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¿Qué es el Espíritu Santo?

¿Se podría decir que el Espíritu Santo es como un ángel guardián o como una fuerza que viene de lo alto?

Cuando hacemos una petición ¿se la pedimos al Espíritu o directamente a Jesús, Nuestro Señor? ¿Se podría
decir que el Espíritu Santo es como un ángel guardián que nos cuida y nos ayuda, es decir una persona? ¿O
podríamos decir que es una fuerza que viene de lo alto, que es una luz, no una persona?

En el Credo decimos “creo en el Espíritu Santo”. Hay muchos cristianos que rezan el credo y repiten esta
afirmación pero no saben lo que es el Espíritu Santo. Les ocurre como aquellos hombres que encontró San
Pablo en uno de sus viajes; otros habían llegado antes que ellos y los habían hecho cristianos; entonces San
Pablo les preguntó si estaban bautizados y le dijeron que sí; luego les preguntó si cuando fueron bautizados
recibieron el Espíritu Santo, y les contentaron que ni siquiera habían escuchado hablar de que existía un
Espíritu Santo.

El Espíritu Santo no es un ángel guardián ni una fuerza en el sentido impersonal de esta expresión, sino una
Persona divina: la tercera persona de la Santísima Trinidad.

Decir “creo en el Espíritu Santo” es profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima
Trinidad; más precisamente, la tercera persona. Dios como el Padre y como el Hijo; que merece la misma
adoración que el Padre y el Hijo; como el Padre y el Hijo es creador, hacedor de todas las cosas, santificador.
Por eso cuando hacemos la señal de la cruz, nos santiguamos en el nombre de cada una de las tres personas
de la Trinidad, y cuando rezamos el Gloria nombramos a cada una de las tres personas de la Santísima
Trinidad.

Generalmente los cristianos hablan más y conocen más sobre Dios Padre y sobre Dios Hijo que sobre Dios
Espíritu Santo. Por eso, hubo uno que lo llamó “el Gran Desconocido”.

En el Nuevo Testamento se le dan varios nombres que nos muestran esto:

-Jesucristo lo llama “el Paráclito”, que significa “consolador”. En nuestros sufrimientos, en las tribulaciones,
el E.S. es quien nos consuela. Por eso uno de los antiguos himnos de la Iglesia le pedía cantando: riega lo que
árido, sana lo que está enfermo, ayuda lo que es débil, aligera lo que es pesado.

-Abogado: porque nos defiende. Dice San Pablo: “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues
nosotros no sabemos pedir como nos conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros como gemidos
inefables” (Rom 8,26).

-Espíritu de verdad: porque Él es el que hace a los Apóstoles que se acuerden de todo lo que ha dicho
Jesucristo, y El es el que hace que los cristianos y especialmente el Papa entiendan las Sagradas Escrituras
sin equivocarse.

-Don de Dios: porque es el gran regalo que nos hace Dios; enviarnos al Espíritu Santo.

-Santificador: porque es el que produce la santidad en nuestros corazones; El suscita en nuestros corazones
las virtudes y las buenas cualidades que nos hacen santos y agradables a Dios. Por eso dice San Pablo que los
frutos del E.S. son: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza
(Gal 5,22-23).

-Vivificante: porque Él nos da la vida (cf. Gal 5,25). Él nos engendra en el bautismo, nos hace hijos de Dios
y nos hace nacer espiritualmente.
No podemos ser cristianos si desconocemos al Espíritu Santo. Y no podemos ser buenos cristianos si no
amamos devotamente al E.S., si no lo invocamos y si no nos gozamos cuando El, por la gracia, habita en
nuestros corazones.

El Espíritu Santo y la vida ordinaria


El Espíritu Santo nos configura con Cristo, al hacernos hijos de Dios, y, desde ese instante nos impulsa para
que nos asemejemos más y más a Cristo −Hijo de Dios por naturaleza− y vayamos al Padre como lo hace
Cristo, es decir amorosamente.

