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Unidad 1

El libro inspirado – La inspiración – Historia de la doctrina –


El Concilio de Trento – La Encíclica Providentissimus – Concilio Vaticano II.

Quien se acerca a las Sagradas Escrituras lo hace con el respeto que merece saber que
contienen la “Palabra de Dios”. ¿Pero qué se afirma realmente cuando se dice “Palabra de
Dios”? Algunos han imaginado que Dios dictó al oído del autor las frases que Él quería que
llegaran hasta los lectores. Así están representados muchas veces los autores de los libros
sagrados en las pinturas o imágenes que se ven en las iglesias. Pero es evidente que se trata
de un fenómeno mucho más complejo. Este fenómeno se llama inspiración, pero no se
entiende en el sentido en que un artista se inspira para pintar un cuadro o escribir una poesía,
sino como una discreta acción de Dios, en lo profundo del autor sagrado. La inspiración
respeta, por decirlo así, toda la humanidad del autor, su cultura, sus inclinaciones, sus gustos,
su forma de escribir. Con esto se afirma que “la revelación divina, en cuanto dirigida a los
hombres, se ha servido del lenguaje humano, con lo que la Palabra de Dios se convierte en
palabra humana, sin perder su espontaneidad...”.1

Como se puede apreciar a simple vista, cada libro de la Biblia tiene una forma propia,
imágenes y matices que no aparecen generalmente en otros libros. Esto se debe precisamente
a que el hagiógrafo (tal es el nombre que recibe el autor sagrado) escribe con sus
conocimientos, poniendo en juego su genio literario, su manera de expresarse, pero al mismo
tiempo está plenamente involucrado en lo que Dios le manda escribir. Por esto, cuando se
pregunta por el autor de la Biblia, se debe tener en cuenta esta doble dimensión: por un lado
el autor es Dios, el que inspira; por otro es el hagiógrafo, quien realiza según sus medios
personales esa tarea que Dios le encomienda.

El tema de la inspiración se ha desarrollado a lo largo de la historia en la Iglesia, pero


antes de tratar ese aspecto, es conveniente ver cómo aparece en la misma Escritura.

Con distintas expresiones se manifiesta el origen divino de la Ley de Dios escrita por
Moisés:

*En Ex 34,27-28 Dios da los mandamientos a Moisés y le ordena que los ponga
por escrito. Moisés también escribe por orden de Dios otra clase de datos (Ex
17,14; Num 33,2), y también se dice que escribe sin mencionar ningún
mandato divino (Ex 24,4).
*En Dt 4,13 dice que Dios reveló su alianza al pueblo escribiéndola Él mismo en
las dos tablas de piedra.

También entre los profetas figuran testimonios de que lo que escriben en los libros
responde a un mandato explícito de Dios, tal es el caso de Isaías y Jeremías (Is 30,8; Jer 30,2;
36,1-2.28.32), a quienes Dios manda poner por escrito lo que Él les ha revelado
anteriormente.

En distintos momentos de la historia del Antiguo Testamento se menciona el libro de la


Ley de Yahveh, pero sin decir que haya sido escrita por el mismo Dios o por orden de Dios.
Sólo se consigna que la Ley viene de Dios (2Re 22,8.11; 2Cr 17,9; 34,14-15; Esd. 7,11; Ne
1
Cf. PLAN DE FORMACIÓN TEOLÓGICA, Cuestiones complementarias de la Sagrada Escritura. Instituto
internacional de teología a distancia. Madrid, 1986. Pág. 12
8,1.8.18). Es importante destacar el cuidado con que se conservan ciertos libros (1Mac 3,48;
12,9; 2Mac 2,13-15; 8,23).

En el Nuevo Testamento se cita el Antiguo Testamento dando por supuesto su origen


divino. El mismo Jesús lo cita como a una fuente inapelable, por ejemplo en Mt 21,42; 22,31-
32; Lc 24,27, etc. Dice que el autor de un texto del Antiguo Testamento habló “en el Espíritu
Santo” (Mt 22,43; cf Hech 1,16.20). “Así, pues, queda perfectamente atestiguado el uso de la
Escritura del Antiguo Testamento por parte de Cristo, los Apóstoles y Evangelistas. Pero lo
verdaderamente interesante no es tanto que esto suceda, sino el que se reconozca a los textos
un contenido de absoluta verdad, junto con una autoridad irrefutable.”2

Pero también en el Nuevo Testamento hay datos que testifican la inspiración del mismo
Nuevo Testamento: “Dice la Escritura «No pondrás bozal al buey que trilla» (Dt 25,4) y
también «El obrero tiene derecho a su salario» (Lc 10,7)” (1Tim 5,18). En este lugar se citan
como Escritura un texto del Antiguo y otro del Nuevo Testamento. Ocurre algo similar en
2Pe 3,16 en donde se incluyen las cartas de san Pablo en el grupo de las Sagradas Escrituras.

Dos textos del Nuevo Testamento hablan expresamente del origen divino de las
Escrituras:

* “Nadie puede interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura,


porque ninguna profecía ha sido anunciada por voluntad humana, sino que
los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo”
(2Pe 1,21).
Este primer texto dice que las profecías consignadas en la Escritura tienen
origen divino, porque los Profetas fueron movidos por el Espíritu Santo para
que hablaran de parte de Dios. No se refiere todavía a un impulso divino sobre
el escritor, sin embargo se dice que lo que se ha escrito ya queda en un plano
superior.

* “Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para
argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de
Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien” (2Tim 3,16-
17). El texto se puede traducir también, sin hacer ningún cambio en el texto
original griego: “Toda Escritura inspirada por Dios es útil para...”.
Este segundo texto describe el origen divino de la Escritura llamándola
“inspirada por Dios” (en griego: theopneustos). Esta palabra se deriva de la
palabra “Dios” (theós) y del verbo “soplar” (pnéo), relacionado con la palabra
pneuma (=Espíritu). Se quiere decir que hay un soplo (Espíritu) de Dios en el
escritor para que produzca el libro sagrado.

Los Padres de la Iglesia mantuvieron siempre esta doctrina, y el Magisterio la


desarrolló a lo largo de la historia.

Las primeras intervenciones del Magisterio se refieren a que Dios es el autor de los
Escritos Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Fue necesario insistir en esta
enseñanza, porque los maniqueos afirmaban erróneamente que Dios era el principio del
Nuevo Testamento, mientras que el principio del Antiguo era el diablo.

2
Cf. Ibídem. Pág. 14
En 1053, el Papa León IX proclamaba en el Símbolo de la fe: “Creo también que el
Dios y Señor omnipotente es el único autor del Nuevo y Antiguo Testamento, de la Ley y de
los Profetas y de los Apóstoles”.3

En 1208 el Papa Inocencio III propuso una profesión de fe a los Valdenses: “Creemos
que el único y mismo autor del Nuevo y del Antiguo Testamento es Dios...”.4

Más tarde, en 1442, el Concilio de Florencia reafirmó que el autor del Antiguo y del
Nuevo Testamento es Dios. Además, el Concilio no entiende por “Testamento” los
acontecimientos salvadores de ambos sino los escritos mismos, que contienen la Palabra de
Dios que expresaron los hombres bajo la inspiración del Espíritu, pero al hablar de la
inspiración, utilizando las palabras de 1Pe 2,21, se refiere a “los hombres que hablaron”, no a
los libros: “Un solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la
ley, de los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo han
hablado los Santos de uno y otro Testamento...”.5

Un siglo más tarde, el Concilio de Trento, en la sesión del 8 de abril de 1546, volvió
a reiterar esta enseñanza: “El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento,
legítimamente reunido en el Espíritu Santo... siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos,
con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del
Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos...”.6

Desde entonces, hasta el Concilio Vaticano I en 1870, no hubo ninguna intervención


importante de Magisterio con respecto a la inspiración de las Sagradas Escrituras.

En el siglo XIX, las corrientes racionalistas negaban el origen divino de las Sagradas
Escrituras, considerándolas como obras simplemente humanas, dependientes de la cultura de
la época en que fueron escritas y que por lo tanto podían contener errores. Al mismo tiempo,
algunos teólogos admitían el origen humano de la Escritura y proponían diversas formas de
entender la inspiración.

