es que aquí el opera-
dor jurídico se ve liberado de indagar la psicología del autor para determinar si «cono-
cía la trascendencia jurídica de lo que estaba haciendo y se quería hacerlo»: una tarea
imposible de hecho, que forzaba al juez a buscar otros criterios. Como acertadamente
dijo la STS de 14 de junio de 1989 (2.a, Ar. 6242, García Miguel), «el desiderátum del
principio de culpabilidad básico en materia de Derecho Penal sería el poder deter-
minar el individual estado de consciencia o intencionalidad de la persona a quien se
impute un delito»; pero forzoso es reconocer que «ello es imposible en el actual
momento histórico y grado de desarrollo de las ciencias del conocimiento». En trance
de renunciar al psicologismo el juez se ve obligado a «atender a los datos objeti-
vos sensorialmente perceptibles» acudiendo «a consagradas fórmulas generales de
mensuración como son las acuñadas en los conceptos más o menos tópicos como son
la diligencia de un buen padre de familia, la conducta que seguiría un hombre medio,
etc.»: en definitiva —y con ello volvemos a a uno de los puntos centrales del Derecho
Administrativo Sancionador— al deber de cuidado.
Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las per-
sonas físicas y jurídicas que resulten responsables de la los mismos aun a titulo de simple inob-
servancia.
Asi es como se ha llegado a una situación singular puesto que en el mar sin
orillas del Derecho Administrativo Sancionador predominan las llamadas infracciones
formales, constituidas por una simple omisión o comisión antijurídica que no precisan
ir precedidas de dolo o culpa ni seguidas de un resultado lesivo. El incumplimiento de
un mandato o prohibición ya es, por sí mismo, una infracción administrativa. Si a este
incumplimiento sigue luego una lesión, la consecuencia será una responsabilidad adi-
cional, un deber resarcitorio que nada añade a la naturaleza de la infracción: como
dice el artículo 22.1 del REPEPOS, «si las conductas sancionadas hubieran causado
daños o perjuicios a la Administración Pública, la resolución del procedimiento podrá
declarar: a) la exigencia al infractor de la reposición a su estado originario de la
situación alterada por la infracción; ti) la indemnización por los daños y perjuicios
causados [...]».
En líneas generales, el delito penal está ordinariamente conectado con la lesión
de un bien jurídico (o la producción de un riesgo): el resultado es aquí una lesión,
mientras que la infracción administrativa está conectada con un mero incumplimien-
to, con independencia de la lesión que con él pueda eventualmente producirse y basta
por lo común con la producción de un peligro abstracto. Y tanto es así que semánti-
camente es ese dato del incumplimiento —literalmente: infracción— el que da el
nombre a la figura, con la que se identifica. Lo que no sucede obviamente con el deli-
to. El Derecho Penal, por asi decirlo, es un Derecho represivo. El Derecho Admi-
nistrativo Sancionador, en cambio, es más ambicioso y toma en cuenta todas las
infracciones que se cometan, aun a conciencia de que en la realidad no podrá sancio-
narlas todas dada su inumerabilidad. El incumplimiento y no el resultado es lo que
interesa. Porque el Derecho Administrativo Sancionadores un Derecho preventivo en
cuanto que las infracciones, es de donde se deducen (o pueden deducirse) ordinaria-
mente los resultados lesivos.
Vistas así las cosas puede comprenderse mejor el peculiar alcance que ha de tener
la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Por decirlo con las lapida-
rias palabras de la STS de 4 de junio de 1993 (Ar. 4335; Reyes),
a la antijuricidad no obsta [...] el que faltare la intención de infringir las normas aplicadas por
parte del sancionado y la ausencia de un resultado lesivo para la salud pública [...] porque tra-
tándose de infracciones formales, penalmente consideradas como delitos o faltas de comision
por omisión, corresponderá a una conducta culposa o negligente, independientemente de que
de la misma no se haya producido un resultado lesivo concreto.
La STS de 11 de marzo de 1998 (3.a, Cid Fontán, Ar. 2301) llega a la misma con-
clusión aunque partiendo de una legislación sectorial específica:
La actividad de las entidades de crédito y las conductas de sus administradores y directo-
res deben, en todo caso, ser reflejo fiel del exquisito cumplimiento de las normas. El incum-
394 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
plimiento de aquellas normas constituye ilícitos específicos. Los ilícitos en esta materia los
describe la ley términos precisos [...] Los criterios que la Administración aplica son los que
especifica la ley, como sucede cuando la ley define las infracciones distinguiendo las muy gra-
ves y señalando como leves las demás conductas infractoras.
Por supuesto que —matizando ahora lo que hace un momento se ha dicho en tér-
minos categóricos— también conoce el Derecho Penal delitos de peligro; pero es muy
significativo que sus tipos sean más bien escasos y, sobre todo, que los llamados de
peligro abstracto sean criticados sin excepciones por la doctrina y aplicados muy res-
trictivamente por los Tribunales. Se entiende que existe peligro abstracto cuando así
lo califica, sin más, una norma, es decir, con independencia de que efectivamente la
conducta así calificada haya creado realmente un peligro. Es más, la constitucional i-
dad de esta figura se ha puesto en duda y, en todo caso, no tiene cabida en el Derecho
Penal que conocemos (como ha resumido CRISTINA M É N D E Z en Los delitos de peligro
y sus técnicas de tipificación, 1993, 129 ss.). En otros términos: si se generalizasen
los delitos de peligro abstracto, habría que elaborar desde el principio un Derecho
Penal nuevo que fuera capaz de darles acogida y este Derecho Penal se aproximaría
sorprendentemente al Derecho Administrativo Sancionador.
Ni que decir tiene que al dificultar la entrada en el Derecho Penal de los ilícitos de
peligro abstracto se está sugiriendo inevitablemente el traslado de tan molesto huésped
al ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. El artículo 912.f) de la Ley de Costas
de 28 de julio de 1988 nos proporciona un buen ejemplo cuando tipifica como infracción
grave «las acciones u omisiones que impliquen un riesgo para la salud o seguridad huma-
nas [...] y, en todo caso, el vertido no autorizado de aguas residuales». Este precepto, en
efecto, puede entenderse así: aquí hay dos tipos; en el primero de ellos la ley no se pro-
nuncia en abstracto sobre la peligrosidad de la conducta, puesto que es el operador jurí-
dico quien ha de determinar en cada caso concreto si la acción u omisión inculpada ha
producido riesgo; en cambio, en el segundo tipo es el propio Legislador quien ya decla-
ra de antemano que se produce el riesgo por el simple vertido, sea cual sea la composi-
ción de lo vertido, y el juez no tiene que entrar a verificar si ello ha sido realmente así.
La mera constatación del vertido no autorizado completa el tipo.
Esta interpretación es, desde luego, plausible, pero conviene profundizar más en
ella. Aunque la redacción literal conecte el vertido con las otras infracciones de peligro
que se describen en la misma letra, su calificación de infracción no es una consecuen-
cia del riesgo, sino de la desobediencia. La Ley ha establecido antes, en su artículo 57,
que los vertidos necesitan autorización, y lo que ahora se castiga es no haber cumplido
tal precepto independientemente de que haya riesgo o no. Y es que, como ya nos había
enseñado BINDING, hay ilícitos de lesión, ilícitos de peligro (aunque no causen lesión) e
ilícitos de desobediencia (aunque no causen lesión ni tampoco peligro). Lo cual no quie-
re decir que el riesgo sea indiferente al tipo, antes al contrario.
Porque hay que preguntarse por el sentido de un mandato o de una prohibición que
no pretendan evitar una lesión o un riesgo, ya que, si esto fuera así, nos encontraría-
mos con un Legislador arbitrario que ordena por capricho, como el gobernador de
Guillermo Tell, que imponía a los vecinos la obligación de saludar a un sombrero col-
gado de un poste. Se supone, por tanto, que cuando la ley exige la autorización de ver-
tidos es para asegurarse de que éstos ni van a lesionar el medio ambiente o la salud ni
van a ponerlos en peligro.
Comparemos ahora el citado artículo de la Ley de Costas con el artículo 325 del
Código penal en el que se sanciona al que «contraviniendo las leyes u otras disposi-
ciones de carácter general [...] provoque o realice directamente vertidos [...] que pue-
dan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales [...] o la salud de las
CULPABILIDAD 395
Remachando luego en un Fundamento Jurídico posterior (el artículo 8.°) que «el
artículo 4.2 de la Constitución rechaza» la responsabilidad objetiva y presunta.
Todo esto está muy bien; pero no podemos olvidar que se está refiriendo a la
«simple negligencia» establecida en una ley sectorial, cuyo alcance (después de la
sentencia citada) ciertamente ya no ofrece dudas; mientras que ahora se trata de inter-
pretar «la simple inobservancia» establecida en una ley general, que se apartó delibe-
radamente del texto y precepto anterior con una intención que importa indagar.
D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 3 7 - 1 3 8 ) da una respuesta contundente: «Parece evidente
que la utilización por el legislador del término inobservancia no es debida a una simple
cuestión de estilo y son diversas las explicaciones que pueden darse a la elección de
esta expresión». Para ella si «la simple negligencia supone culpa leve, la simple inob-
servancia equivale a la culpa levísima, sin peijuicio de que ese listón general pueda
ser luego elevado en las leyes especiales hasta colocarlo en la culpa leve (como hace
la Tributaria) e incluso en el dolo (como ya se ha visto antes en algunos ejemplos)».
Yo me permito, no obstante, disentir en este punto de la opinión de tan brillante
estudiosa de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, que no fun-
CULPABILIDAD 397
4. E L GIRO A D M I N I S T R A T I V O D E L A C U L P A B I L I D A D
5. CONSIDERACIONES COMPLEMENTARIAS
Y EN ESPECIAL, EL ERROR
1. ADMISIBILIDAD Y RELEVANCIA
Las cosas no son, sin embargo, tan sencillas porque el error resulta relevante
en dos situaciones que la práctica conoce bien: cuando el juez no da valor algu-
no al error está admitiendo implícita pero inequívocamente que se trata de una
responsabilidad objetiva; y cuando admite expresamente la responsabilidad obje-
tiva, tiene que rechazar los efectos exculpatorios del error en los casos corres-
pondientes.
Cuando no se admite en absoluto el error se llega a situaciones equiparables a la
responsabilidad objetiva en cuanto que prácticamente desaparece el elemento subjetivo
de la culpabilidad. Éste es el caso, por ejemplo, de la STS de 5 de junio de 1998
(3.a, 7.a, Ar. 5522) en la que se declara que «los recurrentes, al ser administradores de
una entidad bancaria, deben conocer especialmente las normas aplicables al funcio-
namiento de los bancos para garantizar la seguridad de sus actuaciones, así como las
referidas a la responsabilidad de los administradores»; en conclusión «no han obser-
vado en su actuar, positivo o por omisión, toda la diligencia que a su cargo es exigi-
ble a las personas capaces y preparadas técnicamente. Existe, pues, una clara acusa-
ción de responsabilidad por negligencia».
El segundo tipo de situaciones aparece en la Sentencia de 2 de junio de 1982 (Ar.
4183; Botella) en la que se declara rotundamente que «la infracción administrativa es
un ente jurídico fundamentalmente objetivo, aunque con el obvio componente subje-
tivo de la voluntad de la acción» y, en consecuencia, «la referida objetividad funda-
mentada en el carácter objetivo, [es] incompatible con excusas hermenéuticas y excul-
paciones por «error iuris» de los mandatos de la Administración».
Ahora bien, aun cuando el error no produzca la exculpación, ello no quiere decir
que sea absolutamente irrelevante, dado que su presencia incide, ya que no sobre la
antijuricidad, sobre la graduación de la sanción, que ha de ser minorada. Así lo esta-
blece la STS de 15 de julio de 1985 (Ar. 4220; Sánchez-Andrade) reproduciendo la
doctrina sentada en otras anteriores: «sin que quepa exonerar la responsabilidad del
interesado en base a su creencia de la legalidad de la venta de boletos por él efectua-
da, recordando al efecto las sentencias de esta Sala de 15 de junio de 1982 y 4 de
mayo de 1983, conforme a los cuales la voluntariedad del resultado de la acción no es
el elemento constitutivo esencial de la infracción administrativa, sino elemento modal
o de graduación de la sanción administrativa».
dades de ésta, ya que la relevancia del error es muy diferente según que se trate de
casos dolosos o culposos.
Sostiene R E B O L L O (1989, 653-654) que el error, en todas sus variedades, excluye
el dolo y que, por ende, en las infracciones administrativas que precisan de dolo
—harto escasas, por cierto— la presencia de error exonera de culpabilidad. Esta posi-
ción debe suscribirse, como proviniente del autor que de forma más original y por-
menorizada (al menos antes de la monografía de Ángeles D E PALMA) ha estudiado el
error en el Derecho Administrativo Sancionador.
Con lo cual el problema queda centrado en los supuestos culposos, que a conti-
nuación van a examinarse con mayor detenimiento.
Ni que decir tiene que las dificultades que ofrece este caso se mitigarían sensi-
blemente si en España se utilizase la fórmula de la «remisión inversa» (que ya cono-
cemos) propia del Derecho alemán. Según esto, las normas complementarias de una
Ley tipificadora deben ir provistas de una cláusula de retorsión que recuerde de forma
expresa el papel que están desempeñando en la regulación de las infracciones.
5. LA DILIGENCIA DEBIDA
la culpa profesional no se puede limitar ni a las profesiones tituladas ni a la impericia, toda vez
que el reproche más elevado es precisamente una mayor protección de los bienes jurídicos
afectados por actividades que requieren un especial cuidado en su ejercicio, en tal sentido no
cabe duda que quien asume de forma habitual de sus ocupaciones el comercio, ejerce una acti-
vidad que no sólo requiere una pericia sino una prudencia especial.
tos del Derecho europeo y sólo a ellos. En efecto, sabido es que pueden ser desobe-
decidas normas punitivas de Derecho interno a la hora de desarrollar conductas expre-
samente permitidas por el Derecho europeo. M A R T O S N Ú Ñ E Z (Derecho Penal econó-
mico, 1987, 224) entiende que los tribunales penales internos han de absolver por
error de prohibición cuando el inculpado cree que está obrando lícitamente al amparo
del Derecho comunitario. Ni que decir tiene que tal doctrina es también aplicable, y
por las mismas razones, al Derecho Administrativo Sancionador.
Cuestión completamente distinta de la anterior es la referente al tratamiento del
error de prohibición en el Derecho comunitario, sobre la que importa detenerse ya que
en ella luce una comprensión y una generosidad para el infractor que contrasta con la
cicatería tan generalizada en el Derecho español.
Cierto es, desde luego, que en algunas ocasiones se ha negado el Tribunal de
Justicia a reconocer relevancia jurídica al error. Pero la jurisprudencia dominante es
inequívocamente de signo contrario, como demuestra cumplidamente G R A S S O ( 1 9 9 3 ,
44 ss.), del que se toman buena parte de las referencias que a continuación aparecen:
En el asunto Suiker Unie c. Comisión (STJ de 16 de diciembre de 1975; en
Recurso 1975, p. 2012) el tribunal anula la sanción por la posibilidad de que la empre-
sa hubiera sido inducida a error por una notificación de la Comisión de la que podía
deducirse que la actuación posterior de la misma era conforme con el Tratado.
En definitiva, el principio de la confianza legítima ha de ser aplicado «cuando se
basa en signos externos producidos por la Administración lo suficientemente conclu-
yeles para que induzcan razonablemente a confiar en la legalidad». (STS de 2 de
noviembre de 2002 (3.a, 2.a, Ar. 1025 de 2003): «La existencia de autorización admi-
nistrativa para utilizar en el mercado los contratos de autos disipa cualquier duda
sobre la ausencia de culpa».
Trascendental es, a mi juicio, la STJCE de 12 de noviembre de 1991 (causa
344/85; Ferriere S. Cario c. Comisión) por la que se anula una sanción impuesta por
la Comisión basándose en la circunstancia de que la conducta sancionada había sido
«tolerada» con anterioridad por la propia Comisión y que, por tanto, la recurrente
podía confiar justificadamente en la continuidad de dicha práctica tolerante. Y me
atrevo a llamarla trascendental porque en ella se resuelve una cuestión absolutamen-
te cotidiana en la práctica forense española, donde se resuelve de manera contraria,
tal como he denunciado varias veces incluso en este libro. Para los Tribunales espa-
ñoles, incluido el Constitucional, la tolerancia carece —tanto para los actos propios
como para otros similares de sujetos distintos— de valor jurídico: el precedente ile-
gal no puede invocarse, aunque con ello se consagre la arbitrariedad y se quebrante la
igualdad. Pues bien, he aquí que el Tribunal europeo ha encontrado una salida airosa
para remediar tal injusticia material.
En fin, para el Abogado General R E I S C H L , (en sus conclusiones al caso Hoffmann
La Roche (Recurso 1979, 595 ss.), la construcción del error constituye «una teoría
sumamente extendida y merecedora de tener acogida en el ámbito comunitario [...]
como factor de progreso jurídico».
ma que «en ningún caso puede ponerse en tela de juicio la conducta irreprochable en
este punto del señor M. en un momento legislativo [...] en el que podían caber dudas
fundadas sobre la cuestión. Y, como resulta inevitable, de ello ha de entenderse no
cometida la infracción».
La Jurisprudencia nos ofrece abundantes testimonios suficientes de exoneración
de culpabilidad por causa de error de prohibición, que opera no sólo en supuestos de
ignorancia absoluta (desconocimiento de norma) sino también en el grado más ate-
nuado de error excusable de interpretación.
La Sentencia preconstitucional de 23 de abril de 1976 (Ar. 2386; Suárez Man-
teóla) revocó una sanción teniendo en cuenta que los autores habían obrado «consi-
derando tener perfecto derecho para ello», de donde se deduce que «es notorio que lo
realizado no fue con ánimo de menoscabar el orden público sino simplemente de
defender lo que creían suyo y en estas condiciones no puede apreciarse sea constitu-
tivo de falta alguna». Las sentencias pre y posconstitucionales son numerosísimas,
pero salvo excepciones referidas a leyes fiscales, cuya complicación es proverbial.
Así aparece ya en la temprana Sentencia de 2 de julio de 1970 (Ar. 3306; Alonso
Pérez) en la que «se tiene al contribuyente por incidiendo —intelectualmente— en
error y no incurso —naturalmente— en falta sancionable», habida cuenta de que «en
este terreno, la Sala ha venido sentando el criterio, calificable de comprensivo y
humano, racional siempre, de que [...] para la estimación de defraudación u oculta-
ción, es menester la corroboración o la intuición al menos de la existencia de una
voluntad defraudadora o sustractiva». En las palabras, más modernas, de la Sentencia
de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal),
La STS de 24 de octubre de 1974 (3.a, Gómez de Enterría, Ar. 4034) advierte que
la declaración «fue consecuencia de una errónea interpretación de la normativa vigente
basada en la falta de claridad de los textos aplicables... y en ausencia de jurispru-
dencia interpretativa en esta materia (lo) que tiene virtualidad suficiente para aceptar
la falte de intencionalidad defraudatoria y, consecuentemente, para dejar sin efecto la
sanción impuesta siguiendo la doctrina del Tribunal Supremo manifestada en las
Sentencias de 31 de marzo y 7 de abril de 1971».
Los argumentos de la STS de 9 de diciembre de 1987 (3.a, 2.a, Ar. 485 de 1998),
referida al error en una liquidación tributaria son ingeniosos al explicar que «sería
contrario a toda lógica que la ley atribuyera al sujeto pasivo la facultad de interpretar
el ordenamiento tributario y, tras una interpretación razonada y razonable por su parte,
pudiera interponérsele una sanción».
Si el error de interpretación es producido por la desidia del legislador o de la
Administración al no haberse preocupado de redactar claramente sus disposiciones,
es lógico relacionarle con la figura del error producido directamente por una conducta
de la Administración. Como dijo la STS de 22 de abril de 1985 (Ar. 1820; Espín), «las
cuestiones de difícil interpretación no pueden fundar una sanción por la
Administración, como viene establecido por reiteradísima doctrina de esta Sala, y
menos aún cuando es la propia Administración la que da lugar a una interpretación
contraria a norma de rango superior».
CULPABILIDAD 411
7. ERROR VENCIBLE E I N V E N C I B L E
8. LA IGNORANCIA DE LA LEY
alega el reclínente que desconocía en absoluto la Circular que había fijado márgenes comer-
ciales para la venta de aceite de oliva envasado, y este motivo de impugnación ha de ser pronta
y con brevedad rechazado, por cuanto la Circular aparece publicada en el BOE, produciendo
los consiguientes efectos de obligatoriedad, conforme al principio general de que las disposi-
ciones generales adquieren eficacia a partir de su publicación.
Con mucha mayor prudencia la STS 2 de noviembre de 1987 (3.a, Mendizábal, Ar.
7764) advierte que «el principio en virtud del cual la ignorancia de las leyes no excusa
de su cumplimiento (art. 6.1 del Código Civil) ha de ser matizado, en el ámbito de la
potestad sancionadora, mediante las circunstancias subjetivas y objetivas concu-
rrentes... al ciudadano común, que no tiene el deber de conocer los complejos entre-
sijos del Ordenamiento Jurídico, cada día más frondoso, no cabe exigirle el conoci-
miento... Ello elimina la malicia, o dolo».
Forzoso es reconocer entonces que éste es un problema sin solución teórica, o sea,
una de las muchas aporías que aparecen en la vía del Derecho. Porque si se admite la
ignorancia de la ley como causa de exoneración, sobra buena parte del Derecho
Administrativo Sancionador; y si se niega por completo, se incurre en injusticias
materiales manifiestas. Así las cosas, hay que recordar que la verdadera solución no
se encuentra en la teoría general sino en la prudencia práctica del juez que es a quien
corresponde decir a la vista de las circunstancias del caso concreto y sólo para el caso
concreto, salvo la fuerza exonerante de la ignorancia de la ley.
Todo esto es indiscutible; pero, por otro lado, tampoco es admisible limitar la exi-
gencia de cumplimiento de las leyes únicamente a aquéllas que son conocidas —o, al
menos, que pueden serlo— por sus destinatarios, porque eso supondría la impotencia de
la Administración. El intervencionismo administrativo, potenciado por el desarrollo tec-
nológico, ha desembocado en una situación en la que ya apenas si pueden consignarse
en papel los mandatos y prohibiciones de la Comunidad Europea, Administración del
Estado, Comunidad Autónoma, Municipios y Administraciones no territoriales como
tampoco hay espacio en las estanterías para colocar las correspondientes publicaciones.
En la actualidad —y más todavía en el futuro— resulta inevitable acudir a las bandas
magnéticas para almacenar estos datos; pero una cosa es poder almacenar estos datos y
otra conocer realmente el contenido de lo almacenado.
Ésta es una de las manifestaciones más alarmantes de la tiranía del Estado moder-
no: impone a los ciudadanos obligaciones que éste ni conoce ni puede conocer y le
sanciona por su incumplimiento. Quienes se escandalizan por la existencia de leyes
secretas del viejo Estado absoluto, no se percatan de que actualmente la situación es
en este punto incomparablemente peor. Y quienes demuestran la arbitrariedad punitiva
de aquel Estado no quieren reconocer que hoy, por lo dicho, todo ciudadano está en
manos de la Administración, de cuya arbitrariedad —hoy tolerante, mañana severa—
depende la imposición de sanciones. Pero de todo esto ya se ha hablado suficiente-
mente en el capítulo introductorio de este libro.
El análisis que acaba de realizarse de los elementos, fases y variedades del error
quedaría en el aire si no fuera complementado por una precisión de la carga de su
prueba, que es la que nos va a dar la medida exacta de su operatividad como causa de
exoneración. A cuyo efecto, me atrevo a asentar las siguientes proposiciones:
1. C O N T E N I D O Y ALCANCE
El autor de este voto particular confiesa su extrañeza por la opinión de la mayoría de los
miembros de la Comisión al decir en su Informe que el artículo 6 establece garantías procesa-
les como si no se tratara de «derechos» en el estricto sentido de la palabra de los que fuera titu-
lar el individuo, sino de una mera obligación impuesta al Estado para cumplir normas de pro-
cedimiento de limitado alcance.
Esta apreciación se opone directamente al artículo 1 ° del Convenio, a cuyo tenor «las
Altas Parles contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos
y libertades definidos en el Título 1 de este Convenio». Siendo asi, ¿quién nos permite susti-
tuir la palabra «derechos» claramente utilizada en el artículo 6 por el concepto «garantía pro-
cesal»? Si se reduce el sentido del artículo 6 hablando de una mera garantía procesal impuesta
al Estado, se va en contra de la reciente jurisprudencia del tribunal (Sentencia de 2 de marzo
de 1987; Sentencia Mathieu-Mohen y Clerfayt contra Bélgica).
416 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Conste, por lo demás, que este tipo de formulaciones vienen ya de antiguo: así en
el ATC de 22 de julio de 1981 y, en la formulación de la STC 333/1986, de 24 de sep-
tiembre, el derecho a la presunción de inocencia implica que: á) toda condena debe ir
siempre precedida de una actividad probatoria, impidiendo la condena sin pruebas; b)
las pruebas tenidas en cuenta para fundar la decisión de condena han de merecer tal
concepto jurídico y ser constitucionalmente legítimas; y c) la carga de la actividad pro-
batoria pesa sobre los acusadores, no existiendo nunca carga de acusado sobre la prueba
de su inocencia o no participación en los hechos. Veinte años después el mismo tri-
bunal en su Sentencia 131/2003, de 30 de junio, se expresa en los siguientes términos
que no coinciden literalmente con los de 1981 y 1983: La presunción de inocencia
comporta: 1." Que la sanción esté basada en actos o medios probatorios de cargo o
incriminadores de la conducta reprochada. 2.° Que la carga de la prueba corresponde
a quien acusa, sin que nadie esté obligado a probar su propia inocencia. 3.° Que cual-
quier insuficiencia en el resultado de las pruebas practicadas, libremente valoradas por
el organismo sancionador, debe traducirse en un pronunciamiento absolutorio. Y 4.°.
No puede exigirse al acusado la prueba diabólica de los hechos negativos.
Véase a este propósito lo que dice la STC 128/2003, de 30 de junio:
En relación con esa operación de traslación de las garantías del artículo 24 de la Constitución
al procedimiento administrativo sancionador, que viene condicionada a que se trate de garantías que
resulten compatibles con la naturaleza de dicho procedimiento, se ha ido elaborando progresiva-
mente en numerosas resoluciones una consolidada doctrina constitucional, en la que se citan como
aplicables, sin ánimo de exhaustividad, el derecho de defensa, que proscribe cualquier indefensión;
el derecho a la asistencia letrada, traslada con ciertas condiciones; el derecho a ser informado de la
acusación, con la ineludible consecuencia de la inalterabilidad de los hechos imputados; el derecho
a la presunción de inocencia, que implica que la carga de la prueba de los hechos constitutivos de
la infracción recaiga sobre la Administración, con la prohibición absoluta de utilizar pruebas obte-
nidas con vulneración de los derechos fundamentales; el derecho a no declarar contra sí mismo; o,
en fin, el derecho a la utilización de los medios de prueba adecuados para la defensa, del que deri-
va la obligación de motivar la denegación de los medios de pruebas propuestos.
Toda resolución sancionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de ¡os
hechos imputados, obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad
CULPABILIDAD 417
sobre los mismos hechos. (STC 131/1993, de 30 de junio, recogida luego literalmente en varias
Sentencias del Tribunal Supremo como la de 5 de marzo de 2002: 3.a, 3.a, Ar. 2386).
Y en los términos más precisos de las SSTS de 2 y 30 de junio de 2003 (3.a, 3.a,
Ar. 5531 y 5754) se reitera una jurisprudencia según la cual
La presunción de inocencia no sólo tiene que ver con la prueba de la autoría de los hechos,
aunque sea su vertiente más usual de aplicación, sino que además se relaciona con la culpabi-
lidad imputable al que, en su caso, los realiza, sin que pueda acantonarse el ámbito de su fun-
cionalidad en aquel primer plano de demostración de los hechos, ya que toda resolución san-
cionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de los hechos impuestados,
obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad sobre estos mismos
hechos.
El derecho a ser presumido inocente, que sanciona y consagra el apartado 2 del artículo
24 de la Constitución, además de su obvia proyección como limite de la potestad legislativa y
como criterio condicionador de las interpretaciones de las normas vigentes, es un derecho sub-
jetivo público que posee una eficacia en un doble plano. Por una parte, opera en las situacio-
nes extraprocesales y constituye el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o
no partícipe en los hechos de carácter delictivo o análogos a éstos y determina, por ende, el
derecho a que no se apliquen las consecuencias o los efectos jurídicos anudados a hechos de
tal naturaleza en las relaciones jurídicas de todo tipo. Opera el referido derecho, además y fun-
damentalmente, en el campo procesal, en el cual el derecho y la norma que lo consagra deter-
minan una presunción, la denominada «presunción de inocencia», con influjo decisivo en el
régimen jurídico de la prueba.
infracción grave que no había sido declarada antes en resolución firme. Secuestro que
el Tribunal anula razonando que
el examen del expediente administrativo tramitado revela que no hay ninguna base documen-
tal que permita llegar a tal apreciación, aplicando un hecho notorio frente al que se alza la pre-
sunción de inocencia recogida en el artículo 24.2 de la Constitución, pues, como dice el
Tribunal Constitucional en su sentencia de 1 de abril de 1982, el derecho a la presunción no
puede entenderse reducido al estricto campo del enjuiciamiento de conductas presuntamente
delictivas, sino que debe entenderse también que preside la adopción de cualquier resolución,
tanto administrativa como jurisdiccional, que se basa en la condición o conducta de las perso-
nas y de cuya apreciación se deriva un resultado sancionatorio para la misma o limitativo de
sus derechos.
Este tribunal ha venido declarando (desde 1981) no sólo la aplicabilidad a las sanciones
administrativas de los principios sustantivos derivados del artículo 25.1 de la Constitución [...]
sino que también ha proyectado sobre las actuaciones dirigidas a ejercer las potestades san-
cionadoras de la Administración las garantías procedimentales ínsitas en el artículo 24, en sus
dos apartados, no mediante una aplicación literal, sino en la medida necesaria para preservar
los valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que
garantiza el artículo 9 de la Constitución, si bien ha precisado que no se trata de una aplica-
ción literal, dadas las diferencias entre uno y otro orden sancionador, sino con el alcance que
requiere la finalidad que justifica la previsión constitucional.
2. C A R G A DE LA PRUEBA Y SU REDISTRIBUCIÓN
No se puede pasar por alto, con todo, que el uso no meditado de la presunción de
inocencia puede llevar a soluciones que repugnan el sentimiento de justicia e incluso
420 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
el más elemental sentido común. Valga de ejemplo lo sucedido en los hechos enjui-
ciados en la STC 45/1997, de 11 de marzo. Se trataba de que una «comisión de segui-
miento de percebeiros de la cofradía de Cangas» había denunciado que una embarca-
ción había realizado una actividad prohibida pero sin poder identificar personalmente
a quien la había cometido. La Administración en el expediente administrativo hizo
cuanto estaba en su mano, es decir, dirigirse al propietario de la embarcación para que
éste o aceptaba la autoría o identificase al piloto; pero el imputado, sin negar los
hechos, rehusó dar explicación alguna, cosa que para él hubiera sido sumamente sen-
cillo pues era quien había contratado al piloto y a los marineros; mientras que para la
Administración era tarea imposible.
En estas condiciones el sentido común aprecia una inequívoca «presunción de
culpabilidad» del propietario y por ello fue sancionado primero por la Administración
y luego por el tribunal contencioso-administrativo. Pero el Tribunal Constitucional se
aferró a la presunción de inocencia y anuló la multa. Pues bien, para evitar tales exce-
sos suele acudirse a dos figuras concurrentes: la imposición de la carga de ciertas
pruebas al imputado o la redistribución de la carga de la prueba y, en términos más
generales, a la indicada «presunción de culpabilidad».
3. DESTRUCCIÓN DE LA PRESUNCIÓN
134/1991, de 17 de junio, en la que se afirma que esta figura «se asienta sobre dos
ideas esenciales»:
de un lado, la del principio de libre valoración de la prueba en el proceso penal (art. 741 LEC)
que corresponde efectuar a los jueces y magistrados por imperio del artículo 117.3 de la
Constitución; y de otro, la de que la sentencia condenatoria se fundamenta en una auténtica
actividad probatoria suficiente para desvirtuar aquella presunción, para lo cual se hace nece-
sario que su resultado demuestre tanto la existencia del hecho punible como la participación y
responsabilidad que en él tuvo el acusado.
Parece problemática y no vale la pena, por tanto, detenerse en ello, dado que la
Jurisprudencia la afirma en términos inequívocos. Han de probarse «los datos deter-
minantes de la procedencia de la sanción» (STS; Ar. 8336; Pérez Gimeno). «La posi-
ción de privilegio en orden a las pruebas de que gozan las actuaciones documentadas
en los expedientes administrativos lleva aparejado que los actos y resoluciones de la
Administración han de fundarse en las situaciones fácticas probadas y demostradas en
aquéllos» (STS 15 de diciembre de 1990; Ar. 1271; Martínez San Juan).