1. Introducción
Con estas consideraciones nos proponemos mostrar cómo el Espíritu Santo, al que algunos autores
espirituales denominan el Gran Desconocido[1] está constantemente inspirando el alma del cristiano,
promoviendo la santificación de éste. Esto lo realiza por cauces ordinarios; y si el cristiano corresponde a
esas inspiraciones, lo lleva suaviter et fortiter hacia la santidad: «El Espíritu Santo nos concede la fortaleza
sobrenatural que necesitamos. Debemos, pues hacer crecer nuestros deseos hasta la altura de los designios
divinos. El alma cristiana más humilde tiene un destino excelso: convertirse en una elegida, en una santa
merecedora del cielo según el deseo de Dios: "Nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos
santos e inmaculados en su presencia" (Ef, 1, 4)»[2]. El Papa Juan Pablo II recuerda a todos los fieles que la
docilidad al Espíritu provocará una nueva etapa en la Iglesia. En efecto habla de «la nueva primavera de vida
cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo»[3]

Nos planteamos, pues, ¿en qué consiste esa acción del Espíritu Santo en cada creyente? ¿Cómo se refleja en
la vida ordinaria esa acción que hace participar, por la gracia, en la vida trinitaria?

2. La acción del Espíritu Santo en las almas


Cuando nos incorporamos a la Iglesia por el Bautismo se incoa en nosotros un germen de vida sobrenatural
llamado a desarrollarse a lo largo de la existencia del cristiano. El Espíritu Santo nos configura con Cristo, al
hacernos hijos de Dios, y, desde ese instante nos impulsa para que nos asemejemos más y más a Cristo −Hijo
de Dios por naturaleza− y vayamos al Padre como lo hace Cristo, es decir amorosamente, sabiéndonos hijos
de un Padre que nos quiere[4]. En este sentido dice San Basilio: «Por el Espíritu Santo se nos restituye el
paraíso, por Él podemos subir al reino de los cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la
confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser
llamados hijos de la luz; el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de
toda bendición, tanto en la vida presente como en la futura; por Él podemos contemplar como en un espejo,
cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos
llegar a disfrutar»[5].

Este proceso de cristificación lo realiza el Espíritu Santo obrando en lo íntimo del creyente: «El Espíritu
Santo forma desde dentro al espíritu humano según el divino ejemplo que es Cristo. Así, mediante el
Espíritu, el Cristo conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la "vida del alma´, y el hombre al
pensar, al amar, al juzgar; al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace "cristiforme"»[6].

Esto explica el anhelo que tenía Cristo por su partida tras la Resurrección: una y otra vez les hacía ver a los
discípulos que convenía que se marchara para enviarles el Espíritu Santo[7].

Toda la paciente tarea docente que había llevado a cabo durante su ministerio público sólo podría ser
entendida, y vivida en plenitud por los Apóstoles tras los acontecimientos pascuales y la Pentecostés:
«Podríamos resumir todo esto diciendo que el Espíritu Santo nos enseña a amar a Dios Padre con el mismo
amor con que Cristo le ama. Al recorrer las páginas del Evangelio, descubrimos las señales que caracterizan
el amor de Jesús: con amor que se demuestra con obras, con el compromiso activo de elevar al Padre todas
las cosas que encuentra a lo largo de su vida. Me refiero al trabajo: durante treinta años, Jesucristo ha
trabajado en el taller de San José. ¿Cómo? Con amor: sin concesiones a la pereza o a la comodidad, tratando
de hacer presente a Dios en el modo de enfrentarse con los más pequeños deberes diarios. Pero podríamos
continuar: la vida familiar. Jesús, lleno del Espíritu Santo, la ha santificado amando intensamente a María
Santísima y a San José. Aún más: la amistad. Los Apóstoles eran sus amigos: el ejemplo de Jesús nos enseña
que la amistad puede estar llena de Dios. ¿De qué hablaba el Señor con los Apóstoles? Trabajaban juntos,
recuperaban juntos las fuerzas, incluso se divertían; y sus conversaciones, sus confidencias, giraban siempre
en torno al amor de Dios. El ejemplo de Jesucristo nos lo enseña, y el Espíritu Santo nos da la fuerza para
hacerlo»[8].

