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sólo mediante recursos teóricos cabe formularla.

A mi juicio, es intuitivamen-
te muy satisfactoria, pero su justificación no reside meramente en lo que nues-
tras intuiciones manifiesten. Su justificación depende de la explicaciónque la
teoría en la que está inscrita, globalmente, proporcione para los datos empíri-
cos conocidos, en comparación con la proporcionada por otras explicaciones:

6. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos comenzado clarificando la naturaleza de la famo-


sa discusión entre Frege y Russell a propósito de si el MontBlanc, con todas
sus nieves, puede o no ser “parte componente” de un pensamiento. Hemos
interpretado que la discusión concernía a si ios pensamientos pueden o no ser
especificados sin compromiso alguno con “el mundo de las referencias”, es
decir, sin implicar la existencia de ningún constituyente de acaecimientos obje-
tivos. Frege defiende este punto de vista. Su argumento fundamental se apoya
en la existencia de términos que entendemos, aunque carecen de referencia;
 pues ACF no basta para obtener la conclusión que él pretende (§ 1). Este argu-
mento se aproxima a la consideración principal de Locke en favor de su inter
nismo, la inteligibilidad de las situaciones escépticas radicales contempladas
en historias como la de los cerebros en una vasija de Putnam o la del Genio
Maligno cartesiano (TV, § 2). Frege defiende así una concepción de los senti-
dos tan internista como era la que Locke tenía de las “significaciones prima-
rias” de las palabras; de acuerdo con ella, las referencias usuales de las pala-
 bras no son un componente esencial de los significados (§1).
Russell', por su parte, parece defender en 19031904 una posición millia
na sobre los nombres propios, cercana a la que defienden contemporáneamen-
te algunos seguidores de Kripke.  A pr io ri , ACF ofrece una muy buena razón
contra un punto de vista así. Hemos comprobado las dificultades con que las
versiones tradicionales de la concepción fregeana se enfrentan en el caso de los
nombres propios y los deícticos, que quizás constituyeron la principal consi-
deración de Russell en favor de sus puntos de vista millianos de esta época
(§ 2). La dificultad consiste en que los sentidos adecuados para garantizar la
tesis internista no parecen ser suficientes para determinar las referencias obje-
tivas de los términos. Pero hemos encontrado (inspirándonos en sugerencias de
Frege para los deícticos) una forma de explicar cuál es el sentido de esas expre-
siones, que parece compatible con los principales supuestos fregeanos, y de la
que incluso cabe dar una versión aparentemente compatible con el intemismo
(§ 4). Esta versión permite recoger al menos la letra de la distinción de Rus-
sell entre conocimiento puramente general de un objeto (conocimiento por des-
cripción) y conocimiento “por contacto” de un objeto; se tiene conocimiento
sentidos de nombres propios e indéxicos, con las aparentes excepciones que las
atribuciones de re  constituyen para la teoría fregeana del funcionamiento
semántico de las expresiones en contextos indirectos (VI, § 3). Adoptando una
idea de Kaplan, y partiendo de la propuesta que se había efectuado previamente
 para acomodar los términos singulares en un marco fregeano, hemos indicado
cómo podría mantenerse el supuesto fundamental fregeano de que las actitu-
des son siempre de dicto  (§5).
Los textos originales cuya lectura es recomendable para la reflexión sobre
los temas discutidos en este capítulo son los siguientes. Para la discusión
sobre términos genuinamente referenciales en §§ 13: Saúl Kripke, “Identidad
y Necesidad”, y  El nom brar y la necesidad   —seguramente la obra más pro-
funda e influyente sobre los temas de que sé ocupa este libro elaborada des-
 pués de las Investigaciones filosóficas  de Wittgenstein—, y John Searle, “Nom-
 bres propios y descripciones”. Para la noción de proposición singular russe
lliana (§3): Bertrand Russell, “Conocimiento directo y conocimiento por des-
cripción”. Para contrastar la propuesta de § 4 puede verse “Demonstratives”,
de Kaplan, los trabajos de Perry “Frege on Demonstratives” y ‘The Problem
of the Essentiál Indexical”, y The Varieties o f Reference, de Gareth Evans. Este
último es un libro muy difícil, pues la temprana muerte de su autor le impidió
dejarlo preparado para su publicación. Los puntos de vista hacia los que se
inclina este trabajo son casi siempre los de Evans. La teoría de los nombres
 propios bosquejada en §§ 2 y 4 está inspirada en la ofrecida por Evans en el
capítulo 11 de esa obra, aunque no coincide enteramente con ella.
Sobre el análisis del discurso indirecto (§ 5), los dos clásicos necesarios
son “Cuantificadores y Actitudes Proposicionales”, de Quine, y “Cuantifica
ción, creencia y modalidad”, de Kaplan.
C a p í t u l o VIII

LA TEORÍA DE LAS DESCRIPCIONES DE RUSSELL

En este capítulo presentaremos la teoría de las descripciones de Russell,


que.su creador veía como un instrumento para rechazar la necesidad de la dis-
tinción fregeana entre sentido y referencia. Sugeriremos brevemente que el úni-
co modo entonces razonable de replicar al argumento central de Frege en
defensa de su dualismo semántico, expuesto en el capítulo VI, es adoptar la
variante más extrema del intemismo, el fenomenalismo; pero no desarrollare-
mos más la sugerencia en este capítulo. Una concepción fenomenalista apare
ce formulada (o así lo defenderé), de una manera mucho más atractiva que en
las obras de Russell, en el Tractatus Logico-Philosophicus   de Wittgenstein,
cuyas aportaciones se estudiarán en los dos próximos capítulos. Las ideas de
esa obra, por lo demás, descansan en una buena medida en la teoría de las des-
cripciones de Russell.

1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas

Examinamos en el capítulo precedente la polémica entre Frege y Russell


sobre la aplicación a los términos singulares de la distinción fregeana entre
sentido y referencia.   Como vimos, Russell suscribía la tesis milliana, de acuer-
do con la cual algunos términos singulares (los nombres propios, y quizás tam-
 bién los indéxicos) poseen referencia, pero no sentido. Russell, sin embargo,
aceptaba en el texto que citamos la distinción fregeana para el caso de las des-
cripciones definidas. Lo mismo había hecho en su obra Principies of Mathe-
matics, publicada en 1903, unos meses antes de escribir ese texto.
Las razones de Russell para aceptar la distinción de Frege en el caso de
las descripciones definidas, en la época de Principies o f Mathematics y del tex-
to sobre las nieves del MontBlanc, son bien claras. Para entender un enuncia-
do debemos comprender todas las unidades semánticas que lo componen. De
 pletamente implausible sostener lo mismo en el caso de las descripciones defi-
nidas, particularmente en el caso de las descripciones definidas que funcionan
como la del ejemplo (7) del capitulo anterior, utilizado como paradigma de
“conocimiento fregeano de objetos”. Para entender (1)

(1) el jugador de baloncesto más bajo de la NBA mide más de 1,80

necesito comprender ‘el jugador de baloncesto más bajo de la NBA’; pero


 parece claro que no necesito conocer a tal individuo para en tender esa
expresión. El lector probablemente no sabe quién es ese jugador, pero
entiende la descripción. Para entender un nombre propio hace falta poseer
conocimiento por contacto   del objeto significado; no así, en general, en el
caso de las descripciones, cuya comprensión nos proporciona un conoci-
miento más indirecto de los objetos significados por ellas (al que Russell
denomina conocimiento por descripción).   Una manifestación ulterior de la
diferencia reside en el hecho de que (dada la explicación en términos cau-
sales que ofrecimos en VII, § 4 de esa idea) no se puede tener conocimien-
to  por contacto   de algo que no existe; de modo que, en una concepción
milliana, no se puede comprender un nombre propio que no posee referen-
cia: los nombres propios que no nombran un objeto no tienen significado.
 Naturalmente, esto parece muy poco plausible, y constituye, como sabemos,
una de las razones fregeanas para atribuir sentido también a los nombres
 propios. Decir que, dado que Ossian nunca existió — fue una fabricación
interesada—, el sujeto de ‘Ossian fue un bardo escocés’ carece de signifi-
cado parece llevar las cosas demasiado lejos. ¿Cómo podríamos decir enton-
ces significativamente ‘Ossian no existió’? •
Sea lo que fuere de este problema (después veremos cómo la teoría de las
descripciones permite a Russell afrontarlo, sin invocar la distinción entre sen-
tido y referencia), parece absurdo decir lo mismo de las descripciones: el hecho
de que no exista el objeto pretendidamente significado por una descripción no
la priva de significado. Aunque nunca llegase a existir un ser humano en el
siglo xxi, la descripción contenida en ‘el primer ser humano nacido en el siglo
xxi será chino’ tiene significado.
En los meses posteriores a la redacción del texto citado al comienzo de
VII, § 1, Russell llegó al convencimiento de que la teoría de Frege (o, mejor
dicho, su propia versión de la misma, en la que sólo las descripciones defini-
das tienen sentido y referencia) produce dificultades insuperables. Las presun-
tas dificultades (que, en palabras de Russell, hacen de la teoría fregeana un
“enredo inextricable”) conciernen a la posibilidad de que ei sentido de una
expresión sea en algunos casos su referencia (posibilidad de la que depende la
teoría fregeana del discurso indirecto, y con ello uno de los aspectos más atrac-
lidad, mal concebida”.1Contribuye esencialmente a la oscuridad del pasaje una
variedad de confusiones de uso y mención (I, § 3), muestra de casi to d S Ií
gama de confusiones de este tipo. No vamos a embarcamos aquí en la ingrata
tarea de reconstruir el argumento de Russell. Más adelante expondremos un
argumento suficientemente claro contra el representacionalismo, lockeano o
fregeano, que elaboraría Wittgenstein. En todo caso, el oscuro argumento de
Russell contra su parcial versión de la teoría de Frege no explica por sí solo la
nueva convicción de Russell, a partir de 1905, adversa a la aplicación de la dis-
tinción fregeana a cualquier expresión; no basta la insatisfacción con una teo-
ría para abandonarla, si la teoría explica datos innegables  y se carece de una
explicación alternativa.   Un aspecto cuando menos tan importante, pues, fue el
hallazgo por Russell de una explicación alternativa para ios dos hechos expues-
tos más arriba (que las descripciones se comprenden sin contacto con su refe-
rente, y que pueden carecer de referente sin que ello afecte a la inteligibilidad
de las oraciones en que aparecen), que le habían llevado anteriormente a acep-
tar la distinción entre sentido y referencia para el caso específico de las des-
cripciones definidas. Esa solución no es otra que su famosa teoría de las des-
cripciones, expuesta inicialmente en “Sobre la denotación”, que fue considera-
da por Ramsey “un modelo de análisis filosófico”: el paradigma en el que la
“filosofía analítica” se ha mirado desde entonces.
El núcleo de la teoría de las descripciones es éste: las descripciones defi-
nidas no son términos singulares, que refieren a un objeto. Son expresiones de
cuantificación, como ‘todos los hombres’ o ‘al menos un hombre’, cuya con-
tribución semántica es más compleja que la de los términos singulares. Inclu-
so en los casos en que parecen funcionar como términos singulares, refiriendo
a un objeto, ese funcionamiento referencial es un fenómeno puramente prag-
mático, un caso de uso noliteral del lenguaje. Es un fenómeno esencialmente
análogo al uso que a veces hacemos del lenguaje, presuponiendo las conven-
ciones que lo rigen sólo para violarlas, con el fin de conseguir ciertos efectos
(ironía, metáfora, etc.); una teoría semántica razonable debe formular sus pro-
 puestas haciendo caso omiso de tales usos (I, § 2). Siguiendo la estrategia del
 propio Russell, en la más clara exposición que hace de la teoría en su lúcido
 Introduction to Mathematical Philosophy   (1919), presentaré la teoría de las
descripciones definidas de Russell considerando primero, en esta sección, el
funcionamiento de las descripciones indefinidas.   La razón principal es ésta:
también las descripciones indefinidas parecen a veces funcionar como térmi-
nos singulares que refieren a objetos; pero, en este caso, es más fácil tanto
comprender que, de manera general, no funcionan así, como aceptar que cuan-
do parecen hacerlo el fenómeno no es semántico, sino pragmático. Además, la
explicación del funcionamiento de las descripciones indefinidas es una buena
introducción a la teoría russelliana para las definidas.
Los términos clasificatorios son una subcategoría de la categoría de los predi-
cados o términos generales (VI, § 1). Son términos clasificatorios s i m p l e s , por
ejemplo, los términos de género (incluidos los términos de masa , cf. IV, § 3),
natural o no: ‘tomate’, ‘soriano’; también hay términos clasificatorios comple-
 jos: ‘soriano elegante’, ‘soriano cuyo padre tiene un Rolls’, etc. Los términos
clasificatorios se caracterizan lógicosintácticamente porque se articulan sin-
tácticamente con determinantes (VI, § 1) como ‘algún’, ‘un’, ‘todos los’,
‘cada’, ‘este’, etc., para formar términos determinados : ‘algún soriano cuyo
 padre tiene un.Rolls’, etc. Entre estos últimos están las descripciones; una d e s 
cripción definida consiste en un artículo definido (‘el’, ‘la’) en construcción
con un término clasificatorio: ‘el tomate’, ‘el soriano cuyo padre tiene un
Rolls’, etc., o en una expresión que es semánticamente equivalente a una así
(como ‘su padre’, que es equivalente a ‘el padre de él o ella’). Una descrip
c i ó n i n d e f i n i d a consiste en un artículo indefinido en construcción con un tér-
mino clasificatorio. Conviene introducir de paso la otra subcategoría de los tér-
minos generales que consideraremos en lo sucesivo, la que integran los térmi
nos, predica tivos. Son términos predicativos simples, por ejemplo, los verbos
. transitivos e intransitivos ( ‘corre’, ‘golpea’), la construcción de un verbo copu-
lativo con; un adjetivo o término clasificatorio (‘es rojo’, ‘es agua’), etc. Tam-
 bién hay términos predicativos complejos: ‘golpea a todos los niños’, etc. Los
términos predicativos se caracterizan porque, en construcción con, el número
apropiado, dertérminos singulares y/o términos determinados, forman un enun-
ciado. Cuál sea “el número apropiado” lo determina la categoría lógicosemán-
tica del predicado; por ejemplo, un verbo intransitivo como ‘corre’ requiere
como:mínimo un término para el agente y otro para el tiempo (este último pue-
de quedar implícito en el tiempo verbal).
.Tal como .dijimos antes (VII, § 3), las descripciones indefinidas hacen
usualmente aportaciones genéricas a las proposiciones en que aparecen. Con
esto queremos contraponer las proposiciones que expresamos y comprendemos
mediante enunciados como (2) a las que expresamos mediante enunciados
como (3):

(2) Un cliente se ha marchado sin pagar.

(3) Ese cliente se ha marchado sin pagar.

La diferencia se reconoce mediante dos criterios; para apreciar su fuerza


intuitivamente hemos de imaginar los enunciados proferidos en contextos con-
cretos. Imagínese que (2) lo profiere un contable, que por lo demás no se
encarga de atender a los clientes ni tiene acceso a ellos, al comparar el dinero
de la caja con el inventario de ventas del día. (3) lo profiere en cambio un ven-
dedor, a propósito de una persona que, a él le parece, acaba de abandonar la
Quien preguntase, a propósito de (2), “¿a qué cliente te refieres?”, mostraría
no haber entendido el enunciado. En segundo lugar, que no exista un cliente
específico de quien quepa decir que es referido por ‘ese cliente’ en el contex-
to de (3) hace al enunciado impropio; pero nada análogo ocurre con (2). Si el
hablante profiere (3) por efecto de un trastorno psíquico o una confusión, y no
hay ningún cliente destacado en el contexto de proferencia a quien alguien
 podría razonablemente estarse refiriendo, (3), desde luego, no puede ser ver-
dadero. Pero tampoco es  falso\   en un caso así, el enunciado sería “desafortu-
nado” de una manera diferente a como lo sería si existiera el cliente en cues-
tión y, simplemente, no se hubiera marchado sin pagar. La falsedad, en el sen-
tido estricto en que el enunciado sería en este segundo caso falso, es un tipo
de “infortunio” distinto al provocado por la inexistencia de un referente apro-
 piado para ‘ese cliente’. Por otro lado, que no exista un cliente específico de
quien quepa decir que es “referido” por el término determinado ‘un cliente’ en
(2) no hace impropia la proferencia; la hace simplemente falsa. Si ningún
cliente ha visitado la tienda en el período en cuestión (supongamos que el
cálculo del contable se basaba en supuestos erróneos: los objetos que faltan se
han tirado por defectuosos, y el dinero en la caja lo ha puesto un empleado),
(2) es simplemente falso.
Estos son sólo datos sobre diferencias en nuestras intuiciones semánticas.
Para expresar de un modo teóricamente satisfactorio aquello a que los datos
apuntan debemos ir más allá de ellos. Podemos describir lo que los datos refle-
 jan de este modo: ‘ese cliente’ tiene en (3) como referencia  (VI, § 2) un obje-
to particular. Con esa expresión, un hablante competente pretende “traer al dis-
curso” a un individuo determinado, por relación al cual se debe evaluar la ver-
dad o falsedad de lo que dice. La aportación de ‘ese cliente’ a las condiciones
de verdad de la proferencia es, diremos, una aportación singular,  en este caso,
un individuo, un objeto particular. La aportación de ‘un cliente’ en (2) a las
condiciones de verdad es muy distinta. No es que carezca de referencia; pues
toda expresión que realiza una contribución específica a las condiciones de ver-
dad de los enunciados en los que aparece tiene una u otra referencia (VI, § 5).
Es más bien que su referencia no es un objeto  particular.
Un recurso conveniente para explicar en qué consiste la aportación del tér-
mino determinado en una oración como (2) es aquel que utilizamos ya ante;
riormente, en VII, § 3. Descansamos para ello en la comprensión previa deüfc
semántica del más familiar de los lenguajes artificiales estudiados en la lógica
contemporánea, un lenguaje de primer orden (VI, § 6) y en la capacidad de
representar oraciones castellanas mediante oraciones de un lenguaje de primer
orden. La representación de una oración como (2) tiene la forma  Ex (^ es] It A ^
6(x)); la traducción de (2) sería algo así como: 3x (x es cliente a x . se ha.mar-
chado sin pagar). Dada la semántica de una oración así, podemos ver cómo la.
contribución de ‘un cliente’ no es un individuo particular en absoluto. La\tn^
dúos del dominio del discurso contemplado (las personas que han podido
entrar en la tienda ese día, pongamos por caso), al menos uno es cliente, y se
ha marchado sin pagar. En una situación como la que hemos descrito antes
(ningún cliente ha visitado la tienda), la oración es simplemente falsa. Por esta
razón, diremos que la aportación de ‘un cliente’ a las condiciones de verdad
de (2) es una aportación general.1
Consideremos ahora un enunciado como (4), proferido en circunstancias
en las que el hablante tiene claramente en mente un individuo específico, acer-
ca del cual quiere comunicar algo; si utiliza la descripción indefinida ‘un clien-
te’ es, quizás, porque en el contexto no parece razonable suponer que el
hablante dispone de los recursos necesarios (un nombre propio, una descrip-
ción definida, un deíctico) que le permitirían introducir ese individuo específi-
co a su audiencia:

(4) Un cliente vino esta mañana. Ya cuando entró, vi que pasaba algo raro.

