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La actitud científica no es espontánea en el hombre; es un producto tardío de la

historia.

El conocimiento científico representa la madurez del conocimiento humano, madurez difícilmente


adquirida al término de una larga historia.

Hay ciertas características de los seres vivos que los distinguen de la materia inanimada, pero, sin duda, una
de ellas se impone como motor del conocimiento: la curiosidad.

En el desarrollo gradual de las especies, al tornarse cada vez más intrincados sus organismos, los órganos
sensitivos se fueron multiplicando y, por consiguiente, las formas de relacionarse con el medio, las formas
de captar estímulos y ofrecer respuestas se fueron haciendo cada vez más numerosas y complejas, lo que
se traduce en un creciente y complejo desarrollo dcl instrumento responsable de estas operacio nes: el
sistema nervioso.

En este punto, podemos afirmar que, en muchos seres vivos, La capacidad de almacenar e interpretar
mensajes del medio y relacionarse con éste puede sobrepasar la pura necesidad (el instinto). Surge como
consecuencia una actividad aparentemente estéril: la curiosidad. Este aspecto, que es el origen del acto de
conocer, está expresado desde tiempos inmemoriales; baste como ejemplo el relato bíblico de la expulsión
de Adán y Eva del Paraíso por haber comido el fruto prohibido, lo único vedado a los poseedores del Edén.

Como podemos apreciar, en los relatos mitológicos aparece tempranamente el componente de la


curiosidad, aunque en una forma híbrida, mezclado con consideraciones de orden moral, como sostén de la
actividad cognoscitiva.

Todos los seres vivos actúan en buena medida conforme a su legado genético que ha sido previamente
trasmitido al sistema nervioso del individuo, siendo la información extragenética, recogida en el curso de la
vida, un factor secundario.

Sin embargo, tal como anotáramos al comienzo, en el caso de algunos seres vivos, pero muy especialmente
en el del hombre, sucede exactamente lo contrario. Sin desconocer el notable influjo del legado genético
en nuestro comportamiento, nuestros cerebros ofrecen muchísimas más oportunidades de establecer
nuevos modelos de conducta, nuevas formas de adaptación y pautas culturales como resultado de la acción
humana transformando la naturaleza.

La historia humana, que expresa parte dc la cultura, se presenta como una memoria colectiva, lo cual
consolida el prodigio biológico intelectivo inherente a los hombres almacenar información ya no solo
extragenética, desbordando el instinto, sino, además y muy especialmente, información extrasomática —o
sea, fuera del cuerpo. Como ejemplo de esta situación alcanzaría con mencionar la escritura.

El desarrollo del sistema nervioso del hombre, en especial de su cerebro, con su simetría morfológica y
asimetría funcional —único animal con estas características—, lo ha colocado en apreciable ventaja
respecto al resto de la escala zoológica, además de haber permitido su evolución hacia el estado actual.

Pero el conocimiento es un producto de la evolución humana; para Jean Piaget, psicólogo y


epistemólogo suizo contemporáneo, las funciones cognoscitivas se explican a partir de las relaciones
dinámicas del organismo con su medio, que es la acción. Conocer un objeto es incorporarlo a determinados
esquemas de acción. Estos esquemas derivan, mediante diferenciaciones sucesivas, de los movimientos es -
pontáneos iniciales del ser. El surgimiento de esos distintos niveles es un engendra miento dialéctico que
resulta del equilibrio, roto cada vez y siempre reencontrado en un nivel superior, entre el hombre y el
universo, que Piaget entiende como un proceso cíclico de adaptación. El conocimiento es solidario de la
organización vital en su conjunto.

En nuestros días, solemos admirar el fruto del cerebro humano y cada vez nos sentimos más seguros,
instalados en ese creciente cuerpo de ideas que el hombre ha construido para explicar la naturaleza y, en
buena medida, para servirse de ella.

Nos referimos al pensamiento científico, racional y sus resultados, expresados en teorías distintas sobre
la realidad que, en sus aplicaciones prácticas —las tecnologías—,nos permiten operar con eficiencia en
distintos sectores de la naturaleza y la sociedad.

