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UNIDAD 2 – LA INSPIRACION

TEMA: DEMOSTRACION DE LA INSPIRACION

LECTURA OBLIGATORIA

• UNIDAD 1 – Introducción a las Sagradas Escrituras.


• Dei Verbum, Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, Concilio Vaticano II.
• Verbum Domini, Exhortación Apostólica Postsinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en
la misión de la Iglesia, Benedicto XVI, 2010.

Demostración de la Inspiración de la Sagrada Escritura


Las fuentes de la prueba se reducen a la Tradición atestiguada por los Padres y el Magisterio de la
Iglesia. Si usamos la misma Escritura, lo hacemos con abstracción de su carácter inspirado; atendiendo
sólo a su índole de documento histórico fidedigno. No acudimos, pues, a los libros sagrados para fundar
sobre ellos mismos nuestro acto de fe en su Inspiración, sino sólo para conocer qué pensaban los hebreos
y, ante todo, Jesús y sus Apóstoles sobre estos mismos libros. Pero podremos fundar nuestro acto de fe en
el testimonio de Cristo y de los Apóstoles, testimonio revestido de autoridad divina (personalmente, en
Cristo y, por la misión recibida de Cristo, en los Apóstoles) que nos transmite, con certeza histórica, la Biblia,
libro digno de fe.

En resumen, será el primer anillo de la Tradición. Su autoridad proviene de las personas que dieron
testimonio y valdría aún cuando no hubiera sido transmitido en libros inspirados.

Testimonio bíblico del Antiguo Testamento

Ningún texto anterior al Exilio (586 a. C.) atribuye la redacción de estos libros a Dios mismo; pero a
veces, se consigna el hecho de que provienen de un deseo de Su voluntad.

Isaías y Jeremías nos dan noticia de la orden recibida por parte de Dios de escribir sus oráculos en un
libro (Is 30, 8; Jer 36, 2. 28. 32), pero por otra parte, nada se dice sobre el carácter sobrenatural de su
composición. La orden es de origen divino, pero su puesta por escrito bien puede haber sido realizada con
los solos recursos humanos. Se notifica también que Moisés “escribió las Palabras de YHWH” (Ex 24, 4) o
que lo hizo “por orden de YHWH” (Núm 33, 2; Cf Ex 17, 14).

En los libros compuestos durante o después del exilio, se habla del “Libro de la Ley”(de YHWH: II Rey
22,11; II Cron 17, 9; 34, 14; Neh 8, 8. 18), pero esta expresión no es equivalente a la de “Libro de Dios”,
ausente en el Antiguo Testamento. Así Neh 8,1 precisa que se trata del “Libro de la Ley de Moisés, que
YHWH prescribió a Israel”.

Sin embargo, había varios indicios que apuntaban a un cierto origen divino de tales escritos, separados
con cuidado de los profanos; por ejemplo: la parte más antigua de la ley fue colocada cerca del Arca de la
Alianza (lugar de la presencia de Dios y sagrado por antonomasia en medio de Israel: Deut 31, 9; 31,26; Jos
24, 26; I Sam 10, 25).

Más tarde, por la veneración misma de que se les rodea, se precisa la creencia en el carácter sagrado de
ciertos libros. Es el cas o de la Ley de Dios, que Esdras custodia y que leerá solemnemente al Pueblo (Neh
8, 8).

Un buen testimonio de la creencia del judaísmo en el carácter sagrado de sus Escrituras es la carta del
Pseudo Aristeas, que, aunque llena de trazos legendarios, se hace eco de un hecho: la preocupación de
los judíos de la diáspora alejandrina por tener en su lengua (griego) el Pentateuco y los otros libros leídos
en Jerusalén.xviii
Filón (40 d.C.) refleja asimismo la concepción judaica, al llamar a los escritos bíblicos: “Libros sagrados”,
“Sagradas Escrituras”, “Sagradas Letras” y, al citarlos, los atribuye directamente a Dios con una de estas
fórmulas: “el texto sacro”, un “oráculo de Dios”, “el profeta inspirado por Dios dice oráculos y profecías, no
hablando nada propio” (A: 9).

Flavio Josefo (102 d.C.) declara que, entre los judíos, no cualquiera podía escribir la historia sagrada,
sino sólo los profetas, quienes informaron de los hechos pasados por divina Inspiración y, por esto, es
natural a todo judío considerar a aquellos libros como sentencia divina y ser tan aficionados a ellos, que
están dispuestos a enfrentar la muerte con alegría por respetarlos (CA, I, 8).

Los rabinos posteriores introducen los pasajes bíblicos con fórmulas que muestran la fe en Dios, autor
de tales citas: “Así ha dicho el Espíritu Santo (espíritu de profecía) por medio de...”; o simplemente: “Dios
dice”.

Testimonio bíblico del Nuevo Testamento

Viniendo a completar la ley y los profetas, Jesucristo no se aparta de la actitud religiosa de sus
contemporáneos; Él atribuye a las Escrituras una autoridad absoluta, incontestable. De modo que cuanto
está escrito en ellas, por el solo hecho de estar escrito, debe infaliblemente verificarse y no puede dejar de
realizarse (Lc 24, 44; Jn 5, 39; 10, 35).