La prueba de los elementos integrantes del tipo es una cuestión tan sencilla
como la anterior. Como dice la STS de 22 de julio de 1988 (Ar. 6328; Delgado), «es
claro que la Administración soporta la carga de probar los elementos de hecho inte-
grantes del tipo de la infracción administrativa: así lo impone la presunción de ino-
cencia establecida en el artículo 24.2 de la Constitución, plenamente aplicable al
Derecho Administrativo Sancionador». «Es claro que este dato en cuanto elemento
integrante del tipo de la infracción ha de ser probado por la Administración, quien
soporta la carga de justificar la concurrencia de todos los elementos constitutivos
de aquél ya que, como es sabido, la presunción de legalidad del acto administrativo
desplaza al administrado la carga de accionar pero no la carga de la prueba dentro
del proceso que en virtud de la presunción de inocencia pesa plenamente sobre la
Administración».
Lo anterior no obsta, con todo, a la aplicación a estos supuestos de la regla gene-
ral de la distribución de la carga de la prueba introducida en el artículo 217 de la Ley
de Enjuiciamiento civil y que tiene en cuenta de forma expresa la STS de 4 de
noviembre de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 8022): «acreditados unos hechos que señalan como
responsable de una concreta infracción administrativa a una persona determinada, no
se vulnera el principio de presunción de inocencia, en su vertiente de distribución de
la carga de la prueba [...] si se pone a cargo del imputado la de acreditar unos hechos
o circunstancias que a su juicio deban también valorarse al decidir sobre tal procedi-
miento, si estos hechos o circunstancias son de tal naturaleza que es el imputado, y no
la Administración, quien posee una plena disponibilidad de los medios de prueba».
C) Indicios y conjeturas
En algunos casos, sin embargo, por pura razonabilidad de juicio llegan los tribu-
nales admitir, en contra de la regla general, el valor de la prueba indiciaría: así cuan-
do está en juego la presencia de dolo o culpa pues son cuestiones de índole psicoló-
gica rigurosamente interna que no pueden percibirse directamente por los sentidos de
un observador externo (STS 26 de octubre de 1992, Ar. 8385, García Carrero). Y la
de 6 de marzo de 2000 (3.a, Ar. 7048) llega a firmar que la prueba indiciaría ha de
tener «mayor operatividad» en ámbitos como el de la defensa de la competencia en
los que «difícilmente los autores de los autos colusorios dejarán huella documental de
su conducta restrictiva o prohibida que únicamente podrá extraerse de indicios o pre-
sunciones».
ne la posibilidad de que hayan sido obtenidos por medios ilícitos, de acuerdo con la
tajante advertencia del artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: «No sur-
tirán efectos las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, vulnerando los derechos
o libertades fundamentales». Una regla admitida sin vacilaciones por la jurispruden-
cia de todos los órdenes.
4. PRESUNCIÓN DE CULPABILIDAD
Tal como hemos visto, tanto la jurisprudencia como la doctrina son pacíficas a la
hora de admitir la presunción de inocencia en el Derecho Administrativo Sancionador
que —recordémoslo—, de acuerdo con la STC 76/1990, de 26 de abril, «rige sin
excepciones en el ordenamiento sancionador y ha de ser respetada en la imposición
de cualesquiera sanciones» o, en la formulación negativa de la STS 29 de octubre de
1999 (3.a, 3.a, Ar. 7906): «No es factible en ningún caso presumir una conducta dolosa
por el mero hecho de las especiales circunstancias que rodean al sujeto pasivo (impor-
tancia econónica, clase de asesoramiento que recibe, etc.)».
Y, sin embargo, esto no es rigurosamente cierto puesto que en determinadas cir-
cunstancias —más frecuentes de las que inicialmente pudieran imaginarse y de las
que ya hemos viendo algunos ejemplos— se tambalea tanto el principio que permite
la afirmación contraria (aparentemente paradójica y más propia del mundo de Kafka
que del de un Estado constitucional de Derecho) de la presunción de culpabilidad,
según puso de relieve hace ya muchos años R E B O L L O P U I G ( 1 9 8 9 , 6 3 2 ss ).
Este autor ha demostrado, en efecto, con la perspicacia que le caracteriza que
existen supuestos en los que lo que precisamente rige es la presunción opuesta, es
decir, la de culpabilidad, de tal manera que corresponde al expedientado demostrar su
inocencia. Lo cual es debido a —y, a su vez, prueba de— las peculiaridades que ofre-
cen las infracciones administrativas, que no pueden reconducirse nunca, ni en este
ámbito ni en ninguno, a un régimen unitario.
Pocos autores hay, en efecto, tan convencidos como R E B O L L O de la unidad esen-
cial del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador así como de la
potestad punitiva única del Estado y, en fin, de la correspondiente exigencia uni-
versal de la culpa para que las conductas sean ilícitas. Pero esto no le ha impedido
constatar que en algunos casos existen importantes peculiaridades de la culpa exi-
gible o, si se quiere, en el modo de exigirla y, como consecuencia de ello, en la ope-
ratividad de las presunciones anejas. En definitiva, cada clase de infracción ofrece
ciertas especialidades que serán mayores o menores en razón del bien jurídico pro-
tegido, del sector del ordenamiento en que aparecen y de la actividad administrati-
va de referencia.
La figura complementaria del caso fortuito ilustra muy bien cuanto se está dicien-
do. En el Derecho Penal [art. 6 bis b) del Código], «si el hecho se causare por mero
accidente, sin dolo ni culpa, se reputará fortuito y no será punible». En cambio, en el
Derecho Administrativo Sancionador puede ser punible, pero no porque se prescinda
del dolo o culpa en la acción sino porque infringe el deber de cuidado o diligencia en
la evitación de un daño previsible. Este ha sido el criterio de la STS de 30 de noviem-
bre de 1981 (Ar. 5332; Botella): contaminadas unas aguas por haberse cerrado una
compuerta que se había dejado abierta, el Tribunal confirma la sanción aludiendo al
deber genérico de evitar la contaminación, cuyo «incumplimiento le es reprochable, a
menos a título de culpa, cuando estos resultados se producen habiéndose podido evi-
tar mediante una diligencia exigible». Añadiéndose a continuación una declaración a
primera vista sorprendente:
424 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
mientras que en el ámbito civil o penal la culpa no se presume y ha de probarse frente al pre-
sunto responsable, en el Derecho Administrativo Sancionador basta el hecho del vertido tóxi-
co desde una industria con titular responsable de su funcionamiento ante la Administración
Pública autorizante, para acreditar la imputabilidad y presumir la culpabilidad con el consi-
guiente desplazamiento de la carga probatoria.
Esta forma de razonar conduce lógicamente a la exclusión en estos casos del prin-
cipio de la culpabilidad (a lo que se resiste, no obstante, R E B O L L O para no romper con
los principios del Derecho Penal) y sustituirla por la presunción de culpa, cuya excul-
pación corresponde al propio infractor.
Las posibilidades de la emergencia de una presunción de culpabilidad no acaban,
con todo, aquí pues también se dan en los supuestos —no infrecuentes en los ordena-
mientos sectoriales— en los que la ley predetermina los responsables. Preceptos que
suelen ser interpretados como manifestaciones de la responsabilidad objetiva; pero, si
se quiere conservar formalmente el principio de culpabilidad, pueden también enten-
derse como manifestaciones de la figura de la presunción de culpabilidad. Como ha
observado agudamente A L E N Z A (2002), «se trata de una especie de presunción de cul-
pabilidad de los titulares de las actividades (contaminantes) por falta de la diligencia
debida para evitar la comisión de la infracción, bastando probar los hechos infracto-
res y la ausencia de causas de justificación para imputar la responsabilidad adminis-
trativa».
Continuando con esta serie de precisiones la STC 129/2003, de 30 de junio decla-
ra que
habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que se le imputaban a la mer-
cantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los órganos administrativos
[...] un principio de prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la
infracción de la norma no le era reprochable [...] Por consiguiente no puede compartirse la
tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola expresión de esta ignorancia de la dife-
rencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar, la acreditada desatención de las nor-
mas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción alguna.
Sobre ello insiste la STS de 10 de diciembre de 2002 (3.a, 7 a, Ar. 2465 de 2003)
al poner de relieve que «la inobservancia (de las normas), salvo prueba en contra-
rio, evidencia, cuando menos, una falta de diligencia». Por lo que, en consecuencia,
«acreditada la conducta o participación que constituye el soporte de la infracción,
la apreciación del requisito de la culpabilidad deriva hacia la acreditación psicoló-
gica de la imputabilidad, y dicha imputabilidad es de aceptar mientras no conste
ningún hecho o circunstancia con entidad bastante para disminuirla». Y, además,
carga con la prueba de la falta de culpa al imputado ya que cuando distingue entre
los hechos constitutivos de la infracción y hechos eximentes o extintivos, lo hace
para gravar con la prueba de los primeros a la Administración, y con la de los
segundos al presunto responsable: «por lo que se refiere a la carga probatoria en
cualquier actuación punitiva, es al órgano sancionador a quien corresponde probar
los hechos que hayan de servir de soporte a la posible infracción, mientras que al
imputado únicamente le incumbe probar los hechos que puedan resultar excluyen-
tes de su responsabilidad».
La presunción de culpabilidad no es, por lo demás, un hecho normativo preté-
rito anómalo, como nos demuestra la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos de 7 de octubre de 1988, más arriba ya citada, dictada a propósito del
artículo 392.1 del Código francés de Aduanas, donde se declara que «el poseedor
de mercancías de contrabando será responsable de la infracción».
CULPABILIDAD 425
sentencia. Porque todas estas constataciones de probanza plena deben ser razonadas
suficientemente, puesto que entre la percepción física de las pruebas y la afirmación
de la existencia de los hechos hay un espacio que debe ser llenado por la actividad
intelectual del juez, al que es inevitable reconocer un margen de apreciación más bien
amplio. La valoración de las pruebas es una operación rigurosamente personal, aun-
que de ella se quiera reducir en lo posible el subjetivismo del enjuiciamiento: «La pre-
sunción de inocencia no impide que puedan fijarse unos hechos como probados a tra-
vés de razonadas y convincentes presunciones, pero para ello es menester que se
prueben de manera directa y certera los hechos de los que sea posible deducir mediante
un enlace lógico y preciso, con la particularidad de que la referida presunción nor-
mativa de los hechos no sea destruida por otros en contrario deducidos bien directa-
mente o bien por la misma vía de presunciones, pero de una mayor entidad de con-
vencimiento» (STS 7 de diciembre de 1988; Ar. 10127; Martínez San Juan).
O en términos más simples y también más contundentes: «Cabe una valoración de
las pruebas con arreglo a un juicio íntimo y personal que con arreglo a su conciencia
ha de realizar el juzgador; [pero] el resultado de la prueba ha de ser tal que pueda
racionalmente establecer la certeza de los hechos constitutivos de la infracción» (STS
de 7 de diciembre de 1989; Ar. 9462; Martínez San Juan). Y, por lo mismo, «la potes-
tad sancionadora exige probar y, en su caso, razonar convincentemente», como dice
la STS de 2 de noviembre de 1988 (Ar. 8622; González Navarro): justificando así la
anulación de un acto sancionador que se había limitado a rechazar las alegaciones
expuestas por el particular con la simple tacha de que eran «gratuitas»; un epíteto que
no constituye un razonamiento.
Ni que decir tiene que este rigor en la constatación de los hechos, en la exigencia
de su probanza plena, apareja un riesgo —el de que nunca pueda probarse nada de
forma absolutamente satisfactoria— y de aquí la permisibilidad del «razonamiento»
del juzgador, como único medio de hacer frente al obstruccionismo del infractor
cómodamente atrincherado en su presunción de inocencia. Pero a veces los tribunales
en contra del sentido común se autolimitan a inhiben de forma escandalosa que per-
mite los abusos más graves de los infractores. Valga de ejemplo la STS de 24 de
noviembre de 1989 (Ar. 8357; García Estartús): «sin que el no haberse facilitado el
acceso a los pisos, e imputado al expediente dicha obstrucción, baste para acreditar la
existencia del hecho sancionado; porque de dicha obstrucción pueden derivar las con-
secuencias a que haya lugar en el orden jurídico-administrativo, pero no sustituir la
prueba del hecho por unos indicios o sospechas por fundadas que sean».
blecer responsabilidad alguna sancionable solidariamente por actos ajenos [...] Tal imputación
solidaria impide la efectividad de otro principio básico del orden sancionador, cual es el de la
proporcionalidad, al no ser susceptible la sanción impuesta solidariamente de graduación o
moderación atendiendo a las circunstancias personales e individuales de cada uno de los
infractores.
Ha de señalarse que el precepto no consagra una responsabilidad objetiva sino que la res-
ponsabilidad solidaría allí prevista se mueve en el marco establecido con carácter general para
los ilícitos tributarios por el artículo 77.1, que gira en tomo al principio de la culpabilidad. Una
interpretación sistemática de ambos preceptos permite concluir que también en los casos de
responsabilidad solidaría se requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve [...] y es
que el articulo 38.1 conecta con toda nitidez la responsabilidad solidaría a la realización o
colaboración en la realización de una infracción tributaría.
no se puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuere él el responsable por el
mero hecho de haber sido el promotor [...] pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus
acaso eventuales responsabilidades conjuntamente con las de los facultativos y contratistas que
proyectaron, dirigieron y ejecutaron las obras, a fin de determinar las responsabilidades de
unos y otros [...] y antes de sancionar a todos o a algunos de ellos, procede investigar quién
fue el negligente, para imponer la sanción a quien resulte serlo, y absolver a los no culpables.
pues «no parece lógico que en un procedimiento sancionador que por imperativo
constitucional ha de aplicar los principios y garantías de individualización de las res-
ponsabilidades, con independencia de la solidaridad aludida, no se analice la parti-
cipación del constructor en los hechos sancionados [...] siendo evidente que no se
puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuera él el responsable, por
el mero hecho de haber sido promotor, por los vicios o defectos aparecidos en ella,
pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus acaso eventuales responsabilida-
des conjuntamente con los facultativos y contratistas a fin de depurar las responsabi-
lidades de unos y otros».
Como se ve, la aplicación de la responsabilidad legal subsidiaria está proporcio-
nando a los jueces no pocos quebraderos de cabeza y explica lo errático de sus reso-
luciones, según puede confirmarse en la STS de 14 de junio de 1983 (3.a, Gutiérrez
de Juana, Ar. 3507), en la que se distingue entre la regla de una responsabilidad gené-
rica solidaria y la excepción de una responsabilidad individualizada cuando de los
hechos así se deduzca: «De las irregularidades han de responder genéricamente , tan-
tos unos como otros, dada la evidente intervención de todos ellos en la promoción y
material ejecución de las obras, sin perjuicio de que en cada caso pueda aquilatarse y
ser determinada en la práctica cuáles de ellos pueden ser imputables exclusivamente
a cualquiera de esos responsables legalmente contemplados en su conjunto».
Otra interpretación podría ser la presencia, por imposición legal, de una presun-
ción de culpabilidad, que el juez podría —y debería— intentar destruir para atribuir a
cada uno la sanción que le corresponde. E incluso una presunción de autoría culpa-
ble: una enormidad jurídica que sólo podría justificarse convirtiendo la imputación de
autoría en una imputación de culpabilidad. Pero en cualquier caso no sería nunca una
variante de responsabilidad solidaria ya que aquí hay diversos autores.
El problema de fondo es en último extremo el de determinar —pasando por alto la
inequívoca dicción de la ley— si en estos supuestos se trata de una o de varias infrac-
ciones. Si recordamos, por ejemplo, el artículo 228 de la Ley del Suelo, que acaba de
ser trascrito, puede entenderse o bien que, tal como literalmente dice el texto, existe
una sola inflicción (ejecución de obras sin licencia) o bien que existen varias infrac-
ciones (promoción de obras sin licencia, dirección técnica de obras sin licencia y rea-
lización de obras sin licencia). Si las obligaciones fueran tres, y tres las subsiguientes
infracciones, no existiría dificultad alguna a la hora de multar a los tres responsables
puesto que no intervendría la prohibición del bis in idem; mientras que si la infracción
fuera única, no resultaría fácil explicar esta triplicidad sancionadora de la misma pers-
pectiva del non bis in idem. La Sentencia de 3 de mayo de 1998 citada entendía esto
último y por ello se negó a condenar. En cambio, la STS de 16 de diciembre de 1993
(Ar. 9644; Barrio), afirma sin vacilaciones la pluralidad de infracciones urbanísticas y,
por ende, de responsables, a los que, en razón de tal pluralidad e incluso independen-
cia, no une vínculo alguno de solidaridad, mancomunidad o subsidiariedad:
Se plantea la cuestión de la vulneración del principio de igualdad ante la ley por el hecho
de la distinta cuantía de las sanciones impuestas a la propiedad, a la dirección técnica de la
obra y a la empresa constructora [...] [pero] no hay razón alguna que permita equiparar obli-
gatoriamente a las distintas infracciones a la hora de aplicar las sanciones. Expresamente así
lo recoge el artículo 228.4 de la Ley del Suelo y lo reproduce el 59 del Reglamento de
Disciplina Urbanística cuando afirma que «las multas que se interpongan a los distintos suje-
tos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente».
El artículo 130.3 de la LPAC establece con carácter general para un hecho idénti-
co al anterior un régimen distinto al previsto específicamente en la legislación secto-
rial: «Cuando el cumplimiento de las obligaciones previstas en una disposición
corresponda conjuntamente, responderán de forma solidaria de las infracciones que,
en su caso, se cometan y de las sanciones que se impongan».
Aquí el hecho es único (un incumplimiento) y únicas también la acción y corre-
lativamente la infracción y la sanción; lo que sucede es que de esas infracción y san-
ción únicas responden solidariamente todos los partícipes, de tal manera que, satisfe-
cha la multa por uno de ellos quedan todos liberados; y, por lo mismo, la
Administración puede exigir el pago total a cualquiera de ellos. De esta manera se
resuelven limpiamente, al parecer, las dudas que venían agobiando a la jurispruden-
cia que acaba de ser repasada. En los términos del artículo 1145 del Código Civil, «el pago
hecho por uno de los deudores solidarios extingue la obligación. El que hizo el pago
puede reclamar de sus codeudores la parte que a cada uno corresponde». El problema
está, no obstante, en determinar esa parte que a cada uno corresponde, puesto que la
solidaridad no se deriva de la obligación sino que viene impuesta por la ley, y, la ley
—según acaba de verse— no sólo impone la solidaridad en la sanción sino también
en la comisión de la infracción mas sin señalar cuota alguna. El ejemplo más conocido
de esta variante es el del artículo 38.1 de la Ley General Tributaria en su versión de
1985, en el que se establece que «responderán solidariamente de las obligaciones tri-
butarias todas las personas que sean causante o colaboren en la realización de una
infracción tributaria».
Este régimen —en opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 1 - 1 0 2 ) que debe suscribir-
se— se extiende tanto a las obligaciones solidarias en sentido estricto como a las man-
comunadas en mano común. La autora ve, además, muy útil esta figura porque gra-
cias a ella la sanción pecuniaria se podrá exigir a cualquiera de los coobligados, evi-
tando así a la Administración el enojoso —y con frecuencia imposible— procedi-
miento de depurar la responsabilidad de todos y cada uno de los responsables solida-
rios cuando se trata de agrupaciones numerosas y a veces indeterminadas (herencias
yacentes, comunidades de bienes, así como las que carecen de personalidad jurídica).
Pues si esto es así, no se acaba de entender la afirmación que hace la autora en la
página 96 de la monografía que tantas veces se está citando: «El expediente sancio-
nador se deberá incoar frente a todos los que han tenido participación en los hechos
constitutivos de la infracción al objeto de que la Administración examine a lo largo
del procedimiento el grado de responsabilidad de cada uno de los partícipes, sin per-
juicio de que, tras determinar la responsabilidad de cada uno de los intervinientes, la
Administración haga recaer la sanción únicamente sobre uno de los responsables.
Posteriormente, aquél que hubiera hecho frente al pago de la sanción podrá, en el
ámbito de sus relaciones internas, dirigirse al resto de los responsables reclamando el
resarcimiento propio de la mancomunidad, no pudiendo exigir nada a aquellos que la
Administración hubiese considerado exentos de responsabilidad».
Yo dudo seriamente de la viabilidad de este sistema pues no me parece claro que
la Administración esté legitimada para señalar las cuotas de responsabilidad que
corresponden a cada uno, máxime cuando no existen criterios para fijarlas. Puesto
CULPABILIDAD 433
Lo lamentable del caso es que, una vez más y como casi siempre, la ley, en lugar
de despejar dudas y aclarar situaciones, establece con cierta frivolidad regímenes
ambiguos de muy difícil solución, al menos mientras no se elabore y consolide una
doctrina fiable.
Por último, y en otro orden de consideraciones, es de tener en cuenta que, indepen-
dientemente de la conducta del garante, su responsabilidad únicamente surge si ha habi-
do culpabilidad por parte del «otro», es decir, del infractor. Y ello por la sencilla razón
de que, si no hay culpabilidad del autor, no hay infracción; y, si no hay infracción, no
hay responsabilidad para ninguno. Afirmación de puro sentido común y lógica, que se
encuentra, además, avalada por la STC 76/1990, de 26 de abril, cuando afirma que la
responsabilidad solidaria «requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve».
En resumidas cuentas: en los supuestos de responsabilidad solidaria o subsidiaria,
es claro que tiene que mediar culpabilidad por parte del autor; pero, en cambio, queda
abierta la cuestión de si también es exigible alguna variedad de ella por parte del
garante.
Lo que parece claro en todo caso es que en esta variante de responsabilidad no se
respeta, en cambio, el principio de proporcionalidad en los casos en que el garante ha
de asumir toda la deuda sancionadora. El caso del avalista civil es distinto puesto que
asume voluntariamente tal obligación; pero tratándose de una imposición legal es difí-
cil justificar la evidente desproporción del castigo.
CULPABILIDAD 435
Nótese que la LPAC admite la posibilidad de que las leyes especiales establezcan
tanto una responsbilidad subsidiaria como solidaría. Pues bien, tratándose de una res-
ponsabilidad solidaria cada una habrá de pagar la fracción de la multa que le corres-
ponda; mientras que si se trata de la variante subsidiaria el garante o no paga nada (si
el autor ha cumplido) o lo paga todo (si no ha cumplido).
D E P A L M A ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 7 - 1 0 8 ) entiende que, siendo garantes los padres y tutores
de menores, les alcanza la responsabilidad subsidiaria de las infracciones realizadas
por éstos, así como —y en todo caso— por la deuda resarcitoria de los daños que en
su caso derivaren de tal conducta; pero únicamente si los menores (o los incapaces
psíquicos) tienen «capacidad de culpabilidad» puesto que, si carecen de ella, no pue-
den cometer infracción alguna y por ende no puede generarse responsabilidad directa
ni subsidiaria. Lo cual parece correcto aunque deja abierta la oportunidad en el
Derecho Administrativo Sancionador de las actiones liberae in causa.
De cualquier manera que sea, la más grave incógnita que plantea este precepto es
la siguiente: supuesta una ley que coloca a una persona en la posición de garante y no
precisa la clase de responsabilidad que de ella puede derivarse, es difícil conjeturar si
será solidaria o subsidiaria (y ya hemos visto que las consecuencias prácticas entre
una y otra solución son enormes) [...] o ninguna. Y si efectivamente no surgiese res-
ponsabilidad ¿cuáles serán las consecuencias jurídicas del incumplimiento del garante?
Sin olvidar, en fin, que al margen de las dos variantes aludidas en la LPAC algu-
nas leyes sectoriales —y no pocas como ha documentado D E P A L M A en la página 1 0 6
del lugar citado— atribuyen al garante una responsabilida autónoma y directa por las
infracciones cometidas por el ente: una responsabilidad ni solidaria ni subsidiaria
sino, por así decirlo, complementaria.
La LPSPV, insatisfecha (y con razón) del régimen del artículo 130 de la ley
estatal, se ha apartado deliberadamente del mismo ensayando otro aparentemente
más sencillo que se basa —como explicaremos al final de este capítulo— en la fic-
ción legal de que el garante debe ser considerado y tratado como autor de la infrac-
ción: un salto mortal que cambia por completo los planteamientos y soluciones de
la LPAC, ya que, en su calidad de autor, se convierte automáticamente en respon-
sable. Pero nótese que autor de la infracción cometida realmente por el autor mate-
rial, no del incumplimiento del deber de vigilancia. Un dato esencial que significa
que si no hay infracción material, no es responsable al no ser autor de algo que no
se ha cometido. Así lo declara de forma expresa el último apartado del n.° 2 del
artículo 6: las personas garantes «no responderán cuando, por cualquier motivo, no
se determine la existencia de la infracción que deben prevenir o la autoría material
de la persona respecto de la que el deber de prevención se ha impuesto. Si se decla-
rara tal existencia y autoría, aquéllas responderán, aunque el autor material no sea
declarado culpable por aplicación de una causa de exclusión de la imputabilidad o
la culpabilidad».
Las peculiaridades de este sistema son tales que la Exposición de Motivos se ha
visto obligada a justificarlas prolijamente: «No estamos ante un tipo infractor consis-
tente en el incumplimiento de un deber de vigilancia sino ante una forma de partici-
pación en la comisión de la infracción que se considera como la autoría [...] Debe
tenerse en cuenta que no siempre que la infracción del otro se produzca resultará apli-
cable la norma que nos ocupa. No lo será cuando aun produciéndose la infracción, el
deber se haya observado, pues no es un deber de evitar un resultado (aunque a eso
tienda) sino un deber de vigilancia, el cual se cumple cuando se despliega la activi-
dad razonablemente exigible para impedir la comisión de la infracción, con indepen-
dencia de que ésta se cometa o no. Este modo de entender el precepto viene exigido
por el principio de culpabilidad y de responsabilidad personal. Si se sanciona a una
436 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Serán considerados responsables de las infracciones muy graves o graves cometidas por
las entidades de crédito sus administradores o miembros de sus órganos colegiados de admi-
nistración, salvo en los siguientes casos:
a) Cuando quienes formen parte de órganos colegiados de administración no hubieran
asistido por causa justificada a las reuniones correspondientes o hubiesen votado en contra o
hubiesen salvado su voto en relación con las decisiones o acuerdos que hubiesen dado lugar a
la infracción.
b) Cuando dichas infracciones sean exclusivamente imputables a comisiones ejecutivas,
consejeros-delegados, directores general u órganos asimilados, u otras personas con funciones
en la entidad.
CULPABILIDAD 439
Responsabilidad acumulada que no hay que confundir con la propia de los titula-
res de un órgano colectivo por el incumplimiento de sus obligaciones y que les corres-
ponde exclusivamente a ellos y no al ente, como tipifica el artículo 40 del Real
Decreto Legislativo 1298/1986, sobre adaptación del Derecho vigente en materias de
establecimientos de crédito al de las Comunidades Europeas, para los miembros de
las Comisiones de Control de las Cajas de Ahorro.
Fórmulas, en cualquier caso, que reaparecen en algunas otras leyes, como en la de
Defensa de la Competencia de 17 de julio de 1989. O en el artículo 43.1 de la Ley
33/1984, de 2 de agosto, sobre Ordenación del Seguro Privado (redacción de 1988):
«Las entidades de seguros [...] así como quienes ostentan cargos de administración o
dirección en las mismas, que infrinjan normas de ordenación del seguro privado, incu-
rrirán en responsabilidad administrativa sancionadora.» O el artículo 85 de la Ley
General Tributaria, también en su redacción de 1988:
Si eL sujeto infractor fuese una entidad de crédito, además de las sanciones que resulten
procedentes, podrán ser impuestas a quienes ostenten en ellas cargos de administración o direc-
ción y sean responsables de las infracciones conforme a la Ley sobre Disciplina e Intervención
de las Entidades de Crédito, las sanciones previstas en los artículos 12 y 13 de la citada Ley.
Si hasta ahora hemos encontrado dos obstáculos formidables para la admisión del
principio de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, en las páginas
siguientes tendremos que examinar un tercero, no menos graves, que pone en cues-
tión hasta sus mismas raíces.
El caso de las personas jurídicas somete, en efecto, a una dura prueba el dogma
actual de la exigencia de la culpabilidad, puesto que estas personas, en cuanto que no
son personas físicas, son insusceptibles de una imputación, como la de culpabilidad,
reservada por su propia naturaleza a los seres humanos. La consecuencia lógica de
ello habría de ser la exclusión de su responsabilidad administrativa sancionadora,
exactamente igual que lo que sucede (o sucedía) en el Derecho Penal. Y, sin embargo,
nos encontramos aquí ante un fenómeno singular: incluso los más ardientes defenso-
res de la unidad de la potestad punitiva del Estado no se atreven a afirmar en este
supuesto las últimas consecuencias de su tesis y admiten aquí una diferencia esencial,
puesto que reconocen sin vacilar la capacidad de las personas jurídicas para ser sujetos
activos de infracciones administrativas o, al menos y en todo caso, para ser suje-
tos pasivos de sus sanciones, tal como declara de forma expresa el artículos 130.1 LPAC.
Esta peculiaridad no suele explicarse técnicamente con detalle y la doctrina salta
sobre ella sin otra justificación —absolutamente banal— que la de que en este punto
los principios del Derecho Penal deben ser «matizados» a la hora de su extensión al
Derecho Administrativo Sancionador.
La situación, en cualquier caso, es muy incómoda ya que basta con una excepción
para que se tambalee todo el principio. El día en que una manzana —una sola man-
zana— se quede flotando en el aire, habrá que repensarse el principio o ley de la gra-
vedad.
Desde el punto de vista de la política criminal no faltan voces que defienden el
reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas —independiente-
mente de que otras que afirman que ésta ya se ha impuesto en nuestro Derecho a par-
tir de la reforma del Código de 1995—, argumentando que gracias a ella se lograrían
dos tipos de ventajas: por un lado se evitaría la hipocresía y la injusticia de condenar
a personas inocentes, aun cuando sea una condena penal simbólica puesto que su ver-
dadero objetivo es abrir la posibilidad de una condena civil de la persona jurídica de
que se trate; y por otro, para solventar la dificultad de individualizar la autoría y par-
ticipación de personas físicas en la comisión de ciertos delitos cuyos sujetos activos
hipotéticamente podrían ser personas jurídicas. OCTAVIO DF. TOLEDO ( 2 0 0 0 ) , sin
embargo, ha reaccionado con energía frente a estas tendencias, que para él ocultan la
intención de excluir de la responsabilidad penal a las personas físicas que hayan
intervenido como autores o partícipes del hecho delictivo: medio seguro de asegurar
la impunidad de tales personas físicas, a las que poco importa una condena penal que
no afecta a su libertad personal y cuyo importe, si es una multa, puede contabilizarse
sin dificultad en la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa y, tratándose de la
supresión de la personalidad, puede sustituirse fácilmente por otra nueva. Para este
autor, resulta imprescindible, en consecuencia, atornillar la responsabilidad personal
de los autores, normalmente los fundadores o dirigentes de las empresas, como única
forma de desestimular las conductas delictivas de estas últimas. Reconociendo el peso
CULPABILIDAD 441
1. PLANTEAMIENTO
Esta postura, por muy generalizada que esté, resulta inadmisible porque:
1) Históricamente se atribuye el principio a Sinebaldo de Fieschi (siglo xm); pero se
olvida que lo que él afirmó es que no podía «pecar» (era un problema de excomu-
niones). Del pecar al delinquir hay un buen salto. De hecho, tanto entre los canonis-
tas como entre los posglosadores hay opiniones para todos los gustos. 2) En la actua-
lidad el balance comparatista es más bien contrario. Todos los países anglosajones,
Holanda, Francia, Reino Unido, Finlandia, Irlanda y Dinamarca están a favor de su
capacidad penal, como también la jurisprudencia de la Unión Europea. Los países que
la rechazan son minoritarios.
b) Radicalización negativa a la sombra del Derecho constitucional y de sus
garantías irrenunciables derivadas de los principios de la culpabilidad y de la perso-
nalidad de las penas.
c) Postura negativa relajada, que intenta atenuar el rigor de la teoría o bien «modu-
lando- en el Derecho Administrativo Sancionador el principio absoluto de la culpabili-
dad del Derecho penal, o bien admitiendo medidas de efectos similares a las sanciones
aunque legalmente no lo sean; o bien admitiendo excepcionalmente la responsabilidad
que se explica a través de la técnica de la culpa in vigilando o del garante.
d) Postura afirmativa basada en una amplia gama de argumentos claramente
diferentes pero convergentes en el fondo.
Dentro de esta misma postura positiva mucho más modernas son las explicacio-
nes basadas en la «capacidad de acción de las personas jurídicas»: si hay normas diri-
gidas a ellas es porque se las tiene por capaces de cumplimiento e incumplimiento. O
la teoría de la «culpabilidad de la organización»: la culpabilidad en el sentido moderno
ya no se basa en el libre albedrío sino desde consideraciones preventivas ya que el
Ordenamiento Jurídico exige de las personas jurídicas que establezcan los controles
internos oportunos para impedir las conductas criminales de sus miembros, derivando
así en situaciones que recuerdan las actiones liberae in causa.