La labor santificadora la realiza por medio de sus mociones e inspiraciones: «Llamamos inspiraciones a todos
los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en
nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones (Sal 20, 4) por su cuidado y amor paternal, a fin
de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas
resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»[9].

Esta es la acción paciente del Divino Maestro que quiere que sigamos los vestigia Christi: «la tradición
cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto:
docilidad»[10]. La docilidad es la respuesta del hombre a las inspiraciones divinas: «¡Nunca se insistirá
bastante en la excepcional importancia y absoluta necesidad de la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu
Santo para avanzar en el camino de la perfección cristiana! En cierto sentido es éste el problema
fundamental de la vida cristiana, ya que de esto depende el progreso incesante hasta llegar a la cumbre de
la montaña de la perfección o el quedarse paralizado en sus mismas estribaciones»[11].

El Espíritu Santo va modelando cada alma de modo que, conservando cada ser humano su propia
singularidad, corresponda a la vocación a la que le llama. Dios otorga unas cualidades específicas a cada
persona y tras el Bautismo inicia un proceso de divinización del cristiano, sin que tenga por eso que separarle
de las tareas que realiza de modo ordinario: «El Espíritu Santo infunde audacia: impulsa a contemplar la
gloria de Dios en la existencia y en el trabajo de cada día. Estimula a hacer la experiencia del misterio de
Cristo en la liturgia, a hacer que la Palabra resuene en toda la vida, con la seguridad de que siempre tendrá
algo nuevo que decir; ayuda a comprometerse de por vida, a pesar del miedo al fracaso, a afrontar los
peligros y superar las barreras que separan las culturas para anunciar el Evangelio, a trabajar incansablemente
por la continua renovación de la Iglesia, sin constituirse en jueces de los hermanos»[12].

3. Los medios y la importancia de la lucha cotidiana


El Espíritu Santo obra en nuestro interior sirviéndose de los medios que la teología espiritual
tradicionalmente ha subrayado. Nos limitaremos a exponer la importancia de algunos de estos.

En primer lugar la oración. Delicadamente expone S. Lucas cómo la Virgen tras acontecimientos importantes
«meditaba estos sucesos ponderándolos en su corazón»[13]. Es en la oración donde María descubre el pleno
sentido de esos acontecimientos guiada por el Espíritu Santo; y este es el itinerario que el Señor quiere para
todos los cristianos. Tanto el ejemplo personal de Jesús como el de los Apóstoles, recogido en múltiples
pasajes del Nuevo Testamento, resaltan la necesidad de orar sin interrupción[14]. Dice San Josemaría: «No te
limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con
hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a
quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has
comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla... pero no
habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor
dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de
encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. −Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres...,
¡que sí quieres! −Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus
lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte»[15].

Junto a la oración −el espíritu de oración−, el Espíritu Santo labra el interior de sus elegidos con la
mortificación; con esos sacrificios constantes y menudos que llevan a la renuncia de sí mismo y a la
identificación con Cristo, con la cruz de Cristo: «la mortificación continuada hace grandes santos; con la
mortificación continuada se consigue el morir a sí mismo en todo y se adquiere el puro amor de Dios; sin el
cual ni hay amistad con Dios ni unión con El, y menos la transformación que ésta todo lo hace el amor. Con
la mortificación continuada salimos de la propia esclavitud y nos hacemos señores de nosotros mismos. Con
la mortificación continuada se llega a adquirir el primitivo estado en que fueron puestos nuestros primeros
padres; y como premio a la mortificación continuada se da Dios al alma, como posesión en esta vida, yen esta
escuela (del Espíritu Santo) esto es lo que se aprende, porque todas las lecciones a esto van encaminadas: a la
continua mortificación»[16].

Especialmente el Espíritu Santo nos va identificando con Cristo con la participación frecuente −y si es
posible diaria− del Sacrificio eucarístico: «Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el
vino... en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda
palabra y todo pensamiento... Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que
gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne
humana»[17].

Con estos medios y otros −por ejemplo la confesión frecuente y la dirección espiritual− el Espíritu Santo
consigue que los fieles vivan la sequela Christi y los cristianos aparecen como alter Christus, como otros
Cristos.

