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El ascenso de los intelectuales:

crónica de una estupidez


 

María Teresa Glez. Cortés


: http://www.academiaeditorial.com/web/el-ascenso-de-los-intelectuales/

Stultorum infinitus est numerus…


Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), Epistulaead familiares.

Para entender estas páginas es conveniente explicar la razón de las mismas. Dedicada a
investigar en el ámbito de la filosofía de la ciencia, cambié radicalmente de rumbo en un
momento muy concreto, después de comprobar la nada pequeña cantidad de simplezas y
ocurrencias promovidas por “filósofos” que vegetan en la pereza y, peor, viven de soterrar el
conocimiento hasta convertir su actividad en continuos esfuerzos de parcialidad.

Debido a sus connotaciones negativas, no es cosa de hoy el rechazo que siento hacia el término
“intelectual”. El desapego viene de hace tiempo y no solo por tener poco en común con esa
mayoría de los que se autodefinen “intelectuales”. También por el hecho de que esos soi-disants
pensadores prefieren en un ejercicio deliberadamente distorsionador retorcer los hechos,
enrocarse en la defensa de postulados improbables y mecerse cartesianamente en la cuna de los
autologismos, de modo que, en lugar de rehuir lo descabellado, se consuelan en la insensatez y
emplean el absurdo como signo de identidad.

Habiéndose colado la literatura de ficción en todas las áreas de Humanidades, observo niveles
preocupantes de estulticia. De manera especial entre aquellos intelectuales que olvidan que la
aplicación de las ideas posee registros empíricos limitados y, no obstante, se adentran en los
surcos epatantes del disparate, hasta renunciar a las herramientas del intelecto humano y
fantasear sobre cualquier relato sin fundamento. Mas, ¿por qué eludir y descalificar el valor de
lo empírico?, ¿por qué ciertos intelectuales se contentan por melancolía en novelar la filosofía,
la literatura y la historia? ¿Acaso no tenemos ya para eso el género de ficción?

Que no haya confusión: es en contra de esos intelectuales de donde arranca esta crónica de la
estupidez. Naturalmente, sé que casi nadie permanece, a lo largo de su vida, libre de la necedad.
De eso alertaba Cicerón al referir que “el número de majaderos es infinito”. Con lo cual, si este
viejo político romano tiene razón, resulta que estamos en un callejón sin salida cuyos
nubarrones, de sombra y noches, oscureció aún más el propio Francisco de Quevedo al rematar
en un estilo sarcástico que “todos los que parecen estúpidos lo son y, además, también lo son la
mitad de los que no lo parecen”.

Igual que hicieron los Diógenes de otros tiempos es el momento de desmantelar las
especulaciones “majaderas” de nuestro tiempo. Y por la alarmante falta del sentido común, y no
por otra causa, intentaremos en este breve ensayo denunciar las estafas que acompañan a los
enormes bluf teóricos que circulan en universidades y centros de investigación, y ello para saber
qué es un intelectual y lo que podemos aguardar de él, si es que cabe esperar algo.
:

I. ¿Qué es el intelectual?

Yo veo y he visto cosas peores, [...] a saber: seres humanos a


quienes les falta todo, excepto una cosa de la que tienen
demasiado –seres humanos que no son más que un gran ojo, o
un gran hocico, o un gran estómago o alguna otra cosa grande
—, lisiados al revés los llamo yo.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883)

A primera vista puede sorprendernos, pero las definiciones que en torno al intelectual se han
formulado desde el siglo XVIII resultan monumentalmente inimaginables. Pongamos solo
algunos ejemplos. El intelectual es un individuo que destaca por su “trabajo no productivo”,
opinaba Adam Smith. Es “un consejero de la verdad”, sentenció Immanuel Kant. “Un ser
curioso y libresco”, afirmaría Octave Uzanne. Es un letrado, un artista, un científico “que coloca
su razón por encima de las pasiones que animan a la muchedumbre: familia, raza, patria, clase”,
dictó Julien Benda. Es el “ilustre del logos”, en palabras grandilocuentes de Pierre Boncenne,
incluso es en esta sociedad postcapitalista “el trabajador del conocimiento”, declaró Peter
Drucker.

Por supuesto, durante gran parte del siglo XX ha habido quienes han sostenido que el intelectual
es un tipo de probada honradez, una persona “comprometida” con la justicia universal,
enfatizaba Jean-Paul Sartre, alguien que sale de su clase social y se acerca a grupos de
marginados y desclasados sobresaliendo, Karl Manheim dixit, por su status de “intelectual
flotante”. Otros defenderán por el contrario, lo apuntó Michel Foucault, que el intelectual con
aspiraciones “universalistas” ha ido desapareciendo para dar paso al intelectual “específico”,
volcado en la singularidad cultural.

A esta caracterización se unen, por supuesto, otras. Los intelectuales son meros “aristócratas de
pensamiento”, satirizaba Maurice Barrès; “lisiados al revés”, o sea, seres instruidos en temas
minúsculos e hiperespecializados, observaba con disgusto Nietzsche; simples “intelectualistas”,
consumidos en gimnasias abstractas que carecen de conexión con el mundo práctico de la
acción, les recriminaba Giovanni Gentile; “sujetos que viven de buscar privilegios”, les
reprochó Georges Eugène Sorel; “profesionales de la reventa de ideas”, les afeó la conducta
Friedrich August von Hayek; personas que se afanan en “salvar al mundo y hacernos buenos y
felices”, ha glosado sarcásticamente Jesús G. Maestro. Y si para Paul Valéry los intelectuales se
dedican a la tarea de “mezclar los signos, los nombres o los símbolos de todas las cosas sin el
contrapeso de los hechos reales”, según Alberto Montaner los intelectuales de hoy son ni más ni
menos que “idiotas líricos”.

Digamos, y para enredar el asunto, que el intelectual suele irradiar una luz desigual cuando le
gusta exhibirse en escenarios públicos, cosa que se refleja no solo en la definición de intelectual
“juglar” de Ortega y Gasset; no solo en la definición de intelectual “cantante” de Gustavo
Bueno; en la definición de intelectual como “celebridad profesional” de C. W Right Mills; sino
en la definición de “intelectual barato”, acostumbrado, en opinión de Vargas Llosa, a vivir bajo
la protección y mecenazgo de los poderosos a cambio de los favores de su pluma.

Sin entrar en el tema de que el protagonismo de los intelectuales está en muchas ocasiones
relacionado con su cuota de dependencia con el poder y su relación con las superclases –sobre
esto incidía Hegel al hablar de la necesidad de sumisión de los intelectuales al servicio del
Estado—, resulta patente lo poco despejado que está el status del intelectual. ¿Por eso existen
los que piensan que a los intelectuales se les puede manufacturar “como productos fabricados en
cadena en las fábricas”?, este era el juicio lapidario de Nikolái Ivanovich Bujarin. ¿Por eso están
también quienes dicen, es el parecer pesimista de Wieslaw Brudzinsky, que un intelectual, “un
humanista es aquel que ama a todos los hombres, salvo aquellos con los que se encuentra”?

Con lo expuesto hasta aquí, queda claro que lo que para sí anhela el intelectual apenas coincide
con lo que otros esperan de los intelectuales. Recuérdese a este respecto la clasificación que
elaboró Antonio Gramsci sobre los distintos tipos de intelectual: “intelectual tradicional”,
“intelectual orgánico” e “intelectual específico”, o la que ofreció Milovan Djilas al hablar del
intelectual “profeta”, “científico” y “escritor”, o la categorización de Enrique Suñer sobre los
“intelectuales organizados”. Es más, al socaire de la caída de los relatos de emancipación la
crisis cultural de Occidente se ha visto reflejada en el declive de los doctos, crisis que a todos
los efectos se ha traducido en la marginación social del sujeto instruido y competente,
“intelócrata” en terminología de Hervé Hamon y Patrick Rotman.

Hay muchas más definiciones, pero todas ellas destapan la posición tremendamente
problemática en que se mueve el intelectual a día de hoy. Y dadas las múltiples y contradictorias
definiciones elaboradas en torno suyo, cabe preguntarse ¿quién tiene razón? Dicho de otra
forma. Ante el sinnúmero de propuestas sobre lo que es o debe ser el intelectual, ¿cuál es el
arquetipo de intelectual a reivindicar?

Considero que el asunto no radica en el Grial de hallar una definición “única”, “esencialista”,
acerca de lo que es el intelectual. El problema radica, a mi entender, en lo que el intelectual no
hace al propiciar hambres de inerrancia e infalibilidad, y acabar, por sus filias y ceguera
voluntaria, renunciando a lo principal, a la búsqueda de la verdad.

II. Una necedad demasiado generalizada

La estupidez insiste siempre.

Albert Camus, La peste (1947)

Sé que la estulticia cabalga a menudo a nuestro lado. Y sé, lo repetía La Fontaine, que todos los
cerebros del mundo son influenciables, incluso permeables “a cualquier estupidez que esté
de moda”.[1] Entonces, si esto es así, ¿todo está dicho?, ¿no hay nada que matizar, que añadir?
¿O es que solo queda cerrar los ojos y, a modo de destino, aceptar que un intelectual es un
espejo de vanidades repleto de trampantojos?

Situemos el problema en sus justos términos. Charles Percy Snow en una conferencia en el
Senate House (Cambridge), impartida un siete de mayo de 1959, se quejaba de que el término
“intelectual” sólo se utilizara para designar a “literatos” y “filósofos”. Snow, que era físico y, a
la vez, novelista, partía de la exclusión que sufrían científicos, tecnólogos e ingenieros. Es más,
Snow incidía en la desunión entre humanistas y científicos y, por eso, habló de Las dos culturas,
o sea, de cómo los representantes de ambos grupos “que habían dejado de comunicarse casi por
completo, [… en los] ámbitos intelectual, moral y psicológico tenían tan poco en común, que en
vez de ir de Burlington House o de South Kensington a Chelsea bien podría uno haber cruzado
el océano”, manifestaba Snow.[2]

Este poeta y científico, que por fortuna no llegó a conocer del todo la condición antiintelectual
de la posmodernidad, alertó del distanciamiento en que moraban los intelectuales de ciencias y
de letras. Pienso que la observación de Snow sobre la crisis contemporánea del intelectual sigue
vigente y más cuando, a la incomprensión que despiertan los científicos en los humanistas y
éstos en aquéllos, hoy se añaden signos alarmantes de oposición a lo intelectual entre un pujante
número de humanistas.
¿Cómo entender esta singularidad? Contesto diciendo que muchos filósofos, historiadores y
literatos aspiran a estar omnipresentes en la esfera pública gracias a las consignas
propagandísticas de la contranarrativa o de la cultura de la negación. Me explico. Sin aminorar
el efecto que produce el divorcio de los distintos campos del saber, mantengo que el
“humanista” de nuestro tiempo ha decidido, por amor a la ideología, erigirse faro de la
Humanidad y creerse cual Ulises resistiendo una y otra vez a las envestidas del statu quo
porque, considera, tiene el bien de su lado.

Por otra parte, los intelectuales diferencian con mucha dificultad “política” y “conocimiento”, y
rara vez distinguen entre “poder” y “saber”, entre “compromiso personal” y “filosofía política”.
De ahí que de los intelectuales yo ponga en duda las cualidades especiales que se les atribuye
para iluminarnos desde su puesto de Guía de la Sociedad y estimular a la vez “la discusión
informada sobre problemas sociales urgentes, cumpliendo con este papel al cultivar el civismo
en la vida pública y promover la subversión del sentido común restrictivo”, como señala Jeffrey
C. Goldfarb.[3]

A mi juicio, los trabajadores de la mente (cuya tarea es bastante más humilde de lo que
heroicamente algunos pretenden) andan lejos de ser entes de decisión y providencia de “La
Sociedad”. ¿El motivo de esta afirmación? Pienso que la labor de los intelectuales ha de estar
regida por el principio de neutralidad y no por el afán reduccionista de sembrar la revuelta del
sentido común, de la legalidad o… de lo que sea, porque en caso de aceptar al pie de la letra los
dogmas de la contranarrativa haremos del humanista (historiador, literato o filósofo) un
enemigo, un francotirador de la realidad, un disidente profesionalizado que, a día sí y a noche
también, predica rebeldía eterna.

