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Hernando de Soto en el
campamento del Inca
7Pizarro quiso tener un conocimiento cabal. Para saber más sobre las fuerzas reales
de Atahualpa, tal vez incluso con la idea de ir a atacarlo a su campamento pues
aquel no parecía decidido a venir a la ciudad, el jefe español envió ante el Inca a un
grupo de veinticuatro jinetes bajo las órdenes de Hernando de Soto acompañado de
Felipillo, uno de los intérpretes indios. Después de su partida, y cuando se acercaban
al campamento del Inca, Francisco Pizarro juzgó que eran demasiado poco
numerosos si acaso les tendiesen alguna trampa, por lo que envió de refuerzo otro
contingente de hombres a caballo comandados por su hermano Hernando. Los
españoles se acercaron al lugar donde se encontraba Atahualpa, entre un doble
cerco de escuadrones de indios en armas. El Inca había escogido descansar en las
termas de Cúnoc, que hasta ahora existen. A pesar del ruido que hicieron los jinetes
españoles, y aunque de Soto solicitó encarecidamente ver al emperador, este no se
dignó salir hasta que hizo preguntar al jefe de los intrusos, por intermedio de sus
cargadores, qué era lo que quería. De Soto le hizo informar de su embajada y el Inca
consintió finalmente en presentarse ante los españoles.
8Apareció, con aire muy digno, sin manifestar ninguna sorpresa al tener ante sus
ojos a los blancos y a sus caballos. Atahualpa (o Atabalipa, como lo llamaban los
españoles) era un hombre de unos treinta años. Los cronistas Francisco de Jerez y
Pedro Pizarro que lo conocieron bien, lo confirman. Ambos dicen que era apuesto y
tenía rasgos regulares. De buena facha, Atahualpa era más bien grueso, tenía, al
parecer, un aire cruel, y sus ojos estaban inyectados de sangre, detalle que
impresionó a muchos de los conquistadores. Hablaba lentamente y siempre con aire
grave, incluso con dureza, «como un gran señor».