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Felipillo encarna en el Perú al traidor por excelencia.

Pero ¿a
quién traicionó el intérprete indígena?
Felipillo es nuestra Malinche peruana. “Es un Felipillo”, solemos decir
en el Perú de alguien que ha traicionado alevosamente la confianza
ajena. No se trata de cualquier traidor. Un Felipillo es alguien que les
clava el cuchillo por la espalda a personas con las que tiene un vínculo
social -étnico, político, gremial, etc., no un vínculo personal (un esposo
a una esposa, por ejemplo). A veces implica un elemento de poder, y
un Felipillo es un subordinado que, bajo una máscara servil, atenta
contra los intereses de sus superiores para operar en su propio
beneficio. Sea como fuere, tiene una insoslayable carga racial.
Ahora bien, para poder hablar de un traidor, necesitamos de un(os)
traicionado(s). Pero ¿a quién(es) traicionó Felipillo? ¿Cuán justificado
está el funesto lugar que ocupa en la memoria peruana y en nuestro
acervo de peruanismos?
Repasemos la historia de nuestro personaje.
A Felipillo cada crónica le da un origen distinto. Tres importantes
historiadores contemporáneos han examinado la evidencia, pero han
llegado a conclusiones diferentes. James Lockhart, siguiendo a López
de Gómara, afirma que era de Poechos. José Antonio Del Busto,
siguiendo a Cieza de León, que era de Tumbes. Y Juan José Vega,
después de descartar uno por uno los otros orígenes posibles –con
razones atendibles-, indica que no podía sino ser huancavilca -un
grupo étnico de las costas ecuatorianas-, la opción de Guamán Poma.
En todo caso, parece ser que Felipillo fue recogido cuando era un
chiquillo en algún punto de la costa entre Piura y la costa ecuatoriana
aledaña al río Guayas. Todos los que han escrito sobre él están de
acuerdo en que no estaba relacionado a ninguna familia
de curacas regionales ni de funcionarios impuestos por el incario. Es
decir, que era un simple y llano plebeyo. Algo que, como veremos, es
importante tener en cuenta.
En su excelente estudio Hombres de Cajamarca, en el que analiza las
biografías de los conquistadores presentes en la captura de Atahualpa
y hace un estudio sociológico de su procedencia, Lockhart dedica
algunas páginas a los intérpretes indígenas, y realiza una interesante
comparación entre Felipillo y Martinillo, el otro intérprete indígena
importante en los momentos cruciales de la conquista.
Si bien ambos fueron recogidos en la misma zona, afirma Lockhart,
había entre ellos una clara diferencia social. En contraste con Felipillo,
que quizá procedía de una familia de pescadores, artesanos o gente
de baja condición social, Martinillo provenía de una familia
aristocrática de Poechos. Su tío era el curaca tallán Maisavilca,
cacique de Chincha, quien regía la zona. Aún no se ha establecido de
manera definitiva si Maisavilca era un cacique local o uno impuesto
por el incario, pero, dado su rango social, tenía que hablar quechua
con fluidez. Martinillo debió de criarse en un entorno quechuahablante.
¿Y Felipillo? ¿Cómo podía hablar quechua si en las costa peruana del
norte y ecuatoriana del sur el quechua era un idioma exclusivo de las
élites?
La tesis de que Felipillo no hablaba quechua en el momento de su
captura, o lo hablaba muy mal, es defendida por Juan José Vega con
buenos argumentos. Para el connotado historiador, no deja de ser
sintomático que fuera dejado de lado por Pizarro en los momentos
decisivos. En Tumbes, el gobernador prefirió a Francisquillo, otro
intérprete indígena recogido en el segundo viaje (que se quedó en
Tangarará y no formó parte de la hueste que subió a Cajamarca). Y
durante la subida a la cordillera y en Cajamarca fue desplazado por
Martinillo, quien habría demostrado su superioridad en el manejo de la
lengua.
