Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Quien se acerca a las Sagradas Escrituras lo hace con el respeto que merece saber que
contienen la “Palabra de Dios”. ¿Pero qué se afirma realmente cuando se dice “Palabra de
Dios”? Algunos han imaginado que Dios dictó al oído del autor las frases que Él quería que
llegaran hasta los lectores. Así están representados muchas veces los autores de los libros
sagrados en las pinturas o imágenes que se ven en las iglesias. Pero es evidente que se trata
de un fenómeno mucho más complejo. Este fenómeno se llama inspiración, pero no se
entiende en el sentido en que un artista se inspira para pintar un cuadro o escribir una poesía,
sino como una discreta acción de Dios, en lo profundo del autor sagrado. La inspiración
respeta, por decirlo así, toda la humanidad del autor, su cultura, sus inclinaciones, sus gustos,
su forma de escribir. Con esto se afirma que “la revelación divina, en cuanto dirigida a los
hombres, se ha servido del lenguaje humano, con lo que la Palabra de Dios se convierte en
palabra humana, sin perder su espontaneidad...”.1
Como se puede apreciar a simple vista, cada libro de la Biblia tiene una forma propia,
imágenes y matices que no aparecen generalmente en otros libros. Esto se debe precisamente
a que el hagiógrafo (tal es el nombre que recibe el autor sagrado) escribe con sus
conocimientos, poniendo en juego su genio literario, su manera de expresarse, pero al mismo
tiempo está plenamente involucrado en lo que Dios le manda escribir. Por esto, cuando se
pregunta por el autor de la Biblia, se debe tener en cuenta esta doble dimensión: por un lado
el autor es Dios, el que inspira; por otro es el hagiógrafo, quien realiza según sus medios
personales esa tarea que Dios le encomienda.
Con distintas expresiones se manifiesta el origen divino de la Ley de Dios escrita por
Moisés:
*En Ex 34,27-28 Dios da los mandamientos a Moisés y le ordena que los ponga
por escrito. Moisés también escribe por orden de Dios otra clase de datos (Ex
17,14; Num 33,2), y también se dice que escribe sin mencionar ningún
mandato divino (Ex 24,4).
*En Dt 4,13 dice que Dios reveló su alianza al pueblo escribiéndola Él mismo en
las dos tablas de piedra.
También entre los profetas figuran testimonios de que lo que escriben en los libros
responde a un mandato explícito de Dios, tal es el caso de Isaías y Jeremías (Is 30,8; Jer 30,2;
36,1-2.28.32), a quienes Dios manda poner por escrito lo que Él les ha revelado
anteriormente.
Pero también en el Nuevo Testamento hay datos que testifican la inspiración del mismo
Nuevo Testamento: “Dice la Escritura «No pondrás bozal al buey que trilla» (Dt 25,4) y
también «El obrero tiene derecho a su salario» (Lc 10,7)” (1Tim 5,18). En este lugar se citan
como Escritura un texto del Antiguo y otro del Nuevo Testamento. Ocurre algo similar en
2Pe 3,16 en donde se incluyen las cartas de san Pablo en el grupo de las Sagradas Escrituras.
Dos textos del Nuevo Testamento hablan expresamente del origen divino de las
Escrituras:
* “Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para
argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de
Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien” (2Tim 3,16-
17). El texto se puede traducir también, sin hacer ningún cambio en el texto
original griego: “Toda Escritura inspirada por Dios es útil para...”.
Este segundo texto describe el origen divino de la Escritura llamándola
“inspirada por Dios” (en griego: theopneustos). Esta palabra se deriva de la
palabra “Dios” (theós) y del verbo “soplar” (pnéo), relacionado con la palabra
pneuma (=Espíritu). Se quiere decir que hay un soplo (Espíritu) de Dios en el
escritor para que produzca el libro sagrado.
Las primeras intervenciones del Magisterio se refieren a que Dios es el autor de los
Escritos Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Fue necesario insistir en esta
enseñanza, porque los maniqueos afirmaban erróneamente que Dios era el principio del
Nuevo Testamento, mientras que el principio del Antiguo era el diablo.
2
Cf. Ibídem. Pág. 14
En 1053, el Papa León IX proclamaba en el Símbolo de la fe: “Creo también que el
Dios y Señor omnipotente es el único autor del Nuevo y Antiguo Testamento, de la Ley y de
los Profetas y de los Apóstoles”.3
En 1208 el Papa Inocencio III propuso una profesión de fe a los Valdenses: “Creemos
que el único y mismo autor del Nuevo y del Antiguo Testamento es Dios...”.4
Más tarde, en 1442, el Concilio de Florencia reafirmó que el autor del Antiguo y del
Nuevo Testamento es Dios. Además, el Concilio no entiende por “Testamento” los
acontecimientos salvadores de ambos sino los escritos mismos, que contienen la Palabra de
Dios que expresaron los hombres bajo la inspiración del Espíritu, pero al hablar de la
inspiración, utilizando las palabras de 1Pe 2,21, se refiere a “los hombres que hablaron”, no a
los libros: “Un solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la
ley, de los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo han
hablado los Santos de uno y otro Testamento...”.5
Un siglo más tarde, el Concilio de Trento, en la sesión del 8 de abril de 1546, volvió
a reiterar esta enseñanza: “El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento,
legítimamente reunido en el Espíritu Santo... siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos,
con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del
Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos...”.6
En el siglo XIX, las corrientes racionalistas negaban el origen divino de las Sagradas
Escrituras, considerándolas como obras simplemente humanas, dependientes de la cultura de
la época en que fueron escritas y que por lo tanto podían contener errores. Al mismo tiempo,
algunos teólogos admitían el origen humano de la Escritura y proponían diversas formas de
entender la inspiración.