Si atendemos ahora tanto a los dos criterios intuitivos antes propuestos,


como a la caracterización teórica que propusimos a partir de ellos, parece que
habríamos de concluir que ‘un cliente’ sí hace, en (4), una aportación singular.
En cierto sentido, es indudable que la proferencia de (4) que estamos ima-
ginando expresa un contenido singular. Es indudable, también, que éste no es
un fenómeno aislado, sino uno que ocurre regularmente en el uso del lengua-
 je: las descripciones indefinidas se utilizan en muchas ocasiones con el propó-
sito de hacer aportaciones singulares. Ahora bien, estos dos hechos no son
suficientes para concluir que ‘un cliente’, ateniéndonos exclusivamente al sig
nificado convencional , semántico de las palab ras , hace en estos casos una apor-
tación singular. El fenómeno, innegable, podría ser meramente  pragmáticos la
aportación singular de ‘un cliente’ en casos como el descrito podría ser un caso
de significado no-literal  (I, § 2; XIII, § 3). Si, efectivamente, el término deter-
minado en (4) estuviese funcionando de modo noliteral, la aportación literal
de la expresión podría ser aún una aportación general, tanto como lo es en (2).

2. Esta manera indirecta de introducir la ide a de  ap or ta ci ón ge n er al   es sólo un recurso conveniente. Es con
veniente, porque nos evita presentar un lenguaje artificial mediante el cual caracterizar de un modo más directo, y más
realista, las condiciones de verdad de enunciados como ( 2), y definir de una manera precisa qué es, para una expre
sión. hacer una aportación general a las condiciones de verdad. El carácter poco realista de la propuesta se pone de
manifiesto en que hemos de introducir, en la traducción lógica, conectivas (la conjunción, en el caso de la cuantifi-
cación existencia!, y el condicional, en el caso del universal) que no estaban presentes en el enunciado traducido. No
resulta inmediato imaginar (y puede mostrarse que 110 es posible) cómo habríamos de traducir enunciados españoles
estructuralmente análogos, en los que las expresiones de cuantificación son ‘la mayoría', ‘muchos’, ‘unos pocos', etc.
Existen propuestas en la literatura que permitirían formulaciones más directas y precisas. Sin embargo, las ventajas
indudables que tendría una caracterización más precisa y realista palidecen ante la dificultad de que la exposición
requeriría un buen número de páginas, y obligaría al lector a familiarizarse con una serie de recursos técnicos com
Cuando ‘perla’ se usa noliteralmente en un poema, con el propósitodei h'acéí:
referencia a los dientes de la amada del poeta y sugerir su perfección;^ íTiantie^
ne su significado convencional; pues es sólo porque ‘perla’ mantiene táiribién
su significado literal, que el hablante consigue expresar a su audiencia ése
determinado significado noliteral. Análogamente, si el uso referencial deTuü
7C’ fuese noliteral, la expresión mantendría su significado convencional (servir
 para hacer una determinada aportación general) incluso cuando se usa nolite
ralmente para hacer una aportación singular.
Consideremos un ejemplo claro de usos noliterales que se dan regular-
mente. Casi siempre que alguien profiere en cierto tono las palabras ‘el jefe
tiene hoy una cita con una mujer’ (o palabras al mismo efecto), con ‘una
mujer’ quiere decir una mujer distinta de su madre , su hermana o su esposa.
Sin embargo, esto no parece bastante para concluir que, convencionalmente,
‘una mujer’ significa  tal cosa en esos casos. La razón básica es que esta con-
clusión conlleva postular que la expresión ‘una mujer’ es semánticamente
ambigua, dado que, claramente, muchas otras veces ‘una mujer’ no significa
eso. Pero, como explicaremos en detalle más adelante (XIV, § 3), no toda regu-
laridad es una convención. Educar a los hijos, por ejemplo, es algo que los
seres humanos hacen regularmente, pero no es un fenómeno convencional. Una
convención es una regularidad que se preserva en virtud de un mecanismo
complejo; esencialmente, una regularidad que se mantiene en virtud de la exis-
tencia de una serie de expectativas entre los miembros de una comunidad sobre
las acciones de los demás. Es bastante razonable creer que existe una conven-
ción lingüística que determina el significado usual de ‘una mujer’, según el
cual basta para que alguien “tenga una cita con úna mujer” que tenga una cita
con una persona de sexo femenino (sea o no su madre, etc.). Si, además, exis-
te un modo de explicar la regularidad en virtud de la cual ‘una mujer’ “signi-
fica” en ciertas situaciones una mujer distinta de su madre, su hermana o su
esposa , sin que la explicación presuponga la existencia de una convención lin-
güística específica al efecto, ello es bastante para concluir que la presunta
ambigüedad no existe. Similarmente, es seguro que existe una convención lin-
güística tal que ‘perla’ tiene un significado en virtud del cual no  se aplica a los
dientes. Si podemos explicar, sin postular para ello la existencia de una regu-
laridad con las características necesarias para constituir una convención lin-
güística, cómo es que en ocasiones un hablante puede conseguir que se apli-
que a los dientes, entonces no es razonable postular que ‘perla’ sea semánti-
camente ambigua en español.
Es indudable que las descripciones indefinidas hacen, en muchos casos,
aportaciones generales, y que hay en juego en esos casos un recurso conven-
cional. Si, además, existiera un modo de explicar cómo es que, en algunas
ocasiones, las descripciones indefinidas son usadas para hacer aportaciones
general, una explicación de ese tipo. Baste ahora indicar que, al describir ante-
riormente la situación en que se profiere (4), ya hemos sugerido el núcleo de
la explicación para este caso específico. Como hemos dicho, se trata de una
situación enque el hablante manifiestamente quiere comunicar proposiciones
singulares,, pero no es razonable pensar que comparta con su audiencia los
recursos necesarios para expresarla a la manera convencional (utilizando, por
ejemplo, un deíctico, o un nombre propio). Si, por otro lado, el hablante pue-
de pensar que su audiencia va a apreciar la dificultad en que se encuentra,
entonces puede esperar razonablemente que ese receptor o receptores, cono-
ciendo el significado convencional que la descripción indefinida tiene también
en este caso (a saber, exactamente el mismo que tiene el término determinado
‘un cliente’ en (2), donde claramente hace una aportación general), aprecie que
el hablante pretende usarla aquí de modo noliteral: no para expresar conteni-
dos generales, sino como una conveniente herramienta ad hoc  para “traer al
discurso” al individuo de quien quiere hablar. Y no es descabellado suponer
que esas condiciones se cumplen en los casos en que las descripciones defini-
das se usan  para hacer aportaciones singulares. (Naturalmente, no hace falta
caer en el absurdo de pensar que los hablantes se dicen explícitamente todo lo
anterior; basta suponer que lo saben “implícitamente”, en el sentido de que
serían capaces de hacerse explícito este razonamiento si tuviesen el tiempo y
la paciencia como para reflexionar sobre ello.)
Semánticamente; la contribución de ‘un cliente’ en (2) es tal que el enun-
ciado dice: hay al menos un individuo  x tal que  x es cliente, y x se ha marcha-
do sin pagar. No hay aquí referencia a un individuo particular: no tiene senti-
do preguntar al hablante a quién se refería, y, si en el universo del discurso pre-
supuesto, nadie pertenece al género “cliente”, (2) posee el tipo de infortunio
de los enunciados lisa y llanamente falsos. Según la presente propuesta, exac-
tamente lo mismo ocurre con el primer enunciado coordinado en (4); semánti-
camente dice: hay al menos un individuo  x tal que  x es cliente y  x vino esta
mañana. Semánticamente hablando, no tiene sentido inquirir ulteriormente por
un supuesto referente, y, en las condiciones antes descritas (el género de ,los
clientes no cuenta con ningún espécimen en el universo del discurso presu-
 puesto) se ha dicho algo lisa y llanamente falso. Pragmáticamente, las cosas
son distintas aquí. Es manifiesto que el hablante desea hablar de un individuo
 particular; por consiguiente, relativamente a lo que el hablante quiere, de cir  (no
a lo que las palabras que usa, semánticamente, significan) sí tiene sentido
hablar de referencia a un individuo particular. Pero este es un fenómeno prag-
mático, del que una teoría semántica debe despreocuparse. Este significado
específico del hablante , además, se consigue gracias a que las palabras que
usa mantienen su significado puramente genérico incluso en este caso. Pues el
hablante “espera” (tácitamente) que sus oyentes razonen más o menos así:
“Estas palabras significan, convencionalmente, una proposición puramente
esta mañana vino al menos un cliente. (A diferencia, obsérvese, de lo que ocu-
rre en el contexto de (2).) Quizás, por tanto, lo que el hablante quiere en rea-
lidad es decirme algo sobre un inviduo en particular, que él tiene en mente, y
no puede indicarme quién es ese individuo específico.”

2. La teoría de las descripciones: descripciones definidas

Con esta discusión como precedente, consideremos ahora las descripcio-


nes definidas. En primer lugar, es claro que, en muchas ocasiones, las descrip-
ciones definidas no  hacen aportaciones singulares, sino generales. Se cuenta
que, en cierta ocasión, Germaine de Stáel (conocida adversaria de Napoleón,
 pero, a la vez, mujer de notoria vanidad, ávida: de obtener expresiones de admi-
ración incluso de sus mayores enemigos de género masculino) preguntó a
 Napoleón quién era, a su juicio, la mujer, muerta o viva, superior a todas las
demás mujeres. La respuesta que obtuvo fue “la que ha engendrado un mayor
número de hijos”. Expresada adecuadamente para nuestros fines, la afirmación
de Napoleón tendría este aspecto:

(5) La mujer que ha engendrado un mayor número de hijos supera a todas


las demás.

Consideraciones sin duda razonables hacen que no sea muy adecuado


hablar de verdad o falsedad a propósito de un enunciado como (5); entre ellas
está el que los baremos de “superioridad” entre mujeres son aquí excesiva-
mente vagos, y también que el propósito de Napoleón no era producir un enun-
ciado susceptible de verdad o falsedad, sino expresar su disgusto hacia el
“avanzado” estilo de vida de Madame de Stáel. Pero podemos dejar al margen
estas consideraciones, por mor del ejemplo, para apreciar que, con arreglo a
los criterios que hemos ofrecido, la descripción definida en (5) no hace una
aportación singular. La función' de 'la mujer qué ha engendrado un mayor
número de hijos’ es similar a la de ‘un cliente’ en (2).
La teoría de las descripciones de Russell es, fundamentalmente, una pro-
 puesta explicativa sobre cuál es esa función. Mediante el recurso que hemos
utilizado antes para las descripciones definidas podemos exponer la propuesta
de Russell, para el caso específico de oraciones de la forma de (5), indicando
su traducción a un lenguaje de primer orden. Si abreviamos la estructura de los
enunciados en cuestión en español así: el n 6  —donde Q representa un térmi-
no predicativo— la traducción es la siguiente: 3x (x es  k a V y (y es  t c  x
= y)  a 6(x)).  Dicho de otro modo, una afirmación de la forma el n 0 conden-
sa las tres afirmaciones siguientes: (i) Hay al menos un ; (ii) hay a lo sumo
te

un ti, y (iii) (ello) es 0. En el caso específico de (5): hay al menos una mujer
engendrado un mayor número de hijos* en (5) no es hacer una aportación sin-
gular. Es decir, por:qué no tendría sentido preguntar aquí al hablante, “¿de
quién hablas?”, y por qué, en el caso de que ‘la mujer que ha engendrado un
mayor número de hijos’ no designe en este caso a nadie (en el caso, increíble
en este ejemplo particular, de que no haya ningún , en el mucho más creí-
te o