* La primera es la teoría de la inspiración subsecuente, según la cual los escritos,


de origen puramente humano, se volverían santos e inspirados por la
aprobación posterior de la Iglesia.7
* La otra es la teoría de la inspiración concomitante, según la cual el hagiógrafo
habría hecho el libro por su propia cuenta, y el Espíritu Santo solamente se
habría limitado a preservarlo de errores.8

El Concilio Vaticano I salió al encuentro de todas estas corrientes, y el 24 de abril de


1870 estableció que: “Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas
sus partes... la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola
industria humana hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la
revelación sin error, sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios
por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia”.9
3
Cf. D-H 685
4
Cf. D-H 790
5
D-H 1334
6
D-H 1501
7
J. Lessius, J. Bonfrère, D.B. von Haneberg.
8
M.L. Jahn.
9
D-H 3006
Entre ambos Concilios Vaticanos, I y II, el Papa León XIII publicó la encíclica
“Providentissimus Deus” (18 de noviembre de 1893), en un momento en que se cuestionaba
el origen divino de los textos bíblicos y también su contenido, porque los avances de la
ciencia y los hallazgos de la arqueología parecían indicar que la Biblia participaba de los
mismos errores que tenían los hombres de la antigüedad.

Dijo el Papa León XIII:

“... es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como
instrumento para escribir, como si se les hubiera podido deslizar alguna falsedad, no
ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados. Porque fue Él mismo quien,
por sobrenatural virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de
concebir en su mente, y fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible
verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro caso, Él no
sería autor de toda la Sagrada Escritura”.10

Pero las ciencias siguieron avanzando, y se agudizó el problema de las


contradicciones con la verdad de la Biblia. Por este motivo, el 15 de septiembre de 1920,
Benedicto XV publicó la encíclica “Spiritus Paraclitus”. En este documento, dedicado a
celebrar los quince siglos de san Jerónimo, apeló a la autoridad de este Santo Padre para
reiterar la afirmación del origen divino de las Sagradas Escrituras:

“Seve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina
católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia, aporta a la mente
del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve, además,
su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta
que acaba el libro”.11

El 30 de septiembre de 1943, durante la segunda guerra mundial, Pío XII publicó


“Divino Afflante Spiritu”, una encíclica dedicada a la correcta interpretación de las Sagradas
Escrituras. Dio un giro de gran trascendencia al aceptar que se tuvieran en cuenta los géneros
literarios en el proceso de interpretación de los textos bíblicos. El Papa indicó que el autor
sagrado, al componer el libro, se expresaba de acuerdo con las formas propias de su cultura y
de su tiempo.12 Se abría así el camino hacia la afirmación de que también el hagiógrafo es
autor de la Escritura. Una verdad que nunca se había expresado con claridad, desde el
momento que los documentos del Magisterio publicados anteriormente habían insistido en la
afirmación de que Dios es el Autor de la Escritura, porque los ataques se habían dado desde
ese ángulo. En las explicaciones se había recurrido con frecuencia a la metáfora de que “Dios
dictaba” la Escritura, o de que “el hombre escribía bajo dictado”, o que era “como la pluma
en manos del escritor”.13 Esto podía dar lugar – y de hecho había dado – a interpretaciones

10
D-H 3293
11
D-H 3651
12
D-H 3829-3830
13
Puede servir de ejemplo: “Se preguntará en vano quien escribió estas cosas, cuando se sabe por la fe que el
Espíritu Santo es el autor del libro. Escribió el libro aquel que lo dictó. Escribió el libro el que fue como
inspirador de la obra y por medio de la voz del que escribía nos transmitió los hechos que debemos imitar. Si
cuando recibimos una carta de un personaje importante leemos las palabras y preguntamos con qué pluma la
escribió, sería ridículo que conociendo al autor y el sentido de la carta nos interesáramos por la pluma...” (SAN
GREGORIO MAGNO, Exposición del libro de Job, Prefacio, I, 2; PL LXXV, 517).
erróneas: Dios era el Autor de la Escritura, pero el hombre no ponía nada de su parte.
Solamente escribía lo que se le dictaba.

El Papa Pío XII había señalado la necesidad de estudiar las culturas, las lenguas y las
literaturas de la antigüedad para comprender lo que el hombre expresaba en los escritos
bíblicos. Esto implicaba que el hombre aportaba algo suyo en la composición de la obra y por
lo tanto también era autor. El Concilio Vaticano II captó el problema en su hondura, y esto se
manifiesta en la Constitución Dogmática “Dei Verbum”:

“La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito
bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles,
reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son
sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a
Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los
libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y
talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron
por escrito todo y sólo lo que Dios quería”.14

La constitución dogmática Dei Verbum tiene una perspectiva novedosa: no trata de la


inspiración como un fenómeno aislado, sino que la coloca dentro del proceso de la
conservación y transmisión de la revelación por vía escrita, que se realiza por obra del
Espíritu Santo. El carisma de la inspiración actúa para poner por escrito lo conocido por la
revelación, y de la misma forma que la predicación oral apostólica es infalible, también lo es
la inspiración.

Desde ahora, se vuelve la mirada al escritor sagrado, indicando que su papel de


transmisor cualificado de la revelación se realiza por una elección providencial de Dios, y
que la plenitud de sus cualidades humanas no se halla en modo alguno deteriorada por la
acción superior de Dios, y por lo tanto, se resalta su verdadero papel de autor.

Como ejemplo de lo anteriormente dicho se puede leer lo que confiesa el autor del
Segundo libro de los Macabeos, que después de haber confeccionado laboriosamente su obra,
se disculpa por si el libro no ha sido del gusto de sus lectores: “Si este ha sido bueno y bien
logrado, no es otra cosa lo que yo pretendía. Si, por el contrario, es imperfecto y mediocre,
lo cierto es que hice todo lo que pude” (2Mac 15,38).

De modo que Dios es verdadero autor de la Escritura en cuanto produce la obra


inspirada, mediante su acción en el hagiógrafo (a quien también llama ‘verdadero autor’). Es
la primera vez que el Magisterio de la Iglesia aplica al hagiógrafo este título de “autor”.15

La situación anterior había colocado al Magisterio en una actitud de defensa del


contenido de la Escritura como “verdad revelada”. Las intervenciones se circunscribieron
siempre a las verdades contenidas en los libros sagrados. Al abandonar este clima de
polémicas con los adversarios, se exige colocar el tema de la inspiración dentro de un marco
mucho más amplio. Los autores sagrados pusieron por escrito “la revelación de Dios”, el
encuentro con Dios que sale al encuentro de los seres humanos para tratarlos como amigos e

14
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 11.
15
Santo Tomás de Aquino ya había hablado del “autor humano”: “El autor principal de la Sagrada Escritura es
el Espíritu Santo... el hombre, que fue el autor instrumental...” (Quodl., 7, a.14 ad 5).
invitarlos a su familiaridad.16 El texto bíblico no solamente se propone enunciar verdades sino
también provocar el encuentro con Dios. La inspiración no se refiere sólo al enunciado de
verdades sin error sino a disponer y a conducir al lector a ese encuentro. La Biblia no sólo
contiene las verdades que Dios ha querido revelar a los seres humanos, sino que es el libro
que conduce hacia el encuentro con la Verdad que es el mismo Dios, y alimenta la vida
espiritual de toda la Iglesia.

Por esa razón, la inspiración también cubre la elección del género literario apropiado
para cada texto, los términos utilizados, las metáforas con las que se expresa el autor para
provocar en el lector sentimientos, emociones, la disposición a dialogar con Dios... El lector
que se encuentra ante la frase (correcta desde todo punto de vista): “Dios es misericordioso”,
reaccionará de manera muy diferente cuando oiga narrar la parábola del hijo pródigo (Lc
15,11-32). Todos los elementos narrativos de la parábola también caen bajo la inspiración.

En la actualidad se exige volver a replantear todo el problema de la inspiración de las


Sagradas Escrituras teniendo en cuenta los avances que se han producido en estos últimos
tiempos.