“... es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como
instrumento para escribir, como si se les hubiera podido deslizar alguna falsedad, no
ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados. Porque fue Él mismo quien,
por sobrenatural virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de
concebir en su mente, y fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible
verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro caso, Él no
sería autor de toda la Sagrada Escritura”.10
“Seve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina
católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia, aporta a la mente
del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve, además,
su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta
que acaba el libro”.11
10
D-H 3293
11
D-H 3651
12
D-H 3829-3830
13
Puede servir de ejemplo: “Se preguntará en vano quien escribió estas cosas, cuando se sabe por la fe que el
Espíritu Santo es el autor del libro. Escribió el libro aquel que lo dictó. Escribió el libro el que fue como
inspirador de la obra y por medio de la voz del que escribía nos transmitió los hechos que debemos imitar. Si
cuando recibimos una carta de un personaje importante leemos las palabras y preguntamos con qué pluma la
escribió, sería ridículo que conociendo al autor y el sentido de la carta nos interesáramos por la pluma...” (SAN
GREGORIO MAGNO, Exposición del libro de Job, Prefacio, I, 2; PL LXXV, 517).
erróneas: Dios era el Autor de la Escritura, pero el hombre no ponía nada de su parte.
Solamente escribía lo que se le dictaba.
El Papa Pío XII había señalado la necesidad de estudiar las culturas, las lenguas y las
literaturas de la antigüedad para comprender lo que el hombre expresaba en los escritos
bíblicos. Esto implicaba que el hombre aportaba algo suyo en la composición de la obra y por
lo tanto también era autor. El Concilio Vaticano II captó el problema en su hondura, y esto se
manifiesta en la Constitución Dogmática “Dei Verbum”:
“La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito
bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles,
reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son
sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a
Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los
libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y
talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron
por escrito todo y sólo lo que Dios quería”.14
Como ejemplo de lo anteriormente dicho se puede leer lo que confiesa el autor del
Segundo libro de los Macabeos, que después de haber confeccionado laboriosamente su obra,
se disculpa por si el libro no ha sido del gusto de sus lectores: “Si este ha sido bueno y bien
logrado, no es otra cosa lo que yo pretendía. Si, por el contrario, es imperfecto y mediocre,
lo cierto es que hice todo lo que pude” (2Mac 15,38).
14
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 11.
15
Santo Tomás de Aquino ya había hablado del “autor humano”: “El autor principal de la Sagrada Escritura es
el Espíritu Santo... el hombre, que fue el autor instrumental...” (Quodl., 7, a.14 ad 5).
invitarlos a su familiaridad.16 El texto bíblico no solamente se propone enunciar verdades sino
también provocar el encuentro con Dios. La inspiración no se refiere sólo al enunciado de
verdades sin error sino a disponer y a conducir al lector a ese encuentro. La Biblia no sólo
contiene las verdades que Dios ha querido revelar a los seres humanos, sino que es el libro
que conduce hacia el encuentro con la Verdad que es el mismo Dios, y alimenta la vida
espiritual de toda la Iglesia.
Por esa razón, la inspiración también cubre la elección del género literario apropiado
para cada texto, los términos utilizados, las metáforas con las que se expresa el autor para
provocar en el lector sentimientos, emociones, la disposición a dialogar con Dios... El lector
que se encuentra ante la frase (correcta desde todo punto de vista): “Dios es misericordioso”,
reaccionará de manera muy diferente cuando oiga narrar la parábola del hijo pródigo (Lc
15,11-32). Todos los elementos narrativos de la parábola también caen bajo la inspiración.
Lectura recomendada
ANTONIO M. ARTOLA – JOSÉ M. SÁNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios; Verbo Divino –
Estella (Navarra) – 1992.
16
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 2.
Unidad 2
La verdad de la Escritura – Historia del problema – Encíclicas Providentissimus Deus y
Spiritus Paraclitus – La discusión y el texto del Concilio Vaticano II.
Durante un largo período, dieciséis siglos aproximadamente, nadie puso en duda esta
cuestión. Era ampliamente reconocido que Dios era el autor de los textos sagrados, y que por
lo tanto, en la Biblia no puede haber error alguno.
Sin embargo, entre los siglos XVI y XVII comenzaron a suscitarse los primeros
problemas. El caso Galileo (1564-1642) no fue más que una expresión de esto. Este sabio
afirmaba que la tierra giraba alrededor del sol. La Biblia, por otra parte, se expresa en forma
que indica que el sol gira en torno a la tierra (Cf. Jos 10,12-13). ¿Estaba equivocado Galileo?