La razón de tanta autoridad es buscada por Cristo en el origen divino de tales libros, cosa que expresa
mediante frases en boga entre las escuelas rabínicas: “Escrito está” (Mt 4, 4; 21, 13; Lc 19, 46); “David
mismo, inspirado por el Espíritu Santo, ha dicho” (Mt 22, 43). Más tarde, los Apóstoles adoptan por su propia
cuenta casi las mismas fórmulas: “El Señor había anunciado por el profeta” es la expresión preferida de
Mateo (ver: en 1, 22; 2, 15. 17, et passim, que es `frecuentemente´); “Predijo el Espíritu Santo por boca de
David” (Hech 1, 16; 3, 18–21); “Dios prometió por medio de sus profetas en las Escrituras” (Rom 1, 2).

Poquísimas cosas nos dice la Escritura sobre el carácter de los escritos neo testamentarios.

El vidente del Apocalipsis repite frecuentemente haber recibido de Dios el mandato de escribir sus
visiones (Apoc 1, 10ss, 2, 1. 8. 12. 18; 3, 1. 7. 14; 19, 9). Llama a su libro “Profecía” (Apoc 22, 9–10) y le
atribuye tanta autoridad que amonesta que nada se agregue, si no se quiere incurrir en la ira de Dios.

San Pablo escribe a Timoteo (I Tim 5, 18): “Dice la Escritura: «No pondrás bozal al buey que trilla» y
«Digno es el obrero de su sal ario»”. El primer texto citado es de Deut 25, 4 y el segundo de Lc 10, 7. Por
tanto, el apóstol confiere al Tercer Evangelio el rango de “Escritura”.

La II Pedro (3, 15 ss) coloca a las cartas de San Pablo en el mismo nivel que “las otras Escrituras” del
AT, pues dice que en esas cartas “hay algunos puntos de difícil inteligencia, que hombres indoctos e
inconstantes pervierten, no menos que las demás Escrituras”.
Dado que el vocablo “Escrituras” era el término técnico con que se designaba a los libros de origen divino,
consta que, en la época en que se escribió la II de Pedro, las cartas de San Pablo eran tenidas por
“Escrituras”.

Esto es lo que podemos encontrar en la Biblia acerca de la Inspiración de los libros del NT, por lo cual no
contamos con un fundamento “bíblico” que sea suficiente para mostrar la Inspiración de todos los libros del
NT que figuran en el Canon.

Por lo tanto, es necesario recurrir a la Tradición de la Iglesia.


Textos basilares del testimonio bíblico

En II Tim 3, 16, San Pablo atestigua claramente el crédito acordado a la Escritura en los círculos del
judaísmo y entre los cristianos.

De este texto y del que consideraremos enseguida, se deduce más que una simple afirmación de la
autoridad de las Escrituras. Ellos ofrecen una justificación de ellas formulando ya lo esencial de la doctrina
de la Inspiración.

El argumento es el siguiente: queriendo poner de relieve los efectos maravillosos que produce la
Sagrada Escritura en aquellos que la leen y meditan atentamente, parte de un hecho indiscutible
entre los hebreos, que es su ori-gen divino; precisamente porque la Escritura es efecto del “soplo”, o
sea, del influjo particular de Dios (o con nuestra nomenclatura: de la Inspiración), puede producir muchas y
grandes ventajas.xix

A la expresión “toda Escritura” le falta el artículo, por lo tanto, hay que entenderla en sentido distributivo y
no colectivo.

Por eso, es menos exacto traducir: “toda la Escritura” (como si considerara globalmente toda la Biblia).

Sin embargo, sustancialmente es lo mismo, pues si todas las partes (distributivamente) son
“theopneustós ” (divinamente inspiradas), también lo será el conjunto, el todo.

El término griego “theopneustós” puede tener, etimológicamente, un sentido activo: siendo el


complemento directo Dios mismo (Deum spirans, es decir, `que exhala a Dios), o pasivo: siendo Dios el
sujeto agente (A Deo inspiratus, que significa `inspirado por Dios´).

Algunos protestantes prefieren el sentido activo: la Escritura expira a Dios, por-que así lo acomodan a su
teoría de los criterios y bastarían los efectos divinos que surgen del solo libro para discernir la Escritura.

La sola gramática griega no permite decidir la cuestión, pues los adjetivos verba-les terminados en –tós
(como en nuestro caso) son susceptibles de un sentido activo o pasivo; así: “Empneustós” quiere decir
`inflado´ en sentido pasivo; pero “Pyrip-neustós” (dicho de un caballo) significa `que sopla fuego (pyr)´, con
significado activo.

Es verdad también que la mayoría de los adjetivos en –tós , que además están compuestos con
Theós, tienen por lo general, un sentido activo; por ejemplo: “Theóklytos” quiere decir `que implora a
los dioses´ (el sujeto es un hombre);
Sin embargo, las razones para mantener el sentido pasivo son las siguientes:

Hay cuatro ejemplos en la literatura profana que dan un sentido pasivo. Así Plutarco llama “inspirados”
a los sueños enviados por los dioses (904, f).

Para comprender a San Pablo, no podemos prescindir de la mentalidad de la misma Escritura en


general y del mismo Pablo en particular, acerca del Espíritu, que es el soplo de Dios. En uno y otro
Testamento, el Espíritu es representado como una fuerza que desciende sobre los hombres y los mueve, es
decir, como sujeto activo; mientras que los hombres son “pasivos”, movidos o instigados a obras superiores
por Dios. En Pablo, la Teología del Espíritu es muy rica. Es el principio de nuestra vida espiritual: “Los que
son movidos por el Espíritu, esos son hijos de Dios” (Rom 8, 14). El Espíritu es evidentemente el “movens”
(actor, sujeto activo) y los cristianos los “moti” (movidos).

