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ETNOGRAFÍAS CONTEMPORÁNEAS

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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
ANTROPOLOGÍA
Colección dirigida por M. Jesús Buxó

47

grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS, GUATEMALA, 4824,
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Francisco Ferrándiz

ETNOGRAFÍAS
CONTEMPORÁNEAS
Anclajes, métodos y claves
para el futuro

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA


Casa abierta al tiempo UNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias Sociales y Humanidades

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Etnografías contemporáneas : Anclajes, métodos y claves para el futuro /
Francisco Ferrándiz. — Barcelona : Anthropos Editorial ; México : UAM-
Iztapalapa. División de Ciencias Sociales y Humanidades, 2011
271 p. ; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas. Antropología ; 47)

Bibliografía p. 253-270
ISBN 978-84-7658-994-6

1. Etnografía I. Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. División de


Ciencias Sociales y Humanidades (México) II. Título III. Colección

Primera edición: 2011

© Francisco José Ferrándiz Martín, 2011


© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2011
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
En coedición con la División de Ciencias Sociales y Humanidades.
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México
ISBN: 978-84-7658-994-6
Depósito legal: M. 42.238-2011
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: 93 697 22 96 / Fax: 93 587 26 61
Impresión: Top Printer Plus, S.L.L. Madrid

Impreso en España - Printed in Spain

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Para Feli, luz de tantos ojos

Hui del campamento con los pocos hombres que


me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los
remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha
cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar
agua, o un solo enorme día multiplicado por el
sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el
camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la le-
janía se erizó de pirámides y de torres. Insoporta-
blemente soñé con un exiguo y nítido laberinto:
en el centro había un cántaro; mis manos casi lo
tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y
perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a
morir antes de alcanzarlo.
J.L. BORGES, «El inmortal», en El aleph

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1
INTRODUCCIÓN

1.1. Consideraciones generales

La cita de Borges que encabeza este libro ofrece, en un regis-


tro literario, una extraordinaria evocación de la naturaleza y las
dificultades de la tarea etnográfica. La «perplejidad de las cur-
vas» del cántaro soñado en mitad del laberinto nos pone de fren-
te, con crudeza, ante nuestro objeto de análisis. La metáfora del
trabajo de campo como laberinto (mazeway) ha sido también
sugerida por Honorio Velasco y Ángel Díaz de Rada para definir
la complicada ruta del conocimiento, pero también para apun-
tar salidas y anotar las ventajas de trabajar con esta conciencia
metodológica (1997). Como veremos en estas páginas, orientadas
a servir de guía de investigación para alumnos de iniciación, y
en algún caso también avanzados, tras décadas de reflexión so-
bre las dificultades metodológicas de nuestra disciplina, esta-
mos ahora muy lejos de repetir con nuestros alumnos la famosa
anécdota que reveló Laura Nader en un texto de 1970, que for-
maba parte de las leyendas académicas de la Universidad de Ber-
keley, y que recogieron Hammersley y Atkinson en su popular
libro sobre los métodos de investigación etnográfica (1994).
Kluckhohn, su asesor en Harvard, le comentó que Kroeber, ante
la petición de un alumno de una hoja de ruta metodológica para
su investigación, le señaló como ejemplo un grueso libro, reco-
mendándole escribir uno semejante. Bernard (1998) cita otro
hecho parecido relatado por Whiting y sugiere que podría reco-
gerse todo un corpus de anécdotas de este tipo de entre los miem-
bros de algunas generaciones de antropólogos. Cuando Whiting

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y sus compañeros de doctorado en Yale en la década de 1930
plantearon la necesidad de un seminario metodológico, la res-
puesta de Leslie Spier fue que «ése era un tema para ser discuti-
do informalmente en un desayuno, y no un tema para un semi-
nario de doctorado» (1982). Existe de hecho una mística, que
aún perdura, que considera el trabajo de campo como una suer-
te de rito de iniciación que los aprendices de antropólogos tienen
que superar para poder ser aceptados académicamente como
profesionales. El aura de misterio que hubo durante muchos años
en torno a las formas y los estilos de llevar a cabo el trabajo de
campo y, de hecho, la poca sistematización del método etnográ-
fico, estaban relacionados con esta mística (Agar, 1980).
La etnografía es un proceso de investigación muy complejo,
con muchos frentes simultáneos y sucesivos. Existe por lo tanto
una indudable dificultad a la hora de distribuir y elegir los temas
más relevantes que consigan transmitir adecuadamente la inte-
gridad de este proceso, sin dejar atrás otros tantos. He optado
por plantear un debate eminentemente práctico que recoja algu-
nas preocupaciones metodológicas con las que me he tenido que
enfrentar en mis dos trabajos etnográficos principales, como son
las que plantean la investigación audiovisual, la investigación de
la corporalidad, la investigación en situaciones de conflicto o
violencia, o la investigación multisituada. Hay algunos otros te-
mas de gran calado, como pueden ser la centralidad del método
comparativo en la disciplina, o la importancia del género en la
investigación etnográfica, que he optado por discutir transver-
salmente a lo largo del libro.
Así, este texto propone un recorrido por este laberinto del co-
nocimiento que es la etnografía, poniendo un mayor énfasis en la
naturaleza del trabajo de campo y sus técnicas asociadas. Para
ello plantearé primero una breve discusión sobre lo que se entien-
de por etnografía y sobre los dos modelos de producción del cono-
cimiento que habitualmente se consideran disponibles en la disci-
plina. Después, para introducir un sentido de perspectiva tempo-
ral en los debates metodológicos y en el uso de los métodos y
técnicas, haré una incursión por la historia del trabajo de campo
en la antropología, señalando las experiencias de algunos autores
que no deben ser tomadas como paradigmáticas, sino como ejem-
plos entre otros muchos posibles en un entorno de investigación
cada vez más diversificado. A lo largo de este libro, utilizaré ade-

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más el trabajo y las propuestas de muchos antropólogos y meto-
dólogos, y también de algunos sociólogos que trabajan con el mé-
todo etnográfico. Y, finalmente, utilizaré en determinados momen-
tos mis propias experiencias de campo para ilustrar algunos de
los debates y cuestionar los límites de algunas técnicas y procedi-
mientos de investigación. En concreto, recurriré ocasionalmente
a ejemplos de mi trabajo de campo de tesis sobre el culto de María
Lionza en Venezuela (Ferrándiz, 2002, 2004a, 2004b, 2004c), ya
concluido, y, en menor medida, de mi trabajo de campo actual
(iniciado en 2003) sobre las exhumaciones de fosas comunes de la
Guerra Civil española (2005, 2006, 2008a, 2008b, 2009a, 2009b,
2010a, 2010b). La presencia de mis experiencias de investigación
en este libro se justifica por diversos motivos. Primero, porque
manifiestan un estilo de hacer antropología que revela mi posicio-
namiento teórico y metodológico, desde la selección y acotación
de los temas hasta el producto final. Segundo, porque me sirven
para ilustrar con experiencias de primera mano los imprescindi-
bles debates metodológicos que se producen en la disciplina. Y
tercero, porque creo en la importancia de la teoría enraizada, y en
la constante necesidad de retroalimentación entre los debates teó-
ricos y los datos empíricos, en lo que Willis y Trondman han defi-
nido, reformulando a Glaser y Strauss (1967), como una dialéctica
de la sorpresa o iluminación recíproca (2000). Así, este libro aspira
a tener, desde sus limitaciones, algunas de las características del
género de «memorias de campo» tan importante para los debates
metodológicos en nuestra disciplina y otras afines (Lévi-Strauss,
1992; Golde, ed., 1970; Rabinow, 1992; Dumont, 1978; Barley, 1999;
Cátedra, 1991; Téllez, ed., 2002; Wacquant, 2004).
Como señalan Hammersley y Atkinson, todo trabajo de cam-
po es un ejercicio de «administración de la marginalidad» (1994),
lleno de pequeños y grandes encuentros, desencuentros, cruces
de interpretaciones (Rabinow, 1992), ajustes metodológicos, des-
cubrimientos y dudas. No pretendo referirme a todos los proble-
mas y retos a los que he tenido que enfrentarme, como todo
antropólogo, a lo largo de mi trayectoria investigadora. Tan sólo
comentaré ciertos aspectos que fueron o están siendo particular-
mente relevantes, entre ellos los desafíos que para la disciplina
plantea un mundo en constante transformación, la importancia
creciente de las nuevas tecnologías en la investigación, la rela-
ción con los informantes clave, las limitaciones del testimonio

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oral para acceder a las formas de la corporalidad —en el caso de
María Lionza— o a las memorias traumáticas —en el caso de las
exhumaciones—, o los extraños vericuetos del extrañamiento y
la alteridad, por anticipar algunos. Para ello me basaré en re-
flexiones personales, en la trascripción de entrevistas grabadas,
en viñetas etnográficas, y en fragmentos editados de mi diario
de campo (Ferrándiz, 2002, 2008a). Pasando de un registro a
otro, espero poder, al tiempo que planteo debates metodológicos
que considero importantes en la disciplina, evocar también la
textura etnográfica de un trabajo de campo entre espiritistas y
otro que se basa en la recuperación de la memoria traumática y
las formas del sufrimiento social, así como su dificultad meto-
dológica e interpretativa.

1.2. La etnografía

Antes de hacer una revisión de los distintos conceptos de la


antropología como disciplina científica, y pasar a la historia de
los métodos de campo en antropología, y de sus características,
quisiera hacer unas breves consideraciones sobre lo que signifi-
ca el concepto de etnografía en nuestra disciplina. Velasco y Díaz
de Rada consideran que la etnografía es el proceso metodológi-
co general que caracteriza a la antropología social, siendo el tra-
bajo de campo la «situación metodológica» central de la etno-
grafía (1997). Hammersley y Atkinson, por su parte, entienden
la etnografía como un «método o conjunto de métodos» funda-
mentalmente cualitativos en los que el etnógrafo participa en la
vida cotidiana de las personas que está investigando. En su opi-
nión, incluso podría hablarse de la etnografía como «la forma
más básica de investigación social» al ser lo más semejante a la
rutina de vivir (1994). Para Marcus y Fischer, es «un proceso de
investigación en el que el investigador observa cuidadosamente,
registra y se integra en la vida cotidiana de personas de otra
cultura, para después escribir textos sobre esa cultura, enfati-
zando el detalle descriptivo» (1986). Pujadas señala dos signifi-
cados básicos del término: como «producto», generalmente es-
crito pero en otras ocasiones en registro visual, y por otro lado
como «proceso», basado en el trabajo de campo (2004a). Para
Pujadas, la etnografía forma parte del llamado triángulo antro-

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pológico, constituido en sus otros dos vértices por la contextua-
lización y por la comparación. Bryman, por su lado, apunta que
el concepto de etnografía ha llegado en ocasiones a ser asimila-
do al texto que es el producto final de todo el proceso de investi-
gación (2001a). Willis y Trondman han proporcionado otra defi-
nición de la etnografía como una «familia de métodos que exi-
gen el contacto directo y sostenido con los agentes sociales, así
como la escritura densa del encuentro, respetando, registrando
y representando, al menos parcialmente en sus propios térmi-
nos, la irreductibilidad de la experiencia humana» (2000). En lo
que ellos mismos denominan «Manifiesto» de apertura de la re-
vista Ethnography, estos autores proponen las siguientes carac-
terísticas para la etnografía: 1) la importancia de la teoría como
precursora, medio y consecuencia del estudio y escritura etno-
gráficos; 2) la centralidad de la «cultura» en el proceso de inves-
tigación; y 3) la necesidad de un talante crítico en la investiga-
ción y la escritura de la etnografía.
Todos estos autores coinciden en que la etnografía exige la
presencia del investigador en el campo estudiado, y esta presen-
cia tiene, como veremos a lo largo de este libro, una serie de
consecuencias metodológicas significativas. Una característica
importante de la etnografía es que el investigador no puede con-
trolar más que de una forma limitada o preventiva lo que sucede
en la situación de campo elegida para la investigación, al contra-
rio de lo que ocurre en una situación experimental de labora-
torio. Las cosas suceden una sola vez, y muchas veces trabaja-
mos no con los hechos mismos sino con las interpretaciones que
hacen los actores sociales. Como veremos, si esto es cierto en
cualquier estudio etnográfico, es especialmente acusado en la
investigación de conflictos y violencias, donde las versiones de
los sucesos son, con frecuencia, divergentes o incluso incompa-
tibles. La etnografía, así, no es un modelo de investigación cerra-
do, sino más bien tan heterogéneo como los objetos de estudio, y
pone al investigador en condiciones de utilizar técnicas muy di-
versas, ajustándolas y modulándolas al entorno de investigación
(Velasco y Díaz de Rada, 1997; Bernard, 1998).
Es por lo tanto una práctica ecléctica y reflexiva, que obliga
al investigador a vivir en una especie de esquizofrenia metodoló-
gica, o en un estado de «conciencia explícita» por usar un térmi-
no de Spradley (1980), o en algún tipo de «percepción amplia-

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da» (Peacock, 1989, citado en Velasco y Díaz de Rada, 1997).
Partiendo de la base de que el principal instrumento de investi-
gación es el investigador mismo, éste, idealmente, ha de ser ca-
paz de vivir la vida cotidiana como uno más de sus informantes,
asumiendo en su rutina e incluso en su cuerpo, como discutire-
mos más adelante, las prácticas sociales analizadas, y al tiempo
conectar esta experiencia con las preguntas que guían su investi-
gación, los roles que ocupa en el campo y las técnicas que des-
pliega en cada momento. Además, la inmersión en el campo,
especialmente las de larga duración, obliga al etnógrafo a desa-
rrollar y alimentar un tipo de mirada sobre la realidad específica
que Willis (2000) ha denominado «imaginación etnográfica», que
es la que mantiene siempre presente la perspectiva global sobre
los temas y problemas estudiados en los contextos restringidos y
cotidianos en los que trabajamos (Hannerz, 1998a y 1998b). O
como tituló Eriksen su libro de introducción a la disciplina: de
lo que se trata es de negociar la tensión entre «lugares peque-
ños» y «temas grandes», tensión que estaría en el eje de la etno-
grafía (1995). Si por un lado la etnografía asume que el compor-
tamiento humano y las formas en las que la gente construye el
significado de sus vidas y sus experiencias son muy variables y
localmente específicas, no podemos perder nunca de vista los
contextos relevantes en los que esto sucede, ya sean regionales,
nacionales o globales, coloniales o poscoloniales.
Otra característica crucial que surge de estas reflexiones es
que la etnografía es emergente, y puede ser concebida como un
proceso en el que se establecen dinámicas de retroalimentación
entre teoría y práctica, entre realidad y texto, entre diseños de
investigación y situaciones cambiantes, entre escenarios de cam-
po y aplicación de técnicas de investigación, entre la posición del
investigador y la de los informantes, entre los investigadores y
las audiencias de sus textos, etc. Así, este libro tiene como finali-
dad, en su globalidad, transmitir a los alumnos de antropología
algunas de las claves de esta «imaginación etnográfica», históri-
camente arraigada pero al mismo tiempo flexible, de manera
que sean conscientes de que, frente a modelos de investigación
más rígidos, las formas de practicar la antropología pueden ser
múltiples, y deben adaptarse a las condiciones cambiantes en las
cuales se produce el conocimiento antropológico en cada con-
texto histórico, social y cultural.

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2
LOS MÉTODOS CIENTÍFICO
Y HERMENÉUTICO EN ANTROPOLOGÍA

El aforismo de Eric Wolf, «la antropología es la más huma-


nista de las ciencias, y la más científica de las humanidades»
(1964), refleja una tensión metodológica que recorre nuestra dis-
ciplina desde sus orígenes, a pesar de las mutaciones que ha su-
frido, de la evolución de los debates y de los contextos históricos
y políticos —de colonial a poscolonial—, o de la llegada de nue-
vas formas de pensar la producción científica que han modifica-
do los términos en los que la expresamos. En general, y de forma
esquemática, hablamos de dos métodos de producción de cono-
cimiento que han tenido repercusiones en las formas de hacer
antropología a través de los años: el científico y el hermenéutico.
Aunque es importante distinguir estos métodos, como se hace
a continuación, también lo es no considerarlos como opuestos o
incompatibles. Por un lado, generan una tensión epistemológica
que es imprescindible para la crítica sostenida y el perfecciona-
miento continuo de la investigación antropológica. Por otro lado,
como señala Schweizer (1998), es más rentable para la disciplina
explorar sus posibles fertilizaciones recíprocas que sus diferen-
cias insalvables. Aurora González Echevarría (2003) aboga con
claridad por este entendimiento integrador de ambas propues-
tas. Para esta autora, históricamente ha habido un «desarrollo
emparejado de los métodos científico y hermenéutico en antro-
pología, donde el segundo trata de desvelar la razón de algunos
de los escollos que encuentra la aplicación del primero». En esta
lógica la antropología sería, por su propio objeto de estudio, ne-
cesariamente interpretativa, al menos en sus descripciones, in-
cluso en la etapa clásica de la disciplina, entre mediados del siglo

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XIX y mediados del siglo XX. Autores como Morgan, Boas, Goode-
nough, e incluso Geertz, serían ejemplos de este entrelazamiento.
Incluso los autores más interpretativos como el propio Geertz y
su conocida «descripción densa», «no se limitan a interpretar
culturas sino que también ofrecen explicaciones teóricas». Esta
propuesta del trenzado de estilos y paradigmas metodológicos se
basa además en que, según González Echevarría, el presumible
enfrentamiento entre ambos modelos está basado en un entendi-
miento deficiente del modelo científico, según el cual las metodo-
logías interpretativas estarían reaccionando ante el modelo de
ciencia característico de la antropología clásica, sin incorporar
las profundas transformaciones que ha sufrido a lo largo del siglo
XX, especialmente en su segunda mitad (2002 y 2003).
Distintos autores han planteado formas diferentes de organi-
zar esta discusión entre modelos epistemológicos. Por ejemplo,
Hammersley y Atkinson (1994) distinguen entre tres posturas:

1) El positivismo, en el que el modelo de la investigación so-


cial es la ciencia natural, en términos de la lógica del experimen-
to, y donde se priorizan los métodos cuantitativos, la búsqueda
de leyes universales, de unos procedimientos estándares de re-
colección de datos, y de un lenguaje de observación neutral, eli-
minando el efecto del observador.
2) El «naturalismo», el cual consideran una reacción de la
etnografía cualitativa ante el modelo anterior, y que asocian al
interaccionismo simbólico, a la fenomenología y a la hermenéu-
tica. El naturalismo sostiene que los fenómenos sociales son dife-
rentes de los físicos y que las acciones humanas están inducidas
por significados sociales. La investigación tiene que ajustarse a la
realidad estudiada y no a unos principios metodológicos inmuta-
bles. Además, la realidad social debe ser estudiada en su entorno
natural, no contaminado por el investigador. Para los naturalis-
tas, según estos autores, es muy importante acceder a los signifi-
cados asociados a la acción social, y eso sólo puede hacerse apren-
diendo la cultura que se investiga. La etnografía utilizaría, por lo
tanto, la capacidad de los actores sociales para aprender —y lue-
go «desaprender»— culturas diferentes. Los naturalistas no bus-
can leyes universales sino «descripciones densas».
3) El «antirrealismo», finalmente, ha venido a cuestionar desde
el constructivismo social y el relativismo cultural las principales

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premisas de las dos posturas anteriores, negando la posibilidad
de que haya una representación literal de la realidad o que los rela-
tos que se hacen reflejen sin más la naturaleza de los fenómenos
estudiados. El lenguaje usado por los etnógrafos no refleja sino
que construye realidades, es decir, no puede ser transparente
sino producto de una serie de retóricas con unos condicionantes
culturales, políticos e históricos determinados. En este contexto,
se ha cuestionado la pretendida neutralidad de los valores, así como
la posibilidad de la objetividad, y se han planteado posturas que
apuntan más bien hacia un tipo de investigación militante y trans-
formadora de la realidad. Esta postura propugna la optimización
de la presencia del investigador en el campo en un marco de inves-
tigación reflexivo e intersubjetivo, al que ya nos hemos referido al
discutir nuestra concepción de la etnografía.

Por otro lado, Schweizer (1998) ha propuesto diferenciar entre


marcos científicos y humanistas, englobando en este último a la
antropología interpretativa y a la posmoderna o «constructivista
radical». Estas últimas son consideradas por algunos como ver-
siones extremas de la hermenéutica y de la antropología inter-
pretativa y, por otros, como alternativas metodológicas, en sí
mismas, a los modelos preexistentes. Aunque existen diferencias
claras, sostiene este autor, se trata de métodos complementa-
rios, que hay que entender en su «fertilización recíproca», y no
opuestos. Además, a pesar de las discusiones y la variedad de
agendas y procedimientos de investigación, puede afirmarse que
la prioridad de las técnicas de campo ha actuado como un factor
unificador de los marcos metodológicos rivales. Se difiere, y
mucho, sobre procedimientos específicos, pero hay un consenso
general sobre la importancia de recoger información sobre el
terreno y presentar los datos sobre los actores en su contexto
histórico y cultural. Incluso tras las duras críticas a las políticas
del trabajo de campo, a la construcción de la autoridad etnográfi-
ca o a la propia escritura etnográfica clásica —crisis de represen-
tación— que discutiremos más delante, que pusieron en cues-
tión en algún momento la centralidad de este procedimiento de
investigación en nuestra disciplina, el campo sigue bien vivo,
aunque en los últimos años se haya diversificado mucho el re-
pertorio de modalidades y escenarios de investigación etnográfi-
ca y se lleve a cabo frecuentemente en marcos reflexivos. Ade-

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más, todas las escuelas antropológicas han estado de alguna
manera interesadas en la comparación de casos etnográficos o,
en el caso de los posmodernistas, en el propio (des)encuentro
etnográfico como espacio de alteridad. A continuación seguire-
mos partes del esquema proporcionado por Schweizer (1998),
con algunas modificaciones, comentarios y añadidos.
Para este autor, la aproximación científica asociada a las di-
ferentes variedades del positivismo propone una metodología
unificada para todas las ciencias y las humanidades. Su fin últi-
mo es el descubrimiento de leyes generales (generalizaciones
coherentes lógicamente que han sobrevivido a intentos de refu-
tación sólidos). Estas leyes gobiernan la naturaleza, la sociedad
y la cultura y pueden ser utilizadas en explicaciones científicas.
Para ello propone como procedimiento general para la génesis y
validación del conocimiento científico la formulación y puesta a
prueba de hipótesis. El modelo de avance científico es el de la
acumulación de conocimiento. El método científico se basa en
algunos criterios mínimos necesarios: la claridad del lenguaje
(las definiciones y los conceptos son instrumentos de comunica-
ción), y la validación de las formulaciones de verdad científica
mediante los procedimientos racionales de investigación lógica
y empírica. Schweizer pone un énfasis especial en señalar que el
positivismo no es homogéneo internamente, sino más bien di-
verso, por lo que es conveniente no caricaturizarlo. Aunque en la
mente de algunos autores «positivismo» pueda ser un término
desprestigiado asociado de forma negativa a aproximaciones muy
restringidas a la realidad social basadas en la recolección de da-
tos, el amor por los números, y la aceptación del statu quo, ésta
no era su significación en el XIX, cuando fue establecido por cien-
tíficos y reformistas sociales europeos, especialmente Auguste
Comte, como reacción ante la metafísica. En aquella época, «po-
sitivo» significaba recoger y validar conocimiento sobre los he-
chos frente a las corrientes metafísicas. Así, siguiendo la argu-
mentación de Schweizer, en origen, el positivismo no era en ab-
soluto una doctrina conservadora o políticamente neutral. Su
descrédito llegó después cuando resultó que su crítica estaba
basada en el credo metafísico del progreso.
De forma más o menos explícita, el positivismo influyó en
autores como Tylor, Boas, Lowie, Kroeber, Murdock, Radcliffe-
Brown y otros, y está en la base del evolucionismo, del funciona-

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lismo, del materialismo cultural y del estructuralismo. De he-
cho, como señala González Echevarría (2003), muchos de los
antropólogos de la etapa clásica de la antropología, que acota
desde mediados del XIX a mediados del XX, se adherían explíci-
tamente a este marco científico, aunque implícitamente practi-
caban algún tipo de interpretación, al menos en lo que atañía a
la descripción etnográfica de los «otros». Como veremos, la lle-
gada de la hermenéutica en la década de 1960 abrirá una nueva
vía dentro de la disciplina, ampliándose el debate. En este con-
texto, la aportación metodológica de Tylor es citada como uno
de los momentos álgidos y pioneros del método científico en la
disciplina. Su famosa publicación de 1889, en la que hacía una
comparación con base estadística de varios cientos de socieda-
des para el establecimiento de leyes de matrimonio y descenden-
cia es incluso, para Marvin Harris, el artículo más importante
del siglo XIX, y pionero directo de los Human Relations Area Files
(2002).1 Las formulaciones estructural-funcionalistas de A.R.
Radcliffe-Brown (1975), en las que este autor define la antropo-
logía como una «ciencia natural de la sociedad» que tiene como
objetivo la formulación de leyes socioculturales, pueden, por su
lado, ser consideradas paradigmáticas de la afirmación desde la
antropología de un método único para las ciencias.
Muy brevemente: en el contexto del método hermenéutico o
interpretativo, por otro lado, no se aceptan los criterios del mé-
todo científico, y se considera necesario desarrollar una meto-
dología específica para entender la significación en las ciencias
sociales y humanas. El modelo a seguir es la interpretación de
textos, y su objetivo es la exploración de los significados en tradi-
ciones culturales históricamente situadas. Para la hermenéuti-
ca, según Schweizer, los científicos naturales sólo están interesa-
dos en los aspectos invariables y ahistóricos de sus objetos de
estudio. Frente a esto, frente a la búsqueda de leyes generales de
las ciencias naturales mediante experimentos y observaciones
desde el exterior, la hermenéutica debe preocuparse de lo especí-
fico y proceder metodológicamente siguiendo las pautas de la
interpretación de textos y el conocimiento empático (verstehen).
Un autor clave en la traducción de las estrategias metodológicas
hermenéuticas a la antropología es Clifford Geertz que propone,

1. Véase http://www.yale.edu/hraf/

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junto a algunos de sus seguidores, la antropología interpretati-
va. Una de las declaraciones más conocidas de Geertz es que «el
hombre es un animal atrapado en redes de significación que
él mismo se ha tejido» (1987a). Si la cultura son esas redes de
significación, entonces el análisis de la cultura no puede llevarse
a cabo mediante una ciencia experimental en busca de leyes uni-
versales sino mediante una disciplina interpretativa en busca de
sentido. Aunque a veces Geertz utiliza el modelo textual en un sen-
tido restringido (los etnógrafos se basan en notas de campo y en
las transcripciones de las historias que les cuentan los informan-
tes para llegar a la interpretación y síntesis antropológica), en
general lo utiliza de manera metafórica para referirse a la cultu-
ra, un conjunto de significados compartidos socialmente produ-
cidos que puede entenderse como una colección de textos. En
este punto, quisiera destacar tres aspectos del trabajo de Geertz
que han sido especialmente influyentes en la consolidación de la
antropología interpretativa: la noción del «juego profundo», la
distinción entre «experiencia próxima» y «experiencia distan-
te», y otro de sus conceptos estrella, la «descripción densa».
La tarea del antropólogo no es sólo descifrar la significación
de los mensajes escritos y verbales que ha recogido en el campo,
sino también entender qué significan determinadas escenas cul-
turales y, finalmente, la totalidad cultural. En su libro La inter-
pretación de las culturas Geertz ofrece un magnífico ejemplo de
cómo interpretar estas escenas culturales en su conocido análi-
sis de la pelea de gallos en Bali (1987b). La antropología inter-
pretativa tiene que descifrar el «juego profundo», es decir, aque-
llo que está en juego más allá de lo explícito. En el caso de la
pelea de gallos, lo importante no son los elementos inmediata-
mente accesibles al observador —las apuestas, los montos de las
ganancias o pérdidas, etc.—, sino toda una sutil trama de presti-
gio social que está trenzada en el universo simbólico balinés y se
despliega en estas peleas. De hecho, lo que Geertz denomina la
«puesta en juego de la significación» es tan importante que justi-
fica con mucho los gastos de organizar una pelea y arriesgar en
las apuestas. En la pelea se hacen explícitos complejos campos
de tensión social en una situación controlada. Hay una transfe-
rencia de percepciones entre la riña y el estatus social. De este
modo la pelea de gallos, como otras escenas etnográficas seme-
jantes, proporciona un comentario metasocial sobre la cuestión

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de la clasificación de los hombres en rangos jerárquicos fijos.
Nos encontramos con la emoción usada con fines cognitivos.
Por tanto, Geertz concluye que las sociedades contienen en sí
mismas sus propias interpretaciones.
Para conseguir el conocimiento empático, Geertz propone
un debate sobre cómo acceder al «punto de vista nativo», y cuá-
les son los límites de ese acceso (1983). Según Geertz, es un de-
bate que plantea la propia «voz de ultratumba de Malinowski»,
ya que su texto surge en respuesta a la aparición del diario de
campo de este famoso antropólogo y a la demolición del mito
que se había construido en torno a él. Une a esto otro debate que
considera menos desarrollado: la supuesta habilidad del antro-
pólogo para poder acercarse al punto de vista nativo, esa «capa-
cidad casi sobrenatural de ver, sentir y percibir como un nativo».
Basándose en conceptos formulados por el psicoanalista Heinz
Kohut, Geertz utiliza la distinción entre «experiencia próxima»
y «experiencia distante». La primera es aquella que alguien, un
paciente o un informante, por ejemplo, puede emplear de mane-
ra cotidiana y sin esfuerzo para definir lo que él y sus prójimos
ven, sienten, piensan e imaginan. La experiencia distante es el
tipo de experiencia que los especialistas (etnógrafos, psiquiatras)
asumen para impulsar sus propósitos científicos, filosóficos o
prácticos. Geertz sugiere que la diferencia es de grado, no se
trata de una mera oposición entre dos polos. ¿Cómo se posicio-
na ante esto el etnógrafo? Si se queda en la experiencia próxima,
se empantana en lo local, en lo vernáculo. Si se queda en la expe-
riencia distante, se aisla de la significación nativa, encallado en
abstracciones y asfixiado en la jerga académica y disciplinaria.
La cuestión que plantea Geertz en su conocido texto sobre el
punto de vista nativo es cómo desplegar simultáneamente ambos
tipos de experiencia para producir conocimiento antropológico.
Para que, en sus propias palabras, «la interpretación de una for-
ma de vida no sea prisionera de los horizontes mentales de sus
protagonistas, ni se mantenga totalmente ajena a las tonalidades
distintivas de la experiencia». Esto supone desplazar el debate.
En lugar de plantear la supuesta constitución psíquica que nece-
sitan tener los antropólogos para ser competentes en su profe-
sión, el debate deriva hacia el rumbo de la interpretación antro-
pológica. Por supuesto, eso no se pone en duda, el antropólogo
necesita seguir siendo muy sagaz en el campo, y tratar de «meter-

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se en el estado de ánimo» de los actores sociales con los que con-
vive. La clave estaría en que hay que comprender muy bien la
experiencia próxima para ponerla de manera significativa en re-
lación con la distante. Es decir, se trata de proceder al descifra-
miento de la significación de los nativos para conectarla con ca-
tegorías de análisis relevantes. Para Geertz, no hace falta tener
capacidades paranormales para introducirse en el «otro», sino
que basta con desarrollar un método y una habilidad para «cons-
truir sus modos de expresión» (sus sistemas simbólicos). Para él,
no es necesaria la empatía total, sino llegar lo suficientemente
cerca como para ser capaces de entender sus refranes, su humor,
su significación. Distinguir sus «tics» de sus «guiños». Este cono-
cimiento sobre los procesos subjetivos locales siempre será in-
completo. Se trata sólo de una aproximación. Hay tres razones
por las que no es posible que el entendimiento del «otro» sea
pleno: 1) tenemos que traducir entre dos lenguajes, y esto conlle-
va distorsiones: la traducción es siempre diferente del original;
2) solemos utilizar un medio escrito para reflejar testimonios ora-
les y el significado de la oralidad cambia en la escritura; y 3) es
imposible que el antropólogo se convierta en un «otro».
Volviendo al caso del «juego profundo», los fines de la antro-
pología interpretativa no deben restringirse al entendimiento de
la significación en sucesos particulares. El propósito de la antro-
pología interpretativa es entender el conjunto de toda la socie-
dad y toda la trama de textos culturales que la componen. Para
conseguir este efecto, Geertz propone el concepto de «descrip-
ción densa», que se ha convertido en emblemático de su apor-
tación a la antropología contemporánea (1987c). A pesar de la
estrategia de proximidad, no podemos conformarnos con inter-
pretar «viñetas» de casos concretos, a pesar de que sean paradig-
máticas de ciertas tendencias o predisposiciones de esa cultura y
se le ofrezcan al lector como «típicas» y reveladoras de las carac-
terísticas esenciales de ese grupo cultural. Nos encontramos en-
tonces con el problema de la generalización. La teoría, según
Geertz, ha de permanecer muy cerca del terreno estudiado, y
por eso aboga por una «descripción microscópica», que sea ca-
paz de pasar de la verdad local a la visión general. Aunque esta
descripción densa brota necesariamente de los contextos confi-
nados en los que se investiga, el estudio de lo concreto debe ser
capaz de revelar hechos culturales más generales. Para Geertz,

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la libertad de la teoría para forjarse en conformidad con su lógi-
ca interna es muy limitada. La secuencia de progreso de una
disciplina como la antropología no es una curva ascendente acu-
mulativa, sino un proceso discontinuo, que fluye a borbotones.
El análisis cultural parte siempre de un nuevo comienzo, no se
empieza donde otro lo dejó. Su canal de expresión más idóneo
es el ensayo. Y no se trata tanto de generalizar desde los particu-
lares sino de generalizar dentro de los particulares. La antropo-
logía, siguiendo esta línea de Geertz, debe dar cuenta de esta
«estructura jerarquizada de significaciones». Frente a la antro-
pología científica, la antropología interpretativa no es predictiva
si bien el marco teórico en el que se insertan las interpretaciones
debe seguir siendo capaz de continuar dando explicaciones de-
fendibles a medida que ocurren nuevos fenómenos sociales. La
ciencia progresa mediante el perfeccionamiento del consenso y
el refinamiento del debate. Su tarea principal, a la postre, es «am-
pliar el universo del discurso humano».
Hasta aquí, un resumen del razonamiento de Geertz. Volva-
mos por un momento a Schweizer (1998). La hermenéutica en-
tendida como interpretación de textos es menos común ahora de
lo que era en la década de los años setenta. Desde mediados de
los años ochenta, el posmodernismo ha desestabilizado en bue-
na parte este enfoque desarrollado de manera preferente, como
hemos visto, a partir del trabajo de Clifford Geertz (Marcus y
Fischer, 1986; Clifford, 1988; Reynoso, comp., 1992). Para los
autores vinculados a esta corriente posterior, aunque la antropo-
logía interpretativa puede mostrase muy sensible con la com-
prensión del «otro», acaba por silenciar su voz. En la antropolo-
gía interpretativa, las experiencias parciales, inacabadas y multi-
formes del trabajo de campo se traducen finalmente en monólogos
abstractos y totalizadores en los artículos y libros que se escri-
ben. Frente a ello, el posmodernismo, del mismo modo que el
«antirrealismo» de Hammersley y Atkinson (1994), cuestiona
cualquier tipo de aproximación sistemática a la producción de
conocimiento acumulativo y, desde el relativismo, enfatiza el po-
der creativo de los investigadores para «inventar» la realidad.
Enfatiza la relatividad histórica del conocimiento, pero también
su parcialidad y su fragmentación, y por ello pone en duda la
validez de los sistemas de conocimiento establecidos, en general,
y de la racionalidad occidental en particular. En la antropología

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norteamericana, este debate se plasmó desde la década de los
años ochenta en libros como los publicados por Clifford y Mar-
cus (eds., 1991), Marcus y Fischer (eds., 1986), Clifford (1988),
Rosaldo (1989), Manganaro (ed., 1990), o Behar y Gordon (1995),
entre otros. Su impacto en la antropología ha sido importante,
pero su capacidad de renovación, e incluso de experimentación,
se ha probado limitada, aunque auguraba un camino sin retor-
no, y no ha resistido la tentación de crear ortodoxias a medio y
largo plazo y sucumbir a la ruleta comercial de las modas acadé-
micas (Reynoso, 2000). Una de las formas que tomó esta crítica
posmodernista de la antropología está relacionada con la críti-
ca literaria. Éste es un tema que ya había anticipado en esta mis-
ma tradición el propio Clifford Geertz, y en su influyente libro El
antropólogo como autor (1989), preludiado a su vez por un ar-
tículo llamado «Blurred Genres» (1980) y basado en unas confe-
rencias que dictó en 1983 en la Universidad de Stanford, exami-
naba con su habitual sutileza el trabajo de Lévi-Strauss, Evans-
Pritchard, Malinowski y Benedict, analizando los aspectos
estilísticos de su escritura etnográfica. Geertz popularizó la ex-
presión «estar allí», la «puesta en escena literaria» del contacto
directo con el «otro», como fruto de unas estrategias retóricas
muy difundidas en la disciplina mediante las que se establecía la
«autoridad etnográfica» sobre el conocimiento producido.
En la introducción al muy influyente libro de Clifford y Mar-
cus (eds., 1991), Clifford (1986) sintetizaba las bases de esa aproxi-
mación crítica a la antropología clásica. Por una parte, desecha-
ba la idea de que fuera posible la transparencia de la representa-
ción en antropología, mediante la cual se pasaría sin mayores
conflictos desde la experiencia de campo y los cuadernos de no-
tas directamente al texto final. La poética y la política son inse-
parables. La ciencia está en, y no por encima de, los procesos
históricos y lingüísticos. La etnografía está situada además en-
tre poderosos sistemas de representación, como pueden ser los
discursos coloniales, los académicos, las voces subalternas, etc.
La etnografía codifica y descodifica los límites entre culturas,
civilizaciones, clases y géneros. Clifford propone entender la et-
nografía como una forma de literatura. Según su interpretación,
desde el siglo XVII, la «ciencia» había excluido ciertos modos ex-
presivos de su lenguaje: la retórica (en nombre del lenguaje claro
y la significación transparente), la ficción (en nombre de los he-

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chos) y la subjetividad (por la objetividad). Pero para Clifford,
las etnografías son ficciones. Eso sí, «ficciones verdaderas» o
«verdades parciales». Como dice explícitamente en el título a la
introducción de su libro The Predicament of Culture, «los pro-
ductos puros se han vuelto locos» (1988).
Basándose en las reflexiones de Foucault (1979) sobre la re-
lación entre conocimiento y poder, Clifford denuncia también la
alianza entre la antropología clásica y el colonialismo. La etno-
grafía escenifica relaciones de poder, por lo que sus resultados
hay que entenderlos necesariamente en términos de «políticas
de la representación». Una vez desenmascarada, la antropología
ya no puede seguir hablando con superioridad de los «otros»
culturales como «objetos de estudio». Ya no puede seguir recla-
mando el monopolio legítimo de su representación. Los discur-
sos característicos de Occidente, especialmente la «razón», es-
tán, según Clifford, desprestigiados. Es importante tener en cuen-
ta que las realidades de la etnografía son de hecho negociadas en
el campo entre sujetos con distintos grados de acceso al poder. A
partir de ahí, es preciso ir más allá de la relación jerárquica cien-
tífico/informante. La antropología necesitaría, por lo tanto, una
fase de reflexividad y experimentación para mirar críticamente
su historia, evaluar las retóricas que se han establecido como
sentido común a lo largo del tiempo en la disciplina, y encontrar
nuevos formatos experimentales más fragmentados, abiertos,
dialécticos y polifónicos donde expresar el conocimiento que
producimos. Este tipo de razonamientos, como señalan también
Marcus y Fischer (eds., 1986), no podían sino provocar una «cri-
sis de representación» en la antropología, que entronca con las
tesis de Lyotard sobre la condición posmoderna (1998). Es decir,
con la incredulidad respecto a las metanarrativas que previa-
mente legitimaban las reglas del método científico. Lyotard anun-
ciaba una «crisis de las grandes narrativas», que se difuminarían
en una multiplicidad de «juegos de lenguaje». Marcus y Fischer
también propugnan la necesidad de una aproximación reflexiva
al conocimiento antropológico, como el que propuso Rabinow
en su memoria sobre su trabajo de campo en Marruecos, que
tendremos tiempo de discutir después con mayor detalle (1992).
El trabajo de campo es un complejo diálogo y los datos que se
obtienen no son sólo subjetivos sino «intersubjetivos», producto
de largas interacciones. En la sección sobre la escritura etnográ-

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fica volveremos a lo que Marcus y Fischer denominaban el «mo-
mento experimental» de la antropología.
Rosaldo, por su parte, publicó en 1989 un conocido libro que
algunos consideran que anticipa los principales temas de la an-
tropología posmoderna y los llamados «estudios culturales» (Rey-
noso, 2000). Rescatamos algunos puntos de interés de la argu-
mentación de este autor. En la antropología, sostenía, se estaba
produciendo una erosión de las normas clásicas a medida que se
exploraban los espacios de hibridación y diferencia entre y en el
interior de las culturas. Era importante denunciar los contextos
de poder político y económico en los que se producía la etnogra-
fía, y que quedaban subsumidos bajo lo que denominó «nostal-
gia imperialista», es decir, una forma de duelo por el «otro» que
se desvanecía bajo el impacto de nuestra propia cultura. Rosal-
do está de acuerdo en el paradigma interpretativo de la «descrip-
ción densa», pero le reprocha que excluya estas relaciones de
poder, en especial la caracterización de la subordinación de los
sujetos más tradicionales de estudio en nuestra disciplina. Cues-
tionar el objetivismo significaba para Rosaldo la oportunidad de
explorar cuestiones éticas en un espacio —el proceso etnográfi-
co— que antes se consideraba libre de valores, permitiendo al
analista convertirse en un crítico del poder y la cultura. La cultu-
ra, destaca en su libro, no es ni homogénea ni uniforme ni es
experimentada del mismo modo por todos los agentes sociales.
Como parte de ello, plantea la exploración de los «cruces de fron-
tera» que nos permitan localizar nuevas experiencias culturales,
acceder a espacios de invisibilidad cultural (siendo el de la auto-
ría uno de ellos) y cuestionar los conceptos clásicos de «pureza»
y «autenticidad» culturales.
Estos autores anclaban las críticas de los años ochenta del
siglo XX en algunos textos experimentales y críticos que queda-
ron en el olvido o encuadrados en la heterodoxia —como el Na-
ven de Bateson (1936, ya citado por Geertz en 1989)—, en los
experimentos y afinidades etnográfico-surrealistas de algunos
antropólogos franceses como Marcel Griaule o Michel Leiris (Clif-
ford, 1988), o incluso en el trabajo de cineastas y antropólogos
visuales como Rouch (particularmente sus «etnoficciones», Feld,
1989; Stoller, 1992) o incluso Tierra sin pan de Buñuel, que se
convirtió en aquel momento en paradigma de la reflexividad crí-
tica de la representación realista (Nichols, 1997).

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3
HISTORIA DE LOS MÉTODOS DE CAMPO
Y ALGUNOS EJEMPLOS CLÁSICOS

Hemos defendido ya que la etnografía, como proceso meto-


dológico global de la antropología, tiene como una de sus fases
fundamentales el trabajo de campo. Pero lo mismo que etno-
grafía, el término trabajo de campo puede significar muchas
cosas diferentes para distintos investigadores, y tampoco es un
método que sea exclusivo de los antropólogos sociales. Como
señala Bernard (1998), los métodos no «pertenecen» a las dis-
ciplinas, y es común encontrar haciendo investigación de cam-
po a sociólogos, politólogos, psicólogos sociales, epidemiólo-
gos, enfermeros, pedagogos, etc. El trabajo de campo es un
método que, especialmente, la antropología comparte con un
tipo de sociología cualitativa de mucho recorrido que tiene sus
antecedentes en las investigaciones de la Escuela de Chicago
entre 1915 y 1935 (Bryman, 2001a). Dentro de cada disciplina,
e independientemente de los cruces de métodos y técnicas que
puedan darse en determinados momentos históricos, el traba-
jo de campo ha tenido además significados heterogéneos y cam-
biantes, se ha hecho en primera persona o se ha delegado en
otros actores sociales o se llevado a cabo siguiendo criterios y
grados de implicación sobre el terreno diferentes. En suma, el
trabajo de campo no es lo mismo para todos los investigadores
sociales, ni para todos los antropólogos contemporáneos, ni lo
fue tampoco en distintos momentos históricos. En este capítu-
lo me centraré en la emergencia del trabajo de campo desde los
orígenes de la disciplina hasta la formulación clásica de Mali-
nowski, y luego discutiré algunos ejemplos de monografías que
me parecen importantes en la consolidación y el desarrollo del

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método, o se refieren a algunos debates metodológicos valiosos
en la disciplina.
Adam Kuper sostiene que Bronislaw Malinowski contribuyó
muy conscientemente a crear su propio mito como fundador del
trabajo de campo antropológico tal como quedó establecido en
la antropología durante décadas (1973). Aunque este mito sin
duda se tambaleó tras la publicación de sus diarios personales
(1989) y el reconocimiento de algunos antecedentes que habían
quedado minimizados por la hegemonía del relato fundador, hay
un importante consenso en la disciplina en otorgarle a este autor
un papel decisorio en el establecimiento del trabajo de campo en
el corazón metodológico de nuestra disciplina, más allá de sus
limitaciones o de su propia neurosis, tal como se expresa en
sus diarios privados. Por todo ello es importante recordar que
aunque Malinowski plasmó esta forma de investigar con espe-
cial fortuna en su conocida introducción a Los argonautas del
Pacífico Occidental (1979), tanto en la antropología americana
como en la inglesa había habido en los años anteriores una evo-
lución clara hacia la valoración del trabajo de campo como es-
trategia de investigación preferente en la incipiente disciplina
(Urry, 1984 y 2001; Stocking, 2001). Se ha convertido en un lu-
gar común, por ejemplo, criticar que los primeros materiales de
campo que llegaron a manos de antropólogos evolucionistas no
fueran, en su mayor parte, de primera mano, que no hubiera
criterios definidos sobre las técnicas de recolección y registro,
que su calidad fuera baja, o que fueran recogidos por personas
sin entrenamiento antropológico alguno, como funcionarios co-
loniales, viajeros, misioneros, etc. (Harris, 2002).
Estas alegaciones son ciertas, como lo es también que algu-
nos precursores del trabajo de campo sistemático como Mor-
gan, Haddon o Rivers habían abonado el terreno para la valora-
ción metodológica de este método en la construcción del conoci-
miento antropológico, y habían promovido el desarrollo de
técnicas y cuestionarios para incrementar progresivamente la
calidad de los datos recogidos y su valor comparativo. El propio
Marvin Harris, con cuyo Desarrollo de la teoría antropológica se
han formados generaciones de antropólogos, niega que los auto-
res del entorno de Franz Boas y los antropólogos sociales britá-
nicos introdujeran «abruptamente» normas y criterios etnográ-
ficos radicalmente mejorados. Estas mejoras se acumularon pau-

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latinamente durante el siglo XIX y es mejor pensar en una «línea
continua de crecimiento gradual del rigor de las normas etno-
gráficas» (2002). Creo que merece la pena, por lo tanto, hacer un
seguimiento algo más detallado de cuáles fueron las iniciativas y
los debates previos que crearon las condiciones para que investi-
gadores como el antropólogo polaco Malinowski pudieran for-
mular sus modelos de investigación de campo con la sofistica-
ción con la que lo hicieron. Para ello me baso en los textos de
Urry, Stocking y Harris ya mencionados, y también en Bernard
(ed., 1998) y Bryman (2001a y 2001b).
La llegada del trabajo de campo a la disciplina puede conside-
rarse entonces como un proceso gradual, relacionado con el desa-
rrollo de una perspectiva cada vez más crítica sobre la validez de
los datos y las fuentes etnográficas, con la evolución de los mo-
delos teóricos, con el incremento de la profesionalización de la
disciplina, y con el desarrollo de las comunicaciones que facilitó
los desplazamientos hacia el «otro». La mayor parte de la infor-
mación que llega a Occidente entre el XVI y el XIX es, salvo excep-
ciones, poco sistemática, profundamente etnocéntrica, y de baja
calidad. Se empiezan a recoger datos de forma más metódica en
las ciencias naturales, especialmente en la botánica, desde media-
dos del XVII. Junto a los especímenes botánicos llegaron informes
y datos sobre los grupos culturales con los que se encontraban los
expedicionarios, que reflejaban las costumbres más exóticas y lla-
mativas. Por ejemplo, la expedición naval de Baudin (1800-1803)
—que sigue una pauta común en aquellos viajes— pide apoyo an-
tes de salir a la primera sociedad antropológica conocida, la So-
ciété des Observateurs de l’Homme. Desde esta institución les pro-
porcionaron técnicas para recoger datos anatómicos e instruccio-
nes para recoger costumbres, elaboradas en este último caso por
Joseph Marie Degérando. Según Urry, Degérando les llama la aten-
ción a los organizadores de la expedición sobre las dificultades de
la recolección de datos y las principales cualidades que necesita-
ría un investigador para llevar a cabo este tipo de trabajo. Les
proporciona además una serie de preguntas para guiar su investi-
gación, y las categorías de información que considera relevantes.
La expedición regresó a puerto sin hacer uso de las instrucciones
de Degérando, pero éstas sentaron un precedente y acabaron a la
postre influyendo en los cuestionarios que fueron utilizados más
adelante en la etnografía del XIX.

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El aumento de la calidad de los métodos de recogida de datos
va en paralelo al desarrollo institucional de la disciplina. Urry
considera que la antropología se estableció como campo de es-
tudio reconocido en torno a la década de 1840, tanto en América
como en Europa. Se crean nuevas instituciones especializadas,
algunas más antiguas se reforman, y ya hay etnógrafos involu-
crados directamente en este proceso. Se fundan, por ejemplo, la
Société Ethnologique de Paris (1839-1848), la Ethnological Socie-
ty of London (1843-1871), y la American Ethnological Society
(1842-1870). Desde estas sociedades científicas no sólo se esti-
mula el debate, sino que se promueve la recogida y publicación
de información sobre otras culturas. En sintonía con los para-
digmas de la época, una preocupación fundamental es la com-
paración de costumbres e instituciones de culturas diversas, ya
fuera para establecer su historia y difusión o las leyes de evolu-
ción cultural. Se necesitaba información del mayor número de
sociedades posible, y se instaló un sentido de urgencia ante la
desaparición de culturas, no exento de lo que Rosaldo llamó «nos-
talgia imperialista» (1989). La estrategia fundamental del perio-
do fue el establecimiento y perfeccionamiento de largos cuestio-
narios para ser completados de modo comparativo en las diversas
expediciones científicas. Uno de los cuestionarios más impor-
tantes del siglo XIX, y luego también de buena parte del XX, fue-
ron las «Notes and Queries on Anthropology» del Royal Anthro-
pological Institute, basado en los que había diseñado anterior-
mente la Ethnological Society. De hecho, cuando Malinowski llegó
al campo, este cuestionario ya iba por su cuarta edición (la pri-
mera salió en 1874). Algunos investigadores hicieron sus pro-
pios cuestionarios, siendo el más importante de ellos la famosa
«Circular» de Morgan, apoyada por la Smithsonian Institution,
especializada en la recolección de terminologías de parentesco y
básica en la recopilación de material que dio lugar a Systems of
consanguinity and affinity of the human family (1871). También
fue muy importante el cuestionario de sir James Frazer, que tuvo
varias ediciones entre 1887 y 1916. Desde el principio se detecta-
ron las limitaciones y los problemas de estos cuestionarios, lo
que condujo a un proceso de continuo perfeccionamiento. Por
ejemplo, algunas preguntas eran incomprensibles para informan-
tes de culturas cuyos idiomas eran casi desconocidos y cuya for-
ma de entender el mundo no podía imaginarse desde un despa-

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cho situado en alguna universidad o sociedad científica europea
o norteamericana. Los propios recopiladores de datos tenían la-
gunas y dudas sobre cómo llevarlos a cabo. Pocos de ellos sabían
la teoría, los debates o las preguntas que estaban detrás de los
cuestionarios. Pero también hubo algunos recolectores de datos
que se hicieron famosos en el mundo antropológico por su peri-
cia, como es el caso de A.W. Howitt, que trabajó en Australia
desde 1872 hasta su muerte en 1908. Al principio trabajó con el
misionero Lorimer Fison, estimulados ambos por la Circular de
Morgan de 1862. Le aportaron a Morgan datos muy valiosos so-
bre los aborígenes australianos y tuvieron correspondencia acti-
va con él hasta que murió en 1881. Howitt empezó entonces a
enviar sus datos a antropólogos de Inglaterra, primero a Tylor y
luego a Frazer. Howitt llegó incluso a convencer a los aborígenes
para que reactuaran viejos ritos para que él los documentara.
En Estados Unidos se vivía una situación distinta de la de
Europa, ya que ese país contaba con sus propios «nativos». La
«conquista del Oeste» y la expansión del ferrocarril contribuye-
ron al «acercamiento» de muchos grupos «exóticos», aunque
también hacían peligrar su supervivencia. Además, el desarrollo
metodológico tiene otras características, desde la recopilación
de datos y el uso de informantes y recolectores nativos, a la pro-
pia acumulación de datos y la síntesis del material. El énfasis allí
estuvo en la recolección de datos lingüísticos, como pueden ser
listas de palabras, datos gramaticales y textos nativos. La prime-
ra y más sistemática recolección de textos de estas característi-
cas fue la de H.R. Schoolcraft, que empezó a publicar en 1840.
Mientras que la antropología en Europa era desarrollada por
aficionados y sociedades, en EE.UU. recibió desde muy pronto
ayuda del gobierno y pronto empezó a plasmarse y consolidarse
en museos y universidades. Especialmente importante fue la
Smithsonian Institution, fundada en 1846, año en el que School-
craft les presenta un proyecto de investigación etnográfica. Pero
la implicación del gobierno creció aún más cuando estableció en
1879 el Bureau of (American) Ethnology para la recolección de
datos sobre asuntos relacionados con los indios norteamerica-
nos, su sistematización y posterior publicación. Durante los si-
guientes veinte años, bajo la dirección de John Wesley Powell, el
Bureau dominó la antropología americana. El Bureau empieza a
publicar Annual Reports masivos lujosamente editados e ilustra-

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dos, creando nuevos criterios de calidad para la presentación de
investigación etnográfica. Powell tenía ya bastante experiencia
personal con indios en el sudoeste de Estados Unidos antes de
que se fundara el Bureau. Se considera que fue un director muy
activo, estimuló la investigación local, y creó la estructura para
que se entrenaran recolectores de datos para rellenar cuestiona-
rios, llegando a hacerse algunos contratos. Entre los que trabaja-
ron con él en los primeros años estuvo el misterioso y enigmáti-
co Frank Hamilton Cushing que, de forma pionera, pretendía
acceder al conocimiento del punto de vista nativo, y estuvo cua-
tro años y medio con los zuñi desde 1879, aprendió su lengua, y
llegó a ser iniciado ritualmente en el sacerdocio del arco. Dewalt
y Dewalt consideran que Cushing fue un pionero en los métodos
de campo que más adelante se le atribuyeron a Malinowski. Es-
cribió, sin embargo, poco de lo que aprendió entre los zuñi, y fue
acusado por sus críticos de haberse «vuelto nativo» (2002). Vol-
veremos más adelante a este debate sobre el gradiente de partici-
pación en las culturas estudiadas.
Como señala Lisón Tolosana (1980), Morgan fue también un
pionero en esta época por compaginar métodos diversos en sus
investigaciones y, especialmente, por la importancia que le con-
cedía a la presencia en el campo del investigador, en su caso,
entre las tribus indias norteamericanas, recogiendo notas en un
diario de campo y también en un diario personal (1980). Duran-
te sus estancias de campo, salpicadas en el tiempo y continua-
ción de una juventud aventurera y militante, utilizó la conver-
sación informal y realizó entrevistas a través de intérpretes. Sin
embargo, como sostiene Harris (2002), ni siquiera el trabajo de
Morgan con los iroqueses puede considerarse «trabajo de cam-
po etnográfico» como tal, ya que carecía todavía del contacto
continuo y prolongado con los grupos estudiados. Paralelamente,
envió su cuestionario o Circular, ya citada, a diversas partes del
planeta (Micronesia, Japón, India) para que fuera utilizada por
misioneros, oficiales consulares y representantes de Estados
Unidos en todo el mundo.
En 1884, la British Association, que se reunía en Canadá, es-
tableció un comité para promover la investigación entre los indí-
genas de Canadá, elaborando una guía de investigación, la Circu-
lar of Inquiry de 1887. Recluta al antropólogo alemán Franz Boas,
que ya había hecho trabajo de campo entre los esquimales y tam-

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bién en la costa noroeste (Martínez Hernáez, 1996). Aunque el
comité de la British Association estaba interesado en un panora-
ma general de las culturas estudiadas, Boas empieza a proponer
trabajos más intensivos en culturas individuales, preludiando lo
que luego serían sus aportaciones metodológicas a la disciplina.
Según Bryman (2001a), Boas ocupa una posición similar en la
antropología americana a la de Malinowski en la británica, y su
trabajo es muy importante para la profesionalización de la in-
vestigación en el terreno. Franz Boas explicará su punto de vista,
que Harris ha denominado «puritanismo metodológico» (2002:
226-227), en dos artículos básicos: «The Limitations of the Com-
parative Method in Anthropology», (1896) y «The Method of Eth-
nology» (1920). En ellos critica tanto el método comparativo evo-
lucionista como el seguido por los difusionistas. Su crítica se
centra en la ausencia de un estudio amplio de las particularida-
des culturales, y en el salto directo a la teoría que se dio en am-
bos casos. Se había sobrevalorado el alcance de las regularida-
des sin pruebas empíricas suficientes. De este modo Boas criti-
caba los métodos dominantes con la siguiente argumentación:
se han hecho muchas descripciones difíciles de verificar ya que
se basaban en datos insuficientes que dependían de personas
poco entrenadas que proyectaban su subjetividad, lo que los con-
vertía en superficiales y acientíficos. Su método, de carácter in-
ductivo, obligaba a sus seguidores a la recopilación de artefactos
y el registro extensivo de textos y narrativas en los idiomas indí-
genas. Sólo cuando estos materiales primarios fueran recolecta-
dos, organizados, clasificados y publicados podrían los antropó-
logos empezar a fundar un campo de estudio objetivo y científi-
co. Para Boas, eran necesarios muchos datos en crudo antes de
empezar a teorizar. De hecho, algunas críticas que se hicieron a
los boasianos fueron precisamente por ser ateóricos, por dedi-
carse sólo a recoger datos, y no tener un sentido «nomotético»
de la disciplina (Harris, 2002). Urry señala, por otro lado, lo difí-
cil que es reconstruir las técnicas que utilizaban los boasianos, a
pesar de los manifiestos metodológicos de su mentor. Aunque
sin duda Boas hizo trabajo de campo personalmente, al menos
en sus primeros años, el énfasis de sus métodos estaba más en la
recolección de datos a través de informantes particulares. En
este marco, se entrenaba a los indígenas para que registraran
información sobre sus propias culturas en su propia lengua. En

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el caso de Boas, su principal informante kwakiutl fue George
Hunt, miembro de la comunidad interracial de Fort Rupert, al
que enseñó a leer y escribir, e incluso a fotografiar (Jacknis, 1992).
Esta aproximación al método tuvo como resultado compilacio-
nes masivas de material, informes, textos y detalles de todo tipo
sobre grupos culturales específicos, muy densos y difíciles de
manejar, pero no desembocó en descripciones generales sobre
las culturas ni su vida cotidiana.
En Inglaterra, un momento clave en el desarrollo de las téc-
nicas de campo antropológicas fue la famosa Cambridge Anthro-
pological Expedition al Estrecho de Torres (1898-1899). El zoólo-
go y profesor de la Universidad de Dublín Haddon, especialista
en biología marina, ya había utilizado cuestionarios antropoló-
gicos en una expedición anterior (1888), y sus gestiones fueron
importantes para que la expedición tuviera un foco antropológi-
co. Entre los miembros de la expedición se encontraban C.G.
Seligman y, sobre todo, desde el punto de vista metodológico,
W.H.R. Rivers, al que también se le considera precursor de la
antropología médica (Martínez Hernáez, 2008). Rivers, que era
el encargado de administrar test psicológicos, empezó a desa-
rrollar el «método genealógico», mediante el cual el antropólogo
podía estudiar problemas abstractos a través de hechos concre-
tos (1900). Las cuestiones de método eran básicas tanto para
Rivers como para su generación: sólo mediante metodologías y
terminologías sistemáticas podría la antropología establecerse
como una verdadera ciencia. Rivers utilizó su método después,
entre los toda de la India (1901-1902) y más tarde en Melane-
sia (entre 1907 y 1914). Vamos a verlo con algo más de detalle,
siguiendo de cerca la lectura que hace de este proceso Stocking
(2001), para poner mejor en contexto la aportación real de Mali-
nowski al «estudio de campo intensivo».
El método genealógico o «método concreto» de Rivers con-
sistía en lo siguiente: para Rivers el parentesco no era importan-
te en sí, sino como indicador de otros procesos sociales. Soste-
nía que se le podían asociar al parentesco un número de fenóme-
nos muy importante, desde la propia estructura social a pautas
de residencia, relación con tótems, pertenencia a clanes, etc.
Usaba una serie de términos básicos en inglés (padre, madre,
hijo, hija, marido, etc.), a través de un intérprete nativo, para
conseguir dilucidar las redes de parentesco de sus informantes.

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El sentido inglés de los términos era el «biológico», algo que ac-
tualmente no es aceptable. Para solventar los problemas de tra-
ducción de relaciones de parentesco, Rivers probaba con dife-
rentes informantes. Rivers estaba convencido de que lo que ob-
tenía eran «hechos duros» sin subjetividad, es decir, «científicos»
y relacionados con relaciones biológicas «reales», equiparables
a las clasificaciones y correlaciones de las ciencias exactas. La
complejidad de los grupos con los que trabajó le llevó a defender
la necesidad de llevar a cabo «estudios intensivos», que en prin-
cipio no contemplaba. Haddon, en 1904, ya proponía un trabajo
de campo renovado, planteando la necesidad de estudios exhaus-
tivos sobre grupos limitados, siguiendo el método de Rivers. Ri-
vers plasmó más adelante su visión metodológica en la versión
de las Notes and Queries publicada en 1912, para la que escribió
la «General Account of Method». El «investigador» de Rivers era
todavía más un encuestador que un «observador», aunque aho-
ra proponía que buscara la colaboración de dos o más «testigos
independientes». Siempre que fuera posible, había que comple-
mentar los testimonios recogidos con observaciones de primera
mano. Rivers afirmaba que un análisis intensivo de uno de estos
eventos aportaba más información que un mes de preguntas.
Además, el investigador tenía que desarrollar «simpatía y tacto»
para enfrentarse a las situaciones que se encontraba en el cam-
po, pues su información dependía en buena parte de su relación
personal con los nativos. Aquí ya nos encontramos muy cerca de
Malinowski.
Pero aún hay más. Las propuestas siguieron en cascada. Esta
sugerencia fue seguida por Seligman entre los vedda (1907-1908)
y por el mismo Radcliffe-Brown en las Islas Andamán (1906-
1908). Un poco después, en 1913, Rivers, en un informe a la
Carnegie Institution, planteaba que la antropología necesitaba
estudios intensivos en pequeñas comunidades de entre cuatro-
cientas o quinientas personas, en las que el investigador ha de
vivir al menos un año y estudiar en detalle cada aspecto de la
vida y cultura nativas. A finales de la década de 1910 ya se esta-
ban enviando antropólogos bien formados a muchos lugares del
mundo para hacer trabajos intensivos de este tipo. Es decir, los
principales antropólogos ingleses estaban de acuerdo en el mé-
todo y sus estudiantes siguieron sus consejos. La Primera Gue-
rra Mundial ralentizó este proceso, excepto en casos como el de

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Malinowski, quien pudo prolongar su estancia en Melanesia
mucho más allá del tiempo previsto. Sin embargo Stocking (2001)
defiende que el papel de Malinowski fue mucho más allá de asu-
mir plenamente las Notes and Queries y llevarlas a la práctica. El
trabajo de Malinowski supuso para este autor un cambio funda-
mental en el locus primario de la investigación, que se desplazó
de la barandilla del navío expedicionario o la misión local a la
aldea de los nativos, posibilitando así la «participación» más in-
mediata en el mundo nativo. La modernidad de la aproximación
metodológica de Malinowski incluía, como es bien conocido, la
observación directa de la vida social, el aprendizaje de la lengua
nativa, la redacción copiosa de notas, la recogida sistemática de
diferentes tipos de material etnográfico y la estancia de larga
duración, lo que ciertamente le convierte no en un mito pero sí
en una especie de revolucionario (Wax, 2001).
Como describe Urry (1984), al contrario que los ingleses, los
americanos no estaban tan preocupados por las transformacio-
nes de los métodos de campo y recolección de datos como por
las transformaciones en los métodos de análisis (Johnson, 1998).
La mayor parte de los trabajos etnográficos en EE.UU. entre 1900
y 1940 fueron de tipo individual, y muchas veces consistían en
secuencias de visitas cortas durante largos periodos. Para maxi-
mizar su investigación en el campo, los investigadores se ocupa-
ban de aspectos muy particulares, a veces por consejo de sus
maestros, para rellenar lo que consideraban «vacíos de conoci-
miento». Con estos condicionantes y ante las transformaciones
masivas en las sociedades indias norteamericanas originarias,
no era infrecuente que en lugar de participar en la vida cotidiana
trabajaran con algunos informantes especiales, a los que entre-
naban para registrar en textos escritos su memoria de la cultura
y vida de la comunidad. Aunque algunos de los estudiantes de
Boas no estaban satisfechos con el nivel teórico de interpreta-
ción que había en la escuela, en su mayor parte estaban de acuerdo
en esta necesidad urgente de recopilación masiva de datos.
En este contexto, se considera que Margaret Mead fue una
de las primeras investigadoras en romper filas, siguiendo en par-
te la estela británica, pero con un énfasis más psicológico (Dewalt
y Dewalt, 2002). Algunos autores sostienen que Mead no había
leído Los argonautas cuando viajó a Samoa, lo cual dotaría de
mayor originalidad aún a su pionera aportación (Sanjek, 1990).

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Con apenas 23 años, Mead hizo trabajo de campo en Samoa
entre noviembre de 1925 y julio de 1926 en la isla de Ta’u en
Manu, después de haber pasado unas semanas aprendiendo
samoano en Pago Pago. Era un trabajo de campo que dependía
todavía más de los informantes que de una estrategia de «obser-
vación participante», pues no llegó a vivir directamente entre los
nativos sino en un dispensario (Bryman, 2001b). Y frente al en-
tendimiento «holístico» de una cultura determinada que propug-
naba Malinowski, el trabajo de Mead se enfocó más en un aspec-
to concreto.
Publicó este trabajo de campo en varias obras, aunque su
libro clásico, uno de los más leídos en la historia de la disciplina,
es Adolescencia y cultura en Samoa (1995), en el que, a petición
de Boas y en el contexto de los debates de la época sobre el pre-
dominio de la «naturaleza» o de la «cultura» en la conducta hu-
mana, esta investigadora trató de demostrar la plasticidad de la
biología humana y la importancia del determinismo cultural en
el establecimiento de pautas de comportamiento, en concreto en
un caso de adolescencia femenina «primitiva». Lo hizo descri-
biendo Samoa como una especie de paraíso en el que las adoles-
centes gozaban de considerable libertad sexual. Mead estaba tam-
bién interesada en determinar qué se podía aprender de la expe-
riencia samoana para mejorar la educación en los colegios
estadounidenses, ya que llegó a plantearse si una supuesta laxi-
tud sexual como la de la cultura samoana podría evitar muchas
de las neurosis características de las adolescentes norteamerica-
nas «civilizadas». Para Marcus y Fischer (1986), Mead se convir-
tió en un ejemplo temprano de los antropólogos como críticos
de la cultura, colaborando junto con Boas y otros en la creación
de una tradición de uso activista de la etnografía —contra el evo-
lucionismo y el racismo científico en este caso—, tradición que
ellos pretendían rehabilitar para la antropología americana. Ade-
más, consideran su libro sobre Samoa como el precursor de la
técnica de «desfamiliarización» de lo propio mediante la «yuxta-
posición transcultural».
Tras su trabajo en Samoa, Mead siguió alimentando el deba-
te sobre los métodos. En 1933 publicó un artículo en American
Anthropologist titulado «More Comprehensive Field Methods»,
donde hacía un llamamiento a favor del trabajo de campo inten-
sivo, la observación participante y la necesidad de experimentar

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en persona la vida cotidiana de los nativos. Mead, junto con su
marido Gregory Bateson, fue también pionera en el uso de mé-
todos audiovisuales en su trabajo de campo en Bali (1942) y Nueva
Guinea. En estos trabajos de campo, Mead y Bateson hacen pe-
lículas y fotografías para documentar la vida cotidiana y las inter-
acciones personales, utilizando incluso la cámara lenta para ana-
lizar estilos de danza, pero su método no fue adoptado masiva-
mente hasta mucho después (Jacknis, 1988).
Curiosamente, como ocurrió con el Diario de Malinowski
(1989), el trabajo de Mead en Samoa acabaría también envuelto
en una agria polémica tras su muerte, con las duras acusaciones
de incompetencia metodológica lanzadas por Derek Freeman
(1983). En resumen, Freeman argumentaba que se trataba de
una investigación de baja calidad, hecha por una antropóloga
jovencísima, que hizo un trabajo de campo corto, que nunca
entendió la cultura samoana, que no hablaba la lengua nativa, y
se creyó inocentemente las mentirijillas que le contaron las jóve-
nes que entrevistó sobre su vida privada. Para Freeman, ade-
más, Samoa no es en forma alguna un paraíso de experimenta-
ción sexual como el que describía Mead, sino una sociedad jerár-
quica, competitiva, autoritaria, violenta, dada a las emociones
fuertes, y donde la sexualidad premarital está estrictamente pro-
hibida. Esta controversia, que no sólo provocó un importante
debate en la antropología norteamericana sino que tuvo tam-
bién un importante impacto mediático, tiene varios frentes, de
los que destacaremos dos. En primer lugar, como señala Bry-
man (2001b), el texto de Freeman es un alegato contra el relati-
vismo cultural en cuyo contexto se había diseñado la investiga-
ción, dinamitando su significación teórica como una «instancia
negativa» de la determinación biológica sobre el comportamien-
to. Además, apunta a la importancia del género en las relaciones
de campo y, en general, en el proceso etnográfico, como veremos
más adelante. Mead fue pionera en trabajar, siendo mujer, en un
ámbito femenino, y además adolescente. Algunas antropólogas
feministas han acusado a Freeman de activar una reacción de
corte machista, atacando el papel de la mujer en la disciplina en
dos sentidos. Por un lado, nos encontraríamos a la investigadora
incompetente y, por otro, a un colectivo de informantes no fia-
ble. Para la antropóloga norteamericana Nancy Scheper-Hughes
(comunicación personal), por ejemplo, la visión de Freeman sólo

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puede entenderse como una fantasía masculina llena de testos-
terona. En Samoa puede darse un sistema dual lleno de parado-
jas y contradicciones, que contiene distintos ámbitos de com-
portamiento y representación, condicionados por el género. Es
difícil evaluar este debate puesto que sus presupuestos teóricos,
la localización del trabajo de campo, e incluso la época eran dis-
tintos en ambos autores. ¿Han hecho trabajo de campo Mead y
Freeman en la misma cultura? ¿Puede una sociedad haberse
transformado tanto en unas pocas décadas? ¿Puede el género de
los investigadores y los informantes determinar tanto el conoci-
miento producido? He desarrollado este caso un poco más por-
que creo que ilustra con claridad las dificultades y polémicas en
las que necesariamente se ve envuelta la etnografía, y que trataré
de desgranar en las páginas que siguen.