La ciencia es el resultado de una actividad humana que va más allá de la apreciación ingenua de lo real.
Al trascender esta representación, la mente humana procesa los datos de los sentidos, hurgando tras la
apariencia, tratando de descubrir los mecanismos y leyes que rigen los procesos de todo lo que nos rodea.
Esta actitud expresa el origen del acto científico, pues supone una actividad de orden racional, cuyos
instrumentos son los conceptos, juicios y razonamientos, por oposición a las imágenes, sensaciones y
pautas de conducta que caracterizan el conocimiento no elaborado.

El conocimiento sistematizado en el que se origina la ciencia no puede despren derse de la filosofía,


aunque la filosofía es un fruto tardío en el árbol de Minerva. A este pensamiento le antecede otra forma de
concebir el mundo, que dominó la humanidad durante milenios: el pensamiento arcaico primitivo. En
nuestro subtítulo decíamos que la actividad científica es una conquista histórica de la humanidad y aún hoy
seguimos luchando en pos de la racionalidad.
En efecto, el conocimiento espontáneo de lo real es anticientífico. Las explica ciones primitivas que el
hombre da de los fenómenos naturales que lo rodean —las explicaciones que vienen espontáneamente al
pensamiento de los niños— aparecen siempre antropomórficas. Las primeras explicaciones humanas
consisten en revestir los fenómenos naturales de sentimientos humanos. El hombre proyecta espontánea e
inconscientemente su psicología sobre la naturaleza y sobre esta vuelca sueños y pasiones. De allí surge,
entonces, una especie de animación de los fenómenos naturales: es el momento o estadio del mito.

El mito es una alegoría, un relato o representación imaginativa. La realidad, que aparece multiforme y
cambiante, produce un desasosiego en el hombre y en los primeros intentos de explicación, ya sea la causa
de un fenómeno natural, dc una costumbre o dc una institución, se elaboran mitos que narran historias
acerca dc dioses y fuerzas sobrenaturales que, de algún modo, hacen comprensible el mundo. De esta
manera, el hombre proyecta sus propias motivaciones y experiencias, atribuyendo a estos dioses los
poderes que dirigen el curso y desarrollo de la naturaleza.

Según lo expuesto, el pensamiento mítico se puede definir como una concepción del mundo no racional,
por oposición al pensamiento racional y científico.

Hacia el año 600 a.c., los historiadores ubican el tránsito del pensamiento mítico al racional. Y no es
casual que la Grecia antigua fuese la cuna de ese tránsito; los centros de la actividad racional, científica o
filosófica se han desplazado a través del tiempo, siguiendo en general la dirección de la migración de los
centros de la actividad comercial e industrial. Téngase en cuenta la referencia aludida a los efectos de ir
marcando la interacción entre la actividad científica y el marco social concreto en que se desarrolla. Es
justamente la ciudad de Mileto, importante centro comercial de donde nos llega, según los historiadores, la
idea de la ciencia tal cual la concebimos aún hoy. Adjudicándole esta creación a Thales. Nos apresuramos a
aclarar que la idea de lo que es la ciencia en el contexto histórico, fue variando en forma más que
considerable. No obstante ello, existe un par de supuestos básicos que aparecen como insoslayables. Pero
vayamos al planteo de Thales de Mileto.

Thales había recorrido el Nilo y, al observar sus crecidas y la fertilidad de sus tierras una vez que las
aguas se retiraban, concluyó que el origen de todas las cosas era el agua.

Sin duda se equivocaba, pero, a pesar de ello, daba un paso gigantesco en la evolución del pensamiento.
La imagen que Thales ofrecía del Universo prescindía de dioses y fuerzas sobrenaturales. Sus seguidores,
conocidos en la historia de la filosofía como los físicos jonios, fueron constantes en su intención de explicar
el universo dejando de lado a los seres divinos.

La importancia de la tradición jónica reside en el hecho de echar los cimientos de la ciencia. Hasta su
época, el futuro estaba librado al capricho de los dioses y los consiguientes sacrificios y ritos para
complacerlos.
En la concepción de Thales no aparecen divinidades, la naturaleza obra conforme a sus propias leyes,
que por otra parte, son constantes. Esta situación permite, además

de una explicación racional del universo, proyectarla al futuro, previendo lo que va a acaecer. Como
consecuencia, los hombres quitarían sus ojos de los dioses para volverlos a la naturaleza, pues valía la pena
observarla para intentar descubrir sus leyes.

