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PSICOPATOLOGÍA UNIDAD III PARTE II

DISLEXIA

El concepto Dislexia nace en el ámbito médico, en Gran Bretaña, exactamente en el campo de la


oftalmología, cuando James Hinshelwood, oftalmólogo, escribe en 1895 en la prestigiosa revista The
Lancet sobre varios de sus pacientes que presentaban una dificultad para aprender a leer. Un año más
tarde, Morgan, que era médico general, describe en un artículo un caso de un chico de 14 años que a pesar
de ser inteligente no puede aprender a leer y a escribir. Acuñaron el término de ceguera de palabras
congénita, atribuyéndolo a las alteraciones congénitas en las áreas cerebrales de memoria visual para las
palabras.
A partir de allí el interés se va ampliando progresivamente a diversos campos del saber y cada uno de ellos
intentó ubicar las causas, así como describir los síntomas. Estos campos del saber han sido: la
oftalmología, la neurología, la psicología, la sociología, la educación, la logopedia, la psiquiatría, y,
actualmente, la neuropsicología.
Las teorías sobre las causas de la dislexia han sido de lo más variadas: problemas visuales, de memoria,
defectos en la estructura del cerebro, defectos funcionales del cerebro, factores ambientales adversos,
dominancia incorrecta de un hemisferio cerebral (lateralidad cruzada), problemas emocionales o
neuróticos, dificultades fonológicas, dificultades en los movimientos oculares, etc.
Una vez revisada la historia del concepto dislexia, podemos considerar a la misma como un
fenómeno multifactorial en el que se han interesado diversos campos del saber. No hay coincidencia
con respecto a las causas y a los tratamientos posibles, pero lo interesante es que desde todos los
campos del saber sí hay coincidencia en que la dislexia se puede recuperar.
La versión más actual, y quizá más difundida, del concepto de dislexia, es la neuropsicológica, que la
define como un trastorno neuropsicológico de la lectura y escritura, que puede afectar tanto la vía
fonológica como la léxica y que es causa de diversas dificultades en la comprensión lectora. Para que este
diagnóstico sea posible, tiene que haber una inteligencia normal o superior (no menos de 85-90 de CI –
coeficiente intelectual–, ya que un retraso mental por sí mismo podría explicar las dificultades disléxicas);
se tiene que descartar TEA (Trastorno del Espectro Autista) o trastornos psicóticos y no tiene que haber
compromiso de ningún órgano de los sentidos (que el niño escuche bien, vea bien, o tenga compensados
esos déficits), ni daño neurológico.
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Dislexia es el nombre que se emplea con desigual frecuencia en diversos países para clasificar y tratar de
comprender un trastorno del aprendizaje que se caracteriza por dificultades en reconocer de forma precisa
y/o fluida las palabras escritas, así como por una merma significativa de la capacidad de decodificarlas y
deletrearlas. Quienes impulsan la validez de esta forma de considerar estas dificultades atribuyen a las
mismas una causa neurobiológica y componentes genéticos que determinarían la presencia del cuadro en
nada menos que un improbable 10 por ciento de la población.

Una epidemia

El proyecto de ley que se discute en el Congreso responde a la inquietud que generan los reales problemas
y sinsabores que padecen muchos chicos con el aprendizaje de la lectura y la escritura. Dificultades que,
desde la perspectiva psicoanalítica, responden a muchos condicionantes, no sólo a un hipotético mal
funcionamiento del cerebro infantil. Por ejemplo, es obvio que en los últimos años las condiciones de los
aprendizajes han cambiado. Basta tomar nota de la manera en que la cultura ha abarrotado la vida de los
chicos de hoy con una saturación de imágenes, muchas veces publicitarias, vía televisión primero y
computadoras, tablets y teléfonos celulares más recientemente, que ha dejado, por ejemplo, la lectura de
cuentos o la caligrafía en el desván de las prácticas casi olvidadas. Por otro lado, se han sumado a la
escolaridad muchos chicos que antes quedaban marginados de las aulas y los maestros se encuentran con
una pasividad y heterogeneidad que les trae no pocos dolores de cabeza.

