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A mi juicio, es intuitivamen-
te muy satisfactoria, pero su justificación no reside meramente en lo que nues-
tras intuiciones manifiesten. Su justificación depende de la explicaciónque la
teoría en la que está inscrita, globalmente, proporcione para los datos empíri-
cos conocidos, en comparación con la proporcionada por otras explicaciones:
(4) Un cliente vino esta mañana. Ya cuando entró, vi que pasaba algo raro.
2. Esta manera indirecta de introducir la ide a de ap or ta ci ón ge n er al es sólo un recurso conveniente. Es con
veniente, porque nos evita presentar un lenguaje artificial mediante el cual caracterizar de un modo más directo, y más
realista, las condiciones de verdad de enunciados como ( 2), y definir de una manera precisa qué es, para una expre
sión. hacer una aportación general a las condiciones de verdad. El carácter poco realista de la propuesta se pone de
manifiesto en que hemos de introducir, en la traducción lógica, conectivas (la conjunción, en el caso de la cuantifi-
cación existencia!, y el condicional, en el caso del universal) que no estaban presentes en el enunciado traducido. No
resulta inmediato imaginar (y puede mostrarse que 110 es posible) cómo habríamos de traducir enunciados españoles
estructuralmente análogos, en los que las expresiones de cuantificación son ‘la mayoría', ‘muchos’, ‘unos pocos', etc.
Existen propuestas en la literatura que permitirían formulaciones más directas y precisas. Sin embargo, las ventajas
indudables que tendría una caracterización más precisa y realista palidecen ante la dificultad de que la exposición
requeriría un buen número de páginas, y obligaría al lector a familiarizarse con una serie de recursos técnicos com
Cuando ‘perla’ se usa noliteralmente en un poema, con el propósitodei h'acéí:
referencia a los dientes de la amada del poeta y sugerir su perfección;^ íTiantie^
ne su significado convencional; pues es sólo porque ‘perla’ mantiene táiribién
su significado literal, que el hablante consigue expresar a su audiencia ése
determinado significado noliteral. Análogamente, si el uso referencial deTuü
7C’ fuese noliteral, la expresión mantendría su significado convencional (servir
para hacer una determinada aportación general) incluso cuando se usa nolite
ralmente para hacer una aportación singular.
Consideremos un ejemplo claro de usos noliterales que se dan regular-
mente. Casi siempre que alguien profiere en cierto tono las palabras ‘el jefe
tiene hoy una cita con una mujer’ (o palabras al mismo efecto), con ‘una
mujer’ quiere decir una mujer distinta de su madre , su hermana o su esposa.
Sin embargo, esto no parece bastante para concluir que, convencionalmente,
‘una mujer’ significa tal cosa en esos casos. La razón básica es que esta con-
clusión conlleva postular que la expresión ‘una mujer’ es semánticamente
ambigua, dado que, claramente, muchas otras veces ‘una mujer’ no significa
eso. Pero, como explicaremos en detalle más adelante (XIV, § 3), no toda regu-
laridad es una convención. Educar a los hijos, por ejemplo, es algo que los
seres humanos hacen regularmente, pero no es un fenómeno convencional. Una
convención es una regularidad que se preserva en virtud de un mecanismo
complejo; esencialmente, una regularidad que se mantiene en virtud de la exis-
tencia de una serie de expectativas entre los miembros de una comunidad sobre
las acciones de los demás. Es bastante razonable creer que existe una conven-
ción lingüística que determina el significado usual de ‘una mujer’, según el
cual basta para que alguien “tenga una cita con úna mujer” que tenga una cita
con una persona de sexo femenino (sea o no su madre, etc.). Si, además, exis-
te un modo de explicar la regularidad en virtud de la cual ‘una mujer’ “signi-
fica” en ciertas situaciones una mujer distinta de su madre, su hermana o su
esposa , sin que la explicación presuponga la existencia de una convención lin-
güística específica al efecto, ello es bastante para concluir que la presunta
ambigüedad no existe. Similarmente, es seguro que existe una convención lin-
güística tal que ‘perla’ tiene un significado en virtud del cual no se aplica a los
dientes. Si podemos explicar, sin postular para ello la existencia de una regu-
laridad con las características necesarias para constituir una convención lin-
güística, cómo es que en ocasiones un hablante puede conseguir que se apli-
que a los dientes, entonces no es razonable postular que ‘perla’ sea semánti-
camente ambigua en español.
Es indudable que las descripciones indefinidas hacen, en muchos casos,
aportaciones generales, y que hay en juego en esos casos un recurso conven-
cional. Si, además, existiera un modo de explicar cómo es que, en algunas
ocasiones, las descripciones indefinidas son usadas para hacer aportaciones
general, una explicación de ese tipo. Baste ahora indicar que, al describir ante-
riormente la situación en que se profiere (4), ya hemos sugerido el núcleo de
la explicación para este caso específico. Como hemos dicho, se trata de una
situación enque el hablante manifiestamente quiere comunicar proposiciones
singulares,, pero no es razonable pensar que comparta con su audiencia los
recursos necesarios para expresarla a la manera convencional (utilizando, por
ejemplo, un deíctico, o un nombre propio). Si, por otro lado, el hablante pue-
de pensar que su audiencia va a apreciar la dificultad en que se encuentra,
entonces puede esperar razonablemente que ese receptor o receptores, cono-
ciendo el significado convencional que la descripción indefinida tiene también
en este caso (a saber, exactamente el mismo que tiene el término determinado
‘un cliente’ en (2), donde claramente hace una aportación general), aprecie que
el hablante pretende usarla aquí de modo noliteral: no para expresar conteni-
dos generales, sino como una conveniente herramienta ad hoc para “traer al
discurso” al individuo de quien quiere hablar. Y no es descabellado suponer
que esas condiciones se cumplen en los casos en que las descripciones defini-
das se usan para hacer aportaciones singulares. (Naturalmente, no hace falta
caer en el absurdo de pensar que los hablantes se dicen explícitamente todo lo
anterior; basta suponer que lo saben “implícitamente”, en el sentido de que
serían capaces de hacerse explícito este razonamiento si tuviesen el tiempo y
la paciencia como para reflexionar sobre ello.)
Semánticamente; la contribución de ‘un cliente’ en (2) es tal que el enun-
ciado dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente, y x se ha marcha-
do sin pagar. No hay aquí referencia a un individuo particular: no tiene senti-
do preguntar al hablante a quién se refería, y, si en el universo del discurso pre-
supuesto, nadie pertenece al género “cliente”, (2) posee el tipo de infortunio
de los enunciados lisa y llanamente falsos. Según la presente propuesta, exac-
tamente lo mismo ocurre con el primer enunciado coordinado en (4); semánti-
camente dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta
mañana. Semánticamente hablando, no tiene sentido inquirir ulteriormente por
un supuesto referente, y, en las condiciones antes descritas (el género de ,los
clientes no cuenta con ningún espécimen en el universo del discurso presu-
puesto) se ha dicho algo lisa y llanamente falso. Pragmáticamente, las cosas
son distintas aquí. Es manifiesto que el hablante desea hablar de un individuo
particular; por consiguiente, relativamente a lo que el hablante quiere, de cir (no
a lo que las palabras que usa, semánticamente, significan) sí tiene sentido
hablar de referencia a un individuo particular. Pero este es un fenómeno prag-
mático, del que una teoría semántica debe despreocuparse. Este significado
específico del hablante , además, se consigue gracias a que las palabras que
usa mantienen su significado puramente genérico incluso en este caso. Pues el
hablante “espera” (tácitamente) que sus oyentes razonen más o menos así:
“Estas palabras significan, convencionalmente, una proposición puramente
esta mañana vino al menos un cliente. (A diferencia, obsérvese, de lo que ocu-
rre en el contexto de (2).) Quizás, por tanto, lo que el hablante quiere en rea-
lidad es decirme algo sobre un inviduo en particular, que él tiene en mente, y
no puede indicarme quién es ese individuo específico.”