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4
EL PROCESO ETNOGRÁFICO

Tras este breve y necesariamente incompleto recorrido histó-


rico por los orígenes de la investigación sobre el terreno en la
antropología, estamos ahora en condiciones de profundizar en
las distintas fases del proceso de producción de conocimiento
etnográfico, desde el origen de una idea de investigación hasta
las estrategias de presentación escrita de los resultados, pasando
por las técnicas y los procedimientos de recolección de datos
más habituales que se emplean en el trabajo de campo. Ya he-
mos comentado que el marco teórico que soporta más o menos
explícitamente un proyecto de investigación determina el tipo
de aproximación a la realidad, seleccionando y enfatizando un
tipo de datos y de técnicas y procedimientos de recogida. Por lo
tanto, una de las tareas relevantes de un libro de introducción a
la investigación es transmitir a los alumnos la flexibilidad y ver-
satilidad del proceso etnográfico en todos sus momentos, po-
niendo énfasis en que uno de los hechos cruciales de la investiga-
ción en antropología es mantener una actitud reflexiva perma-
nente y una coherencia interna en el proceso. Es decir, es preciso
en todo momento ser conscientes de por qué se elige un tema
determinado, en relación con qué debates, por qué se acota el
objeto de investigación como se hace, por qué se toman determi-
nadas decisiones metodológicas, y por qué se eligen determina-
das retóricas para expresar el conocimiento adquirido. Si los et-
nógrafos no intentamos relacionar teorías con datos, si no esta-
mos el tiempo suficiente en el campo, si no somos conscientes
del potencial y las limitaciones de las técnicas de recogida de
datos que están a nuestra disposición, si no prestamos suficiente

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atención a las estrategias de representación de los sujetos y las
situaciones sociales analizadas, el conocimiento producido será
de peor calidad. Lo que se plantea a continuación no es un pro-
cedimiento único para la etnografía, sino más bien lo contrario.
Se trata de aprender a diseñar y llevar a cabo la investigación de
una forma flexible y ajustada en cada caso a los lugares y casos
que se investigan, de manera que optimicemos al máximo los
recursos, los tiempos, las relaciones sociales y las técnicas.

4.1. El diseño de la investigación

Toda acción planificada que llevemos a cabo precisa de la


elaboración de una hoja de ruta previa. En el caso que nos ocu-
pa, el diseño de investigación es la expresión del plan de trabajo
etnográfico, es decir, del proceso en el que intentamos, de forma
sistemática, definir nuestro intereses, determinar qué queremos
investigar, seleccionar en qué lugar queremos hacerlo, tratar de
anticipar los actores sociales que nos encontraremos y su rele-
vancia relativa para el estudio, fijar una cronología para las dife-
rentes acciones de la investigación, e incluyendo, en el caso de la
etnografía, el proceso de redacción del producto final. Diseñar
una investigación consiste en entender bien el objeto de estudio
y delimitar sus contornos significativos, y combinar los distintos
elementos y fases en una secuencia adecuada para los resultados
que se desean obtener. El diseño es crucial para llegar al campo
con garantías de éxito, pero es importante concebirlo como una
hoja de ruta que tiene que estar necesariamente preparada para
asumir ajustes y variaciones en el transcurso de la investigación,
o incluso variar sustancialmente si aparece un elemento casual
que de alguna manera cambie el juego en la pesquisa. Si el dise-
ño está formulado de tal manera que incorpore esta flexibilidad
teórica y metodológica, será más eficaz que si tratamos de man-
tenerlo por encima de todo sin importar los hechos que podrían
inducir a su modificación o ajuste. La etnografía, como hemos
dicho, demanda una presencia prolongada del investigador so-
bre el terreno, y por eso esta flexibilidad es especialmente nece-
saria, puesto que en nuestra investigación estamos permanente-
mente enredados en roles y relaciones sociales que están mu-
chas veces fuera de nuestro control, y dependemos en buena parte

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de la empatía con nuestros informantes y de su voluntad de cola-
boración. Además, en el caso de la antropología, durante una
buena parte de su desarrollo histórico el campo de investigación
preferencial ha sido el «otro» cultural, lo cual añade todavía mayor
incertidumbre en la anticipación del progreso ideal de la investi-
gación, tal como se plasma en el diseño.
Ya he comentado antes algo sobre la importancia del desa-
rrollo paulatino en los alumnos de una «imaginación» de inves-
tigación, ya sea «sociológica» (Mills, 1961) o «etnográfica» (At-
kinson, 1990; Willis, 2000), como requisito indispensable para
poder «pensar» todo el proceso etnográfico adecuadamente en
su contexto (social, político, histórico y cultural), en sus ramifi-
caciones teóricas, en sus «campos» y en sus métodos y técnicas
adecuados. Velasco y Díaz de Rada se refieren a ella como una
«forma de curiosidad» alimentada por la capacidad de «extraña-
miento» o reconocimiento de la diversidad cultural (1997), que
es uno de los ejes metodológicos centrales de la etnografía tal
como se ha practicado históricamente en la antropología. Puede
afirmarse que un buen diseño de investigación es directamente
proporcional a la capacidad de imaginar etnográficamente la
investigación que va a llevarse a cabo, y esto supone también
anticipar líneas de comunicación adecuadas entre la teoría, los
métodos y los datos que se espera conseguir. Este tipo de imagi-
nación tiene que ver con las características personales e intere-
ses del investigador, por supuesto, pero esta cualidad de mirar el
mundo y los problemas sociales con ojos de etnógrafo es algo
que se aprende y mejora con la experiencia, y su desarrollo re-
flexivo debería ser un objetivo central de cualquier curso de ini-
ciación a la investigación. Hay otro aspecto que es importante
destacar porque tiene una incidencia directa en nuestra práctica
académica: a nivel práctico, un diseño adecuado y bien estructu-
rado es fundamental para conseguir la financiación necesaria
para llevar a cabo la investigación.
Diseñar una investigación etnográfica necesariamente obli-
ga a tomar muchas decisiones que pueden agruparse, según Le-
Compte y Schensul, en tres ámbitos: 1) las cuestiones que se
plantean y se tratan de contestar; 2) los recursos con los que
se cuenta, es decir, cómo optimizar el tiempo, el apoyo, la finan-
ciación, etc.; y 3) las características, especialmente las limitacio-
nes, del lugar de campo y de las personas y roles sociales que nos

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encontraremos en él (1999). La adecuación del diseño depende
del mayor o menor conocimiento que el investigador tenga pre-
viamente del problema o proceso que pretende estudiar. Por un
lado, es imprescindible comenzar una investigación a través de
la bibliografía ya existente. Por otro, los trabajos de campo pre-
liminares son, por breves que resulten, muy importantes a la
hora de hacer un diseño adecuado, porque posibilitan al investi-
gador observar de primera mano algunas características del fe-
nómeno social estudiado, lo que permite anticipar y afinar el
diseño y evitar errores y malas interpretaciones.
Como ya he señalado en un texto metodológico anterior
(2002), en el caso del culto espiritista de María Lionza en Vene-
zuela, sobre el que escribí mi tesis doctoral en la Universidad de
Berkeley (2004a), fue una visita preliminar el 12 de octubre de
1992 a la montaña de Sorte en el estado de Yaracuy, el principal
centro de peregrinación de esta forma de religiosidad popular, el
que me impulsó definitivamente a decantarme por este tema de
investigación, a pesar de sus dificultades. En realidad, mi pro-
yecto inicial no tenía relación directa con ese culto, sino que
estaba orientado al estudio de los problemas de traducción y
comunicación entre sistemas terapéuticos coexistentes —biome-
dicina y medicina popular, sobre todo— en determinadas zonas
afrovenezolanas conocidas por la creencia generalizada en la
brujería, especialmente la región de Barlovento. Mientras elabo-
raba mi proyecto, todavía no había tenido oportunidad de viajar
a Venezuela y estaba construyendo mi objeto de estudio usando
exclusivamente recursos bibliográficos y siguiendo el consejo de
mis tutores y algunos especialistas en religiosidad popular y an-
tropología médica en América Latina, que me reafirmaban el
interés de mi propuesta original. En esta fase, empecé a encon-
trarme con el culto en los libros que consultaba, hasta el punto
de que pronto empezó a desplazar mi proyecto de investigación
original. Una vez detectado, no hubo vuelta atrás. Dentro de mis
limitaciones, había tratado de utilizar todos los recursos biblio-
gráficos de la Universidad de Berkeley, incluyendo bases de da-
tos, préstamos inter-bibliotecarios y, por supuesto, los amplios
fondos de la biblioteca. Había encontrado incluso un tesoro bi-
bliográfico, un libro publicado en 1912 por José Gregorio Her-
nández —uno de los fundadores de la medicina venezolana y
que ahora es uno de los principales «espíritus» del culto—, dedi-

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cado por él mismo a un general venezolano. Había leído todo lo
que podía encontrarse sobre el culto en toda la red de universi-
dades públicas de California. Había hecho algunos cursos de lec-
turas dirigidas enfocados a la antropología latinoamericana y a
todo el cuerpo bibliográfico sobre cultos de posesión, especial-
mente en la zona caribeña y en Brasil. Había conversado con los
especialistas que pensé que me podían ayudar a entender e in-
vestigar el culto. Había leído también todo lo que había podido
sobre la antropología del cuerpo y la que entonces se empezaba
a conocer en ese ámbito académico como «sociología carnal»
(Wacquant, 2004), acudiendo a algunos seminarios especializa-
dos sobre estos temas.
Pero, desde la distancia, tenía muchas dudas sobre la posibi-
lidad de poder encontrar y cartografiar un culto tan extendido y
disperso en una sociedad como la venezolana, que desconocía
casi totalmente. Tenía también dudas lógicas sobre mi capaci-
dad personal para afrontar un trabajo de campo de larga dura-
ción sobre una práctica tan exigente desde un punto de vista
personal y emocional. Tenía dudas y temores, bien fundamenta-
dos, sobre la seguridad de llevar a cabo un trabajo de campo en
los sectores sociales populares que vivían en los barrios, lo que
me ponía peligrosamente en relación con el mundo delincuen-
cial y con los altos índices de violencia cotidiana en Venezuela
(Ferrándiz, 2004b y 2004c). Sin embargo, el encuentro con Ma-
ría Lionza durante dos días en Sorte en 1992, aunque en absolu-
to disipó todas estas cautelas, especialmente las vinculadas a la
seguridad personal, tuvo el efecto de una iniciación ritual etno-
gráfica sin retorno. Fue una experiencia abrumadora, un encuen-
tro con el campo imposible de anticipar. Acudí con un colega
norteamericano a la montaña justo en los días de más afluencia
de todo el año, en torno al 12 de octubre, y había decenas de
miles de espiritistas, muchos de ellos en diferentes estados de
trance, distribuidos por las laderas de la montaña en un entorno
selvático. Las vacilaciones sobre la presunta riqueza etnográfica
del culto se acabaron de un plumazo. El culto era tan absoluta-
mente intenso, enigmático y tan lleno de vitalidad y sensualidad
que llegué al convencimiento casi instantáneo de que, en ese
momento de mi vida y de mi carrera, literalmente fascinado por
lo que estaba experimentando, no tenía mucho sentido embar-
carme en otro tipo de investigación en Venezuela. Era un culto,

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además, lo suficientemente extraño y exótico, a pesar de que ha-
bía surgido en una sociedad petrolera, que en mi todavía inci-
piente y, mirada desde el presente, algo clásica y desfasada idea
de la antropología, me parecía perfectamente legítimo y auténti-
co como lugar de campo, expresado ya en la disciplina en múlti-
ples estudios sobre temáticas semejantes tanto en América Lati-
na como en otros lugares del mundo. Entonces, como detallaré
más adelante, empezó a perfilarse un problema diferente, que
me enfrentaba directamente con el diseño del trabajo: ¿cómo
investigar un culto altamente descentralizado, practicado por
miles de personas, y fuertemente imbricado con los barrios mar-
ginales de las periferias urbanas?
Así, un primer problema del diseño de investigación etnográ-
fica es definir y delimitar mediante lecturas, consultas con espe-
cialistas y trabajo de campo preliminar —siempre que sea posi-
ble— un objeto de estudio adecuado, accesible, reconocible y
novedoso desde el punto de vista teórico y metodológico, inde-
pendientemente de su complejidad y de las matizaciones y re-
ajustes que se irán haciendo a medida que avance el proceso de
investigación en sus diferentes fases. Lógicamente nunca se eli-
ge en el vacío, y pocas veces al azar. Cada investigador tiene sus
propias preocupaciones, sus propias afinidades teóricas y meto-
dológicas, pertenece o se siente cercano a una escuela de pensa-
miento u otra, o tiene en su biografía alguna característica que le
predispone a un tipo de investigación determinada. El contexto
personal, social, académico o incluso político es, por lo tanto,
muy importante en la selección del tema. Además, la investiga-
ción es idealmente un proyecto de vida. A lo largo de su carrera,
los investigadores tienen varias opciones: pueden especializarse
en un tema concreto, pueden mantener una agenda estable de
intereses y temas más o menos amplios que puede desplegarse y
evolucionar en una dirección u otra, o pueden cambiar radical-
mente de rumbo de un proyecto a otro.
Para estudiantes que se están iniciando puede ser útil tener
en mente esta concepción procesual de la investigación, de modo
que planteen sus carreras con perspectiva. Por ejemplo, como
veremos con más detalle en el capítulo sobre antropología de la
violencia, en mi experiencia investigadora he trazado hasta el
momento un itinerario que comenzó en el análisis del culto de
posesión espiritista de María Lionza, para luego situarse duran-

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te unos años en la antropología de la violencia, y continuar final-
mente en un proyecto sobre la memoria traumática de la Guerra
Civil española tal como se expresa en las exhumaciones contem-
poráneas de fosas comunes. Del mismo modo que ahora puedo
tratar de defender una trayectoria con cierta coherencia en la
que, pese a la aparente disparidad entre un proyecto y otro que
puede percibirse a primer vista subyacen tres ejes de continui-
dad —corporalidad, memoria, violencia—, también soy conscien-
te de que si, por ejemplo, no me hubiera encontrado en Caracas
con los índices de violencia cotidiana, estructural y delincuen-
cial con los que me encontré durante mis visitas entre 1992 y
1995, y si esa violencia no se hubiera expresado tan dramática-
mente en el culto de María Lionza, quizá hubiera acabado por
derivar mi trayectoria investigadora hacia otros ángulos que
empecé a explorar en mi tesis doctoral y luego dejé de lado, como
pueden ser la evolución histórica de los grupos afroamericanos
en América Latina, la religiosidad popular, la marginalidad ur-
bana, la curación y eficacia simbólica, etc. Además mi investiga-
ción sobre las exhumaciones de la Guerra Civil, que supone el
tránsito entre el estudio del cuerpo poseído y el del cuerpo fusi-
lado, pone paulatinamente en mi agenda de intereses temas que
hasta ahora me resultaban lejanos, y ahora me planteo para fu-
turos proyectos de investigación, como pueden ser la transmi-
sión generacional del trauma social, los procesos de musealiza-
ción e institucionalización de la memoria, la plasmación geográ-
fica de la memoria histórica, la llamada vida social de los derechos
humanos en el marco de la llamada justicia transicional (Wilson,
2006; Ferrándiz, 2010), las transformaciones contemporáneas
en las culturas de la muerte, etc.
En el apéndice a su conocida obra La imaginación sociológi-
ca, titulado «sobre la artesanía intelectual», el sociólogo estado-
unidense de la Universidad de Columbia C.W. Mills (1961) reco-
mendaba mantener un archivo privado de experiencias y posi-
bles cursos de investigación, archivo que había que ir alimentando
con anotaciones, «ideas marginales», notas bibliográficas, recor-
tes de prensa, esbozos de proyecto, reseñas de libros y otros re-
cursos. La reorganización periódica y autorreflexiva de este dia-
rio privado de ideas y posibles temas de investigación permitía
«mantener despierto el mundo interior» del investigador, es de-
cir, transformar las categorías de los hechos de interés, jerarqui-

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zarlos de nuevo, y establecer nuevas conexiones. Aparte de estos
archivos personales, hay otros factores importantes a la hora de
decantarse como investigador por un tema u otro, como pueden
ser los programas de docencia e investigación de la institución
en la que nos encontramos y sus prioridades estratégicas; la evo-
lución de la bibliografía de la especialidad en la que investiga-
mos, que nos ayuda a redefinir los problemas, a buscar los con-
textos relevantes de análisis, y a ajustar de formas diferentes
nuestros marcos conceptuales a las realidades cambiantes; o los
contactos que mantenemos con especialistas en congresos, con-
ferencias o reuniones más informales, que de nuevo cuestionan
nuestra manera de proceder y nos aportan ideas nuevas sobre la
investigación. Estar lo mejor informado posible, y eso incluye el
buen manejo de la literatura internacional, también es impor-
tante a la hora de seleccionar un objeto de estudio, pues evita la
duplicación inútil de las investigaciones, a menos que la inten-
ción sea precisamente la de un reestudio. La novedad es, por lo
tanto, un elemento importante a la hora de seleccionar el tema
de investigación, como también lo son la originalidad y, lógica-
mente, la viabilidad.
Hammersley y Atkinson (1994) proponen un proceso de refi-
namiento del objeto de estudio partiendo de «problemas preli-
minares», parafraseando la introducción a Los argonautas de
Malinowski, cuyo punto de partida puede ser diverso. Por ejem-
plo, ellos señalan que el origen de la investigación puede ser una
teoría de la que brotan hipótesis, o el propio desconocimiento de
un fenómeno que despierta curiosidad, o ciertos desastres natu-
rales o crisis políticas («experimentos naturales»), o encuentros
fortuitos o experiencias personales que pueden dar lugar a la
aparición de una curiosidad científica por un tema determina-
do. A partir de aquí, el diseño permite convertir estos problemas
preliminares en un conjunto de preguntas a partir de las cuales
se pueden empezar a establecer conexiones teóricas. Pero éste es
un proceso de retroalimentación en el que los intereses teóricos
evolucionan al mismo tiempo que los contornos del objeto de
análisis, y lo mismo sucede cuando empieza el trabajo de campo
y aparecen los datos. Velasco y Díaz de Rada lo formulan de la
siguiente manera: los etnógrafos nos representamos los objetos
de estudio, y nos ponemos en marcha como investigadores, me-
diante «guías de trabajo» con diferentes grados de sistematici-

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dad y, de nuevo, incompletas, flexibles y cambiantes (1997). Es-
tas guías de trabajo, que son un elemento necesario del proceso
etnográfico, evolucionan a medida que el investigador se va orien-
tando en el campo como si se tratara de un laberinto.
Las preguntas que nos hacemos en estas guías de trabajo siem-
pre tienen una dimensión teórica, que puede ser más o menos
consciente o explícita, y forman el eje a partir del cual formula-
mos objetivos e hipótesis, y plasmamos las intuiciones interpre-
tativas que pretendemos validar empíricamente (Pujadas, 2004b).
Al mismo tiempo, condicionan la selección y preparación del
trabajo de campo, como veremos a continuación, y nos impul-
san a elegir las técnicas más adecuadas de entre la amplia gama
que tenemos disponible para obtener los datos que considera-
mos necesarios. Un diseño de investigación no es, como ya hemos
sugerido, un compartimento estanco, sino una condición nece-
saria de ordenación de los intereses y tareas del etnógrafo que se
modifica en el transcurso de la investigación. En un diseño de
investigación hay, por lo tanto, que proponer un mapa de ruta de
la investigación que combine flexibilidad con rigor. Para orien-
tarse en este laberinto de la investigación etnográfica, es preciso
conocer lo mejor posible los antecedentes del problema y el o
los contextos relevantes de análisis, situar el problema dentro de
un marco teórico capaz de retroalimentarse con los datos que se
vayan obteniendo, determinar con la mayor claridad posible los
objetivos generales y específicos de la investigación, identificar y
localizar las fuentes documentales y bibliográficas relevantes para
desarrollar el estudio, definir un campo adecuado para obtener
datos sobre las preguntas de investigación formuladas, descom-
poniendo sus elementos, sus ambientes y actores sociales y, fi-
nalmente, integrar las diferentes técnicas de campo de forma
que se adecuen a las preguntas formuladas y a las características
de la situación de investigación propuesta.

4.2. El trabajo de campo como situación metodológica

En esta sección general sobre el trabajo de campo, se antici-


pan algunos de los debates que desarrollamos a continuación.
Ya vimos antes cómo el trabajo de campo llegó a instalarse en el
corazón metodológico de la disciplina, a través del seguimiento

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de su progresión histórica en dos de las principales tradiciones
de la antropología. Según Stocking, el trabajo de campo está en
la base de los «valores metodológicos» de la disciplina, y se ha
filtrado incluso a las nociones más cotidianas de lo que significa
ser antropólogo en la sociedad en general (2001). Como también
señala este autor, la imagen clásica de Malinowski (un antropó-
logo occidental, varón, solitario, pasando una temporada larga
entre nativos y usando métodos de recolección rigurosos) ha sido
durante muchos años una suerte de «arquetipo» de nuestro mé-
todo. Incluso hoy, después de tantos años, debates e incluso es-
cándalos, a pesar de las críticas al trabajo de campo y a la etno-
grafía clásica que discutiremos más adelante, y a pesar de que
las situaciones de campo «clásicas» sencillamente ya no existen,
sigue habiendo un sentido general en la antropología de que la
presencia sobre el terreno es la situación metodológica funda-
mental en la que recogemos la información etnográfica y con-
textualizamos los datos con la necesaria «densidad» (Sanmar-
tín, 2003). Para González Echevarría, la subjetividad y los «valores
sociales» del investigador han estado presentes muy frecuente-
mente en los debates sobre el estatus epistemológico de la antro-
pología como ciencia «dura» o interpretativa (1987), ya que es a
partir del trabajo de campo etnográfico que establecemos nues-
tras teorías y construimos nuestros textos, rozándonos, cuando
no rasguñándonos o directamente chocándonos con las relacio-
nes y procesos sociales. Así, aunque el trabajo de campo no es
exclusivo de nuestra disciplina, sí la distingue por su centralidad
metodológica. Aunque en general no está explícitamente formu-
lado, en algunas tradiciones académicas el trabajo de campo de
larga duración —o incluso en relación con un «otro» cultural—
no es sólo el método de la disciplina, sino que es además condi-
ción indispensable para la admisión iniciática de un investiga-
dor en el colectivo de antropólogos.
Trabajos de campo hay tantos como investigadores. Ya hici-
mos referencia a que cada escuela o tendencia antropológica se
hace un tipo de preguntas diferentes, busca contextos de investi-
gación de campo distintivos, y prioriza diferentes estilos de pre-
sencia sobre el terreno. A pesar de esta diversidad metodológica
e histórica, desde Malinowski hay un acuerdo general de que el
antropólogo tiene que estar en el campo el tiempo suficiente como
para que su presencia se haga rutinaria entre los grupos estudia-

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dos, o al menos no sea considerada una anomalía que induzca a
la sospecha y ponga en cuestión la viabilidad de la investigación.
Lo veremos luego con más detalle cuando hablemos de los múl-
tiples papeles sociales del antropólogo en el campo, y de los dis-
tintos grados de implicación disponibles, entre ellos la llamada
observación participante, que es la más extendida en la discipli-
na. Hay, por lo tanto, una enorme variabilidad de trabajos de
campo posibles, tan grande como la cantidad de formas de im-
plicarse en él. Más adelante veremos también cómo el rango de
lo que consideramos como un trabajo de campo antropológico
legítimo en la disciplina se está ampliando notablemente, no sólo
debido a las transformaciones provocadas por la globalización,
sino también por el desarrollo de nuevos intereses de investiga-
ción en la disciplina (analizaremos con algo más de detalle el
caso de los estudios multilocales y los estudios de la violencia),
que están requiriendo la construcción constante de nuevos luga-
res de investigación, el replanteamiento y reajuste de técnicas, o
la modulación y diversificación de las retóricas.
Los estudios de campo profesionales pueden durar entre unos
pocos meses y décadas, dependiendo de los casos. Aunque la in-
tención última es adquirir un conocimiento lo más profundo posi-
ble de los grupos humanos y fenómenos estudiados, y conseguir el
acceso paulatino a los niveles de significación implícitos en los pro-
cesos culturales, es tan común que un antropólogo no regrese nun-
ca una vez finalizado el trabajo de campo necesario para su inves-
tigación, como que el trabajo de campo se prolongue en el tiempo
mediante periodos de campo en secuencia (Scheper-Hughes, 1997),
o incluso reestudios del mismo lugar con la perspectiva de los años
o décadas. También hay que tener en cuenta las fases previas al
trabajo, como son la obtención de fondos, el aprendizaje de idio-
mas cuando es necesario, el perfilamiento del proyecto, la obten-
ción de permisos si hacen falta (pasaportes, visados, autorizacio-
nes de acceso en casos de investigación en instituciones u organis-
mos como hospitales, centros penitenciarios, etc.), la negociación
del proyecto con comités éticos cuando lo exige el tema —aspecto,
por cierto, prácticamente ausente en el panorama antropológico
español más allá de las iniciativas individuales—, la institución o la
agencia que aporta la financiación, etc.
Desde luego el trabajo de campo no sólo es producto de un
diseño de investigación determinado, sino que está fuertemente

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condicionado por la situación personal y profesional del investi-
gador, por su experiencia etnográfica previa, así como por condi-
cionantes externos como los que se acaban de mencionar. Como
señala Amit (2000), los aspectos personales, institucionales e in-
vestigadores de cualquier etnógrafo se construyen recíprocamen-
te y no pueden entenderse por separado. Si se trata de estudiar un
nuevo problema en un campo ya conocido y donde se han hecho
investigaciones anteriores, el trabajo se puede hacer en unas po-
cas semanas. En antropología aplicada, en casos en los que es
preciso elaborar un informe o hacer un peritaje en el menor perio-
do de tiempo posible, las circunstancias también son distintas. De
hecho, el largo ciclo de la producción de conocimiento etnográfi-
co, en el que los textos pueden tardar años en salir publicados, ha
incrementado el valor de boletines institucionales de respuesta
rápida como Anthropology Today y ha llevado a algunas revistas de
prestigio (Cultural Anthropology, que incluye a veces una sección
llamada «In the News», o Ethnography, que tiene un apartado de-
nominado «Field for Thought») a crear secciones especializadas
para la presentación más ágil de materiales sobre hechos que es-
tán en el debate público y donde la antropología, incluso sin un
trabajo de campo clásico y sin una retórica estrictamente acadé-
mica, puede aportar elementos importantes a la discusión.
En mi experiencia de doctorado en Estados Unidos, los alum-
nos debíamos llevar a cabo un trabajo de campo de un mínimo de
12 meses para que fuera aceptado como legítimo por nuestros
asesores de tesis y, en general, por el claustro de profesores. La
mayor parte de las investigaciones obtenían becas, por lo que este
requisito era cumplido en la mayoría de los casos en una estancia
única, quizá precedida de trabajos de campo preliminares, y se-
guida de visitas posteriores para recabar datos que no fueron re-
cogidos en la temporada larga. Pero para los profesores de mu-
chas universidades, excepto en el caso de los años sabáticos o,
fuera de la universidad, en el de los profesionales que trabajan en
institutos de investigación, es imposible planificar trabajos de cam-
po tan largos y continuados, así que la estrategia de investigación
ha de variar y estructurarse en estancias más cortas durante tem-
poradas más largas. Basándose en su experiencia con sus alum-
nos y también como editor de Urban Life durante tres años, Emer-
son (1987), aunque ha mostrado su optimismo por el futuro de la
etnografía, se ha quejado de que hay casos en los que, a pesar del

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discurso aparentemente internalizado por muchos etnógrafos, en
la práctica no se hace «suficiente» trabajo de campo, y tampoco se
hace adecuadamente. En especial porque de la calidad de las rela-
ciones que se establecen en el campo depende en buena parte la
calidad de los datos obtenidos, y la gestión de las relaciones sobre
el terreno lleva tiempo y método (Goward, 1984). Emerson sugie-
re que la propia dinámica de competitividad que se ha instalado
en la carrera académica favorece en ocasiones lo que denomina
un aproximación quick-and-out —rápido y fuera— a la etnogra-
fía, en la que se pierde densidad investigadora a cambio de capital
académico a corto plazo.
Otro aspecto general del trabajo de campo tiene que ver con
la necesidad o no de viajar para acceder al ámbito de investiga-
ción seleccionado. No es lo mismo plantear una investigación en
la antípoda que hacerla en casa, y en cada caso las condiciones y
las exigencias son muy diferentes. La distancia dialéctica y geo-
gráfica entre casa y campo, históricamente, es básica en el pro-
ceso de extrañamiento que subyace históricamente a la antropo-
logía como disciplina especializada en «otros» culturales, y ha
señalado la diferencia entre el lugar en el que se han recolectado
los datos y el lugar donde se analizan y convierten en conoci-
miento etnográfico acabado, es decir, donde se acaban de escri-
bir (Gupta y Ferguson, 1997). En su influyente libro sobre la
historia del trabajo de campo en antropología y sus transforma-
ciones contemporáneas, Anthropological Locations, estos auto-
res distinguen dos fases de escritura etnográfica: 1) sobre el te-
rreno se redactan las «notas de campo», que están cercanas a la
experiencia, son fragmentarias, y contienen documentación en
crudo, entrevistas y observaciones, y 2) en «casa», la etnografía
que se reescribe una vez de regreso se refiere ya a los temas teó-
ricos relevantes en la investigación, y los trenza con la informa-
ción que proviene del trabajo de campo. En las situaciones en
las que el trabajo de campo se realiza en la vecindad del lugar
habitual de trabajo o el acceso es relativamente sencillo, el pro-
ceso de investigación puede reproducir las condiciones de «ex-
trañamiento» clásicas de la disciplina siguiendo el modelo diná-
mico «mesa de trabajo-campo», como han propuesto Velasco y
Díaz de Rada (1997), aunque este método de trabajo lógicamen-
te también se practica en cualquier lugar de campo alejado de la
base institucional del investigador donde existan las condicio-

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nes, como fue el caso de mi investigación en el culto de María
Lionza, ya que en Caracas vivía en un apartamento y podía re-
dactar casi diariamente las notas cuando regresaba de los cen-
tros espiritistas.
Otra consideración importante es la dimensión o escala del
campo, así como su adecuación como método de investigación
al problema planteado. Los etnógrafos trabajamos habitualmente
y de manera intensiva y cara a cara en contextos sociales de ta-
maño reducido —históricamente, estudios de comunidad (Arens-
berg, 1961; Moreno, 1972; Navarro, 1984), estudios de grupos
tribales (Malinowski, 1979), estudios de redes sociales (Bott,
1990), estudios de fiestas (Velasco, ed., 1987), estudios de reli-
giosidad popular (Álvarez Santaló, Buxó y Rodríguez Becerra,
1989), historias de vida de una persona determinada (Pujadas,
1992), etc.—, lo que en ocasiones puede poner bajo sospecha la
representatividad de los datos obtenidos y del conocimiento cons-
truido a partir de ellos, frente a otras estrategias de investigación
extensiva, como las cuantitativas. A pesar de las dudas que a
veces se plantean respecto a la validez de los estudios de campo
etnográficos, especialmente aquellos que enfatizan la observa-
ción participante y otros procedimientos cualitativos, Bernard
(1995) los defiende alegando las siguientes razones: 1) el trabajo
de campo permite desplegar un alto número de técnicas de in-
vestigación y, por lo tanto, recoger una gran variedad de datos de
distinta naturaleza; 2) la presencia en el campo reduce el proble-
ma de la reacción ante la presencia del investigador, normali-
zándose así, paulatinamente, su presencia en el grupo social es-
tudiado, así como sus acciones de investigación, como la elabo-
ración de censos y genealogías, las entrevistas, las fotografías o
vídeos, etc.; 3) la presencia en el campo contribuye sustancial-
mente a entender mejor la situación que se investiga, ayudando
al etnógrafo a formular las preguntas adecuadas a las personas
indicadas; 4) sólo la presencia prolongada en el campo propor-
ciona el conocimiento intuitivo de la cultura estudiada, pudien-
do así el investigador atribuir los significados adecuados a las
acciones sociales observadas o registradas; y finalmente 5) hay
muchos problemas que sólo pueden ser investigados mediante
la estancia prolongada en el campo.
Ahora, tras estas consideraciones generales, pasamos a ana-
lizar algunas de las características de la investigación etnográfi-

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ca de campo. Como hemos definido la etnografía como un pro-
ceso de retroalimentación continua, podría parecer contrapro-
ducente establecer divisiones claras entre unas fases de la inves-
tigación y otras. Si se hace es exclusivamente por motivos didác-
ticos, y también por responder a la estructura de muchos de los
debates disciplinarios. De todos modos, soy consciente de que al
menos partes de algunas discusiones, así como los casos etno-
gráficos que presento, se podrían mover de una sección a otra
sin causar violencia al conjunto.

4.3. La selección del campo

Uno de los elementos fundamentales del diseño de investiga-


ción es seleccionar bien el lugar donde se va a hacer la investi-
gación de campo, ya que la etnografía, necesariamente, se tiñe
de las características y procesos del lugar en el cual toca tierra.
En general, y es bueno transmitírselo a los alumnos, hay ciertas
pautas que conviene seguir a la hora de elegir el lugar de campo,
aunque yo no puedo asegurar que haya cumplido al pie de la
letra todas ellas en ninguna de mis investigaciones etnográficas.
Bernard (1995), por ejemplo, hace una primera consideración:
no hay razón para seleccionar un sitio que es problemático si
puede encontrarse uno equivalente que es mucho más sencillo a
menos que lo que el investigador busque sea precisamente un
lugar conflictivo donde se expresen con mayor intensidad las
tensiones que se pretende investigar. Siempre hay que sopesar
las opciones disponibles antes de hacer la elección. Se trata en
este punto de elegir el lugar que en principio plantee el acceso
más sencillo, pero también más diversificado y sofisticado, al
tipo de entornos sociales y datos que se quieren investigar. Aun-
que éste es un consejo sensato, especialmente para un estudian-
te que empieza su carrera, si lo hubiera seguido en el caso de
María Lionza, como también me recomendaban encarecidamen-
te muchos de mis propios colegas venezolanos, hubiera hecho
probablemente una investigación digna, pero hubiera evitado,
por ejemplo, entrar con tanta frecuencia a presenciar ceremo-
nias espiritistas en los barrios marginales, puesto que también es
posible encontrar el culto en lugares más seguros, en zonas po-
pulares del centro de las ciudades, e incluso en ambientes de

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clase media y alta. Pero sin la experiencia etnográfica en los ba-
rrios, el resultado final de la investigación y la tesis no hubiera
sido satisfactorio para mí, pues las bolsas de pobreza de la peri-
feria urbana son precisamente el lugar en el que esta devoción
religiosa tiene su mayor fuerza, donde su capacidad de reciclaje
de imágenes, discursos y prácticas es mayor, y donde se expresa-
ba de manera más nítida el entrelazamiento del espiritismo con
la violencia cotidiana —aspecto que, ya he señalado, se convirtió
en uno de los más importantes de mi investigación. Aun así, de
entre todas las posibilidades que se me abrieron en los barrios,
donde el culto puede encontrarse literalmente en todos lados,
busqué y seleccioné centros espiritistas en los lugares que yo
consideré más seguros de todos los posibles, aunque no siempre
acerté o supe leer adecuadamente los gradientes de peligrosidad
de lo que en Venezuela se conoce como zonas rojas.
Hammersley y Atkinson (1994) sostienen que la propia elec-
ción del campo cambia de manera sustancial aspectos del dise-
ño previo, y que, en una relación de retroalimentación, el diseño
ayuda a acotar, reajustar y, por usar una expresión de Amit, «com-
partimentalizar» el campo (2000). Es decir, decidir dónde y cuán-
do se observa, qué se observa, si la observación es participante o
no, con quién se interacciona y en qué orden, con qué técnicas se
van a buscar los distintos tipos de datos que resultan de interés,
cuáles son los soportes adecuados para los distintos tipos de da-
tos, cómo se va a comportar el investigador en relación con las
expectativas de los sujetos sociales que están en el campo, etc. El
etnógrafo casi nunca está en posición de anticipar con exactitud
hasta qué punto y de qué manera va a cubrir las previsiones del
lugar de campo finalmente elegido. Para minimizar riesgos de
falta de fluidez en la investigación, una buena posibilidad es se-
leccionar previamente una serie de lugares de campo alternati-
vos o simultáneos, y circular por ellos a medida que avanza la
investigación y se van desatascando las relaciones personales y
los diferentes bloqueos que pueden surgir.
Unos párrafos atrás ya explicaba los motivos que me llevaron
a elegir el culto de María Lionza como objeto de estudio para mi
tesis doctoral. Revisaré ahora algunos de los problemas que se
me presentaron al diseñar la investigación de campo, en rela-
ción con mis decisiones a la hora de elegir y compartimentalizar
el campo. En un primer momento, tras discusiones con mis cua-

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tro asesores de tesis en aquel momento, Stanley Brandes, Nancy
Scheper-Hughes, Renato Rosaldo y Michael Watts, definí (desde
casa) tres ejes básicos para orientar el estudio sin perder el rum-
bo en una práctica social muy dispersa, compleja y sofisticada:
la relación histórica del culto con la sociedad petrolera y la ideo-
logía de la nación hegemónica en el país; la cristalización en el
cuerpo de la memoria popular —sobre todo a través de las «cor-
tes» o agrupaciones de espíritus más relacionadas con la histo-
ria de Venezuela, como la corte africana, la corte india, la corte
libertadora, etc.—; y, tras mi trabajo de campo preliminar en el
que había encontrado en la montaña de Sorte decenas de mé-
diums jóvenes automutilando sus cuerpos durante el trance, la
relación del culto con el incremento de las violencias urbanas.
Antes de empezar lo que podríamos llamar la fase formal de di-
seño, me resultó de mucha utilidad un trabajo que me pidió para
un seminario de investigación el profesor Renato Rosaldo, que
titulé «El beneficio de la duda», donde expresaba todas las pre-
guntas sin respuesta que tenía en aquellos momentos respecto al
espiritismo venezolano (algunas de las cuales todavía no se han
disipado). Este trabajo fue mi primera guía de campo, y en él
empecé a plasmar los contornos y límites de mi investigación,
que eran mi preocupación mayor al empezar. Es decir, qué cosas
me interesaban, dónde podía encontrarlas, mediante qué técni-
cas, en qué secuencia, etc. Entonces empecé el proceso de «com-
partimentalización» de la estancia de campo en Venezuela, que
tenía prevista para un año. Puesto que no tenía posibilidad de
saber cómo iba a entrar en el culto, o lo receptiva que iba a ser la
gente a mi investigación, y al encontrarme ante una práctica so-
cial muy extendida y dispersa, tan sólo podía «construir el cam-
po» a priori trazando unas directrices generales que luego debía
ajustar durante el trabajo de campo en sí.
En primer lugar, tenía un interés muy especial por investigar
la dimensión urbana del culto y por caracterizar la naturaleza de
lo que llamo la ciudad espiritista (2004a, cap. 2). Esta decisión
metodológica sorprendió a algunos de mis colegas venezolanos,
pero para mí estaba muy fundamentada. Primero, porque consi-
deraba que el espacio de cotidianidad del culto era el prioritario
para entender su dinámica interna, frente a la que en principio pa-
recía más lógica priorización del trabajo etnográfico en la monta-
ña de Sorte y otros santuarios naturales del culto, que era donde

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empezaban y acababan otras muchas investigaciones. Ya he co-
mentado antes que unos meses antes de comenzar el periodo lar-
go de mi trabajo de campo, en octubre de 1992, había visitado en
un viaje de campo preliminar la montaña de Sorte, en el estado de
Yaracuy, el escenario más espectacular del culto y un lugar ex-
traordinariamente atractivo para un investigador interesado en el
espiritismo. Pero el hecho de que Sorte fuera el mirador más pre-
visible hacia el culto, donde es fácil encontrarse con antropólogos,
(para)psicólogos, sociólogos, eruditos locales, artistas, periodis-
tas, fotógrafos, etc., fascinados por su exotismo —lo que sitúa a la
montaña en un escalafón elevado de lo que Gupta y Ferguson lla-
man «jerarquía de pureza» de los lugares de campo (1997)—, me
hizo pensar que debía comenzar mi investigación por el otro ex-
tremo, más complicado y de peor acceso, es decir, allí donde esta
práctica se despliega cotidianamente: en los centros de culto ur-
banos. Mientras que en Sorte el culto estaba siempre allí de forma
masiva —lo que no dejaba de ser un seguro de vida en caso de
fracasar mi diseño original—, representaba una situación de ex-
cepcionalidad, puesto que cada grupo de culto independiente sólo
visitaba la montaña u otro santuarios una o dos veces al año. Por
lo tanto, opté por dejarlos en un segundo plano y acudir a ellos, la
mayor parte de las veces, con mis informantes urbanos. En se-
gundo lugar, por la convicción de que sólo era posible determinar
la naturaleza del culto, los grados de implicación de sus fieles, la
estructura jerárquica de los grupos, el significado de los altares,
los rituales de iniciación y los itinerarios corpóreos de los mé-
diums durante un plazo prolongado mediante el seguimiento de
un número limitado de grupos en sus contextos de cotidianidad,
mientras que la montaña representaba una especie de escaparate
ocasional de espiritistas. Eso sí, de mucha espectacularidad. En
tercer lugar, porque era una metodología inversa a la más habi-
tual, ya que una buena parte de las investigaciones sobre el culto
que conocía se habían basado en estancias de campo en la monta-
ña de Sorte.
Una segunda decisión metodológica tenía que ver con la se-
lección de un ámbito urbano adecuado para explorar el culto.
Inicialmente elegí Caracas para hacer mi investigación por ser el
centro del poder político y una ciudad de gran complejidad, donde
se reflejaba con claridad la huella del impacto petrolero sobre la
sociedad venezolana, y me ofrecía acceso a una buena parte de

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toda la gama de experiencias urbanas imaginables en la Vene-
zuela contemporánea. Era, por lo tanto, un escenario de investi-
gación difícil, pero muy versátil. También se encontraban allí
mis contactos académicos en Venezuela, y es donde tuve la opor-
tunidad de conseguir un lugar para vivir con relativa facilidad.
Dado que mi planificación metodológica me exigía rotar por di-
versos centros espiritistas decidí vivir en un entorno de clase
media, cerca de la universidad, y salir a hacer trabajo de campo
según las condiciones y la evolución de la investigación. Esto me
posibilitó establecer un despacho a poca distancia de los centros
que visitaba con frecuencia, lo que me dotaba, como ya he men-
cionado, de un espacio de investigación dual que me permitía
circular con facilidad entre la «mesa de trabajo» y el «campo»
(Velasco y Díaz de Rada, 1997) en apenas unas horas. Pero al
mismo tiempo, decidí adoptar una postura flexible que no me
restringiera necesariamente a la capital y me permitiera seguir
pistas o madejas que surgieran fuera de mi control, como así
sucedió de hecho en el trabajo de campo, en el que tuve contac-
tos con grupos en otras ciudades como Barquisimeto, San Feli-
pe, Maracay y, muy especialmente, Catia La Mar.
Una tercera decisión que tuve que solucionar en las primeras
semanas de mi llegada a Caracas tenía que ver con la elección de
varios centros espiritistas representativos de la práctica popular
del culto, así como de algún otro de clase media o alta, para
poder establecer un marco comparativo. Al no tener contactos
en el culto antes de iniciar mi trabajo de campo, era imposible
anticipar los grupos exactos con los que iba a hacer trabajo de
campo. A través de las lecturas que había hecho en la universi-
dad, había podido conocer algunos detalles acerca de su estruc-
tura interna, así como su relación entre ellos —generalmente
muy competitiva— y con las vecindades en las que se ubican. A
pesar de formar parte de una misma devoción religiosa, cada
centro espiritista tiene sentido en sí mismo, crea su propia diná-
mica interna, inicia a los médiums menos experimentados,
desarrolla relaciones con un colectivo de espíritus determinado
aunque fluido, se mantiene estable o se escinde, y puede recibir
pacientes de su entorno inmediato, de otras zonas alejadas en
Caracas, o incluso de fuera de la ciudad. Esto me permitió anti-
cipar la utilidad de hacer trabajos intensivos en varios centros, y
en mi diseño inicial decidí que el criterio que iba a usar para

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diferenciar a unos grupos de otros era su grado de estructura-
ción interna. Necesitaba encontrar grupos desestructurados, gru-
pos intermedios, grupos altamente organizados e, idealmente,
algún grupo en el que se estuviera produciendo una escisión.
Para ello, una vez en el campo, elaboré una estrategia doble. Por
un lado, nunca perdí la oportunidad de visitar un centro o san-
tuario espiritista si las circunstancias de la investigación, los con-
tactos, los encuentros fortuitos, las invitaciones inesperadas, me
llevaban en esa dirección, o me encontraba con algún médium
que, por su estilo de práctica, fuera de especial interés para los
temas que estaba investigando. En este sentido, mi intención
inicial era que mi itinerario de investigación mimetizara en lo
posible el recorrido de muchos de los creyentes de María Lion-
za, que cambian con frecuencia de grupo de culto, desarrollan
relaciones más fuertes con unos que con otros, desarrollan afini-
dades con ciertos médiums, viajan a veces con ellos a los santua-
rios, etc.
A pesar de mi flamante hoja de ruta inicial, mi campo en
Venezuela nunca fue estable. Es más, estuvo lleno de sobresal-
tos, aunque esto también era previsible. Sólo al cabo de unos
meses de investigación pude asegurar que estaba trabajando pre-
ferentemente con unos grupos diferenciados, como había plani-
ficado. Los tres centros espiritistas con los que trabajé de mane-
ra más intensiva, de menor a mayor organización, fueron: 1) un
grupo de espiritistas aglutinado por el carisma de un médium
itinerante, Daniel Barrios, que vivían en la llamada economía del
rebusque en el complicado barrio de Las Mayas, en el extremo
sur de Caracas; 2) el centro «Juan Pelao» —que era una escisión
de un grupo más grande de Maiqueitía ya desaparecido, y del
que se separó durante mi trabajo de campo el centro «Arichuna-
Olofi»—, situados ambos en un radio de 200 m en el barrio de
Soublette, en la ciudad costera de Catia La Mar; 3) el centro de la
«India Rosal» en el conocido barrio de La Vega en Caracas, el
más organizado de los tres. Dediqué mucho tiempo a estar con
ellos dentro y fuera de las ceremonias espiritistas —a acudir a
sus ceremonias pero también a vivir su cotidianidad—, a inte-
raccionar con sus espíritus y sus médiums en trance, a acompa-
ñarles en sus viajes a santuarios externos, etc.
Sin embargo, a pesar de que estos tres grupos espiritistas y
algunos de sus principales miembros se convirtieron en eje cen-

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tral de mi investigación y me permitieron consolidar una hoja de
ruta estable, necesitaba conocer el funcionamiento de otros gru-
pos, y también obtener datos de tipo comparativo sobre la natu-
raleza de las prácticas espiritistas en grupos de élite, y también
sobre la forma que adoptaba el culto en ámbitos rurales. Así,
desde mi base caraqueña, siempre mantuve una actitud de flexi-
bilidad metodológica para incrementar en lo posible el número
y la variedad de situaciones de campo en las que podía experi-
mentar el entramado espiritista y obtener información compa-
rada que me permitiera contrastar la diversidad de estilos de
práctica espiritista. Para ello mantuve simultáneamente relacio-
nes más esporádicas con otros centros o portales espiritistas en
el barrio 23 de Enero, en el barrio de Petare, o en la Avenida San
Martín, todos ellos en Caracas, y en el municipio de Baruta (su-
deste de Caracas) y en el barrio de San Juan de la Cañada de la
ciudad de Barquisimeto. Visité en numerosas ocasiones una per-
fumería o tienda de venta de productos asociados al espiritismo
en la Avenida San Martín, y entré en decenas de ellas en distintos
puntos de Caracas para hacer consultas, hablar con los médiums
de guardia y adquirir materiales esotéricos para mi colección
etnográfica. Y también asistí a varias sesiones espiritistas en un
centro de clase alta que se reunía en unas lujosas instalaciones
en Chacao, en una zona de lujo, y tuve contacto con un grupo
que podríamos adscribir a la clase media-alta venezolana en la
ciudad de San Felipe. Además, tuve la oportunidad de visitar un
hospital espiritista en la ciudad de Maracay, donde acudía una
media de 500 pacientes diarios. Para estudiar cómo el culto de
María Lionza se difundía de las ciudades hacia los ámbitos rura-
les, abrí otro frente de investigación con Jacinto, un curandero
afrovenezolano que vivía con su familia en una cabaña en lo alto
de una colina, en un pequeño pueblo de Barlovento, Tapipa, y
que había aprendido el espiritismo —del que vivía— durante una
estancia que había hecho en Caracas. Viajé además con mis in-
formantes urbanos a un buen número de santuarios naturales
durante el curso de mi investigación, fundamentalmente a Sorte
(estado de Yaracuy), Anare (estado de Vargas), y La Mariposa
(Caracas), pero también a la Cueva de Don Toribio en el estado
Portuguesa y a algunos ríos de la región de Barlovento, que es
donde tenía previsto que se localizara etnográficamente mi pro-
yecto inicial sobre competencias terapéuticas (Ferrándiz, 2004a).

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Unos años después, en torno a 2002, cuando estaba prepa-
rando la publicación de mi libro sobre María Lionza, y ya lleva-
ba un tiempo trabajando sobre temas de antropología de la vio-
lencia y de la memoria traumática, tal como se expresaba en el
culto de María Lionza, empecé a diseñar un nuevo proyecto de
investigación, sin descartar volver a hacer en el futuro un reestu-
dio del culto para probar mis hipótesis relativas al eclecticismo y
a la naturaleza transformadora del culto. Pero mi trabajo de cam-
po sobre María Lionza estaba, en su parte fundamental, acaba-
do y publicado, y estaba buscando un tema y un campo adecua-
dos para seguir desarrollando los intereses de investigación que
habían cobrado mayor preeminencia durante mi trabajo en Ve-
nezuela, en concreto, la memoria social, las formas contemporá-
neas de la corporalidad, y la violencia en sus diversas manifesta-
ciones. Estaba en una fase de transición.
Al principio tuve dudas porque quería seguir trabajando con
temas latinoamericanos, pero mi situación personal y laboral, que
ya no era la de un estudiante de doctorado, no me permitía plan-
tear un trabajo de campo de la misma envergadura allí. Empecé
recogiendo información en mi «archivo personal de asuntos de
interés» (Mills, 1961) sobre un posible tema de investigación que,
sin tener que dejar el continente, eliminaba en buena parte la difi-
cultad de diseñar y financiar un estudio de campo en Latinoamé-
rica. Empecé a hacer algunos contactos iniciales y a leer biblio-
grafía sobre él. Se trataba de analizar el impacto del estado de
conflicto crónico que sufre Colombia sobre la diáspora de sus ciu-
dadanos en Europa, especialmente en España. Eso me obligaba a
trasladarme a temas y debates sobre procesos migratorios, pero
me seguía permitiendo trabajar con la base que ya tenía sobre la
violencia, la memoria y el sufrimiento social, que en este caso co-
braba una dimensión transnacional y planteaba problemas de in-
vestigación complicados. Pero, ¿qué colombianos? ¿Dónde? Los
colombianos son además un colectivo especialmente estigmatiza-
do por las asociaciones que se hacen en el sentido común europeo
entre ellos y la guerrilla, el narcotráfico o el sicariato. De hecho, en
ese tiempo, hubo incluso varios incidentes con resultado de muer-
te en Madrid, involucrando a colombianos, y eso hacía el tema
todavía más delicado. Empecé a leer algunos artículos sobre estas
cuestiones que me resultaron muy sugerentes, especialmente uno
del profesor de la Universidad de Columbia Valentine Daniel so-

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bre los refugiados políticos tamiles en Inglaterra (1997). Consulté
a algunos expertos, me reuní con la presidenta de una de las prin-
cipales asociaciones de colombianos en Madrid, e incluso localicé
y entrevisté a varios colombianos que habían adquirido el estatus
de refugiados políticos en España, y que habían salido de Colom-
bia por amenazas de los grupos paramilitares. Llegué incluso a
conseguir una de las amenazas de muerte anónimas que uno de
ellos había utilizado como prueba para la obtención de su estatu-
to de refugiado político.
Pero mientras acotaba el campo de la diáspora colombiana y
me preparaba para una larga investigación, incluyendo visitas a
Colombia, empecé también a recoger en otro cajón material so-
bre el llamado movimiento para la recuperación de la memoria
histórica en España, relacionado con las exhumaciones de las
fosas de la Guerra Civil, que empezaron en el año 2000. La exhu-
maciones de cadáveres de personas fusiladas en la retaguardia
del ejército sublevado y, posteriormente, durante el franquismo,
estaba provocando un debate muy encendido sobre la relación
de España con su pasado más incómodo, sobre la supuestamen-
te modélica transición española y sobre la persistencia del trau-
ma social a través de los años a pesar de un pacto político que
puede equivaler a una ley de punto final como las que se están
revirtiendo en algunos países de América Latina (2005; 2010b).
A principios de 2003, decidí elegir este segundo tema y poner
el de la diáspora colombiana en una cola imaginaria de proyec-
tos de investigación puesto que, a diferencia de lo que estaba
pasando con el proceso de recuperación de la memoria, en que
hay un sentido muy consolidado de urgencia por la mera des-
aparición física de los supervivientes, el tema de Colombia lleva
lamentablemente muchos años y, presumiblemente, seguirá allí
cuando decida que es el momento de cambiar de proyecto. Mi
archivo personal de la diáspora colombiana sigue alimentándo-
se con noticias de los periódicos, conversaciones con colegas,
etc., pero de una manera menos sistemática. Comencé entonces
a definir las características de la investigación y la naturaleza del
trabajo de campo etnográfico que puede hacerse sobre el proce-
so de recuperación de la memoria histórica. Desde el principio
percibí una continuidad clara con algunos aspectos de mi inves-
tigación sobre María Lionza, ya lo he comentado, aunque el tema
pueda parecer muy diferente a primera vista.

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Más adelante contaré también detalles de mi entrada en el
campo de investigación de las exhumaciones contemporáneas
en España, de los que considero informantes más relevantes, y
de mi propia posición en un asunto que me concierne no sólo
como investigador sino también como ciudadano y en que tra-
bajan simultáneamente muchos especialistas de diferentes dis-
ciplinas: historiadores, psicólogos, arqueólogos, abogados o fo-
renses, aparte de los familiares y los propios militantes de la me-
moria que están detrás de estas iniciativas (Jelin, 2003). En este
punto, hablaré brevemente de cómo diseñé originalmente la in-
vestigación y de cómo entiendo el campo etnográfico en un asunto
complicado que en varios momentos durante la última década
ha estado en el ojo de un huracán mediático, político y judicial.
En este caso, se trata de un trabajo de campo más episódico y a
largo plazo que, a diferencia de mi investigación sobre el culto
de María Lionza, por diferentes motivos personales y laborales,
no puedo llevar a cabo de manera continua durante un periodo
de un año y luego salirme para analizarlo y escribirlo. Primero,
porque su espacio de despliegue coincide con mi actual ubica-
ción personal y profesional. Es decir, es un trabajo de campo
aquí en el que, por su alto perfil mediático, muchos días se entra
sencillamente encendiendo un aparato de radio por la mañana
durante el desayuno. Además, porque es un proceso de largo
recorrido temporal, en el que se están produciendo novedades
continuamente, y del que no sabremos la profundidad de su im-
pacto hasta dentro de unos años. Finalmente, las características
de las exhumaciones de fosas comunes —que por decisión meto-
dológica situé como eje fundamental de la investigación y como
campo principal del estudio—, que se concentran en los meses
de primavera y verano, unidas a las responsabilidades profesio-
nales, me impiden dedicarme en exclusividad al trabajo de cam-
po durante un periodo limitado.
Para llevar a cabo esta investigación con garantías, he defini-
do diferentes estrategias metodológicas simultáneas que me per-
mitan, por un lado, tomar el pulso a todo lo que está ocurriendo
en el nivel nacional e internacional en relación con la gestión de
la memoria traumática en España, y en una segunda fase com-
parativa en otros países; y, por otro, tratar de evaluar cuál es el
impacto en los ámbitos locales, que fueron un escenario crucial
de represión y olvido durante la guerra y el franquismo y consti-

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tuyen actualmente la espina dorsal del trabajo de recuperación
de la memoria. Un tema tan candente y sobre el que se está escri-
biendo tanto, no sólo respecto al caso español sino sobre otros
casos que tienen cierto parentesco en Argentina, Chile, Guate-
mala, El Salvador, Bosnia o Ruanda, por mencionar algunos,
obliga a que durante todo el proceso de investigación sea priori-
tario dedicar tiempo a la lectura exhaustiva de la literatura exis-
tente sobre la historiografía de la Guerra Civil y la posguerra,
sobre procesos semejantes en otros lugares del mundo y, más en
general, sobre la justicia transicional, el trauma social, la antro-
pología de la violencia y el sufrimiento social, la antropología de
los derechos humanos, etc.
Al mismo tiempo, un proyecto de esta naturaleza precisa la
recopilación casi diaria de información en los medios de comuni-
cación y en otros ámbitos sobre los diferentes sucesos que tienen
lugar en relación con este proceso de recuperación de la memo-
ria. Por ejemplo, las guerras de las esquelas y las estatuas y la per-
sistencia del franquismo en el callejero tanto urbano como rural,
los debates sobre la Ley de Memoria Histórica y su desarrollo
reglamentario, la producción de documentales sobre la represión,
la organización de actos de desagravio a distintos tipos de vícti-
mas del franquismo, homenajes, conciertos, jornadas, protestas,
manifestaciones, encierros, conferencias y cursos de verano, la
circulación de noticias y documentales televisivos, la producción
de piezas de arte inspiradas en las exhumaciones, conversaciones
personales o telefónicas con especialistas y activistas de la memo-
ria, etc. La cantidad de acciones e iniciativas que están teniendo
lugar en muchos puntos de España hacen inviable que se pueda
acudir a todas, aunque es posible seguirlo en parte gracias a lo
que Varisco ha llamado participant webservation, es decir, al tra-
bajo de campo en Internet y las redes sociales, sobre el que habla-
remos con algo más de detalle en otra sección (2002).
Pero el corazón del campo, al que estoy dedicando mi mayor
esfuerzo investigador y que me permite circular con brújula en
un campo extraordinariamente complejo y lleno de sucesos rele-
vantes de diversa índole, se refiere al estudio etnográfico de las
exhumaciones de las fosas comunes como lugares de la memoria
que se reactivan en el proceso de excavación (Nora, 1989). Desde
el punto de vista del diseño de investigación, eso requeriría mi
presencia en el mayor número de exhumaciones posible durante

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un periodo que inicialmente calculé en cuatro años pero, a la
hora de cerrar este texto, se había prolongado casi una década.
Pero la exhumación como escenario de campo principal para
analizar la difícil relación de España con la Guerra Civil, con sus
variantes autonómicas, es un arma de filo múltiple. Por un lado,
entre 2000 y 2011 ha habido tantas excavaciones (más de 250)
que es imposible acudir a todas, o incluso a veces saber que han
sucedido. Por otro lado, como aspecto positivo, como duran ha-
bitualmente, según el tamaño de la fosa común y la competencia
de los equipos técnicos, entre un fin de semana y 10 días, me
permiten compatibilizar mi presencia en ellas con otros com-
promisos laborales. Pero aunque las exhumaciones son actos
políticos, sociales y simbólicos de un gran dramatismo e intensi-
dad, de ninguna manera pueden compararse una por una a lo
que sería un trabajo de campo de larga duración en el sentido
clásico de la disciplina, que ya hemos descrito antes. Es difícil en
unos pocos días, por ejemplo, conocer todas las relaciones de
parentesco tejidas en torno a las personas fusiladas, conocer las
historias y los rumores que circulan desde la guerra en los pue-
blos, conocer las motivaciones de todas las personas que se acer-
can a las exhumaciones, etc. Ya me enfrenté a un problema de
diseño de la investigación semejante en el culto de María Lionza,
y la solución que he encontrado es semejante.
Debido a estas dificultades, para aproximarme etnográfica-
mente a las exhumaciones he planteado una estrategia doble.
Por un lado, llevo varios años desarrollando una investigación
de campo multilocal o multisituada (Marcus, 2001) que combi-
na la presencia etnográfica en exhumaciones de fosas comunes
(Valdediós, 2003; Villamayor, 2004; Covarrubias, 2005; Fonta-
nosas, 2006; Milagros, 2009; La Pedraja, 2010; La Legua, 2011;
etc.), con el estudio de diversas ONG de recuperación de la me-
moria histórica (especialmente la Asociación para la Recupera-
ción de la Memoria Histórica —ARMH— y la Federación de Foros
por la Memoria), grupos de trabajo con apoyo institucional (So-
ciedad de Ciencias Aranzadi) y algunos laboratorios forenses. La
investigación tiene como base la observación participante (lue-
go aclararé qué significa en este contexto) en los diversos esce-
narios de recuperación de la memoria que ya he mencionado,
especialmente las exhumaciones, así como la recogida en vídeo
digital de testimonios de víctimas del franquismo tanto in situ

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en las exhumaciones como en otros escenarios de la memoria,
basándome en un protocolo elaborado por Luis Elguezabal y yo
mismo y utilizado también por algunas de las ARMH en distin-
tos puntos de España.1
Por otro lado, para sortear y complementar el potencial défi-
cit de profundidad etnográfica en la investigación de campo mul-
tisituada, he seleccionado una región que me permita enfrentar-
me con el proceso de recuperación de la memoria histórica si-
guiendo una estrategia de investigación más clásica. En concreto,
durante varios años he estudiado en mayor profundidad todo lo
que ocurre en temas de memoria de la Guerra Civil en el Valle
del Tiétar en la provincia de Ávila, una zona que ha sido muy
activa y también controvertida. Por un lado, tengo vínculos fa-
miliares con la región, lo que me facilita la infraestructura y el
acceso de lo que esta vez sí sería una investigación en casa. Es
además una zona en la que ya se han llevado a cabo varias exhu-
maciones (una de ellas, la de Candeleda, que contenía los restos
de tres mujeres y fue exhumada en 2003, ya ha inspirado una
obra de teatro) y las asociaciones de recuperación de la memo-
ria histórica principales, la ARMH y el Foro por la Memoria, son
activas, y donde han existido y existen otras asociaciones de per-
fil más local. Aparte del seguimiento de lo que ocurre en esta
región, estoy llevando a cabo un estudio de comunidad en el pue-
blo de Cuevas del Valle, muy golpeado por la Guerra Civil, del
que era originario uno de mis abuelos. Cuevas del Valle es un
pueblo típico de las acciones de retaguardia de los dos bandos,
pues se produjo el fusilamiento de once personas afines a la fa-
lange a los pocos días del golpe de Estado, y la represión de las
tropas franquistas fue muy importante, llegando a morir en la
contienda el 10 % de la población. Las fosas comunes donde ya-
cen los fusilados de Cuevas del Valle aún no han sido abiertas,
pero es posible que lo sean durante el transcurso de mi investi-
gación. El trabajo de campo en Cuevas del Valle, donde pasé
todos los veranos de mi infancia, me enfrenta además a mis pro-
pios fantasmas familiares, e incrementa necesariamente el tono
reflexivo de mi investigación etnográfica.

1. Véase http://www.todoslosnombres.org/php/generica.php?enlace=
muestradocumento&iddocumento=6#

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4.4. La entrada al campo

Uno de los momentos míticos de la etnografía clásica, como


nos ha enseñado M.L. Pratt en su análisis de las «escenas de
llegada» que contienen muchas de las monografías clásicas en
sus capítulos introductorios (1991; Geertz, 1989), es la impor-
tancia que hemos dado a la presencia en el campo como funda-
mento de lo que se ha dado en llamar «autoridad etnográfica»,
es decir, del establecimiento retórico del «haber estado allí» como
garante de la legitimidad y calidad de la investigación etnográfi-
ca. Ya veremos después con más detalle este tema, porque forma
parte de la batería de críticas que desde el posestructuralismo se
ha hecho a la disciplina antropológica clásica. Ahora, hablare-
mos tan sólo de algunas de las características de este momento
inicial de la investigación de campo, que es importante porque
puede dotar de auspicios inmejorables a una investigación de-
terminada o, por el contrario, dejarla herida de muerte. Y esto
porque el etnógrafo, por la naturaleza de su práctica, se inserta
en un campo social al que no pertenece, y que en muchas ocasio-
nes no tiene categoría clasificatoria para incorporarle con clari-
dad. Según el contexto histórico y geográfico, los antropólogos
hemos sido y podemos ser confundidos con médicos, arqueólo-
gos, policías, misioneros, o incluso, en el caso de algunos colegas
norteamericanos, con agentes de la CIA.2 Excepto en lugares
donde la presencia de antropólogos es continua, como por ejem-
plo en las comunidades mayas en las que ha funcionado el Har-
vard Chiapas Project durante años (Vogt, 1994) —sobre las que
circula en la profesión el chiste de la familia nuclear chiapaneca,
que incluye el padre, la madre, los hijos y el antropólogo—, o en
países donde el perfil de los antropólogos es fundamentalmente
aplicado y colaboran de manera continua con diversas institu-
ciones en el desarrollo de planes y políticas sobre el terreno, el

2. Esta percepción tiene una base real. Para los escándalos en la antropo-
logía norteamericana por la colaboración de algunos profesionales con dife-
rentes instancias del gobierno en guerras y conflictos, véase el libro Anthro-
pology goes to War de Eric Wakin (1992). Más recientemente, para una eva-
luación de la colaboración de «antropólogos empotrados» en las unidades
militares norteamericanas en Afganistán e Irak en el llamado Human Terrain
System, véase González (2008), así como la página web del colectivo Concer-
ned Anthropologists (http://sites.google.com/site/concernedanthropologists/).