Mayor importancia que la cuestión de la distribución de la responsabilidad
tiene otra que es previa, a saber, la de determinar quiénes son las personas físicas
encuadradas en la empresa cuyas acciones pueden ser imputadas a las personas
jurídicas. Algunos Derechos son tremendamente generosos en este punto puesto
que se atienen fundamentalmente al mero dato de la dependencia orgánica mien-
tras que otros, como el inglés y el alemán, lo reducen a los altos directivos (brain
area). De la jurisprudencia comunitaria europea ha deducido N I E T O M A R T Í N (1996,
p. 213) que allí el criterio decisivo es que «la persona natural que actúe este capa-
citada realmente para comprometer a la empresa, sin importar el concreto rango
que ésta ocupe en su estructura interna y si jurídicamente tiene o no capacidad para
obligarla».
A todo esto nuestra jurisprudencia sigue una línea vacilante en la que pueden
encontrarse casi todas las tendencias doctrinalmente conocidas. En la STS de 25
de enero de 1986 (3.a, Ar. 71, Martín del Burgo) se rechaza, por ejemplo, la alega-
ción de inimputabilidad de una persona jurídica «máxime en el derecho sanciona-
dor administrativo, al que se va recurriendo en detrimento del clásico Derecho
Penal ordinario, por necesidades prácticas [...] siguiendo una tendencia común de
despenalización, precisamente para adaptarse mejor a los tipos de contravenciones
propios del mundo moderno en el que la fórmula de la sociedad anónima, u otras
semejantes, es un buen remedio para eludir responsabilidades; fenómeno que
requiere, como justa réplica, sujetar a estas sociedades a las mismas responsabili-
dades a que están sujetas las personas físicas, sobre todo teniendo en cuenta que
en estas contravenciones administrativas se excluyen las sanciones privativas de
libertad».
Capital es, con todo, la STC 246/1991, de 19 de diciembre, en la que se intenta
compatibilizar la responsabilidad de las personas jurídicas con la exigencia de cul-
pabilidad, por cuya circunstancia habremos de encontramos con ella varias veces en
las siguientes páginas.
2. LA LECCIÓN DE LA CAUSÍSTICA
Para intentar aclarar todo esto, a continuación va a hacerse una exposición pre-
via en tres vertientes —la de las medidas de seguridad, alimentación y orden social—,
porque se da la circunstancia de que en este punto es difícil elaborar una teoría gene-
ral. Escondiendo (por así decirlo) la cabeza debajo del ala, la doctrina y la jurispru-
dencia esquivan cuidadosamente los planteamientos globales y se limitan al análisis
de un sector determinado. Y se han escogido los tres enunciados por la sencilla razón
de que el primero ha dado lugar a una copiosa jurisprudencia y del segundo y terce-
ro se han ocupado dos juristas sobresalientes, la calidad de cuyos trabajos me per-
mite limitarme a hacer un breve resumen de sus exposiciones y remitirme a ellos in
totum.
444 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Los Decretos 2.113/1977 y 1.084/1978, a los que dio luego rango legal el Decreto-
Ley 3/1979, de 26 de enero, impusieron a los Bancos y Cajas de Ahorro la obligación
de instalar y mantener en funcionamiento determinadas medidas de seguridad contra
atracos. Como consecuencia de la no instalación de las tales medidas y, caso más fre-
cuente todavía, de no hacer uso de ellas los empleados, se impusieron innumerables
multas, que han dado lugar a una copiosa jurisprudencia del Tribunal Supremo. Casi
un centenar (sic) de sentencias se han producido con referencia a supuestos idénticos
y ni que decir tiene que la inmensa mayoría tienen el mismo tenor literal; pero curio-
samente no siempre es así, puesto que a veces varía el texto y, lo que es más impor-
tantes, el fallo. En cualquier caso, la cuestión debatida es siempre la misma: hasta qué
punto es responsable la empresa (persona jurídica) de las infracciones administrativas
cometidas por sus empleados por no haber puesto en marcha puntualmente las medi-
das de seguridad obligatorias. A tal propósito —y por muy extraño que parezca— se
detectan tres soluciones discordantes:
a) Postura afirmativa
b) Postura negativa
c) Jurisprudencia de revisión
El voto particular, por su parte, también se remite al presentado por los mismos
firmantes en la Sentencia de 17 de octubre de 1989 y se apoya de forma expresa en la
Sentencia de la misma fecha de Revisión de 29 de octubre de 1987, así como en otras
muchas de la Salas Cuarta (11 de febrero de 1985, 29 de junio de 1987, 27 de junio de
1988) y Quinta (10 de febrero, 16 de marzo, 7 de abril, 8 de abril y 20 de julio de
1988), de donde se deduce en resumen que
En su consecuencia, termina:
d) El Tribunal Constitucional
En el presente caso, habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que
se imputaban a la mercantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los
órganos administrativos que han intervenido en la sustanciación del expediente un principio de
prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la infracción de la norma no
le era reprochable. Sin embargo, aquélla se limitó a aducir que ignoraban que las característi-
cas del producto no se correspondían con los homologados, aludiéndose a unos análisis pre-
vios que ella misma habría efectuado, pero de los que no suministró acreditación alguna. Por
consiguiente, no puede compartirse la tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola
expresión de esta ignorancia de la diferencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar,
la acreditada desatención de las normas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción
alguna al no serle imputable en aplicación analógica de las causas de exención de responsabi-
lidad sancionadora previstos en la ley.
Las sentencias siguientes del Tribunal Supremo (año de 1992) insisten en la doc-
trina expuesta en la transcrita sentencia de revisión, pero —tal como hace, por ejem-
plo, la de 3 de abril de 1992 (Ar. 2626; Lecumberri)— apostillan una advertencia sin-
gularmente interesante:
La Sala no puede silenciar dos circunstancias que actualmente se han producido en torno
al tema que nos ocupa y que podrían incidir en un cambio interpretativo: de una parte, la Ley
Orgánica de 21 de febrero de 1992, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, que dispone
que «los titulares de los establecimientos e instalaciones sean responsables de la adopción e
instalación de las medidas de seguridad obligatorias, así como de su efectivo funcionamiento
[...] sin peijuicio de la responsabilidad en que al respecto puedan incurrir sus empleados»; y
de otra, el criterio mantenido por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 19 de diciembre
de 1991.
En el mismo año 1993 han vuelto, con todo, a cambiar las cosas, precisándose una
nueva posición, que se ha ido consolidando en los meses siguientes, tal como resume
la STS de 3 de mayo de 1993 (Ar. 3698; Peces), cuya cita vale por todas:
La doctrina establecida por la Sala Especial del Tribunal prevista en la Ley Orgánica del
Poder Judicial [...] ha sido radicalmente corregida a partir de la Sentencia de 20 de mayo
de 1992, pronunciada en recurso extraordinario de rei'isión por la Sección 1.a de la Sala 3.*
y seguida por las dictadas por esta misma Sección 6." con fechas 25 de mayo y 21 de sep-
tiembre.
Conforme a esta última doctrina jurisprudencial, las entidades bancanas y crediticias
son responsables administrativamente por la negligencia de sus empleados en el uso de las
medidas de seguridad, salvo cuando tal poder no es consecuencia de la desatención, sino
de circunstancias o situaciones de riesgo personal grave para los propios empleados o ter-
ceras personas. Ni el principio de tipicidad de la infracción ni el de personalidad de la san-
ción vulneran tal interpretación porque en el ámbito del Derecho Administrativo
Sancionador las personas jurídicas pueden incurrir en responsabilidad por la actuación de
sus dependientes sin que puedan excusarse, como regla, en la conducta observada por
éstos.
La doctrina expuesta no supone una preterición de los principios de culpabilidad o de
imputación, sino su acomodación a la eficacia de la obligación legal de cumplir las medidas
de seguridad impuestas a las empresas, deber que arrastra, en caso de incumplimiento, la
correspondiente responsabilidad para el titular de las mismas, aunque tenga su origen en la
actuación de los empleados, responsabilidad directa que cobra mayor sentido cuando el titular
de la empresa es tina persona jurídica, constreñida por exigencias de su propia naturaleza a
actuar por medio de personas físicas, solución propugnada también por la STC 246/1991, de
29 de diciembre, cuya doctrina ha sido en gran medida determinante del cambio de orienta-
ción de este Tribunal Supremo.
448 DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R
La influencia del Tribunal Constitucional es, en este punto, muy intensa, pero,
como acaba de verse, el Tribunal Supremo acumula otros argumentos de su propia
cosecha.
B) Alimentación
Manuel R E B O L L O PUIG ( 1 9 8 9 , 7 6 6 - 7 7 9 ) se ha ocupado de esta cuestión en lo que
atañe a la materia alimentaria, aunque utilizando también, y en abundancia, la juris-
prudencia dictada a propósito de Bancos y Cajas de Ahorros a que acaba de aludirse.
A la vista de todo ello entiende que, en principio, las empresas pueden ser sujetos acti-
vos de infracciones administrativas a causa de una acción que materialmente ejecuten
sus empleados. Lo que resulta claro cuando el empleado cumple escrupulosamente las
instrucciones de la empresa. Más problemático parece el supuesto en que interviene
culpa del empleado, pero hay que llegar, en definitiva, a la misma conclusión: sin
admitir la responsabilidad objetiva, aquí también se imputa ta infracción a la empresa
por incumplimiento de un deber que no es trasladable al empleado; la culpa de la
empresa es in eligendo o in vigilando.
En definitiva, las conclusiones que afirma R E B O L L O (p. 7 7 1 ) son las siguientes:
«la regla general de la que debe partirse es la de que las empresas pueden ser sujetos
activos de infracciones propias por consecuencia de acciones de sus empleados y que,
además, ello supone normalmente su culpabilidad. Esto último, no obstante, puede ser
desvirtuado probando una diligencia completa en el cumplimiento del deber, así como
en la vigilancia de los empleados en cuanto a tal deber, o que el trabajador actuó con-
traviniendo abiertamente las instrucciones del empresario, sin posibilidad de control
por parte de éste. Pero nótese que esta expresión se sitúa en el terreno de la culpabi-
lidad. Si, finalmente, no se le impone sanción no será porque se considera que el
infractor sea el empleado o que éste deba responder de la infracción ajena sino por-
que no concurre culpabilidad en la empresa».
El análisis anterior debe completarse, además, con el que el autor hace a conti-
nuación (pp. 774-779) sobre la responsabilidad de las personas jurídicas por las actua-
ciones de los órganos de representación y administración, y sobre la de los adminis-
tradores y técnicos por su participación, así como, en fin, sobre la posibilidad de repe-
tir la empresa contra sus administradores y empleados.
C) El Orden Social
Y en verdad que la Ley de 1988 tiene las espaldas cubiertas por una copiosa
jurisprudencia anterior a ella, que venia declarando tajantemente que en estas mate-
rias la infracción se produce, pura y simplemente, por el hecho del incumplimiento
sin necesidad de que intervenga culpa o negligencia por parte del autor. Veamos
algunos ejemplos:
— Esta Sala tiene reconocido con reiteración que el elemento constitutivo de la infrac-
ción de la Seguridad e Higiene en el trabajo es el mero incumplimiento de las disposiciones
que tutelan dicha materia [...] lo que confiere naturaleza objetiva a la responsabilidad admi-
nistrativa [26 de marzo de 1984 (Ar. 1771; Pérez Hernández)].
— Las resoluciones de los órganos directivos y provinciales del Ministerio de Trabajo
se concretan y afectan exclusivamente al incumplimiento objetivo, por parte de la empresa,
de la materia reguladora de la Seguridad e Higiene en el trabajo, ya que [...] la culpabilidad,
en cuanto relación psicológica de causalidad entre el agente y el resultado típicamente puni-
ble, no es elemento esencial para la existencia de infracciones, toda vez que lo castigado en
este ámbito [...] es el mero incumplimiento de los preceptivos de la misma [28 de febrero
del983 (Ar. 953)].
— El fundamento de la responsabilidad empresarial se centra más en la transgresión del
Ordenamiento jurídico que en los subjetivos de dolo o la culpa, si bien la aparición del ele-
mento intencional en la infracción administrativo-laboral determina la agravación de la san-
ción [...] el incumplimiento objetivo de la regla jurídica hace ajustada a Derecho la infracción
sancionada, independientemente de que acaezca un daño efectivo o una mera situación de peli-
gro [29 de diciembre de 1981 (Ar. 2162; Latour)].
D) Conclusiones
A la vista de cuanto antecede las conclusiones que podrían inducirse de este aná-
lisis casuístico serian las siguientes: 1.a La legislación, tanto general (art. 130.1 LFAC)
como sectorial no tiene empacho ni escrúpulo alguno en declarar la responsabilidad
450 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
mar con énfasis que la culpabilidad sólo puede ser exigida a los seres capaces de ser
culpables. Es un absurdo jurídico —aparte de real— pretender exigirla a quien no
puede tenerla, pues la única consecuencia es la impunidad. De la evidente incapaci-
dad de las personas jurídicas para ser culpables en sentido estricto no debe deducirse
su impunidad sino algo muy diferente: que no hay que exigirles tal culpabilidad.
El Derecho Administrativo Sancionador (y en parte también el Derecho Penal) no
ha reaccionado todavía debidamente ante el fenómeno de las personas jurídicas, a
diferencia del Derecho Mercantil que ha acertado a crear desde hace tiempo, con la
teoría de la empresa, un instrumento que permite tratar adecuadamente estos fenó-
menos. Pero ello no significa, ni mucho menos, carencia absoluta de explicaciones
dogmáticas ya que, por lo pronto, en el ámbito del Derecho punitivo se encuentra la
figura del «garante», que permite explicar satisfactoriamente la responsabilidad de
las personas jurídicas: éstas, en efecto, deben garantizar el cumplimiento de las obli-
gaciones de sus agentes, de tal manera que las infracciones por ellos cometidas impli-
can un correlativo incumplimiento de las obligaciones del garante, que justifica la res-
ponsabilidad de éste.
Lo que sucede, sin embargo, es que la inmadurez del Derecho Administrativo
Sancionador no permite —todavía— la elaboración de explicaciones dogmáticas
similares a las que ofrece el Derecho Civil y ni siquiera a las del Derecho Penal.
Por cierto que en un punto ha sido singularmente útil la influencia del Derecho
mercantil y del tributario sobre el Derecho Administrativo Sancionador, a saber, en el
caso de disolución de las personas jurídicas como medio de extinguir torticeramente
la responsabilidad (supuesto que no admite parangón con el del fallecimiento de las
personas físicas). Pues bien, después de algunas vacilaciones la STS de 18 de marzo
de 1994 (3.a, 3.a, Ar. 3375, García Estartús) ha rechazado contundentemente esta
posible maniobra defraudatoria en caso de absorción de sociedades extendiendo la
responsabilidad a la absorbente de acuerdo con
el principio de Derecho, inherente al orden punitivo, de que el infractor de una norma no puede
por su voluntad eludir que se haga efectiva la responsabilidad, como sucedería si las personas
jurídicas en el ámbito del ejercicio de sus facultades pudieran a través de un proceso volunta-
rio de fusión o absorción dejar sin efecto unas sanciones [...] no siendo equiparable el hecho
extintivo de las personas físicas que conlleva la de la responsabilidad derivada de las infrac-
ciones penales y administrativas... toda vez que la extinción de una persona jurídica da lugar
a un proceso de liquidación de todas sus obligaciones o la sucesión de aquella que se subroga
en los mismos (como sucede en el Derecho mercantil y en el tributario).
persona (jurídica) por hechos. Y, por otra parte, también parece anómalo exigir res-
ponsabilidad a la persona jurídica por hechos dolosos o culposos de sus gestores.
Lo cual significa que la multa carece por completo de sentido en términos de polí-
tica de prevención y represión, a diferencia de lo que sucede con las sanciones de
privación de libertad y otras rigurosamente personales, que tienen un valor disua-
sorio efectivo.
Esto es al menos lo que sucede en el Derecho Penal, dado que nadie —o casi
nadie— está dispuesto a asumir responsabilidades ajenas y a sufrir literalmente en
su carne las sanciones de la empresa. Ahora bien, en Derecho Administrativo
Sancionador, con sanciones exclusivamente económicas, quiebra esta explicación,
puesto que la empresa, a través de pactos secretos, puede indemnizar a su emplea-
do o gestor del importe de la multa y, en definitiva, resulta indiferente quién de los
dos sea el sancionado, puesto que quien termina pagando de hecho es la persona
jurídica. En último extremo, por tanto y una vez más, nos encontramos con que las
soluciones y los análisis del Derecho Penal no se adaptan a la problemática del
Derecho Administrativo Sancionador. Y si esto es así en el tema de la culpabilidad
(la doctrina ha insistido siempre en que la imputación a personas jurídicas técnica-
mente no culpables es el mayor punto de divergencia entre ambos Derechos), lo
mismo sucede con la cuestión de la responsabilidad alternativa, que dista mucho de
ser satisfactoria, tanto jurídicamente como en política de represión y prevención de
infracciones.
Sabido es que el ordenamiento fiscal ha sido el que ha abierto entre nosotros la
brecha de la responsabilidad de las personas jurídicas, habiendo llegado a establecer
incluso un refinado mecanismo de subsidiaridades de responsabilidad en los casos de
dolo o culpa de los agentes personales. Conste, no obstante, que este ejemplo se está
generalizando en los últimos años de tal manera que, caso por caso, el legislador espa-
ñol se está aproximando a las fórmulas generales admitidas en el Derecho italiano y
en el alemán. El artículo 43.1.a) de la Ley General Tributaria de 2003 ha adaptado a
este propósito la siguiente postura; Por lo pronto (art. 181.1), se admite sin restric-
ciones que las personas jurídicas —e incluso «las entidades que, carentes de persona-
lidad jurídica, constituyan una unidad económica o un patrimonio separado» (art.
35.4)— pueden ser «sujetos infractores» plenamente responsables Ahora bien, junto
a la responsabilidad directa de la persona jurídica pueden aparecer la de sus adminis-
tradores de hecho o de derecho: a) con carácter solidario cuando «sean causantes o
colaboren activamente en la realización de una infracción tributaria» (art. 42.1 .o); y
b) con carácter subsidiario cuando, habiendo las personas jurídicas «cometido infrac-
ciones tributarias, no hubieren realizado los actos necesarios que sean de su incum-
bencia para el cumplimiento de las obligaciones y derechos tributarios, hubieren con-
sentido el incumplimiento por quienes de ellos dependen o hubieren adaptado acuer-
dos que posibilitasen las infracciones» [art. 43.1.a)].
Concretamente, el artículo 13 (y también el 14) de la Ley 26/1988, de 29 de julio,
prevé una responsabilidad acumulada de personas jurídicas y de personas físicas:
Una fórmula que reaparece luego, más o menos literalmente, en otras leyes pos-
teriores, como en la 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia; pero que
suscita inevitablemente dos objeciones de peso:
CULPABILIDAD 453
Teóricamente la situación es, pues, muy clara: si el autor material está realizando
la voluntad de la empresa es ésta la responsable; mientras que si obra por decisión
propia es él —y no la empresa, que es ajena a su acción— quien responde. En la prác-
tica, sin embargo, las cosas no son tan sencillas debido a la dificultad de la prueba y
a la tentación de que el empleado, confesando voluntariamente su culpa, atraiga hacia
si la responsabilidad, a conciencia de que la empresa le compensará luego y de que si
la multa es elevada no podrá hacerse efectiva con su patrimonio personal de tal manera
que la Administración será defraudada.
Distinta es la resolución adoptada por el artículo 9.3 de la LPSPV que pretende
ser escrupulosamente fiel a la doctrina del Tribunal Constitucional ya que exige un
juicio de culpabilidad referido «a la persona o personas físicas que hayan formado la
voluntad (de la persona jurídica) en la concreta actuación u omisión que se pretenda
sancionar»; y por otra parte, para escapar del bis in idem establece que «no se podrá
sancionar por la misma infracción a dichas personas físicas». La solución es acepta-
ble; mas he aquí que en este punto no es coherente la ley con su tesis —aludida en
otro lugar— de la equiparación radical de autores y responsables, dado que en este
artículo termina separando la autoría (y la responsabilidad) de las personas físicas y
la responsabilidad de la persona jurídica cuya voluntad han expresado.
Una quiebra que se amplía deliberadamente en el artículo 10 al determinar que
«las normas sancionadoras sectoriales podrán determinar a los responsables aten-
diendo a la naturaleza y finalidad del régimen sancionador sectorial de que se trate».
Lo que la Exposición de Motivos justifica cumplidamente en los siguientes térmi-
nos: «el artículo 10 atiende a una práctica que correctamente encauzada puede resul-
tar beneficiosa desde la perspectiva de la seguridad jurídica. Si se respetan los prin-
cipios de culpabilidad y responsabilidad personal y se atiende al concepto de autor
(a las explicaciones que del mismo da la dogmática penal), que las leyes sectoriales
determinen en abstracto los responsables aporta precisión y seguridad, pues el cono-
cimiento de la naturaleza de las infracciones, de la finalidad de las normas cuyo
incumplimiento se tipifica y de la peculiaridad del sector material de que se trate es
la mejor garantía para el acierto en la determinación de los destinatarios de dichas
normas y, por ende, de la responsabilidad de las infracciones. Lo que sí hay que evi-
454 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Absurdo es, en efecto, pero de esta manera se llega a una impunidad municipal
que no parece razonable. Y si bien es verdad que —como dice la sentencia— lo que
se consigue con la multa es trasladar un capital de un erario público a otro, no puede
negarse un efecto di suasorio real, dado que para el Ayuntamiento ha de ser doloroso
el pago.
CULPABILIDAD 455
Pero siempre, claro es, que la infracción se haya cometido por actos de autorida-
des y funcionarios integrados, por tanto, en la organización pública y que, además, se
trate de actividades de gestión pública.
Admitiendo la corrección legal de esta variante subjetiva de responsabilidad no es
posible silenciar sus afectos perversos, que ha denunciado CALVO C H A R R O (1999,
p. 72) como «una manifiesta injusticia, cual es que la multa u otros gastos derivados de
la sanción vendrán soportados en último término por los ciudadanos al costearlas la
Administración responsable con los presupuestos públicos, con lo que en realidad se
estaría penalizando al conjunto del cuerpo social. Sin perder de vista, además, que
tales sanciones podrían convertirse en "castigos políticos" entre Administraciones
territoriales con gobiernos de diferente sentido político en busca de la desacreditación
del partido con el poder de la Administración que haya resultado sancionada».
En este contexto es interesante recordar lo dispuesto en el artículo 121 bis (añadi-
do por la Ley 60/2003, de 30 de diciembre) de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001:
Las Administraciones Públicas competentes en cada demarcación hidrográfica que
incumplieran los objetivos ambientales fijados en la planificación hidrológica o el deber de
informar sobre estas cuestiones, dando lugar a que el Reino de España sea sancionado por las
instituciones europeas, asumirán en la parte que les sea imputable las responsabilidades que
de tal incumplimiento se hubieren derivado. En el procedimiento de imputación de responsa-
bilidad que se tramite se garantizará, en todo caso, la audiencia de la Administración afectada,
pudiendo compensarse el importe que se determine con cargo a las transferencias financieras
que la misma reciba.
esta situación —curiosamente en el mismo apartado del artículo 130.1 LPAC— mas
a la hora de enjuiciarlas los caballeros del dogma cierran el paso a la sanción con un
patético non possumus sin que de nada valga la claridad de la ley ni la indefensión
social que así se produce. Para ellos, si los entes de razón no tienen voluntad no pue-
den ser culpables y donde no hay culpabilidad, no hay infracción. Y por lo que se
refiere a la mera inobservancia los autores silencian la cuestión y pasan de puntillas
por ella o se inventan explicaciones más imaginativas que fundamentadas.
Sin embargo, la Administración sanciona sin escrúpulos a las personas jurídicas y
con frecuencia los tribunales lo confirman; de la misma manera que algunas veces
logran pasar la aduana en algún descuido de los jueces sanciones con el «título de
simple inobservancia». Cuestión de azar, cuestión de suerte para el autor (si es absuel-
to) o para los intereses públicos si la sanción se hace efectiva. Las contradicciones
prácticas y jurisprudenciales aniquilan la seguridad jurídica y terminan siendo una
invitación para los audaces que están dispuestos a jugar a la lotería de la Sala 3.a del
Tribunal Supremo.
Hay dogmáticos radicales que no están dispuestos a ceder un paso así se hunda el
mundo: pereat mundus sed fíat dogma sostienen con arrogancia y sin que les tiemblen
el pulso ni la conciencia sacrifican implacablemente la ley (y por supuesto los intere-
ses sociales) en el altar de una Constitución cuyo contenido ellos mismos se han
inventado.
Hay también dogmáticos moderados que, sin renegar de la doctrina que algún pro-
fesor fanático les enseñó en la Universidad, están dispuestos a buscar una solución de
compromiso: obras de filigrana técnica como las que se usan para justificar las san-
ciones de las personas jurídicas o biombos con los que piadosamente ocultan el
dogma, como los que se colocan en los supuestos de la simple inobservancia.
Insatisfecho de las explicaciones al uso, con la tesis que aquí se desarrolla intento
superar la intolerable contradicción entre la práctica y el principio o, si se prefiere,
entre la ley permisiva y el dogma prohibitivo. Pero entiéndase bien: esta tesis —como
todas— es una explicación a posteriori de un fenómeno (en este caso, normativo y
práctico a la vez) que se ha aceptado de antemano. Aquí se acepta la responsabili-
dad de las personas jurídicas así como la objetiva derivada de simple inobservancia y
se pretende explicar de tal manera que no ofenda a la Constitución mas en términos
distintos a los desarrollados habitualmente por los jueces y los autores. Las doctrinas
justificativas que hasta ahora han elaborado unos y otros para satisfacer la justicia
material del caso sancionando infracciones que de otra suerte quedarían impunes por
falta de culpabilidad, me parecen insatisfactorias por ser jurídicamente frágiles y, ade-
más, rebuscadas y sobre todo por falta de respeto al legislador (cuyas normas más
inequívocas desechan en beneficio de un dogma inventado) y, sobre ello, por recargar
innecesariamente a los jueces con unas decisiones que les desbordan.
Nótese, en efecto, que siempre se termina encomendando al juez que busque
una culpabilidad en condiciones muy difíciles, cuando no imposibles, de averigua-
ción, pues a tal fin se le proporcionan unas herramientas técnicas tan útiles como
peligrosas, al estilo de la culpa leve y aun levísima, la negligencia y la impruden-
cia. Es claro que nadie puede escapar a tales imputaciones puesto que, en un
mundo social y tecnológicamente complejo siempre hay algo incorrecto que no
puede evitarse por mucha diligencia que se haya empleado. No se trata, por tanto,
de imprevisiones humanas sino de la circunstancia de que el último secreto de los
CULPABILIDAD 457
2. HETEROGENEIDAD DE SUPUESTOS
c iones. ¿A quién pertenecen? ¿Quién las domina? Ordinariamente esto se sabe bien
— se sabe «quiénes están detrás»— mas desde el punto de vista del Derecho español,
que se mueve todavía con los cánones dieciochescos apenas remozados por una nos-
tálgica Constitución museal, este saber carece del más mínimo valor legal. ¿Qué prue-
bas —esas pruebas que exige el Estado social de Derecho y la presunción de inocen-
cia— pueden resultar contra unos hombres desconocidos y cómo tocar capitales que
desaparecen con un fax en destinos remotos.
En estas condiciones las actividades de los inspectores y de los jueces son ridicu-
las y ellos lo saben en su impotencia. La Constitución y las leyes no son armas ade-
cuadas sino pesos que les impiden moverse con agilidad. Con esas leyes y, lo que es
peor, con estas teorías elaboradas por los abogados de los infractores y no por los ser-
vidores de la Administración, nada puede hacerse, la batalla está perdida de antemano
y más valdría no iniciarla para evitar gastos de papel y despilfarros de energía y dedi-
carse a sancionar modestos labriegos que han ocultado su producción de remolacha
para redondear las subvenciones de la Política Agraria Comunitaria.
En otras ocasiones, sin embargo, la ley disocia de forma expresa a la persona res-
ponsable y a la infractora: se es infractor por haber realizado el tipo y se es respon-
sable porque asi lo declara la ley. Y el responsable puede serlo con carácter principal
o solidario o mancomunado (supuesto raro) o subsidiario, advirtiendo, a todo lo más,
la posibilidad de una acción de regreso o de reparto ejercitable por el responsable con-
tra el infractor. Un ejemplo perfecto de este sistema puede encontrarse en el artículo
32.2 de la Ley de Telecomunicaciones de 18 de diciembre de 1987, que constituye una
fórmula de estilo utilizada también en otras leyes:
La responsabilidad administrativa se exigirá a las personas físicas o jurídicas a que se
refiere el punto 1 [es decir, a los declarados responsables], sin peijuicio de que éstas puedan
deducir las acciones que resulten procedentes contra las personas a las que sean materialmente
imputables las infracciones [es decir, a los autores].
Sólo podrán ser sancionados de hechos constitutivos de infracción administrativa las per-
sonas físicas y jurídicas que resulten responsables de los mismos aun a titulo de simple
inobservancia.
El contraste entre estos dos textos es ciertamente llamativo; pero no cabe, a mi jui-
cio, imputar la alteración a ignorancia del legislador, que con toda probabilidad había
tenido a la vista el precepto tributario. Aunque sea con una buena dosis de benevo-
lencia, entiendo que el artículo de la Ley de 1992 es correcto, e incluso que es favo-
rable para los ciudadanos, si se interpreta así: en él no se está haciendo pronuncia-
miento alguno sobre la exigencia de culpabilidad para los autores (sobre este punto
no dice absolutamente nada y, por tanto, son aplicables las reglas generales que ya
conocemos), puesto que no está hablando de autores sino de responsables y muy sig-
nificativamente se titula el artículo «responsabilidad» y no infracciones o autonas,
por ejemplo. „ ,
Todo este planteamiento puede ilustrarse muy bien con el caso de las llamadas
infracciones de tráfico (sobre las que Ignacio BORRAJO tiene un libro medito —que yo
he manejado— con el título de Las actas de la Policía de Tráfico). A cuyo efecto
debemos tomar como punto de partida el artículo 278.1 del Código de Circulación,
que declara responsables de las infracciones a «los peatones o a los conductores de
vehículos que las cometieren» (o sea, los «autores » del art. 72.1 de la Ley de ¿ de
462 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
marzo de 1990, antes transcrito); pero añadiendo a renglón seguido que, si el autor no
es identificado y el titular del vehículo —debidamente requerido— no facilita los
datos del conductor, «podrá verse obligado [aquél] al pago de la sanción pecuniaria»
(n.° II). Y, más todavía, el apartado III establece que, si el conductor no hubiese hecho
efectiva la multa impuesta, una vez firme, «podrá ser reclamado su pago del titular o
propietario del vehículo».
La estructura de esta norma no puede ser más clara: en el apartado I aparece el
autor, en quien, en cuanto tal, han de concurrir los requisitos genéricos de culpabi-
lidad.
En el epígrafe II aparece un responsable solidario, cuya responsabilidad entra en
juego cuando se cumplen por parte de la Administración determinados requisitos:
requerimiento con advertencia y diligencia para la identificación del autor. Estos
requisitos suponen una garantía para el responsable solidario, puesto que, si no es
requerido debidamente ni la Administración ha hecho las diligencias de averiguación
del autor, queda exonerado de responsabilidad como declaró la STC 219/1988, de 22
de noviembre. Pero, por otro lado, su situación es, paradójicamente, peor que la del
autor, dado que éste puede exculparse por falta de culpabilidad mientras que el res-
ponsable responde objetivamente: y ello es así cabalmente porque no se le reprocha
autoría de infracción alguna. Esta objetividad autoriza la responsabilidad económica
pero, en cambio, excluye los efectos de incidencia personal, como la retirada del per-
miso de conducir, que sólo pueden recaer sobre el autor, precisamente por el carácter
personal de su responsabilidad (STS 28 de abril de 1987: Ar. 3166; Cáncer, con argu-
mentos ya de índole constitucional).
Desde esta perspectiva de la distinción entre autoría y responsabilidad solidaria
puede disiparse la ambigüedad que se critica a la sentencia del Tribunal Constitucional
y que nace de esta declaración:
[no es lícito] un indebido traslado de responsabilidad personal (no de responsabilidad civil
subsidiaria) a persona ajena al hecho infractor al modo de una exigencia de responsabilidad
objetiva sin intermediación de dolo o culpa sin practicarse la prueba de descargo propuesta por
el recurrente a la Jefatura de Trafico, sin que, por tanto, la Administración cumpliera lo esta-
blecido en el artículo 27-8-II del Código de la Circulación para imponer la sanción al dueño
del vehículo.
Una oración con tres modalizaciones de «sin» no puede resultar nunca clara y, en
consecuencia, es lógico que B O R R A J O se pregunte si el tribunal anula la sanción por
no haber mediado dolo o culpa en el responsable o bien por no haberse dado cumpli-
miento a los requisitos de investigación diligente. Ahora bien, si se tiene presente que
no se está tratando de autor sino de responsable, la ambigüedad se despeja: al res-
ponsable se le puede exigir sin necesidad de que haya mediado dolo o culpa por su
parte, como sucede en la STS de 1 de febrero de 1989 (Ar. 773; Rodríguez García).
En ella no hay ni sombra de culpabilidad del titular del vehículo, puesto que demos-
tró que estaba muy lejos del lugar y momento de la infracción, pero, aun así, se declara
la validez de la multa, Y sin que, por otra parte, se pueda invocar tampoco la existen-
cia de una infracción autónoma propia del garante (el no proporcionar, por ejemplo,
los datos del autor), tesis que la citada sentencia del Tribunal Constitucional rechaza
de forma expresa calificándola de «forzada».
