Está en la página 1de 3

39. EL LENGUAJE MORAL. FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS MORALES.

ANEXO AL TEMA 39 DE “CEN”.


3) LA JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS MORALES.

3.2. El emotivismo. El emotivismo de Wittgenstein. En el Tractatus Witt. entiende la ética como


inexpresable y trascendental. Esto es así ya que las proposiciones que hacen afirmaciones sobre el
mundo nunca tienen carácter valorativo, sino fáctico. Sin embargo, la ética no habla de los objetos
del mundo, sino tan sólo de los sujetos amparando los juicios valorativos. No se puede hablar de
ética, que sólo se compone de proposiciones sin sentido. En el mundo no existen los valores pues
toda cosa es susceptible de ser verdadera o falsa. Lo que atañe a la ética es inefable y se expresa en
el silencio. Ahora bien, que de la ética no se pueda hablar no implica que se pueda mostrar: ser
moral es trascender los hechos. De nada de lo que da sentido a la vida puede tratar el lenguaje. La
ética es trascendental: es una condición del mundo, está en el límite del mundo.

En las Investigaciones filosóficas, Witt. considera la ética desde la perspectiva de los “usos del
lenguaje”. El lenguaje moral es un juego lingüístico más, como el lenguaje científico, pero no es un
juego de lenguaje secundario o limitado a algunos seres humanos. Perfeccionar un juego del
lenguaje es practicarlo en toda su posibilidad, y aplicado a la moral, quiere esto decir que ser ético
es algo que se aprende, se desarrolla y depende de las reglas de la comunidad y del contexto en que
se viva. Lo que expuso Witt. en el Tractatus supone una primera apoyatura para el emotivismo
puesto que sugiere una teoría del lenguaje que coloca a la moral en el exterior del ámbito de los
hechos, donde por tal motivo no se podía esperar que proporcionase proposiciones susceptibles de
ser verdaderas o falsas. El Tractatus ofrece una visión del lenguaje moral como un lenguaje
expresivo, esto es, no descriptivo. Todas las proposiciones de la ética, en tal sentido, no son sino
pseudoproposiciones ya que tienen voluntad de decir lo que no puede decirse pero,
simultáneamente, expresan aquello que quisiéramos decir.

3.4. El descriptivismo. El descriptivismo de John Searle. En este planteamiento se parte de la


distinción entre hechos brutos y hechos institucionales. Los hechos institucionales son hechos que
existen solamente dentro de nuestras instituciones, dentro de un sistema de reglas constitutivas. A
diferencia de las reglas regulativas (que regulan una actividad cuya existencia es independiente de
las reglas), las reglas consitutivas crean o definen nuevas formas de conducta, lo que es diferente de
regular formas de conducta preexistentes. Los hechos “brutos” son los materiales fácticos de los
que se hacen los hechos institucionales. Para cada hecho institucional otros ciertos hechos son
“brutos relativamente”.

A partir de este concepto de institución y de hecho institucional, Searle considera que muchas
formas de obligación, compromiso, derechos y responsabilidades están institucionalizadas. Toma
como ejemplo de esta institucionalización a la promesa y, en su artículo Cómo derivar Debe de Es,
intenta mostrar una derivación de la obligación a partir del hecho bruto de la pronunciación de una
promesa. En esta derivación colaboran el hecho bruto, la institución o hecho institucional, su regla
constitutiva y una serie de enunciados adicionales que considera como tautologías, descripciones de
usos lingüísticos y cláusulas ceteris paribus. Así pues, el lenguaje es una realización convencional
de conjuntos de reglas constitutivas, y los actos de habla son actos realizados de acuerdo con esos
conjuntos de reglas constitutivas. Las reglas que fijan el valor ilocutivo de un enunciado son
constitutivas con relación al empleo de este enunciado: no es posible emplear una fórmula de
promesa sin asumir la obligación de cumplir lo que se ha prometido.

3.5. Consideración pragmática del lenguaje moral: la ética del discurso.

Este planteamiento del lenguaje moral es distinto a todos los anteriores: es la propuesta de una
ética que no trata de revisar y analizar el lenguaje moral intentando eliminar errores de significado
o mal uso de los términos, sino que toma al lenguaje mismo y a la capacidad de comunicación
humana como punto de partida para recuperar una ética que se había perdido desde el “proyecto
1
ilustrado” (progreso de la razón teórica y de la práctica) y que de la mano de la filosofía analítica y
su fobia a la metafísica quedó diluida en un mero análisis de conceptos. Aquí expondremos no un
sintaxis sino una pragmática del lenguaje, la de Apel y Habermas, y sus proyectos de una teoría de
la acción comunicativa, donde se tiene en cuenta a los interlocutores y a su capacidad de comunicar
mediante el lenguaje. El fundamento del discurso moral, pues, son las condiciones ideales de
comunicación.

Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del imperativo, la
ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la argumentación, los que hacen de
ella una actividad con sentido. La conclusión es que cualquiera que pretenda argumentar en serio
sobre normas tiene que presuponer: 1) que todas las personas son interlocutores válidos y que, por
tanto, cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y
defendidos a poder ser por ellos mismos; 2) que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una
norma es correcta, sino sólo el que se atiene a unas reglas que permite celebrarlo en condiciones de
simetría entre los interlocutores (“discurso”). Las reglas del discurso son:
- Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso.
- Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación.
- Cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación.
- Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades.
- No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas
anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso.]

Para comprobar si la norma es correcta, habrá de atenerse también a dos principios: el principio
de universalización, que es una reformulación del imperativo kantiano de la universalidad, y el
principio de la ética del discurso, por el cual sólo tienen validez las normas que son aceptadas por
todos los afectados. Los dos principios del discurso: 1) universalización: “Una norma será válida
cuando todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos
secundarios que se seguirán, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de
los intereses”; 2) ética del discurso: “Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o
podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso
práctico”.

Diálogo, no negociación. Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por
ella están de acuerdo en darle su consentimiento porque satisface, no los intereses de un grupo o de
un individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual el acuerdo o consenso al que lleguemos
diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones. La meta de la negociación es el
pacto de intereses particulares, la meta del diálogo es la satisfacción de intereses universalizables.
La racionalidad de los pactos es instrumental, mientras que la racionalidad de los diálogos es
comunicativa. La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos
reales y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal. En definitiva, serán decisiones
moralmente correctas, no las que se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de
los afectados están dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.

3.6. La ética de Ferrater Mora.

De la materia a la razón (1979). Existe continuidad entre la sociedad humana y el resto de la


naturaleza en cuanto que los miembros de esta sociedad son individuos biológicos. Se trata de una
evolución de niveles emergentes en el curso de la evolución del universo. Las normas morales se
encuentran dentro del continuo de la realidad, que abarca desde lo físico hasta lo cultural. El mundo
moral no constituye un nivel especial de la realidad, sino que es una parte del social-cultural. No
existen normas morales absolutas establecidas para siempre ni fines últimos absolutos de la
conducta ni juicios morales categóricos. Las prescripciones, normas y deberes son “producciones
culturales prácticas”, en la forma de propuestas y programas, son patrones en virtud de los cuales
obramos. Tanto las producciones teóricas (afirmaciones, proposiciones, teorías) como las prácticas
2
son siempre provisionales. Pero su provisionalidad no las hace falsas o inaceptables. Adoptamos un
sistema de normas, y sentamos en virtud de él una serie de “deberes”, cuando podemos dar de tal
sistema la máxima justificación racional posible. Pero tal sistema será sustituido por otro más
ventajoso.

No podemos obrar racionalmente sin conocer. La “racionalidad teórica” es condición para la


“racionalidad práctica” (Mosterín). Pero los patrones prácticos no se derivan inmediatamente de los
teóricos. Los patrones prácticos consisten en el establecimiento de fines, y de los medios utilizables
para conseguirlos, para los cuales tenemos en cuenta nuestro mejor conocimiento –puente entre el
“es” y el “debe”. Como éste puede cambiar, también pueden hacerlo los patrones prácticos. Si
afirmamos, p.e., que no deben cazarse animales por el mero placer de la caza, y que no deben
cazarse animales en absoluto, o que no deben torturarse animales ni siquiera para experimentos
científicos, contribuimos a la formación de un patrón práctico que se apoya en ciertas ideas que
tenemos acerca de lo que es la Naturaleza y la comunidad de los seres vivientes.

Nuestras ideas prácticas son racionalmente justificables y están apoyadas en hechos. Hay que
tener en cuenta como datos básicos ciertos intereses primarios, en referencia a los deberes, como la
aspiración a la felicidad y al bienestar, la evitación del dolor y el sufrimiento (de todos y cada uno
de los miembros de la sociedad). En vista de estos datos se establecen ciertos “fines
supersuficientes” (contra relativismo extremo): 1) vivir es preferible a no vivir: no sufrir es
preferible a sufrir y convivir es mejor que aniquilarse; 2) ser libre es preferible a ser esclavo; 3) la
igualdad entre los seres humanos es preferible a la desigualdad. Vida, libertad e igualdad serían los
principios morales fundamentales. Pero ni siquiera ellos constituyen un conjunto de mandatos
absolutos. Su fundamento se encuentra en razones de tipo consensual y consecuencialista. Es el
consenso al que razonablemente puede llegarse el que confiere validez relativa a estos principios.
Para realizar una evaluación moral de la conducta es necesario tener en cuenta no sólo los medios y
las intenciones, sino también las consecuencias y, concretamente, buscar la maximización de bienes
para todos los individuos (utilitarismo). Pero rechaza todo relativismo sociológico o “de grupo” que
identifique el bien con la opinión de la mayoría o de un grupo social. Pero esto no impide que los
valores y los deberes morales sean un tipo de deberes sociales, cuya nota distintiva es sólo su
mayor grado de universalidad (intersubjetivismo cultural e histórico). En suma, la moral es un
producto social-cultural nacido de la actividad racional de los hombres.

También podría gustarte