¿Estaba equivocada la Biblia? En repetidas oportunidades el sabio afirmó la verdad absoluta
de la Escritura, pero la dificultad se presentaba a la hora de la interpretación.
En el siglo XIX, con el avance extraordinario de todas las disciplinas científicas y con
los hallazgos de la arqueología, se agudizó la situación. El avance de las ciencias y su
evidencia lanzaban desafíos a la verdad bíblica. La crítica histórica, por ejemplo, comenzó a
discutir los libros históricos: las investigaciones históricas llevaban a la conclusión de que
muchos acontecimientos no habían sucedido así como son narrados en la Biblia, o
sencillamente no habían sucedido. Los descubrimientos científicos, por otra parte, mostraban
que muchas afirmaciones de la Biblia estaban lejos de ser exactas.
Algunos autores quisieron salir de la dificultad proponiendo que sólo algunas partes
de las Sagradas Escrituras tenían garantía de verdad. El Cardenal J.H. Newman, por ejemplo,
opinó que carecían de esta garantía de verdad las cosas dichas “como de paso” (óbiter dicta),
las cosas sin mayor importancia.17 Otros pensaban que los relatos históricos, o las cosas que
no se referían directamente a la fe y a las costumbres no poseían esa garantía.18
17
J. H. NEWMAN, On the Inspiration of the Scripture, The Nineteenth Century Review, 84 (1884), 185-199. Id.,
What is of obligation for a Catholic to believe concerning the Inspiration of the Canonical Scripture, London
1884.
18
A. ROHLING, Die Inspiration der Bibel und ihre Bedeutung für die freiere Forschung, Natur und Offenbarung,
18 (1872) 97-108. 385-394. F. LENORMANT, Les origines de l’histoire d’après la Bible et les traditions des
peuples orientaux, t. I, Paris1880; p. VIII. M. D’HULST, La question biblique, Le Correspondant (25-1-1893)
220.
vacilan en sentar que la inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada
más...”.19
Pero aclaró, citando a san Agustín, que no se puede tomar a la Biblia como un manual
de ciencias naturales:
“El Espíritu de Dios, que habló a través de los escritores sagrados, no quiso instruir
a los hombres en ese género de cosas que no tienen utilidad para la salvación”.20
“No se lee en el Evangelio que el Señor haya dicho: Les envío el Paráclito para que
les enseñe el curso del sol y de la luna. El Señor quería hacer cristianos y no astrónomos”.21
La encíclica adujo que “el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae
bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado ha seguido aquello que
sensiblemente aparece”.22 Esta última frase “aquello que sensiblemente aparece” es una cita
de santo Tomás de Aquino.23 Los escritores sagrados hablaban así como lo percibían con los
sentidos (por ejemplo, a los sentidos les parece que el sol gira en torno a la tierra), y no hay
que pensar que escribieran de otro modo. Un primer intento de soluciones resultaba
satisfactorio, parecía que la ciencia y la teología no entraban en conflicto.
Sin embargo, este recurso a la forma de hablar “así como aparece a los sentidos” que
se aplicaba a las cosas referentes a las ciencias naturales, ¿podía ser utilizado también para
los datos históricos? Los científicos indicaban que con frecuencia los datos históricos que
aparecen en la Biblia estaban en contradicción con las pruebas que aportaba la investigación.
¿En todos estos casos se podía decir que los autores bíblicos habían hablado “así como les
parecía a sus sentidos”, o que hablaban sin estar tan bien informados como puede estar un
científico? Un autor de comienzos del siglo XX incorporó el concepto de “verdad relativa”, 24
es decir, las afirmaciones estaban condicionadas a la cultura del autor: el autor cree decir la
verdad porque es ignorante o porque está mal informado, pero en realidad está equivocado.
Las opiniones sobre la “verdad relativa”, las “citas implícitas” y los libros
“aparentemente históricos” fueron consideradas por algunos como totalmente reprobables.
Opinaron que si se admitían estos principios, entonces se podría llegar a decir que los hechos
19
D-H 3291
20
D-H 3288
21
SAN AGUSTÍN, Actas del debate con el maniqueo Félix, I, 10.
22
D-H 3288
23
S.Th. I, q. 70, a. 1, ad 3.
24
ALFRED LOISY, L'Evangile et l'Église, Paris 1902.
de la vida de Jesús – sus milagros o su resurrección, por ejemplo – eran un engaño de los
sentidos de los Apóstoles. Y esta conclusión no es aceptable.
“Se apartan de la doctrina de la Iglesia quienes piensan que las partes históricas de
la Escritura no se apoyan sobre la verdad absoluta de los hechos, sino sobre la que llaman
relativa... Sostienen... que los hagiógrafos, hablando en estas materias, según las
apariencias, también han narrado por ignorancia los hechos tal como aparecían según la
razón popular o conforme a testimonios erróneos...
...acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las
narraciones sólo aparentemente históricas o pretenden encontrar en los sagrados libros
ciertos géneros literarios...”27
No obstante, en el año 1943 el Papa Pío XII, en la Encíclica “Divino Afflante Spiritu”
(30-9-1943), dio un giro sorprendente y admitió la existencia de los “géneros literarios” y de
libros “con apariencia histórica”. Enseñó que el exégeta católico, cuando afirma que un texto
de la Escritura goza de la inerrancia, debe determinar antes qué es lo que en realidad dice el
autor. Para esto es indispensable investigar qué formas de hablar se usaban en los tiempos del
escritor sagrado. Las formas de expresarse de aquellos tiempos no son las mismas que las del
tiempo actual. Sobre todo es necesario conocer cuáles eran “los géneros literarios” propios de
aquella cultura. En el caso particular de los libros “con apariencia histórica” el Papa admite la
posibilidad de que un libro tenga la apariencia de “histórico”, aunque en realidad pertenezca a
otro género literario. Por ejemplo, un relato puede presentarse como si fuera “historia”,
cuando en realidad es “novela”.
El conocimiento del “modo de expresarse del autor o del género literario empleado
por el hagiógrafo, contribuye para la verdadera y genuina interpretación”. Pero “cual sea el
sentido literal no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos
orientales, como en los escritores de nuestra época... Es absolutamente necesario que el
intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del oriente, para que ayudado
convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras
disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron
emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos
orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que
25
D-H 3372
26
D-H 3373
27
D-H 3653
nosotros hoy, sino más bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los
hombres de sus tiempos y países...”.28
Contra los que decían que la Biblia contenía errores, los documentos del Magisterio
repetían incansablemente que “la Biblia goza de inerrancia, no contiene error,” porque es
inspirada por Dios. En la época previa al Concilio Vaticano II venía madurando una idea
expresada por algunos teólogos de renombre: 29 se debe hablar de “la verdad de la Escritura”,
se debe dejar de definir la carencia de error en términos negativo (in – errancia, no tiene
error) y pasar a hablar directamente de “verdad”. Se ponía entonces el acento sobre un
concepto positivo (la verdad que contienen las Sagradas Escrituras) y no sobre uno negativo
(la ausencia de error). Esta doctrina quedó impresa en la Constitución Dei Verbum. El
Concilio Vaticano II afirma claramente que la Biblia enseña “la verdad”:
“Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y
sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las Sagradas Letras para nuestra
salvación”.30
En esta última frase ingresa la expresión “la verdad... para nuestra salvación”. Se
trata entonces de “la Verdad” revelada por Dios para la salvación de la humanidad, que es
fundamentalmente la revelación de Jesucristo. De modo que toda la Escritura tiene la garantía
de verdad, no tal o cual parte aisladamente, sino la Escritura en todas sus partes y en su
totalidad, siempre que se la contemple desde el ángulo de la salvación.
La apertura del Papa Pío XII, que admitía la legitimidad del recurso a los “géneros
literarios” y reconocía la existencia de libros “aparentemente históricos”, había encontrado
una fuerte resistencia, principalmente en la misma ciudad de Roma, donde importantes
autores se habían pronunciado en contra de estas enseñanzas. 31 Por esa razón, siguiendo a Pío
XII, el Concilio consideró necesario insistir en que para acceder a esta verdad de la Escritura
se debe tener en cuenta el género literario que utilizan los autores:
“Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas,
los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de
diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El
intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura,
por medio de los géneros literarios propios de su época”.32
También hay que tener en cuenta tres principios que se exponen en la unidad
siguiente.
28
D-H 3830
29
Por ejemplo los artículos de Pierre Grelot «Études sur la théologie du Livre Saint» Nouvelle Revue
Théologique 85 (1963) 785-806 y 897-925; y de Norbert Lohfink «Ueber die Irrtumlogiskeit und die Einheit der
Schrift», Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181. Este último fue traducido al castellano: NORBERT LOHFINK S.J.,
«La inerrancia», en: Valores actuales del Antiguo Testamento, Paulinas – Buenos Aires – 1966; págs. 45-90.
30
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 11.
31
A. ROMEO, «L’Enciclica “Divino afflante Spiritu” e le “opiniones novae”», Divinitas 3 (1960) 385-456;
CARD. E. RUFFINI, «Generi letterari e ipotesi di lavoro nei recenti studi biblici», L’Osservatore Romano, 24-8-
1961; F. SPADAFORA, «Razionalismo, Esegesi cattolica e Magistero», Rovigo, 1962.
32
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática “Dei Verbum”, 12.
Lectura recomendada
2- Tradición viva de toda la Iglesia. Como expone la Constitución "Dei Verbum" en los
números 7-11, la tradición es el contexto vivo de la Sagrada Escritura. La revelación no se agota
en un texto escrito sino que requiere necesariamente el contexto vital.
La Sagrada Escritura surgió dentro del ámbito de la vida de una comunidad creyente, de
Israel primero y de la Iglesia después. En los textos sagrados se expresa la forma en que la
comunidad ha experimentado la presencia de Dios que se revela como Salvador.