un ti, y (iii) (ello) es 0. En el caso específico de (5): hay al menos una mujer
engendrado un mayor número de hijos* en (5) no es hacer una aportación sin-
gular. Es decir, por:qué no tendría sentido preguntar aquí al hablante, “¿de
quién hablas?”, y por qué, en el caso de que ‘la mujer que ha engendrado un
mayor número de hijos’ no designe en este caso a nadie (en el caso, increíble
en este ejemplo particular, de que no haya ningún , en el mucho más creí-
te o
ble aquí de que haya más de uno), (5) sería, simplemente, falso. Según el aná-
lisis, los términos determinados de la forma ‘el son expresiones semántica-
mente análogas a ‘un/algún n’.y a ‘todo/cada 7C\
. Naturalmente, cada una de estas expresiones funcionan de modo diferen-
te, aunque su funcionamiento sea análogo. Las diferencias entre ellas se mani-
fiestan cuando traducimos ‘todo/cada k 1 por ‘Vx (7t(x) ...), ‘un/algún n ’ por
‘3x (7c(x) ...)’ y ‘el tc' por la construcción más compleja 3c (x es k a .V y (y
es K x = y ) ...). Para el caso específico en que las expresiones de cada uno
de esos tipos aparecen en la forma sintácticamente más simple —en construc-
ción con un término predicativo simple 0, en la forma determinante '+ térmi
no clasificatorio + término predicativo — , las diferencias entre ellas se pueden
expresar convenientemente con respecto a tres rasgos distintivos: existencia en
la clasificación , unicidad en la clasificación, y generalidad de la predicación ,
como explicamos a continuación.
En el caso de los cuantificadores universales (todo/cada n 0), el término
predicativo 0 debe aplicarse con verdad a cada uno de los individuos en el
dominio del discurso a los que se aplica el término clasificatorio 7C, para que
el enunciado completo sea verdadero: se requiere generalidad de la predica
ción. Sin embargo, no se requiere para la verdad del enunciado existencia en
la clasificación , en cuanto que no es necesario para ello que existan de hecho
en el dominio del discurso individuos a los que se aplique el término clasifi-
catorio. En el caso de la cuantificación existencial (un/algún k 0), es necesa-
rio para la verdad del enunciado completo que el dominio del discurso inclu-
ya al menos un individuo al que se aplique el término clasificatorio % (sí se
requiere por tanto existencia en la clasificación); pero no se requiere unicidad
en la clasificación , en tanto que el término clasificatorio puede aplicarse, en el
universo del discurso, a más de un individuo; y, además, basta con que el tér-
mino predicativo 0 se aplique a uno de los individuos a que se aplica el tér-
mino clasificatorio (no se requiere, por tanto, generalidad en la predicación).
Por último, el uso de las descripciones definidas entraña, como en el caso de
la cuantificación existencial y a diferencia de la universal, existencia en la cla
sificación, pero entraña también (a diferencia de lo que ocurre en el caso de la
cuantificación existencial) unicidad en la clasificación , en tanto que el térmi-
no clasificatorio debe aplicarse, en el dominio del discurso, exclusivamente a
un individuo. Se sigue de ello que las descripciones definidas, como los cuan-
do al concepto fregeano de referencia. La referencia de una expresión es^sü
contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparece:
Aquí es preciso ir con cuidado; pues, si la teoría fregeana del discurso directo
e indirecto (VT, § 3) es correcta, la descripción “la contribución de un término
a ...” en la oración precedente sería impropia: un mismo término tiene difer
rentes referencias cuando aparece en contextos directos e indirectos, con res-
pecto a la que tiene cuando aparece en contextos usuales. Consideremos, pues,
sólo los que parecen ser los casos básicos, los contextos usuales, y, de entre
ellos, sólo los gramaticalmente simples a que hacíamos referencia en el párra-
fo anterior. Un usuario competente de un término debe conocer su significado,
y, por consiguiente, debe conocer su referencia (dado que ésta es, cuando
menos, parte del significado). Para entender un término singular, por tanto, hay
que conocer su referencia: hay que saber qué objeto pretende traer al discurso
el uso del término.
La tesis mínima de Russell es que para entender el sujeto gramatical de
(5) no es preciso conocer ningún objeto (como no lo es para entender el suje-
to gramatical de (2), o para entender el de ‘cada cliente se ha marchado sin
pagar’). Entender las expresiones en cuestión requiere entender la referencia
del término clasificatorio correspondiente, y conocer el modo específico de
funcionar del determinante de que se trate (‘el’, ‘un’, ‘todo’). Esto último (el
modo de significar de los determinantes) lo podemos explicar como hicimos
más arriba, relativamente al comportamiento de las expresiones con respecto a
los tres rasgos que indicamos (existencia y unicidad en la clasificación, gene-
ralidad de la predicación). La referencia de estas expresiones, por consiguien-
te, no es un objeto particular; pues la referencia es algo que un hablante
competente debe conocer para entender el funcionamiento de la expresión en
contextos usuales, pero un hablante competente no necesita conocer ningún
objeto individual para entender las descripciones definidas. Las expresiones
tienen referencia, por supuesto, dado que hacen una contribución específica a
las condiciones de verdad de los enunciados (en contextos usuales) en que apa-
recen (cf. VI, § 5). Pero su referencia no es un objeto. Esta será nuestra inter-
pretación de la oscura afirmación de Russell de que las descripciones defini-
das son “expresiones incompletas”: como ‘un Ky o ‘todo tu’ , y a diferencia de
los verdaderos términos singulares, las descripciones definidas tienen una refe-
rencia compleja, compuesta de la referencia de un término clasificatorio y del
significado de una expresión sincategoremática.3
En las secciones 2 y 3 del capítulo anterior examinamos las razones de
Russell para afirmar que la distinción de Frege entre sentido y referencia no se
aplica a términos singulares como los nombres propios. Después volveremos
sobre esto. Vimos también cómo Russell aceptaba la distinción para otros tér-
minos singulares, las descripciones definidas. Al comienzo de la sección ante-
rior explicamos las razones por las que se veía obligado a hacerlo. Según Rus-
sell, entender un verdadero término singular requiere familiarización con el
referente; y tal familiarización no puede existir si no existe el objeto. Pero es
obvio que ninguna de esas condiciones son exigibles para comprender un enun-
ciado, como (5), que contenga una descripción definida. Vemos ahora cómo la
teoría de las descripciones permite solventar el problema, sin requerir para ello
atribuir a las descripciones una distinción entre sentido y referencia. Las des-
cripciones definidas, simplemente, no son términos singulares; son expresiones
incompletas —en el sentido antes expuesto— con un funcionamiento semánti-
co análogo al de las descripciones indefinidas. Para explicar su funcionamien-
to no es preciso suponer el dualismo semántico fregeano, sino que basta tomar
en consideración su complejidad.
También es posible apreciar con lo visto hasta aquí la relevancia filosófi-
ca de la teoría de Russell. Se podría argumentar que, si entendemos un enun-
ciado compuesto de un término singular y un término predicativo, y si el enun-
ciado tiene un valor de verdad (verdadero o falso), entonces el término singu-
lar debe designar.algo. Quizás no algo “existente”, en vista de que ‘el actual
rey de Francia es calvo’, ‘el cuadrado redondo es inexistente’ y ‘el ser omni-
potente superior a todos los seres es pensable’ cumplen todos ellos, aparente-
mente, la condición impuesta, y parece lisa y llanamente increíble que haya-
mos de concluir de consideraciones meramente lingüísticas que sus sujetos
gramaticales designan algo existente. (Bastaría entonces ser un usuario com-
petente y reflexivo del lenguaje para creer en la existencia de cualquier tipo de
divinidad.) Pero sí debe designar, al menos, algo “subsistente”, o poseedor de
algún tipo de “entidad”. Ya a primera vista, estos argumentos parecen suponer
un procedimiento algo fraudulento para establecer la “entidad” de algo. Pero
no es nada fácil decir en dónde radica su carácter falaz. La teoría de Russell
señala claramente un posible lugar: las descripciones definidas no son verda-
deros términos singulares. (La teoría fregeana, naturalmente, sirve al mismo
propósito: no basta que un término tenga sentido, para concluir que tiene refe -
rencia.)