Es evidente que entre los efectos de la inspiración, la inerrancia o verdad de la


Escritura ocupa un lugar fundamental. Este es el tema de la próxima unidad.

Lectura recomendada

VALERIO MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios; DDB, Bilbao 1985

ANTONIO M. ARTOLA – JOSÉ M. SÁNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios; Verbo Divino –
Estella (Navarra) – 1992.

16
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 2.
Unidad 2
La verdad de la Escritura – Historia del problema – Encíclicas Providentissimus Deus y
Spiritus Paraclitus – La discusión y el texto del Concilio Vaticano II.

Como apareció en la unidad anterior, una de las consecuencias fundamentales del


hecho de que la Escritura sea inspirada por Dios, es que la misma no puede mentir o errar, o
dicho positivamente, todo cuanto dice es verdad. Sin embargo hay distintas formas de
entender esto. Por lo tanto, para analizar este problema en detalle, se enfocará el problema
desde su historia.

Durante un largo período, dieciséis siglos aproximadamente, nadie puso en duda esta
cuestión. Era ampliamente reconocido que Dios era el autor de los textos sagrados, y que por
lo tanto, en la Biblia no puede haber error alguno.

Sin embargo, entre los siglos XVI y XVII comenzaron a suscitarse los primeros
problemas. El caso Galileo (1564-1642) no fue más que una expresión de esto. Este sabio
afirmaba que la tierra giraba alrededor del sol. La Biblia, por otra parte, se expresa en forma
que indica que el sol gira en torno a la tierra (Cf. Jos 10,12-13). ¿Estaba equivocado Galileo?
¿Estaba equivocada la Biblia? En repetidas oportunidades el sabio afirmó la verdad absoluta
de la Escritura, pero la dificultad se presentaba a la hora de la interpretación.

En el siglo XIX, con el avance extraordinario de todas las disciplinas científicas y con
los hallazgos de la arqueología, se agudizó la situación. El avance de las ciencias y su
evidencia lanzaban desafíos a la verdad bíblica. La crítica histórica, por ejemplo, comenzó a
discutir los libros históricos: las investigaciones históricas llevaban a la conclusión de que
muchos acontecimientos no habían sucedido así como son narrados en la Biblia, o
sencillamente no habían sucedido. Los descubrimientos científicos, por otra parte, mostraban
que muchas afirmaciones de la Biblia estaban lejos de ser exactas.

Algunos autores quisieron salir de la dificultad proponiendo que sólo algunas partes
de las Sagradas Escrituras tenían garantía de verdad. El Cardenal J.H. Newman, por ejemplo,
opinó que carecían de esta garantía de verdad las cosas dichas “como de paso” (óbiter dicta),
las cosas sin mayor importancia.17 Otros pensaban que los relatos históricos, o las cosas que
no se referían directamente a la fe y a las costumbres no poseían esa garantía.18

Estas soluciones no eran aceptables. El Papa León XIII, en la encíclica


“Providentissimus Deus” (18-11-1893) propuso una primera respuesta:

“Es absolutamente ilícito limitar la inspiración solamente a algunas partes de la


Sagrada Escritura, como también conceder que erró el mismo autor sagrado. Ni debe
tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no

17
J. H. NEWMAN, On the Inspiration of the Scripture, The Nineteenth Century Review, 84 (1884), 185-199. Id.,
What is of obligation for a Catholic to believe concerning the Inspiration of the Canonical Scripture, London
1884.
18
A. ROHLING, Die Inspiration der Bibel und ihre Bedeutung für die freiere Forschung, Natur und Offenbarung,
18 (1872) 97-108. 385-394. F. LENORMANT, Les origines de l’histoire d’après la Bible et les traditions des
peuples orientaux, t. I, Paris1880; p. VIII. M. D’HULST, La question biblique, Le Correspondant (25-1-1893)
220.
vacilan en sentar que la inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada
más...”.19

Pero aclaró, citando a san Agustín, que no se puede tomar a la Biblia como un manual
de ciencias naturales:

“El Espíritu de Dios, que habló a través de los escritores sagrados, no quiso instruir
a los hombres en ese género de cosas que no tienen utilidad para la salvación”.20

El mismo san Agustín, en medio de una polémica había afirmado que:

“No se lee en el Evangelio que el Señor haya dicho: Les envío el Paráclito para que
les enseñe el curso del sol y de la luna. El Señor quería hacer cristianos y no astrónomos”.21

La encíclica adujo que “el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae
bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado ha seguido aquello que
sensiblemente aparece”.22 Esta última frase “aquello que sensiblemente aparece” es una cita
de santo Tomás de Aquino.23 Los escritores sagrados hablaban así como lo percibían con los
sentidos (por ejemplo, a los sentidos les parece que el sol gira en torno a la tierra), y no hay
que pensar que escribieran de otro modo. Un primer intento de soluciones resultaba
satisfactorio, parecía que la ciencia y la teología no entraban en conflicto.

Sin embargo, este recurso a la forma de hablar “así como aparece a los sentidos” que
se aplicaba a las cosas referentes a las ciencias naturales, ¿podía ser utilizado también para
los datos históricos? Los científicos indicaban que con frecuencia los datos históricos que
aparecen en la Biblia estaban en contradicción con las pruebas que aportaba la investigación.
¿En todos estos casos se podía decir que los autores bíblicos habían hablado “así como les
parecía a sus sentidos”, o que hablaban sin estar tan bien informados como puede estar un
científico? Un autor de comienzos del siglo XX incorporó el concepto de “verdad relativa”, 24
es decir, las afirmaciones estaban condicionadas a la cultura del autor: el autor cree decir la
verdad porque es ignorante o porque está mal informado, pero en realidad está equivocado.

En el transcurso del siglo XIX se comenzó a hablar de “los géneros literarios”,


nombre que se indica la forma o modo con el que las personas de una época o de una cultura
expresan su pensamiento oralmente o por escrito. Otros propusieron la hipótesis de que los
autores sagrados podían reproducir, tácita o implícitamente, sin afirmarlo ni hacerlo suyo, un
dato extraído de un documento escrito por un autor no inspirado, y que por lo tanto podía
contener error. Otros autores hablaron de libros “con apariencia histórica”. Querían decir con
esto que algunos libros de la Biblia se presentaban como históricos, pero en realidad eran
ficciones, como sucede con las novelas.

Las opiniones sobre la “verdad relativa”, las “citas implícitas” y los libros
“aparentemente históricos” fueron consideradas por algunos como totalmente reprobables.
Opinaron que si se admitían estos principios, entonces se podría llegar a decir que los hechos

19
D-H 3291
20
D-H 3288
21
SAN AGUSTÍN, Actas del debate con el maniqueo Félix, I, 10.
22
D-H 3288
23
S.Th. I, q. 70, a. 1, ad 3.
24
ALFRED LOISY, L'Evangile et l'Église, Paris 1902.
de la vida de Jesús – sus milagros o su resurrección, por ejemplo – eran un engaño de los
sentidos de los Apóstoles. Y esta conclusión no es aceptable.

Si se tiene en cuenta que la historia de la salvación es efectivamente una historia,


como su nombre lo indica, se advierte que el tema no era trivial en absoluto.