Así que la cuestión que debemos plantear es ésta: “¿la persona que se proclama ante la sociedad
con autoridad intelectual debe estar comprometida con el presente, como defendía Sartre, y
romper con su sentido de la neutralidad debido a los acontecimientos que se le presentan, como
apuntaba Malraux, o por el contrario ha de intentar buscar siempre y más allá de los combates
terrenales el espacio de la imparcialidad, como señalaban Halévy y Orwell?, porque si los
intelectuales se dejan llevar por la ceguera emocional de sus respectivas ideologías, ¿qué les
diferencia de los púgiles que luchan en un cuadrilátero?”[4]

Llegados a este punto de la exposición, rescato algo sobre lo que escribí hace unos años. Desde
mi punto de vista, el intelectual está históricamente atrapado en un caleidoscopio narcisista. De
hecho, cuando sectores importantes de literatos, filósofos e historiadores aún se aferran al
paradigma del intelectual “libertador”, ello obedece a que desde finales de la Edad Moderna en
Occidente se ha utilizado la idea, fatua y megalómana, de que el “intelectual” es un beato laico
en variante subversiva, o sea, una especie de juez imparcial que, por conocer cada uno de los
entresijos de la Justicia, es capaz de inducir a la gente a actuar por encima de sus rutinas, sin
errores. Y en torno a un mismo y común “Ideal”.

¿Cómo justificar estos derroteros? ¿O de dónde arranca el reconocimiento de que los


intelectuales son, en tanto “despertadores de conciencias”, la herramienta fabulosa que saca a
los seres humanos de su estado de debilidad y les conduce al reino de la perfección? “Las
utopías europeas”, explica K. Melville, famoso ex utópico, “fueron algo fundamentalmente
literario y teórico, o bien unos intentos de inspirar a los hombres para que revolucionaran el
orden, facilitando el surgimiento de un nuevo régimen social”.[5]

Y concluyo. Aspirar a viajar a un mundo arcádicamente bondadoso de la mano de los


intelectuales no hace más que cebar la imagen de perfectibilidad, de omnipotencia de los
mismos. Y, desde luego, aunque se haya generalizado el estereotipo de intelectual “sabio
(tradición griega), que desprende un profundo sentido público, que no privado, de la ley
(tradición romana) y sabe, a la vez, dar muestras de pureza y honradez a lo largo de sus
comportamientos (tradición cristiana)”,[6] yo asevero que tal estereotipo es por irreal falso,
entre otras cosas porque el intelectual, por más que de él se predique que es capaz de resolver
todos los problemas de la sociedad, ni es La Conciencia del Devenir Histórico de La
Humanidad ni posee tampoco ninguno de los atributos sobrenaturales del superhombre
nietzscheano.

III. Política y Verdad

Me apodero de lo que codicio y siempre encuentro a un


corrupto que lo justifica en Derecho.

Federico II el Grande (1712-1786)

¿Cabe esperar algo de los intelectuales que no sean sus ideas?, porque prescindir de la
imparcialidad y sustituir la búsqueda de la objetividad por las creencias particulares resulta algo
delicado y peligroso. Así que, de nuevo lanzo esta pregunta: ¿podemos aguardar de los
intelectuales una señal que no sea la reivindicación de sus opiniones políticas?

Bien, contestaré a este interrogante diciendo que es imposible –y de paso respondo a Snow—
que pueda existir un intelectual apartado de los conflictos e intereses de su tiempo, igual que
resulta impensable pedir a un científico que solo se ciña, cual eremita en un laboratorio, a los
quehaceres científicos.

Igual que Rousseau remite en 1771 un ejemplar de sus Confesiones al futuro rey de Suecia, con
la marcha del tiempo veremos a un Saint-Simon enviando sus Cartas de un habitante de
Ginebra a sus contemporáneos (1803) a Napoleón Bonaparte, al que en la introducción califica
de “hombre genial”. Y si el filósofo Walter Lippmann se pone al servicio del presidente
estadounidense W. Wilson, años antes el mismo Nietzsche había intentado atraer a su causa
política a la reina consorte de Italia, Margarita de Saboya. Lo cual significa que a buen número
de intelectuales le gusta salir de su área de trabajo, bajar a la arena de la política y afanarse, en
un retruécano difícil, por ejercer influencia sobre quienes poseen mando e influencia.

Que la gente de letras y de ciencias siente atracción por la autoridad me hace pensar que a los
intelectuales no se les puede impedir tener simpatías políticas ni negar que buceen, caso de que
lo desean, en modas y bogas. Con otras palabras: yo no reclamo al intelectual “átopos”,
contrafigura del intelectual “comprometido”. En mi planteamiento no está el coaccionar a
ningún intelectual a que habite fuera de las coordenadas espacio-temporales y sin contacto ni
relación con ninguno de los sucesos de su época.

Ahora bien, y como bien apunta el filósofo Ernest André Gellner, por el hecho de que
“descubrimos la verdad solos, [y] erramos en grupos”,[7] considero asimismo que el intelectual
ha de controlar sus filias colectivas y domeñar sus pasiones políticas, rebeldes o no, con el fin
de dejarlas en los límites exclusivos de la privacidad. ¿La razón? Ya lo indicó Sorel: por las
hambres de dominio “los intelectuales no son, como se dice a menudo, los hombres que
piensan, son gentes que hacen profesión de pensar”,[8] gentes, en fin, que trabajan para jefes y
patronos, que orientan los debates, que fabrican y eligen los argumentos. Y por la ambición de
oficiar en la vida pública ayudan a los príncipes de turno a controlar la sociedad gracias al acto
de legitimar el poder (real y simbólico) y operar sobre las relaciones sociales entre sujetos-
objetos del conocimiento.

Que los intelectuales han pretendido influir en quienes tienen en sus manos la balanza del
mando es un hecho. Y que en la mayoría de las ocasiones han acabado devorados por el poder,
también, se llamen Platón o Séneca, Lutero o Moro, Sartre o Heidegger. Por tanto, “más que un
faro, o un ojo, un «iluminador» [...,] el intelectual es una suerte de estómago encargado de
digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad
necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus
intereses (no solo políticos o económicos) frente a los otros sectores”, advierte Gustavo Bueno.
[9]

Ni que decir tiene que de estos extravíos se dio cuenta Jean-François Revel. Este pensador
reveló las formas en que la ideología camufla los errores humanos y ahuyenta y oscurece la
evidencia de los hechos a base de otorgar una dispensa intelectual, una dispensa práctica y una
dispensa moral a quienes apoyan las ideologías. La primera dispensa, la intelectual, precisaba
Revel, “consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en
inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos.
La dispensa práctica elimina el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los
fracasos. Una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que los
excusan. [… Y] la dispensa moral abole toda noción de bien y de mal para los actores
ideológicos; o más bien, el servicio a la ideología ocupa el lugar de la moral”.[10]

Quedar atrapado en las redes del poder (o del contrapoder) abole la independencia personal. Y
anula la capacidad del juicio. Y, en desdoro de los criterios de imparcialidad, tenderemos a
confundir el trabajo intelectual con la lógica de dominio, propia del mundo de la política. Y en
nuestra falta de libertad asomará el síndrome platónico de Siracusa, léase la politización del
trabajo intelectual.

Pues bien, vista la obsesión de convertir el estudio de la literatura, de la historia, de la


filosofía… en lengua de narrativas políticas, me pregunto en qué queda la literatura, qué son la
filosofía y la historia o, mejor, qué pueden hacer por la sociedad el historiador, el filósofo o el
literato.

En primer lugar, no desertar de su profesión, opino. Tampoco alejarse de la mejora de


comprensión de sus ámbitos de conocimiento. Lo cual pasa por examinar con espíritu crítico las
teorías, detectar errores en los razonamientos. Y, llegado el caso, incorporar nuevas evidencias,
incluso aquéllas que puedan impugnar nuestros propios estudios literarios, filosóficos o
históricos.

En segundo lugar, el historiador, el literato o filósofo han de abandonar la idea de Platón de que
el poder y su concreción institucional son expresión de la sabiduría en su rango más elevado.
[11] Lo vuelvo a decir: el filósofo, el literato, el historiador deben escapar del influjo platónico,
pues si todo es política, ¿en dónde queda ya no digo el estudio de la política, sino el
conocimiento en sí mismo? En contra de este reduccionismo epistemológico, lo destacaba
Raymond Aron, “hay una actividad humana que puede ser más importante que la política: es la
búsqueda de la verdad”.[12]

IV. Intelectuales “trileros”

El mundo se hace sueño y el sueño se hace mundo.

Novalis (1772-1801), Enrique de Ofterdingen

Por Diógenes Laercio sabemos de la existencia de hombres que como Diotimo elaboran escritos
de mala calidad, irreverentes inclusive, para luego achacarlos a sus enemigos y desacreditar a
los Epicuro que odian. Esto me hace pensar que el intelectual no está nunca solo. Y por muy
autónomo que sea o muy imaginativo o atextual que se crea, necesita el apoyo, el vínculo de
otros intelectuales. De ahí la necesidad de rehuir esos aires épicos, heroicos… de inmodestia
que entrañan los abusos del individualismo posesivo (“mi” elocuencia, “mi” talento, “mi”
originalidad…). De ahí la urgencia, así mismo, de sortear esa tentación de apropiarse de los
pensamientos de los demás con el fin de despuntar ante los miembros de la comunidad
intelectual y, por la puerta falsa, lograr un status privilegiado, solo conseguido con el robo y el
espolio cultural.

A diferencia de los ladrones de ideas, muy numerosos por desgracia en mi especialidad, yo


siempre indico cuáles son mis fuentes, es decir, qué autores han ejercido influencia sobre mí.
Dicho de otra manera. No somos mónadas viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de
nuestro yo. Somos sujetos sociales que interactuamos y leemos. Y aprendemos gracias y a partir
de los textos de los demás. Y es que sin lenguaje –y recupero a Aristóteles— no somos sino
nada.

Destacado el valor fundamental del legado cultural de nuestros antepasados y contemporáneos,


añadiré otra precisión. El intelectual presta ayuda valiosa a la sociedad cuando hace bien su
trabajo. ¿Y qué es hacer bien su trabajo? Pues, trabajar y pensar, evaluar y reexaminar lo
aprendido, aceptar el peso de nuevas evidencias y… seguir aprendiendo. Solo la postura abierta
y antidogmática conduce al enriquecimiento epistemológico. Y a la comunicación e intercambio
de ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del autoengaño justifica la existencia de
controles empíricos y lógicos que hacen inviables los fraudes intelectuales.

Esto es lo que debería ser en la práctica del día a día. Sin embargo, en el terreno de las
Humanidades ocurren cosas distintas ya que, lejos de la integridad y honradez intelectual,
abundan tunantes y charlatanes que no trabajan ni cotejan datos y    ni tan siquiera  se informan.
Y estos intrusos –intelectuales no son— juegan con imposibles y viven de la ficción de inventar
narrativas intangibles y difusas de interpretación del mundo en las que, y en esto parecen seguir
a Karl Kraus, “todo es verdad y también lo contrario”.

Ítem más. Al apartarse de las vías del conocimiento, algunos escritores, historiadores y filósofos
–quizá habría que llamarles “cuentacuentos”— demuestran sentir una atracción mítica,
melancólica, “nocturnal” diría yo, hacia aquellos estadios anteriores al logos, cosa que les
permite defender cualquier ontología o estafa utopizante tan vistosa y ocurrente como carente
igualmente de soporte histórico. El timo morrocotudo que generan esos trileros –”no enseño.
Cuento”, decía Montaigne— procede del error de tomar la literatura de ficción como teoría del
conocimiento. Y ahí está el riesgo.

Creer que el intelectual es un ser que por no precisar ni de textos ni de contextos puede estar por
encima de las leyes del espacio-tiempo es la estupidez que más veces se ha repetido a lo largo
de la Historia. Y en nuestro siglo también. Al fin y al cabo, sin datos ni entornos la vida muere,
atrapada en ficciones.