Y bien, las hipótesis de Thales constituyen la idea que aún hoy tenemos de la ciencia: que el universo
está sujeto a leyes y que estas leyes pueden ser entendidas por la mente humana.

Con los inicios de la ciencia y su permanente evolución comienza un proceso de desmitificación o el


rechazo de los mitos por no aportar conocimientos válidos.

Nos apresuramos a aclarar que una forma de pensamiento no desplaza nunca a la anterior, más bien se
superpone a ella e interactúa en el marco concreto de la cultura en la que se desarrolla.

En su indagar, la curiosidad humana genera tanto respuestas racionales como míticas. En las primeras
prima el intelecto; en las segundas, la imaginación creadora. Pero el hombre no es solamente, ni en primer
lugar, un animal racional en sentido clásico. Y en la tupida red que ha urdido para aprehender la realidad se
entrelazan el lenguaje el arte, la ciencia, el mito y la religión.

Hasta aquí hemos planteado algunas cuestiones vinculadas a la evolución humana y al tránsito de una
forma de pensamiento a otra, pero nuestra idea directriz es mostrar que las distintas formas de
conocimiento, ya sean científicas, filosóficas o de cualquier otro orden, tienen su origen en el sustrato real
de las condicionantes histórico-sociales de las cuales emergen.

Si partimos de la premisa de considerar al hombre como una historia individual que se inscribe dentro de
una historia más amplia que es la sociedad en que se desarrolla, entonces, la historia pasa a ocupar un sitio
fundamental en nuestro planteo, pues un pensamiento descamado falsearía la realidad en la que estamos
insertos. Todo hombre dirige su pensamiento a la justificación o al cuestionamiento de las condicionantes
reales en que vive.

En este sentido, todo juicio se torna, en definitiva, histórico.

La historia ha venido a impregnar todo el conocimiento científico de una idea nueva: la del tiempo,
considerando al mundo como un proceso, como algo permanentemente cambiante.
Todas las disciplinas científicas han incorporado el concepto del tiempo, reconociendo el carácter
dialéctico de los fenómenos, admitiendo que tienen su historia.

La lógica del movimiento, como la dialéctica, es el gran aporte de la historia a todo el conocimiento
científico moderno.

Atentos a lo expuesto, si bien la Grecia clásica fue el escenario del tránsito del pensamiento mítico al
racional, fundando los orígenes del filosofar y de la ciencia, las condicionantes reales que permitieron tal
actividad no fueron patrimonio de todos griegos, sino de aquellos que ostentaban la condición de
ciudadanos u hombres libres. Esta élite creadora de las ideas desarrolló su actividad a espaldas de los
mecanismos de intercambio que la realidad impone.

No debe resultarnos extraño, entonces, el desarrollo fecundo de una razón formal, con sus productos
típicos: la metafísica clásica y las matemáticas. Esto permite la creación de un lenguaje científico —por
ejemplo, la geometría euclidiana— al tiempo que en casi todos los pensadores se registra un avance
altamente positivo en las indagaciones lógico-matemáticas.

Si bien todas las ciencias particulares hallan sus gérmenes en la antigua Grecia —baste con mencionar a
Demócrito y los átomos, Aristóteles con la física, la psicología y la lógica, Hipócrates y la medicina, Pitágoras
y Euclides con las matemáticas—, no debernos olvidar que la sociedad griega vivió un prejuicio que
obnubiló en buena medida sus logros: la aplicación práctica de sus conquistas. El propio Arquímedes realizó
sus aportes más significativos a la mecánica con cierto pudor, las aplicaciones prácticas eran algo así como
un entretenimiento, o servían para la ap1icación de la ingeniería a la construcción de aparatos bélicos, pues
el trabajo, las aplicaciones prácticas, eran cosa de esclavos.

El divorcio entre la teoría (especulación intelectual) y la praxis (actividad transformadora de la realidad)


dividió a la sociedad griega en dos clases bien diferenciadas: esclavos y artesanos, los ejecutantes del
trabajo, y los hombres libres, a quienes pertenecía el patrimonio exclusivo del pensamiento filosófico y
científico.