 ble aquí de que haya más de uno), (5) sería, simplemente, falso. Según el aná-
lisis, los términos determinados de la forma ‘el son expresiones semántica-
mente análogas a ‘un/algún n’.y   a ‘todo/cada 7C\
. Naturalmente, cada una de estas expresiones funcionan de modo diferen-
te, aunque su funcionamiento sea análogo. Las diferencias entre ellas se mani-
fiestan cuando traducimos ‘todo/cada k  1 por ‘Vx (7t(x) ...), ‘un/algún n ’  por
‘3x (7c(x) ...)’ y ‘el tc' por la construcción más compleja 3c (x es k  a   .V y (y
es K x =  y ) ...). Para el caso específico en que las expresiones de cada uno
de esos tipos aparecen en la forma sintácticamente más simple —en construc-
ción con un término predicativo simple 0, en la forma determinante '+ térmi
no clasificatorio + término predicativo — , las diferencias entre ellas se pueden
expresar convenientemente con respecto a tres rasgos distintivos: existencia en
la clasificación , unicidad en la clasificación, y generalidad de la predicación ,
como explicamos a continuación.
En el caso de los cuantificadores universales (todo/cada n   0), el término
 predicativo 0 debe aplicarse con verdad a cada uno de los individuos en el
dominio del discurso a los que se aplica el término clasificatorio 7C, para que
el enunciado completo sea verdadero: se requiere generalidad de la predica
ción.  Sin embargo, no se requiere para la verdad del enunciado existencia en
la clasificación , en cuanto que no es necesario para ello que existan de hecho
en el dominio del discurso individuos a los que se aplique el término clasifi-
catorio. En el caso de la cuantificación existencial (un/algún k    0), es necesa-
rio para la verdad del enunciado completo que el dominio del discurso inclu-
ya al menos un individuo al que se aplique el término clasificatorio % (sí se
requiere por tanto existencia en la clasificación);  pero no se requiere unicidad 
en la clasificación , en tanto que el término clasificatorio puede aplicarse, en el
universo del discurso, a más de un individuo; y, además, basta con que el tér-
mino predicativo 0 se aplique a uno de los individuos a que se aplica el tér-
mino clasificatorio (no se requiere, por tanto, generalidad en la predicación).
Por último, el uso de las descripciones definidas entraña, como en el caso de
la cuantificación existencial y a diferencia de la universal, existencia en la cla
sificación, pero entraña también (a diferencia de lo que ocurre en el caso de la
cuantificación existencial) unicidad en la clasificación , en tanto que el térmi-
no clasificatorio debe aplicarse, en el dominio del discurso, exclusivamente a
un individuo. Se sigue de ello que las descripciones definidas, como los cuan-
do al concepto fregeano de referencia.  La referencia de una expresión es^sü
contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparece:
Aquí es preciso ir con cuidado; pues, si la teoría fregeana del discurso directo
e indirecto (VT, § 3) es correcta, la descripción “la contribución de un término
a ...” en la oración precedente sería impropia: un mismo término tiene difer
rentes referencias cuando aparece en contextos directos e indirectos, con res-
 pecto a la que tiene cuando aparece en contextos usuales. Consideremos, pues,
sólo los que parecen ser los casos básicos, los contextos usuales, y, de entre
ellos, sólo los gramaticalmente simples a que hacíamos referencia en el párra-
fo anterior. Un usuario competente de un término debe conocer su significado,
y, por consiguiente, debe conocer su referencia (dado que ésta es, cuando
menos, parte del significado). Para entender un término singular, por tanto, hay
que conocer su referencia: hay que saber qué objeto pretende traer al discurso
el uso del término.
La tesis mínima de Russell es que para entender el sujeto gramatical de
(5) no es preciso conocer ningún objeto (como no lo es para entender el suje-
to gramatical de (2), o para entender el de ‘cada cliente se ha marchado sin
 pagar’). Entender las expresiones en cuestión requiere entender la referencia
del término clasificatorio correspondiente, y conocer el modo específico de
funcionar del determinante de que se trate (‘el’, ‘un’, ‘todo’). Esto último (el
modo de significar de los determinantes) lo podemos explicar como hicimos
más arriba, relativamente al comportamiento de las expresiones con respecto a
los tres rasgos que indicamos (existencia y unicidad en la clasificación, gene-
ralidad de la predicación). La referencia de estas expresiones, por consiguien-
te, no es un objeto particular; pues la referencia es algo que un hablante
competente debe conocer para entender el funcionamiento de la expresión en
contextos usuales, pero un hablante competente no necesita conocer ningún
objeto individual para entender las descripciones definidas. Las expresiones
tienen referencia, por supuesto, dado que hacen una contribución específica a
las condiciones de verdad de los enunciados (en contextos usuales) en que apa-
recen (cf. VI, § 5). Pero su referencia no es un objeto. Esta será nuestra inter-
 pretación de la oscura afirmación de Russell de que las descripciones defini-
das son “expresiones incompletas”: como ‘un Ky o ‘todo tu’ , y a diferencia de
los verdaderos términos singulares, las descripciones definidas tienen una refe-
rencia compleja, compuesta de la referencia de un término clasificatorio y del
significado de una expresión sincategoremática.3
En las secciones 2 y 3 del capítulo anterior examinamos las razones de
Russell para afirmar que la distinción de Frege entre sentido y referencia  no se
aplica a términos singulares como los nombres propios. Después volveremos
sobre esto. Vimos también cómo Russell aceptaba la distinción para otros tér-
minos singulares, las descripciones definidas. Al comienzo de la sección ante-
rior explicamos las razones por las que se veía obligado a hacerlo. Según Rus-
sell, entender un verdadero término singular requiere familiarización con el
referente; y tal familiarización no puede existir si no existe el objeto. Pero es
obvio que ninguna de esas condiciones son exigibles para comprender un enun-
ciado, como (5), que contenga una descripción definida. Vemos ahora cómo la
teoría de las descripciones permite solventar el problema, sin requerir para ello
atribuir a las descripciones una distinción entre sentido y referencia. Las des-
cripciones definidas, simplemente, no son términos singulares; son expresiones
incompletas —en el sentido antes expuesto— con un funcionamiento semánti-
co análogo al de las descripciones indefinidas. Para explicar su funcionamien-
to no es preciso suponer el dualismo semántico fregeano, sino que basta tomar
en consideración su complejidad.
También es posible apreciar con lo visto hasta aquí la relevancia filosófi-
ca de la teoría de Russell. Se podría argumentar que, si entendemos un enun-
ciado compuesto de un término singular y un término predicativo, y si el enun-
ciado tiene un valor de verdad (verdadero o falso), entonces el término singu-
lar debe designar.algo. Quizás no algo “existente”, en vista de que ‘el actual
rey de Francia es calvo’, ‘el cuadrado redondo es inexistente’ y ‘el ser omni-
 potente superior a todos los seres es pensable’ cumplen todos ellos, aparente-
mente, la condición impuesta, y parece lisa y llanamente increíble que haya-
mos de concluir de consideraciones meramente lingüísticas que sus sujetos
gramaticales designan algo existente. (Bastaría entonces ser un usuario com-
 petente y reflexivo del lenguaje para creer en la existencia de cualquier tipo de
divinidad.) Pero sí debe designar, al menos, algo “subsistente”, o poseedor de
algún tipo de “entidad”. Ya a primera vista, estos argumentos parecen suponer
un procedimiento algo fraudulento para establecer la “entidad” de algo. Pero
no es nada fácil decir en dónde radica su carácter falaz. La teoría de Russell
señala claramente un posible lugar: las descripciones definidas no son verda-
deros términos singulares. (La teoría fregeana, naturalmente, sirve al mismo
 propósito: no basta que un término tenga sentido, para concluir que tiene refe -
rencia.)
¿Qué justificación cabe dar de la teoría de las descripciones de Russell?
Russell la defiende en “Sobre la denotación” por su capacidad para dar cuen-
ta, satisfactoriamente, de tres “rompecabezas”: (i) la no sustituibilidad de des-
cripciones “correferenciales” en contextos indirectos; (ii) las aparentes excep-
ciones al principio del tercero excluido (dado un enunciado, o bien es verda-
dero o bien lo es su negación) constituidas por los enunciados que contienen
descripciones definidas sin “referente”, como ‘el actual rey de Francia es cal-
vo’; y (iii) el hecho de que los enunciados de existencia negativos, como ‘el
Un enunciado en que se atribuye una actitud proposicional (‘Jorge IV quería
saber si Scott era el autor de Waverley’) establece una relación entre :ei sujeto
y una proposición. Como las descripciones definidas no son términos singular
res, no cabe pensar que al intercambiar dos descripciones que describen, al mis-
mo individuo (o una descripción y un término singular que refiere al único
objeto descrito por la descripción) las proposiciones resultante sean idénticas.
Por eso no es aceptable sustituir ‘el autor de Waverley’ por ‘Scott’ en la atri-
 bución precedente, para obtener ‘Jorge IV quería saber si Scott era Scott. (ii)
Si leemos la negación en ‘el actual rey de Francia no es calvo’ como abarcan-
do a todo el enunciado,4 el enunciado es verdadero, (iii) ‘el actual rey de Fran-
cia existe’ es equivalente a: hay al menos un individuo x tal que x es en el pre-
sente rey de Francia y sólo hay un individuo  x   tal.5Esto es, naturalmente, fal-
so. Su negación es expresada en el lenguaje natura 1 mediante ‘el actual rey de
Francia no existe’; este enunciado es, por consiguiente, verdadero.
El problema de la defensa de Russell está en que depende esencialmente
de que no haya una teoría alternativa que explique mejor esos rompecabezas.
Pero sí la hay: es precisamente la teoría fregeana, con la que la teoría de Rus-
sell rivaliza, según la cual las descripciones son términos singulares con senti-
do y referencia. La teoría fregeana explica mejor los rompecabezas, porque los
tres se producen no sólo a propósito de descripciones definidas, sino también
de nombres propios. Como veremos, Russell puede dar cuenta de esto, pero
necesita para ello una maniobra que puede parecer ad hoc:  postular que los
nombres propios usuales son “descripciones encubiertas”. Además, la solución
fregeana es más acorde con nuestras intuiciones en lo que respecta al segundo
rompecabezas. En ese caso, dado que aparece un término sin referencia, los
enunciados carecen de valor veritativo. Russell no considera a la teoría fre-
geana un rival relevante, porque, como dije antes, cree haberla refutado mos-
trando que produce un “enredo inextricable”; pero, en vista de que su propio
argumento es un enredo inextricado, las consideraciones relativas a los “rom-
 pecabezas” parecen inclinar la disputa más bien en contra de Russell.
En mi opinión, existe un buen argumento en defensa de la teoría de Rus-
sell, que el propio Russell también sugiere en “Sobre la denotación”. Como he
mostrado hasta aquí, es indudable que la teoría da cuenta de muchos usos per-
fectamente cotidianos de las descripciones, usos que he ejemplificado con (5).
Hay muchos otros casos como ése; los más claros conciernen a descripciones
que aparecen en oraciones sintácticamente más complicadas que las examina-
das hasta aquí, en las que aparecen también otros términos sincategoremáticos.
En VII, § 3 ofrecí algunos ejemplos así: ‘el despacho de cada parlamentaria
oscense tiene una lámpara halógena’; ‘el alcalde de esta ciudad, fuese cual fue-

4. Es decir, si damos “intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción respecto del negador.
se su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especula-
ción del suelo’; ‘si, en efecto, hay una persona y sólo una con tales caracterís-
ticas, el jugador de la NBA de menor estatura es más alto que yo’. Simple-
mente echando mano de los dos criterios intuitivos que introdujimos para
diferenciar  prim a facie   a los términos que hacen aportaciones singulares, es
claro que los términos subrayados no las hacen. La teoría de Russell explica
muy bien cómo funcionan las descripciones en todos estos casos, de un modo
 perfectamente compatible con los datos constituidos por nuestras intuiciones
semánticas.6La primera consideración del argumento en favor de la teoría de
Russell es, pues, la existencia de usos que la teoría explica mejor que las teo-
rías alternativas. Frege, claramente, piensa en los casos en que las descripcio-
nes definidas se comportan como términos singulares; pero en todos estos
casos, las descripciones no son, manifiestamente, términos singulares. Además,
estos usos son, a todas luces, perfectamente convencionales; sólo cabría decir
que usos de las descripciones como los ilustrados son “noliterales” exten-
diendo el sentido de ‘significado noliteral’ hasta quitarle todo interés a su apli-
cación. Un usuario competente del español, sólo en virtud de su conocimiento
de las reglas convencionales que constituyen ese lenguaje, es capaz de enten-
der enunciados como los propuestos en las ilustraciones precedentes. Por con-
siguiente, al menos la siguiente afirmación está bien contrastada: la teoría de
Russell es correcta respecto del funcionamiento semántico de algunas descrip-
ciones definidas.
Por otro lado, es indudable que existen usos de las descripciones definidas
en que, juzgando por los dos criterios que venimos considerando, las descrip-
ciones hacen aportaciones individuales. Y es igualmente indudable que estos
usos son muy frecuentes. Son estos usos los que tienen en mente quienes,
como Frege, consideran a las descripciones términos singulares; cuando se tie-
nen en mente estos usos, las explicaciones ofrecidas por Russell sobre sus tres

6. Una de las limita ciones que hemos asumido al no introducir un lenguaje artificial apropiado media nte el
que exponer de un modo técnicamente preciso la teoría de Russeil es la de no poder elaborar ahora ulteriormente esta
afirmación. Tampoco podemos explicar con precisión, en consecuencia, la distinción de Russell entre las interven
 ci on es pr im ar ía s  y las intervenciones secm darías   de las descripciones. Digamos, brevemente, que se trata de un caso
particular de las bien conocidas “ambigüedades de alcance" existentes en el lenguaje natural. Un enunciado como
'todos los filósofos admiran a un lingüista’ tiene dos sentidos posibles, que podemos representar asignándole dos tra
ducciones diferentes a un lenguaje de primer orden: una de la forma Vx 3y (xRy),   en la que el cuantificador existen
cial queda bajo el alcance del universal, y otra de la forma  By Vx (xR y),   en la que ocurre lo opuesto. En el segundo
caso, la verdad del enunciado requiere que haya un mismo lingüista admirado por todos los filósofos; en el primero,
no lo requiere. Una descripción tiene “intervención primaria" cuando aparece en un enunciado que contiene otro ope
rador poseedor de alcance, y la descripción se interpreta de modo que queda bajo el alcance de éste; tiene “interven
ción primaria” cuando ocuríe a la inversa. Dado que ‘no’ es un operador poseedor de alcance, ‘el actual rey de Fran
cia no es calvo’ es un enunciado así. Si la descripción tiene intervención primaria, el enunciado dice (según la teoría
de Russell) que hay un único rey en Francia ahora, y no es calvo; es, por tanto, falso. Si tiene intervención secunda
ria. el enunciado niega que haya ahora un único rey en Francia, y sea calvo. En ei segundo caso, el enunciado es ver
dadero, con independencia de la calvicie del rey de Francia, simplemente porque no se cumple la condición de uni
“rompecabezas” resultan intuitivamente muy implausibles. Siguiendo a Kéith
Donnellan (que llamó la atención recientemente sobre estos casos), denomina,
remos usos referenciales a estos usos.7 En el capítulo anterior discutimos poí
extenso uno de ellos, que aquí repetimos como (6). El contexto deja claro que
el hablante utiliza la descripción como una alternativa estilística al uso de: ¡un
nombre propio u otro término singular, bajo el supuesto de que su audiencia
dispone de la información necesaria para, con ayuda de la descripción, identi-
ficar al individuo de quien habla.

(6) El autor de  M a d a m e Bovary nació en Rouen.