Comprendiendo cada vez más profundamente esos mismos textos, y dentro del mismo ámbito
vital de la comunidad, los creyentes van experimentando en sus propias vidas el encuentro con
este Dios que se revela a los hombres "les habla como amigos, y trata con ellos para invitarlos y
recibirlos en su compañía" (Constitución "Dei Verbum", Nº 2).
El intérprete, para percibir correctamente lo que la palabra de Dios quiere expresar a los
hombres, debe sumergirse en esta corriente de la tradición. En la conjunción de texto y vida se
da la percepción de la acción de Dios para con los hombres.
3- Analogía de la fe. El concepto no es original del Concilio Vaticano II, sino que se
retoma del magisterio de los Papas León XIII, Pío X y Pío XII. 38 Aunque no existe unanimidad
entre los autores en el momento de definir con precisión lo que se entiende por este concepto, se
puede asumir en una forma amplia diciendo que todos los elementos que constituyen la
revelación divina se corresponden perfectamente unos con otros, en una total armonía, y se
iluminan recíprocamente.
De esta forma, nada hay en la Sagrada Escritura que pueda oponerse a alguno de los
elementos que pertenecen a la fe de la Iglesia. Y por eso mismo, es necesario que cualquier
conclusión a la que llegue el intérprete de la Sagrada Escritura sea coherente con lo que la
Iglesia cree y vive, tanto en sentido negativo (no haya oposición o negación), como positivo
(signifique un progreso en la comprensión del contenido de la fe).
redentor universal, y del Reino mesiánico, anunciarla proféticamente y representarla con diversas figuras... Estos
libros, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros..." (Constitución "Dei Verbum", Nº 15).
"Dios, inspirador y autor de los libros de ambos Testamentos, dispuso todo sabiamente, de modo que el
Nuevo Testamento estuviera oculto en el Antiguo, y el Antiguo se pusiera de manifiesto en el Nuevo" (Constitución
"Dei Verbum", Nº 16; la frase final remite a un texto de san Agustín: Quaest. in Hept. 2,73; PL 34, 623).
38
León XIII, Encíclica "Providentissimus" (18-XI-1893); (D-H 3283);
Pío X, Juramento antimodernista (D-H 3546);
Pío XII, Encíclica "Divino Afflante Spiritu" (30-IX-1943); (D-H 3826); Encíclica "Humani generis" (12-VIII-
1950); (D-H 3887);
---o---
1. Relecturas
Lo que contribuye a dar a la Biblia su unidad interna, única en su género, es que los escritos
bíblicos posteriores se apoyan con frecuencia sobre los escritos anteriores. Aluden a ellos,
proponen “relecturas” que desarrollan nuevos aspectos del sentido, a veces muy diferentes
del sentido primitivo, o inclusive se refieren a ellos explícitamente, sea para profundizar el
significado, sea para afirmar su realización.
Así, la herencia de una tierra prometida por Dios a Abraham para su descendencia (Gn
15,7.18), se convierte en la entrada en el santuario de Dios (Ex 15,17), en una participación
en el reposo de Dios (Sal 132,7-8), reservada a los verdaderos creyentes (Sal 95,8-11; Hech
3,7-4,11), y, finalmente, en la entrada en el santuario celestial (Heb 6,12.18-20), “herencia
eterna” (Heb 9,15)...
Puesto que la expresión de la fe, tal como se encuentra en la Sagrada Escritura reconocida por
todos, se ha renovado continuamente para enfrentar situaciones nuevas – lo cual explica las
“relecturas” de numerosos textos bíblicos – , la interpretación de la Biblia debe tener
igualmente un aspecto de creatividad y afrontar las cuestiones nuevas, para responder a ellas
a partir de la Biblia.
Puesto que los textos de la Sagrada Escritura tienen a veces tensiones entre ellos, la
interpretación debe necesariamente ser plural. Ninguna interpretación particular puede agotar
el sentido del conjunto, que es una sinfonía a varias voces. La interpretación de un texto
particular debe, pues, evitar toda exclusividad.
Actualización
Ya en la Biblia misma se puede constatar la práctica de la actualización: textos más antiguos
son releídos a la luz de circunstancias nuevas y aplicados a la situación presente del pueblo de
Dios. Basada sobre estas mismas convicciones, la actualización continúa siendo practicada
necesariamente en las comunidades creyentes.
La actualización es posible, porque la plenitud de sentido del texto bíblico le otorga valor
para todas las épocas y culturas (cfr. Is 40,8; 66,18-21; Mt 28,19-20). El mensaje bíblico
puede a la vez relativizar y fecundar los sistemas de valores y las normas de comportamiento
de cada generación.
La actualización debe tener constantemente en cuenta las relaciones complejas que existen en
la Biblia cristiana entre el Nuevo Testamento y el Antiguo, ya que el Nuevo Testamento se
presenta a la vez como cumplimiento y superación del Antiguo. La actualización se efectúa
en conformidad con la unidad dinámica, así constituida.