Por el texto que estudiaremos después (II Pe 1, 20), donde se ve clara-mente (aunque no aparece el
término theopneustós, pero sí la “cosa” por él designada) que describirá como objetos pasivos a los
hombres accionados por el Espíritu, justamente al “profetizar” (o escribir esas profecías, como se verá);
también en I Tes 4, 9, el adjetivo “Theodidaktós” (parecido al nuestro) posee significado evidentemente
pasivo: “enseñado por Dios”, y no: “que enseña a Dios”.
Si alguna duda quedara, sería quitada por la unánime mentalidad de los comentadores antiguos. Los
Padres griegos, que debemos suponer como buenos conocedores de su lengua, entendieron II Tim 3, 16
con significado pasivo.xx Sea lo que sea, en ambos casos, se obtiene meridianamente la realidad de la
Inspiración. Si es una declaración expresa (predicado) es clarísimo; pero si se alude a ella de paso (sentido
atributivo), igualmente consta de su carácter inspirado, pues sólo de él provienen los frutos espirituales que
se describen a continuación.

En II Pedro 1, 20, para contextualizar la cita, se debe señalar que el autor está tratando de la Parusía o
segunda Venida del Señor, ante las dudas de algunos, que ven cómo el tiempo se alarga y no se realiza (1,
16; 3, 3–4). Asienta su explicación sobre dos argumentos:

El primero es la Transfiguración, de la cual Pedro fue testigo ocular (vv. 16–18). Ahora bien, la
gloria manifestada por Cristo en aquella ocasión no es más que una prenda y anticipación de la
que revelará en su segunda Venida. Si aquella fue verdadera (atestiguada por los Apóstoles),
siendo así que no era más que un preparativo de lo definitivo, no hay razón para dudar de lo que
culminará toda la obra de Cristo.

El segundo motivo es la palabra profética, que atestigua igualmente la veracidad de la


enseñanza apostólica sobre la Parusía. Incidentalmente (porque no es el objeto directo de su
enseñanza), el autor advierte aquí el modo con que hay que interpretar la profecía: quien la
explique no debe desligarse del principio en el que tuvo origen: tal fuente es el mismo Dios. Por lo
tanto, para el autor, las Escrituras no deben nada a la pura voluntad humana (algo proviene del
hombre, pero no sólo de él) y son obra del Espíritu Santo, operante en los hagiógrafos.

“Profecía” aquí se refiere prevalentemente a la profecía escrita, como es evidente por el


contexto, lo cual se confirma, además, teniendo en cuenta que los destinatarios de esta carta no
pudieron escuchar personalmente a los antiguos profe-tas, teniendo acceso a ellos únicamente
por medio de sus escritos. Así hay que interpretar el verbo: “hablaron” con que termina nuestro
pasaje: “Hablaron de viva voz [para quienes los oyeron] o por escrito [para la posteridad]”.

Dado el sentido genérico del término profecía, hay que entenderlo no sólo de las profecías mesiánicas,
sino del conjunto de todas las Escrituras del Antiguo Testamento. Es decir, la Escritura debe ser interpretada
según el mismo principio de donde toma su origen.

Ahora bien, sigue la menor explícita del autor: la Escritura tiene su origen en Dios y no en el capricho o
mera voluntad humana, pues de hecho, los profetas hablaron (de viva voz o por escrito) movidos por el
Espíritu Santo; por lo tanto, la Escritura no debe ser interpretada por propio instinto (conclusión negativa
explícita), sino según el Espíritu Santo (conclusión positiva sobreentendida).

Por lo tanto, estos dos textos, engarzados en toda la mentalidad hebraica, hacen patente que los
hebreos atribuían un origen divino a los libros de la Biblia.

Y dado que entre esos hebreos se encuentra el mismo Cristo y sus enviados (asistidos por Él y por el
Espíritu Santo), este testimonio cobra un carácter de dignidad dogmática, que, a su vez, anudado al
testimonio de los Padres y del Magisterio de la Iglesia, nos comunica la manifestación plena de un hecho
revelado por Dios.

Pero, hasta aquí hemos probado la existencia de los Libros Inspirados del Anti-guo Testamento, ya que
todos los testimonios empleados hasta aquí se refieren sólo a ellos.
¿Encontraremos también garantías similares para el Nuevo Testamento?

Testimonio de la Tradición

Como es conocido en Teología fundamental, los Padres de la Iglesia son el eco de la Tradición.xxi
Los Padres Apostólicos atestiguan el origen divino no sólo del Antiguo, sino también del Nuevo
Testamento.
Clemente Romano (96–8) escribe de las cartas de Pablo: “En verdad, divinamente inspirado escribió
una carta sobre sí mismo, sobre Cefas, sobre Apolo” (en referencia a la I Cor).
San Policarpo (+156), citando el Sal. 4, 5 y Ef. 4, 26: “Confío que estaréis bien ejercitados en las
Escrituras y que nada se os ocultará”.

Además, es continuo en sus escritos el uso, que ya descubrimos en el AT y el NT, de expresiones como:
“Oráculos de Dios”, “Escritura”, “Está escrito”. Esta terminología, que los primeros Padres toman de la boca
de los Apóstoles, viene a ser ya técnica y así llegara hasta nosotros.

Los Padres Apologetas, defensores de la fe ante persecuciones y calumnias, atestiguan la misma fe


acerca de las Escrituras.

San Justino, mártir (+163/7) dice:

“No creáis que [los dichos] son proferidos por los mismos inspirados (empepneusménoi), sino por la palabra
divina, que los movía” (A: 36; PG VI, 386).

Teófilo Antioqueno (+después del 180): “Los hombres de Dios, llenos del Espíritu Santo y hechos profetas,
inspirados (empneusthéntes) y enseñados por el mismo Dios...” (II, 22; PG VII, 88, B ).

