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EVOLUCION DE LA NOVELA-HISTORICA

Tras muchos precedentes anteriores, la novela histórica solo llega a configurarse


definitivamente como género literario en el siglo xix a través de la veintena de novelas del
erudito escocés Walter Scott (1771-1832) sobre la Edad Media inglesa, la primera de las cuales
fue Waverley (1814); en realidad, Scott, que fue un gran propagador del Romanticismo alemán
en Inglaterra, se inspiraba en una autora alemana poco conocida, Benedikte Naubert (1752-
1819), que escribía narraciones históricas protagonizadas por personajes secundarios, no
héroes. Como señala Lukacs, Scott era un noble escocés empobrecido que mitificó sus orígenes
sociales como una especie de don Quijote de la Mancha, algo que no se escapaba a las
consideraciones del propio Scott. La novela histórica nace, pues, como expresión artística
del nacionalismo de los románticos y de su nostalgia ante los cambios brutales en las
costumbres y los valores que impone la transformación burguesa del mundo en el
trascendental momento del paso a la modernidad entre los siglos xviii y xix. El pasado se
configura así como una especie de refugio o evasión, pero, por otra parte, permite leer en sí
mismo una crítica a la historia del presente, por lo que es frecuente en las novelas históricas
encontrar una doble lectura o interpretación no solo de una época pasada, sino de la época
actual.

Este género nuevo se separa claramente de la moralizante novela pseudohistórica del


siglo xviii, cuya evolución define perfectamente Louis Maigron: al principio hay una corriente
idealista, que pretende establecer "modelos" sobresalientes de virtud y es de propósito moral
y educativo; después progresa hacia un tipo de novela pseudohistórica "realista" que no se
centra en figuras eminentes y donde la historia se introduce "sin ostentación ni fracaso", con
algún respeto por la verdad histórica: el género aprende a no "travestirse grotescamente" de
actualidad que la desacredite. Luego vino un tipo de novela "pintoresca" que introducía uno de
los elementos esenciales del género: el color local.

Su propósito último, abiertamente moral y educativo, el hecho de que esté protagonizada por
héroes, su cosmovisión asentada en valores contemporáneos, su discutible verosimilitud y su
lenguaje, poco respetuoso con la época reflejada, impedían considerarlas estrictamente
novelas históricas, como por ejemplo Les incas (1777) de Jean-François Marmontel, en Francia,
o El Rodrigo (1793) del jesuita francoespañol Pedro de Montengón. Por eso la melancólica
fórmula literaria de Walter Scott alcanzó un éxito inmenso y su influjo se extendió con
el Romanticismo como uno de los autores y símbolos principales de la nueva estética.
Discípulos de Walter Scott fueron, en la propia Escocia, Robert Louis Stevenson con La flecha
negra, El señor de Ballantrae, Secuestrado o su segunda parte, Catriona; escribió novela
histórica el decadentista Walter Pater (Mario, el epicúreo) y otros escritores del movimiento
en Europa. En los Estados Unidos de América destaca otro discípulo de Walter Scott, James
Fenimore Cooper (1789-1851), quien escribió El último mohicano en 1826 y continuó con otras
novelas históricas sobre pioneros.

En España la primera novela histórica de molde scottiano fue Ramiro, Conde de Lucena (1823)


de Rafael Húmara y Salamanca, cuyo prólogo es un importante documento sobre el género.
Siguieron Jicotencal (1826), de Félix Mejía, mal atribuida a otros autores y publicada en su
exilio de Filadelfia, y, entre otras muchas, Ramón López Soler con Los Bandos de
Castilla (1830); Sancho Saldaña o El Castellano de Cuéllar (1834) de José de Espronceda, El
doncel de Don Enrique el Doliente de Mariano José de Larra, El señor de Bembibre (1844)
de Enrique Gil y Carrasco y Francisco Navarro Villoslada con Doña Blanca de Navarra (1846)
y [[Amaya o los vascos en el siglo viii]] (1877) entre muchos otros, destacando en especial las
46 novelas históricas de Benito Pérez Galdós bajo el título general de Episodios
nacionales (1872-1912) y las 22 de Pío Baroja, ya en el siglo xx, bajo el de Memorias de un
hombre de acción (1913-1935).