Pues bien, cuando anoto cómo prosperan dentro de las aulas las querencias por un allá fabulado,
no in situ; cuando presto atención a los modos tan anticientíficos que pululan en los centros de
estudio y reparo en el afán de muchos humanistas obsesionados por canalizar sus descontentos
por la vía de los descontextos hasta convertir el estudio de la literatura, de la filosofía, de la
historia en simples pretextos en los que la lógica borrosa se confunde con saber y conocimiento;
cuando analizo la facilidad con que manipulan y desprecian el registro fáctico; cuando veo, en
suma, cómo las restricciones del yo cogitans son disueltas en aromas de omnipotencia y deseos
ilimitados; acabo sin duda recordando a Antonio Escohotado. Reconoce este filósofo español
que “el afán de averiguar datos desconocidos pesa incomparablemente menos que el deseo de
confirmar algo resuelto antes de estudiarlo, en unos casos porque [se] es pro y en otros porque
[se] es anti”. Y no solo eso. Escohotado pone el dedo en la llaga tras señalar: “como superar la
ignorancia gracias al mero estudio es mi fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso –y
en parte desazonador— que pasar del desiderátum a la verificación importe tan poco”.[13]

En mi opinión, no estamos aquí ante la polémica obsoleta de si la verdad se basa en la


correspondencia, o no, del concepto con el objeto. Estamos, peor, ante la anomalía, ante la
extravagancia de no pocos intelectuales resueltos a indagar en imaginarios y más imaginarios, y
empeñados en no establecer distinciones metodológicas, en mezclar todas las categorías. A
resultas de lo cual, y como (con) funden lo real y lo irreal, dan por existente lo supuesto y
cierran las puertas al conocimiento y llegan a no verificar figuraciones y pálpitos, de modo que
“la realidad es el deseo de la realidad y todo vale, en realidad”.[14]

Digámoslo de otra manera. Estos “no” pensadores conciben relatos sin datos desde la
propaganda y la manipulación de los sentimientos. Y como sin frenos nada limita a nada, hay
muchos que rehúyen los límites del materialismo científico y defienden la veracidad del impulso
emocional como materia primera del conocimiento.

V. Huertos de fábulas y mentiras

La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera


mi razón enflaquece, que con razón me quejo.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (1605)

La apetencia, la fogosidad, la vehemencia… suelen custodiar a la verdad en su camino aunque


jamás llegan por sí solas a crear conocimientos. Con otras palabras. La vehemencia la
fogosidad, la apetencia… acompañan a la verdad en el proceso de su elaboración porque ello,
amén de humano, es lícito. Y, además, ¿quién puede negar a los demás querer penetrar en todos
los huertos del conocimiento? Otra cosa muy distinta, ahora bien, es aceptar que el “deseo”, que
“la pasión”, que “el ímpetu” poseen el privilegio, el monopolio de imponer respuestas a las
preguntas.

Digámoslo claramente: el deseo ni es facultad intelectual ni regla de verdad tampoco, amén de


que, lo ha observado y de manera acertada Jerome Bruner, “un buen relato y un argumento bien
construido son clases naturales diferentes”.[15]

¿Y qué ocurre cuando nos dejamos llevar por el color de la pasión y resolvemos desde el
lenguaje de las emociones establecer los criterios de legitimidad del hacer científico? En casos
en los que cierta gente se deja acunar por cuentos y ficciones solo hay cretinismo en estado
bruto. ¿Es quizá por esto por lo que entre los mentecatos y papanatas que copan las Facultades
de Humanidades sobresalen individuos que falsifican los contenidos de la verdad?

No es anécdota, yo he discutido en más de una ocasión con intelectuales que adulteran escritos y
amañan y corrompen citas. Y, por las perversiones idiomáticas en que incurren, siempre
aconsejo leer las obras “originales” de los filósofos, sin necesidad de intermediarios, para
curarse de espantos.

Lo triste del asunto es que estas maniobras resultan más habituales de lo que en principio se
cree. La misma Simone Weil se enfrentó a quienes con su verbo mentiroso deshonran el trabajo
intelectual. Y frente a comportamientos nada honorables, expresó que “la necesidad de verdad
es más sagrada que ninguna otra. Y de ella, sin embargo, jamás se hace mención”. Y no solo
eso. Agregaba Weil: “da miedo leer cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades
materiales expuestas sin vergüenza, incluso en los libros de los autores más reputados. Pues se
lee como se bebería agua de un pozo dudoso. Hay hombres que trabajan ocho horas al día y
hacen el gran esfuerzo por leer por la noche para instruirse. [Y] no pueden entregarse a
verificaciones en las grandes bibliotecas. Ellos creen en el libro al pie de la letra”. Y concluía la
filósofa francesa: “no se tiene derecho a alimentar [al lector] con falsedades. ¿Qué sentido tiene
alegar que los autores van de buena fe? […] Un guardagujas culpable de un descarrilamiento
que alegara buena fe no sería precisamente bien visto”.[16]

No niego que se pueda pensar hasta en lo que aún no ha sido pensado. Y tampoco se me ocurre
rechazar las sombras de dudas que encontramos incluso a plena luz del sol cuando, al movernos,
nos adentramos por las vías del conocimiento. Simplemente señalo que los dogmatismos, los
partidismos, la aceptación de ideas refractarias al análisis empírico-racional… generan un sinfín
de disonancias cognitivas. Y por eso, apunto, como las leyes fantasiosas del relato literario
permiten localizar un allí donde no hay allí geográfico, incluso cambiar ad libitum roles y
situaciones, y ofrecer mundos infinitamente posibles, a muchos humanistas de hoy parece
importarles un bledo que el mundo intelectual semeje el mundo del artista en cuya multiplicidad
todo es posible.

Insisto, yo critico a esos humanistas que rechazan aprender, que pisotean el factum empírico y
con dos ideas sorprendentes se atreven a todo. También a engañar con verbo electrizante. Bien,
en relación con estos riesgos de prepotencia y omnipotencia tiene importancia rescatar las
palabras de la escritora, penalista y socióloga española Concepción Arenal que tiempo ha se
quejaba de que el conocimiento, “la ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se
engrandece ni se extiende”.[17]

Y es que siempre que el desiderátum prima sobre el datum, algo será o bueno, o justo o
apetecible y, claro está, malo, injusto o aborrecible según el criterio libidinal del fabulador. Y en
la moneda de los ensueños, el discurso intelectual, separado de la experiencia, nos trasladará a
las esferas metafísicas de la invención. Y de la falsedad. Y se estará tan seguro “de tener razón
en el cielo que se prescinde no solo de tener razón en el mundo, sino incluso del mundo de la
razón”, como registró el filósofo Maurice Blanchot.[18]

¿Asombra que sean los propios profesores de Humanidades los primeros en rehuir las cautelas
del método materialista? ¿Sorprende acaso que los humanistas, en general “analfabetos” en
temas científicos, sobresalgan en contar cuentos y hacer que el mundo quede convertido en
fábula y mentira? A falta de una máquina de pesar “pensamientos”, artilugio que trató de
inventar el médico italiano Angelo Mosso allá entre los años 1882 y 1884, no por azar han sido
prescritos límites y frenos con sus respectivos sistemas científicos de control. Y ello con el fin
de desmontar las inconsistencias e incoherencias de las teorías.

VI. A golpe de espejismos

El deber de la objetividad sólo exige que uno examine


realmente todo el horizonte, pero no que uno observe desde un
punto de vista distinto de aquel en que uno se encuentra o
desde ningún punto de vista en absoluto. Los propios ojos son
indudablemente solo los propios ojos; pero sería necio creer
que uno debe arrancárselos para poder ver correctamente.

Franz Rosenzweig, Cartas (1935)

El conocido sociólogo norteamericano Charles Wright Mills no ocultó en un momento dado su


descontento. Mills que arremetía contra el profesionalismo “fanatizante” de los intelectuales
atacó su incapacidad o escasa habilidad a la hora de hacer bien su trabajo, de tanto obstinarse en
vencer y no en convencer por la vía deliberativa. Recordemos que para el autor de La
imaginación sociológica (1959) resultaba claro “el modo cuidadoso en que pensadores
consumados tratan sus propias mentes, lo estrechamente que observan su desarrollo y organizan
su experiencia. La razón de que ellos atesoren sus experiencias más pequeñas es que, en el curso
de una vida, el individuo moderno tiene muy poca experiencia personal y, sin embargo, la
experiencia es tan importante como fuente de trabajo intelectual original”.[19]

¿Tiene valor rescatar que los intelectuales suelen andar cortos de experiencia a la hora de hacer
su trabajo? Por supuesto que sí, habida cuenta de que eso nos permite entender la razón del
éxito, en el ámbito de las Humanidades, de los autologismos. A propósito de los cuales detallaré
esta anécdota. A principios de la década de los treinta del siglo pasado la Comisión permanente
para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones encargaba al Instituto Internacional de
Cooperación intelectual organizar un intercambio epistolar entre intelectuales reputados. El
instituto se dirigió a Einstein quien, a su vez, escogió a Freud como interlocutor. Y Einstein en
una carta le comentaba a Freud que “el intelectual no tiene contacto directo con la vida al
desnudo, sino que se topa con ésta en su forma sintética más sencilla: sobre la página
impresa”.[20]

“No existen cosas tales como el hombre, la mujer, el judío, el obrero, el alemán o el intelectual,
sino individuos, algunas de cuyas características coinciden con las de otros individuos”, decía
Horacio Vázquez-Rial.[21] Sin duda. Pero a diferencia de “Ariadna”, que posee una mentalidad
abierta y busca desde la experiencia especifica de los hechos conocer la realidad en su máxima
amplitud, en el área de Humanidades abundan sujetos que se parecen mucho entre sí y que se
encierran, como aquel Minotauro, en los muros teóricos de sus DINA-4 y niegan incorporar
datos que no sean sus minúsculas evidencias personales.

Desde luego, esta actitud cerrada y liliputiense conlleva no reconocer (no digo el peso de la
experiencia ajena, sino) aquellos aspectos erróneos de cualquier planteamiento teórico. Incluido
el propio. Con tales inercias el fantasma de Descartes a día de hoy sigue vivo y a nuestro lado, y
más cuando los Descartes de este tiempo nuestro repiten la cantinela de que la realidad no es
más que un escollo, un obstáculo a obviar.

Con esta partitura tan tarareada no son pocos los filósofos que usan la lengua de la
trascendencia y persiguen un ser fuera de dudas, incluso afirman que los datos, “las
informaciones como positividades no cambian ni acumulan nada. Carecen por completo de
consecuencias”.[22] En medio de estas derivas, demasiado presentes en el campo humanístico,
los Buying-Chul Han definen al ser humano como una autoconciencia que jibariza la
experiencia empírica.

Ante este idealismo que reivindica objetos de estudio antimateriales aunque completamente
luminiscentes –¡¡¡ni los filósofos presocráticos se hubiesen atrevido a tanto!!!—, señalaré que el
sujeto humano, igual que su objetividad, no puede permanecer enjaulado en una esfera óntica
invisible. Y situado al margen del mundo.

Trabajar con teorías “reliquias” no hace sino promover verdades fuera de los objetos. Y tales
enfoques, por carismáticos, son profundamente dogmáticos y contrafilosóficos, pues tener
miedo a la información científica o no querer saber nada de los datos empíricos, “positividades”
en palabras de Buying-Chul Han, resulta a estas alturas de la Historia un anacronismo
“completo de consecuencias”. Tan repleto de consecuencias como aquéllas que padecería
Michel Foucault en carne propia cuando en sus viajes a partir de la década de 1970 a EE.UU., y
en su condición de homosexual, conoce los gritos de socorro de las comunidades gays
norteamericanas, a las que acusa Foucault, por pedir ayuda, de reforzar el poder “represivo” de
la ciencia. ¡Qué ironías de la vida!, años después, el filósofo francés moriría también de sida,
cobijado en los muros de esa institución hospitalaria en donde había iniciado su crónica de la
sinrazón o Historia de la locura en la época clásica (1961).

Lo irrazonable, lo paradójico, la confusión, la exageración… constituyen motu proprio


cualidades magníficas, absolutamente imprescindibles en los caldos de la invención. Ahora
bien, articular el discurso de la Historia, de la Literatura o de la Filosofía desde la inmaterialidad
o desde los riscos indeterminados de un mundo sin tiempo ni lugar es un error. Sí, un gran error,
pues una teoría que se construye con los viejos formatos intemporales del idealismo, o sea, sin
recurrir a los límites físicos de la experiencia humana, permite hacer bellas hasta las
incoherencias. Y romper cualquier vínculo con las reglas de la lógica.

Las positividades, por tanto, sí acumulan información. Y sí son fuente de conocimientos. Es


más, en esta guerra arcaica, dizque actual, contra lo sensorial en la que ejércitos de intelectuales
quieren que nos movamos como espíritus sin cuerpo, hasta un nietzscheano como Gianni
Vattimo anotó que, “en lugar de avanzar hacia la autotransparencia, la sociedad de las ciencias
humanas y de la comunicación generalizada parece orientarse a lo que de un modo aproximado
se puede denominar ‘fabulación del mundo’”.[23]

VII. ¿Hay futuro para las Humanidades?

En los tiempos democráticos, todas las autoridades se hacen


sospechosas.