Hay un peligro en la lucha ascética del que nos pone en guardia el Espíritu Santo: es el itinerario de la
desidia, el abandono de la lucha, la tibieza, y, por último, el pecado. De un modo delicioso, Francisca
Javiera del Valle sugiere qué debemos hacer en esa situación: llorar y sentir esa falta de amor. Desagraviar al
Señor por esas faltas y recomenzar. Dice: «Este Divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas
que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro (...). Su modo de enseñar no es con la palabra:
rara vez habla, alguna vez a los principios; si se practica bien la lección que Él enseña suele hablar, pero muy
poca cosa, para manifestarnos con esto su agrado; y en esto ha de estar la práctica bien hecha, porque esta
escuela todo es de practicar lo que enseñan, y si no lo practican, es cosa concluida; la escuela se cierra y no
se abre. Porque aunque la escuela se da en el centro del alma, no puede uno entrar allí si no la mete el
Maestro, porque aunque él quiere entrar ni puede ni sabe. Lo único que puede hacer es quedarse dentro de sí,
no salir fuera, sino ponerse a la puerta, y muy de corazón llorar y sentir su falta desinteresadamente (...). A
los principios calla, tolera y no castiga; porque como es tan caritativo, se compadece mucho, porque ve que
no sabemos, y nunca pide ni exige lo que no podemos. Su modo de enseñar es por medio de una luz clara y
hermosa que Él pone en el entendimiento»[18].

Esta es una de las lecciones que nos enseña el Espíritu Santo: la santidad no consiste en triunfar siempre en la
lucha interior sino en comenzar y recomenzar las veces que haga falta: «En el camino de la santificación
personal, se puede a veces tener la impresión de que, en lugar de avanzar, se retrocede; de que, en vez de
mejorar, se empeora. Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un
engaño, que conviene rechazar: Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te
santificas»[19].

No podemos perder de vista que en la lucha cotidiana puede estar presente la cruz, la contrariedad de
cualquier tipo, y esta suele ser una de las grandes armas que usa el Espíritu Santo para conformarnos con
Cristo: «Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos
en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones,
las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera; porque quiere conformarnos a su imagen y
semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[20]. Esta inquietud, este
anhelo que el Espíritu Santo pone en nuestras almas, debemos transmitirlo a otras personas. Es el apostolado
cristiano.

En definitiva, la santidad que el Espíritu Santo quiere promover en estos años del Jubileo −y siempre− para la
inmensa mayoría de los cristianos, se alcanza por la divinización de lo ordinario: es en el cambio de enfoque
y no de las actividades ordinarias donde nos aguarda. Se trata de buscar la gloria de Dios −ver los
acontecimientos con visión sobrenatural− en cada una de las actividades diarias: «Espíritu Santo, Espíritu de
amor y de luz, haznos comprender el tesoro incomparable que llevamos en nosotros mismos, y saber usar de
Él como conviene, a fin de responder plenamente a los designios que la misericordia del Padre tiene sobre
nosotros. Abre los ojos de nuestra inteligencia, a fin de que, conociendo nuestra riqueza divina que eres Tú
mismo, y dejándonos llevar por Ti, vivamos cada vez más la vida de Jesús, para la gloria única del Padre, y
nos preparemos más y más para esa vida maravillosa que será nuestra eternamente en el seno de la Santísima
Trinidad en la gloria del cielo»[21].

Jesús Rodríguez Lizano

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[1] A. Royo MARÍN titula un libro de esa manera (El Gran Desconocido, Madrid 1997). En una homilía
dedicada al Espíritu Santo, y recogiendo una larga tradición, san Josemaría Escrivá así lo denomina (cf. SAN
J. ESCRIVA, Homilía El Gran Desconocido, en Es Cristo que pasa, Madrid 1994, pp. 267-289).

[2] A. GARDEIL, El Espíritu Santo en la vida cristiana, Madrid 1998, pp. 38-39.

[3] JUAN PABLO II, Tertio Millennio Adveniente, n. 18.

[4] Cf. A. ARAN DA, Cristología y Pneumatología, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del Hombre,
Pamplona 1982, pp. 649-670.
[5] S. BASILIO MAGNO, De Spiritu Sancto, 15.