En el famoso encuentro entre el cura Valverde y Atahualpa en la plaza
de Cajamarca, todos los informes de los eventos indican que hubo
solo un intérprete, pero pocos dan su nombre. Sin embargo, Miguel de
Estete, que era secretario de Pizarro y estuvo presente, señala que
era Martinillo.
El único momento importante en que, indican los cronistas con
unanimidad, Pizarro elige como traductor a Felipillo es durante los días
finales del cautiverio de Atahualpa, cuando no tiene alternativa. Ha
enviado a Martinillo con Hernando de Soto a Huamachuco para
comprobar si estaban fundamentados los rumores de que se estaba
gestando un ataque contra los españoles en los alrededores de
Cajamarca. La movida de Pizarro es, sin embargo, bastante
sospechosa. Parece como si hubiera deseado deshacerse de la
incómoda presencia de Soto, uno de los pocos que insistía en
mantener al Inca con vida, y de paso apartar a Martinillo y obtener
mayor control sobre las traducciones del mucho más manipulable
Felipillo, a quien muy probablemente sabía desesperado por
demostrar su utilidad.
Desesperación. Angustia. Incertidumbre. Deseo de agradar a
cualquier precio a los que lo arrancaron en 1527 o 1528, cuando
frisaba los 13 o 14 años, de las costas de sus ancestros. A falta de
alguien, algo más a quien o a qué deberle lealtad. Desenraizado y
desorientado por completo después de cuatro o cinco largos años en
tierras extranjeras, en las que seguramente vivió muchas cosas que
no podía comprender y no tuvo tiempo de digerir. Destruido en su
interior: al pasar de nuevo por las costas que habían sido las suyas,
halló solo la devastación ocasionada por la guerra interminable entre
Huáscar y Atahualpa, el paso de la viruela y los enfrentamientos
sangrientos entre grupos étnicos locales. Con nadie a quien pudiera
llamar pariente, amigo o simplemente coetáneo. Aprendiendo sobre la
marcha un idioma extraño cuyas palabras la exigían verter a otro
idioma extraño que acababa de conocer. Y, por ello, condenado a
inferir, deducir o simplemente inventar las traducciones que se le
exigía día a día para poder sobrevivir.
Cuenta la historia que, cuando se aproximaba el tiempo de las
decisiones sobre la suerte del Inca, Felipillo distorsionó los testimonios
de los nativos y que hizo todo lo posible para convencer a los
españoles de que Atahualpa estaba complotando contra ellos y
hacerlo ejecutar. Que actuó de este modo pues había sido atrapado
haciendo el amor a una de las esposas del monarca incaico y deseaba
evitar la feroz represalia del Inca y salvar su pellejo.
El historiador John Hemming deshace la patraña, que ha sobrevivido
hasta nuestros días y sigue siendo repetida sin cuestionamientos, en
su bien informado libro The Conquest of the Incas. En él, señala que
ninguna de las crónicas contemporáneas a los eventos menciona el
hecho. Este solo empieza a ser referido a inicios de la década de
1550, cuando se trataba de recuperar la estela glamorosa y legendaria
de los conquistadores y se buscaba tenazmente chivos expiatorios a
quienes atribuir la culpa de la muerte de Atahualpa, que había
ocasionado la reprobación real. Esto formaba parte de una estrategia
para salvar la reputación de los conquistadores y preparar al terreno
para sus reclamaciones. Señala con nombre y apellido a sus autores:
Agustín de Zárate y López de Gómara. Nadie consideró, indica
Hemming, que oficiales tan astutos como Francisco de Xerez y Pedro
Sancho eran difíciles de engañar por una mala traducción en
testimonios tan importantes.
Después de la muerte de Atahualpa, Felipillo fue a parar a la comitiva
de Almagro y Martinillo a la de Pizarro, dándole una nueva dimensión
a su rivalidad: la de las guerras civiles españolas. Y es aquí donde
nuevamente el camino de uno y otro traductor diferirán por completo.