Con el epígrafe III, en fin, aparece una responsabilidad subsidiaria de carácter
inequívocamente objetivo.
Dejando ya a un lado el ejemplo ilustrativo de la legislación de tráfico y recogien-
do el hilo principa], tenemos que, en cualquier caso, la responsabilidad por infraccio-
nes administrativas se aparta llamativamente de la responsabilidad criminal para apro-
CULPABILIDAD 463
hecho, el pago de una multa de varios millones de euros. Se impone, por tanto, bus-
car una solución más amplia y más eficaz.
De acuerdo con lo que aquí se está sugiriendo, cuando queremos determinar la
situación jurídica de un sujeto en relación con una infracción tenemos que precisar en
irnos casos si es el autor de la infracción y, además, el responsable; y en otros casos
si, aun no siendo el autor, es responsable. A cuyo efecto habrá de buscarse la causa o
título de tal imputación de responsabilidad.
En el Derecho Administrativo Sancionador tales títulos no faltan puesto que nues-
tro Ordenamiento jurídico reconoce fundamentalmente los siguientes: los que proce-
den a) ex lege (la propiedad del vehículo si no aparece el conductor infractor), b) ex
culpa (in vivilando, in eligendo, in conservando), c) ex contractu (contrato de segu-
ro de responsabilidad), d) ex bono (apropiación de los beneficios producidos por la
infracción).
La distinción entre autoría y responsabilidad tiene, además de los regímenes gene-
rales de la Teoría General del Derecho, una explicación específica en el Derecho
Administrativo Sancionador basada en la estructura dual de las normas sancionadoras
que, como sabemos, se descompone en dos elementos. Primero está la norma prima-
ria que establee un mandato o una prohibición; y luego la norma secundaria que tipi-
fica la infracción por incumplimiento de la norma primaria y establece la consecuen-
cia de la sanción. Pues bien, estas normas tienen dos destinatarios distintos aunque
puedan coincidir —-y de ordinario coinciden— en una misma persona. El autor de la
infracción es el que realiza lo dispuesta en la norma secundaria; mientras que el des-
tinatario de la norma primaria terminará siendo, en su caso, el responsable.
La norma primaria impone el mandato de establecer y conectar aparatos de alar-
ma en las armerías: se dirige, por tanto, a los titulares de ellas; mientras que la norma
secundaria castiga a los que no dan cumplimiento a lo dispuesto en la norma anterior.
Este incumplimiento puede haber sido realizado por el encargado o empleado y en tal
caso éste sera el autor material; pero el responsable será siempre el titular de la arme-
ría incluso aunque haya obrado con diligencia (no puede atribuirse culpa in vigilando
al propietario de una cadena de armerías que al frente de cada una de ellas ha colo-
cado personas de experiencia y a las que ha dado un poder general de dirección con
obligación de rendir cuentas anuales).
La LPSPV ha seguido a este propósito otro criterio, del que importa dar noticia
aunque sólo sea por la reconocida autoridad técnica de esta norma.
Por lo pronto, en su artículo 8 vincula autoría y responsabilidad en términos ines-
cindibles: «únicamente serán responsables de las infracciones sus autores».
Declaración que, por supuesto, no significa desconocimiento de la responsabilidad
de otras personas distintas del autor material. Y para solucionar esta cuestión la ley
vasca ha acudido a una fórmula que no está al alcance de la doctrina, a saber, la cre-
ación de una ficción legal. A cuyo efecto ha declarado formalmente autores a esas
personas.
El artículo 9 así lo establece inequívocamente aunque de forma matizada: «Son
autores las personas físicas o jurídicas que realicen el hecho tipificado por si solas,
conjuntamente o por medio de otra de la que se sirven como instrumento». Estos son,
pues, para la ley los «autores materiales» (a los que luego se alude directamente con
tal denominación) prescindiendo de los «autores instrumentales» que, al no ser auto-
res por exclusión legal, tampoco serán responsables.
La ficción aparece en el n.° 2 y para subrayar esta calidad no se utiliza el verbo
ser sino el de considerar, o sea, que aunque no lo son, la ley les considera como tales
(y en ello consiste cabalmente la ficción): «Serán considerados autores: a) las perso-
nas que cooperen a su ejecución con un acto sin el cual no se podría haberse efectúa-
CULPABILIDAD 465
do. b) las personas que incumplan el deber, impuesto por una norma con rango legal,
de prevenir la comisión por otro de la infracción».
Se trata, en suma, de una fórmula pragmática y eficaz nada desdeñable: de una opción
válida a la fórmula de la distinción teórica entre autoría y responsabilidad que, aparte
de ser más flexible, es el resultado de una elaboración centenaria de juristas de todo el
mundo que, desde fuera de la ley, carecen de la potestad de crear ficciones legales.
La Ley General Tributaria de 2003 ha desarrollado estas cuestiones con tan sin-
gular cuidado que bien merecen una referencia pormenorizada.
Por lo pronto, cuando en el artículo 178 se enumeran los que llama «principios de
potestad sancionadora», entre ellos no aparece el de culpabilidad sino —al igual que
en el artículo 130 LPAC— el de «responsabilidad». Y luego el capítulo segundo del
Título IV se refiere consecuentemente a los «sujetos responsables» que a reglón
seguido y en términos inequívocos clasifica en «sujetos infactores» y «sujetos res-
ponsables y sucesores». Sujetos infractores son los autores de la infracción, o sea, las
personas «que realicen las acciones u omisiones tipificadas como infracciones« (art.
181). Para saber ahora quiénes son los sujetos responsables tenemos que acudir al ar-
tículo 41 donde aparecen, además de los deudores principales, otros responsables soli-
darios o subsidiarios así declarados en una Ley.
De esta manera resulta que de ordinario el sujeto infractor (o «deudor princi-
pal», según el art. 181.2) es también el sujeto responsable; aunque con las siguien-
tes peculiaridades:
4. ANÁLISIS TEÓRICO
doctrina tradicional— dos elementos: uno objetivo (el hecho material natural: la venta
de alimentos caducados) y otro subjetivo (la culpabilidad del autor, que ha de saber y
querer que está vendiendo alimentos caducados; sin contar con la imprudencia que,
como sabemos, también forma parte de la culpabilidad).
Con esta técnica ya está el Derecho en condiciones de abordar los supuestos más
simples, que son también los más numerosos. La Administración, y luego el juez, des-
pués de comprobar en un procedimiento formalizado que un autor ha realizado el tipo
infractor, que en él no concurren causas de justificación y que, en fin, es culpable,
puede lícitamente sancionarle. Ahora bien, para abordar situaciones más complejas no
nos vale esta técnica elemental y hay que buscar otras también más complejas si que-
remos ser operativos.
Se trata, entonces, de hacer'tres juegos de distinciones , separando de una parte
(como acaba de verse) entre hecho e infracción, de otra entre autoría de hecho y auto-
ría de infracción y, en fin, entre autoría y responsabilidad.
Autor material, directo, del hecho es el que lo realiza físicamente (el conductor
que no respeta un semáforo).
Autor jurídico del hecho es aquél que, aun no habiéndolo realizado materialmente,
se le imputa legalmente su realización. Cuando un obrero levanta un muro ladrillo sobre
ladrillo por orden y cuenta de su patrón, el hecho se imputa al patrón, no al obrero.
Cuando el hecho es normativamente calificado de infracción, es implícito que su
autoría siempre es jurídica y de ordinario suelen coincidir en la misma persona las
autorías de hecho y de infracción (el autor material y el autor jurídico). No así, sin
embargo, cuando el hecho ha sido cometido por un demente o un menor, por la sen-
cilla razón de que son incapaces de infringir. Pero incluso, aun habiendo infracción,
puede ser que no exista autor de ella porque para imputar un ilícito no sólo hace falta
que exista un hecho o una infracción sino que se exige la autoría de una persona impu-
table, que sólo se da cuando ha obrado culpablemente. Lo cual no significa, sin
embargo, que el hecho pierda su relevancia jurídica ni que la acción vaya a quedar
impune: lo que sucede entonces es que, esfumado el autor, pasa a primer plano el res-
ponsable.
En estas condiciones importa citar —en los términos más elogiosos posibles— la
técnica seguida en el artículo 118 de la ley de 24 de noviembre de 1992 que aborda
un amplio repertorio de infracciones muy complejas en cuanto que cometidas en uni-
dades funcionales tan amplias como un barco o en relación con empresas navieras y
de consignatarios. Pues bien, la ley —consciente de la dificultad de encontrar al autor
material de la infracción— va señalando quiénes son en cada caso los responsables
según el tipo de infracción: el consignatario, el autor de la acción, el promotor de la
actividad, la persona física o jurídica titular de la actividad, la persona física o jurídica
propietaria de la embarcación, la persona a la que va dirigida el precepto infringido
etc. Nótese, pues, la escasa relevancia jurídica que concede la ley al autor de la infrac-
ción, sea material directo o moral indirecto. A la la ley le es el indiferente el nombre
y condición del marinero borracho que ha provocado un altercado, del piloto que no
ha impedido que la nave choque con un amarre o del capitán que no ha seguido las
instrucciones de la autoridad portuaria. ¿Quién podrá ser el autor de una limpia de
fondos contaminante? Nada de esto importa a la ley, quien quiere ahorrar a la
Administración sancionadora investigaciones tan prolijas como inútiles y, dejando a
un lado la autoría, señala al responsable aunque no haya participado ni de cerca ni de
lejos en la realización de ilícitos. Por eso mismo las leyes administrativas sólo muy
raramente aluden a los «autores» y lo que regulan es el régimen jurídico de los res-
ponsables. Una técnica pragmática que deja a un lado las exquisitas cuestiones de la
culpabilidad.
CULPABILIDAD 467
X. BALANCE FINAL
Tal como podrá comprobarse a lo largo de este capítulo, quizás sea esta la mate-
ria cuyo régimen sigue más de cerca este Derecho Penal. Aunque no puede olvidarse
que la ayuda que en este ámbito proporciona este Derecho Penal al Administrativo
Sancionador no se traduce en unos artículos del Código (pues nunca podrá afirmarse
que los preceptos penales son directamente aplicables a las sanciones administrativas)
ni tampoco en unos principios (pues es difícil considerar como principios las reglas
concretas de resolución de concurso de leyes y de delitos). En este caso se trata,
más bien, de una comunicación de técnicas. El Derecho Administrativo Sancionador
—que todavía no sabe cómo abordar autónomamente este tipo de cuestiones— se
aprovecha de la mayor experiencia del Derecho Penal y toma a préstamo unas técni-
cas jurídicas que en él se vienen utilizando desde hace siglos con probado éxito. Esto
es cosa sabida puesto que ya se ha dicho repetidas veces. Sin embargo, no puede
pasarse por alto que en el presente caso, tratándose de dos sanciones (una penal y otra
administrativa) en unos supuestos quien se planteará y resolverá la cuestión será un
juez penal (se supone que con técnicas penales) y en otros supuestos un juez conten-
cioso-administrativo —y antes una Administración Pública— y se supone que con
técnicas de Derecho Administrativo Sancionador. ¿Cabe admitir, entonces, que tales
técnicas sean asimétricas?
I. PLANTEAMIENTO
Derecho Penal, hoy suele aceptarse su aplicación en todos los ámbitos del Derecho
y desde una perspectiva muy amplia ha sido definida por DEL REY en la amplísima
monografía que le ha dedicado ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ) como «principio general del Derecho
que, en base a los principios de proporcionalidad y cosa juzgada, prohibe la aplica-
ción de dos o más sanciones o el desarrollo de dos o más procedimientos, sea en
uno o más órdenes sancionadores, cuando se dé una identidad de sujetos, hechos y
fundamentos y siempre que no exista una relación de supremacía especial de la
Administración».
Como cuestión previa y desde un punto de vista orgánico, hay que tener en cuenta
la posible intervención de dos tipos de órganos represivos, judiciales y administrati-
vos; lo que significa que la duplicidad de decisiones — y el correspondiente conflic-
to— puede surgir, cuando menos, en los siguientes ámbitos:
II. FUNDAMENTACIÓN
1. EXPLICACIONES GENÉRICAS
Dentro del orden penal, en el que es conocida esta prohibición desde antaño, la
jurisprudencia acostumbra a justificar la incompatibilidad en un último fundamento
de tipo humanitario que proviene de la Ilustración, como recuerda la sentencia de la
Sala 2.a de 24 de marzo de 1971 (Ar. 1475; Rull Villar):
el esencial principio humanitario del non bis in idem imposibilita dos procesos y dos resolu-
ciones iguales o diferentes, sobre el propio tema o el mismo objeto procesal, en atención a los
indeclinables derechos de todo ser humano de ser juzgado únicamente una vez por una actua-
ción presuntamente delictiva, y a la importante defensa de los valores de seguridad y justicia
que dominan el ámbito del proceso criminal.
la imposibilidad de dos procesos diferentes y dos resoluciones distintas sobre el mismo obje-
to procesal —efectos negativos y positivos de la cosa juzgada— sobre la base de las identida-
des subjetiva, objetiva y de pretensión —eadem persone, eadem res y eadem causa petendi—
son el efecto característico de no poder seguirse y decidirse un proceso posterior cuando se
haya resuelto con firmeza otro anterior.
La garantía material de no ser sometido a bis in idem sancionador [...] tiene como
finalidad evitar una reacción punitiva desproporcionada en cuanto dicho exceso puni-
tivo hace quebrar la garantía del ciudadano de previsibilidad de las sanciones, pues la
suma de la pluralidad de sanciones crea una sanción ajena al juicio de proporcionali-
dad realizado por el legislador y materializa la imposición de una sanción no prevista
legalmente.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 473
2. LA COSA JUZGADA
asunto, es decir, no ya por razones de cosa juzgada, se haya de llegar a la misma solu-
ción antecedente». La trasposición empezaría, entonces, en la cosa juzgada penal:
operación nada sencilla, sin embargo, en cuanto significa traducir al Derecho
Administrativo proposiciones propias del Derecho Penal y que supone una hazaña
malabar cuando el salto tiene lugar desde un Tribunal penal a un acto rigurosamente
administrativo, por muy sancionador que sea.
Conectar el principio del non bis in idem con la cosa juzgada carece, en definiti-
va, de justificación dogmática y en modo alguno viene impuesta por el Derecho posi-
tivo. La única explicación, por tanto, habría de ser finalista, es decir, si gracias a la
figura de la cosa juzgada se pudiera manejar con seguridad y fruto la regla de la pro-
hibición de bis in idem; pero ya se ha visto que tampoco sucede esto. La conclusión,
en definitiva, es que el Derecho Administrativo Sancionador necesariamente ha de
elaborar en este punto una doctrina propia, aunque se encuentre inicialmente inspi-
rada por la estructura de la cosa juzgada. Dogmática que habría de girar fundamen-
talmente en torno a las figuras concúrsales y sobre el análisis y contraste de los
hechos constitutivos de los ilícitos, de los sujetos y de los bienes protegidos por las
normas. Sin olvidar, por último, que el distanciamiento de las técnicas procesales es
tanto más necesario cuanto que en el Derecho Administrativo Sancionador el non bis
in idem opera incluso para dos sanciones administrativas, es decir, sin que medie sen-
tencia ni cosa juzgada.
La STC 2/2003, repetidamente citada, se ha pronunciado sobre el particular en
términos rotundos: el efecto de cosa juzgada
es predicable tan sólo de las resoluciones judiciales, de modo que sólo puede considerarse vul-
neración del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión, en cuyo haz de garantías se
ha reconocido el respeto a la cosa juzgada, el desconocimiento de lo resuelto en una resolu-
ción judicial firme, dictada sobre el fondo del litigio [...] De modo que, sin haberse producido
un control judicial ulterior por la jurisdicción contencioso administrativa la resolución admi-
nistrativa carece de efecto de cosa juzgada.
las infracciones que pudieran resultar de este modo redundantes, a fin de evitar la dispersión
y eventuales discondancias en el tratamiento normativo de aquélla en aquellos supuestos
donde unos mismos hechos fueran subsumibles en las normas sancionadoras previstas en esta
ley y establecidas en alguna otra norma, habrán de aplicarse las normas de concurso.
Vistas así las cosas, he aquí que la cuestión de la pluralidad de sanciones se recon-
duce a la de la pluralidad de infracciones y, como éstas y aquéllas tienen que estar tipi-
ficadas en una norma previa, en último extremo nos encontramos en la mayor parte de
los casos ante la vieja cuestión del concurso de normas. De esta manera, el problema
se eliminaría en su raíz si no existiera más que un tipo y el non bis in idem podría redu-
cirse a una prohibición de pluralidad de tipos normativos de infracciones por un mismo
hecho. Pero la realidad es que casi nunca se ha seguido este planteamiento en parte por
inercia e incapacidad de racionalizar el Ordenamiento represor, eliminando las duplica-
ciones, y en parte porque la experiencia enseña que es inevitable que un mismo hecho
se encuentre conminado en ocasiones por varias sanciones. Por citar una sola sentencia
al respecto, la STS de 24 de abil de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 3817) declara que «el principio
general de derecho non bis in idem [...] prohibe que una persona sea sancionada dos
veces por el mismo hecho, pero no impide que una misma conducta pueda estar tipifi-
cada en dos disposiciones diferentes (debiendo distinguirse) entre la doble sanción por
unos mismos hechos y la previsión de la misma infracción en diferentes normas, pues
cuando menos, en principio, ello no afecto al principio non bis in idem, que lo que pro-
hibe no es una distinta regulación y sí una doble sanción por unos mismos hechos».
MUÑOZ QUIROGA ( 1 9 8 5 , 1 3 3 ) ha escrito, dentro de esta misma línea pero en tér-
minos más ambiciosos, que «la solución frontal exigiría reconducir cada Poder esta-
tal a su función específica y promover las reformas legislativas necesarias para [...]
limitar la potestad sancionadora [de la Administración] a los supuestos estrictos exi-
gidos para el cumplimiento de sus fines [...] completándolas con una reforma de la
organización y competencia de los Tribunales penales [...] eliminando de los Códigos
punitivos los ilícitos propios de las Ordenanzas municipales».
Muy distinta es, sin embalo, la posición de DEL REY ( 1 9 9 0 , 1 2 5 - 1 2 6 ) , quien
—adelantándose a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional que acaban de
ser transcritos— limita deliberadamente a las sanciones el alcance del non bis in
idem, que, en su opinión, prohibe «que un mismo hecho sea doblemente sancionado,
no que sea doblemente tipificado administrativa y penalmente». En otras palabras, su
ámbito propio es la sanción, no la infracción, y por lo siguiente: «En base a la doctri-
na predominante del Tribunal Supremo, lo que en última instancia separa a la sanción
administrativa de la penal es el elemento subjetivo, y no el objetivo o la naturaleza
jurídica. La infracción penal a efectos sancionatorios reúne todos los elementos de la
posible sanción administrativa más el elemento de la culpabilidad [,..]. Ausente dolo
o culpa, una conducta imputable a un sujeto sí puede estar sometida, incluso archiva-
da o sobreseída la causa penal, a una sanción administrativa. La necesidad de que
exista este elemento subjetivo de culpabilidad es lo que en principio permite la situa-
ción actual en la que unos mismos hechos se encuentran recogidos como infracciones
en términos similares en la normativa penal y administrativa».
Esta opinión vale, desde luego, como atractiva sugerencia; pero no puede ser com-
partida en su literalidad: primero porque se basa en una afirmación tan frágil como es
la ausencia de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, lo que dista
mucho de ser seguro como ya sabemos; y, además, porque eso significaría la arbitra-
riedad más absoluta —la falta total de criterios— en la política legislativa.
La STS de 15 de marzo de 1985 (Ar. 1594; Gordillo) sugiere a este propósito una
solución muy aguda. En un considerando del Tribunal Supremo —y frente al hecho
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 477
el Principio General de Derecho que se concreta en la frase latina non bis in idem (al que, por
cierto, nuestra Constitución no se refiere de manera adecuada), no tiene por qué ser incluido
dentro de la normativa positiva de que se trate, ya que, aun siendo fuente de Derecho, según
establece de forma general el Titulo preliminar del Código civil, sirve únicamente como vehí-
culo interpretativo de cualquier disposición legal y, por ello, no tiene por qué incluirse dentro
de la propia norma, sino que existe fuera de ella y de manera abstracta, y su cumplimiento
queda en manos de la Administración o Tribunal al que corresponda la potestad y deber de
aplicarla.
de resolución de concurso de normas que creemos no está fundada: las normas que
establecen penas y las que prevén sanciones están siempre en relación de subsidiarie-
dad, siendo la ley principal la penal y la subsidiaria la sancionadora. Tal regla no se
deduce de lugar alguno. Al contrario, más bien pudiera parecer a la vista de la legis-
lación vigente, que en muchos supuestos ofrece tipos de infracciones más específicos
que los correspondientes delitos y faltas y con sanciones superiores, que se ha parti-
do en el Derecho positivo de la solución opuesta. Absurdo es, por ejemplo, que con
una Constitución en que lo único cierto es que no aparece el principio non bis in idem
se llegue finalmente a considerar inconstitucional una solución tan racional y lógica
como la del Derecho italiano [...]. [Además], desde el momento en que es constitu-
cional la potestad sancionadora de la Administración, no se sustenta en parte alguna
que haya de ser considerada subsidiaria y quedar desplazada ante la concurrencia de
norma penal».
La regla jurídica del non bis in idem suele ser calificada de «principio general del
Derecho»; pero, a mi juicio, sin otra razón que la de que inicialmente no se encontra-
ba positivizada en precepto alguno del Derecho Positivo y, como ya sabemos, suele
darse por supuesto que lo que no está formulado explícitamente en un texto escrito,
no puede ser una norma sino, a todo lo más, un principio.
Salvador DEL R E Y ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ss.), admitiendo que esto siempre ha sido así, se pre-
gunta si en la actualidad seguirá siendo correcta esta calificación, una vez que la
Constitución ya ha positivizado el principio; lo que resuelve en términos rotundos afir-
mando que «no debe considerarse que se opera una pérdida en la identidad del princi-
pio sino, en todo caso, un enriquecimiento funcional o estructural». A cuyo propósito se
apoya en la opinión de D E LA OLIVA Y FERNÁNDEZ (Lecciones de Derecho Procesal, I I ,
1 9 8 4 , 1 4 3 - 1 4 4 ) conforme a la cual los principios generales del Derecho «no desapare-
cen en cuanto tales por el hecho de estar recogidos expresamente en la Constitución [...]
este hecho provocará una protección especial de su eficacia, un reforzamiento de su vir-
tualidad (incluso a causa de engendrar un derecho fundamental), pero resultaría incon-
gruente que, en vista de que la Ley Fundamental consagra el principio [se entendiera]
que deja de existir; se esfuma [...] y la incongruencia no se elimina ni mitiga porque al
principio se le considere sustituido, y ventajosamente, por un derecho fundamental».
Sin peijuicio de lo anterior, desde el momento en que el Tribunal Constitucional
admite la protección en amparo para la defensa de las infracciones del non bis in idem,
resulta indudable que éste es considerado como un derecho fundamental. Lo que no
significa que dogmáticamente lo sea. En cualquier caso, SANZ GANDASEGÜI se ha
opuesto enérgicamente a esta conceptuación, entendiendo que lo mejor sería enco-
mendar su protección a los Tribunales contencioso-administrativos en cuanto principio
general de Derecho. Y es que, en su opinión (1985, 137), «la categoría de derecho fun-
damental debería restringirse por su importancia a aquéllos así declarados por la
Constitución —o a lo sumo incluir los no recogidos que tengan tal entidad—, pero sin
ampliarse a principios generales o a derechos subjetivos que si bien pueden ser accio-
nables por la vía ordinaria no lo deben ser por la de amparo teniendo en cuenta, ade-
más, que la excesiva ampliación puede llegar a colapsar la actividad de los tribunales».
En mi opinión, sin embargo, y de acuerdo con lo que en el capítulo dedicado al
principio de la legalidad ya se ha expuesto, la prohibición de bis in idem no es un prin-
cipio sino una regla jurídica no positivizada (durante un tiempo) en una norma; y es
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 479
totalmente incorrecto afirmar que las reglas jurídicas no formuladas en una norma
positiva, se convierten en principios. Lo que resulta indiscutido, en cualquier caso, es
la operatividad concreta de este «principio» bajo la forma de derecho fundamental. Es
obvio, desde luego, que así ha de ser forzosamente — y de hecho así está sucedien-
do— en el recurso de amparo. Más curioso resulta, sin embargo, que los Tribunales
contencioso-administrativos, a la hora de revisar una sanción administrativa, en oca-
siones no lo hagan verificando si está de acuerdo, o no, con la legalidad objetiva —y,
dentro de ella, con la regla del non bis in idem— sino desde la perspectiva de la even-
tual lesión de un derecho fundamental. Como ejemplo de este mimetismo con el
Tribunal Constitucional, valga la STS de 25.5.1986 (Ar. 2396; Pera):
el Tribunal Constitucional ha proclamado la vigencia del principio non bis in idem, bien que
con las pertinentes matizaciones, pero en cuya virtud el derecho fundamental que tal princi-
pio entraña sería vulnerado si a consecuencia de la comisión de un solo y único hecho se impo-
nen a la persona autora y responsable del mismo una duplicidad de sanciones, a saber, una
mediante resolución de órgano de la Jurisdicción penal y otra merced a acuerdo de órgano
administrativo.
Para una mejor inteligencia de la cuestión y para comprender hasta qué punto
domina aquí el relativismo normativo, antes de entrar en el análisis sistemático del
tema, conviene trazar una rápida panorámica de su evolución, en la que destaca un
período que puede considerarse «tradicional» (basado sustancialmente en el sistema
jurídico decimonónico), una etapa preconstitucional y, en fin, el momento en que nos
encontramos de constitucionalismo asimilado. Antes de la Constitución, la prohibi-
ción de bis in idem era un desiderátum teórico, al que desde luego no era insensible
la Jurisprudencia, pero que ésta no podía siempre imponer, vinculada como estaba, a
veces, por unas declaraciones legales terminantemente contrarias al mismo. Después
de la Constitución se invierte el planteamiento: la legislación cambia de signo y la
regla se afirma. Los Tribunales tienen, por así decirlo, la puerta abierta para su apli-
cación; pero ésta no llega a generalizarse del todo, como ya se ha apuntado y hemos
de comprobar seguidamente.
El principio que hoy denominamos non bis in idem aparece en el siglo xix bajo la
forma de los conflictos de competencias: detectada una presunta infracción (adminis-
trativa y penal) y puestos en marcha simultáneamente ambos mecanismos represores,
gubernativos y judiciales, surgía la necesidad de determinar cuál de ellos era el com-
petente para proseguir las actuaciones. Lo que, como es sabido, se resolvía a través de
Reales Decretos de competencia, que fueron elaborando lentamente, y no sin contra-
dicciones, una doctrina que llegó a consolidarse aceptablemente en los términos que
aparecen desarrollados en las anteriores ediciones de este libro, a las que me remito,
pero que en la presente —la cuarta— me he permitido suprimir para librar al lector
de unas páginas ciertamente curiosas pero hoy de simple erudición.
in idem debe reputarse como general y común al Ordenamiento sancionador y por ende
también aplicable a los casos de duplicidad de sanciones administrativas» (STS 7 de
marzo de 1978; Ar. 923; Gabaldón). Como se ve, la apoyatura que aquí se busca alude
vagamente a la extensión de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo.
b) Pero más común es todavía la actitud opuesta —o sea, la negación de esta
regla y la afirmación de la contraria— como consecuencia de la independencia de las
actuaciones. En los términos de la Sentencia de 13 de octubre de 1958,
según reiterada jurisprudencia son totalmente independientes las esferas de la jurisdicción con-
tencioso-administrativa y la ordinaria, siempre que aquélla no someta su conocimiento a una
previa declaración delictiva,
en la actualidad los actos que enumera el artículo 2 de la Ley de Orden Público pueden dar
lugar a una situación de hecho capaz de originar, de modo simultáneo, procesos judiciales y
expedientes gubernativos de carácter sancionador, por ser acogidas también aquellas conduc-
tas en el Código Penal. Si bien el clásico principio del non bis in idem en sentido amplio no
siempre resulta vulnerado por la concurrencia de multas administrativas y sanciones penales,
es lo cierto que en su propia y estricta significación tales conductas, si se sancionan de forma
acumulativa, representan, si no la ruptura plena, sí una lesión de aquel principio, razón por la
cual si una conducta está prevista en la Ley como acto contrario al orden público presenta tam-
bién una exacta tipicidad penal, se debe atribuir a la Autoridad penal competente preferencia
para declarar las presuntas responsabilidades, resolución que normalmente deberá excluir la
imposición de sanción gubernativa.
a los interesados». Y, por supuesto, las normas de funcionarios, como el artículo 4 del
Reglamento Disciplinario de 10 de enero de 1986 y —con rango de Ley Orgánica— el
artículo 8 de la de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de 13 de marzo de 1986.
El reflejo de la Constitución (conforme a la interpretación del Tribunal
Constitucional) en la legislación parece, pues, evidente y dominante aunque no uná-
nime; pero conforme pasan los años se tiene la sensación de que el legislador ya no
ve con tanto entusiasmo la regla y se resiste a recogerla de forma expresa en los tex-
tos, y no precisamente por considerarla innecesaria (de puro obvia) sino porque hay
un indudable cambio de criterio, una vuelta al pasado, por así decirlo. Hasta tal punto
que en la actualidad vivimos otra vez en una etapa de oscuridad. Porque ciertamente
ya ha desaparecido la animadversión legislativa genérica contra tal regla; pero no es
menos cierto que ha desaparecido también la mentalidad generalizada de su acepta-
ción, que sólo se conserva en la doctrina. La legislación, como acaba de decirse, se ha
tomado cauta y hasta reticente. Evolución que, en cualquier caso, ha llegado de
momento a su última fase con el artículo 133 de la PAC, del que me ocuparé con deta-
lle más adelante, aunque ya conviene adelantar aquí su declaración esencial: «no
podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativa-
mente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hechos y fundamentos».
Y lo mismo está sucediendo con la jurisprudencia incluso con la del propio
Tribunal Constitucional. Nuestros tribunales se mueven hoy con prudencia y han
dejado de ser radicalmente abiertos y generosos con la regla: en ocasiones no la acep-
tan y, cuando lo hacen, introducen toda clase de restricciones y matizaciones limitati-
vas a través de precisiones técnicas, algunas de subido valor teórico.
En cualquier caso —y volviendo al principio— lo que resulta muy dudoso es que la
Constitución haya recogido esta prohibición: ni directa ni indirectamente. Cierto es,
desde luego, que en el Anteproyecto (BOC de 5 de mayo de 1978) se proclamaba de
forma expresa la «exclusión de la doble sanción por los mismos hechos»; pero en la
sesión del día 1 6 siguiente (Diario de Sesiones, p. 2 3 8 9 ) se aceptó la propuesta de
PÉREZ-LLORCA de trasladar este texto al artículo 2 5 , debido a que «si bien ha entendido
la mayoría de la Ponencia que este principio debe quedar consagrado en la Constitución,
planteaba su redacción en este artículo la dificultad de deslindar determinados extremos
e incluir determinados supuestos que darían una redacción muy larga al precepto». Con
lo cual se eliminó el principio en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades
Públicas del Congreso mas, olvidándose de la Propuesta y del Acuerdo de la Ponencia,
ya no reapareció ni en el artículo 25 ni en ningún otro.
La eventual constitucionalización del non bis in idem no ha sido, pues, obra de
las Cortes Constituyentes sino del Tribunal Constitucional, quien, una vez más, se ha
arrogado la facultad de legislador constituyente positivo con objeto de suplir las
imperfecciones —en este caso, olvidos— del Parlamento. Tarea loable aunque harto
arriesgada. De aquí la reacción de la doctrina crítica, como sucede con REBOLLO
( 1 9 8 9 , 8 2 0 - 8 2 1 ) , quien ha puesto de relieve cómo la arbitrariedad del Tribunal
Constitucional ha llegado al extremo de obligar a decir al artículo 25 de la
Constitución no sólo algo que con toda evidencia no ha dicho sino a imputarle un
texto meramente gubernamental: el del Decreto-Ley de 25 de enero de 1977. Porque
es el caso que el Tribunal ha endosado a la Constitución nada menos que este texto
del Ejecutivo por el que se había modificado (como reiteradamente se advierte en este
mismo capítulo) la Ley de Orden Público. De tal manera que «el sistema del artículo
2 del Real Decreto-Ley de 1977 se ha convertido no en algo ajustado a la Constitución
sino en el único que cumple con ella: se ha convertido en una determinación consti-
tucional y cualquier otra solución del concurso de normas y la concurrencia de com-
petencias es inconstitucional».