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rol de antropólogo es habitualmente mal comprendido, incluso
en las sociedades occidentales.
Por ejemplo, en mi investigación sobre María Lionza, fui
confundido con un sacerdote, con un psicólogo, con un turis-
ta, con un periodista, con un paciente, etc., mientras que en
mi trabajo actual sobre las exhumaciones de las fosas de la Gue-
rra Civil siempre he de aclarar que no soy un médico forense. Mi
rol de sacerdote respondió a una broma de un promotor cultural
afroamericano, José, con el que me había puesto en contacto, y
puede encuadrarse en la experiencia del antropólogo inocente que
popularizó Barley (1999). Es decir, el antropólogo solo, enreda-
do en una situación sobre la que no tiene apenas control, sin
posible escapatoria, manejado por sus informantes, enredado
en un rol social equívoco. Fui a la región de Barlovento, pues
José quería presentar allí un disco de un decimero local (intér-
prete de un género musical caribeño), y también poner en varios
pueblitos una película sobre el culto de María Lionza, lo cual me
interesaba sobremanera puesto que formaba parte de una estra-
tegia consciente por su parte de afroamericanización de lo que
yo considero un culto criollo, y no muy arraigado en las zonas de
antiguo predomino esclavista, excepto en casos de emigrantes
que han tenido experiencias urbanas del culto y han regresado.
Junto con un amigo suyo, nos internamos en la selva en un viejo
Chevrolet verde chillón, apodado por ellos mismos como el avis-
pón. Íbamos visitando caseríos dispersos, ocupados en su totali-
dad por población de origen negro. Las huellas del sistema es-
clavista colonial de plantaciones de cacao estaban fuertemente
impresas en el paisaje todavía. En cada parada, que eran mu-
chas, mi amigo el promotor cultural me presentaba como el «pa-
dre Paco», y la gente me besaba la mano y me traía a sus hijos
para que les diera la bendición. Todo esto era muy creíble puesto
que hay muchos sacerdotes españoles en la zona, y mi propio
acento inmediatamente evocaba esa condición. Estaba incomo-
dísimo y se lo dije, a lo que me prometía que bueno, que los
venezolanos son bromistas, «echadores de vaina», y que no lo
repetiría. Pero en cada parada, ocurría lo mismo. La situación
aún empeoró cuando en uno de los trayectos se le ocurrió, ante
las risas de su compañero y un creciente estado de pánico por mi
parte, que yo iba a «bautizar» el disco. Nada, «un padrenuestro y
ya está», me decía. Al llegar al caserío donde estaba prevista la

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presentación tuve que esconderme detrás de un coche para que
no me encontrara, a pesar de que me buscó con la mirada. So-
breviví a aquella encerrona pero no a la del día siguiente. Me
propuso visitar a su abuela, que estaba en el lecho de muerte,
porque sabía mucho sobre las costumbres locales y sería para
mí una experiencia auténticamente etnográfica. Nada más en-
trar, me presentó como un joven cura que le había traído de la
capital para que la confesara. «Está —me cuchicheó al oído—
enfrentada con el párroco local desde hace muchos años, y no
pueden ni verse». Paradójicamente, mi condición de «cura» me
daba acceso a un tipo de relaciones que ni podía soñar como
etnógrafo. Pero ni que decir tiene que en ningún momento pude
siquiera balbucear mi condición de antropólogo.
Bernard (1995) también considera que el momento de «en-
trada» es crucial para el desarrollo de la investigación, y apunta
cinco principios a tener en cuenta: 1) como ya vimos anterior-
mente, si buscamos el lugar más asequible de todos los posibles
con semejante potencial etnográfico para llevar a cabo la investi-
gación de campo, la facilidad de entrada ha de ser uno de los
factores a tener en cuenta; 2) aunque yo no he encontrado hasta
el momento esta necesidad en mis investigaciones etnográficas,
y estoy en desacuerdo con el uso de estrategias de lo que pode-
mos llamar «legitimación jerárquica» de nuestra presencia en
un lugar determinado (aunque muchas veces sucede sin nuestro
control), Bernard recomienda ir al campo con toda la documen-
tación escrita que sea posible sobre uno mismo y sobre el pro-
yecto de investigación, como, por ejemplo, cartas de introduc-
ción y aval de una institución determinada, firmadas al más alto
nivel posible, permisos de acceso en caso de que sean necesa-
rios, etc.; 3) utilizar todos los recursos disponibles para encon-
trar la situación más cómoda posible en el momento de entrada
al lugar de campo. Si se trata de estudiar organizaciones con
estructuras jerárquicas, por ejemplo, recomienda empezar a ges-
tionar la entrada con los cargos más importantes o a través de
los procedimientos establecidos por la propia institución; 4) éste
es un aspecto que sí considero de la mayor importancia, y que
está relacionado con la dificultad que señalaba antes para expli-
car en el «campo» qué es un «antropólogo». Bernard sugiere que
planifiquemos bien cómo vamos a explicar nuestra tarea en la
situación social en la que entramos, para poder contestar a las

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dudas legítimas de los informantes. Por ejemplo, ¿qué hacemos
allí? ¿Quién nos envía? ¿Quién nos paga? ¿Por qué hacemos en-
trevistas, grabamos en vídeo o tomamos fotos? ¿Qué haremos
con los datos que obtenemos? ¿Cómo podemos garantizarles a
los informantes confidencialidad o exposición pública, según sus
deseos? ¿Disponemos de consentimientos informados? ¿Qué
consecuencias, positivas o negativas, puede tener nuestra pre-
sencia para ellos? Bernard recomienda brevedad, honestidad y
consistencia; 5) dedicar tiempo a conocer con anticipación la
estructura física y social del lugar en el que haremos la investiga-
ción, es decir, «navegar» mentalmente por ella anticipando los
obstáculos y las posibles estrategias de investigación a seguir.
Como sugiere Bernard en este último punto, la negociación
de esta entrada depende en buena parte de lo bien que conozca-
mos previamente la estructura jerárquica o, en algunos caos, el
«orden del caos» (Díaz G. Viana, ed., 2004) del campo en el que
entramos a investigar, las personas con las que nos vamos a en-
contrar, los códigos de comunicación y etiqueta, e incluso valo-
remos el posible impacto de nuestro talante personal. No hay, en
todo caso, una estrategia de entrada única, sino principios gene-
rales, entre los cuales los de carácter ético han de ser priorita-
rios. En todos los casos el etnógrafo ha de modularse al campo
elegido, a sus contornos y los perfiles sociales que lo habitan, y a
las propias características de la investigación. Bryman (2001)
hace una delimitación inicial entre lo que podríamos llamar «cam-
pos cerrados» y «campos abiertos», dependiendo de su nivel or-
ganizativo. Aunque reconoce que es una cuestión de grado más
que de división dicotómica, los primeros están bien acotados y
jerarquizados, y responden a las organizaciones formales. Los
segundos son entornos sociales más maleables, como las subcul-
turas urbanas, o, por poner un ejemplo que ya hemos discutido,
el culto de María Lionza. En los dos casos es necesario estable-
cer estrategias de entrada, que pueden resultar igualmente com-
plicadas.
En este mismo ámbito, Pujadas (2004c) distingue tres tipos
de «escenarios» de investigación: 1) las «instituciones abiertas»,
como las asociaciones de vecinos, los sindicatos, los partidos
políticos, etc. En ellas los niveles de participación y de interac-
ción de los actores sociales son diversos, y las relaciones cara a
cara discontinuas y fragmentarias; 2) las «comunidades peque-

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ñas», como los poblados indígenas, un pequeño barrio, etc., en
el que las relaciones cara a cara son intensas y continuas y donde
generalmente todo el mundo se conoce; y 3) las «comunidades
grandes», entre las que incluye pueblos, villas, ciudades, valles,
regiones, comarcas e incluso un país, contextos sociales en los
que no se dan el tipo de relaciones descritas en el escenario ante-
rior y donde las nociones de «comunidad» que puedan tener los
miembros pueden adscribirse más adecuadamente al concepto
de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson (1991).
La entrada puede ser «explícita» o «encubierta». Desde mi
punto de vista, siempre es más conveniente y ética la «entrada
explícita», aunque pueda suponer problemas inicialmente, o
incluso dar al traste con la propia investigación. Éste es un caso
que es especialmente delicado cuando tratamos de investigar
grupos que viven en situaciones de ilegalidad (inmigrantes sin
papeles, traficantes de droga, mafias, bandas, etc.), o incluso
en la marginalidad, por el tipo de sospechas que puede desper-
tar una persona que no «pertenece» al entorno y cuyas inten-
ciones no son claras al principio. No sólo se trata exclusiva-
mente de una responsabilidad ética, que lo es, y de mucha im-
portancia, sino que además una investigación encubierta nos
introduce necesariamente en el ámbito del engaño y el enmas-
caramiento, nos acerca a la dinámica de las cámaras ocultas
del llamado periodismo de investigación, y nos ancla en un rol
social mucho menos versátil etnográficamente que los que po-
demos desplegar y negociar en una investigación explícita. Tam-
bién hay muchos matices entre ocultar y hacer explícita la in-
vestigación. Hammersley y Atkinson, por ejemplo, apoyan que
no se informe totalmente, y señalan los problemas metodológi-
cos de lo que podríamos llamar el «exceso de revelación» sobre
los intereses de la investigación, puesto que puede llegar a con-
dicionar las respuestas y el comportamiento de los grupos y
personas estudiados, del mismo modo que lo hace en las entre-
vistas. La «dosificación de los intereses del investigador» es otra
posible estrategia. Por otro lado, nuestras preguntas teóricas
pueden tener poco interés para los «porteros» con los que ne-
gociamos la entrada. Hay ocasiones, sin embargo, en las que, al
formar parte de las reglas de sociabilidad, el disfraz puede ser
una estrategia consecuente, como es el caso de las investigacio-
nes etnográficas que se están llevando a cabo en Internet, don-

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de la mayor parte de los participantes se mueven ellos mismos
de máscara en máscara (1994).
En todas estas operaciones, tenemos que tener en cuenta a
los «porteros» o gatekeepers, es decir, las personas que encontra-
mos o que se nos acercan inicialmente, con las que muchas ve-
ces hemos de iniciar la negociación de nuestra entrada, y que
pueden condicionar fuertemente nuestro recorrido por el labe-
rinto de la investigación etnográfica, abriéndonos espacios muy
valiosos en ocasiones, enredándonos en pugnas entre grupos de
interés que demandan o demandarán nuestra adhesión, o abrién-
donos las puertas equivocadas, en otras (Hammersley y Atkin-
son, 1994, Dewalt y Dewalt, 2002). Por poner un ejemplo ya clá-
sico, en sus Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos,
Paul Rabinow (1992) cuenta los problemas que le planteó el que
fuera Alí, que estaba involucrado en una red de prostitución y
que era persona non grata para muchos en el municipio de Sidi
Lahcen Lyussi al que quería acceder, el que se ofreciera para
facilitar la entrada en la comunidad durante su trabajo de cam-
po en Marruecos. Identificar a los «porteros» y «leerlos» correc-
tamente en su contexto y significación social local es fundamen-
tal, lo mismo que lo es identificar a las personas que, por un
motivo u otro, están en condiciones de bloquear o torpedear la
investigación. Los «porteros», por su lado, también tienen unas
expectativas previas, más o menos equivocadas, sobre lo que re-
presenta tener un investigador en su entorno social, y sobre las
reglas de jerarquía y etiqueta que han de seguirse. Reflexionar
sobre estas expectativas —que pueden ser extraordinariamente
indicativas del campo social en el que se entra— es tan impor-
tante como entender el papel social que ocupan los «porteros»
en cada caso.
No siempre es fácil desde un principio saber cuál es el ámbi-
to de influencia de estos «porteros», y cuál es la significación de
sus actos y de su discurso. Todos nos encontramos en el campo
personas que se nos acercan más desde el principio, aunque des-
conocemos su representatividad o sus intenciones. Estas perso-
nas de mayor accesibilidad inicial pueden ser las menos adecua-
das a medio y largo plazo, induciéndonos incluso a lo que pode-
mos llamar «trampas metodológicas». Agar (1980) las clasifica
en dos tipos, los «gestores profesionales de extraños» y las perso-
nas «anómalas», como era el caso de Alí en Marruecos sobre el

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que habla Rabinow en su libro. Dewalt y Dewalt hablan incluso
de los «oportunistas» (2002), aunque quizá sea necesario plan-
tearse en paralelo cuánto de oportunista puede tener también
un etnógrafo. Podemos matizar en estos tipos sociales tan am-
plios a las personas solitarias, o a aquéllas sin influencia que
esperan ganar algo de la presencia legitimadora de un extraño, a
otros extraños o periféricos al campo social que buscan una alian-
za productiva para optimizar sus recursos, a posibles «desinfor-
madores» que tratan de distraer la atención o proporcionar «pre-
ventivamente» un discurso prefabricado que transmita el relato
hegemónico del grupo de social al que pertenezca —un ejemplo
claro podría ser el de un relaciones públicas de una empresa—,
etc. Eso no quiere decir en ningún caso que haya que sospechar
que hay sistemáticamente agendas ocultas en estos primeros
encuentros, porque muchas veces la gente que se aproxima lo
hace con curiosidad, desconfianza muy legítima o buenas inten-
ciones, según los criterios locales de hospitalidad. No hay que
olvidar que el personaje que siempre tiene un interés concreto —
y un diseño que incluye la planificación interesada de las rela-
ciones sociales, como hemos visto— por manejar las relaciones
sociales a su conveniencia es el propio etnógrafo. Hammersley y
Atkinson hablan de la importancia que puede tener en todo caso
conseguir desde el principio algún tipo de «padrinazgo infor-
mal» (1994), que posteriormente puede acrecentarse o quedar
desactivado a medida que el etnógrafo profundiza sus relacio-
nes y su presencia en el entorno social que investiga.
Entrar en el campo es siempre entrar en un circuito de inte-
reses personales y grupales que en principio no controlamos y
que, a medida que los vayamos aprendiendo, nos pondrán en
una situación de equilibrios inestables que conviene gestionar
con solvencia, sobre todo a medida que aumenta la confianza o
rapport con los informantes, y las relaciones de tanteo iniciales
se convierten en amistades, alianzas y potenciales demandas de
fidelidad en campos sociales que, como la vida misma, siempre
están atravesados por intereses contrapuestos. Generalmente, en
los trabajos de campo el investigador tiene que franquear varias
entradas, aspecto que se acentúa en los proyectos multisituados.
Es decir, es conveniente hablar en la práctica de una dinámica
de entradas múltiples, que no se correspondería con ese momen-
to paradigmático de llegada en algunas etnografías clásicas que

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discutía Pratt. Podemos llamar al primer contacto con el lugar
de campo o sus agentes sociales entrada inicial, que estará segui-
da de entradas derivadas. Estas entradas, la inicial y las deriva-
das, pueden estar asociadas, o tendrán que ser negociadas inde-
pendientemente.
Por ejemplo, en el culto de María Lionza tuve una entrada
inicial de tipo genérico al culto, que fue durante el trabajo de
campo preliminar, y después tuve que gestionar múltiples entra-
das a lo largo de la investigación, cada vez que me aproximaba a
un nuevo grupo espiritista y, básicamente, tenía que empezar
desde cero. La experiencia adquirida en las entradas anteriores,
en la mayor parte de los casos, me facilitaba la negociación, puesto
que la lógica de aceptación o rechazo del investigador era seme-
jante. En el caso de la etnografía de las exhumaciones de la Gue-
rra Civil, por el contrario, la entrada inicial ha facilitado mucho
la gestión de muchas de las entradas derivadas. Lo explico a con-
tinuación.
Después de mi trabajo de campo preliminar en 1992, al que
ya me he referido, llegué finalmente a Caracas en julio de 1993.
Pasé un año investigando varios centros de culto urbanos, visi-
tando santuarios naturales, presenciando y participando en ce-
remonias espiritistas, y conversando con materias —médiums—,
creyentes en el culto y pacientes. Aunque tenía mi base en Cara-
cas y cuatro de los centros que estudié con mayor profundidad
se encontraban en barrios de esta ciudad, también me desplacé
con cierta asiduidad a la ciudad costera de Catia La Mar, donde
había encontrado un grupo que vivía en un barrio que parecía a
primera vista mucho menos peligroso que los que yo conocía en
Caracas. La decisión de estudiar la cara urbana del culto en los
barrios marginales de Caracas y sus municipios aledaños, como
ya he comentado antes, me planteó una serie de problemas de
entrada. Por un lado, a mi llegada a Venezuela no tenía las claves
necesarias para leer con corrección y densidad las complicadas
calles de Caracas y mucho menos para manejarme con soltura
en los barrios populares, que son laberintos autoconstruidos re-
pletos de callejones, escaleras y quebradas insalubres —tan ex-
tensos que algunos autores ya los denominan ciudades-barrio—,
con altos índices de pobreza, desestructuración social, presión
policial y delincuencia. Nunca llegué a aprender del todo a ma-
nejarme por estos espacios urbanos, ni mucho menos. Pero tam-

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poco lo hice en Sorte, que tiene su propia dificultad y que repro-
duce muchas de las dinámicas que pueden encontrarse en los
barrios. Por otro lado, el corazón organizativo del culto, los cen-
tros espiritistas, no se anunciaba claramente en las calles. Poco a
poco fui reconociendo algunos de los signos externos del culto,
que al principio contaba como grandes hallazgos y ahora me
parecen sencillamente apabullantes y cotidianos: anuncios en
las secciones de clasificados de los periódicos, peatones con co-
llares multicolor, frases e imágenes pegadas en los cristales tra-
seros de los carritos de transporte, remates de libros sobre ma-
gias diversas en los puestos de buhoneros, y sobre todo perfume-
rías —establecimientos esotéricos con toda la parafernalia ritual
necesaria para practicar el espiritismo—, que proliferan espe-
cialmente en los sectores populares.
Hasta aquí bien. Estaba empezando a descifrar la ciudad es-
piritista. Pero necesitaba contactar cuanto antes con varios cen-
tros de culto para recopilar datos sobre el funcionamiento de
estos grupos y llevar a cabo un análisis comparativo. En aquel
momento inicial, ni a mí ni a mis conocidos caraqueños, enton-
ces casi todos de clase media, nos parecía sensata la idea de en-
trar en los barrios buscando centros espiritistas sin tener contac-
tos previos. De hecho, tuve que hacer de nuevo el camino inver-
so. Fui a Sorte en dos ocasiones y allí contacté con dos de los
grupos espiritistas de Caracas que luego serían cruciales en mi
investigación. Uno de ellos tenía su sede en el barrio de La Vega,
y el otro en el de Las Mayas. Aunque en ambos casos llegar hasta
donde se encontraban los centros era complicado y poco seguro,
me aportaron a la larga una información valiosísima sobre el
culto, su expresión urbana, su relación con el sector informal de
la economía y las vinculaciones del culto con elaboraciones sim-
bólicas y corpóreas de la violencia callejera.
Simultáneamente, a través de una amiga, entré en contacto
con otro grupo cuyos miembros principales residían en Caracas
pero tenía su altar en un cuarto reservado en el interior de una
fábrica de piezas de latón en el municipio de Baruta, al sur de
Caracas. Uno de los espiritistas de Las Mayas, por su parte, me
llevó a otro centro espiritista que estaba situado en un aparta-
mento en uno de los superbloques del 23 de Enero, también en
Caracas, con cuya materia principal tuve contacto durante todo
el trabajo de campo. Finalmente, un compañero de la Universi-

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dad Central de Venezuela me puso en contacto con Luis, quien
frecuentaba un grupo espiritista situado en el barrio de Soublet-
te, en la ciudad costera de Catia La Mar, no lejos de Caracas.
Semanalmente, rotaba por estos grupos dependiendo de los días
en los cuales tenían abiertos sus centros, preparaban una cere-
monia especial, o viajaban a algún espacio natural a practicar
sus ritos, incluyendo la montaña de Sorte.
A continuación transcribo algunos fragmentos editados de
mi diario de campo en los que se refleja mi primer contacto con
algunos de los miembros y los hermanos —espíritus— del grupo
«Juan Pelao» de Soublette. A pesar de que ya llevaba algunos
meses trabajando con el culto, las notas de campo relatan una
típica «escena de llegada» (Pratt, 1991). En una investigación
como la de María Lionza, con un diseño multisituado como el
que ya he descrito, tenía que entrar por primera vez en muchas
ocasiones. Esto me llegó a generar problemas porque algunos de
los grupos, una vez en curso la investigación, me absorbieron
como su antropólogo —mi presencia e interés incrementaban
su capital simbólico en los contextos locales que eran relevantes
para ellos— y me criticaban por trabajar simultáneamente con
otros espiritistas. Por razones de espacio, transcribo unos frag-
mentos del diario de campo de una de ellas, dejando fuera la
mayor parte de las descripciones etnográficas, y enfatizando las
interacciones que estaban más directamente relacionadas con
mi visita. Luis, que trabajaba en la biblioteca de la Universidad
Central de Venezuela y tenía una vieja camioneta roja, me invitó
a una ceremonia que iba a tener lugar en las inmediaciones de la
población costera de Anare, en unos portales —santuarios— jun-
to a un pequeño río. Viajamos juntos desde Caracas, donde vi-
víamos ambos. Desde el primer momento, mi presencia, y el con-
trol sobre mi presencia, se convirtió en un elemento más de una
larga pugna, que yo desconocía, entre los dos principales secto-
res del grupo.

Viajo a los portales espiritistas de Anare con Luis. Me


habla otra vez de Rubén, su mejor amigo en el grupo y mate-
ria de primera clase. Paramos en una perfumería en [el mu-
nicipio de] Naiguatá. Yo compro un paquete de tabacos [pu-
ros] y él dos velones pequeños, de colores rojo y azul. Pidió
uno blanco pero no había. Llegamos a Anare y Luis no ve el

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jeep de Rubén. Caminamos durante media hora hacia los
portales. No encontramos a nadie del grupo de Soublette,
pero sí un grupo numeroso de santeros que están recogien-
do sus cosas junto al río. Pasamos rápido y no puedo fijarme
bien. Tienen una serie de platos llenos de frutas en torno a
un hoyo en el suelo. Luis se para junto a unos árboles unos
metros más adelante, y se fuma tres tabacos para averiguar
qué pasa [...]
Encuentro con Rubén. Ha pasado más de una hora. Por
fin llegan algunos miembros del grupo. Rubén tiene 21 años.
Es un bromista, y comienza fingiéndose homosexual. Viene
con su cortejo de ayudantes: Francisco, Elide e Inocenta. El
resto del grupo vendrá después en otros vehículos y en auto-
bús. Luis, Rubén y yo regresamos al municipio de Naiguatá
a comprar comida. El hielo se rompe, como en tantas oca-
siones, con chistes de gallegos. «¿Perdone, son ustedes go-
chos? No, somos sólo siete, pero somos gallegos...» [...] En el
viaje de regreso al pueblo de Anare, Luis le comenta que yo
estoy investigando el culto y quiero filmar algunas ceremo-
nias. Rubén desconfía. «¿Cómo es la vaina?». Rubén no se
decide, hay que pedir permiso a los hermanos [...] Rubén se
refugia en un mutismo total hasta que llegamos de nuevo a
los portales espiritistas de Anare. Allí nos encontramos ya al
resto de los miembros del centro, que están iniciando los
preparativos para la ceremonia. Los hombres están colocan-
do el altar en unas lajas de piedra bajo un árbol. Se han olvi-
dado las estatuas y tiene que usar estampitas [...] Luis me
presenta a Teresa, una mujer de 50 años, la materia principal
del grupo. Me recibe con mucha amabilidad [...] Rubén se
retira a una piedra junto al río para fumarse unos tabacos y
prepararse para el trance. Éste era un momento especial-
mente delicado. En el espiritismo, en muchas ocasiones el
éxito de mi entrada dependía de los mensajes que los espíri-
tus de cada grupo dejaban en las cenizas del tabaco, lo que
convertía a la lectura del tabaco en uno de los porteros fun-
damentales de mi trabajo de campo. Los médiums, antes de
colaborar, pedían permiso. Si la lectura de las cenizas era
positiva, todo iba bien. Si, por el contrario, el tabaco salía
trancado, la entrada se complicaba, y en ocasiones había de
esperar a los trances para poder obtener el permiso de los

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propios hermanos que poseían a los médiums, que por regla
general no me negaban (con alguna excepción). Después de
interpretar las cenizas de sus tabacos y de reflexionar un poco,
Rubén me llama y me dice que sí lo vamos a hacer, que hay
permiso de los espíritus. Vamos a trabajar juntos e incluso
podré filmar, pero no cuando estén todos los miembros del
grupo. Tiene que ser en una ceremonia privada en su casa.
El jueves que viene. Es obvio que hay tensiones internas en
el grupo. Luis me lo confirma [...]
Desde la puesta de sol, tienen lugar varias ceremonias
curativas y un número muy elevado de trances en distintas
materias. En el momento de mayor auge de la ceremonia,
cuento seis personas en trance al mismo tiempo. Pero son
Teresa y Rubén, los médiums más versátiles, los que llevan
el peso de las ceremonias y tienen mayor autoridad en el
grupo. Esa primera noche, los hermanos que bajan en Tere-
sa son los que más reconocen mi presencia y dedican parte
de su tiempo a conversar conmigo. Teresa entra primero en
trance con el espíritu de una india, Anaguara. Apenas se re-
conoce lo que habla [...] Me saluda antes de irse, pero no la
entiendo [...] Llega el espíritu que da nombre al grupo, Juan
Pelao, un viejito de los Andes. Conversa brevemente conmi-
go. Me da la bienvenida y un trago de anís, su licor favorito
[...] [El tercer espíritu en la secuencia de trances es] Car-
mencita la Canelita, una curandera de la región de Barlo-
vento [...] Me dice que sabe que estoy muy interesado en el
habla de los espíritus, y que me ha llamado mucho la aten-
ción la india que bajó en esa misma materia un rato antes
[...] Me asegura que para mi trabajo necesito testimonios de
los espíritus y de los médiums. Todo eso lo voy a conseguir
en ese grupo, todos van a colaborar [...] Finalmente, Luis
Remigio, un espíritu cubano, baja cuando ya casi todo el
mundo está dormido. Tenemos una conversación donde me
propone, sin que yo le haya sugerido nada antes, que la me-
jor solución no es que grabe las voces y testimonios de los
espíritus en una cinta, sino que les grabe en vídeo de una
vez. Pero mejor que prepararme una sesión para mí solo,
sería más conveniente que fuera un día que estén curando
en el portal, por ejemplo un sábado, y así puedo obtener toda
la información que necesite. Habría que pedir permiso a los

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pacientes, claro. No hay duda de que ya se ha difundido
mi conversación con Rubén y ha comenzado una pugna
por el control del antropólogo.
Tras despedirse el hermano Luis Remigio, todos los que
aún quedan despiertos se van a dormir a las hamacas o tien-
das de campaña que han dispuesto junto al río. Al día si-
guiente, hay una nueva sesión de curaciones y trances que
dura desde media mañana hasta casi la noche. Finalmente
regreso con Luis a Caracas, y quedamos para bajar de nuevo
a hacer la filmación, pero en el altar de Rubén, no en el de
Teresa, como me había propuesto Luis Remigio. Debía ade-
más dejar luego una copia de las cintas a Rubén. La semana
siguiente visito el centro espiritista de Rubén en Soublette, y
grabo en vídeo la ceremonia. Teresa, aunque en principio no
estaba avisada, está presente. A partir de entonces, viajé con
frecuencia a Soublette y Anare, a pesar de que el grupo se
acabó dividiendo en dos de forma traumática y esto me hizo
las cosas mucho más complicadas, puesto que estuve obliga-
do a hacer equilibrios entre algunos de mis informantes prin-
cipales en este grupo, que quedaron en ambos lados de la
divisoria y me demandaban fidelidad con igual insistencia.

En el proyecto de investigación sobre las exhumaciones de


las fosas de la Guerra Civil, me encuentro también en una situa-
ción semejante de entradas múltiples, pero con otras caracterís-
ticas. En este caso no dependo de que una entidad mística co-
munique a un grupo de culto si soy bienvenido o no. Pero las
negociaciones exigen otro tipo de complejidad. Pueden estable-
cerse dos niveles de entrada. El primero de ellos tiene que ver con
mi significación como antropólogo investigador de la memoria
traumática en las ONG que lideran el proceso, y que de hecho
actúan como portero en muchas de las exhumaciones individua-
les. El mismo día que tomé la decisión de aparcar mi proyecto
de investigación sobre la diáspora colombiana y seleccionar el
de las exhumaciones, escribí un mensaje de correo electrónico a
Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación
de la Memoria Histórica, que había sido la persona que había,
literalmente, removido cielo y tierra para sacar a su abuelo de su
fosa en la exhumación conocida como «Los Trece de Priaranza»
(León, octubre de 2000). Después, junto con Santiago Macías,

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fundó la ARMH. Aunque ha habido numerosas exhumaciones
durante la posguerra y también en los primeros años de la de-
mocracia, la que él protagonizó acaparó el interés mediático que
está en la base del último ciclo de exhumaciones. Emilio Silva
me contestó brevemente, con tan sólo un número de móvil, y me
puse en contacto con él. Quedamos para conversar en su casa en
las afueras de Madrid. Pero nos conocimos de una manera im-
prevista. Cuando estaba a punto de llegar a su casa, fui embesti-
do por otro coche en una rotonda en la entrada de Torrelodones
(Madrid). Le llamé para justificar mi retraso, y se presentó en el
lugar del accidente. Así que conocí a Emilio Silva en mitad de un
atasco, rellenando un parte amistoso del golpe. Emilio Silva es
licenciado en sociología aunque se dedica al periodismo y la te-
levisión. Por lo tanto, me resultó muy sencillo explicarle qué es
lo que pretendía hacer, aunque sus expectativas sobre mi trabajo
no siempre coinciden plenamente con las mías. Ha sido, con
diferencia, mi principal portero y padrino en el movimiento de
las exhumaciones de fosas, y me ha puesto en contacto paulati-
namente con algunos de los principales actores sociales que co-
laboran en este esfuerzo humanitario. Se trata de un campo de
acción social muy polémico, en el que hay permanentes contro-
versias incluso entre los propios militantes de la memoria, de
manera que aunque mi relación con Emilio me abrió muchísi-
mas puertas, me dificultó, al menos temporalmente, otras. Por
otro lado, me puse también en contacto telefónico desde el prin-
cipio con Francisco Etxeberria, uno de los forenses de mayor
prestigio que colaboran en el proceso de exhumaciones de las
fosas, de la que él ha coordinado casi 200, y que trabaja asidua-
mente con la ARMH. Etxeberria ha sido además el coordinador
del proyecto de recuperación de la Memoria Histórica del País
Vasco, financiado por el Gobierno Vasco y gestionado desde la
Sociedad de Ciencias Aranzadi.
El otro tipo de entrada al que me tengo que enfrentar con
asiduidad es en cada exhumación a la que acudo. En la mayor
parte de los casos en que ha sucedido, he entrado en calidad de
colaborador de la ARMH, lo cual me ha proporcionado innega-
bles privilegios y acceso a todo tipo de información sobre el te-
rreno. Prácticamente nadie cuestionaba mi presencia y casi todo
el mundo presumía que debía llevar a cabo algún tipo de labor
importante dentro del equipo técnico. Es decir, era uno más en

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el colectivo de científicos que provenían de las universidades y
centros de investigación y trataban de sistematizar todos los as-
pectos del proceso de investigación previa, exhumación, recogi-
da de testimonio e informes técnicos de cada excavación. El pro-
blema era más bien cómo diferenciarme de los arqueólogos y los
forenses, especialmente al principio, cuando en la exhumación
de Valdediós (2003) tuve que ejercer durante un tiempo como
arqueólogo, lo que, aunque había sido mi especialidad de licen-
ciatura, estaba muy lejos de mi praxis académica desde hacía
más de diez años. Al principio llevaba a cabo mi investigación
etnográfica en torno a las exhumaciones por mi cuenta, sin un
papel fijo, recopilando entrevistas en vídeo, analizando el proce-
so de «desvelamiento» paulatino del lugar del crimen, en toda su
crueldad, y su impacto sobre los asistentes a las exhumaciones,
recopilando informes forenses, hablando con activistas y perio-
distas, etc. Prácticamente en cada caso tenía que explicar qué
era lo que yo hacía y con qué finalidad. Encontré que era sencillo
explicar que mientras los forenses y los arqueólogos estaban in-
teresados en los datos duros, en los cadáveres, yo me interesaba
más en los sentimientos, el dolor, los olvidos, los traumas, las
historias, los rumores... En la experiencia del trauma de la de-
rrota, en suma. Es decir, trataba de poner de nuevo, metafórica-
mente, carne y sentimientos a los huesos que se recuperaban en
las exhumaciones.
A finales del año 2003 Emilio Silva me pidió que participara
con más claridad en las actividades de la ARMH, que estaba,
como otras asociaciones, dotándose de protocolos técnicos de
actuación para afrontar las exhumaciones con mayor rigor y
garantías. En concreto, me pidió que escribiera un protocolo de
grabación en vídeo de entrevistas —que ya he comentado breve-
mente y del que hablaré con más detalle más adelante— que
pudiera ser utilizado por voluntarios dispuestos a recoger testi-
monios por todo el país. La ARMH había puesto en marcha una
campaña de «donantes de memoria» para la que este tipo de
protocolos resultaba necesario, especialmente para guiar a vo-
luntarios sin experiencia previa en grabar en vídeo entrevistas
de esta naturaleza. En la siguiente exhumación a la que acudí en
julio de 2004 en el municipio de Villamayor de los Montes (Fe-
rrándiz, 2008b), me integré en lo que puede denominarse equipo
de gestión de familiares de las víctimas que trabajaba en el exte-

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rior de la fosa, atendiendo a las personas que demandaban infor-
mación sobre lo que allí había ocurrido. Una tarea fundamental
era recopilar información que pudiera resultar útil en las identi-
ficaciones en el laboratorio: fotografías, descripciones, documen-
tos de identidad, etc. En Villamayor tenía ya el distintivo ARMH
que me permitía acceder a la fosa o a sus alrededores —el acceso
estaba restringido para evitar aglomeraciones e interferencias
en las labores de excavación— a voluntad, a pesar de que en el
entorno de las exhumaciones la tarea más importante, que des-
cribiré más adelante, era la grabación en vídeo de testimonios
de los familiares de las personas fusiladas en caliente, en el entor-
no de la fosa o en otros lugares que nos indicaban, especialmen-
te sus casas. Para ello acotaron para nosotros (colaboraba con
una historiadora holandesa) un espacio específico y de acceso
restringido en el que podíamos entrevistar sin interferencia de
curiosos, fotógrafos o periodistas. A partir de ese momento, los
procedimientos de colaboración entre distintos especialistas y
activistas en las exhumaciones empezaron a clarificarse, aunque
a medida que ha avanzado el proceso y cambiado las circunstan-
cias, se ha ido produciendo un ajuste continuo. Por mi parte,
para poder llevar a cabo mi etnografía, tuve que negociar con el
resto de los investigadores sobre el terreno, los activistas y los
familiares y reajustar mi presencia para integrarme de manera
significativa en los equipos técnicos que trabajaban en las fosas,
asumiendo tareas que en principio no tenía contempladas en mi
diseño de investigación pero que desde la distancia en el tiempo
considero cruciales para poder entender el proceso con mucha
mayor complejidad.

4.5. La observación participante

Hay un buen número de guías y artículos que o son mono-


gráficos o incluyen discusiones sobre las características y el uso
contemporáneo de la observación participante en el trabajo de
campo etnográfico, y que pueden servir como introducción para
cualquier persona interesada en sumergirse en este modelo de
investigación (Agar, 1980; Barley, 1999; Bernard, 1995; Bryman,
ed., 2001; Cátedra, 1992; Ellen, ed., 1984; Dewalt, Dewalt y
Wayland, 1998; Dewalt y Dewalt, 2002; Díaz de Rada, 2003; Fet-

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terman, 1998; Guasch, 1997; Gupta y Ferguson, 1997; Hammers-
ley y Atkinson, 1994; Pujadas, coord., 2004; Rabinow, 1992; San-
martín, 2003; Spradley, 1980; Téllez, coord., 2002; Urry, 2001;
Velasco y Díaz de Rada, 1997; entre muchas otras). Ya vimos
anteriormente cuáles fueron los orígenes del método y algunos
de sus hitos clave. Mucho más adelante, a partir de la década de
1980, a raíz de las críticas a las retóricas clásicas de la antropolo-
gía y la ocultación que hacían de las relaciones de poder en el
campo (Clifford y Marcus, eds., 1991; Marcus y Fischer, 1986;
Manganaro, ed., 1990; Behar y Gordon, eds., 1995; etc.), los tex-
tos etnográficos más contemporáneos han ido incorporando con
mayor frecuencia relatos o descripciones de tipo reflexivo sobre
la naturaleza de las interacciones de los investigadores sobre el
terreno, y allí también pueden obtenerse muchos datos sobre las
circunstancias concretas en las que se llevó a cabo la investiga-
ción. Esta reflexividad metodológica puede ser muy positiva, pues
permite a los lectores de obras etnográficas conocer los procedi-
mientos y decisiones por los que se ha llegado al producto final
que tiene entre sus manos. Basándome en las guías que he men-
cionado anteriormente, caracterizaré en esta sección los tipos
de observación que son posibles en una situación de campo et-
nográfica, con un mayor énfasis en la observación participante.
A partir de ahí, discutiré cuáles son las características de un ob-
servador participante, cuáles son los roles de campo posibles,
cuáles son las técnicas que pueden asociarse a esta situación de
campo, etc. Ampliaré algunos de estos temas en las siguientes
secciones.
La observación participante siempre es trabajo de campo y,
aunque no agota las posibilidades del trabajo de campo, es el
método central, definitorio y más auténtico de la etnografía des-
de Malinowski. A pesar de ello, no todos los etnógrafos entien-
den lo mismo por observación participante, ni están dispuestos
a asumir los mismos compromisos sobre el terreno, ni están de
acuerdo sobre el coeficiente adecuado de la observación partici-
pante en la globalidad del proceso de investigación. Hay además
una diversidad de posibilidades de observación que también
pueden utilizarse simultánea, secuencial o alternativamente.
Aunque como apunta Spradley en todos los casos nos encontra-
mos ante un continuo o «gradación de la participación» que puede
profundizarse, modularse o revertirse, y no ante categorías ab-

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solutas y cerradas (1980), creo que resulta didáctico citar una
tipología de distintas observaciones y participaciones como la
que proponen Dewalt y Dewalt (2002), que es una versión modi-
ficada de la clasificación formulada anteriormente por el propio
Spradley. Dewalt y Dewalt establecen cinco posibilidades. Aun-
que ya hemos visto que la antropología social y cultural, en gene-
ral, privilegia la «participante», cada una de ellas tiene sus pro-
pias ventajas e inconvenientes, puede resultar adecuada para unas
situaciones u otras y, lo que es importante, no tienen por qué ser
excluyentes dentro del mismo proyecto de investigación: 1) la
«no participación», que según Spradley se refiere al conocimien-
to adquirido sobre los acontecimientos sin presencia alguna, es
decir, a través de los medios de comunicación, de la literatura y
el arte, etc.; 2) «participación pasiva» se refiere a los casos en
que el investigador está en el terreno pero observa sin más, sin
interaccionar con la gente. Equiparan esta fórmula a la del «es-
pectador», y las personas observadas pueden no percatarse de la
presencia del investigador; 3) «participación moderada»: el et-
nógrafo está en el lugar de investigación, la gente es consciente
de su presencia, pero la participación es limitada y ocasional;
es un tipo de participación que puede ser adecuado para contex-
tos de observación muy estructurados, como una consulta médi-
ca, un quirófano, o un juicio. Dewalt y Dewalt sitúan aquí la
investigación en la que el antropólogo vive en su casa y se despla-
za al campo diaria u ocasionalmente, y sólo interviene en ciertos
contextos de actividad de campo —commuting anthropology.
Tanto mi trabajo de campo en Venezuela como el de las exhuma-
ciones de las fosas comunes pueden considerarse también como
etnografías de este tipo, pero también sería adecuado colocar
ambos proyectos en la siguiente categoría de participación, que
Dewalt y Dewalt sitúan como fase inicial de las participaciones
con mayor implicación; en concreto, 4) la «participación acti-
va», que es la que suele equipararse con la «participante», que es
cuando el investigador se integra en la mayor parte de las activi-
dades de los actores sociales que ocupan el «campo» como estra-
tegia de aprendizaje de las reglas culturales, sociales o políticas,
según el tipo de proyecto. Como veremos luego, tampoco hay
consenso sobre la intensidad de la participación dentro de este
tipo; 5) finalmente, estaría la «participación completa», o «con-
versión en el otro» que, aunque Spradley la consideraba reversi-

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ble y compatible con la recolección de datos, en su extremo
máximo de integración nos devuelve al caso de integración de
Cushing entre los zuñi a finales del XIX, que ya comentamos an-
tes, y al debate sobre el «antropólogo que se vuelve nativo», como
es el famoso caso de Keneth Good, que vivó 13 años entre los
yanomami, se casó y tuvo hijos «allí», antes de «regresar a casa».
Algunos antropólogos ven clara la necesidad o conveniencia de
«iniciarse» siguiendo alguno de los ritos nativos, como es el caso
de la experiencia de campo entre los chamanes yolmo del Hima-
laya de Desjarlais (1992), o de asumir hasta el final las conse-
cuencias de la participación, como es el caso de la iniciación al
boxeo del sociólogo francés Loïc Wacquant en un gimnasio del
gueto de Chicago (2004), casos de los que hablaremos después
con más detalle en la sección sobre la antropología del cuerpo.
La «participación completa» puede ser encubierta, fingiéndose
miembro de ese grupo o colectivo. Por supuesto, desde hace dé-
cadas hay otro proceso inverso vinculado con el incremento en
la cantidad de «antropólogos nativos» que se forman en institu-
ciones occidentales y estudian sus propios grupos culturales, lo
que nos pondría en otro nivel de participación completa, pues-
to que en este caso el «extrañamiento» estaría producido no tan-
to por el encuentro con el «otro» en el campo, que es inexistente,
sino por el encuentro con la «academia» occidental; 6) Tedlock,
por su parte, refiriéndose a las críticas literarias de la antropolo-
gía clásica y al narcisismo de alguno de sus productos, ha plan-
teado un nuevo tipo que ella denomina la «observación de la
participación» y que tendría como resultado la «etnografía na-
rrativa»: un género de memorias etnográficas que se centran en
las sensaciones y experiencias del propio investigador (1991).
Otro ejemplo de clasificación de los tipos de participación,
en este caso asociada al tipo de datos que se obtienen, es la que
proporcionan Snow, Benford y Anderson (2001). Para estos au-
tores, hay cuatro tipos de datos: experiencia directa, observa-
ción directa, narrativas, y registros y documentos. Cada uno de
los posibles «posicionamientos» del etnógrafo abre unos cami-
nos hacia la información y bloquea otros. Los posibles «perso-
najes» que plantean, y que fueron desarrollados por ellos y sus
estudiantes en el campo, son: 1) el «escéptico controlado»; 2) el
«activista ardiente»; 3) el «investigador colega»; y 4) el «experto
acreditado».

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La observación participante puede entenderse también como
un proceso metodológico relativamente desestructurado median-
te el cual un observador toma parte en las actividades cotidia-
nas, en los rituales, en las interacciones, en los sucesos en los que
participa la gente estudiada, con el fin de aprender los aspectos
explícitos e implícitos de la cultura. Incorpora, según Paul (1953),
una tensión metodológica importante, en tanto que la «observa-
ción» apela a un distanciamiento analítico mientras que la «par-
ticipación» implica algún tipo de compromiso emocional. Es-
tratégicamente, significa que mediante ella participan en una
diversidad de tareas que están disponibles en el propio campo,
el etnógrafo consigue «normalizar» paulatinamente su presen-
cia, o minimizar su impacto, y establecer relaciones que no se-
rían posibles con ninguna otra propuesta metodológica. La ob-
servación participante facilita la creación de relaciones de em-
patía con los sujetos sociales estudiados, incrementándose así la
calidad de los datos y los lugares de acceso, al mismo tiempo que
introduce elementos de subjetividad en el estudio a medida que se
profundizan las relaciones sociales.
En el extraordinario Tristes trópicos, Lévi-Strauss (1992) enfa-
tizaba la idea de proceso en la etnografía. Hay un momento inicial
en el que todo sorprende o impresiona, momento que da paso
paulatinamente a la familiaridad. En este proceso, el investigador
cambia sus interpretaciones de la realidad con la que se encuen-
tra, y por lo tanto el etnógrafo es necesariamente víctima o escla-
vo de la «ilusión de la percepción». Bernard (1995) aconseja to-
mar en cuenta en el diseño de investigación este proceso en la
siguiente secuencia: el «contacto inicial», que puede ser un mo-
mento de pánico o de euforia y excitación emocional e intelectual
(como demuestra el propio Lévi-Strauss en los capítulos de llega-
da a Brasil en Tristes trópicos); el «choque cultural», en el que la
excitación y curiosidad inicial por lo «exótico» da paso al extraña-
miento y a la asimilación de la diferencia, lo que puede causar
estados depresivos o al menos de desorientación temporal; el
momento de «descubrimiento de lo obvio»; el necesario «descan-
so» en el que se sale del campo para reajustar el diseño y empezar
a poner en funcionamiento las interpretaciones o explicaciones;
el momento de «concentración en las tareas pendientes», sobre
las que se ha reflexionado en el descanso; el momento de «agota-
miento», cuando los datos empiezan a hacerse repetitivos y hay

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que plantearse si es necesario o no prolongar la estancia; y el «mo-
mento de salida», del que hablaremos más adelante.
Basándose en la influyente propuesta de Berger y Luckmann
(1986), Velasco y Díaz de Rada (1997) señalan la homología en-
tre el investigador y el aprendiz, y caracterizan el trabajo de campo
etnográfico como proceso de socialización en el que se aprenden
la lengua, los códigos de comunicación no verbal, las normas de
etiqueta, etc. En términos de Berger y Luckmann, se trataría de
una socialización secundaria o resocialización. Pero además se-
ría, excepto en el caso del antropólogo nativo, y quizá también
en el del antropólogo que se vuelve presuntamente nativo, de un
aprendizaje social sin internalización, cuya finalidad responde a
un objetivo externo, que es lograr un conocimiento más profun-
do de la cultura estudiada: el tan buscado «punto de vista nati-
vo», objeto del deseo de una buena parte de la antropología, que
ya hemos discutido en relación con Malinowski y Geertz. Se tra-
ta, por lo tanto, de un aprendizaje controlado, de una socializa-
ción reversible que sólo puede producirse y convertirse en un
recurso metodológico en un entorno cultural e institucional que
admita esta posibilidad de socializaciones de ida y vuelta, y pue-
da generar una disciplina con los intereses y métodos de la an-
tropología. Además, por seguir con la lógica de estos autores, el
papel de «incompetente aceptable» o «nativo marginal» que ad-
quiere el etnógrafo, en el mejor de los casos, no sólo es un hecho
palmario, sino un activo metodológico crucial en una disciplina
en la que el «extrañamiento» o «sentido de la diferencia» es un
eje de reflexividad y crítica fundamental, y tiene entre sus fun-
ciones básicas la de la neutralización del etnocentrismo y la de la
superación paulatina del «choque cultural». Este extrañamien-
to, esta mirada externa que desnaturaliza las relaciones sociales,
como instrumento metodológico, genera también un marco de
interacción de carácter comparativo. De hecho, en el caso de los
estudios en «casa», hay que construir este sentido de la diferen-
cia mediante la toma de conciencia del proceso de investigación
y la lectura comparativa, entre otras estrategias.
Mauss definió en su Manual de etnografía (1967) algunos pun-
tos esenciales sobre la observación participante que, a pesar de
las transformaciones tan sustanciales que ha habido en los con-
ceptos y formas de la investigación de campo en nuestra disci-
plina, aún tienen vigencia. Mauss destacaba la importancia de la

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observación minuciosa y directa de la realidad estudiada, enfati-
zaba la imposibilidad de separar observación de interacción en
la aplicación del método etnográfico, y señalaba que el conoci-
miento del lenguaje nativo era básico para la calidad de los da-
tos. Además, incidía en dos elementos que ahora son sentido
común en la disciplina: el trabajo de campo posibilita una multi-
plicidad y complementariedad de técnicas, especialmente aque-
llas que tienen que ver con la observación y con los intercambios
lingüísticos, concretamente la entrevista. Y segundo, la dimen-
sión comunicativa del método etnográfico.
Bernard, por su parte, definió en 1995 las cualidades que juz-
gaba idóneas para un «observador participante» y que, aunque
su aprendizaje es fundamentalmente práctico y se produce en el
propio campo, debían ser incorporadas a la formación metodo-
lógica de los investigadores: 1) aprendizaje de la lengua, si esto
es necesario. Como vimos en el caso de Margaret Mead, un co-
nocimiento deficiente puede tener consecuencias importantes
sobre la calidad de la investigación. Por lo general, a menos que
sea del todo necesario los etnógrafos contemporáneos tratan de
no usar intérpretes en su trabajo de campo, como era típico en la
época boasiana, por ejemplo, para evitar la acumulación de «tra-
ducciones» culturales sobre los datos; 2) construir una «concien-
cia explícita» (Spradley, 1980) de la investigación o, como he-
mos denominado antes, mantener la «imaginación etnográfica»
a pleno rendimiento durante la observación participante; 3) «desa-
rrollar la memoria», aspecto que considero clave ya que muchas
veces es difícil encontrar espacio o tiempo para escribir lo que
está ocurriendo. Cada investigador desarrolla en el campo sus
propios métodos de recolección, pero cuanto más entrenados
estemos para retener en la memoria espacios, situaciones y con-
textos sociales, mejor será la calidad de los datos. Bernard cita a
Bodgan (1972) para aconsejar que, por ejemplo, si no ha sido
posible tomar notas en el momento, se utilicen estrategias mne-
motécnicas del tipo: no hablar con nadie hasta que la infor-
mación relevante haya quedado registrada, la conveniencia de
recordar las cosas en su secuencia temporal, etc.; 4) mantener
cierta «inocencia metodológica» si no es contraproducente y
puede perjudicar a los informantes o al propio desarrollo de la
investigación. «Disfrutar» en lo posible de las torpezas y desajus-
tes iniciales y aprender de ellos para comprender el campo lo

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mejor posible; 5) aprender a escribir notas y diarios de campo,
como veremos más adelante; 6) aprender a «perder el tiempo»,
evitando la tentación de «abrumar metodológicamente» a los
informantes por nuestra prisa o ansiedad por obtener datos en
plazos cortos que sólo responden a nuestros condicionantes de
investigación. Este «estar allí, simplemente» favorece además la
conversación casual, que es un vehículo crucial de información
etnográfica, y además ayuda mucho a construir relaciones de
confianza; 7) búsqueda de la «objetividad», si es posible, elimi-
nando al máximo los prejuicios, en lo que no puede ser sino un
ejercicio permanentemente reflexivo y crítico.
Dewalt, Dewalt y Wayland (1998), por su parte, señalan las
siguientes características «deseables»: 1) el observador partici-
pante o etnógrafo debe aproximarse al trabajo de campo con la
mente abierta y todo lo libre de prejuicios que sea posible; 2) un
«interés genuino» por las ideas y experiencias de los demás abre
muchas puertas, mientras que se han de respetar las situaciones
en las que no somos bienvenidos; 3) no dejarse arrastrar por el
«choque cultural», entendiéndolo como una fase necesaria y de
intenso aprendizaje; 4) es preciso entender que un buen número
de los errores cometidos durante la observación participante son
subsanables, que las situaciones conflictivas se producen siem-
pre y forman parte de la normalidad de las relaciones humanas;
5) desarrollar las cualidades de observación; 6) aprender a escu-
char, o desarrollar esta cualidad si ya está presente; 7) una de las
cualidades de la observación de campo es que nos pone ante
situaciones insospechadas, y por lo tanto un buen «observador
participante» debe estar abierto a la sorpresa y a aprender de lo
insospechado.
Según las formulaciones de la observación participante que
estamos siguiendo hasta el momento, una de las tareas funda-
mentales del etnógrafo y una de las principales justificaciones
de la observación participante como método de investigación
sería conseguir rapport, es decir, «empatía», «afinidad» o «com-
penetración» con las personas que está estudiando. O sea, esta-
blecer unas relaciones de confianza, cooperación y reciprocidad
(hablaremos más delante de esto en la sección sobre los «infor-
mantes») que satisfagan al menos en parte a los actores sociales
involucrados en la investigación, y, desde un punto de vista prag-
mático, permitan al etnógrafo acceder paulatinamente a los ti-

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pos de datos que necesita. Esta empatía se consigue con las mis-
mas «armas» con las que gestionamos nuestras propias relacio-
nes personales y profesionales, pero adaptándolas a la situación
de campo concreta y, en entornos de «otredad», a unos códigos
de interacción para los que carecemos de experiencia o conoci-
miento suficiente. Una premisa básica, desde mi punto de vista,
es «aceptar las reglas del juego social» tal como están estableci-
das en el campo, sin pretender alterarlas más allá de lo que supo-
ne nuestra propia presencia como investigadores y el despliegue
de nuestras técnicas de recogida de datos. Es por lo tanto nece-
sario tiempo para entenderlas, para aclarar malentendidos y ajus-
tar las expectativas recíprocas.
En este contexto es preciso desarrollar poco a poco unas ba-
ses estables para el intercambio honesto de información, porque
el etnógrafo en ningún caso se libra de tener que responder a
cuestiones personales, por mucho que le puedan incomodar, y
muchos de los informantes querrán saber qué agenda hay detrás
de la presencia del investigador y qué se va a hacer con los datos
que se obtengan a su costa. En algunos casos, y esto es cada vez
más frecuente, querrán leer los resultados de la investigación.
En otros casos puede ser útil además pensar el desarrollo de
otros en etapas, para no forzar algunos datos —para cuyo acce-
so adecuado todavía necesitamos más confianza— demasiado
pronto. Quizá suceda algo imprevisto en el campo que acelere el
rapport. Algunos autores incluso aconsejan, en los trabajos de
campo largos en los que es difícil mantener indefinidamente cierto
sentido de la diferencia, salir durante una temporada por un do-
ble motivo. Primero, para «oxigenar» la investigación fuera del
campo, si éste se vuelve demasiado asfixiante y, segundo, para
retornar al campo como «viejos conocidos».
El etnógrafo no es en cualquier caso el único que necesita des-
canso, también lo necesitan las personas sobre las que edifica su
investigación. La estrategia multilocal que utilicé en el culto de
María Lionza me permitió recorrer este camino con relativa rapi-
dez, ya que al establecer una secuencia de visitas semanales a los
diferentes grupos con los que trabajaba, regresaba continuamen-
te a ellos y cada vez un mayor número de los miembros estables
de cada grupo me consideraba como un viejo conocido o incluso
un miembro más del portal. Como ya discutiré después, en los
grupos en los que utilicé el vídeo, mi ausencia —porque me en-

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contrara en otro punto de la investigación o porque no tuviera
acceso al barrio debido a algún incidente u operativo policial—
era comentada o incluso lamentada, si se producía alguna «cura-
ción» especial que no quedaba grabada.
Hammersley y Atkinson nos recuerdan que, en cualquiera de
los casos, estas «estrategias comunicativas» de establecimiento
de afinidad no son sólo un prolegómeno hacia la información
futura, sino que nos dicen mucho sobre la cultura o grupo social
que estamos estudiando desde el primer momento, son por lo
tanto una parte importante del proceso etnográfico (1994) y, desde
mi punto de vista, establecen un fundamento ético con las perso-
nas con las que investigamos. Lo mismo que ocurre con la parti-
cipación, tampoco hay acuerdo sobre cuál es el gradiente de afi-
nidad deseable. Es previsible que varíe en cada caso y en cada
etnógrafo, dependiendo de las características sociales del cam-
po, del diseño de la investigación y de la propia personalidad del
investigador y de los informantes con los que trabaje. Ahora bien,
el «exceso de afinidad» puede tener dos consecuencias negativas
para la investigación. Por un lado, hace que peligre la perspecti-
va externa del investigador y la dinámica de extrañamiento que
hemos discutido antes. Por otro lado, en el propio campo el ex-
ceso de empatía es normal que ocurra con algún grupo de inte-
rés concreto, lo que genera problemas personales y de acceso a
otros grupos que estén en conflicto.
La conciencia por parte del investigador de sus características
personales y de la interpretación que hacen los actores sociales de
su presentación en el campo son cruciales en este proceso de esta-
blecimiento de empatía. La ropa que elegimos, por ejemplo, pue-
de tener una influencia determinante en la dinámica de las rela-
ciones sociales y, de una manera más general, no parece inapro-
piado sugerir respeto por las pautas de etiqueta locales. Recuerdo
que en una ocasión conocí a un antropólogo en México que había
invitado a un cineasta a filmar una película sobre un ciclo ritual
de un grupo indígena. El cineasta, vestido en un estilo informal,
incluyendo vaqueros raídos, le causó un problema grave al antro-
pólogo, puesto que en las secuencias rituales que estaban filman-
do todos los participantes iban engalanados, incluso, a su manera,
el antropólogo, y no entendían el porqué de un ropaje tan descui-
dado. Durante mi trabajo de campo en Venezuela, opté por mime-
tizarme con mis informantes espiritistas en las ceremonias, no

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sólo en términos de la ropa que llevaba, sobre la que había cierto
control ritual y era además una especie de antídoto contra posi-
bles incidentes en la calle (robos, etc.), sino también en la gestua-
lidad y en la lectura idónea de los espacios y los tiempos rituales,
para evitar cometer infracciones. Éste es un aspecto al que Luque
se ha referido como la «pluralidad de lenguajes» (1985). Es decir,
el etnógrafo no debe sólo aprender la lengua y los dialectos cuan-
do esto es necesario, sino que también es vital que se convierta en
un aprendiz de lo que Hall denominó «el lenguaje silencioso» (1974;
Hall, 1959; Hall y Hall, 1995). Por ejemplo, en las primeras cere-
monias a las que acudí en Venezuela, era frecuente que me olvida-
ra de que era ritualmente incorrecto cruzar los brazos o las pier-
nas, porque así cruzaba o interfería con el flujo de las fuerzas espi-
rituales que estaban entrando en los cuerpos, por lo que me
llamaban continuamente la atención. Del mismo modo, no era
tolerable que me colocara en la línea de comunicación sagrada
que había entre el médium y el altar, especialmente en las entra-
das y salidas de los trances.
El tema del género, e incluso de la sexualidad en el campo —y
en todo el proceso etnográfico—, es de mucha importancia y se ha
incorporado paulatinamente a los debates sugeridos anteriormen-
te, a veces sin el conocimiento del etnógrafo, como en el caso de
los diarios de Malinowski (1989, véase también Golde, 1970; Ra-
binow, 1992; Behar y Gordon, eds., 1995; Kulik y Willson, eds.,
1995; y Dubish 2001). También la presencia de los hijos en el cam-
po ha sido explorada desde el punto de vista metodológico (Casell,
ed., 1987; Bourgois, 1995). Scheper-Hughes, por ejemplo, ha se-
ñalado la diferencia entre acudir al campo (en este caso en Brasil)
sola o acompañada por su familia. Acudir sola suponía situarse
en lo que podríamos llamar el «mercado de las mujeres disponi-
bles», mientras que su llegada con el marido y sus hijos, a los que
integró en las escuelas locales y les hizo escribir su propio diario
de campo (1987), dejaba esta cuestión fuera del ámbito de las
relaciones plausibles para sus informantes, o al menos replantea-
ba radicalmente el contexto de posible «seducción».
El desarrollo del rapport no agota en absoluto las tareas del
etnógrafo. A pesar de que cuando entramos en el campo no so-
mos conscientes de ello, a pesar de que es algo que tiene que
estar previsto en el diseño de la investigación, la observación
participante ofrece al investigador una especie de juego de más-

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caras, es decir, una serie de posibles roles de campo que pueden
ocuparse simultánea, alternativa o secuencialmente. De hecho,
es común que un etnógrafo asuma diferentes roles a lo largo de
un mismo día de investigación de campo, y que su rol vaya evo-
lucionando a medida que se cubren fases de investigación y la
integración en el campo es mayor. Como señalan Hammersley y
Atkinson (1994), al igual que los padrinos o porteros, los actores
sociales también intentan colocar el etnógrafo en su «zona de
experiencia», y el etnógrafo tiene que saber «administrar la mar-
ginalidad» en la que necesariamente se encuentra. Estas «identi-
ficaciones iniciales» pueden ser una limitación si son restricti-
vas y se convierten en crónicas, y el etnógrafo, si quiere tener
éxito, tendrá que negociar los roles que le son asignados sin vio-
lentarlos. Pero siempre hay que tener en cuenta que en esta ne-
gociación permanente durante el trabajo de campo, el tipo de
roles que acabamos asumiendo, en cada momento y en el con-
junto de la estancia, condicionan de forma importante el tipo y
la calidad de los datos obtenidos. Cuando antes hablábamos de
la investigación encubierta, destacábamos que, más allá de las
consideraciones éticas ineludibles, era una estrategia de investi-
gación que fijaba al etnógrafo en un papel no sólo engañoso sino
muy poco versátil, y le impedía usar sin causar sospecha alguna
de las técnicas que acompañan a la observación participante
abierta. Velasco y Díaz de Rada destacan la importancia de la
optimización de los contextos de investigación posibles, así como
de todas las posibles posiciones sociales del investigador en el
campo (1997).
En este sentido, el etnógrafo tiene que asumir que según el
uso que de su presencia hacen los actores sociales puede llegar a
ser investigador, amigo, rival, recurso económico, padrino, me-
diador con el mundo oficial, entre otros muchos papeles socia-
les. A lo largo del trabajo de campo puede tener alegrías, decep-
ciones, crisis personales y con sus informantes, enfrentamien-
tos, reconciliaciones, etc. Esta diversificación de la experiencia
durante el proceso de investigación, lo mismo que el recorrido
de ida y vuelta entre empatía y extrañamiento, son importantes
porque en la propia adopción de roles sociales los etnógrafos
asimilamos de una manera práctica (ósmosis) las rutinas socia-
les de los grupos estudiados en nuestro propio cuerpo, como
veremos, en nuestra propia racionalidad, incluso en nuestra «es-

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tructura de sentimientos» (Williams, 1977), todos los cuales se
convierten en instrumentos de conocimiento etnográfico. Ade-
más, el primer informante del investigador es siempre uno mis-
mo, que aprehende el espacio social que investiga en su propio
cuerpo, en sus rutinas, en su vestuario, en sus gestos, en su apren-
dizaje lingüístico, y de ahí se deriva, es preciso insistir, la necesi-
dad de mantener una postura crítica y reflexiva durante todo el
proceso de investigación etnográfica.
Todo esto convierte a la práctica etnográfica en una expe-
riencia necesariamente intersubjetiva. Hay un impacto del etnó-
grafo en la realidad social estudiada, y ésta a su vez impacta en el
propio antropólogo. Según la perspectiva teórica y metodológi-
ca del investigador, este impacto recíproco puede tratar de mini-
mizarse, o activarse en toda su complejidad, como vimos al prin-
cipio con los modelos positivista, naturalista y antirrealista de la
investigación etnográfica. Aquí nos encontramos de nuevo con
la multiplicidad de estilos de la etnografía. Si estamos de acuerdo
con las conclusiones de Rabinow en el libro que escribió sobre
su trabajo de campo en Marruecos (1992), la «cultura» no es
homogénea ni se manifiesta como una sola voz, y los «hechos»
etnográficos son interpretaciones «multivocales» que se cons-
truyen en el propio trabajo de campo en la interacción de los
investigadores con sus informantes. No hay un mecanismo úni-
co de traducción entre culturas, no hay una posición privilegia-
da ni una perspectiva absoluta. Como los hechos culturales ob-
tenidos en contextos de observación participante existen en su
mayor parte como experiencia vivida, como práctica, son nece-
sariamente híbridos y transculturales, si se está investigando en
un contexto de «otredad». Pasemos ahora a profundizar en las
relaciones de los etnógrafos con los llamados informantes.

4.6. Los informantes

Todos los libros de metodología y las narrativas sobre el tra-


bajo de campo hablan de la importancia de los informantes en la
investigación etnográfica, aunque es una denominación técnica
que incomoda a muchos. Conklin sugería en 1968 la importan-
cia del «trabajo intensivo con informantes» como parte ineludi-
ble de la etnografía. Los informantes son básicos porque no todo

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lo que ocurre en el campo es «observable» en el sentido estricto
del término, como ya vimos cuando discutíamos las modalida-
des de observación y participación. Pueden además ofrecernos
guías y orientaciones que nos ayuden a situarnos y movernos en
el laberinto del campo. Bernard nos ayuda a distinguir entre dos
tipos de informantes que los investigadores usan: para el trabajo
cuantitativo, los seleccionados al azar, y los que se buscan y se
seleccionan con cuidado y paciencia para obtener información
cualitativa lo más precisa posible (1995). Ya hablamos antes de
los gatekeepers, que son los primeros actores sociales con los que
se encuentra el investigador. En ocasiones, se acaban diluyendo
como informantes significativos, en otras se acaban convirtien-
do en informantes clave. De hecho, cada investigación de campo
se apoya en un grupo reducido de estos informantes clave, que
constituyen la red social básica del investigador, y pueden provo-
car reacciones en cadena, poniéndonos en contacto con otros
posibles informantes y ampliando y profundizando la red social
en el campo.
Así, no todos los informantes significan lo mismo para el in-
vestigador, y el rango de relaciones que pueden establecerse con
ellos es muy amplio, además de estar siempre en flujo y sujeto a
los vaivenes de toda relación humana. Los criterios de selección
y autoselección paulatina de informantes son muy diversos, no
son necesariamente conscientes, y van desde la intuición a la
empatía personal, a su representatividad en un campo social
determinado, o a su competencia como relatores o metanarrado-
res de su propia cultura. Ya vimos que los antropólogos boasia-
nos, por ejemplo, entrenaban informantes nativos para que fue-
ran capaces de recoger información desde el marco de referen-
cia del investigador, como ocurrió en el caso de George Hunt.
Todos los casos mencionados son válidos, siempre que el investi-
gador sea capaz de mantener esa doble conciencia de la que he-
mos hablado en repetidas ocasiones y sea consciente de la posi-
ción que ocupa el informante en su relación personal, así como
con relación al contexto social en el que se da la investigación.
Pero lo mismo que antes sosteníamos que el investigador tiene
que mantener cierta cualidad camaleónica en el campo y ser ca-
paz de circular entre roles, es conveniente para la investigación
tener informantes válidos en el mayor número de dominios so-
ciales y culturales que encontremos en un campo de estudios

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determinado. Eso no quiere decir en absoluto que no pueda ha-
ber etnografías de mucha calidad basadas en la relación del in-
vestigador con un solo informante, como pueden ser las de Cra-
panzano (1980), Shostak (1981) o Griaule (1987), siempre que
se entienda e integre bien en el texto resultante su representativi-
dad y su posición en el escenario social investigado. Volveremos
a este aspecto al hablar de las historias de vida.
Es importante tener en cuenta que no hay ningún grupo en el
que los informantes estén todos de acuerdo sobre un hecho o
suceso determinado, aunque puede haber siempre cierto con-
senso en los relatos. Como sugiere Van Maanen (1981), con base
en su trabajo de campo en organizaciones policiales, con la difi-
cultad que un estudio de este tipo tiene, el investigador tiene que
mantener una actitud de «escepticismo sano» respecto a los in-
formantes, pues nunca hay garantías plenas de que las informa-
ciones que nos transmiten no respondan a agendas de poder in-
dividual o entre facciones en el interior de las comunidades o
grupos estudiados, o que lo que se pretenda es directamente des-
informar. Por lo general, en mi trabajo de campo en Venezuela
pienso que los marialionceros que conocí me transmitían de una
manera genuina, es decir, ajustada a su creencia y en el marco de
sus propias pautas de interacción social, lo que sabían sobre el
espiritismo. Sólo en una ocasión me encontré con una persona
que trató deliberadamente de engañarme y burlarse de mí. Esto
sucedió en el Boulevard de Sabana Grande, en el centro de Cara-
cas. A través de una amiga antropóloga que estaba haciendo su
trabajo de campo con niños de la calle en esa zona (Márquez,
1999), me puse en contacto con varios de ellos, e incluso visité
con ella un conocido Centro de Detención de Menores, puesto
que muchos de ellos eran espiritistas y devotos de la corte malan-
dra. Joseíto, que era uno de los más mayores y que consumía
pegamento de una manera más controlada, me dijo que había
un buhonero, o vendedor callejero, que era un espiritista muy
famoso en el complejo universo social de la calle, y que estaba
seguro de que me aportaría gustosamente mucha información.
Joseíto me facilitó el contacto con este vendedor, cuyas historias
eran tan insólitas, que resultaban descabelladas incluso para un
culto tan abierto y flexible como el de María Lionza. Traté de
hablar con él un par de ocasiones más, permaneciendo horas
junto a su puesto, pero la empatía no llegó nunca. Ahora sí, dada

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la competitividad del culto y el permanente conflicto entre mate-
rias, en muchas ocasiones la información que me aportaban mis
informantes era crítica con la práctica espiritista de otros de
mis informantes.
En el libro de Rabinow que ya hemos citado en varias ocasio-
nes (1992), el autor hace varias reflexiones sobre su relación con
los informantes que son de mucho interés. Como señala Cátedra
en su introducción a la versión en castellano, el libro demuele
varios mitos sobre el trabajo de campo: la propia imagen del
antropólogo como científico; la aceptación no problemática de
los datos de campo, al plantear el complejo proceso de obten-
ción de datos y sus implicaciones epistemológicas; y la imagen
idílica del informante y de las relaciones entre informantes e
investigadores. Como corolario, Cátedra apunta que las reflexio-
nes de Rabinow ya dejaban claro que el propio proceso de pro-
ducción de conocimiento social transformaba irremisiblemente
el objeto de conocimiento (1992). Rabinow se rebela ante lo que
era su propio sentido común etnográfico antes de entrar en el
campo: la idea de que «el informante siempre tiene razón», y de
que el etnógrafo es una «no-persona» o, paradójicamente, una
«persona total», si es cierta la caricatura del antropólogo como
«observador sonriente» que dibuja. Mientras que el antropólogo
ha de controlarse, el informante puede ser «él mismo». Frente a
esta idea que le había sido transmitida durante su formación en
Chicago, y tras su experiencia de campo en la que algunos de sus
informantes habían empujado su relación hasta «el límite», pro-
bándole y provocándole, en el libro sostiene que en el marco de
investigación etnográfico hay que desarrollar o negociar necesa-
riamente un sistema de símbolos compartidos que permita la
comunicación más o menos fluida entre el investigador y sus
informantes, en muchos casos partiendo de cero. En el mejor de
los casos —recordemos que Rabinow se movía en un contexto
de «alteridad»—, este sistema compartido de comunicación es
«liminal» y precario, y es además «externo» tanto al investigador
como al informante. Está además acosado por «rupturas» cons-
tantes, que obligan al reposicionamiento en el campo.
En este «proceso comunicativo fuerte» (Agar, 1980) de nego-
ciación intersubjetiva, el antropólogo induce sin duda al infor-
mante a producir relatos sobre su propia cultura que no articu-
laría normalmente en su contexto de experiencia cotidiano, tan-

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to en conversaciones informales como en entrevistas más estruc-
turadas. Pero también los informantes «fabrican» discursos para
el antropólogo que no usarían en otros contextos de su propia
cotidianidad. Hammersley y Atkinson discuten este aspecto de
las relaciones de campo en términos de «relatos solicitados» y
«relatos no solicitados», cada uno de ellos con su propia comple-
jidad (1994).
Rabinow se encontró con distintos tipos de informantes, cuya
relación con él describe profusamente y con gran elocuencia.
Por ejemplo Ibrahim, su profesor de árabe, se había convertido
en un mediador profesional entre las comunidades europea y
marroquí de Sefrou. Como tal, le proporcionaba un discurso
«empaquetado», equivalente al que transmitía a otros visitantes
o turistas, pero no le dejaba ir «más allá». Rabinow también
discute el problema de la «profesionalización» de los informan-
tes, lo que le ocurrió con Malik, al que le ofreció un empleo esta-
ble durante su estancia en Sidi Lahcen y el cual, dada su buena
reputación en el pueblo, legitimaba a su vez la presencia del in-
vestigador. A lo largo de su relación, Malik cambió su personali-
dad, al verse obligado a reformular sus propias experiencias si-
guiendo las demandas que le formulaba Rabinow como ayudan-
te de investigación. Así, la presencia del antropólogo crea una
duplicación de la conciencia en los informantes con los que tra-
baja más de cerca. Y eso le lleva a señalar dos hechos: que los
antropólogos nos situamos históricamente mediante la pregun-
tas que hacemos, y que lo que recibimos de los informantes son
interpretaciones, igualmente mediatizadas por la historia y la
cultura.
Hay aún otro tipo de informante característico que, aunque
suele ser muy apreciado por los etnógrafos, presenta problemas
por su dudosa representatividad. Recordemos que Agar (1980),
cuando hablaba de los tipos de porteros que se encontraban los
etnógrafos en el campo, hacía referencia a los informantes «mar-
ginados» o «desviados», en una clasificación que podemos inter-
pretar que comprende a personas inadaptadas, o cuyo rol social
es de algún modo externo o periférico a la media de integración
social del grupo. Bernard también es de la opinión de que son
muy valiosos, si se entienden adecuadamente, los informantes
que muestran cierto grado de «cinismo» o distancia respecto a
su cultura (1985). Ogotemmêli, el informante principal de Griaule

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(1987), estaba distanciado de la cultura dogon tras un accidente
con un rifle. El caso de Alí, del que ya hemos hablado en la sec-
ción de «entrada», era paradigmático de este tipo de informan-
te, según nos describe Rabinow. La consolidación de su relación
fue casual, y se debió a una concordancia imprevista entre una
reacción de Rabinow ante una provocación de Alí y el estilo cul-
tural marroquí. Alí era un magnífico informante precisamente
porque su posición marginal respecto a su propio grupo social
de origen le hacía mantener un discurso crítico y de segundo
orden sobre su propia cultura, lo que no ocurre tan fácilmente
con informantes que están plenamente socializados y viven en
un estado de «normalidad» en sus propias culturas, lo que Agar
denomina informante «sólidamente integrado» (1980).
En alguna de las viñetas etnográficas que he presentado an-
teriormente sobre mis trabajos etnográficos ya se percibían con
claridad las tensiones a las que está sometido el investigador
durante el trabajo de campo. La relación cambiante con los in-
formantes es un punto de fricción habitual, como lo es la aplica-
ción de ciertas técnicas de recogida de datos que son externas al
grupo investigado y pueden causar desajuste en su estructura de
relaciones. A continuación desarrollo algunas de las ideas expre-
sadas anteriormente a través de algunas experiencias con algu-
nos de los espiritistas con los que conviví en Venezuela. Empiezo
con una breve entrevista a uno de mis informantes clave, Daniel
Barrios, que es el protagonista del capítulo «Cuerpos» de mi li-
bro sobre el culto (2004a, cap. 3), y plantea otro aspecto aún no
discutido del encuentro entre antropólogos e informantes, que
es el de la negociación no ya de la relación, sino del propio dise-
ño metodológico de la investigación.

— Daniel, ¿me estás hablando del año 82, 83?


— No, estoy hablando del 87, cuando yo empecé a recibir
espíritus...
— Entonces tú llevas como 7 años trabajando.
— Más o menos...
— ¿Y por qué cuando tú te estabas formando empezaron
a llegar espíritus vikingos al culto?
— Bueno, mira, a lo largo de muchos años en la montaña,
se conocían sobre todo los indios, los chamarreros [curande-
ros y campesinos con acentos y perfiles locales]... Pero, ¿qué

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pasa? Éstos siempre han existido y siempre existen y se man-
tiene, porque son la base del espiritismo en Venezuela, cha-
marrero e indio [...] Pero luego llega esa fiebre de lo vikingo...
— ¿Por qué?
— Antes bajaban de manera más reservada [...] Pero ya
sabes que a la gente le gusta lo espectacular, lo que llama la
atención [...] Y la gente empezó a hacerles peticiones para
que les bajaran, y los que no podían, comenzaron a platanear
[fingir] [...]
— Vale, ¿pero por qué vikingos y no esquimales, por
ejemplo?
— Pues porque no había espíritus de esquimales... Y por-
que los vikingos son como los africanos, trabajan de la mis-
ma manera [...]
— ¿Pero cuál es su vínculo? Los vikingos eran de Europa
del norte [...]
— Mira, Paco, para hacer bien tu trabajo, tienes que des-
cribir lo esencial, y sólo hasta donde los hermanos [espíritus]
te permitan llegar... O sea, tienes que mentalizarte, y no tratar
de escribir más allá de tu propia comprensión, porque si no,
estarías confundiéndote a ti mismo, y confundiendo al lector.