[6] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 26.VII.I989.

[7] Cf. Io 7,39; 14,16; 17,26; 15,26; 16,7-13; 16, 14-15.

[8] Mons. Javier ECHEVARRÍA, Homilía de 17.X1.l996, en «Romana» 23, 191.

[9] S. FRANCISCO DE SALES, introducción a la vida devota, Madrid 1993, II, 18.

[10] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o.c., n. 130.

[11] A. Royo MARÍN, El Gran Desconocido, Madrid 1997, pp. 211-212.

[12] JUAN PABLO II, Mensaje para la XIII Jornada Mundial de la Juventud. Señala S. Basilio: «De la
misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes
e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas
espirituales y llevan a los demás a la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las
cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los
dones, la ciudadanía celeste, la conversación de los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la
perseverancia en Dios y, lo más sublime que pueda ser pensado, el hacerse Dios»: Sobre el Espíritu Santo,
9,23.

[13] Lc 2,19 y 2,51.

[14] Cf. Mt 7,7; Lc 11,9; Act 10,2; Ef 6,18; Col 4,2.

[15] San JOSEMARÍA, Forja, Madrid 1993, n. 430.

[16] Francisca Javiera DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, consideración del día cuarto, Madrid 1998,
p. 74.

[17] S. JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, IV, 13.

[18] Francisca Javiera DEL VALLE. Decenario... consideración del día cuarto.

[19] SAN JOSEMARÍA. Forja. o.c. n. 223.

[20] ID. Amigos de Dios. o.c., n. 301.

[21] A. RIAUD, La acción del Espíritu Santo en las almas, Madrid 1992, p. 46.
El gran desconocido, El Espíritu Santo
¿Cómo podemos, dentro del misterio, hablar a nuestros hijos de la tercera persona de la Santísima Trinidad?

Por: Pilar Argelich | Fuente: http://www.zenit.org

Creo en Dios Padre…. Creo en Dios Hijo…. Creo en Dios Espíritu Santo…

El Espíritu Santo es el gran desconocido. ¿ Cómo podemos, dentro del misterio, hablar a nuestros hijos de la
tercera persona de la Santísima Trinidad?.

Es fácil para ellos entender que Dios es un Padre que nos quiere y nos cuida con amor; les hemos enseñado a
rezar el padrenuestro de pequeños y a ofrecerle el día; a sentirse seguros y protegidos. Conocen la vida de
Jesús, el Hijo de Dios que se hace hombre para salvarnos. Han repetido muchas veces el Jesusito de mi vida;
y se lo imaginan y lo ven cercano. Pero …¿Qué saben del Espíritu Santo?

Podemos empezar, acudiendo al Nuevo Testamento y leyendo con ellos los pasajes en los que aparece el
Espíritu Santo. Ver también qué símbolos lo representan: la paloma que se posa sobre Jesús en el bautismo,
el fuego que transforma todo lo que toca…

El Espíritu Santo es el amor personal entre el Padre y el Hijo. Y junto al Padre y al Hijo es Dios. ¡Un solo
Dios!.

Y a la vez, es un don de Dios a los hombres. Es Amor y Don. Un gran regalo que Jesús nos da para que nos
haga santos. El Espíritu Santo es el mayor regalo que podemos recibir, porque es Dios que se da a sí mismo.
El amor de Dios que llena nuestros corazones y nos transforma y nos hace hijos de Dios.

Y así, cuando digan:

"Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas."

Tendrán una imagen: un regalo de Amor que vive en nosotros y nos hace mejores. Y empezarán a
comprender que el mejor regalo que ellos pueden hacer a los demás es quererles, porque el que ama
siempre busca el bien de la persona amada.

Cuando juntos, cada domingo, rezamos el credo, y expresamos y compartimos en comunidad las verdades
que creemos, damos un salto en el tiempo y nos remontamos a los orígenes del cristianismo. Que sepan
nuestros hijos que es una oración antiquísima en la Iglesia, que la han rezado generaciones y generaciones de
cristianos antes que nosotros, y que nos vean rezarla con devoción, alegría y fe.

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