Entre los Padres de los siglos III al VII,


San Ireneo (140–202) afirma que no es problema el hecho de la Inspiración del AT y del NT. Tiene
que luchar contra los gnósticos, que niegan la Inspiración del AT. Así, en el contexto de esta
polémica, afirma: “Las Escrituras son ciertamente perfectas, puesto que fueron dichas por la Palabra
de Dios y por su Espíritu” (II, 28. PG, VII, 804).
San Hipólito (200) divide las Escrituras en: Ley, Profetas, El Señor (Evangelios) y los Apóstoles (A:
PL X, 778).
Tertuliano (200), como ya anticipamos: “[Ecclesia] Legem et Prophetas cum evangelicis et
apostolicis litteris miscet et inde potat fidem” (La Iglesia mezcla la Ley y los Profetas con las letras
evangélicas y apostólicas y de allí bebe la fe; De praescriptione, 37; PL II, 49).

Sería de no acabar enumerar todos los testimonios patrísticos. Todos unánimes atestiguan esta verdad.

Los más antiguos la recogieron de boca de los Apóstoles (así como éstos del divino Maestro); además,
estos Padres no se circunscriben a una región solamente, sino que dan su testimonio esparcidos en las
diversas Iglesias del Oriente y del Occidente.

Y mientras gran cantidad de veces, ellos ofrecen interpretaciones diversas en torno a la aplicación de no
pocos pasajes bíblicos, sin embargo, se encuentran unánimes cuando se trata del origen divino de la
Sagrada Escritura.

En conclusión, los Padres no dan un juicio “personal” sobre este aspecto de la Escritura, sino que son
testimonios de la antigua y universal creencia de la Iglesia.

Documentos de la Iglesia

La Iglesia manifiesta su creencia en la divinidad de la Escritura en documentos varios, que van de la


simple profesión de fe a la exposición de la doctrina católica y hasta la definición dogmática. Las
ocasiones de tales documentos fueron:

las herejías dualistas; los protestantes; los modernos sistemas liberales.


Contra las herejías dualistas, la Iglesia hubo de combatir la aversión por el AT que éstas difundían, por
eso, expresa conjuntamente su creencia en la divina procedencia de ambos Testamentos, cuando insiste
en la unidad de su autor:

Antiqua regula fidei, Canon 8 (siglo V): “Si quis dixerit atque crediderit, alterum Deum esse
priscae legis, alterum evangeliorum, anathema sit” (Si alguno dijera y creyera que uno es el Dios
de la antigua ley y otro el de los evangelios, sea anatema).

Statuta Ecclesiae antiqua (siglos V–VI): Eran una especie de profesión de fe que se exigía a los
obispos en su consagración (o antes de ella) para asegurar que no estaban inficionados de
maniqueísmo. Se le ha de preguntar: “Si cree que uno y el mismo es el autor del AT y del NT”.

El más importante de estos documentos, que terminan con la lucha maniquea, es el Concilio
ecuménico de Florencia. En el decreto por la unión de los Jacobitas con la Iglesia latina
(4/2/1441), el Concilio profesa que “uno y el mismo Dios es el autor del AT y N.T, esto es de la Ley
y los Profetas, y del Evangelio, porque los santos de ambos testamentos han hablado bajo la
Inspiración del mismo Espíritu Santo, cuyos libros acoge y venera”.
Contra los protestantes, es el Concilio Tridentino el que no insiste más sobre la igualdad de ambos
testamentos (no residía allí el error de Lutero y otros), sino en la igualdad de todos los libros de ambos
testamentos, porque los reformadores negaban la Inspiración de los deuterocanónicos (Denz–Hün, 1501–
1504).xxii

Todos están de acuerdo al retener que este Concilio, con tal decreto, pretendía definir y definió, de hecho,
la canonicidad de los libros elencados.

Algunos piensan que también quería definir la Inspiración, pero sin fundamento, ya que el fin del Concilio
era condenar los errores de los protestantes. Ahora bien, respecto a la Escritura, éstos negaban la
canonicidad de algunos libros, no la Inspiración.

La Inspiración, entonces, es el presupuesto de la canonicidad, el motivo que in-clina a su definición, pero


no su objeto. Sobre la Inspiración, el Concilio expone la doctrina católica: enseña, pero no define.

Contra los modernos sistemas liberales, fue el Vaticano I quien definió (24/2/1870) la Inspiración de
la Escritura frente a los racionalistas (Denz–Hün, 3006–3007), deteniéndose ya más en describir qué no se
ha de entender por tal verdad y qué debe ser retenido, añadiendo expresamente en el canon: “Si alguien no
recibiere como sacros y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, tal como fueron enumerados por el
santo Concilio Tridentino, o negare que son divinamente inspirados, sea anatema”. En estos últimos
términos resaltados, tenemos la definición dogmática de la Inspiración escriturística.

Así se llegó a la claridad máxima de la definición dogmática, con que la Iglesia propone infaliblemente
una doctrina recibida por Revelación divina, custodiada a través de todas las edades y defendida contra
cualquier clase de tergiversaciones humanas.xxiii

Resultados obtenidos hasta este momento

Una vez probada la existencia de la Inspiración, podemos ya hacer uso de la Escritura, considerando su
carácter de Palabra de Dios, como última instancia de argumentación en los procesos dogmáticos y, por
tanto, sin abstraerse de su origen divino.