Esto me decía Daniel, joven espiritista itinerante, tumbado


cómodamente en una hamaca colgada en la terraza enrejada del
apartamento que mi mujer y yo habíamos alquilado en Los Cha-
guaramos, en Caracas, líder del grupo marialioncero que tenía
su base en el barrio de Las Mayas, ya mencionado, y que se convir-
tió en uno de mis mejores amigos y mentores en Venezuela. Yo
me encontraba a su lado sentado en una silla con una grabadora
en la mano. «Vengo psicológicamente preparado para hablar
contigo aunque, te diré, esto parece la consulta de un psicoana-
lista, con su diván y todo», ironizaba Daniel desde la hamaca.
Siempre bromeábamos sobre la estructura jerárquica de la en-
trevista y mis renovadas estrategias de «tortura» para «sacarle»
información. Hasta este momento, mi relación con Daniel había
sido esporádica. Tras conocernos en la plaza Simón Bolívar del
municipio de Chivacoa, cerca de la montaña de Sorte, en agosto
de 1993, perdí su pista durante unos meses hasta que supe por
un amigo espiritista común de su llegada a Caracas. Rápidamente
le invité a pasar unos días en casa, y él aceptó. Durante los cua-

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tro días que estuvo con nosotros, me aproximaba a él con mi
grabadora y le sometía a sesiones de entrevistas hasta que se
cansaba y me pedía una «tregua». Pero aparte de contarme co-
sas muy interesantes sobre su vida y hablarme largo y tendido
sobre su experiencia en el espiritismo, Daniel tenía ideas muy
claras sobre cómo debía llevar a cabo mi investigación. Como
ocurriera con el espíritu Luis Remigio del que hablamos ante-
riormente, algunos de mis informantes —espiritistas y espíri-
tus— se convirtieron en valiosos asesores metodológicos. A ve-
ces excesivamente intransigentes.
Daniel se involucró mucho en mi investigación y, en los diver-
sos encuentros que tuvimos, algunos de ellos casi milagrosos
debido a su estilo de vida itinerante, no cesaba de proponerme
planes de acción y censurar mis carencias, torpezas y deslices
metodológicos. Así, lo mismo me recomendaba temas que debía
indagar más profundamente —no siempre coincidentes con mis
intereses—, visitas que debía hacer, fotografías que tenía que
sacar, libros que debía adquirir o aspectos que debía observar
con especial atención en las ceremonias, que me señalaba asun-
tos que él consideraba vías muertas en mi investigación sobre el
culto, cuestionaba mi relación con determinados médiums, o
criticaba mi forma de preguntar y mi propensión a escuchar a
«todo el mundo». Como me comentaba en muchas ocasiones, el
culto estaba lleno de «farsantes» y mi falta de criterio sobre los
que eran «buenos» y «malos» espiritistas le escandalizaba. Des-
de luego, Daniel no era el único que miraba con sospecha mi
relación con «otros» médiums. El culto de María Lionza es un
ambiente extremadamente competitivo donde hay un debate
permanente sobre las formas «correctas» o «incorrectas» de prac-
ticar el espiritismo. La mayor parte de mis informantes tenían
opiniones muy claras al respecto y no dejaban de preguntarme
por los otros grupos con los que trabajaba y por los médiums a
los que observaba y entrevistaba.
Por ejemplo, durante nuestra relación, Daniel me insistió
muchas veces en la necesidad de que conversara con Pablo Váz-
quez, el entonces presidente de la Asociación de Brujos de la
Montaña de Sorte. Como ya he comentado anteriormente, des-
estimé convertir a Sorte en el centro de mi investigación, pero sí
visité la montaña en varias ocasiones en compañía de mis prin-
cipales contactos espiritistas, siguiendo el ritmo de sus propias

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visitas al santuario. En un primer momento, aunque conocía la
asociación y estaba al corriente de sus actividades —se fundó en
la Semana Santa de 1994, cuando yo estaba en la montaña—, no
hice muchos esfuerzos para entrevistarme con Pablo Vázquez
temiendo que él y su grupo de materias más cercanas trataran de
orientar en exceso mi investigación, al menos en la montaña.
Ponerme en sus manos desde el principio hubiera supuesto una
importante pérdida de autonomía en mi trabajo. De hecho,
una de sus tareas como asociación es asesorar a los investigado-
res o periodistas que llegan al santuario, poniéndoles en contac-
to con ciertos médiums que forman parte de la junta directiva o
actúan dentro de su particular ortodoxia espiritista. Así que lo
deseché conscientemente como portero principal de mi investi-
gación, pero no podía dejar de hacerle una entrevista en algún
momento de mi estancia. Para mí la asociación tenía y tiene un
enorme interés pero no dejaba de ser un agente más en el com-
plejo entramado marialioncero, cuya característica fundamental
es la fragmentación y la autonomía de los grupos de culto. Final-
mente, Daniel consiguió su objetivo. Durante el último viaje que
hice con él a la montaña, poco antes de dejar Venezuela, me
presentó a Pablo y me dejó a solas con él unas horas, mientras él
se internaba en la vegetación con el resto de los miembros del
grupo con el que habíamos viajado. La larga conversación que
mantuve con Pablo fue magnífica y me proporcionó la versión
más «oficial» que podía darse en ese momento sobre el espiritis-
mo y sus conflictos internos. Pablo tenía una gran preocupación
por las representaciones sobreexotizadas y sensacionalistas del
espiritismo de María Lionza que salen al mundo exterior. Sus
preguntas más insistentes fueron acerca de las materias con las
que había trabajado durante mi estancia en Venezuela. Sólo Da-
niel obtuvo su aprobación. Gracias a mi relación con él, Pablo
certificó la idoneidad de mi investigación, no sin cierta descon-
fianza por no haber acudido a él desde el principio.

Viene todo el tiempo gente de fuera a la montaña, gente


del extranjero, ¿no? ¿Y qué estoy haciendo yo acá? Yo estoy
representando a un culto... Yo soy representante de la escue-
la de esa señora que está allí y que se llama María Lionza. Si
yo fallo, si yo quedo mal, ¿qué pueden decir? No van a decir
«Pablo, tal y cual». Van a decir «pues [el culto de] María

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Lionza...». Es como el caso de esos periodistas que estaban
ayer aquí. Se presentaron en un portal por allá, y el tipo les
dijo un poco [un montón] de mentiras. Primera vez que vie-
nen, y se llevan una impresión falsa de la montaña. No, eso
es mentira... Es una desinformación, una tergiversación del
culto. En términos de fondo y de forma, en el sentido de que
son personas que no se ajustan a lo real, pues. No son espiri-
tistas verdaderos, son farsantes... [Algunos] pueden ser mé-
diums, pero están mal orientados, no están capacitados...
¿Qué sucede con esto? Para decirte, pues, yo he visto [espíri-
tus] indios tomando whisky, en vez de tomar cocuy [aguar-
diente] o agua... [Ese médium] es un mentiroso, lo que quie-
re [es tomarse] unos palos [tragos] de whisky... Y si un alum-
no ve que su maestro hace eso, él hace lo mismo. Y así con
muchas cosas. De repente [viene gente y me dice], «mira,
Pablo, le vimos rascao [borracho] en la montaña», o «Pablo,
le vimos con una mujer abrazado, acostado en la hamaca...»
[Cuando ve esto], la gente piensa que [estos médiums] an-
dan engañando o tratando de robar.
Vamos a ver tu caso... Tú andas indagando, tú preguntas,
buscas información por allá... Porque tú desconoces... ¿verdad?
Si tú conocieras, te sentarías y escribirías tu propio libro sin
más, ¿verdad? ¿Y qué hubiera ocurrido si no es por Daniel?
¿Qué pasa si tú te consigues un tipo que es un loco, que te
orienta mal, que te engaña? Como tú desconoces la cultura...

Hemos hablado en varias ocasiones de los procesos de nego-


ciación que se producen en el trabajo de campo. Una de las diná-
micas sociales más importantes en este aspecto durante la ob-
servación participante es la gestión de las relaciones de recipro-
cidad. Lo mismo que los antropólogos esperamos que los
informantes se comporten de determinada manera y nos pro-
porcionen cierto tipo de datos, los informantes ven en el investi-
gador a un agente externo que puede proporcionarles cierto tipo
de bienes materiales o simbólicos. Como señalan Moreno Feliú
y Narotzky (2001) y Narotzky (2001), la reciprocidad es un con-
cepto muy debatido históricamente en la disciplina, pero no ha
sido en ocasiones suficientemente problematizado. En vez de
considerarla como una parte de la acción social «invariablemen-
te positiva, tanto en su configuración como en sus resultados»,

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proponen insertarla en contextos sociales «complejos y ambiva-
lentes, llenos de tensión, manipulación, diferencias extremas de
poder e injusticias», aunque también es importante señalar que
son ámbitos que permiten y sustentan la ayuda mutua y las trans-
ferencias de recursos. Es en este contexto no ingenuo en el que
deben entenderse también las relaciones de reciprocidad que se
dan entre los etnógrafos y los agentes sociales con los que inter-
accionan, reconociendo que, como ya se señalaba en el influyen-
te libro editado por Clifford y Marcus, las relaciones en el campo
son siempre relaciones jerárquicas y relaciones de poder (1991).
Las ya clásicas viñetas etnográficas de Rabinow en Marruecos
(1992), en las que sus informantes se posicionaban respecto a
sus recursos económicos —incluyendo la disponibilidad de su
vehículo—, planteaban esta dimensión del entrelazamiento de
la reciprocidad y las relaciones de poder en toda su complejidad.
Además, los propios conceptos y expectativas de reciprocidad son
muy diferentes en un contexto cultural y otro.
Como ya comenté antes, Daniel Barrios me consideraba una
oveja descarriada y consideraba su deber asesorarme metodoló-
gicamente como experto en el espiritismo. Pero no sólo eso. Tam-
bién esperaba que prestara mucha atención a sus consejos me-
todológicos y los incorporara en mi diseño, como una forma de
reciprocidad —que nunca pactamos formalmente— por los con-
tactos que me había proporcionado y los conocimientos que me
estaba transmitiendo. Hemos quedado en que el desarrollo de
relaciones de reciprocidad en el campo es inevitable. Lo que no
es tan previsible es la forma que éstas toman en cada caso. Una
vez que empecé a trabajar más sistemáticamente con Rubén y
sus discípulos en Soublette —que, como señalé más arriba, se
encontraban en fase de separación del grupo matriz, situado en
el altar de la casa de Teresa—, me absorbieron dentro del grupo y
se mostraron extraordinariamente celosos de mi relación con
Teresa, Daniel o cualquier otro médium o grupo espiritista. Aparte
de filmar las ceremonias —en ocasiones se llegaron a enfadar
porque no llevaba conmigo la cámara de vídeo y no habría fil-
mación esa noche— y preguntar continuamente, como miem-
bro del centro espiritista muchas veces tenía asignadas peque-
ñas tareas rituales que me fueron cediendo progresivamente a
medida que me convertía en un incompetente aceptable, como
fumar tabacos (puros) y aprender a adivinar en sus cenizas, ac-

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tuar de banco o ayudante del médium, auxiliar a los hermanos
en sus peticiones, preparar y prender velas, trasladar estatuas
del altar, diseñar y atender una velación (ritual) sencilla, etc. En
cualquier caso, yo siempre llevaba objetos ceremoniales de pri-
mera necesidad (especialmente velas, tabacos y algún licor) como
ofrenda a los altares. Si unimos que aparte de ser imprescindi-
bles eran muy caros —en relación con las condiciones de vida de
los marialionceros con los que trabajaba—, estas ofrendas siem-
pre eran bienvenidas e incluso esperadas.
En el barrio de Soublette de la ciudad costera de Catia La
Mar, Rubén, Elide y Francisco, que durante mi estancia en Vene-
zuela iban casi siempre juntos, funcionaban no sólo como célula
espiritista sino también como unidad de supervivencia en el sec-
tor informal de la economía. Rubén tenía un viejo jeep con el que
a veces trabajaba por las noches como taxista, a pesar de carecer
de licencia y del peligro que entraña andar por las calles de los
barrios del Litoral Central a esas horas. También participaban
en el mercado informal de compra-venta de piezas de automó-
vil. Francisco trabajaba ocasionalmente limpiando baños en el
aeropuerto internacional de Maiquetía. Pero fundamentalmen-
te salían adelante ofreciendo todo tipo de servicios espiritistas:
adivinaciones con tabaco, despojos, limpiezas de personas, loca-
les o vehículos, operaciones místicas, etc. Para ello recibían visi-
tas en el rancho de Rubén, casi a cualquier hora, y también se
movían permanentemente por los barrios del litoral con el jeep.
Rubén, la materia principal de este pequeño grupo espiritista
escindido del grupo de Teresa, no tenía una tarifa fija por sus
servicios, pero sí esperaba ciertos beneficios a cambio, ya fueran
pequeñas cantidades de dinero (la voluntad), comida, gasolina,
piezas para el coche, alojamiento o trabajo para unos días, etc.
Desde el principio, me incluyeron en su repertorio de recursos
cotidianos potenciales, aunque siempre con prudencia. Rubén
nunca me pidió directamente dinero a cambio de información
sobre el culto, pero sí esperaba que de vez en cuando les invitara
a comer hasta hartarse en algún pequeño restaurante de la cos-
ta, o sabían que cuando viajábamos juntos, en caso de quedarse
sin gasolina o tener una avería, podían recurrir a mí, como de
hecho ocurrió en varias ocasiones. También contaban con que
les proporcionara copias de las grabaciones en vídeo que hacía-
mos, y que ellos utilizaban como archivo de curaciones, entrete-

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nimiento, y promoción personal en el ámbito espiritista local.
Por otro lado, la mayor parte de las veces que estuve en Soublet-
te me invitaron a compartir su escasa mesa o, si se complicaban
las ceremonias, sencillamente no comíamos nada.
A pesar de pasar mucho tiempo juntos, sólo dos veces, que yo
recuerde, tuvimos problemas serios para encajar esta reciproci-
dad no escrita. En una ocasión, tras un viaje de varias horas
desde un estado situado en el oriente de Venezuela, después de
varios días sin apenas comer, decidieron venir a mi casa de Cara-
cas. Por supuesto, nunca me avisaron ni yo tenía nada listo. Va-
rios vecinos sospecharon al verles entrar en el portal. No era una
zona habitual para gente de barrio que venía sucia y con las ro-
pas raídas, especialmente después de un viaje largo. Uno de mis
compañeros de piso, un etnomusicólogo californiano especiali-
zado en música caribeña, se aterrorizó al verles. Ellos tampoco
ayudaron mucho porque, pensando que yo iba a abrir la puerta,
simularon un atraco para verme la cara de susto. Dados los índi-
ces delictivos y la proliferación de armas en Caracas, la broma
no me hizo ninguna gracia. La situación no fue muy cómoda
pero, afortunadamente, había suficiente comida en la nevera y
finalmente pasamos un buen rato. Hacia el final de mi trabajo
de campo, organicé una fiesta en mi casa a la que invité a com-
pañeros de la universidad y a varios de mis informantes. Rubén
y su grupo aparecieron varias horas antes de que la fiesta co-
menzara, también en esta ocasión muy hambrientos. A dos de
ellos no les había visto nunca. Se sentaron en el sofá del salón, y
se hizo un silencio incómodo. Ni siquiera habíamos hecho la
compra para la fiesta y nos quedaba todo por preparar. A pesar
de que improvisé unas tortillas de patatas y decidí abandonar
mis preparativos para estar con ellos, sé que Rubén se fue ofen-
dido. Desde entonces, cada vez que nos vimos, nunca dejó de
recordarme que les había sacado el culo —que había tratado de
echarles de mi casa.
El trabajo de campo etnográfico es, pues, fruto de complejas
negociaciones en las cuales se cruzan expectativas e intentos de
utilización recíproca. Lo mismo que los antropólogos buscamos
informantes idóneos en circunstancias determinadas para res-
ponder a cuestiones formuladas dentro de marcos teórico-meto-
dológicos determinados, los informantes manejan su relación
con el antropólogo para sus propios fines. Uno de los casos don-

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de más se dramatizó esta negociación y la utilización de mi pre-
sencia por parte de uno de los espiritistas con los que estaba en
contacto fue durante mi corta y algo rocambolesca relación con
Valerio. Le conocí el 12 de octubre de 1993 en la montaña de
Sorte durante una ceremonia colectiva en el altar número 1, muy
cerca del puente que cruza el río Yaracuy, en la que varias mate-
rias se juntaron para llevar a cabo una ceremonia de iniciación a
un grupo de niños y muchachos. Valerio, vestido con una cami-
seta blanca y un pantalón vaquero, actuaba como maestro de
ceremonias, y le preguntamos si podíamos sacar fotografías. Tras
darnos su consentimiento, nos comunicó que lo que a él real-
mente le interesaba era que llegáramos a filmar su trabajo. En
ese momento pensaba que éramos periodistas. En cualquier caso
—me dijo cuando le conté qué hacíamos allí—, a falta de perio-
distas, le interesaba entrar también en contacto con investigado-
res para que estudiaran «su» forma de practicar el espiritismo,
que consideraba la más auténtica y poderosa. Hasta aquí había
una convergencia de objetivos. Valerio tenía un indudable caris-
ma y por su juventud pertenecía a las nuevas generaciones de
médiums que a mí me interesaba estudiar por su vinculación a
las formas más novedosas de la posesión. Yo apunté la dirección
de una casa en una pequeña comunidad rural de la región de
Barlovento, donde Valerio me aseguró que pasaba parte de su
tiempo, y él se quedó con mi número de teléfono en Caracas.
Tres días después me llamó desde una cabina pública y acor-
damos una cita en un conocido establecimiento de jugos de fru-
ta en Chacaíto, Caracas. Valerio quería negociar conmigo una
serie de asuntos, todos ellos relacionados con su idea de hacer
escuela en el espiritismo ahora que, según él, estaba en su es-
plendor como materia. En primer lugar, necesitaba filmaciones
de sus trances para observarse y «crecer espiritualmente», y tam-
bién para mostrar su forma de trabajar a otros. Como yo estaba
grabando ceremonias en vídeo, sólo parecía cuestión de encon-
trar la ocasión. También quería que le ayudara a escribir un li-
bro sobre el culto, «aunque fuera a lápiz». Mi aportación le da-
ría, en cualquier caso, un «respaldo científico» a su forma de
concebir y practicar el espiritismo, y así me lo dijo explícitamen-
te. Yo le propuse que hiciéramos una serie de entrevistas más
organizadas, con una grabadora de por medio, para así poder
obtener información sistemática de su trayectoria y conocimien-

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tos del culto de María Lionza. Valerio estuvo de acuerdo. Por lo
que había deducido de nuestra conversación, yo estaba algo des-
pistado, y hasta que le conocí no había encontrado aún espiritis-
tas «verdaderos». Ahora podría aprender con él como maestro.
En ese momento yo ya albergaba dudas sobre la conveniencia de
continuar mi relación con él. A pesar de ello, por las mismas
razones que me impulsaron a acercarme a él en la montaña de
Sorte, decidí probar.
Quince días después, me avisó con una llamada de que esta-
ría en un pequeño municipio de la región de Barlovento ese fin
de semana. Al llegar a su pueblo, encontré que la planta inferior
de la casa donde me había convocado estaba completamente
vacía con excepción de un altar espiritista. Las paredes tenían
señales de inundaciones recientes hasta casi el techo. El suelo de
dos de las salas estaba lleno de grupos de símbolos dibujados
con talco, ya deteriorados, que marcaban ceremonias ya con-
cluidas. Allí no había nadie. Un chico joven que estaba en la calle
convenció a unos niños que jugaban para que me llevaran donde
estaba Valerio. Caminamos más de una hora por unos caminos
y pistas de tierra. Llegamos a unas quebradas donde había gente
bañándose en el río. En una de ellas, había un nutrido grupo de
espiritistas. Valerio estaba con ellos. También se encontraba allí
Henry, su banco o ayudante ritual. Valerio tenía la cara ensan-
grentada. Estaba en trance con un espíritu de la corte africana
llamado Centauro de África, que gusta de cortar a sus materias
con cuchillas de afeitar, aspecto del espiritismo al que me referi-
ré en la sección sobre antropología de la violencia (Ferrándiz,
2004b). Valerio estaba desafiando abiertamente a un médium de
Caracas que había ido allí con su caravana —grupo de espiritis-
tas— para llevar a cabo una ceremonia en contacto directo con
la naturaleza. Se estaba produciendo, por lo tanto, un «conflicto
de materias» y el ambiente era realmente tenso. Muchas de las
personas que habían ido al río a pasar la mañana estaban agol-
padas junto a la carretera observando la escena. Me uní a ellas.
Una vez concluida la ceremonia, bajé hasta el lecho del río.
Valerio estaba teniendo una acalorada discusión sobre lo que
había pasado. Tras reconocerme y saludarme, me hizo sacarle
unas fotos saltando por encima de una hoguera y comiendo can-
dela —brasas—, delante del todos los fieles que se encontraban
presentes. Como estaba cansado de la ceremonia anterior, ni si-

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quiera se tomó la molestia de entrar de nuevo en trance para las
fotos. Luego regresamos juntos al pueblo a buen paso. Me pre-
guntó si llevaba grabadora. La saqué de mi mochila y Valerio
empezó a contarme su visión del espiritismo. Cuando estába-
mos llegando al pueblo, ante mi desconcierto, Valerio tomó por
completo el control de la situación. Me arrancó la grabadora de
las manos, aumentó notablemente el paso y siguió hablando y
entonando cantos espiritistas. Así me arrastraron por las calles
más concurridas del pueblo. Valerio es verdaderamente elocuente,
y en ningún momento olvidó que su testimonio grabado tenía
como destino la elaboración de un manual espiritista. En voz
innecesariamente alta, se autoentrevistaba y recababa opinio-
nes sobre el espiritismo a la gente que se encontraba por la calle,
señalando quién era yo a quien quisiera escucharle. En varias
ocasiones, me pidió que les hiciera fotos. Valerio estaba pasean-
do ostensiblemente a «su» antropólogo, venido desde España y
Estados Unidos con la intención de hablar con él, para solucio-
nar algún problema de legitimidad local que yo desconocía. Como
culminación de esta exhibición en la que pretendían establecer
públicamente el interés científico de su práctica en su entorno so-
cial más significativo, al llegar a la plaza del pueblo, en medio de
la expectación de todos los presentes, él y Henry me hicieron
sacarles unas fotografías bajo la estatua de Simón Bolívar. Ni
siquiera en esta foto soltó Valerio la grabadora.
Del mismo modo que el interés del investigador puede presti-
giar al informante en determinados contextos, Donald Jorale-
mon ha planteado otro tema crucial: la relación que pueden te-
ner los informantes clave con el prestigio académico del investi-
gador. En un artículo que siempre me ha impresionado y que he
utilizado en mis clases de metodología y de antropología médica
(1990), este autor discute el choque inicial que le supuso cono-
cer que «su informante» peruano, Eduardo Calderón, sobre el
que había escrito siete capítulos en uno de sus libros, estaba tra-
bajando para un grupo de new age norteamericano y participaba
plenamente en la «comercialización del chamanismo». Recibía
a turistas de EE.UU., viajaba a lugares esotéricos y entonaba
cantos chamánicos junto con grupos de «turistas esotéricos»,
esperando la llegada de naves espaciales. Al saber Joralemon todo
esto, sus primeras sensaciones fueron de «vergüenza», «enfado»,
y «traición». Su prestigio profesional estaba en entredicho por

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no haber sabido distinguir a un «chamán de verdad» de un adve-
nedizo. Pero después utiliza el caso para reflexionar de un modo
crítico sobre las expectativas de «autenticidad» que los propios
antropólogos proyectamos con frecuencia sobre la gente con la
que trabajamos. Primero, Joralemon reconoce que la aparición
de Calderón en una serie de televisión sobre el chamanismo lati-
noamericano había cambiado su vida y le había introducido en
un circuito transnacional de consumo de paquetes turísticos eso-
téricos. Joralemon también llega a la conclusión de que Calde-
rón había conseguido conectar, con mucho éxito, formas locales
peruanas y formas globalizadas de concebir la aflicción y el mis-
terio, en el marco de un mercado muy competitivo. Le iba sin
duda mucho mejor que antes. Era dueño de un hotel y un restau-
rante y ya no sufría privaciones económicas. ¿Le parecía más
«auténtico» cuando era pobre? ¿Era Calderón un charlatán? Para
Joralemon, claramente, no. Por un lado, le había mostrado la
flexibilidad que caracteriza a muchos especialistas terapéuticos
populares, postura que él mismo había defendido con entusias-
mo en muchas reuniones científicas. ¿Quién era él para imponer
la «creatividad auténtica» que debe tener un chamán? Por otro
lado, los antropólogos, que vivimos de los datos que obtenemos
de nuestros informantes, no podemos criticar el hecho de que
ellos también se beneficien económicamente de las oportunida-
des que se les presentan, a veces a través de su exposición públi-
ca etnográfica.

4.7. Conversaciones y entrevistas

Aparte de los datos obtenidos mediante la observación, los ejer-


cicios comunicativos más importantes que los etnógrafos hace-
mos en el campo son escuchar, hablar y preguntar. Y en el proceso
etnográfico escuchamos, hablamos y preguntamos de muchas
maneras, desde conversaciones informales, hasta entrevistas es-
tructuradas. Cada una de las distintas modalidades tiene sus ven-
tajas y sus inconvenientes, y todas ellas tienen que entenderse,
como la misma etnografía, como un proceso. Además, todas ellas
tienen su «política», más o menos «micro», puesto que ni siquiera
las conversaciones más informales son una actividad social neu-
tral. Por supuesto que todos hablamos en nuestra vida cotidiana,

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y tenemos distintos tipos de registros para dirigirnos a distintos
tipos de interlocutores y audiencias. Los etnógrafos que van a ir al
campo, tienen que optimizar su versatilidad ya adquirida para la
conversación, pero al mismo tiempo adaptarse —aprendiendo en
el campo— a ciertos tipos de conversaciones a los que no tienen
por qué estar acostumbrados, y que responden a códigos de co-
municación locales como puede ser las formas del humor, el rit-
mo y significado de los silencios, los sobrentendidos, los registros
ritualizados, etc. Como señala José Luis García, es preciso ade-
más entender el discurso como una conducta social a «observar»
y analizar como tal, como «partes de secuencias complejas de ac-
ción», o como «constructos lógicos a desentrañar», y no sólo como
«descripciones objetivas» (1996).
Pongo ahora un nuevo ejemplo del uso social de los discur-
sos en el culto de María Lionza. Cuando llegué a Venezuela yo
jamás me había enfrentado cara a cara a un médium en trance
en un ritual religioso de la intensidad que tienen los espiritistas.
Y sin embargo, aunque algunos espíritus tenían pautas de inter-
cambio bastante ritualizadas o hablaban en jergas incomprensi-
bles, la mayor parte son muy charlatanes, y disfrutan mucho de
la conversación, incluso de las que uno podría considerar trivia-
les para un ámbito ritual. Les encanta hablar —y aconsejar a sus
fieles— sobre los hijos, el trabajo, el dinero, la salud, los depor-
tes, la lotería, etc. La conversación no es accesoria a sus actos,
sino constitutiva de ellos, y es la base de su eficacia social. Pero
incluso las conversaciones más prosaicas con los espíritus tienen
lugar en un ámbito ritual, lo que les proporcionaba a las entida-
des místicas una especie de preponderancia discursiva puesto que,
en la lógica del culto, tienen una enorme sabiduría que sólo se
puede obtener en el más allá, pueden ver el futuro, reconocer el
pasado o incluso, lo que resulta desconcertante para muchos,
entre ellos el antropólogo, leer e interpretar los más profundos
pensamientos de su interlocutor. No se trataba por tanto de una
conversación común, aunque los temas fueran de lo más coti-
diano. Las conversaciones con espíritus se convertían en com-
plejas negociaciones en las que yo tenía muy poco margen de
maniobra para discutir o matizar un argumento. Esto se com-
plica aún más si tenemos en cuenta que en no pocas ocasiones, a
lo largo de un día determinado o incluso en el conjunto de una
relación, hablaba mucho menos con los propios médiums que

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con sus espíritus cuando estaban en trance. Éste es el caso de
Rubén, uno de mis informantes clave, pero una persona de pocas
palabras. En este sentido, lo que Rubén me ofrecía fundamen-
talmente era el diálogo con sus espíritus, con los que he dialoga-
do durante horas y horas en distintas ceremonias.
Las conversaciones desestructuradas son el método más usa-
do por los etnógrafos, dada la cantidad de tiempo que estamos en
el campo y la imposibilidad de mantener un ritmo de entrevistas
más estructuradas sin violentar o forzar demasiado el campo so-
cial y las relaciones que vamos tejiendo. Una tarea fundamental
al entrar en el campo es descifrar y comenzar a usar las reglas y
contextos de conversación, así como los rangos de formalidad o
informalidad que son habituales o normativos en el grupo estu-
diado: el estilo oral, las reglas de tacto o distinción, el gusto, la
etiqueta, las jergas y los vocabularios y sus contextos de enuncia-
ción (Bourdieu, 1998). Como es un aprendizaje práctico y corpó-
reo, no es infrecuente cometer errores y usar registros inconve-
nientes o fuera de lugar, lo que puede provocar fricciones o malen-
tendidos. Pero el conocimiento de las convenciones de interacción
lingüística de un grupo, su entendimiento como conducta, es
básico no sólo para sobrevivir en el campo, sino también porque
nos da claves cruciales para la interpretación del material que re-
cogemos y sobre la propia cultura del grupo. Como son contex-
tos informales, el uso de grabadoras o vídeos, si no está bien inte-
grado, puede convertirlos en otro tipo de interacción, pues los
agentes sociales se harán mucho más conscientes de sus palabras
y podrían incluso sentirse vigilados o coaccionados. Esto exige
que cuando podamos vayamos tomando notas de lo que se ha
dicho, en qué términos y en qué contextos. Y que hagamos un
seguimiento y reconstrucción diario de las cosas que hemos apren-
dido en estas conversaciones más casuales.
Estas conversaciones laxas o informales que nos ayudan a
incorporarnos a la cotidianidad del colectivo social que se está
estudiando, superando lo que Briggs llama el «impasse comuni-
cativo» (1997), se sitúan en el polo más desestructurado de la
entrevista. Los etnógrafos tienen además a su disposición dife-
rentes tipos de entrevistas más formalizadas. Podemos hablar
en este caso también de un continuo de situaciones de entrevis-
ta, cuyas características tienen que ver con el control que el in-
vestigador ejerce sobre su estructura. En todos los casos, es

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importante no olvidar que las entrevistas son siempre relaciones
asimétricas (Agar, 1980). A medida que las entrevistas se vuelven
más formales se hace más explícito el rol de investigador del
etnógrafo, pues excepto en situaciones concretas, imponen es-
tructuras de conversación poco habituales o incluso ajenas al
grupo estudiado, al contrario de lo que pasa con las conversacio-
nes informales. Es decir, la técnica de la entrevista crea una si-
tuación de comunicación con ciertas reglas de imposición exter-
na, y en el caso de las más estructuradas, se trata ya de lo que
Ruiz Olabuénaga define como «conversación profesional» (1999).
Hay etnógrafos que piensan que las entrevistas, hasta las no
estructuradas, imponen necesariamente una significación y un
orden artificiosos en las respuestas de los informantes, produ-
ciendo incluso situaciones de «incomprensión etnográfica» (Fri-
golé, 1998), y por lo tanto no deben ser usadas en contextos de
observación participante más que en situaciones muy concretas
(Kleinman, Stenross y McMahon, 2001). Pero lo habitual es que
los etnógrafos usemos diversas modalidades de entrevistas a lo
largo de nuestra investigación de campo. En el caso de María
Lionza, utilicé durante la mayor parte del tiempo registros de
conversación informal —excepto con algunos informantes cla-
ve—, y dejé las entrevistas más formales para el final del trabajo
de campo, cuando ya tenía cierto grado de confianza e intimidad.
Las entrevistas pueden ser conceptualizadas como una suer-
te de inmersión teatral en la que, aparte de la entrevista, se están
intercambiando muchos otros tipos de claves comunicativas. En
una entrevista etnográfica, como en una conversación informal,
el entrevistador no espera ni supone que el entrevistado sea ob-
jetivo y neutral. El mundo del entrevistado no coincide necesa-
riamente con el mundo exterior que trae consigo el entrevista-
dor, y por eso no es realista esperar que coincidan las expectati-
vas, pero sí que la consistencia o inconsistencia interna del relato
del entrevistado sea significativa. Así, desde un punto de vista
interpretativo, lo que se busca es el mundo subjetivo del entre-
vistado y su riqueza significativa. Durante la entrevista, el en-
trevistador renuncia a la pose neutral para buscar la conexión
empática con el entrevistado, aunque esto no signifique que
hayan de suprimirse los intentos por contrastar afirmaciones,
o emitir opiniones propias si el entrevistado lo solicita (Ruiz
Olabuénaga, 1999).

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Hay muchos manuales y tipologías de entrevistas. Seguire-
mos nuevamente a Bernard (1995) durante unas líneas. Este autor
divide el continuo de comunicaciones verbales en cuatro posi-
bles opciones: 1) la «entrevista informal» se caracteriza por la
mayor levedad de su estructura y control, y se refiere al tipo de
conversación cotidiana y espontánea del que ya hemos hablado.
Se practica especialmente en los primeros momentos de la in-
vestigación, y aparte de la información recogida, son importan-
tes para tejer relaciones sociales, para profundizarlas, y para ac-
ceder a nuevos temas culturales (Roca, 2004); 2) la «entrevista
no dirigida», en la cual tanto el informante como el investigador
saben que lo que se está produciendo es una entrevista, pero en
este caso se produce un control mínimo del investigador sobre
las respuestas del informante, a pesar de que el primero tiene un
plan en la cabeza sobre lo que debería ocurrir. Roca sostiene que
en esta modalidad flexible y relajada, el entrevistador ha de crear
una atmósfera que facilite que el entrevistado se exprese con li-
bertad sin ser interrumpido; 3) para Bernard, en aquellas situa-
ciones en las que hay pocas posibilidades de hacer más entrevis-
tas a esa persona, lo conveniente es la «entrevista semiestructu-
rada», que supone un paso más en el control que el entrevistador
va teniendo en la interacción. Tiene la misma flexibilidad que el
tipo anterior, requiere las mismas cualidades por parte del en-
trevistador, deja bastante autonomía al entrevistado, pero la di-
ferencia es que ahora se usa una «guía de entrevista», que es una
lista de preguntas y temas que tienen una secuencia definida;
4) finalmente estarían las «entrevistas estructuradas», en las que
el investigador requiere a todos los informantes que respondan
a una lista de «estímulos» lo más parecida posible.
El investigador, ya lo hemos visto repetidamente, está tan
socialmente situado como sus informantes, y tanto con la obser-
vación participante como con las entrevistas contribuye a crear
las realidades y los emplazamientos donde se recogen y analizan
materiales empíricos. Por lo tanto, la manera de entrevistar, de
actuar durante la entrevista, la estructuración, el tono y grado de
generalidad de las entrevistas, condicionan fuertemente la inter-
acción y su resultado. Dewalt y Dewalt (2002) nos señalan algunas
técnicas que, independientemente del nivel de estructuración de
la entrevista, ha de aprender y desplegar un buen entrevistador.
En primer lugar, nos proponen como técnica fundamental la

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«escucha activa». Aprender a escuchar es crucial para establecer
rapport y para poder leer las cualidades narrativas y los límites
del entrevistado. Con «activa» se refieren a un tipo de escucha
reflexiva en la que nos hacemos anotaciones mentales sobre cómo
está sucediendo todo, dónde nos quiere llevar el informante, hasta
qué punto se está cumpliendo el plan del entrevistador, etc. Es
decir, se trata de extrapolar las características recomendables
del etnógrafo en el campo, la ya mencionada «imaginación etno-
gráfica», a la situación de entrevista. Con «activa» también se
refieren a la lectura adecuada de las claves no verbales de la en-
trevista, tanto a las suyas como a las del informante, que pueden
ser tan significativas como el contenido del discurso y, en todo
caso, ayudan a contextualizarlo e interpretarlo. Una segunda téc-
nica sería la del «silencio sensible» o, como dice Ruiz Olabuéna-
ga, «el arte del silencio» (1999). Es decir, hay que mostrar al
entrevistado que aunque en ciertos momentos no estamos ha-
blando, no estamos desconectados de lo que se nos dice. Hay
muchas claves no verbales mediante las cuales se puede demos-
trar este interés, como apoyarse hacia delante, asentir, hacer ges-
tos con las manos que subrayen algún aspectos de lo que está
siendo narrado, etc. El espacio personal apropiado es clave en
este sentido, y es algo que tiene que negociarse en cada caso, sin
violentar las pautas espacio-corporales del entrevistado, como
nos describe la investigación sobre proxémica de Hall (1959,
1974). Pero estas claves no verbales son también culturalmente
relativas, y están teñidas por el estatus, el género, la edad, etc.
Respecto al procedimiento de las entrevistas, como regla ge-
neral, suele ser más efectivo hacer preguntas de tipo descriptivo
que no puedan ser contestadas con monosílabos o con una pala-
bra específica. Cuanta mayor oportunidad tengan los entrevista-
dos para expresar sus experiencias, sensaciones y puntos de vis-
ta en sus propias palabras, imágenes y metáforas, más rica y
matizada será la entrevista. En todo caso, hay que tratar de evi-
tar que la entrevista se convierta en un interrogatorio o examen.
A veces, cuando la aportación de nuestro entrevistado es recogi-
da convenientemente en una sola sesión, será suficiente con la
realización de una sola entrevista, o se pueden hacer varias en-
trevistas distanciadas en el tiempo. En otras ocasiones tendre-
mos necesidad de realizar más de una sesión, sobre todo en aque-
llos casos en que nos encontremos ante informantes privilegia-

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dos, que puedan aportar testimonios especialmente valiosos (tes-
tigos directos de sucesos clave, personas con una jerarquía so-
cial determinada, etc.). Cuando se considere que es conveniente
hacer más de una sesión de entrevistas, una buena fórmula es
empezar cada nueva sesión con un breve repaso de la entrevista
o entrevistas anteriores, y poner al entrevistado en la mejor si-
tuación para retomar su testimonio en donde lo dejó. Podemos
repasar la entrevista anterior, comentar sus contradicciones si
las hubiera, las dudas o lagunas que nos hayan quedado, etc.
Para ello es imprescindible haber transcrito las entrevistas ante-
riores para conocer en detalle su contenido, y aprender a jerar-
quizar, seleccionar y condensar la información recibida. En las
entrevistas sucesivas hay que pensar si mantener el mismo esce-
nario o variarlo. Mantenerlo puede servir para establecer una
continuidad inmediata con la entrevista anterior, arrastrando
temas y complicidades. Variarlo puede permitirnos utilizar un
nuevo entorno significativo para ampliar el rango de preguntas
o modificar —a mayor o menor— el tono emocional de la con-
versación.
Hay también una gran diferencia entre las entrevistas indivi-
duales, las entrevistas con pocas personas y las entrevistas colec-
tivas. En cada uno de los casos, especialmente cuando se grabe
en vídeo, las estrategias han de ser necesariamente distintas. En
el caso de las entrevistas colectivas, juntaremos en lo posible a
individuos que compartan elementos que los relacionan entre sí,
fundamentalmente la participación en algún evento (como testi-
gos, por ejemplo). No es conveniente que se busque unanimidad
u homogeneidad de opinión, sino que se favorezca la libre expre-
sión y el debate. Las entrevistas colectivas tienen ciertas venta-
jas: por un lado ahorramos tiempo a los informantes, y por otro
podemos provocar la discusión y el intercambio de diferentes
puntos de vista y multiplicar las reacciones individuales. Pero
hay otros casos en los que no es aconsejable la entrevista en gru-
po, por ejemplo, cuando el tema a tratar es específicamente indi-
vidual, muy íntimo o lo rodean tabúes, miedos, estigmas, des-
confianza, etc. También puede ocurrir que una persona tenga
reparos para hablar en presencia de otra —que puede ser inclu-
so un familiar cercano—, y sea más conveniente hablar con ma-
yor privacidad en una entrevista individual. En el caso de que
optemos por la entrevista colectiva, la tarea del entrevistador se

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complica, pues es necesario una mayor estructuración y control:
hay que iniciar la conversación, motivar a las personas presen-
tes para que intervengan, decidir en lo posible quién, cuándo y
por cuánto tiempo debe intervenir —sobre todo para dar opor-
tunidades a todos los presentes de participar de una manera equi-
librada—, o ser capaz de interrumpir, acelerar o detener la inter-
acción en los distintos momentos y temas de la conversación.
Respecto a los escenarios de la entrevista, la localización pue-
de ser un aspecto a discutir y negociar con los propios entrevista-
dos, siempre que se den las condiciones técnicas idóneas. En ge-
neral debemos buscar un espacio que le sea cómodo y accesible a
la persona que vayamos a entrevistar. Otros aspectos como lumi-
nosidad, la ausencia de ruidos y distracciones, etc., son funda-
mentales para la grabación. Cuando planteamos una entrevista,
debemos intentar asegurarnos de que disponemos del tiempo ne-
cesario para llevar todo el proceso a buen fin. La precipitación no
puede ser buena para hacer entrevistas en profundidad. También
es necesario no ser demasiado ambiciosos en los primeros mo-
mentos, tener paciencia, fomentar el desarrollo de la necesaria
empatía con nuestro interlocutor, ser capaces de manejar los rit-
mos, descansar si hay síntomas de cansancio en el entrevistado,
etc. Es básica la elaboración de una ficha biográfica del entrevis-
tado y una ficha de entrevista. En ella tenemos que apuntar datos
básicos del entrevistador, del entrevistado y de las circunstancias
de la entrevista: nombre, edad, estado civil, lugar de origen, fecha
y lugar de la entrevista, forma de establecimiento del contacto y
otros datos de interés, según las circunstancias.
El preámbulo es un componente importante del proceso de
recogida de testimonios en entrevistas. En general, no es reco-
mendable empezar la entrevista sin mayores preámbulos. Por el
contrario, dedicar un tiempo previo a explicar, en un contexto
informal, los motivos de la recogida de testimonio, las circuns-
tancias personales, etc., nos permiten también obtener datos y
pistas preliminares para orientar después la entrevista. Tampo-
co conviene extender este periodo demasiado porque, si esto ocu-
rre, luego la entrevista puede parecer demasiado ensayada, per-
diendo espontaneidad. Debemos adoptar un talante de conver-
sación, pues no se trata de un interrogatorio judicial ni de una
investigación policial. En la mayor parte de los casos es conve-
niente establecer una relación personal en la que la colaboración

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y el entendimiento sean las pautas de interacción. Sólo la volun-
tad del entrevistado nos permite una buena entrevista.
La entrevista es una situación construida en la que el entre-
vistado puede tener mucha, poca o nula experiencia. En el inicio
de la entrevista, hay que romper el hielo y huir de la precipita-
ción. En esta fase inicial es importante poner mucha atención en
la construcción de confianza con el entrevistado. Los errores o
malentendidos de estos primeros momentos pueden truncar la
entrevista. Si no se ha hecho antes, es el momento de dar las
explicaciones necesarias sobre los objetivos e importancia de la
entrevista. También las pistas generales sobre los temas que in-
teresan al entrevistador. Cada entrevista es distinta, como lo es
cada entrevistador. Como tendencia general, es conveniente ir
de lo general a lo concreto. Partiendo de las preguntas más gene-
rales y fáciles de contestar en los momentos iniciales, debemos
centrarnos poco a poco en aspectos más específicos y polémi-
cos. Es una fase de tanteo en la que podemos encadenar las pre-
guntas de nuestro interés hasta que tengamos algo más sólido
con lo que orientar el resto de nuestra entrevista/conversación.
La fase de «desarrollo» es la fase de elaboración y profundi-
zación de los temas planteados inicialmente. En las entrevistas
menos estructuradas, es importante respetar la textura y el ritmo
narrativos del entrevistado. Ruiz Olabuénaga considera que
una pregunta general, básica, bien centrada, o «lanzadera»,
es una buena forma de comenzar. Ello permite sentar una tó-
nica de conversación relajada, y evitar que se instaure una
dinámica de monosílabos (1999). El problema del etnógrafo
es determinar cuál es la «buena pregunta» y determinar el con-
texto en el que puede formularse para obtener la «buena res-
puesta» (Briggs, 1997). Hay que recordar de todas maneras que
en el proceso etnográfico las entrevistas se producen en un mar-
co de convivencia con los actores sociales y, por lo tanto, cuando
se empiecen a hacer las entrevistas más estructuradas, el etnó-
grafo ya debería ser capaz de discernir las preguntas que son
relevantes y cómo formularlas. Para fases más avanzadas de la
entrevista la estrategia básica sería la del «embudo», es decir, las
preguntas abiertas con que comenzó la entrevista —«lanzade-
ras»— se van estrechando, aclarando, concretando y minimi-
zando en pasos sucesivos. Se va por tanto de lo más amplio a lo
más pequeño, de lo superficial a lo profundo, de lo impersonal a

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lo personalizado, de lo informativo a lo interpretativo, de los datos
a su interpretación. En casos de bloqueo, puede reconducirse la
entrevista en otra dirección, o volver temporalmente a un nivel
mayor de generalidad —para recuperar la transición hacia el
detalle, el intimismo o la emoción por otros derroteros—, o plan-
tear un resumen de lo hablado hasta el momento para que el
entrevistado adquiera conciencia del punto en el que se encuen-
tra la entrevista. Ruiz Olabuénaga llama a esta última la técnica
del «espejo viviente», o «miniespejismo», que incorpora dos ejer-
cicios: el reflejo (el entrevistador le cuenta al entrevistado lo que
éste ha dicho) y la estructuración (es una reconstrucción que pue-
de servir para enfatizar temas de interés y reconducir la entre-
vista). Cuando se agote un tema o languidezca la conversación,
es el momento de proponer una de las alternativas temáticas
previstas de antemano. Otras estrategias de «relanzamiento» que
nos propone este autor son: el «silencio» o respiro, el «eco», el
«resumen», el «desarrollo», la «insistencia», la «cita selectiva», el
«frigorífico» (tirar del «arsenal de temas»), la «distensión», la
«distracción», la «estimulación» y la «posposición» o interrup-
ción temporal. En todo caso, siempre hay que dar oportunida-
des para la rectificación o matización de asuntos que hayan sali-
do anteriormente en la conversación y cobran nueva luz en mo-
mentos más avanzados de la entrevista. Finalmente, un aspecto
fundamental de las entrevistas es saber cuándo acabarlas. Para
algunas personas resultará demasiado cansado o doloroso, por
la edad o por el tipo de emociones despertadas, el que se prolon-
guen por demasiado tiempo. En otras ocasiones, el estableci-
miento de un grado de empatía idóneo entre entrevistador y en-
trevistado permitirá interacciones más prolongadas. A veces, la
empatía necesaria puede tardar en llegar unas cuantas sesiones.
También puede ocurrir que la entrevista llegue a un punto muer-
to y se haga repetitiva, o que el entrevistado se encuentre incó-
modo por cualquier motivo, interno o externo, lo que haga con-
veniente su finalización. Es importante dejar siempre la puerta
abierta para aquellos que deseen interrumpir la entrevista por el
motivo que sea. Por último, pero no menos importante, para ser
utilizada la entrevista ha de tener la cobertura de un consenti-
miento informado mediante el cual la persona entrevistada co-
nozca con el detalle que necesite cuál es la naturaleza del proyec-
to y el destino y uso futuro de los materiales, estableciendo cláu-

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sulas de confidencialidad y anonimato si son precisas, y reser-
vando la opción a la persona entrevistada de revocar en cual-
quier momento el permiso de uso de la entrevista.
Durante mi trabajo de campo con María Lionza utilicé fun-
damentalmente modalidades de entrevistas entre informales y
semiestructuradas, algunas de ellas en vídeo, como discutiré más
adelante. Su progresión también se ajustó a la secuencia que
apuntábamos como conveniente antes: las entrevistas más for-
males tuvieron lugar a partir de la mitad del trabajo de campo.
Para el tipo de etnografía multivocal que quería escribir, dispo-
ner de la transcripción literal de los relatos de los fieles del culto
era crucial. Durante la investigación, usé diferentes escenarios
de entrevista, algunos propuestos o propiciados por mí y otros
sobrevenidos. Entre los que más utilicé estaba el propio entorno
de las ceremonias, especialmente en los tiempos muertos de an-
tes y después de los ritos. Antes de las ceremonias, se produce
mucha interacción informal y mucha conversación sobre aspec-
tos del ritual, y podía hacer preguntas sobre ciertos aspectos de
la preparación de los rituales, sobre las características de los es-
píritus, etc., sin interferir demasiado en las actividades prepara-
torias, en las que yo mismo colaboraba. En las ceremonias la
mayor parte de las entrevistas las hacía con los propios espíritus
—con los médiums en trance—, muchas veces utilizando el ví-
deo. La mayor parte de las veces se trataba de conversaciones
poco estructuradas cara a cara o a través de la cámara. En las
primeras fases del contacto con cada uno de los grupos, las con-
versaciones eran más informales pero obligadas, ya que la ex-
pectativa de mi presencia y mi condición de estudioso extranje-
ro despertaba mucha curiosidad en los médiums en trance, y
con frecuencia me llamaban para preguntarme o contarme co-
sas sobre su vida y su práctica, o sobre el propio espiritismo.
Pero en algunas ocasiones, ya más avanzada la investigación,
cuando no estaban los hermanos demasiado ocupados con pa-
cientes o llevando a cabo consultas, velaciones u operaciones mís-
ticas de cualquier tipo, pude hacer algunas entrevistas más for-
males y estructuradas con los espíritus y con otros participantes
durante las propias ceremonias.
El conocimiento espiritista es además muy amplio y, lejos de
una ortodoxia, está muy diversificado y en continua transforma-
ción. Eso provoca que los propios médiums y fieles siempre apren-

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dan cosas nuevas en las ceremonias, y que frecuentemente dis-
crepen sobre el significado o adecuación de algunos de los actos
sagrados o presencias sorprendentes o esperadas de espíritus en
los médiums. Así, más allá de los momentos de actividad cere-
monial y en los días sucesivos, en los grupos espiritistas se pro-
ducen debates a veces muy encendidos que para mí resultaban
clave y reflejaba en mis notas con todo detalle a pesar del insom-
nio y el cansancio después de una noche en blanco de trances.
En los grupos con los que trabajaba con más asiduidad, depen-
diendo del grado de empatía y de la antigüedad de mi relación
con ellos, podía activar distintos tipos de entrevista, desde las
más informales a entrevistas semiestructuradas, en otros mo-
mentos de su vida cotidiana. Por otro lado, en la montaña de
Sorte, que es gran mercado y escaparate del culto, también se
habla (y se polemiza) sobre el espiritismo todo el tiempo, los
médiums se critican unos a otros y era por lo tanto otro escena-
rio donde podía escuchar los debates, hacer preguntas y planter
entrevistas con distinto grado de estructuración. De hecho, en la
montaña, cuando se corría la voz de que había un «antropólo-
go», o un «científico», no pocas veces me trajeron a personas
que les parecían significativas para que les hiciera entrevistas
más formales, que cobraban un carácter público. Éste es un dato
de interés porque las personas que me traían eran invariable-
mente médiums de edad avanzada, «sabios» en términos loca-
les, que eran para los fieles los que tenían y podían aportarme el
conocimiento más legítimo y experimentado sobre el culto. En
ambos casos, en los centros espiritistas y en la montaña, también
yo fui entrevistado y cuestionado en muchas ocasiones, y siem-
pre me presté a ello como forma básica de reciprocidad. Tenían
interés por saber qué me parecía el espiritismo, si había algo
semejante en España, si lo que había visto en ese grupo concor-
daba con lo que veía en otros, y preguntas de esta naturaleza.
Finalmente, en los dos últimos meses de mi trabajo de campo
empecé a hacer más sistemáticamente entrevistas semiestructu-
radas con la mayoría de mis informantes clave. Estas entrevistas
podían estar ya más focalizadas puesto que mi conocimiento del
espiritismo era mayor, conocía los términos en los que ellos mis-
mos hablan de las cosas, y tenía ciertas dudas concretas que ellos
podían aclararme. Las voces espiritistas recogidas en estas entre-
vistas de la última fase de la investigación han sido muy impor-

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tantes en la construcción de mi texto etnográfico, aportando
polifonía y punto de vista nativo al relato.
Voy a señalar, finalmente, mi encuentro etnográfico con un
tipo de entrevista semiestructurada (por el propio informante) a
la que me he referido brevemente antes, y que podemos denomi-
nar autoentrevista. Tras la atípica jornada de investigación que
narré en la sección anterior, regresé a la región de Barlovento a
buscar a Valerio en otra ocasión, con una impresión en papel de
su teoría del espiritismo. Ni él ni Henry estaban en el pueblo. A
pesar de que intenté localizarles varias veces en unos números
de teléfono que me había proporcionado, nunca volví a verles.
Rescato ahora algunos fragmentos del monólogo de Valerio aque-
lla tarde y noche, caminando por las calles del pueblo bajo la
mirada de los curiosos. A pesar de sentirme claramente manipu-
lado, también había obtenido mi premio. Más allá de su grandi-
locuencia y tono mesiánico, las palabras de Valerio me dieron
pistas —y metáforas— para entender los vínculos que estaba
buscando entre el espiritismo y la sociedad petrolera, y también
me fueron útiles para avanzar la línea de investigación que esta-
ba desarrollando sobre las entidades místicas como engranajes
de la memoria y las nociones étnicas populares. Además, Valerio
no desaprovechó la ocasión para «ponerme en mi lugar». Yo podía
ser un «brujo español», de acuerdo, pero también era un enemi-
go. Según él, a pesar del paso de los siglos, las alianzas estratégi-
cas y agravios históricos entre los pueblos permanecía frescos.
Por eso, me avisaba de la hostilidad que, por mi origen, debía
esperar en determinados trances. Especialmente si el médium
era él. Este augurio no se cumplió en ninguna de las muchas
ceremonias a las que asistí hasta el final de mi trabajo de campo,
más allá de algunas alusiones irónicas. Pero sí pude constatar a
lo largo de mi investigación que formaba parte del discurso de
los propios espiritistas respecto a su práctica.

Nosotros trabajamos con el petróleo que está en las gran-


des profundidades de la tierra donde habitamos. A cien, a
doscientos, a trescientos pies, más abajo. Porque el petróleo
es algo caliente. Cuando me refiero a caliente [quiero decir
que] te puedo trabajar con petróleo, con candela, o te puedo
trabajar con la naturaleza en cualquier sitio donde haya sido
explotado cualquier pozo petrolero. [Allí] puedo montar cual-

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quier tipo de ceremonia. El petróleo es caliente. Es hijo de
nuestra naturaleza. Yo trabajé en un pozo de petróleo en
Maturín, en el estado Monagas, en la HP104. No trabajaba
no más como cuñero, sino trabajaba también como un gran
ayudante y dueño y señor de un culto de religiones. El día
viernes, cuando se retiraba toda la compañía, yo me queda-
ba entonces haciendo mis ceremonias por el lugar. El lugar
es caliente, el lugar tiene naturaleza. Y yo lo que busco es la
naturaleza. Yo no voy a hacer nada con ir a trabajar a un
apartamento, ni con ir a trabajar a una quinta, ni con mon-
tar un gran altar. No. Mi altar es mi fe. Mi altar es mi volun-
tad. Mi altar puede ser una tapa. Yo lo que utilizo son los
recursos naturales, renovables, y los no renovables también.
Porque son los más lógicos y los más necesarios para mí.
Siempre y cuando yo esté en lo caliente, o esté a la orilla del
mar, o esté a la orilla del río, estoy trabajando bien. Nosotros
somos hijos de la cualidad del petróleo, porque somos hijos
de una riqueza. Y nosotros valorizamos nuestra riqueza tra-
bajándolo a él, y a sus alrededores [...]
Para mí tú eres un brujo español. Con el correr de los
años, tú mueres y puedes bajar en mí. ¿Pero cuál es tu nom-
bre? Ahí es donde yo me arrecho —enfado— con los brujos.
Los vikingos son los guerreros europeos. Ellos nacieron, hi-
cieron su dios, crearon su tribu, y todos los vikingos tienen
su nombre al igual que todos nosotros los seres humanos.
Los vikingos bajan en Venezuela porque hay y habemos
materias que tenemos razas. Irlandesas, americanas, grin-
gas, españolas, trinitarias, barloventeñas, guayanesas. Por
eso ellos bajan en Venezuela... Tu sangre está ligada con la
mía. Nosotros somos los papás de ustedes los españoles.
Porque los mestizos somos nosotros. Pero ustedes querían
ser más mestizos que nosotros esclavizándonos. Y cuando
los grandes españoles trajeron los negros a Venezuela, fue
para quitar al indio la esclavitud, y poner al negro. ¿Qué su-
cedió? Hubo una discordia. Ni el negro ni el indio: todos
somos hombres y todos vamos a luchar. Comenzó la lucha
de Bolívar, de Guaicaipuro, del general Páez, de Arizmendi,
del gran mariscal de Ayacucho, del teniente Pedro Camejo,
que hoy se le dice el Negro Felipe. Yo todo lo que estoy ahora
hablando contigo es como si me lo estuvieran dictado, pero

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no estoy transportado, sino que siento mi verdadera fuerza
espiritual, terrenal. Ese que está detrás de mí es mi poder, es
mi sabiduría [...]
Para mí los indios, como el gran cacique Guaicaipuro,
fueron como los malandros —delincuentes— actuales. Pe-
leaban por lo de ellos. Y defienden lo de ellos. Los indios
todo el tiempo estuvieron a favor de la gente. Yo soy negro
enrazao. Yo soy venezolano por mi padre, que es de Guiria. Y
extranjero, de Trinidad, por mi madre. O sea, que soy vene-
zolano. Porque tengo esa sangre, porque tengo ese color. Yo
puedo ser extranjero, pero sigo siendo negro. Y el indio no
aborrece al negro. Si a mí me baja un indio, aun con los años
y los siglos que hemos vivido, el indio te aborrece por ser
español. Si baja el Negro Felipe, ¿se va a poner a hablar con
un catire —blanco—? Eso es un embuste. Los años han cam-
biado, pero sus huesos están enterrados. Y han sido quema-
dos y ahorcados y traspasados por una flecha. Y cómo no
van a tener odio a los blancos. Vi una vez a un espíritu que se
llamaba Blanpax Parker, o Blai Paeker, y era español. Pero
es raro, porque el español y el portugués son los que están
más apartados de nuestra religión [...]

Esta autoentrevista de Valerio es un ejemplo muy claro de lo


que podríamos llamar discurso prefabricado para el antropólogo,
semejante al tipo de conversaciones que Rabinow mantuvo con
Ibrahim (1992). Quizá sea un ejemplo inusual, pero nos sirve
para plantear las dificultades a las que en no pocas ocasiones
nos enfrentamos a la hora de plantear las negociaciones para
conseguir y efectuar entrevistas en el trabajo de campo y tam-
bién para valorar la gran información que estas autoentrevistas
nos proporcionan sobre las expectativas que el entrevistado tie-
ne de lo que puede interesarnos. Quiero aprovechar para comen-
tar otra autoentrevista que tuvo lugar en unas circunstancias muy
diferentes, aunque tampoco fue intencional, y que resultó igual-
mente clarificadora. En la sección sobre la escritura de la etno-
grafía he incluido una viñeta donde se expresan las circunstan-
cias en las que se produjo esta interacción, así que no las men-
ciono ahora. En una ceremonia en el barrio de La Vega, serían
las cinco o seis de la mañana cuando se oyó una voz desde el
altar requiriendo mi presencia. Era la «negra Francisca Duarte».

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«¿Dónde está el antropólogo que quería entrevistarme?». En ese
momento yo me encontraba indispuesto en otra habitación de la
casa y no pude acudir, así que le pedí a mi mujer, que me acom-
pañaba, que cogiera la grabadora y se fuera a hablar con el espí-
ritu. «¿De qué?». «No sé, invéntate algo», le dije. «De su vida, de
cómo cura, lo que sea». Ésta es una transcripción de lo que reco-
gimos en la grabadora:

[ASUNCIÓN] Se me fue Paco...


[NEGRA FRANCISCA] ¿Quieres saber cuántas curacio-
nes yo realicé, mi negra linda?
[A] Eso, dígame usted...
[NF] Yo realice millones de curaciones, mi negra, yo no
tengo numeración, mi negra linda, tanto en vida como muer-
ta, mi negra bonita....
[A] ¿Y usted se acuerda de alguna en especial?
[NF] Una en especial fue un hombre que le saqué un cas-
cabel que tenía en la barriga... se llamaba Jesús de la Cari-
dad, mi negra linda.
[A] ¿Y cómo se le había metido ahí dentro?
[NF] Eso fue una bruja que vino de bastante lejos, mi
negra linda, y se lo metió porque estaba enamorao de ella
pero él no le paraba pelota, como dicen ustedes, mi negra
linda... Y entonces, lo puse a vomitar, pero... Ésa fue la últi-
ma curación que yo hice, mi negra linda, yo se lo quité... A
mediados de eso me echaron una brujería y me mataron a
mí, mi negra... Porque había muchos envidiosos... Era como
decir todavía en «vida terrenal», no «transportada en mate-
ria»... Pero tú no sabes nada de eso, mi negra linda... Porque
tu hombre te dejó....
[A] No sé donde se metió... Porque él es el que está ha-
ciendo la investigación, y me ha dejado aquí...
[NF] Está haciendo una tesis, mi negra linda... Lo que pasa
es que él lo que tiene es lo que llama mal de diarreíta... Le dio
la flojera... Se acostó cuando yo bajé, mi negra linda....
[A] Yo creo que sí.
[NF] Pero ahorita yo estoy aquí, mi negra linda... Si quie-
ren saber algo de mi vida, acépteme un día para venir a con-
tarle la historia de mi vida, porque ahorita me agarraron
como se dice fuera de combate, pues... yo soy una negra muy

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bochinchera, mi negra, bastante bochinchera... ¿a ti también
te gusta?
[A] Sí, pero son casi las cinco de la mañana y el cuerpo,
como que no aguanta...
[NF] Está Paco un poco cansado...
[A] Sigue en el baño.
[NF] Usted no sabe qué preguntar a la Negra Francisca...
[A] No, usted me cuenta...
[NF] ¿Qué quieres que te cuente, mi negra, con qué cu-
raba yo?
[A] Por ejemplo...
[NF] Yo curaba con lo que llaman el mapurite, mi negra,
la albahaca morada, que es la mejor para curar cuanto hay
para sacar un daño. ¿Estás oyendo, mi negra linda? Y los
purgantes que yo mandaba era el jalapa, que eso es bueno,
mi negra bonita, curé como a miles de personas, mi negra,
pero después de que los curaba decían que yo no los cura-
ba... ¿me estás oyendo? Como a todo brujo... un día me llegó
un hermano que se llamaba Felipe... Felipe.... González, y
entonces lo curé porque llegó con una barriga postiza, mi
negra linda... Y llegué yo y lo curé, mi negra bonita, y cuan-
do empezó a botar la vaina ésa por... chicharrón soplao, pues.
Y entonces el muy condenado decía que yo era la que le ha-
bía enfermado, y yo nunca lo había enfermado...
[A] ¿Pero no se curó?
[NF] Se curó, mi negra linda...
[A] Pues qué desagradecido, ¿no?
[NF] Era muy desagradecido... Entonces el hermano Paco
está haciendo como una tesis...

Así, tanto en el culto como en mi proyecto de investigación


en marcha sobre la memoria de los derrotados de la Guerra Ci-
vil, he estado muy interesado por el análisis de construcción so-
cial de la memoria, y he trabajado mucho con el método de la
historia oral. Cuando empecé mi investigación sobre espiritis-
mo, ya contaba con un muy buen libro escrito en Venezuela so-
bre este tema, en concreto, sobre la presencia de Simón Bolívar
en la «conciencia popular», que me sirvió para guiar mis intere-
ses y preguntas en los primeros momentos (Salas, 1987; Ferrán-
diz, 2004a). El trabajo de colectivos de investigadores como los

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que se reconocen bajo la denominación de «Estudios Subalter-
nos» (Guha y Spivak, eds., 1988), que prestaban una atención
especial a cómo los grupos subordinados en los regímenes colo-
niales y poscoloniales (en los que los antropólogos hemos lleva-
do casi siempre a cabo nuestras investigaciones de campo) articu-
laban respuestas creativas ante los relatos de la realidad que les
imponían los poderes hegemónicos, me proporcionó en aquel
momento un marco para interpretar lo que Foucault llamó «co-
nocimientos subyugados» (1979), es decir, esas voces perdidas,
desatendidas o silenciadas, según los casos, pero que finalmente
articulaban visiones críticas y alternativas de la realidad y del
pasado. Cuando hablamos de memoria popular, como era el caso
de la María Lionza que yo estudié, nos referimos a los procesos
de elaboración de una «historia desde abajo» (Hall, 1978) —que
incluye a las llamadas «gentes sin historia» (Wolf, 1987), o las
experiencias de vida «antibiográficas» (Terradas, 1992)—, que
actúa en la periferia de la historiografía oficial, que se presenta
imperfectamente elaborada, fragmentada y dispersa, que está
habitada por una mezcla desordenada de personajes arquetípi-
cos, y otros con tramas biográficas locales más reconocibles, y
alimenta la «heteroglosia» (Burke, 2003), abierta en todo mo-
mento a interpretaciones múltiples y coyunturales.
Entroncando con los intereses de la llamada «Nueva Histo-
ria» tal como fue reformulada en las décadas de los setenta y los
ochenta, especialmente la «historia desde abajo» (Sharpe, 2003),
la «microhistoria» (Levi, 2003) y la revalorización del testimonio
oral y otras fuentes que habían sido consideradas irrelevantes en
la historiografía clásica rankeana (Burke, 2003), la antropología
encontró un nuevo punto de convergencia teórico y metodológi-
co con la historia que ha producido algunos resultados muy no-
tables (Gutiérrez Estévez, 1996). Revistas como New Left Review,
Oral History Review, International Journal of Oral History o His-
toria, Antropología y Fuentes Orales inciden específicamente en
este ámbito de convergencia entre diferentes disciplinas, sus in-
tereses y sus métodos. Desde la antropología se entiende que las
vías de acceso al pasado disponen en cada contexto cultural de
lenguajes y soportes culturalmente relativos, que funcionaban
en campos interpretativos de gran complejidad, definidos por
relaciones de poder. De hecho, hay en antropología una impor-
tante literatura sobre las «historias de los vencidos» o sobre las

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«formas indígenas de la memoria». Desentrañar estos lenguajes
y sus contextos de enunciación es un reto básico de la historia
oral. Pero también es importante reconocer que las formas de la
memoria popular o subalterna no permanecen estables, sino que
se están transformando continuamente, por lo que requieren
modelos de interpretación y análisis igualmente versátiles. El
conocido libro de Rowe y Schelling (1991), por ejemplo, sugería
la necesidad de seguir los procesos de transformación de los
múltiples soportes de la cultura popular en América Latina para
analizar las expresiones de la memoria de los desfavorecidos,
enfatizando en este caso el complicado encuentro de «lo popu-
lar» con la modernidad y sus nuevas «industrias culturales».
Un reto teórico y metodológico fundamental de la historia
oral es muy semejante al que hemos incorporado preferentemente
a la denominación de imaginación etnográfica, es decir, cómo
relacionar las vidas y las narrativas cotidianas con los grandes
sucesos sociales, políticos y globales en las que están insertas.
Burke (2003) señala que «rescatar a los socialmente invisibles o
escuchar a quienes no se expresan» implica mayores riesgos de
los que se toma la historiografía tradicional. Desde Vansina (1965)
ha habido mucho trabajo dedicado al estudio de la fiabilidad de
las fuentes orales —aunque el propio Vansina las considerara un
mal menor—, y a los problemas metodológicos causados por la
situación de entrevista, que hemos discutido anteriormente. Ve-
remos un poco más adelante el problema específico de aquellas
fuentes orales vinculadas a experiencias traumáticas. Prins (2003)
diferencia, dentro de las fuentes orales, la «tradición oral» del
«recuerdo personal». Respecto a la tradición oral, diferencia cua-
tro formas siguiendo criterios de forma y estilo. Dos de ellas son
aprendidas de memoria (poesía y canciones, y fórmulas como
nombres, refranes, etc.), y las otras dos no son aprendidas de
memoria (épica y narrativa, que se refiere a las tradiciones del
origen, las historias dinásticas y los relatos sobre la organiza-
ción social). Los principales problemas metodológicos están re-
lacionados con las tradiciones no aprendidas de memoria, pues-
to que el investigador puede identificar las formas y las reglas
tras un estudio exhaustivo en las que están memorizadas, pero
no puede hacerlo del mismo modo en las libres o improvisadas.
Lo importante desde el punto de vista metodológico es identifi-
car las modalidades de tradición oral con las que cada investiga-

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dor se encuentra en el campo, y saber contextualizar su forma y
estructura para poder interpretarlas adecuadamente.
Hay un ejemplo magnífico de recopilación etnográfica de
una tradición histórica oral: el del rescate del conocimiento «fesi-
ten» de los cimarrones saramaka de Surinam por parte del an-
tropólogo norteamericano Richard Price, plasmado en su libro
First Time (1983). Después de muchos años de trabajo de cam-
po, los saramaka le pidieron que «escribiera» un libro sobre un
conocimiento histórico secreto y «peligroso» que había comen-
zado en torno a 1800 y se transmitía oralmente en las madru-
gadas de una manera fragmentada a aquellos «historiadores
saramaka» que estuvieran interesados en el pasado de su gru-
po desde que se escaparon de las plantaciones. Al tratarse de
un conocimiento transmitido cara a cara y según intereses po-
líticos, cada «historiador» tiene una versión distinta de él. En
este conocimiento los saramaka trazan su genealogía matrili-
nealmente hasta un grupo originario de esclavos huidos. Estas
versiones del pasado están desestructuradas y cada clan trata
de legitimarse social y políticamente buscando situaciones de
predominancia en él. Los desplazamientos geográficos de los
cimarrones durante el «fesi-ten» establecieron, por ejemplo, las
pautas de posesión de la tierra para el futuro. Las alianzas en-
tre clanes que vivieron en esa época todavía marcan las relacio-
nes interclánicas actuales. El conocimiento «fesi-ten» está com-
puesto por listas genealógicas, epítetos personales, lugares con-
memorativos, «mapas verbales», listas de jefes, proverbios y
fragmentos narrativos misceláneos, toques de tambor con sig-
nificación histórica, canciones, oraciones, etc. Un aspecto im-
portante que señala Price es que los saramaka, al ver que su
conciencia histórica estaba desapareciendo, confiaron en «su»
antropólogo para que le diera forma escrita, y le otorgaron el
papel de «cronista oficial». De ese modo obtiene acceso a un
conocimiento secreto del que ni siquiera conocía su existencia
hasta entonces. En la introducción al libro, Price constata la
dificultad de «traducir» entre un registro oral y otro escrito,
aparte del meramente lingüístico. Tiene miedo de cuál será el
impacto de un libro de esta naturaleza sobre el propio sistema
de conocimiento que está codificando en una versión única y
«oficial» o «autorizada», y por lo tanto, de una naturaleza muy
distinta a su forma oral fragmentaria y descentrada. Hablare-

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mos más adelante con más detalle sobre las estrategias retóri-
cas de los libros que escribió Price sobre la memoria saramaka.
Aún nos queda decir unas palabras sobre el llamado método
biográfico, que trata de recobrar recuerdos personales. Es otro
proceso de investigación muy vinculado a las entrevistas y a la
reconstrucción de la memoria a través del recuerdo personal. Aun-
que autores como Prins han señalado los problemas de fiabilidad
del recuerdo personal, que puede ser autojustificador o dado al
lapsus de memoria, la biografía se ha convertido en un método de
una enorme proyección. Seguiremos a Pujadas en la reconstruc-
ción de las características del método de la «historia de vida» (1992).
Hablamos generalmente de life story o «relato de vida» para refe-
rirnos a la historia de una vida determinada tal como la cuenta la
persona que la ha vivido, y de life history o «historia de vida» en el
estudio de caso que comprende no sólo la life story, sino también
otros tipos de documentación complementaria (documentos ofi-
ciales o personales, fotos, etc.) que nos ayuden a reconstruirla más
allá de sus propios términos. También están las «autobiografías»,
que se diferencian de las biografías porque son narrativas surgi-
das por la propia iniciativa de la persona, y las que se han denomi-
nado «autoetnografías», en las que se construye una narrativa de
tipo reflexivo sobre el propio etnógrafo, sobre la persona entrevis-
tada, o sobre la relación entre ambos (Reed-Danahay, ed., 1997),
algunas de cuyas modalidades —como la «autobiografía antropo-
lógica»— ya fueron identificadas hace tiempo por Brandes (1982).
Para Pujadas, el método biográfico puede constituirse en un mé-
todo clave en las aproximaciones cualitativas a la realidad social,
e incluso puede ser útil para estructurar encuestas de orden cuan-
titativo. Como veremos, también es un método que tiene un ajuste
claro en los estudios transnacionales y en las investigaciones so-
bre violencia.
De nuevo, como en la etnografía en general, el método bio-
gráfico pone en marcha una dialéctica crucial en la disciplina, al
compaginar el interés particularista por la experiencia de las
personas habitualmente sin voz (aunque las nociones nostálgi-
cas de lo subalterno hayan de ser cuestionadas con la globaliza-
ción y la llegada de los medios de comunicación a todos los rin-
cones del planeta, incluyendo los espectáculos humanitarios y
los reality shows) y el reconocimiento denso del momento históri-
co en el que recogemos la historia de vida. Frente a las múltiples

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ventajas del método, sus inconvenientes están relacionados con
la dificultad de encontrar buenos informantes, la dificultad
de completar los relatos biográficos empezados, la dificultad de
controlar la información obtenida, la propia impaciencia del in-
vestigador, el peligro de seducción de un relato (Robben, 1995)
o, por el contrario, el exceso de suspicacia, o la fetichización del
propio método. El método biográfico tiene otras técnicas aso-
ciadas, como son la elaboración de relatos biográficos múltiples,
ya sean paralelos o cruzados, que consisten en muestras más
amplias y polifónicas de relatos biográficos que pueden entre-
cruzarse o no, y permiten minimizar algunos de los efectos de la
empatía y la subjetividad de los relatos biográficos individuales.
Respecto al proceso de elaboración de la historia de vida, Puja-
das propone una etapa inicial, una fase de encuesta, otra fase de
registro, transcripción y elaboración de los relatos, una fase
de análisis e interpretación, y una fase final de presentación y
publicación de los resultados.
Veamos como ejemplo dos casos de historias de vida que
Marcus y Fischer ya consideraron paradigmáticas del momento
experimental y crítico temprano de la antropología norteameri-
cana (1986). Ninguno de estos casos es una historia de vida con-
vencional, sino que están construidas como mediaciones entre
los informantes y los etnógrafos, y expresadas de forma dialógi-
ca. Lo «experimental» de estas dos historias de vida es que ex-
ploran los múltiples puntos de vista que convergen en el encuen-
tro etnográfico. Shostak escribió Nisa después de un trabajo de
campo entre los cazadores recolectores !kung san del desierto de
Kalahari (1981), un grupo muy estudiado en la disciplina por
responder presuntamente a los ideales del «primitivismo» clási-
co, e incluso a las pautas de laxitud en las relaciones sexuales
que tanto fascinaron a Mead en «su» Samoa. La propia Shostak
establece paralelismos entre ellos y los «antepasados prehistóri-
cos». Se trata de la transcripción editada de 15 entrevistas con
una sofisticada mujer de 50 años. Nisa era una informante exce-
lente desde el punto de vista de Shostak: entendió pronto la di-
námica de las entrevistas, llegó a hacer un relato «vagamente
cronológico» de su vida e, inducida por la antropóloga, volvió
con mayor detalle a las fases que la posterior compiladora consi-
deraba más importantes. Shostak sostiene que Nisa maduraba
narrativamente a medida que pasaban las entrevistas, siendo más

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sofisticada cada vez. Esa madurez fue interpretada en términos
de mayor «fiabilidad». La autora introduce cada capítulo con
comentarios basados en entrevistas con otras mujeres, en un in-
tento de control de la representatividad de Nisa. En el epílogo
Shostak discute que el libro es fruto del encuentro entre dos
mujeres en distintos momentos de sus ciclos de vida. Eso hace
que se filtren al libro debates contemporáneos del feminismo
norteamericano de la época, como el efecto emocional de los
ciclos menstruales o el poder coercitivo de los roles sexuales
(Marcus y Fischer, 1986). A través de los ojos de Nisa, Shostak se
encuentra una sociedad !kung más violenta que las descripcio-
nes anteriores, teñidas de «nostalgia imperialista» o duelo por lo
que la propia cultura del observador destruye (Rosaldo, 1989).
Por otro lado, el libro que Crapanzano escribió sobre Tuhami
es una historia de vida de lo que Agar llamaba informante «des-
viado» (Agar, 1980; Frigolé, 1998). Tuhami era un fabricante de
tejas marroquí iletrado, soltero y solitario, y por ello «excepcio-
nal» y marginal a su propia cultura. Tuhami creía que estaba
casado con una mujer demonio con pies de camello, A’isha Qan-
disha. Había otros hombres marginales —«solitarios», «sexual-
mente disfuncionales», «inadaptados físicos», «excéntricos» o
simplemente «solteros», en palabras de Crapanzano— que tam-
bién declaraban estar casados con este ser. A’isha era muy celosa
y le pedía que mantuviera su relación marital en secreto. Tuhami
estaba, en palabras del autor, «utilizando un lenguaje cultural
que tenía a su disposición para articular su experiencia» en los
márgenes de la sociedad marroquí, incluyendo la «negociación
de la realidad» que tenía con el etnógrafo. Pero precisamente
por estos motivos, la trama que usaba para dar sentido a su vida,
entre la «historia y el cuento de hadas», encapsulaba de una for-
ma tanto implícita como explícita los «valores, vectores inter-
pretativos, pautas de asociación, presuposiciones ontológicas,
orientaciones espaciotemporales y horizontes etimológicos»
marroquíes. Desde el margen, con su historia de vida, Tuhami
hablaba de temas centrales de su cultura como la jerarquía so-
cial tradicional, las pautas de autoridad, la lógica de las relacio-
nes sexuales, etc. Crapanzano no cree posible que el etnógrafo
pueda desaparecer de la dinámica esencial del encuentro en sus
textos. Hay una tendencia fuerte en el antropólogo a atribuir al
informante lo que es una «realidad negociada», y eso hace indis-

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pensable la ubicación de la historia de vida en la dinámica del
encuentro.