Por un lado, Martinillo se convertirá en un fiel seguidor de los Pizarro,
a quienes servirá en las buenas y en las malas, y gracias a quienes
obtendrá hacienda, detentará un respetado cargo vinculado a su oficio
de intérprete, se casará con una señora española, llegará a tener un
esclavo negro a su servicio y adquirirá el nombre de “don Martín”,
apelativo reservado a los curacas y los jefes. Su caída en desgracia
coincidirá con la derrota y muerte de Gonzalo Pizarro.
Felipillo, por su parte, jamás se convertirá en “don Felipe”. El relato de
sus traiciones posteriores ha sido realizado por el usualmente
fidedigno Gonzalo Fernández de Oviedo, aunque no debemos olvidar
que fue este cronista el que inventó la historia del famoso “juicio a
Atahualpa”, que nunca se realizó.
Cuando Almagro llegó a Quito en 1534 para enfrentar a Pedro de
Alvarado, quien amenazaba con reclamar las posesiones del actual
Ecuador como suyas, Felipillo abandonó subrepticiamente el
campamento de su señor, fue al de Alvarado y le informó de los
escasos hombres y pertrechos con que Almagro contaba. Sin
embargo, los dos líderes españoles llegaron finalmente a un acuerdo
pacífico, y Almagro estuvo a punto de quemar a Felipillo en la
hoguera.
La acción de Felipillo nos parece creíble, en la medida en que el
traductor indígena no tenía ninguna razón para deberle lealtad y
Alvarado parecía constituir una mejor perspectiva para su
supervivencia. Sin embargo, nos hace dudar de su veracidad el hecho
de que Almagro haya vuelto a confiar lo suficientemente en él para
enviarlo como emisario, con la misión de establecer contacto con
Manco Inca en Cuzco en 1535. El objetivo del encuentro, de
fundamental importancia, era convencer al soberano incaico de forjar
una alianza con Almagro (mientras Martinillo hacía lo propio en
representación de los Pizarro).
Alguna fibra profunda debieron haber tocado esta entrevista con
Manco Inca, pues el convencido terminó siendo él. Quizá Felipillo vio
en el jovencísimo monarca –Manco debía andar por su edad, los
veinte años- alguien con quien podía finalmente identificarse. Lo cierto
es que, en complicidad con Huillac Uma, Sumo Sacerdote Solar y
aliado de la conspiración, abandonó la expedición de Almagro a Chile
poco antes de llegar a su destino para unirse a la gran rebelión
simultánea liderada por Manco, que cercaría al Cuzco y a Lima en
1536.
Huillac Uma logró escapar y llegar al Cuzco, pero a Felipillo lo
encontraron, capturaron y ejecutaron (mediante la pena del garrote,
según algunos; descuartizado, según otros). Pero no sin dar batalla. El
capitán español Martín Monje indicaría en un testimonio de servicios
prestados a la corona el de haber ganado una fortaleza en una
montaña “donde un capitán llamado Felipillo se había fortificado a sí
mismo con unos cuantos guerreros”. El traductor indígena tendría para
entonces entre 21 y 22 años.
No podemos evitar imaginar el tipo de reflexiones que pudieron pasar
por su cabeza en los momentos finales. No lo visualizamos
desorientado, desubicado, fragmentado, lamentando su “error de
cálculo”, como insisten algunos historiadores sin base alguna. No
creemos los informes de Fernández de Oviedo de que terminó
confesando sus culpas, incluida la de la muerte de Atahualpa.
Mientras el garrote se va cerrando poco a poco sobre su cuello o sus
descuartizadores le van descoyuntando los miembros uno por uno, lo
imaginamos repasando su propia vida. Deseando quizá haber vivido
una menos incierta, con amos más dignos de lealtad. Pero sin un
ápice de arrepentimiento por haber intentado contribuir en la parte final
de su existencia al restablecimiento de un imperio en el que por fin
habría espacio para alguien como él.

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