Casos particularmente patentes de usos referenciales los ofrecen las des


cripciones incompletas. Según la teoría de Russell, el uso de la descripción
definida conlleva unicidad en la clasificación. Una descripción impropia es
una construida a partir de un término clasificatorio que no satisface o bien la
exigencia de existencia o bien la exigencia de unicidad; es decir, uno que se
aplica a más de un objeto en el universo del discurso, o no se aplica a ningu
no. Un enunciado gramaticalmente simple, como los considerados antes, que
contenga una descripción impropia es, según la teoría de Russell, simplemen-
te falso. Sin embargo, en muchas ocasiones utilizamos descripciones que ha-
 brían de contar como impropias (por violarse la exigencia de unicidad), sin que
nuestras intuiciones apunten a que haya nada impropio en ello. Uno lee en el
diario ‘el contable de Ibiza se presenta hoy ante el juez’, sin encontrar en ello
nada impropio, pese a que, por supuesto, es de presumir que hay muchos con-
tables en Ibiza. La explicación de Russell es que estas descripciones son táci-
tamente incompletas; para economizar palabras, omitimos del término clasifi-
catorio material que la audiencia puede colegir por sí misma (‘el contable de
Ibiza del que se viene hablando los últimos días en este diario'). Es conve-
niente decir, en favor de Russell, que esto ocurre también en casos en que la
descripción no hace una aportación singular, sino que funciona claramente
como la teoría de Russell propone: ‘el alcalde, fuese cual fuese su opción polí-
tica, siempre ha estado sometido a la presión de la especulación del suelo’. No
hay aquí, por tanto, nada filosóficamente interesante, ni, como vemos, nada en
 principio opuesto a la teoría de Russell; pues hay descripciones incompletas
que parecen funcionar a la manera russelliana, y precisamente como Russell
explica: parte del término clasificatorio queda tácito. Pero sí es verdad que la
mayoría de las descripciones incompletas constituyen ejemplos claros de usos
referenciales, y que se trata de casos muy frecuentes: ‘la mesa es de madera’.
Ahora bien, la discusión anterior a propósito de las descripciones indefi-
nidas muestra claramente que ni la existencia de usos referenciales, ni su fre-
cuencia, bastan para concluir que las descripciones definidas, semánticamente
dado que, como hemos visto, hay usos russellianos que sí son convencionales,
habríamos de concluir que las descripciones son semánticamente ambiguas.
Ésa es, indudablemente, una posibilidad; una, además, que al menos le da par-
cialmente la razón a Russell. Ahora bien, si pudiéramos explicar los usos refe
renciales como un fenómeno meramente pragmático (aunque muy común), es
decir, como un ejemplo más de significado noliteral, entonces el hecho inne-
gable de la existencia de usos referenciales no refutaría la corrección comple-
ta de la teoría de Russell. Diversos autores, comenzando por Grice, han defen-
dido que éste es el caso.8
Me limito aquí a exponer brevemente la idea de los partidarios de la tesis
de que los usos referenciales son casos de significación noliteral. Un contex-
to como el de (6) es uno en el que la audiencia puede claramente comprender
que el hablante desea expresar un aserto con contenido singular, pero no pue-
de (o no quiere) hacerlo mediante los recursos convencionales para ello (deíc-
ticos, nombres propios). También en un caso así, la descripción que usa (el tér-
mino determinado de (6)) tiene, literalmente, la significación que una descrip-
ción definida tiene en otros casos, como (5); es decir, su significado literal es
tal que el término hace una aportación general. Sin embargo, el contexto deja
claro que lo que el hablante pretende con el uso del término es hacer una cier-
ta aportación singular al contenido expresado; esta aportación singular clara-
mente perseguida por el hablante es la significación noliteral del término en
este caso.
Una evaluación detallada de los pros y los contras de esta explicación está
fuera del alcance de este trabajo. Su mayor virtud consiste en que hace la
semántica más simple que la propuesta alternativa, al no postular una ambi-
güedad. Su mayor defecto está en la intuición de que, regularmente, usamos
las descripciones (particularmente las incompletas) como términos singulares;
 pero esto no es decisivo, pues, como mostramos antes, existen ejemplos claros
de expresiones que se usan frecuentemente de manera noliteral. Sin una deci-
siva justificación racional para ello, y por tanto sin mucha convicción, daré por
 buena la explicación griceana: por todo lo que hasta ahora se ha dicho, la
semántica de las descripciones definidas es unívocamente russelliana. La jus-
tificación racional para la tesis de que algunos   usos perfectamente convencio-
nales de las descripciones son russellianos sí es, a mi juicio, tan decisiva como
 pueda ser la justificación racional para cualquier propuesta teórica en este
ámbito. Y ello basta para darle a la propuesta de Russell aplicaciones filosófi-
camente interesantes como las mencionadas anteriormente.
Russell tenía expectativas filosóficas mucho más ambiciosas para su teo-
ría. Él buscaba sustentar con ella el monismo semántico que ya defendía antes
de dar con la teoría, a propósito de los nombres propios, como vimos en las
 primeras secciones de este capítulo. En cuanto a eso, no hemos encontrado nin-
van la introducción de la distinción fregeana entre sentido y referencia se:*apK
can también a los nombres propios: piénsese en ‘Héspero’ y ‘Fósforo’.^.Las
razones principales son ACF (VI, § 2) y la existencia de términos que com:
 prendemos, incluso aunque carezcan de referencia; particularmente, en oración
nes de la forma ‘x no existe’ (VII, § 1). De hecho, la distinción fregeana se.
aplica también a expresiones distintas de los términos singulares: a términos
clasiñcatorios y a términos predicativos simples (VI, § 5). El que las descrip-
ciones funcionen como Russell propone, pues, no parece desmedrar un ápice
la vitalidad del dualismo semántico fregeano. ¿Cómo podía Russell esperar lo
contrario?
La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en un ambicioso programa
de análisis  que la teoría de las descripciones sugirió a Russell, y que le llevó
(probablemente en conjunción con la apreciación de las dificultades que hici-
mos notar a lo largo de la discusión del texto sobre el MontBlanc y sus nie-
ves) a abandonar los puntos de vista realistas de los primeros años del siglo y
a abrazar una de las versiones más extremas del intemismo y el antirrealismo,
a saber, el fenomenalismo. Este programa (el del atomismo lógico)   está elabo-
rado de una manera a mi juicio más atractiva en el Tractatus  de Wittgenstein;
en los dos próximos capítulos se expone en detalle la versión wittgensteiniana.
Brevemente, la conjetura atomista es que todas las expresiones que sugieren el
dualismo semántico fregeano (en particular todos los nombres propios usua-
les), para las que parece razonable trazar una distinción entre sentido y refe-
rencia, son en realidad “descripciones encubiertas”. Si nos parece que ‘Héspe-
ro’ tiene, por un lado, una referencia en común con ‘Fósforo’ y, por otro, un
sentido que lo distingue de esta última expresión, es porque ambas son, mera-
mente, abreviaturas de dos descripciones definidas diferentes; pongamos por
caso, ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Oeste, cuando el
Sol se ha puesto, antes incluso de que otros puntos luminosos sean apreciables
en el cielo nocturno’, en el caso de ‘Héspero’, y ‘el objeto luminoso visible
algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a punto de salir, después
incluso de que otros puntos luminosos visibles en el cielo nocturno ya no se
aprecien’, en el caso d e ‘Fósforo’.
Si las expresiones componentes de estas dos descripciones definidas tienen
un único tipo de propiedad semántica, entonces no es preciso aceptar la existen-
cia de la distinción de Frege a partir de ejemplos basados en estos dos términos;
 pues la teoría de las descripciones de Russell, junto con la hipótesis de que los
términos son abreviaturas de descripciones como las indicadas, explica los
hechos que hemos venido aduciendo en favor de la distinción de Frege, sin nece-
sidad de postularla. Según la teoría de Russell, ‘el objeto luminoso visible algu-
nos días del año en el Oeste, cuando el Sol se ha puesto, antes incluso de que
otros puntos luminosos sean visibles en el cielo nocturno, es un planeta’ y ‘el
objeto luminoso visible algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a pun-
cia, respecto de las intenciones del hablante. La idea de conocimiento recípro 
co compartido   parece requerir, sin embargo, la posesión de un número infini-
to de estados mentales distintos. Pues se dice que x e y tienen conocimiento
recíproco compartido de que  p cuando ambos saben que p, * sabe que y sabe
que p e  y  sabe que x sabe que p, x sabe que  y  sabe que  x  sabe que p e  y   sabe
que  x   sabe que  y  sabe que p, etc. Y los contraejemplos a que me refería indi-
can que ninguna de estas creencias es superflua, y que por consiguiente son
cada una distinta de la inmediata anterior, menos compleja. Hay situaciones en
que hay un hecho sobre Irene (por ejemplo, que Irene es cleptómana) que Pau
no conoce. Hay situaciones en que Pau conoce este hecho sobre Irene, pero
Irene no sabe que Pau lo conoce. Hay situaciones en que Pau conoce el hecho,
e Irene sabe que lo conoce, pero Pau no sabe que Irene sabe que lo conoce. Y
así sucesivamente. Existe conocimiento recíproco compartido entre Pau e Ire-
ne de que Irene es cleptómana cuando no están en ninguna de esas situacio-
nes: Pau e Irene pueden mirarse a los ojos, sabiendo que los hechos relativos
a la cleptomanía de Irene y a su conocimiento por uno y otro son transparen-
tes para ambos.
Las dificultades que la exigencia de conocimiento mutuo pueda ocasionar
a una concepción griceana serán indicadas enseguida. Antes de examinarlas,
quisiera hacer notar que una condición de conocimiento mutuo parece ser
necesaria para explicar racionalmente cualquier acción que involucre la coor-
dinación entre dos o más individuos. Supongamos que A y B se han citado en
el lugar L y tiempo T. Sea p = la cita es en L en T. Llegada la ocasión de diri-
girse a L, está claro que A no irá si no cree que B conoce el lugar y tiempo de
la cita. Es decir, puesto que A se dirige a L, hemos de suponer rio sólo que A
 juzga que p , sino también que piensa que B sabe que p. Ahora bien, si A pen-
sase que B no sabe que él, A, sabe también que p, concluiría que B no tendría
razón alguna para ir, y no iría él mismo (A) en consecuencia. Por consiguien-
te, dado que A, como hemos dicho, se dirige a L con el tiempo suficiente para
llegar en T, hemos de suponer que A piensa también que B sabe que él, A, sabe
que p. Ahora bien, si A pensase que B rio cree que él, A, cree que B sabe tam-
 bién que p, concluiría de nuevo que B, al juzgar que A no iba a tener razón
suficiente para ir, na iría tampoco, y, por tanto, no iría él, A. Por consiguien-
te, puesto que va, .... Como no parece que haya ninguna razón para detener
este regreso al infinito en un punto más que en otro, esto parece llevamos a
 postular conocimiento recíproco compartido incluso en un caso tan común
como éste.
Indiqué al comienzo del capítulo anterior que la invocación del programa
de Grice para formular una “tercera vía” entre mentalismo cartesiano y con
ductismo wittgensteiniano podía parecer sorprendente, en vista de que el pro-
grama parece estar más cerca de la primera posición que de la segunda. Qui-
zás ahora pueda verse por qué. En la concepción griceana del lenguaje, como
de una proferencia proviene, en el análisis de Grice, del contenido de los esta-
dos mentales.que el hablante intenta promover en su audiencia. Y la fuerza ilo-
cutiva de las proferencias (que hemos reducido a dos, la de las peticiones y la
de;..los informes)  proviene de una característica correspondiente del estado
mental que el hablante intenta promover en la audiencia, a saber, que se trate
de un estado doxástico o que se trate de uno conaúvo.  La concepción gricea-
na :del lenguaje, pues, no parece constituir una genuina alternativa a la con-
cepción mentalista. Es, aparentemente, tan sólo una versión actualizada de la
tradicional idea filosófica según la cual el lenguaje no es más que un vestido
accidental del pensamiento: precisamente el punto de vista que ai comienzo de
este libro elaboramos exponiendo las ideas de Locke. Lo que la hace “actuali
zada” es el énfasis “moderno” que en ella se presta a la acción, a elementos
 pragmáticos. Por lo demás, incluso parece mucho menos susceptible que sus
 predecesores tradicionales de rendirse a los propósitos “naturalistas” que ani-
man las concepciones conductistas del lenguaje de Wittgenstein y Quine. La
causa de ello está en los elementos extremadamente intelectualistas que la
imbuyen.
En un artículo aparecido hace algún tiempo en  Investigación y Ciencia ,l
se ofrecía cierta evidencia empírica en favor de la existencia de un rudimenta-
rio sistema de comunicación en una especie de monos. Los monos de esa espe-
cie emiten tres tipos característicos de sonidos cuando   advierten (o creen
advertir) la presencia de un depredador de, respectivamente, tres tipos distin-
tos: águila, leopardo, serpiente; y su audiencia adopta al oírlos conductas apro-
 piadas para el tipo de depredador de que se trate, incluso aunque ellos mismos
no posean datos independientes de la presencia del depredador. Intuitivamen-
te, nos sentiríamos inclinados a decir aquí que las emisiones de cada uno de
esos tipos de sonidos son emisiones de signos; pero resulta ridículo atribuir a
los monos que los emiten las complejas intenciones griceanas necesarias para,
de acuerdo con esa concepción, considerar realmente signos lingüísticos a las
acciones en cuestión. La cosa aún resulta más ridicula cuando se toma en con-
sideración la condición de “conocimiento mutuo” que, según dije unos párra-
fos más arriba, los contraejemplos a la suficiencia de la definición original
 parecen obligamos a incluir. Y no hace falta recurrir a los monos. ¿Es razona-
 ble atribuir a un niño, de quien intuitivamente sí diríamos que emite signos, las
complejas intenciones comunicativas griceanas? ¿Es  razonable atribuírnoslas a
nosotros mismos, dejando a un lado situaciones muy  particulares?   ¿Espera el
lector cuando asevera algo o cuando solicita algo que su audiencia reproduzca
uno de esos raciocinios a que denominamos antes “procesos griceanos”? Cuan-
do nos hacemos estas preguntas, nos sentimos abocados a concluir que la con-
cepción griceana del lenguaje es uno más de esos “sueños de la razón” que los
filósofos, dados a sobreintelectualizar cuanto estudian, son tan proclives a per-
geñar.
A mi juicio, interpretadas las exigencias griceanas de un cierto modo razo-
nable, estas objeciones carecen de peso. Si parecen tenerlo, es (una vez más)
 porque se comete la falacia de la explicitación (XI, § 5). Dos observaciones
son necesarias para hacer plausible esa respuesta. En primer lugar, es preciso
evitar una confusión sobre la que ya he llamado la atención antes. La tesis de
Grice es que el concepto de significado ocasional es lógicamente anterior al de
significado convencional; que puede haber significado ocasional no regido por
convenciones. De esto no se sigue que el significado ocasional sea anterior en
el tiempo, filogenética u ontogenéticamente. Es decir, es compatible con el pro-
grama de Grice que tanto en la adquisición del lenguaje por parte de la espe-
cie como en la adquisición del lenguaje por parte del individuo sea anterior la
capacidad de usar signos con alguna significación social. En segundo lugar, es
 preciso tener bien presente la distinción entre el conocimiento tácito  que es
 preciso suponer a los seres racionales para explicar su conducta, y el conoci
miento explícito  que nuestros análisis permiten expresar en palabras.
En el primer capítulo (I, § 4) trazamos una distinción entre conocimiento
tácito y conocimiento explícito de, por ejemplo, el significado de una expre-
sión. Esta distinción era esencial para entender en qué sentido una teoría lin-
güística, particularmente una teoría semántica, puede ser informativa. Ilustra-
mos después intuitivamente la distinción con especial detalle, discutiendo dife-
rentes teorías semánticas del funcionamiento de las citas y adoptando final-
mente una a partir de la evidencia empírica disponible. Esta distinción es tam-
 bién la clave para responder a las objeciones que se acaban de indicar.
Ciertamente, resulta absurdo pensar que un ser humano normal recrea
conscientemente  las intenciones griceanas en las más cotidianas y habituales
ocasiones en que profiere un signo; resulta particularmente ridículo pensar que
el hablante se enuncia conscientemente el razonamiento que hemos denomina-
do “proceso griceano”, ese razonamiento que según el análisis de Grice el
hablante debe esperar de su audiencia. Resulta igualmente absurdo pensar que
un ser humano normal razona conscientemente como se espera de él según el
análisis de Grice, en las más cotidianas y habituales ocasiones en que inter-
 preta un signo. En contadas ocasiones ocurre así (quizás haya sujetos particu-
larmente gárrulos y pedantes que recreen conscientemente en algunos casos un
razonamiento del tipo antes ilustrado como preludio a la emisión de un signo),
y, además, hay buenas razones para pensar que una teoría del lenguaje que se
 pretenda “naturalizable” no puede hacer de esas ocasiones los casos funda-
mentales. No cabe esperar, cuando hablamos (se entiende aquí cuando emiti-
mos signos no convencionales, como cuando activamos los cuatro intermiten-
tes, sin que nadie antes lo haya hecho, para advertir de que nos vamos a dete-
ner), que nuestra audiencia reproduzca conscientemente el proceso griceano.
Pero no todos los razonamientos son conscientes, ni tampoco todas las
intenciones se formulan de un modo explícito; no usamos de hecho esas pala-
 bra ‘raz ’, ‘form inte ión’, ‘ r’ sólo feri
fuese capaz de razonar como se describe en el “proceso griceano” en el sen-
tido más genérico de ‘razonar’ (no necesariamente el de “razonar consciente-
mente”); si tuviésemos buenas razones para pensar que la capacidad de ra-
ciocinio de nuestra audiencia está severamente limitada, ¿emitiríamos aún el
signo? Alternativamente, desde el punto de vista de la audiencia: si no pen-
sásemos que el “hablante” alberga, al emitir el signo, “intenciones” griceanas,
en el sentido genérico de “albergar intenciones” (no necesariamente el de
“formularse conscientemente una intención”), ¿concluiríamos entonces que el
hablante ha informado de que p, o pedido que p? Naturalmente, estas pre-
guntas son retóricas; la respuesta esperada es “no”. Estas consideraciones no
iluminan excesivamente la idea de “conocimiento tácito”, pero abundan en las
razones que ya tenemos independientemente para no dudar de la existencia del
fenómeno. Sugieren, además, que el conocimiento tácito  es, en parte al
menos, una cierta capacidad para inferir. Así, el conocimiento tácito que tene-
mos de la sintaxis y la semántica de nuestro. lenguaje es una capacidad para
inferir, de manera racional, el significado de preferencias que nunca habíamos
oído.
En esos términos, podemos hacer la idea de conocimiento m utuo  menos
 paradó jica de lo que inicialmente parece. Supongamos una situación en que
un grupo de seres racionales poseen todos una cierta información /, saben
todos que los demás poseen esa información, y saben que cualquier ser
racional puede inferir, a partir de 7, que  p.   (En todos estos casos, tómese
“poseer información” y “saber” en el sentido genérico que, como se ha
apuntado, esas palabras de hecho tienen.) En esas circunstancias, uno
cualquiera de ellos, A, sabe que p, pues él mismo es un ser racional; pero,
además, tiene todo lo necesario para inferir que los otros saben que tan-
to como él; y también que los otros pueden saber esto mismo de él, como
él lo sabe de cada uno de ellos; y así sucesivamente. Es decir, en estas
circunstancias podemos suponer que  p   es conocimiento recíproco com-
 partido entre los miembros del grupo, sin contemplar ni por un mom ento
el absurdo de que nuestros sujetos tienen conscientemente “en mente” un
número infinito de creencias. El conocimiento mutuo en cuestión es “táci-
to”: lo que tienen es la capacidad, en sí misma ilimitada (aunque limita-
da por condiciones psíquicas genéricas, como la capacidad de atención,
etc.), de inferir las creencias que lo constituyen, a partir de dos juicios
que sí es razonable suponer, si no en su posesión consciente y explícita,
sí al menos fácilmente accesibles para ellos. Parece natural aplicar este
esquema a los casos en que nos vemos llevados a suponer conocimiento
mutuo, como en eJ caso de la cita entre A y B. A buen seguro, en un
ejemplo como el anterior, A y B se han citado previamente, o existe entre
ellos la costumbre de verse determinados días a cierta hora, etc. Cual-
quiera de estos hechos desempeñaría el papel de la información compar-
3. Convenciones lingüísticas

El problema ahora es pasar de la explicación griceana del significado del


hablante a la noción de significado convencional de las expresiones; y la pri-
mera dificultad es partir de una noción de convención  que no presuponga el
lenguaje.
David Lewis ha ofrecido una explicación tal, en un marco griceano. La
explicación de Lewis es preferible a las propuestas del propio Grice en su “Utte
rer’s Meaning, Word’s Meaning and Intention”, a mi juicio, aunque la exposi-
ción que sigue incorpora también ideas de este artículo. Las convenciones, de
acuerdo con el análisis de Lewis, son ciertas regularidades en la acción racio-
nal de una comunidad de individuos; son un cierto tipo de acciones racionales
que surgen para satisfacer intereses que requieren coordinación entre las accio-
nes de diversos individuos racionales. Las características más notables de estas
regularidades en la acción racional que, según el análisis de Lewis, las hacen
convencionales , son en primer lugar la existencia de conocimiento mutuo de la
regularidad en la acción por parte de los miembros de la comunidad, y, en
segundo, que este conocimiento mutuo (junto con la existencia de un cierto inte-
rés común) explica la preservación de la regularidad. Podríamos decir que las
regularidades convencionales se autoperpetúan en virtud del conocimiento
mutuo entre los que se atienen a ellas de que cada uno de ellos se atiene a ellas.
Por ejemplo, los miembros de un cierto club se reúnen todos los miérco-
les a las nueve de la noche en una cierta cafetería. Es una convención entre los
miembros de ese grupo ir a la cafetería X los miércoles a las 21 h.   La con-
vención es esa acción racional que se lleva a efecto regularmente entre los
miembros de ese grupo. Es una convención no sólo porque es una conducta
regular, sino porque es una acción racional que tiene ciertas características.
Hay, en primer lugar, un objetivo <í>que cada miembro del grupo quiere alcan-
zar (en este caso, reunirse con los demás), y cada uno de ellos espera alcan-
zarlo ateniéndose a la convención, es decir, yendo los miércoles a las 21 horas
a la cafetería X. Si cada uno espera alcanzarlo ateniéndose a la convención, es
 porque cree que ios demás también se atendrán a ella: es decir, cada miembro
del grupo cree que los demás se atendrán a la convención, y esa creencia, jun-
to con su objetivo común, le da una razón para atenerse él mismo a ella; y si
confía en que ios demás se atengan a la convención es porque piensa que los
otros, teniendo el mismo objetivo que él, y las mismas creencias que él,
reproducirán su razonamiento. Cada miércoles, cada miembro se atiene a la
regularidad porque quiere í> y cree que ios demás lo harán; cree que ios demás
lo harán, porque cree que los demás también quieren O, y también creen que
los demás (él en particular) lo harán; etc. De este modo, cada miércoles se pro-
duce un nuevo caso de conformidad con la convención; con io que —podría-
mos decir de un modo algo florido— ésta se preserva a sí misma. Además, la
Obsérvese que la “convergencia” en las acciones de los miembros del gru-
 po que instituye la convención (y les da razones para mantenerla) puede haber-
se producidoa través de un acuerdo lingüístico, pero puede también haberse
 producido “por casualidad”. Quizás la primera vez habían decidido verse, ha-
 bían olvidado ¡fijar el lugar y la hora, y/casualmente, se encontraron en la cafe-
tería X a las nueve. Quizás la semana siguiente ocurrió  lo mismo, acordaron
verse, olvidaron fijar el lugar y la hora al hacerlo, y entonces cada uno deci-
dió acudir a donde se habían encontrado la semana anterior, razonando que los
otros tal vez harían lo mismo. Este segundo éxito bastaría para instituir la
convención, que se autopreservaría desde entonces, mientras el objetivo común
siguiese existiendo.
La definición de Lewis es la siguiente:
Una acción R llevada a cabo de modo regular por los miembros de la
comunidad C constituye una convención   en C si y solamente si:

(i) Todo miembro de C se atiene a R.


(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R.
(iii) La creencia de que todo miembro de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis-
mos fines a que sirve R. ^
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las cláu-
sulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen, que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc.