4.8. Historias e itinerarios del cuerpo

En esta sección amplío algunas de las ideas ya planteadas,


pero adecuadas a la investigación del cuerpo y de las formas de
corporalidad. Para B.S. Turner, uno de los autores más significa-
tivos en el desarrollo de este campo en la sociología, el aumento
de actividad política y cultural sobre el cuerpo en las últimas
décadas hace posible pensar las sociedades modernas como «so-
ciedades somáticas» (1992). Pero, ¿hubo alguna vez alguna
sociedad que no lo fuera? Ésta es sin duda una convicción que
está detrás del esfuerzo de muchos investigadores en disciplinas
diversas, entre ellas la antropología. En la bibliografía de las úl-
timas décadas hay una proliferación de investigaciones sobre las
relaciones entre cuerpo y género, cuerpo y sexualidad, cuerpo y
violencia, cuerpo y consumo, cuerpo y máquina, cuerpo y reli-
giosidad, cuerpo y salud, cuerpo y vejez, cuerpo y clase social,
cuerpo y estigma social, cuerpo y memoria, cuerpo y emo-
ción, cuerpo, hegemonía y resistencia, discursos disciplinarios y
formas de la corporalidad, etc., cuyo éxito se expresa, por ejem-
plo, en el prestigio adquirido por la revista Body and Society. El
propio Turner afirma que el cuerpo se ha convertido en «uno de
los principales campos de batalla donde se produce la lucha para
forjar una perspectiva crítica adecuada para analizar las carac-
terísticas cambiantes de la realidad social, política y cultura con-
temporánea» (1992).
Este giro hacia el cuerpo del análisis social implicaba enton-
ces, como también ocurre ahora, una adecuación de nuestros
métodos y marcos de análisis para poder leer e interpretar las
distintas modalidades de la actividad humana en las prácticas
corporales. ¿Cómo podemos modular nuestros métodos y técni-
cas para estudiar cuerpos? ¿Cómo podemos usar las formas y
estilos de corporalidad para descifrar aspectos muy variados de
la sociedad? O, dicho de otra manera, ¿cómo podemos entender
lo social a partir de las formas de corporalidad que genera? Va-
mos a verlo respecto a dos aspectos entrelazados. Por un lado,
cómo investigar formas de corporalidad, y en segundo lugar, cómo

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utilizar el cuerpo como instrumento metodológico. Lo haremos
a través de ejemplos de mi investigación sobre el culto de María
Lionza, que es un ámbito de acción social afín a lo que Wac-
quant ha denominado «universos corpocéntricos» (1995). El culto
de María Lionza ha sido, especialmente desde los años cuarenta,
un actor relevante en discursos y proyectos políticos, en inter-
venciones públicas de intelectuales y artistas, en el imaginario y
prácticas de la élite, y en el desarrollo de las formas contemporá-
neas de la cultura popular. Desde entonces, se han inventado
mitos, se han escrito obras de teatro, se han construido estatuas
y creado iconografías, se ha perseguido y encarcelado a médiums,
se han constituido asociaciones esotéricas, se han desarrollado
proyectos de unificación dogmática, se han elaborado estudios
desde diversas disciplinas, se han filmado documentales y com-
puesto canciones, se han multiplicado los centros de culto, se ha
desarrollado un vigoroso mercado de productos espiritistas, etc.
Pero el aspecto crucial que debía analizar era el desarrollo histó-
rico de una forma de corporalidad muy específica y ritualizada,
aunque entrelazada con la corporalidad cotidiana. Por lo tanto,
al comenzar mi investigación partía de la hipótesis de que las
formas de corporalidad del culto están ancladas en contextos
históricos determinados, y que las diferentes tramas corpóreas
de los espíritus, como expresiones de la memoria popular, se ac-
tivan, desactivan y transforman según la percepción popular de
las circunstancias políticas y sociales de Venezuela. Y lo hacían,
además, con una inesperada rapidez.
El estudio de la posesión me planteaba, en este sentido, pro-
blemas metodológicos específicos. Los médiums se sienten siem-
pre cerca de los espíritus que los poseen, incluso cuando conver-
san con el antropólogo de turno en la plaza de su pueblo. Tienen
cosquilleos, inspiraciones, videncias, emociones, gestos, etc., que
atribuyen a estos recostamientos cotidianos. El trance es un con-
tinuo de sensaciones que va desde estos contactos ligeros y coti-
dianos hasta posesiones de enorme intensidad. ¿Cómo recons-
truir sus claves emocionales y sensoriales —lo que Willis y Trond-
man denominan la «significación sensual» de la experiencia social
(2000)— especialmente en los momentos de mayor implicación
corpórea, es decir, durante los trances? Como comentaré en la
siguiente sección, la grabación en vídeo de las ceremonias se
reveló como un instrumento metodológico fundamental, pues

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me permitía, por un lado, registrar la sobredosis de información
que siempre se produce en las ceremonias espiritistas y, por otro,
discutir a posteriori con los propios médiums lo que iba suce-
diendo en sus cuerpos a medida que las fuerzas espirituales en-
traban y salían de ellos. Pero esto sólo fue posible en algunos
casos concretos, en los que pude filmar sistemáticamente el
desarrollo espiritista durante el periodo de mi estancia en Vene-
zuela, lo que también limitaba enormemente la secuencia tem-
poral del seguimiento. Así, desde el principio de mi investiga-
ción, también dediqué buena parte de mi tiempo a recoger testi-
monios de diferentes médiums sobre la posesión, su aprendizaje,
sus características, su relación con la edad, el género, la condi-
ción social, la curación, la violencia cotidiana, etc. De este modo
pude ir elaborando, poco a poco, lo que podríamos llamar histo-
rias de cuerpo o itinerarios corporales. Estos itinerarios corpora-
les tienen una finalidad semejante a las historias de vida que
hemos discutido anteriormente, pero virando el interés hacia lo
que le ha pasado al cuerpo del informante durante un periodo
determinado de tiempo. Siempre en el entendimiento de que, lo
mismo que una historia de vida si está bien hecha puede plas-
mar un momento histórico en toda su complejidad, podemos
descifrar la corporalidad de una manera semejante en relación
con el contexto social, político, cultural e histórico que la produ-
ce y le da sentido.
Encontré entonces un problema básico en el relato de la
posesión. Es frecuente que las materias espiritistas, sobre todo
en el caso de las clases populares, pierdan la conciencia duran-
te el trance. De hecho, la pérdida de conciencia es uno de los
indicadores internos de la autenticidad y profundidad del tran-
ce, que es muchas veces discutida. Por lo tanto, las narrativas
de la posesión se basan sobre todo en las sensaciones que los
médiums recuerdan, muchas veces de forma atropellada y con-
fusa, de los momentos previos e inmediatamente posteriores a
la posesión. Cuando los médiums bajan a tierra, recuerdan, por
un lado, el primer hermano que trató de entrar en su cuerpo y,
por otro, intentan descifrar en las sensaciones residuales del
trance las pistas que dejó el paso de otras entidades espiritua-
les, cada una de las cuales produce efectos corporales concre-
tos. Son memorias cuyo referente básico son el cuerpo y los
sentidos. Aprendí gracias a mis informantes que los sabores

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que quedan en la boca (cada categoría de espíritus tiene prefe-
rencias por licores, frutas...), las heridas en la piel (algunas en-
tidades usan sangre para curar y cortan a los médiums), los
dolores musculares (los chamarreros, por ejemplo, suelen ser
viejitos artríticos que fuerzan mucho la espalda de los médiums
y provocan intensos dolores lumbares tras el trance), los vesti-
gios de fluidos que a veces se quedan enganchados en las ar-
ticulaciones, o los colores de la cera derretida sobre el cuerpo,
las sustancias y licores que los impregnan, permiten a los mé-
diums empezar a reconstruir la secuencia de trances de la cere-
monia, e incluso la escala —grado de energía—, estado de hu-
mor o duración de la estancia de las diferentes entidades. Por
supuesto, mientras se recuperan del trance, e incluso en las
horas y los días posteriores, contrastan estos datos con los de
los testigos que presenciaron las ceremonias. A medida que
aprendía a reconocer estas claves sensoriales del trance, mis
entrevistas se iban haciendo más precisas y adecuadas, desde
mi punto de vista, y un poco más instruidas, desde el punto de
vista de mis informantes.
En cualquier caso, la narración oral no deja de ser un ve-
hículo con muchas limitaciones para plasmar estos momen-
tos de altísima intensidad emocional y sensorial. Una catego-
ría narrativa relevante en el culto en la que esta dificultad es
muy clara es el intento de descripción de la primera vez que
se aproximan las fuerzas a un médium en potencia o en desa-
rrollo. Frente a los médiums experimentados, que ya pueden
poner nombre y apellidos a los espíritus que poseen sus cuer-
pos, en estos casos nos encontramos con narrativas donde lo
que prima es un alboroto de sensaciones o, en palabras de
Csordas, una «gestalt caótica» (1994). Pero incluso Betty, que
fue médium durante más de una década antes de alejarse del
culto de María Lionza y me había definido con mucha clari-
dad las características distintivas de los espíritus que la po-
seían con más frecuencia, todavía recordaba así, entre gran-
des aspavientos que trataban de abrazar e investir de una
mayor corporalidad sus palabras, las sensaciones masivas y
desordenadas de su primera iniciación cuando tenía 15 años.
Estábamos sentados delante de una cerveza en un bar de Par-
que Central, en Caracas.

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Lo cierto es que yo no recuerdo nada hasta que llegó el
momento en que me dijeron: «ven tú»... Me dijo Paquita,
«vente», y me llevó... Ah, qué emoción, estaba el chico que
me gustaba, y yo toda emocionada. Yo tenía 15 años, me
pararon allí... Extender los brazos, apretar los puños, y ce-
rrar los ojos... Y empezaron a darme fuerza; a darme fuerza:
«respira fuerte y profundo», y bueno, caí hacia atrás. Me
sujetaron, me acostaron, y entonces me untaron de aceite
por todas partes, por todos lados. Ahora te voy a decir lo que
sentí yo allí con los ojos cerrados. Hay varias cosas que a mí
me asombran. Primero, yo empecé a pensar en el estómago,
porque yo siempre he sufrido del estómago. Y entonces, ay,
pedía que me lo curaran, que me lo curaran, y entonces yo
empecé como a... se me empezaron a salir las lágrimas, ¿no?
O sea, con mis ojos cerrados, acostada en el piso, comencé a
sentir que las lágrimas se me salían, y yo no sabía por qué...
Pero yo seguía con mi estómago y tal, y entonces empecé así
como, poco a poco, a sentir ganas de llorar... Pero ya no sólo
de botar lágrimas, sino de ah ah ah ah ah ah ah [respiración
fuerte]... Y empecé así, con la cosa así, pero era como un
desespero, una cosa así, y cada vez lloraba más duro... Era,
cómo decirte, una cosa así como cuando a ti te pasa algo,
que tú necesitas llorar, pero impresionante, porque yo se-
guía con mis brazos así, y en ningún momento abrí los ojos,
que uno tiende a abrir sus ojos en esos momentos. Pero yo
estaba como en otro momento, en otra cosa, con mis ojos
cerrados. Y lloraba, y lloraba, y lloraba, y lloraba, pero cada
vez la cosa era más así. Y entonces comencé a gritar. Era
como una necesidad de gritar, y me acuerdo que me daban
por aquí y me decían: «sácalo, sácalo». Y me empujaban las
tripas, y yo gritaba más duro, y gritaba, y gritaba... Pero de
repente empecé a pegar gritos, y también yo seguía con mi
lloradera. Yo seguía en mi posición llorando y gritando pero
igualito, con mis ojos cerrados. Entonces recuerdo como que
alguien se sentó sobre mi estómago, y me resultó tan repug-
nante que empecé a brincar. Así como para quitármelo de
encima, y recuerdo que me agarraron por los brazos y yo...
Sentía que me tocaban y era como una desesperación... y yo
lo que quería era quitarme a todo el mundo de encima. En-
tonces me metían cosas en la boca, y esa broma me sabía tan

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horrible, lo escupía y gritaba, y yo seguía con mis ojos cerra-
dos, claro. Yo no abrí los ojos, responsablemente, tú sabes,
de lo más obediente... Me batuqearon, y entonces empecé a
sentir candela, ¿no? Pero sin abrir los ojos. Eran muchas
sensaciones, pero normalmente, si tú estás en una situación
de peligro, o que consideras de peligro, tú abres tus ojos...
Pero yo no sabía qué estaba pasando. Y empecé a sentir como
que me caían granitos, que ahora yo ya sé que son de pólvo-
ra, ¿no?, pero yo lo sentía en mi cuerpo, y sentía todas esas
cosas. Y era peor porque gritaba más duro... mientras más
me echaban, más gritaba yo, entonces cuando yo sentía como
candelazos que salían. Yo gritaba durísimo... Y recuerdo que
empecé a ver como que yo estaba parada en medio de un río,
así, de noche, y había como una especie de sol, pero no un
sol que iluminaba, sino un sol que era como candela, así gran-
dísimo, frente a mí, y vi una imagen de una pareja que ve-
nían caminando hacia mí. Pero después que yo vi eso, en-
tonces yo empecé... ah ah ah ah ah, empecé ya a relajarme. Y
el sol ése se me iba acercando, se me iba acercando, y enton-
ces en ese momento fue que sentí la frescura de la fruta que
me echaron, así, friíta, así, por todo el cuerpo, y era así, sa-
broso, y yo con mis ojos cerrados. Me echaron mi cosa, me
pararon, me sacudieron, y bueno, entonces el hermano —ya
tenía enfrente al hermano— me bendijo, y me preguntó que
cómo me llamaba. Y le dije mi nombre, entonces, bueno, me
llevaron al río y me cruzaron. Me dieron mi jaboncito azul,
ras, ras, ras, ras, me lavé, y allí empecé otra vez a llorar, pero
ya era como un llanto de tranquilidad, de que ya pasó todo...
Era otra cosa... [Una sensación] como de tranquilidad, [como]
que me había quitado un peso de encima o algo así. Era
tranquilidad, sabroso. Y fui hacia donde estaba el tipo [mé-
dium], que ya estaba en tierra, yo nunca lo voy a olvidar, y
me dijo a mí: «tú eres tú y no hay nadie que pueda contra ti».
Yo esto lo he utilizado toda mi vida. O sea, yo no tengo que
rendirme ante ese tipo de cosas.

Complementando mis observaciones con las entrevistas con


los médiums y en algunos casos visionando vídeos de sus tran-
ces, pude ir elaborando, poco a poco, esas historias de cuerpo o
itinerarios corporales a las que me refería, desde sus experien-

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cias iniciales caóticas, a través de su iniciación, hasta las fases
más sofisticadas de mediumnidad. Lo mismo que las historias
de vida, las historias de cuerpo implican un entendimiento pro-
cesual, es decir, aceptar que los cuerpos se modulan y transfor-
man con relación al paso de los años, por un lado, pero también
en relación con los entornos sociales, culturales y políticos en los
que se construyen y evolucionan. En su importante libro sobre
cuerpo, género, identidad y cambio en el País Vasco, Mariluz
Esteban usa también esta metáfora del itinerario corporal para
hacer un seguimiento de las transformaciones en la identidad
femenina a través de las experiencias de cuerpo de sus infor-
mantes, asimilándolo a la noción de itinerario terapéutico muy
usado en la antropología médica (2004). Esteban utilizó en su
estudio entrevistas, en dos casos «autobiografías corporales», e
incluyó su propia «autoetnografía corporal». Con ello la autora
buscaba analizar los procesos de «identidad corporal» y «empo-
deramiento corporal» relacionados con las estructuras de géne-
ro, también conectando las experiencias personales de sus infor-
mantes y ella misma con los contextos sociales en los que podían
o pugnaban por expresar determinados aspectos de su corpora-
lidad. Otro conocido caso de «autoetnografía corporal» es el de
Murphy, The Body Silent (1987), en el que este antropólogo nor-
teamericano hace un relato sobrecogedor del avance de una en-
fermedad degenerativa en su propio cuerpo. Volveremos dentro
de poco a este uso del cuerpo como instrumento de conocimien-
to etnográfico.
En el caso de María Lionza, para caracterizar los distintos esti-
los de posesión que coexistían en el culto y los encendidos debates
que se generan respecto a los usos distintivos del cuerpo, hice el
seguimiento cercano de la corporalidad de un buen número de
médiums, con mayor o menor profundidad. Finalmente, por ser
un médium al que pude filmar en varias ocasiones, pude discutir
con él estos vídeos y me demostró un especial interés y talento por
verbalizar sus sensaciones corporales, utilicé el itinerario de cuerpo
de Daniel Barrios, al que ya conocemos sobradamente, para ilus-
trar la compleja y cambiante corporalidad de los médiums. Daniel
era un magnífico informante en muchos aspectos. Era accesible,
generoso y honesto. Además era un extraordinario médium que se
situaba a caballo entre la generación de su padre y la de los jóvenes
que estaban entrando en el culto mediante formas de posesión vio-

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lentas, que discutiremos con mayor detalle en la última parte del
libro. Esto hacía que él mismo tuviera muy clara una perspectiva
histórica sobre las transformaciones del trance con el paso de los
años, desde los trances que él veía en su padre en los años sesenta,
hasta los trances de enorme violencia corporal que encontraba en
los jóvenes de los barrios 30 años después. Pero lo que le convertía
en un informante excepcional era su gran capacidad narrativa, no
sólo para describir críticamente el culto, sino también para tradu-
cir a palabras sus sensaciones y su corporalidad durante la pose-
sión. Mientras que mis conversaciones sobre espiritismo y corpora-
lidad con algunos otros médiums eran bastante estereotípicas y frag-
mentarias, Daniel era capaz de hablar durante horas sobre ello. Por
eso trabajé durante muchos meses en su historia de cuerpo, en con-
versaciones, en entrevistas semiestructuradas, en ceremonias, en
discusiones sobre vídeos, y la incluí después en mi libro sobre el
culto (2004a, cap. 3). Cito a continuación algunas de sus narrativas
de cuerpo recogidas en las entrevistas semiestructuradas realizadas
en la terraza de mi apartamento.

Mira, cuando sale tu propio espíritu de tu cuerpo... cómo


decirte... eso es algo increíble, es impresionante... Las pri-
meras veces te da mucho miedo, tú no sabes qué carajo es lo
que te va a bajar... tú cuando te pones delante de un altar
para elevarte, lo que estás es asustado, no vamos a engañar-
nos... cuando empiezas a sentir todos esos temblores por
todas partes de tu cuerpo, y te pones a dar brincos sin que tu
cerebro te mande eso... Porque uno parte del principio de
que no sabes qué es lo que te está pasando, si vas o no vas a
volver, ¿me entiendes?... Luego, una vez que lo controlas, eso
comienza muy bonito, como unas luces, algo que... es un
color muy bonito, y entonces de repente sientes que te estás
saliendo del cuerpo, y muchas veces tú ves el cuerpo que va
quedando atrás, y tú te vas elevando, o sea, son cosas increí-
bles, entonces bueno, cuando uno ya aprende a elevarse, ya
uno lo toma como algo normal... Aunque no diría que ruti-
nario, porque a veces a uno lo desprenden, y el espíritu de
uno queda viajando, y viendo cosas, cosas increíbles, la na-
turaleza, espíritus, tantas cosas... hogueras, cosas bellas, as-
tros y vainas... Y entonces, cuando vuelves a tu cuerpo, es
como si hubieras estado en un sueño... Pero aunque tú sien-

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tes como si hubieras salido un ratico, resulta que has traba-
jado cinco, seis, diez horas, eso si es arrecho [...]
Los espíritus, a menos que sean celestiales y no puedan
tocar la tierra por ser tan elevados, siempre entran en tu cuer-
po por los pies, o sea, de abajo arriba, van ascendentes... y en
el estómago... aquí es dónde se siente la mayor influencia, el
mayor impacto de las fuerzas... Éste es el punto básico de
elevación... Y según sea tu limpieza espiritual y corporal, tú
vas a sentir que los fluidos vienen buenos o malos... O bien,
en ese choque que se produce en el estómago, la fuerza no te
va a pasar de ahí, porque si pasa, de ahí para arriba este
trayecto se dispara solo... pero si no pasa de aquí, si se te
queda enganchada en el estómago y no pasa, ¿me entien-
des?... entonces es por eso que uno ve a tantas materias for-
zándose, que si no puedo, ah, ah, ¿y por qué?... porque el
espíritu, por impurezas de la materia o por la razón que sea,
no puede pasar de ahí. Es en estas situaciones cuando mu-
cha gente empieza a fingir que tiene el espíritu completo,
por miedo a hacer el ridículo [...]
Básicamente, lo más bonito para mí es la fuerza india...
Se diferencia mucho de las demás porque ella es una fuerza
guerrera... pero completamente... que te embarga todo el
cuerpo de una vez, te viene por las piernas para arriba, y te
sube a tal magnitud, con una fortaleza tan poderosa, que te
hincha el cuerpo, como si no cupiera dentro de ti... Y tú sa-
bes que es india por la forma con que ella se agarra en tu
cuerpo, pues, tan característica... Y los fluidos son bien fuer-
tes, inconfundibles... Pero, por ejemplo, los africanos em-
piezan a recorrerte el cuerpo de otra manera distinta, y te
retuercen todo, brazos, manos, piernas, pies... entonces tú
ya sabes que lo que viene es africano... Los espíritus africa-
nos tienen una fuerza enorme... Realmente parece que, cón-
chale, le van a reventar todos los huesos a uno. Es algo bár-
baro [...] Cuando sales de los trances sientes como si alguien
te hubiera golpeado la cabeza, todo el cuerpo. Mira, cuando
yo empecé a desarrollarme [como espiritista], eso era una
vaina tan fuerte que, cuando se iban los espíritus, ¿cómo te
lo explicaría? A mí me parecía que aquí [en el pecho] tenía
metido un tubo de esos plásticos para respirar... De esos que
tienen seis pulgadas. Sí, se me quedaba el pecho abierto, así,

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afff, afff, afff... Eso era algo increíble, muy fuerte, y pasaba
días así, como si me hubieran agarrado a palos. Me dolía
todo el cuerpo [...]
Los chamarreros son casi siempre más suaves, porque
cuando ellos bajan, sus fluidos son como un viento, ligeros...
Los sientes así como buuuuuuu, se te meten en el cuerpo
con más facilidad, y ¡tácata!, de una sola vez... los malan-
dros... bueno, pues son todavía más suaves, porque recuerda
que son aún espíritus de muy baja luz, recién llegados al
mundo de lo espiritual y con una gran carga de pecados...

Hay otro aspecto que apuntaba antes como básico a la hora


de investigar cuerpos: dónde se sitúa la propia corporalidad del
investigador. Ya hemos visto las negociaciones que se producen
durante el trabajo de campo respecto a los roles sociales, a la
reciprocidad, a los distintos tipos de narrativas, etc. Ahora va-
mos a explorar esta negociación cuerpo a cuerpo. Durante el tra-
bajo de campo, como ya comenté en algún punto antes, asumía
en las ceremonias la «piel social» del espiritista (Turner, 1980):
pantalones cortos rojos, y camiseta, si acaso. Por lo demás, solía
ir apenas con un pantalón de deportes y descalzo, como van ellos.
Los motivos eran múltiples. Por un lado, el calor recomendaba
ese tipo de vestuario. Otro aspecto que no es desdeñable es que
impedía que se fijaran en mí demasiadas miradas, dado que es-
tuve en muchas situaciones en las que yo interpretaba que había
personas vinculadas a ambientes delincuenciales, y no me que-
ría significar con una ropa estrafalaria para el contexto o que su-
giriera algún valor económico. Además, en las ceremonias los
espíritus asperjan licores continuamente a los participantes, lo
que convierte a la ropa, que no era imprescindible según los có-
digos de decencia ritual de los espiritistas, en un estorbo.
La intensidad emocional de las ceremonias hacía que, en al-
gunos momentos, pudiera entrar en algún estado alterado de
conciencia leve, como por ejemplo el que discuto en la sección
sobre el uso de vídeo en el culto y que puede sintetizarse en el
concepto de Rouch de «cine trance». A medida que aumentaba
la confianza con los espiritistas me iba haciendo más versado en
ese «lenguaje silencioso» que discute Hall (1959) y que consistía
en descifrar e incorporar, literalmente, los códigos de comporta-
miento no verbales, tanto respecto a la corporalidad como a su

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ubicación espacial según los significados y acciones prácticas de
los espiritistas. Aprendí poco a poco a colaborar en algunas de
las secuencias rituales, como ayudar a preparar los altares, las
velaciones, los trabajos espiritistas (velones, retornos, reventamien-
tos, trabajos a distancia, magia de amor...), fumar tabacos y leer-
los durante las ceremonias terapéuticas e, incluso, en el grupo
de Soublette y hacia el final de mi estancia, a hacer de banco o
ayudante ritual de los médiums. Me sometí a múltiples ceremo-
nias de limpieza, de curación, e incluso a dos de iniciación, sin
demasiado éxito. Todo ello lo aprendía mirando sus acciones y
mimetizándolas con mi cuerpo. Es decir, aprendí la corporali-
dad espiritista a través de algunos de los que Bourdieu (1972)
llama «ejercicios estructurales» de asimilación práctica y corpó-
rea del habitus que estaba estudiando: las pautas de posturas
codificadas, los estados alterados de conciencia, las distintas ac-
ciones y roles rituales (de banco a paciente), etc. En este sentido,
mi propio cuerpo era un instrumento fundamental de investiga-
ción, y su inserción paulatina en los campos corpóreos del espi-
ritismo me permitió entender mucho mejor la dinámica corpó-
rea de la posesión y la forma en la que se inscribía la sociedad
petrolera en toda esta práctica religiosa.
Este aprendizaje corpóreo, por su parte, me era muy útil en la
retroalimentación con otros tipos de datos que estaba obteniendo
simultáneamente, en las observaciones, en los vídeos, en las con-
versaciones informales con gente de dentro y fuera del curso, en
las entrevistas más formalizadas, en los libros que había leído so-
bre el espiritismo, etc. Ahora bien, consciente e inconscientemen-
te, puse un límite a mi participación corpórea: el trance. Quizá fue
mi falta de cualidades para la mediumnidad, o mis propios mie-
dos, o el temor a dejarme llevar y perder la perspectiva crítica y
analítica. Pero a pesar de los intentos de algunos de mis infor-
mantes, nunca entré en trance. Recuerdo una ocasión en la mon-
taña de Sorte en la que Daniel estaba empeñado en que me pose-
yera una fuerza espiritual. Me preparó una preciosa velación in-
dia junto a una charca con una cascada, al amanecer, y puso todo
su empeño en canalizar fluidos hacia mi cuerpo. Nunca estuve tan
cerca del trance, pero lo bloqueé. «Si no te dejas ir, no vas a saber
de qué va esto», me decía. Y quizá tuviera razón, pero decidí se-
guir mi investigación «cuerpo a cuerpo» con la posesión espiritis-
ta por «aproximación», sin cruzar ese umbral.

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Algunos autores como Stoller (1995 y 1997), Desjarlais
(1992) o Wacquant (2004) estarían de acuerdo con Daniel en
que para entender una forma cultural determinada, hay que
asumir su corporalidad lo más plenamente posible. Stoller hace
una llamada a desarrollar una «antropología de los sentidos»
basada en la propia experiencia corporal del antropólogo. Es
lo que él denomina «sensibilizar la etnografía», frente al pre-
dominio del estímulo «visual» como «rey de la percepción» en
la academia occidental. Sin este proceso, la antropología per-
dería el rumbo, puesto que en todas las sociedades los olores,
los gustos y los sonidos contribuyen profundamente a la cons-
trucción de la experiencia, y deberían ser por lo tanto catego-
rías de análisis antropológico. En todos los casos, nuestra iden-
tidad está vinculada a estímulos sensoriales, como pueden ser
una determinada música o conjunto de músicas, un repertorio
de comidas y bebidas, unas luces o ambientes climatológicos
determinados, etc. En muchas sociedades de África como las
que él ha investigado, el conocimiento socialmente significati-
vo no se relaciona necesariamente con el aprendizaje institu-
cional, sino que se expresa en términos gustativos. El recono-
cimiento de que la percepción es multisensorial debería llevar-
nos a una aproximación más fenomenológica y corpórea a la
investigación etnográfica.
Por su parte, Desjarlais (1992) ha postulado un tipo de obser-
vación participante que incluya desde el propio diseño la inten-
ción de iniciarse corporalmente en el grupo, postura que es apo-
yada por otros investigadores (Coy, 1989). En su caso, se trataba
del estudio de las prácticas curativas de los chamanes yolmo en
Nepal. De una manera intencionada, Desjarlais buscó su inicia-
ción chamánica. Para ello, como todo aprendiz, tuvo que apren-
der cómo moverse, sentarse, concentrarse y, a la postre, experi-
mentar su cuerpo como los yolmo. Según este autor, hay mu-
chos aspectos de la vida social que son tácitos y funcionan a
nivel de lo corporal, una afirmación que ya vimos que engarza
con el planteamiento de Bourdieu. Su asunción progresiva de la
corporalidad yolmo le permitió, según su criterio, «entender
mejor valores locales, pautas de acción, formas de ser, de mover-
se y de sentir». Aún más, ponerse en la corporalidad yolmo le
parecía la única manera de acceder al tipo de visiones que tienen
los chamanes, o al menos entenderlas mejor.

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El muy sugerente texto de Loïc Wacquant Entre las cuerdas
(2004) tiene muchos componentes de una «autoetnografía cor-
poral», pero con la particularidad de que en su caso estaba po-
niendo en riesgo voluntariamente su salud, puesto que la investi-
gación a la que se refiere tuvo lugar en un gym de boxeo en el
gueto de Chicago. Wacquant, un discípulo aplicado de Bourdieu,
prologa su libro con el título «el sabor y el dolor de la acción». El
eje de su argumentación es que un agente social es, ante todo,
«carne, nervio y sentidos», un «ser que sufre y que participa del
universo que lo crea y que, por su parte, contribuye a construir
con todas las fibras de su cuerpo y de su corazón». Para poder
rescatar y después analizar esta experiencia corpórea del mun-
do, Wacquant propone el desarrollo de una sociología carnal (no
sólo «del» cuerpo, sino «desde» el cuerpo) que debe desarrollar
sus propios métodos. Para ello propone también la «inmersión
iniciática», el «abandono» (Wolf, 1964), e incluso lo que denomi-
na la «conversión moral y sensual» del etnógrafo, siempre que
éste tenga una «armazón» teórica que le permita apropiarse ana-
líticamente en y por la práctica de los «esquemas cognitivos, éti-
cos, estéticos y conativos» de los agentes sociales sin sucumbir
por completo a la sensualidad de su mundo. Para que el etnógra-
fo sea eficaz en el campo, tiene que dejarse poseer por él, pene-
trar hasta lo más recóndito. Aprender a boxear supuso también
para Wacquant una escapatoria al «exotismo prefabricado» que
rodea al boxeo. Aun así, según confiesa, estuvo a punto de su-
cumbir a la «embriaguez de la inmersión» y convertirse en el
«otro», en un boxeador. En el libro, Wacquant describe minucio-
samente su proceso de iniciación en el boxeo en el gueto de Chica-
go, basándose en su extenso diario de campo, y oscilando discur-
sivamente entre la descripción etnográfica, el análisis sociológi-
co y la evocación literaria.

4.9. Etnografía, técnicas y medios audiovisuales

El uso y análisis de los medios audiovisuales y de las nuevas


tecnologías tiene, desde mi punto de vista, una importancia ca-
pital en la etnografía contemporánea. Y esto por diversos moti-
vos. Buxó (1999) ya ha señalado las profundas implicaciones de
la «hipervisualidad» a partir del siglo XX, y la importancia de las

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imágenes y sus «extensiones tecnológicas como soportes de la
memoria, reactivadores de los sentidos y amplificadores del co-
nocimiento y la imaginación». En el mundo contemporáneo, es
indiscutible el poder creciente de las imágenes. Cada vez más,
las representaciones visuales a las que accedemos a través de la
publicidad, el cine o la televisión son responsables de buena par-
te del conocimiento que tenemos del mundo. Como ha señalado
Susan Sontag respecto a la fotografía, la producción casi com-
pulsiva de imágenes se ha convertido en una nueva forma de
«consumir la realidad» (1996). La confluencia de las fotos y el
vídeo con el desarrollo vertiginoso de Internet, las nuevas gene-
raciones de teléfonos móviles y la proliferación de redes sociales
en el cada vez más poblado y complejo ciberespacio agudizarán
aún más este proceso de entrelazamiento casi instantáneo de la
experiencia con sus representaciones visuales y, cada vez más,
con otras formas de sociabilidad e intercambio de información
virtuales y en tiempo real. Los nuevos contextos globales de pro-
ducción, circulación y consumo de imágenes y discursos audio-
visuales, cuyo potencial e influencia son todavía difíciles de pre-
decir, han de ser tomados muy en serio a la hora de repensar el
papel tanto de la antropología como de la antropología visual en
las próximas décadas. Por decirlo en las palabras de Fiske, «en
una hora de televisión cada uno de nosotros probablemente ex-
perimenta más imágenes que cualquier miembro de una socie-
dad no industrial experimentaría en toda su vida. La diferencia
cuantitativa es tal que se convierte en categórica. No sólo experi-
mentamos más imágenes, sino que se produce en nuestras vidas
una relación totalmente distinta entre las imágenes y el resto de
los órdenes de la experiencia» (1991). Y si esto era válido y so-
brecogedor para la televisión, es difícil imaginar el impacto que
tendrán las nuevas tecnologías sobre nuestra vida y nuestra ex-
periencia, tecnologías que pronto la convertirán, tal como la co-
nocemos ahora, en una reliquia.
El conocimiento antropológico también participa de este hi-
pervisualismo: a pesar del flujo de personas, del desarrollo de los
medios de transporte y del «estrechamiento» del mundo, buena
parte de nuestro consumo de «otredad» se da a través de las
imágenes. Los medios audiovisuales han transformado nuestra
percepción del mundo, y por lo tanto no podemos obviarlos de
ninguna manera en el proceso etnográfico. Su estudio, como

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sugiere Buxó, puede contribuir a «revelar y refinar el conoci-
miento de la cultura y la sociedad, así como a incrementar la
teoría en las ciencias sociales» (1999). Sin embargo, la antropo-
logía audiovisual, y ahora también la emergente ciberetnografía,
todavía han de conseguir el reconocimiento de su necesidad, y
de su crucial proyección con vistas al futuro, dentro del propio
campo de la antropología académica, donde ha sido considera-
da con frecuencia como un género menor o una técnica poco
fiable (Taylor, 1994; Ardévol y Perez Tolón, eds., 1995; Buxó y De
Miguel, eds., 1999; Grau, 2002; Keeley-Browne, 2011).
Históricamente, puede sostenerse que ha habido una margi-
nación de lo visual a lo textual en la disciplina. Una de las causas
fundamentales de esta relegación es el convencimiento, muchas
veces no formulado, de que no es posible construir mensajes tan
sofisticados y especializados como los que se construyen con
palabras aunque, como ha señalado Marcus, en la antropología
experimental de moda en EE.UU. desde mediados de los años
ochenta se produjeron etnografías en que los textos estaban dis-
puestos como si fueran «montajes cinematográficos» (1994). De
este modo, lo visual se ha convertido, en muchos casos, en un
accesorio de lo textual, en un instrumento de documentación y
una metodología de investigación. Eso sí, y éste es un asunto
sobre el que hay mayor consenso, con un enorme potencial di-
dáctico. Buxó defiende la superación del paradigma positivista
con el que se han entendido tradicionalmente los medios audio-
visuales, y que asumía que la «tecnología foto o cinematográfica
constituye una reproducción de la realidad». Así se concibieron
durante décadas tanto los reportajes fotográficos como el cine
documental y etnográfico. En esta lógica, esta autora también
habla de algunas posturas más matizadas que sin insistir en esta
supuesta relación directa con la realidad, este «realismo inocen-
te», entendían los medios audiovisuales como técnicas comple-
mentarias de recogida de datos, es decir, como «complemento
de las notas de campo, complemento de la representación tex-
tual, instrumento de exploración, contraste analítico con los
materiales de campo, técnicas de agrupación de materiales como
productoras de mensajes culturales», etc., uno de cuyos ejem-
plos más destacados y metodológicamente sofisticados es el li-
bro Visual Anthropology: Photography as a Research Method de
John y Malcolm Collier (1986). Los Collier proponían el uso del

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cine y la fotografía para construir mapas visuales, hacer inventa-
rios culturales (registros visuales sistemáticos de cultura mate-
rial, del uso cultural del espacio, etc.), registrar tecnología e inter-
acciones sociales (analizando las dimensiones espaciales y tem-
porales de las relaciones sociales, los gestos, posturas y todo un
mundo de acción social no verbal), evocar temas en entrevistas,
buscar pautas de significación, etc. Como sostenían los Collier,
«el ojo de la cámara es un instrumento esencial en el registro de
material visual sistemático porque los hombres modernos so-
mos malos observadores». Además, la cámara es una extensión
instrumental de nuestros sentidos con «una escala de abstrac-
ción baja», ya que tiene una «visión completa» de la que carece-
mos los seres humanos. La cámara es, en este sentido, un «espe-
jo con memoria». Lo que está claro es que, como también seña-
lan, en muchas ocasiones la fotografía y especialmente el vídeo
no sólo son un vistoso complemento de las notas de campo, sino
que las pueden reemplazar.
Sin embargo, adoptar una postura constructivista frente a
las representaciones visuales introduce una serie de elementos
que cuestionan lo que Bill Nichols, en su libro La representación
de lo real, denominaba (basándose en una metáfora de Bazin) la
«sustancia pegajosa» de las imágenes, concepto que usa para
expresar su «impresión de autenticidad» y su resistencia a per-
der su supuesta relación no mediada con la «realidad» (1997).
Desde este marco, la concepción y uso «realista» de las imáge-
nes, el supuesto «espejo» de los Collier, no es sino un «estilo»,
una «ética» y una «política» de representación cuya intención
fundamental es la de fomentar en el espectador una sensa-
ción de realidad. Para ello pueden utilizarse diferentes recursos
técnicos retóricos. Por ejemplo, con relación al cine documental
o al formato de noticias de televisión, el «estilo realista» se hace
invisible, y la narración está «autorizada» por el discurso de ex-
pertos que reducen la riqueza significativa de las imágenes que
se presentan y pueden incluso mentir sobre ellas (Nichols, 1997).
Según Buxó, hemos de entender además la fotografía y el cine
etnográficos como procesos continuos de reinterpretación y re-
invención dialógica entre los antropólogos y los actores sociales,
distinguiendo «realidad» de «apariencia» (1999). En este proce-
so pasaríamos del modelo del «espejo de la realidad» al del «ca-
leidoscopio de subjetividades». No se trata sólo de que adopte-

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mos una actitud reflexiva acerca de cómo los medios audiovi-
suales pueden ser instrumentos metodológicos de primer orden
y de cómo contribuyen a la construcción de «nuestra» realidad,
sino también de cómo construyen la realidad de los «otros» y,
finalmente, de cómo se construye un espacio intersubjetivo de
producción de imágenes y realidades. Así podemos oscilar, como
ha propuesto Ginsburg, entre los «medios» y las «mediaciones»
(1991).
Las nuevas tecnologías audiovisuales y el crecimiento expo-
nencial del ciberespacio se están constituyendo en agentes fun-
damentales en la mediación de procesos de revitalización cultu-
ral y de formación de identidades culturales y políticas incluso
en los lugares más remotos. El uso indígena de las cámaras de
fotos o de vídeo, e incluso la existencia de televisiones indígenas,
nos «aporta los patrones cognitivos, los estilos narrativos y la
forma particular de ordenar el tiempo y el espacio de su cultura»
(Buxó, 1999). Hay varios casos ya clásicos en la disciplina de
proyectos antropológicos que han incorporado en su diseño
metodológico la cesión de medios audiovisuales a los indígenas
para analizar la estructura y el contenido étnico de esas repre-
sentaciones, como pueden ser el estudio que hicieron Worth y
Adair entre los indios apache, donde se usó el vídeo como una
propuesta de «autoetnografía» (Worth y Adair, 1972; Grau, 2002),
o el trabajo que llevó a cabo Terence Turner entre los kayapó de
Brasil (1991 y 1995). Los kayapó habían sido filmados por inves-
tigadores desde los años cincuenta. En los ochenta, ya tenían
una cadena de radio en su lengua que unía a todas las comuni-
dades. Muchos de ellos empezaron a hacer colecciones de fotos
hechas por antropólogos y visitantes. Turner comenzó a hacer
películas con ellos en 1976. A partir de mediados de los ochenta,
con la llegada del vídeo, que hizo la producción de imágenes y
documentales mucho más económica y accesible, un grupo de
antropólogos y productores de vídeo brasileños formaron el
Mekaron Opoi Djoi Proyect para ayudar a los kayapó a conseguir
equipos de vídeo y manejarlos. A partir de ahí, los kayapó empe-
zaron a hacer vídeos de las reuniones políticas con las autorida-
des brasileñas, a grabar mensajes de los jefes, y también ceremo-
nias. Pero además lo utilizaron en su lucha política contra el
Estado brasileño por la posesión de la tierra, llegando a conectar
su causa con las audiencias humanitarias globales mediante es-

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tos vídeos y alianzas con mediadores como el famoso cantante
británico Sting, que creó en 1989 junto con su mujer Trudie Styler
la Rainforest Foundation. Aunque por un lado la absorción indí-
gena del vídeo proporcionaba un material etnográfico muy va-
lioso, es decir, un canal de ingreso al «punto de vista nativo» (lo
que es fundamentalmente de interés para los antropólogos), por
otro lado el acceso al vídeo transformó profundamente la con-
ciencia étnica, política e histórica de los kayapó, e incluso su
estructura de poder. Por lo tanto, el vídeo se convirtió en una
«mediación» insoslayable en el proceso etnográfico (Turner,
1991).
Ginsburg, que ha analizado la relación de los aborígenes aus-
tralianos —que en el momento del estudio a principios de los
años noventa ya gestionaban varias televisiones y tenían incluso
conexión vía satélite— con los medios de comunicación, sostie-
ne que el aumento exponencial de estos medios indígenas cues-
tiona nuestras convenciones sobre el «otro», y las propias cate-
gorías de «cultura tradicional» o de «fotografía» o «cine etnográ-
fico» (1991). Los medios indígenas no sólo afirman las identidades
existentes, sino que son un instrumento muy poderoso de inven-
ción cultural. Es decir, como en el caso de los kayapó y otros
muchos grupos, necesitamos reajustar nuestras teorías y nues-
tros métodos etnográficos para afrontar esta nueva realidad.
Ginsburg propone hablar de «medios etnográficos» (en el senti-
do de «mediaciones») para así incluir la producción etnográfica
de imágenes y los medios indígenas en la misma categoría de
práctica. Por su lado, Delgado ha sugerido —basándose en la
formulación de Claudine de France— el desarrollo de una «an-
tropología fílmica», es decir, la conveniencia de absorber en la
mirada antropológica los modos de percepción, registro e inter-
pretación de la mirada cinematográfica (1999). Esta discusión
teórica sobre los posibles entrelazamientos entre la etnografía y
los medios audiovisuales es importante por sus implicaciones
metodológicas.
Aunque es un desarrollo metodológico mucho más reciente,
el despliegue planetario del ciberespacio está forzando a reajus-
tar nuevamente los métodos de la disciplina para incorporar
dentro de las localizaciones etnográficas (Gupta y Ferguson, 1997)
las nuevas formas y entornos virtuales de sociabilidad y a los
dispositivos de producción, circulación y consumo de informa-

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ción y conocimiento que los posibilitan. En este sentido, la ciber-
antropología, que apenas está dando sus primeros pasos, plantea
la reconceptualización de la idea de «campo» y del «estar allí»,
ya que cuando se trata del ciberespacio las fronteras del escena-
rio de investigación son virtuales y están desancladas de los lu-
gares y geografías en los que se ha movido hasta ahora la disci-
plina, y donde la investigación tiene como objetivo el estudio
cualitativo de comunidades online y el tipo de interacciones que
tienen lugar en los entornos virtuales (Keeley-Browne, 2001).
Vamos a discutir estos temas con relación al uso que hice del
vídeo analógico en Venezuela, cuando el uso público de Internet
estaba apenas empezando y el correo electrónico era sólo el privi-
legio de unos pocos (Ferrándiz, 1997). Cuando salí hacia mi tra-
bajo de campo en Venezuela, una parte importante de mi proyec-
to de investigación consistía en el uso del vídeo tanto para docu-
mentar las ceremonias como para desarrollar un archivo de
imágenes que me permitiera elaborar en el futuro una serie de
vídeos etnográficos en los que pudiera plasmar la enorme sensua-
lidad y la riqueza visual del culto, una labor que me parecía impo-
sible de trasladar únicamente en palabras. Como me había for-
mado en el Programa de Antropología Visual del Departamento
de Antropología de la UC Berkeley, en el que llegué a producir dos
documentales, mi predisposición a usar medios audiovisuales en
la recopilación de datos etnográficos era total. La gran cantidad
de información etnográfica que se produce en las ceremonias, que
son apabullantes, hacía que la fotografía, y especialmente el ví-
deo, me permitieran recoger notas audiovisuales de naturaleza
diversa que luego podía visualizar en casa y eran un apoyo funda-
mental para la elaboración de los diarios de campo. Por ejemplo,
siempre que tenía permiso para filmar un ritual, podía hacer to-
mas panorámicas que recogían la disposición de los objetos en los
altares, y tomas secuenciales de los rituales que se desarrollaban
para preparar los objetos sagrados, las fases de preparación y pu-
rificación de los médiums y, una vez en las ceremonias, la circula-
ción de espíritus por los cuerpos, las ceremonias terapéuticas, las
celebraciones, y un largo etcétera.
Había una limitación fundamental, y tenía que ver con la se-
guridad personal. Tanto Sorte como los barrios en los que traba-
jé son lugares peligrosos en los que la presencia de algún objeto
de valor puede causar un incidente grave. Por eso fui muy caute-

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loso, nunca filmé en Caracas, y la mayor parte de mi trabajo de
registro visual del culto lo llevé a cabo con el grupo de Soublette.
Allí las condiciones eran más sencillas porque era un barrio me-
nos complejo y tuve dos golpes de suerte. Luis, el médium que
me introdujo en el grupo, vivía en Caracas y tenía una furgoneta
con la que me llevaba hasta el centro espiritista y, si tenía que ir
solo, los taxistas ilegales que daban su servicio en el barrio eran
en buena parte miembros del grupo espiritista y me protegían.
Cuando íbamos a los altares naturales de la zona de Anare, en el
litoral, viajaba en sus propios vehículos. De esta manera podía
llevar la cámara sin excesivo riesgo, eso sí, guardada en una bol-
sa de muy mala calidad que llamaba poco la atención. A pesar de
las dificultades, grabé en total más de cuarenta horas de vídeo
de preparativos, ceremonias y entrevistas. Lo que tenía menos
claro era la forma en la que iba a recoger estos datos, cómo las
filmaciones podían transformar las relaciones con mis informan-
tes y de los propios informantes con sus estados alterados de
conciencia (se verían en trance por primera vez en los vídeos), o
si la presencia de la cámara podía incluso interferir en el desa-
rrollo de algunas ceremonias.
A continuación presento cuáles fueron las bases teóricas que
me impulsaron a utilizar el vídeo según una metodología de tipo
«interactivo», según la clasificación de «estilos» de representa-
ción de cine documental de Nichols (1997) —«de exposición»,
«de observación», «interactivo» y «reflexivo». Cada uno de estos
estilos de representación tiene una metodología determinada de
recogida de material visual en el campo, que luego, si es conver-
tido en película, se plasma en unas retóricas visuales caracterís-
ticas, estableciendo jerarquías de convenciones o normas espe-
cíficas que son lo suficientemente flexibles como para que haya
mucha variación sin que se pierda la fuerza del principio organi-
zativo. Muy brevemente. Ya vimos más arriba en qué consistía el
estilo de «exposición» o «realista». En este estilo, en el resultado
final, la lógica de la argumentación oral tiene precedencia res-
pecto a la continuidad temporal y espacial de las imágenes, que
se entienden como un «apoyo visual» a la lógica argumental.
Tienen un indudable valor pedagógico, es de hecho el estilo más
utilizado tanto en la recogida de datos como en la elaboración
de documentales didácticos, pero su relación con la «realidad»
es compleja. El estilo «de observación» pretende reproducir los

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ritmos de la cotidianidad del grupo estudiado, privilegiando to-
mas muy largas sin interrupción. La calidad técnica no es tan
importante como el registro de la realidad «tal como fluye». Se
«cede el control» a los acontecimientos que se producen, no se
ensayan ni repiten tomas, etc. Cada corte sirve para mantener la
continuidad espacio-temporal de la observación. Así, sería una
forma sofisticada de no intervención aunque, a la postre, acaba
también transmitiendo los puntos de vista subjetivos del etnó-
grafo, y en la película se suelen introducir estructuras narrati-
vas, por lo que no se produce esta relación directa entre el espec-
tador y la realidad filmada. El estilo «reflexivo» sería el más pos-
estucturalista de todos los estilos, y tiene como característica
fundamental llamar la atención de manera crítica y provocado-
ra sobre las convenciones de representación del cine documen-
tal o etnográfico. El estilo de investigación visual «interactivo»
se caracteriza por negar la posibilidad de la «no interferencia»
usando intencionalmente, por el contrario, la cámara para pro-
vocar situaciones en el campo, y para optimizar los espacios de
intersubjetividad que se dan en toda investigación etnográfica
(Nichols, 1997).
Como muchos de mis compañeros de doctorado, en aquella
época me sentía en sintonía con los debates metodológicos al
uso sobre la producción etnográfica (Clifford y Marcus, eds., 1991;
Marcus y Fischer, 1986), que parecían establecer un caldo de
cultivo apropiado para la inclusión de «voces» divergentes e in-
completas en textos que fueran menos autoritarios, más polifóni-
cos. En este sentido, la influencia de Berkeley fue también deter-
minante para el diseño de mi investigación visual. Para obtener
el material indispensable para construir estas representaciones
que considerábamos entonces más abiertas, creía necesario desa-
rrollar técnicas de investigación intersubjetivas, que incidieran
conscientemente en los intersticios de la comunicación y la cul-
tura. Técnicas que, por otro lado, según ciertos antropólogos tam-
bién de moda en aquellos años, eran inherentes a la investiga-
ción etnográfica, como desarrollaremos más adelante (Rabinow,
1992). A pesar de que algunos autores estaban explorando las
afinidades entre las técnicas de montaje cinematográficas y la
organización de relatos de corte antropológico (Marcus, 1994),
el proceso de elaboración de textos escritos y visuales era lo sufi-
cientemente diferenciado como para recurrir a análisis más es-

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pecíficos sobre la producción de imágenes en contextos etnográ-
ficos. Pero a pesar de las singularidades, la sintonía era clara. En
el campo de la antropología visual se estaba produciendo un
debate sobre representación semejante al mencionado anterior-
mente. Un debate que, además, venía de mucho antes (Taylor,
1998). Voy a discutir brevemente las propuestas que más influen-
cia tuvieron en el planteamiento y desarrollo de mi uso del vídeo
como recuso metodológico y de representación en mi investiga-
ción sobre espiritismo venezolano. Me referiré especialmente al
trabajo de los cineastas y/o etnólogos Jean Rouch, David y Judith
MacDougall y Trinh T. Minh-ha. Todos ellos evocan, de forma
distinta, un tipo de escenario visual abierto en el cual la produc-
ción intercultural de imágenes tiene lugar en un punto inestable
entre el encuentro y la disonancia.
Desde el principio, encontré la inspiración más determinan-
te en la extensísima e innovadora obra del antropólogo visual
francés Jean Rouch. En su famoso artículo The Camera and Man,
Rouch discutía la conveniencia de impulsar un cine antropoló-
gico compartido, un cine que funcionara como un «contra-don
audiovisual» que fuera al tiempo moral y estimulador del enten-
dimiento a través de las barreras culturales (1975). Rouch des-
cribe la influencia que sobre su trabajo ejercieron el realismo
cinematográfico del cineasta soviético Dziga Vertov —y su con-
cepto de «cine-ojo» [kinok]—, y el explorador norteamericano
Robert Flaherty —fundamentalmente el Flaherty de Nanook of
the North, con su uso incipiente de la llamada «cámara partici-
pante». A partir de ahí, Rouch ha cuestionado de maneras diver-
sas los límites de la comunicación intercultural, utilizando la
cámara expresamente para provocar respuestas e interacciones
(Feld, 1989; Stoller, 1992). Aparte de la fuerza visual del docu-
mental clásico Cronique d’un été (coproducido con el sociólogo
Edgar Morin en 1960), paradigma simultáneo del cinéma vérité
y de la antropología visual reflexiva, las obras de Rouch que más
fascinación me produjeron fueron las que algunos autores deno-
minan «etnoficciones». Películas como Moi, un noir (1957), La
pyramide humaine (1959) y Jaguar (1965), siempre basadas en
un largo trabajo de campo previo, exploran la improvisación
cultural, la catálisis de la «cámara-ojo» y los procesos de auto-
rrepresentación de sus informantes, cuestionando, como hace
Buxó, la diferenciación radical entre «realidad» y «ficción». En

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estas «etnoficciones», donde se propone un juego de subjetivida-
des, Rouch transforma a los sujetos filmados en actores con re-
cursos suficientes como para incidir de maneras diversas en el
producto final.
En sintonía con el tipo de cine de texturas múltiples que
quería producir, una síntesis creativa de los universos visuales
de Vertov y Flaherty, Rouch propuso también un modo especí-
fico de filmar en contextos etnográficos que, parafraseando a
Geertz, podríamos denominar «filmación densa» (1987c).
Rouch (1975) establecía los siguientes principios: 1) ha de ser
el antropólogo, y no un completo extraño, el que maneje la cá-
mara; 2) después de un largo trabajo de campo que cimiente
las relaciones y el entendimiento intercultural; 3) la edición ha
de hacerse fundamentalmente durante la filmación, en cámara
—el que la maneja es así el primer espectador—; 4) y la cáma-
ra, a su vez, ha de convertirse en un cine-ojo al estilo de Vertov,
liberándose de la esclavitud del trípode y deslizándose por las
escenas que recoge, adoptando así una multiplicidad de pun-
tos de vista. Evidentemente, esta visión del «etnógrafo como
cineasta» tiene muchas dificultades técnicas. Los antropólogos
visuales tenían que aprender a filmar caminando, a fusionarse
con la cámara, a acomodar su punto de vista a un solo ojo tec-
nológico desprovisto de visión periférica.
David y Judith MacDougall, sin duda entre los antropólogos
visuales más interesantes de las últimas décadas, se situaron en la
estela de Rouch en la búsqueda de lo que David MacDougall de-
nomina un «cine participativo» (1975). Los MacDougall han tra-
tado, desde los años setenta, de trascender el «cine de observa-
ción» que dominaba la producción documental y etnográfica, y
en cuyo marco ellos mismos habían comenzado su carrera (Ardé-
vol y Perez Tolón, eds., 1995). Este procedimiento de filmar y edi-
tar dio lugar, como vimos más arriba, a un estilo de filmación y
edición ausente, distante, caracterizado por la desaparición de la
cámara y sus operarios, el isomorfismo entre las secuencias fil-
madas y la estructura de la pieza, la ausencia de comentario auto-
ritario, la presencia de larguísimas tomas que se acerquen al tiem-
po real, y la inclusión de segmentos de filmación defectuosa.
David MacDougall critica, especialmente, lo que Young deno-
mina la filosofía de la «mosca en la pared» (1975), es decir, la
pretensión de los documentalistas de observación de hacerse invi-

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sibles. En suma, la creación de una ficción de comunicación di-
recta entre los sucesos o las gentes filmadas y los espectadores,
convertidos así en testigos casi presenciales de los hechos. Según
MacDougall, «la principal aportación del cine de observación es
que de nuevo ha enseñado a la cámara a mirar. El problema está
en la actitud con la que mira —la reticencia e inercia analítica que
provoca en el cineasta—» (1975). Para superar estas limitaciones,
se sitúa expresamente en la discusión más general sobre represen-
tación etnográfica y desde allí propone la exploración consciente
del «encuentro cinematográfico» como estrategia para construir
películas con «identidades múltiples». Películas polifónicas don-
de se fomente la yuxtaposición a distintos niveles de las voces del
autor y de los sujetos. Por supuesto, este tipo de producto visual
del encuentro etnográfico determina una metodología de uso del
vídeo específica. En su artículo «Whose Story is This?» (1991),
para iluminar las posibles modalidades de cine participativo,
MacDougall discute el caso de su película Familiar Places, filmada
en Australia en 1977. El filme seguía a un grupo de aborígenes en
un viaje de reconocimiento de lugares tanto sagrados como secu-
lares pertenecientes al territorio de su clan. Los aborígenes inte-
graron la filmación en el proceso de legitimación del acceso a di-
chos lugares. Para MacDougall, la película «no sólo refleja la na-
rrativa aborigen al desplazarse físicamente sobre el territorio, sino
que también entró a formar parte de una narrativa aborigen im-
plícita de despliegue ritual». Simplemente por el hecho de partici-
par en la película, los aborígenes se estaban apropiando de ella.
La película etnográfica es así absorbida en el contenido de otras
historias nativas.
En un universo de discurso y práctica muy distinto a los dos
esbozados anteriormente, la cineasta vietnamita (afincada en
EE.UU.) Trinh T. Minh-ha ha desarrollado una compleja pro-
puesta cinematográfica, articulada desde una posición cuidado-
samente construida en lo periférico e intersticial. Por ejemplo,
Trinh define sus películas sobre África como espacios difusos,
«lugares híbridos» donde se encuentran diversas culturas (nin-
guna de ellas occidental), y donde las nociones de pertenencia y
exclusión se hacen inestables (Chen y Minh-ha, 1994). Las obras
de Trinh son exploraciones críticas de los límites de la represen-
tación visual etnográfica, y proponen el descentramiento de la
autoridad, la ampliación de los espacios fronterizos y el entrete-

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jimiento visual de voces más o menos disonantes, desde el cam-
po hasta el producto final. Su proyecto de cine etnográfico, en su
ambigüedad, es un intento por «hablar junto a» (speak nearby)
en lugar de «hablar sobre», lo que responde a una actitud vital y
a una posición política muy determinada de solidaridad en los
márgenes.
Del mismo modo que MacDougall caracterizó en una ocasión
la obra de Rouch, mi opción metodológica era la de «excavar des-
de dentro, en lugar de observar desde fuera» (MacDougall, 1975).
En este sentido Delgado, que ha señalado la influencia metodoló-
gica de Griaule en el trabajo de Rouch, aduce que «frente al mode-
lo de la observación participante propia del realismo etnográfico
ingenuo de Malinowski, Griaule vino a encarnar la figura de un
etnólogo que jugaba deliberadamente el papel de un intruso cuya
presencia devenía un factor de dinamización de reacciones, una
especie de provocador destinado a producir esas perturbaciones,
aunque sean mínimas, íntimas, que sólo el cameraman o el mon-
tador de cine estarán en disposición de ver y de visibilizar» (1999).
En mi caso, hasta que me enfrentara con las peculiaridades y difi-
cultades de la investigación sobre el terreno, las distintas propues-
tas de estos cineastas no dejaban de ser para mí un estado de
ánimo plasmado en un diseño metodológico.
Por otro lado, la naturaleza específica de mi tema de tesis, un
culto espiritista, me planteaba cuestiones adicionales. Desde el
principio de mi contacto con la antropología visual, me había
intrigado el concepto de cine-trance de Rouch. Como él mismo
ha declarado, cine-trance es una noción intuitiva y que tiene que
ver con el tumulto de sensaciones que se experimentan filmando
ceremonias de posesión (Fulchignoni, 1989). En un sentido es-
tético, mis ideas sobre la posibilidad de producción de imágenes
de trances oscilaban entre dos polos opuestos, expresados en
dos clásicos del género: por un lado estaba la dureza —visce-
ral— de Les maîtres fous (1953-1954) de Rouch; y por otro, la
carga poética contenida en el ritmo parsimonioso de Divine Hor-
semen de Maya Deren. Los títulos de las películas hablan por sí
solos. La película de Rouch provocó, en su estreno, un escánda-
lo. Stoller (1992) ha discutido las reacciones negativas tanto de
los académicos africanos como de los franceses en una sesión
privada en el Musée de l’Homme donde se presentó la película
Les maîtres fous en 1954. Estas reacciones me planteaban pro-

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blemas éticos sobre la legitimidad de grabar médiums en trance
y, más específicamente, sobre el uso de primeros planos de caras
y ojos. La naturaleza de la posesión, y el potencial «exotizante» e
incluso estigmatizante que tiene la corporalidad grotesca, me
hicieron en algún momento dudar de la conveniencia de grabar.
Otra tentación, por el contrario, era dejarse llevar por la propia
crudeza del trance, con su intensa y desestabilizadora visuali-
dad. Las contundentes imágenes de Rouch navegaban por esta
ambigüedad ética de un modo desafiante, mirando de frente,
ofreciendo escenas bien incómodas (al menos para ciertas au-
diencias), situadas en la intersección del colonialismo, el cine, el
cuerpo, la locura (Stoller, 1992), las formas de memoria popular
y la resistencia cultural. Por otro lado, Maya Deren insertó el
trance en una delicada (y confortable) poética visual de lo divi-
no, al tratar de colapsar el tiempo real con el tiempo vivido a
través del uso extensivo de la cámara lenta, en sintonía con su
llamada al «uso creativo de la realidad» en el mundo del cine
(1985). Según Weinberger, Deren explotó al tiempo «la cualidad
alucinatoria de la cámara lenta —que rima perfectamente con
las danzas y trances que está filmando— y su habilidad para
dejarnos ver detalles que nos perderíamos de otro modo en la
acción frenética» (1994).
Antes hemos mencionado la importancia de incluir en el pro-
ceso etnográfico el estudio de los medios de comunicación de
masas, y mucho más recientemente del ciberespacio. Lo mismo
ocurría respecto a la investigación del culto de María Lionza. En
la Venezuela de mediados de los años noventa, el culto era con-
sumido periódicamente por los espectadores en las pantallas de
televisión en todo el país, incluyendo a los propios fieles. Las
representaciones mediáticas son de hecho uno de los principa-
les escenarios en los que el culto se presenta y debate en la socie-
dad nacional. En este nivel, el culto es generalmente asumido
como un rito popular, ancestral, anacrónico, enigmático y muy
espectacular, lleno de milagros, peligros, estafas y, finalmente,
practicado por gente «ignorante» de barrio. En ocasiones, el cul-
to llega a asumir en los medios rasgos más tenebrosos que se
originan en las representaciones hegemónicas, en buena parte
hollywoodienses, de otros fenómenos de posesión caribeños más
conocidos, como el vudú o la santería. No poca gente asume, sin
base real, que en el culto hay zombis, la magia negra está genera-

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lizada, o se llevan a cabo sacrificios humanos. Sin duda el culto
posee un enorme caudal de recursos teatrales, y puede llegar a
ser tremendamente espectacular, según se practique. En aque-
llos años se estaba produciendo una particular retroalimenta-
ción entre lo que los medios de comunicación han buscado usual-
mente en la montaña, lo sensacional, mágico, arcaico, morboso
e incomprensible, y los médiums (en su mayoría jóvenes) que
recurren de forma sistemática a la amplificación de los elemen-
tos más dramáticos del culto para conseguir mayor visibilidad,
prestigio y clientela.
El culto de María Lionza no es ni mucho menos un produc-
tor pasivo de imágenes para consumo ya sea masivo o restringi-
do. Durante el transcurso de mi trabajo de campo, fui recogien-
do testimonios que eran parte de una incipiente narrativa en el
culto sobre las grabaciones de ceremonias, y sobre las relaciones
de materias y espíritus con las cámaras, que iban de la acepta-
ción al rechazo absoluto. La inmensa mayoría de los fieles de
María Lionza tienen una cultura televisiva equivalente a la de
cualquier otro miembro de la sociedad venezolana, y no son po-
cos los que usan la visibilidad que los medios de comunicación
ofrecen para su propio beneficio. La mayor parte de ellos, de
hecho, vive el culto simultáneamente a través del trance y la tele-
visión, en un claro ejemplo de lo que Peters ha denominado la
«bifocalidad» de la experiencia humana (1997). Entonces, como
hemos discutido antes, la relación del culto de María Lionza con
las tecnologías audiovisuales es compleja y por lo tanto la etno-
grafía del culto no puede obviarla. De hecho, siguiendo los con-
sejos de Rouch y MacDougall, tardé mucho tiempo en proponer
el uso del vídeo (más de seis meses), para luego encontrarme con
que un buen número de mis informantes ya habían sido filma-
dos en Sorte y habían salido por la televisión.
Como comenté, la mayor parte del vídeo que filmé fue en dos
centros espiritistas de barrio de Soublette. Quería discutir cua-
tro aspectos metodológicos del uso del vídeo en la investigación
etnográfica: el uso del estilo «interactivo», el establecimiento de
relaciones de reciprocidad, el incremento del «acceso» a ciertos
datos y contextos de investigación restringidos, y la posibilidad
de discutir aspectos del culto con mis informantes visionando
vídeos. La persona clave en el impulso de la filmación fue Luis,
cuyos intereses periodísticos le habían aproximado al culto de

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María Lionza dos años antes, para luego abandonar su inten-
ción inicial y quedarse como hermano. En una de las viñetas
etnográficas que ya he incluido antes, cuento cómo conocí a
Rubén y Teresa, que se convertirían no sólo en dos informantes
clave, sino en mis principales informantes visuales, junto con Luis
y Daniel. Fue con ellos y con sus espíritus con los que se plasmó
el «estilo interactivo». La primera vez que filmamos, la presen-
cia de la cámara fue el catalizador de la ceremonia, que de otro
modo no hubiera tenido lugar. Ya la habíamos planificado una
semana antes en el río: se trataba de una ceremonia discreta
diseñada por Rubén para la cámara, donde yo pudiera grabar
entrevistas con los espíritus. Pero el rumor de la filmación había
corrido en algunos círculos espiritistas del barrio y se presenta-
ron en el altar por lo menos 15 personas, entre espiritistas y pa-
cientes. Como no tenía la intención de monopolizar la grabación
—aunque sí de obtener planos suficientes para mi investigación—,
la cámara estuvo disponible para el que quisiera utilizarla.
Las primeras imágenes que se registraron fueron varias se-
cuencias sucesivas de las estatuas del altar, grabadas alternativa-
mente por Luis, Rubén y yo, mientras les mostraba los trucos de
la cámara. Aun apuntando al mismo objeto, cada uno de noso-
tros dibujamos itinerarios visuales completamente diferentes. Mis
tomas fueron distantes, documentales, panorámicas, tratando
de recoger el mayor número de información posible sobre la
estructura del altar. Las de Luis y Rubén, sin embargo, estaban
sazonadas con comentarios en divertido contrapunto con las
imágenes de los espíritus que tan bien conocían y habitaban sus
cuerpos en la posesión, con una textura emocional y una lógica
visual totalmente distinta a la mía.
Cuando pude revisar en días sucesivos las más de cinco ho-
ras de material grabado en esta primera ceremonia, encontré
algunos elementos adicionales que no había percibido. Luis, in-
fluenciado por su formación fotográfica, había usado el vídeo en
un estilo de fotos largas, en planos muy estables y consistentes.
Rubén, por su lado, había mostrado una sorprendente intuición
para el encuadre, y desarrollado un gusto por el uso nervioso del
zoom. En esta amalgama de imágenes, cada uno de nosotros
aportaba un punto de vista específico, observando las cosas de
distinta forma y desde distintos ángulos, siguiendo distintos rit-
mos visuales, mostrando nuestras experiencias diferenciales del

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rito. Luis y Rubén habían recurrido al uso de primeros planos
con frecuencia, lo que disipó algunas de mis dudas sobre la posi-
ble trasgresión contenida en estas tomas de intimidad corpórea.
Durante la ceremonia inicial, cuando no estaban en trance (o
incluso Rubén en trance, en una ocasión), Luis y Rubén a veces
me pedían la cámara para filmar ellos mismos. De este modo, se
estableció una dinámica de uso «colectivo» del vídeo en la cual
los médiums «me prestaban su mirada», que quedaba registra-
da en la cinta y me permitía reconstruir los puntos de interés
que para ellos tenía un altar, una ceremonia o un acto ritual con-
creto. Además, me transmitían así su sentido estético de la pose-
sión espiritista.
En esta primera ceremonia ocurrió un importante momento
iniciático. Todos los espíritus que iban bajando en los cuerpos de
los médiums interaccionaban de una manera u otra con la cá-
mara (Ferrándiz, 2004a). Uno de ellos, un espíritu cubano llama-
do Pascual, decidió intervenir en mi espacio de visión en reci-
procidad por el registro en vídeo de sus actos terapéuticos. Tras
una breve secuencia diagnóstica efectuada a pocos centímetros
del objetivo de la cámara que le apuntaba, se volvió hacia mí y
me anunció que tenía que operarme místicamente de la vista. Yo
no veía con claridad, me dijo. Había allí algo imperfecto, algo
anómalo que necesitaba ser corregido. La cámara hacía tangible
la presencia de la mirada de un extraño, en este caso un antropó-
logo. Pascual y otro hermano que estaba en la ceremonia en ese
momento, Luis Remigio, me emplazaron para esta curación de
mis ojos en la montaña de Sorte, en la que mi vista defectuosa
sanaría con el objetivo de la cámara, ahora terapéutico, apunta-
do hacia mí. Sin la filmación de la ceremonia, no habría cura.
Luis se presentó voluntario para hacerse cargo de la grabación
en esa ocasión. La apropiación diagnóstica de mi mirada y la
conversión de la cámara en un instrumento curativo nos convir-
tió a ambos, sin duda, en agentes accesorios de la percepción
visual de los espíritus.
Entonces, como se pregunta MacDougall, ¿a quién pertene-
cen las representaciones visuales generadas en contextos etno-
gráficos? Para este cineasta, las fotografías y películas están
mucho más expuestas que los textos escritos a las «fuerzas gravi-
tacionales contradictorias [que hay] en los materiales etnográfi-
cos que creamos [...] debido a la continuidad que establecen con

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la vida física y sensorial de sus referentes» (1991). Además, las
representaciones visuales están necesariamente recorridas por
voces múltiples. MacDougall propuso ya hace años el sugerente
concepto de «complicidades de estilo» (1992) para referirse a
estos espacios intermedios de codificación entre distintos estilos
y actores culturales, que dan lugar a un «cine intertextual», de
autoría compuesta desde el registro hasta el producto final.
Había una segunda ventaja del uso del vídeo, y era el estableci-
miento de relaciones de reciprocidad con mis informantes. Mien-
tras que muchas veces tardamos años en enviarles artículos o li-
bros, si es que esto ocurre, una cinta de vídeo se puede editar con
rapidez y contribuye a crear un flujo de bienes que en mi caso
benefició mucho la investigación. Cuando bajé la cinta de la pri-
mera ceremonia, quedaron entusiasmados. Para Rubén se trata-
ba de una cinta muy cargada emocionalmente, porque era la pri-
mera vez que veía cómo se comportaban en su propio cuerpo Eloy
y Pascual, los dos espíritus más importantes en torno a los que se
organizaba entonces su vida de médium a tiempo completo. Y la
toma de conciencia de sus actos durante el trance, que a mí me
aterraba cuando pensaba en los posibles efectos que pudiera te-
ner en los médiums las imágenes de sus trances, a él le encantaba.
Teresa, por su parte, me pidió una copia para su centro de culto.
Cuando se la di después de un tiempo, empezó a utilizarla para
mostrársela a los pacientes como material de entretenimiento (y
preludio de eficacia), mientras esperaban ser operados por los es-
píritus, en el salón de su centro espiritista. Si bien yo había sido el
responsable de la edición (con un grado de elaboración muy bási-
co), la distribución local estaba totalmente fuera de mi control, tal
como habíamos pactado desde el principio.
Una tercera ventaja metodológica fue el incremento del acce-
so que tenía a las ceremonias más restringidas. Una vez que cris-
talizó mi rol como cronista visual de las ceremonias, tenía entra-
da preferencial a cualquier ceremonia, por muy delicada que
fuera. Es más, cuanto más restringida la ceremonia, mayor inte-
rés tenían en que yo estuviera presente, debido a la curiosidad
de los que quedaban fuera. Ya lo verían en la copia que les daría
la semana siguiente. El mayor problema en este aspecto era po-
der atender todas las llamadas que recibía para filmar cosas en
los distintos lugares del centro donde había acción espiritista.
Las ceremonias en Soublette oscilaban ente treinta y cincuenta

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personas en la casa, y podía haber simultáneamente entre tres y
diez médiums en trance. La cámara me permitía pasear por el
centro espiritista registrando lo que ocurría en cada lugar, lo que
hubiera sido imposible hacer con ese detalle con un cuaderno y
un lápiz.
Había un cuarto aspecto metodológico de mucha importan-
cia en el uso del vídeo. Cuando bajaba a Soublette con copias de
las cintas que habíamos grabado, independientemente de las ten-
siones que se producían porque se las daba a éste o aquél, o
había filmado más a estos que a los otros, casi siempre se orga-
nizaban sesiones para verlas. El tono de los comentarios tenía
una clave fundamentalmente humorística —muchos de los mé-
diums se veían en trance por primera vez— pero también se pro-
ducían discusiones mucho más acaloradas sobre diversos aspec-
tos del ritual, de la adecuación y calidad de los trances, o de la
propia práctica espiritista en general. Desde el punto de vista
metodológico, resultó un punto de inflexión: poder discutir las
cintas en con calma, pasarlas para atrás y para adelante, parar-
las, ver en detalle un gesto, una acción, y discutirlo con los pro-
pios protagonistas. Fue en estas sesiones de visionado de vídeo
con mis informantes donde aprendí más detalles técnicos sobre
la posesión.
En la antropología visual, hay un precedente histórico muy
conocido de cooperación con los informantes en la filmación de
trances y en la discusión etnográfica de los resultados de la fil-
mación. Se trata de la investigación llevada a cabo en Bali por
Timothy Patsy Asch y Linda Connor. Una de las películas que
resultó de este proyecto, Jero on Jero: «A Balinese Trance Sean-
ce» Observed, es producto de una filmación en la que Jero Taka-
pan, la protagonista de la película anterior, comenta las imáge-
nes de algunos de sus trances (1986). También es una técnica
semejante a las entrevistas fotográficas que proponían los Co-
llier (1986), donde «se pueden construir puentes de entendimien-
to entre extraños o desconocidos hacia lo no familiar, hacia en-
tornos y temas insospechados», superando los problemas de in-
comprensión o las barreras lingüísticas que muchas veces
dificultan el trabajo de campo etnográfico. De este modo, pode-
mos entender este uso de las fotografías, o en este caso del ví-
deo, como «extensiones de las metodologías de entrevistas de
las que disponemos».