En dos intervenciones del mismo año, la Pontificia Comisión Bíblica rechazó la


opinión de los que decían en el texto sagrado podía haber “citas implícitas” que contuvieran
errores (13-2-1905),25 y la de los que afirmaban que en la Biblia existían libros
“aparentemente históricos” (23-6-1905).26

Años más tarde, en la carta encíclica “Spiritus Paraclitus” (15-9-1920), el Papa


Benedicto XV rechazó las hipótesis de la “verdad relativa”, de las “citas implícitas”, de las
narraciones “aparentemente históricas” y de los “géneros literarios”:

“Se apartan de la doctrina de la Iglesia quienes piensan que las partes históricas de
la Escritura no se apoyan sobre la verdad absoluta de los hechos, sino sobre la que llaman
relativa... Sostienen... que los hagiógrafos, hablando en estas materias, según las
apariencias, también han narrado por ignorancia los hechos tal como aparecían según la
razón popular o conforme a testimonios erróneos...
...acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las
narraciones sólo aparentemente históricas o pretenden encontrar en los sagrados libros
ciertos géneros literarios...”27

No obstante, en el año 1943 el Papa Pío XII, en la Encíclica “Divino Afflante Spiritu”
(30-9-1943), dio un giro sorprendente y admitió la existencia de los “géneros literarios” y de
libros “con apariencia histórica”. Enseñó que el exégeta católico, cuando afirma que un texto
de la Escritura goza de la inerrancia, debe determinar antes qué es lo que en realidad dice el
autor. Para esto es indispensable investigar qué formas de hablar se usaban en los tiempos del
escritor sagrado. Las formas de expresarse de aquellos tiempos no son las mismas que las del
tiempo actual. Sobre todo es necesario conocer cuáles eran “los géneros literarios” propios de
aquella cultura. En el caso particular de los libros “con apariencia histórica” el Papa admite la
posibilidad de que un libro tenga la apariencia de “histórico”, aunque en realidad pertenezca a
otro género literario. Por ejemplo, un relato puede presentarse como si fuera “historia”,
cuando en realidad es “novela”.

El conocimiento del “modo de expresarse del autor o del género literario empleado
por el hagiógrafo, contribuye para la verdadera y genuina interpretación”. Pero “cual sea el
sentido literal no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos
orientales, como en los escritores de nuestra época... Es absolutamente necesario que el
intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del oriente, para que ayudado
convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras
disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron
emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos
orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que

25
D-H 3372
26
D-H 3373
27
D-H 3653
nosotros hoy, sino más bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los
hombres de sus tiempos y países...”.28

Contra los que decían que la Biblia contenía errores, los documentos del Magisterio
repetían incansablemente que “la Biblia goza de inerrancia, no contiene error,” porque es
inspirada por Dios. En la época previa al Concilio Vaticano II venía madurando una idea
expresada por algunos teólogos de renombre: 29 se debe hablar de “la verdad de la Escritura”,
se debe dejar de definir la carencia de error en términos negativo (in – errancia, no tiene
error) y pasar a hablar directamente de “verdad”. Se ponía entonces el acento sobre un
concepto positivo (la verdad que contienen las Sagradas Escrituras) y no sobre uno negativo
(la ausencia de error). Esta doctrina quedó impresa en la Constitución Dei Verbum. El
Concilio Vaticano II afirma claramente que la Biblia enseña “la verdad”:

“Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y
sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las Sagradas Letras para nuestra
salvación”.30

En esta última frase ingresa la expresión “la verdad... para nuestra salvación”. Se
trata entonces de “la Verdad” revelada por Dios para la salvación de la humanidad, que es
fundamentalmente la revelación de Jesucristo. De modo que toda la Escritura tiene la garantía
de verdad, no tal o cual parte aisladamente, sino la Escritura en todas sus partes y en su
totalidad, siempre que se la contemple desde el ángulo de la salvación.

La apertura del Papa Pío XII, que admitía la legitimidad del recurso a los “géneros
literarios” y reconocía la existencia de libros “aparentemente históricos”, había encontrado
una fuerte resistencia, principalmente en la misma ciudad de Roma, donde importantes
autores se habían pronunciado en contra de estas enseñanzas. 31 Por esa razón, siguiendo a Pío
XII, el Concilio consideró necesario insistir en que para acceder a esta verdad de la Escritura
se debe tener en cuenta el género literario que utilizan los autores:

“Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas,
los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de
diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El
intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura,
por medio de los géneros literarios propios de su época”.32

La verdad – siendo única – se puede expresar de diferentes maneras (una verdad no se


dice de la misma manera en un escrito filosófico y en una poesía).

También hay que tener en cuenta tres principios que se exponen en la unidad
siguiente.
28
D-H 3830
29
Por ejemplo los artículos de Pierre Grelot «Études sur la théologie du Livre Saint» Nouvelle Revue
Théologique 85 (1963) 785-806 y 897-925; y de Norbert Lohfink «Ueber die Irrtumlogiskeit und die Einheit der
Schrift», Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181. Este último fue traducido al castellano: NORBERT LOHFINK S.J.,
«La inerrancia», en: Valores actuales del Antiguo Testamento, Paulinas – Buenos Aires – 1966; págs. 45-90.
30
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 11.
31
A. ROMEO, «L’Enciclica “Divino afflante Spiritu” e le “opiniones novae”», Divinitas 3 (1960) 385-456;
CARD. E. RUFFINI, «Generi letterari e ipotesi di lavoro nei recenti studi biblici», L’Osservatore Romano, 24-8-
1961; F. SPADAFORA, «Razionalismo, Esegesi cattolica e Magistero», Rovigo, 1962.
32
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática “Dei Verbum”, 12.
Lectura recomendada

PIERRE GRELOT, La Biblia Palabra de Dios; Barcelona - Herder - 1968


Unidad 3
Criterios católicos para la interpretación de las Sagradas Escrituras

Para exponer este punto se reproducen dos textos:

1) “La interpretación de las Sagradas Escrituras – Hermenéutica Bíblica” (1992),


publicación de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura del Episcopado Argentino (Págs. 12-
16).

“Documento clave en la Hermenéutica33 católica es el Nº 12 de la Constitución


Dogmática sobre la divina revelación "Dei Verbum" del Concilio Vaticano II.

En la primera parte de este número se retoman las enseñanzas de la Encíclica "Divino


Afflante Spiritu" del Papa Pío XII. Como "Dios, en la Sagrada Escritura, ha hablado por medio
de hombres y en la forma en que hablan los hombres", se exige el recurso a los métodos
científicos y el estudio de los géneros literarios, de manera que el intérprete pueda comprender
"lo que los escritores sagrados quisieron decir realmente, y Dios quiso manifestar con las
palabras de ellos".

En un segundo momento, dentro del mismo número, se presenta la necesidad de "leer e


interpretar la Sagrada Escritura con el mismo Espíritu con que fue escrita", 34 afirmación
patrística que prepara el momento hermenéutico en cuanto propone ir más allá del sentido literal,
para ahondar en sentido querido por el Espíritu35 y que está presente en el texto.

Para lograr este propósito, el documento propone tres principios:

1- Contenido y unidad de toda la Escritura. La Escritura es una sola, a pesar de la


multiplicidad de libros y de autores, de lenguas y de géneros literarios, aun dentro de un mismo
libro. Es el Autor divino quien ha querido que todo este material elaborado a través de tantos
siglos y con la intervención de tan numerosos autores, constituyera una única obra.

Este principio hermenéutico supone también que la revelación se ha ido dando


progresivamente, de tal manera que un libro puede iluminar, e incluso corregir, algo que otro
anterior había expuesto de manera imperfecta,36 así como también que en el Nuevo Testamento
ha quedado de manifiesto lo que en el Antiguo estaba todavía oculto.37
33
Hermenéutica: Referida a la Sagrada Escritura, los antiguos manuales presentaban la hermenéutica como la
teoría sobre el sentido de los libros sagrados, distinguiéndola de la exégesis, que era la práctica de la
interpretación.
“Hoy hermenéutica ha tomado un significado más amplio: es la ciencia o el arte de «comprender» un
documento, un gesto, un acontecimiento, captando todos sus sentidos, incluso aquellos que no advirtió su autor
o su actor” (C. Molari).
34
Para esta afirmación, el documento conciliar remite en nota al pie de página a la Encíclica "Spiritus Paraclitus"
(15-IX-1920), del Papa Benedicto XV, y a san Jerónimo, en su comentario a la Epístola a los Gálatas (In Gal. 5, 19-
21).
35 
El Espíritu (escrito con mayúscula en el texto original del documento conciliar) es el Espíritu Santo que ha
inspirado la Sagrada Escritura y que continúa asistiendo a la Iglesia en su lectura e interpretación; en este texto no se
refiere de ninguna manera a la interioridad del lector.
36 
Los ejemplos más frecuentemente citados son el desconocimiento que tenían los autores de cierta época del
Antiguo Testamento con respecto a la suerte después de la muerte (p.e. Sal 6,6; Qo 3,18-20; Is 38,18; etc.), o las
correcciones que hace el mismo Jesús a ciertas afirmaciones del Antiguo Testamento (p.e. Mt 5,38-42; 19,8-9; etc.).
37    
"La economía del Antiguo Testamento había sido principalmente dispuesta para preparar la venida de Cristo,
Para poder afirmar lo que Dios quiere decir a los hombres, no basta con conocer lo que
expresa un solo autor humano o un texto de la Biblia. Es necesario ver lo que contiene la
totalidad de la Sagrada Escritura comprendida como una unidad, y la clave que permite percibir
esta unidad y esta totalidad es el mismo Cristo, en quien la revelación divina alcanza su plenitud
(ver Nº 2: "...mediator simul et plenitudo totius revelationis exsistit").