La lectura y la escritura suponen operaciones complejas que implican la puesta en juego de aprendizajes
previos e involucran procesos cognitivos que no son sencillos. Todo aprendizaje tiene en cada niño una
historia previa de modos y ritmos de incorporar conocimientos. Y el aprendizaje escolar es un efecto de
transmisiones que involucran a varios protagonistas: el niño, la escuela, la familia y la sociedad en su
conjunto. En ese recorrido, los estados anímicos del niño, así como las vivencias previas tienen un lugar
importante.

Podemos pensar que las dificultades en la lecto-escritura son una resultante situacional que no tienen por
qué ser pensadas como un déficit permanente sino como algo temporario, fruto de una situación
multidimensional y también de malas experiencias en relación al aprendizaje en general.

Con frecuencia se asume que el diagnóstico de dislexia puede apuntar a una particular forma de
intervención, la mejor o la más conveniente para aquellos con esta condición. Idealmente datos de fuente
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genética neuropsicológica y cognitiva podrían ser usados con el propósito de preparar intervenciones
dirigidas a la medida de las fortalezas y debilidades de quien padece dislexia.

Si bien hasta ahora se han planteado circuitos cerebrales diversos como sustrato biológico de las
dificultades y se han candidateado varios genes para sustentar una genealogía hereditaria, esto dista de
haber sido fehacientemente probado. Los trabajos son confusos y no concluyentes, mezclan poblaciones y
no coinciden las definiciones de lo que es dislexia.

Y se confunde el necesario correlato orgánico de todo lo que hacemos (cualquier emoción o aprendizaje
asientan en circuitos cerebrales) con causalidad orgánica. Y ahí las investigaciones terminan “flojas de
papeles”.

Contrariamente a la creencia de muchos, una vez que la dificultad en la lectura o escritura es identificada,
el diagnóstico de dislexia ofrece poco o ningún beneficio para guiar la naturaleza de las intervenciones. En
algunos casos (como aquí ocurre) este rótulo más allá de su cuestionable rigor o valor científico podría ser
la contraseña necesaria para tener recursos educativos adicionales.

Si bien podemos identificar ciertas áreas del cerebro que pueden estar asociadas con la lectura, estos
hallazgos quizás prometedores para el futuro aún no pueden ser utilizados criteriosamente para propósitos
diagnósticos.

Como de debates de leyes se trata, copio una información legislativa del Reino Unido. La forma en que el
diagnóstico de dislexia pudiera llevar a diferentes formas de intervención fue un tema específicamente
explorado por la Cámara de los Comunes del Reino Unido (que es como nuestra Cámara de Diputados) a
través de su Comité de Ciencia y Tecnología en el año 2009.

Este comité concluyó que no parecía útil desde un punto de vista educativo diferenciar entre disléxicos y
pobres o malos lectores.

Textualmente dice:

“No hay evidencia convincente de que si un chico con dislexia que no es etiquetado como disléxico pero
recibe apoyo completo para su dificultad en la lectura que ese niño tendrá una peor evolución que otro
chico que pueda ser etiquetado como disléxico y reciba entonces ayuda especial. Esto es así porque las
técnicas para enseñar a un niño diagnosticado con dislexia a leer son exactamente las mismas que las
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técnicas que se utilizan para enseñarle a otro sufrido aprendiz de lector no disléxico. Hay un peligro que se
podría promover más adelante al sobre enfatizar sobre la dislexia y es que puede llevar a situaciones
desventajosas para otros chicos (no considerados disléxicos) que tienen dificultades profundas para el
aprendizaje”. (Julian Elliot y Elena Grigorenko, The Dyslexia Debate)

El panorama al presente no permite aún trasladar el entendimiento que aportan las neurociencias para
convertirlo en intervenciones concretas neurocientíficamente basadas y útiles. No hay método que pueda
basarse en el cerebro que permita identificar dentro de ese subgrupo pobres lectores a quienes podrían
beneficiarse preferencialmente de algún tipo puntual de intervención demostrada. Mientras las
neurociencias ofrecen poderosas potenciales contribuciones para un trabajo a futuro con los lectores que
presentan dificultades, todavía no se ha constituido una solución al dilema conceptual y de definición
alrededor de estos problemas. O a definir cuáles son las mejores intervenciones.