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Recuerdo que en junio de 1994 tuve la mala —o buena— idea
de invitar a Daniel a una fiesta que se organizaba en el portal de
Teresa en Soublette. Rubén le puso en su punto de mira inme-
diatamente, pero no fue el único. Como amigo mío le dieron
acceso a una ceremonia preparatoria restringida, pero pronto
trataron de inducirle al trance, a pesar de su desconfianza. Da-
niel se sentía vigilado y no tenía ganas de pasar ningún examen
en un ambiente que le era claramente hostil. ¿Por qué andaba
Paco con «ése»? La ceremonia fue larga y compleja, y conseguí
grabar una buena parte —con la ayuda de mi mujer, Daniel y
algunos otros espiritistas—, a pesar de que en sus momentos
álgidos había hasta seis médiums poseídos al mismo tiempo.
Daniel entró finalmente en trance, no sin resistirse, y recibió a
varios espíritus. Incluso participó, en trance, en una amena re-
unión de espíritus chamarreros, en la que se intercambiaron chis-
tes, «cuentos» y tragos de whisky y ron. Al salir del trance, Da-
niel cogió la cámara y estuvo grabando un rato. Es posible que
ese día se sintiera más cómodo en ese papel que en el de mé-
dium. Pero, de repente, en un momento más avanzado de la no-
che, me dijo que se iba.
Unas semanas después tuvimos ocasión de ver juntos en mi
casa el vídeo de la ceremonia. Las imágenes le ayudaron a recordar
con todo detalle el «suplicio» por el que tuvo que pasar gracias a mi
«magnífica» idea de llevarle a esa ceremonia. Sobre estas imáge-
nes, tocando la pantalla, rebobinando y parando la cinta, dirigien-
do mi atención hacia un gesto o una mirada, reconoció y me descri-
bió la pugna que se dibujaba en su cuerpo durante muchos minu-
tos. En esta secuencia ritual, su espíritu protector intentaba bloquear
el trance mientras Rubén, Luis, Teresa y algunos otros miembros
del grupo de Soublette trataban de doblegar esta resistencia. Yo
sabía que había sido una experiencia incómoda para Daniel. Pero
no habíamos encontrado el modo de aclarar los detalles. Cuando le
preguntaba, me contestaba con vaguedades. Él mismo no estaba
muy seguro de lo que había pasado. La discusión que tuve con
Daniel frente a las imágenes de la ceremonia fue muy reveladora.
Para Daniel ésta fue una de las primeras veces en las que se vio en
trance, lo que le produjo una mezcla de excitación y cierto desaso-
siego. A mí me permitió, como me ocurriera tantas veces con el
grupo de Soublette, entender muchas de las claves de la posesión
que son invisibles o irreconocibles para el ojo inexperto.

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También el registro en vídeo es un elemento fundamental de
mi investigación más reciente sobre las exhumaciones de las fo-
sas de la Guerra Civil española. De hecho, en el Protocolo de en-
trevistas que escribí para uso de la Asociación para la Recupera-
ción de la Memoria Histórica (ARHM), mencionado anterior-
mente, se dedicaba una parte importante a las especificaciones
técnicas de la grabación preferencial en vídeo de dichas entre-
vistas.3 Aquí se produjo una sinergia entre los intereses de la
ARMH, que proseguía con su proyecto de «donantes de memo-
ria», punto inicial de la construcción de un archivo audiovisual
de los derrotados de la Guerra Civil, y mi inclinación metodoló-
gica a usar el vídeo como herramienta de trabajo múltiple desde
la elaboración de dos vídeos pedagógicos en la Universidad de
Berkeley, mi investigación de campo en Venezuela, y las distin-
tas actividades realizadas en torno a la representación mediática
de los conflictos y las violencias. Las circunstancias han cambia-
do mucho entre una etnografía y otra, especialmente en el plano
tecnológico, pero también en la importancia creciente del ciber-
espacio en la conformación de los procesos sociales, muy espe-
cialmente en los países desarrollados, en los que los procesos y
las tecnologías se han hecho prácticamente consustanciales.
Cuando empecé a estudiar las exhumaciones de fosas comu-
nes en 2003, todavía utilizábamos cámaras fotográficas y de ví-
deo analógicas. Pero, prácticamente de repente, y a un ritmo
vertiginoso, llegaron las tecnologías digitales, que han transfor-
mado completamente el campo de la antropología visual, y el
proceso de recuperación de la memoria histórica se prolongó de
una forma imposible de anticipar en las redes sociales, que han
revolucionado la forma de establecer espacios reivindicativos o
de hacer política en el marco de una «lógica cultural de la conec-
tividad» (Juris, 2008). Esto hace que, para el estudio de las exhu-
maciones de fosas comunes y toda la constelación de discursos y
prácticas vinculadas a ellas, sea necesario simultanear cada vez
más técnicas de campo y registro audiovisual más clásicas, como
las que ya utilicé en Venezuela, con las nuevas metodologías ci-
beretnográficas que permiten, por ejemplo, visualizar y descar-

3. Véase el link de la nota 2. Para proyectos más profesionales, es muy


recomendable como manual técnico de cine etnográfico el excelente libro de
Barbash y Taylor, Cross-Cultural Filmmaking (1997).

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gar fotografías y vídeos, participar añadiendo álbumes o mos-
trando signos de presencia virtual a través de herramientas o
redes sociales como Picasa Web Albums, YouTube, Facebook o
Twitter en una multiplicidad de actos reivindicativos que sería
imposible cubrir sobre el terreno y para las cuales disponemos
de reporteros globales. La propia vida social de las imágenes a
través de las redes sociales, ya sea en forma de fotografía o ví-
deo, ya sean imágenes en crudo o retocadas o montadas en pro-
gramas de edición, ha transformado la memoria social en me-
moria digital que, en el caso de este estudio sobre la Guerra Ci-
vil, propone continuamente nuevas pautas y rutas de producción,
circulación y uso del pasado traumático y, como correlato de
esto, precisa de claves interpretativas igualmente novedosas y
ágiles (Ferrándiz y Baer, 2008).

4.10. Salir del campo

Irse, salir del campo, también tiene sus derivadas metodoló-


gicas y es un momento especialmente delicado del proceso de
investigación. Tras un año de trabajo de campo, cuando llegó el
momento de salir de Venezuela, me encontraba ya bastante sa-
turado del culto de María Lionza. De hecho, al seguir un método
etnográfico, lo había experimentado con la intensidad de los pro-
pios cultistas, que también jalonan su devoción de crisis de fe.
La intensidad corpórea del culto se me había hecho muy fami-
liar y todavía hoy forma parte de mi experiencia de vida más
entrañable, pero cada vez afrontaba peor el desgaste físico y
emocional que suponía viajar a los barrios —siempre peligro-
sos— o a los santuarios espiritistas, o no poder descansar duran-
te las larguísimas ceremonias, o pasar noches sin apenas dormir
y comer, a base de café, agua y los tragos de licor que invariable-
mente ofrecen los espíritus. Dentro del grado de improvisación y
diversidad que caracteriza al espiritismo marialioncero, las cere-
monias se me hacían cada vez más previsibles. Arrastrado a las
luchas y controversias entre miembros de los grupos con los que
trabajaba, estaba empezando a perder la perspectiva global so-
bre el fenómeno y el «sentido de la diferencia». Posiblemente
había llegado también a lo que Glaser y Strauss llamaron el «pun-
to de saturación teórica» (1967). Con ello se referían a ese mo-

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mento en el investigador percibe, muy lejos del entusiasmo exo-
tizante de los primeros meses, que no se encuentran nuevos da-
tos que iluminen el marco teórico y que todo lo que sucede ya se
ha vivido antes. Snow (2001) señala que ese punto es fácilmente
detectable cuando el investigador se da cuenta de que observa lo
que ya conoce, y que sus notas son repetitivas.
Al mismo tiempo, pude percibir también cierta sensación de
cansancio recíproco en algunos de mis entonces ya amigos espi-
ritistas respecto a mi presencia como investigador. Algunos de
los grupos habían normalizado mi presencia y, como consecuen-
cia, habían rebajado su límite de tolerancia hacia mis extrava-
gancias de antropólogo (tomar notas, hacer fotos, filmar vídeos,
plantear entrevistas). ¿No tienes ya suficiente con lo que has vis-
to? Ya no era un recién llegado y habían perdido la paciencia
para dedicarme toda la atención que yo solicitaba. Mis infor-
mantes principales, con los que había desarrollado una relación
de amistad, se aburrían ante preguntas que ya se les hacían mo-
nótonas, o grabaciones que se asemejaban a otras anteriores. Mi
presencia selectiva en las ceremonias de Soublette, donde seguía
yendo a menudo, era un factor que exacerbaba cada vez más la
rivalidad entre las dos facciones que se habían formado durante
mi trabajo de campo.
Tras valorar los datos que había obtenido, llegué a la conclu-
sión de que, a pesar de las evidentes lagunas que siempre quedan
al estudiar un fenómeno tan masivo, variado y en constante cam-
bio, tenía el material suficiente como para redactar una tesis doc-
toral con cierto conocimiento de causa. Era un buen momento
para hacer las maletas. Bernard (1995) nos sugiere que «diseñe-
mos» también la salida del campo, puesto que es importante dejar
las relaciones con los informantes abiertas, lo mismo que no «que-
mar» el campo para ningún investigador que pudiera venir des-
pués. Para Snow, un elemento central de este diseño es entender
primero y luego actuar siguiendo los protocolos de despedida, o si
se da el caso, de «deserción», del grupo que está siendo estudiado
(2001). En el caso de María Lionza, los centros espiritistas están
completamente acostumbrados a que la gente vaya y venga, apa-
rezca y desaparezca. Además, mis pequeñas «traiciones» en el cam-
po ya las había perpetrado anteriormente, ya fuera investigando a
otros grupos que ellos no consideraban interesantes, o prestando
un inmerecido interés a facciones rivales dentro de su propio gru-

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po. Se trataba por lo tanto de poner en marcha un proceso de
desapego que no incluyera desapariciones repentinas o bruscas, y
sí una secuencia lógica de despedidas.
Además, el anuncio público de la partida instala de repente
cierto sentido de vértigo, cambia de nuevo los roles de campo, y
nos ofrece oportunidades para ocupar nuevos espacios sociales,
e incluso generar una sensación de nostalgia por los tiempos
compartidos que puede ser emocional y etnográficamente muy
importante. En Venezuela, el anuncio de la inminencia de mi
partida cambió repentinamente el tono de la relación con mis
informantes. Frente a los espacios intermedios —muchas veces
ambiguos— de interacción por los que nos habíamos deslizado
durante el trabajo de campo, compañeros de aventuras y desven-
turas, ahora se expresaba más claramente que nunca que yo es-
taba de paso, y que mis recursos económicos y profesionales
eran muy superiores a los suyos. Más allá de las afinidades y
empatías, la partida me ponía claramente en mi sitio. La mayor
parte de ellos vivían al día en chabolas en barrios marginales
donde la vida era un bien muy barato y las drogas y las armas
atrapaban sin solución a muchos de sus jóvenes. Yo disponía de
seguro médico, de cuentas bancarias y dólares para pagarme
vuelos internacionales y tenía un visado en regla para vivir en
Estados Unidos. Estaba estudiando en una universidad carísi-
ma y muy conocida. Al contrario que ellos, no estaba anclado en
el barrio y en la pobreza crónica de por vida. Aunque algunos ya
me consideraban miembro de su grupo —algo peculiar, eso sí—,
el espiritismo no era para mí una forma de vida, sino un objeto
temporal de estudio. Ahora iba a viajar miles de kilómetros para
escribir sobre ello desde un cómodo despacho en California.
En esos momentos empezó a salir con mucha más frecuen-
cia «mi futuro libro» sobre el culto de María Lionza en las con-
versaciones. Allí estaban para cualquier duda y, claro, lo espera-
ban con interés. También esperaban que no me olvidara de ellos
en el texto, y que supiera expresar la intensidad, bondad y belle-
za de su práctica, tal como ellos me las habían mostrado. Algu-
nas personas a las que no había conseguido entrevistar todavía
grabadora en mano se pusieron a mi disposición para que me
llevara todo el material posible. Hablábamos de los planes para
mi regreso o de posibles encuentros en otras latitudes. Algunos
se permitieron soñar por unos instantes que su amistad conmi-

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go podía desbloquear su futuro, e imaginar una vida mejor, como
la que habían visto en la televisión, como la que yo les había
relatado cuando me preguntaban. Durante algunos días, por ejem-
plo, Rubén hablaba de dejarlo todo, hasta a sus espíritus, para
visitarme en Estados Unidos, y quizá empezar allí una vida nue-
va. Daniel me insistía en que le invitara en el futuro a España a
dar alguna charla sobre espiritismo. Como yo bien sabía, me
decía, él era muy buen conversador. Hermes, del grupo de La
Vega, con el que también pasé mucho tiempo, me pedía que le
enviara libros de magia y terapias alternativas... Lo mismo que
antes incluí una escena de llegada a un grupo espiritista, transcri-
bo a continuación una secuencia de despedida.
El que ya era entonces mi querido amigo Daniel Barrios nos
preparó a mí y a mi mujer una ceremonia «sorpresa» de cuatro
días en un portal recóndito de la montaña de Sorte que él y un
discípulo suyo del barrio de Las Mayas, Maimai, habían buscado
específicamente para celebrar nuestra partida con su repertorio
de espíritus. Fue una de las experiencias espiritistas más extraor-
dinarias de todo el trabajo de campo. Y, según los puristas del
culto, nostálgicos del culto recogido, aislado y en contacto direc-
to con la naturaleza y sus encantos, quizá la más «auténtica». De
nuevo, Daniel y los espíritus que pasaron por su cuerpo aquellos
días hicieron un balance crítico de mi estancia y me aconsejaron
largamente sobre la forma en la que debía escribir mi tesis, so-
bre lo superfluo y lo esencial. Presento a continuación algunas
de las escenas de este viaje de despedida, basándome en las no-
tas que escribí atropelladamente en mi cuaderno de campo, y en
las cintas de vídeo que grabamos en aquella ocasión.

En un viaje anterior a la montaña, Daniel y Maimai ha-


bían encontrado un pequeño refugio rocoso clavado en una
empinada ladera selvática. Una pequeña fractura continua y
horizontal en la piedra, situada a la altura del pecho, se pre-
sentaba como una repisa ideal para colocar el altar. Mien-
tras yo conversaba con Pablo Vázquez en la base de la mon-
taña, según me contaron, Daniel y Maimai excavaron con
las manos, palos y piedras una pequeña plataforma de tie-
rra, robándole terreno a la pendiente. Purificaron el lugar
con un reventamiento de pólvora, que abrazó el lugar con
una columna de humo ennegrecido. Entonces, comenzó la

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fumadera de tabaco, en la que consultaron a los hermanos
sobre los pasos necesarios para instalar el altar. Al principio
no estaba claro el permiso para continuar, pero esta resis-
tencia acabó en una ronda posterior de tabacos. Cuando su-
bían hacia el nuevo portal, habían parado en la cuevita, un
refugio más expuesto al que solían ir, donde tenían enterra-
das estatuas y algunos otros objetos rituales [...] Tras asper-
jar licores y cubrir la repisa de talco, colocaron todo esto
ordenadamente, junto con los artículos que habíamos com-
prado en la perfumería esotérica del pueblo de Chivacoa.
Las estatuas disponibles quedaron dispuestas en un orden
jerárquico desde el centro hacia los extremos. Una vez insta-
lado el altar, lo alimentaron con flores, licores, velas, oracio-
nes y humo de tabaco.
Cuando llegué por la tarde, nos juntamos para comer y
conversamos durante largo rato. La lluvia arreció y nos arre-
molinamos bajo el plástico que Daniel y Maimai habían co-
locado para protegernos [...] A medida que se acercaba la
noche, Daniel perdió su tono distendido. Empezaba a sentir
muy cercana la presencia de los espíritus. Era ya el momen-
to de reactivar el altar, prender nuevamente los tabacos, en-
cender las velas. Daniel asperjó cocuy por todos los rincones
del santuario, y dirigió columnas de humo de tabaco, sucesi-
vamente, hacia los cuatro puntos cardinales. Un rato des-
pués, recibía arrodillado, con sus brazos extendidos, planta-
do firmemente frente al altar, gritando, el espíritu del caci-
que Guaicaipuro. Entre los chorros de agua que se deslizaban,
cada vez menos contenidos, por los múltiples agujeros de
nuestra cubierta de plástico, Guaicaipuro decidió designar a
ese nuevo santuario como el portal de los indios, en memoria
de los grupos indígenas derrotados en la época colonial. Guai-
caipuro extendió entonces una máscara de barro y cenizas
por la cara de su materia, Daniel, antes de respirar honda-
mente el aire de la noche y marcharse [...] Era sólo el primer
visitante de una serie que incluyó también al cacique Tere-
paima; al espíritu más popular del culto, el picaresco Negro
Felipe; al espíritu intoxicado de un delincuente o malandro,
Jesús Eloy González, que había sido en vida amigo de Da-
niel; al sabio pero fiero espíritu vikingo Mr. Robinson; y al
chamarrero Raúl Sánchez Valero, un viejo curandero de la

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región de Coro. Valero aseguró venir para enfriar el cuerpo
de Daniel tras el paso de espíritus tan fuertes y, cómo no,
para beberse unos palos de ron y echar una conversadita [...]
Después de los trances, Daniel se sentía agotado, y tam-
bién sucio y pegajoso por la amalgama de sudor, saliva, li-
cor seco, jugo de frutas, cera de vela, chimó —tabaco de
mascar—, barro y cenizas que se había depositado sobre
su cuerpo como una segunda piel espiritista. Me propuso
caminar hasta una quebrada cercana donde había una poza
en la que rompía una cascada de varios metros. Habíamos
pasado rápidamente por allí cuando subimos, y pude en-
trever que era un paraje de gran belleza. La lluvia se había
hecho intermitente. El resto se quedaron descansando en
el suelo sobre periódicos extendidos. A medida que nos
adentrábamos en la vegetación, agarrándonos a las raíces
de los árboles para no resbalar, la conversación de nuestros
compañeros se desvaneció. Al llegar a la garganta, Daniel
habló pausadamente con los dueños invisibles de la poza
durante unos minutos. Después nos zambullimos y estuvi-
mos mucho rato dentro del agua. Conversamos largamen-
te. De nuestro encuentro inicial en Chivacoa, de nuestras
primeras impresiones, de nuestros encuentros y desencuen-
tros, de lo que yo había aprendido o dejado de aprender.
Era la despedida [...]
Finalmente salimos de la poza. Estaba a punto de ama-
necer y hacía mucho frío. Desde la orilla del río, tiritando,
mirando hacia arriba, podíamos ver la silueta masiva de un
círculo de árboles, cuyas copas se movían pausadamente con
el viento. De cuando en cuando nos llegaban ráfagas de llu-
via fina. Torpemente, en la oscuridad, nos aventuramos de
vuelta por la vegetación hacia el portal de los indios, patinan-
do otra vez en los senderos resbaladizos de la selva. Al llegar,
nos descubrimos de nuevo empapados en barro. Todos nues-
tros compañeros estaban durmiendo. Algunas de las velas
del altar estaban todavía ardiendo, y proyectaban sombras
inquietas sobre las estatuas de los santos, las botellas de li-
cor semivacías, y la pared oblicua de la roca que apenas nos
resguardaba de la lluvia. Había objetos usados y descoloca-
dos en el altar. En el suelo de tierra apisonada, se apreciaban
trazos borrosos de líneas y curvas de talco saliendo por los

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extremos de los periódicos desplegados, fragmentos ya des-
figurados de los símbolos que habían presidido la elevación
de Daniel unas horas antes. Miré alrededor, pero ya no pude
captar más vestigios de la ceremonia acabada antes de ce-
rrar los ojos.

Volvamos por un momento a la noción de trabajo de campo


etnográfico como rito iniciático que desestabiliza al investigador
mediante estrategias de extrañamiento y de socialización secun-
daria en una cultura ajena. Por supuesto, ya hemos mencionado
que esto es siempre una cuestión de grado y depende mucho del
grado de alteridad al que hayamos estado sometidos, y a la propia
duración del campo. Pero en los casos clásicos de la disciplina
que incorporan el contacto con algún «otro», se produce en el
regreso a casa un fenómeno de desfamiliarización de lo propio
que he comentado en muchas ocasiones con colegas en España,
en América Latina y en Estados Unidos. Es decir, hasta cierto
punto, una vez iniciado y una vez adquirida de una manera prác-
tica la imaginación etnográfica respecto a un tema de la intensi-
dad sensual del espiritismo, resulta difícil para el investigador
volver a vivir su vida cotidiana en casa como lo hacía antes de
salir al campo. Los problemas cotidianos nos parecen irrelevan-
tes ante los grandes problemas del mundo, y su plasmación en
las situaciones de marginalidad y pobreza en las que hemos vivi-
do, como en el caso de María Lionza, o en la memoria traumática
profunda de los supervivientes y víctimas de la represión fran-
quista, nos dota de una distancia o perspectiva crítica hacia lo
propio que, según la propuesta desplegada en el libro de Marcus
y Fischer, debería ser una de las funciones básicas de la antropo-
logía (1986). Dewalt y Dewalt hablan incluso de la existencia de
un «choque cultural inverso», que si se prolonga en el tiempo
puede colocarnos en posiciones marginales ante nuestra propia
cultura y ante nuestra propia investigación (2002). Es, por su-
puesto, un «choque cultural» superable, como lo es el de entrada
en el campo. Lo que también es un hecho es que el campo desna-
turaliza vivencias y espacios que antes se consideraban propios,
y de este modo altera las formas de experimentar lo extraño.
Veamos un ejemplo de lo que me ocurrió al regresar de Vene-
zuela a Estados Unidos para escribir mi tesis doctoral. En una
ocasión, en marzo de 1995, tras presentar algunos fragmentos

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de los vídeos que había grabado con Rubén y Luis en Soublette
en una conferencia sobre representación en el Pacific Film Ar-
chive de Berkeley, me enfrenté a una audiencia académica ma-
yoritariamente angloparlante. Era la primera vez que veía el
material que había grabado en una pantalla grande. Durante unos
minutos me había sentido de nuevo envuelto en la sensualidad
de las ceremonias espiritistas y había revivido como un flashback
mi relación de muchos meses con Luis y Rubén, me acordaba de
los todos los detalles, de lo que había capturado la cámara y de lo
que no. Tras la proyección, una de las personas que asistía al
acto me preguntó que cómo había conseguido soportar la extra-
ñeza de aquella situación tan excepcional durante todo un año.
No le conocía de nada, y nuestro único vínculo era coincidir en
un acto académico. De repente, con su pregunta me planteaba
un grado de complicidad intelectual con la audiencia que yo no
sentía con esa intensidad, y una distancia radical con mis infor-
mantes y con el culto de María Lionza que violentaba mi co-
nexión —sin duda nostálgica— con el campo. Sólo pude contes-
tarle que mi verdadera experiencia de alteridad la estaba viviendo
en aquellos momentos en aquella sala.

4.11. Escribir la etnografía

La crítica literaria de la antropología clásica ha tenido como


una de sus principales consecuencias que aumente la compleji-
dad de los debates sobre las fases de elaboración textual del dia-
rio de campo y la información etnográfica (Sanjek, ed., 1990;
Bernard, 1995; Emerson, Fretz y Shaw, 1995; Velasco y Díaz de
Rada, 1997). Aunque en el esquema de presentación cronológica
de la investigación que sigo en este libro he situado la escritura de
la etnografía en último lugar, lo he hecho exclusivamente porque
el producto final de la etnografía suelen ser los artículos y mono-
grafías, y su expresión académica en conferencias especializa-
das. Pero la etnografía se empieza a escribir en el campo con los
primeros garabatos que anotamos, y se transforma paulatina-
mente en una diversidad de soportes y estilos visuales y narrati-
vos hasta llegar a los artículos y libros que serán consumidos,
discutidos, criticados e interpretados, en el mejor de los casos,
por una comunidad de lectores bastante restringida. Incluso es-

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tos primeros garabatos con impresiones deslabazadas suponen
ya un proceso de traducción. Clifford les llama «inscripciones»,
puesto que con su simple plasmación casual en un papel es sufi-
ciente para que «se interrumpa el flujo de la acción y el discurso,
convirtiéndose en texto» (1990). Pero aparte de los garabatos, el
propio Sanjek (2001) habla de notas de campo, registros de cam-
po, textos diarios de diverso tipo, periódicos, fotografías, vídeos,
cartas, entrevistas, informes, e incluso artículos escritos en el
campo, para ejemplificar la diversidad de materiales en distinto
grado de elaboración que el antropólogo se trae de la investiga-
ción sobre el terreno. En esta sección hablaremos, por lo tanto,
de todo el proceso de conversión de la experiencia social en tex-
to, siguiendo sus distintas fases.
Como señala Bernard, la diferencia entre la «experiencia» de
campo y el «trabajo» de campo son las «notas» de campo (1995).
En su libro sobre la lógica de la investigación etnográfica, Hono-
rio Velasco y Ángel Díaz de Rada (1997) han definido las diver-
sas transformaciones de la información en etnografía, que se
llevan a cabo tanto en el campo como en la mesa de trabajo. En
un primer círculo, el etnógrafo transforma su presencia en el
campo en interacción social significativa e información. En un
segundo círculo, la información y la interacción se transforman
en registro mediante la selección y temporalización reflexiva de
la información en el diario de campo. En el tercer círculo, el
registro se transforma en contenido analítico, mediante la ela-
boración de guías de campo, el análisis de contenido, el análisis
taxonómico, los análisis estadísticos, los cuadros sinópticos, etc.
Los contenidos analíticos «transforman el registro en unidades
relevantes para el investigador y su audiencia». En el cuarto
círculo de transformación, el contenido analítico se convierte en
texto mediante su conversión en una trama argumental convin-
cente diseñada para una audiencia determinada. No debe consi-
derarse éste un proceso lineal, puesto que en ocasiones inclui-
mos en los textos finales, como es el caso de este libro, notas de
campo sin elaboración, o escribimos en el campo fragmentos de
texto que participan ya de la trama argumental del texto final. Y
lo que estos autores denominan «series informativas» pueden
tener trayectorias dispares en el interior de la misma etnografía
como proceso. Además, los contenidos analíticos pueden regre-
sar a nuestro diario de campo y a nuestra investigación de cam-

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po, y volver a su vez transformados de otra manera y en otra
escala.
Emerson, Fretz y Shaw (1995) sostienen también que la et-
nografía como texto es un procedimiento muy complejo que
empieza en las notas de campo y los cuadernos de notas, y pro-
ponen un proceso de redacción distinto pero no menos elabora-
do, en lo que también describen como un continuo narrativo.
Empecemos por los primeros momentos de la etnografía. Sos-
tienen que, aunque ya hay múltiples estudios sobre las retóricas
de transformación de la información en textos etnográficos, no
ha habido en la disciplina suficientes estudios sobre la escritura
de las notas de campo. Por ejemplo, aunque Malinowski ya ha-
bía proporcionado en Argonautas una guía metodológica que
aconsejaba el registro cronológico de notas de campo, la 6.ª ed.
de las Notes and Queries on Anthropology de Seligman (1951),
que fue la principal guía metodológica en la disciplina durante
muchos años en Inglaterra, sólo dedicaba una página y media a
establecer las «notas descriptivas» como uno de los cuatro tipos
de documentación que hay que recoger, junto con los mapas,
planos y diagramas, los textos, los datos genealógicos y los cen-
sos. Las Notes and Queries diferenciaban entre tres tipos de no-
tas: 1) registros escritos de sucesos observados e información
proporcionada por los informantes (basados en entrevistas mien-
tras el suceso ocurre); 2) registros de actividades prolongadas y
ceremonias en las que no es posible la entrevista; y 3) un registro
continuo y cronológico que tiene la forma de un diario, pero no
es un diario personal (Dewalt y Dewalt, 2002). Seligman reco-
mendaba la escritura de las notas lo antes posible, pues había
que desconfiar de la memoria (1951).
La recogida de notas en el campo, continúan Dewalt y Dewalt
(2002), es un momento fundamental de transformación de la
experiencia vivida en texto, así como una mediación crucial en
la toma de distancia o «extrañamiento» antropológico. De he-
cho, consideran que el trabajo de campo y la toma de notas for-
man parte del mismo proceso, y que las notas son simultánea-
mente datos y análisis. Es posible que los investigadores tengan
diferentes ideas en mente cuando se refieren a las notas, sus con-
tenidos se jerarquizan de maneras diferentes, pueden redactarse
como escritos sobre el «otro» o como escritos más «reflexivos»,
son meramente descriptivos o contienen un primer nivel de aná-

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lisis. Dada su diversidad, apuntan hacia un debate pedagógico:
para algunos, deben enseñarse y sistematizarse técnicas de reco-
gida de notas de campo. Para otros, sin embargo, deben ser es-
trictamente idiosincrásicas. Para ellos, el potencial de cada in-
vestigador debe estimularse mediante la instrucción y la reflexión.
Cuanto más consciente sea un alumno o un etnógrafo de las trans-
formaciones que se están produciendo en el proceso de escritura
de los datos, mejor los podrá plasmar y mejor podrá entender la
complejidad de la etnografía y de sus traducciones culturales. Es
además crucial para la disciplina estudiar la naturaleza de estos
textos semiclandestinos pero fundamentales en la producción
del conocimiento antropológico, lo que Sanjek ha llamado «la
vida secreta de las notas de campo» (1990). No se puede trazar
una correspondencia única entre observación, participación y
las primeras racionalizaciones de la experiencia en un texto, de
la escala que sea. Hay aspectos de percepción e interpretación
que son particulares a cada investigador y a cada investigación e
impiden esta posibilidad. En la toma de notas hay una selección,
contextualización y jerarquización de los hechos que es irrepeti-
ble, incluso para un mismo investigador, pues a pesar de todo
esfuerzo de sistematización, siempre hay aspectos intuitivos en
estas transformaciones de la experiencia en texto, en el tipo de
reducciones o simplificaciones que se hacen, etc. Estas notas
son fundamentales en el rediseño constante del proyecto de in-
vestigación. Son, por lo tanto, una sede privilegiada de reflexivi-
dad. Hay que considerar las notas desde el principio como un
fenómeno claro de traducción cultural. La narración escrita de
un suceso provoca en sí misma distorsiones de lo observado.
Bernard (1995), fiel a su estilo clasificatorio, estableció una
diferenciación de los posibles tipos de notas de campo que he
visto citada en algunos de los manuales que he consultado. Las
dividía en cuatro modalidades: 1) anotaciones rápidas o garaba-
tos, que son las palabras, frases, diagramas y anotaciones diver-
sas que se escriben durante el trabajo de campo, fundamental-
mente como recurso mnemotécnico (Sanjek, 1990); 2) el diario
personal, el lugar íntimo de refugio y huida que contribuye a la
estabilidad del investigador (aunque, como en el caso de Mali-
nowski, pueden ser bombas de relojería a largo plazo); 3) cua-
dernos de campo o logs, que son registros organizados cronoló-
gicamente y que proporcionan calendarios de los eventos, se-

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cuencias de acción, reflexiones sobre el trabajo de campo, etc.,
siendo la clave de acceso más sistemática a toda la información
recopilada (Sanjek, 1990); y 4) las «notas propiamente dichas»
o «notas expandidas», que pueden ser a su vez de tres tipos:
4a) las «notas descriptivas o etnográficas» —cuyo origen es en
ocasiones atribuido a Malinowski (Sanjek, 1990, Dewalt y Dewalt,
1995), y son tan fundamentales al método como lo puede ser la
propia observación participante—; 4b) las «notas metodológi-
cas» —donde se documentan los métodos y técnicas usados, sus
problemas, ajustes y evolución—; y 4c) las «metanotas» o «notas
analíticas» —que ya incluyen cierto nivel de inferencia o análi-
sis, y tiene vasos comunicantes directos con el diario de campo y
las fases más avanzadas de la escritura etnográfica.
Emerson, Fretz y Shaw (1995), por su parte, distinguen dos
tipos de aproximaciones a la anotación en el campo. Por un lado,
está la que se redacta en un «estilo experiencial». Este estilo pone
el énfasis en la experiencia intensa de los hechos sociales sin los
condicionantes de tener que estar pendientes de la redacción de
notas u otros asuntos metodológicos. En estos casos, la escritura
puede tardar horas o incluso días. La ventaja fundamental de
este estilo de redacción sería que la inmersión es más intensa y
está menos intelectualizada. La ausencia de anotación permite
además una participación más cercana y la minimización del rol
de investigador. La toma de «notas mentales» y el desarrollo de
técnicas de memorización son muy importantes si ésta es la op-
ción metodológica seguida. Hay un segundo estilo que Emer-
son, Fretz y Shaw llaman de «participación hacia la escritura»,
en el que se empieza a trabajar en las notas durante los propios
sucesos. La experiencia de campo se orienta a la escritura inme-
diata de la información.
Estos dos estilos no son excluyentes, y pueden usarse al-
ternativamente en una misma investigación, dependiendo de
la formación del investigador, o de las reglas de etiqueta loca-
les, que pueden desaconsejar en ciertos contextos la anota-
ción inmediata. Habría un estilo intermedio que consistiría
en la escritura de una serie de garabatos orientativos, llenos
de palabras abreviadas, acrónimos, claves para activar la me-
moria, etc., que pueden reconstruirse después en la mesa de
trabajo. Estos garabatos rápidos proporcionan orientación
sobre sucesos o aspectos importantes de un suceso social de-

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terminado. Muchos antropólogos usan para ello cuadernitos
minúsculos y discretos, de bolsillo, para estas primeras ano-
taciones, de manera que interfieran lo menos posible con la
acción social. O pueden usarse incluso hojas de papel dobla-
das o trozos de papel, utilizando sistemas privados de abre-
viaciones, o sistemas más formales de transcripción. Para que
estos borradores iniciales sean eficaces es necesario practi-
car, anotando el tipo de cosas con mayor potencial mnemo-
técnico, es decir, buscar la «centralidad concisa». Escribir
borradores no es, para estos autores, una tarea mecánica, sino
un estado de la mente del investigador. Es decir, se produce
en el marco de una observación participante que tiene una
relación compleja y sistemática con el registro escrito de lo
que se está experimentando.
En la mayoría de las ceremonias en las que no filmaba, uti-
lizaba esta técnica mixta. Tras las ceremonias o cuando llegaba
a ciertos momentos de saturación de información, me aparta-
ba y anotaba en un cuaderno discreto —y no pocas veces em-
papado por la lluvia tropical— notas rápidas, tomadas a veces
a oscuras en la selva tras las ceremonias, a altas horas de la
madrugada, que luego me permitían reconstruir las secuencias
rituales y las interacciones, primero mentalmente durante el
viaje de regreso, y finalmente en mi ordenador a mi llegada a
casa. Pongo un breve ejemplo de una de estas transformacio-
nes. Se refiere a un breve paseo de aproximadamente una hora
que di con una amiga antropóloga venezolana en una de mis
primeras visitas a la montaña de Sorte. Es el típico relato im-
presionista de turismo etnográfico, puesto que simplemente es-
tábamos pulsando el ambiente, respirando el espiritismo, ca-
minando de un lugar a otro en un entorno sensorialmente apa-
bullante, dominado por los tambores africanos y la sensualidad
de los altares y los rituales, aunque finalmente nos quedamos
más rato en una ceremonia concreta. En primer lugar, apunto
un fragmento de mis anotaciones sobre las secuencias rituales
que estábamos presenciando, que escribí nada más llegar a un
hotel cercano, y en segundo lugar, la plasmación de estas ano-
taciones en mi diario de campo dos días después. Disponía tam-
bién de fotografías de algunos de los trances y de una graba-
ción en audio de toda la jornada.

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NOTAS: Paseo sector Cortés. Indio Paramaconi. Trans-
formismo + espíritu fuera de control. Tamboreros de alqui-
ler. Altar mayor: reunión INPARQUES. Juan del tabaco. «Llu-
via de indios» en portal de Maracay. Indio Caracas. Lucas y
su madre. Guardias. Mister vikingo. Chamarreros (sorpresa
de la noche). India Rosa por segunda vez en materia cansa-
da. Lucas.

DIARIO: PASEO EN BUSCA DE LA SEÑORA CORTÉS:


en el portal donde estuvimos, había unos fieles con una es-
pecie de uniforme azul; dos portales más allá, tenemos al
INDIO PARAMACONI: en materia masculina, con una coro-
na de flores y dos puñales cruzados sobre la nuca. Su habla:
«dame vaina, esa vaina, etc.». Jamás nombra el objeto: hay
que adivinarlo; según Daisy, «vaina» es realmente la pala-
bra-baúl de los indígenas [aquí por fin se ve una conexión
clara con los indígenas actuales, aunque sea a través de un
estereotipo lingüístico estigmatizante; ¿cómo hablaban los
indígenas históricos entre los que se encuentra Terepaima?];
hay una materia hombre con un espíritu femenino que no
determinamos, en un transformismo muy interesante: va
vestido de rojo, lleva pendientes largos con una especie de
piedra de remate, y un paño rojo atado a la cabeza, camina
de forma muy, muy amanerada. Están en un espacio bastan-
te pequeño. Hay tamboreros de alquiler, que van pasando de
grupo en grupo a medida que les dan dinero, para ayudar a
levantar a las materias. En el grupo inmediato, donde van
los tamboreros, a Daisy le llaman la atención por llevar pan-
talones negros. Vemos levantarse a una materia en desarro-
llo, con movimientos bastante bruscos, sin hablar aún: bas-
tante descontrolado. Los bancos intentan no tocarlo, aun-
que tampoco le dejan caer al suelo. Seguimos hacia el fondo.
Hay un grupo donde hay tres o cuatro espíritus en trance, y
una materia más joven a la que están tratando de levantar, y
le levantan, aunque queda como muy rígido, con la cabeza
muy tensa hacia delante, tremendamente concentrado. Re-
gresamos luego y aún están Terepaima y la otra incorpora-
das, la gente lanzando «vivas». Caminamos hacia el altar
mayor. ALTAR MAYOR: Daisy se pone al lado de unos «ma-
ricos» que están discutiendo. A las 2 p.m. vemos que hay

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una reunión de los fieles con los funcionarios de INPAR-
QUES. Según sabremos al día siguiente, es para negociar el
respeto de las normas del Parque Natural, la recogida de
basuras, etc. Durante el fin de semana habrá bastante pre-
sencia de distintos cuerpos de seguridad, bomberos, cruz
roja, grupos de defensa civil, ejército, etc. Llegamos hasta el
grupo del portal del DON JUAN DEL TABACO, de MARA-
CAY. Nos detenemos brevemente en este grupo. Llegamos
como en un momento culminante, porque están incorporan-
do varias materias a la vez. Son de un barrio que está cerca
de Andrés Bello; vemos una especie de lluvia de caciques
indígenas, muy «arrechos». Cuando llegamos, ya estaba allí
el INDIO CARACAS, incorporado en lo que creemos es la
materia principal; tiene un habla bastante imperfecta. Ape-
nas se le entiende su grito de «Íiiiiiindio Caraaacasss»: es la
parte fundamental de su discurso, lo neurálgico: su presen-
tación; gritando muchísimo y con mucha continuidad. La
mamá de Lucas nos reconoce que ella muchas veces tampo-
co les entiende. Lucas es materia de ese grupo. La señora no
(me da la impresión de que a ella le gustan más los espíritus
tipo Negro Felipe e India Rosa, está deseando que bajen, y
en una ocasión nos comenta con alborozo que han anuncia-
do su venida). Buscar en CINTA n3, cara A (toda la cara se
grabó corrida, mientras duró nuestra estancia con en este
grupo). Un banco aparta a la gente para que podamos ver. Se
escucha en la distancia a los indios arrechos. Dos indios dia-
logando. La Guardia Nacional nos hace abrir la bolsa, mien-
tras un espíritu (cacique) les está llamando para hacerles vai-
nas. Algunos de ellos están haciéndose trabajos allí; los espí-
ritus interaccionan mucho con ellos; cánticos recogidos. El
Indio Caracas va por ahí a su ritmo, interaccionando con
todo el mundo, con el brazo derecho en alto, y haciendo como
un gesto de solidaridad (uno diría que comunistoide), salu-
dando con el puño izquierdo levantado, como golpeando al
aire. Yo le respondo con el mismo gesto. Baja Mister Vikin-
go, hablando, parece, en español. Lamentablemente, sus pa-
labras se pierden bajo el estruendo. No se aprecia en la gra-
bación. Pero pretendía hacer daño a la materia, y el banco-
hombre hizo lo posible por quitarle esa idea de la cabeza, e
incluso para alejar al espíritu de aquella materia. Se contra-

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dice con las canciones de «traigan los pinchos, que va a tra-
bajar»; quizá sea con esa materia sólo que no quieren que
venga Vikingo; quién sabe; pero Mr. Vikingo sigue allí por un
rato. Algunos de los indios que están, en todo el mogollón de
voces, tienen intervenciones semi-cantadas, alargando mu-
cho los gritos, etc. ¿Qué es lo que produce que determinado
espíritu se vaya y venga otro? Cuando el Indio Caracas está
hablando con Chun, baja el primer CHAMARRERO en una
de las materias que estaba incorporada antes con indio-vi-
kingo. Inmediatamente le sientan, le ponen sombrero y bas-
tón, se empieza a quejar de que bajen tantos indios. Llama a
otro chamarrero, carajo para charlar con él. El ambiente cam-
bia por completo, los dos chamarreros se ponen a dialogar;
secuencia cambia de Indios y otros arrechos, a los ancianos
campesinos; bastante radical; excepto el INDIO CARACAS,
que sigue a su bola por ahí; explorar si es normal esta se-
cuencia de lo arrecho a lo cascarrabias, que en este grupo es
bastante marcada; dice: «quiero chamarreros aquí, carajo»;
«¿qué pasa con esas materias?»; «puro indio no, carajo». ¿Cuál
es el rol de este Indio Caracas pululante? A pesar de su voz
tiene un toque de FRAGILIDAD; es posible que uno de los
chamarreros sea DON JUAN DEL TABACO. Se oye muy níti-
do el grito de llegada del Indio Caracas al final de la cinta:
según nos acercamos, interacciona con nosotros; «sufre
mucho tú... tú sufre». «Sufre mucho el corazón ehh tuyo...».
Después se va el Indio Caracas y baja, aunque muy breve-
mente, la INDIA ROSA (que, junto a los chamarreros, van a
ser las estrellas de la noche). Pero dice «voy a dejar descan-
sar a la materia», y se va, para decepción de la madre de
Lucas. Conversación con LUCAS: grabada. Es marino mer-
cante, ha estado en El Ferrol del Caudillo, y también en Cá-
diz. Ha llegado hasta Turquía. Ahora trabaja más en el Cari-
be, de camino a Veracruz. Él llegó a Maracay hace poco tiem-
po, porque el barco que iba a Maracaibo finalmente le llevó
hasta Puerto Cabello. Últimamente están más dedicados al
transporte de aluminio, aunque también menciona algo de
las mafias que traen vehículos americanos de segunda mano
para vender a enormes precios en Venezuela. Él hace todo
tipo de tareas en el barco, pero sobre todo trabaja en cubier-
ta de timonel. Antes, cuando iban a Brasil: Bahía, etc., te-

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nían que esperar días de cola para entrar en el puerto. Ahora
entran directamente: la crisis económica es global. Al igual
que en el caso de la señora Cortés, este grupo se articula en
torno a un núcleo familiar...

Volvamos ahora por un momento con Emerson, Fretz y Shaw.


El diario de campo, que es ya trabajo de despacho, es un trabajo
duro, sacrificado y que lleva mucho tiempo. Es el momento de
recordar, elaborar, rellenar y comentar lo que se ha vivido en el
campo. Unos pocos minutos de observación pueden traducirse
en horas de escritura. Es necesario empezar a elaborar párrafos
coherentes y organizados, frente a las notas desordenadas que
vienen del campo. Hay que marcar los dos tiempos, el de obser-
vación participante con notas y el de escritura. Demasiada ob-
servación participante sin escritura puede resultar contraprodu-
cente. También es importante seleccionar adecuadamente los
momentos en los que se interrumpe la observación para ir al
diario de campo. Hay múltiples propósitos y estilos disponibles
para el etnógrafo, que determinan las decisiones y los estilos de
escritura. El propósito más inmediato es transcribir las expe-
riencias lo más frescas posible. Así, muchas veces se escribe in-
tensamente, como un torbellino algo desordenado de ideas, que
luego se van reorganizando. Al principio recomiendan enfocarse
en describir escenas más que en preocuparse por el uso de deter-
minadas palabras o frases, puesto que un proceso de autoedi-
ción entorpecería el flujo de la memoria, y recomiendan un estilo
que combine organización con espontaneidad. Como estrategia
más ordenada, es recomendable escribir los sucesos cronológi-
camente, puesto que es así como ordenamos nuestra cotidiani-
dad. Pero también se puede empezar escribiendo el suceso más
intenso o sobresaliente con mucho detalle, y organizar el resto
de la información temáticamente en torno a ello. O también se
puede enfocar la escritura a los hechos que más interés tengan
para el tipo de preguntas que se hace el investigador.
Aunque no lo vamos a discutir con mucho detalle, sugieren
varias estrategias narrativas para tratar de cristalizar progresi-
vamente el campo en el texto, como pueden ser el desarrollo de
técnicas 1) para describir escenas (registrando detalles sensoria-
les concretos, aderezados profusamente de adjetivos y adverbios,
texturas, colores, imágenes visuales, acústicas, olfativas y tácti-

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les; marcando las entradas y salidas de personajes en la escena,
para contextualizar interacciones; describiendo con mucho de-
talle las acciones que tienen lugar, a ser posible en orden crono-
lógico, marcando las transiciones de la acción o de una a otra);
2) para recoger diálogos (usando citas directas o indirectas, inter-
acciones verbales narradas, y paráfrasis; entrecomillando exclu-
sivamente lo literal; recogiendo si es posible anotaciones acerca
del tono y el lenguaje corporal que acompaña los diálogos); y
3) para caracterizar a los principales individuos implicados (si
las descripciones superficiales sirven de apoyo para la descrip-
ción de escenas, luego hay que profundizar en los personajes; la
capacidad de observación del antropólogo y sus cualidades lite-
rarias para reflejar las texturas complejas de un personaje son
básicas). También sugieren opciones para organizar las descrip-
ciones de las escenas: los «sketches» o «viñetas etnográficas» (que
definen como el equivalente textual de una fotografía) y dos for-
mas de narración: los «episodios» (incidentes aislados) y los
«cuentos del campo» (que suelen ser las unidades textuales ma-
yores en las notas y diarios de campo). La importancia de usar
preferentemente unas técnicas u otras dependerá del tipo de tra-
bajo de campo —por ejemplo, la diferencia que puede ir de una
historia de vida a un estudio transnacional— y de los intereses
teóricos y metodológicos del etnógrafo (1995).
Por último, como Velasco y Díaz de Rada, sugieren la trans-
formación de estos textos etnográficos característicos del dia-
rio de campo en un registro más analítico que esté ya en la
proximidad del texto etnográfico final. Frente a la epistemolo-
gía implícita en las propias notas, se trata de progresar hacia
un momento reflexivo-analítico más explícito. Se va evolucio-
nando desde frases y breves anotaciones analíticas iniciales a
comentarios más sistemáticos que se van alejando sucesivamen-
te del texto descriptivo. Pueden ser breves interludios en el flu-
jo del texto descriptivo o incluso párrafos o páginas completas
de reflexiones intercaladas. En este nivel discursivo ya empie-
zan a emerger piezas más consolidadas aunque todavía no de-
finitivas, «en progreso», que dan lugar a conferencias o charlas
profesionales, e incluso a algunos artículos preliminares, que
poco a poco irán decantándose hacia el texto final.
Antes hablábamos de la importancia que tienen en este pro-
ceso las «notas mentales». Dewalt y Dewalt (2002) se refieren

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también a ellas, pero en un sentido ampliado. Incluyen también
el tipo de impresiones, entendimientos tácitos, que son intuiti-
vos y difíciles de redactar, pero que el antropólogo lleva consigo
después del trabajo de campo y tienen también importancia a la
hora de construir el texto etnográfico. En caso de que se cumpla
una de las máximas pesadillas del etnógrafo, la pérdida de las
notas o los diarios de campo, las notas mentales se convierten en
clave. Pero en todo caso son memorias más o menos precisas de
situaciones de campo que hay que integrar también en una diná-
mica de retroalimentación con las notas y diarios de campo en
distintas fases del proceso etnográfico. Ottemberg (1990) señala
que estas headnotes o notas mentales son el tipo de producto del
trabajo de campo que a veces no encuentra acomodo en las no-
tas y se plasmaría mejor en un diario personal. Además, aunque
son importantes y construyen tácitamente nuestra percepción
de los fenómenos sociales, estas notas mentales maduran y se
transforman con nosotros, teórica y emocionalmente. Y esto tie-
ne como consecuencia que entendamos nuestras notas o diarios
de campo de forma diferente con el transcurso del tiempo, por
muy detalladamente redactadas que estén (como nos pasa con
la propia etnografía final). A continuación transcribo una viñeta
etnográfica que inicia uno de los escenarios del cuerpo de mi libro
sobre María Lionza (Ferrándiz, 2004a, cap. 2) y que ha pasado
por todos los procesos anteriormente mencionados. Además,
decidí rescatarla del diario de campo y de mis notas mentales (y
las de mi mujer, que estaba presente) después de haber publica-
do ya varios artículos sobre el culto, de manera que se trata de
un fragmento de texto en el que están inscritas todas estas trans-
formaciones de ida y vuelta.

El 27 de noviembre de 1993 asistimos a la ceremonia


anual en honor de la India Rosal en un centro espiritista
situado en un rancho consolidado del sector Los Mangos
del barrio de La Vega, en Caracas. Cuando llegamos a las
siete de la tarde, el lugar ya estaba atestado de gente. Aun-
que la mayoría eran familiares o clientes de Hermes y Si-
mona —respectivamente, el banco y la principal materia del
centro— que vivían en el propio barrio, algunos de los pre-
sentes venían de sectores de Caracas tan distantes como
Petare o 23 de Enero. El ambiente es muy animado. Un

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tropel de niños corre, salta y juega en torno a los corros de
adultos. Un grupo de hombres y mujeres en animada con-
versación se agolpa frente al atiborrado altar, situado al fondo
de la casa en un diminuto espacio muerto junto al precario
y desaseado baño y frente a uno de los tres dormitorios.
Otros comparten anécdotas, chismes y confidencias en la
cocina o el salón mientras saborean un ron o una cerveza.
Una casete escupe salsa, tambor y merengue sin tregua. Se
disparan algunos bailes. Una tarta de cumpleaños de tres
pisos con forma de corazón, destinada al principal espíritu
del grupo, la India Rosal, reposa en la mesa del salón.
En torno a las siete y media, Hermes cierra la casa a cal y
canto, dándole dos vueltas de llave a la cerradura. Cubre en-
tonces la puerta y las ventanas con unas planchas de metal.
La reunión queda así aislada de la calle, que poco a poco cae
bajo el control de las bandas. Entre conversación y conver-
sación, Simona descansa en su cama tumbada boca arriba
con los ojos cerrados. El rincón del altar comienza a emanar
los olores característicos del espiritismo —esencias, pólvora
quemada, humo de tabaco. En la cocina, junto a la olla de
café en ebullición, se organizan de manera pausada los des-
pojos —rituales de limpieza previos a las ceremonias, donde
los participantes se envuelven en humo de tabacos y se ba-
ñan en preparados de hierbas, esencias y licores.
Pasan las horas. Hacia las once de la noche, en un punto
álgido de la fiesta, Hermes alza la voz y llama a Simona al
altar. Un poso de tensión se agarra paulatinamente a los cuer-
pos. El ambiente cerrado se hace ya asfixiante. Alguien baja
el volumen de la música. El núcleo del grupo espiritista se
reúne en la penumbra del altar para pedir permiso para la
ceremonia y verificar el estado de los campos espirituales
con sus tabacos. Hermes eleva su voz para establecer las re-
glas: la música ha de apagarse cada vez que Simona fuera a
cambiar de espíritu en el altar; las luces del salón y la cocina
debían permanecer apagadas cada vez que algún espíritu, en
el cuerpo de Simona, deseara bailar o conversar con los miem-
bros del grupo en esos espacios; el tono lúdico de la fiesta
tenía que rebajarse por respeto a la materia; a pesar del ca-
lor nadie, excepto él o uno de sus ayudantes, podía abrir ni
una ventana ni la puerta.

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Poco después, desde el altar, entre gritos de ¡fuerza! y
murmullos crecientes, fluye una voz pastosa y monótona que
anuncia a Simona en trance. Comienza el carrusel de her-
manos. Esta noche de fiesta vienen sobre todo espíritus bon-
chones o juerguistas: la India Cruz, Raquelita, La Reina de la
Primavera, La India Rosal, El Negro Felipe, Caucaguita, La
Negra Francisca Duarte... Pasan por el cuerpo de Simona —y
a través de ella por el cuerpo colectivo— modulados en ges-
tos, voces, conversaciones, bailes, abrazos, risas, tragos, can-
ciones, llantos ocasionales, pequeñas curaciones o consejos.
Hacia las dos de la madrugada, durante unos segundos esca-
sos, la ceremonia se congela. Se oye nítido un tiroteo junto a
la casa. Temiendo las odiadas balas frías, algunos buscan
refugio tras los muebles o cuerpo a tierra en la cocina y el
salón. Un estremecimiento recorre la casa. Se busca a los
niños que aún están despiertos. Tras unos breves minutos de
desconcierto, afloran algunas bromas nerviosas, se instala
una calma tensa, se reconfigura la escena. Algunos hombres
vigilan la calle desde las ventanas ligeramente entornadas.
Sus sombras se proyectan largas y nítidas sobre la calle va-
cía. Se trata probablemente de la banda de Carlos, comen-
tan entre ellos. La música, que quedó por unos instantes col-
gada de forma hiriente en el ambiente de nervios, vuelve a
engancharse poco a poco a los movimientos y el ánimo de
los reunidos, preparando de nuevo la transición al baile. El
espíritu de la India Cruz, en el cuerpo de Simona, habla des-
de el altar con su voz fuerte profunda, cadenciosa, monóto-
na, sobre el sinsentido de la violencia. Se retoma el pulso de
la fiesta, ahora más cauteloso. Al rato Raquelita, un espíritu
originario del estado Bolívar muy querido en este grupo,
aparece en el salón como un remolino para bailar con todos
los hombres y mujeres mientras canta rancheras con voz
desgarrada. Raquelita, que murió de pena a principios del
siglo XX al ser abandonada por su hija, esconde tras su exhu-
berancia y alegría, me comenta Hermes, una pantalla de
lágrimas.
Aún faltaba por bajar la invitada principal y patrona del
grupo, la India Rosal, de la etnia guajira, más tímida. Un coro
alborozado de murmullos sigue su llegada al salón desde el
altar. Abrazándose a todo el mundo, Rosal escucha en silen-

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cio emocionado el canto colectivo del «cumpleaños feliz», pre-
side con paciencia la sesión de fotos con niños y adultos y
organiza el reparto del pastel. Finalmente se retira al altar
pero, para Simona, todavía no ha acabado la secuencia inter-
minable de trances. Está empezando a amanecer. Entre con-
versaciones que languidecen, la gente busca acomodo para
un sueño rápido o unos minutos de descanso, cada vez más
desinteresada por los espíritus que continúan llegando, alter-
nando sus voces roncas, sobreagudas, pastosas, cantarinas.
Los niños duermen amontonados en las camas en sus ropas
de calle. Comienzan a escucharse los sonidos del despertar
del barrio. Se abren las ventanas y se relaja el control sobre la
puerta de entrada. Finalmente Simona baja a tierra y se va a
dormir, exhausta, desorientada, pegajosa con los restos ya in-
descifrables de licores, perfumes, pulpa de frutas, tabaco de
mascar, cera de vela, despojos y otras sustancias de uso ritual.
Ha recibido en su cuerpo a trece espíritus esa noche.

Como afirman Hammersley y Atkinson (1994) y puede dedu-


cirse de la argumentación que hemos seguido, el análisis de la
información no es un proceso diferente o posterior al de la inves-
tigación etnográfica. Siguiendo el modelo de la «teoría enraiza-
da», Glaser y Strauss (1967) consideran que el análisis se inicia
antes del trabajo de campo, se plasma en el diseño, evoluciona y
se reformula durante la investigación, y se prolonga durante todo
el proceso de redacción del texto. Velasco y Díaz de Rada (1997),
como vimos, describen cuatro círculos de transformación de la
información en conocimiento antropológico, y enfatizan la dia-
léctica permanente entre «mesa» y «campo» en el flujo de estas
transformaciones. Ya vimos también cómo Bernard (1995) pro-
ponía la producción simultánea de notas «analíticas» de las «des-
criptivas» y de las «metodológicas». El concepto de «imagina-
ción etnográfica» (Willis, 2000) que manejamos en este libro tam-
bién se refiere a esta «interacción dialéctica» o construcción
recíproca y procesual de la teoría y los datos. Dewalt y Dewalt
(2002) recomiendan volver una y otra vez a leer y releer las notas
y los diarios de campo mientras se organizan los materiales en
categorías y temas.
Hammersley y Atkinson sostienen que la etnografía suele adop-
tar un «enfoque progresivo» que tiene una estructura de «embu-

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do», como ya vimos que ocurría también en las entrevistas indivi-
duales. Este enfoque, a su vez, puede tener diversas característi-
cas y ritmos dependiendo del tema investigado, de su grado de
abstracción, y de los intereses del investigador. Debido a las carac-
terísticas del campo, los etnógrafos nos encontramos muchas ve-
ces con «información desestructurada», aún no definida en una
serie determinada de categorías analíticas. Los eslabones de aná-
lisis que proponen son los siguientes:4 1) génesis de conceptos, en
la que no sólo es importante el desarrollo de ideas analíticas a
partir de la revisión sistemática de los materiales de campo, sino
también el diseño de su verificabilidad. Siguiendo a Blumer (1954),
distinguen los conceptos «sensitivos» (emergentes) de los «defini-
tivos» y, de acuerdo con Denzin (1978), proponen la «triangula-
ción teórica», como ocurrió en el caso de Bateson (1936) que ya
hemos mencionado; 2) desarrollo de tipologías o series de relacio-
nes entre categorías; 3) relación entre los conceptos y los indica-
dores, en la que se ajustan las tipologías y los modelos más siste-
máticos con los datos de campo y se proponen relaciones alterna-
tivas, prestando especial atención al contexto social de recogida
de los datos, el tiempo o momento de la secuencia social en que se
articulan, y a las personas donde se originan los datos. Por otro
lado, recomiendan recurrir, aunque con cautela, a la «validación
solicitada» —es decir, a preguntar a los actores sociales estudia-
dos si la descripción que se hace tiene sentido—, y a la «triangula-
ción» —es decir, comprobar la validez de una fuente recurriendo
a otra, o a otros investigadores, o a otras técnicas—; y 4) uso del
método comparativo, gran debate de la antropología (Harris, 2002;
González Echevarría, 1990) al que ya nos hemos referido en va-
rias ocasiones, y que es un elemento constitutivo de nuestro cono-
cimiento disciplinario gracias a nuestra posición histórica de in-
vestigadores y traductores de «otros».
Miles y Huberman, por su parte, describen tres tareas funda-
mentales en el análisis: la reducción de los datos, el despliegue
de los datos, y la interpretación y verificación (1994).

1) La «reducción de los datos» se refiere al proceso de «selec-


ción, enfoque, simplificación, abstracción y transformación de

4. Para una visión especializada enraizada en la teoría de la ciencia, véase


González Echevarría, 1987.

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los datos que traemos del campo». Este proceso empieza, según
estos autores, incluso antes del trabajo de campo, ya que el enfo-
que teórico y el diseño implican una reducción de la compleji-
dad del mundo social a una serie de datos privilegiados en la
investigación, y es una constante de toda la investigación ya que
a medida que avanza, vamos seleccionando, modulando y redu-
ciendo el rango de datos de interés. Pero una vez que se ha salido
del campo, empieza un proceso más formal que tiene como fina-
lidad hacer manejables para el análisis las grandes cantidades
de materiales que recogemos. Miles y Huberman sugieren el
desarrollo de «códigos descriptivos» para comenzar esta reduc-
ción. Dewalt y Dewalt (2002) diferencian entre «hacer índices»,
es decir, agrupar los datos según categorías a priori que ya esta-
ban antes del trabajo de campo, y «codificar», más parecido al
procedimiento propuesto por Glaser y Strauss (1967) —proceso
en el cual los datos se van organizando siguiendo nuevas propo-
siciones teóricas o pautas de ideas que surgen durante el proce-
so de análisis. Tanto los índices como los códigos, según la ter-
minología de estos autores, son actos simultáneos y un momen-
to inicial de la organización de los datos.
2) El «despliegue de los datos» consiste en la disposición vi-
sual sistemática de los tipos de datos con los que se cuenta, ya
organizados, de manera que el investigador pueda empezar a es-
tablecer correlaciones, identificar pautas o establecer compara-
ciones. Entre los tipos de «despliegue» mencionan citas, viñetas,
«casos», tablas, matrices y gráficos. Este despliegue incluye tam-
bién la presentación del material «en progreso» en reuniones y
conferencias, para someterlo al análisis críticos de los colegas.
3) Finalmente, la «interpretación y verificación» consiste en
el desarrollo de ideas sobre cómo los datos están pautados, cómo
se vinculan unos a otros, qué significan, qué los causa y de qué
son causa, para luego volver a los datos y verificar, desde el es-
cepticismo, la validez de las concusiones.