2- Tradición viva de toda la Iglesia. Como expone la Constitución "Dei Verbum" en los
números 7-11, la tradición es el contexto vivo de la Sagrada Escritura. La revelación no se agota
en un texto escrito sino que requiere necesariamente el contexto vital.

La Sagrada Escritura surgió dentro del ámbito de la vida de una comunidad creyente, de
Israel primero y de la Iglesia después. En los textos sagrados se expresa la forma en que la
comunidad ha experimentado la presencia de Dios que se revela como Salvador.
Comprendiendo cada vez más profundamente esos mismos textos, y dentro del mismo ámbito
vital de la comunidad, los creyentes van experimentando en sus propias vidas el encuentro con
este Dios que se revela a los hombres "les habla como amigos, y trata con ellos para invitarlos y
recibirlos en su compañía" (Constitución "Dei Verbum", Nº 2).

El intérprete, para percibir correctamente lo que la palabra de Dios quiere expresar a los
hombres, debe sumergirse en esta corriente de la tradición. En la conjunción de texto y vida se
da la percepción de la acción de Dios para con los hombres.

3- Analogía de la fe. El concepto no es original del Concilio Vaticano II, sino que se
retoma del magisterio de los Papas León XIII, Pío X y Pío XII. 38 Aunque no existe unanimidad
entre los autores en el momento de definir con precisión lo que se entiende por este concepto, se
puede asumir en una forma amplia diciendo que todos los elementos que constituyen la
revelación divina se corresponden perfectamente unos con otros, en una total armonía, y se
iluminan recíprocamente.

De esta forma, nada hay en la Sagrada Escritura que pueda oponerse a alguno de los
elementos que pertenecen a la fe de la Iglesia. Y por eso mismo, es necesario que cualquier
conclusión a la que llegue el intérprete de la Sagrada Escritura sea coherente con lo que la
Iglesia cree y vive, tanto en sentido negativo (no haya oposición o negación), como positivo
(signifique un progreso en la comprensión del contenido de la fe).

4- Finalmente, el documento Conciliar subraya el papel del magisterio de la Iglesia, a


quien queda sometido en última instancia todo lo que se refiere al método para interpretar las
Escrituras, porque tiene el mandato divino y el ministerio de conservar e interpretar la Palabra de
Dios.

redentor universal, y del Reino mesiánico, anunciarla proféticamente y representarla con diversas figuras... Estos
libros, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros..." (Constitución "Dei Verbum", Nº 15).
"Dios, inspirador y autor de los libros de ambos Testamentos, dispuso todo sabiamente, de modo que el
Nuevo Testamento estuviera oculto en el Antiguo, y el Antiguo se pusiera de manifiesto en el Nuevo" (Constitución
"Dei Verbum", Nº 16; la frase final remite a un texto de san Agustín: Quaest. in Hept. 2,73; PL 34, 623).
38    
León XIII, Encíclica "Providentissimus" (18-XI-1893); (D-H 3283);
Pío X, Juramento antimodernista (D-H 3546);
Pío XII, Encíclica "Divino Afflante Spiritu" (30-IX-1943); (D-H 3826); Encíclica "Humani generis" (12-VIII-
1950); (D-H 3887);
---o---

2) “La Interpretación de la Biblia en la Iglesia” (III); Documento de la Pontificia Comisión


Bíblica (15-4-1993).

“Lo que la caracteriza [a la exégesis católica] es que se sitúa conscientemente en la tradición


viva de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por
la Biblia... El exégeta católico aborda los escritos bíblicos con una precomprensión, que une
estrechamente la cultura moderna científica y la tradición religiosa proveniente de Israel y de
la comunidad cristiana primitiva. Su interpretación se encuentra así en continuidad con el
dinamismo de interpretación que se manifiesta en el interior mismo de la Biblia, y que se
prolonga luego en la vida de la Iglesia...

1. Relecturas

Lo que contribuye a dar a la Biblia su unidad interna, única en su género, es que los escritos
bíblicos posteriores se apoyan con frecuencia sobre los escritos anteriores. Aluden a ellos,
proponen “relecturas” que desarrollan nuevos aspectos del sentido, a veces muy diferentes
del sentido primitivo, o inclusive se refieren a ellos explícitamente, sea para profundizar el
significado, sea para afirmar su realización.

Así, la herencia de una tierra prometida por Dios a Abraham para su descendencia (Gn
15,7.18), se convierte en la entrada en el santuario de Dios (Ex 15,17), en una participación
en el reposo de Dios (Sal 132,7-8), reservada a los verdaderos creyentes (Sal 95,8-11; Hech
3,7-4,11), y, finalmente, en la entrada en el santuario celestial (Heb 6,12.18-20), “herencia
eterna” (Heb 9,15)...

La afirmación fundamental de la justicia retributiva de Dios, que recompensa a los buenos y


castiga a los malvados (Sal 1,1-6; 112,1-10; Lev 26,3-33; etc.), choca con la experiencia
inmediata que frecuentemente no corresponde a aquella. La Escritura expresa entonces con
vigor el desacuerdo y la protesta (Sal 44; Jb 10,1-7; 13,3-28; 23-24) y profundiza
progresivamente el misterio (Sal 37; Jb 38-42; Is 53; Sab 3-5)...

Puesto que la expresión de la fe, tal como se encuentra en la Sagrada Escritura reconocida por
todos, se ha renovado continuamente para enfrentar situaciones nuevas – lo cual explica las
“relecturas” de numerosos textos bíblicos – , la interpretación de la Biblia debe tener
igualmente un aspecto de creatividad y afrontar las cuestiones nuevas, para responder a ellas
a partir de la Biblia.

Puesto que los textos de la Sagrada Escritura tienen a veces tensiones entre ellos, la
interpretación debe necesariamente ser plural. Ninguna interpretación particular puede agotar
el sentido del conjunto, que es una sinfonía a varias voces. La interpretación de un texto
particular debe, pues, evitar toda exclusividad.

Actualización
Ya en la Biblia misma se puede constatar la práctica de la actualización: textos más antiguos
son releídos a la luz de circunstancias nuevas y aplicados a la situación presente del pueblo de
Dios. Basada sobre estas mismas convicciones, la actualización continúa siendo practicada
necesariamente en las comunidades creyentes.

La actualización es posible, porque la plenitud de sentido del texto bíblico le otorga valor
para todas las épocas y culturas (cfr. Is 40,8; 66,18-21; Mt 28,19-20). El mensaje bíblico
puede a la vez relativizar y fecundar los sistemas de valores y las normas de comportamiento
de cada generación.

La actualización es necesaria porque, aunque el mensaje de la Biblia tenga un valor duradero,


sus textos han sido elaborados en función de circunstancias pasadas y en un lenguaje
condicionado por diversas épocas. Para manifestar el alcance que ellos tienen para los
hombres y las mujeres de hoy, es necesario aplicar su mensaje a las circunstancias presentes y
expresarlo en un lenguaje adaptado a la época actual. Esto presupone un esfuerzo
hermenéutico que tiende a discernir a través del condicionamiento histórico los puntos
esenciales del mensaje.

La actualización debe tener constantemente en cuenta las relaciones complejas que existen en
la Biblia cristiana entre el Nuevo Testamento y el Antiguo, ya que el Nuevo Testamento se
presenta a la vez como cumplimiento y superación del Antiguo. La actualización se efectúa
en conformidad con la unidad dinámica, así constituida.

