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Hoy por primera vez desde que la tradición judeocristiana se afirmó como la fuerza
moral dominante en el mundo occidental, se pone seriamente en tela de juicio la
validez del mandamiento que prohíbe el adulterio. Algunos teólogos sostienen que, en
ciertas situaciones, este se justifica y hasta puede autorizarse. Por ejemplo, si el acto
responde a una auténtica preocupación por las necesidades de la otra persona,
entonces se acepta que la infidelidad puede ser la mejor solución.
Considérese, por ejemplo, el caso de un marido que sostiene relaciones con otra
mujer. Su opinión, compartida por muchas personas en circunstancias similares, es que
el amor sexual y el espiritual son dos cosas diferentes, y que tiene derecho a gozar del
primero, como de cualquier otro placer de la vida. Pero ama y respeta a su esposa,
asigna un alto valor a su matrimonio y adora a sus hijos. Desde su punto de vista, su
obligación se limita a evitar que su familia descubra la infidelidad. Por tanto, arguye, su
esposa no pierde nada. Quizá hasta obtenga ventajas de su aventura, pues él vuelve a
ella convertido en un hombre más agradable y tranquilo, capaz de apreciar con
agradecimiento la paz que sólo puede encontrar en su hogar. Y así, en nombre del
amor, la engaña.
Un número cada vez mayor de individuos honrados, que esperan establecer valores
éticos más “realistas”, están adoptando actitudes análogas a esta. Tal punto de vista
liberal en asuntos sexuales ejerce una gran atracción en los jóvenes, decididos a
terminar con las hipocresías del pasado. La juventud desea saber porqué la infidelidad
conyugal puede considerarse moralmente mala o perniciosa para la sociedad, si se
procede con discreción, si no se permite que ponga en peligro la solidez del
matrimonio, si nadie sufre por ella. Pero, ¿son esos los únicos criterios para juzgarla?
¿O hay otros factores que obran más allá de la moral tradicional y de los
convencionalismos sociales?. Vamos a analizar por lo menos tres de estos factores,
que pueden volver desastrosa la infidelidad para el futuro de cualquier matrimonio.
La primera violación de esa fe, la infidelidad básica, mental, precede a todo adulterio.
Ocurre cuando uno de los esposos decide alejarse de su cónyuge en busca de
relaciones íntimas, o “plenitud”, y mantiene en secreto su decisión. En esto consiste el
verdadero abuso de confianza. El engaño puede manifestarse de muchas maneras,
además de las relaciones sexuales. Considérese el caso del hombre que no puede o no
quiere hablar con su esposa de asuntos que le afectan a él profundamente, pero luego
confía sus inquietudes a otra mujer, cuya compañía le agrada. Debe mantenerse esa
relación en secreto, porque saber la verdad haría sufrir a su esposa, y esto, a su vez
ahondaría más la separación. Probablemente el alegará que lo que ella ignora no
puede hacerla sufrir. Pero esto es desconocer la condición humana. Lo que el marido
cuenta a la otra mujer no lo cuenta a la propia; esta advierte silencios y hostilidad en
ciertas actitudes, en que los pensamientos de él la rechazan por completo.
En vez de buscar una explicación honrada, con todos sus riesgos y posibilidades, ambos
aceptan la deshonesta infidelidad; y en la mayoría de los casos, uno engaña y el otro se
deja engañar. Afligidos ante la perspectiva de la separación o del divorcio, fingen ser
felices, mientras buscan satisfacción fuera del matrimonio. Se aferran a lo que poseen:
una casa, dinero, hijos hasta que uno de ellos halla lo que andaba buscando, e impone
el rompimiento. Este tipo de conducta es contraproducente para los dos afectados. Y
a veces tiene trágicas consecuencias. Lo más común es que el cónyuge más sano y más
fuerte encuentre su satisfacción plena en otros brazos, y luego solicite el divorcio, con
lo cual el otro cónyuge se sentirá desamparado, en una situación mucho más aflictiva
que si hubiera habido una explicación clara, limpia y oportuna entre ambos.
