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Mariana Enriquez

El monstruo

De Uno a uno Cuentos 3 los mejores narradores de la nueva generación


escriben sobre los 90. Selección a cargo de Diego Grillo Truba, Editorial
Sudamericana-Mondadori, Buenos Aires, 2008.

El Riachuelo es nuestro cáncer urbano, ese tejido que


se degeneró y amenaza con matarnos, si toma todo el
cuerpo. Como el cáncer, crece, se propaga
malignamente. Un monstruo negro.
El monstruo de Buenos Aires, Gustavo Nielsen.

Pablo supo que Carlitos no iba a volver cuando vio a su mamá entrar
al rancho a los gritos, mientras las tías la sostenían para que no se
cayera al piso o se arrancara los pelos. Después le dieron una pastilla
con vino y la pusieron a dormir. A él le dijeron que se portara bien, y lo
abrazaron mucho, porque sabían cuánto quería a su hermano.

A Carlitos lo habían matado, y el cuerpo apareció flotando en el


Riachuelo, boca arriba —cosa bastante rara, porque los ahogados
solían quedar boca abajo—. Pablo se fue corriendo al fondo de la isla, y
se metió a llorar en una de las casillas abandonadas. Ya estaba
desobedeciendo a su madre, porque a ella no le gustaba que fuera para
el fondo, donde vivían los densos, que tomaban mate en los pasillos
todo el día y después salían a la noche todo mal, o se los llevaba la
policía, o los mataba la policía o se tiroteaban entre ellos y con la
policía. La gente de adelante les tenía miedo, porque en Montaña, la
calle principal, se andaba bastante tranquilo: con negocios de ropa y
almacenes, casi parecía un lugar normal.

En el fondo era distinto, pero a Pablo le gustaba. El fondo quedaba


más lejos del Riachuelo, el aire apestaba menos y no se escuchaba tan
claro el plop plop del agua negra, que le hacía acordar a un monstruo
dormilón que, algún día, se iba a despertar y les iba a tirar el puente
encima; pero no el puente Avellaneda, el viejo, ese de fierro oscuro que
no servía para nada pero a alguna gente le parecía lindo aunque era
igual al espinazo del monstruo, así, al aire libre. Algún día el agua
aceitosa iba a cubrir el puente viejo, iba a tomar forma, y toda esa
oscuridad se los iba a llevar, como se acababa de llevar a Carlitos.

Cuando terminó de llorar se fue a buscar al Chino, su mejor amigo que


vivía solo porque tenía al papá preso y la mamá se había ido a trabajar
a Constitución y no había vuelto más. El Chino se caminaba la isla
todo el día y por eso estaba cada vez más flaco. Además, había
empezado a fumar. Era muy inteligente, y conocía lo que pasaba en la
isla, hasta los secretos, y eso que de muchas cosas nunca se hablaba.

Sabía, por ejemplo, lo que le había pasado al pibito que vivía al lado del
San Telmo. Primero se fue a Constitución a pedir, porque le dijeron que
ahí estaba la posta. Después agarró la bolsita y la empezó a necesitar,
porque pasaba eso: la tenías que oler todo el día o te volvías loco. Unos
tipos le prometieron darle bolsitas gratis. Gratis de plata: tenía que
chuparles la pija o alguna otra cosa así como pago, de degenerados
que eran. Después de un tiempo el pibito apareció en el Argerich, se
había querido tirar debajo de un coche. Lo salvaron. Lo trajeron de
vuelta. A la semana se tiró al Riachuelo y se ahogó. Muerte segura, con
ese aceite que parecía los pelos largos empastados de las mujeres
cuando tapan las cañerías y hay que sacarlos o tirarle a la cañería
soda cáustica.