La actualización se realiza gracias al dinamismo de la tradición viviente de la comunidad de


fe. Esta se sitúa explícitamente en la prolongación de las comunidades donde la Escritura ha
nacido, ha sido conservada y trasmitida. En la actualización, la tradición cumple un doble
papel: procura, por una parte, una protección contra las interpretaciones aberrantes, y asegura,
por otra, la trasmisión del dinamismo original.

Actualización no significa, pues, manipulación de los textos. No se trata de proyectar sobre


los textos bíblicos opiniones o ideologías nuevas, sino de buscar sinceramente la luz que
contienen para el tiempo presente. El texto de la Biblia tiene autoridad en todo tiempo sobre
la Iglesia cristiana; y aunque hayan pasado siglos desde el momento de su composición,
conserva su papel de guía privilegiado que no se puede manipular. El Magisterio de la Iglesia
“no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, no enseñando sino lo que fue
trasmitido, por mandato de Dios, con la asistencia del Espíritu Santo, la escucha con amor, la
conserva santamente y la explica fielmente” (Dei Verbum, 10).

Lectura recomendada

PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Buenos Aires,


San Pablo, 1993.
Unidad 4
El Canon de las Escrituras – Desarrollo de la doctrina desde el Antiguo Testamento – Los
datos del Nuevo Testamento – Intervenciones del Magisterio – Concilio Tridentino.

La cuestión del “canon de la Biblia” se pregunta por la formación de la lista de los


libros que componen las Sagrada Escritura. ¿Cómo se formó esta lista? ¿Qué criterios existen
para saber cuáles libros pertenecen a la Biblia y cuáles no?

Cuando se habla de los libros reconocidos como ‘Palabra de Dios’ se utiliza la palabra
‘Canon’, y se dice que estos libros son ‘canónicos’. La palabra ‘canon’ se deriva de la palabra
griega kané (caña), porque antiguamente se utilizaba la caña como instrumento para medir y
también para trazar líneas rectas. Equivale a lo que hoy se dice ‘regla’. Desde el siglo IV de
la era cristiana se ha aplicado este nombre a los libros de la Sagrada Escritura, y se quiere
decir que estos libros cumplen la función de ser ‘norma, regla de fe y de vida para los fieles’.

También se puede decir, en otro sentido, que el ‘canon’ es la lista de los libros
reconocidos por la comunidad creyente como su regla de fe y vida.

Adviértase que ‘canónico’ no es lo mismo que ‘auténtico’. Un libro es ‘canónico’


cuando es reconocido por la Iglesia como ‘regla de fe y vida’. Un libro es ‘auténtico’ cuando
se presenta como escrito por un determinado autor y efectivamente ha sido escrito por él.
Para la canonicidad no interesa si el libro es auténtico o no. Un libro puede no ser auténtico, y
sin embargo puede ser canónico.

En la Iglesia Católica se habla de:

* Libros Canónicos y
* Libros Apócrifos.

Los primeros son los que la Iglesia reconoce como su regla de fe y vida, mientras que los
segundos son aquellos que por su apariencia o por su nombre se asemejan a los libros
canónicos, pero que la Iglesia no reconoce como libros sagrados.

En la lista de los libros canónicos se establece también una diferencia:

* Libros proto-canónicos, y
* Libros déutero-canónicos.

En el Antiguo Testamento, son proto-canónicos aquellos que entraron en un primer momento


en el ‘canon’ (los libros que se conservan en hebreo o arameo), mientras que los déutero-
canónicos son los que fueron reconocidos en un segundo momento (los que se conservan en
griego y pertenecían a la Biblia griega o LXX).

En el Nuevo Testamento son proto-canónicos los que ingresaron en el ‘canon’, sin


discusiones, en la época más antigua (Los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las
13 cartas paulinas, Primera carta de Pedro y Primera carta de Juan). Los déutero-canónicos
son los libros que fueron admitidos en el ‘canon’ después de titubeos y discusiones (Carta a
los Hebreos, Carta de Santiago, Carta de Judas, Segunda Carta de Pedro, Segunda y Tercera
cartas de Juan, el Apocalipsis, y los fragmentos Mc 16,9-20 y Jn 7,53 – 8,11).
Esta división entre proto-canónicos y déutero-canónicos indica solamente la fecha de
admisión dentro del ‘canon’, pero no establece ninguna diferencia con respecto a la
inspiración y a la importancia del libro.

La comunidad judía reconoce como canónicos solamente los libros proto-canónicos


del Antiguo Testamento.

Las Iglesias Protestantes reciben como canónicos, en el Antiguo Testamento, sólo los
libros proto-canónicos, y llaman ‘apócrifos’ a los libros que en la Iglesia Católica se llaman
‘déutero-canónicos’. En el canon del Nuevo Testamento reciben, igual que los católicos,
tanto los libros proto-canónicos como los déutero-canónicos.

En las iglesias Ortodoxas no existe ninguna uniformidad. Mientras que la Iglesia


Griega reconoce el mismo ‘canon’ que los católicos, la Iglesia Rusa acepta en el Antiguo
Testamento sólo los proto-canónicos. Con respecto al Nuevo Testamento, la Iglesia Siria no
ha reconocido los déutero-canónicos, mientras que la Iglesia de Etiopía admite hasta ocho
libros más que los católicos. Todo esto con muchas variantes, porque no existe para ellos
ninguna decisión oficial sobre este tema.

El ‘canon’ en el Antiguo Testamento

No se encuentra en el Antiguo Testamento nada semejante a una decisión oficial


acerca de la existencia de un ‘canon’. Se puede hablar, sin embargo, de ciertos hechos en los
que un texto escrito pasa a ser ‘regla de fe y vida’ para los miembros del pueblo de Israel.
Estos hechos manifiestan la conciencia de que ciertos libros tienen un origen divino, y que
deben ser, por lo tanto, objeto de un trato muy especial.

Algunos ejemplos podrían ser:

* La lectura del libro de la Alianza, hecha por Moisés en Ex 24,1-11. El libro es


leído, y toda la comunidad se compromete a cumplir todo lo que “el Señor ha
dicho”.

* En Dt 31,9-29 se escribe la Ley en un volumen que es guardado en el Arca de la


Alianza. Se establece que debe ser leído en presencia del pueblo cada siete
años, y que todos deberán oírla para que “aprendan a temer a Yahveh” (vv. 12-
13).

* Cuando en el libro Segundo de los Reyes se relata que en tiempos de Josías se


encontró un libro en el Templo, se dice que este escrito fue leído ante el
pueblo y todos se comprometieron a cumplir lo que allí estaba ordenado (2Re
22,1–23,3).

Pasando por alto otros ejemplos, se debe recordar el cuidado con el que Esdras
promulgó la Ley de Moisés cuando regresaron del destierro babilónico (Neh 8), y las
historias que se relatan en el libro Segundo de los Macabeos sobre el esmero con que tanto
Nehemías como Judas Macabeo reunieron los libros sagrados (2Mac 2,13-14). El traductor
del libro de Sirá (o Eclesiástico) atestigua la devoción con la que se conservaban y traducían
las colecciones de la Ley, los Profetas y los otros Escritos (Sir, pról. 1).
En la época de la predicación de Jesús había todavía alguna fluctuación entre los
judíos en lo que se refiere a la determinación de cuáles eran los libros que formaban la
Sagrada Escritura. Los Saduceos y los Samaritanos admitían solamente el Pentateuco; en la
comunidad de los Esenios, junto al Mar Muerto, parecería que admitían un número diferente
de libros que los que admitían los demás judíos. En Alejandría se admitían también los libros
que entre los católicos se llaman ‘déutero-canónicos’, además de otros libros. Más tarde, ya
en época cristiana, los judíos rechazaron los libros que se conservaban sólo en griego. Es
discutible si en esa época determinaron el ‘canon’ de los libros hebreos, o si esta
determinación ya venía de mucho antes.