¿Qué justificación cabe dar de la teoría de las descripciones de Russell?
Russell la defiende en “Sobre la denotación” por su capacidad para dar cuen-
ta, satisfactoriamente, de tres “rompecabezas”: (i) la no sustituibilidad de des-
cripciones “correferenciales” en contextos indirectos; (ii) las aparentes excep-
ciones al principio del tercero excluido (dado un enunciado, o bien es verda-
dero o bien lo es su negación) constituidas por los enunciados que contienen
descripciones definidas sin “referente”, como ‘el actual rey de Francia es cal-
vo’; y (iii) el hecho de que los enunciados de existencia negativos, como ‘el
Un enunciado en que se atribuye una actitud proposicional (‘Jorge IV quería
saber si Scott era el autor de Waverley’) establece una relación entre :ei sujeto
y una proposición. Como las descripciones definidas no son términos singular
res, no cabe pensar que al intercambiar dos descripciones que describen, al mis-
mo individuo (o una descripción y un término singular que refiere al único
objeto descrito por la descripción) las proposiciones resultante sean idénticas.
Por eso no es aceptable sustituir ‘el autor de Waverley’ por ‘Scott’ en la atri-
bución precedente, para obtener ‘Jorge IV quería saber si Scott era Scott. (ii)
Si leemos la negación en ‘el actual rey de Francia no es calvo’ como abarcan-
do a todo el enunciado,4 el enunciado es verdadero, (iii) ‘el actual rey de Fran-
cia existe’ es equivalente a: hay al menos un individuo x tal que x es en el pre-
sente rey de Francia y sólo hay un individuo x tal.5Esto es, naturalmente, fal-
so. Su negación es expresada en el lenguaje natura 1 mediante ‘el actual rey de
Francia no existe’; este enunciado es, por consiguiente, verdadero.
El problema de la defensa de Russell está en que depende esencialmente
de que no haya una teoría alternativa que explique mejor esos rompecabezas.
Pero sí la hay: es precisamente la teoría fregeana, con la que la teoría de Rus-
sell rivaliza, según la cual las descripciones son términos singulares con senti-
do y referencia. La teoría fregeana explica mejor los rompecabezas, porque los
tres se producen no sólo a propósito de descripciones definidas, sino también
de nombres propios. Como veremos, Russell puede dar cuenta de esto, pero
necesita para ello una maniobra que puede parecer ad hoc: postular que los
nombres propios usuales son “descripciones encubiertas”. Además, la solución
fregeana es más acorde con nuestras intuiciones en lo que respecta al segundo
rompecabezas. En ese caso, dado que aparece un término sin referencia, los
enunciados carecen de valor veritativo. Russell no considera a la teoría fre-
geana un rival relevante, porque, como dije antes, cree haberla refutado mos-
trando que produce un “enredo inextricable”; pero, en vista de que su propio
argumento es un enredo inextricado, las consideraciones relativas a los “rom-
pecabezas” parecen inclinar la disputa más bien en contra de Russell.
En mi opinión, existe un buen argumento en defensa de la teoría de Rus-
sell, que el propio Russell también sugiere en “Sobre la denotación”. Como he
mostrado hasta aquí, es indudable que la teoría da cuenta de muchos usos per-
fectamente cotidianos de las descripciones, usos que he ejemplificado con (5).
Hay muchos otros casos como ése; los más claros conciernen a descripciones
que aparecen en oraciones sintácticamente más complicadas que las examina-
das hasta aquí, en las que aparecen también otros términos sincategoremáticos.
En VII, § 3 ofrecí algunos ejemplos así: ‘el despacho de cada parlamentaria
oscense tiene una lámpara halógena’; ‘el alcalde de esta ciudad, fuese cual fue-
4. Es decir, si damos “intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción respecto del negador.
se su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especula-
ción del suelo’; ‘si, en efecto, hay una persona y sólo una con tales caracterís-
ticas, el jugador de la NBA de menor estatura es más alto que yo’. Simple-
mente echando mano de los dos criterios intuitivos que introdujimos para
diferenciar prim a facie a los términos que hacen aportaciones singulares, es
claro que los términos subrayados no las hacen. La teoría de Russell explica
muy bien cómo funcionan las descripciones en todos estos casos, de un modo
perfectamente compatible con los datos constituidos por nuestras intuiciones
semánticas.6La primera consideración del argumento en favor de la teoría de
Russell es, pues, la existencia de usos que la teoría explica mejor que las teo-
rías alternativas. Frege, claramente, piensa en los casos en que las descripcio-
nes definidas se comportan como términos singulares; pero en todos estos
casos, las descripciones no son, manifiestamente, términos singulares. Además,
estos usos son, a todas luces, perfectamente convencionales; sólo cabría decir
que usos de las descripciones como los ilustrados son “noliterales” exten-
diendo el sentido de ‘significado noliteral’ hasta quitarle todo interés a su apli-
cación. Un usuario competente del español, sólo en virtud de su conocimiento
de las reglas convencionales que constituyen ese lenguaje, es capaz de enten-
der enunciados como los propuestos en las ilustraciones precedentes. Por con-
siguiente, al menos la siguiente afirmación está bien contrastada: la teoría de
Russell es correcta respecto del funcionamiento semántico de algunas descrip-
ciones definidas.
Por otro lado, es indudable que existen usos de las descripciones definidas
en que, juzgando por los dos criterios que venimos considerando, las descrip-
ciones hacen aportaciones individuales. Y es igualmente indudable que estos
usos son muy frecuentes. Son estos usos los que tienen en mente quienes,
como Frege, consideran a las descripciones términos singulares; cuando se tie-
nen en mente estos usos, las explicaciones ofrecidas por Russell sobre sus tres
6. Una de las limita ciones que hemos asumido al no introducir un lenguaje artificial apropiado media nte el
que exponer de un modo técnicamente preciso la teoría de Russeil es la de no poder elaborar ahora ulteriormente esta
afirmación. Tampoco podemos explicar con precisión, en consecuencia, la distinción de Russell entre las interven
ci on es pr im ar ía s y las intervenciones secm darías de las descripciones. Digamos, brevemente, que se trata de un caso
particular de las bien conocidas “ambigüedades de alcance" existentes en el lenguaje natural. Un enunciado como
'todos los filósofos admiran a un lingüista’ tiene dos sentidos posibles, que podemos representar asignándole dos tra
ducciones diferentes a un lenguaje de primer orden: una de la forma Vx 3y (xRy), en la que el cuantificador existen
cial queda bajo el alcance del universal, y otra de la forma By Vx (xR y), en la que ocurre lo opuesto. En el segundo
caso, la verdad del enunciado requiere que haya un mismo lingüista admirado por todos los filósofos; en el primero,
no lo requiere. Una descripción tiene “intervención primaria" cuando aparece en un enunciado que contiene otro ope
rador poseedor de alcance, y la descripción se interpreta de modo que queda bajo el alcance de éste; tiene “interven
ción primaria” cuando ocuríe a la inversa. Dado que ‘no’ es un operador poseedor de alcance, ‘el actual rey de Fran
cia no es calvo’ es un enunciado así. Si la descripción tiene intervención primaria, el enunciado dice (según la teoría
de Russell) que hay un único rey en Francia ahora, y no es calvo; es, por tanto, falso. Si tiene intervención secunda
ria. el enunciado niega que haya ahora un único rey en Francia, y sea calvo. En ei segundo caso, el enunciado es ver
dadero, con independencia de la calvicie del rey de Francia, simplemente porque no se cumple la condición de uni
“rompecabezas” resultan intuitivamente muy implausibles. Siguiendo a Kéith
Donnellan (que llamó la atención recientemente sobre estos casos), denomina,
remos usos referenciales a estos usos.7 En el capítulo anterior discutimos poí
extenso uno de ellos, que aquí repetimos como (6). El contexto deja claro que
el hablante utiliza la descripción como una alternativa estilística al uso de: ¡un
nombre propio u otro término singular, bajo el supuesto de que su audiencia
dispone de la información necesaria para, con ayuda de la descripción, identi-
ficar al individuo de quien habla.