Pero no hemos de considerar sólo la adquisición de una fuente de argumentación que encaja en un
sistema más vasto (la Teología). Nuestro estudio de Introducción a la Escritura indaga su origen divino con
el fin de considerar el misterio de la Biblia en sí mismo, no sólo como una pieza maestra que tendrá gran
funcionamiento en toda la construcción teológica.
Recordemos el sentido que tiene la Teología: no es un fin al que podamos subordinar la Palabra de Dios,
sino que hemos de volver continuamente a la Biblia. El mismo Santo Tomás tomó por materia de su curso
oficial el propio texto de la Sagrada Escritura:
La institución universitaria del s. XIII no producirá disputas y sumas, sino en el cuadro de una enseñanza
escriturística: es la feliz expresión pedagógica de la ley de la Teología, que no puede llegar a ser ciencia, si
no es en la comunión con la Palabra de Dios, escuchada primeramente por ella misma. Un árbol cortado de
sus raíces muere, aunque se tenga de pie (Chenu, 1950: 199).
Naturaleza de la Inspiración
Se vio hasta ahora “utrum inspiratio sit”, es decir, si existe la Inspiración. Nos disponemos, en lo que
sigue a realizar el paso, para indagar “quid sit”: qué es, cuál es su naturaleza.

Desde el comienzo de esta nueva etapa, se impone una distinción entre la Inspiración proféticas y la
Inspiración escriturística.

En la Inspiración profética, la influencia de Dios se manifiesta al máximo, de una forma soberana, que
deja poco lugar a la iniciativa del hombre. Dios habla de una manera tan imperativa, que su intérprete no
tiene otra cosa que hacer fuera de recibir y transmitir su mensaje. Abundan textos de la Escritura que
ilustran esta intervención irresistible del Espíritu Santo que se “apodera” del hombre (I Sam 10, 10), lo
“reviste” (I Cron 12, 18) de tal manera que el inspirado no puede decir otra cosa que lo que dice YHWH
(Núm 23, 12: Balaám), por que Dios le abre los ojos (Núm 24, 4. 16) y las orejas (Is 22, 14: en el texto
hebreo: “Me lo reveló en mis orejas”). Se trata de “secretos” (Am 3, 7) que el escritor no hubiera podido
conocer por sí mismo. El mandato de YHWH los constriñe y vence todas las resistencias del enviado (Am 3,
8; Jer 1, 5– 7; Jonás, passim). Un profeta es un mandatario que habla en lugar de otro y, tanto si recibe
la orden de pronunciar sus oráculos como de escribirlos, su carisma no cambia en nada: sigue siendo
“Inspiración profética”.

Muy distinta es la situación en la “Inspiración escriturística”. Esta implica no ya la enunciación (oral o


escrita) de mensajes recibidos de lo alto, sino la composición de un libro, con todo lo que esto supone de
iniciativa y trabajo humanos. El caso más frecuente en la Escritura es la ausencia de testimonios del
propio escritor acreditando escribir por “revelación” o que su tarea se limite a transcribir tal cual lo que recibe
de parte de Dios. Vemos, por el contrario, escritores que componen libros de historia o colecciones de
oraciones y proverbios, mencionando sus fuentes (I Rey 11, 41; 14, 19. 29; Prov 31, 1) y sin ocultar el
penoso trabajo que esto les ha costado (Eclo, prólogo; II Mac 2, 24–32).

En la sección anterior, mostramos la existencia de la acción divina como punto de procedencia de tales
libros, pero sus autores ni la mencionan. Es claro, pues, que tal influjo divino ha de obrar de una manera
sensiblemente diferente a la que se trasluce en la “Inspiración profética”.

Antiguamente, los escritores cristianos se contentaban con el hecho de la Inspiración, o por lo menos,
no se vieron obligados a profundizar en las características especiales que la separan del hecho profético;
pues no ponían el acento sobre la persona y el papel del hagiógrafo. Entonces, por lo común, no se
preocupaban de la psicología religiosa, ni de la evolución del lenguaje y las doctrinas, ni de posibles
antinomias entre las ciencias profanas y la Biblia. En los mínimos detalles de la Escritura, se veía la Verdad
absoluta y en todos sus órdenes. Los Padres hablan del hombre inspirado como de un plectro que maneja el
Espíritu o como una pluma que éste dirige. Si bien Santo Tomas puso las bases para un desarrollo posterior
en esta materia, también trata sobre la “Inspiración escriturística” como un apéndice de la “profética”.
Hoy en día, las cosas cambiaron con el desarrollo moderno de la lingüística, la historia y los
descubrimientos científicos. El sentido de evolución histórica invita a observar mejor las concepciones
propias de cada escritor y a ubicarlos en el tiempo. Por otra parte, los cambios que sufrió nuestro
conocimiento de la estructura del universo y de la historia de los tiempos antiguos obligan a reconocer en la
Biblia (sobre todo en terrenos profanos) ideas y creencias que databan de otra época y que no pueden ya
ser retenidas. El Libro Santo pierde así aquella aureola de ver-dad absoluta y sin réplica en todo terreno;
deja de ser la única fuente de nuestra información y, por eso, cobra un valor más relativo. Este
descubrimiento del aspecto humano de la Biblia ha provocado reacciones diversas. Antes de llegar a la
enseñanza de la Iglesia, despejaremos el terreno, descartando las teorías extremis-tas, con lo cual se
obtendrá la ventaja de distinguir la idea de la Inspiración de las que están más o menos emparentadas con
ella.
Teorías que reducen fuertemente el papel del hagiógrafo
La teoría que deriva del éxtasis de los helenistas es afirmada por quienes decían que los Padres
tomaban sus descripciones de los fenómenos que acompañaban los oráculos de las sibilas. Cuando se
interrogaba a estas profetisas, eran arrebatadas por el dios, entrando en lugar de su mente en “pneuma” y
por el “ekstasis” (estar fuera de sí), se producía el “entheós”, “enthusiasmon” (la entrada del dios). Cuando el
trance terminaba, el vate o las sibilas no sabían lo que habían dicho o hecho. Filón de Alejandría aplicó
esta concepción a los profetas de Israel, haciendo de ellos sublimes dementes (mánteis: derivado de
`manía´, `locura´) dando la razón a la creencia de que el Espíritu inmortal no puede cohabitar con el espíritu
mortal del hombre.