Los datos del Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento se evidencia que existe conciencia de que los libros sagrados
de Israel tienen una autoridad indiscutible. Sería muy largo reproducir todos los textos de la
enseñanza de Jesús como de los escritos apostólicos en los que se recurre a los libros que hoy
se llaman ‘del Antiguo Testamento’, reconociéndolos como una palabra que no es de los
hombres sino de Dios. Así lo atestigua el discurso de san Pedro: “... la Escritura, en la que el
Espíritu Santo, por boca de David, habla...” (Hech 1,16). Y en la Segunda carta de Pedro: “...
los hombres han hablado de parte de Dios impulsados por el Espíritu Santo”, por lo que los
fieles deben tomar como regla de vida lo que escribió San Pablo y lo que se encuentra en las
demás Escrituras (2Pe 2,21 y 3,14-16).

Tanto en los escritos de los Santos Padres como en las decisiones de los Concilios de
los primeros siglos se manifiesta el interés por ofrecer a los fieles la lista de los libros
sagrados, al mismo tiempo que un especial cuidado en identificar otros libros que no se deben
aceptar como regla de fe y vida para los cristianos.

Pero si muchos Padres comienzan a citar y utilizar los libros que los judíos de lengua
hebrea no utilizaban y que ellos encontraban en la Biblia LXX, otros mantienen sólo la lista
de los libros aceptados por los judíos de lengua hebrea. Cuando a principios del siglo V San
Jerónimo hizo la traducción del Antiguo Testamento al latín (la Biblia que se llamaría luego
“Biblia Vulgata”), aceptó solamente los libros que tenían el original en lengua hebrea y
aramea. Más tarde, la ‘Biblia Vulgata’ se completó con las traducciones latinas de los libros
que provenían del griego, tomándolas de otras traducciones más antiguas, o de traducciones
hechas por el mismo San Jerónimo con otra finalidad. Esta posición de San Jerónimo no fue
compartida por otros Santos Padres, que aceptaban los libros que venían del griego.

Así como sucedió con el Antiguo Testamento, también con respecto al Nuevo se fue
afirmando paulatinamente la lista completa que existe actualmente. El llamado “Canon de
Muratori” es una lista de libros sagrados del Nuevo Testamento. Es de mediados del siglo II y
procede de la iglesia de Roma. Incluye 22 libros del Nuevo Testamento (Faltan las cartas a
los Hebreos, la de Santiago, las dos de Pedro, una de las cartas de Juan) y agrega un
Apocalipsis de Pedro y el libro de la Sabiduría. El historiador Eusebio de Cesarea, en su
“Historia Eclesiástica”, escribiendo a mediados del siglo IV, todavía indica como discutidos
los libros: Carta de Santiago, Carta de Judas, Segunda carta de Pedro, Segunda y Tercera de
Juan. El Concilio de Laodicea (año 363) excluyó el libro del Apocalipsis.

La lista que se posee actualmente ya aparece en una carta que envió San Atanasio,
obispo de Alejandría, en el año 367 y reproduce San Agustín en el tratado “Sobre la doctrina
cristiana”.39 Esta lista fue asumida en los Concilios de Hipona (año 393) y de Cartago (años
397 y 419).40

Los manuscritos del Nuevo Testamento muestran los diferentes puntos de vista que se
dieron en los primeros siglos. El códice Sinaítico, del siglo IV, tiene todos los libros del
Nuevo Testamento, y agrega la “Carta de Bernabé” y el “Pastor de Hermas”. El manuscrito
llamado “Claromontano” (del siglo VI) omite algunas de las cartas de Pablo y la carta a los
Hebreos, pero agrega la “Carta de Bernabé”, el “Pastor de Hermas”, los “Hechos de Pablo”
y el “Apocalipsis de Pedro”. Desde el siglo XIV las ediciones de la versión latina de la Biblia
(Vulgata) incluían los libros “Tercero” y “Cuarto de Esdras”, y la “Oración de Manasés”,
que posteriormente el Concilio de Trento no incluyó en el Canon.

Debido a las fluctuaciones que se conocieron en los siglos anteriores, todavía en el


Concilio de Trento se debió discutir si los libros déutero-canónicos del Antiguo y del Nuevo
Testamento se debían incluir en el Canon de las Escrituras. El Concilio de Trento, en su
sesión del día 8 de abril del año 1546 promulgó el Decreto referente a los Libros Sagrados
(D-H 1502-1503), en el que reconoce como sagrados y canónicos todos los libros, tanto los
proto-canónicos como los déutero-canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas
sus partes. En el Decreto no se hace distinción entre proto- y déutero-canónicos, y coloca a
todos los libros en el mismo nivel.

“Este sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido


en el Espíritu Santo... viendo que esta verdad y disciplina (del Evangelio) se contiene en los
libros escritos y las tradiciones no escritas que, recibidas por lo Apóstoles de boca del
mismo Cristo o transmitidas como de mano en mano por los mismos Apóstoles al dictado del
Espíritu Santo han llegado hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos,
recibe y venera con igual afecto de piedad e igual reverencia todos los libros así del Antiguo
como de Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las
tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe, ora a las costumbres, como oralmente
dictadas por Cristo o por el Espíritu Santo y conservadas por la continua sucesión en la
Iglesia Católica”.41

Y sigue la lista de los libros de la Biblia tal como aparecen en las actuales Biblias de
ediciones católicas. Finaliza diciendo:

“Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos estos mismos libros en su


integridad, con todas sus partes, tal y como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia Católica
y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, y despreciare a sabiendas y
pertinazmente las antedichas tradiciones, sea anatema”.42

Se debe prestar atención a que el Concilio dice que los libros son “sagrados y
canónicos” y evita la palabra “auténticos” (que el libro fue escrito por el autor cuyo nombre
está en el encabezamiento), que era requerida por algunos (por ejemplo Lutero) como
condición para la canonicidad. Para que el libro sea canónico no es necesario que haya sido
escrito por el autor con cuyo nombre se presenta.

39
SAN AGUSTÍN, De Doctrina christiana, libri quatuor, II, 8, 13 (PL XXXIV, 41).
40
D-H 186
41
D-H 1501
42
D-H 1504
El canon de las Escrituras no es sólo una lista de libros, sino que tiene una razón de
ser que no se debe perder de vista en la lectura del texto sagrado: todos los libros de la Biblia
constituyen “un solo libro”. Si se atiende a que la revelación se ha ido dando en forma
progresiva, desde los patriarcas hasta la suprema revelación en Jesucristo, todos los libros que
componen la Sagrada Escritura están misteriosamente unidos, de tal modo que el lector
creyente percibe una misma revelación que se va haciendo cada vez más nítida desde el
Antiguo al Nuevo Testamento. Unos libros quedan iluminados por otros, y los elementos
“imperfectos y pasajeros”43 que se pueden encontrar en algunos escritos, quedan
perfeccionados en otros.

Corresponde preguntarse cuáles son los criterios por los que la Iglesia ha llegado a
determinar el canon de las Escrituras. Se pueden resumir en los puntos indicados por J. M.
Sánchez Caro («El Canon de la Biblia», en: Biblia y Palabra de Dios (A.M. Artola y J.M.
Sánchez Caro, edits.); Navarra, Verbo Divino 1992; págs. 114-115):

“Desde el punto de vista teológico, lo primero es la autoridad de Jesús como Señor.


Su persona y su doctrina son recibidas en la Iglesia como la norma definitiva por la tradición
oral.

Esta tradición oral, que la Iglesia percibe bajo la guía del Espíritu de Jesús, se pone
por escrito también bajo la misma guía del Espíritu, dando lugar a lo que llamamos escritos
“inspirados”.

Bajo la guía de este mismo Espíritu, y utilizando además una serie de criterios
externos que le permiten constatar la apostolicidad o eclesialidad originaria de cada escrito, la
Iglesia percibe carismáticamente el conjunto de escritos inspirados.

En último lugar, debido a determinadas circunstancias históricas y siempre bajo la


misma guía del Espíritu, la Iglesia recibe estos escritos como su norma canónica y los declara
como tales para sus fieles mediante decisiones concretas, entre las cuales sobresalen las
tomas de postura concretas de su magisterio.