2. Una situación del tipo “dilema del prisioner o” es la siguiente. Dos participantes en un crimen, A y B. han
sido detenidos. No pueden comunicarse entre sí. y no tienen especial confianza el uno en el otro. Ambos pueden con
fesar que cometieron el crimen, o no hacerlo. Si uno de ellos confiesa, y el otro no, el que confiesa recibirá una con
dena de un año, y el que no 1o hace, una de diez. Si ambos confiesan, recibirán ambos una condena de cinco años. Si
ninguno confiesa, quedarán ambos libres por falta de pruebas. Es claro que esta última es [a circunstancia preferible
para ambos. Pero, en una situación de incertidumbre como la descrita, parece que la estrategia racional es elegir el
curso de acción que, ocurra lo que ocurra con los factores que no están bajo nuestro control, dará lugar al resultado
menos malo de todos los posibles. Ahora bien, desde el punto de vista de A, esa estrategia exige confesar (el resul
tado de no confesar sería, en el peor de los c que B confiese mucho peor de lo que sería el resultado d
dades conductuales”, sino genuinas acciones racionales producidas de modo
regular, sustentadas por complejas creencias y deseos y creencias y deseos
sobre las creencias y deseos de los demás. Además, como hemos visto, el aná-
lisis no utiliza el concepto de lenguaje; las convenciones así definidas pueden
haber sido introducidas mediante el lenguaje, pero tal cosa no es una condición
necesaria impuesta por el análisis. Hemos mencionado un ejemplo de cómo es
compatible con el análisis que una convención se instituya sin mediación lin-
güística. Lo que necesitamos ahora es explicar las convenciones propiamente
lingüísticas en este marco.
Para hacerlo, debemos determinar qué tipo de regularidades en la acción
son las convenciones lingüísticas, qué es lo que, convencionalmente, hacen los
que toman parte en ellas. En la sección primera hemos explicado la naturale-
za de las emisiones de signos, no necesariamente convencionales, petitorias e
informacionales, cómo adquieren su fuerza y su contenido en virtud del par-
ticular tipo de acciones racionales que son, según el análisis de Grice. La idea
central era que un signo es el producto de una acción movida por intenciones
comunicativas. La generalización al caso convencional consiste, esencialmen-
te, en lo siguiente: las convenciones lingüísticas son regularidades consistentes
en la puesta por obra de intenciones comunicativas, que se autopreservan a tra-
vés del mecanismo descrito por Lewis, sustentadas por el interés general en la
realización satisfactoria de tales intenciones comunicativas. Un signo lingüís-
tico, un signo convencional, es un recurso cuyo uso regular para la satisfacción
de determinadas intenciones comunicativas es conocimiento recíproco com-
partido entre los miembros de un grupo de individuos; tal conocimiento mutuo,
junto con el interés del grupo en la realización de esas intenciones, explica que
el uso regular se mantenga. Describir las convenciones lingüísticas es por con-
siguiente describir qué intenciones comunicativas son satisfechas mediante el
mecanismo descrito por Lewis. Esto es tanto como decir que hay tantos tipos
de convenciones lingüísticas, como tipos de fuerzas ilocutivas diferentes cuen-
tan con recursos convencionales para su satisfacción. No cabe esperar, en prin-
cipio, que podamos recoger mediante una fórmula simple en qué consisten las
convenciones lingüísticas —es decir, qué acciones llevamos regularmente a
cabo mediante el empleo de signos lingüísticos.
Las convenciones lingüísticas consisten en la puesta en práctica y feliz eje-
cución de intenciones comunicativas mediante recursos que se utilizan regular-
mente. S, pongamos por caso, es un signo indicativo cuyo significado conven-
cional es ser un informe de que p siempre que existe una regularidad tal que
(a) cuando los miembros de la comunidad, creyendo que /?, quieren que su
audiencia juzgue que p y emiten para ello S (esperando que su audiencia, cono-
cedora de esta práctica, reconozca esa intención suya de que juzguen que p, y
que lo juzguen como consecuencia de su reconocimiento); mientras que (b)
la comunidad desean que otro forme la intención de que /?, emiten para ello S
(esperando que su audiencia, conocedora de esa práctica, reconozca esa inten;
ción suya de que formen la intención de que p, y que eso les lleve a formarla;
de hecho; mientras que (b) cuando otro miembro emite S, ello les lleva a reco-
nocer la intención del emisor de que formen la intención de que /?, y a formar
la intención de que p en consecuencia. Y la conformidad con estas regulari-
dades se autopreserva por el mecanismo de las convenciones, es decir, en vir-
tud de la existencia de un objetivo común (a saber, un interés común en saber
cosas que otros saben pero uno mismo no estaría en disposición de saber, y un
interés común en coordinar las acciones para alcanzar fines que no podrían
alcanzar por sí solos: en breve, un interés común en la comunicación) y del
conocimiento mutuo de la existencia de la regularidad.
Haciendo gala de su mucho ingenio, David Lewis ha propuesto una des-
cripción genérica de las convenciones lingüísticas, que expongo a continua-
ción. Pero es dudoso que la descripción tenga otro interés que el de permitir-
nos contar con una fórmula mnemotécnicamente eficiente. Lo sustancial es lo
que acabamos de decir; como veremos, un uso rígido de la fórmula de Lewis
podría tener el efecto indeseado de hacérnoslo pasar por alto. Será convenien-
te, una vez más, tener a la vista un ejemplo; el anteriormente ofrecido bien pue-
de servimos aquí, pues, de hecho, poner en marcha los cuatro intermitentes al
tiempo que se frena cuando se circula a gran velocidad por la autopista se ha
convertido, con la repetición, en una convención lingüística. (Una, además, con
toda seguridad introducida sin ayuda del lenguaje: después de que uno o varios
conductores tuvieran la feliz idea, sus audiencias utilizaron probablemente el
recurso en circunstancias similares, hasta que, a fuerza de repeticiones, la prác-
tica pasó a adquirir un carácter convencional.) Como antes, podemos conside-
rarla alternativamente una convención petitoria o una informacional. La cues-
tión es: ¿qué es lo que hablantes y oyentes convencionalmente hacen en este
caso? ¿Cuál es la acción regular de cada uno de ellos, que constituye esa con-
vención lingüística?