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 483
Sin llegar a la radicalidad de la sentencia del Tribunal Supremo que acaba de ser
transcrita, la del Tribunal Constitucional de 27 de noviembre de 1985 se expresa en
unos términos cuando menos inquietantes:
Es cierto que ¡a regla «non bis in idem» no siempre imposibilita la sanción de unos mis-
mos hechos por autoridades de distinto orden y que los contemplen, por ello, desde perspec-
tivas diferentes (por ejemplo como ilícito penal y como infracción administrativa o laboral),
pero no lo es menos que sí impide el que por autoridades del mismo orden, y a través de pro-
cedimientos distintos, se sancione repetidamente la misma conducta. Semejante posibilidad
entrañaría, en efecto, una inadmisible reiteración en el ejercicio del ius puniendi e, insepara-
blemente, una abierta contradicción con el mismo derecho de la presunción de inocencia, por-
que la coexistencia de dos procedimientos para un determinado ilícito deja abierta la posibili-
dad contraría a aquel derecho, de que unos mismos hechos, sucesiva o simultáneamente, exis-
tan o dejen de existir para los órganos del Estado [...] es claro, sin embargo, que por su misma
naturaleza el principio ne bis in idem sólo podrá invocarse en el caso de duplicidad de sancio-
nes, frente al intento de sancionar de nuevo desde la misma perspectiva de defensa social de
unos hechos ya sancionados o como medio para obtener la anulación de las sanciones poste-
riores.
3. R É G I M E N LEGAL GENERAL
El panorama que en 1992 ofrecía la cuestión que estamos analizando era, como
ha podido comprobarse, desconcertante: por un lado, se afirmaba doctrinalmente sin
vacilar la existencia de la regla y hasta se pretendía que tenía una base constitucional;
mientras que, por otro, se constataba la presencia de algunas leyes (anteriores y pos-
teriores a 1978) que sentaban la regla contraria y que convivían con otras en la que se
formula escrupulosamente la prohibición del bis in idem. La Jurisprudencia, en fin,
serpenteaba entre ambos polos extremos y adoptaba sin rubor, según los casos, las
posturas más contradictorias. ¿Cómo explicar todas estas incongruencias?
La actitud de la doctrina se explica muy fácilmente, puesto que trasluce a las cla-
ras una motivación ideológica que no intenta ocultar. Los autores están convencidos
de la bondad intrínseca de la regla y reproducen en el campo del Derecho
Administrativo Sancionador la polémica levantada en el Derecho Penal, hace dos
siglos, por los juristas ilustrados. Pura y simplemente hoy se considera progresista
defender a ultranza la incompatibilidad de las sanciones y la subordinación de la
Administración (¡y del Juez contencioso-administrativo!) al Juez Penal. Hoy se con-
sidera progresista —en otras palabras— defender a ultranza los intereses individuales
aunque sea a costa del sacrificio de los públicos y colectivos. Forzoso es reconocer
que el mundo jurídico se encuentra desnortado cuando se le comparaba con los valo-
res usuales en otras esferas culturales. Porque lo que en economía, política y filosofía
se tiene por conservador o, a todo lo más neoliberal, para los juristas de academia es
rigurosamente progresista y la defensa de los intereses públicos y generales se estig-
matiza como subproducto ideológico de las dictaduras fascistas.
Así las cosas, habría cabido esperar que la Jurisprudencia aclarase la situación ali-
neándose en uno u otro bando. Pero no lo ha hecho así y, al hilo de la casuística, con-
tinuó adoptando decisiones para todos los gustos.
Ahora bien, la situación descrita cambió sustancialmente, como ya sabemos, con
la Ley 30/1992, cuyo artículo 133, y bajo la rúbrica de «concurrencia de sanciones»,
en su número 1, aborda puntualmente la cuestión de una manera contundente, aunque
desgraciadamente rudimentaria, puesto que pasa por alto prácticamente todos sus
aspectos conflictivos:
No podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativa-
mente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hecho y fundamento.
De acuerdo con este texto podría entenderse que, mediando las circunstancias
dichas, no cabe iniciar un procedimiento sancionador. Pero el hecho es que una decla-
ración de este tipo no aparece por ninguna parte en nuestro Derecho positivo, bien sea
por considerar que se trata de algo obvio o porque, al contrario, la verificación de las
identidades ya exige por sí misma la tramitación de un procedimiento. Comoquiera
que sea, el hecho es que el artículo 5.2 del REPEPOS parte del supuesto de que el
expediente ya está iniciado:
El órgano competente resolverá la no exigibilidad de responsabilidad administrativa en
cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que quede acre-
ditado que ha recaído sanción penal o administrativa sobre los mismos hechos, siempre que
concurra, además, identidad de sujeto y fundamento.
V DINÁMICA DE LA REGLA
Para resolver las cuestiones que acaban de enunciarse (y algunas otras conexas
que luego irán apareciendo) se parte del axioma de la preferencia o prevalencia del
orden jurisdiccional penal, que es lo que va a inspirar todas las soluciones concretas.
Axioma que se explica formalmente por la circunstancia de que los tribunales tie-
nen en todo caso una posición prevalente institucional sobre los órganos de la
Administración. Esta justificación carece, sin embargo, de razón de ser cuando la san-
ción administrativa ha sido revisada por un Tribunal contencioso-administrativo, que
en la actualidad forma parte, como se sabe, de la Jurisdicción ordinaria o Poder
Judicial en sentido propio, de tal manera que la sanción —sobre todo en el supuesto
de que la sentencia revisora haya alterado su contenido administrativo inicial— no es
impuesta por un órgano de la Administración sino por uno del Poder Judicial.
Con tal afirmación no se ignora ciertamente que desde el punto de vista formal
(y posiblemente también desde el constitucional) las resoluciones sancionadoras
administrativas no cambian de naturaleza al pasar a conocimiento de los tribunales,
ya que éstos se limitan a controlar su corrección legal. Ahora bien, si recordamos el
alcance de las facultades judiciales de control (examinadas en el n.° 4 del epígrafe V
del capítulo tercero) y, sobre todo, si pasamos revista a la jurisprudencia podemos
comprobar que los jueces no tienen empacho en sustituir la sanción administrativa por
la suya propia y hasta la discrecionalidad administrativa por el arbitrio judicial. En
definitiva, las sentencias o bien «hacen suya» la sanción administrativa o bien la sus-
tituyen por otra y, en cualquier caso, mediando recurso jurisdiccional, no habrá más
remedio que considerar tales sanciones como actos jurisdiccionales.
La prevalencia de la resolución penal es aquí, por tanto, bastante dudosa y res-
ponde más bien a un doble juego de ficciones tradicionales inerciales: por un lado, la
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 487
de que la sanción procede siempre de la Administración, sin que tenga efectos jurídi-
cos relevantes la intervención del Tribunal revisor; y, por otro lado, la de que el pro-
cedimiento judicial penal es el que mejor asegura los derechos individuales frente a
la arbitrariedad del Poder Ejecutivo. Un prejuicio que carece por completo en la actua-
lidad de razón de ser, dado que los tribunales contencioso-administrativos ofrecen las
mismas garantías de independencia institucional y de defensa de los ciudadanos.
En palabras de STC 2/2003,
por lo que se refiere a la vertiente formal o procesal de este principio que, de conformidad
con la STC 77/1983, de 3 de octubre, se concreta en la regla de la preferencia o precedencia
de la autoridad judicial penal sobre la Administración respecto de su actuación en materia
sancionadora en aquellos casos en los que los hechos a sancionar puedan ser, no sólo consti-
tutivos de infracción administrativa, sino también de delito o falta según el Código Penal. En
efecto, en tal sentencia declaramos que, si bien nuestra Constitución no ha excluido la exis-
tencia de la potestad sancionadora de la Administración, sino que la admitido en el artículo
25.3, dicha aceptación se ha efectuado sometiéndole a "las necesarias cautelas, que preserven
y garanticen los derechos de los ciudadanos". Entre los límites que la potestad sancionadora
de la Administración encuentra en el artículo 25.1 de la Constitución, en lo que aquí intere-
sa, se declaró la necesaria subordinación de los actos de la Administración de imposición de
sanciones a la Autoridad judicial. De esta subordinación deriva una triple exigencia: a) el
necesario control a posteriori por la Autoridad judicial de los actos administrativos median-
te el oportuno recurso; b) la imposibilidad de que los órganos de la Administración lleven a
cabo actuaciones o procedimientos sancionadores, en aquellos casos en que los hechos pue-
dan ser constitutivos de delito o falta según el código penal o las leyes penales especiales,
mientras la Autoridad judicial no se haya pronunciado sobre ellos; c) la necesidad de respe-
tar la cosa juzgada.
trio de negar la afirmación que sirve de base a todo el razonamiento, es decir, la pre-
gonada dependencia de la potestad sancionadora de la Administración respecto de la
Jurisdicción Penal, como tuvimos ocasión de comprobar atrás.
Con la advertencia, en fin, de que tal como indica la STS de 31 de octubre de 2001
(3.a, 4.a, Ar. 9911) el bloqueo procedimental administrativo es tan intenso que impo-
sibilita incluso a la Administración la adopción de medidas cautelares cuando la
actuación judicial ya se haya producido.
Volviendo a los textos normativos, el artículo 7.1 del REPEPOS ordena que
en cualquier momento del procedimiento sancionador en que los órganos competentes estimen
que los hechos también pudieran ser constitutivos del ilícito penal, lo comunicarán al
Ministerio Fiscal, solicitándole testimonio sobre las actuaciones practicadas respecto de la
comunicación.
En estos supuestos, así como cuando los órganos competentes tengan conocimiento de
que se está desarrollando un proceso penal sobre los mismos hechos, solicitarán del órgano
judicial comunicación sobre las actuaciones adoptadas.
Aquí es donde luce, pues, con toda su fuerza la regla de la prioridad del procedi-
miento penal. La Administración espera a la resolución judicial (se supone que firme;
a la primera alude el artículo 130.2 LPAC), y al dictarse ésta se abre un trilema:
490 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
Con lo dicho parece evidente que en nuestro Derecho no existe duda alguna sobre
la prioridad del proceso penal, máxime cuando los textos legales son tan inequívocos
al respecto. Pero las cosas no son tan claras si se piensa en lo sencillo y lógico que
sería utilizar el criterio de la prioridad cronológica, de tal manera que la primera reso-
lución, cualquiera que fuera el orden jurisdiccional de su procedencia, cerrase el paso
a la segunda.
Ésta es, como sabemos, la situación en el Derecho italiano y la adoptada también
en el artículo 688.3 del último Proyecto de Reforma del Código Penal español (des-
graciadamente frustrado en este punto) que decía así:
No podrá ser sancionado gubernativamente quien hubiere sido ya castigado como res-
ponsable de una falta por el mismo hecho, ni penado por falta quien hubiere sido ya sancio-
nado por la autoridad gubernativa por el hecho constitutivo de aquélla.
el principio de Derecho non his in idem no permite, por unos mismos hechos, duplicar o mul-
tiplicar la sanción sea cual sea la autoridad que primeramente la haya impuesto, caso que es
el de autos puesto que la Hacienda Pública ya impuso al presunto infractor una sanción [STS
de 12 de mayo de 1986, Sala 2.", Ar. 2449; Vivas Marzal],
Pero nótese que esta explicación —en opinión de SANZ GANDASEGUI muy poco
convincente por referirse a una figura exclusivamente procesal— puede operar tam-
bién para las sentencias contencioso-administrativas (en las que ya no está en juego la
subordinación de los «actos» de la Administración) y, además, en cualquier caso, con-
cede inevitablemente una prioridad cronológica y no material.
Lo que sucede es que algunas leyes sectoriales, deseosas de evitar el conflicto, han
acudido a un mecanismo procesal para evitar que se produzca una sanción adminis-
trativa antes de la penal. En otras palabras: si el efecto material del principio no impli-
ca asignación de prevalencias, el efecto procesal aludido provoca una prioridad cro-
nológica de la sentencia penal.
De hecho, la única posibilidad de imponer la prevalencia de la sentencia penal es
asegurar su prioridad cronológica, ya que, una vez producida la resolución adminis-
trativa sancionadora, sería muy difícil hacer viable «hacia atrás» la influencia de una
sentencia penal posterior. Tal ha sido la solución de la LPAC (y de su Reglamento),
de cuya atenta lectura se desprende un dato que puede aparecer sorprendente desde la
inercia del dogma, a saber: no se establece prevalencia alguna de la sentencia penal,
salvo en el limitado aspecto de la declaración de los hechos probados. Lo que bloquea
la resolución sancionadora es tanto una sentencia penal como una sanción adminis-
trativa anterior, dando la sensación de que la prevalencia es de orden cronológico, no
de naturaleza. Pero lo que, en cambio, queda muy claro es la prioridad del proceso
penal como medio de evitar la superposición de castigos.
la circunstancia de que la sentencia penal fuera dictada después de que la resolución adminis-
trativa adquiriera firmeza no impide la aplicabilidad del principio de non bis in idem, inequí-
vocamente contrarío... a la duplicidad sancionadora. La Administración, que ha apreciado los
hechos con perfecta exactitud, debió sin embaigo suspender la tramitación del expediente
administrativo en espera de que concluyera el proceso penal dada la simultaneidad temporal
entre uno y otro.
Podrá estarse de acuerdo o no con esta postura, pero es manifiesto que el Tribunal
Supremo actuó formalmente de manera correcta ya que —sin salirse del orden juris-
diccional— era a él a quien correspondía confirmar o revocar la sentencia contencio-
so administrativa apelada. Lo anómalo, no obstante, es una declaración que hace a
efectos de la ejecución de la sentencia. Creámoslo. La sanción administrativa había
consistido en una multa de 50.000 pesetas y orden de descombrar los materiales que
se habían depositado indebidamente en terrenos de dominio público; mientras que la
sentencia penal había impuesto un año de prisión menor, cinco millones de multa y la
misma orden de retirada de los escombros, aunque advirtiendo que esta obligación
«habrá de ser cumplida en ejecución de la sentencia penal». Y aquí viene la sorpresa
porque no se entiende cómo un tribunal contencioso-administrativo mantiene una
orden contenida en el acto administrativo que anula y mucho menos se entiende que
encomiende su ejecución a un tribunal penal que, para mayor confusión, había orde-
nado por su cuenta la misma medida.
Así las cosas, se entiende que la clave de la decisión consiste «en determinar si
los tribunales penales, al tener constancia de la sanción administrativa por los mismos
hechos que estaban enjuiciando debían absolver al acusado para no incurrir en el rte
bis in idem o, entendiendo que su primacía judicial no podía ser cedida, actuar de
manera condenatoria». Lo que la sentencia resuelve en términos tajantes:
Desde una perspectiva sustancial el principio de non bis in idem se configura como un
derecho fundamental del ciudadano frente a la decisión de un poder público de castigarlo por
unos hechos que ya fueron objeto de sanción como consecuencia del anterior ejercicio del ius
puniendi del Estado. Por ello... la interdicción del non bis in idem no puede depender del orden
de preferencia que normativamente se hubiere establecido entre los poderes constitucionales...
ni menos aún de la eventual inobservancia por la Administración sancionadora de la legalidad
aplicable; lo que significa que la preferencia de la jurisdicción penal sobre la potestad admi-
nistrativa sancionadora ha de ser entendida como una garantía del ciudadano y nunca como
una circunstancia limitativa de la garantía que implica aquel derecho fundamental. La pers-
pectiva que en sus sentencias condenatorias han considerado los órganos judiciales ha sido la
meramente procedimental en que cristaliza la vertiente procesal del non bis in idem, desaten-
diendo a su primordial enfoque sustantivo o material, que es el que cumple la función garan-
tizadora que se halla en la base del derecho fundamental en juego. (En definitiva) la dimen-
sión procesal no puede ser interpretada en oposición a la material.
Una vez que el legislador ha decidido que unos hechos merecen el presupuesto fáctico de
una infracción penal y configura una infracción penal en tomo a ellos, la norma contenida en
la disposición administrativa deja de ser aplicable... Cuando el hecho reúne los elementos para
ser calificado de infracción penal, la Administración no puede conocer, a efectos de su san-
ción, ni del hecho en su conjunto ni de fragmentos del mismo, y por ello ha de paralizar el pro-
cedimiento hasta que los órganos judiciales penales se pronuncien sobre la cuestión.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 495
en lo que respecta a la repercusión de las sentencias penales ante esta jurisdicción, hay que
decir que carecen de todo efecto vinculatorio, pues admitida la existencia del hecho que dio
lugar a las actuaciones penales, la valoración realizada por esa jurisdicción opera con técnicas
y criterios diversos a los que sobre los mismos hechos han de servir de fundamento a los que
por esta jurisdicción contenciosa se dicte [STS 29 de diciembre de 1981; Ar. 2162].
Debiendo entenderse aquí que cuanto se dice en esta sentencia sobre la juris-
dicción contencioso-administrativa es igualmente aplicable a la Administración
activa, dado que seria absurdo —por la naturaleza revisora de la primera—que una
y otra pudieran operar con criterios diferentes. En su consecuencia, la espera a la
sentencia penal o era una simple pérdida de tiempo para la Administración actuan-
te o era, en el mejor de los casos, una invitación a la coordinación de los poderes
públicos, dado que aquí se daba una oportunidad a la Administración para que, al
menos, conociere la decisión judicial y pudiere obrar de acuerdo con ella si lo tenía
por conveniente.
Ahora bien, cuando se admite la prohibición bis in idem, la situación cambia por
completo y hay que empezar a pensar en la relevancia posterior de la sentencia penal.
Una relevancia que se despliega en dos direcciones: hacia atrás (la eventualidad de
que vaya a aparecer una sentencia penal paraliza la continuación de las actuaciones
administrativas anteriores a ella) y hacia adelante (las actuaciones y sanciones admi-
nistrativas posteriores se encuentran condicionadas por el contenido de la sentencia
penal). Tal como acertadamente ha puntualizado GARBERÍ (pp. 1 9 1 ss.), el principio
tiene una doble eficacia: ex post, de naturaleza material, como prohibición de sancio-
nar lo ya sancionado; y ex ante, de naturaleza procesal, como prohibición de doble
enjuiciamiento simultáneo de unos mismos hechos.
Ni que decir tiene, con todo, que los efectos han de ser muy distintos según que
la sentencia penal sea condenatoria o absolutoria: dos posibilidades que exigen un tra-
tamiento separado; o con más precisión todavía, en los términos de la STS de 19 de
abril de 199 (Ar. 3507; Fernández Montalvo),
1. SENTENCIA CONDENATORIA
2. SENTENCIA ABSOLUTORIA
Los verdaderos problemas jurídicos empiezan, con todo, con las sentencias abso-
lutorias, en las que la casuística presenta un repertorio de posibilidades tan vanadas
como de difícil solución. Por lo pronto, no deja de ser contradictono —y asi lo percibe
inequívocamente la conciencia popular— que se proteja al infractor cuya conducta
antijurídica ya ha sido probada y declarada, mientras que puede seguir persiguién-
dose a aquél que ya ha sido una vez absuelto. ¿Es que tan poca confianza ofrecen
498 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
desde esta perspectiva los tribunales penales? Apurando las cosas, el principio tradi-
cional y actual (nadie puede ser sancionado por segunda vez) es menos explicable que
el de que «nadie puede ser procesado o expedientado —y, por ende, sancionado— si
ya ha sido absuelto una vez».
Para la jurisprudencia, desde luego, no está prohibida la existencia de dos «pro-
nunciamientos» sobre los mismos hechos sino de dos «sanciones». En su consecuen-
cia, la sentencia absolutoria no pone en marcha este mecanismo de protección de los
ciudadanos. Una posición que, en verdad, resulta formalmente irreprochable, puesto
que, si la regla —en su letra— lo que prohibe son dos sanciones, es claro que, si un
órgano no ha sancionado, nada impide ya que lo haga el segundo, habida cuenta de
que, por definición, no se puede producir una superposición de sanciones. En cual-
quier caso, la regla se encuentra tantas veces y tan tajantemente positivizada en leyes
y reglamentos que no vale la pena citar literalmente texto alguno.
El esquema normativo es, suma, muy sencillo: la sentencia penal absolutoria no
bloquea las posteriores actuaciones administrativas sancionadoras aunque sus decla-
raciones sobre los hechos probados pueden incidir sobre la solución administrativa.
La Sentencia de 21 de enero de 1987 (Ar. 1796; Gutiérrez de Juana) teoriza este
punto en los siguientes términos:
el principio de non bis in idem establece el impedimento de la dualidad de sanciones penales
y administrativas respecto de unos mismos hechos y para el caso de concurrencia de compe-
tencias de ambas clases, la prioridad de la primera sentencia sobre ¡a segunda, y respecto del
planteamiento fáctico o, más concretamente acerca de la existencia o no de tales hechos; pero
no se da cuando la diferencia está en la conceptuación que la actuación del autor merece con
arreglo a las normas procesales o administrativas y determinantes de una declaración de irres-
ponsabilidad o absolución en la esfera penal, pues en este caso se permite y deja libre la apre-
ciación de si existe o no responsabilidad en la administrativa, de distinta naturaleza y menor
gravedad que la apreciación de aquella otra.
realizado, pues en otro caso se produce un ejercicio del poder punitivo que traspasa los lími-
tes del artículo 25 de la Constitución y viola el derecho del ciudadano a ser sancionado sólo
en las condiciones estatuidas por dicho precepto [STC 77/1983, de 3 de octubre].
técnicos realizados sobre muestras de aguas tomadas a los dos meses del vertido (que
es cuando actúa el juez instructor) declara probado que no ha habido contaminación
y tal declaración vincula a la Administración a pesar de que ésta dispone de informes
en sentido contrario (que el juez no aceptó como prueba) realizados sobre muestras
de aguas tomadas a las 48 horas de la invasión contaminante. ¿Puede prevalecer la
declaración judicial si la prueba administrativa fue lícita y correcta?
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional es a este propósito rectilínea. Así,
la Sentencia 180/1988, de 11 de octubre, declara que
la circunstancia de que las diligencias penales incoadas por los mismos hechos hayan sido
sobreseídas, no es influyente en el sentido de constituir un indicio de corrección en la conducta
también en la vía contencioso-administrativa, ya que son distintos los modos y criterios de
enjuiciamiento en las diversas jurisdicciones con respecto a los hechos que a ellas pueden
sometérseles, por prestarse los mismos a diversas modulaciones en relación con las normas
aplicables, de estructura finalista distinta y, por tanto, con eficacia o efectos diferentes.
Y la 98/1989, de 1 de junio:
La diferencia entre ambas resoluciones reside en el terreno de la calificación jurídica de lo
que constituye un mismo soporte fáctico; esto es, de unos hechos, que en el ámbito penal son
valorados de manera diferente de la que resulta de su apreciación en el orden disciplinario.
El Tribunal Supremo, por su parte, ha ido elaborando desde hace muchos años un
sistema sobre este particular, como aparece en la Sentencia de 11 de marzo de 1965
(Ar. 1272; Vidal y Torres), que pueden considerarse como una de las exposiciones
más completas de la postura tradicional:
Si bien ha sido reconocido de manera constante por la jurisprudencia del Tribunal
Supremo que son independientes los procedimientos sancionadores que pueden seguirse por
los Tribunales de Justicia y por la Administración Pública en forma de expediente adminis-
trativo. no es menos cierto que aun cuando estos últimos sean independientes del primero, en
forma alguna puede estimarse que puedan desconocer el contenido de las resoluciones dic-
tadas por los Tribunales de Justicia en relación con las declaraciones que los mismos hagan
en relación con los hechos sometidos a su enjuiciamiento, sí son idénticos los fundamentos
que ta Administración toma como base para ejercer su función sancionadora que los deter-
minantes de la acción punitiva o exculpatoria de los Tribunales de Justicia [...]. La perfecta
compatibilidad de la sanción gubernativa con un procedimiento penal anterior no debe moti-
var el que por ello se estime ligada a las declaraciones que verifiquen los Tribunales de
Justicia, ya que pueden tener elementos probatorios distintos de los que en juicio pudieron
tenerse presentes, criterio establecido en la sentencia de 30 de octubre de 1945; pero en sen-
tido contrario debe asimismo establecerse que si por la Administración no se aportan nuevos
elementos de juicio que determinen una imposición de sanción no puede fundar su resolución
punitiva [...] ya que los cargos administrativos han sido expresamente desvanecidos por reso-
lución judicial.
paba hace cincuenta años y que no ha alterado un ápice los planteamientos del Derecho
francés tempranamente importados por nosotros. Para comprobarlo basta recordar el
resumen realizado por D U R A N D y M O R E A U (1958, n.os 21-25) para los supuestos de sen-
tencia absolutoria: a) si el Juez penal declara la inexistencia de los hechos, la
Administración no puede sancionar por ellos (Conseil d'État, 25 de junio de 1952:
Moizant); ti) si ha declarado la existencia de los hechos pero absuelto por otras causas,
la Administración debe tenerlos en cuenta en su expediente sancionador (Conseil d'É-
tat: 13 de octubre de 1954: Letourneur); y c) si el Juez se limita a constatar que no han
sido probados, la Administración puede intentar realizar esa prueba en el curso del
expediente sancionador (Conseil d'État: 11 de mayo de 1956: Chómat).
La última de las hipótesis imaginables tiene lugar cuando los mismos hechos son
enjuiciados por dos Tribunales diferentes: supuesto habitual cuando, por las razones
que sean, no se aplica la prohibición del bis in idem. Éste es el caso contemplado por
la STC 25/1984, de 23 de febrero. En él se examina un supuesto de dos sentencias de
resultados contradictorios: una penal y otra laboral (recuérdese que aquí, por excep-
ción, el proceso penal no bloquea el procedimiento administrativo sancionador labo-
ral, que puede desembocar luego en una sentencia revisora). Pues bien, el Tribunal no
discute que puedan dictarse dos sentencias sino que se limita a analizar hasta qué
punto puede la segunda (la sancionadora) apreciar los hechos de manera distinta a la
penal y —reiterando y glosando la 77/1983, de 3 de octubre, ya citada— advierte que
«en la realidad jurídica, esto es, en la realidad histórica relevante para el Derecho, no
puede admitirse que algo es y no es, que unos mismos hechos ocurrieron y no ocu-
rrieron». Pero, sentado esto, admite que unos mismos hechos puedan producir efec-
tos jurídicos distintos en la sentencia laboral de conformidad con las normas de este
Ordenamiento. En su consecuencia considera correcto que si la sentencia penal ha
absuelto por no haberse demostrado la autoría del imputado, luego, la sanción admi-
nistrativa (y la subsiguiente sentencia laboral revisora) aprecie otra responsabilidad en
el sujeto distinta de la que se deriva de la autoría. ¿Qué queda entonces aquí de la pro-
hibición de bis in idem?
La experiencia demuestra, con todo, que no es inhabitual que dos Tribunales
hagan declaraciones opuestas sobre los mismos hechos: sobre su valoración y hasta
sobre su existencia. Y conviene insistir en que para el Tribunal Constitucional nada
tiene esto de ilícito y ni siquiera de anómalo.
Sobre este punto la actitud del Tribunal no ofrece dudas y, por ello, tal como
recuerda la STC 204/1991, de 30 de octubre (reiterando otras anteriores): «si exis-
te una resolución judicial firme dictada en un orden jurisdiccional, los otros órga-
nos judiciales que conozcan del mismo asunto deberán también asumir como cier-
tos los hechos declarados tales por la primera resolución o justificar la distinta
apreciación que hacen de los mismos. Cualquier otra solución es contraria al
derecho a la tutela judicial efectiva». Ahora bien, en palabras de esta sentencia y
de la 158/1985,
naturalmente, para que un órgano judicial tome en cuenta una resolución judicial firme de otro
órgano es preciso que tenga conocimiento oficial de la misma, porque se halla incorporada al
proceso que ante él se tramita. Es lógico que así sea: es claro que, siendo imposible el cono-
cimiento por parte de un órgano judicial de los pleitos relativos a los mismos hechos que se
desarrollen ante los óiganos de otros órdenes jurisdiccionales, debe recaer sobre la parte inte-
502 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
En cuanto que se trata de dos sentencias penales, esta decisión no nos afecta direc-
tamente; pero me ha parecido útil recordarlo para comprobar hasta qué punto pueden
complicarse las cosas en la casuística judicial.
Para comprobarlo volvamos a la frase que he subrayado de la STC 204/1991 («o
justificar la distinta apreciación que han hecho de los mismos»). Con ella se está
haciendo referencia a dos niveles de tratamiento de los hechos. Pensemos en un
supuesto de contaminación de aguas al que ha seguido la extinción de una especie pis-
cícola. En un primer nivel el tribunal constata de manera indudable los dos hechos: la
contaminación de la corriente y la mortandad de la pesca. Pero a continuación tiene
que establecer una conexión entre ambas para la que carece de un informe técnico
concluyente. El dilema consiste en determinar si la contaminación fue causa, o no, de
los daños en la fauna. Si la respuesta es positiva el hecho será un vertido contami-
nante dañoso para la pesca; y si la respuesta es negativa, se trata de un vertido con-
taminante irrelevante para la fauna: dos declaraciones fácticas distintas derivadas de
unos mismos hechos primarios. Como hemos visto, el Tribunal Constitucional admite
esta contradicción aunque con la advertencia de que el tribunal que se aparte de lo
anterior debe razonar los motivos de su disentimiento, es decir, debe argumentar por-
qué considera el vertido relevante siendo así que el tribunal penal había absuelto por
considerarlo irrelevante.
Pues si esto es así, tenemos ahora que volver a insistir en las reflexiones desarro-
lladas antes para criticar la vinculación de las declaraciones judiciales de hechos pro-
bados (art. 130.2 de la LPAC) así como la afirmación jurisprudencial de que «unos
mismos hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado».
Acabamos de ver que lo segundo es rigurosamente incierto (según ha reconocido el
propio Tribunal Constitucional) y que lo primero, además de carecer de fundamento
lógico, puede conducir a resultados injustos.
VII. EXCEPCIONES
senta, además, algunas grietas. Los repertorios jurisprudenciales nos demuestran tam-
bién que, si bien es verdad que la opinión dominante es la de la existencia de la regla,
ésta tiene en algunos casos excepciones y en otros se niega o no se aplica, a cuyo efecto
se invocan toda clase de argumentos y justificaciones más o menos sutiles, más o
menos convincentes, para explicar teóricamente la excepción declarada de forma
expresa por una norma o, simplemente, el criterio personal del autor o del juez.
La STS de 17 de diciembre de 1986 (Ar. 1148/1989; González Navarro), afirma
que el principio «si tal vez pueda ser defendido en el plano de la pura teoría, la reali-
dad ha impuesto el desarrollo de aquella potestad sancionadora administrativa, incluso
al margen de las relaciones especiales de sujeción, por la necesidad de dar respuesta
rápida y eficaz a las conductas reprochables, celeridad que no se conseguiría con la
intervención de la justicia penal».
A continuación van a examinarse las cuatro clases de excepciones más común-
mente invocadas para no aplicar la regla: la presencia de una relación de sujeción
especial, que es la más frecuente; la intervención de autoridades de distinto orden, que
es la más confusa; la falta de la triple identidad, que es a mi juicio la más interesante
y la que está peor estudiada; y, en fin, la diversidad de intereses y bienes jurídicos en
juego, que es la más socorrida.
la existencia de esta relación de sujeción especial tampoco basta por si misma para justificar
la dualidad de las sanciones. De una parte, en efecto, las llamadas relaciones de sujeción espe-
cial no son entre nosotros un ámbito en el que los sujetos queden despojados de sus derechos
fundamentales o en el que la Administración pueda dictar normas sin habilitación legal previa.
Estas relaciones no se dan al margen del Derecho, sino dentro de él y, por tanto, también den-
tro de ellas tienen vigencia los derechos fundamentales y tampoco respecto de ellas goza la
Administración de un poder normativo carente de habilitación legal, aunque ésta pueda otor-
garse en términos que no serían aceptables sin el supuesto de esa especial relación.
embargo, esta afirmación no puede compartirse, pues la triple identidad constituye el presu-
puesto de aplicación de la interdicción constitucional de incurrir en bis in idem, sea éste sus-
tantivo o procesal, y delimita el contenido de los derechos fundamentales reconocidos en el
artículo 25.1, ya que éstos no impiden la concurrencia de cualesquiera sanciones y procedi-
mientos sancionadores, ni siquiera si éstos tienen por objeto los mismos hechos, sino que estos
derechos fundamentales consisten precisamente en no padecer una doble sanción y en no estar
sometido a un doble procedimiento punitivo, por los mismos hechos y con el mismo funda-
mento. Ahora bien, la revisión de la declaración de identidad efectuada por los órganos judi-
ciales o el análisis directo de su concurrencia, en caso de no haberse efectuado por los órga-
nos sancionadores o judiciales a pesar de haber invocado la vulneración del derecho funda-
mental, han de ser realizados por este tribunal respetando los limites de esta jurisdicción cons-
titucional de amparo. Por tanto, se han de comparar los ilícitos sancionados, partiendo de la
actuación de los hechos realizada por la Administración en la resolución sancionadora y por el
órgano judicial penal en las sentencias, y tomando como base la calificación jurídica de estos
hechos realizada por estos poderes del Estado... y dado que el artículo 117.3 de la Constitución
atribuye a los jueces y tribunales la potestad jurisdiccional, siendo, por consiguiente, tarea atri-
buida a éstos tanto la delimitación procesal de los hechos como su calificación jurídica con-
forme a la legalidad aplicable.
tos. Ahora bien, si esto fuera así se disfuncionaría por completo la prohibición de bis
in idem ya que con ella se estaría diciendo que sólo es aplicable al castigo de un
mismo ilícito y no se aplicaría a reproches distintos: lo que parece tan obvio que hoy
haría falta declararlo y mucho menos positivizarlo.