Algunos comentarios serán útiles. En primer lugar, es preciso advertir que


las afirmaciones generales deben entenderse aquí, como* siempre que enuncia-
mos generalizaciones que forman parte de un saber distinto al que concierne a
los procesos físicos más fundamentales, restringidas por cláusulas cceteris pari-
bus  (“en condiciones parejas”). Es decir, puede haber excepciones compatibles
con la validez de las condiciones de la definición, y por tanto con la existen-
cia de una convención en el sentido definido, siempre que las excepciones sean
explicables mostrando que las circunstancias en que se dan son “anormales” o
“disparejas” respecto de lo usual..En el ejemplo antes mencionado —la con-
vención de verse los miércoles en un cierto bar— el que uno de los miembros
del grupo deje de acudir un día por encontrarse hospitalizado a causa de un
accidente no impediría hablar de la existencia de una convención, en el senti-
do que acabamos de definir. Existen ciertamente problemas filosóficos relati-
vos a cómo entender las cláusulas cceteris paribus , pero no afectan de modo
específico a nuestra discusión. Las generalizaciones geológicas, biológicas o
. meteorológicas se entienden también así restringidas, no digamos ya las eco-
convenciones. Repare el lector» sin embargo, en cuán lejos estamos de la idea
de Locke (discutida en IV, § 2, según la cuál la convencionalidad del lenguaje
consiste exclusivamente en lo arbitrario de la relación entre signo y significa-
do. Según el análisis precedente, el carácter convencional de una regularidad
requiere mucho más que su arbitrariedad; requiere, fundamentalmente, que la
regularidad se preserve en virtud del conocimiento mutuo   de la función de la
misma entre los miembros del grupo en cuestión. Es en este otro aspecto adi-
cional que una concepción como la de Locke se tropieza con las graves difi-
cultades presentadas por Wittgenstein en las  Investigaciones.
La cuarta condición requiere también alguna justificación. Esta condición
 pretende distinguir las convenciones de los contratos sociales.   Devolver los
libros prestados a la biblioteca es un contrato social, pero no una convención,
 pues cada miembro de la sociedad prefiere que todos, incluido él, se atengan
a la regularidad a que nadie lo haga',  pero no está claro que cada miembro de
la comunidad prefiera también que todos, incluido él, se atengan, a que todos
salvo él  se atengan. Esto es lo distintivo de los contratos sociales, frente a las
convenciones. Quizás, en ios contratos sociales, cada miembro quisiera ser el
único en “viajar gratis”, según la afortunada expresión de Hume: es decir, cada
miembro preferiría que todos los demás, pero no él, devolviera los libros, a que
todos, incluido él, lo hicieran. En el caso de las convenciones, en cambio, los
 participantes prefieren que todos, incluido él, la sigan, a que todos salvo él la
sigan. Los contratos sociales presentarían en ese caso problemas del tipo del
“dilema del prisionero” que no presentan las convenciones: en éstas no hay
duda de que lo racional es seguirlas.2 O quizás, después de todo, no lo hagan.
Obsérvese que si, después de todo, resultase que en algunos contratos sociales
sí ocurre que los participantes “prefieren” la situación en que todos se atienen
a la regularidad a la situación en que todos salvo alguno se atienen, resultaría
tan sólo que los contratos sociales serían de hecho también convenciones.
(Ciertamente, cuando se consideran los contratos sociales que interesan a la
moral, un argumento en ese sentido habría de esgrimir un sentido de ‘preferir’
que no sólo incluyese preferencias egoístas a corto plazo, sino también “pre-
ferencias objetivas”, incluyendo entre ellas preferencias que los individuos
declaran no tener.)
Es éste un análisis de las convenciones que las hace no meras “regulari-

2. Una situación del tipo “dilema del prisioner o” es la siguiente. Dos participantes en un crimen, A y B. han
sido detenidos. No pueden comunicarse entre sí. y no tienen especial confianza el uno en el otro. Ambos pueden con
fesar que cometieron el crimen, o no hacerlo. Si uno de ellos confiesa, y el otro no, el que confiesa recibirá una con
dena de un año, y el que no 1o hace, una de diez. Si ambos confiesan, recibirán ambos una condena de cinco años. Si
ninguno confiesa, quedarán ambos libres por falta de pruebas. Es claro que esta última es [a circunstancia preferible
para ambos. Pero, en una situación de incertidumbre como la descrita, parece que la estrategia racional es elegir el
curso de acción que, ocurra lo que ocurra con los factores que no están bajo nuestro control, dará lugar al resultado
menos malo de todos los posibles. Ahora bien, desde el punto de vista de A, esa estrategia exige confesar (el resul
tado de no confesar sería, en el peor de los c que B confiese mucho peor de lo que sería el resultado d
dades conductuales”, sino genuinas acciones racionales producidas de modo
regular, sustentadas por complejas creencias y deseos y creencias y deseos
sobre las creencias y deseos de los demás. Además, como hemos visto, el aná-
lisis no utiliza el concepto de lenguaje; las convenciones así definidas pueden
haber sido introducidas mediante el lenguaje, pero tal cosa no es una condición
necesaria impuesta por el análisis. Hemos mencionado un ejemplo de cómo es
compatible con el análisis que una convención se instituya sin mediación lin-
güística. Lo que necesitamos ahora es explicar las convenciones propiamente
lingüísticas en este marco.
Para hacerlo, debemos determinar qué tipo de regularidades en la acción
son las convenciones lingüísticas, qué es lo que, convencionalmente, hacen los
que toman parte en ellas. En la sección primera hemos explicado la naturale-
za de las emisiones de signos, no necesariamente convencionales, petitorias e
informacionales, cómo adquieren su fuerza y su contenido en virtud del par-
ticular tipo de acciones racionales que son, según el análisis de Grice. La idea
central era que un signo es el producto de una acción movida por intenciones
comunicativas.   La generalización al caso convencional consiste, esencialmen-
te, en lo siguiente: las convenciones lingüísticas son regularidades consistentes
en la puesta por obra de intenciones comunicativas, que se autopreservan a tra-
vés del mecanismo descrito por Lewis, sustentadas por el interés general en la
realización satisfactoria de tales intenciones comunicativas. Un signo lingüís-
tico, un signo convencional, es un recurso cuyo uso regular para la satisfacción
de determinadas intenciones comunicativas es conocimiento recíproco com-
 partido entre los miembros de un grupo de individuos; tal conocimiento mutuo,
 junto con el interés del grupo en la realización de esas intenciones, explica que
el uso regular se mantenga. Describir las convenciones lingüísticas es por con-
siguiente describir qué intenciones comunicativas son satisfechas mediante el
mecanismo descrito por Lewis. Esto es tanto como decir que hay tantos tipos
de convenciones lingüísticas, como tipos  de fuerzas ilocutivas diferentes cuen-
tan con recursos convencionales para su satisfacción. No cabe esperar, en prin-
cipio, que podamos recoger mediante una fórmula simple en qué consisten las
convenciones lingüísticas —es decir, qué acciones llevamos regularmente a
cabo mediante el empleo de signos lingüísticos.
Las convenciones lingüísticas consisten en la puesta en práctica y feliz eje-
cución de intenciones comunicativas mediante recursos que se utilizan regular-
mente. S, pongamos por caso, es un signo indicativo cuyo significado conven-
cional es ser un informe de que  p   siempre que existe una regularidad tal que
(a) cuando los miembros de la comunidad, creyendo que /?, quieren que su
audiencia juzgue que  p y emiten para ello S (esperando que su audiencia, cono-
cedora de esta práctica, reconozca esa intención suya de que juzguen que  p, y
que lo juzguen como consecuencia de su reconocimiento); mientras que (b)
la comunidad desean que otro forme la intención de que /?, emiten para ello S
(esperando que su audiencia, conocedora de esa práctica, reconozca esa inten;
ción suya de que formen la intención de que  p,   y que eso les lleve a formarla;
de hecho; mientras que (b) cuando otro miembro emite S, ello les lleva a reco-
nocer la intención del emisor de que formen la intención de que /?, y a formar
la intención de que  p   en consecuencia. Y la conformidad con estas regulari-
dades se autopreserva por el mecanismo de las convenciones, es decir, en vir-
tud de la existencia de un objetivo común (a saber, un interés común en saber
cosas que otros saben pero uno mismo no estaría en disposición de saber, y un
interés común en coordinar las acciones para alcanzar fines que no podrían
alcanzar por sí solos: en breve, un interés común en la comunicación) y del
conocimiento mutuo de la existencia de la regularidad.
Haciendo gala de su mucho ingenio, David Lewis ha propuesto una des-
cripción genérica de las convenciones lingüísticas, que expongo a continua-
ción. Pero es dudoso que la descripción tenga otro interés que el de permitir-
nos contar con una fórmula mnemotécnicamente eficiente. Lo sustancial es lo
que acabamos de decir; como veremos, un uso rígido de la fórmula de Lewis
 podría tener el efecto indeseado de hacérnoslo pasar por alto. Será convenien-
te, una vez más, tener a la vista un ejemplo; el anteriormente ofrecido bien pue-
de servimos aquí, pues, de hecho, poner en marcha los cuatro intermitentes al
tiempo que se frena cuando se circula a gran velocidad por la autopista se ha
convertido, con la repetición, en una convención lingüística. (Una, además, con
toda seguridad introducida sin ayuda del lenguaje: después de que uno o varios
conductores tuvieran la feliz idea, sus audiencias utilizaron probablemente el
recurso en circunstancias similares, hasta que, a fuerza de repeticiones, la prác-
tica pasó a adquirir un carácter convencional.) Como antes, podemos conside-
rarla alternativamente una convención petitoria o una informacional. La cues-
tión es: ¿qué es lo que hablantes y oyentes convencionalmente hacen en este
caso? ¿Cuál es la acción regular de cada uno de ellos, que constituye esa con-
vención lingüística?
Inspirándose en parte en Grice y en parte en el artículo de Stenius “Mood
and Languagegame”, Lewis ofrece la siguiente respuesta. Supongamos que
tomamos al signo (encender los intermitentes) como uno informacional. En
este caso, lo que los miembros de la comunidad hacen regularmente cuando
ofician de hablantes es ser veraces: a saber, poner en marcha los intermitentes
sólo cuando piensan que van a detener completamente sus vehículos; y lo que
hacen, cuando ofician de audiencia, es ser confiados:  juzgar que el conductor
de delante va a detener completamente su vehículo. Supongamos ahora que
consideramos al signo uno petitorio. En ese caso (estirando un poco el sentido
de las palabras, con el fin de tener etiquetas, como se ha dicho, mnemotécni-
camente convenientes), lo que los miembros de la comunidad de conductores
de la autopista hacen regularmente cuando ofician de hablantes es confiar 
son convenciones de veracidad  y confianza,  entendiéndose estas nociones de
modos apropiados según la fuerza ilocutiva en juego. En el caso de los infor-
mes, el emisor es veraz al emitir el signo que regularmente se usa para que la
audiencia juzgue que p , sólo cuando efectivamente cree que  p\   el receptor, por
su parte, es confiado  al juzgar que  p   cuando recibe un signo que regularmente
se usa con esa intención comunicativa. En el caso de los signos petitorios, el
emisor es confiado al emitir el signo que regularmente se emplea con la inten-
ción de que la audiencia lleve a cabo  p  cuando quiere que  p   se lleve a efecto;
y el receptor es veraz cuando, al recibir un signo que regularmente se usa con
esa intención comunicativa, forma el propósito de llevar a efecto la acción ade-
cuada. Para ilustrar la idea, veamos cómo el minilenguaje de la autopista cum-
 ple la definición general de convención, aplicada al caso particular de las con-
venciones lingüísticas entendidas como Lewis propone. Con el fin de facilitar
la discusión, tomemos el ejemplo como una proferencia convencionamente
 petitoria; es decir, lo que hacemos es justificar que, en el sentido definido, exis-
te entre los conductores de la autopista un lenguaje convencional constituido
 por un único signo imperativo, la activación de los cuatro intermitentes cuan-
do se circula que expresa convencionalmente la petición de que el que
sigue a quien lo usa detenga su vehículo.
(i) Todo miembro de C se atiene a R. Es decir, los miembros de ía comu-
nidad son regularmente confiados (cuando ponen en marcha los intermitentes
quieren que el de atrás detenga su vehículo) y veraces (cuando el conductor
que les precede enciende los cuatro intermitentes forman la intención de dete-
ner su vehículo). Recuerdo al lector que la generalidad se entiende aquí y en
las restantes cláusulas restringida a “condiciones parejas”: existen todo tipo de
excepciones compatibles con la verdad de (i).
(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. Los
conductores esperan que los otros pongan los cuatro intermitentes cuando de-
sean que paren, y que formen la intención de detenerse cuando son ellos los
que los ponen en marcha. Lo esperan así a partir de su experiencia con casos
 pasados de la regularidad.
(iii) La creencia de que todo miembro^de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Esta condición con-
tiene implícitamente el “proceso griceano”. La “razón” ha de entenderse como
un argumento, teórico o práctico, cuya conclusión consiste precisamente en el
estado mental que constituye el atenerse a la convención, la “veracidad” o la
“confianza” que la convención les pide. Por ejemplo, si soy el candidato a ha-
 blante, pienso que voy a detener mi vehículo, veo a otro conductor tras de mí
y reparo en lo peligroso de la situación, como conozco la convención y creo
que los demás se atienen a ella, razono que si pongo ios cuatro intermitentes,
el conductor que me sigue va reconocer mi intención, y eso le va a llevar a ate-
nerse a la convención, siendo “veraz”, es decir, formando la intención de dete-
nerse; y eso me da una razón justamente para atenerme yo mismo a ella, pues
la creencia de que el de delante se atiene a la convención, es decir, que es; con
fiado, me da una razón, al reconocer su intención, para formar yo entoncesla;
intención de detener mi vehículo (que es lo que constituye atenerse a la con-
vención en este caso, ser veraz)-  Es así que, dada la existencia del interés
común en la comunicación (el interés por parte del que va a detenerse de que;
el conductor que le sucede se detenga, y el interés del que le sucede en hacer-
lo así), la convención se autopreserva: produce actos que constituyen nuevos
casos de conformidad con la misma, y contribuye así a que se produzcan nue-
vos casos en el futuro.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. En Ja situación indica-
da, nadie tiene interés en “viajar gratis”, en ser un “free rider” humeano. Todos
 prefieren que todos, incluidos ellos mismos, sean veraces o confiados, según
lo que les corresponda: se juegan la vida en cada caso. Si voy a detener mi
vehículo, me interesa ser confiado y poner los intermitentes, y que mi audien-
cia sea veraz. Si otro los pone, me interesa ser veraz y formar la intención de
detenerme, tanto o más de lo que me interesa que el hablante que se dirige a
mí sea confiado.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis-
mos fines a que sirve R. Hay muchas otras regularidades de veracidad y con-
fianza que hubieran servido al mismo fin: sacar el brazo de ciertos modos por
la ventanilla, exhibir una banderita llevada ad hoc  en la guantera, etc.
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las
cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc. (Casos
como los que discutimos cuentan entre las situaciones que paradigmáticamente
requieren coordinación; la necesidad de incluir esta condición se justifica como
en casos similares anteriormente discutidos.)
La propuesta de Lewis (las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza) es, como dijimos antes, mnemotécnicamente útil. Sin
embargo, lo importante es comprender el mecanismo a que se hace referencia
con estos términos: la existencia de recursos que regularmente subvienen a la
satisfacción de intenciones comunicativas, en circunstancias de conocimiento
recíproco compartido e interés común en que tal regularidad se autopreserva a
través del mecanismo lewisiano. Pues, para poder recoger dentro de la fórmu-
la de Lewis las diversas acciones que llevamos a cabo con recursos tan com-
 plejos como los que ofrecen los lenguajes naturales, es preciso extender tanto
los sentidos usuales de ‘veracidad’ y ‘confianza’, que resulta más que dudoso
que la fórmula sea en rigor descriptivamente adecuada. Quizás no sea excesi-
vamente impropio describir lo que los hablantes hacemos con los recursos
convencionales para prometer o para interrogar en términos de “veracidad” o
“confianza”; por ejemplo, parece natural pensar que en las interrogaciones,
como en los requerimientos en general, el papel del veraz corresponde al
o ‘¡Lo siento tanto!’, ¿son tales términos útiles para comprender el mecanismo
que preserva el uso de tales expresiones? Al suscitar estas dudas no pretendo
negar la utilidad de la definición de Lewis, sólo asignarle su verdadera función.
Ciertamente, las regularidades en la acción constitutivas de las convencio-
nes lewisianas tienen poco que ver con las reglas entendidas al modo conduc
tista; antes bien, Ja sospecha es que este punto  de vista no es una genuina alter
nativa   al mentalismo, dado lo complejo de los estados mentales que se postu-
lan como condiciones necesarias de la existencia de convenciones lingüísticas.
El análisis no presupone la noción de lenguaje , como queríamos, de modo que
su uso para explicar el lenguaje no es viciosamente circular. Y parece permi-
timos tratar de un modo intuitivamente adecuado casos simples, como el del
lenguaje de la autopista. Naturalmente, quedan cuestiones fundamentales sobre
las que no hemos dicho nada. Las más   importantes son relativas a ía posibili-
dad de entender un lenguaje natural como el castellano (en contraste con una
mera señal aislada, como la que constituye el lenguaje de la autopista) como
un sistema de convenciones lewisianas de veracidad y confianza. A este res-
 pecto, es esencial recordar las razones, expuestas a lo largo de este trabajo, por
las que es necesario aceptar que el significado de las emisiones lingüísticas está
estructurado —en los dos sentidos que, según hemos visto, tiene el lenguaje
estructura: el significado de las proferencias está sistemáticamente   determina-
do a partir de expresiones cuyo significado es asistemático, pero que, por su
 pane, sólo tienen significado en determinados contextos— . (Cf. I, § 2; VI,
§ 1; y IX, §§ 36.) Para acomodar estos  hechos, una caracterización apropiada
del sistema de convenciones que constituye un lenguaje natural ha de ser, ine-
vitablemente, mucho más complicada que la caracterización del “lenguaje de
la autopista”. Y nadie está por el momento en disposición de llevar a cabo una
tarea similar. Nuestro objetivo no podía ser otro que el de indicar las líneas
generales de una caracterización tal, y sus consecuencias conceptuales más
abstractas.