El Chino había visto animales muertos flotar y pudrirse, cachos de


carne, intestinos de vacas. Pablo no había visto tantas cosas: no se
acercaba al agua, trataba de andar lejos de la orilla y del muelle. La
teoría del Chino era fácil: el agua negra pedía pibitos, había que
entregarle chicos de vez en cuando, tipo ofrenda, como a las Mais
cuando pedían cosas para favores. Por eso los policías le habían hecho
cruzar nadando el Riachuelo a ese pendejo que se llamaba Emmanuel
en Pompeya. Eso lo hicieron porque son unos hijos de puta, dijo Pablo.
Más vale, dijo el Chino, pero ¿por qué tan pero tan hijos de puta? Si lo
querían matar, con pegarle un tiro ya estaba. ¿O acaso no matan pibes
todos los días? No: lo hicieron cruzar porque el Riachuelo los
convenció, porque el Riachuelo habla.

El Chino nunca le había escuchado la voz, pero hay cosas que se


saben, que son obvias, aunque no haya pruebas.

El Chino se armó un porro y ofreció, pero Pablo le dijo que no, porque
cuando estaba mal no fumaba, se ponía peor. Además, ¿qué iba a
hacer ahora sin Carlitos? Había un montón de gente en la isla que
organizaba marchas, ayudada por unas personas que venían de
Capital: estaban convencidos de que a Carlitos lo había matado la
policía. Seguro que tenían razón, pero no había sido eso solamente,
pensó Pablo. Si el Chino tenía razón, la cuestión no se arreglaba con
hacer mierda a los policías o mandarlos presos. No se iba a terminar
nunca, porque el monstruo no se iba a ir. Siempre iba a querer más y
siempre iba a conseguir gente que le habilitara lo que necesitaba.

Él sabía lo que pasaba abajo del agua negra, desde muy chico. Una
sola vez se había subido al bote para ir hasta La Boca, con su papá,
cuando todavía estaba vivo, antes de que se lo comiera el bicho. Y
había visto los cientos de deditos del monstruo tocando el bote y los
remos; su papá hablaba con un amigo, ni lo miraba, pero Pablo sintió
que le faltaba el aire y quiso decirle papá mirá esos dedos, dedos flacos
pegajosos, a medio formar todavía, pero iban a hacerse fuertes algún
día, él se dio cuenta y tenía nomás cinco años.

Ahora tenía ocho, y ya sabía demasiado. Que el agua no se dejaba


limpiar, por ejemplo. En la isla se hablaba de que nadie cuidaba a la
gente ni se decidía a limpiar el Riachuelo porque, total, eran pobres, si
se morían mejor, menos problemas, menos pobres chorros brutos
sucios. Qué importaba si se contaminaban, si los chicos se
enfermaban con manchas en la piel, si nacían deformados, sin ojos,
con brazos de más o de menos, con el corazón del lado derecho, las
mujeres que abortaban en seguida de embarazarse, y cáncer a
cualquier edad y en todas partes del cuerpo, una forma de matarlos sin
que tuvieran que pegarles tiros.

Pero el Chino le había contado otra cosa.

Una vez había venido una cuadrilla de limpieza. El Chino, que se


llevaba bien con todo el mundo y le sacaba conversación a cualquiera
porque no hablaba para nada como un villero, y la gente se
impresionaba, se puso a conversar con uno de la cuadrilla y después
terminaron borrachos. El limpiador le contó la verdad. Tenían que
hacer como que trabajaban, pero no tenían que empezar de verdad. El
hombre no sabía muy bien por qué les habían dado esa orden, a lo
mejor porque alguien se quería quedar con la plata del proyecto. Pero
el Chino investigó más y encontró una información que entonces a
Pablo le pareció muy rara, y ahora le resultaba totalmente creíble:
había gente que sabía del monstruo dormido, y no quería molestarlo,
porque esa gente se hacía una idea clara de lo que podía pasar.
Entonces armaban planes de limpieza, los publicaban en los diarios,
los anunciaban en la tele, pero no los hacían nunca. Hasta podían ser
cómplices del monstruo. Les convenía.

A mí me encantaría pensar que no limpian nomás de hijos de puta,


dijo el Chino. Pero me parece que quieren que todo quede como está, o
quieren que siga adelante y no cambiar, porque nadie sabe qué es el
Riachuelo. Quién duerme en el barro allá abajo. Qué pasa si se lo
molesta.
Nadie sabe.

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