B) La determinación de si media identidad de hechos es una cuestión que sólo
puede abordarse de forma casuística, siendo muy difícil inducir de ella criterios gene-
rales; pero en cualquier caso me remito a lo que ha de exponerse con detalle a tal pro-
pósito en el epígrafe X de este mismo capítulo.
Es muy frecuente que —tal como hemos visto ya en algunas de las sentencias
citadas— la jurisprudencia justifique la duplicidad de infracciones por la presencia de
bienes o intereses jurídicos de naturaleza distinta, que cada norma quiere proteger por
su cuenta; y lo mismo, y aún con mayor frecuencia, sucede con las leyes. La legisla-
ción de aguas protege la calidad de éstas desde la perspectiva medioambiental mien-
tras que la sanitaria lo hace desde la de la salud pública (sin olvidar, claro es, la ver-
tiente penal). La verdad es que nuestras leyes suelen ser tan escrupulosas en el papel
como negligentes en la aplicación real. Esta técnica de protección jurídica se asoma
también en algunas normas, como en el artículo 33 de la Ley General de Sanidad
14/1986, de 26 de abril, donde se dispone que «en ningún momento se impondrá una
doble sanción por los mismos hechos y en función de los mismos intereses públicos
protegidos». Precepto de inusitada trascendencia puesto que viene a ratificar la doc-
trina jurisprudencial aludida, justificando, al parecer, «una doble sanción por los mis-
mos hechos siempre y cuando los intereses protegidos sean distintos», como a sensu
contrario es correcto interpretar.
En mi opinión, sin embargo, la eventual variedad de bienes e intereses protegi-
dos no altera el régimen jurídico de la prohibición de bis in idem, puesto que lo
único que legitima es que el legislador tipifique como infracción acciones que lesio-
nen tales intereses. Ahora bien, una cosa es la justificación o motivación de la
norma y otra muy distinta su contenido que, a estos efectos, es lo que importa. Lo
que significa que ha de ser la propia norma la que se preocupe de incluir en el tipo
las matizaciones inherentes al interés que está queriendo proteger; si así lo hace,
producirá efectos; mas en otro caso será irrelevante. Es explicable que la legislación
sanitaria no deje pasar por alto el riesgo que para la salud pública representan las
aguas contaminadas, pero ello no significa que se limite a reproducir literalmente
un tipo anterior sino que, cabalmente por causa de ese interés peculiar que le preo-
cupa, tipifica el supuesto de contaminación de aguas potables y esto sí que tiene
efectos jurídicos.
Los vertidos en el mar se recogen en la legislación de costas atenta a la conserva-
ción de los recursos naturales; y ciertamente que hubieran podido ser regulados en la
legislación de pesca y hasta quizás también en la de Marina, aunque la verdad es que
no lo han sido a pesar de estar enjuego intereses inequívocamente distintos. En cam-
bio, la legislación turística sí que lo ha hecho al tomar conciencia de lo que para el
turismo significa (independientemente de la sanidad y de la pesca) la pureza del agua
marina. Pero para que se haya creado una nueva infracción, ha sido preciso añadir un
elemento al tipo común o simple: contaminación realizada por un establecimiento
turístico.
En definitiva, dado que la prohibición de bis in idem no está dirigida al legis-
lador sino al operador jurídico, tendrá éste que analizar con cuidado los tipos con-
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 511
currentes para determinar si son idénticos (en cuyo caso apreciará concurso de
leyes) o concéntricos, también llamados consuntivos, es decir, todos los elementos
del primero están incluidos en el segundo, pero éste añade o especifica algunos
más. En otras palabras, el operador jurídico mira en dos direcciones: por un lado,
hacia la norma para comprobar los extremos que acaban de decirse y, por otro lado,
hacia los hechos para comprobar si son uno o varios; aunque aquí con la adverten-
cia de que ha de mirar a los hechos a través de la norma según se ha explicado ya
con detalle. Pero, en cambio, no ha de preocuparse de los intereses protegidos, que
son cosa del legislador, y al intérprete sólo le importan en tanto en cuanto se hayan
reflejado en el tipo.
La pluralidad de bienes jurídicos agredidos como justificación del bis in idem es
un lugar común de nuestra jurisprudencia, por cuya razón basta recoger aquí, por
todas, la STC 234/1991, de 10 de diciembre, que es lo suficientemente elocuente a
nuestros efectos aunque se refiera a sanciones disciplinarias:
No basta simplemente con la dualidad de normas para entender justificada la imposición
de una doble sanción al mismo sujeto por los mismos hechos, pues, si asi fuera, el principio
ne bis in idem no tendría más alcance que el que el legislador (o, en su caso, el Gobierno como
titular de la potestad reglamentaría) quisiera darle. Para que la dualidad de relaciones sea cons-
titucionalmente admisible es necesario, además, que la normativa que la impone pueda justi-
ficarse porque contempla los mismos hechos desde la perspectiva de un interés jurídicamente
protegido, que no es el mismo que aquel que ¡a primera sanción intenta salvaguardar o, si se
quiere, desde la perspectiva de una relación jurídica diferente entre sancionador y sanciona-
do [...]. Para que sea jurídicamente admisible la sanción disciplinaria impuesta en razón de una
conducta que ya fue objeto de condena penal es indispensable que el interés jurídicamente pro-
tegido sea distinto y que la sanción sea proporcionada a esa protección.
El tenor literal de esta sentencia ofrece, por lo demás, un excelente punto de par-
tida para seguir profundizando en el análisis.
Tal como se pone de manifiesto en varios lugares de este libro y desde diferentes
perspectivas, los intereses protegidos, junto con las relaciones de sujeción especial,
operan como la gran coartada para justificar las excepciones al régimen garantiza-
dor del Derecho Administrativo Sancionador. Ocurre, en efecto, que la jurispruden-
cia ha elaborado con gran esfuerzo un cuerpo doctrinal de enorme mérito y válido con
carácter general, pero que en determinadas ocasiones no resiste la prueba de la ca-
suística. Cuando un principio no tiene aplicable posible —o no se quiere aplicar— en la
práctica, entonces, para justificar su bloqueo, se acude al subterfugio de invocar la
presencia de una relación de sujeción especial o de una variedad de intereses protegi-
dos: los funcionarios han de aceptar la doble sanción (penal y administrativa) o bien
por considerarse que se encuentran en una relación de sujeción especial, o bien por-
que se entiende que son diversos los bienes e intereses jurídicos protegidos. El hotel
que contamina aguas lesiona, por un lado, el medio ambiente y, por otro, la imagen
turística. Un planteamiento que provoca la inquietante duda de si se trata de una jus-
tificación a posteriori inequívocamente pretextual o si, por el contrario, supone una
justificación legítima.
Una última cuestión para terminar este punto. Si resulta, como con harta fre-
cuencia sucede, que dos leyes sectoriales reproducen el mismo tipo de infracción,
cabe preguntarse por las razones de esta reiteración aparentemente inútil. Parece
claro que algunas veces se deberá, pura y simplemente, a descoordinación e igno-
rancia del legislador, que ni siquiera se acuerda de lo que él mismo ha hecho. Pero
no siempre es así porque de ordinario la reiteración no es del todo inútil. Por de
pronto abre la posibilidad de que intervengan otros órganos administrativos en la
512 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
persecución del infractor, quienes así podrán suplir las negligencias de los demás
(aun a riesgo, sin embargo, de la reduplicación de actuaciones si los dos son dili-
gentes, que no se sabe lo que es peor). Mientras que en otros casos la razón de la
concurrencia es la conminación de sanciones mayores. Esto sucede cuando la pri-
mera norma ha quedado obsoleta por el transcurso del tiempo o cuando el segundo
legislador da mayor importancia a los intereses que él protege. De donde resulta que
dos infracciones idénticas son conminadas con sanciones diferentes: el tipo único
de la infracción se desdobla en dos sanciones diferentes. Esta situación no es dese-
able, desde luego, en una política sancionadora bien ordenada; pero su importancia
empalidece cuando se tiene en cuenta el factor verdaderamente grave: habida cuen-
ta de la anchura del abanico de sanciones, es prácticamente imposible que coinci-
dan las que en la práctica se imponen para un mismo hecho por los dos órganos
actuantes, puesto que cada uno tiene su propio criterio y rigor. Con la consecuencia
de que, una vez más, el ciudadano está en manos del azar, expresado aquí en la
imprevisible y cambiante dureza o tolerancia de los órganos administrativos que se
decidan a perseguirle.
La prohibición que comporta la regla non bis in idem impide que hechos idénticos y
correspondientes al mismo período puedan dar lugar a dos diferentes procedimientos sancio-
nadores; pero no es incompatible con que la continuidad de unos hechos surgidos en un pri-
mer momento, y su coincidencia o concurrencia en un período posterior con otras circunstan-
cias adicionales, pueda dar lugar a un nuevo procedimiento, para investigar y en su caso san-
cionar el ilícito que pueda resultar de esas nuevas circunstancias.
del agua potable: en esta circunstancia varía el objeto de la acción. Un precepto cali-
fica de infracción y sanciona el vertido de aguas residuales en el mar sin instalacio-
nes adecuadas mientras que otro describe la misma acción pero referida a estableci-
mientos turísticos-, en esta circunstancia varia el sujeto. Un precepto califica de
infracción y sanciona el ejercicio de caza en días vedados, mientras que otro añade el
dato de que se trate, además, de días de fortuna (es decir, con niebla o nieve): aquí
varían las circunstancias.
En todos estos supuestos nos encontramos con dos tipos, puesto que no es lo
mismo contaminar una masa de agua potable que una corriente de agua no potable.
En consecuencia, y de acuerdo con lo que atrás se ha escrito, habría que considerar
como cometidas dos infracciones. Ahora bien, aquí sucede que una de tales infrac-
ciones no se puede cometer independientemente de la otra o, mejor todavía, la simple
es independiente de la agravada o modalizada, pues el tipo de esta última contiene
todos los elementos de la primera (más alguno añadido, claro está). En estas condi-
ciones hay que concluir que en la misma comisión de la infracción simple no hay pro-
blema, puesto que no concurre la infracción agravada; mientras que en la comisión de
la infracción agravada, aunque realmente no se haya cometido también la infracción
simple, jurídicamente este dato no tiene relevancia porque ya está tenido en cuenta en
el tipo (por así decirlo, la norma ya lo sabía) y ha señalado una sola sanción, que com-
prende —si es que se quiere formular en tales términos— el castigo de la infracción
simple y el de la modalizada; lo que cabalmente explica que se trata de una infracción
agravada. En definitiva, en el supuesto de tipos parcialmente coincidentes la aplica-
ción de uno excluye la del otro en que se contemplan los mismos elementos que ya
aparecen en el aplicado.
Si lo anterior es indiscutible, conviene tener presente una posible dificultad prác-
tica. Cuando el órgano sancionador es el mismo para las dos infracciones, resulta casi
inimaginable que instruya simultáneamente dos expedientes (uno por caza vedada y
otro por caza vedada en días de fortuna). Pero, cuando los órganos sancionadores son
distintos y no están debidamente coordinados, es muy probable que se inicien simul-
táneamente y tramiten paralelamente los dos expedientes (por las Consejerías de
Obras Públicas y de Turismo, en el ejemplo anterior de contaminación de aguas) y
ninguno de ellos acceda a inhibirse en beneficio del otro. La cuestión habrá de abor-
darse y resolverse, entonces, en el momento de la resolución.
Resuelto primero el expediente por el tipo agravado, podrá solicitarse la absolu-
ción por el simple —e impugnar la sanción, si se produjere a pesar de todo— argu-
mentando la prohibición del bis in idem. Resuelto primero el expediente simple, la
situación se complica, ya que en el expediente agravado no se puede invocar el non
bis in idem, dado que se trata de una acción —y de una infracción— distinta. Las difi-
cultades provienen de que si en el mejor de los casos la norma administrativa declara
el principio, no se preocupa de establecer reglas para hacerlo operativo, cuya ausen-
cia no ha sido suplida todavía ni por la doctrina ni por la jurisprudencia.
La cuestión se complica extraordinariamente, sin embargo, cuando dentro del
Ordenamiento administrativo nos encontramos con dos normas tipificadoras concu-
rrentes y, para llegar a elegir cuál es la aplicable, no nos sirve ninguno de los criterios
que acaban de ser descritos: no nos vale el de la especialidad porque los dos tipos des-
critos son idénticos; no nos vale el de la subsidiariedad porque no está reconocido ni
puede deducirse tampoco implícitamente; y no nos vale, en fin, el de la alternatividad
porque las sanciones previstas coinciden.
En tales supuestos —y en contra de lo que sucede en el Derecho Penal— me atrevo
a conjeturar que debe resolverse el conflicto con los criterios combinados de la volun-
tad y de la cronología.
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 515
con una o varias acciones, qué sucede cuando los tipos descritos en varios preceptos
coinciden total o parcialmente, hasta qué punto es lícito acumular en una misma reso-
lución sanciones previstas en varias normas, y tantas otras. La indudable utilidad del
indicado pragmatismo no autoriza, por tanto, a la autosatisfacción. No basta, en otras
palabras, con recrearse en la zona de seguridad que las dos reglas descritas ya han
acotado, sino que es preciso continuar adelante y adentrarse en otras zonas que hasta
ahora han sido prácticamente desconocidas por el Derecho Administrativo
Sancionador.
A ese propósito contamos una vez más con la valiosa ayuda de los instrumentos
técnicos del Derecho Penal, que hay que utilizar sin reparo mientras el Derecho
Administrativo Sancionador no esté en condiciones de crear sus propios remedios. Y
no es poca la fortuna de contar con la teoría penal, dado que, de no ser por ella, habrí-
an los administrativistas de explorar a ciegas estos nuevos caminos sin otro guía que
el cuestionable voluntarismo de la casuística jurisprudencial ni otra luz que sus intui-
ciones personales.
Situación que aconseja realizar un breve excurso sobre la teoría de los concursos del
Derecho Penal —por lo demás repetidas veces aludidos ya en las páginas anteriores—
para poder pasar desde allí a la situación jurídico-sancionadora de la Administración.
En principio existen dos variantes concúrsales: en unos casos el mismo hecho está
tipificado en varias normas, por lo que hay que determinar si se aplican todas o una
sola y, en este supuesto, cuál de ellas (concurso de normas); en otros casos lo que
sucede es que, siendo teóricamente posible la aplicación de dos (o varias) normas al
mismo hecho, la ley decide que se trata de dos ilícitos (concurso real) o bien que se
trata de uno solo aunque sobre él se acumulen, con mayor o menor reducción, las
penas previstas en las dos normas (concurso ideal de ilícitos).
2. C O N C U R S O (APARENTE) DE LEYES
La teoría penal del concurso de leyes aborda una situación en la que dos leyes
tipifican y sancionan una misma acción. Cierto es, desde luego, que en un plano
abstracto podría pensarse que, puesto que hay dos normas tipificadoras válidas,
habría que aplicar ambas, ya que la misma acción constituye dos o más delitos; pero
es más lógico suponer que, de ordinario, la duplicidad normativa sancionadora es
consecuencia de una incoherencia o descoordinación de la legislación que agrava
sin fundamento la posición del autor y, en cualquier caso, la mentalidad moderna
rechaza este criterio. Pues bien, es cabalmente la regla del non bis la que permite
bloquear la superposición de sanciones que se considera injusta, operando en defi-
nitiva como una válvula de seguridad o mecanismo corrector de deficiencias nor-
mativas. Como dice la STS de 21 de junio de 1976 (Sala 2.a; Ar. 3120), la aplica-
ción de una sola norma no necesita siquiera de una expresa previsión legal «puesto
que resulta de la naturaleza misma de las cosas y del principio siempre latente en el
derecho punitivo de non bis in idem, al que repugna castigar dos veces los actos que
por estar en la misma línea de ataque al bien jurídico protegido se refunden en la
acción culminante y de más entidad penal».
Ahora bien, ¿cuál ha de ser la norma prevalente y cuál la marginada? En el
Derecho Penal, para tomar una decisión al respecto procede realizar una cuidadosa
ponderación de las normas enjuego aplicando al efecto una serie de criterios que apa-
recen actualmente en el artículo 8 del Código Penal:
A) Criterio de la especialidad: La ley especial prevalece sobre la general impi-
diendo la aplicación de ésta. Entendiéndose, a estos efectos, que es ley especial aque-
518 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
3. C O N C U R S O DE INFRACCIONES
Como sucede que nuestro Ordenamiento jurídico admite que «un solo hecho cons-
tituya dos o más delitos» (art. 71.1 del Código Penal), cuando se da tal circunstancia
se provoca una situación embarazosa: porque, si se aplica la regla del non bis, resul-
tará que un delito va a quedar impune y, si se castigan los dos, se quebranta la regla
(y, además, el principio de proporcionalidad), lo que tampoco es tolerable. Para supe-
rar este dilema ha elaborado el Derecho Penal la llamada teoría del concurso de deli-
tos, que, como comprobaremos inmediatamente, es perfectamente utilizable en el
Derecho Administrativo Sancionador.
A) Concurso ideal
La solución que ofrece el Derecho Penal es la siguiente: los dos ( o varios) deli-
tos van a ser castigados una sola vez (y así se respeta la regla del non bis in idem);
pero el castigo va a ser más duro que el que correspondería de tratarse de un solo deli-
to (y así se evita la impunidad de uno de ellos) acumulando con ciertas reducciones
las dos penas previstas. Con esta hábil maniobra se superan las dificultades prácticas
y dogmáticas del non bis y se centra el problema de la determinación exacta de la
pena, desdramatizando así su alcance.
La determinación de esa pena «más dura» no es, desde luego, una operación fácil
en el Derecho Penal, habida cuenta del amplio repertorio de penas disponibles y de su
eventual heterogeneidad; pero en el Derecho Administrativo Sancionador estas difi-
cultades no existen habida cuenta de que las multas tienen siempre la misma natura-
leza y son, por tanto, automáticamente homologables. Las opciones teóricas son, por
lo demás, muy sencillas. Si se elimina la acumulación material (es decir, la suma de
las penas atribuidas a todos y cada uno de los delitos cometidos por la misma acción)
—lo que no es admisible porque ello equivaldría, de hecho, al castigo de varios deli-
tos—, nos quedan fundamentalmente las siguientes posibilidades: o bien la absorción,
que implica la elección de la pena más grave entre todas las que entran en juego a la
vista de los delitos cometidos; o bien la exasperación (o asperación): se escoge la más
grave y, además, se eleva o intensifica su contenido (aunque sin llegar, naturalmente,
a la suma de todas ellas). Con esta última fórmula se pretende evitar una consecuen-
cia psicológica que provoca la absorción, a saber, que cuando media ésta, el delin-
cuente tiene conciencia de que van a resultar impunes todos los demás delitos gene-
rados por su acción (por así decirlo: no le van a castigar más, haga lo que haga) y no
tendrá freno para su conducta. .
El artículo 71 del Código Penal se ha inclinado por la simple absorcion y se limi-
ta a ordenar la imposición de «la pena correspondiente al delito más grave en su grado
máximo». , . . . . .
A título de curiosidad, es de reseñar que en el Derecho Administrativo
Sancionador italiano se ha recogido de manera expresa la exasperación según apare-
ce en el artículo de la Ley 689/1981: a menos que se establezca otra cosa por ley,
520 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
quien por una acción u omisión viole más de una disposición está sujeto a la sanción
prevista para la infracción más grave, aumentada hasta el triple.
Entre nosotros, sin embargo, la figura más corriente en el Derecho Administrativo
Sancionador es la de la absorción, recogida incluso en algunas leyes, como en el artí-
culo 94.2 de la Ley de Costas: «si un mismo hecho u omisión friera constitutivo de
dos o más infracciones, se tomará en consideración únicamente aquella que compor-
te la mayor sanción» (reproducido luego literalmente en otras leyes, como en el ar-
tículo 119.2 de la de Puertos de 24 de noviembre de 1992).
Con carácter general, ni que decir tiene que a la jurisprudencia contencioso-admi-
nistrativa no se le había escapado tal solución, aunque tampoco veía muy clara la
forma de utilizarla. En las palabras de la sentencia preconstitucional de 21 de diciem-
bre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano):
Pero la adecuada solución al problema planteado (sí es aplicable el non bis in idem a la
sanción acumulada de índole administrativa) ha de tenerse presente que nos movemos en la
esfera del derecho sancionador, en donde se pretende corregir conductas contrarias al derecho;
esto dicho y comoquiera que los hechos [...] pueden ser calificados de maneras distintas, es
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 521
visto que en uno y otro supuesto se está calificando y sancionando una misma y única con-
ducta [...] por lo que parece obvio que no se puede sancionar dicha conducta, sino por el modo
orientador que en el campo del Derecho penal se establece en el articulo 71 del Código Penal.
No se puede dejar de reconocer que los órganos penales, al enjuiciar el caso, se encon-
traban en una situación paradójica, pues, aunque no podian dejar de condenar penalmente al
recurrente, tampoco podian dejar de ser conscientes de que la sanción penal por ellos impuesta
al mismo podia suponer una reiteración sancionadora constitucionalmente prohibida por el
articulo 25.1 de la Constitución. El hecho de que la legislación no prevea expresamente solu-
ción para los casos en los que la Administración no suspende el expediente administrativo,
estando un procedimiento penal abierto puede explicar su actuación [...] Una solución como
la adoptada en este caso por el órgano judicial no puede considerarse lesivo de la prohibición
constitucional de incurrir en bis in idem sancionador, dado que la inexistencia de sanción des-
proporcionada en concreto, al haber sido descontada la multa administrativa permite concluir
que no ha habido una duplicación —bis— de la sanción constitutiva del exceso punitivo mate-
rialmente proscrito por el articulo 25.1 [...] En definitiva, no hay ni superposición ni adición
efectiva de una nueva sanción y el derecho reconocido en el artículo 25.1 en su vertiente san-
cionadora no prohibe el "doble aflictivo" sino la reiteración sancionadora de los mismos
hechos con el mismo fundamento padecida por el mismo sujeto.
La STS de 9 junio de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 6394) se ocupa de dos infracciones san-
cionadas separadamente por la Administración en sendas multas de diez millones de
pesetas. El tribunal, invocando los principios de non bis in idem y de proporcionali-
dad declara que siendo «adecuado a Derecho aplicar como norma subsidiaria de
segundo grado [...] para la determinación de la sanción la norma del artículo 77 del
Código Penal cuando los hechos que constituyen unidad, en este caso sociológica,
constituyan dos o más delitos [...] la sanción resultante es la única de quince millones
de pesetas y no dos de diez millones».
En este sentido se ha pronunciado el TEDH en su Sentencia de 30 de julio de
1998 (caso Oliveira) al declarar, en un concurso ideal de infracciones, que no se
lesiona el Convenio, pues en él «no se opone a que dos jurisdicciones distintas
conozcan de infracciones diferentes [...] y ello en menor medida en el caso en que
no ha tenido lugar una acumulación de penas sino la absorción de la más leve por
la más grave».
El Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea (Asunto 99/79, Lacóme) ha abor-
dado la cuestión del concurso ideal de infracciones (una nacional y otra comunitaria)
admitiendo sin vacilar la doble sanción, pero dulcificando el castigo al recomendar
que, cuando se imponga la segunda sanción, se «tome en cuenta» la anterior y «se
compensen» de alguna manera sus importes. Una fórmula que en su día puede ser
muy fértil, pero que de momento apenas si está esbozada y sobre la que volverá a
insistirse en las últimas páginas de este mismo capítulo.
Veamos ahora cómo puede funcionar este mecanismo en la realidad. Si se trata de
dos infracciones administrativas que van a ser sancionadas por el mismo órgano, no
hay problema puesto que éste podrá proceder a la ponderación de las sanciones, como
así sucederá también con el tribunal contencioso administrativo si los dos actos san-
cionadores son impugnados ante este jurisdicción, según hemos visto en la STS de 9
de junio de 1999. Y tampoco habrá dificultades cuando la sanción administrativa haya
sido anterior a la sentencia penal —un supuesto irregular pero posible— ya que el
juez penal puede realizar la absorción.
522 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
B) Concurso medial
El Reglamento demuestra aquí, una vez más, su sensibilidad hacia las técnicas
del Derecho Penal, que progresivamente va introduciendo en el Derecho
Administrativo Sancionador. Así se incorpora la figura del concurso real medial,
evidentemente deducida del artículo 71 del Código Penal, y que ya ha sido utiliza-
da, por cierto, en alguna sentencia esporádica, como la de 13 de junio de 1986 (Ar.
3607; Garayo):
La resolución recurrida [...] establece multas de cinco y tres millones de pesetas por infrac-
ciones consistentes, respectivamente, en parcelación ilegal y realización de obras sin licencia;
extremos éstos que deben reducirse a un solo concepto [.,.] para no duplicar administrativamente
las sanciones correspondientes a una sola infracción conforme al principio, también aplicable al
Derecho Administrativo Sancionador, del non bis in idem. Porque lo que debe sancionarse en el
supuesto denunciado es la realización de obras de parcelación ilegal, en cuya locución van implí-
citos los dos conceptos sancionados [...] ya que de otra forma el hecho sancionable se desdobla
en dos, cuando uno y otro están íntimamente relacionados en relación de causa a efecto.
penando separadamente los delitos. Cuando la pena así computada exceda de ese
límite, se sancionarán los delitos por separado».
Esta discordancia resulta inevitable desde el momento en que las sanciones admi-
nistrativas no se escalonan en «grados». Lo que significa que nos encontramos ante
un sistema de simple «absorción» de sanciones y no de «absorción con agravación»
(exasperación), que es lo que ordena el Código Penal. Y, dado que la Administración
—a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal— no está obligada a imponer la
multa más alta o la sanción más grave de todo el abanico sancionador atribuido a la
infracción más grave, el resultado puede ser la condonación de la sanción correspon-
diente a la sanción menos grave; salvo, naturalmente, que se considere la presencia de
la segunda infracción como agravante.
En cualquier caso, para la mejor identificación de esta figura puede acudirse, sin
reservas, a la Sentencia de la Sala 2.a del TS de 7 de junio de 1979 (Ar. 2341; Gómez
de Liaño), aunque esté referida, como es obvio, al Derecho Penal. Según ella, para que
aparezca un concurso medial de delitos se requiere:
1) La existencia de dos o más acciones que estén tipificadas como delitos autónomos o
independientes [...]. 2) Que uno y otro hecho o conducta delictiva estén ligados por la necesi-
dad de medio a fin [...]. 3) Que esta necesidad instrumental esté adornada de una conexión
teleológica, en el sentido de que la proyección o camino delictivo aparezca concatenado, no
solamente por elementos lógicos, temporales o espaciales, sino también psicológicos a través
de una unidad resolutiva [...].
C) Concurso real
Existe concurso real de ilícitos cuando se pronuncia una sola resolución enjui-
ciando varios hechos, cada uno de los cuales constituye un delito independiente. Esta
circunstancia no afecta, en principio, a las penas: «Al culpable de dos o más delitos o
faltas se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones
[...]», que es la llamada acumulación material de penas en los artículos 73 a 76 del
Código Penal.
En la práctica las dificultades surgirán aquí cuando el juez penal y el órgano
Administrativo (o el juez contencioso administrativo) tengan diversas opiniones
al respecto. Imaginemos que el juez penal considera que no hay conflicto real y
que el órgano administrativo entiende lo contrario. En tal supuesto la
Administración reanudará el procedimiento en lo atinente a la infracción admi-
nistrativa, aunque no suponga una infracción manifiesta de la regla del non bis in
idem.
Para terminar confieso resignadamente que los resultados del análisis prece-
dente no han sido demasiado prometedores. La teoría de los concursos penales
constituye un inmejorable marco teórico de referencia, de momento el único fia-
ble de que se dispone, mas forzoso es reconocer que su utilidad ha de ser escasa
a falta de prevenciones que le hagan operativo en el Derecho Administrativo
Sancionador. De hecho — tal como ha denunciado repetidas veces la doctrina,
singularmente A L E N Z A — no existe un mecanismo hábil de articulación entre los
mecanismos penal y administrativo de represión, con la consecuencia de que la
regla que estamos examinando, teóricamente confusa, en la realidad funciona de
manera harto deficiente y por lo común imprevisible. Andamos escasos cierta-
mente de reflexión jurídica, pero en este campo, más quizás que en ningún otro,
se hace necesaria una regulación normativa y un progreso jurisdiccional que doten
524 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
policía de 1988, al hilo de un solo hecho natural, hay varias acciones, varios tipos y
varias infracciones. En su consecuencia, no entra en juego la prohibición del bis in
idem y únicamente —si el legislador así lo dispone de forma expresa— pueden esta-
blecerse modalidades en la atribución de las penas por considerar que se trata de un
concurso real medial.
Cuando el factor normativo identifica con precisión el hecho natural no hay pro-
blema, en efecto. Lo que de ordinario sucede, sin embargo, es que el hecho típico es
ambiguo, de tal manera que en él caben más o menos elementos, de tal manera que
su identificación queda abierta al operador jurídico en cada caso concreto.
Volvamos al incidente tabernario. El primer operador jurídico (la Administración
sancionadora) decidió separar en tres grupos los elementos de hecho del fenómeno
natural y de allí resultaron tres acciones típicas. Mas el segundo operador (el juez con-
tencioso-administrativo) los juntó en uno solo hecho, en una sola acción y en una sola
infracción.
Independientemente de la eventual corrección —y utilidad— del análisis que
acaba de realizarse (que el tiempo y la crítica irán depurando) no puede pasarse por
alto que la jurisprudencia suele operar aquí, una vez más, de forma casuística con
resultados ordinariamente imprevisibles y que habitualmente no se argumentan debi-
damente.
Veamos ahora un ejemplo tomado de la STS de 11 de junio de 1998 (3.a, 4.a, Ar.
4759). La Administración había constatado tres alteraciones de una vía pública ( o
sea, alteraciones físicas en tres puntos distintos de una misma vía pública), por las que
se impusieren al autor único de todas ellas tres multas que en total sumaban dos millo-
nes y medio de pesetas considerando que se habían producido tres acciones y tres
infracciones: una solución plausible. Pero el Tribunal Supremo adoptó otra opción por
entender que se trataba de una sola acción (la realización de obras en un tiempo con-
tinuo) aunque se manifestara en tres lugares diferentes; y por tratarse de una sola con-
ducta infractora impuso una multa única de 80.000 pesetas. Una solución jurídica-
mente también plausible.
En estas condiciones no se puede hablar de solución correcta o incorrecta por-
que está fuera de dudas (como he expuesto en El arbitrio judicial) que, salvo
excepciones, no existe una solución correcta única sino que caben varias plausibles
y la plausibilidad depende de la razonabilidad de la argumentación. Al jurista le
corresponde ponderar las soluciones plausibles para escoger la más razonable sin
atreverse a descalificar por completo a las otras. En el ejemplo anterior yo me
inclino desde luego por la postura administrativa, que me parece aceptable desde
el punto de vista técnico-jurídico y que socialmente ha de ser la más eficaz ya que
en 1998 una multa —la judicialmente impuesta— de 80.000 pesetas era ridicula
para un contratista de carreteras, al que ni castigaba por lo ya hecho ni disuadía
para el futuro.
Si enlazamos ahora cuanto acaba de decirse con las consideraciones expuestas en
el capítulo cuarto (epígrafe III) a propósito de la distinción entre hecho y acción,
podemos realizar un análisis más preciso.
En el ejemplo tabernario nos encontramos con un hecho natural integrado por tres
elementos jurídicamente relevantes (embriaguez, uso de arma y réplicas desatentas) y
otros muchos irrelevantes que también formaban parte del hecho natural pero que la
ley no tiene en cuenta (el autor iba sin afeitar, era un día de fiesta, había dado al cama-
rero una generosa propina y, además, estaba disgustado porque su equipo favorito
había perdido el partido). Tres elementos naturales de un mismo hecho que respon-
dían a tres acciones humanas autónomas que sólo ocasionalmente habían convergido en
el hecho concreto: la acción de beber en exceso, la de exhibir un arma reglamentaria
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 527
El sentido protector de esta disposición es evidente: con ella se pretende evitar que
se inicien expedientes, incluso diarios, por una infracción única como es la propia de
la infracción continuada, al menos desde la concepción teórica que asume el
Reglamento (por oposición a otras corrientes que entienden que la acción continuada
está compuesta por una pluralidad de acciones, unidas únicamente por razones y a
LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM 529
efectos procesales). De acuerdo con este sistema, por tanto, sólo una vez recaida la pri-
mera resolución sancionadora (no parece muy claro qué es lo que se quiere decir con
su «carácter ejecutivo»), se rompe la unidad de acción y empieza una nueva infracción.
De la infracción continuada hay que distinguir la infracción permanente, en la
que una acción u omisión única crea una situación antijurídica, cuyos efectos per-
manecen hasta que el autor cambia su conducta. Como ejemplo puede valer la colo-
cación de una valla publicitaria de las prohibidas por la Ley de Carreteras. El
Reglamento no ha recogido esta figura probablemente porque tampoco aparece en
el Código Penal, que le inspira. Pero, si la existencia del delito permanente es indu-
dable en nuestro Derecho Penal y se utiliza con absoluta naturalidad en la doctrina
y en la jurisprudencia, no hay ninguna razón para ignorarlo en el Derecho
Administrativo Sancionador, que no puede detenerse en su fructífera actitud de
apropiarse de técnicas y figuras penales. Lo que sucede, con todo, es que se trata de
un camino (con dos fases: primero, la de asimilación y, luego, la de reelaboración)
que ha de ser necesariamente largo. Porque, a falta de una regulación positiva —o
con una regulación positiva fragmentada e incompleta—, la simple incorporación
de la figura no es suficiente y necesita un tratamiento jurisprudencial y doctrinal
posterior que no puede improvisarse en un día. Vistas así las cosas, aunque el régi-
men establecido por el REPEPOS no parezca en estos momentos muy útil, en razón
de su sumariedad, tiene una enorme trascendencia en cuanto que significa una aper-
tura inédita hacia aspectos del Derecho Penal a los que nunca se había acercado
todavía el Derecho Administrativo Sancionador.
