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eL ahorCado

Mariana enríquez

A los cinco años fui por primera vez al psicólogo . A una psi-
cóloga, específicamente . No recuerdo su cara, sí su departamento
enorme, con grandes sillones en el living y el piso de madera cu-
bierto por alfombras de diseño oriental . Empecé el tratamiento
porque, cuando mis padres salían a la noche, si no regresaban antes
de cierta hora, mi ansiedad se volvía tan incontrolable que vomita-
ba sin parar, con la cabeza hundida en el balde que me alcanzaba
alguna de mis abuelas . Mis padres no salían para divertirse, no
iban al teatro ni al cine ni a cenar . Por algún motivo el psiquiatra de
mi madre atendía de noche y su consultorio quedaba en Belgrano,
es decir, en la zona norte de Buenos Aires y muy lejos del sur del
conurbano donde vivíamos . Ella estaba deprimida . En casa, no
salía de la cama . Yo creía que iba a morirse . De noche, cuando los
escuchaba hablar, imaginaba que planeaban abandonarme o quizá
devolverme a mi familia original que yo imaginaba todavía más
triste . De noche me dormía mirando una mancha de revoque en
el techo que parecía una cara de perfil con cuernos . Los domingos
a la tarde jugaba a morirme en el garage, que era frío y tenía eco .
Ponía a los muñecos de peluche, de plástico, Barbies argentinas
que no se articulaban, incluso autos y los bebés —que odiaba— y
todos oficiaban de parientes que se despedían, de médicos que
decían «no hay nada más que hacer», de maquilladores después de
la muerte en la sala velatoria, de enterradores . El juego solamente
necesitaba que me quedara quieta y acostada sobre una colchone-
ta . Lo musicalizaba con canciones dramáticas de Alberto Cortez

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o Serrat . Mis padres nunca se enteraron del juego, tampoco mis
amigos: es uno de los secretos de mi infancia .
Pero no podía ocultar los vómitos nocturnos . A veces también
llegaban de día si estaba sola demasiadas horas —había un límite
que yo consideraba fatal, imposible, si era superado significaba la
muerte, la soledad— . O, más exactamente, significaba que mis pa-
dres no regresarían nunca más . Era 1979, quizá 1980 . Después del
Mundial, antes de Malvinas . No recuerdo nada de esos años más
que los juegos de la agonía, los vómitos en el balde verde, el miedo
que me provocaba una canción de Serrat que empezaba diciendo:
La vida y la muerte bordada en la boca tenía Merceditas la del guar-
darropa. Y, por supuesto, recuerdo la casa de la psicóloga y algunas
cosas que me proponía hacer: dibujos, pequeñas construcciones
con cubos, fotografías o tarjetas con alguna escena a la que debía
inventarle un argumento . Su departamento quedaba en Caballito,
un barrio que también quedaba lejos de casa pero me gustaba su
nombre . A la psicóloga le mentí en cada una de las sesiones . No
recuerdo qué le dije pero sí el propósito totalmente deliberado de
jamás decirle la verdad .
Creo que ese era otro de mis problemas: el de las mentiras .
Pero todos estaban mucho más preocupados por los vómitos . Yo
adelgazaba y en las fotos Polaroid, cuando levantaba los brazos, se
me podían contar las costillas . Y me gustaba ese cuerpo, eso tam-
bién lo recuerdo; me gustaba sentir los huesos tan cerca de la piel .
Para llegar a la psicóloga teníamos que cruzar un barrio pre-
cioso que se llamaba como el parque que se ubicaba en su centro:
Parque Chacabuco . Ahí, desde el auto, vi las casas por primera vez .
Las casas llegaron antes que el ahorcado . La autopista cortaba por
la mitad una parte del barrio . Literalmente por la mitad: la ruta
de cemento, elevada sobre sus pilares en forma de Y, había tajeado
casas hermosas, algunos edificios bajos, pero sobre todo casas . Los
interiores estaban a la vista . Empapelados de flores, o con dibujos
de granjas —a veces se desprendían y flotaban en el viento del
otoño, un papel con restos de pegamento ilustrado con gallinas
y molinos—; los azulejos celestes de los baños al aire libre, los