Un comentario final sobre las retóricas de la antropología, que


son la plasmación final de todos estos procedimientos o trans-
formaciones del conocimiento etnográfico. Quiero regresar bre-
vemente al debate que se planteó desde mediados de los ochenta
en relación con la crisis de representación de la antropología y,
especialmente, con lo que Marcus y Fischer llamaron el «mo-

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mento experimental» de la etnografía (1986). Basándose funda-
mentalmente en la antropología anglosajona, describen dos ob-
jetivos básicos de la disciplina, según su punto de vista. Por un
lado, «salvaguardar» datos de formas culturales que estaban des-
tinadas a desaparecer ante el empuje de la globalización, la lla-
mada «antropología de salvamento». Y por otro, proporcionar
argumentos para la crítica cultural de nuestro propio entorno,
es decir, usamos al «otro» para reflexionar críticamente sobre
nosotros mismos y cuestionar nuestro «sentido común». Tras
los debates sobre las formas clásicas de representar al «otro»
impulsados por, entre otras aportaciones, la aparición de Orien-
talismo de Edward Said (1979) y por la polémica Mead/Free-
man, a la que ya hemos hecho referencia, la antropología se plan-
teó buscar nuevas formas de plasmar al «otro» (incluyendo las
peculiaridades del encuentro con el investigador), así como de-
terminar la posición de la disciplina en el ámbito de la crítica
cultural. Para proceder a esta renovación, se consideraba funda-
mental en aquellos años analizar de modo crítico las formas y
retóricas de la antropología que se habían convertido en «senti-
do común» para proponer nuevos estilos de representación et-
nográfica. En este contexto, en la década de los años ochenta ya
había disponibles tres tipos de líneas de autocrítica: el cuestio-
namiento de las asunciones implícitas respecto al trabajo de cam-
po, como la representada por Rabinow (1992), la reflexión sobre
la naturaleza ahistórica y apolítica del conocimiento antropoló-
gico y, finalmente, la antropología interpretativa, aspectos de los
que ya hemos hablado anteriormente en este libro.
Respecto a los textos etnográficos, se refieren al debate susci-
tado por la serie de libros de Carlos Castaneda, que tuvieron un
gran impacto mucho más allá de la antropología y se convirtieron
en libros de culto en ciertos movimientos contraculturales. Mar-
cus y Fischer enfatizan que el «momento experimental en la escri-
tura etnográfica» no puede ser un engaño elitista sino un intento
de renovación genuino. No todo vale. Las enseñanzas de Don Juan
(1974) y sus secuelas tuvieron mucha importancia en el desarrollo
de la cultura new age y en el despertar de la literatura chicana, por
ejemplo. Pero desde la antropología algunos consideraban que no
respetaba el acuerdo tácito de que los lectores deben tener crite-
rios claros para evaluar la veracidad de lo que se está diciendo. El
debate generado en torno a los textos de Castaneda, a los que le

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reconocen un indudable valor poético, fue crucial para reflexio-
nar sobre los límites de la experimentación.
Muchos de los llamados libros experimentales de aquella épo-
ca, paradójicamente, se inspiraron en los textos clásicos de Ma-
linowski o Evans-Pritchard. Y es que, sostienen Marcus y Fischer,
la antropología había sido siempre en cierta manera experimen-
tal. Lo fue al principio, cuando no había cánones ni ortodoxias y
se estaban buscando formas de representación que no existían
para una forma de conocimiento que se estaba inventando como
disciplina académica. Y ahora lo sería de nuevo en los momen-
tos de crisis. En este entorno, se hacen nuevas lecturas de los
clásicos, algunas muy críticas. Se trata al mismo tiempo de res-
catar las posibilidades olvidadas contenidas en libros malditos
como el inquietante Naven de Gregory Bateson (1936), un texto
sobre una práctica ritual exótica y desconcertante desde el pun-
to de vista occidental que constaba de tres análisis sucesivos des-
de marcos teóricos distintos. Muchos autores piensan entonces
que la innovación en antropología no es sólo un tema ético y
político sobre la representación, sino que la reflexión continua
sobre las retóricas también está llamada a ser un instrumento
clave de desarrollo teórico en la disciplina. En este arranque del
momento experimental ya anticipaban un posible problema que
sin duda se ha producido y ha enfriado el estado de euforia ini-
cial que se produjo en algunos círculos antropológicos, especial-
mente en EE.UU.: ¿qué ocurriría cuando algunos libros tengan
tanto impacto que se conviertan en modelos, y la propia experi-
mentación se convierta en canon, lo que ellos llaman «modelos
experimentales»? (Reynoso, 2000).
Por influencia de la antropología interpretativa algunas de
estas nuevas estrategias de representación etnográfica se ponen
al servicio del punto de vista nativo, siguiendo diferentes estrate-
gias y con distintos niveles de éxito. Muchas buscan representar
de manera sutil y compleja la subjetividad de los informantes y
se convierte en etnografías de la experiencia. Ahí se encuentran
con otro problema básico: la experiencia es siempre más com-
pleja que las retóricas que la representan. Por otro lado, se trata
de insertar esta aproximación interpretativa en los contextos
político-económicos relevantes en cada caso. Citan como ejem-
plos precursores a Wolf (1987), Nash (1979) y Taussig (1980).
Taussig escribió después su Shamanism, Colonialism and the Wild

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Man: A Study on Terror and Healing (1989), que usaba técnicas
de montaje surrealistas y dadaístas y causó un gran impacto, y
en sus libros posteriores acabó de convertir su escritura en un
«canon experimental» de los que anunciaban y temían Marcus y
Fischer. Uno de ellos, The Magic of the State (1997), es una etno-
grafía del culto de María Lionza en la que Taussig renuncia a
revelar el país en el que se desenvuelve el culto y llega a entrar
discursivamente en trance con un personaje de cómic, Captain
Mission.
Marcus y Fischer establecen como textos pioneros de la an-
tropología experimental el Ilongot Headhunting de Rosaldo
(1981), el texto de Richard Price ya discutido, First-Time (1983),
o el trabajo de Todorov La conquista de América (1987). Los re-
sultados de esta llamada a la experimentación etnográfica han
sido históricamente dispares. Un efecto masivo de las etnogra-
fías experimentales fue, en general, el incremento de la presen-
cia reflexiva del autor en los textos, aunque hay muchas modali-
dades. El trabajo de campo ya no es sólo el lugar de la investiga-
ción, sino que aparece y se infiltra con gran profusión en los
textos, que en parte son narraciones del encuentro. En algunos
casos, se llega a un narcisismo y exhibicionismo sin preceden-
tes, en el que son las elaboraciones retóricas de percepciones y
sentimientos de corte biográfico del antropólogo las que se im-
ponen sobre otras consideraciones y otros actores de la etnogra-
fía. En otros, se trata de una presencia militante de denuncia de
las injusticias sociales (Scheper-Hughes, 1997). Pero en los ca-
sos extremos, cuando la reflexividad se convierte en el eje central
del debate antropológico, ¿dónde queda reflejado el «otro»? Ha
habido en algunos ámbitos académicos otra consecuencia para-
lela de estas críticas al canon clásico: la devaluación del trabajo
de campo a favor del análisis de «discusos productores de reali-
dades». Parece claro que, con la perspectiva que nos da el paso
de las décadas, no ha llegado todo lo que se prometía, pero al
mismo tiempo se ha producido una diversificación de retóricas
(en ningún caso incompatibles) que han ampliado el horizonte
discursivo de la etnografía y han permitido, desde el punto de
vista metodológico, ajustar más y mejor nuestras retóricas y for-
mas de representación a los cada vez más amplios y diversifica-
dos objetos de estudio que la antropología incorpora paulatina-
mente a sus radares.

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5
GLOBALIZACIÓN Y ETNOGRAFÍA

5.1. Nuevos escenarios de la etnografía

En las últimas décadas, a medida que se ha agudizado el pro-


ceso de globalización, la etnografía ha tenido que replantearse
los objetos de estudio y los métodos, para adecuarse a las nuevas
circunstancias de la vida social y cultural. En la sección sobre los
medios audiovisuales, o las «mediaciones etnográficas» (Gins-
burg, 1991), ya discutíamos la necesidad de incorporar los me-
dios de comunicación, las tecnologías audiovisuales y el ciberes-
pacio no solamente en la estructura metodológica de la investi-
gación etnográfica, sino en la propia definición de nuestros
«sujetos» y nuestros «campos» o «escenarios». Esto no supone,
en ningún caso, abandonar drásticamente los métodos más con-
trastados —muchos de los cuales siguen siendo muy útiles o tie-
nen reciclaje asequible— ni olvidar los debates que se han pro-
ducido históricamente en la antropología. Más bien el reto es
optimizar el pluralismo y eclecticismo metodológico que carac-
terizan a nuestra disciplina para adecuarnos a las nuevas situa-
ciones sociales y a los nuevos entornos de relación. «Pensar» los
proyectos de investigación en el contexto de la globalización y de
un «cosmopolitismo emergente» (Appadurai, 1991) transforma
radicalmente el proceso de delimitación del objeto de estudio,
obliga a replantearse categorías de análisis obsoletas y a imagi-
nar y definir otras nuevas, y conlleva la elección de unas metodo-
logías de investigación adecuadas para responder a las pregun-
tas formuladas. Ahora bien, la globalización no es homogénea ni
ha llegado a todos los lugares con la misma profundidad. Tam-

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poco puede pensarse que nos encontramos un tema radicalmen-
te novedoso en la antropología, aunque la «aceleración» de los
procesos globalizadores haya convertido en obsoletas algunas
de las formulaciones teóricas y metodológicas que se hicieron
tan sólo hace unas décadas. Aguilar y Bueno, por ejemplo, reco-
nocen la necesidad de buscar nuevas perspectivas, pero nos re-
cuerdan que la antropología lleva ya tiempo dedicándose a estu-
diar los procesos globales y que además hay tres ejes de estudio
que se mantienen vigentes en la disciplina, antes y después de la
globalización: el cambio social, la cultura y la identidad (2003).
Como decía Wolf, uno de los antropólogos más «globalizadores»
de su época (1987), los evolucionistas ya pensaban el mundo
globalmente, lo mismo que los difusionistas reflexionaron acer-
ca del cambio y la asimilación de rasgos culturales. Aguilar y
Bueno mencionan también a Steward (1963, con su teoría de la
evolución multilinear, y especialmente con su concepto de los
«niveles de integración cultural») y a sus discípulos, Wolf (1987),
Palerm (1980) y Mintz (1996), como innovadores en sus estu-
dios de la economía y del sistema-mundo a través de variantes
del método etnográfico.
El debate sobre la globalización y sus consecuencias es muy
amplio, y desborda con mucho el objetivo de esta sección. Defi-
niremos a continuación sólo algunas de las características del
proceso de globalización que se da en la actualidad, y que son
especialmente relevantes para la antropología del presente y del
futuro. Como señalan Martín y Pujadas (1999), «la dinámica
contemporánea que conduce hacia la homogeneización y la es-
tandardización cultural y, frente a ésta, la recreación de las cul-
turas y la resignificación de las identidades colectivas, constitu-
yen en la actualidad una de las cuestiones centrales en el campo
de las ciencias sociales».1 ¿En qué consiste este proceso de glo-
balización, que genera nuevas tensiones y formas de entrelaza-
miento entre lo global y lo local? En las últimas décadas del siglo
XX, y mucho más en el siglo XXI, el mundo está sufriendo trans-
formaciones de larguísimo alcance que están convirtiendo en
obsoletos, a marchas forzadas, nuestros instrumentos de análi-

1. Sobre la antropología de la globalización véase también Pujadas, Mar-


tín y Pais de Brito, coords., 1999; Appadurai, 1991; Inda y Rosaldo, eds.,
2002; Moreno, 2002; Gupta y Ferguson, 2002; Bueno y Aguilar, coords., 2003,
entre otros.

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sis y nuestros marcos de interpretación de los fenómenos econó-
micos, sociales y culturales. El anunciado triunfo del llamado
«capitalismo posfordista» (Harvey 1989) y sus modos de «acu-
mulación flexible» ha producido una tensión nueva entre los pro-
cesos de globalización y desterritorialización de los procesos
productivos, y las formas de experimentar lo local y lo cotidiano.
Harvey (1989) conceptualizó la globalización como una mani-
festación de la experiencia cambiante del tiempo y el espacio,
dos vectores que son muy importantes en el análisis antropoló-
gico. Su noción de la «compresión espacio-temporal» (vincula-
da a la aceleración de los procesos económicos, sociales, cultu-
rales) significa que el mundo se ha encogido, de forma que el
espacio y el tiempo ya no son, en general, límites insuperables
para la experiencia humana (Inda y Rosaldo, 2002). Con las nue-
vas tecnologías del transporte y la información disponibles, po-
demos dar la vuelta al planeta en unas pocas horas, o presenciar
sucesos «en vivo» en las pantallas de nuestros televisores o, más
recientemente, a través de las redes sociales que colonizan de
manera atropellada e hipercompetitiva el ciberespacio. Según
Castells, que escribía estas cosas ya hace más de veinte años, «las
nuevas tecnologías de la información están transformando la
forma en la que producimos, consumimos, organizamos, vivi-
mos y morimos» (1989). Añadiríamos que esto le ocurre, lógica-
mente, tanto a los antropólogos como a los «objetos de estudio»
de la antropología. De hecho, Aguilar y Bueno citan a Octavio
Ianni (1996) para hablar de la globalización como un «nuevo
proceso civilizatorio» en la que hay una «creciente transcultura-
ción de principios, valores, patrones e instituciones, producto
del modo capitalista de producción occidental, y que ha influido
y desafiado a las más diversas formas de sociedades, desde tri-
bus hasta civilizaciones» (2003).
En su compilación de textos básicos para la antropología de
la globalización, Inda y Rosaldo (2002) resumen así las caracte-
rísticas de este proceso inexorable: implica una aceleración de
los flujos de capital, gente, bienes, imágenes e ideas por todo el
mundo; hay una intensificación de los vínculos, los modos de
interacción y los flujos que interconectan el mundo, es decir, las
conexiones transfronterizas no son ya excepcionales sino que se
transforman en «normales»; la globalización implica el ensan-
chamiento de las prácticas sociales, culturales, políticas y econó-

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micas a través de las fronteras (Giddens, 1990); como resultado
de todo esto, se produce un entrelazamiento entre procesos glo-
bales y locales de manera que, aunque cada habitante del plane-
ta sigua viviendo su cotidianidad, su «mundo fenomenológico»
se está globalizando en parte, ya que todo acto o experiencia
local tiene sus determinantes e implicaciones globales, y viceversa.
Estamos aquí de regreso al concepto de imaginación etnográ-
fica con el que empezaba este libro. Como señalan Martín y Pu-
jadas (1999), son muchos los autores que enfatizan la importan-
cia de la dimensión cultural «como factor aglutinador que verte-
bra, cohesiona y carga de significado la organización social y la
participación política de los agentes sociales» en los contextos
de globalización. Es por eso que la disciplina antropológica pue-
de ocupar un papel central en los debates sobre las sociedades
contemporáneas. La antropología y algunas disciplinas afines
—como algunas corrientes de la geografía cultural— están por
lo tanto interesadas en analizar cómo se rearticulan las culturas
locales con las dinámicas globalizadoras generadas por las nue-
vas formas del capital. Para Watts (1992), dado que las condicio-
nes que el capitalismo impone sobre los contextos locales modi-
fican profundamente la experiencia cotidiana y los propios mo-
dos de supervivencia, estas respuestas con frecuencia asumen la
forma de «descontento simbólico», que está en parte relaciona-
do con las nuevas formas de «sufrimiento social» vinculadas a
los procesos globalizadores (Kleinman, Das y Lock, eds., 1997)
de las que hablaremos de nuevo en la sección sobre la investiga-
ción de las violencias.
Volviendo a la propuesta de Inda y Rosaldo, añaden lo si-
guiente acerca de las «dinámicas culturales de la globalización»:
1) se está produciendo un proceso de desterritorialización de la
cultura (ejemplificada en los conocidos «etnopaisajes» formula-
dos por Appadurai, 1991). La cultura en tiempos de globaliza-
ción está, en sus palabras, «en movimiento» y puede pensarse
mejor como «flujo» que como homogeneidad estable y adscrita
a un territorio y a una gente concreta. De esta manera, puede
cuestionarse, en palabras de Gupta y Ferguson (2002), el «iso-
morfismo asumido entre espacio, lugar, y cultura», es decir, la
asunción de que los grupos culturales ocupan de forma «natu-
ral» espacios homogéneos y discontinuos, como ocurre por ejem-
plo con la división del mundo en «Estados-nación». La globali-

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zación ha roto este supuesto vínculo automático entre cultura y
lugar, y nos está ayudando a pensar cómo el «lugar» es construi-
do culturalmente en campos de mucha complejidad simbólica y
política. Pero este proceso de desterritorialización no significa
la inserción de lo cultural en campos interminables de flujo sin
fronteras, sino que entra en una relación dialéctica con otros
procesos simultáneos que algunos autores conceptualizan como
«reterritorialización» (Besserer, 2004); 2) para entender bien la
globalización hay que replantear el debate sobre el «La tesis del
imperialismo cultural» y sobre la supuesta «homogeneización
del mundo». La tesis del imperialismo cultural asume que la di-
seminación global de ciertos productos, bienes, estilos o prácti-
cas culturales, siempre desde el centro hacia la periferia, acaba-
rá por borrar las diferencias culturales locales. Sin embargo,
desde la antropología, no es posible verificar esta visión de una
manera tan unidireccional en la realidad que observamos. En
primer lugar, los «otros» subalternos o periféricos no son consu-
midores pasivos de estos bienes culturales hegemónicos, sino
que los reinterpretan en sus propios lenguajes culturales, pu-
diendo llegar a invertir o subvertir el contenido y los propios
medios, o utilizar la nueva visibilidad globalizada para construir
alianzas transnacionales (recordar el caso kayapó, o los ejem-
plos aborígenes, de los que ya se ha hablado). Por otro lado, aun-
que sin duda es asimétrica, la globalización no es un flujo unidi-
reccional de Occidente hacia el resto, sino un proceso de flujo y
reflujo de gran complejidad, como lo demuestra la transnacio-
nalización de cocinas o músicas no occidentales (la comida chi-
na o tailandesa, la world music, etc.), ejemplos de lo que denomi-
nan la «periferialización del centro». Además, como señala Appa-
durai (1990), aunque es innegable que las formas culturales
occidentales se han convertido en una presencia ubicua en todo
el mundo, la diversidad de los flujos globalizadores va mucho
más allá y, por ejemplo, en un contexto de múltiples centros y
periferias, ciertos países asiáticos pueden estar más preocupa-
dos por una potencial «indianización», «vietnamización» o «ja-
ponesización» que por la «americanización». En todo caso, lo
que la globalización sí está produciendo constantemente, y éste
es un asunto clave, son nuevos tipos de diferencias culturales.
¿Cuáles son las implicaciones de todo este debate sobre la glo-
balización para el trabajo de campo etnográfico? Eriksen (1995)

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defiende que fue a partir de los años sesenta cuando la globaliza-
ción empezó a introducir cambios radicales e irreversibles en la
naturaleza y los contornos de los objetos de estudio de la discipli-
na. Ya nunca podrá ser lo mismo. En primer lugar, hay que apun-
tar la desaparición de la llamada «sociedad tribal», tal como se
entendía en la antropología clásica, y que ya había sido cuestiona-
da en libros como Victims of Progress de Bodley (1982). El caso de
los kayapó que ya analizamos en la sección sobre antropología
visual es un claro ejemplo, y otro puede ser el movimiento zapatis-
ta de Chiapas, de difícil definición y relación con lo que en otro
tiempo denominaríamos «contexto indígena tradicional». Los pro-
cesos de globalización e intercambio llevan a nuevas situaciones
sociales de multi- o interculturalidad. Se ha pasado de una situa-
ción colonial a otra poscolonial. Como veíamos antes, con el desa-
rrollo de las telecomunicaciones y los medios de transporte, se ha
producido una compresión espacio-temporal y una aceleración
de los procesos sociales, culturales, económicos y políticos. Todo
esto ha provocado en las últimas décadas una crisis definitiva en
la división nítida, ya problemática desde el principio, entre «noso-
tros» (modernos) y «otros» (primitivos), que fue una de las bases
teóricas y metodológicas de la disciplina en su origen.
Gupta y Ferguson (1997) defienden que, a pesar de todas las
transformaciones, el trabajo de campo etnográfico tiene que se-
guir siendo el valor metodológico fundamental de la antropología
y la base del conocimiento disciplinario. Pero también sugieren
que los procesos de globalización deberían ser una oportunidad
para «reinventar el campo» etnográfico tanto en términos de me-
todología como de localización. En su análisis constatan la para-
doja de que, en no pocos casos, aunque la antropología ha ido
asumiendo la irreversibilidad de la globalización y las nuevas di-
námicas culturales que se apropia o inhibe, algunos profesionales
se han encastillado aún más en el estudio intensivo en una sola
localidad, sin duda por las dificultades metodológicas que plantea
enfrentarse con «laberintos etnográficos» en el marco global. Sin
embargo, en su opinión, con la escala de los flujos culturales y
demográficos, ya no puede sostenerse que «casa» es el lugar de la
«semejanza cultural» y que la diferencia hay que buscarla en al-
gún lugar «afuera» o «allí».
Para Eriksen, con las transformaciones asociadas a la globa-
lización se generan también nuevos marcos para la producción

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de conocimiento experto, muy diferentes de los clásicos. Cuan-
do los antropólogos de principios del siglo XX comenzaron a lle-
gar a sus lugares de campo, había todavía muchos sitios que
habían tenido escaso contacto con los europeos y no estaban
siendo tan sistemáticamente explotados como ahora, como en el
caso de Boas y los kwakiutl, Malinowski y los trobriandeses, o
Bateson y los iatmul de Nueva Guinea. Había poca información,
pocos estudios, y muchas dificultades para aprender la lengua
fuera del propio campo. La forma de expresar esto, continúa
Eriksen, era la monografía antropológica tradicional. El punto
de partida era el estudio de un poblado o grupo de poblados, que
trataba de investigar las principales instituciones de un grupo
determinado: la política, la economía, la relación con el medio
ambiente, el sistema de producción, el parentesco, la religión,
etc. Era común buscar una visión global del «estilo de vida» y de
la «cosmovisión» de todo un grupo humano.
Ahora las circunstancias han cambiado. La mayor parte de
los estudios se llevan a cabo en situaciones de campo de una
gran complejidad. Toda sociedad es ahora una sociedad a gran
escala, inserta en realidades simultáneamente nacionales y trans-
nacionales, que no coinciden con un poblado o un grupo cultu-
ral «homogéneo». Se ha producido además un proceso de gran
especialización dentro de la disciplina: es imposible para un solo
investigador cubrir todos los campos, como ocurría antaño. Otro
problema de la antropología contemporánea está relacionado
con el hecho de que hay una «sobreproducción de conocimien-
to». Ha habido centenares de estudios en todos los lugares del
mundo y prácticamente sobre cualquier tema: ya no es necesa-
rio empezar desde el principio en cada ocasión. Ha habido una
enorme proliferación de revistas científicas y es imposible se-
guir la producción científica día a día. Somos cada vez más «es-
pecialistas subdisciplinarios». El propio concepto de «cultura»
se ha transformado radicalmente para representar realidades más
fragmentadas donde lo global y lo local hacen intersección, que
además son experimentadas desigualmente dentro de los gru-
pos, y están recorridas por relaciones de poder (Wright, 1998),
como vimos que también destacaban Inda y Rosaldo (2002).
Hay otro efecto importante en la disciplina en general, rela-
cionado con la mayor facilidad en el movimiento de gentes, en el
incremento del acceso a los sistemas educativos de los grupos

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indígenas y en la multiplicación de estas formas del «descontento
simbólico» con los efectos entre tangibles y difusos de la globali-
zación que señala Watts. Se ha generalizado paulatinamente la
figura del «investigador nativo» y hay no pocos estudios que se
están llevando a cabo «desde dentro», dirigidos y escritos —en
palabras de Eriksen— por los «nietos de los informantes de Rad-
cliffe-Brown o Kroeber», una modalidad cada vez más común de
lo que se denomina «antropología en casa» (Eriksen, 1995; Gup-
ta y Ferguson, 1997). Aunque esta situación modifica la naturale-
za de los intercambios de los etnógrafos con las sociedades estu-
diadas, se produce una situación de mayor pluralismo y comple-
jidad en la representación de lo cultural, y se difumina el antiguo
monopolio de Occidente y su músculo institucional y académico
sobre los relatos etnográficos, estos investigadores y los estudios
que producen tienen sus propias dificultades y es importante no
caer en una empatía inocente o, como diría Rosaldo, en una rela-
ción de «nostalgia imperialista» con ellos (1989). Pueden ser tan
buenos o tan malos como cualquier otro, y la posible pérdida del
«sentido de la diferencia» o el «extrañamiento» tiene que ser com-
pensada metodológicamente.
En este contexto, hay también libros que proponen la «des-
colonización de las metodologías» de la investigación sobre el
«otro» (Smith, 1999). Smith, una investigadora de origen maorí
que ha sido directora del Internacional Research Institute for Mao-
ri and Indigenous Education de Auckland, en Nueva Zelanda,
sostiene que el propio término «investigación» esta inextricable-
mente unido al colonialismo, y así permanece aún hoy en la me-
moria de muchos de los grupos «colonizados». Por lo tanto, pro-
pugna prácticas de investigación y conocimiento de los nativos
siguiendo estrategias metodológicas que estén fuera de o en re-
lación crítica con los marcos disciplinarios occidentales y en con-
sonancia con los intereses y los debates de los movimientos indí-
genas globalizados —en su caso, basadas en una forma de cono-
cimiento maorí denominada whakapapal. Con esta base, propone
25 tipos de «proyectos» relacionados con agendas políticas indí-
genas, con sus metodologías asociadas, entre los que se encuen-
tran la «narración de historias», la «celebración de la supervi-
vencia», el «recuerdo», la «revitalización», la «repatriación», la
«negociación», etc. Estos procesos descritos anteriormente su-
pondrían una transformación tanto en el tipo de conocimiento

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que se produce globalmente en la disciplina como en el rango de
los debates. En Estados Unidos, la fuerte emergencia de los «an-
tropólogos nativos» ha dificultado en ocasiones las investigacio-
nes de antropólogos de origen «caucásico», pues los grupos pre-
fieren antropólogos nativos (ya sea un colectivo de carácter étni-
co o sexual; véase Gupta y Ferguson, 1997). Además, ahora las
representaciones etnográficas pueden tener una mayor difusión
y, así, un mayor impacto sobre las sociedades estudiadas. Algu-
nos grupos nativos las leen y son por tanto influenciados por
ellas. El caso del libro First-Time de Price sobre la memoria his-
tórica secreta de los saramaka (1983), que hemos discutido an-
teriormente, sería un ejemplo de este proceso, que se plasma en
una multiplicidad creciente de agentes productores de conoci-
miento situados en diferentes espacios de interlocución, y tam-
bién en el incremento del repertorio de las audiencias de los tex-
tos que se escriben.
En este contexto tan fluido donde se están cuestionando y trans-
formando algunos elementos históricamente importantes de la
metodología etnográfica, y están apareciendo otros nuevos acto-
res que quiebran el control sobre el conocimiento disciplinario,
Gupta y Ferguson proponen en Anthropological Locations (1997)
una reteorización y desplazamiento del trabajo de campo desde lo
que llaman «sitios espaciales» de la antropología clásica a las «lo-
calizaciones políticas». Las nuevas concepciones de la cultura
vinculadas a los procesos de globalización, especialmente los de
«desterritorialización» y «reterritorialización», no permiten que
los «campos» de estudio estén hoy tan nítidamente delimitados
como antes, como ya hemos discutido. Se trata de repensar el
trabajo de campo sin abandonarlo, manteniendo sus muchas vir-
tudes. Pero, para que la antropología no pierda el rumbo, consi-
deran necesario descentrar el «campo» como sitio privilegiado
del conocimiento antropológico, y devolverlo al centro del proce-
so etnográfico bajo el prisma de los «conocimientos situados»
(Haraway, 1988). Para estos autores, lo que se vislumbra en el
futuro es un «sentido de la investigación» (¿o imaginación etno-
gráfica?) que valore la interrelación y simultaneidad entre múlti-
ples sitios y lugares sociopolíticos de análisis. La observación par-
ticipante sigue siendo crucial pero, tras los debates de los años
ochenta y noventa, ya no es el fetiche que llegó a ser. En la prácti-
ca, el contacto con la gente en el campo se simultanea con el con-

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sumo de la realidad en los medios de comunicación, el análisis de
documentos del gobierno, el estudio de las élites y, hay que añadir,
las rutas de investigación que se despliegan por el ciberespacio. En
este sentido, la etnografía se estaría constituyendo como una es-
trategia cada vez más flexible para diversificar y hacer más com-
plejo el entendimiento de lugares y gentes mediante la atención a
las diversas formas de conocimiento disponibles en distintas loca-
lizaciones sociales y políticas. Un efecto de ello es que se difumi-
narían en algunos casos las diferencias con otras estrategias de
investigación en otras disciplinas, promoviendo estudios multidi-
ciplinarios. En este contexto abogan por una antropología desco-
lonizada en un mundo cada vez más desterritorializado. El foco
de la etnografía, en esta lógica, se debería mover desde los «cam-
pos delimitados» a las «localidades en movimiento», siguiendo la
sugerencia del propio Malinowski de que las tradiciones metodo-
lógicas tienen que ser reinterpretadas imaginativamente para
modularse a las necesidades de los sucesivos presentes.
Veamos ahora dos casos de adaptación de la etnografía a con-
textos metodológicos globalizados. En el caso de la etnografía
multilocal o multisituada, se trata de una estrategia metodológi-
ca diseñada para estudiar gentes, productos culturales o hechos
sociales que son expresión directa de los diversos flujos de la
globalización. En el caso del análisis de las violencias y los con-
flictos, se trata también de reconceptualizar estos procesos so-
ciales asumiendo que cada vez más se producen y se consumen
en contextos globales, cuando no están directamente produci-
dos para su difusión y consumo global —como es el caso de las
grandes guerras mediáticas o la violencia de al-Qaeda, pero tam-
bién de algunos actos cotidianos de violencia, como las automu-
tilaciones o motines en las cárceles, los disturbios, etc.—, y tam-
bién de alimentar debates metodológicos sobre las condiciones
especiales de su estudio.

5.2. La investigación transnacional y la etnografía


«multisituada»

Para la elaboración de la investigación transnacional en an-


tropología y la etnografía multisituada me he basado, fundamen-
talmente, en los textos de Ulf Hannerz (1998b) y George Marcus

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(2001), respectivamente, con las aportaciones de Besserer (2004),
Juris (2008), Suárez-Navaz (2004, 2008) y otros. Aunque en este
libro no entraré más que muy superficialmente en estos debates,
es preciso establecer unos anclajes epistemológicos claros para
evitar que estos conceptos, como han señalado algunos autores,
«mueran de éxito» por su sobreuso, queden anulados en su po-
tencial heurístico y analítico, y pierdan su fuerza transformado-
ra en el plano teórico, metodológico y también político (Suárez-
Navaz, 2008). En su valioso trabajo de acotación y ordenación
del campo, Hannerz aclara desde el principio que él piensa que
esta metodología de investigación etnográfica está en clara con-
tinuidad con la etnografía que se hacía anteriormente, y Marcus
hace un intento parecido para señalar los parentescos. Además,
hay una considerable diversidad metodológica interna y no exis-
te ningún paradigma metodológico dominante para afrontar es-
tos estudios. La observación (más o menos participante), el tra-
bajo con informantes, las historias de vida, los análisis de textos
y otras técnicas de la etnografía clásica siguen siendo tan rele-
vantes como en otros tipos de antropología más clásica.
Pero en los estudios transnacionales se dan en otras propor-
ciones, y hay otras técnicas que cobran mayor importancia. Por
ejemplo, no hay tantos estudios que se hagan en su totalidad
cara a cara, y en cualquier caso la utilización metodológica y
analítica de los medios de comunicación y las redes sociales es
clave. Y aunque no es una nueva forma de comparación contro-
lada, la investigación transnacional sí representa cierto renaci-
miento del método comparativo en la disciplina, si bien el tipo y
las escalas de comparación son diferentes, ya que el contexto no
son los antiguos grupos cerrados que se comparaban entre con-
tinentes y épocas, sino que ahora son el intercambio, la interac-
ción y la interconexión asociadas con la globalización las que
sobrevuelan y condicionan cualquier intento comparativo. De
hecho, al ser los objetos de estudio móviles y múltiples, el marco
comparativo es inherente a esta forma de investigación (Mar-
cus, 2001; Hannerz, 1998b).
El reto, como ya vimos en la argumentación de Gupta y Fer-
guson (1997), es la adaptación de los métodos y objetos de estu-
dio tradicionales de la antropología a una realidad más comple-
ja, global e interrelacionada. Básicamente, la etnografía se des-
plaza desde su lugar clásico de localización única (comunidad,

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isla, área cultural, etc.) a lugares de investigación, observación y
participación múltiples. El marco de análisis e investigación trans-
nacional ha de provocar necesariamente ciertas tensiones y an-
siedades —creativas— en la disciplina por los motivos que dis-
cutiremos luego, y porque además hace necesaria una aproxi-
mación más interdisciplinaria a la realidad (Marcus, 2001). Para
Marcus, ya en los años ochenta había dos formas en las que la
investigación etnográfica trató de abrirse a estos nuevos contex-
tos más globalizados de investigación y análisis.

1) El más común preservaba el foco tradicional en un lugar


específico de estudio, al tiempo que desarrollaba métodos para
afrontar su relación compleja con lo global, por ejemplo, simul-
taneando el «campo» clásico con trabajo en archivos, lectura y
uso de análisis macroestructurales de otras disciplinas. Hay toda
una literatura etnográfica relacionada con la incorporación tan-
to colonial como poscolonial de miembros de grupos étnicos a
sistemas de trabajo asalariados como proletarios. Otro foco típi-
co de este tipo de análisis fueron los estudios sobre las presiones
insoportables del sistema-mundo sobre los sistemas locales y la
presunta difuminación correlativa de las culturas locales. Un
aspecto crucial de toda esta corriente antropológica era que lo
«local» ya no se considera un lugar de conservadurismo y pre-
servación, sino un espacio de emergencia de nuevas formas cul-
turales en interrelación conflictiva con los procesos globales (Co-
maroff y Comaroff, 1992; Watts, 1992; Ong, 1987).
2) Para Marcus, había una segunda tendencia emergente en
la antropología, menos común cuando publicó su artículo, que
va más allá de sitios o localidades concretos clásicos de la inves-
tigación antropológica, y está interesada en explorar la circula-
ción de los objetos, mercancías, identidades y significados cultu-
rales en marcos espacio-temporales más difusos. Se trataba de
un tipo de etnografía móvil, con trayectorias de investigación
poco convencionales. Este tipo de etnografía planteaba de ma-
nera más nítida, aunque incipiente, los nuevos retos de la antro-
pología en contextos transnacionales, y se refería muy directa-
mente a la dinámica del sistema-mundo, no sólo como contexto
de interpretación sino como objeto de estudio etnográfico. En
este caso, las metáforas para hablar de la realidad ya no son las
de continuidad, permanencia, holismo, consistencia u homoge-

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neidad sino, por el contrario, las de proceso, fragmentación, des-
plazamiento, discontinuidad, disolución, desencuentro, desterri-
torialización, etc.

¿Cuáles son estos nuevos objetos de estudio o géneros de la


antropología transnacional? (Hannerz 1998b). Hannerz define
una serie de escenarios para la investigación transnacional, que
son los siguientes: 1) «comunidades abiertas al mundo», con
que se refiere a los estudios que van más allá del «presente etno-
gráfico» en sus análisis de las comunidades, cuyos precedentes
encuentra en Redfield (1950) o el propio Wolf (1987). Muchos
estudios de la llamada «antropología de la resistencia» forma-
rían parte de este escenario en el que se valora la reacción de los
grupos locales contra las fuerzas globales (Ortner, 1995); 2) los «es-
tudios de lo translocal» se refieren a lugares donde hay gran
movilidad, donde hay encuentros continuos entre diferentes ti-
pos de gente, y donde esta movilidad es básica para la organiza-
ción del grupo humano. Entre ellos pueden incluirse, por ejem-
plo, aeropuertos, hoteles, medios de transporte (Augé, 1987),
complejos turísticos, museos, exposiciones de arte o universales,
festivales de cine, etc.; 3) los «estudios de fronteras» se basan
muchas veces en estudios de localidad, pero son unas localida-
des de transición entre dos sistemas culturales y políticos, llenos
de contradicciones y creatividad cultural. La frontera no es una
línea abstracta sobre un mapa sino un espacio muy denso de
hibridación cultural, que se ha convertido en una metáfora de lo
posmoderno, de lo liminal, de lo intersticial; 4) los «estudios de
migraciones», que tienen mucho potencial teórico y metodológi-
co, están destinados a ser un escenario privilegiado de la investi-
gación etnográfica transnacional y uno de los horizontes de fron-
tera de la disciplina (Suárez-Navaz, 2008). Algunos autores es-
tán utilizando el término de «transmigrante» para referirse a esas
personas cuyas redes, actividades y pautas de vida se desarrollan
simultáneamente en sus sociedades de origen y de emigración;
5) los «estudios de diásporas» se refieren al estudio de comuni-
dades, algunas de ellas muy antiguas como la judía o la armenia,
en las que ya han pasado generaciones que no viven en su tierra
natal, y donde la relación con esta tierra natal es problemática y
se refiere siempre a un pasado traumático; 6) otro escenario son
las «multinacionales y otras ocupaciones transnacionales», don-

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de se puede investigar en la tónica de las comunidades abiertas
al mundo, como en el estudio de Ong (1987), pero donde tam-
bién se puede seguir la «cultura corporativa» de una empresa
determinada en diversos lugares, o hacer estudios comparativos
entre varias empresas. También incluiría el estudio de activida-
des «en gira», como pueden ser los circos o las compañías de
ballet transnacionales, o los reporteros de guerra (Pedelty, 1995;
Hannerz, 1998a), etc.; 7) los estudios del «turismo», relaciona-
dos con la globalización del ocio, las transformaciones que los
complejos turísticos y el establecimiento de «rutas turísticas»
tienen sobre las poblaciones locales, o las propias «culturas tu-
rísticas», desde las de lujo hasta las revolucionarias o de aventu-
ra, etc.; 8) los estudios del «ciberespacio», a los que ya nos he-
mos referido brevemente en la sección sobre antropología visual,
y que no sólo son un espacio que exige la innovación etnográfica
permanente sino que, paulatinamente, más allá de los estudios
específicos, entrarán a formar parte de cualquier proyecto de
investigación. Frente a la «gente de verdad» en «lugares de ver-
dad», encontramos que ahora la gente cruza continuamente fron-
teras con las puntas de los dedos (Varisco, 2002). Son movimien-
tos virtuales, y cada vez hay más interés etnográfico en este tipo
de mundos cibernéticos; 9) los «estudios de los medios de comu-
nicación», a los que ya nos hemos referido y a los que volvere-
mos de nuevo brevemente en la siguiente sección.
Por su parte, en un texto muy influyente, Marcus definió la
«antropología multilocal» como un tipo de investigación «dise-
ñada alrededor de cadenas, sendas, tramas, conjunciones o yux-
taposiciones de las localizaciones en las que el etnógrafo estable-
ce de alguna manera su presencia, literal o física, con una lógica
explícita de asociación o conexión entre sitios que de hecho defi-
nen el argumento de la etnografía» (2001). La unidad de análisis
ya no es un «lugar» fijo y concreto, sino una «red de lugares», es
decir, unidades desterritorializadas. Pero la selección de la mul-
tilocalidad no es aleatoria: tiene que ser conceptualizada y justi-
ficada de forma consistente dentro de un diseño de investiga-
ción coherente. La manera de definir los objetos de estudio pue-
de originarse a través de diferentes técnicas, pero sugiere la
estrategia del «seguimiento» de personas y procesos sociales y
culturales allá por donde se desplacen: 1) «seguir a las perso-
nas», cuyo caso paradigmático para Marcus es el estudio del kula

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de Malinowski. Los estudios de diásporas o movimientos migra-
torios también encajarían en esta estrategia; 2) «seguir a los ob-
jetos», es decir, el eje metodológico del estudio sería la circula-
ción de objetos o mercancías (dinero, arte étnico, comida «étni-
ca» o comida «basura», etc.). Marcus también encuentra que el
trabajo de Mintz (1996) sobre la producción, comercio y consu-
mo transnacional del azúcar, Dulzura y poder, es un magnífico
precedente de este tipo de estudios, siendo el libro editado por
Appadurai sobre la vida social de las cosas (1986) un ejemplo
más contemporáneo; 3) «seguir a las metáforas» se refiere a los
estudios sobre la circulación de significados, símbolos y metáfo-
ras, es decir, el objeto de estudio está más relacionado con los
discursos y modos de pensamiento que con otro tipo de mercan-
cías; 4) «seguir a las tramas»: hay historias o narraciones que se
pueden conseguir en un trabajo de campo intensivo pero que pue-
den tener dimensiones multilocales. Aquí, en su continua bús-
queda de precedentes clásicos a sus estrategias transnacionales,
Marcus se fija en las Mitológicas de Lévi-Strauss. Por otro lado,
un campo donde se está usando mucho este tipo de aproxima-
ción es el de la memoria social, el de los procesos de recuerdo y
olvido, como es el caso de la investigación que estoy llevando a
cabo sobre la memoria de los derrotados en la Guerra Civil
española, cuyos relatos se engarzan con discursos y practicas
transnacionales de los derechos humanos (Ferrándiz, 2010b);
5) «seguir a la vida o biografía», método ya clásico y discutido
anteriormente, pero que tiene una interesante ramificación trans-
nacional como puede ser, por ejemplo, el caso de la historia de
vida que escribió Federico Besserer sobre Moisés Cruz, un «trans-
migrante» mixteco que luego fue asesinado (1999). Si la historia
de vida puede relacionarnos una experiencia personal con el con-
texto en el que se produce, funcionaría también si este contexto
es transnacional o multisituado; y finalmente 6) «seguir al con-
flicto», tema al que nos referiremos con mayor amplitud en la
siguiente sección. Por supuesto, la clasificación de Marcus no
está cerrada y del mismo modo se podría proponer «seguir los
cuerpos» (como en el caso de María Lionza), «seguir los ritos» u
otras posibles rutas de investigación.
¿Cuáles eran las nuevas «ansiedades metodológicas» que
Marcus anticipaba que las estrategias de investigación multisi-
tuadas iban a producir en la disciplina? Por un lado, estas meto-

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dologías multilocales, necesariamente, «tientan los límites de la
etnografía». Si la etnografía se basa en la experiencia y el estudio
de lo cotidiano, el conocimiento íntimo y cara a cara de grupos
humanos, el nuevo tipo de etnografía cuestionaría este elemento
central del método antropológico, al desplazarse hacia el análi-
sis de procesos globalizados mediante el uso más frecuente de
técnicas deslocalizadas y modelos de análisis más abstractos. En
segundo lugar, con la etnografía multisituada se «reduce el po-
der metodológico del trabajo de campo». Para Marcus, el traba-
jo de campo tradicional es potencialmente multilocal (como lo
es el método comparativo por naturaleza), lo que ocurre es que
ahora las dimensiones metodológicas de su práctica son diferen-
tes al despegarse la etnografía de la localidad única. Aunque los
trabajos multilocales son de muchos tipos y pueden tener más o
menos «campo», la «mística» y «realidad» del trabajo de campo
clásico corren el peligro de difuminarse. Esto tampoco quiere
decir, en absoluto, que con estas propuestas ya no se haga traba-
jo de campo de primera mano, sino que el etnógrafo es tan móvil
como los procesos que analiza, y que los grados de interpenetra-
ción con el objeto de estudio son discontinuos. La ansiedad final
que detecta Marcus estaría relacionada con lo que denomina «la
pérdida de lo subalterno». Los antropólogos casi siempre hemos
trabajado con los «oprimidos de la tierra», los sujetos que han
sufrido y sufren la dominación colonial y poscolonial desde las
posiciones más vulnerables. Para Marcus, la etnografía multisi-
tuada, al alejarse de la localidad única, corre el riesgo de desape-
go en parte de esta querencia clásica al prestar atención a otros
dominios de producción cultural, lo que no quiere decir que los
sujetos tradicionales de la etnografía se conviertan en irrelevan-
tes o se volatilicen. Pero ahora están en un marco de análisis
diferente y, de hecho, hay un desafío a la centralidad que tenían
dentro del proyecto antropológico clásico, contenida en la mul-
tiplicidad de los discursos y las prácticas que se incorporan al
método y al análisis.
Algunas etnografías contemporáneas están de hecho encon-
trando fórmulas de coexistencia de metodologías clásicas y de
última generación, lo que Juris llama, por ejemplo, «etnografía
multiescala» (2008). En su estudio sobre el movimiento anti-glo-
balización, Juris simultaneó su estancia en Barcelona, donde hizo
una etnografía localizada con colectivos de activistas, con la na-

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vegación virtual por el ciberespacio alterglobalizador, mediante
la cual podía detectar el flujo transnacional de personas, ideas,
estrategias y tácticas que, simultáneamente, informaba y polari-
zaba la acción política de sus informantes catalanes. Del mismo
modo Besserer, en su libro Topografías transnacionales: hacia una
geografía de la vida transnacional (2004), ofrece otra muestra de
cómo se están diseñando desde el punto de vista metodológico
estos «campos translocales», integrándolos con métodos de es-
tudio clásicos de la antropología, en este caso con el «estudio de
comunidad» en el que se basa (véase también Suárez-Navaz, 2004
y 2008). Junto con Michael Kearney y sus equipos de investiga-
ción respectivos colaboraron durante años en el estudio de una
«comunidad transnacional», en concreto la que constituyen los
mixtecos originarios de San Juan Mixtepec en Oaxaca, México
(Besserer y Kearney, eds., 2002). El problema inicial que se en-
contraron fue la inadecuación de algunos de los conceptos ma-
nejados en la disciplina para aprehender realidades translocales
como las que ellos afrontaban. Además, tenían que definir cómo
acotar metodológicamente una comunidad que ya no estaba fi-
jada espacialmente como hace unas décadas, sino que se encon-
traba en constante expansión y movimiento. En sus palabras,
para llevar adelante el proyecto, necesitaban generar formas de
investigación y representación «que permitieran contrastar los
análisis desterritorializados, compararlos, o utilizarlos en la for-
mulación de hipótesis de mayor alcance» (Besserer, 2004). Para
definir las distintas intensidades de ocupación física, laboral o
cultural de los mixtecos tanto en México como en Estados Uni-
dos, tuvo que definir la «multicentralidad» y la «multidimensio-
nalidad» de esta comunidad transnacional. Para ello Besserer
toma de Kearney el concepto de «análisis multiespacial» (dise-
ñado para analizar cómo una comunidad transnacional se inser-
ta en los espacios políticos, culturales y económicos de los Esta-
dos-nación en los que la comunidad se despliega) y lo pone en
comunicación con el concepto propio de «análisis topográfico»,
diseñado para entender la forma en la que la comunidad multi-
local que estaba estudiando se articulaba «internamente», con-
formando «centros, dimensiones, dominios y ámbitos transna-
cionales». Como resultado de todo ello, se diseñó una «etnogra-
fía multilocal» que combinaba técnicas computarizadas de
organización de conceptos y significados —para poder elaborar

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modelos abstractos de esta comunidad— con estancias de cam-
po intensivas y continuadas en lugares representativos de toda
la topografía transnacional por la que fluyen los mixtecos. Para
determinar el «universo geográfico del estudio», Besserer anali-
zó, como hiciera Manuel Gamio muchos años atrás, las listas de
giros postales que llegaron a la comunidad «madre» de San Juan
Mixtepec, en Oaxaca, en 1996 y 1997, desde el espacio transna-
cional. Allí detectó 171 localidades de origen de giros postales en
México y Estados Unidos, y 47 localidades de destino en el mu-
nicipio mencionado. La lista de 171 municipios de origen de gi-
ros le permitió empezar a determinar la «geografía colectiva» de
la comunidad. A partir de allí empezaron a aplicar cuestionarios
tanto en las localidades de origen como de destino de giros pos-
tales, lo que unido al análisis de matrices de escala multidimen-
sional (Anthropacs) les permitió tener una topografía de la co-
munidad y sus intensidades a partir de la cual podían diseñar los
«campos» etnográficos. Otro encaje fructífero de los estudios tras-
nacionales con metodologías clásicas es el uso redimensionado
y cuidadoso de los estudios de «redes sociales» para analizar,
por ejemplo, los espacios migratorios transnacionales, estudios
de relaciones muy concretas que paradójicamente han demos-
trado que el supuesto festín de fluidez y circulación que celebran
algunas aproximaciones posmodernas a estos procesos globali-
zadores se atasca en este caso en las prácticas disciplinarias y de
control de población de las aduanas y los dispositivos de vigilan-
cia fronterizos (Suárez-Navaz, 2008). Es decir, en la práctica,
incluso los trabajos que se presentan presumiblemente como más
multisituados pueden llegar a requerir de las técnicas y los mé-
todos más clásicos aunque, eso sí, dentro de un diseño de inves-
tigación necesariamente más amplio y versátil.

5.3. La etnografía ante los conflictos, las violencias,


y el sufrimiento social

A continuación, para acabar, plantearé una serie de debates


metodológicos sobre la investigación etnográfica de los conflic-
tos, las violencias y el sufrimiento social. Hay varias razones para
incluir una discusión sobre este tema en un libro de metodolo-
gía de la investigación de esta naturaleza. En primer lugar, por-

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que es una de las líneas de trabajo que he estado desarrollando
con mayor énfasis en los últimos años, y que comenzó ya con el
estudio de la violencia cotidiana, estructural y delincuencial en
el culto de María Lionza, prosiguió con algunos trabajos que
llevé a cabo sobre violencia mediática (Aguirre y Ferrándiz, eds.,
2002; Aguirre, Ferrándiz y Pureza, eds., 2003; Pureza y Ferrán-
diz, coords., 2003) y con los artículos específicos que escribí so-
bre esta subdisciplina (Ferrándiz y Feixa, eds., 2003; Ferrándiz y
Feixa, 2004; Ferrándiz, 2008a), y finalmente se plasma de una
manera más integral en el proyecto de investigación que estoy
llevando a cabo actualmente sobre las exhumaciones de fosas
comunes de la Guerra Civil. Por otro lado, porque el desarrollo
—incluso hiperdesarrollo— de la antropología de la violencia y
el sufrimiento social en los últimos años, ha favorecido la am-
pliación del horizonte de lo que consideramos «campo» en la
disciplina, y ha planteado nuevos tipos de dilemas éticos y meto-
dológicos. El estudio de las violencias y los conflictos tiene, ade-
más, particularidades metodológicas que también contribuyen
a ampliar el horizonte del debate sobre el proceso etnográfico.
Quizá por su cualidad de etnografías al límite, el estudio de las
violencias y los conflictos abre nuevos escenarios de investiga-
ción, nos obliga a revaluar otros más clásicos, plantea nuevos
tipos de problemas, nos enfrenta con actores sociales en situa-
ciones a veces extraordinarias y extremas, cuestiona nuestras
retóricas y nuestros compromisos éticos, y fomenta nuevas for-
mas de interdisciplinariedad. Cuestiona con ello los términos y
las condiciones generales de los debates sobre nuestros méto-
dos, estilos y repertorios de producción de conocimiento.
Así, como comentaba antes respecto a los estudios transna-
cionales y estudios sobre migraciones, los estudios sobre la vio-
lencia son también otro territorio de frontera de la disciplina
donde se expresan en una escala más aguda muchos de los pro-
blemas y dilemas de la antropología contemporánea. Por ejem-
plo, para enfrentarme a las formas de violencia que detallo más
adelante, en mis dos proyectos etnográficos he usado las suge-
rencias metodológicas de Marcus acerca de «seguir a los conflic-
tos» y «seguir a las tramas», y también, aunque no está incluido
en su lista original de propuestas multisituadas, «seguir a los
cuerpos». Como veremos con más detalle, el reconocimiento y
análisis de las formas en las que las violencias contemporáneas,

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sea cual sea su escala, se producen y se transforman en las nue-
vas cajas de resonancia y flujos de la globalización es también
importante para la articulación de una antropología de la violen-
cia y los conflictos. Y finalmente, creo que los antropólogos tene-
mos el compromiso ético de investigar la violencia de nuestro
entorno hasta donde nos sea posible y a medida que se manifies-
te en cualquier otro proyecto de investigación, aunque no esté
directamente relacionado inicialmente con ella.
La gran cantidad de propuestas que recibimos Carles Feixa y
yo para participar en el simposio «Violencias y culturas» del IX
Congreso de la FAAEE en Barcelona en 2002, más de cincuenta,
era un signo de los tiempos. Muchos colegas se habían encontra-
do con violencias y conflictos en algún momento de sus investi-
gaciones, aun en temas tan aparentemente distantes como pu-
dieran ser el mundo de la moda (Martínez, 2003), la violencia
estructural en las fronteras (Alonso, 2003) o los cuentos de te-
rror (García Alonso, 2003). De hecho, como señala Green, una
parte sustancial de las investigaciones de campo en nuestra dis-
ciplina se han hecho históricamente, y se hacen actualmente, en
lugares donde coexisten diversas formas de violencia (1995), que
no tienen que ser conflictos abiertos sino que, como ya apunté,
pueden ser microviolencias cotidianas. Muchas veces son vio-
lencias difíciles de detectar o en proceso de reconocimiento, de-
nominación o incluso judicialización dependiendo de los entor-
nos sociales en los que se producen y se definen, nacionales o
transnacionales (violencias de género, mobbing, etc.). Como ocu-
rre con otros tipos de violencia, las violencias cotidianas con las
que nos solemos encontrar los etnógrafos son múltiples, evolu-
cionan con las transformaciones sociales, y emergen a medida
que se estructuran nuevos ámbitos de sociabilidad. No existe,
además, consenso entre la población, los políticos y los profesio-
nales de los aparatos encargados de la represión de la violencia
acerca de la relevancia relativa de cada uno de los tipos de vio-
lencia y cuál de ellos es más amenazador.
En todos los casos, nos encontramos en escenarios comple-
jos, que van desde los espacios más íntimos de la experiencia
hasta los niveles macroestructurales, donde los conflictos y las
violencias no son formas fijas de acción social, sino prácticas en
un proceso continuo de mutación. No se trata sólo de la apari-
ción de escenarios de investigación novedosos, sino también de

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la transformación de lugares más clásicos en la disciplina en
paralelo a la expansión y progresión de nuestros instrumentos
metodológicos y conceptuales para afrontar las violencias. El
reconocimiento y análisis de las formas en las que las violencias
se producen y se transforman en las nuevas cajas de resonancia y
flujos de la globalización es también importante para la antropo-
logía de la violencia y los conflictos. En todos los casos, nos en-
contramos en contextos complejos y poliédricos, que recorren
desde los espacios más íntimos de la experiencia humana hasta
los procesos más globales, donde los conflictos y las violencias
no son formas fijas de acción social, sino prácticas en un proceso
continuo de mutación. No se trata tanto de que hayan cambiado
en su naturaleza con la globalización, sino de que la tensión que
existe en este momento histórico entre los actos, los usos, las
representaciones y los análisis de la violencia ha transformado
cada uno de estos espacios de acción social y, por ende, el con-
junto global en el que se ejecutan, interpretan y analizan los ac-
tos violentos. Como señala Bernard-Henri Lévy con relación al
11 de septiembre, «el stock de las posibles barbaries, que creía-
mos agotado, aumentaba con una variante inédita. Como siem-
pre, como cada vez que se la cree apagada o adormecida, cuan-
do nadie lo espera ya, va ella y se despierta con el máximo furor
y, sobre todo, con la máxima inventiva: otros teatros, nuevas lí-
neas de frente y nuevos adversarios, más temibles por cuanto
nadie los había visto venir» (2002). Y es evidente que la plasma-
ción de las violencias en los medios de comunicación es un ele-
mento fundamental en este proceso de retroalimentación, no
solamente por lo que muestran o amplifican, sino también por
lo que silencian, desvían, simulan u ocultan.
Respecto a la antropología y sus ámbitos más habituales de
estudio de campo, puede señalarse que esta tensión de los contex-
tos y los contornos de lo que significa la «violencia» y cómo la
asumimos o incluso la consumimos no sólo afecta a las masivas
violencias políticas de mayor visibilidad mediática, sino a cual-
quier tipo de violencia, incluida la que pareciera desenvolverse en
los ámbitos más locales y pudiera, en principio, parecer desconec-
tada del flujo global de las violencias. Por ejemplo, los debates y
movilizaciones internacionales de los últimos años relacionados
con las prácticas de ablación de clítoris y su vinculación con el
discurso de los derechos humanos han transformado los contex-

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tos sociales, culturales y políticos en los que esta forma de mutila-
ción se producía anteriormente. Así, incluso las violencias que en
algún momento hemos considerado tradicionales se transnacio-
nalizan, adquieren una nueva visibilidad, se tejen de formas nove-
dosas con procesos sociales, históricos y de género, se convierten
en banderas de enganche coyunturales para la comunidad huma-
nitaria mundial (Ignatieff, 1998 y 1999), se infiltran en las agen-
das de determinados grupos feministas, se adhieren de forma más
o menos estridente a los debates sobre los flujos migratorios, u
obligan a las autoridades locales garantes de la tradición a elabo-
rar discursos justificativos ante una audiencia globalizada o, en el
mejor de los casos, a discontinuar su práctica (Ferrándiz y Feixa,
2004). Aunque los casos podrían ser múltiples, veamos otro ejem-
plo semejante de violencia previamente tradicional repentinamente
globalizada: las noticias e imágenes sobre condenas a lapidación
de mujeres consideradas adúlteras en países como Nigeria, que
dieron lugar a organizadas campañas cibernéticas de dimensio-
nes desconocidas por parte de algunas ONG punteras (por ejem-
plo, las campañas de Amnistía Internacional en favor de Safiya
Hussaini y Amina Lawal, que consiguió más de 380.000 firmas), a
encendidos debates en los medios de comunicación, a fuertes pre-
siones políticas y económicas, e incluso, en este caso, llegaron a
ser la causa de la retirada de algunas representantes nacionales
del concurso de Miss Universo que se celebró en dicho país en
noviembre de 2002.
La propuesta de que las violencias deben entenderse en cons-
tante proceso de transformación obliga a la antropología de la vio-
lencia a volverse reflexiva, es decir, a replantearse continuamente,
de manera crítica, la naturaleza y los contornos de los objetos de
estudio, sus contextos relevantes de análisis y la adecuación de los
métodos, siendo conscientes de que se trata de campos siempre
polémicos y donde la realidad empírica de los hechos no siempre es
fácil de determinar (Ferrándiz y Feixa, 2004). Por ejemplo, estudiar
la ablación de clítoris exclusivamente con relación a tradiciones y
significaciones locales, aun siendo un nivel de análisis fundamen-
tal, dejaría fuera los procesos de amplificación descritos anterior-
mente, que ya son consustanciales a esta forma de violencia. Las
relaciones de poder y las desigualdades estructurales se naturalizan
mediante discursos, categorías y concepciones que establecen lo
que es realmente violencia. Traducir estas justificaciones a un con-

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texto globalizado ya es más complicado. Los actos más violentos
muchas veces consisten en conductas que están socialmente per-
mitidas, avaladas, estimuladas, tienen justificación moral, o son
incluso consideradas una obligación en determinados contextos de
sociabilidad. Así, mucha de la violencia que encontramos no se con-
sidera en términos locales un comportamiento desviado sino que
queda definido como acción virtuosa, honorable o al menos justifi-
cable (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004). Sin embargo, al entrar
en contacto con audiencias globales, estas argumentaciones locales
ven debilitado su entorno de legitimidad social y política.
El planteamiento propuesto habría de estar, por lo tanto, aso-
ciado a un talante investigador basado tanto en el rigor concep-
tual y analítico como en la flexibilidad teórica y metodológica
respecto a las violencias. Si aceptamos que los contextos de aná-
lisis de las violencias desbordan los límites clásicos de algunos
estilos de investigación antropológica, se hace necesaria una ade-
cuación que permita a la disciplina afrontar las nuevas pregun-
tas y producir estudios también relevantes para otras disciplinas
afines y para la opinión pública. La antropología de la violencia
necesita además compromisos de investigación multidisciplina-
rios. Por ejemplo, este tipo de estudios hacen que tengamos que
colaborar con expertos, médicos forenses o fiscales, que puedan
proporcionarnos el tipo de evidencias que difícilmente vamos a
encontrar en los discursos o acciones de los agentes sociales. El
compromiso ético y metodológico con los de afuera y los de aba-
jo, tan afín históricamente a la disciplina antropológica, conti-
núa siendo un espacio esencial de investigación tanto con rela-
ción a víctimas como a victimarios de la violencia. Pero simultá-
neamente, siguiendo la ya clásica llamada de Laura Nader (1969)
a investigar los espacios de poder —study up—, los antropólogos
de la violencia están asumiendo también estos ámbitos de hege-
monía como lugares de campo legítimo.
Feldman (1995), uno de los antropólogos más representati-
vos de la antropología de la violencia, que escribió un influyente
libro sobre cuerpo y violencia basándose en el análisis espacial
de la violencia en el Ulster, y en las narrativas de los presos del
IRA (1991), Formations of violence, ha señalado que nos encon-
tramos ante un lugar de investigación en tránsito, que se está
constituyendo, que todavía no ha llegado o que quizás se ha pa-
sado de largo, como víctima de una lucha global para recuperar

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la memoria y la significación contra la violencia y el terror. En su
opinión, si se plantea una «nueva etnografía de la violencia»,
ésta no debe progresar hacia una ortodoxia teórica o metodoló-
gica, si su tarea es, como piensa, producir contralaberintos y
contramemorias en contra del olvido del terror. En los espacios
de la muerte, incluso en las zonas de «terror de baja intensidad»,
las lentes de la certeza analítica y perceptual del etnógrafo y los
sujetos con los que hace su investigación se enturbian. La llega-
da de los violentos, los muertos, los mutilados, los desfigurados,
los traumatizados al discurso antropológico abren muchas frac-
turas en las narrativas que registran su entrada. Así, en su línea
argumental, no podemos esperar caminos continuos o lineales
en la etnografía de lo que denomina «estados de emergencia».
Desde luego, no es que esta temática de las violencias fuera
ni mucho menos desconocida en el desarrollo histórico de la
antropología. Pero sí puede afirmarse que carecía de la centra-
lidad que puede estar adquiriendo recientemente, especialmente
en algunas áreas de investigación antes descuidadas. Por ejem-
plo, como ha señalado Nagengast, hasta las últimas décadas la
antropología no había estado de manera sistemática en la pri-
mera línea de los estudios sobre violencia colectiva, terrorismo
y violencia en contextos estatales (1994), a pesar de todos los
datos y discusiones que podríamos haber aportado dada nues-
tra querencia por las investigaciones de campo y el método com-
parativo (Sluka, 1990). Siendo así, ¿por qué no se produjo mu-
cho antes el interés que hay ahora en la disciplina hacia todos
los rangos de violencia? El auge reciente de las investigaciones
sobre las violencias, los conflictos y sus consecuencias (a veces
agrupadas bajo el paraguas del inespecífico término sufrimien-
to social) responde, según no pocos autores, a un déficit previo
en la disciplina causado por connivencias más o menos explíci-
tas con los agentes de dichas violencias, camisas de fuerza teó-
rico-metodológicas que inducían cegueras selectivas, o nostal-
gias imperiales sobre presuntos salvajes en extinción (Ferrándiz
y Feixa, 2004; Starn, 1992; Nagengast, 1994; Rosaldo, 1989).
Autores como Starn (1992), Scheper-Hughes y Bourgois (2004)
o Green (1995) se han mostrado muy críticos con el ofusca-
miento que percibían en una parte de la antropología clásica y
contemporánea desarrollada en lugares de conflicto respecto a
las formas de violencia que no eran clasificables como tribal o

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ritual y cuya presencia era más que evidente en las sociedades
estudiadas.
Aunque es necesaria cautela para extrapolar sus conclusio-
nes a otros ámbitos geográficos, en su conocido articulo «Mis-
sing the Revolution: Anthropologists and the War in Peru», Orin
Starn criticaba el desinterés que los antropólogos especialistas
en los Andes habían mostrado respecto a la expansión —clan-
destina, eso sí, pero difícilmente invisible— de un grupo guerri-
llero tan importante como Sendero Luminoso, durante sus in-
vestigaciones de campo en la década de los setenta. Según Starn,
el bagaje teórico-metodológico de la época, aunado a una visión
nostálgica de las comunidades quechuas como residuos de un
pasado prehispánico desvinculado de la sociedad nacional, ha-
cían inconcebible —y por lo tanto inexistente como objeto de
estudio— un proceso de organización política clandestina de
consecuencias masivas y dramáticas como el que se estaba ges-
tando (1992). Scheper-Hughes y Bourgois (2004) sugieren que
parte de esta «evitación» puede estar relacionada con el miedo a
que el análisis de formas indígenas de violencia pudiera exacer-
bar estereotipos de «primitivismo» o «salvajismo» que pudieran
fomentar represiones y respuestas violentas. Aun así, señalan
algo que tiene bastante importancia en el replanteamiento histó-
rico de la disciplina: ha sido la propia violencia colonial e impe-
rialista, como lo son ahora las formas de violencia y explotación
poscoloniales, la que ha «producido» nuestros «objetos de estu-
dio» tal como se los encontraron los primeros etnógrafos de cam-
po —como también apuntara Taussig en 1989. Por lo tanto, la
explotación, el genocidio y el etnocidio han constituido históri-
camente la escena básica de la investigación antropológica, y
éste es un hecho que no puede obviarse en la disciplina. Para
estos autores, aún hoy, a pesar del boom de los estudios de vio-
lencia y sufrimiento social, lo que los estudiosos y analistas de
los estudios de paz llaman los «signos de detección temprana»
de los conflictos los anuncian en más ocasiones los periodistas y
activistas que los antropólogos.
Si es posible hablar de un cortocircuito en la antropología
clásica, en las últimas décadas se ha pasado a una situación de
mucho interés por estas violencias antes obviadas. El propio in-
cremento en la visibilidad de las violencias (tal como las consu-
mimos en los medios), unido a los nuevos desarrollos teóricos

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que nos permiten acotar, distinguir, contextualizar y relacionar
diferentes tipos de violencia con mayor precisión, son elementos
fundamentales en su popularidad actual como objeto de estu-
dio. Y aquí nos encontramos con un posible daño colateral de
calado: la sobreproducción y, en consecuencia, el posible exceso
de representatividad de los aspectos violentos de las sociedades
humanas, vinculado además a las demandas de un mercado aca-
démico cada vez más competitivo y proclive, especialmente en el
mundo anglosajón, a cierta corriente de espectacularización de
la producción científica. A los campos más tradicionales de estu-
dio, entre los cuales están los que Nagengast ha denominado
«escenarios tribales» (preestatales o subestatales) de la violen-
cia» donde el interés residía en el análisis de violencias de tipo
«práctico, físico y visible» en contextos tradicionales (1994), se
añaden en las últimas décadas otros escenarios de investigación
que responden a las transformaciones sociales, políticas, econó-
micas y culturales de las últimas décadas, vinculadas a los im-
pulsos de la globalización, y a los esfuerzos de la disciplina para
responder teórica y metodológicamente ante estas situaciones.
No sólo se trata de la aparición de escenarios de investigación
novedosos, sino también de la transformación de lugares más clá-
sicos en la disciplina en paralelo a la expansión y desarrollo de
nuestros instrumentos metodológicos y conceptuales para afron-
tar las violencias. Los campos de investigación de la antropología
de la violencia están expandiendo y desbordando los objetos de
estudio más clásicos de la disciplina, y ahora es frecuente encon-
trar antropólogos investigando violencias en campos de refugia-
dos, bases militares, zonas de guerra, textos coloniales e imagina-
rios terapéuticos traumatizados, o entre presos políticos, milita-
res, políticos y familiares de desaparecidos, excombatientes
exiliados, drogadictos o traficantes de drogas, guerrilleros y mé-
diums espiritistas, reporteros de guerra, viudas de guerra, merca-
dos clandestinos de órganos humanos, violencias étnicas, genoci-
dios, violencias de género, psiquiatras depurados por la dictadu-
ra, emigrantes indocumentados atrapados en las fronteras, cuerpos
policiales, niños institucionalizados, trabajadores acosados, indí-
genas en situaciones posbélicas, mujeres excluidas, maltratadas y
asesinadas; supervivientes de desastres naturales, etc.
Parece evidente señalar que las violencias son un objeto de
estudio difícil en el marco etnográfico que hemos definido en

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este texto. Por supuesto, hay diferencias radicales entre unos
escenarios de investigación y otros. Pero, como regla básica, a
medida que aumenta la intensidad de la violencia —hasta llegar
al extremo que Swedenburg denomina «lugares de campo trai-
cioneros» o de «primera línea de batalla», en los que la virulen-
cia de la confrontación social es tan grande que los informantes
no entenderían posturas intermedias o relaciones de campo con
personas o grupos considerados rivales (1995)— aumentan las
incertidumbres y peligros de llevar a cabo una investigación, ya
sea para el antropólogo o para los informantes y comunidades
involucrados en el estudio, ya sea a corto o a largo plazo. En las
situaciones descritas por Swedenburg, que hizo trabajo de cam-
po en Gaza, el etnógrafo necesariamente se «contamina» o «tiñe»
con las relaciones sociales que desarrolla en el campo, lo que le
cierra muchas puertas, y en la mayoría de los casos la «observa-
ción participante» ni es posible ni deseable. En situaciones así,
lo mismo que algunos autores defienden el mantenimiento de
formas modificadas o restringidas del trabajo de campo sobre el
terreno como marca básica de la disciplina, encontramos al mis-
mo tiempo defensas muy articuladas de la antropología a distan-
cia como vía legítima para proyectar la lente analítica sobre si-
tuaciones de violencia extrema en las que es imposible o poco
aconsejable la presencia sobre el terreno, utilizando el método
comparativo y la destreza profesional para articular versiones
antropológicas de situaciones que sólo podemos entrever a tra-
vés de los medios de comunicación (Robben, 2008).
Como también apunta Lee (1995), la posición del etnógrafo
es delicada en estas situaciones, puesto que el flujo de informa-
ción es muy restringido, los campos de sospecha muy acusados,
y es fácil que un investigador sea «empujado» al rol de espía o
posible delator. En muchas ocasiones, sólo es posible trabajar
con lo que Horowitz denomina el «metaconflicto», es decir,
«el conflicto sobre la naturaleza del conflicto», que es una pugna
simbólica de carácter más discursivo que práctico (1991). Puede
plantearse una pregunta sin solución única, pero que merece ser
formulada asiduamente durante el proceso de investigación: ¿qué
constituye, en cada caso, un «buen trabajo de campo» sobre un
tipo de violencia especifica? Plantearse esta pregunta supone cla-
rificar, y en su caso reajustar, los aspectos éticos de la investiga-
ción, la posición —científica, militante— del investigador res-

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pecto al objeto de estudio, las decisiones metodológicas toma-
das a la hora de trabajar entre víctimas y perpetradores de la
violencia, o la priorización de la recogida participante de datos
sobre prácticas y/o imaginarios y representaciones de la violencia.
El libro de Lee Dangerous Fieldwork (1995), como los artícu-
los reunidos por Carolyn Nordstrom y Tony Robben en su libro
Fieldwork Under Fire (1995) y por Greenhouse, Mertz y Warren
en Ethnography in Unstable Places (2002), plantean muchas cla-
ves para el debate sobre la investigación antropológica de los
hechos violentos. Robben y Nordstrom (1995) enfatizan la cuali-
dad «escurridiza» de la violencia, así como su cualidad cultural.
La violencia es confusa y produce desorientación —no tiene de-
finiciones sencillas, tampoco entre los actores sociales implica-
dos—, afecta a aspectos fundamentales y muy complejos de la
supervivencia humana, y tiene un papel masivo en la constitu-
ción de las percepciones de la gente implicada. Para estos auto-
res, la complejidad de la situación puede llegar a producir en el
investigador, más allá del «choque cultural» tan característico y
discutido en la disciplina, un «choque existencial» que desesta-
biliza el equilibrio dialéctico entre empatía y distanciamiento
que hemos descrito en esta memoria. Siendo esto así, las dificul-
tades metodológicas son considerables.
Lee señala, en primer lugar, que no hay por qué ir a un lugar
conflictivo para que el trabajo de campo se haga peligroso en un
momento determinado. Estos peligros coyunturales, que inclu-
yen accidentes, robos, atracos, enfermedades, contaminación
medioambiental, etc., no se han estudiado sistemáticamente, y
han sido tratados como «batallitas de guerra» contadas entre
colegas más en los pasillos de las instituciones que en las clases y
en los debates más formales sobre metodología. Lee distingue
dos tipos de peligro en el trabajo de campo etnográfico, el «am-
biental», y el «situacional». El primero se refiere a los peligros
que corre un investigador por la naturaleza del campo que elige,
como ocurrió durante muchas fases de mi trabajo de campo en
Venezuela, en la que tenía que «entrar» en barrios marginales
que estaban controlados por bandas de jóvenes e incluso de ni-
ños armados. El peligro «situacional» surge cuando la presencia
del antropólogo genera algún tipo de conflicto que puede acabar
en un acto violento. Los antropólogos urbanos que trabajan en
situaciones de marginalidad, como Philippe Bourgois (1995), han