... Con la persona de Jesús y su palabra, la tradición apostólica transmite también a


toda la Iglesia el Antiguo Testamento, que anuncia a Cristo y en Él encuentra su plenitud.
Bajo la guía del Espíritu de Jesús, la Iglesia postapostólica percibe carismáticamente los
escritos veterotestamentarios que son Escritura Santa e inspirada... la Iglesia recibe estos
escritos como su norma canónica y los declara tales para sus fieles”.

Conviene subrayar – con este mismo autor – que quien recibe y declara el Canon no
es cualquier fiel o grupo de fieles, sino la Iglesia.

43
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 15.
TEXTOS REFERENTES
AL CANON

Canon de Muratori

Se trata de una lista de los libros del Nuevo Testamento originado antes del año 200 en la iglesia de Roma. Se
halla en un manuscrito de la Biblioteca de Milán (Códice Ambros. J 101) del siglo VIII que fue hallado y
publicado en 1740 por L. A. Muratori. Está redactado en latín bárbaro, posiblemente traducido del griego. Está
deteriorado en el comienzo, por lo que faltan las primeras líneas. (Los números entre paréntesis indican los
renglones)

(1) ...entre los cuales estuvo y así lo puso. El ter-(2) cer libro del Evangelio según Lucas. (3)
Este médico Lucas, después de la ascensión de Cristo, (4) cuando Pablo como experto en su
(5) viaje lo llevó consigo, en su propio nombre (6) según su parecer, lo puso por escrito. Sin
embargo al Señor (7) él no lo vio en la carne, y por eso, como pudo averiguar (8) comenzó a
escribir desde el nacimiento de Juan. (9) El cuarto Evangelio es de Juan, uno de los
discípulos. (10) Cuando sus condiscípulos y obispos lo exhortaban, (11) dijo: Ayunen
conmigo hoy y durante tres días, y lo que (12) le sea revelado a cada uno, unos a otros (13)
comuniquémonos. Esa misma noche fue reve- (14) lado a Andrés, uno de los Apóstoles, que
bajo el con- (15) trol de todos, Juan en su propio nombre (16) escribiera todas las cosas. Y
por eso, aunque diver- (17) sos principios cada uno de los libros de los Evangelios (18)
enseñen, no hay ninguna diferencia para la fe de los (19) creyentes, siendo declaradas por el
único y principal (20) Espíritu en todas las cosas del naci- (21) miento, de la pasión, de la
resurrección, (22) del trato con los discípulos, (23) y de sus dos venidas, (24) la primera
despreciada en la humildad, que ya (25) fue, y la segunda en la potestad real pre- (26) clara,
que es la que vendrá. ¿Qué hay entonces de (27) admirable, si Juan tan constantemente (28)
manifiesta cada una de estas cosas también en sus epístolas (29) diciendo de sí mismo: “Lo
que vimos con nuestros ojos, (30) hemos escuchado con nuestros oídos, y las manos (31) han
palpado, esto es lo que escribimos”? (32) Así entonces él no sólo como testigo ocular y
oyente (33) sino también como escritor de todas las maravillas del Señor en or- (34) den se
declara. Los hechos de todos los Apóstoles (35) están escritos en un solo libro. Lucas al
óptimo Teófi- (36) lo le relata cada una de las cosas que en su presencia (37) sucedían. Así
como la omisión del martirio de Pedro (38) lo declara evidentemente, y la salida de Pablo de
Ro- (39) ma partiendo hacia España. Las Epístolas (40) de Pablo cuáles son, desde donde y
por qué causa fueron (41) escritas, ellas mismas lo declaran a quienes quieran entender. (42)
Ante todo a los Corintios, prohibiéndoles las herejías del cis- (43) ma, después la circuncisión
a los Gálatas. (44) A los Romanos el orden de las Escrituras y (45) que el principio de ellas es
Cristo explicándoles (46) les escribió más detalladamente. De cada una es nece- (47) sario
que discutamos, cuando el mismo Santo (48) Apóstol Pablo, siguiendo el orden de su
predecesor (49) Juan, no escribió nominalmente sino a siete (50) iglesias, en este orden: a los
Corintios (51) la primera, a los Efesios la segunda, a los Filipenses la ter- (52) cera, a los
Colosenses la cuarta, a los Gálatas la quin- (53) ta, a los Tesalonicenses la sexta, a los
Romanos (54) la séptima. Aunque a los Corintios y a los Tesalonicen- (55) ses se reitere para
corregirlos, una (56) iglesia difundida por todo el orbe (57) de la tierra se reconoce; y aunque
Juan en el Apo- (58) calipsis escriba a siete iglesias, (59) con todo se reconoce que lo dice a
todos. También una a Filemón, (60) una a Tito y dos a Timoteo por el afec- (61) to y la
dilección, en honor de la Iglesia Ca- (62) tólica, y para la ordenación de la disciplina (63)
eclesiástica son santificadas. Circulan también (64) una a los Laodicenses y otra a los
Alejandrinos con el nom- (65) bre de Pablo fingidas, favoreciendo la herejía de Marción y
(66) otras muchas que en la Iglesia Católica no se pueden (67) recibir; mezclar la hiel con la
miel no es correc- (68) to. La Epístola de Judas y las dos del nombrado (69) Juan se reciben
en la Iglesia Católica, y la Sabi- (70) duría de los amigos de Salomón en honor del mismo
(71) escrita. Los Apocalipsis de Juan y de Pe- (72) dro solamente recibimos, aunque algunos
de los nues- (73) tros no quieren que este último se lea en la Iglesia. El Pastor (74) en estos
últimos tiempos en la ciudad (75) de Roma lo escribió Hermas estando en la cáte- (76) dra de
la iglesia de la ciudad de Roma como obispo (77) su hermano Pío; conviene leerlo, pero
publi- (78) carlo en la iglesia al pueblo no se puede, ni en- (79) tre los profetas, ya completo
su número, ni entre (80) los apóstoles del final de los tiempos. (81) De Arsinoo, de Valentín y
de Milcíades (82) no recibimos absolutamente nada; ellos un nuevo (83) libro de los Salmos
de Marción escri- (84) bieron junto con Basílides, del Asia Menor, fun- (85) dador de los
Catafrigios.

Eusebio de Cesarea

El escritor eclesiástico Eusebio de Cesarea (+ 339), en su “Historia Eclesiástica”, ha dejado una lista de los
libros del Nuevo Testamento que eran recibidos en su tiempo.

“... es necesario recapitular los escritos del Nuevo Testamento...


En primer lugar hay que poner la tétrada santa de los Evangelios, a los que sigue el escrito de
los Hechos de los Apóstoles
Y después de éste hay que poner en lista las Cartas de Pablo.
Luego se ha de dar por cierta la llamada Primera de Juan, como también la Primera de Pedro.
Después de éstas, si parece bien, puede colocarse el Apocalipsis de Juan, acerca del cual
expondremos oportunamente lo que de él se piensa.
Estos son los que están entre los admitidos.
De los libros discutidos, en cambio, y que sin embargo son conocidos de la gran mayoría,
tenemos la Carta llamada de Santiago, la de Judas y la Segunda de Pedro, así como las que se
dicen ser Segunda y Tercera de Juan, ya sean del Evangelista, ya de otro del mismo nombre.
Entre los espurios colóquense el escrito de los Hechos de Pablo, el llamado Pastor y el
Apocalipsis de Pedro, además de éstos, la que se dice Carta de Bernabé y la obra llamada
Enseñanza de los Apóstoles, y aun, como dije, si parece, el Apocalipsis de Juan: algunos,
como dije, lo rechazan, mientras otros lo cuentan entre los libros admitidos.
Mas algunos catalogan entre éstos incluso el Evangelio de los Hebreos, en el cual se
complacen muchísimo los hebreos que han aceptado a Cristo. Todos estos libros son
discutidos”.
HE. III, 25, 1-5

“Con todo, no es justo ignorar que algunos han rechazado la Carta a los Hebreos, diciendo
que la Iglesia de Roma no la admite por creer que no es de Pablo”.
HE III, 3, 5

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