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lavatorios flotantes, las duchas secas que salían de la pared como
adornos de metal . Las casas siempre parecían más partidas cuando
el baño quedaba a la vista . Yo no sabía adónde se iba la gente que
se quedaba sin casa ni entendía por qué la autopista debía pasar
por ahí y no por otro lado . Se lo pregunté a mi padre en uno de
los viajes a la psicóloga y no pudo contestarme ninguna de las dos
preguntas . Tampoco sabía adónde iba a parar la gente; suponía
que les darían otras viviendas, pero no tenía idea de adónde ni
tampoco si les pagaban por irse . Y por qué las autopistas debían
cortar casas tampoco le quedaba claro . El intendente de Buenos
Aires lo decidió, decía . No se le puede decir que no, decía . Por
qué, quería saber yo . Porque gobiernan los militares, me dijo, y eso
siempre le ponía punto final a las conversaciones y yo lo entendía
perfectamente . En la escuela, no podía hablar de lo que en casa se
decía de los militares, por ejemplo . Me lo habían ordenado explí-
citamente, mi madre y mi padre . Ella me dijo algo incomprensible
para mí sobre el arresto domiciliario y que le habían retirado la
libreta universitaria, pero nada tenía sentido porque ya no estu-
diaba, solamente lloraba en la cama . Y además yo no hablaba en
el colegio, con nadie . No sé qué creían ellos . ¿Que tenía amigas?
¿No se daban cuenta que muy pocas venían a mis cumpleaños a
pesar de que solía haber magos, animadoras y tortas compradas
en la mejor panadería del barrio?
Entonces no lo sabía pero ahora sé que era la autopista 25 de
Mayo . A quienes no quisieron entregar la casa voluntariamente
se las sacaron por la fuerza . Debajo de esa autopista pero en la
intersección de la avenida Paseo Colón y Cochabamba funcionaba
un centro clandestino de detención donde desaparecieron 1 .800
personas entre 1976 y 1977 . ¿Estaba en actividad cuando la inau-
guraron, el mismo día de mi cumpleaños, en 1980? No lo sé . ¿Los
detenidos escuchaban las topadoras, los camiones, los hierros de
la construcción? No, averigüé después . La construcción empezó en
noviembre de 1978 . La cárcel clandestina quedó ahí, en el camino
de la autopista, pero ya no funcionaba como tal cuando empezaron
las obras . Ahora la excavación en busca de huesos es una especie de

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terraplén marcado por fotos blanco y negro de los muertos, lápi-
das de cartón, una especie de recordatorio-tumba-lugar de trabajo
para antropólogos forenses .
Pero yo nunca vi el fantasma de uno de esos muertos tortu-
rados en la autopista . Vi el fantasma del ahorcado . Lo vi cuando
el auto de mis padres estaba casi bajo la autopista: yo levantaba la
cabeza para ver las casas cortadas, las cocinas todavía blancas y
relucientes, las habitaciones de los chicos tan fáciles de distinguir
por los posters de Sarah Kay que nadie había arrancado de las pa-
redes . Al ahorcado lo distinguí claramente en una habitación vacía
que, por el tamaño, podría haber sido un comedor o un living . No
vi su sombra en la pared, vi a una persona real aunque muerta:
tenía tres dimensiones y estaba de espaldas, quieto, las piernas muy
separadas y las manos cerradas en puños . Le dije a mi mamá que
mirara, nunca dudé de su materialidad, no era una ilusión óptica,
era una persona ahorcada; pero ella justo tuvo que arrancar, no
desvió la mirada, podía chocar .
No se lo conté a la psicóloga esa tarde . Le hablé de otras imá-
genes que veía en el cielo, hombres a caballo, jinetes entre las nubes .
Busqué otras veces al ahorcado, cuando pasábamos bajo la au-
topista hacia el consultorio de mi psicóloga, pero no volví a verlo .
Una noche, mientras mis padres y una pareja de amigos comían
pizza y yo pintaba un dibujo muy aburrida, escuché que Eva, la
mejor amiga de mi madre, hablaba de la gente obligada a dejar
sus casas en varios barrios de la capital . Ahí escuché por primera
vez Autopista Perito Moreno y Autopista Central —la que, ahora
sé, nunca se construyó aunque se les expropió la casa a 900 fami-
lias— . Eva habló de una historia que le había contado el hermano
de un amigo, un bombero, sobre un hombre que no quiso entregar
su casa . No quiso y no quiso hasta que vinieron los militares y la
policía a sacarlo y sacársela . Tiraron la puerta abajo y lo encontra-
ron ahorcado en el living . Muerto antes que dejar la casa donde
había crecido . El caso no salió en los diarios . Pero meses después
un vecino vio la sombra del ahorcado balanceándose, de derecha
a izquierda, de derecha a izquierda, en la terraza vecina a la casa