4. La na turale za de la norm atividad lingüística

AI final de la sección segunda del capítulo precedente anunciamos que el


examen del programa de Grice nos permitiría resolver las tres  dificultades que
hicimos notar en la versión particular de la teoría de los actos del habla de Aus-
tin, preservando el núcleo de esa teoría. Cumpliremos ese compromiso para
concluir.
La primera dificultad que mencionamos consistía en que Austin no carac-
teriza adecuadamente la naturaleza del “elemento esencialmente pragmático"
(la fuerza ilocutiva), que, según su teoría de los actos lingüísticos, no es ana-
lizable en términos preposicionales. Austin explica que ese elemento debe elu-
acción gobernada por convenciones, pone de manifiesto lo que nuestras intuid
ciones ya indicaban: que puede haber significado, y por tanto—si la teoría de
los actos del habla es correcta— fuerza ilocutiva, no gobernado por con-
venciones. Por consiguiente, la fuerza ilocutiva no debe explicarse necesaria-
mente en términos de convenciones. En la última sección del capítulo prece-
dente hallamos muchos más ejemplos de lo mismo.
El análisis griceano revela la naturaleza del elemento pragmático, sin ape-
lar necesariamente a convenciones. Significar, según el análisis de Grice, es,
esencialmente, poner por obra intenciones comunicativas. Significar nunca es
sólo   representar el mundo, aunque no puede hacerse sin representar el mundo
(no hay significación sin un contenido proposicional, excepto quizás en casos
 periféricos).3 Significar es, también, representarlo con ciertos propósitos, aun-
que puede hacerse sin que exista procedimiento convencional alguno para ello.
Entre tales propósitos (las fuerzas ilocutivas más genéricas, cuya propiedad
distintiva es que pueden ser satisfechos a partir de su reconocimiento) hay
(abstrayendo mucho) dos fundamentales: que el acto de significación dé lugar
a la realización del contenido proposicional significado (que se haga que el
mundo corresponda al contenido proposicional significado); y que el acto de
significación justifique ei juicio de que el contenido proposicional significa-
do se da (que se forme el juicio de que el contenido proposicional signifi-
cado corresponde al mundo). Estos propósitos pueden ejercerse incluso en la
ausencia de convenciones, aunque la existencia de convenciones facilita su
realización.
La segunda objeción que hacíamos a Austin era que su clasificación de las
condiciones de feliz ejecución estaba excesivamente guiada por los ejemplos
menos interesantes para la elucidación de la naturaleza del lenguaje (esas pro
ferencias gobernadas por rituales altamente institucionalizados); que cabía
esperar, por tanto, que acomodar en esa horma las diversas fuerzas ilocutivas
resultase poco explicativo. No es que no haya nada que corresponda a las cate-
gorías de Austin en las fuerzas ilocutivas lingüísticamente interesantes. En
cierto sentido, podemos encontrar, por ejemplo, una distinción entre personas
y circunstancias apropiadas, y otras que no lo son, también para la realización
afortunada de la fuerza asertórica o la fuerza imperativa. Lo que ocurre es que
no hay nada distintivo  de esas fuerzas en tales categorías: sólo podemos decir
cosas tales como que, para que se lleven felizmente a efecto cualquiera de esos
actos, deben estar involucrados seres racionales, cuyos mecanismos cognosci-
tivos funcionen propiamente, etc. Pero esto es común a todas las fuerzas ilo-
cutivas lingüísticamente fundamentales.
De acuerdo con el análisis de Grice, las características esenciales de las
fuerzas ilocutivas debe provenir de su carácter de intenciones comunicativas ,
intenciones que se persigue realizar mediante su reconocimiento. En principio,
 puede haber tantas fuerzas ilocutivas como intenciones comunicativas pueda
haber; y es obvio que no podemos prever cuáles son éstas. Puede muy bien
haber intenciones comunicativas que aún no se nos ha ocurrido ejercitar, y que
quizás en el futuro cuenten incluso con recursos lingüísticos convencionales
 para su ejercicio. Sin embargo, hay fuerzas ilocutivas que son tan importantes
como para encontrarse sistemáticamente representadas mediante recursos con-
vencionales para su realización en los lenguajes naturales: ordenar, inquirir',
aseverar, etc. Una clasificación razonable de los componentes más genéricos
de las mismas, así como una taxonomía razonable de tales fuerzas ilocutivas
regularmente expresadas convencionalmente, debe obtenerse a partir de un
examen pragmático de la naturaleza de las intenciones comunicativas. Tal aná-
lisis debe hacerse, naturalmente, atendiendo a los intereses humanos y a su
naturaleza, pues son esos intereses los que determinan qué intenciones en el
sentido de producir en otro un determinado estado psíquico cabe esperar satis-
facer, simplemente a partir de su reconocimiento.
Conviene tener presente que un elemento del significado de una proferen-
cia (como, por ejemplo, su fuerza ilocutiva) puede estar determinado por con-
venciones, incluso 'aunque no exista un signo o recurso sintáctico regularmen-
te utilizado para tal fin. Sólo las fuerzas ilocutivas más fundamentales cuentan
con recursos sintácticos convencionalmente utilizados para su expresión, como
los modos indicativo o imperativo, la forma interrogativa determinada por la
entonación o la sintaxisf'etc. Otras fuerzas ilocutivas más específicas, sin
embargo, pueden ser convencionalmente expresadas en virtud de rasgos
contextúales más o menos variables. Por ejemplo, una proferencia de 4te lo
traeré mañana’ —en réplica a la solicitud de devolución de un libro prestado
no expresa convencionalmente una predicción sobre lo que ocurrirá en el futu-
ro, sino que su fuerza ilocutiva es la de una promesa; pero no existen conven-
ciones que vinculen específicamente elementos sintácticos de esa oración con
la expresión de promesas.
 No es éste el lugar apropiado en que llevar a cabo una elucidación de los
elementos constitutivos de los potenciales ilocutivos en general, y menos aún
una taxonomía de los mismos. Trataré únicamente de ilustrar la fecundidad del
análisis precedente mediante el examen de los casos fundamentales. Con los
ejemplos estudiados de “condiciones de feliz ejecución” pretendemos mera-
mente indicar el tipo de investigación que debe hacerse para elucidar las fuer-
zas ilocutivas, siguiendo las líneas de Grice, así como qué tipo de principios
habría de dar lugar a una taxonomía de las mismas.4
Para empezar, el aspecto más inmediato de las intenciones comunicativas
es que persiguen producir estados psíquicos en la audiencia. Dado que hay
dos tipos de estados psíquicos en general, estados doxásticos y estados cona
tivos, no puede extrañar que haya también dos tipos genéricos de fuerzas ilo
cutivas, las que corresponden a lo que venimos denominando ‘informes’ (que
 persiguen producir estados doxásticos) y a lo que venimos denominando
requerimientos o peticiones (que persiguen producir estados conativos). Las
 propiedades que diferencian a unas de otras corresponden a las que distinguen
los tipos de estado psíquico que en uno y otro caso se pretende producir, y
constituyen uno de los elementos que diversos autores han señalado como un
componente característico de las condiciones de realización afortunada dis-
tintivas de las diversas fuerzas ilocutivas. Se trata de la contrapuesta “direc-
ción del ajuste” o de correspondencia entre el contenido proposicional del
acto lingüístico (sus condiciones de “correspondencia”, más específicamente)
y el mundo. (El que utilicemos ‘verdadero’.para las aseveraciones correctas y
‘satisfecho o ‘realizado’ para los mandatos correctos está probablemente en
función de la diferente “dirección de correspondencia” que percibimos en
unas y otros.)
Esta asimetría da lugar a la primera gran clasificación de las fuerzas ilo-
cutivas, entre todas aquellas fuerzas cuya dirección de ajuste es como  la de los
informes (a las que podríamos denominar, en general, constataciones), entre
las que incluimos además acciones lingüísticas convencionales tales como ase-
verar, enunciar, asegurar, inferir, estimar, explicar, decir, recordar, etc., y aque-
llas cuya dirección de ajuste es como la de las peticiones (a las que podríamos
denominar, en general, ejecuciones ), que incluye además preguntar, ordenar,
aconsejar, rogar, etc.5Las ejecuciones se hacen con el objetivo genérico de que
el mundo corresponda a su contenido proposicional, lo que no ocurriría (en el
caso de ejecuciones afortunadamente realizadas) si no se produjese el acto lin-
güístico, la ejecución. La realidad que corresponde al contenido de la ejecu-
ción, si la misma se hace con éxito, depende del estado psíquico producido por
la ejecución: esa realidad no se habría dado si no se hubiese llevado a cabo el
acto lingüístico. Las constataciones, por el contrario, se hacen con el objetivo
genérico de producir estados psíquicos cuyo contenido proposicional coires
 ponde a cómo son las cosas; las constataciones afortunadamente realizadas no
se habrían hecho si su contenido no se diese, independientemente, en el mun-
do. En este caso, son ios estados psíquicos producidos por la aseveración los
que, si la constatación se hace felizmente, dependen de la realidad que corres-

5. Al emplear los términos ‘constat acion es’ y ‘ejec uci one s’ (que sugieren los términos de Austin, ‘constati-
ve s’ y ‘perform atives’), quiero indicar que la distinción que Austin tenía originalmente en mente pudiera quizás corres
ponder a esta distinción entre las tuerzas con arreglo a Ins dos direcciones de ajuste. Searle distingue otros tres gran
des géneros, además de estos dos: el de las promesas, el de los actos expresivos (saludar, congratularse, lamentarse,
alegrarse, etc.), y el de los actos ritualizados (bautizar, apostar, declarar culpable, etc.); cf. “Lina, taxonomía de los
actos ilocucionarios". En mi opinión, todos ellos caen bajo uno de los dos indicados. Por ejemplo, las promesas están
en el grupo de las  pe tic io ne s, en ío qu e   respecta a la dirección del ajuste; se distinguen de otras fuerzas en ese grupo
por otros aspectos, como quién es el que ha de encargarse de la realización del contenido, si el hablante o el oyente,
etc. Muchas expresiones de emociones están en el grupo de las aseveraciones. (El hecho de que el conocimiento pri
vilegiado que tenemos de nuestras propias emociones garantice que, en condiciones de realización afortunada, estas
proferencias sean siemp , no las priva — de lo que Searle sugiere— de la dirección desajuste
 ponde   a su contenido preposicional: el estado psíquico no se habría producido
si la realidad que corresponde a su contenido no se hubiese dado.6
Consiguientemente, una condición de realización afortunada específica de
las ejecuciones que depende de la dirección de ajuste entre contenido proposi
cional y realidad que las caracteriza es que el contenido proposicional de una
ejecución no se realizará a menos que la audiencia forme la intención de cum-
 plirla. Un mandato de que  p , efectuado en una circunstancia en que  p   se ha de
dar independientemente, es un mandato desafortunado. (Análogamente, desear
únicamente aquello cuya satisfacción está garantizada, porque ya se da, es un
tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados conativos.) Una
condición correspondiente para los informes, relacionada con la dirección de
ajuste que les es propia, es que el hablante es fiable. Un informe de que  p , efec-
tuado en una circunstancia en que el único vínculo entre el hablante y el hecho
de que  p   consiste en el deseo por parte del hablante de que se dé  p   es, igual-
mente, uno particularmente desafortunado. (Análogamente, juzgar que seda lo
que uno desea que se dé, únicamente porque uno lo desea, es un tipo de irra-
cionalidad singularmente asociado a los estados doxásticos.)
En el Tractatus,   4.062, Wittgenstein se pregunta: “¿No podríamos enten-
demos con enunciados falsos, tal como ahora nos entendemos con enunciados
verdaderos? Bastaría con que supiésemos que son aseverados falsamente.”
Wittgenstein responde negativamente a su pregunta, pese a lo aparentemente
 plausible de la sugerencia. Mi interpretación de la (oscura) justificación que
ofrece a continuación es ésta: “Quien encuentra plausible esta sugerencia no
está contemplando la modificación que se sugiere, sino una distinta. La modi-
ficación que se contempla es una modificación del lenguaje ; particularmente,
que el signo que ahora se utiliza para la negación, se utilice para la afirmación,
y viceversa. Así, introducida esta modificación, el contenido que aseveraríamos
al decir ‘mi edición del Tractatus  es la de 1987’ sería el que ahora aseverara^
mos al decir ‘mi edición del Tractatus na  es la de 1987’, y viceversa. Pero esto
no sería “pasar a entenderse con falsedades”; por el contrario, si, introducida
la modificación, digo ‘mi edición del Tractatus  es la de 1987', y mi edición
del Tractatus  es la de 1973, lo que he dicho es verdadero, y si es la de 1987,
falso. Seguiríamos entendiéndonos con verdades, como hasta ahora, sólo que
expresadas en un lenguaje distinto, un lenguaje en el que las convenciones que
guían el uso de ‘no* son opuestas a las que rigen ahora.” Esta explicación pare-

6. Esta asimetr ía no es, de mod o general, ni temporal ni causal; no es que las con stata cion es afortunadas se
hagan  a ca us a de   que su contenido se da en el mundo (ni. menos aún,  de sp ué s de   la realización de tai contenido),
mientras que el contenido de las ejecuciones afortunadas se realice a causa de que se haya llevado a efecto la ejecu
ción. ‘Limpiarás las letrinas esta tarde’ puede ser una constatación (una predicción) o una ejecución (una orden); en
ambos casos, el contenido proposicional concierne a un suceso que, si se da, se da posteriormente a la proferencia.
La asimetría que distingue el que sea una predicción de que sea un mandato es más sutil: como se ha expresado en
el texto, se trata de una asimetría de  de pe nd en ci as .   Si es una predicción feliz, la proferencia debe depender del esta
ce, una vez propuesta, intuitivamente satisfactoria. Lo que no hace'és exp®
camos por qué no es posible “entenderse con falsedades”. La explicación antér
rior de ia “dirección de ajuste” característica de la fuerza ilocutiva de las:cons-
tataciones nos da la explicación que faltaba. La veracidad  es constitutiva de
constatar.  No puede haber tal cosa como una comunidad lingüística de menti^
rosos, una comunidad de constatadores de la falsedad. No hace falta ningún
“Principio de Caridad” asociado a la traducción radical para garantizar esto; es
una consecuencia de la función o propósito constitutivo de las constataciones.
Entre las constataciones, nos hemos ocupado hasta aquí exclusivamente de
lo que venimos denominando ‘informes', y, entre las ejecuciones, de las peti-
ciones. La razón de ello es ia creencia de que una y otras constituyen casos
 prototípicos de significación, en el sentido expuesto en la discusión metodoló-
gica de § 2. Sin embargo, es manifiesto que ni los informes agotan la clase de
las constataciones, ni agotan las peticiones la clase de las ejecuciones. Carac-
terizar las otras fuerzas que se agrupan en cada uno de los dos grandes géne-
ros requiere describir sus específicas condiciones de realización afortunada.
Los mandatos se ejecutan felizmente en circunstancias en las cuales el que
ciertos individuos hagan manifiesto su deseo de que se haga algo es una exce-
lente razón para que otros formen la intención de hacerlo. Lo que tienen en
común esas circunstancias es que el individuo en cuestión tiene una cierta auto-
ridad sobre los otros: sabe mejor que los otros lo que hay que hacer en esas
circunstancias para obtener algo que a todos les interesa, etc. Así, que quien
ordena tiene una cierta autoridad sobre quien recibe1la orden es uno de los ele-
mentos de las condiciones de feliz ejecución características de los mandatos en
general. Sin embargo, hay situaciones en que queremos que otro haga algo, y
no estamos investidos de esa autoridad (ni siquiera en el sentido laxo con que
la palabra se emplea aquí). En tales casos podemos quizás suplicar, advertir,
aconsejar, etc. No parece que el “mecanismo griceano” esté operando en estos
casos; es decir, no parece que estemos tratando de que el otro forme la inten-
ción de hacer lo que queremos, simplemente a partir del reconocimiento de
nuestra intención. Para empezar, ni siquiera cabe decir que el que nuestra
audiencia forme una cierta intención sea necesario para la realización afortu-
nada de esos actos lingüísticos. Queremos sin duda que advierta que nosotros
queremos que forme esa intención, mediante su reconocimiento de nuestra
intención de que así lo advierta, y quizás también de nuestro convencimiento
de que formar él mismo esa intención es conveniente para él, o mostraría con-
sideración hacia nosotros, etc. Del mismo modo, y pasando ahora a actos del
género constatar, cuando recordamos algo a alguien no queremos que juzgue
que aquello es el caso a partir del reconocimiento de nuestra intención de que
así lo haga, sino a partir del recuerdo de que él mismo lo pensaba en un
momento anterior. Cuando aseveramos no tenemos por qué tener más inten-
ción que la de que nuestra audiencia sepa que nosotros mismos somos de una
das en los lenguajes naturales debe analizar también todos estos casos. Si Ja
discusión metodológica de § 2 es correcta, sin embargo, podría constituir un
error proponer, sobre la base de los mismos, análisis de la significación en que
se dejara de lado el papel prototípico de los informes y las peticiones en el con-
cepto ordinario de significación. Es precisamente esto lo que hacen los parti-
darios de la teoría  proposicionalista de los  actos del  había, como Searle, según
los cuales la intención de producir efectos en la audiencia no es nunca un ele-
mento de la fueraa ilocutiva de las preferencias lingüísticas.7Según los propo-
sicionalista, todo lo que  esencialmente hacemos mediante el lenguaje es repre-
sentar nuestras propias actitudes proposicionales. La propuesta que estoy
defendiendo insiste en el carácter  prototípico de informes  y  peticiones, y evita
caer en el error de contentarse con una caracterización suficientemente genéri-
ca —del tipo de la caracterización proposicionalista— como para incluir a la
vez todos los casos, incluidos los que acabamos de describir; pues una carac-
terización así, precisamente por su carácter genérico, nos haría pasar por alto
los rasgos distintivos de los casos prototípicos de significación.
Examinemos finalmente la solución griceana a la tercera dificultad que
 pusimos de manifiesto en el análisis de Austin. La objeción consistía en que el
análisis austiniano rio nos ofrecía un principio claro para distinguir las inten-
ciones constitutivas de las fuerzas ilocutivas de otras intenciones meramente
 perlocutivas.  La propuesta de Grice ofrece una respuesta particularmente con-
vincente aquí.8 Un efecto ilocutivo es uno que, dados los hechos sobre la natu-
raleza humana de los que dependen la existencia de intenciones comunicativas,
cabe esperar realizar, en condiciones de ejecución afortunada, a través del
mecanismo griceano; es decir, a través del reconocimiento de la intención de
 producirlos por parte de aquellos en quienes se espera producirlos Una, inten-
ción perlocutiva, y un efecto perlocutivo (el efecto producido si la intención
 perlocutiva se realiza) es uno que, dados esos mismos hechos, no es razonable
esperar producir así. Las intenciones perlocutivas son aquellas que, si bien pue-
den estar asociadas a la producción de signos lingüísticos, no son intenciones
comunicativas. Si son “efectos secundarios”, o “no esenciales” al acto lingüís-
tico —como Austi/) indica— es precisamente porque   los actos lingüísticos
involucran, necesariamente, intenciones comunicativas . Por ejempló, la inten-
ción de alardear, o impresionar a nuestra audiencia, que muchos tenemos cuan-
do usamos el lenguaje, es una perlocutiva, y el efecto conseguido   cuando la
intención se realiza, uno perlocutivo; la razón es que, de hecho, los seres huma-
nos no nos dejamos impresionar sólo porque reconozcamos en otro la inten-
ción de impresionamos. La intención de convencer es igualmente perlocutiva,