Estamos a años de alcanzar una neurociencia que pueda proponer respuestas o propuestas pedagógicas
hechas a la medida de cada individuo y dirigidas a las particulares necesidades de un chico en particular.

Ni qué hablar del costo prácticamente absurdo que representaría hacer estudios sofisticados genéticos de
neuroimágenes para todos chicos que pudieran requerir ayuda pedagógica.

En lugar de leyes por patologías deberíamos encarar las problemáticas de la escolarización y su sentido
actual, algo que excede ampliamente este tema. Pero que desde el conjunto podría aportar soluciones
mucho más integradoras y eficaces.

Vigencia del término “Dislexia”

Les propongo pensar por qué a pesar de los múltiples cuestionamientos el término “dislexia”
continúa teniendo vigencia.
Hace 47 años, muchos especialistas se planteaban la preocupación por las divergencias y las
contradicciones entre los distintos puntos de vista.  En el año 1970, en Paris, el Centre de Recherche
de l Education  Specialisee et de l Adaptation Scolaire  (C.R.E.S.A.S.) organizó un   Coloquio con
los principales teóricos e investigadores  cuyos trabajos fueron publicados con el título : “La dislexia
en cuestión”. El propósito de ese coloquio fue examinar las diferentes perspectivas neurológicas,
psicológicas, lingüísticas, psicoanalíticas a la luz del estudio de las condiciones reales de aprendizaje
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de la lengua escrita (condiciones escolares, métodos, características de la escritura) con la intención


de abordar la búsqueda de nuevas perspectivas pedagógicas.     
Muchos especialistas ya se interrogaban acerca de si existía realmente una patología del aprendizaje
de la lengua escrita. Algunos subrayaban que el término dislexia y disortografía deberían usarse en
un sentido puramente descriptivo sin presuponer una enfermedad de dislexia o un trastorno
constitucional hereditario. Y otros acentuaban que no se trataba de un problema médico y alertaban
sobre el riesgo de minimizar los factores pedagógicos.
En el año 1976, en Londres, el Profesor William Yule escribió que la era de la aplicación de la
etiqueta “dislexia” estaba llegando a su final. Señalaba que la etiqueta había ejercido la función de
llamar la atención sobre niños con grandes dificultades en la lectura, escritura y ortografía, pero la
continuidad de su uso invocaba emociones que impedían la discusión racional y la investigación
científica. Esta anticipación no ocurrió y el constructo “dislexia” siguió vigente.
En el año 2005, también en Londres, un programa de TV denominado “El mito de la Dislexia”
reabrió un gran debate sobre este tema. Un Miembro del Parlamento inglés, Graham
Stringer escribió en su sitio web en 2009: “La Dislexia es una cruel ficción”, y agregaba que ha
surgido una gran industria al crearse esta condición médica cuando lo que se necesitan son mejores
métodos para enseñar a los niños a leer.
En el año 2014 el Profesor de la Universidad de Durham Julian  Elliot  y la profesora de la
Universidad de Yale Elena Grigorenko  escriben The Dyslexia debate , libro en el que realizan un
exhaustivo análisis de las concepciones, teorías acerca de la dislexia , las explicaciones  causales,
acuerdos y divergencias entre investigadores .Y señalan que es un término que debería abandonarse
por carecer de rigor científico.

 / ACOMPAÑEMOS A LOS NIÑOS EN EL DESAFÍO DE APRENDER LA LENGUA


ESCRITA. PARA ESTO NO SE NECESITAN RÓTULOS.
Reseña de algunos párrafos muy interesantes de una entrevista al Dr Julian Elliot, autor del
libro The Dyslexia Debate (2014) realizada en la Universidad de Durham, U.K.