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demolida . Este hermano de un amigo de Eva, el bombero, lo había
visto antes, cuando fue a comprobar que la casa, a punto de ser
demolida, ya no tenía servicio de gas ni de agua: había visto lo
mismo que yo, un ahorcado que no era una sombra sino un cadá-
ver de carne y hueso, que colgaba de una lámpara de espaldas, la
cara muerta pudorosamente orientada hacia la pared . El bombero
se fue corriendo y dio aviso de que había un muerto en el edificio
pero cuando sus compañeros llegaron hasta la casa —se trataba
de una casa, de dos pisos, una linda casa de clase media con patio
y terraza— la encontraron vacía . El bombero dejó de trabajar por
un tiempo y, decía Eva, «había quedado muy mal» .
Yo no quedé mal después de ver al ahorcado . Quería que apa-
reciera otra vez . Quería verle la cara: me la imaginaba pálida y
delicada; no pensaba en lenguas negras, erecciones post mortem,
ojos desesperados y desencajados por la falta de aire . Me imagi-
naba a un muerto colgado con delicadeza, una especie de rebelde
dormido, una especie de alhaja de carne .
Pero nunca volví a verlo . Tenía claro qué casa era porque la
terraza, justo sobre el piso donde el ahorcado colgaba, era muy
particular: su única pared en pie estaba cubierta de una enreda-
dera que crecía sobre la pintura blanca y daba flores grandes, color
violeta y azul . Siempre desaparecía cuando mi madre —ella en ge-
neral manejaba, con mi padre de copiloto— doblaba por la avenida
donde quedaba el consultorio de mi psicóloga .
Ella nunca me dio el alta . Dejó de atender un tiempo por-
que se enfermó su madre —de cáncer y ella tuvo que cuidarla— y
cuando volvió a atender, si lo hizo, mis padres decidieron que ya
no me hacía falta el tratamiento . Ya no vomitaba cuando ellos se
iban; mi madre, por otra parte, se iba mucho menos y se levan-
taba de la cama al menos para hacerme dos desprolijas trenzas y
el desayuno antes de ir al colegio . En los recreos, el ahorcado me
ayudó a hablar . Les conté la historia a algunas compañeras . Ellas
no la habían escuchado, nada sobre un ahorcado en la autopista .
Habían escuchado otras cosas . Sobre el Hombre Gato, que
robaba edificios trepando y maullando; sobre el Hombre de la

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Bolsa, que secuestraba chicos de noche; sobre La Mano Fría que
te atrapaba el pie si lo dejabas colgando de la cama . Pero ninguna
historia me daba miedo, ninguna parecía real . Y la mía también
perdió fuerza . Era demasiado complicada de explicar, con la au-
topista y el intendente de la dictadura y las casas expropiadas y las
familias que nadie sabía adónde habían ido a parar . En el sur del
conurbano no había autopistas, solamente la avenida Pavón, tan
oscura y vacía por la noche .
Para cuando comenzó la guerra —y yo trazaba las islas en tin-
ta china, incluidas las Georgias y Sandwich del Sur— los vómitos
ya eran el pasado . No volví a escuchar sobre la psicóloga hasta que,
muchos años después, y adulta, todavía obsesionada por el ahor-
cado —no había encontrado su historia en, por ejemplo, ningún
libro sobre leyendas urbanas de Buenos Aires—, mi madre decidió
sincerarse conmigo . «Tu psicóloga no dejó de atender porque se
enfermó la madre», me dijo . «Lo que pasó fue que al hermano más
chico lo atropelló un tren» .
Lo contó con mucha tranquilidad mientras con su habitual
torpeza intentaba coser un botón . Quise saber qué tren y dónde,
me dijo que no sabía, que la psicóloga estaba histérica cuando se
lo contó . Eso sí: el chico había muerto al instante . No te lo dije
entonces, agregó, porque para tu tratamiento me pareció que era
contraproducente .
Le di la razón . Esa muerte confirmaba todos los miedos de
los que debía curarme en el consultorio de Caballito . Me pregunté
y me pregunto cuántas cosas miente por mi bien . Como no re-
cuerdo la cara de la psicóloga, no sé si me la cruzo ahora, que vivo
en ese barrio donde me atendía de chica pero más al sur, cuando
casi se convierte en Flores; vivo en el barrio del ahorcado . No sé
si la psicóloga es aquella mujer gorda y triste que toma el taxi en
la avenida o la rubia que pasea a su perro bulldog . Su cara está
borrada . Y en el barrio también se evaporó no solo la historia del
ahorcado sino la de cualquiera de las familias trasladadas durante
la construcción de la autopista . Pregunté a los vecinos pero no
saben nada, o dicen no saber nada, o no se acuerdan de nada o