Lectura recomendada
Cuando se habla de los libros reconocidos como ‘Palabra de Dios’ se utiliza la palabra
‘Canon’, y se dice que estos libros son ‘canónicos’. La palabra ‘canon’ se deriva de la palabra
griega kané (caña), porque antiguamente se utilizaba la caña como instrumento para medir y
también para trazar líneas rectas. Equivale a lo que hoy se dice ‘regla’. Desde el siglo IV de
la era cristiana se ha aplicado este nombre a los libros de la Sagrada Escritura, y se quiere
decir que estos libros cumplen la función de ser ‘norma, regla de fe y de vida para los fieles’.
También se puede decir, en otro sentido, que el ‘canon’ es la lista de los libros
reconocidos por la comunidad creyente como su regla de fe y vida.
* Libros Canónicos y
* Libros Apócrifos.
Los primeros son los que la Iglesia reconoce como su regla de fe y vida, mientras que los
segundos son aquellos que por su apariencia o por su nombre se asemejan a los libros
canónicos, pero que la Iglesia no reconoce como libros sagrados.
* Libros proto-canónicos, y
* Libros déutero-canónicos.
Las Iglesias Protestantes reciben como canónicos, en el Antiguo Testamento, sólo los
libros proto-canónicos, y llaman ‘apócrifos’ a los libros que en la Iglesia Católica se llaman
‘déutero-canónicos’. En el canon del Nuevo Testamento reciben, igual que los católicos,
tanto los libros proto-canónicos como los déutero-canónicos.
Pasando por alto otros ejemplos, se debe recordar el cuidado con el que Esdras
promulgó la Ley de Moisés cuando regresaron del destierro babilónico (Neh 8), y las
historias que se relatan en el libro Segundo de los Macabeos sobre el esmero con que tanto
Nehemías como Judas Macabeo reunieron los libros sagrados (2Mac 2,13-14). El traductor
del libro de Sirá (o Eclesiástico) atestigua la devoción con la que se conservaban y traducían
las colecciones de la Ley, los Profetas y los otros Escritos (Sir, pról. 1).
En la época de la predicación de Jesús había todavía alguna fluctuación entre los
judíos en lo que se refiere a la determinación de cuáles eran los libros que formaban la
Sagrada Escritura. Los Saduceos y los Samaritanos admitían solamente el Pentateuco; en la
comunidad de los Esenios, junto al Mar Muerto, parecería que admitían un número diferente
de libros que los que admitían los demás judíos. En Alejandría se admitían también los libros
que entre los católicos se llaman ‘déutero-canónicos’, además de otros libros. Más tarde, ya
en época cristiana, los judíos rechazaron los libros que se conservaban sólo en griego. Es
discutible si en esa época determinaron el ‘canon’ de los libros hebreos, o si esta
determinación ya venía de mucho antes.
En el Nuevo Testamento se evidencia que existe conciencia de que los libros sagrados
de Israel tienen una autoridad indiscutible. Sería muy largo reproducir todos los textos de la
enseñanza de Jesús como de los escritos apostólicos en los que se recurre a los libros que hoy
se llaman ‘del Antiguo Testamento’, reconociéndolos como una palabra que no es de los
hombres sino de Dios. Así lo atestigua el discurso de san Pedro: “... la Escritura, en la que el
Espíritu Santo, por boca de David, habla...” (Hech 1,16). Y en la Segunda carta de Pedro: “...
los hombres han hablado de parte de Dios impulsados por el Espíritu Santo”, por lo que los
fieles deben tomar como regla de vida lo que escribió San Pablo y lo que se encuentra en las
demás Escrituras (2Pe 2,21 y 3,14-16).
Tanto en los escritos de los Santos Padres como en las decisiones de los Concilios de
los primeros siglos se manifiesta el interés por ofrecer a los fieles la lista de los libros
sagrados, al mismo tiempo que un especial cuidado en identificar otros libros que no se deben
aceptar como regla de fe y vida para los cristianos.
Pero si muchos Padres comienzan a citar y utilizar los libros que los judíos de lengua
hebrea no utilizaban y que ellos encontraban en la Biblia LXX, otros mantienen sólo la lista
de los libros aceptados por los judíos de lengua hebrea. Cuando a principios del siglo V San
Jerónimo hizo la traducción del Antiguo Testamento al latín (la Biblia que se llamaría luego
“Biblia Vulgata”), aceptó solamente los libros que tenían el original en lengua hebrea y
aramea. Más tarde, la ‘Biblia Vulgata’ se completó con las traducciones latinas de los libros
que provenían del griego, tomándolas de otras traducciones más antiguas, o de traducciones
hechas por el mismo San Jerónimo con otra finalidad. Esta posición de San Jerónimo no fue
compartida por otros Santos Padres, que aceptaban los libros que venían del griego.