7. La fórmula uniformizadora de Lewis. según la cual las conv enci ones lingüísticas son conve ncio nes de
veracidad y confianza, podría tener un efecto similar al de las propuestas de Searle. Si. en el caso de las constatacio
nes en general, lo que el hablante hace es ser veraz, entonces parece que la buena fortuna de uno cualquiera de  tal es
 por una razón similar: no nos basca reconocer en otro la intención de cóhven
cemos de que  p y para que nos demos por convencidos de que  p.  Naturalméñ2
te, es de esperar que la distinción entre efectos ilocutivos y perlocutivos sea:
vaga, y haya casos en que no esté claro ante qué estamos. Pero esto mismo
ocurre con calvo/no calvo , y con la mayoría de los conceptos con que hace-
mos las distinciones que más útiles nos resultan cotidianamente. Lo importan-
te es que una clasificación no sea irremediablemente  vaga: que haya un prin-
cipio, quizás de difícil formulación, relativamente al cual existen casos claros
que ejemplifican cada uno de los conceptos en cuestión.
Esta cuestión está relacionada con los contraejemplos a la necesidad del
análisis griceano del significado, mencionados en la segunda sección (solilo-
quios, exámenes, etc.), que los proposicionalistas tienen especialmente en men-
te. De acuerdo con un análisis como el de Searle, las intenciones esencialmente
lingüísticas nunca van más allá del hablante. La intención distintivamente lin-
güística con la que el hablante lleva a cabo una constatación no seria nunca la
de producir un juicio en la audiencia, sino sólo la de representarse él mismo
como teniendo una creencia. La intención con que los hablantes hacen ejecu-
ciones no sería nunca la de que la audiencia forme una intención, sino sólo la
de representarse a sí mismos como teniendo un deseo. En consecuencia, todos
los efectos que pueda desearse producir en la audiencia, o de hecho se pro-
duzcan, son perlocutivos; ninguno de ellos es esencial al lenguaje, constitutivo
de los potenciales ilocutivos de los signos.
Lo que está en cuestión en este debate es justamente, como era de espe-
rar, el pivote sobre el que gira el argumento de Wittgenstein en las  Investiga
ciones  contra el mentalismo, a saber* la naturaleza de las normas constitutivas
de lo que llamamos significados.   Como indiqué en XÍIÍ, § 2, Austin distingue,
entre sus condiciones de feliz realización, las A y B de las C. La violación de
las primeras daría lugar a que no se hubiese producido el acto en cuestión; la
violación de las segundas, en cambio, sólo  constituye un “abuso”. Esta distin-
ción era parte de la estrategia de Austin, destinada precisamente a oponerse a
la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; pues entre las condiciones
de tipo C se encuentran las que tienen que ver con la presencia u ausencia de
los estados mentales que el proposicionalista considera lingüísticamente esen-
ciales. Tomemos el caso de un hablante que emite ‘la plaza de Catalunya está
a dos manzanas en esa dirección7, en un contexto en que su proferencia cuen-
ta convencionalmente como un informe. La clasificación de Austin persigue
defender la tesis plausible de que, en un caso así, con respecto a la determina-
ción de la corrección o incorrección de la acción lingüística no es esencial la
 presencia o ausencia en el hablante, pongamos por caso, de creencias en el sen-
tido de que la plaza de Catalunya está en la ubicación indicada. Si no lo cree,
su acción será un abuso; sin embargo, si, de hecho, la plaza está en la ubica-
ción que ha indicado, su acción puede haberse ejecutado felizmente. Pese a
compartir los objetivos finales de Austin, nosotros hemos rechazado recurrir a
un informe, o un requerimiento, sin que medien convenciones específicas que
así lo posibiliten. La estrategia antimentalista de Austin le lleva por caminos
similares a los recorridos por Wittgenstein: ambos descansan en la naturaleza
social de las normas. . :
Con Grice, nosotros discrepamos de este punto de partida; como vimos
en los capítulos XI y XII, esta estrategia traiciona un intemismo comunitario
de consecuencias intuitivamente casi tan poco aceptables como las del inter
nismo sensu estricto.  Hemos concedido a Austin que quizás existan condi-
ciones constitutivas, necesarias para que se produzca un acto de significación,
tales como que el productor del signo y su audiencia sean seres racionales,
cuyos aparatos cognoscitivos estén en buen estado, etc. Pero estas condicio-
nes son demasiado genéricas para que sirvan de mucha ayuda. Los elementos
distintivos   de las diversas fuerzas ilocutivas, necesariamente, tendrán el esta-
tuto de las condiciones de tipo C de Austin; esto es, el de condiciones de rea-
lización afortunada de las que cabe “abusar”. En cada caso particular,, puede
llevarse a cabo una constatación o una ejecución, aun violándose las condi-
ciones de realización .afortunada definitorias de las mismas. Pero esto es com-
 patible con que las condiciones en cuestión sean un elemento esencial,.d.efi
nitorio del tipo de acto lingüístico. Por tanto, que la ausencia en el: hablante
de las creencias indicadas en el ejemplo anterior constituya un mero “abuso
no es bastante para obtener de ello las consecuencias antimentalistas buscadas
 por Austin.
La estrategia antimentalista que aquí se ha venido proponiendo pasa por
una concepción alternativa a la de Austin y Wittgenstein de los elementos tefe
ológicos o normativos   asociados a la noción de significado. Muchas veces,
cuando se defiende el punto de vista proposicionalista, se hace a partir de un
razonamiento erróneo. Se hace notar, por ejemplo, que podemos hacer un
informe, o dar una orden, sin que nuestra audiencia acepte la primera o haga
caso de la segunda. Esto es, naturalmente, verdadero; pero es irrelevante, por-
que tanto la teoría griceana como la teoría proposicionalista así lo contemplan.
Lo que está en cuestión más bien es si en esos casos el informe o la orden se
han llevado a cabo  felizm en te   o no. Lo que determina que un informe o una
 petición no se han llevado a cabo felizmente si los oyentes no forman los jui-
cios e intenciones pertinentes, según el análisis griceano del significado con-
vencional presentado en la sección precedente, es que las prácticas lingüísticas
convencionales que constituyen la institución del lenguaje no se autopreserva 
rían  en tal caso. Es el éxito de prácticas tales como las de informar, aseverar,
requerir, hacer promesas, etc., entendidas de acuerdo con el análisis original de
Grice, el que parece explicar la pervivencia de la institución deL lenguaje, la
reproducción de sucesos destinados a garantizar tales fines. La institución del
lenguaje consiste precisamente en la regular puesta por obra con éxito de tales
como el soliloquio o los exámenes; por otro lado, las primeras podrían darse
 por sí solas, en ausencia de las segundas^)
En la propuesta de Wittgenstein, la normatividad proviene del hecho de
que los significados son disposiciones en cuanto a las que existe coincidencia
entre los miembros de nuestra comunidad. Las consideraciones precedentes
sugieren una explicación alternativa de la normatividad, de la que está ausen-
te el proyectivismo característico de la explicación wittgensteiniana. De acuer-
do con esa explicación alternativa, los significados son func ione s o propósitos
naturales   de las preferencias. Hay objetos que tienen funciones o prepósitos
artificiales , en tanto que han sido específicamente diseñados para satisfacerlos;
así ocurre, por ejemplo, con los limpiaparabrisas, y con los instrumentos y
herramientas en general. Sin embargo, no decimos de un corazón que tiene la
función de bombear sangre porque haya sido diseñado para ello. Una explica-
ción razonable de lo que queremos decir cuando adscribimos una función o
 propósito natural F   a un objeto o a un acaecimiento es la siguiente. En primer
lugar, el objeto o acaecimiento tiene rasgos que le capacitarían para llevar a
cabo F,  en las circunstancias apropiadas. Es decir, una función es, en primer
lugar, una disposición, en el sentido realista del término (V, § 2). Hasta aquí,
el elemento normativo está ausente. En segundo lugar, el que el objeto o aca-
ecimiento tengan esos rasgos se explica precisamente porque los rasgos le
capacitan para llevar a cabo F,  en circunstancias apropiadas. Así, por ejemplo,
en el caso del corazón, la teoría de la evolución por selección natural propone
(simplificando mucho, con el fin de enfatizar los aspectos relevantes) que la
 posesión por el corazón de rasgos que le capacitan para bombear sangre expli-
ca la existencia de corazones con esos rasgos; pues esa capacidad da cuenta de
la supervivencia y reproducción de organismos que los poseen.9
El mecanismo de autopreservación   característico de las convenciones no
tiene mucho que ver con el mecanismo de la selección natural; pero tiene,
igualmente, el efecto de dar lugar a funciones o propósitos naturales, en el sen-
tido expuesto. Una preferencia de la oracióntipo la plaza de Cataluña está a
dós manzanas en dirección sur’ tiene un cierto significado (es un informe con
un determinado contenido), porque (i) tiene rasgos (ejemplifica ciertos tipos,
dispuestos de ciertos modos) que le capacitarían, en circunstancias apropiadas,
 para satisfacer ciertas intenciones comunicativas (producir un juicio con un
cierto contenido en la audiencia, a través del reconocimiento de la intención
del hablante), y (ii) tiene esos rasgos precisamente porque la posesión de los
mismos le capacitaría para satisfacer tales intenciones comunicativas, (ii) se
 justifica en este caso apelando a la naturaleza de las convenciones, expuesta en
la sección anterior; en especial, apelando a la satisfacción de la tercera condi-
ción en la definición de Lewis: si se ha producido una proferencia de esa
oracióntipo es porque existe una regularidad tal que ... . Sin duda, la expli-
cación que debe reemplazar a los puntos suspensivos ha de ser muy compleja,
entre otras cosas porque es preciso articular la estructura de un lenguaje como
el español para hacerlo. Pero no veo razón alguna para desesperar de que,
algún día, estemos en disposición de proporcionarla, esencialmente de acuer-
do con la propuesta griceana.
En el sentido explicado, un objeto puede ser un corazón, y tener la fun-
ción de bombear sangre, incluso cuando no puede servir transitoriamente a ese
 propósito (por no estar en el lugar apropiado en el organismo apropiado, o por
causa de alguna' malformación,, enfermedad, etc.). Análogamente, una profe-
rencia puede ser un informe de que la plaza de Cataluña está a dos manzanas
hacia el sur, incluso aunque no tenga la capacidad de informar de tal cosa (por-
que no existe el debido vínculo entre los juicios del hablante y la situación de
la plaza de Cataluña, porque la audiencia no confía en el hablante y no está
dispuesta a formar el juicio pertinente, etc.). La objeción de dos párrafos más
arriba está, pues, mal concebida. No puede refutarse una tesis como la que
hemos venido proponiendo por el simple procedimiento de mostrar que se pue-
de hacer un informe o una petición sin que se den las condiciones de realiza
ción afortunada constitutivamente asociadas a estos significados. Pues la tesis
es que los significados son propiedades teleológicas,   en el sentido que hemos
descrito. La tesis es que, cuando intuitivamente nos parece que una cierta pro-
ferencia tiene un determinado significado, la proferencia se ha producido por-
que tiene rasgos que le permitirían, en determinadas circunstancias, la realiza-
ción de determinadas intenciones comunicativas. Esta explicación puede, sin
duda, verse refutada mediante una combinación de contraejemplos apropiados
y reflexión teórica. Pero no es inmediato que haya de serlo.

5. Sum ario y consejos pa ra seguir leyendo

La principal virtud de la propuesta del presente capítulo está, a mis ojos,


en que posee las virtudes de las del segundo Wittgenstein y Quine, sin sus
defectos. La concepción del significado no es, para empezar, provinciana (XI,
§ 4). Puede existir una comunidad que utiliza un sistema de representaciones
significativas, incluso aunque, recurriendo a cualquier estrategia de traducción
radical que podamos diseñar, no seríamos capaces de discernirlas como tales.
Consiguientemente, la propuesta griceana no implica consecuencias antirrea-
listas. Permite, pues, ofrecer la misma réplica a las concepciones internistas
tradicionales (representacionalismo y fenomenalismo) que ofrecen Wittgens-
tein y Quine, basada en una teoría de la intencionalidad sustancialmente natu-
ralista como la de estos filósofos, y de la que está igualmente ausente la dis-
 presupone la existencia de convenciones, en términos del concepto de inten
ción comunicativa   (§ 1). Después, a partir de ese concepto, y con la ayuda de
un concepto general de convención que tampoco presupone la existencia de un
lenguaje, se explica el concepto de significado convencional (§ 3). La explica-
ción recoge la tesis central de Austin (que el significado incluye un compo-
nente esencialmente “pragmático”), sin los problemas discutidos en el capítu-
lo anterior (§ 4). Pueden darse réplicas suficientes a las objeciones habituales
más importantes al análisis griceano defendiendo que el concepto de signifi
cado   está basado en casos prototípicos (§ 2), y ofreciendo una elucidación de
ello en términos de ios elementos teleológicos que el análisis les adscribe
( § 4).
Lecturas: el programa de Grice se expone en H. Paul Grice, “Las inten-
ciones y el significado del hablante”. El análisis de las convenciones de David
Lewis está bien resumido en su “Lenguajes, Lenguaje y Gramática”. La idea
central para el tratamiento del significado proviene de Eric Stenius, “Mood and
Languagegame”. El concepto de intención comunicativa , y la distinción entre
fuerza ilocutiva y acto perlocutivo, está claramente expuesto en P. Strawson,
“Intention and Convention in Speech Acts” Tres libros excelentes sobre los
temas de este capítulo son David Lewis: Convention: A Philosophical Study ,
Stephen Schiffer:  Meaning , y J. Bennett,  Linguistic Behaviour.  El último enfa-
tiza los aspectos teleológicos descritos brevemente al final. El trabajo de
Wright, Teleological Explanation,   contiene un excelente tratamiento de las
nociones teleológicas.
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ÍNDICE ANALÍTICO

 En el caso de los autores tratados en la obra , sólo se incluyen referencias a


ellos cuando no aparecen en las secciones o capítulos en que se trata expresamente
de sus aportaciones.