Alain Finkielkraut, La identidad desgraciada (2013)

A muchos de nosotros se nos deniega por distintos motivos la condición de “filósofos”. Unas
veces, porque a toda costa evitamos la artificiosidad que acompaña a las modas intelectuales; en
otras ocasiones, porque sostenemos que lo importante no es la oscuridad de la facundia,
tampoco el juego críptico de expresiones incomprensibles; y, en la mayoría de las
circunstancias, porque valoramos, y en mucho, la información científica.

Ni que decir tiene que el conocimiento solo funciona como verdad “justificada”. De ahí la
inutilidad de ciertas estrategias en la labor de no ensanchar y no mejorar los horizontes del
conocimiento humano. Solo la claridad, solo la simplicidad lingüística del mensaje, sólo el
acceso a los datos contrastados pueden cortar alas a los espejismos que generan las muchas
excentricidades de las burbujas académicas que asfixian los centros de (des) investigación. Y
como aquel Guillermo de Ockham me alzo frente al fetichismo teórico de alto contenido
especulativo, y critico los modos literariamente nocturnos, retóricamente alambicados del
intelectual “filósofo”.

Si la utopía, ese texto que se indigna ante cualquier método de observación de la realidad, “ha
sido la forma mental, literaria y retórica de un cierto colonialismo occidental imaginario […
que] nos ha servido a la vez para proyectar la realidad exterior de nuestra sociedad sobre nuestro
imaginario y exteriorizar nuestros sueños interiores sobre lugares alejados”,[24] sin duda
podemos ahora entender y muy bien por qué en buena parte de los estudios humanísticos
persiste un odio a los valores de la modernidad o, lo que es igual, por qué a un gran número de
humanistas le gusta aparecer bajo un inexplicable estado de gracia acorde con las ínfulas
“salvadoras” de los relatos omnipotentes que construyen.

Con el aura irresistible de la infalibilidad en que se han envuelto cual pitonisas, nuestros
guardianes de esencias andan empeñados en edificar un antidogmatismo ferozmente
“dogmático”, capaz de convertir falsas teorías en aljibes de miel y azúcar. Dio en la diana el
historiador Steve Bruce al llamar a estas inclinaciones (que imaginan infinitas posibilidades
sociales) “religiones del yo”.

Pues bien, por esa obsesión de reivindicar mundos de sueños, el ámbito de Humanidades ha
quedado mortalmente diezmado, hundido en la inevitable falta de objetividad, transformado en
territorio para predicadores, teólogos y catequistas. No olvidemos que incluso a raíz del auge de
los relatos revolucionarios (de izquierdas y derechas), muchos filósofos han seguido intentando
una y otra vez convertir los espacios del conocimiento en cruzada espiritual de la actividad
política, en pretexto para tutelar el comportamiento humano. Ante lo cual, y dado que la
democracia nos humaniza y libera de milagros y dogmas, en las sociedades actuales no tiene ya
sentido divulgar planteamientos destinados a regular en nombre de la utopía la vida de toda la
ciudadanía. En este sentido, pues, da completamente en la diana el filósofo Alain Finkielkraut al
preguntarse si “la postura del intelectual no es una adolescencia prolongada más allá de lo
razonable”.[25]

Una última precisión. La voz “intelligentsia” fue usada para designar el componente dirigista de
quienes desarrollan una actividad “que implica una manipulación de signos y símbolos, más que
de materiales, [… y los convierte en] creadores de cultura, o bien de organizadores y directores
del trabajo de otros, o de expertos”.[26] Sabido esto, en estas páginas, defiendo, el intelectual no
es ni Norte, ni Atalaya ni Guía de la sociedad. Es más, sostengo que el intelectual debe, mal que
le pese, salir de su oscuridad verbal y abandonar la quimera de ser la encarnación de la
conciencia histórica y, por supuesto, perder esos grandes tics despóticos que le atenazan como
arquitecto de sociedades. Lo cual incluye comprobar sus teorías por la vía metodológica y no
obcecarse en desconocer la información que ofrecen las ciencias.

VIII. La teoría del punto cero

El hombre sin pecado no precisa leyes (Martin Lutero).

El proletario no tiene necesidad de gobiernos burgueses (Karl


Marx).

No enseñe a los bárbaros de clase baja (Friedrich Nietzsche).

Es costumbre repetir hasta la saciedad eso de que la actividad filosófica es un pensamiento que
vuela desde sí y sobre sí, sin más pretensiones que buscar por puro altruismo el hecho distintivo
de conocer. Esta descripción rutilante, magnífica de la Filosofía como un “pensar para sí”
tropieza con una evidencia histórica difícil de escamotear, con que la Filosofía ha sido a lo largo
de los siglos expresión de un pensamiento cerrado, fanático… y tutelado por aspirantes a reyes-
filósofos, en cuyo plan estaba coaccionar a los demás diciéndoles, a través de imposiciones y
leyes de hierro dónde hallar la verdad, de qué no ser instruidos y cómo comportarse.
Rescatemos a este respecto aquellas palabras, inolvidables, de Kant proponiendo al intelectual
como único ser capaz de adentrarse en los caminos “públicos” del sapere aude e influir en la
toma correcta de decisiones políticas, pues “sería muy perturbador” que un Don nadie, que un
cualquiera, que “un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz
alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer”, y
punto, manifestaba Kant.[27]

Los utópicos, esos que traspasan las barreras del pensar para sí y se dedican a pensar en lugar de
los otros, los utópicos, repito, como Platón, Séneca, Agustín de Hipona, Tomás Moro,
Campanella, Lutero, Calvino, Rousseau, Saint-Simon, Comte, Marx, Nietzsche, Gentile,
Lukács… se cuentan por legiones en las filas de la Filosofía, con el denominador común de que
estos pensadores no solo han defendido la Filosofía como instrumento de control de personas y
sociedades, sino empequeñecido hasta niveles irrisorios las aportaciones de los no dogmáticos.

Que “ahí donde los hombres son los más seguros y arrogantes, más se equivocan por lo común”,
[28] es algo que en absoluto les importa a los seguidores del mito del perfeccionismo, sobre
todo porque en aras de la omnipotencia filosófica hace tiempo que los filósofos han quedado
agazapados bajo el conflicto entre naturaleza y cultura, o sea, entre el rechazo a lo heredado y la
fascinación por el punto cero.

¿Y qué es la teoría del punto cero? Pues una fantasía idealista que desacredita todos y cada uno
de los conocimientos existentes para sin discriminación ni distinción negar el valor de la vida
presente y abrazar lo contracivilizatorio, lo natural, como lugar auténticamente humano.

“Cada época, describía Michelet, sueña la siguiente”. Y con la negación de la cultura o defensa
de la contracultura, los idealistas de hoy tratan de carbonizar todas las leyes existentes (morales,
políticas y científicas) e intentan catapultarnos a un estadio “crisálida”. Pero, no nos llevemos a
engaño: odiar la paideia, la transmisión de saberes implica matar la sabiduría de la Lechuza,
supone ser apartados del mundo del conocimiento y ello con el propósito de refundar la
Humanidad para controlar ab initio su destino. Lo cual conduce a nivelar las diferencias de
creatividad y personalidad entre los individuos a golpe de represión. Y a implantar inclusive los
valores dóricos (o antidemocráticos) del elitismo más reaccionario.

La lucha por obtener y conservar hegemonías produce, entonces, un maridaje perverso entre
“poder”, “monopolio” y “conocimiento”, maridaje que hace muy probable que filósofos (y
aspirantes a líderes) incurran en actos de dogmatismo, de prepotencia, incluso de omnipotencia,
abocando a la ciudadanía a la impotencia.

En conclusión, con la promesa revolucionaria del “culturicidio”, permítaseme el neologismo, no


sorprende la seducción por la tabula rasa que han mostrado y siguen mostrando no pocos
pensadores contemporáneos. Y tampoco extraña que “los literatos sean luditas por naturaleza”,
en palabras certeras de Charles Percy Snow.[29]

IX. La utopía del analfabetismo

Seamos holgazanes en todas las cosas, excepto amando y


bebiendo, excepto holgazaneando.

Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), La pereza

Un utópico como Séneca afirmaría que la ignorancia reproduce la inocencia de los hombres
primitivos.[30] Este planteamiento sería retomado por Montaigne, para quien la naturaleza
supera a los bienes de la cultura, pues “¿dónde encontraremos gustos que aventajen a los
naturales?”,[31] se preguntaba el filósofo francés.

Digamos que el gran Marsilio Ficino ya había trazado los principios básicos De la vida sana
(1541), pero no se le había ocurrido desoír los instrumentos de la racionalidad humana.
Montaigne sin embargo, cegado por los resplandores de la contracultura, fue más allá y optó por
el postulado de que al ser humano le está negado vivir entre certidumbres racionales, y en su
ensayo Apología de Raymond Sebond –capítulo 12, libro segundo— expone que no podemos
confiar en nuestros razonamientos.
Un tiempo después, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau pondrá en duda también la utilidad de
las herramientas del pensamiento. Y él que confiesa que la reflexión le “fatiga y entristece”, que
sus “ideas no son más que sensaciones”[32] será el primero, casi en los albores de la Edad
Contemporánea, en asumir el papel de censor, de Gran Inquisidor, oponiéndose sin rubor a
libros y autores.

Un inciso. Si el doctor Tissot en su Avis aux gens de lettres sur leur santé (Aviso a las gentes de
letras sobre su salud, 1768) analiza las causas fisiológicas del desequilibrio al cual conduce la
actividad intelectual, Rousseau propuso desde un punto de vista diferente idealizar la vida
humana en su estadio cero bajo el argumento de que la dinámica intelectual constituye un acto
de negación de lo auténticamente humano.

Por su admiración indisimulada a la vida dentro de la Naturaleza, Rousseau criticará ferozmente


los frutos, a su juicio, enfermos de la cultura. Y no deja a los niños que posen sus ojos sobre
¡¡¡ninguna de las obras existentes en el mundo!!!, a excepción del libro titulado Robinson
Crusoe. La raíz de tal elección no era médica, sino represiva, pues a Rousseau simplemente le
interesaba divulgar la lectura de Robinson Crusoe (1719) por el hecho de que este texto literario
recogía la vida de un náufrago que, a su suerte y en medio de la Naturaleza, vive durante 28
años en durísimas condiciones en una isla. Y solo. Y sin cultura.[33]

Con la pedagogía como arma de control social, Rousseau, este ambicioso constructor de
utopías, juzgó que “lo más cruel de todo es que todos los progresos alejan incesantemente a la
especie humana de su estado primitivo”.[34] Rousseau, que participa en la elaboración de la
Enciclopedia de Diderot y d’Alembert; que fue un intelectual insaciable que dedicó horas al
estudio de la botánica; que tras saltar del teatro a la novela amorosa se deslizó de la pedagogía a
la defensa de la religión patriótica; Rousseau, que se entretiene en escribir comedia, en estudiar
química, historia, latín… y hasta en componer ópera e interpretar, cómo no, las notas plúmbeas
del género ensayístico; él mismo opinó que “una ignorancia absoluta sobre ciertas materias es
quizá lo que mejor convendría a los niños”,[35] y no le importó prohibir (siempre para los
demás) la lectura de todos los libros existentes y formular la idea de que leer nos separa de
nuestra verdadera naturaleza.

En esta teoría del punto cero o vuelta forzada y forzosa al redil de la no civilización palpita una
estandarización de la incultura. El sistema de coerción y obediencia, apto para fiscalizar hasta
los mecanismos de cognición, es lo que anima a Rousseau a implantar un modelo
“administrado” de sociedad en el que la mayoría es simple convidado de piedra y la ignorancia
constituye pieza fundamental para la paz y el buen funcionamiento de la máquina del Estado.
“No instruya en absoluto al niño del aldeano, pues no le conviene ser instruido”,[36] pide
encarecidamente nuestro revolucionario Rousseau.