Así como sucedió con el Antiguo Testamento, también con respecto al Nuevo se fue
afirmando paulatinamente la lista completa que existe actualmente. El llamado “Canon de
Muratori” es una lista de libros sagrados del Nuevo Testamento. Es de mediados del siglo II y
procede de la iglesia de Roma. Incluye 22 libros del Nuevo Testamento (Faltan las cartas a
los Hebreos, la de Santiago, las dos de Pedro, una de las cartas de Juan) y agrega un
Apocalipsis de Pedro y el libro de la Sabiduría. El historiador Eusebio de Cesarea, en su
“Historia Eclesiástica”, escribiendo a mediados del siglo IV, todavía indica como discutidos
los libros: Carta de Santiago, Carta de Judas, Segunda carta de Pedro, Segunda y Tercera de
Juan. El Concilio de Laodicea (año 363) excluyó el libro del Apocalipsis.
La lista que se posee actualmente ya aparece en una carta que envió San Atanasio,
obispo de Alejandría, en el año 367 y reproduce San Agustín en el tratado “Sobre la doctrina
cristiana”.39 Esta lista fue asumida en los Concilios de Hipona (año 393) y de Cartago (años
397 y 419).40
Los manuscritos del Nuevo Testamento muestran los diferentes puntos de vista que se
dieron en los primeros siglos. El códice Sinaítico, del siglo IV, tiene todos los libros del
Nuevo Testamento, y agrega la “Carta de Bernabé” y el “Pastor de Hermas”. El manuscrito
llamado “Claromontano” (del siglo VI) omite algunas de las cartas de Pablo y la carta a los
Hebreos, pero agrega la “Carta de Bernabé”, el “Pastor de Hermas”, los “Hechos de Pablo”
y el “Apocalipsis de Pedro”. Desde el siglo XIV las ediciones de la versión latina de la Biblia
(Vulgata) incluían los libros “Tercero” y “Cuarto de Esdras”, y la “Oración de Manasés”,
que posteriormente el Concilio de Trento no incluyó en el Canon.
Y sigue la lista de los libros de la Biblia tal como aparecen en las actuales Biblias de
ediciones católicas. Finaliza diciendo:
Se debe prestar atención a que el Concilio dice que los libros son “sagrados y
canónicos” y evita la palabra “auténticos” (que el libro fue escrito por el autor cuyo nombre
está en el encabezamiento), que era requerida por algunos (por ejemplo Lutero) como
condición para la canonicidad. Para que el libro sea canónico no es necesario que haya sido
escrito por el autor con cuyo nombre se presenta.
39
SAN AGUSTÍN, De Doctrina christiana, libri quatuor, II, 8, 13 (PL XXXIV, 41).
40
D-H 186
41
D-H 1501
42
D-H 1504
El canon de las Escrituras no es sólo una lista de libros, sino que tiene una razón de
ser que no se debe perder de vista en la lectura del texto sagrado: todos los libros de la Biblia
constituyen “un solo libro”. Si se atiende a que la revelación se ha ido dando en forma
progresiva, desde los patriarcas hasta la suprema revelación en Jesucristo, todos los libros que
componen la Sagrada Escritura están misteriosamente unidos, de tal modo que el lector
creyente percibe una misma revelación que se va haciendo cada vez más nítida desde el
Antiguo al Nuevo Testamento. Unos libros quedan iluminados por otros, y los elementos
“imperfectos y pasajeros”43 que se pueden encontrar en algunos escritos, quedan
perfeccionados en otros.
Corresponde preguntarse cuáles son los criterios por los que la Iglesia ha llegado a
determinar el canon de las Escrituras. Se pueden resumir en los puntos indicados por J. M.
Sánchez Caro («El Canon de la Biblia», en: Biblia y Palabra de Dios (A.M. Artola y J.M.
Sánchez Caro, edits.); Navarra, Verbo Divino 1992; págs. 114-115):
Esta tradición oral, que la Iglesia percibe bajo la guía del Espíritu de Jesús, se pone
por escrito también bajo la misma guía del Espíritu, dando lugar a lo que llamamos escritos
“inspirados”.
Bajo la guía de este mismo Espíritu, y utilizando además una serie de criterios
externos que le permiten constatar la apostolicidad o eclesialidad originaria de cada escrito, la
Iglesia percibe carismáticamente el conjunto de escritos inspirados.
Conviene subrayar – con este mismo autor – que quien recibe y declara el Canon no
es cualquier fiel o grupo de fieles, sino la Iglesia.
43
CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática “Dei Verbum”, 15.