En Francia, siguieron el ejemplo de Scott Alfred de Vigny (1797-1863), autor de la primera


novela histórica francesa, Cinq-mars (1826), y después Víctor Hugo Nuestra Señora de
París y Alexandre Dumas (padre) y sus colaboradores, a los que les importaba sobre todo la
amenidad de la narración en obras como Los tres mosqueteros. Posteriormente cultivaron el
género Gustave Flaubert (Salambó), las novelas históricas compuestas por Émile Erckmann y
Alexandre Chatrian, conocidos como Erckmann-Chatrian, y Anatole France (Thaïs, entre otras).

En Italia surgió una auténtica obra maestra del género, I promessi sposi (o Los novios, editada
primeramente en 1823 y refundida después en dos entregas (1840 y 1842) por su mismo
autor, Alessandro Manzoni. En ella se narra la vida en Milán bajo la tiránica
dominación española durante el siglo xvii, aunque este argumento encubre una crítica de la
dominación austriaca sobre Italia en su época. Al español fue traducida prontamente por Félix
Enciso Castrillón y por Juan Nicasio Gallego. Se consagró especialmente al género Carlo
Varese entre muchos otros autores y se tradujeron además las obras de Cesare
Cantù y Massimo d'Azeglio y, ya en el siglo xx, hay que mencionar entre gran número de
autores a Umberto Eco, que hibrida los géneros de la novela filosófica, policíaca e histórica
en El nombre de la rosa y ejerce más estrictamente los cánones del género en su Baudolino.
También escribió notables novelas históricas Valerio Massimo Manfredi.

En Alemania existía ya una novela histórica barroca (Andreas Heinrich Buchholtz o Daniel


Caspar von Lohenstein) y, tras los importantes precursores que fueron Leonhard
Wächter (1762-1837) con obras como Sagen der Vorzeit, 1787, o Benedikte Naubert (1752-
1819), con otras tan populares como Walter de Montbarry y Thekla de Thurn, tenemos a sus
contemporáneos Ignaz Aurel Fessler o Feßler (Atila, rey de los hunos, 1794) y August Gottlieb
Meissner o Meißer (Espartaco, 1792), por no hablar de Kotzebue (Ildegerte, 1778)
o Wieland (Der goldene Spiegel, 1772). Las más exitosas y leídas fueron Der Jesuit de Carl
Spindler y Agathocles, de Caroline Pichler. La filosofía de la historia de Herder, para quien la
Historia debe constituir la estética y la ciencia, inspiró el Goetz von
Berlichingen de Goethe (1773) y más tarde la filosofía historicista de Hegel. Fue sin
embargo Achim von Arnim (1781-1831) el que primero consiguió unir plenamente ficción e
historia creando la primera novela histórica alemana moderna en Die Kronenwächter (1817);
las de Willibald Alexis expresan el nacionalismo prusiano del Romanticismo; hay que
mencionar asimismo el Lichtenstein de Wilhelm Hauff, las obras de Ludwig Tieck y
especialmente a Theodor Fontane, quien escribió su monumental Antes de la tormenta (1878).
El Das Odfeld ya pertenece al realista Wilhelm Raabe (1888). En el siglo xx el género se adapta
a las innovaciones narrativas en la obra de Alfred Döblin y el judeoalemán Lion Feuchtwanger,
y se consolida en la novela histórica del exilio, obra de autores tan destacados
como Heinrich y Thomas Mann, Bertolt Brecht, Hermann Broch o Hermann Kesten, como
respuesta a la ideología nazi. En la Bélgica flamenca, la novela histórica de Hendrik
Conscience (1812-1883) El león de Flandes (1838) fue fundamental para reactivar una lengua
que había caído en la diglosia respecto al francés, y siguió casi medio centenar más del mismo
autor.

En Rusia, otro discípulo de Scott, el romántico Aleksandr Pushkin compuso notables novelas


históricas en verso y la más ortodoxa La hija del capitán (1836). Allí se escribió también otra
cima del género, la monumental Guerra y paz de León o Lev Tolstói (1828-1910), epopeya de
dos emperadores, Napoleón y Alejandro, donde aparecen estrechamente entrelazados los
grandes epifenómenos históricos y la intrahistoria cotidiana de cientos de personajes. El
simbolista Dmitri Merezhkovski (1861-1945), por otra parte, indagó en los orígenes conflictivos
del Cristianismo en La muerte de los dioses (1896), sobre el emperador Juliano el Apóstata.