Inspirándose en parte en Grice y en parte en el artículo de Stenius “Mood
and Languagegame”, Lewis ofrece la siguiente respuesta. Supongamos que
tomamos al signo (encender los intermitentes) como uno informacional. En
este caso, lo que los miembros de la comunidad hacen regularmente cuando
ofician de hablantes es ser veraces: a saber, poner en marcha los intermitentes
sólo cuando piensan que van a detener completamente sus vehículos; y lo que
hacen, cuando ofician de audiencia, es ser confiados: juzgar que el conductor
de delante va a detener completamente su vehículo. Supongamos ahora que
consideramos al signo uno petitorio. En ese caso (estirando un poco el sentido
de las palabras, con el fin de tener etiquetas, como se ha dicho, mnemotécni-
camente convenientes), lo que los miembros de la comunidad de conductores
de la autopista hacen regularmente cuando ofician de hablantes es confiar
son convenciones de veracidad y confianza, entendiéndose estas nociones de
modos apropiados según la fuerza ilocutiva en juego. En el caso de los infor-
mes, el emisor es veraz al emitir el signo que regularmente se usa para que la
audiencia juzgue que p , sólo cuando efectivamente cree que p\ el receptor, por
su parte, es confiado al juzgar que p cuando recibe un signo que regularmente
se usa con esa intención comunicativa. En el caso de los signos petitorios, el
emisor es confiado al emitir el signo que regularmente se emplea con la inten-
ción de que la audiencia lleve a cabo p cuando quiere que p se lleve a efecto;
y el receptor es veraz cuando, al recibir un signo que regularmente se usa con
esa intención comunicativa, forma el propósito de llevar a efecto la acción ade-
cuada. Para ilustrar la idea, veamos cómo el minilenguaje de la autopista cum-
ple la definición general de convención, aplicada al caso particular de las con-
venciones lingüísticas entendidas como Lewis propone. Con el fin de facilitar
la discusión, tomemos el ejemplo como una proferencia convencionamente
petitoria; es decir, lo que hacemos es justificar que, en el sentido definido, exis-
te entre los conductores de la autopista un lenguaje convencional constituido
por un único signo imperativo, la activación de los cuatro intermitentes cuan-
do se circula que expresa convencionalmente la petición de que el que
sigue a quien lo usa detenga su vehículo.
(i) Todo miembro de C se atiene a R. Es decir, los miembros de ía comu-
nidad son regularmente confiados (cuando ponen en marcha los intermitentes
quieren que el de atrás detenga su vehículo) y veraces (cuando el conductor
que les precede enciende los cuatro intermitentes forman la intención de dete-
ner su vehículo). Recuerdo al lector que la generalidad se entiende aquí y en
las restantes cláusulas restringida a “condiciones parejas”: existen todo tipo de
excepciones compatibles con la verdad de (i).
(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. Los
conductores esperan que los otros pongan los cuatro intermitentes cuando de-
sean que paren, y que formen la intención de detenerse cuando son ellos los
que los ponen en marcha. Lo esperan así a partir de su experiencia con casos
pasados de la regularidad.
(iii) La creencia de que todo miembro^de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Esta condición con-
tiene implícitamente el “proceso griceano”. La “razón” ha de entenderse como
un argumento, teórico o práctico, cuya conclusión consiste precisamente en el
estado mental que constituye el atenerse a la convención, la “veracidad” o la
“confianza” que la convención les pide. Por ejemplo, si soy el candidato a ha-
blante, pienso que voy a detener mi vehículo, veo a otro conductor tras de mí
y reparo en lo peligroso de la situación, como conozco la convención y creo
que los demás se atienen a ella, razono que si pongo ios cuatro intermitentes,
el conductor que me sigue va reconocer mi intención, y eso le va a llevar a ate-
nerse a la convención, siendo “veraz”, es decir, formando la intención de dete-
nerse; y eso me da una razón justamente para atenerme yo mismo a ella, pues
la creencia de que el de delante se atiene a la convención, es decir, que es; con
fiado, me da una razón, al reconocer su intención, para formar yo entoncesla;
intención de detener mi vehículo (que es lo que constituye atenerse a la con-
vención en este caso, ser veraz)- Es así que, dada la existencia del interés
común en la comunicación (el interés por parte del que va a detenerse de que;
el conductor que le sucede se detenga, y el interés del que le sucede en hacer-
lo así), la convención se autopreserva: produce actos que constituyen nuevos
casos de conformidad con la misma, y contribuye así a que se produzcan nue-
vos casos en el futuro.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. En Ja situación indica-
da, nadie tiene interés en “viajar gratis”, en ser un “free rider” humeano. Todos
prefieren que todos, incluidos ellos mismos, sean veraces o confiados, según
lo que les corresponda: se juegan la vida en cada caso. Si voy a detener mi
vehículo, me interesa ser confiado y poner los intermitentes, y que mi audien-
cia sea veraz. Si otro los pone, me interesa ser veraz y formar la intención de
detenerme, tanto o más de lo que me interesa que el hablante que se dirige a
mí sea confiado.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis-
mos fines a que sirve R. Hay muchas otras regularidades de veracidad y con-
fianza que hubieran servido al mismo fin: sacar el brazo de ciertos modos por
la ventanilla, exhibir una banderita llevada ad hoc en la guantera, etc.
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las
cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc. (Casos
como los que discutimos cuentan entre las situaciones que paradigmáticamente
requieren coordinación; la necesidad de incluir esta condición se justifica como
en casos similares anteriormente discutidos.)
La propuesta de Lewis (las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza) es, como dijimos antes, mnemotécnicamente útil. Sin
embargo, lo importante es comprender el mecanismo a que se hace referencia
con estos términos: la existencia de recursos que regularmente subvienen a la
satisfacción de intenciones comunicativas, en circunstancias de conocimiento
recíproco compartido e interés común en que tal regularidad se autopreserva a
través del mecanismo lewisiano. Pues, para poder recoger dentro de la fórmu-
la de Lewis las diversas acciones que llevamos a cabo con recursos tan com-
plejos como los que ofrecen los lenguajes naturales, es preciso extender tanto
los sentidos usuales de ‘veracidad’ y ‘confianza’, que resulta más que dudoso
que la fórmula sea en rigor descriptivamente adecuada. Quizás no sea excesi-
vamente impropio describir lo que los hablantes hacemos con los recursos
convencionales para prometer o para interrogar en términos de “veracidad” o
“confianza”; por ejemplo, parece natural pensar que en las interrogaciones,
como en los requerimientos en general, el papel del veraz corresponde al
o ‘¡Lo siento tanto!’, ¿son tales términos útiles para comprender el mecanismo
que preserva el uso de tales expresiones? Al suscitar estas dudas no pretendo
negar la utilidad de la definición de Lewis, sólo asignarle su verdadera función.
Ciertamente, las regularidades en la acción constitutivas de las convencio-
nes lewisianas tienen poco que ver con las reglas entendidas al modo conduc
tista; antes bien, Ja sospecha es que este punto de vista no es una genuina alter
nativa al mentalismo, dado lo complejo de los estados mentales que se postu-
lan como condiciones necesarias de la existencia de convenciones lingüísticas.
El análisis no presupone la noción de lenguaje , como queríamos, de modo que
su uso para explicar el lenguaje no es viciosamente circular. Y parece permi-
timos tratar de un modo intuitivamente adecuado casos simples, como el del
lenguaje de la autopista. Naturalmente, quedan cuestiones fundamentales sobre
las que no hemos dicho nada. Las más importantes son relativas a ía posibili-
dad de entender un lenguaje natural como el castellano (en contraste con una
mera señal aislada, como la que constituye el lenguaje de la autopista) como
un sistema de convenciones lewisianas de veracidad y confianza. A este res-
pecto, es esencial recordar las razones, expuestas a lo largo de este trabajo, por
las que es necesario aceptar que el significado de las emisiones lingüísticas está
estructurado —en los dos sentidos que, según hemos visto, tiene el lenguaje
estructura: el significado de las proferencias está sistemáticamente determina-
do a partir de expresiones cuyo significado es asistemático, pero que, por su
pane, sólo tienen significado en determinados contextos— . (Cf. I, § 2; VI,
§ 1; y IX, §§ 36.) Para acomodar estos hechos, una caracterización apropiada
del sistema de convenciones que constituye un lenguaje natural ha de ser, ine-
vitablemente, mucho más complicada que la caracterización del “lenguaje de
la autopista”. Y nadie está por el momento en disposición de llevar a cabo una
tarea similar. Nuestro objetivo no podía ser otro que el de indicar las líneas
generales de una caracterización tal, y sus consecuencias conceptuales más
abstractas.