La SAN de 8 de febrero de 2000 (Ar.754) admite que, tratándose de hechos per-
manentes, la Administración puede imponer nuevas sanciones cuando después de
haber impuesto ya una, el infractor no cesa en su conducta ilícita. Y ello porque «es
consustancial a la infracción permanente y a su perseguibilidad —como lo es también
para las infracciones continuadas— la posibilidad de que la Administración pueda rei-
terar el ejercicio de la potestad sancionadora en tanto no cese la situación de perma-
nente ilicitud... Lo que significa que, si una vez iniciado un procedimiento sanciona-
dor, la infracción permanece, lo que procedería sería la incoación de un nuevo expe-
diente, no la acumulación del hecho nuevo constatado al procedimiento en curso».
De la misma manera hay que separar de las dos figuras dichas la del delito habi-
tual o colectivo, entendido «como aquel constituido por una serie de acciones deter-
minadas, las cuales, tomadas en consideración individualmente, no revisten carácter
de delito». Paradigma de esta clase de infracciones es, en nuestro Código Penal, el
artículo 542, donde se habla de quien habitualmente se dedica a préstamos usuarios
( A . J. SAINZ MORAN, El concurso de delitos, 1 9 8 6 , 128).
Si se hubiere impuesto sanción por los Órganos Comunitarios, el órgano competente para
resolver deberá tenerla en cuenta a efectos de graduar la que, en su caso, deberá imponer,
pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar la comisión de la infracción.
LA PRESCRIPCIÓN
I. ESTADO DE LA CUESTIÓN
parece abonar esta interpretación. Ahora bien, aunque tal postura se encuentre justi-
ficada desde el punto de vista formal, no puede olvidarse que sus consecuencias seri-
an perturbadoras por exceso de rigidez ya que impiden a la Administración el esta-
blecimiento de plazos más flexibles y mejor adoptados a la naturaleza de cada infrac-
ción, obligando a seguir otros inevitablemente simplificados y hasta rudimentarios.
Como fórmula de compromiso podría defenderse, entonces, la posibilidad de que
por vía reglamentaria pudiera la Administración establecer unos plazos variables y
más matizados —aunque eso sí y como garantía de los particulares— dentro de los
topes máximos señalados por las leyes: tanto por la LPAC como por las sectoriales
correspondientes.
La jurisprudencia actual es en este punto contundente ya que, remitiéndose de
forma expresa a sentencias anteriores a 1992, ha declarado sin ambajes que «la exi-
gencia de norma específica que señale los plazos de prescripción de las faltas admi-
nistrativas y de las sanciones puede ser cumplida por vía de reglamento» (STS de 27
de marzo de 1998, 3.a, Ar. 2901). Y todavía es más tolerante la de 6 de mayo de la
misma sección y año (Ar. 4629) al declarar que no existe reserva de ley para regular
la prescripción de las infracciones y que basta para ello una norma reglamentaria con
una habilitación legal genérica para su desarrollo, aunque ni la ley tuviera la más
mínima regulación de la prescripción ni en su genérica regulación reglamentaria
hiciera alusión de ningún tipo a esta extinción de la responsabilidad. Posteriormente,
en el mismo sentido la de 24 de julio de 2000 (Ar. 5228).
Lo dicho para los reglamentos vale también para las leyes autonómicas, como
advierte la STSJ de Cataluña de 24 de mayo de 2002 (Ar. 706) a propósito de la ley
catalana que establece que la interrupción de la prescripción se produce por cualquier
actuación de la Administración con respecto a la infracción y no, como dice la LPAC,
por la iniciación del procedimiento sancionador con conocimiento del interesado; la
ley de procedimiento es aquí, en suma, de aplicación supletoria. La STC 166/2002, de
18 de septiembre, ha marcado, no obstante, un criterio muy distinto al considerar
como básicos los preceptos de la LPAC en esta materia.
En un orden muy distinto de consideraciones la STSJ de Canarias/Las Palmas de
11 de mayo de 2000 (Ar. 1665) se alinea en la tesis doctrinal de que corresponde al
infractor probar la prescripción que alega ya que (en una realización de obra sin licen-
cia) «quien voluntariamente se ha colocado en una situación de clandestinidad en la
realización de unas obras (no) puede obtener ventajas de las dificultades probatorias
originadas por esa ilegalidad».
Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de junio de 1989 (Ar. 5338; Trillo):
En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya sañalábamos que la apreciación del
instituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido pr el recurrente, no produce vicio de
incongruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo posturalado —anulación de
la resolución recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos
defectos y circunstancias que inciden en la legalidad de la resolución, pues no se compadece-
ría con el derecho a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya
que el principio de iura novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este res-
pecto y teniendo en cuenta el criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del
Derecho Administrativo los principios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más
recordar que la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resuelta-
mente la naturaleza material de la prescripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carác-
LA PRESCRIPCIÓN 537
ter procesal que se venía concediendo por influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posi-
bilidad de ser declarada de oficio en cualquier estado del procedimiento procesal (S de 3 de
diciembre de 1988).
— bien sea por comparación con las faltas y delitos, «ya que no seria justo que
sean de peor condición que las tipificadas en el Código Penal» (STS 15 de noviem-
bre de 1988; Ar. 9084; García Estartús);
— bien sea «por la necesidad de que no se prolonguen indefinidamente situacio-
nes expectantes de posible sanción y su permanencia en el Derecho material sancio-
nador» (STS 14 de diciembre de 1988; Ar. 9390; González Mallo);
— o bien sea, en fin, porque «cuando pasa cierto tiempo se carece de razón para
el castigo, porque en buena medida, al modificar el tiempo las circunstancias concu-
rrentes, la adecuación entre el hecho y la sanción principal desaparece» (STS 16 de
mayo de 1989; Ar. 3694; Rosas).
Ahora bien, las justificaciones más abundantes son de índole jurídica, tal como
ha podido comprobarse ya más arriba. La propia sentencia de 16 de mayo de 1989
(Ar. 3694; Rosas) añade que «el mismo derecho a un proceso sin dilaciones indebi-
das invita a la aplicación del instituto de la prescripción». Otras muchas sentencias
aluden a la «seguridad jurídica» y, por supuesto, la explicación más socorrida se
apoya en la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del
Derecho Penal, entre los que se encuentra cabalmente el de la prescripción. Como los
testimonios en tal sentido son innumerables valga, por todas, la Sentencia de 14 de
diciembre de 1988 (Ar. 9390; González Mallo):
una corriente jurisprudencial constante ha venido reiterando la doctrina de que éste es también
uno de los aspectos en los cuales se manifiesta la existencia de principios comunes a todo el
LA PRESCRIPCIÓN 539
Siendo de advertir que esta tesis es la más antigua puesto que, contando con ante-
cedentes venerables, aparece ya perfectamente formulada en la importante sentencia,
ya parcialmente transcrita, de 9 de marzo de 1972 (y que mereció un comentario de
GONZÁLEZ P É R E Z aquel mismo año): si la norma nada dice
este silencio en ningún caso cabe interpretarlo negativamente sino como una aceptación táci-
ta, en el estricto sentido semántico, del régimen general del ilícito, supraconcepto compren-
sivo de sus manifestaciones fenoménicas administrativa y penal. Ilícito este último que por
implicar un reproche social más profundo constituye el límite máximo de los demás, según
prevé el artículo 603 del Código Penal y en consecuencia permite la aplicación supletoria en
esta materia del plazo de dos meses señalado en el artículo 113 para la prescripción de las
faltas.
Ésta podría ser la regla general como apunta la STS de 3 de julio de 1987 (Ar.
6673; Jiménez Hernández):
la moderna orientación jurisprudencial plasmada en las Sentencias como las de 8 de febrero y
28 de septiembre de 1982 distingue entre dos grandes grupos, señalando que el primero de
ellos se halla constituido por las infracciones y sus correlativas sanciones de autotutela admi-
nistrativa y referidas directamente al buen orden administrativo y sanciones que tienden a la
protección del orden social general y son actuales respecto de todos los administrados sin
requerir una especial relación de sujeción administrativa; el segundo, por el contrario, está
integrado por quienes se encuentran en esa especial situación de relación administrativa que
no sólo alcanza a los funcionarios sino también a otros supuestos donde se da una relación
similar.
siempre se ha hecho notar que la simetría de estos dos órdenes parece romperse ante
la ausencia de prescripción de los pecados. Y, sin embargo, el paralelo subsiste puesto
que la prescripción de los ilícitos mundanales es el correlativo de la confesión reli-
giosa (católica). El Dios de Roma como los Estados nacionales no permiten la situa-
ción indefinida de culpa y por eso han establecido mecanismos periódicos de limpie-
za: en un caso la confesión pascual y en el otro la prescripción.
El Estado, con objeto de tranquilizar los ánimos de los infractores, les brinda la
seguridad jurídica a través de la prescripción: un mecanismo inrreprochable para los
infractores de buena fe. Pero ¿qué decir de aquellos que de forma deliberada han
infringido confiando en que la incuria administrativa les permita escapar del casti-
go? Los españoles (y no sólo ellos) son aficionados a los juegos de azar y asumen
con habitualidad el azaroso riesgo de sus comportamientos, singularmente en los fis-
cales y urbanísticos. Más todavía: en las empresas avanzadas se contabilizan con
naturalidad las consecuencias económicas de estos riesgos y se provisionan fondos
para cubrir las multas que se preven. Aquí el azar es sustituido por el cálculo y se
estudian de antemano las probabilidades de ser descubierto y si el montante de las
sanciones compensa de los beneficios de las infracciones. Porque las infracciones,
incluso sancionadas, pueden ser económicamente rentables. La legislación comuni-
taria —y ahora también la española— han establecido que el importe de las sancio-
nes tiene que garantizar en todo caso que la infracción no produzca beneficio algu-
no a su autor. Medida acertada aunque ingenua con evidencia pues se olvida que lo
ordinario es que las infracciones no sean aisladas, de tal manera que si se consigue
anular el beneficio de una sola, la ventaja se mantiene a cargo de las impunes. Este
es el negocio que bien conocen y practican los empresarios aunque lo ignore el legis-
lador, o finja ignorarlo la Administración represora y los tribunales lo fomenten con
su beata convicción de que únicamente es lícito sancionar el hecho descubierto y no
los comportamientos.
Ni que decir tiene que los empresarios avispados no se contentan con los jueces
de azar y con los cálculos económicos sino que, además, intervienen descaradamen-
te en el sistema represivo mediante dos operaciones complementarias: utilizando pri-
mero sus hábiles auxiliares, notoriamente superiores a los empleados de la
Administración de ordinario poco estimulados, para demorar hasta el máximo las
tareas de inspecciones y procedimientos sancionadores, y así dar lugar a que se pro-
duzca la esperada prescripción.
Mas no se trata sólo de eso porque también se producen maniobras de mayor
envergadura convenciendo a los órganos políticos de las ventajas de una prescripción
breve. En estas relaciones caben todas las variantes de la corrupción, de la amenaza y
del halago. El Gobierno adquiere así aliados políticos cuando no económicos, encubre
su incapacidad técnica de inspección y se convierte en adepto interesado en la con-
signa de «borrón y cuenta nueva» que premia los comportamientos futuros honestos
con el atractivo inmediato del perdón para el pasado.
IV PRESCRIPCIÓN DE LA FALTA
Hasta 1992 la situación, más que defectuosa, era intolerable puesto que los jueces
contencioso-administrativos no habían sido capaces de asimilar las reglas penales de
prescripción, quizás porque éstas eran inadecuadas a las circunstancias propias de las
infracciones administrativas. Así las cosas, la LPAC resolvió la cuestión de la manera
más simple, es decir, ofreciendo una solución específicamente administrativa, que
despejó de una vez por todas las dificultades que venían arrastrándose como conse-
542 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
cuencia de unos planteamientos importados del Derecho Penal. Por ello puede decirse
que el artículo 132.1 de la LPAC —como todo su Título IX— es el primero y más
importante jalón del «giro administrativo» del Derecho Administrativo Sancionador
del que tanto se ha hablado en el presente libro.
1. E L ARTÍCULO 1 3 2 . 1 L P A C
2. C Ó M P U T O DE PLAZOS
Sea como fuere, la primera cuestión que aquí se presenta es la determinación del
dies a quo, o sea, el momento en que empieza a correr la prescripción.
En el Derecho Penal está muy claro que «el término de la prescripción comenza-
rá a correr desde el día en que se hubiere cometido el delito» (art. 114.1 del Código).
En el Derecho Administrativo Sancionador, sin embargo, el Tribunal Supremo se esta-
ba inclinando por la solución opuesta, es decir, que el plazo empieza a contar el día
en que la Administración tiene conocimiento de la infracción, no desde el que se
cometió (cfr„ entre otras muchas, las de 2 de julio de 1973, Ar. 3129, Martín de Hijas;
25 de enero de 1989, Ar. 485, García Ramos, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502, Ruiz
Sánchez)
Esta acepción parece desde luego más justa pero no resulta aceptable por la incer-
tidumbre que genera ya que no resulta fácil, ni para la Administración ni para el
infractor, acreditar cuál es el momento exacto del conocimiento. No obstante, en algu-
nos ordenamientos sectoriales se hace referencia expresa a la aparición de algún
«signo externo» que permita descubrir infracciones que de otra suerte permanecerían
indefinidamente ocultas con absoluta impunidad para los autores. Piénsese, por ejem-
plo, en el supuestos contemplado en la STS de 31de diciembre de 1983 (Ar. 479 de
1984) referido a una trasmisión ilícita de licencia sin autorización municipal. El razo-
544 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
por la Administración) pero a las que la ley cubre con un tipo único. Ni que decir tiene
que el ilícito permanente, tanto en el Derecho Penal como en el Derecho
Administrativo Sancionador, supone una enorme ventaja para el infractor puesto que
la sanción atribuida a una sola falta no ha de ser superior a la correspondiente a tres
o a trescientas: benevolencia que no se entiende bien desde la política criminalística
o de represión administrativa. Vistas así las cosas el régimen de cómputo del plazo de
prescripción —que comienza cuando se comete la última acción aunque las anterio-
res tuvieran lugar en fecha pasada lejana— viene a ser, por así decirlo, una «com-
pensación sistémica» de la ventaja indicada.
Si nos atenemos a la prescripción —que es lo que en estos momentos interesa—
el régimen del artículo 132.1 del Código penal es muy claro: en los delitos perma-
nentes el plazo empieza a contar desde el día en que se cometió la última infracción
mientras que en los delitos continuados la prescripción corre desde el día en que se
elimina la acción ilícita. En el Derecho Administrativo Sancionador los problemas
vienen a la hora de calificar una infracción como continuada o como permanente. La
casuística jurisprudencial es ciertamente rica a este propósito, pero aún no se ha depu-
rado sucintamente esta cuestión en sede teórica.
Ni que decir tiene que nada de esto aparece regulado en el REPEPOS, pero la alu-
sión inequívoca a la «falta continuada» implica una conexión deliberada con el régi-
men penal que queda así incorporada al Derecho Administrativo Sancionador en los
términos modalizados que ya conocemos.
E) D E PALMA DEL TESO ha incorporado al acervo del Derecho Administrativo
Sancionador la figura de la infracción de hábito, tomándola obviamente del delito
penal del mismo nombre.
Estas infracciones —dice— se caracterizan por la necesidad de repetición de
actos en una conexión objetiva tal que permita hablar de hábito y hasta ese momento
no se consuma la infracción y, por lo mismo, el cómputo del plazo de prescripción
deberá empezar a contar a partir de realizarse la última acción que forma parte de la
infracción. En otras palabras, no son infracciones las acciones individualmente con-
sideradas sino su cometido conjunto: es la reiteración la que aporta el contenido anti-
jurídico de una infracción administrativa compuesta por una pluralidad de acciones
individuales.
pío, una inspección». A tal propósito tiene una extraordinaria importancia práctica el
que el Tribunal Supremo venga exigiendo habitualmente que los actos de interrupción
sean conocidos por el particular, pues de no ser así le sería muy fácil a la Administración
argumentar, quizás de mala fe, que se habían producido. Y es que, como insiste la sen-
tencia, «la exteriorízación es un requisito o presupuesto de eficacia, según refleja el artí-
culo 45 de la Ley de Procedimiento Administrativo y ha exigido esta Sala precisamen-
te en el ámbito de la prescripción de las infracciones administrativas».
Resulta evidente que este artículo 132.2 de la LAP está inspirado en el Código
Penal; pero independientemente de ello, el mero dictado de un acto administrativo, aun
sin ser notificado al interesado, interrumpe ya el curso de la caducidad (o de la pres-
cripción). Así lo declara la Sentencia de 10 de octubre de 1989 (Ar. 7347; Martín del
Burgo) por entender que «la notificación del acto administrativo no es condición de
validez, ni menos de existencia del mismo, sino simplemente de su eficacia frente al
interesado; lo que respecto de la institución debe servirnos para que los actos no noti-
ficados en su momento, pero conocidos finalmente, deban servir para testimoniar la
existencia de una actividad administrativa dentro del respectivo procedimiento, impe-
ditivo o mejor incompatible con la calificación de inactividad que ha de ser la base de
la caducidad del procedimiento». Y todo ello por una razón extrema, a saber; que «la
caducidad más que en un fundamento subjetivo del abandono del procedimiento, no
presumible en principio y de muy difícil indagación, debe basarse en el objetivo de la
inactividad o pasividad en su tramitación, lo que es perfectamente comprobable».
Por otro lado, la jurisprudencia dictada a propósito de los actos capaces de pro-
ducir la interrupción es contradictoria, puesto que si en algunos casos se afirma (por
ejemplo, STS de 15 de octubre de 1979; Ar. 3452) que ni las diligencias previas ni la
información reservada interrumpen la prescripción como tampoco cualquier actividad
interna de la Administración (STS 4 de febrero de 1981; Ar. 1058; Martín Ruiz), en
otras ocasiones se ha sostenido la postura opuesta (SSTS de 2 de enero de 1980, Ar.
150, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502).
En un orden muy distinto de consideración conviene recordar que el Tribunal
Supremo no ha sufrido nunca vacilaciones en este punto: la existencia de la prescrip-
ción es apreciable de oficio por la sencilla razón de que así es como actúa también en
el Derecho Penal, Veamos algunos ejemplos de cómo razona el tribunal. En la sen-
tencia de 5 de diciembre de 1988 (Ar. 9320; Cáncer) se precisa que
Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de julio de 1989 (Ar. 5338; Trillo):
En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya señalábamos que la apreciación del ins-
tituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido por el recurrente, no produce vicio de incon-
gruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo postulado —anulación de la resolu-
ción recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos defectos y cir-
cunstancias que incidan en la legalidad de la resolución, pues no se compadecería con el derecho
a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya que el principio de iura
novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este respecto y teniendo en cuenta el
criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del Derecho Administrativo los prin-
cipios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más recordar que la jurisprudencia de la
LA PRESCRIPCIÓN 549
Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resueltamente la naturaleza material de la pres-
cripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carácter procesal que se venía concediendo por
influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posibilidad de ser declarada de oficio en cualquier
estado del procedimiento procesal (S de 2 de diciembre de 1988).
Pero otras veces confunden los tribunales ambas figuras, como denuncia la
Sentencia de 6 de marzo de 1990 (Ar. 1952; Martín del Burgo) al revocar la senten-
cia apelada: «la paralización, de producir efectos, no daría lugar a la puesta en juego
de la prescripción, sino a la caducidad del procedimiento». La verdad es que hay
muchas sentencias que equiparan acríticamente prescripción y caducidad, así como
otras que manejan ambos términos de forma equívoca. Valga de ejemplo la de 18 de
noviembre de 1987 (Ar. 8214; Hernández Santiago), que se reproduce en otras
muchas, como en la de 21 de mayo de 1993 (Ar. 3787; Goded):
si bien en nuestro Derecho no existe una norma jurídica que fije la distinción entre caducidad
y prescripción, instituciones, ambas, que responden a la común razón de la presunción de
abandono del derecho como de las acciones que son su consecuencia, la prescripción, como
legitimación al ejercicio tardío del derecho en beneficio de la seguridad jurídica, ha de aco-
gerse en aquellos supuestos en los que la Administración negligentemente o por laxitud deja
transcurrir varias veces un lapso legal máximo para hacer renacer el derecho a exigir o corre-
gir las conductas ilícitas administrativas.
tendrá que reforzar sus servicios de inspección, pero lo que no es de recibo es que un
impuesto se termine liquidando una década más tarde de cuando se devengó».
En definitiva: mientras se están tramitando legalmente unas actuaciones previas (es
decir, dentro del plazo legal y sin incurrir, por tanto, en caducidad) el plazo de pres-
cripción material se interrumpe o suspende; pero se reanuda si se incurre en caducidad
y lo mismos sucede cuando lo que se deja caducar es el expediente principal. Así lo ha
declarado en términos contundentes el Tribunal principal. La Sentencia de 28 de febrero
de 1996 (Ar. 1764) ha declarado, en efecto, que «si las actuaciones inspectoras no cris-
talizan en las correspondientes actas en un plazo de seis meses desde que se iniciaron, se
tendrá por no producida la interrupción que el inicio de aquellas actuaciones supuso».
Criterio corroborado por otra de 18 de diciembre del mismo año (Ar. 9309) y seguida-
mente por otras cinco de la misma fecha de 28 de octubre de 1997.
De notar es, por otra parte, que el Grupo Parlamentario de Euskadiko Ezquerra
presentó en las discusiones del Congreso una enmienda de adición sobre «la peren-
ción o caducidad del procedimiento por inactividad de la Administración», que no fue
aceptada y que literalmente decía así:
Iniciado el procedimiento administrativo sancionador y transcurrido un mes desde la noti-
ficación personal al interesado de cada uno de los trámites dispuestos por el procedimiento
legal o reglamentariamente establecido sin que se impulse el trámite siguiente, el expedientado
podrá requerir por escrito de la Administración actuante la continuidad del procedimiento y si
transcurren dos meses sin que ésta realice las actividades necesarias para la reanudación de la
tramitación, se producirá la perención del procedimiento, con archivo de las actuaciones.
En esta regulación, incluso antes de estar positivizada, se apoya una práctica juris-
diccional consolidada, tal como aparece en la STS de 8 de noviembre de 1993 (Ar.
8606; Peces).
Incoado el procedimiento sancionador antes de transcurrir el plazo de la infracción y tra-
mitado sin solución de continuidad hasta pronunciar la resolución sancionadora, no cabe apre-
ciar abandono de la acción por parte de la Administración y, en consecuencia, no concurre
aquélla porque se notificare el pliego de cargos al responsable una vez transcurrido el plazo de
prescripción computado desde el momento de comisión de la infracción ya que una de las fina-
lidades del procedimiento sancionador es, precisamente, esclarecer los hechos para determinar
las responsabilidades susceptibles de sanción.
Si no hubiere recaído resolución transcurridos treinta días desde la finalización del plazo
de seis meses desde la iniciación del procedimiento, se producirá la caducidad de éste y se pro-
cederá al archivo de las actuaciones a solicitud de cualquier interesado o de oficio por el pro-
pio órgano competente para dictar la resolución, excepto en los casos en que el procedimiento
se hubiera paralizado por causa imputable a los interesados [...].
2. L A L P A C TRAS L A REFORMA D E 1 9 9 9
I. NACIONALISMO
[556]
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 557
Como quiera que sea, el resultado ha sido que, desdeñando influencias foráneas de
aplicación tan cómoda como sospechosa, se ha preferido seguir la difícil senda de la
creación propia, en la que se ha llegado a prescindir hasta de la tradición puesto que se
han cortado deliberadamente los hilos del pasado tenidos, no siempre con razón, como
autoritarios. Con la ingenuidad del neófito el Derecho Administrativo Sancionador
español ha renegado deliberadamente de todo lo anterior, con la fe y la voluntad de
empezar una nueva vida en diciembre de 1978, sin otro norte que el texto constitucio-
nal y sin otra apoyatura técnica que la del Derecho Penal. Una decisión harto arriesgada
puesto que la Constitución es conocidamente muda al respecto y la ayuda penalística
no puede tener mucho más alcance que el de una ortopedia provisional.
y abogados anda el juego, olvidando que la Administración tiene mucho que decir
habida cuenta de que —aun admitiendo su ignorancia, negligencia y abusos— es la
voz de los intereses públicos y generales, que de hecho no tienen otra que la suya
puesto que los autores poco se acuerdan de ellos.
El Tribunal Constitucional vela por los derechos fundamentales (de los infracto-
res, huelga decirlo) y si el Tribunal Supremo se preocupa además de la corrección
legal de la actuación administrativa, es manifiesto que a quien benefician sus anula-
ciones es también a los infractores. Uno y otro son guardianes de la Constitución y de
la Ley y solamente a ellas están sometidos. La Administración, en cambio, tiene una
visión más amplia y completa puesto que, operando sometida a la ley, lo que atiende
es a los intereses públicos y generales. De tal distonía nace el problema dado que los
controles judiciales sólo son sensibles a las cuestiones legales, ciegos a lo demás
como esos animales cuyo sistema óptico no les permite percibir los colores. Los inte-
reses públicos y generales no pasan por el filtro jurisdiccional, de tal manera que los
comentaristas —que en el mejor de los casos nos ocupamos de sentencias con fre-
cuencia sin conocer sus antecedentes de hecho— terminamos nutriéndonos exclusi-
vamente con el insípido alimento de las resoluciones judiciales, con la paja de lo abs-
tracto, sin probar el grano de la vida, los conflictos de intereses concretos y reales.
Éste es, en definitiva, uno de los aspectos más sórdidos del Derecho
Administrativo Sancionador y desde luego el que menos preocupa a los analistas: su
notoria asimetría, donde una hipersensibilidad hacia la vertiente garantista de los
derechos de los infractores convive con una deliberada insensibilidad hacia los inte-
reses públicos, generales y colectivos, que sólo son representados y defendidos por la
Administración, un protagonista al que precisamente no se ha escuchado nunca en el
proceso de elaboración de este Derecho.
Las resoluciones administrativas sancionadoras se resuelven al cabo de un prolijo
procedimiento administrativo en el que se intercambian pliegos de cargos y des-
cargos, se toma declaración al imputado y a los testigos, se incorporan dictámenes
jurídicos e informes periciables de variados tipos y cuantos escritos y diligencias
pasan por la cabeza del instructor y de los abogados. La resolución va precedida de
una propuesta formal y de una apasionado controversia. La Administración razona
cuidadosamente su decisión. Todo esto puede terminar luego en manos de un juez o
tribunal contencioso-administrativo que con menores trámites resuelve y en su sen-
tencia el expediente merece quizás un par de líneas, o quizás ninguna, y en los fun-
damentos jurídicos se confirman o corrigen brevemente los motivos invocados por la
Administración. En suma, el voluminoso expediente administrativo termina concen-
trado en media docena de páginas donde no puede reflejarse con precisión lo que real-
mente ha sucedido.
El peso de todas estas resoluciones es proporcional a la distancia que les separa
de la realidad de los hechos. La sentencia del juez contencioso-administrativo preva-
lece sobre el acto administrativo y la sentencia del Tribunal Supremo sobre la del tri-
bunal inferior pero no necesariamente por ser la mejor fundada sino por ser la última:
en los procesos forenses quien habla el último es el que tiene la razón. Y —en lo que
aquí importa— quien resuelve al final sólo atiende a derechos; de tal manera que
pasan desapercibidos los intereses y las circunstancias que movieron a la
Administración en el momento de absolver o sancionar. Pues bien, el Derecho
Administrativo Sancionador es el resultado de generalizar unas resoluciones casuísti-
cas inspiradas exclusivamente por determinados aspectos parciales del conflicto dis-
cutido.
Se dirá que nada se puede reprochar a los jueces por obrar de esta forma ya que
así se lo imponen la Constitución y las leyes. Ésto es rigurosamente cierto y lo ante-
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 559
IV ASIMETRÍA Y DESEQUILIBRIO
Este Derecho debe estar inspirado por la Constitución, como sucede con todas las
instituciones jurídicas y a la sombra de aquélla y de sus principios debió ciertamente
nacer y desarrollarse. Pero ni el Tribunal Constitucional ni el Supremo se han con-
tentado con esto y se han empeñado en buscar en la Constitución unos elementos con-
cretos en los que apoyarse. Ahora bien, como tales elementos no existen, se los han
inventado sin escrúpulos haciendo decir a la Constitución lo que ésta no ha dicho. Se
trata, en suma, de una auténtica falsificación hermenéutica que no puede excusarse
por las buenas intenciones con que se ha realizado.
Sobre la naturaleza constitucional de los principios fundamentales del Derecho
Administrativo Sancionador pesa algo más que la sombra de una duda porque hasta
ahora nadie ha encontrado —ni encontrará nunca a menos que se modifique la
Constitución— un texto que lo apoye más o menos directamente. Lo que sí abundan
ciertamente son tajantes declaraciones del Tribunal Constitucional en tal sentido; mas
no nos engañemos: el que este tribunal sea el supremo intérprete de la Constitución
no le convierte en infalible. Un Estado laico que no acepta la infalibilidad del Papa
romano ni está sometido a los dogmas de la Iglesia Católica ha de ser consecuente y
no sacralizar tampoco lo que ni siquiera en origen fue sagrado como sucede cuando
se proclama la infalibilidad del Tribunal Constitucional o dogmas como el de la lega-
lidad y la reserva legal.
Se ha querido —a lo que parece— cimentar sólidamente a esta rama del Derecho,
pero las consecuencias de una falsificación inicial de este calibre nunca pueden ser
buenas. La constitucionalización de la matriz ha provocado una intensa rigidez del
régimen que se está pagando muy cara.
Una vez que los tribunales han declarado que en este ámbito rigen con fuerza
constitucional los principios de legalidad, reserva legal, tipicidad y culpabilidad (por
citar los más importantes), es claro que ya no son disponibles por la legalidad ordi-
naria. Mas, como por otra parte sucede, que con tan rígidos principios no puede ope-
rar eficazmente la potestad sancionadora estatal y como por la razón dicha sucede que
no cabe remedio alguno por vía de ley, he aquí que para poder funcionar ha habido
que acudir a una segunda falsificación, ahora de los propios principios indebidamente
entronizados. A cuyo efecto se les ha manipulado groseramente con el pretexto de que
han de ser matizados con objeto de que puedan ser adaptados a las peculiaridades san-
cionadoras públicas. Son principios de contenido rebajado y con estas modulaciones
y flexibilizaciones lo que se ha conseguido —siguiendo con la imagen arquitectó-
nica— es debilitar los cimientos. Nótese, pues, la incongruencia del proceso: para dar
consistencia al nuevo Derecho Administrativo Sancionador se ha procedido a una pri-
mera falsificación jurídica mediante la manipulación de los textos constitucionales; y
luego, cuando se ha visto que el sistema no podía funcionar así y que tampoco podía
remediarse por leyes ordinarias, ya que los prohibía el rango constitucional, se ha acu-
dido a una segunda falsificación, ahora mediante la manipulación de los principios
pretendidamente constitucionales.
Con todo esto hemos venido a parar a una situación incomodísima ya que, pri-
mero, reina una inseguridad jurídica extrema habida cuenta de que nunca podemos
saber de antemano el alcance de las matizaciones que reconocerá en cada caso el tri-
bunal; y segundo, se ha terminado en manos del Tribunal Constitucional.
Así las cosas cabe preguntarse por las causas de una constitucionalización tan
exacerbada y, por ello mismo, tan perversa. Antes se ha hablado de la ingenuidad del
neófito, a lo que podría añadirse ahora el fanatismo del converso y el desconcierto del
ignorante. En 1978 se creían los políticos y los profesores españoles que empezaba
una nueva era y que a partir de la hora cero podía formarse un nuevo Derecho sin otra
ayuda que la Constitución, garantía absoluta de la felicidad perfecta, al estilo de los
562 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
VII. MODELIZACIÓN
Sin demasiado esfuerzo imaginativo pueden diseñarse los siguientes modelos que
han ido ensayándose a lo largo de la evolución de lo que hoy llamamos Derecho
Administrativo Sancionador.
1.° El primero y más sencillo fue el de una simple derivación del Derecho de
Policía. El Rey (el Estado) estaba al cuidado del orden, seguridad y fomento material
del bienestar de los vasallos. Tarea que se realizaba a través de medidas directas de
policía, que en caso de incumplimiento eran sancionadas por servidores administrati-
vos y, en su caso, por jueces.
2.a La separación liberal-constitucional de poderes, la correlativa diferenciación
orgánica de jueces y funcionarios y la emergencia del principio de la supremacía de
la ley y la importancia de los derechos individuales hicieron inviable el anterior siste-
ma. Los ilícitos se dividieron en dos grandes bloques: los crímenes (cuya represión
correspondía naturalmente a los jueces penales) y las infracciones administrativas,
cuya represión, al cabo de ciertas vacilaciones, terminó encomendada a funcionarios
y políticos, primordialmente a los gobernadores civiles y alcaldes, eventualmente
controlados en una instancia posterior por los tribunales contencioso administrativos.