Sin embargo, en toda la Escritura, no encontramos estos éxtasis y, aunque nunca se diga explícitamente
el modo de influencia con que el Espíritu interviene en la composición de un libro sagrado, se excluyen
tales alienaciones mentales a fortiori, ya que en la misma Inspiración profética están ausentes.

El Espíritu habita en el profeta para que obre no sólo por fuerza natural, sino también con virtud
sobrenatural: pero su autoconciencia permanece (de ningún modo el Espíritu expulsa o suspende la
conciencia). El Espíritu no se adueña de un energúmeno; más bien, ayuda, conforta la actividad personal.
Nunca se observa el furor y probablemente, por eso, nunca los LXX traducen “nabí” por “mantis”. Jamás se
ve, por otra parte, que sea el hombre mismo el que provoca el oráculo.xxiv

Sin duda, los profetas eran a menudo arrebatados en éxtasis para contemplar el futuro y recibir la
revelación (Is 6; Ez 1, 1; Apoc 1, 10; 4, 1), pero no estaban más en tal estado cuando lo Anunciaban.

Respecto de las nociones de Inspiración y Revelación, los teólogos del medioevo distinguían
imperfectamente estas dos nociones.xxv Esta confusión desembocó en una teoría ingenua y muy
antropomórfica que confunde Inspiración y dictado. Ya muchos Padres habían usado la imagen del
dictado, pero desde el siglo XV hasta el XVII, muchos teólogos forzaron la comparación e interpretaron la
Inspiración en una forma material y mecánica: Dios habría dictado, así como un ciudadano dicta su
testamento a un notario (Bañez, Billuart). Algunos protestantes llevaron al extremo esta teoría, afirmando
que la Biblia era propiamente Palabra de Dios, aún en el caso en que los hagiógrafos no entendieran nada
de lo que escribían: lo que importaría sería el pensamiento de Dios, no el de quien lo transcribe.

Sin embargo, debemos decir que un simple dactilógrafo no es autor, no ha tenido parte en la
composición. Ahora bien, toda la tradición consideró a Pablo autor de la Carta a los Romanos, a Lucas del
Tercer Evangelio, etc. Y lo que la Tradición afirma lo comprobamos nosotros mismos.

Por más divinos que sean, los libros santos son también humanos.

Sobre cada una de sus obras, sus autores imprimieron la marca de su tiempo, su estilo y su personalidad.
Las concepciones de Jeremías, el Eclesiastés, Pablo o Juan nos descubren ampliamente su mentalidad y
carácter. Es absolutamente falso que los escritores sagrados tuvieron que ejecutar solamente la fácil tarea
de copistas. Ellos tuvieron que informarse, reunir materiales, reflexionar. La redacción les costó a veces
“sudores y vigilias” (II Mac 2, 27).
Teorías que reducen indebidamente el papel de Dios
Los protestantes liberales sostenían que los escritores de la Biblia recibían la Inspiración no de un Dios
exterior a ellos, sino de lo más íntimo de sus sentimientos religiosos. Los mismos profetas no expresaron
otra cosa que sus esperanzas e intuiciones. Ninguna diferencia, pues, entre Inspiración sagrada y estro (o
musa) poético(a), entre Pablo y Virgilio, Isaías o Píndaro. xxvi Tampoco fue exclusiva de los escritores
bíblicos; se la encuentra aún entre los paganos en todo hombre que ama a Dios y sabe hablar de él. La
Biblia tiene sólo un privilegio: proviene del tesoro de experiencias espirituales más sublimes y nos invita, por
contagio, a rehacerlas por cuenta nuestra. Los protestantes liberales se glorían de haber llevado a cabo la
obra de la Reforma: Lutero libró la conciencia de la Tradición; ellos la liberan del yugo de la letra.

Es inútil discutir aquí este sistema, ya que no pretende explicar la idea judío – cristiana de la Inspiración,
sino substituirla por otra, despojando a la Escritura de todo carácter sobrenatural, por más que conserve el
nombre de “Inspiración divina”.

Los Protestantes conservadores, a pesar de considerables diferencias entre diversos autores, están
de acuerdo en el principio: la Inspiración no tenía por objeto “cosas”, sino a las personas; Dios, pues, no
inspiró libros. Para instruir a la humanidad, Dios eligió individuos y los preparó a esta tarea. Por un impulso
o iluminaciones sobrenaturales, el Espíritu Santo estimuló sus corazones, esclareció sus reflexiones y, de
esa forma, los condujo a un conocimiento más profundo de las cosas morales o religiosas; a
continuación, ellos publicaron libros. Estos libros, a pesar de los errores, manifiestan bastante bien los
sentimientos e ideas que ellos habían concebido con el socorro y la ayuda de Dios.
Aunque es verdad que la Inspiración es un carisma personal y no va dirigido a “cosas” (libros, en el
caso), la Inspiración de los autores sagrados fue una Inspiración a “escribir”, teniendo directa y
esencialmente, las Escrituras como meta y efecto. Dios no se limitó a provocar en sus almas afectos y
conceptos más elevados y puros. Él los indujo a poner estos sentimientos e ideas por escrito
León XIII ha resumido exactamente la creencia tradicional:

Él mismo [Dios], con una fuerza sobrenatural, de tal modo los excitó y movió a escribir, que los asistió
mientras escribían, de modo que sólo aquello y todo lo que Él les mandaba, lo concebían rectamente en su
mente, lo querían escribir fielmente y lo expresaron aptamente (Denz–Hün , 3293).