5. Al emplear los términos ‘constat acion es’ y ‘ejec uci one s’ (que sugieren los términos de Austin, ‘constati-
ve s’ y ‘perform atives’), quiero indicar que la distinción que Austin tenía originalmente en mente pudiera quizás corres
ponder a esta distinción entre las tuerzas con arreglo a Ins dos direcciones de ajuste. Searle distingue otros tres gran
des géneros, además de estos dos: el de las promesas, el de los actos expresivos (saludar, congratularse, lamentarse,
alegrarse, etc.), y el de los actos ritualizados (bautizar, apostar, declarar culpable, etc.); cf. “Lina, taxonomía de los
actos ilocucionarios". En mi opinión, todos ellos caen bajo uno de los dos indicados. Por ejemplo, las promesas están
en el grupo de las pe tic io ne s, en ío qu e respecta a la dirección del ajuste; se distinguen de otras fuerzas en ese grupo
por otros aspectos, como quién es el que ha de encargarse de la realización del contenido, si el hablante o el oyente,
etc. Muchas expresiones de emociones están en el grupo de las aseveraciones. (El hecho de que el conocimiento pri
vilegiado que tenemos de nuestras propias emociones garantice que, en condiciones de realización afortunada, estas
proferencias sean siemp , no las priva — de lo que Searle sugiere— de la dirección desajuste
ponde a su contenido preposicional: el estado psíquico no se habría producido
si la realidad que corresponde a su contenido no se hubiese dado.6
Consiguientemente, una condición de realización afortunada específica de
las ejecuciones que depende de la dirección de ajuste entre contenido proposi
cional y realidad que las caracteriza es que el contenido proposicional de una
ejecución no se realizará a menos que la audiencia forme la intención de cum-
plirla. Un mandato de que p , efectuado en una circunstancia en que p se ha de
dar independientemente, es un mandato desafortunado. (Análogamente, desear
únicamente aquello cuya satisfacción está garantizada, porque ya se da, es un
tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados conativos.) Una
condición correspondiente para los informes, relacionada con la dirección de
ajuste que les es propia, es que el hablante es fiable. Un informe de que p , efec-
tuado en una circunstancia en que el único vínculo entre el hablante y el hecho
de que p consiste en el deseo por parte del hablante de que se dé p es, igual-
mente, uno particularmente desafortunado. (Análogamente, juzgar que seda lo
que uno desea que se dé, únicamente porque uno lo desea, es un tipo de irra-
cionalidad singularmente asociado a los estados doxásticos.)
En el Tractatus, 4.062, Wittgenstein se pregunta: “¿No podríamos enten-
demos con enunciados falsos, tal como ahora nos entendemos con enunciados
verdaderos? Bastaría con que supiésemos que son aseverados falsamente.”
Wittgenstein responde negativamente a su pregunta, pese a lo aparentemente
plausible de la sugerencia. Mi interpretación de la (oscura) justificación que
ofrece a continuación es ésta: “Quien encuentra plausible esta sugerencia no
está contemplando la modificación que se sugiere, sino una distinta. La modi-
ficación que se contempla es una modificación del lenguaje ; particularmente,
que el signo que ahora se utiliza para la negación, se utilice para la afirmación,
y viceversa. Así, introducida esta modificación, el contenido que aseveraríamos
al decir ‘mi edición del Tractatus es la de 1987’ sería el que ahora aseverara^
mos al decir ‘mi edición del Tractatus na es la de 1987’, y viceversa. Pero esto
no sería “pasar a entenderse con falsedades”; por el contrario, si, introducida
la modificación, digo ‘mi edición del Tractatus es la de 1987', y mi edición
del Tractatus es la de 1973, lo que he dicho es verdadero, y si es la de 1987,
falso. Seguiríamos entendiéndonos con verdades, como hasta ahora, sólo que
expresadas en un lenguaje distinto, un lenguaje en el que las convenciones que
guían el uso de ‘no* son opuestas a las que rigen ahora.” Esta explicación pare-
6. Esta asimetr ía no es, de mod o general, ni temporal ni causal; no es que las con stata cion es afortunadas se
hagan a ca us a de que su contenido se da en el mundo (ni. menos aún, de sp ué s de la realización de tai contenido),
mientras que el contenido de las ejecuciones afortunadas se realice a causa de que se haya llevado a efecto la ejecu
ción. ‘Limpiarás las letrinas esta tarde’ puede ser una constatación (una predicción) o una ejecución (una orden); en
ambos casos, el contenido proposicional concierne a un suceso que, si se da, se da posteriormente a la proferencia.
La asimetría que distingue el que sea una predicción de que sea un mandato es más sutil: como se ha expresado en
el texto, se trata de una asimetría de de pe nd en ci as . Si es una predicción feliz, la proferencia debe depender del esta
ce, una vez propuesta, intuitivamente satisfactoria. Lo que no hace'és exp®
camos por qué no es posible “entenderse con falsedades”. La explicación antér
rior de ia “dirección de ajuste” característica de la fuerza ilocutiva de las:cons-
tataciones nos da la explicación que faltaba. La veracidad es constitutiva de
constatar. No puede haber tal cosa como una comunidad lingüística de menti^
rosos, una comunidad de constatadores de la falsedad. No hace falta ningún
“Principio de Caridad” asociado a la traducción radical para garantizar esto; es
una consecuencia de la función o propósito constitutivo de las constataciones.
Entre las constataciones, nos hemos ocupado hasta aquí exclusivamente de
lo que venimos denominando ‘informes', y, entre las ejecuciones, de las peti-
ciones. La razón de ello es ia creencia de que una y otras constituyen casos
prototípicos de significación, en el sentido expuesto en la discusión metodoló-
gica de § 2. Sin embargo, es manifiesto que ni los informes agotan la clase de
las constataciones, ni agotan las peticiones la clase de las ejecuciones. Carac-
terizar las otras fuerzas que se agrupan en cada uno de los dos grandes géne-
ros requiere describir sus específicas condiciones de realización afortunada.
Los mandatos se ejecutan felizmente en circunstancias en las cuales el que
ciertos individuos hagan manifiesto su deseo de que se haga algo es una exce-
lente razón para que otros formen la intención de hacerlo. Lo que tienen en
común esas circunstancias es que el individuo en cuestión tiene una cierta auto-
ridad sobre los otros: sabe mejor que los otros lo que hay que hacer en esas
circunstancias para obtener algo que a todos les interesa, etc. Así, que quien
ordena tiene una cierta autoridad sobre quien recibe1la orden es uno de los ele-
mentos de las condiciones de feliz ejecución características de los mandatos en
general. Sin embargo, hay situaciones en que queremos que otro haga algo, y
no estamos investidos de esa autoridad (ni siquiera en el sentido laxo con que
la palabra se emplea aquí). En tales casos podemos quizás suplicar, advertir,
aconsejar, etc. No parece que el “mecanismo griceano” esté operando en estos
casos; es decir, no parece que estemos tratando de que el otro forme la inten-
ción de hacer lo que queremos, simplemente a partir del reconocimiento de
nuestra intención. Para empezar, ni siquiera cabe decir que el que nuestra
audiencia forme una cierta intención sea necesario para la realización afortu-
nada de esos actos lingüísticos. Queremos sin duda que advierta que nosotros
queremos que forme esa intención, mediante su reconocimiento de nuestra
intención de que así lo advierta, y quizás también de nuestro convencimiento
de que formar él mismo esa intención es conveniente para él, o mostraría con-
sideración hacia nosotros, etc. Del mismo modo, y pasando ahora a actos del
género constatar, cuando recordamos algo a alguien no queremos que juzgue
que aquello es el caso a partir del reconocimiento de nuestra intención de que
así lo haga, sino a partir del recuerdo de que él mismo lo pensaba en un
momento anterior. Cuando aseveramos no tenemos por qué tener más inten-
ción que la de que nuestra audiencia sepa que nosotros mismos somos de una
das en los lenguajes naturales debe analizar también todos estos casos. Si Ja
discusión metodológica de § 2 es correcta, sin embargo, podría constituir un
error proponer, sobre la base de los mismos, análisis de la significación en que
se dejara de lado el papel prototípico de los informes y las peticiones en el con-
cepto ordinario de significación. Es precisamente esto lo que hacen los parti-
darios de la teoría proposicionalista de los actos del había, como Searle, según
los cuales la intención de producir efectos en la audiencia no es nunca un ele-
mento de la fueraa ilocutiva de las preferencias lingüísticas.7Según los propo-
sicionalista, todo lo que esencialmente hacemos mediante el lenguaje es repre-
sentar nuestras propias actitudes proposicionales. La propuesta que estoy
defendiendo insiste en el carácter prototípico de informes y peticiones, y evita
caer en el error de contentarse con una caracterización suficientemente genéri-
ca —del tipo de la caracterización proposicionalista— como para incluir a la
vez todos los casos, incluidos los que acabamos de describir; pues una carac-
terización así, precisamente por su carácter genérico, nos haría pasar por alto
los rasgos distintivos de los casos prototípicos de significación.