En Polonia la novela histórica fue un género muy popular; lo cultivó en el Romanticismo Józef


Ignacy Kraszewski y después Aleksander Glowacki (Faraón, en 1897), aunque sobre todo se
conoce internacionalmente al premio Nobel Henryk Sienkiewicz, quien compuso una trilogía
sobre el siglo xvii formada por A sangre y fuego (1884) El diluvio (1886) y El señor
Wolodyjowski (1888). Continuó luego con Los caballeros teutones (1900), ambientada en el
siglo xv, y con la algo anterior y considerada su obra maestra, Quo vadis? (1896) en que se
evocan los comienzos del cristianismo en la Roma pagana y la primera persecución del
Cristianismo, desatada por el emperador Nerón.

Los escritores del realismo no se dejaron influir por el origen romántico del género y lo
utilizaron sobre todo buscando el pasado temprano para explicar, documentar o de algún
modo reflejar el presente. Destacan Charles Dickens con Barnaby Rudge (1841) o Historia de
dos ciudades (1859), esta última sobre la Revolución Francesa y sus repercusiones en París y
Londres. También lo ejercieron Gustave Flaubert (Salambô, 1862, sobre Cartago) o Benito
Pérez Galdós con un ciclo de 47 novelas históricas que denominó Episodios nacionales y
abarcan casi toda la historia reciente del siglo xix español.

En el siglo xx el éxito de la novela histórica se prolongó. Sintieron predilección por el género


escritores como el finés Mika Waltari (Sinuhé, el egipcio o Marco, el romano); Robert Graves,
(Yo, Claudio, Claudio, el dios, y su esposa Mesalina, Belisario, Rey Jesús...); Winston Graham,
quien compuso una docena de novelas sobre Cornualles a finales del siglo xviii; Marguerite
Yourcenar (Memorias de Adriano); Noah Gordon, (El último judío); Naguib Mahfouz (Ajenatón
el hereje), Umberto Eco (El nombre de la rosa, Baudolino), Valerio Massimo Manfredi, los
españoles Juan Eslava Galán y Arturo Pérez-Reverte y muchos otros que han cultivado el
género de forma más ocasional.

Puede hablarse asimismo de una novela histórica hispanoamericana que —con los
precedentes de Enrique Rodríguez Larreta (La gloria de don Ramiro, 1908) y
el argentino Manuel Gálvez— se halla representada por el cubano Alejo Carpentier (El siglo de
las luces o El reino de este mundo, entre otras), el argentino Manuel Mujica
Lainez con Bomarzo, El unicornio y El escarabajo, el historicista de Hegel. Fue sin
embargo Achim von Arnim (1781-1831) el que primero consiguió unir plenamente ficción e
historia creando la primera novela histórica alemana moderna en Die Kronenwächter (1817);
las de Willibald Alexis expresan el nacionalismo prusiano del Romanticismo; hay que
mencionar asimismo el Lichtenstein de Wilhelm Hauff, las obras de Ludwig Tieck y
especialmente a Theodor Fontane, quien escribió su monumental Antes de la tormenta (1878).
El Das Odfeld ya pertenece al realista Wilhelm Raabe (1888). En el siglo xx el género se adapta
a las innovaciones narrativas en la obra de Alfred Döblin y el judeoalemán Lion Feuchtwanger,
y se consolida en la novela histórica del exilio, obra de autores tan destacados
como Heinrich y Thomas Mann, Bertolt Brecht, Hermann Broch o Hermann Kesten, como
respuesta a la ideología nazi. En la Bélgica flamenca, la novela histórica de Hendrik
Conscience (1812-1883) El león de Flandes (1838) fue fundamental para reactivar una lengua
que había caído en la diglosia respecto al francés, y siguió casi medio centenar más del mismo
autor.
En Rusia, otro discípulo de Scott, el romántico Aleksandr Pushkin compuso notables novelas
históricas en verso y la más ortodoxa La hija del capitán (1836). Allí se escribió también otra
cima del género, la monumental Guerra y paz de León o Lev Tolstói (1828-1910), epopeya de
dos emperadores, Napoleón y Alejandro, donde aparecen estrechamente entrelazados los
grandes epifenómenos históricos y la intrahistoria cotidiana de cientos de personajes. El
simbolista Dmitri Merezhkovski (1861-1945), por otra parte, indagó en los orígenes conflictivos
del Cristianismo en La muerte de los dioses (1896), sobre el emperador Juliano el Apóstata.