TEXTOS REFERENTES
AL CANON
Canon de Muratori
Se trata de una lista de los libros del Nuevo Testamento originado antes del año 200 en la iglesia de Roma. Se
halla en un manuscrito de la Biblioteca de Milán (Códice Ambros. J 101) del siglo VIII que fue hallado y
publicado en 1740 por L. A. Muratori. Está redactado en latín bárbaro, posiblemente traducido del griego. Está
deteriorado en el comienzo, por lo que faltan las primeras líneas. (Los números entre paréntesis indican los
renglones)
(1) ...entre los cuales estuvo y así lo puso. El ter-(2) cer libro del Evangelio según Lucas. (3)
Este médico Lucas, después de la ascensión de Cristo, (4) cuando Pablo como experto en su
(5) viaje lo llevó consigo, en su propio nombre (6) según su parecer, lo puso por escrito. Sin
embargo al Señor (7) él no lo vio en la carne, y por eso, como pudo averiguar (8) comenzó a
escribir desde el nacimiento de Juan. (9) El cuarto Evangelio es de Juan, uno de los
discípulos. (10) Cuando sus condiscípulos y obispos lo exhortaban, (11) dijo: Ayunen
conmigo hoy y durante tres días, y lo que (12) le sea revelado a cada uno, unos a otros (13)
comuniquémonos. Esa misma noche fue reve- (14) lado a Andrés, uno de los Apóstoles, que
bajo el con- (15) trol de todos, Juan en su propio nombre (16) escribiera todas las cosas. Y
por eso, aunque diver- (17) sos principios cada uno de los libros de los Evangelios (18)
enseñen, no hay ninguna diferencia para la fe de los (19) creyentes, siendo declaradas por el
único y principal (20) Espíritu en todas las cosas del naci- (21) miento, de la pasión, de la
resurrección, (22) del trato con los discípulos, (23) y de sus dos venidas, (24) la primera
despreciada en la humildad, que ya (25) fue, y la segunda en la potestad real pre- (26) clara,
que es la que vendrá. ¿Qué hay entonces de (27) admirable, si Juan tan constantemente (28)
manifiesta cada una de estas cosas también en sus epístolas (29) diciendo de sí mismo: “Lo
que vimos con nuestros ojos, (30) hemos escuchado con nuestros oídos, y las manos (31) han
palpado, esto es lo que escribimos”? (32) Así entonces él no sólo como testigo ocular y
oyente (33) sino también como escritor de todas las maravillas del Señor en or- (34) den se
declara. Los hechos de todos los Apóstoles (35) están escritos en un solo libro. Lucas al
óptimo Teófi- (36) lo le relata cada una de las cosas que en su presencia (37) sucedían. Así
como la omisión del martirio de Pedro (38) lo declara evidentemente, y la salida de Pablo de
Ro- (39) ma partiendo hacia España. Las Epístolas (40) de Pablo cuáles son, desde donde y
por qué causa fueron (41) escritas, ellas mismas lo declaran a quienes quieran entender. (42)
Ante todo a los Corintios, prohibiéndoles las herejías del cis- (43) ma, después la circuncisión
a los Gálatas. (44) A los Romanos el orden de las Escrituras y (45) que el principio de ellas es
Cristo explicándoles (46) les escribió más detalladamente. De cada una es nece- (47) sario
que discutamos, cuando el mismo Santo (48) Apóstol Pablo, siguiendo el orden de su
predecesor (49) Juan, no escribió nominalmente sino a siete (50) iglesias, en este orden: a los
Corintios (51) la primera, a los Efesios la segunda, a los Filipenses la ter- (52) cera, a los
Colosenses la cuarta, a los Gálatas la quin- (53) ta, a los Tesalonicenses la sexta, a los
Romanos (54) la séptima. Aunque a los Corintios y a los Tesalonicen- (55) ses se reitere para
corregirlos, una (56) iglesia difundida por todo el orbe (57) de la tierra se reconoce; y aunque
Juan en el Apo- (58) calipsis escriba a siete iglesias, (59) con todo se reconoce que lo dice a
todos. También una a Filemón, (60) una a Tito y dos a Timoteo por el afec- (61) to y la
dilección, en honor de la Iglesia Ca- (62) tólica, y para la ordenación de la disciplina (63)
eclesiástica son santificadas. Circulan también (64) una a los Laodicenses y otra a los
Alejandrinos con el nom- (65) bre de Pablo fingidas, favoreciendo la herejía de Marción y
(66) otras muchas que en la Iglesia Católica no se pueden (67) recibir; mezclar la hiel con la
miel no es correc- (68) to. La Epístola de Judas y las dos del nombrado (69) Juan se reciben
en la Iglesia Católica, y la Sabi- (70) duría de los amigos de Salomón en honor del mismo
(71) escrita. Los Apocalipsis de Juan y de Pe- (72) dro solamente recibimos, aunque algunos
de los nues- (73) tros no quieren que este último se lea en la Iglesia. El Pastor (74) en estos
últimos tiempos en la ciudad (75) de Roma lo escribió Hermas estando en la cáte- (76) dra de
la iglesia de la ciudad de Roma como obispo (77) su hermano Pío; conviene leerlo, pero
publi- (78) carlo en la iglesia al pueblo no se puede, ni en- (79) tre los profetas, ya completo
su número, ni entre (80) los apóstoles del final de los tiempos. (81) De Arsinoo, de Valentín y
de Milcíades (82) no recibimos absolutamente nada; ellos un nuevo (83) libro de los Salmos
de Marción escri- (84) bieron junto con Basílides, del Asia Menor, fun- (85) dador de los
Catafrigios.
Eusebio de Cesarea
El escritor eclesiástico Eusebio de Cesarea (+ 339), en su “Historia Eclesiástica”, ha dejado una lista de los
libros del Nuevo Testamento que eran recibidos en su tiempo.
“Con todo, no es justo ignorar que algunos han rechazado la Carta a los Hebreos, diciendo
que la Iglesia de Roma no la admite por creer que no es de Pablo”.
HE III, 3, 5