Examinemos finalmente la solución griceana a la tercera dificultad que
pusimos de manifiesto en el análisis de Austin. La objeción consistía en que el
análisis austiniano rio nos ofrecía un principio claro para distinguir las inten-
ciones constitutivas de las fuerzas ilocutivas de otras intenciones meramente
perlocutivas. La propuesta de Grice ofrece una respuesta particularmente con-
vincente aquí.8 Un efecto ilocutivo es uno que, dados los hechos sobre la natu-
raleza humana de los que dependen la existencia de intenciones comunicativas,
cabe esperar realizar, en condiciones de ejecución afortunada, a través del
mecanismo griceano; es decir, a través del reconocimiento de la intención de
producirlos por parte de aquellos en quienes se espera producirlos Una, inten-
ción perlocutiva, y un efecto perlocutivo (el efecto producido si la intención
perlocutiva se realiza) es uno que, dados esos mismos hechos, no es razonable
esperar producir así. Las intenciones perlocutivas son aquellas que, si bien pue-
den estar asociadas a la producción de signos lingüísticos, no son intenciones
comunicativas. Si son “efectos secundarios”, o “no esenciales” al acto lingüís-
tico —como Austi/) indica— es precisamente porque los actos lingüísticos
involucran, necesariamente, intenciones comunicativas . Por ejempló, la inten-
ción de alardear, o impresionar a nuestra audiencia, que muchos tenemos cuan-
do usamos el lenguaje, es una perlocutiva, y el efecto conseguido cuando la
intención se realiza, uno perlocutivo; la razón es que, de hecho, los seres huma-
nos no nos dejamos impresionar sólo porque reconozcamos en otro la inten-
ción de impresionamos. La intención de convencer es igualmente perlocutiva,
7. La fórmula uniformizadora de Lewis. según la cual las conv enci ones lingüísticas son conve ncio nes de
veracidad y confianza, podría tener un efecto similar al de las propuestas de Searle. Si. en el caso de las constatacio
nes en general, lo que el hablante hace es ser veraz, entonces parece que la buena fortuna de uno cualquiera de tal es
por una razón similar: no nos basca reconocer en otro la intención de cóhven
cemos de que p y para que nos demos por convencidos de que p. Naturalméñ2
te, es de esperar que la distinción entre efectos ilocutivos y perlocutivos sea:
vaga, y haya casos en que no esté claro ante qué estamos. Pero esto mismo
ocurre con calvo/no calvo , y con la mayoría de los conceptos con que hace-
mos las distinciones que más útiles nos resultan cotidianamente. Lo importan-
te es que una clasificación no sea irremediablemente vaga: que haya un prin-
cipio, quizás de difícil formulación, relativamente al cual existen casos claros
que ejemplifican cada uno de los conceptos en cuestión.
Esta cuestión está relacionada con los contraejemplos a la necesidad del
análisis griceano del significado, mencionados en la segunda sección (solilo-
quios, exámenes, etc.), que los proposicionalistas tienen especialmente en men-
te. De acuerdo con un análisis como el de Searle, las intenciones esencialmente
lingüísticas nunca van más allá del hablante. La intención distintivamente lin-
güística con la que el hablante lleva a cabo una constatación no seria nunca la
de producir un juicio en la audiencia, sino sólo la de representarse él mismo
como teniendo una creencia. La intención con que los hablantes hacen ejecu-
ciones no sería nunca la de que la audiencia forme una intención, sino sólo la
de representarse a sí mismos como teniendo un deseo. En consecuencia, todos
los efectos que pueda desearse producir en la audiencia, o de hecho se pro-
duzcan, son perlocutivos; ninguno de ellos es esencial al lenguaje, constitutivo
de los potenciales ilocutivos de los signos.
Lo que está en cuestión en este debate es justamente, como era de espe-
rar, el pivote sobre el que gira el argumento de Wittgenstein en las Investiga
ciones contra el mentalismo, a saber* la naturaleza de las normas constitutivas
de lo que llamamos significados. Como indiqué en XÍIÍ, § 2, Austin distingue,
entre sus condiciones de feliz realización, las A y B de las C. La violación de
las primeras daría lugar a que no se hubiese producido el acto en cuestión; la
violación de las segundas, en cambio, sólo constituye un “abuso”. Esta distin-
ción era parte de la estrategia de Austin, destinada precisamente a oponerse a
la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; pues entre las condiciones
de tipo C se encuentran las que tienen que ver con la presencia u ausencia de
los estados mentales que el proposicionalista considera lingüísticamente esen-
ciales. Tomemos el caso de un hablante que emite ‘la plaza de Catalunya está
a dos manzanas en esa dirección7, en un contexto en que su proferencia cuen-
ta convencionalmente como un informe. La clasificación de Austin persigue
defender la tesis plausible de que, en un caso así, con respecto a la determina-
ción de la corrección o incorrección de la acción lingüística no es esencial la
presencia o ausencia en el hablante, pongamos por caso, de creencias en el sen-
tido de que la plaza de Catalunya está en la ubicación indicada. Si no lo cree,
su acción será un abuso; sin embargo, si, de hecho, la plaza está en la ubica-
ción que ha indicado, su acción puede haberse ejecutado felizmente. Pese a
compartir los objetivos finales de Austin, nosotros hemos rechazado recurrir a
un informe, o un requerimiento, sin que medien convenciones específicas que
así lo posibiliten. La estrategia antimentalista de Austin le lleva por caminos
similares a los recorridos por Wittgenstein: ambos descansan en la naturaleza
social de las normas. . :
Con Grice, nosotros discrepamos de este punto de partida; como vimos
en los capítulos XI y XII, esta estrategia traiciona un intemismo comunitario
de consecuencias intuitivamente casi tan poco aceptables como las del inter
nismo sensu estricto. Hemos concedido a Austin que quizás existan condi-
ciones constitutivas, necesarias para que se produzca un acto de significación,
tales como que el productor del signo y su audiencia sean seres racionales,
cuyos aparatos cognoscitivos estén en buen estado, etc. Pero estas condicio-
nes son demasiado genéricas para que sirvan de mucha ayuda. Los elementos
distintivos de las diversas fuerzas ilocutivas, necesariamente, tendrán el esta-
tuto de las condiciones de tipo C de Austin; esto es, el de condiciones de rea-
lización afortunada de las que cabe “abusar”. En cada caso particular,, puede
llevarse a cabo una constatación o una ejecución, aun violándose las condi-
ciones de realización .afortunada definitorias de las mismas. Pero esto es com-
patible con que las condiciones en cuestión sean un elemento esencial,.d.efi
nitorio del tipo de acto lingüístico. Por tanto, que la ausencia en el: hablante
de las creencias indicadas en el ejemplo anterior constituya un mero “abuso
no es bastante para obtener de ello las consecuencias antimentalistas buscadas
por Austin.