El Profesor Elliot (*) explica que “Una de las cosas que sucede con frecuencia cuando un

niño tiene dificultades para aprender a leer, es que un alma bien intencionada va a
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aparecer y va a decir: ¿no has pensado que tu pequeño puede ser disléxico? Quizás debes

ir a hacer un diagnóstico y ver si en efecto es disléxico”… 

Y él agrega que hay varios problemas con esto. El primero de los problemas que señala es

la falta de “rigor científico ya que los criterios que se utilizan varían enormemente de un

profesional a otro. Lo que uno determina que es “dislexia” otro dice que no lo es.

Entonces, no se puede hacer un diagnóstico de manera clara y concisa acerca de si un

niño es disléxico o no”. En segundo lugar, explica que “aun cuando se decidiera

determinar que un niño es disléxico, no hay intervención o tratamiento educativo que uno

haga con ese niño de manera diferente de lo que haría con todo niño que está luchando

por aprender a leer. Hay algunas intervenciones y tratamientos extraños y extravagantes,

pero ninguno de ellos cuenta con el soporte de investigaciones académicas y científicas”.

“Nuestro instinto, cuando nuestros niños presentan alguna dificultad es tratar de encontrar

una forma de codificación o un rótulo que la explique. Está claro que existe una

significativa proporción de niños con dificultades para aprender a leer.

Esto  absolutamente existe. Lo que creo que es problemático es la noción de que existe

un grupo más pequeño dentro de ese grupo, con una condición llamada dislexia, que
puede  ser identificada clara y consistentemente.

Y ese es el problema: la gente se confunde porque cuando alguien les dice que la dislexia

no existe parece que lo que uno está diciendo es que el problema que el niño tiene para

aprender a leer de alguna manera no existe o no es válido. Y esto es erróneo.

Lo que tenemos que darnos cuenta es que el término “dislexia” está cada vez

más,  considerado como problemático y realmente estaríamos mucho mejor si dejáramos

de  utilizarlo de una vez por todas, de aquí en adelante”.