3.° La maduración democrática y la reciente afirmación de los derechos indivi-
duales obligó a buscar un nuevo modelo más jurídico y consecuentemente más judi-
cializado, que cristalizó en una fórmula bastante confusa de importancia extranjera:
el Derecho Penal Administrativo caracterizado por la sumisión a las técnicas del
Derecho Penal, del que venía a ser una emanación.
4.° En el Estado constitucional actual empezó a elaborarse un nuevo modelo en
el que el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal, formalmente sepa-
rados, encontraban una raíz común en el Derecho Público estatal basado en una potes-
tas puniendi única de titularidad estatal, que se bifurcaba en dos ramas: la penal y la
administrativa. Modelo ideal que en la realidad funcionaba de manera muy distinta ya
que el Derecho Administrativo Sancionador sufría una doble colonización: la del
Derecho Constitucional, cuyos principios, más allá de una simple inspiración, le vin-
culaban; y la del Derecho Penal que le prestaba su herramental técnico. Con este
modelo experimentó el Derecho Administrativo Sancionador un desarrollo especta-
cular aunque ensombrecido por la circunstancia de que tanto los principios constitu-
cionales como las reglas penales resultaban con frecuencia inaplicables a las condi-
ciones propias de las infracciones administrativas. Para conseguir una mejor adapta-
ción se formó la doctrina de que tales principios y reglas deberían ser aplicados en
este ámbito de una forma flexible, modulada o matizada.
564 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
5.° En el trascurso de los últimos años —y tal como estaba anunciado, pero en un
tiempo más breve de lo previsto— el Derecho Administrativo Sancionador ha ido libe-
rándose de influencias ajenas hasta conseguir una identificación propia. Como este
proceso de sustantivación —que será examinado con detalle en el último número de
este capítulo— se ha realizado mediante la toma en consideración de elementos genui-
namente administrativos, puede hablarse de un «giro administrativo» de la evolución.
Ni qué decir tiene, además, que junto a los modelos históricos descritos existen
otros, cuya implantación nunca se ha logrado en España aunque se haya intentado y
defendido por políticos y juristas convencidos de sus bondades o, más frecuentemente
aún, por influencias extranjeras. De entre ellos el sistema judicial —o sea, la represión
encomendada a jueces— es el que ha encontrado siempre más adeptos entre nosotros,
al menos hasta que la Constitución de 1978 disipó esta posibilidad al consagrar en tér-
minos inequívocos la potestad sancionadora de la Administración.
VIII. FRACCIONAMIENTO
Veamos ahora qué es lo que ha quedado de los grandes principios que han sido
j urisprudenci almente constitucionalizados.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 565
una práctica tradicional literalmente milenaria que el racionalismo lógico formal del
Tribunal Constitucional intentó cortar invocando el principio radical de la reserva de
ley. La segunda línea expresa una viva «lucha por el Derecho» presentada contra la
doctrina tradicional, cómoda y acríticamente abrigada en el Derecho Penal, por una
doctrina impetuosa, considerada inicialmente como ingenua y casi provocadora que
ha terminado imponiéndose por la fuerza de su tenacidad, por su refinamiento teórico
y, sobre todo, por su realismo. En la tercera línea, en fin, se ha puesto de manifiesto
la conocida tensión entre nuestros dos Altos Tribunales. El Supremo ha llegado a una
posición permisiva extrema que el Constitucional no ha compartido. Ahora bien,
cuando el conflictivo empezaba a ponerse peligrosamente caliente, el legislador, en
los últimos días del 2003, le ha zanjado con una fórmula de compromiso que, respe-
tando formalmente los criterios del Tribunal Constitucional, ha dado luz verde de
hecho a una tipificación generalizada a través de las ordenanzas.
En el campo de la atribución de sanciones —y singularmente al hilo de la pro-
porcionalidad— han surgido varias cuestiones capitales sin cuya aclaración resulta
imposible percatarse de las peculiaridades del ejercicio de la potestad administrativa
sancionadora: el amplio margen de la discrecionalidad administrativa ( y del arbitrio
judicial) así como el largo alcance de éste.
Por increíble que parezca, la culpabilidad, que es el núcleo duro de cualquier sis-
tema represivo, sigue siendo el punto más confuso de todo el sistema. Desde luego,
antes de la Constitución no era exigible y hasta bien avanzado el decenio de los ochenta
ha seguido manteniendo el Tribunal Supremo esta postura. Hoy es dominante la con-
traria, ciertamente, pero con ello no hemos ganado demasiada claridad dado que aún
siguen abiertas las cuestiones más importantes.
La primera de ellas es la de su naturaleza constitucional o no, que de ordinario se
da por supuesta, pero que resulta más que dudosa a la vista de la legislación ordina-
ria, que en algunos casos llega a negarla frontalmente.
La segunda de ellas es la inteligencia de la variante descrita en el artículo 130 de
la LPAC como «mera inobservancia»: un precepto que ha provocado una tormenta en
el Derecho español por cuanto que en su descarnada literalidad supone un reconoci-
miento expreso e inequívoco de responsabilidad objetiva, que los tribunales venían
negándose obstinadamente a aceptar. Piedra de escándalo que plantea un dilema dra-
mático: porque si se mantiene la validez de esta fórmula se dinamita el sistema teóri-
co-constitucional administrativo sancionador (además de romperse los lazos con el
Derecho Penal); y si se rechaza, lo que se dinamita es el sistema legislativo practicado.
Para mí es indudable su validez, aunque en un esfuerzo de conciliación dogmática
considero que puede entenderse no como una forma de culpabilidad (junto con el
dolo, culpa e imprudencia) sino como una variante de antijuridicidad —sencillamente
un nuevo tipo de infracción que generaliza la vieja figura de «infracción de Orde-
nanza municipal»— que se aproxima a la llamada responsabilidad objetiva aunque no
coincide totalmente con ella dado que aquí cabe la alegación de causas de exonera-
ción externas (fuerza mayor) e internas (error invencible). Las disfunciones de su
régimen en relación con el respeto normal de responsabilidad culpable son esenciales
y saltan a la vista ya que aquí no rige la presunción de inocencia y, en consecuencia,
la carga de prueba de exoneración corresponde a quien la alega. En resumidas cuen-
tas, si se observa la evolución del Derecho Administrativo Sancionador en este punto,
a partir de 1992 puede afirmarse sin vacilaciones que se ha producido un inequívoco
«giro administrativo de la culpabilidad» que le ha alejado de la dogmática penal. Pero
con la misma sinceridad hay que reconocer que esta expresión legal ha planteado un
problema que sigue sin resolverse y asombra pensar que en la práctica pueda seguirse
funcionando con esa carga pendiente.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 567
rio, errática. Lo que sólo desanimará a quienes ingenuamente creen que el Derecho es
un mecanismo de certidumbre y previsibilidad, cuando la realidad es que no se trata
de un puerto seguro sino de un camino áspero en el que hay que dar cada paso con
mucha prudencia. Hay que aprender a vivir en la incertidumbre y a desconfiar de unos
principios tan brillantes como engañosos. Debemos ser conscientes de que el Derecho
Administrativo Sancionador no es un recetario de soluciones cómodas sino que cada
caso es un desafio a la justicia y a la inteligencia.
tiene que ver con el penal. Porque los jueces penales sólo están para reprimir delitos
derivados de una legislación que les es ajena; a diferencia de lo que sucede en el otro
ámbito en el que la Administración es directamente la ejecutora de unas normas, que
no le son ajenas puesto que colabora en su formación a través de los reglamentos y,
sobre todo, porque gestiona los intereses públicos y generales. La Administración es,
en suma, un gestor —y un gestor no sólo de normas sino en primer término de intere-
ses— y únicamente reprime de forma marginal, como un subproducto —mejor, como
un complemento— de su actividad esencial de gestión.
Con esta diversidad de presupuestos, radicalmente separados, lo que asombra
entonces es la servidumbre penal que ha padecido hasta ahora —y seguirá padeciendo
todavía durante algún tiempo— el Derecho Administrativo Sancionador. Extraño
fenómeno que quizás pueda explicarse por la absoluta pobreza teórica en los años en
que se aprobó la Constitución y por la cerrazón ideológica que padecía —y aún pade-
ce— el Tribunal Constitucional. La servidumbre técnica a que le sometió el Tribunal
Constitucional en favor del Derecho Penal es explicable por la repetida circunstancia
de que en aquella época no se disponía de otra. La sumisión impuesta —no pasiva-
mente aceptada— por el Tribunal Constitucional a determinados principios penales
de rango constitucional ya es menos justificable puesto que responde a una exacerba-
ción ideológica más propia de políticos demagógicos que de magistrados prudentes.
Por ello sorprende más todavía que los excesos dogmáticos (sumisión ciega a los prin-
cipios de legalidad, reserva legal, mandato de tipificación, culpabilidad, nos bis in
idem) fueran obra del Tribunal Constitucional y no de la Constitución misma, mucho
más mesurada —con su enigmático silencio— en este punto.
Sea como fuere, el hecho es que el Derecho Administrativo moderno o constitu-
cional se colocó en la estela del Derecho Penal dejándose arrastrar por él. Con la
inevitable consecuencia de que el aparato empezó pronto a chirriar —si se permite tal
expresión— porque con toda evidencia no se podía manejar con instrumentos sustan-
cialmente penalísticos una realidad, como la de las infracciones administrativas, tan
distinta de la penal.
Para rectificar el error de esta perspectiva se ofrecían a los tribunales dos posibi-
lidades: la de «adaptar» los principios penales a la realidad administrativa y la de
abandonar tales principios para seguir una vía administrativa propia. Dos opciones en
el fondo no excluyentes puesto que la primera puede desembocar con más o menos
dificultades en la segunda, como si de un rodeo se tratara. De esta manera se ha lle-
gado a una perceptible administrativización del régimen sancionador que ha supuesto
una auténtica alteración cualitativa del mismo, como puede constatarse en un repaso
sumario.
Hay dos materias, por lo pronto, en las que el proceso ya se ha consumado por
completo. La tipificación de infracciones y sanciones por medio de Ordenanzas loca-
les tiene un régimen propio, rigurosamente administrativo, que ha roto hasta sus últi-
mas amarras con el Derecho Penal. Y lo mismo ha sucedido con las modalidades de
prescripción aunque ésta sea una cuestión casi marginal y muy fácil de llevar a cabo
a través de una simple intervención legislativa.
El alcance de los principios de legalidad y reserva ley es muy distinto en el
Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador puesto que en éste —una
vez superadas las graves reticencias iniciales— se ha terminado aceptando con natu-
ralidad la colaboración reglamentaria indirecta (de la que en el Código penal solo hay
unos raros ejemplos). Aquí lo importante es, sin embargo, que todo el principio está
en crisis, al borde un naufragio total puesto que se ha comprobado que, si se aplica
rigurosamente en el ámbito de los ilícitos administrativos, se bloquea gravemente la
operatividad de la gestión administrativa. La técnica de la «cobertura legal» que en la
570 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
ABREVIATURAS DE REVISTAS
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[571]
572 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
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APÉNDICE LEGISLATIVO
[579]
580 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
puestas por la ley que conlleven el deber de pre- Interrumpirá la prescripción la iniciación,
venir la infracción administrativa cometida por con conocimiento del interesado, del procedi-
otros, las personas físicas y jurídicas sobre las miento de ejecución, volviendo a transcurrir el
que tal deber recaiga, cuando así lo determinen plazo si aquél está paralizado durante más de un
las leyes reguladoras de los distintos regímenes mes por causa no imputable al infractor.
sancionadores.
Arf. 133. Concurrencia de sanciones.—
Art. 131. Principio de proporcionali- No podrán sancionarse los hechos que hayan sido
dad.—1. Las sanciones administrativas, sean o sancionados penal o administrativamente, en los
no de naturaleza pecuniaria, en ningún caso casos en que se aprecie identidad del sujeto,
podrán implicar, directa o subsidiariamente, pri- hecho y fundamento.
vación de libertad.
2. El establecimiento de sanciones pecu-
niarias deberá prever que la comisión de las
CAPÍTULO n
infracciones tipificadas no resulte más benefi-
cioso para el infractor que el cumplimiento de las
normas infringidas. PRINCIPIOS
3. En la determinación normativa del régi- DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR
men sancionador, así como en la imposición de
sanciones por las Administraciones Públicas se Art. 134. Garantía de procedimiento.—
deberá guardar la debida adecuación entre la gra- 1. El ejercicio de la potestad sancionadora
vedad del hecho constitutivo de la infracción y la requerirá procedimiento legal o reglamentaria-
sanción aplicada, considerándose especialmente mente establecido.
los siguientes criterios para la graduación de la 2. Los procedimientos que regulen el ejer-
sanción a aplicar: cicio de la potestad sancionadora deberán esta-
a) La existencia de intencionalidad o reite- blecer la debida separación entre la fase instruc-
ración. tora y la sancionadora, encomendándolas a órga-
b) La naturaleza de los peijuicios causa- nos distintos.
dos. 3, En ningún caso se podrá imponer una
c) La reincidencia, por comisión en el tér- sanción sin que se haya tramitado el necesario
mino de un año de más de una infracción de la procedimiento.
misma naturaleza cuando así haya sido declarado
por resolución firme. Art. 135. Derechos del presunto responsa-
ble.—Los procedimientos sancionadores garanti-
Art. 132. Prescripción. 1. Las infraccio- zaran al presunto responsable los siguientes dere-
nes y sanciones prescribirán según lo dispuesto en chos:
las leyes que las establezcan. Si éstas no fijan pla- A ser notificado de los hechos que se le
zos de prescripción, las infracciones muy graves imputen, de las infracciones que tales hechos
prescribirán a los tres años, las graves a los dos puedan constituir y de las sanciones que, en su
años y las leves a los seis meses; las sanciones caso, se les pudieran imponer, asi como de la
impuestas por faltas muy graves prescribirán a los identidad del instructor, de la autoridad compe-
tres años, las impuestas por faltas graves a los dos tente para imponer la sanción y de la norma que
años y las impuestas por faltas leves al año. atribuya tal competencia.
2. El plazo de prescripción de las infrac- A formular alegaciones y utilizar los medios
ciones comenzará a contarse desde el día en que de defensa admitidos por el Ordenamiento
la infracción se hubiera cometido. Jurídico que resulten procedentes.
Interrumpirá la prescripción la iniciación, Los demás derechos reconocidos por el ar-
con conocimiento del interesado, del procedi- tículo 35 de esta Ley.
miento sancionador, reanudándose el plazo de
prescripción si el expediente sancionador estu- Art. 136. Medidas de carácter provisio-
viera paralizado durante más de un mes por nal.—Cuando así esté previsto en las normas que
causa no imputable al presunto responsable. regulen los procedimientos sancionadores, se
3. El plazo de prescripción de las sancio- podrá proceder mediante acuerdo motivado a la
nes comenzará a contarse desde el día siguiente a adopción de medidas de carácter provisional que
aquel en que adquiera firmeza la resolución por aseguren la eficacia de la resolución final que
la que se impone la sanción. pudiera recaer.
APÉNDICE LEGISLATIVO 581
no haya recaído una primera resolución sanciona- pudieran ser constitutivos de ilícito penal, lo
dora de los mismos, con carácter ejecutivo. comunicarán al Ministerio Fiscal, solicitándole
Asimismo, será sancionable, como infrac- testimonio sobre las actuaciones practicadas res-
ción continuada, la realización de una pluralidad pecto de la comunicación.
de acciones u omisiones que inflinjan el mismo En estos supuestos, asi como cuando los
o semejantes preceptos administrativos, en ejecu- órganos competentes tengan conocimiento de que
ción de un plan preconcebido o aprovechando se está desarrollando un proceso penal sobre los
idéntica ocasión. mismos hechos, solicitaran del órgano judicial
comunicación sobre las actuaciones adoptadas.
Arl. 5." Concurrencia de sanciones—1. 2. Recibida la comunicación, y si se esti-
El órgano competente resolverá la no exigíbili- ma que existe identidad de sujeto, hecho y fun-
dad de responsabilidad administrativa en cual- damento entre la infracción administrativa y la
quier momento de la instrucción de los procedi- infracción penal que pudiera corresponder, el
mientos sancionadores en que quede acreditado órgano competente para la resolución del proce-
que ha recaído sanción penal o administrativa dimiento acordará su suspensión hasta que recaiga
sobre los mismos hechos, siempre que concurra, resolución judicial.
además, identidad de sujeto y fundamento. 3. En todo caso, los hechos declarados
2. El órgano competente podrá aplazar la probados por resolución judicial penal firme vin-
resolución del procedimiento si se acreditase que culan a los órganos administrativos respecto de
se está siguiendo un procedimiento por los mis- los procedimientos sancionadores que substan-
mos hechos ante los Órganos Comunitarios cien.
Europeos. La suspensión se alzará cuando se
hubiese dictado por aquéllos resolución firme. Art. 8.® Reconocimiento de responsabili-
Si se hubiera impuesto sanción por los dad o pago voluntario.—1. Iniciado un proce-
Órganos Comunitarios, el órgano competente dimiento sancionador, si el infractor reconoce su
para resolver deberá tenerla en cuenta a efectos responsabilidad, se podrá resolver el procedi-
de graduar la que, en su caso, deba imponer, miento, con la imposición de la sanción que pro-
pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar ceda.
la comisión de la infracción. 2. Cuando la sanción tenga carácter pecu-
niario, el pago voluntario por el imputado, en cual-
Art, 6," Prescripción y archivo de ¡as quier momento anterior a la resolución, podrá
actuaciones.—1. Cuando de las actuaciones implicar igualmente la terminación del procedi-
previas se concluya que ha prescrito la infrac- miento, sin perjuicio de la posibilidad de interpo-
ción, el órgano competente acordará la no proce- ner los recursos procedentes.
dencia de iniciar el procedimiento sancionador. En los términos o periodos expresamente
Igualmente, si iniciado el procedimiento se con- establecidos por las correspondientes disposicio-
cluyera, en cualquier momento, que hubiera nes legales, se podrán aplicar reducciones sobre
prescrito la infracción, el órgano competente el importe de la sanción propuesta, que deberán
resolverá la conclusión del procedimiento, con estar determinadas en la notificación de la inicia-
archivo de las actuaciones. En ambos casos, se ción del procedimiento.
notificará a los interesados el acuerdo o la reso-
lución adoptados. Art. 9." Comunicación de indicios de
Asimismo, cuando haya transcurrido el infracción.—1. Cuando, en cualquier fase del
plazo para la prescripción de la sanción, el órgano procedimiento, sancionador, los óiganos compe-
competente lo notificará a los interesados. tentes consideren que existen elementos de juicio
2. Transcurridos dos meses desde la fecha indicativos de la existencia de otra infracción
en que se inició el procedimiento sin haberse administrativa para cuyo conocimiento no sean
practicado la notificación de éste al imputado, se competentes, lo comunicarán al órgano que con-
procederá al archivo de las actuaciones, notifi- sideren competente.
cándoselo al imputado, sin peijuicio de las res-
ponsabilidades en que hubiera podido incurrir. Art. 10. Órganos competentes.—1. A
efectos de este Reglamento, son órganos admi-
Art. 7 V i n c u l a c i o n e s con el orden juris- nistrativos competentes para la iniciación, ins-
diccional penal.—1. En cualquier momento trucción y resolución de los procedimientos san-
del procedimiento sancionador en que los órga- cionadores las unidades administrativas a las
nos competentes estimen que los hechos también que, de conformidad con los artículos 11 y 21 de
586 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
la LRJ-PAC, cada Administración atribuya estas pre de oficio, por acuerdo del órgano competen-
competencias, sin que puedan atribuirse al te, bien por propia iniciativa o como consecuen-
mismo órgano para las fases de instrucción y cia de orden superior, petición razonada de otros
resolución del procedimiento. órganos o denuncia.
2. Los órganos competentes para la inicia- A efectos del presente Reglamento, se
ción, instrucción y resolución son los expresa- entiende por:
mente previstos en las normas sancionadoras y, a) Propia iniciativa: La actuación derivada
en su defecto, los que resulten de las normas que del conocimiento directo o indirecto de las con-
sobre atribución y ejercicio de competencias ductas o hechos susceptibles de constituir infrac-
están establecidas en el Capitulo I del Título II de ción por el órgano que tiene atribuida la compe-
la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las tencia de iniciación, bien ocasionalmente o por
Administraciones Públicas y del Procedimiento tener la condición de autoridad pública o atribui-
Administrativo Común. Cuando de la aplicación das funciones de inspección, averiguación o
de las reglas anteriores no quede especificado el investigación.
órgano competente para iniciar el procedimiento, i») Orden superior: La orden emitida por
se entenderá que tal competencia corresponde al un órgano administrativo superior jerárquico de
órgano que la tenga para resolver. la unidad administrativa que constituye el órgano
En el ámbito de la Administración Local son competente para la iniciación, y que expresará,
órganos competentes para la resolución los en la medida de lo posible, la persona o personas
Alcaldes u otros órganos, cuando así esté previsto presuntamente responsable; las conductas o
en las correspondientes normas de atribución de hechos que pudieran constituir infracción admi-
competencias. nistrativa y su tipificación; así como el lugar, la
3. En defecto de previsiones de descon- fecha, fechas o periodos de tiempo continuado en
centración en las normas de atribución de com- que los hechos se produjeron.
petencias sancionadoras, y en el ámbito de la c) Petición razonada: La propuesta de ini-
Administración General del Estado, mediante ciación del procedimiento formulada por cual-
una disposición administrativa de carácter gene- quier órgano administrativo que no tiene compe-
ral se podrá desconcentrar la titularidad y el ejer- tencia para iniciar el procedimiento y que ha
cicio de las competencias sancionadoras en órga- tenido conocimiento de las conductas o hechos
nos jerárquicamente dependientes de aquéllos que pudieran constituir infracción, bien ocasio-
que las tengan atribuidas. La desconcentración nalmente o bien por tener atribuidas funciones de
deberá ser publicada en el Boletín Oficial del inspección, averiguación o investigación.
Estado. Los órganos en que se hayan desconcen- Las peticiones deberán especificar, en la
trado competencias no podrán desconcentrar medida de lo posible, la persona o personas pre-
éstas a su vez. suntamente responsables; las conductas o hechos
Los Alcaldes y los Plenos de las Entidades que pudieran constituir infracción administrativa
Locales, mediante la correspondiente norma de y su tipificación; así como el lugar, la fecha,
carácter general, podrán desconcentrar en las fechas o período de tiempo continuado en que los
Comisiones de Gobierno, los Concejales y los hechos se produjeron.
Alcaldes las competencias sancionadoras que ten- d) Denuncia: El acto por el que cualquier
gan atribuidas. Esta desconcentración estará some- persona, en cumplimiento o no de una obligación
tida a los mismos limites y requisitos establecidos legal, pone en conocimiento de un órgano admi-
en el párrafo anterior. La norma de desconcentra- nistrativo la existencia de un determinado hecho
ción se publicará en el Boletín Oficial de la provin- que pudiera constituir infracción administrativa.
cia y en el tablón de edictos del Ayuntamiento o Las denuncias deberán expresar la identidad
medio de publicación equivalente. de la persona o personas que las presentan, el
relato de los hechos que pudieran constituir
infracción y la fecha de su comisión y, cuando sea
C A P Í T U L O II posible, la identificación de los presuntos respon-
sables.
ACTUACIONES PREVIAS 2. La formulación de una petición no vin-
E INICIACIÓN cula al órgano competente para iniciar el proce-
DEL PROCEDIMIENTO dimiento sancionador, si bien deberá comunicar
al órgano que la hubiera formulado los motivos
Art. 11. Forma de iniciación.—1. Los por los que, en su caso, no procede la iniciación
procedimientos sancionadores se iniciaran siem- del procedimiento.
APÉNDICE LEGISLATIVO 587
Cuando se baya presentado una denuncia, se se advertirá a los interesados que, de no efectuar
deberá comunicar al denunciante la iniciación o alegaciones sobre el contenido de la iniciación
no del procedimiento cuando la denuncia vaya del procedimiento en el plazo previsto en el ar-
acompañada de una solicitud de iniciación. tículo 16.1, la iniciación podrá ser considerada
propuesta de resolución cuando contenga un pro-
Art. 12. Actuaciones previas.—1. Con nunciamiento preciso acerca de la responsabili-
anterioridad a la iniciación del procedimiento, se dad imputada, con los efectos previstos en los
podrán realizar actuaciones previas con objeto de artículos 18 y 19 del Reglamento.
determinar con carácter preliminar si concurren
circunstancias que justiñquen tal iniciación. En Art. 14. Colaboración y responsabilidad
especial, estas actuaciones se orientarán a deter- de la tramitación.—1. En los términos previstos
minar, con la mayor precisión posible, los hechos por el artículo 4 de la Ley 30/1992, de Régimen
susceptibles de motivar la incoación del procedi- Jurídico de las Administraciones Públicas y del
miento, la identificación de la persona o personas Procedimiento Administrativo Común, los órga-
que pudieran resultar responsables y las circuns- nos y dependencias administrativas pertenecien-
tancias relevantes que concurran en unos u otros. tes a cualquiera de las Administraciones públicas
2. Las actuaciones previas serán realiza- facilitarán al órgano instructor los antecedentes e
das por los óiganos que tengan atribuidas funcio- informes necesarios, así como los medios perso-
nes de investigación, averiguación e inspección nales y materiales necesarios para el desarrollo de
en la materia y, en defecto de éstos, por la perso- sus actuaciones.
na u órgano administrativo que se determine por 2. Las personas designadas como órgano
el órgano competente para la iniciación o resolu- instructor o, en su caso, los titulares de las uni-
ción del procedimiento. dades administrativas que tengan atribuida tal
función serán responsables directos de la trami-
Art. 13. Iniciación.—1. La iniciación de tación del procedimiento y, en especial, del cum-
los procedimientos sancionadores se formaliza- plimiento de los plazos establecidos.
rán con el contenido mínimo siguiente:
a) Identificación de la persona o personas Art 15. Medidas de carácter provisional.—
presuntamente responsables. 1. De conformidad con lo previsto en los artículos
b) Los hechos sucintamente expuestos que 72 y 136 de la Ley de Régimen Jurídico de las
motivan la incoación del procedimiento, su posi- Administraciones Públicas y del Procedimiento
ble calificación y las sanciones que pudieran Administrativo Común, el órgano competente para
corresponder, sin peijuicio de lo que resulte de la resolver podrá adoptar en cualquier momento,
instrucción. mediante acuerdo motivado, las medidas de carácter
c) Instructor y, en su caso, Secretario del provisional que resulten necesarias para asegurar la
procedimiento, con expresa indicación del régi- eficacia de la resolución que pudiera recaer, el buen
men de recusación de los mismos. fin del procedimiento, evitar el mantenimiento de los
d) Órgano competente para la resolución efectos de la infracción y las exigencias de los inte-
del expediente y norma que le atribuya tal com- reses generales.
petencia, indicando la posibilidad de que el pre- Cuando así venga exigido por razones de
sunto responsable pueda reconocer voluntaria- urgencia inaplazable, el órgano competente para
mente su responsabilidad, con los efectos previs- iniciar el procedimiento o el órgano instructor
tos en el artículo 8. podrán adoptar las medidas provisionales que resul-
e) Medidas de carácter provisional que se ten necesarias.
hayan acordado por el órgano competente para 2. Las medidas de carácter provisional
iniciar el procedimiento sancionador, sin peijui- podrán consistir en la suspensión temporal de
cio de las que se puedan adoptar durante el actividades y la prestación de fianzas, así como
mismo de conformidad con el artículo 15. en la retirada de productos o suspensión tempo-
j) Indicación del derecho a formular ale- ral de servicios por razones de sanidad, higiene o
gaciones y a la audiencia en el procedimiento y seguridad, y en las demás previstas en las corres-
de los plazos para su ejercicio. pondientes normas específicas.
2. El acuerdo de iniciación se comunicará 3. Las medidas provisionales deberán estar
al instructor, con traslado de cuantas actuaciones
expresamente previstas y ajustarse a la intensidad,
existan al respecto, y se notificará al denuncian-
te, en su caso, y a los interesados, entendiendo en proporcionalidad y necesidades de los objetivos
todo caso por tal al inculpado. En la notificación que se pretenda garantizar en cada supuesto con-
CORTE
SUPREMA^
BIBLIOTECA )
588 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR
En todo caso, las disposiciones cautelares supuesto de que el órgano competente para iniciar
estarán sujetas a las limitaciones que el artículo el procedimiento considere que existen elementos
72 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las de juicio suficiente para calificar la infracción
Administraciones Públicas y del Procedimiento como leve se tramitará el procedimiento simplifi-
Administrativo Común establece para las medi- cado que se regula en este capitulo.
das de carácter provisional.
Art. 24. Tramitación.— ]. La iniciación
A r t 22. Resarcimiento e indemnización.— se producirá, de conformidad con lo dispuesto en
1. Si las conductas sancionadas hubieran cau- el Capítulo II, por acuerdo del órgano competen-
sado daños o perjuicios a la Administración te, en el que se especificará el carácter simplifi-
Pública, la resolución del procedimiento podrá cado del procedimiento y que se comunicará al
declarar: órgano instructor del procedimiento y, simultánea-
a) La exigencia al infractor de la reposi- mente, será notificado a los interesados.
ción a su estado originario de la situación alterada 2. En el plazo de diez días a partir de la
por la infracción. comunicación y notificación del acuerdo de ini-
b) La indemnización por los daños y per- ciación, el órgano instructor y los interesados
juicios causados, cuando su cuantía haya quedado efectuarán, respectivamente, las actuaciones pre-
determinada durante el procedimiento. liminares, la aportación de cuantas alegaciones,
2. Cuando no concurran las circunstancias documentos o informaciones estimen convenien-
previstas en la letra b) del apartado anterior, la tes y, en su caso, la proposición y práctica de la
indemnización por los daños y peijuicios causa- prueba.
dos se determinará mediante un procedimiento 3. Transcurrido dicho plazo, el órgano
complementario, cuya resolución será inmediata- competente para la instrucción formulará pro-
mente ejecutiva. Este procedimiento será suscepti- puesta de resolución de conformidad con lo dis-
ble de terminación convencional, pero ni ésta ni la puesto en el articulo 18 o, si aprecia que los
aceptaciónd el infractor de la resolución que hechos pueden ser constitutivos de infracción
pudiera recaer implicará el reconocimiento volun- grave o muy grave, acordará que continúe trami-
tario de su responsabilidad. La resolución del pro- tándose el procedimiento general según lo dis-
cedimiento pondrá fin a la vía administrativa. puesto en el artículo 17, notificándolo a los inte-
resados para que, en el plazo de cinco días, pro-
pongan pruebas si lo estiman conveniente.
CAPÍTULO V 4. El procedimiento se remitirá al órgano
competente para resolver que en el plazo de tres
PROCEDIMIENTO SIMPLIFICADO días dictará resolución en la fórmula y con los
efectos previstos en el Capitulo IV El procedi-
Art. 23. Procedimiento simplificado.— miento deberá resolverse en el plazo máximo de
Para el ejercicio de la potestad sancionadora en el un mes desde que se inició.
2. Serán muy graves las infracciones que 2. Las demás infracciones se clasificarán
supongan: en grves y leves, de acuerdo con los siguientes
á) Una perturbación relevante de la convi- criterios:
vencia que afecte de manera grave, inmediata y á) La intensidad de la perturbación oca-
directa a la tranquilidad o al ejercicio de dere- sionada en la tranquilidad o en el pacifico ejer-
chos legítimos de otras personas, al normal desa- cicio de los derechos de otras personas o activi-
rrollo de actividades de toda clase conformes con dades.
la normativa aplicable o a la salubridad u omato tí) La intensidad de la perturbación causada
públicos, siempre que se trate de conductas no sub- a la salubridad u ornato públicos.
sumibles en los tipos previstos en el Capítulo IV de e) La intensidad de la perturbación ocasio-
la ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la nada en el uso de un servicio o de un espacio
Seguridad Ciudadana. público por parte de las personas con derecho a
b) El impedimento del uso de un servicio utilizarlos.
público por otra u otras personas con derecho a d) La intensidad de la perturbación oca-
su utilización. sionada en el normal funcionamiento de un ser-
c) El impedimento o la grave y relevante vicio público.
obstrucción al normal funcionamiento de un ser- e) La intensidad de los daños ocasionados
vicio público. a los equipamientos, infraestructuras, instalacio-
d) Los actos de deterioro grave y relevan- nes o elementos de un servicio o de un espacio
te de equipamientos, infraestructuras, instalacio- público.
nes o elementos de un servicio público.
e) El impedimento del uso de un espacio Art. 141. Límite de las sanciones eco-
público por otra u otras personas con derecho a nómicas.—Salvo previsión legal distinta, las
su utilización. multas por infracción de Ordenanzas locales
f) Los actos de deterioro grave y relevante deberán las siguientes cuantías:
de espacios públicos o de cualquiera de sus ins- Infracciones muy graves: hasta 3.000 euros.
talaciones y elementos, sean muebles o inmue- Infracciones graves: hasta 1.500 euros.
bles, no derivados de alteraciones de la seguridad Infracciones leves: hasta 750 euros.
ciudadana.