También entre los católicos, algunos afirman la Inspiración por aprobación subsecuente.

L. Lessius, S. J. (1597, profesor de Lovaina) fue censurado por la academia de esta ciudad a causa de
muchas tesis suyas. Entre ellas, se leía la siguiente: “Algún libro (como tal vez el II Macabeos), escrito por
industria humana y sin la Inspiración del Espíritu Santo, si después el Espíritu Santo atestigua que nada hay
allí de falso, se vuelve Sagrada Escritura”.

Lessius se defendió, protestando que él no lo consideraba más que una pura posibilidad; de hecho, él
admitía que todos los libros del canon, inclusive II Macabeos, habían sido escritos por instigación del
Espíritu Santo. Jacques Bonfrère, S.J. sostenía la misma tesis con las mismas restricciones, unos cincuenta
años después.

El dominico Sixto de Siena (1742) y el benedictino Daniel Haneberg, obispo de Spira, fueron más
audaces: uno y otro hablaban de Escrituras “existentes”, que pasan a ser sagradas por la aprobación de la
Iglesia; un Concilio podría, pues, hacer de un libro ordinario pero piadoso, Escritura Sagrada, al declararlo
indemne de erro-res y colocarlo en el canon.

Aunque Lessius sintió la necesidad de reaccionar contra la teoría del “dictado” (corriente por aquel
entonces), desgraciadamente llevó su crítica demasiado lejos. Sin duda, un libro declarado por el mismo
Espíritu Santo como inmune de errores pasa a ser, en cierto modo, sagrado, pero Lessius se equivocó
acerca del sentido que la Iglesia da al adjetivo “sagrado” cuando lo usa para calificar los libros canónicos.
Ella reservó ese calificativo para los escritos que, en su mismo origen, proceden de Dios y, por ello, la
Inspiración es necesariamente antecedente.
Si un “visto bueno” de Dios no puede hacer “sagrado s” (en el sentido eclesial) a un libro ordinario, mucho
menos la sola aprobación de la Iglesia. Ésta no inscribe un libro en el canon para que, “a partir de ese
momento” sea sagrado, sino porque ya lo es de antemano, siempre lo ha sido y nadie (en una tradición
suficientemente comprobada) ha dudado de ello.

También otros católicos hablaban dela Inspiración como una asistencia . Es el caso de Bonfrère (+1642),
Richard Simon (+1712) y en el siglo XIX, Jahn, quienes reducían la Inspiración a “una asistencia divina, que
preserva del error”. Como Lessius, pero de otra manera, se creían en regla con la Tradición con sólo
salvaguardar la autoridad infalible de las Escrituras. Dios habría revelado sólo las páginas que el hombre
era incapaz de escribir, sin la ayuda de esa comunicación divina. Dios no socorría al hombre, sino en las
ocasiones en que él viera que éste estaba a punto de equivocarse o cambiar el contenido o sumario de lo
que Dios le había manifestado. No acertaron a encontrar una vía media entre el “dictado” mecánico que
querían combatir y la mera asistencia; eligieron el segundo término dándole el nombre de Inspiración.

Sin embargo, esta opinión ha sido condenada por la Iglesia. La asistencia tiene sólo un efecto negativo.
Si bien es un carisma que proviene de Dios, no es suficiente para que Dios mismo pueda ser considerado
como “autor” de un texto. Las definiciones de un Concilio o de un Papa no son palabra de Dios, simplemente
son palabras de un Concilio o del Papa. Dios únicamente tomó las disposiciones requeridas para que ni el
Concilio ni el Papa se apartaran de la verdad, pero nada más.
NOTAS
Ya en este tiempo, junto con “La Ley”, se citaban “Los profetas y otros libros”. Cf “Prólogo” de Eclo y II
xviii