La razón formal, con sus especulaciones trascendentes y en buen grado irreali zables en el decurso
histórico, se sumerge en el medioevo, período en el que los intercambios de los hombres con la realidad
natural, fundados en el sistema feudal, dan paso a la prob1emática que engendra las relaciones de la razón
y la fe. En este momento histórico, los productos intelectuales se circunscribían al ámbito de los
monasterios y centros religiosos. El cristianismo pretende asumir la filosofía griega con el componente de la
fe, subordinándose la razón a esta. Los intelectuales de la época se contaban, en su mayoría, en el clero. La
época medieval denota una regresión al pensamiento mítico. Los límites impuestos a la razón dan lugar a la
interpretación cerrada (“si no creyéreis, no entenderéis”), en donde las verdades reveladas constituyen el
punto de partida y la garantía de la razón; lo que significará, a posteriori, un conflicto entre el pensamiento
científico emancipado y el autoritarismo escolástico.

Es natural, entonces, que los intereses por la ciencia y la filosofía se restringieran por adaptar los
resultados de las investigaciones a un marco preestablecido por la religión. Esto sume buena parte de la
época en el oscurantismo, intentando abortar los intentos disidentes mediante instituciones como la
Inquisición, llamada a la caza de herejes, aun cuando el peso de las opiniones contrarias fuera avalado por
la teoría y la comprobación empírica.

No obstante ello, la realidad no podía esperar mucho tiempo más, porque nosotros la componemos e
intercambiamos con ella a cada momento. Entonces, la razón formal deja sus devaneos especulativos
dando paso a una razón experimental, yendo de la aplicación de una fe irracional en la razón a un
racionalismo crítico, apoyado en el control experimental de las conclusiones teóricas, relativizando su
poder, pero robusteciendo sus resultados.

Las geniales figuras de Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, en el plano de las ciencias van efectivizando
en la práctica una verdadera revolución científica. La caída de la concepción ptolomeica en la astronomía
marca el fin de la concepción geocéntrica; la Tierra deja de ser el ombligo del Universo para ser apenas un
planeta más girando en torno al Sol. La conciencia de la finitud humaniza la razón — despojándola de la
participación divina que le habían adjudicado los griegos. Lo postulado, por inexplicable, pasa a ser materia
de conocimiento científico, empírico-experimental.

En materia filosófica la figura de Descartes con su ideal de la razón, aún persiste en los sabios modernos
como método. Mientras que los empiristas, en particular Hume, con su célebre crítica a la noción de
causalidad, van planteando la polémica entre racionalismo y empirismo. Aquí aparece la figura genial de
Kant. Su concepción reviste una investigación crítica de las facultades cognoscitivas, limitando con precisión
el dominio de lo racional.

El conocimiento de los objetos estaría en estrecha relación con el sujeto que realiza la actividad
cognoscitiva. Tal actividad supone una transformación del objeto, lo que, en términos sencillos, podría
traducirse en la afirmación kantiana: “No vemos al mundo tal cual es, sino tal cual somos nosotros”. Esto no
significa un relativismo, sino un modo común de conocer, inherente a la naturaleza humana; a esta forma
común de conocer Kant la llama sujeto trascendental. Lo trascendental es lo que el sujeto impone a la
realidad para que esta pueda ser conocida; no es más que conjunto de las condiciones que permiten la
objetividad.

Este sujeto trascendental kantiano deja de ser un pasivo observador de realidades para convertirse en
un activo creador de realidad, obteniendo los datos de la experiencia y ordenándolos mediante la razón. La
razón, que es una sola, se relaciona con sus objetos para conocerlos (razón especulativa) o para realizarlos
(razón práctica). Aparece, entonces, la acción humana, la praxis, con su fundamento en la razón práctica.
Este tránsito histórico de la razón en formal, experimenta1 y práctica, va revelando la historia misma de la
filosofía y las ciencias, que, a la postre es la autoconquista del hombre, de su racionalidad.

Pero este avance de la filosofía y las ciencias que tiene su origen en el Renacimiento, presenta como
condicionante que lo impulsa y lo sostiene, el auge de una clase social que será la representante del
libera1ismo político-económico. Las necesidades de la aplicación de los logros científicos al comercio y la
industria, propiciando el desarrollo de la tecnología; son exigencias de las nuevas relaciones de
intercambio entre los hombres y la realidad natural por un lado, y de las cultivadas por el otro (entendemos
por realidades cultivadas, los objetos culturales).

