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Gustave Thibon, el Sócrates francés,

antídoto para el transhumanismo con su


libro Seréis como dioses
La publicación en castellano del libro Seréis como dioses (Didáskalos), del filósofo
Gustave Thibon (1903-2001), llega justo a tiempo. Qué mejor antídoto que exponer las
contraindicaciones de la inmortalidad en la era del transhumanismo, que propugna
mejorar la especie humana y vencer al envejecimiento y la muerte.

Alfonso Basallo
https://www.actuall.com/vida/gustave-thibon-el-socrates-frances-antidoto-para-el-transhumanismo-con-
su-libro-sereis-como-dioses/

Recientemente les hablaba del Manifiesto antihumano, que abogaba por el exterminio de la raza
humana para salvar a la Tierra y defendía como “humanos” los derechos de cuadrúpedos, aves y
reptiles. Pues bien, en el otro extremo, el sueño de la razón -o mejor del racionalismo- ha
producido otro monstruo, no menos tentador para científicos y académicos: el transhumanismo
y su secuela el poshumanismo. 

Estas otras corrientes no proponen la extinción sino todo lo contrario: que el ser humano, no el
que conocemos, sino un nuevo ser humano perfeccionado por la genética y la cibernética,
pueda derribar las fronteras de la muerte y el envejecimiento y permanezca, más chulo que un
ocho, bello e inmortal.

Se trataría -dicen sus promotores- de un salto evolutivo de la especie humana, mediante


tecnologías que eliminan el lastre de las ataduras biológicas: dolor, enfermedades, vejez, e
incorporan a la natural la inteligencia artificial.

Suena a película de científicos locos, pero -como pasaba con el generismo o el animalismo- ya
hay teóricos, como el ingeniero Raymond Kurzweil o el filósofo Nick Bostrom, que lo
postulan y argumentan; ya existe un Manifiesto transhumanista; y ello ha generado un debate
antropológico y ético -a favor y en contra-, en el que han participado pensadores como Jürgen
Habermas, Peter Sloterdijk o Michael Sandel.

El objetivo puede parecer utópico -y probablemente lo sea-, pero también parecía irrealizable
enmendar la plana al Génesis (“Varón y mujer los creó”) y redefinir la naturaleza humana,
haciendo que el hombre sea mujer y viceversa (o que lo parezca), y sin embargo…

De hecho, la medicina ha logrado vencer parcialmente a la muerte, con la reducción de


enfermedades que se llevaban a la tumba a millones de personas. Y, de alguna manera, ¿no es
una inmortalidad de andar por casa el aumento de la esperanza de vida? El horizonte que
la eugenesia, la inteligencia artificial o la biotecnología permiten avizorar han debido tentar a la
soberbia de investigadores -y a la codicia de corporaciones e inversores- para explorar
alternativas transhumanistas. 

¿Antídoto? Una sabiduría a ras de suelo, como la del filósofo francés Gustave Thibon (1903-
2001), cuyas reflexiones sobre la inmortalidad en su obra de teatro Seréis como dioses (1953)
vienen ahora más a cuento que nunca. Thibon no es inmortal -aunque rozó los cien años- ni lo
pretendía, pero dejó una obra que le sobrevivirá mucho tiempo, y que por su perspicacia
antropológica y su sencillez expositiva le convierte en un pensador universal. 

De origen campesino, autodidacta, este Sócrates provenzal, se dedicó a dos cosas: observar la
naturaleza humana, y a hacerse preguntas. El resultado es una obra que da respuestas a
numerosos interrogantes del ser humano, pero señaladamente, el amor y el sentido de la vida.
Ahí están sus libros: Nuestra mirada ciega ante la luz, La crisis moderna del amor o El
equilibrio o la armonía. 

Como le pasa a Chesterton, Thibon es a man for all seasons… aunque haya llovido mucho
desde que publicara sus libros. Seréis como dioses, por ejemplo.