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LAS INFANCIAS TRANS Y EL PSICOANÁLISIS
La evolución de las leyes en los últimos años en Argentina ha dado lugar a la aparición de la ley 26.743
llamada "Ley de identidad de género", el 9 de mayo de 2012, dos años después de la aparición de la Ley
de matrimonio igualitario. Ella permite que las personas trans (travestis, transexuales y transgéneros) sean
inscriptos en sus documentos con el nombre y el sexo de su elección. Por otra parte, todos los tratamientos
quirúrgicos y hormonales de "adecuación de género" deben ser incluidos en el Plan Médico Obligatorio
(PMO) de modo tal de garantizar una cobertura en el sistema de salud tanto público como privado. Al año
de su sanción, tres mil personas habían cambiado su nombre. Define a la identidad de género como "la
vivencia interna e individual del género tal como cada persona lo siente, lo cual puede corresponder o no
al sexo asignado en el momento del nacimiento". La auto-percepción, la propia designación alcanza para
cambiar legalmente el género. A diferencia de otras partes del mundo, esta ley no exige una reasignación
quirúrgica, una terapia hormonal, médica o psicológica previa, como así tampoco una autorización
jurídica o administrativa para los mayores de edad. La ley busca despatologizar al transexualismo. Se
incluye su aplicación a menores de 18 años a través de una solicitud de sus padres o representantes legales
y con la conformidad del niño o adolescente. Pero, para ello el menor debe contar con la asistencia de un
abogado (a diferencia del adulto) de acuerdo a la ley argentina de protección integral de los derechos de
las niñas, niños y adolescentes, en su artículo 27, que indica el derecho del niño a ser oído, a que su
opinión sea tomada en cuenta y que sea legalmente asistido. En caso que los padres se nieguen al cambio
de género, y tomando en cuenta le ley de protección al menor, el niño puede recurrir a una vía judicial
para obtenerlo. Pero, al mismo tiempo, para obtener una reasignación quirúrgica y hormonal no alcanza
con la voluntad del menor y de sus padres sino que deben contar también con la conformidad de la
autoridad judicial competente de cada jurisdicción. Luana, también llamada Lulú, es el primer caso en el
mundo de cambio de género a los seis años sin recurrir a la justicia. Le entregaron su documento en
Buenos Aires en octubre de 2013, luego de que se le fuera negado tres veces. Al igual que su hermano
mellizo, nació varón, pero a los dos años decía que era una nena y a los cuatro pidió que la llamaran con el
nombre que eligió. Lulú decía que era una nena; la madre, luego de ver un documental de National
Geographic acerca de una nena transgénero en Estados Unidos, concluyó que su hijo era trans y pidió el
cambio; el Estado le otorgó la identidad con la presencia de un abogado que representaba a Lulú.
Obtuvieron así el cambio de género, acompañados por un equipo interdisciplinario del Hospital Durand de
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Buenos Aires. Este caso ilustra la aplicación del entrecruzamiento de la ley de identidad de género y la ley
de protección a niñas, niños y adolescentes vigentes en Argentina en tanto que el menor es escuchado y
asistido. Pero abre el debate acerca de la edad en la que un sujeto puede tomar una decisión en torno a la
elección inconsciente de su posición sexuada y volverse responsable de ella y, por otra parte, cómo
proteger al menor de la segregación que puede producir su diferencia en relación a la "norma" biológica.
Un segundo caso pone más bien en tensión a las leyes actuales: Alexis Taborda y Karen Bruselario, dos
personas trans que nacieron con sexos contrarios, cambiaron su identidad, pero conservaron sus genitales
para poder tener un bebé. Gracias a sus respectivos tratamientos, lucen como hombre y mujer. Se
conocieron durante actividades del movimiento trans, se casaron en noviembre de 2013 en Victoria,
provincia de Entre Ríos, y en diciembre tuvieron una beba. De esta manera, Alexis, originariamente
mujer, fue el primer hombre que dio a luz a un bebé de acuerdo a la ley de identidad de género. Ahora
bien, Alexis actualmente es hombre, ¿pero es padre o es madre? Para la ley argentina, madre es quien pasa
por el parto, es decir, pasa por la gestación. Alexis pasó el embarazo lo que lo volvería madre, pero su
identidad es masculina, y eso lo vuelve padre. Aquí se muestra bien que las leyes que determinan la
maternidad en forma puramente biológica van a destiempo con el espíritu de la época en que hombre y
mujer pueden legalmente distribuirse por fuera de la anatomía. En cuanto a la ley, se plantea una serie de
reflexiones que atañe al psicoanálisis.

La ley actual, hace depender de la conciencia de un sujeto la responsabilidad de su elección


desconociendo sus identificaciones inconscientes. La ley de identidad de género es sin duda un avance
legal puesto que aloja aquello que se presenta como diferente, lo destierra de la marginalidad y otorga
nuevas libertades. Pero hay un plus que la ley no puede nombrar. El goce involucrado en las
intervenciones en el cuerpo no logra ser absorbido por las leyes, como así tampoco las posiciones frente a
lo real de la diferencia sexual que hace que los sujetos se distribuyan en posiciones sexuadas
independientemente de su anatomía.

La infancia es el momento fundamental donde se producen todas las elecciones a nivel del
inconsciente, que determinarán el género tanto en la adolescencia como en la adultez. Lacan situó tres
dimensiones en las que el género se conforma:

Identificatoria, a partir de las identificaciones edípicas y el Ideal del yo, que dan la identidad
autopercibida,

Electiva, a nivel del objeto de atracción, que genera la elección homo o hétero,
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Sexuada, en función de la inscripción en los lados de la sexuación, que genera el modo de satisfacción
de cada uno, que es singular.