Curiosamente, a otro posmoderno no menos revolucionario y no menos devorador de libros de


biología y de arte, de física y de filosofía política, de música y de literatura, hablamos de
Nietzsche, tampoco le dolió en prendas explicar que propagar la ciencia entre los no
Superhombres es un ataque frontal a la Vida, un suceso antidionisíaco. Por eso, Nietzsche, el
más elitista de entre los elitistas, lanzará su verbo venenoso contra esos “funestos educadores
que han aniquilado el estado de inocencia del esclavo mediante el fruto del conocimiento”.[37]

Como filósofos antiplebeyos y mesiánicos, Rousseau y Nietzsche anticipan el estereotipo


contemporáneo del líder clasista y, por eso, “manejan los mismos presupuestos: que la
Humanidad es un ente necesitado de tutela. Y, en segundo lugar, que la mayoría de los
individuos que componen la sociedad son seres incompetentes, a todas luces dóciles y pasivos,
motivo por el cual justifican someterles al yugo, al barro moldeable de las normas que emana el
heroico Hombre-Guía”.[38]
Item más. Debido a su proyecto de frenar la transmisión del conocimiento, Rousseau y
Nietzsche elaboraron sus doctrinas del caudillismo. Y a partir del dogma de la superioridad del
Hombre-Guía: del infalible legislador o “Licurgo” (Rousseau), del dotadísimo y extraordinario
Superhombre “pastor de los infrahombres (Nietzsche), los dos justificarán la excepcionalidad y
falta de debilidades de quienes mandan. Es más, ambos sentirán un temor atroz al ascenso de los
movimientos de masas. Y encumbrarán la incultura como estado permanente del pueblo bajo.

Que personas tan leídas hayan vertido mares de tinta escribiendo reaccionariamente en contra de
la cultura, y con un discurso del miedo hayan propuesto sacarnos de la Historia y exigir el
dogma dictatorial de paralizar la difusión del conocimiento y justificar la utopía de lo primitivo
y conseguir, en nombre de una Humanidad feliz, una mayoría igualada, hermanada en el
analfabetismo resulta, sin duda, una de las sandeces más estúpidas de la Historia reciente de
Occidente, majadería filosófica que solamente puede ser comprendida por la acción
antidemocrática de esos que se creen salvadores del género humano e invocan desde la
ingeniería social la anticultura o, mejor, las bondades de la sincultura con el fin de vaciar la
mente ajena y obstaculizar el acceso al conocimiento a la mayoría social para mantener
alejados, de paso, de sus más elementales derechos políticos a los segmentos vulnerables y más
desprotegidos de la población. [39]

X. Los dogmatismos de las nuevas ciudadelas filosóficas

La verdadera cultura es la Revolución.

Jean-Paul Sartre (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon


titulado Los condenados de la tierra.

Que Rousseau y Nietzsche pensasen así no sorprende. Pero que actualmente sinnúmero de
filósofos secunde el banderín del historicismo y defienda en nombre de la anticultura la hora de
los nuevos despotismos sí es preocupante y mucho, pues con tanto necio entregado al dogma
rebelde de dinamitar los fundamentos de la cultura ¿en dónde y en qué posición queda el saber?
Y, debido al afán, en absoluto escondido, de infantilizar a los hombres y mujeres de Occidente
y… de no Occidente, ¿qué posibilidades tenemos de que, con la vuelta al punto cero, subsista la
objetividad?

La cultura “cementerio” que en plena Edad Contemporánea se detecta en el incendio del Louvre
de 1871 llevado a cabo por la revolución de los comuneros alumbró las llamas del Manifiesto
del Futurismo (1909) de Filippo Tomasso Marinetti. E igual que el otrora Savonarola imponía
sus hogueras de vanidad, para Marinetti no había más belleza que en las lumbres de la
demolición y la lucha. Y con la glorificación de la guerra Marinetti pensaba que había que
“destruir los museos, las bibliotecas, combatir contra el moralismo, contra el feminismo”, entre
otras vilezas.[40]

Que a lo largo de todo el siglo XX las vanguardias tanto artísticas como políticas despliegan por
Europa flamas insurrectas con odas a derrocar y destruir la autoridad del pensamiento científico
constituye un hecho histórico de primerísima magnitud. Recordemos los efectos que produjo el
Primer Manifiesto DADÁ (1918). Su autor, Tristan Tzara, identificó desorden con orden, el no
yo con el yo, la negación con la afirmación,[41] o sea, la tesis con la antítesis, como había
avanzado el materialismo histórico.

Por supuesto, décadas después, y sin salir de las trincheras de la insurgencia, otro dogmático,
hablamos del filósofo francés Jean François Lyotard, defenderá en un ensayo titulado La
Diferencia (1983) que no se puede juzgar a los otros (!!!), pese a los incontables dominios y
habilidades del discurso humano. La opinión demoledora, que no crítica, de este desencantado
ex comunista era consecuencia directa de las premisas contenidas en La condición posmoderna
(1979), obra en la que este pensador expuso que la postmodernidad como estado en que se
encuentra el saber en las sociedades desarrolladas debe desentenderse de la verdad. Y de su
aspiración a la verdad.

Lejos de desandar este paisaje, Lyotard volvería a reafirmar la pérdida de validez de lo


intelectual. Y él que patrocina la ignorancia vanidosa planta un epitafio sobre la Tumba del
intelectual, y concluye que un artista, un escritor, un filósofo “desconoce cuál es su destinatario,
y eso es ser un artista, un escritor, etc.: lanzar una mensaje en el desierto. [...Es más, el
intelectual] no procura en absoluto cultivar, educar, formar a quien sea. Toda incitación a
someter su actividad a objetivos culturales le parece precisamente inadmisible”.[42]

La cultura, tal y como la conocemos, carece de cualquier valor a los ojos de los nuevos profetas
y más a raíz de la caída del Muro de Berlín (1989) que simbólicamente diluyó, doscientos años
después, la fuerza motriz de la Revolución francesa.

Añadamos, y para mejorar la perspectiva, que Konrad Lorenz ya se había sumergido, antes que
Lyotard, en la tarea de desmantelar las bases de la cultura occidental. Y, tras buscar la luz en la
oscuridad de los arcanos, Lorenz incidiría en que lo racionalmente accesible o científicamente
demostrable es capaz de causar estragos –sí, ha leído bien—, amén de constituir una falsa
noción. Y este etólogo, y Premio Nobel, se recreó cual Licurgo en enseñarnos el respeto a las
culturas no occidentales y en adoctrinarnos en lo temerario e imprudente que sería proceder a la
erradicación de conductas “aterradoras” por el hecho de que, afirma Lorenz, “en las normas de
conducta cuyos perniciosos efectos parecen evidentes, como la cacería de cabezas practicada
por muchas tribus de Borneo y Nueva Guinea, [...] realmente este sistema representa hasta
cierto punto la armazón de toda cultura, y sin un examen detenido de sus múltiples interacciones
resulta muy peligroso arrebatarle arbitrariamente un elemento”.[43]

Al ser aireados los valores de la no civilización, la voluntad revolucionaria de quebrantar toda


convención académica para enterrar culturalmente a Occidente tras las cenizas de su propia
catacumba se volvió axiomática, irrefutable. Y esa voluntad de destrucción reforzó la moda
misoneísta de la contramodernidad. Lo describió perfectamente el filósofo español Gustavo
Bueno al referir cómo, “en nuestros días, la nostalgia por el “comunismo primitivo” germina en
ambientes universitarios, como versión violenta del hippismo nacido de la confusión entre
civilización y capitalismo. Pero lo esencial es que el terrorismo etnologicista brota él mismo de
una actitud reaccionaria: la nostalgia de la barbarie”.[44]

XI. La vuelta a los valores primitivos

Es voluble la lengua de los hombres, y de ella salen razones de


todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual
hablares, tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos
de altercar, disputando e injuriándonos, [...] diciendo muchas
cosas, verdaderas unas y falsas otras, que la cólera les dicta?

Homero (c. s. IX a. C.), Ilíada

Eric Williams, Walter Rodney, E. P. Thompson, Frantz Fanon y muchos más… denunciaron la
expropiación colonial de Occidente. Y al hacerlo desenmascararon, y con razón, las relaciones
asimétricas entre países dominadores y países dominados. En el caso de Frantz Fanon, este
martiniqués respaldó la necesidad de despojar al proletariado occidental de su rol de liderazgo
con el fin de ubicar el lábaro de la insurrección en las masas del Tercer Mundo.

Más allá de las denuncias y, sobre todo, en un contexto de revancha política, el mismo Jean-
Paul Sartre que respaldaba las tesis neomarxistas de Fanon llegó a defender las horas
sangrientas de la revolución. Y Sartre diría en favor de la violencia absoluta que “en los
primeros momentos de la rebelión hay que matar”, para a continuación añadir: “matar a un
europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan
un hombre muerto y un hombre libre”.[45]

Desde cantos al rencor y al odio muchos intelectuales intentaron, ojo por ojo, avivar gritos de
guerra. Tampoco es menos cierto que el arma ideológica con la que se aspiraba a socavar los
fundamentos de Occidente arrancaba de la propia posmodernidad, corriente neorromántica que
incidía no solo en el abandono de la modernidad, sino en la mitificación de las (culturas de las)
periferias qua locus de la autenticidad.

En una rotación a favor de los inicios (pre) históricos se procedió a desprestigiar cualquier relato
que no fuese el de los derrotados, los cuales, igual que Adán y Eva vivían en un estado de
inocencia antes de su salida del Paraíso, quedaron libres de toda sospecha. Y al margen de
cualquier error, abuso o traza de parcialidad.

Con el dictum de que “la historia la escriben los conquistadores”, se introdujo un fierísimo
maniqueísmo que equiparaba “opresión histórica” con “falsedad epistemológica” y, claro está,
hermanaba a los buenos con los vencidos. Dicho de otro modo. Por la vía historiográfica de
reclamar los valores del Tercer Mundo la narratología posmoderna encontró un filón de oro con
el que alzarse en contra del paradigma de verdad de Occidente.

Digamos que casi a la vez que ese Nietzsche francés nacido en Argelia, de nombre Jacques
Derrida, proponía con el juego de las despalabras la deculturación y se lanzaba a la tarea de
deconstruir el discurso intelectual de la modernidad, la lucha posmoderna por proteger las
culturas no occidentales llegaba a su cénit, esto es, al convencimiento de priorizar los valores
primitivos. Y cuanto más primitivos mejor, ya que había que amputar la ascendencia occidental
incluso a “cuchillo”, lo dijo Sartre,[46] y… “recartografiar los límites adánicos anteriores a la
influencia colonial de Occidente”, añado.[47]

Un detalle a tener en cuenta: al focalizarse todas las protestas contra Occidente en la defensa de
lo primitivo la posmodernidad caía de nuevo en el mito rousseauniano del adamismo. Y de tanto
reivindicar la filosofía como arqueología los seguidores de la posmodernidad, también desde las
canteras del estructuralismo y del posestructuralismo, olvidaron que son las personas, no las
culturas, las depositarias de los derechos políticos, omisión que tendrá consecuencias harto
indeseadas.

Pues bien, ante estos y otros planteamientos similares, la verdad no es, lo señalo otra vez, un
asunto de topografía y geodesias. Y por el hecho de que va más allá del lugar geográfico en
donde nacemos, la verdad siempre excede el carácter territorial, en este caso “no occidental”, de
la posmodernidad. Reparo en este dato porque si la verdad solo llega a ser tal cuando
nacionalistamente no proviene de Occidente y, con el mismo criterio, se admite que la falsedad
deviene tal por arrancar del seno de Occidente, ¿qué verdad o qué falsedad son esas?, pregunto.

Solo sé –y en esto sigo el parecer de Thomas Dewar— que “las mentes son como los
paracaídas: funcionan mejor cuando se abren”. Y sé que de los maniqueísmos patrioteros
nacen situaciones ridículas, amén de peligrosas, como las que protagonizaron, entre muchos
antioccidentalistas, Noam Chomsky y Foucault: Noam Chomsky negando en 1975 las
evidencias del genocidio camboyano que ponía en marcha el régimen maoísta de los Jemeres
Rojos. Y Michel Foucault juzgando de manera encomiable para Occidente y… no Occidente la
labor despótica del Sayyid Ruhollah Musaví Jomeini. Recordemos que este ayatolá, tras
derrocar la autocracia del Sha Reza Pahlevi, establecía en 1979 una implacable dictadura
teocrática, intacta hasta la fecha en Irán.

Con esta clase de ilustrados retrógrados, “necios” eran llamados en tiempos no lejanos, no
sorprende que Bernard-Henri Lévy haya desahuciado la figura del intelectual y concluido que
éste ha muerto como categoría social y de modo definitivo a finales del siglo XX.[48]

XII. Crónica de una estupidez

La nostalgia de la barbarie solo resulta atrayente como motivo


estético, o como cebo ideológico muy apto para incautos, del
mismo modo que solo es rentable como argumento sofista y
falaz.