El clima que presenta esta ideología favorece las discusiones abiertas. La misma agilidad del transporte y
el comercio permite que circulen las obras de los pensadores más destacados (la imprenta ya había
realizado progresos notables).Como consecuencia de esta situación, el cultivo de la razón práctica ya no es,
a -diferencia de la razón formal y experimental, patrimonio de especialistas. La difusión de los logros
científicos y técnicos, y su consiguiente aplicación va marcando una indudable mejora en las condiciones de
la vida humana. La participación de los bienes materiales y culturales por parte de la colectividad es la
medida del verdadero progreso humano.

Ahora bien, la historia sigue su curso y la burguesía, afianzada en el poder, asumiendo el papel de clase
reivindicadora, volviendo su pensamiento hacia lo político, tratando de crear teorías racionales del
gobierno, la libertad y la justicia, pasa a mostrarse como una clase conservadora, tratando de mantener las
estructuras sociales emergentes de la economía industrial.

En este contexto aparece la figura de Hegel (1770-1831), cuya contribución más importante a la filosofía
de la cultura es atribuir carácter histórico a la razón y una creación continua de esta que no puede
detenerse en un momento particular. La historia de la razón es la historia misma del mundo, fijándose de
este modo la máxima hegeliana: “Todo lo que es racional, es real: todo lo que es real, es racional”. Esta es
la razón dialéctica.

Sin embargo esta identidad entre lo real y lo racional no es algo dado, sino que es una conquista del
espíritu en su desarrollo. Esto es la dialéctica.

Pero, mientras que en Hegel esta se resuelve en un idealismo metafísico, en otros autores toma otro
curso al ser aplicado en sus desarrollos a las condiciones materiales de la existencia humana, esto es el
materialismo histórico de Marx.
Según Marx, el hombre inserto en las relaciones sociales elabora inconscientemente un destino en el
que ya no se reconoce, “alienado” por su compromiso con las relaciones sociales externas a él, no obstante
haber sido su arquitecto.

La propuesta marxista está implícita en la crítica de Feuerbach —filósofo contemporáneo a Marx—,


como crítica a la filosofía: “No se trata de interpretar al mundo, sino de transformarlo”. Tácitamente se
exige la unidad del pensamiento y la acción, transformando prácticamente la realidad.

En la perspectiva del siglo XIX, asistimos a un importante desarrollo de las ciencias físicas, en particular
de la biología y de la sociología, con Marx y Comte (1798-1857). Este último pensador será el fundador de la
sistematicidad de otra corriente filosófica de gran peso: el positivismo. También cabe como mérito a Comte
la creación dc la sociología. Por otra parte, la irrupción del psicoanálisis en la escena social y científica de los
últimos años del siglo XIX, junto a los aspectos mencionados, planteará un nuevo rumbo a la razón.

En este momento consideramos pertinente clarificar un concepto que hemos


manejado prácticamente desde el comienzo de nuestra exposición, presuponiendo en el lector una precom
prensión intuitiva, al menos, de sus significados. Este concepto es el de “realidad”. Nosotros entendemos
por realidad todo lo que existe efectivamente. El conjunto de objetos materiales y culturales y las
estructuras funcionales que los relacionan, que se oponen a nosotros y a las cuales también pertenecemos.
Pero estas realidades presentan como característica identificatoria el hecho de ser procesales, de
desarrollarse en el marco concreto de la historia, de estar en devenir. La realidad es lo que hubo, lo que hay
y lo que habrá. Para evitar confusiones es necesario distinguir diferentes “niveles de realidad”: hay
realidades psicológicas, sociales, históricas, científicas, artísticas, etc. Acorde a esto, la realidad no puede
definirse exclusivamente por su carácter objetivo; mejor, diríamos que es a la vez, objetiva y subjetiva,
puesto que si resulta de la aprehensión(captación) impositiva de alguna cosa externa o interna, de algo
dado, es también el escenario donde el hombre proyecta sus amplias redes de significaciones.

Juan Carlos Yeanplong. “El conocimiento científico”. Editorial TAE. Montevideo. 1989

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