acaecimiento, 61, 129, 305, 382, 474 y metafísica descriptiva, 294


acción básica, 474 aportación general, 274
acción racional, 475,486 aportación singular, 275,284
y causalidad, 476 arcanos, 344, 346
actitudes preposicionales, 55,204 argumento central de Frege (ACF), 187,
de dicto y de re, 262 227.287
actividad práctica, xviu objetividad de los referentes, 194
actividad teórica, xvm argumento del conocimiento, 71, 417
acto perlocutivo, 490, 538 argumento FregeChuchGódel, 215,
actos lingüísticos, 9 227.288
teoría austiniana, 483 Aristóteles, 179, 348
teoría proposicionalista, 484 y s., 538 asistematicidad, 6
alucinaciones, 62 atomismo lógico, 287
ambigüedad de alcance, 284 atribuciones de re, 266
análisis, 287, 342, 352, 361 Austin, John, 474
en condiciones necesarias conjunta- Ayer, Alfred, 66
mente suficientes, 514
mediante un prototipo, 514 Bedeutung, 185
teoría russelliana de las descripcio- Bellarmino, 158
nes, 350  bifurcación causal, 150, 170
y práctica filosófica, 353 Bitierra, 120, 249
Anscombe, G. E. M., 302,476 Brentano, Franz, 55, 300
antirrealismo, 126
 proyectivismo, 163, 167, 357, 361, características individuativas, 194, 196
382 Camap, Rudolf, 293,428,433
reductivismo eliminatorio, 149, 357, Carroll, Lewis, 46,112
categorías semánticas, 181 falibilidad, 407 y s., 439 y s., 516
causalidad vs. holismo semántico, 517 y s.
análisis humeano, 146, 355, 362 y modalidad, 349
análisis humeano, versión depurada demostrativo, 58
172 directo, 58
análisis humeano, versión simple, explícito vs. tácito, 26, 347,523
147 mutuo, 115, 384, 495, 520 y s., 524
 propiedades, 126 y s.  por contacto, 256, 272, 360
representacionalismo, 77  por descripción, 255, 272
y acaecimientos, 61 consciencia, 67, 387, 394
y conocimiento por contacto, 258 consciencia reflexiva, 69
y realismo, 155, 362 consecuencia lógica, 329, 433
certeza, 58, 87, 349 conservadurismo epistémico, 440
Círculo de Viena, 428 constantes lógicas, 216, 319 y s.
citas, 17 y significado no literal, 493
 pictograficidad, 45 contextos directos, 201
sistematicidad, 30 contextos indirectos, 201, 261
teoría davidsoniana, 17, 30 contextos usuales, 201
teoría fregeana, 35, 202 contextualidad vs. sistematicidad, 181
teoría natural, 17, 29 contingencia, 296
teoría TarskiQuine, 30 y ss. contradicción, 328
Chomsky, Noam, 5,8, I !, 446,471,484 convencionalidad del lenguaje, 112,
Church, A'lonzo, 214 384,487,505,527  .•
Churchland, Paul, 422 . convención, 525
concepción agustiniana, 100, 138, 183, arbitrariedad, 526 y s.
281,409 intenciones comunicativas, 528 .,
condición NS, 171 vs. contrato social, 527
condicional contrafáctico, 130 vs. generalidad, 501
condiciones cceteris paribus , 130, 403, Copémico,  xix
447,478,526 cualidades sensibles, 66
condiciones de correspondencia, 486
condiciones de feliz ejecución, 481, 505 dado vs. impuesto, 463
recepción, 492 Davidson, Donald, 33,474,484
taxonomía de Austin, 488 decir, 344
condiciones de verdad, 186, 188, 192, definición, 435
215,227,295,318,481 definición ostensiva, 22, 371, 392
contenido proposicional, 482 y s. deícticos, 237, 251 y s.
internamente relacionadas, 369 reflexividad del ejemplar, 251 y ss.
vs. condiciones de constatación, 413 Dennett, Daniel, 422
ys. dependencia de la reacción, 163 y ss.,
vs. valor de verdad, 186 398,515
conductismo, 444 Descartes, Rene, 54, 58, 76, 136, 156,
lógico, 422 160,381,441
metodológico, 421 descripciones
incompletas, 285 expresiones cuantificacionales, 220
indefinidas, 273  posición extensional, 263
dilema del prisionero, 527 extemismo, 79,235,258 y ss.
dirección del ajuste, 484, 535 semántico, 108
constataciones, 535
ejecuciones, 535 falacia de la explicitación, 411,503,523
discurso directo, 204 fenomenalismo, 153,355,364,382
discurso indirecto, 294 Field, Hartry, 233
disposiciones, 136, 396,446 filosofía primera, 429, 437
 base de la disposición, 137,397 fisicidad, 62
concepción humeana, 397,478 fisicismo, 173,476
concepción realista, 397, 478, 541 Fodor, Jerry, 8,206,233
condiciones de manifestación, : 136 forma lógica, 327, 340
manifestaciones, 136, 399 formalidad, 296, 310, 315, 322
vs. propiedades categóricas, 136 formas de vida, 403
Donnellan, Keith, 285 Frege, Gottlob, 35, 91, 287, 291, 302,
Dretske, Fred, 59 322,326,380
Duhem, Pierre, 442,463 fuerza ilocutiva, 187, 295, 324,483
Dummett, Michael, 125,128 condiciones de feliz ejecución, 487
informes, 507, 535
ejemplar, 2,38  peticiones, 507, 535
empirismo, 428 vs. potencial perlocutivo, 491, 538
entidad objetiva, 74,188, 194 y acción racional, 486
entidad subjetiva, 74 funcionalismo, 445,477
enunciado, 11 función, 213, 541
epistemología cartesiana, 58,407 fundacionalismo, 58, 177, 381,,.430,
epistemología naturalizada, 441 437,464
escepticismo, 83, 442
esencia, 117 generalidad de la predicación, 280
nominal, 117,414 generalización
real, 119,163,414 empírica, 147, 356
espacio lógico, 316 estricta, 147, 173
esquemas conceptuales alternativos, fáctica, 147, 356
estado mental, 54 nómica, 147,173,355
contenido, 54  NS, 171
sujeto, 54 géneros naturales, 117,176,414
tipo, 54 Genio Maligno, 63, 78, 104, 380, 405,
estrategia del astrólogo, 166, 174,  438
estructura del lenguaje, 181,532 Gódel, Kurt, 215
Evans, Gareth, 251,257,461,474 Goodman, Nelson, 168,176
exclusión de los colores, 343 Grice, Paul, 277, 286, 474, 529
existencia en la clasificación, 280
expresión sincategoremática, 184,! hacedor de verdad, 303
expresiones cuantiticacionales, 218 hechos atómicos, 303
hipótesis analíticas, 451 teoría figurativa, 327
Hobbes, Thomas, 179 teoría representacionalista, 79
hoiismo intenciones comunicativas, 495, 513
epistémico, 139,442 y s., 463 intensionalidad, 228, 263, 435
semántico, 440 y ss., 463 y s. intemismo, 79, 235, 260,363, 380
Hume, David, 129, 148, 160, 382, 401, semántico, 109,488
477,52? ■■■■■ intemismo comunitario, 361,417,421,540
intersubjetividad, 61
iconos, 295 y ss. intervención primaria y secundaria, 284
isomorfía lógica, 324 introspección, 67, 387
identidad, 207 irreducibilidad, 72
numérica y específica, 65 isomorfía figurafigurado, 300
teoría metalingüística, 208 lógica 307, 310, 315, 327
ilusiones, 63 .
imperativos Jackson, Frank, 71
categóricos, 341  justificación fiable, 58
hipotéticos, 341
implicaturas conversacionales, 494 Kant, Immanuel, 89, 160, 175, 381,495
cancelabilidad, 499 Kaplan, David, 236, 241, 266
derivabilidad, 497 Kripke, Saúl, 121, 168, 224, 236, 240,
implicaturas genéricas vs. ambigüe- 249, 258, 264, 286, 348, 400, 419
dad, 501
inconregibiiidad, 72 Leibniz, G. W., 34,94,209, 246
independencia cognoscitiva, XIX, 133, lenguaje del pensamiento, 206
477 lenguaje fenomenoíógico, 304, 313, 361
indeterminación de la traducción, 457, lenguaje lógicamente perfecto, 293
460 lenguaje privado, 115, 385, 400, 419
dependencia deJ verificacionismo, lenguaje y pensamiento, 292
461 Lewis, David, 260, 484, 529
formulación cínica, 465 Lichtenberg, Georg, 69, 374
vs. infradeterminación, 450 y s. Loar, Brian, 234
inducción, 154,442,450 Locke, John, 136, 156, 160, 179, 184,
inferencia en favor de la mejor expli- 206, 375, 380, 414, 434, 441, 505,
cación, XXII 515,520,527
inescrutabilidad de la referencia, 460 lógica y aplicación de la lógica, 330
información colateral, 448
infradeterminación de las teorías, 450 Mach, Emst, 361
realismo, 462 máximas de la conversación, 495 y s.
inmanencia del objeto intencional, 56, Mackie, John, 171
79, 300, 364 McGinn, Colin, 234, 400,420
intención, 507 mentalismo, 98, 380, 484 .
intencionalidad, 55, 187, 227, 344, 365, razones conscientes, 401
483 mereología, 459
falibilidad, 56,161, 232,295, 300,383 metafísica correctiva, 293, 386, 410
Mili, John Stuart, 224 Peny, John, 237, 251
Millikan, Ruth, 541 Platón, 87, 89
modalidades, 93, 337, 348,436 Popper, Karl, 168
modelo, 331,372  postulado de independencia, 313 y ss.,
modo de presentación, 37, 195, 227 325,342,355
monismo neutral, 361, 375  pragmática, 13,192, 211, 245, 276
monismo semántico, 199,286 autonomía de la semántica, 499
Moore, G. E., 66, 381  presuposiciones, 499
mostrar, 345  y ss., 357  principio cooperativo, 495
vs. decir, 318  principio de bivalencia, 349
conocimiento tácito y conoci-  principio de caridad, 452, 537
miento explícito, 345 .  principio de composicionalidad, 179,
mundo posible, 94, 315, 318, 331, 436 ' 213,226,303
Musil, Robert, 175  principio de determinación del dentido,
339, 349
 Nagel, Thomas, 71  principio de identidad de los indiscerni-
narcisismo axiológico, 341, 359  bles, 246
 Neale, Stephen, 175  principio de indiscemibilidad de los
 Neurath, Otto, 429, 440 idénticos, 209, 246
nombres ad hoc (semántica de expresio-  principio de sustituibilidad, 34,246
nes cuantiílcacionaíes), 219  principio del contexto, 179, 201, 212,
nombres propios, 238 226,281,303,326
concepción milliana, 224, 227 y s., semántica de expresiones lógicas, 218
242,264  principio verificación ista del significa-
vs. descripciones, 282 do, 415,428,443
nombres propios genuinos, 288, 303,  privacidad, 72
352, 360  privacidad epistémica, 115, 383 y s.
normas, 166, 385, 395, 539  problema, xx
vaguedad, 401 :  procedimiento griceano, 507, 512
normatividad, 62,383, 540 y ss.  productividad, 10, 18, 179
epistemología, 442  proferencia constatativa, 481
lenguajes privados, 383 y ss.  proferencia realizativa, 481
notar, 67  programa de Grice, 587, 506
 programa logicista, 89
objetividad, 61,161,211,424  pronombre anafórico, 261
objetos fenoménicos, 305  propiedad intrínseca, 246
oraciones observacionales, 449  propiedades prescriptivas, 167
oración, 9  propiedades primarias y secundarias,
ostensión, 22, 38, 182, 371, 392 135
otras mentes, 374, 384  proposición, 11, 54, 227, 317, 482, 511
articulación, 323
 paradojas semánticas, 369 condiciones de verdad, 485
 parecido de familia, 514 conjunto de mundos posibles, 320
 participación, 131, 153, 173 función veritativa, 320
Peacocke, Christopher, 474  proposición singul
sentido y condiciones de correspon- Russell, Bertrand, 66, 92, 144, 155, 291,
dencia, 486 370,381
 proposición empírica, 59, 75, 132, 147, Ryle, Gilbert, 168, 399
430
 proposición teórica, 132 Searle, John, 54, 234, 260, 484, 535,
 proposiciones “sin sentido”, 328 538
 prototipo, 515 . Sellare, Wilfrid, 83, 98, 112, 135.
 provincianismo, 166,404 semántica, 11
Putnam, Hilary, 62, 121, 166, 236, 249, sentido, 37, 199, 203, 317
424 conceptos, 226
diafanidad cognoscitiva, 230 y s.
qualia, 66 expresiones funcionales, 213
Quine, W. V. O., 30, 95, 98, 112, 176, intemismo, 228
262,293,474,487 intersubjetividad, 230
intuiciones, 226
razonamiento práctico, 510 mixto, 229, 255 .
razonamiento teórico, 509  predicatividad, 230
realismo, 125, 176,364,413  puramente conceptual, 229, 239
vs. solipsismo, 376 significaciones primarias, 232
realismo directo, 306 vs. referencia, 287, 302 '
realismo fingido, 156, 368, 383, 516 significación primaria y : secundaria
recursivo/a, procedimiento o regla, 10, (Locke), 109,232
18 significado estimulativo, 446
referencia, 188, 275, 281, 319, 515 significado no literal, 493
condiciones de verdad, 188, 215 significado ocasional del hablante, 506,
directa, 202, 236 511.
enunciados, 212, 322  prioridad conceptual vs. prioridad
expresiones funcionales, 213 temporal, 506, 523
indirecta, 203 significado puramente lógico, 303 ...
intemismo, 229 signo natural, 40, 77, 104
semántica de expresiones lógicas, signo nonatural, 507, 513
217,319 signo ostensivo, 24
significaciones secundarias, 232 signo proposicional, 295
términos generales, 213 signo y símbolo, 309
usual, 202 simples, 353
vs. referente, 191, 199 Sinn, 185
referente, 193 sinonimia, 435
Reichenbach, Hans, 251 sintaxis, 9
relación interna, 367 sistematicidad, 7, 18, 33, 179, 226, 326,
relaciones nómicas (v. también causali 411,483
dad),  135,382 síntomas de la, 7
análisis del Tractatus, 353 y ss. Skinner, B. F., 421
relatividad ontológica, 460 soliloquio, 520
subjetividad, 72 universales y particulares, 3
subrogar, 298, 322 conceptualismo, 3, 176
aplicación de la lógica, 329 nominalismo, 3,127, 176, 414
lógica y mundo, 331 realismo, 3
reglas ostensivas, 324,370 uso vs. mención, 15, 202, 208
sustancias, 117, 163,194, 251
sustantividad, 61 vaguedad, 349,400
valor cognoscitivo, 189
Tarski, Alfred, 32, 369 verbos de logro, 61
tautología, 328, 340, 344 verdad, 369, 383, 470
teleología, 487, 541 verdad analítica, 91, 190, 240, 342, 404
teoría russelliana de las descripciones, 430, 432
224,351 i ndependencia de los hechos, 405,43 $
fenomenalismo, 360 verdad lógica, 92
teoría de la referencia directa, 236 certeza, 333
términos cognoscible a priori , 331 y ss.
clasificatorios, 273, 302 convencionalismo, 330,433
de género natural, 116,414 explicación sustitucional, 431
de masa, 116 generalidad, 331
 predicativos, 274, 302  proposición “sin sentido”, 332
singulares, 183, 187 singularidad, 329
términos sin referencia, 350 vs. analiticidad,343, 347 y ss.
términos teóricos, xxn, 133 verdad sintética, 91
aplicación, 134, 396 y s. verificacionismo, 398,415,431, 515
descripción, 134, 397, 441 estados de consciencia, 423
tesis de Brentano, 56 vivencias, 66, 206, 305, 355, 361
tipo, 2 y significado no literal, 494
traducción radical, 444, 449 von Wright, Georg H., 476
disposiciones lingüísticas relevantes, 453
transparencia, 72 Wittgenstein, 22, 92, 98, 112, 113, 155,
trascendencia del objeto intencional, 79 162, 184, 260, 287, 439, 446, 474,
487,505,514,536
unicidad en la clasificación, 280 Wright, Larry, 541
ÍNDICE

Prólogo .................................................................................. .................. ..


. . ix x

Introducción .............. ...................................................... . XV

Ca pít u l o I

Los objetivos explicativos de las teorías lingüísticas


1. Tipos y ejemplares .. ............................................................................
. . 1
2. Objetivos explicativos de las teorías del lenguaje ............................... 4
3. Uso y mención de signos ....................... ........................................ . 14
4. ¿Qué información proporcionan las teorías del lenguaje?................... 2Ch
5. Sumario y consejos para seguir leyendo ..................... ........................ 28

Ca pít u l o n
Teorías de las citas
1. La teoría QuineTarski de las citas ..................... ......... .............. . . 29
2. El argumento de Quine en favor de su teoría de las cita s ............... .... 33
3. La pictografícidad de las citas ................................................................... . . . . 44
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ................................................... .. 51

Ca p í t u l o III

Fundamentos epistemológicos:
el problema de la intencionalidad
4. Modalidades semánticas, epistémicas y metafísicas ........................... 86
5. Sumario y consejos para seguir leyendo . . . . ........ . ............... ...... 95

Ca pít u l o IV

Lenguaje y pensamiento en Locke

1. La concepción agustiniana del significado . . . . . . . ................. . 99


2. La concepción del lenguaje de Locke ................................................ 103
3. Esencias nominales y esencias reales . . .  ....................................... 116
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ...... ................................. 127

Ca p í t u l o V

Fundamentos metafísicos: las relaciones nómicas


1. Las relaciones nómicas ........................................................ .. . 129
2. Propiedades primarias y secundarias .. . . .... ................................. 135
3. El reductivismo eliminatorio  sobre las relaciones nómicas y el feno-
menalismo .................. ................................ 145
4. El realismo fingido sobre las relaciones nómicas y el representaciona
lismo ........ .......................................................................................... 155
5. El proyectivismo  sobre las relaciones nómicas y el intemismo comu-
nitario ...... ........................ •........ .............. ...... ....................................160
.

6. Un análisis humeano depurado; el intemismo comunitario . . . . . . . . . 170


7. Sumario y consejos para seguir leyendo , , , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

Ca pít u l o VI

La distinción de Frege entre sentido y referencia


1. Los principios del contexto y de composicionalidad ......... ............ 179
2. Sentido y referencia  de términos singulares .............. ........ .... . . . . 184
3. Análisis del discurso indirecto ........................................................ 200
4. El valor cognoscitivo de la id entidad........................................................ 207
5. Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones ............. 212
6. Semántica de las expresiones ló gic as.............................................. 216
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................ 221

Ca pít u l o VII
3. Proposiciones singulares fregeanas y russellianas. . . . . . . . . . . . . . . . 242
4. Una propuesta neofregeana sobre los sentidos denombres propios e
indéxicos .......... .................................................. .......................... 251
5. Actitudes preposicionales de dicto y de re .................... ......... 260
6. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................ ...........................................269

C a p ít u lo v m

La teoría de las descripciones de Russell


1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas ................... 271
2. La teoría de las descripciones: descripciones de finidas....................... 279
3. Sumario y consejos para seguir leyendo ...................... .....................
. 288

Ca p ít u l o IX

La iconicidad del significado y la naturaleza de la lógica


en el Tractatus  de Wittgenstein
1. El lenguaje natural y el Tractatus: consideracionesmetodológicas .. 291
2. Signos proposicionales icónicos ............................... . 294
3. Lenguajes figurativos ................................................. .......... ................ 301
4. El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas. . . . . . 311
5. La iconicidad del lenguaje y el problema de la intencionalidad......... 323
6. La iconicidad del lenguaje y la necesidad ló gic a..................... .. 328
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ................. ..... ..... ................ 336

C a p ítu lo X

La metafísica del atomismo lógico

1. El análisis y el problema de la exclusión del color ......................... . 339


2.  Decir  y mostrar  . .................... .............. ................ ..............................  
. . '343
3. El principio de determinación del sentido .........................................
. 349
4. Reductivismo eliminatorio causal y fenomenalismo en elTractatus . 355
5. La refutación del representacionalismo .............................................. 363
. 6. El solipsismo del Tractatus................... .............................. ................ 370
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................... 376

Ca p ít u l o XI

El argumento de Wittgenstein contra los lenguajes privados


3. Lo que las reglas son . . . . . . . . .  • • • •
- 394'
4. El provincianismo de la concepción wittgensteiniana de lossignificados 402
5. La naturaleza de la filosofía .................................................................
. 408
6. El antirrealismo de las  Investigaciones ......... .. ....................................
. 413
7. El argumento contra la posibilidad de un lenguaje privadoy la con-
cepción wittgensteiniana de la m en te ................ 417
8. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................ ................ . 425

Ca pít u l o XII

La indeterminación de la traducción radical según Quine

1. Los dos dogmas del empirismo ...........................................................


. 428
2. Objeciones a la distinción analítico/sintético ........................................ 432
3. La epistemología naturalizada frente al dogma fundacionalista ......... 436
4. Las condiciones empíricas de la traducción ra dic al.............................. 443
5. La indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de lareferencia 455
6. Las paradojas de la indeterminación ...................................................
. 464
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ............... .............................. 471

Ca pít u l o xm

Elementos de pragmática

1. La acción ra cio nal ............. ...................... ............................... ...


. 474
2. Actos del habla ............................... ...................................................... 480
3. Significados no literales ..................... .. ............ ................. ................
. . 492
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ................................... .. 503

Ca pít u l o   XIV

El programa de Grice

1. El significado ocasional del habla nte ................. .................................. 505


2. Interludio metodológico, con algunas modificaciones ............ ............. 513
3. Convenciones lingüísticas .............. ................................... ...
. . 525
4. La naturaleza de la normatividad lingüística ....................................... 532
5. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................................. 542

Referencias bibliográficas .......... ................................ ......................... 545


Impreso en el mes de octubre de 1996
en Talleres Gráficos HUROPE, S. L.
Recaredo, 2
08005 Barcelona

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