El texto de la obra, traducida al castellano por Pablo Cervera y publicada por la editorial
Didaskalós, plantea lo siguiente: Imaginemos un mundo futuro en el que los hombres sean
plenamente inmortales. Incluso los fallecidos en accidente reviven. Se han librado del terrible
estigma que pesaba desde siempre. Han ganado la inmortalidad, sí; pero han perdido la
eternidad. No existe el tránsito a otra vida, si no que se quedan en esta para siempre. ¿Nos
gustaría?

Parece obvio que no. Y así lo refleja la literatura, como señala Juan Manuel de Prada en el
prólogo de Seréis como dioses. En Los viajes de Gulliver, “el burlón Swift imagina unos
inmortales convertidos en lastimosas piltrafas, decrépitos y con locura senil, que han sido
declarados incapaces y no pueden disfrutar de sus bienes. Y Borges, en su  relato El inmortal,
imagina a un hombre al que la sucesión de los días acaba consumiendo de tedio”.

Al margen de la imposible sostenibilidad económica, vivir para siempre, sería mortalmente


aburrido. Lo reconocen algunos transhumanistas: mejor morirse, porque una vida interminable
no hay quien la aguante. En esto son tan pocos consecuentes como los defensores del
antinatalismo y el exterminio, que no se aplican a sí mismos su apología del suicidio, porque
dicen “ya que estoy en este mundo, intento ser útil”. 

En la obra, mezcla de ciencia-ficción y diálogo filosófico, late la disyuntiva: ¿qué es preferible,


vivir para siempre sin Transcendencia, o aceptar ésta pasando por el dolor y la muerte?
Como en el Mundo feliz de Huxley, también en Seréis como dioses, la protagonista, Amanda,
se revela ante un vida analgésica y fácil. En este caso frente a la inmortalidad sin eternidad, e
intuye que la vida del ser humano tiene un propósito y que ha nacido para el amor.

Pretender el paraíso en la Tierra -el viejo mantra del marxismo cultural- es negar la
trascendencia y condenar al hombre al sinsentido. De la sociedad sin clases o la sociedad sin
sexos, vamos a pasar -con el transhumanismo- a la sociedad sin dolor y sin muerte. 

Los sueños o quimeras poshumanistas son propias de una civilización envejecida y


gerontocrática, que aspira a hacer un pacto con el Mefistófeles tecnológico, para retener la
juventud. Pero también es típica de una civilización que no cree en la transcendencia: si en el
más allá no hay nada, no tiene sentido la muerte. Y si la nueva especie humana, el homo
tecnologicus, se libra de servidumbres biológicas y vence a la muerte, es decir, si ya somos
como dioses, ¿para qué necesitamos a Dios?

En otro de sus libros, El equilibrio y la armonía, se pregunta Thibon “¿acaso es la existencia


temporal el bien supremo? ¿Es un objeto digno de nuestra esperanza la pretensión de
prolongar la vida el mayor tiempo posible? (…) Esta mentalidad esconde una extraña
sobreeestimación -por no decir una idolatría- de la vida terrestre”.
Amanda intuye que el bien supremo no es la existencia terrena sino una cuarta dimensión que
está fuera del mundo material, de la pura biología, del mero bienestar. Aunque esa cuarta
dimensión, que está fuera del tiempo, suponga lanzarse al vacío. Señala el autor que sólo se
puede amar plenamente cuando abrimos nuestro amor a «abismos prohibidos» por la ciencia;
cuando nos despojamos de las seguridades que la ciencia nos brinda, para entregarnos al
misterio de «un amor que lo contiene todo, que lo sumerge todo: la vida, el pensamiento, la
alegría, el dolor». Y concluye: «Hace falta que el amor sea infinito para que pueda ser
eterno».

Es preciso leer a Gustave Thibon, como al recientemente desaparecido George Steiner, los
autores del sentido común, reductos de sabiduría en una jungla de filósofos sobornados por la
mentira o científicos seducido por la cultura de la muerte. 

Seréis como dioses es un buen antídoto contra quienes venden el Edén transhumanista en la
Tierra sin saber que, como decía Simone Weill -y se recoge al comienzo del libro-, “el infierno
es creerse en el paraíso por error”.

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