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tenido que enfrentarse a situaciones muy complicadas, incluso
desde el punto de vista legal, debido al uso adictivo que sus infor-
mantes hacían del crack y a su vinculación con la venta de droga,
de la que era testigo en su investigación. Es obvio que estos posi-
bles peligros deben anticiparse y pueden modificar agendas de
investigación o descartar posibles lugares de acceso al campo.
Ya vimos que resultaba problemático el mero posicionamiento
del investigador en el «campo» cuando el estudio incluye violen-
cias, y también lo es el establecimiento de rapport y de relaciones
fructíferas con los informantes, en campos sociales dominados
por la desconfianza. Como argumenta Green refiriéndose a su
trabajo de campo en Guatemala (1995), es difícil llevar a cabo
un trabajo de campo en lugares donde el miedo y la sospecha
son componentes fundamentales y crónicos de la memoria e in-
teracción social. En estos casos, el silencio y el secreto, como
estrategias de supervivencia en entornos hostiles, son las expre-
siones sociales del conflicto con las que se encuentra más fre-
cuentemente el etnógrafo. Éste es el caso de los escenarios de
guerra, aunque estos factores también son importantes en otros
contextos como, por ejemplo, en casos de represión política, vio-
lencia delincuencial o tráficos ilegales. En estas situaciones el
antropólogo, para realizar su trabajo de investigación, necesita
construirse un espacio social específico que le diferencie de agen-
tes visibles u ocultos de la violencia, como pueden ser los aseso-
res militares o las distintas categorías de espías o informadores,
pero quizá también —aunque esto merecería mayor discusión—
de otros agentes externos que transitan por los escenarios de la
violencia, como pueden ser los periodistas, los funcionarios de
instituciones internacionales, o los miembros de ONG. La bús-
queda de «porteros» se hace más complicada, y el desarrollo de
las relaciones de empatía adecuadas puede llevar mucho mayor
tiempo que en una situación de campo «pacificada», y difícil-
mente se producirá en los mismos términos de confianza, inclu-
so en los casos del «antropólogo nativo» (Zulaika, 1995).
Si cualquier trabajo de campo requiere explicaciones, en ca-
sos donde hay conflictos, violencias o formas de sufrimiento so-
cial, el etnógrafo deberá someterse a un escrutinio escrupuloso
tanto por parte de las «autoridades competentes» o «en conflic-
to», como de los cuerpos militares o policiales, así como de los
propios civiles. Este tipo de escrutinio puede ser formal o infor-

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mal. De hecho, como señalan Robben y Nordstrom (1995), la
circulación de rumores y cotilleos están presentes siempre en el
trabajo de campo, pero se vuelven especialmente delicados en
situaciones de conflicto, por dos motivos. Primero, porque pue-
den incluir al etnógrafo, que puede perder el control sobre la
negociación de su rol de campo. Y segundo, porque estos rumo-
res son una de las principales «materias primas» del trabajo de
campo en conflictos, y son difíciles de manejar en la interpreta-
ción etnográfica. Pongamos un ejemplo de un intento inicial de
«entrada» en un contexto de represión política. Cuando Gilmore
solicitó permiso para investigar en Fuenmayor en tiempos de la
dictadura franquista, su solicitud fue inicialmente rechazada,
pues las élites del municipio temían que fuera un «agitador polí-
tico». Pero Gilmore al mismo tiempo reconocía que «la apari-
ción repentina de un etnógrafo en una comunidad dividida en
facciones puede encajar en una pauta de sucesos que puede ser
entendida como más que una coincidencia» (1991). Sólo des-
pués supo que había habido varios incidentes de ocupación de
tierras en el pueblo, que se había producido un incremento en
las actividades sindicales clandestinas, y que además el líder co-
munista había regresado hacía poco tras una larga estancia en
las prisiones franquistas, aspectos que afectaban directamente
a las interpretaciones locales de su aparición como investigador.
Como señala Lee (1995), lo mismo que en algunas ocasiones
la presencia del antropólogo puede perjudicar o causar compli-
cados dilemas a los informantes, en otras puede llegar a actuar
como «salvoconducto» para ellos, pues, por ejemplo, los actores
sociales pueden considerar que un acto de violencia ejercido en
el entorno o contra un «extranjero» tendría repercusión mediá-
tica o diplomática, lo cual puede interesar o no a las distintas
facciones. También en ocasiones, algunas personas «sin voz» o
con escasa representatividad política en un conflicto determina-
do pueden estar interesadas en establecer una relación de inves-
tigación con un etnógrafo. Sluka, basándose en su experiencia
de campo estudiando grupos independentistas armados en Ir-
landa del Norte, delinea una serie de principios generales para
garantizar la seguridad de las personas implicadas en una inves-
tigación de alta carga política y militar, incluyendo al investiga-
dor. Lo primero es desarrollar una conciencia reflexiva sobre la
diferencia entre los peligros «reales» y los peligros «imaginados»,

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muchas veces influenciados por estereotipos mediáticos y por el
desconocimiento de las claves de sociabilidad y conflicto de una
situación de campo determinada. El cálculo previo de peligros,
la conveniencia de diversificar los temas estudiados para redu-
cir la visibilidad pública del más conflictivo, la eliminación de la
agenda de preguntas o temas incorrectos, el establecimiento de
medidas de seguridad y confidencialidad en torno a materiales
de campo —grabaciones, fotos— comprometidos, la definición
clara de límites sobre las situaciones en las que el investigador
está dispuesto a participar o no, o la investigación de las fuentes
de financiación de la propia investigación, son algunos de los
temas que plantea (1990 y 1995). Feldman, que también trabajó
en Belfast, como Sluka, construyó su «campo» teniendo claro
que «para saber, tenía que convertirme en un experto en demos-
trar que había cosas, gentes y lugares de los cuales no quería
saber nada» (1991). Lee señala que es crucial en el trabajo de
campo en situaciones de conflicto evitar provocar cualquier po-
sible sospecha de que se está llevando a cabo un trabajo encu-
bierto —como en el caso que ocurrió en Irlanda del Norte en los
años setenta, cuando un antropólogo norteamericano fue heri-
do por el IRA— y es recomendable para el investigador adoptar
un rol preventivo de «cobarde rutinario». Feldman, en su estu-
dio sobre Belfast, se encontró con problemas para gestionar la
pauta de segregación espacial entre unionistas y republicanos.
Cuando se dio cuenta de que los únicos agentes sociales que pa-
saban de unos espacios a otros eran la policía y el ejército, des-
cartó utilizar dichos recorridos en su etnografía. Violar estos
códigos espaciales sería como mínimo etnográficamente absur-
do, si no «cómplice». Es decir, tenía que controlar no sólo lo que
decía o preguntaba, sino dónde era «políticamente correcto»
que estuviera en cada momento en la topografía de la ciudad.
Robben apunta otro problema clave las situaciones de con-
flicto: el de la «seducción etnográfica» (1995), que Gilmore tam-
bién formuló en términos de «competición comunicativa» (1991).
Frente a esta situación de posible «equilibrio empático», siem-
pre difícil de gestionar, Gilmore adopta una actitud optimista: el
hecho de que cada bando trate de transmitir al investigador su
versión incrementa el volumen de información recogido. Pero
para Robben, el hecho de que los distintos agentes sociales en
una situación concreta de violencia, en este caso la «guerra su-

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cia» en Argentina, trataran de persuadir al investigador para que
adoptara su bando y su versión de los hechos en un contexto de
alta competitividad respecto a la legitimidad de las representa-
ciones de la violencia, le produjo un «bloqueo etnográfico», has-
ta que supo descifrar las estrategias de seducción que empleaba
cada categoría de agente social, ya fueran los generales tortura-
dores, los torturados, los familiares de desaparecidos, etc. Por
ejemplo, Robben estaba preparado para que los generales nega-
ran su implicación en desapariciones y torturas, pero no para
que desplegaran en las entrevistas una gran simpatía y un «gran
sentido cívico y un conocimiento considerable de la literatura, el
arte y la música clásica» (1995). Además, si la seducción puede
paralizar al etnógrafo y romper sus expectativas de conseguir
«conversaciones densas» sobre la dictadura, con mayor razón lo
harán el miedo, la ansiedad o la intimidación que puedan pro-
ducirse en otras situaciones de mayor complejidad o de violen-
cia más «caliente». Este planteamiento de Robben sobre las «se-
ducciones etnográficas» nos lleva a un tema que es de mucho
interés en el estudio de la violencia y el sufrimiento social, y tie-
ne que ver con el valor y la fiabilidad de los testimonios que
recogemos en el campo mediante conversaciones y entrevistas
como las que describimos en otra sección de esta memoria.
Robben tenía todavía más problemas con las estrategias de
seducción de las víctimas que con la de los generales, pues le
planteaban mayores problemas éticos. Primero, por la similitud
entre las entrevistas y los interrogatorios, lo que incomodaba
tanto a él como a sus informantes. Y luego, por las dudas sobre
su fiabilidad. ¿Cómo podía dudar de las historias de horror y
crueldad que contaban? ¿Cómo podía pensar que no fueran «ge-
nuinas»? Finalmente decidió incluirlas en el análisis de las se-
ducciones para evitar una «recepción acrítica» de su experien-
cia, que no beneficiaría en nada a las víctimas. La preocupación
de Robben enlaza con debates de corte más filosófico sobre la
figura emergente de la «víctima», que está cobrando un gran
prestigio internacional en las últimas décadas (Fassin y Recht-
man, 2009), y el valor de su testimonio. Estos debates con fre-
cuencia visitan los paisajes del Holocausto, como paradigma de
la barbarie contemporánea. Agamben, en Lo que queda de Au-
schwitz: el archivo y el testigo (2000), sostiene que los supervi-
vientes del Holocausto no son los verdaderos testigos del horror,

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por el hecho de haber sobrevivido. Sí lo fueron los llamados mu-
sulmanes, los que se dejaban ir, los que habían perdido toda es-
peranza, cuya visión causaba rechazo entre los otros prisione-
ros. El musulmán de los campos de exterminio representa el
último grado de deterioro físico y psíquico del ser humano. Son
los hundidos de Primo Levi (1989). Agamben sospecha que, en el
caso extremo de los campos de exterminio nazis, todo testimo-
nio que apele a la supervivencia busca justificar lo injustificable,
quiere hacernos creer que las artes, muchas veces de dudosa mo-
ralidad, que usó para sobrevivir no afectan a la calidad del testi-
monio. Por lo tanto, para este pensador, el testimonio dictado
por la supervivencia no es de fiar, pues cabe esperarse que se
ocupe más de la justificación de la supervivencia que de dar ra-
zón de los hechos. Reyes Mate, por su parte, piensa que no todos
los testimonios son igualmente fiables, y que el conocimiento
que producen los supervivientes es difícilmente transmisible, pero
no se les puede descalificar de entrada, y no se puede reducir
todo testimonio al silencio. Mate se hace la siguiente pregunta:
«¿por qué el superviviente del encefalograma plano y no el de la
subjetividad lúcida es el testigo verdadero?» (2003).
El Holocausto es un caso extremo de sufrimiento, pero los
debates que se han producido en torno al testimonio de los su-
pervivientes tienen implicaciones importantes para la antropo-
logía de la violencia y del sufrimiento social (Langer, 1991). De
hecho, la metáfora de la «zona gris» de Primo Levi (1989) se ha
convertido en una de las más poderosas para expresar los claros-
curos de las narrativas, los discursos y las experiencias de la vio-
lencia —que son muchas veces la información fundamental con
la que se trabaja en esta subdisciplina—, lo mismo que la «cultu-
ra del terror» o el «espacio de la muerte» de Taussig (1989), los
«pequeñas guerras» y los «genocidios invisibles» de Scheper-
Hughes (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004), el «sufrimiento so-
cial» de Kleinman, etc. Desde la antropología se ha trabajado
bastante en las «memorias de los vencidos», sujetos habituales
de nuestro interés investigador, y desde la antropología médica y
la antropología del sufrimiento social, en las distintas tramas
—desde narrativas a somáticas— que cada cultura tiene para
inscribir el pasado y la experiencia traumática, incluyendo los
«síndromes de filiación cultural». Al contrario de lo que sostiene
Agamben, desde la antropología podemos considerar que hay

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formas de descifrar, en estas tramas del trauma, quizá no los
«hechos», pero sí sus consecuencias y sus representaciones, me-
diante lo que Culbertson llama la «escucha profunda» —deep
listening— (1995). El conocimiento de los vencidos o de las vícti-
mas es con frecuencia juzgado como sospechoso, por su subjeti-
vidad, por ser excesivamente emocional, por su anclaje local,
por su fragmentación, etc. La propia naturaleza de la violencia
que, cuando no es crónica, «deshace» y desestructura radical-
mente el mundo de la cotidianidad (Scarry, 1985), hace muy di-
fícil a las personas que la han sufrido recordarla o comunicarla
de forma que pueda ser cómodamente analizable. Hay formas
de violencia extrema que alteran la estructura de percepción y
sentimientos de las víctimas, y el resultado es que la expresión
en forma de relatos es un complicado ejercicio de traducción de
la violencia y sus heridas en repertorios narrativos e imágenes
culturales que muchas veces se quedan pequeñas o resultan in-
adecuadas. El sufrimiento social no es medible de forma objetiva.
Pero, sin duda, se trata de una forma de conocimiento —narra-
tivo, corpóreo, emocional, ritual— que tiene importancia para la
gestión adecuada de la memoria traumática en las sociedades
contemporáneas.
Aunque planteadas de manera esquemática, todas estas con-
sideraciones tienen relevancia metodológica, porque se refieren
a la comunicabilidad o incomunicabilidad del sufrimiento, a la
estructuración de la memoria traumática, a las tramas narrati-
vas de las que una cultura dispone para expresar el dolor, y al
valor de los testimonios que recogemos en entrevistas en investi-
gaciones de campo sobre conflictos y violencias, tema que desa-
rrollaré con más detalle en el futuro en mi investigación sobre
las exhumaciones de las fosas de la Guerra Civil. Sobre este mis-
mo tema, y también en relación con las «nuevas socializaciones»
basadas en la conciencia de la desigualdad de género, Teresa del
Valle (1995 y 1996) ha sugerido explorar cuatro puntos de acce-
so a la memoria individual y social: los «hitos», las «interseccio-
nes», las «articulaciones», y los «intersticios». Los hitos son «aque-
llas decisiones y vivencias que al recordarlas se erigen en refe-
rencias significativas». Las intersecciones se refieren a esos
momentos en los que la persona entrevistada «hubo de enfren-
tarse a la decisión de tomar un camino y dejar otros». Las articu-
laciones son «los procesos de ajuste, encaje o enlaces de las dis-

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tintas partes de un todo». Los intersticios, finalmente, serían en
el relato biográfico «espacios pequeños que median entre dos
cuerpos o entre las partes de un todo y que son amplificadores
ya que encierran en sí perspectivas más amplias de lo que en un
principio se podría percibir». Del mismo modo, el trabajo de
Pazos, Devillard, Castillo y Medina (1996) analiza las condicio-
nes de producción del discurso autobiográfico de los llamados
«niños de la guerra», que es un pasado reconstruido desde el
presente y para el presente, a pesar de que la conciencia de los
propios actores sociales lo reconozca como un «reflejo fiel». Por
eso es muy importante en estos casos de recogida de testimonios
de experiencias traumáticas enfatizar el reconocimiento del con-
texto —«la posición social y personal de los agentes, su génesis,
los objetivos y la estructura de los campos sociales que contribu-
yen a la fabricación del discurso, el momento y las circunstan-
cias históricas»— en el cual han sido articulados, para poder
desentrañar correctamente su significación.
Como señala Dulong respecto a la emergencia y recogida del
«testimonio histórico», es importante desde el punto de vista
metodológico prestar atención a la «sensibilidad corporal» en el
proceso de toma de testimonios orales sobre el sufrimiento, pues-
to que «el cuerpo del testigo está necesariamente implicado en
este género de testimonio» (2004). Para Dulong, «la comunica-
ción no sólo pasa por las palabras, implica también el tono de
voz, la mímica del rostro, los gestos. Incluso si no presentan los
estigmas de la victimización, el cuerpo del testigo expresa el re-
cuerdo de los tormentos soportados». Por eso propone incorpo-
rar a la metodología de las entrevistas el análisis del sufrimiento
«estética del testimonio». Así, las narrativas del trauma o el su-
frimiento no agotan la experiencia del sufrimiento social. Aparte
de los testimonios orales de las víctimas, que siguen siendo un
vehículo crucial de acceso a la experiencia del sufrimiento, es
preciso mirar ciertos —a veces pequeños, minúsculos— rituales
cotidianos, expresiones artísticas, actos conmemorativos clan-
destinos, y, muy especialmente, expresiones somáticas —corpó-
reas— del dolor y el trauma, desde la cotidianidad hasta los con-
textos de entrevistas de investigación.
Después de este debate general sobre algunas de las caracte-
rísticas específicas de la antropología de la violencia, para aca-
bar, discutiré por separado los dilemas metodológicos que se me

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han planteado al estudiar tanto las infiltraciones de la violencia
estructural y cotidiana en el espiritismo de María Lionza en Ve-
nezuela, como el despliegue contemporáneo de una violencia de
retaguardia que tuvo lugar en un contexto bélico hace más de
setenta años, como es el caso de las exhumaciones de fosas co-
munes de la Guerra Civil.

5.3.1. De las violencias cotidianas...

Mi trabajo de investigación sobre las expresiones de la vio-


lencia delincuencial y cotidiana en el culto de María Lionza tra-
za una ruta que va del cuerpo a la memoria, al trauma y vicever-
sa. Pero en este caso el vehículo del trauma social no era tanto la
expresión oral, sino la posesión espiritista y sus sofisticados re-
gistros corpóreos. Supuso mi primer contacto sobre el terreno
con situaciones muy sórdidas de violencia cotidiana. Mi proyec-
to inicial consideraba las formas de posesión emergentes en el
culto como una especie de caleidoscopio corpóreo a través del
cual descifrar la sociedad venezolana más allá de la lógica y el
contexto del ritual religioso. Antes de viajar a Venezuela, pensa-
ba de un modo algo bucólico en el interés que podía tener el
espíritu de Simón Bolívar para entender cómo se filtraban las
ideologías oficiales del Estado a las formas de corporalidad po-
pulares, o en la plasmación corpórea de las estampas literarias
de los caciques indígenas coloniales, o en la capacidad del culto
de absorber muchas de las estrategias terapéuticas populares y
biomédicas. Sabía de la dificultad de trabajar en Caracas, pero
desconocía el dramatismo con el que los ambientes sociales en
los que iba a investigar el espiritismo, los barrios, estaban im-
pregnados de violencia y muerte. La inmersión en el trabajo de
campo cambió rápidamente mi percepción. Como alguna vez he
comentado más informalmente, estas violencias del día a día me
«saltaron a la cara» desde que pisé Caracas, condicionaron pro-
fundamente mi proyecto sobre María Lionza desde el principio
de mi trabajo de campo, y me incitaron a desarrollar una línea
de investigación que dura hasta el presente. La violencia cotidia-
na me afectaba en dos aspectos fundamentales: la peligrosidad
de los barrios populares de Caracas, a los que tenía que entrar
casi cotidianamente, y la reciente llegada al culto de unas cate-

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gorías de espíritus nuevas que estaban directamente relaciona-
das con el mundo delincuencial: los espíritus de delincuentes o
malandros, por un lado, y los espíritus de africanos y vikingos,
por el otro. Si los espíritus malandros recreaban las vidas frági-
les, rápidas y cortas de muchos jóvenes de los barrios muertos en
refriegas callejeras, los africanos y vikingos exploraban los lími-
tes de la violencia, el dolor y la muerte en unos despliegues ritua-
les donde predominaban prácticas de automutilación y domina-
ba el lenguaje de la sangre como recurso terapéutico y marcador
de prestigio. A mi sorpresa inicial se unió la constancia de que el
espiritismo no era en absoluto ajeno a la práctica cotidiana de
las violencias —se comentaba, por ejemplo, que algunos policías
mordían las balas en cruz al hacer operativos en los barrios, y
que los jóvenes se protegían de las acciones policiales con con-
tras espiritistas— y que era incluso muy practicado entre las ban-
das —como, por ejemplo, en los llamados entierros de malandros.
Ante la certeza de que las violencias cotidianas eran parte
consustancial de mi escenario de investigación, se me plantea-
ban dos opciones fundamentales. La primera de ellas, sufrirlas
«en silencio» durante el trabajo de campo pero escindirlas del
proyecto de investigación, pasando de puntillas por ellas. Esto
sólo hubiera sido posible si a mi investigación subyaciera un
concepto «tradicionalista» del culto, menos interesado en las
transformaciones y novedades que en las permanencias y «clasi-
cismos» de esta práctica religiosa. La segunda, incorporarlas ple-
namente a su diseño, tratando de adecuarlo con la mayor hones-
tidad posible a la naturaleza y los contornos de los procesos con
los que me iba encontrando. Como mi visión del culto era la de
una práctica emergente, carente de una ortodoxia clara, tocada
por el vértigo de la modernidad petrolera y en permanente esta-
do de mutación, eran precisamente estas nuevas formas de cor-
poralidad violenta las que más interés me despertaban, junto a
la transformación también evidente de las prácticas espiritistas
más «clásicas», no tanto por la violencia en sí como por la nove-
dad. Por otro lado, el ambiente académico en el que me había
formado durante el doctorado me empujó también en esta se-
gunda dirección. Textos como los de Taussig (1987) o Starn (1992)
nos animaban a los antropólogos a no dejar pasar de largo el
estudio de las violencias que estaban directamente engranadas
con las relaciones sociales, políticas y simbólicas de los grupos

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humanos con los que trabajábamos, y el doctorado se empezaba
a poblar de cursos siempre abarrotados de estudiantes tales como
«violencia y cuerpo» o «antropología de la violencia, el genoci-
dio y el sufrimiento social». Era el momento de tomar en consi-
deración la consigna que una de mis directoras de tesis, Nancy
Scheper-Hughes, nos transmitía a todos los estudiantes de su
entorno que salíamos para el campo: wherever you are, follow the
dead, wounded and most vulnerable bodies. Y, ajustando mi pro-
yecto inicial para incorporar el análisis de las prácticas espiritis-
tas no anticipadas que me encontré sobre el terreno, dediqué a
ello parte de mi tiempo.
Mirando retrospectivamente, hay tres ingredientes del estu-
dio de estos aspectos violentos de la sociedad venezolana y del
culto de María Lionza que resultaron más delicados desde el
punto de vista metodológico que el resto de la investigación. Se
trata de problemas relacionados con la accesibilidad, la repre-
sentatividad de los aspectos violentos en el conjunto del fenóme-
no estudiado, y la representación. Respecto a la accesibilidad,
como ya he explicado antes, una parte muy importante de mi
investigación tuvo lugar en los barrios marginales de Caracas y
algunas otras ciudades de su alrededor, entornos sociales pro-
fundamente «despacificados» (Wacquant, 2004). A mi llegada
no tenía las claves necesarias para manejarme con soltura en
estos laberintos autoconstruidos repletos de callejones, escale-
ras y quebradas insalubres —que algunos autores ya denominan
ciudades-barrio—, con altos índices de pobreza, desestructura-
ción social, presión policial y delincuencia. Nunca llegué a apren-
derlos del todo, ni mucho menos. Mi peregrinación por algunos
de los barrios más complicados, por los senderos más recónditos
de la montaña de Sorte o por santuarios espiritistas en lugares
apartados, que ahora considero casi suicida, respondía a la pre-
sión etnográfica de experimentar de primera mano y con toda la
intensidad de la que era capaz los espacios sociales estudiados.
Yo mismo era muy crítico con algunos intelectuales «de sillón»
que opinaban sobre la vida en los barrios sin haber pisado uno
de ellos jamás. Fiel a los criterios consensuados en la disciplina
sobre la necesidad de la presencia para certificar la calidad y
«autenticidad» de los datos sobre el terreno, me sentía en la obli-
gación moral de experimentar en primera persona esos entor-
nos sociales para poder hablar con propiedad —o «autoridad»—

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sobre ellos. Tuve además la enorme «fortuna» de estar involu-
crado en algunos incidentes complicados de los que yo y mis
acompañantes salimos indemnes. Había «estado allí», rozando
la violencia hasta los límites de la «distancia prudencial» que
comprometía no sólo mi seguridad, sino la de mis informantes.
Sobre el «estar allí en el peligro», transcribo a continuación una
entrada de mi diario de campo en el que relato un incidente que
tuvo lugar en un conocido santuario espiritista del estado de
Portuguesa al que habíamos viajado desde Caracas, pasando por
Barquisimeto, y en el que, como en otros tantos momentos de
mi etnografía, Daniel Barrios fue la persona clave.

Después de varios meses de perder contacto debido a su


itinerancia, me había encontrado con Daniel Barrios en Bar-
quisimeto, donde me propuso que viajáramos a Agua Blan-
ca con un grupo espiritista local basado en el barrio de San
Juan de la Cañada. Ya entrada la noche, después de varias
horas de intenso espiritismo, cuando sólo quedábamos den-
tro de la cueva cuatro de los nueve miembros de la caravana,
Daniel empezó a recibir fluidos de espíritus. El primero en
bajar en su cuerpo fue el Gran Cacique Terepaima, que estu-
vo con nosotros durante una hora aproximadamente.
De repente, Terepaima anunció que tenía que irse por-
que había otro espíritu que deseaba poseer el cuerpo de Da-
niel y le estaba empujando para que saliera, insistentemen-
te. Era Jesús Eloy González. Caracas, definitivamente, llega
a cualquier sitio. Jesús Eloy fue un malandro que vivió en los
barrios del 23 de Enero, y que murió de una puñalada ases-
tada por una de sus culebras en El Valle en 1982. Había sido
uno de los mejores amigos de Daniel, al que conoció en su
pueblo natal de Güigüe, donde el malandro visitaba a su her-
mana con frecuencia. Unos doce años después de la muerte
violenta de Jesús Eloy, Daniel empezó a hacer peticiones a la
Reina María Lionza y a algunos otros espíritus para poder
recibir al malandro en su cuerpo. De este modo, Daniel se
convirtió en su única materia, al menos hasta el momento
[...] Cuando el espíritu de Jesús Eloy descendió en el cuerpo
de Daniel, parecía completamente drogado y, en su caracte-
rístico modo picaresco, comenzó a bromear sobre las cir-
cunstancias de la posesión. Se suponía que no debía de estar

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allí, pero, pana, se había colado, qué arrecho. Había otro es-
píritu chamarrero haciendo cola para poseer a Daniel, pero
él se las había arreglado para escurrirse entre medias del
que salía y del que entraba, aunque un poco trompicado,
claro. Pana, ese anís... Bueno, de hecho había llegado de
milagro porque lo que salió del cuerpo de Daniel parecía un
autobús a toda velocidad [Terepaima], que casi le atropella,
pana, y tuvo que echarse a un lado. Pana, qué arrecho es
estar por ahí en los callejones [cuerpos]. Bueno, ahora que
se había ajustado perfectamente en el cuerpo de Daniel,
«¿dónde estaba el bonche? ¿Qué es lo que es? ¿Dónde esta-
ban las jebas —chicas—? ¿Y qué tal un poco de bazuco para
agarrar nota?». Sin parar de vacilar y moviéndose con su tum-
baíto por toda la cueva, se aproximó a Gregoria, la única
mujer entre los que quedábamos en la cueva, para ver si en-
ganchaba algo. Bobo salió y fue hacia el carrito en el que
habíamos venido desde Barquisimeto para buscar un ciga-
rrillo Belmont para el malandro. No regresó. Jesús Eloy se-
guía insistiendo en que si no le dábamos algo para fumar se
iba, así que Héctor salió para ver por qué no regresaba Bobo.
Volvió con malas noticias. Las cosas no estaban muy claras
fuera. Había un coche que había llegado hacía poco y tenía sus
luces apuntadas hacia nuestro carrito, y unas cuantas personas
(no pudo precisar el número) estaban caminando en círculos
en torno a nuestros compañeros. Jesús Eloy se hizo dueño de la
situación. De hecho, ésa y no otra era la razón por la que había
dejado su bonche en Caracas para poseer a Daniel. Los recién
llegados no tenían las mejores intenciones, estaban allí para
robarnos, y de ahí para arriba. Pero tranquilos, que él se hacía
cargo de la situación. En todo caso, él ya estaba muerto y bien
muerto, así que no temía a nadie. Sería mejor, claro, si tuviéra-
mos un hierro [pistola]. Todos estábamos muy nerviosos, pero
Jesús Eloy continuó su vacilón sin parar. De repente, nos en-
contramos caminando detrás de él hacia el exterior de la cueva.
Allí nos encontramos con que el resto de nuestros compañeros,
que creíamos durmiendo en el carrito, estaban todos levanta-
dos. Cada minuto, más o menos, Antonio, la materia de Bar-
quisimeto, echaba un chorro de gasolina sobre la hoguera casi
extinguida. Con el fuerte viento, una lengua de fuego se elevaba
e iluminaba durante unos instantes nuestros alrededores.

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Dos o tres personas desconocidas estaban caminando en
torno a nosotros, y un muchacho joven estaba hablando con,
o mejor dicho, interrogando a Antonio y Héctor. Tan pronto
como Jesús Eloy llego a la escena, se apropió de ella. Comen-
zó a interaccionar con el muchacho que estaba de gancho
ciego entre nosotros, bromeando con él y confundiéndole.
«Somos la misma gente», no hay problema, no tenemos por
qué sospechar los unos de los otros. Jesús Eloy siguió ha-
blando con esta persona en un tono callejero durante al me-
nos veinte minutos. El extraño estaba muy tenso y justifica-
ba el hecho de que sus compañeros estuvieran dando vueltas
a nuestro alrededor porque no se fiaban de nosotros. ¿Qué
hacíamos nosotros, al fin y al cabo, a las cuatro de la madru-
gada en mitad de un bosque solitario? Lógicamente noso-
tros teníamos la misma duda. Nos preguntó que cuántos
quedaban dentro de la cueva, a lo que el espíritu le contestó que
era difícil de saber, pero que unos veinte o así (éramos nueve
en total). De repente, Jesús Eloy miró alrededor y, pana, ¿no
era ése el carrito de Caricuao? Se subió al carrito entre risas
y se colgó de la puerta, gritando a otros carros como si se
encontrara en medio de una autopista de Caracas. Nuestro
visitante estaba perplejo. Unos minutos después, fue Héctor
el que subió al carrito un momento (era su vehículo) y Jesús
Eloy le dijo que no había necesidad de sacar el hierro (que no
teníamos), que todo estaba bajo control. Después de bastan-
tes minutos, Héctor reveló con cautela a la persona que esta-
ba con nosotros que en realidad Daniel no era «él mismo»,
sino que estaba en trance con un espíritu malandro, Jesús
Eloy. La actitud del joven cambió totalmente.
Dijo entender. Sabía de lo que estábamos hablando, no
necesitábamos explicarle nada más. Después de unos ebrios
minutos, Jesús Eloy nos anunció que le estaban esperando
en un bonche, y que estaba un poco cansado de nosotros, tan
aburridos. Y así tres de nosotros regresamos con él al inte-
rior de la cueva. Allí nos recomendó que tuviéramos mucho
cuidado. Que la situación no estaba fácil y que esa gente era
peligrosa. De todos modos, la protección de los espíritus, y
especialmente la de la corte malandra, estaba con nosotros.
Él había hecho lo que podía, y «no estaba mal, ¿eh?», pero
ahora era mejor que nos preparáramos para cualquier con-

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tingencia. Dejó el cuerpo de Daniel mientras canturreaba su
canción favorita, La cárcel, y nos anticipaba las delicias del
bonche en el barrio del 23 de Enero al que se dirigía en esos
momentos. Nosotros quedamos preocupados y silenciosos
en la cueva. ¿Qué hacíamos? Cuando Daniel se recuperó del
trance, a los pocos minutos, le contamos lo sucedido. No se
podía creer la historia. Aún tuvo un destello de humor para
decirme que ahí tenía la prueba de que él no fingía sus tran-
ces. Siendo un cobarde como era, de toda la vida, jamás hu-
biera podido fingir a Jesús Eloy en un trance semejante, con
tanta responsabilidad. De ningún modo. Cuando salimos de
la cueva, pudimos ver al grupo de extraños hablando cerca
de su coche, que aún tenía sus luces apuntadas hacia nues-
tro carrito, durante unos minutos. En medio de nuestro ner-
viosismo (Héctor había sacado un machete de algún escon-
dite en el vehículo, y se mostraba dispuesto a usarlo, otros
compañeros estaban recogiendo palos y piedras), nuestros
visitantes decidieron dejarnos en paz, se montaron en su carro
y se fueron sin intercambiar otra palabra [...] Después de
este incidente, cada vez que Jesús Eloy poseía a Daniel, ja-
más perdía la oportunidad de recordarnos los detalles de su
heroísmo en la madrugada. «Esa historia sí que es buena,
pana, eso sí que fue arrecho».

Entraba y salía de los barrios casi diariamente corriendo ries-


gos semejantes a los de cualquier otra persona, pero tomé la deter-
minación de no trabajar más que episódicamente y con cierta «frial-
dad empática» con algún miembro de las bandas callejeras. Lo
contrario hubiera precisado de una infraestructura y estrategia
de acceso completamente distinta, y mucho más arriesgada. Aquí
el culto de María Lionza vino en mi ayuda. Trabajar con espíritus
de malandros y de africanos y vikingos tenía dos vertientes. Por
un lado, se me aparecían como expresiones rituales idóneas para
ratificar mi hipótesis de la modernidad del culto y de su capaci-
dad para dialogar con la realidad social más allá del ámbito es-
trictamente religioso; por otro, actuaban como una suerte de «sub-
contrata etnográfica» que me permitía analizar el mundo de la
violencia cotidiana y delincuencial a través de una de sus expre-
siones más benignas para el investigador: su ritualización contro-
lada, una fórmula de «etnografía a la distancia adecuada». Aun

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así, tuve que aprender a negociar con los espíritus de la violencia
en los contextos ceremoniales. El espiritismo también me permi-
tió encontrarme con Juan Tití, uno de mis informantes más pre-
ciados: un antiguo niño de la calle y después malandro que había
dejado ese mundo, aparentemente, gracias al culto, y con el que
pude establecer una relación más estable, aunque no exenta de
desconfianza (Ferrándiz, 2003).
Finalmente, la antropología del cuerpo se convirtió en un eje
básico a la hora de comunicar ambos niveles de violencia, ritual y
delincuencial. La violencia cotidiana y los ritos espiritistas com-
partían los mismos cuerpos, las mismas lógicas de masculinidad
popular, e incluso las mismas heridas. Por ello, era posible conce-
bir los cuerpos y corporalidades espiritistas como hojas de ruta de
las condiciones que generan y posibilitan las violencias juveniles,
así como de su significación. La exposición al trance con espíritus
africanos y vikingos produce entre los jóvenes un tipo de cuerpos
especializados en la gestión física y simbólica de las violencias
cotidianas. La violencia autoinfligida de estos espíritus tiene, por
un lado, componentes terapéuticos —a nivel social y en la propia
lógica curativa del culto—, por otro lado subraya, literalmente, las
«otras» heridas producidas en la vida cotidiana en los barrios y,
finalmente, resuena con las heridas de la memoria. Las venas abier-
tas de una juventud marginalizada y enredada en múltiples con-
flictos serían en este caso un mapa tridimensional sin cuyo desci-
framiento adecuado nos perderíamos en los estereotipos más
manidos de la violencia juvenil en los barrios venezolanos. Como
ejemplo de los intentos de capturar estas violencias rituales sin
caer en los lugares comunes de la interpretación de la violencia en
Venezuela, transcribo un fragmento de mi diario de campo donde
relato mi primer encuentro con los africanos y vikingos en la mon-
taña de Sorte, y que utilicé para encabezar mi interpretación de
esas nuevas entidades que estaban llegando al culto (2004b).

Montaña de Sorte (Yaracuy, Venezuela), principal centro


de peregrinación del culto de posesión espiritista de María
Lionza. Semana Santa de 1994. Morrongo, un muchacho del
barrio de Los Mangos en La Vega, Caracas, de apenas 15
años, había llegado a la montaña con un grupo de amigos,
que algunos de mis acompañantes calificaron de malandros
—delincuentes. Pronto se desentendieron de él, y comenzó a

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caminar sin rumbo, silencioso, entre los altares que se esta-
ban instalando en la base de la montaña. La historia de Mo-
rrongo capturó inmediatamente la atención de los marialion-
ceros que llegaban al santuario, y pronto se convirtió en una
alegoría desgarrada de la violencia cotidiana en la Venezuela
del cambio de siglo. El sinsentido de la experiencia de Mo-
rrongo, tan trágico y tan común, recorría las conversaciones.
Algunos compartían con él sus alimentos. Otros le acogían
durante la noche. Los médiums o materias más jóvenes le
prometían ceremonias curativas con sus espíritus más po-
derosos, los polémicos africanos y vikingos. Morrongo era,
desde hacía tiempo, un muchacho de la calle. Seis meses
antes de su viaje a Sorte, en su barrio, un joven encapuchado
le había disparado por la espada en cuatro o cinco ocasio-
nes. Aunque sobrevivió al atentado, las secuelas habían sido
dramáticas. Había perdido la memoria, apenas balbuceaba
algunas palabras, y ya no era capaz de leer ni escribir. Su
brazo derecho estaba paralizado y caminaba con dificultad,
siempre mirando al frente. Las cicatrices dejadas por algu-
nos de los proyectiles en su cuerpo eran evidentes. Una de
las balas todavía sobresalía de la parte superior de su crá-
neo. Como si se tratara de una reliquia milagrosa, algunos se
acercaban con cautela, sobrecogidos, a tocarla.
El segundo día de su estancia en la montaña, Morrongo
fue el protagonista de una ceremonia espectacular. Era por
la tarde en Sorte. El movimiento nervioso de médiums y ayu-
dantes rituales, el altar cubierto de estatuas de espíritus, ve-
las, licores, flores y frutas, los símbolos todavía intactos pin-
tados en el suelo con talco, la obsesiva descarga de tambores,
todos ellos anuncian el inicio de una ceremonia en uno de
los espacios rituales —portales— situados junto al río. Dos
materias jóvenes, apenas vestidas con unos pantalones cor-
tos rojos, se preparan para el trance. Contemplan la escena
entre cincuenta y sesenta espectadores, en su mayoría jóve-
nes venidos de distintos rincones de Venezuela. Uno de los
médiums se sitúa frente al altar y comienza su trance de una
forma dramática. El espíritu que viene, Erik el Rojo, le po-
see con gran violencia, como una mano que entra con lenti-
tud y precisión en un guante, de abajo arriba: primero una
pierna, luego la otra, después un brazo y un costado, final-

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mente el otro. Enseguida, sus rasgos faciales se endurecen,
se le abren desmesuradamente los ojos y brota un grito fe-
roz, sostenido, de su garganta. Tras el primer impacto, la
materia contorsiona bruscamente su cuerpo. Eleva sus bra-
zos al cielo y comienza a caminar con convulsiones, siempre
gritando. Pronto, su cara se puebla de agujas y, tras cortarse
en repetidas ocasiones con una cuchilla de afeitar que le fa-
cilitan sus ayudantes, la sangre comienza a deslizarse por
sus antebrazos y su pecho. Mientras tanto la segunda mate-
ria, José Luis, cae súbitamente al suelo de espaldas. Comien-
za a levantar su espalda en tensión, brota sangre de su boca
junto al turbador grito de los africanos y vikingos. Llega a su
cuerpo el espíritu Eriko, y el médium pronto se incorpora,
con su mentón ensangrentado.
Entre la multitud, empujados por los tambores y las pal-
mas de los asistentes, Erik el Rojo y Eriko se sitúan frente a
frente. Elevando sus brazos y girando parcialmente sobre su
cintura, se miran y evalúan las heridas iniciales. Ambos mé-
diums se van tiñendo de sangre, tratando de establecer su
preponderancia sobre el otro. Comienzan a moverse por la
explanada con el caminar esquelético, espasmódico, descom-
pensado, que caracteriza a estos espíritus. Un poco más tar-
de, ya sentados junto al paciente, intensifican el ciclo de vio-
lencia autoinfligida. Cortes de cuchilla en la lengua, en el
tórax, en los antebrazos, en los muslos. Largas agujas rema-
tadas con tiras de trapo rojas en las mejillas, en las cejas o
incluso, en el caso de José Luis, en el cuello, amenazando la
vena yugular.
Jaleados por todos los presentes, empiezan la curación
de Morrongo, que está tendido en el suelo en un espacio ri-
tual circular dibujado con talco, rodeado de velas de colores.
Tiene lugar un episodio de extraña disonancia. Los espíritus
llaman a un niño para que acaricie la cabeza al paciente.
Una mujer madura se sitúa junto a él y lee pausadamente la
Biblia, en voz baja. Los médiums en trance recorren su cuer-
po con suma delicadeza —especialmente el brazo y la pierna
paralizados—, con sus manos impregnadas de sangre, y pé-
talos de rosa sujetos entre los dedos. Mientras, ahora sí, rei-
na el silencio, sólo interrumpido por las instrucciones toscas
de los espíritus a sus bancos y los sonidos continuos del atar-

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decer en la selva. Con la llegada de la oscuridad, los médiums
se preparan para volver a tierra. La salida del trance de José
Luis es escalofriante. Se retuerce, tosiendo con gran violen-
cia. Algunos comentan que no va a vivir mucho si no modera
la intensidad de su relación con los espíritus africanos y vi-
kingos. Unos minutos después, ya fuera del trance pero con
su cuerpo todavía manchado con regueros de sangre seca, se
enzarza en una pelea con un guardia nacional que estaba de
servicio vigilando la ceremonia. Pasará tres días arrestado
en el calabozo.

Respecto a la representatividad, mientras que para mí estas


violencias rituales pronto se convirtieron en una muestra clara
de la flexibilidad e incluso «creatividad» del culto, capaz de crear
nuevos y sofisticados lenguajes corporales en sintonía próxima
con las preocupaciones y experiencias del día a día de los fieles,
muchos médiums espiritistas las despreciaban y las considera-
ban ilegítimas y poco representativas del «auténtico» espiritis-
mo, enraizado en supuestas tradiciones ancestrales y alejado de
las «bacanales malandras» y de los sobrecogedores despliegues
rituales de sangre de los africanos, a pesar de su uso terapéutico.
Algunos trataron de disuadirme de prestarles mayor atención, se-
ñalándome estas prácticas como ejemplos de «contaminación»,
«falta de formación» o «ignorancia» del verdadero espiritismo
practicadas por jóvenes descarriados de los barrios sin la forma-
ción adecuada. Para el público en general, en Venezuela, estás
prácticas que veían con cierta frecuencia en algunos programas
amarillistas de televisión eran prueba de la falta de cultura de los
habitantes de los barrios —tierrúos—, y se podían incluso inter-
pretar en ocasiones en clave satánica. En el contexto académico,
mi trabajo sobre la violencia ritual provocó que en alguna oca-
sión se me atribuyera la práctica de una «antropología-espec-
táculo» dependiente de las modas académicas y editoriales, y de
contribuir con ello a la sobreestigmatización de los grupos so-
ciales a los que dedicaba mi investigación, en vez de recoger as-
pectos más positivos y menos espectacularizados de su experien-
cia cotidiana y de su religiosidad. Pero, ¿qué podía hacer enton-
ces? ¿Barrer estas prácticas violentas debajo de la alfombra? Estas
últimas consideraciones están muy relacionada con el tercer as-
pecto conflictivo de mi investigación sobre el culto de María Lion-

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za que quiero destacar: las retóricas o tramas etnográficas más
adecuadas para hablar sobre todo ello en el registro académico.
Respecto a la representación: los debates en torno a las políti-
cas de representación toman un sesgo especial cuando de lo que
se trata es de hablar de violencias. Dentro de este campo, algunos
autores, como Schmidt y Schröder, han delineado una tensión
entre aproximaciones de tipo analítico y de tipo subjetivista a la
violencia, opciones teórico-metodológicas que tienen repercusio-
nes claras no sólo en los presupuestos de la investigación sino
también en los tipos de textos que se producen. En su opinión,
para que la antropología de la violencia haga una contribución
importante al entendimiento comparativo de la violencia en el
mundo, debería enfatizar el análisis causal de los aspectos mate-
riales e históricos de los hechos estudiados. Priorizar de forma
reflexiva la experiencia cotidiana y los testimonios de los actores
de la violencia, como hacen los autores de tendencia subjetivista,
nos situaría en una retórica de camuflajes, silencios y desinfor-
maciones que impide la comprensión «correcta» —histórica, com-
parativa— del fenómeno (2001).
Los autores que optan por colocar la cotidianidad, la descrip-
ción etnográfica, los aspectos subjetivos y/o los testimonios de los
informantes en el centro de sus investigaciones y representacio-
nes de la violencia, marco en el que he escrito la mayor parte de
mi textos sobre la violencia en el culto, siguen una lógica diferen-
te a la expuesta por Schmidt y Schröder. Robben y Nordstrom
sostienen que la experiencia es indisociable de la interpretación,
tanto para las víctimas, como para los perpetradores, así como
para los antropólogos. No podemos entender la violencia sin ex-
plorar las tramas en las que se representa —incluyendo, por su-
puesto, las tramas corpóreas. La forma de minimizar las distor-
siones que la narración necesariamente provoca sobre los hechos
violentos es permanecer lo más cerca posible del flujo de la vida
cotidiana (1995). Aunque a veces los términos de los debates plan-
tean estrategias de investigación y representación excluyentes,
quizá una salida —que he intentado ensayar en alguna ocasión—
podría ser no estar del todo ni «aquí» ni «allá», estar en ambos
lugares a la vez o, mejor aún, reconocer las diferentes estrategias
como complementarias y mutuamente enriquecedoras, incluso
disponibles alternativa o conjuntamente en el repertorio de un
mismo autor.

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Hay otro aspecto relevante directamente relacionado con la
naturaleza y textura de las retóricas etnográficas con el que he
tenido también que enfrentarme a la hora de escribir sobre las
expresiones de la violencia social en el espiritismo. Los debates
sobre las políticas de la representación en la antropología de la
violencia se mueven en la delgada línea que hay a veces entre el
«realismo», la «denuncia» y la «pornografía de la violencia». En
mi experiencia, el investigador siempre tiene una relación ines-
table y cambiante con las violencias que investiga, y eso le fuerza
a replantearse con frecuencia, desde un punto de vista ético, su
escritura y las consecuencias que ella pueda tener. Coincido con
Bourgois, y así he intentado expresarlo en mis textos sobre el
culto y las violencias cotidianas, en la necesidad de enfatizar el
aspecto reflexivo de nuestra tarea etnográfica cuando tratamos
de temas de violencia, evitando el sensacionalismo y el gore y
proporcionando contexto denso y crítico a los fenómenos que
analizamos, sin llegar a «sanitizarlos» (2005). Envolverlas en
contexto denso, como aplicación directa de la «imaginación et-
nográfica» descrita anteriormente, podría frenar al menos par-
cialmente el posible «efecto espectáculo» de estas violencias, res-
catándolas de la trivialización y la mercadotecnia. Y del talante
crítico, la inevitabilidad o «desanclaje» estructural de estas vio-
lencias y la celebración más o menos entusiasta y poco reflexio-
nada de lo popular que a veces se infiltra en ciertos textos im-
pregnados de nostalgia y «exceso de empatía».
En conjunto, mirando retrospectivamente, esconder o nin-
gunear a los malandros y, especialmente, a los africanos y vikin-
gos, o al menos haberlos convertido en epifenómenos sin impor-
tancia analítica para entender el culto o la sociedad venezolana,
me hubiera ahorrado no pocos disgustos. Sin embargo, hubiera
silenciado u obviado la oportunidad de afrontar mi tarea —y mi
responsabilidad— como antropólogo con uno de los problemas
más acuciantes de la sociedad venezolana contemporánea que,
en una de sus expresiones ritualizadas, estaba llegando en esos
años al culto y ha acabado por apoderarse de él en los años suce-
sivos, pese a los esfuerzos más o menos denodados de las admi-
nistraciones públicas por frenar la violencia cotidiana y de los
espiritistas más clásicos por expulsar a estos espíritus del culto.
Y, a mis ojos, me hubiera simplificado la vida pero empobrecido
el resultado de mi etnografía.

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5.3.2. ...a los paisajes posbélicos

Como ya he comentado, en 2003, tras completar mi proyecto


de investigación sobre el culto espiritista de María Lionza en
Venezuela, empecé a seguir el proceso de exhumaciones de fosas
comunes de la Guerra Civil, en el contexto de los debates sobre
las políticas de la memoria en la España contemporánea. La nueva
conciencia de que muchos de los parajes rurales en los que algu-
nos siguen viviendo y otros disfrutábamos de las bucólicas vaca-
ciones veraniegas, contenían, en no pocos casos, fosas abando-
nadas y diversos escenarios de la represión, en una escala im-
pactante, ha supuesto para muchos una fuerte conmoción que ha
desembocado en un movimiento social de una magnitud que
trasciende los ámbitos locales de recuperación de cadáveres en
los que nació, en su manifestación más reciente, en torno al año
2000 (Ferrándiz, 2005, 2006, 2009a, 2009b, 2010b).
La primera pregunta que me hice fue: ¿hay alguna razón para
que la antropología social y cultural se involucre en el estudio de
las memorias suprimidas, de las cajas negras de la represión, de
los esquemas victoriosos de los vencedores de una guerra civil,
de la deriva de los monumentos conmemorativos, de los resi-
duos de antiguas cárceles y campos de concentración, del movi-
miento y gestión pública y privada de esqueletos y fosas comu-
nes, de la vida política, jurídica y mediática de los cadáveres?
Pienso que sí, por diversas razones. Primero, porque como algu-
nos colegas han señalado (Verdery, 1999; Robben, 2000; San-
ford, 2003), el análisis de fosas comunes y cuerpos violentados
permite una convergencia productiva de antropologías de, entre
otras, la violencia, la muerte, la victimización, los derechos hu-
manos, el duelo, las emociones y el sufrimiento social, la memo-
ria, el ritual, el parentesco, los medios de comunicación, los pro-
ductos audiovisuales o el arte. Al mismo tiempo, las exhumacio-
nes y las acciones sociales, políticas y simbólicas que tienen lugar
en torno a ellas son lugares etnográficos de juego profundo, al
tiempo complejos, exigentes y enormemente fértiles, condensan-
do múltiples procesos que van desde las emociones más profun-
das y los gestos casi imperceptibles a los espasmos mediáticos o
la alta política (Geertz, 1987b) .
A grandes rasgos, las principales dificultades con las que me
he encontrado en esta investigación hasta el momento son: 1) la

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complejidad y competitividad del espacio etnográfico preferen-
te de la primera fase de la investigación —las exhumaciones— y
la insuficiencia del conocimiento público del papel del antropó-
logo social; 2) la presión social y mediática sobre la devolución
de conocimiento; y 3) las políticas de representación de la vio-
lencia. Las exhumaciones son espacios etnográficos difíciles de
manejar para todos los actores sociales presentes, y también para
los antropólogos sociales. A la tensión que acompaña la emer-
gencia paulatina de los restos, la presencia emocionada de fami-
liares, la circulación de imágenes y detalles sobrecogedores so-
bre las circunstancias de los fusilamientos, se añade la falta de
protocolos de interacción y comportamiento predefinidos y, para
muchas de las personas presentes, de una hoja de ruta política,
simbólica y emocional para navegar por estas situaciones que,
en muchos casos, sólo experimentará una vez en su vida (2009b).
Las reglas generales de interacción, acceso a los restos, e incluso
«comportamiento apropiado», las negocian algunos familiares,
las asociaciones y los equipos técnicos, especialmente los más
directamente involucrados en la excavación de los restos, pero
no siempre funcionan o son igualmente satisfactorias para todos.
En este entramado, aunque los antropólogos sociales tene-
mos los marcos teóricos y metodológicos para interpretar las
violencias y los paisajes desolados que dejan tras de sí, carece-
mos del entrenamiento disciplinar que tienen, por ejemplo, los
forenses, para estar tan cerca de ellos. En este caso, de los cadá-
veres violentados, y de todos los procesos que desencadena su
visualización gradual. En relación con el posible choque existen-
cial del que hablan Robben y Nordstrom (1995), la etnografía
requiere en este caso, necesariamente, de un entrenamiento
emocional paulatino —que no deja de ser una parte importante
de la propia etnografía— para asumir un entorno a flor de piel de
manera relevante para el proceso de investigación. Y sobre esta
base, tomar decisiones a veces complicadas sobre la idoneidad
de una entrevista en un momento determinado, la filmación o
fotografiado de una situación concreta, la selección de informan-
tes en un campo social muy fluido y volátil, o la gestión del ner-
viosismo provocado a veces por la propia sobrepresencia de ex-
pertos, periodistas, políticos y militantes sobre el terreno, que
podría producir cierta fatiga investigadora o saturación de docu-
mentación y registro en algunas de las personas que acuden a las

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exhumaciones, ya sometidas a una tensión emocional importan-
te por la mera aparición de los cadáveres y la recreación dramá-
tica de aquellos sucesos trágicos (Clark, 2008).
Respecto a la supervivencia del antropólogo social en un lim-
bo profesional entre los diversos investigadores trabajando en
diversos aspectos de la memoria histórica en España, haré unas
consideraciones generales —referidas especialmente a las exhu-
maciones— que pueden extrapolarse a la disciplina en general.
Una vez elegidas las excavaciones de fosas comunes como esce-
nario de arranque y anclaje de mi investigación a largo plazo so-
bre las políticas de la memoria en la España contemporánea, me
puse en contacto con Emilio Silva, presidente de la Asociación
para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) y soció-
logo de formación, que percibió desde el principio la relevancia
de que hubiera antropólogos presentes, y siempre ha tenido la
voluntad de sumar esfuerzos de diferentes especialistas para
analizar y entender distintos aspectos de un fenómeno tan polié-
drico. Sin embargo, no todo el mundo en el entorno de las exhu-
maciones entendía inmediatamente qué era un antropólogo so-
cial o para qué «servía» exactamente. Como me comentó en una
ocasión con una mezcla de curiosidad, sorna y afecto el forense
Francisco Etxeberria (Leizaola, 2006): yo coordino un equipo,
localizo una fosa, la excavo, identifico a los cuerpos, hago un
informe técnico y se los devuelvo a los familiares, ¿y tú? Él no
era el único con dudas. En cada exhumación, casi en cada pri-
mera toma de contacto con las personas allí presentes, empeza-
mos la etnografía respondiendo preguntas. ¿Qué es lo que apor-
tábamos en esos escenarios de la violencia? ¿Sabíamos desente-
rrar huesos o identificar desaparecidos? ¿Podíamos dar apoyo
psicológico? ¿Trabajábamos para la prensa? ¿Podían contarnos
entre los activistas de la memoria? ¿Qué soluciones ofrecíamos
al sufrimiento de las víctimas? ¿Quién se leía lo que escribía-
mos? ¿Para qué servía nuestra presencia?
Al principio del proceso, cuando las diversas asociaciones de
recuperación de la memoria empezaron a hacer convenios con
universidades o a contactar con especialistas para formar equi-
pos técnicos para llevar a cabo las exhumaciones con unos pro-
tocolos más consolidados, los antropólogos sociales muchas ve-
ces no estábamos entre los expertos considerados indispensa-
bles, a pesar de que muchas de las cosas que ocurren en estas

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excavaciones han sido y son objeto de interés académico en nues-
tra disciplina desde hace décadas, como he señalado antes. A día
de hoy, muchas descripciones de las exhumaciones en la prensa
constatan la presencia sobre el terreno de «historiadores, foren-
ses y arqueólogos», pero raramente la de antropólogos sociales.
Esta falta de visibilidad pública de nuestra labor es en ocasiones
preocupante. Si todo el mundo sabe más o menos lo que le co-
rresponde hacer a un arqueólogo, a un forense, a un psicólogo, a
un periodista, a un político, o a un documentalista, el término
«antropólogo social» o «antropólogo cultural» produce cierto
desconcierto. Y ese desconcierto provoca no pocas veces corto-
circuitos de expectativas entre antropólogos e «informantes» de
diverso tipo. Nos ha llevado tiempo hacer que nuestra presencia
sea considerada oportuna y necesaria, especialmente a través de
una especialización paulatina en el proceso de recogida de testi-
monios que, de algún modo, más allá de su importancia meto-
dológica y también política (Ferrándiz, 2008b), se ha convertido
en nuestra coartada etnográfica para analizar otros procesos si-
multáneos pero más largos de explicar en cada exhumación y a
cada persona que nos pregunta qué hacemos allí.
El proceso de dar y recoger testimonios no es, por otro lado,
sólo una técnica de recogida de datos en un contexto de observa-
ción participante, sino que tiene un importante componente po-
lítico para personas que, como ocurre no pocas veces, rompen
su silencio —público y/o privado— por primera vez delante de
las cámaras de vídeo digital. Esto introduce un nuevo factor de
complejidad al trabajo etnográfico, ya no sólo relativo a la es-
tructura y significación de las comunidades emergentes de enun-
ciación y escucha, sino también al manejo de los materiales gra-
bados tras las exhumaciones. La especialización en los testimo-
nios, a su vez, nos pone en situación competitiva con otros
profesionales, especialmente con periodistas paracaidistas, cuando
los hay, al ser nuestras expectativas y estrategias de obtención de
información tan notablemente divergentes como lo puedan ser
la «entrevista en profundidad» y el sound bite —mordisco de so-
nido o cita jugosa.
En paralelo a nuestra consolidación en los equipos técnicos,
nuestro rango de actuaciones se ha diversificado notablemente.
Entre otras actuaciones, hemos coordinado exhumaciones oca-
sionalmente (Ignacio Fernández de Mata, La Lobera en Aranda

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de Duero, Burgos, 2004; Julián López y Francisco Ferrándiz,
Fontanosas, Ciudad Real, 2006), organizado conferencias y cur-
sos de verano, y participado más o menos activamente en aso-
ciaciones y en proyectos de recuperación de la memoria históri-
ca de calado (Ángel del Río y José María Valcuende, Proyecto
Todos los nombres de Andalucía; Julián López y María García,
Proyecto Todos los nombres de Ciudad Real, etc.).
Ante un tema como éste, es indispensable considerar el asunto
de la responsabilidad social de la antropología (Scheper-Hughes,
1995; Del Río, 2005; Sanford y Angel-Ajani, eds., 2006). En un
proyecto de esta naturaleza, candente desde el punto de vista del
debate social, las personas y los colectivos con los que trabajamos
nos requieren frecuentemente la devolución inmediata de resulta-
dos. Esto puede ocurrir en las mismas exhumaciones —por parte
de familiares que piden explicaciones o medios de comunicación
que buscan una opinión experta—, en los actos públicos donde se
explican los procedimientos seguidos durante la excavación, en
los rituales ad hoc de devolución de restos, en conferencias en
centros cívicos o de la tercera edad, en coloquios organizados por
asociaciones y partidos políticos, etc.
En algún otro lugar he señalado la importancia de que, en
determinados temas como los relacionados con las violencias y
el sufrimiento social, la antropología tenga la suficiente agilidad
como para convertirse en una disciplina de respuesta rápida
(2006). Esto no supone renunciar o restar importancia alguna a
los formatos y cadencias más habituales de la disciplina —aun-
que éstos se estén también transformando a mucha velocidad—,
sino ampliar el repertorio, ser capaces de diversificar los discur-
sos en los cuales transmitimos el conocimiento producido para
distintos tipos de fines y audiencias al tiempo que, como sugeri-
mos al principio, modulamos las estrategias de investigación para
aprehender adecuadamente problemas de evolución rápida, in-
cluso vertiginosa. Si conseguimos asumir este reto, quizá podría
entonces hablarse de una estrategia combinada de etnografías
fluidas diseñadas para afrontar problemas movedizos (Delgado,
2007) mediante una dialéctica de la sorpresa o iluminación recí-
proca (Willis y Trondman, 2000), y de ritmos y formatos múlti-
ples de devolución de conocimiento a la academia y a la socie-
dad. Como ya lleva años sucediendo en nuestra disciplina, y como
cada vez nos exigen más nuestras propias instituciones, profun-

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dizar en el registro de respuesta rápida nos permitirá aumentar
nuestra relevancia en debates sociales de actualidad proporcio-
nando análisis crítico en una variedad de contextos, desde re-
uniones académicas a asambleas de ONG o relaciones con los
medios de comunicación, en los que en ocasiones no estamos
todavía suficientemente representados o nos cuesta traducirnos
de forma relevante.
Respecto a las políticas de representación de la violencia, los
criterios de contexto denso, reflexividad y aparato crítico son bá-
sicos para el caso de las exhumaciones y la memoria histórica,
con la salvedad de que en este caso tenemos que interaccionar con
—y construirnos con relación a— campos de conocimiento tan
distintos entre sí como la historia, la psicología o la antropología
forense. Para matizar la discusión previa, pondré dos ejemplos,
relacionados con el proceso de digitalización de la memoria his-
tórica y, más en general, los problemas que plantean los produc-
tos audiovisuales de la etnografía de la violencia (Ferrándiz y
Baer, 2008). Las exhumaciones ofrecen imágenes muy explícitas
de la represión, inscrita en los cadáveres que salen paulatina-
mente a la luz. El ciclo más reciente de exhumaciones se ha pro-
ducido en el contexto de la sociedad de la información y el cono-
cimiento, y es éste un aspecto crucial en su despliegue por el
tejido social, los debates políticos e incluso el aparato judicial
(Ferrándiz, 2009a, 2010b). El abaratamiento de las tecnologías
de digitalización de imágenes —cámaras de vídeo y fotografía,
móviles— hace que podamos incluso plantearnos que el nuevo
lugar de la memoria sea su plasmación digital (Nora, 1989; Fe-
rrándiz y Baer, 2008). En las exhumaciones, un número muy
alto de las personas presentes disponen de estas tecnologías y
hay un registro digital casi compulsivo de todo lo que sucede,
aunque con motivaciones y estrategias de visualización muy di-
ferentes. Aunque hay una variedad enorme de actos, objetos y
personas digitalizables, la atención máxima generalmente se di-
rige a los huesos y, más concretamente, a las señales de violencia
inscritas en ellos. ¿Cómo encajar todas estas imágenes en el dis-
curso etnográfico? ¿Cómo pueden llegar a modificar el entendi-
miento del problema analizado y de la propia estructura de pro-
ducción del conocimiento etnográfico? ¿Es posible hablar de la
emergencia de una nueva franquicia en el mercado globalizado
del horror y el sufrimiento (Ignatieff, 1998, 1999)? Hablaré en

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primer lugar del uso de estas imágenes en presentaciones públi-
cas, y después, en publicaciones académicas.
En mis primeras presentaciones públicas usando PowerPoint,
trataba precisamente de desviar la atención de los restos óseos, en
un intento de mostrar que, de algún modo, en las propias exhu-
maciones había vida más allá de ellos, y que eran los procesos
paralelos de retejido de redes sociales, ritualización más o menos
espontánea del duelo, enunciación de narrativas del pasado en
contextos emergentes, etc. —que ocurrían no tanto dentro sino en
torno a las exhumaciones—, los que interesaban preferentemente
a la antropología social y cultural. En un momento de incerti-
dumbre sobre nuestro papel como investigadores en el proceso,
esto era lo que nos diferenciaba de otros especialistas. Mientras
que los arqueólogos y forenses trabajaban de las fosa hacia aden-
tro con protocolos muy técnicos, los antropólogos sociales (como
los psicólogos) trabajábamos de manera cualitativa de la fosa ha-
cia afuera, y esto podía marcarse de manera muy visible en las
conferencias, charlas o intervenciones públicas de cualquier tipo.
Entre imágenes de gestos de familiares, ofrendas rituales o fotos
antiguas, siempre mostraba algún cráneo con un tiro de gracia
explícito, de forma testimonial, para referirme al impacto que
«esas» imágenes habían tenido al salir a la luz publica en la Espa-
ña contemporánea. Ni siquiera me detenía demasiado en la ima-
gen. En la mayor parte de los casos usaba imágenes ya arrojadas
anteriormente de manera explícita a la mirada pública por algún
medio de comunicación de impacto (portadas de El País, por ejem-
plo), lo que me permitía manejarlas al mismo tiempo como fuen-
te secundaria sobre la plasmación mediática del proceso, y el des-
lizamiento de los umbrales de tolerancia hacia ciertas imágenes
de la violencia de la represión franquista de retaguardia.
Es decir, estaba utilizando la selección de imágenes —y el
descarte consciente de las de violencia más explícita o menos
mediatizada— para delimitar la disciplina frente, especialmen-
te, al estilo forense, a pesar de que mi proyecto se ocupa del aná-
lisis de las violencias. Se daba además una situación paradójica.
En muchas de estas intervenciones, coincidía con arqueólogos y
antropólogos forenses cuyas presentaciones visuales, a su vez
condicionadas por su propia formación disciplinaria, iban justo
en la dirección contraria. Tras presenciar varias veces largas pre-
sentaciones en las que los protagonistas eran los huesos exhu-

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mados, empezó a producirse una complicidad de estilo visual
(MacDougall, 1992, 1998) con algunos de los médicos forenses,
que a su vez cambiaron profundamente mi comprensión del tema.
Como el resto de la audiencia local, nacional e incluso interna-
cional, empecé a acostumbrarme a ver huesos de cadáveres fusi-
lados proyectados en grandes pantallas blancas, lo mismo que
poco a poco iba haciendo con los huesos en directo de las fosas.
Huesos digitalizados acompañados de medidas, flechas indica-
tivas, términos técnicos, reconstrucciones de trayectorias de dis-
paros, etc. Me di cuenta de que todas mis cautelas y la poca aten-
ción que estaba prestando a estas imágenes iba muy por detrás
del interés que tenía su procesamiento técnico en el proceso de
recuperación de la memoria histórica y del grado de absorción
—incluso saturación— que empezaba a haber de ellas en la so-
ciedad española y en circuitos más globalizados, proceso al que
no son ajenas diversas series de televisión de fuerte contenido
forense que se están convirtiendo en formas muy poderosas y ya
popularizadas de entender e imaginar diversos escenarios crimi-
nales (Kruse, 2010). Mi estudio debía incorporar de manera más
relevante no sólo los huesos tal como emergen en las exhuma-
ciones, sino también como son digitalizados por diversos acto-
res sociales y como son elaborados por distintos tipos de espe-
cialistas. Aun así, aun habiéndolos incorporado de manera más
relevante al análisis y a mis propias presentaciones, como vere-
mos a continuación, el temor permanente de que el uso promis-
cuo y descontextualizado tenga como consecuencia la banaliza-
ción de los hechos históricos y del sufrimiento social que aún
generan en la actualidad, lo que Bourgois llama pornografía de la
violencia, sigue siendo el límite.
Como segundo ejemplo: en una publicación que hice sobre la
etnografía de las fosas comunes (2006), se me ofreció la posibili-
dad de incluir varias fotografías. Al principio, en el interior de la
revista y, más adelante, en portada y contraportada. Al recibir la
propuesta del editor, me inquieté un poco. La imagen que ha-
bían seleccionado en la revista para la contraportada era una
toma cercana de dos cráneos con un tiro de gracia cada uno y
con las mandíbulas desencajadas. La imagen no sólo era extraor-
dinariamente explícita, sino que había sido tomada por el fotó-
grafo con un sentido más estético que documental, utilizando
las luces y sombras oblicuas del atardecer. Era una foto magnífi-

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ca. Escribí al editor comentándole las consecuencias que dar
prioridad a una imagen así podía tener, especialmente en el con-
texto de una investigación etnográfica y, particularmente, en
España. Era evidente que era la más impactante y la de mejor
calidad, ¿pero era también la más representativa? ¿Describía
mejor el proceso que otras tantas? ¿Era una publicación acadé-
mica el mejor soporte para ella? Imágenes como ésas estaban
circulando en España en los medios de comunicación y en el
ciberespacio, y eran parte fundamental, como hemos visto, de
los informes forenses y de sus presentaciones en PowerPoint ante
auditorios abarrotados. Por mi parte, estaba dispuesto a afron-
tar el debate sobre las políticas de representación en el discurso
antropológico, pero era algo para lo que había que armarse teó-
rica y psicológicamente. Finalmente esta imagen de contrapor-
tada fue sustituida por otra más benévola con la violencia cruda
de la represión franquista pero, sin duda, más cómoda y tan re-
presentativa del proceso de recuperación de la memoria históri-
ca como la primera: una toma general de la fosa una vez vaciada,
tras una ceremonia conmemorativa.
En este caso, desplazándose desde la violencia explícita a su
ritualización, el temor a la trivialización vía espectáculo del pro-
ceso de recuperación de la memoria histórica se había impuesto
sobre la imagen de impacto, con una especie de pudor visual que
otros especialistas con los que colaboramos considerarían teme-
roso. Las discrepancias disciplinares sobre las políticas de visi-
bilización del conocimiento científico son, como en el caso de
las violencias que hemos discutido, relevantes en la delimitación
y reconsideración de los límites de la representación etnográfi-
ca. La publicación tres años después de una foto muy semejante
tomada en la misma exhumación por el mismo fotógrafo, a co-
lor y a doble página, presentando el reportaje de El País Semanal
«Un tupido velo: 140.000 muertos invisibles» firmado por Ben-
jamín Prado (18-01-2009), supuso para mí la constatación de
otro giro de tuerca en los umbrales de tolerancia hacia ciertas
estéticas del horror en la España contemporánea respecto a las
violencias de la Guerra Civil y, en suma, una nueva reorientación
frente la «perplejidad de las curvas» del laberinto etnográfico.

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ÍNDICE

1. Introducción .......................................................................... 9
1.1. Consideraciones generales ........................................... 9
1.2. La etnografía ................................................................ 12
2. Los métodos científico y hermenéutico en antropología .... 15
3. Historia de los métodos de campo y algunos ejemplos
clásicos ................................................................................ 27
4. El proceso etnográfico .......................................................... 41
4.1. El diseño de la investigación ....................................... 42
4.2. El trabajo de campo como situación metodológica ... 49
4.3. La selección del campo ................................................ 55
4.4. La entrada al campo .................................................... 68
4.5. La observación participante ........................................ 83
4.6. Los informantes ........................................................... 95
4.7. Conversaciones y entrevistas ....................................... 111
4.8. Historias e itinerarios del cuerpo ................................ 134
4.9. Etnografía, técnicas y medios audiovisuales .............. 146
4.10. Salir del campo .......................................................... 167
4.11. Escribir la etnografía ................................................. 174
5. Globalización y etnografía .................................................... 195
5.1. Nuevos escenarios de la etnografía ............................. 195
5.2. La investigación transnacional y la etnografía
«multisituada» ............................................................... 204
5.3. La etnografía ante los conflictos, las violencias
y el sufrimiento social ................................................... 212
5.3.1. De las violencias cotidianas... .............................. 230
5.3.2. ...a los paisajes posbélicos ................................... 243
Bibliografía ................................................................................ 253

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