Jesús G. Maestro, Contra las Musas de la Ira. El materialismo


filosófico como teoría de la literatura (2014)

Se ha derramado la modernidad en estado “líquido” (Zygmunt Bauman). Se ha dicho también


que la modernidad anda cargada de acontecimientos, excedida de “sobremodernidad” (Marc
Augé). Así mismo ha sido mencionado el signo intenso de esa modernidad enrocada en la
casilla del “alto-modernismo” (James Scott). Inclusive, se ha ubicado la modernidad en el
terreno de la “biopolítica” (Michel Foucault). Y, cómo no, de unas décadas a esta parte se ha
venido hablando, y hasta la saciedad, del abandono de los valores de la modernidad, superada,
lo creen incontables, por la égida rebelde y antisistema de la “posmodernidad” (François
Lyotard).

Con calificativos tan rimbombantes –Burke decía que los hombres de letras, “siempre amigos
de distinguirse, son rara vez contrarios a la innovación”—,[49] apenas se repara en el hecho de
que la posmodernidad constituye una ideología profundamente liberticida que, además de
empeñarse en conducir a todos los seres humanos por el camino que ha trazado un puñado de
intelectuales, anda enredada como las meigas en pintar el devenir de la Historia.

Como he recalcado en otras ocasiones, las culturas no son nunca motivo de defensa. Las
personas, que no las tradiciones, sí son en cambio los verdaderos y únicos sujetos de derecho.
Sin embargo, este matiz, nada trivial por cierto, parece no importar cuando se trata de proteger
el axioma de la posmodernidad a pesar de sus contradicciones gruesas e innumerables.

Digo esto porque si se presupone que las culturas no occidentales poseen per se valores
intrínsecamente superiores, tal y como muchos filósofos y antropólogos formulan, ¿cómo
explicar que en el perímetro de tales culturas se produzcan y a diario la esclavitud, la ablación
del clítoris y la castración infantil masculina, la venta de niños, el asesinato de homosexuales,
las matanzas por cuestiones de conciencia, la falta de libertad y toda suerte de ataques a los
derechos humanos?

Reforzar perspectivas erróneas cuando los hechos las desmienten constituye una muestra de
falta de sentido común, de irracionalidad y, peor, una señal de rigidez mental, de intolerancia
cognitiva, de dogmatismo en definitiva, pues, y parece que en esto habría que darle la razón al
joven Marx, “las ideas que se adueñan de nuestra mente, que conquistan nuestra convicción y en
las que el intelecto forja nuestra conciencia son cadenas a las que no es posible sustraerse sin
desgarrar nuestro corazón.”[50]
Visto lo visto, nos encontramos aquí y ahora en una intersección tan difícil como problemática:
en la encrucijada de o aceptar nuevas evidencias o de acallar cualquier refutación para así, lo
hubiese dicho Karl Marx, no destrozar los resortes emocionales de nuestro yo.

Por supuesto, si somos consecuentes y honestos con nosotros mismos, no negaremos el peso de
las certidumbres. Es más, estaremos abiertos a otras percepciones e ideas que confirman o no
nuestros pensamientos. Pero, en caso de entorpecer el acceso a las evidencias que rebaten
apreciaciones propias, ocurrirá que ratificaremos ideas inexistentes, que alimentaremos la
vanitas vanitatis de embellecer teorías con artimañas y engaños, y esquivaremos por los medios
sofísticos a nuestro alcance toda esa gran decepción que nace de reconocer que estábamos
equivocados.

Negar la generosidad del descubrimiento conlleva silenciar, aplastar la búsqueda de certezas. Y


promover las redes de la censura, del ocultamiento. Lo he señalado antes: el intelectual presta
ayuda valiosa cuando trabaja y piensa, evalúa y reexamina lo aprendido y acepta nuevas
evidencias. Solo la postura abierta y antidogmática conduce al enriquecimiento epistemológico.
Y a la comunicación e intercambio de ideas. Solo la aceptación de la falibilidad, del peligro del
autoengaño justifica la existencia de controles empíricos y lógicos que hacen inviables los
fraudes intelectuales.

Así que, pregunto, ¿qué hace usted cuando observa que la teoría que defiende falla y no cumple
las expectativas formuladas en la hipótesis? ¿Qué hace: buscar una explicación mejor, explorar
la incoherencia, el divorcio entre lo que predecía y no esperaba y lo que empíricamente se ha
producido, o mentirse a sí mismo y persuadirse en la convicción de que tiene la razón de su
parte no obstante, pese a los datos en contra?

Desde mi punto de vista y, como muy bien ha señalado Peter Watson, con la democracia del
intelecto lo “más esperanzador de la ciencia no es solo su fuerza en cuanto medio de descubrir
nuevas realidades, tan relevantes en lo político como estimulantes en lo intelectual, sino también
la importancia que cobra como metáfora. Para triunfar, para progresar, el mundo debe ser
abierto, susceptible de modificación hasta el infinito [...], y este es un hecho que no siempre se
acepta con facilidad”.[51]

XIII. Muy inconveniente negar errores

Me parece fundamentalmente dañino para la integridad


intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y no porque
pienses que es verdad.

Bertrand Russell, Entrevista en la BBC (1959)

En caso de ahogar las simientes del conocimiento y falsificar la verdad aconsejo estudiar la
formidable Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas, de Arthur
Schopenhauer, una obrita tan minúscula como insuperable, en la que están contenidas todas las
formas intelectuales posibles de (auto) engaño.

Y ya que hablo de autoengaño, los psicólogos Leon Festinger, Henry W. Riecken y Stanley
Schacter consiguieron infiltrarse en una secta que anunciaba la llegada del apocalipsis. Su
cabecilla, Dorothy Martin, lograba reunir en su casa un 21 de diciembre de 1954 a sus acólitos
que, sentados en el salón, se disponen a esperar el instante fatal en que el mundo sería destruido
y ellos, ayudados por alienígenas del planeta Clarion, llevados a un nuevo hogar.
Festinger estaba allí. Y anotó lo sucedido. Y, como era de esperar, cuando el reloj marca la
medianoche la atmósfera se volvió densa, vibrante. Pero, a los cinco minutos algunos miembros,
viendo que no sucedía nada, empezaron, intranquilos, a removerse en sus asientos. Cinco
minutos más tarde, crecía un silencio muy incómodo ya que el apocalipsis tardaba, contra
pronóstico, en producirse. Y pasaron las horas. A las 4 de la madrugada empieza a haber
pequeños intentos por encontrar explicaciones a la anomalía. (Dorothy empieza a llorar.) Y
cuarenta y cinco minutos después llega el apoteosis: su líder tiene un ataque de “escritura
automática” en el que “el ser superior” le comunica que el acto de fe de sus seguidores ha
salvado al mundo del inminente y letal cataclismo.[52]

En el ámbito intelectual de las Humanidades abundan las Dorothy Martin que son capaces, sean
hombres o mujeres, de llegar a conclusiones trastornadas con tal de mantener intactas sus
teorías. De hecho, tras dirimir la excelencia de unos ensayos feministas entregados para un
certamen de investigación, uno de los miembros del jurado, en la actualidad catedrática de
Derecho, tuvo la audacia de soltar en voz alta que “la ablación del clítoris es una anécdota”. Tal
afirmación, que me dejó espantada, no solo procedía del acaloramiento pasional que genera el
fanatismo. Asimismo provenía de las contradicciones que rodean a la posmodernidad, pues
mientras se cantan sus bondades, a la vez se minimizan y entierran en la categoría de lo banal
sucesos éticamente inhumanos.

Dolores Sayans al trasladarse a Gaza observa los repentinos cambios de conducta que
experimenta Yusef, su marido, el cual empieza, para su sorpresa, a someterla a todo tipo de
vejaciones y castigos. Y si la familia paterna, que insistía en la necesidad de convertirse al
islam, le manifestaba: “si eres sumisa tendrás pocos problemas”, la realidad es que Dolores
seguía recibiendo más y más palizas de su consorte. Ella quería escapar regresar a España, pero
tanto su suegra como su marido se lo impedían y le obligaron incluso a llevar un bebé muerto
durante meses porque no querían practicarle un aborto.[53]

La historia de Phyllis Chesler semeja en líneas generales a la de Sayans. De hecho, ella también
anota el cambio de comportamiento que sufre su pareja en el momento de variar el lugar
geográfico de residencia. E igualmente empieza a padecer pronto las consecuencias de los
referentes culturales de su cónyuge. De hecho, en el momento de regresar de Afganistán, solo
pesaba 40 kilos. Había tenido que lidiar una durísima batalla para separarse de su marido afgano
y regresar a su país. Y para recobrar su libertad Chesler antes tuvo que padecer la enfermedad
de la hepatitis cuyo contagio había sido planificado por la familia de él, enfermedad que casi le
cuesta la vida a esta norteamericana. Tales avatares cambiarían a esta mujer, aunque quizá lo
más interesante sea el corifeo de posmodernos que repiten conductas delirantes a lo Dorothy
Martin:

Mis amigos –futuros periodistas, artistas, médicos, abogados, intelectuales– sólo querían
escuchar asombrosos cuentos de hadas hollywoodienses, no la realidad. Querían saber cuántos
criados tenía, y si alguna vez conocí al rey. No hubo modo de transmitirles el horror y la verdad.
Mis amigos americanos no podían o no querían comprender. Al igual que mis compañeros, los
izquierdistas y los progresistas de hoy quieren permanecer en la ignorancia.[54]

Existen más ejemplos de subrazonamiento en torno al idílico sudesarrollismo. El político y


escritor socialista Milovan Djilas –lo cuenta en su libro autobiográfico La sociedad imperfecta
(1969)— discute las ideas que Simone de Beauvoir presentó en Las bellas imágenes (1966) a
cuenta de la utopía de la inocencia de la barbarie. Y es que si a juicio de esta pensadora francesa
“en todos los países, sean socialistas o capitalistas, el hombre está siendo aplastado por la
tecnología”, Beauvoir (que repite el dictamen de Rousseau de que el progreso aleja
incesantemente a la especie humana de su estado primitivo) justifica la belleza que deriva de la
igualdad en la pobreza y agrega que “la gente debiera contentarse con un mínimo de vida, como
hacen aún hoy en determinadas comunidades muy pobres como Cerdeña y Grecia, por ejemplo,
donde la tecnología no ha penetrado ni el dinero corrompió nada. Estas gentes conocen una
áspera dicha, porque allí se mantienen ciertos valores; unos valores que son auténticamente
humanos: la dignidad, la hermandad, la generosidad, todo lo cual proporciona a la vida un valor
único. Si la creación de nuevas necesidades continúa, se multiplicarán los espejismos”. A la
vista de lo cual, concluye Beauvoir, “una revolución moral, no una de carácter social, político o
técnico, puede conducir al hombre hacia la verdad que perdiera”.[55]

Ante estas simplezas que suelen predicar esos intelectuales que, por cierto, viven en buenas
casas, sentados sobre sillones muy cómodos, aceptando las emisiones de la luz eléctrica,
también el calor que ofrece un sistema eficiente de calefacción y gozando de un sinfín más de
avances tecnológicos; ante esta disyunción entre la forma de pensar y la manera de vivir;
Milovan Djilas responde y apunta lo siguiente:

No sé cuál será el “nivel mínimo de vida” al que alude Madame de Beauvoir, pero sospecho que
es un poco más de lo que idealiza al hablar de “algunas de las comunidades muy pobres”. La
vida en la isla de Cerdeña puede parecerle “ásperamente feliz” a un miembro de las pandillas
izquierdistas y derechistas de la vida intelectual parisiense, pero yo sé, por mi propio
Montenegro, que a pesar de los “valores conservados” allí, “valores que son auténticamente
humanos”, la vida se ha parecido a otra cosa; era una vida de hambre, odio y muerte…[56]

Ese amor indiferente, sin condiciones a las costumbres, ritos, tradiciones y simbolismos del
Tercer Mundo conduce en la mayoría de las ocasiones a la ilusión de que las culturas no
occidentales deben ser respetadas por encima de los propios seres humanos. Y, al ser idolatradas
tales culturas, paradójicamente se difunde la idea, peligrosísima, “de que quien quiebra los lazos
de su útero cultural comete un acto de apostasía, de herejía incluso”.[57] Pongamos un ejemplo
de ello.