En Polonia la novela histórica fue un género muy popular; lo cultivó en el Romanticismo Józef


Ignacy Kraszewski y después Aleksander Glowacki (Faraón, en 1897), aunque sobre todo se
conoce internacionalmente al premio Nobel Henryk Sienkiewicz, quien compuso una trilogía
sobre el siglo xvii formada por A sangre y fuego (1884) El diluvio (1886) y El señor
Wolodyjowski (1888). Continuó luego con Los caballeros teutones (1900), ambientada en el
siglo xv, y con la algo anterior y considerada su obra maestra, Quo vadis? (1896) en que se
evocan los comienzos del cristianismo en la Roma pagana y la primera persecución del
Cristianismo, desatada por el emperador Nerón.

Los escritores del realismo no se dejaron influir por el origen romántico del género y lo
utilizaron sobre todo buscando el pasado temprano para explicar, documentar o de algún
modo reflejar el presente. Destacan Charles Dickens con Barnaby Rudge (1841) o Historia de
dos ciudades (1859), esta última sobre la Revolución Francesa y sus repercusiones en París y
Londres. También lo ejercieron Gustave Flaubert (Salambô, 1862, sobre Cartago) o Benito
Pérez Galdós con un ciclo de 47 novelas históricas que denominó Episodios nacionales y
abarcan casi toda la historia reciente del siglo xix español.

En el siglo xx el éxito de la novela histórica se prolongó. Sintieron predilección por el género


escritores como el finés Mika Waltari (Sinuhé, el egipcio o Marco, el romano); Robert Graves,
(Yo, Claudio, Claudio, el dios, y su esposa Mesalina, Belisario, Rey Jesús...); Winston Graham,
quien compuso una docena de novelas sobre Cornualles a finales del siglo xviii; Marguerite
Yourcenar (Memorias de Adriano); Noah Gordon, (El último judío); Naguib Mahfouz (Ajenatón
el hereje), Umberto Eco (El nombre de la rosa, Baudolino), Valerio Massimo Manfredi, los
españoles Juan Eslava Galán y Arturo Pérez-Reverte y muchos otros que han cultivado el
género de forma más ocasional.

Puede hablarse asimismo de una novela histórica hispanoamericana que —con los
precedentes de Enrique Rodríguez Larreta (La gloria de don Ramiro, 1908) y
el argentino Manuel Gálvez— se halla representada por el cubano Alejo Carpentier (El siglo de
las luces o El reino de este mundo, entre otras), el argentino Manuel Mujica
Lainez con Bomarzo, El unicornio y El escarabajo, el colombiano Gabriel García Márquez (El
general en su laberinto, acerca de Simón Bolívar), el peruano-español Mario Vargas Llosa (El
paraíso en la otra esquina, sobre la escritora peruana del siglo xix Flora Tristán),
la chilena Isabel Allende (La casa de los espíritus, sobre el golpe de Estado del general Augusto
Pinochet), los puertorriqueños Luis López Nieves El corazón de Voltaire y Mayra Santos-
Febres Nuestra Señora de la Noche, etc.

Una clase particular de obras dentro de la novela histórica hispanoamericana la constituye


la novela de dictador, inspirada por el precedente de Tirano Banderas del escritor gallego de
la generación del 98 Ramón María del Valle-Inclán. Abre el grupo El señor presidente, del
premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, y los siguen El otoño del patriarca,
de Gabriel García Márquez, Yo el supremo el, de Augusto Roa Bastos (sobre el dictador
paraguayo Gaspar Rodríguez de Francia), La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa (sobre el
dictador de la República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo) y la del escritor mexico-
guatemalteco Óscar René Cruz Oliva Rafael Carrera: El presidente olvidado (2009).

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