El mentiroso llega a advertir cuál es el precio que paga por su mentira: el sentimiento
de culpa que aflige a su propia conciencia; el temor de ser descubierto y la inevitable
vergüenza. Por si esto fuera poco, quien se engaña a sí mismo paga otro precio de
orden biológico.
Compartimos con todos los seres vivientes una herencia biológica que nos impulsa en
forma espontánea a buscar el placer y a apartarnos del dolor. Decir la verdad es una
manera de obtener el placer de la intimidad, cosa que saben bien los amantes. Las
mentiras se dicen para evitar el dolor o el castigo. Por tanto, es natural desear decir la
verdad cuando existe confianza y fidelidad, y mentir en situaciones de peligro.
Cuando sentimos que debemos mentir a alguien que confía en nosotros y a quien
amamos, nos vemos atrapados en lo que los psicólogos llaman un lazo doble. Hagamos
lo que hagamos, perderemos siempre. En tal situación se encuentra el marido infiel
cuando vuelve al lado de la esposa a la que ama de verdad. Desea revivir la sensación
de intimidad, pero no puede decir qué ha hecho. Y miente. Pero su mentira actúa
como un bumerang. En vez de acercarlo a su esposa, lo aparta más de ella. Lo salvó del
enojo de su mujer, de su rechazo, pero le inflige un dolor autoinducido. En estas
circunstancias, cuando mayor sea el deseo de intimar con la persona a quien se
engaña, más hará sufrir la mentira que nos aparte de ella. El que engaña experimenta
un malestar agudo, no sólo porque se siente un extraño junto al ser que ama, sino
porque también se siente separado de sí mismo. Habiendo mentido una vez, ya no
podrá hablar con sinceridad. Se ve obligado a pesar cada pensamiento antes de
expresarlo, por temor a que lo traicione una falla de la memoria. De ello resulta un
malestar creciente, ya que la ansiedad se apodera de nosotros cuando mentimos, y
nada de cuanto hagamos la mitigará. Sin embargo, el hecho mismo de que sintamos
dolor al mentir debe confortarnos en cierta medida. Es señal de que nuestras
emociones están vivas. Lo que duele es lo que nos importa. La persona a la que no le
importa mucho nada ni nadie, puede caer en el error de tratar de amoldar su idea del
amor a sus propósitos, y dirá, tanto a su esposa como a su amante, que las ama; creerá
esta persona que es cierto, pero así la mentira será peor, pues gravitará en el
inconsciente, y por tanto, no sentirá dolor alguno. Este sería el caso extremo de
engaño de sí mismo. En vez de resolver el conflicto, lo ahonda, pues la persona vive la
mentira y el engaño; en una persona enferma, y no siente la fiebre que la consume.
La única forma sensata de librarse de ese conflicto interior es resolverlo dentro de uno
mismo. Para recobrar la integridad emotiva, el infiel debe comenzar por reconocer que
se está engañando, y tratar de comprender lo que esto significa. Debe desechar el
falso argumento de que su infidelidad protege a su esposa y a su matrimonio. No hay
tal; sólo le protege del desagrado que la verdad le obligará a afrontar.
Si el infiel quiere seguir teniendo relaciones ilícitas, a pesar de todas las mentiras y de
la situación falsa que acarrean, tal decisión, por lo menos, tendrá que buscarse en una
honrada confrontación consigo mismo. En la vida nos vemos en la necesidad de
transigir. Lo importante es que reconozcamos exactamente ese transigir como lo que
es: hacer una segunda elección. Pero el verdadero fin perseguido requiere algo más
que sinceridad; exige también fidelidad hacia uno mismo. Y el hombre que así procede
no puede ser feliz a menos que los lazos gemelos del amor espiritual y del sexual se
entretejan armoniosamente en su vida. El hombre íntegro trata de ser fiel a la mujer
que ama. Su felicidad está basada en el amor, no en el temor; en la elección, no en el
azar; y en la satisfacción del deseo, no en un sentimiento muerto.
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