Una bioquímica hindú que trabajaba en los movimientos de “Ciencia para el pueblo de la
India”, Meera Nanda, observa, atónica, cómo por efecto de la posmodernidad se veneran las
supersticiones tradicionales védicas por encima del daño que ocasionan a sus habitantes. La
científica llega a hablar de un político hindú al que le aconsejan, por cuestión de salud,
maximizar su energía positiva y “entrar por la puerta que daba al Este. En el lado oriental de la
oficina había una barriada a través de la cual no podía pasar con el coche. [Así que] ordenó
demoler la barriada”.[58] Y es que, lo analiza Meera Nanda, “si la izquierda hindú fuera tan
activa en el movimiento de popularización de la ciencia como lo era antes, habría encabezado
una oposición no solo contra la demolición de los hogares, sino contra la superstición que la
justificó”.[59]

Lo curioso es que esta filósofa de la ciencia relató a sus amigos “socioconstruccionistas” de


Estados Unidos el derribo de las viviendas. Sus amistades, en quienes Nanda creía iba a
encontrar respaldo, le dijeron, una vez conocidos los hechos, que “el entrelazamiento cultural de
las dos descripciones del espacio es un hecho progresivo en sí mismo”.[60]

¿Entiende usted algo de este tipo de verborrea pomposa y fatua salvo que, al no haber crítica
alguna contra la destrucción de un barrio, estos intelectuales procuran con parloteo insustancial
mantener la posmodernidad en un estado de inmunidad y, claro, de impunidad?

Que las Universidades y centros de investigación, por reacción y rechazo a Occidente, estén en
manos de sectarios tipo Dorothy Martin constituye un acontecimiento luctuoso de primera
magnitud, y eso sin olvidar que estos dogmáticos incurren en el empeño de la fabulación, de
modo que, lo advirtió Marx, “entre la filosofía [que practican] y el estudio del mundo real media
la misma relación que entre el onanismo y el amor sexual”.[61]
En definitiva, pese a la narratología maravillosa que en torno al indigenismo “tercermundista”
los posmodernos “primermundistas” aderezan con todo menos con dudas, yo afirmo que las
culturas arrostran buen número de aspectos política y epistemológicamente indeseables. Y,
debido a ello, “no hay que tener miedo a denunciar las violaciones de los derechos humanos,
sean cuales sean, afecten a quien afecten, las genere quien las genere y se produzcan donde se
produzcan”, sea fuera o dentro de Occidente.[62]

No es de recibo hacer un brindis al sol y cantar la nobleza (incluso de los errores) del no
Occidente, igual que no es ni objetivo ni histórico, porque faltaríamos a la verdad, ocultar el
pasado brutal, sanguinario, esclavista y conquistador de Occidente sobre los territorios de
ultramar. Y es que los pensamientos que se autovalidan (o utopías) provocan a su paso ríos de
dogmatismo, del mismo modo que la ignorancia y el dogmatismo acaban aliándose
invariablemente con las utopías. Y enfrentados al saber científico.

Como intelectual que es, escoja qué tipo de inteligencia le gustaría tener: ¿una mente que piensa
las cosas por sí misma?, ¿una mente que toma con sagacidad lo que otros seres humanos
disciernen, o una mente que ni comprende por sí ni por medio de las demás?[63] Digo esto
porque tratar las ideas cual vacas sagradas destinadas a cambiar a su imagen y semejanza la
sociedad convierte de facto a los literatos, filósofos y humanistas en grupos de presión que, en
vez de reconocer el componente totalitario de sus hipótesis, viven obsesionados en moldear y
administrar un mundo para autómatas.

Tras lo cual, repito, ¿qué hacemos cuando observamos que la teoría defendida fracasa en las
expectativas?, ¿jugar con entelequias?, ¿enrocarnos en la convicción de que tenemos razón o
explorar la fuente de las incoherencias y abandonar la teoría incluso? Yo, desde luego, no quiero
ser como Platón, filósofo que aborrecía a quien no pensaba como él y que un día quiso –lo
cuenta Aristoxeno (c. 354-300 a. C.) en sus Memorias históricas— quemar las obras del famoso
físico, contemporáneo suyo, Demócrito.

Conclusiones

Vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la


ciencia y la tecnología en la que nadie sabe de estos temas.
Esto constituye una fórmula segura para el desastre.

Carl Sagan (1934-1996)

Estas páginas no son un mero catálogo de errores. Quieren mostrar en la querella, aún no
resuelta, entre lo antiguo y lo moderno la crisis actual de la cultura o la crisis en la forma de
entender la cultura. Y dado que en la defensa del lenguaje literariamente sugestivo, confuso y
bucólico palpita una oposición, feroz, hacia el lenguaje científico, en esencia escasamente
polivalente o simbólico, la posmodernidad (que es, sin duda, una de las Weltanschauungs más
influyentes del período contemporáneo) continúa empeñada en unificar, igual que sucede dentro
de la literatura de ficción, fenómeno y noúmeno, entendimiento e imaginación.

En este ensayo breve, titulado El ascenso de los intelectuales, se ha pretendido analizar el


componente mitomaníaco de las recientes ilusiones burguesas. Y destapar la irracionalidad que
arrostran ciertas filosofías de la vida, amparadas en la creencia poética de que con el método
científico la dimensión simbólica del mundo queda devaluada.

Observando que los literatos, humanistas y filósofos han fallado de manera estrepitosa a la hora
de (no) hacer su trabajo, aquí se ha querido mostrar cómo de las ideas de “pertenencia” y
“compromiso político” ha arrancado la exclusión del principio de “neutralidad epistemológica”.
Por tanto, a la cuestión, harto espinosa, que hasta el propio Sartre llegó a enunciar –”les
intellectuels sont-ils coupables?”—,[64] respondo afirmativamente: los intelectuales son
responsables directos del presente estado de desconfianza en el que se hallan sumidos.

Y es que oponerse a las concepciones de la epistemología científica para matar la búsqueda de


la objetividad y dejarla reducida a una serie de juicios estéticos y/o políticos implica desterrar a
la Lechuza del ámbito de las humanidades. Lo cual inexorablemente conduce a la extinción de
la filosofía que ya anunciaba el filósofo Alexandre Kojève.

En contra de planteamientos pesimistas que elogian la ignorancia, yo apunto que, a pesar del
largo enfrentamiento entre los relatos científicos y los relatos humanísticos, el acto de pensar y
buscar conocimientos es algo filosóficamente indesligable del ser humano y, añado, no hay tal
fin de la filosofía porque éste no está a la vista igual que el final del ser humano tampoco
despunta en el horizonte de forma inminente. Eso sí, lo que puede, en cambio, incitar a la
inutilidad de la literatura, de la filosofía y de las humanidades es esa loca convicción de que el
intelectual es un héroe que lucha sin dudas y vacilaciones, sin textos ni contextos ni necesidad
de evidencias o cultura científica.

No somos mónadas viviendo en las cavernas aisladas y atextuales de nuestro yo. Somos sujetos
sociales que interactuamos. Y puesto que la verdad en tanto resultado del esfuerzo de apertura y
acercamiento a los hechos está sometida a evaluación y a crítica, el acto intersubjetivo,
lingüístico, de compartir conocimientos se efectúa siempre dentro de la esfera pública. Por lo
cual, el intelectual y sus reflexiones siempre quedan expuestos a análisis y revisión. En caso
contrario, cuanto mayor es el afán de novelar o utopizar el mundo, más posibilidades existen de
convertir al pensador en un ojo profético, más se propagan teorías legitimadas por la retórica
fantasiosa y la idolatría académica.

Una cosa más. Si la filosofía posmoderna busca una realidad descarnada de la propia realidad,
yo agrego que los dogmas, incluidos los dogmas de los antidogmas, no casan bien con el acto de
entender y menos aún encajan en la carnalidad fenoménica que caracteriza a la realidad.

Más allá de discursos y bebedizos utópicos; más allá de los sueños de inerrancia y despotismo
que acaban convirtiendo cualquier teoría en alegoría y mitología; somos seres humanos
embarcados en la aventura del conocimiento. Y pese a que nunca podremos ver la inmensidad
de todo el océano, amén de que cada época tiene sus (pre) ocupaciones epistemológicas,
poseemos no obstante la fortuna de contemplar aspectos concretos de una realidad que, lo
señaló hace mucho tiempo Heráclito, resulta variable, cambiante. Y fascinante.

En consecuencia, y dado que el principio del inmanentismo (que sustenta el edificio de la


posmodernidad) aprueba validar proposiciones no verificables, mantengo que las ideas no son
en sí mismas igual de respetables y, por ende, en lo intelectual “todo” no está permitido, ni
muchísimo menos. Con otras palabras. Las teorías jamás se autofundan o autovalidan por arte
de magia, de modo inherente y al margen de los datos empíricos, por más que los defensores de
la teoría del punto cero procuren revolucionariamente intercambiar mito con logos, señalar la
incompetencia de las estrategias del conocimiento y divulgar la nulidad de los saberes
científicos.

El intelectual —fuera megalomanías— no es un adivino, un superhombre o un ser colosal. Es


alguien, historiador o testigo, observador o escribano, que posee capacidad intelectual para
inclusive equivocarse. De ahí, por tanto, esta Crónica de una estupidez.
¡Qué falta de generosidad!, seguimos agitando el mito de la creación ex nihilo, creyendo que el
conocimiento surge de la nada, y todo por la tozudez de no admitir cuánto hemos aprendido a
partir del trabajo de los demás.

Langen, 13 de agosto de 2015

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 Snow, Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad Nacional de México, 2006.
Edición de F. R. Leavis.
 Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 2009.
 Sorel, Georges (1906), Réflexions sur la violence, Marcel Rivière et Cie, Paris, 1908. Hay edición
digital de la Université de Québec à Chicoutimi, 2003, en
http://www.singulier.eu/textes/reference/texte/pdf/Sorel_Reflexions_violence.pdf (13-VIII-
2015).
 Suñer Ordóñez, Enrique (1937), Los intelectuales y la Tragedia Española, Editorial Española,
San Sebastián, 19382ª. Hay edición digital en http://www.filosofia.org/bol/bib/nb053.htm (13-
VIII-2015).
 Uzanne, Octave (1888), Les Zigzags D’un Curieux. Causeries Sur L’art Des Livres Et la
Littérature D’art, Delhi (India), Gyan Books Pvt. Ltd., 2013.
 Vattimo, Gianni (1989), La Sociedad Transparente, Barcelona, Paidós, 1990.
 Vázquez-Rial, Horacio (13-IX-2007), Los hombres de uno en uno, Revista Libertad digital, en
http://www.libertaddigital.com/opinion/libros/los-hombres-de-uno-en-uno-1276233760.html
(13-VIII-2015).
 Watson, Peter (2000), Historia intelectual del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2002.
 Weil, Simone (19??), L’Enracinement, edición electrónica realizada por Gemma Paquet,
Université de Québec à Chicoutimi, collection Idées, en
http://classiques.uqac.ca/classiques/weil_simone/enracinement/weil_Enracinement.pdf (13-VIII-
2015). Esta edición fue elaborada a partir del libro de Weil, Simone (19??), L’enracinement.
Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain, Paris, Gallimard, 1949. Hay edición
española: Echar raíces, Madrid, Trotta, 1996.

Notas

[1] “Tous les cerveaux de la terre sont impuissants face au genre de stupidité qui soit à la mode”, decía
textualmente Jean de la Fontaine (1621-1695). Cita en Scapini Felicita & Ciampi Gabriele (ed., 2010),
Coastal Water Bodies, Nature and Culture. Conflicts in the Mediterranean, Florence, University of
Florence, p. 157.

[2] Snow, Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
2006, pp. 18-19. Edición de F.R. Leavis.

[3] Goldfarb, Jeffrey C. (1998), Civility and Subversion. The intellectual in the democratic society,
Cambridge, Cambridge University Press, p. 1.
[4] Glez. Cortés, Mª Teresa (2008), Los Monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución
francesa a la Revolución nazi (1789-1939), Madrid, Ediciones de la Torre, p. 533.

[5] Melville, Keith (1972), Las comunas en la contracultura, Barcelona, Kairós, cap. I, p. 31.

[6] Glez. Cortés, Mª Teresa (2009), Descubriendo a Babeuf, Revista digital El Catoblepas, nº 86, en
http://www.nodulo.org/ec/2009/n086p23.htm (13-VIII-2015).