La estrategia antimentalista que aquí se ha venido proponiendo pasa por
una concepción alternativa a la de Austin y Wittgenstein de los elementos tefe
ológicos o normativos asociados a la noción de significado. Muchas veces,
cuando se defiende el punto de vista proposicionalista, se hace a partir de un
razonamiento erróneo. Se hace notar, por ejemplo, que podemos hacer un
informe, o dar una orden, sin que nuestra audiencia acepte la primera o haga
caso de la segunda. Esto es, naturalmente, verdadero; pero es irrelevante, por-
que tanto la teoría griceana como la teoría proposicionalista así lo contemplan.
Lo que está en cuestión más bien es si en esos casos el informe o la orden se
han llevado a cabo felizm en te o no. Lo que determina que un informe o una
petición no se han llevado a cabo felizmente si los oyentes no forman los jui-
cios e intenciones pertinentes, según el análisis griceano del significado con-
vencional presentado en la sección precedente, es que las prácticas lingüísticas
convencionales que constituyen la institución del lenguaje no se autopreserva
rían en tal caso. Es el éxito de prácticas tales como las de informar, aseverar,
requerir, hacer promesas, etc., entendidas de acuerdo con el análisis original de
Grice, el que parece explicar la pervivencia de la institución deL lenguaje, la
reproducción de sucesos destinados a garantizar tales fines. La institución del
lenguaje consiste precisamente en la regular puesta por obra con éxito de tales
como el soliloquio o los exámenes; por otro lado, las primeras podrían darse
por sí solas, en ausencia de las segundas^)
En la propuesta de Wittgenstein, la normatividad proviene del hecho de
que los significados son disposiciones en cuanto a las que existe coincidencia
entre los miembros de nuestra comunidad. Las consideraciones precedentes
sugieren una explicación alternativa de la normatividad, de la que está ausen-
te el proyectivismo característico de la explicación wittgensteiniana. De acuer-
do con esa explicación alternativa, los significados son func ione s o propósitos
naturales de las preferencias. Hay objetos que tienen funciones o prepósitos
artificiales , en tanto que han sido específicamente diseñados para satisfacerlos;
así ocurre, por ejemplo, con los limpiaparabrisas, y con los instrumentos y
herramientas en general. Sin embargo, no decimos de un corazón que tiene la
función de bombear sangre porque haya sido diseñado para ello. Una explica-
ción razonable de lo que queremos decir cuando adscribimos una función o
propósito natural F a un objeto o a un acaecimiento es la siguiente. En primer
lugar, el objeto o acaecimiento tiene rasgos que le capacitarían para llevar a
cabo F, en las circunstancias apropiadas. Es decir, una función es, en primer
lugar, una disposición, en el sentido realista del término (V, § 2). Hasta aquí,
el elemento normativo está ausente. En segundo lugar, el que el objeto o aca-
ecimiento tengan esos rasgos se explica precisamente porque los rasgos le
capacitan para llevar a cabo F, en circunstancias apropiadas. Así, por ejemplo,
en el caso del corazón, la teoría de la evolución por selección natural propone
(simplificando mucho, con el fin de enfatizar los aspectos relevantes) que la
posesión por el corazón de rasgos que le capacitan para bombear sangre expli-
ca la existencia de corazones con esos rasgos; pues esa capacidad da cuenta de
la supervivencia y reproducción de organismos que los poseen.9
El mecanismo de autopreservación característico de las convenciones no
tiene mucho que ver con el mecanismo de la selección natural; pero tiene,
igualmente, el efecto de dar lugar a funciones o propósitos naturales, en el sen-
tido expuesto. Una preferencia de la oracióntipo la plaza de Cataluña está a
dós manzanas en dirección sur’ tiene un cierto significado (es un informe con
un determinado contenido), porque (i) tiene rasgos (ejemplifica ciertos tipos,
dispuestos de ciertos modos) que le capacitarían, en circunstancias apropiadas,
para satisfacer ciertas intenciones comunicativas (producir un juicio con un
cierto contenido en la audiencia, a través del reconocimiento de la intención
del hablante), y (ii) tiene esos rasgos precisamente porque la posesión de los
mismos le capacitaría para satisfacer tales intenciones comunicativas, (ii) se
justifica en este caso apelando a la naturaleza de las convenciones, expuesta en
la sección anterior; en especial, apelando a la satisfacción de la tercera condi-
ción en la definición de Lewis: si se ha producido una proferencia de esa
oracióntipo es porque existe una regularidad tal que ... . Sin duda, la expli-
cación que debe reemplazar a los puntos suspensivos ha de ser muy compleja,
entre otras cosas porque es preciso articular la estructura de un lenguaje como
el español para hacerlo. Pero no veo razón alguna para desesperar de que,
algún día, estemos en disposición de proporcionarla, esencialmente de acuer-
do con la propuesta griceana.
En el sentido explicado, un objeto puede ser un corazón, y tener la fun-
ción de bombear sangre, incluso cuando no puede servir transitoriamente a ese
propósito (por no estar en el lugar apropiado en el organismo apropiado, o por
causa de alguna' malformación,, enfermedad, etc.). Análogamente, una profe-
rencia puede ser un informe de que la plaza de Cataluña está a dos manzanas
hacia el sur, incluso aunque no tenga la capacidad de informar de tal cosa (por-
que no existe el debido vínculo entre los juicios del hablante y la situación de
la plaza de Cataluña, porque la audiencia no confía en el hablante y no está
dispuesta a formar el juicio pertinente, etc.). La objeción de dos párrafos más
arriba está, pues, mal concebida. No puede refutarse una tesis como la que
hemos venido proponiendo por el simple procedimiento de mostrar que se pue-
de hacer un informe o una petición sin que se den las condiciones de realiza
ción afortunada constitutivamente asociadas a estos significados. Pues la tesis
es que los significados son propiedades teleológicas, en el sentido que hemos
descrito. La tesis es que, cuando intuitivamente nos parece que una cierta pro-
ferencia tiene un determinado significado, la proferencia se ha producido por-
que tiene rasgos que le permitirían, en determinadas circunstancias, la realiza-
ción de determinadas intenciones comunicativas. Esta explicación puede, sin
duda, verse refutada mediante una combinación de contraejemplos apropiados
y reflexión teórica. Pero no es inmediato que haya de serlo.
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ÍNDICE ANALÍTICO
Ca pít u l o I
Ca pít u l o n
Teorías de las citas
1. La teoría QuineTarski de las citas ..................... ......... .............. . . 29
2. El argumento de Quine en favor de su teoría de las cita s ............... .... 33
3. La pictografícidad de las citas ................................................................... . . . . 44
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ................................................... .. 51
Ca p í t u l o III
Fundamentos epistemológicos:
el problema de la intencionalidad
4. Modalidades semánticas, epistémicas y metafísicas ........................... 86
5. Sumario y consejos para seguir leyendo . . . . ........ . ............... ...... 95
Ca pít u l o IV
Ca p í t u l o V
Ca pít u l o VI
Ca pít u l o VII
3. Proposiciones singulares fregeanas y russellianas. . . . . . . . . . . . . . . . 242
4. Una propuesta neofregeana sobre los sentidos denombres propios e
indéxicos .......... .................................................. .......................... 251
5. Actitudes preposicionales de dicto y de re .................... ......... 260
6. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................ ...........................................269
C a p ít u lo v m
Ca p ít u l o IX
C a p ítu lo X
Ca p ít u l o XI
Ca pít u l o XII
Ca pít u l o xm
Elementos de pragmática
Ca pít u l o XIV
El programa de Grice