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prefieren no recordar esa época o aseguran que fueron traslada-
dos al barrio Bolívar, más al sur todavía, pero en el barrio Bolívar
dicen que tampoco, que la gente no está ahí . Pregunté en lugares
más amables: la biblioteca del barrio que, periódicamente, envía
paquetes de libros a la cárcel de mujeres; el bibliotecario, con su
pelo largo y sucio y el mate perenne sobre la mesa me dijo que le
interesaba mucho el tema pero que tampoco había conseguido
respuestas entre los vecinos . Igual le vi un brillo extraño en los
ojos: entendí que mi inquietud era intrusiva . Me atreví y le conté
lo del ahorcado, no como la realidad fantasmal que yo había visto,
sino como leyenda urbana . Nunca, dijo, le habían relatado algo
así . Creo que mentía . También me acerqué al bar psicobolche del
barrio, donde constantemente se escucha bossa nova y a Zitarrosa,
pero la dueña lleva apenas quince años en esa esquina . Ella sí está
interesada no solo por la leyenda del ahorcado sino por el destino
de los trasladados, de esas familias cuyas casas dejaron una línea
vacía sobre la que se monta la autopista; debajo de la autopista, en
ese espacio donde había casas, se fueron concretando diferentes
emprendimientos: canchas de paddle, de tenis, de fútbol 5, inclu-
so piletas de natación, galerías comerciales, centros de jubilados,
algunos organismos del gobierno local . Todas bajo el pavimento
que queda ahí arriba, de techo: uno juega al fútbol con el rumor
de los autos sobre la cabeza, se renueva el documento de identidad
perdido con el latido arrítmico del tráfico como banda de sonido,
si vive en algún edificio a veces abre la ventana y se mira a los ojos
con los pasajeros de los colectivos que, sobre la autopista, viajan
hacia las ciudades del conurbano . La dueña del bar psicobolche
me preguntó por qué no investigamos, por qué no vamos a la sede
del gobierno o a organismos de derechos humanos para preguntar
dónde fueron mudadas las familias, nuestros vecinos fantasmas . Le
dije que claro, que cómo no, pero mi entusiasmo era una mentira .
Investigar me da pereza . El pasado me obsesiona y me da pereza
al mismo tiempo .
Cuando paseo sola por el barrio siempre me acerco a las calles
atravesadas por la autopista y aunque sé que no encontraré la casa

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del ahorcado porque ya no existe —después de la primera demo-
lición emprolijaron y ya no quedan baños al aire libre ni escaleras
que dan al vacío— trato de ubicar adonde estuvo alguna vez . ¿Cer-
ca de aquella con ladrillos a la vista y canteros con azaleas? ¿Al lado
de la que abusa de la piedra Mar del Plata en su fachada? ¿Frente
a la que está a punto de derrumbarse de humedad y descuido? No
lo sé . No puedo encontrar su antigua ubicación . Es posible que ni
siquiera sea tan cerca de mi casa como creo: la autopista es larga y
aunque sé que el ahorcado estaba cerca de una iglesia grande —y
creo que es la Medalla Milagrosa, del otro lado del parque—, lo
que es cerca o lejos para la memoria de un chico no tiene nada que
ver con la realidad del mapa de la ciudad que ve una mujer grande .
Igual paseo y busco . Algunas noches me quedo mirando la otra
iglesia del barrio, muy extraña, art-decó, alta y severa, dedicada a
una santa húngara . De noche la torre —porque no es una cúpula:
es una torre de cemento— se ilumina y el efecto es vagamente te-
nebroso, como de expresionismo alemán . Una noche, en el costado
de liso cemento de la torre de la iglesia creí ver una sombra que se
movía con el viento, de izquierda a derecha, un balanceo lento y
deliberado . Un péndulo . No podía ser la rama de un árbol: no hay
árboles tan altos como esa torre . Tampoco la sombra de alguna
ropa colgada o de un cable de los edificios vecinos . La sombra
pendular se fue enseguida, tras dos o tres balanceos, y solo queda-
ron la torre y la luna, que esa noche estaba especialmente grande
y blanca, como si se hubiese acercado a la Tierra para echarle un
vistazo . No era el ahorcado: quizás un pájaro nocturno, una ilusión
óptica, alguna hoja atrapada en las luces que hacen brillar la torre
por la noche, la torre con su cruz de cemento tan severa .
Pero sé que voy a volver a verlo . Estoy segura . En alguna ruina,
en alguna fachada, en algún rincón de este barrio donde él quiso
que yo lo conociera y lo recordara: todavía está acá, con sus piernas
abiertas y las manos como puños, muerto, solo, terco, colgando en
una casa que ya no existe .

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