[7] Gellner, Ernest (1998), Language and solitude: Wittgenstein, Malinowski and the Habsburg dilemma,
Cambridge, University Press of Cambridge, 1999, reimpr., p. 3.

[8] Sorel, Georges (1906), Réflexions sur la violence, Marcel Rivière et Cie, Paris, 1908, cap. V, 2, p. 139.
Edición digital de la Université de Québec à Chicoutimi, 2003, p. 109, en
http://www.singulier.eu/textes/reference/texte/pdf/Sorel_Reflexions_violence.pdf (13-VIII-2015).
Obsérvese que, en español, existe una acepción de “pensador” referida al criado que da de comer al
ganado de su señor.

[9] Bueno, Gustavo (1987), Los intelectuales: los nuevos impostores, Revista digital El Catoblepas, nº
130, en http://www.nodulo.org/ec/2012/n130p02.htm (13-VIII-2015).

[10] Revel, Jean-François (1988), La connaissance inutile, Paris, Grasset, p. 162.

[11] Platón (427-347 a. C.), Banquete, 209a-b, en Platón, Diálogos, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos,
1986, vol. III.

[12] Aron, Raymond (1952), Démocratie et Révolution, en Introduction à la philosophie de l’histoire,


Paris, Fallois, 1997, p. 245. Se trata de las lecciones impartidas por Aron durante el curso universitario de
1952, editadas a título póstumo.

[13] Escohotado, Antonio (2014), Entrevista, por Ernesto Castro en


http://castracastro.blogspot.com.es/2014_01_01_archive.html (13-VIII-2015).

[14] Canción de Pedro Guerra titulada El Circo de la Realidad (2004), incluida en su álbum Bolsillos
(2004).

[15] Bruner, Jerome (1986), Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan
sentido a la experiencia, Barcelona, Gedisa, 1988, p. 23. Hay edición digital en
http://es.slideshare.net/meleroriverospaulina/realidad-mental-y-mundos-posibles-jbruner (13-VIII-
2015).

[16] Weil, Simone (1909-1943), L’Enracinement, edición electrónica realizada por Gemma Paquet,
Université de Québec à Chicoutimi, collection Idées, en
http://classiques.uqac.ca/classiques/weil_simone/enracinement/weil_Enracinement.pdf (13-VIII-2015).
Esta edición fue elaborada a partir del libro de Weil, Simone (1909-1043), L’enracinement. Prélude à
une déclaration des devoirs envers l’être humain, Paris, Gallimard, 1949.

[17] Arenal, Concepción (1871), Cartas a un obrero. Cartas a un señor, en Arenal, Concepción (1871),
La cuestión social, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1994, vol. II, p. 157.

[18] Blanchot, Maurice (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Madrid, Tecnos,
2003, p. 61.

[19] Mills, C. Wright (1959), The Sociological Imagination, New York, Oxford University Press, 1964,
pp. 196-197 (On intellectual craftsmanship, appendix). Puede leerse en edición digital, en
http://web.archive.org/web/20090325093128/http:/ddl.uwinnipeg.ca/res_des/files/readings/cwmills-
intel_craft.pdf (13-VIII-2015).
[20] Einstein, Albert (20-VII-1932), Carta a Freud, en Einstein, Albert & Freud, Sigmund (1933), Por
qué la guerra, Barcelona, Minúscula, 2001, p. 63.

[21] Vázquez-Rial, Horacio (13-IX-2007), Los hombres de uno en uno, Revista Libertad digital, en
http://www.libertaddigital.com/opinion/libros/los-hombres-de-uno-en-uno-1276233760.html (13-VIII-
2015).

[22] Buying-Chul Han (2012), La agonía del Eros, Barcelona, Herder, 2014, p. 76. La cursiva es del
autor.

[23] Vattimo, Gianni (1989), La Sociedad Transparente, Barcelona, Paidós, 1990, p. 107.

[24] Sloterdijk, Peter (2000), L’utopie en chantier, dans le dossier La renaissance de l’utopie, Magazine
littéraire, nº 387, mai, p. 54.

[25] Alain Finkielkraut en Eric, Conan (30-XI-2000), La fin des intellectuels français, publicado en el
periódico digital L’Express, en http://www.lexpress.fr/informations/la-fin-des-intellectuels-
francais_640537.html (13-VIII-2015).

[26] Gallino, Luciano, (1978), Diccionario de sociología, México, Siglo XXI, 20053ª, p. 549.[27] Kant,
Immanuel (1784), ¿Qué es la Ilustración?, en VV. AA., ¿Qué es la Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1988,
p. 12.

[28] Hume, David (1751), An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Part I, Section 9,
Conclusion, Part I, 1, edición electrónica Project Gutenberg, 2010, en
http://www.gutenberg.org/ebooks/4320?msg=welcome_stranger#2H_SECT9 (13-VIII-2015).

[29] Snow, Charles Percy (1959), Las dos culturas, México, Universidad Nacional de México, 2006, p.
45. Edición de F. R. Leavis. Snow emplea el presente de indicativo. Yo he usado, para mantener la
concordatio temporum, el presente de subjuntivo.

[30] Léase Séneca, Lucio Anneo (4 a.C.-65 d. C.), Cartas a Lucilius, 90 in fine; d. De Finibus, III, 7, 23,
Barcelona, Editorial Juventud, Colección Z Clásicos, 20126º.

[31] Montaigne, Michel Eyquem de (c. 1580-1588), Ensayos, Buenos Aires, Losada, 1941, vol. II, lib. II,
cap. II, p. 75.

[32] Rousseau, Jean-Jacques (1776-1778), Les rêveries du promeneur solitaire, obra póstuma, en Œuvres
complètes J.J. Rousseau, Bruxelles, nouvelle édition, Chez Th. Lejeune, libraire-éditeur, 1828, septième
promenade, p. 113. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[33] Rousseau, Jean-Jacques (1762), Émile ou De L’Éducation, Paris, Garnier Frères, Libraires-Éditeurs,
1866, lib. III, p. 195. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[34] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les
hommes, Amsterdam, édition de Marc Michel Rey, 1755, préface, p. LV. Puede leerse en
https://books.google.es en formato digital.

[35] Rousseau, Jean-Jacques (1754), Discours sur l’origine & les fondements de l’inégalité parmi les
hommes, Amsterdam, édition de Marc Michel Rey, 1755, lib. IV, p. 233.

[36] Rousseau, Jean-Jacques (1761), Julie ou la nouvelle Héloïse, Paris, édition d’Armand-Aubrée, 1832,
vol. II, partie V, lettre III, p. 183. Puede leerse en https://books.google.es en formato digital.

[37] Friedrich Nietzsche en González Varela, Nicolás, Nietzsche contra la democracia. El pensamiento
político de Nietzsche (1862-1872), Barcelona, Editorial Montesinos, 2010, p. 131. La cita procede de
Friedrich Nietzsche, Nachlass, 10, PM, XII, 1, C, Anfang 1871.
[38] Glez. Cortés, María Teresa (2012), El espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad, Vigo,
Editorial Academia del Hispanismo, p. 204.

[39] Para analizar el despotismo totalitario de Rousseau, léase Glez. Cortés, María Teresa (2012), El
espejismo de Rousseau. El mito de la posmodernidad, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, pp. 95 y
ss. Y con el fin de conocer las raíces antidemocráticas del pensamiento de Nietzsche léase Glez. Cortés,
Mª Teresa (2008), Los Monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución
nazi (1789-1939), Madrid, Ediciones de la Torre, pp. 316 y ss.

[40] Marinetti, Filippo Tomasso (1909), Manifeste du Futurisme, publicado en el periódico Le Figaro, 20
février 1909, tesis nº 10. Léanse también las tesis 7 y 9 que amplían las ideas formuladas en la tesis nº 10.
El citado Manifeste du Futurisme puede leerse en la Biblioteca Nacional de Francia, en
http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k2883730.langFR (13-VIII-2015).

[41] La cronología del dadaísmo puede leerse en Bottero, Bianca & Negri, Antonello (1997), La cultura
del 900. 5: Arquitectura/Artes Plásticas, México, Siglo XXI, p. 215.

[42] Lyotard, Jean François (1983), Tombeau de l’intellectuel, publicado en el periódico Le Monde, 8
octobre 1983. Este artículo periodístico sería recogido con posterioridad en Lyotard, Jean François
(1984), Tombeau de l’intellectuel et autres papiers, Paris, Éditions Galilée, p. 15.

[43] Lorenz, Konrad (1973), El quebrantamiento de la tradición, en Lorenz, Konrad (1973), Los ocho
pecados mortales de la humanidad civilizada, Barcelona, Plaza y Janés, 1975, cap. VII, p. 37.

[44] Bueno, Gustavo (1971), Etnología y utopía, Barcelona, Ediciones Júcar, 1987, p. 8. Puede leerse en
formato digital, en http://fgbueno.es/med/dig/gb71eu71.pdf (13-VIII-2015).

[45] Sartre, Jean-Paul (1961), Prefacio al libro de Frantz Fanon (1961), Los condenados de la tierra,
Tafalla, Txalaparta, 2011, p. 18.

[46] Sobre la referencia sartriana a usar cuchillo, videtur Sartre, Jean-Paul (1961), Prefacio al libro de
Frantz Fanon (1961), Los condenados de la tierra, Tafalla, Txalaparta, 2011, p. 11.

[47] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo,
Editorial Academia del Hispanismo, p. 19.

[48] Lévy, Bernard-Henri (1987), Éloge des intellectuels, Paris, Grasset, p. 48.

[49] Burke, Edmund (1789-1790), Reflections on the Revolution in France, London, printed for J.
Dodsley, 17902ª, p. 165. Puede leerse en https://books.google.es en edición digital.

[50] Marx, Karl (18??), Escritos de Juventud, F.C.E., México, 1982, p. 247. La cita se corresponde con
Marx & Engels, Werke; Band 1, (Karl) Dietz Verlag, Berlin/DDR, 1976, p. 108.

[51] Watson, Peter (2000), a terrible beauty. A History of the People and Ideas that Shaped the Modern
Mind. El título de su obra ha sido muy mal traducido al español como Historia intelectual del siglo XX,
Barcelona, Crítica, 2002, p. 13.

[52] Esta experiencia está narrada en un libro coescrito por Leon Festinger, Henry W. Riecken & Stanley
Schacter (1956), When Prophecy fails: A Social and Psychological Study of a Modern Group that
Predicted the Destruction of the World, University of Minnesota Press. Puede leerse en edición digital, en
https://www.questia.com/read/96338275/when-prophecy-fails-a-social-and-psychological-study (13-VIII-
2015).

[53] El relato de Dolores Sayans puede leerse en Sanz, Paloma (2009), Rojo pasión, negro destino, verde
porvenir, Madrid, Temas de Hoy.
[54] Chesler, Phyllis (2008), Mi cautiverio afgano, en La Ilustración liberal, Revista española y
americana, nº 27, en http://www.ilustracionliberal.com/27/mi-cautiverio-afgano-phyllis-chesler.html (13-
VIII-2015).

[55] Las digresiones filosóficas que Simone de Beauvoir vierte en su novela Las bellas imágenes han sido
extraídas ad litteram de Djilas, Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, pp. 152-
153. El libro de M. Djilas empezó a ser redactado a partir de 1956 cuando él sufrió encarcelamiento por
persecución política.

[56] Djilas, Milovan (1969), La sociedad imperfecta, Barcelona, Ariel, 1970, p. 153.

[57] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo,
Editorial Academia del Hispanismo, p. 29.

[58] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós,
2009, p. 286.

[59] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós,
2009, p. 287.

[60] Meera Nanda en Sokal, Alan (2008), Más allá de las imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós,
2009, p. 287.

[61] Marx, Karl & Engels, Friedrich (1847), La ideología alemana, Montevideo-Barcelona, Ediciones
Pueblos Unidos-Ediciones Grijalbo, 19745ª, III, p. 273.

[62] Glez. Cortés, María Teresa (2010), Distopías de la utopía. El mito del Multiculturalismo, Vigo,
Editorial Academia del Hispanismo, p. 113.

[63] Maquiavelo, Nicolás (1513), El Príncipe, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 198117ª, cap.
XXII, p. 114.

[64] Sartre, Jean-Paul (1965), Plaidoyer pour les intellectuels, en Sartre, Jean-Paul (1972), Situations,
Paris, Gallimard, vol. VIII, pp. 375 y ss. El texto citado reúne las tres conferencias que Sartre impartió en
Tokio en 1965 acerca del papel de los intelectuales.

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