En esos tres niveles se configuran la sexualidad y el género a partir de las marcas contingentes y
determinaciones que se producen en la infancia y también en la pubertad. Pero lo que Lacan sitúa en
relación al género es que los tres niveles no se articulan entre sí de modo unívoco: se puede tener una
identificación masculina con un deseo homosexual, se puede autopercibir una identidad femenina en un
cuerpo biológico masculino y sentir atracción por las mujeres, etc., es decir que los tres niveles –
identificatorio, electivo y de sexuación– pueden ser paradójicos y contradictorios entre sí, lo cual
conforma todas las dificultades que conocemos en la asunción de un género, el cual nunca, en ningún
caso, se asume sin dificultades. Incluso en una persona que luego será heteronormada al modo clásico-
patriarcal, la determinación de la sexualidad y el género son difíciles y transcurren por diversos
caminos hasta que se llega a su asunción y su ejercicio.

En este punto es necesario aclarar que hablamos de una elección inconsciente, que se produce según
cómo se articulan esos tres niveles, la cual es distinta de la elección consciente, que será el producto de
la primera. Cuando se habla en las leyes de una identidad autopercibida conscientemente, esta es el
resultado de un proceso, de una elección que ya ha sido hecha a nivel del inconsciente: la persona
recibe esa elección en algún momento de su vida y puede asumirla, reprimirla, actuarla o no actuarla,
pero el momento de la elección consciente es diferente del momento donde se constituyó la elección
inconsciente a partir de las marcas contingentes que la determinaron.

En esa dificultad se sitúa el psicoanálisis, el cual acompaña a cada sujeto que solicite una ayuda, a
escuchar las determinaciones inconscientes que marcaron su identidad y a asumirlas del mejor modo
posible. Como los tres niveles no son unívocos, sino que tienen paradojas y contradicciones, un analista
intenta escuchar el recorrido del sujeto a través de esas paradojas, ayudando a que este encuentre sus
soluciones, que no necesariamente siguen el camino heteronormativo propio del discurso amo. Y ese
acompañamiento y ese respeto por las soluciones singulares es más necesario aún en el momento de la
infancia, donde esas marcas que determinan la elección inconsciente están en pleno proceso de
producción, por lo que un analista debe tener mucha más prudencia y escucha que en ningún otro
momento de la vida. Es el momento también en el que más interactúa el deseo del sujeto con el deseo
de los padres, por lo que también el analista debe poder acompañarlos a que se sitúen en una buena
posición de escucha y acompañamiento en relación al deseo de su hijo, que aún está constituyéndose.
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En la clínica de la infancia trans, a lo largo de varios tratamientos que pudimos acompañar en


hospitales, centros de salud y consultorios, hemos encontrado muy distintas posiciones: – 

– niños que desde una edad muy temprana, a veces a los dos o tres años, se pronuncian con absoluta
certeza sobre su identidad autopercibida, que no condice con el sexo biológico,-

-niños que pasan largo tiempo en un estado de confusión y perplejidad en relación a la asunción del
género,

– niños que modifican súbitamente su identidad en cierto momento de la infancia o la pubertad,


sorprendiéndose incluso a ellos mismos,

– niños que por efecto de la dialéctica del deseo en relación al Otro social o familiar se pronuncian
precozmente sobre su identidad, pero más adelante, en el tiempo de la pubertad o de la adolescencia, se
pronuncian en contra de la identidad que tuvieron,

– niños que llegan a ubicar su identidad a lo largo del recorrido del tratamiento,

– padres que intentan reprimir y acallar toda diferencia por parte de sus hijos,

– padres que toman literalmente los pedidos de sus hijos, con mucha ansiedad por encontrar una
definición, sin tomarse el tiempo de escuchar y acompañar un proceso que no es inmediato sino que va
teniendo distintas etapas,

– padres que pueden acompañar a sus hijos con el debido respeto y escucha.

Toda esa variabilidad clínica, de la que sólo podemos ubicar un esbozo, se presenta con gran
sufrimiento y consecuencias subjetivas que a veces pueden ser bien escuchadas y tramitadas, o a veces
tienen efectos catastróficos. Es por eso que la posición del analista, de respeto y escucha, es
fundamental para acompañar a un sujeto hasta la plena asunción y ejercicio de su identidad de género.

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