Mac 2, 2,13–15).
xix
Se ha de notar la diferencia del pensamiento paulino con la teoría de Calvino. Este último, partiendo de la
utilidad de la Escritura, deducía su Inspiración. Pablo, al contrario, una vez asentada y admitida la
Inspiración (hecho corriente en el judaísmo, que él –y ya antes Cristo– comparte), del soplo divino deduce
los frutos y demás resultados provechosos.
xx
Acotamos también que algunos traducen en sentido de predicado: “Toda Escritura [es] divinamente
inspirada”. Otros prefieren el sentido atributivo: “Toda Escritura divinamente inspirada [es] útil...”.
Hay quien se decide por lo segundo, porque el contexto se refiere a la Inspiración como de pasada, la
supone conocida y, por lo tanto, su intención principal no es hacer una declaración sobre esta verdad (“La
Escritura es divinamente inspirada”), sino que, dando por admitida esta condición de la Escritura (“Toda
Escritura inspirada –como ya lo creéis– es útil...”). Sea lo que sea, en ambos casos, se obtiene
meridianamente la realidad de la Inspiración. Si es una declaración expresa (predicado) es clarísimo. Pero si
se alude a ella de paso (sentido atributivo), igualmente consta de su carácter inspirado, pues sólo de él
provienen los frutos espirituales que se describen a continuación.
xxi
Brevemente ampliamos los datos sobre la Escritura en la Iglesia Primitiva. La Iglesia expresa su fe a
través de su práctica de conjunto y su doctrina. Los Libros Santos fueron desde el comienzo en su seno el
alimento espiritual de las almas: “Inde potat [Ecclesia] fidem” (de allí bebe la Iglesia la fe), dijo Tertuliano (A:
XXXVI, 5).
Se los leía regularmente en las asambleas litúrgicas. La función de leer las Escrituras en público era tan
altamente estimada, que no se tardó mucho en reservarla a los clérigos: el orden de los lectores se había
constituido ya hacia fines del siglo II. Las obras de los Padres son en buen número, comentarios de la
Escritura; ellas nos revelan hasta qué punto las Escrituras les eran familiares. Sobre ellas reposa su
Teología; a ellas recurren en las controversias para decidir las cuestiones. Los herejes no rechazaban su
autoridad. Al contrario, la invocan con igual diligencia. Entre los fieles los hay que la meditan en sus casas
asiduamente (Acta SS. Saturnini, Dativi et sociorum, XI y XIV, en Ruiz Bueno, 1974: 985 y 989; Acta SS.
Agapes, Chioniae, Irene, IV–V en: Ruiz Bueno, 1974: 1038, 1040 y 1042).
Algunos aprendían de memoria largos pasajes (Eusebio de Cesarea, PG. XX, 1515). La “devoción” iba a
veces hasta gestos cándidos, como aplicar los libros sagrados sobre un órgano enfermo, para cal-mar el
dolor (San Agustín, J: VII, 12, PL XXXV, 1443). Durante la persecución de Diocleciano, las Escrituras
tuvieron sus mártires: muchos cristianos soportaron el suplicio antes que entregar los libros santos a los
magistrados. Los “Traditores” (entregadores) se vieron tachados de apostasía.
También estos hechos pertenecen la “Tradición viva” de la Iglesia. Serían inexplicables, si la Iglesia no
hubiera profesado explícitamente su fe en aquellos libros, que no eran cualquier literatura, sino que tenían al
mismo Dios por autor, eran “inspirados”.
xxii
Cita al Concilio Tridentino, Decreto sobre el símbolo de la Fe, 4/2/1546.
xxiii
Advirtamos que, contra la Inspiración divina de la Escritura, se arguye, a veces lo siguiente: también otras
religiones pretenden poseer libros divinos; por lo tanto, el origen divino de la Biblia no es más que una
pretensión. En realidad, esta objeción no es aislada. Se enlaza con el conjunto de dificultades que surgen al
confrontar las otras religiones con el cristianismo.
Las analogías nacen de un fondo común: la naturaleza humana, que así como es impulsada hacia los
artífices de la vida, así, a fortiori, tiende intrínsecamente al supremo dador de esa misma vida. El género
humano es por sí mismo religioso. Las religiones se esfuerzan por alcanzar su objetivo, por des-gracia,
muchas veces en vano o a lo sumo, lo logran parcial y muy imperfectamente. “Él [Dios] fijó las estaciones y
los confines de los pueblos, para que busquen a Dios y siquiera a tientas lo hallen” (Hech 17, 27). Sólo el
cristianismo alcanza siempre plena y perfectamente su objetivo, no por mayor inteligencia o lucidez de sus
creyentes, sino por pura gracia, porque el mismo Dios les ha salido al encuentro.
En cuanto a nuestro caso particular, el hombre siente la necesidad de conocer con seguridad la verdad
religiosa, de ser instruido por Dios, aunque sea por medio de un representante suyo, y por esto, cuando no
tiene libros divinos, se los imagina y crea. Antes, pues, de juzgar sobre la verdad o falsedad de los libros
sagrados de una religión, es necesario ir más a fondo y afrontar el problema de la verdad o falsedad de tal
religión. Establecida la verdad del cristianismo, la presente dificultad se resuelve en base a estos criterios:
¿Puede Dios comunicar verdades al hombre? Si es así, se sigue indagando: ¿Es posible que Dios concurra
a la composición de un libro con una acción particularísima, carismática, que llamamos “Inspiración”?
Naturalmente, no hay que imaginarse que “libro divinamente inspirado” significa “libro venido del cielo
completamente acabado”. El origen divino de la Escritura no excluye (como se verá) la parte del hom-bre,
más aún, la supone íntegra.
Se puede ampliar el tema en: “I libri sacri delle grandi Religioni” (Manucci, 1981: III, cap. 11, 179–184), del
cual existe traducción castellana.
xxiv
Las sibilas, en cambio, se excitaban para entrar en éxtasis: músicas orgiásticas, vapores, se herían a sí
mismas.
xxv
Aclaramos: puede haber Revelación sin Inspiración y viceversa. Algunos escritores sagrados anuncian,
es verdad, noticias, que no pudieron conocer por sí mismos (el vidente del Apocalipsis, San Pablo en Gal 1,
12). Pero la Escritura no se constituye sólo de estas verdades. Además, el análisis de sus obras muestra
que pudieron obtener su información de modo corriente (como ya se adelantó sobre consulta de anales,
etc.)
xxvi Lo reducen todo a la explicación de Ovidio: “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo” (Hay un dios
en nosotros: él nos agita y nos inflamamos), en Fastos 6, 5. La Encíclia Pascendi Dominici Gregis aplica
este mismo verso a la explicación que dan los “modernistas” de la Inspiración (Enchiridion Bibli-cum, 272).

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