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“Contra

la heterosexualidad”
por Michael W. Hannon
Marzo 2014
Crédito: Revista First Things [tomado de
https://www.firstthings.com/article/2014/03/against-heterosexuality]

Alasdair MacIntyre dijo una vez que “los hechos, como los telescopios y las pelucas
para caballero, fueron una invención del siglo diecisiete”. Algo parecido puede
decirse sobre la orientación sexual: los heterosexuales, como las máquinas de
escribir y los mingitorios (también, obviamente, para caballeros), fueron una
invención de los 1860s. Al contrario de nuestras preconcepciones culturales y las
mentiras de lo que se ha llegado a llamar “esencialismo de orientación”, “hetero”
[“straight”] y “gay” no son absolutos perennes. La orientación sexual es un esquema
conceptual con una historia, y una historia oscura. Es una historia que comenzó
mucho más recientemente de lo que la mayoría sabe, y es una que probablemente
terminará mucho más pronto de lo que la mayoría piensa.

Durante el transcurso de varios siglos, Occidente había progresivamente
abandonado la arquitectura marital cristiana de la sexualidad humana. Entonces,
hace cerca de ciento cincuenta años, comenzó a reemplazar esa antigua tradición
teleológica con una nueva creación: la absolutista pero absurda taxonomía de las
orientaciones sexuales. La heterosexualidad fue posicionada como el ideal regulador
de este caprichoso marco, preservando así las prohibiciones sociales contra la
sodomía y otros libertinajes sin que fuera necesario recurrir a la naturaleza
procreativa de la sexualidad humana.

Según esta nueva versión, los actos sexuales entre personas del mismo sexo estaban
mal no porque rechazan el propósito racional-animal del sexo—concretamente, la
familia—sino porque el deseo por dichos actos supuestamente surge de un
desorden psicológico desagradable. Como la teórica queer Hanne Blank lo cuenta,
“Este nuevo concepto [de la heterosexualidad], adornado con una mezcla
desgarrada de lenguas muertas que suena impresionante, les dio a las viejas
ortodoxias una nueva extensión de vida al sugerir, en tono autoritativo, que la
ciencia las había efectivamente pronunciado como naturales, inevitables e innatas”.

La orientación sexual no ha proporcionado ese confiable soporte para la virtud que
sus inventores esperaban, en particular recientemente. Sin embargo, hoy en día
muchos cristianos de corte conservador sienten que debemos seguir preservando la
división gay/hetero y el ideal heterosexual en nuestra catequesis, ya que eso aún les
parece la mejor manera de que nuestras máximas morales parezcan razonables y
atractivas.

Estos compatriotas cristianos míos se equivocan al aferrarse tan fuertemente a la
orientación sexual, de manera que confunden nuestra defensa, sin precedentes e
infructuosa, de la castidad con su fundamento eterno. No necesitamos la
“heteronormatividad” para defendernos contra el libertinaje. Al contrario, sólo nos
está estorbando.

Michel Foucault, un aliado inesperado, detalla el linaje de la orientación sexual en su
Historia de la sexualidad. Mientras que por mucho tiempo “sodomía” había servido
para identificar una clase de actos, de repente por primera vez, en la segunda mitad
del siglo diecinueve, el término “homosexual” apareció junto a ella. Este neologismo
europeo fue usado en una manera que le habría parecido a las generaciones
anteriores como un simple error categórico, designando, no acciones, sino
personas—así también con su contraparte y complemento, “heterosexual”.

Los psiquiatras y legisladores de mediados a fines de los 1800s, cuenta Foucault,
rechazaron la convención clásica según la cual el “perpetrador” de actos sodomitas
era “nada más que el sujeto jurídico de ellos”. Cuando la sociedad secular volvió
públicamente ilícitas a las creencias religiosas clásicas, la pseudociencia entró y
reemplazó a la religión como el fundamento moral para las normas sexuales. Para
alcanzar la estabilidad social sexual secular, los expertos médicos elaboraron lo que
Foucault describe como “un orden natural del desorden”.

“El homosexual del siglo diecinueve se convirtió en un personaje”, “un tipo de vida”,
“una morfología”, escribe Foucault. Esta identidad psiquiátrica pervertida, elevada al
estatus de una “forma de vida” mutante con el propósito de proteger a la sociedad
educada contra las depravaciones repugnantes de aquella, absorbió por completo el
carácter de los afligidos: “Nada que formara parte de [el homosexual y] su
composición total permanecía indiferente a su sexualidad. Estaba presente en todo:
en la raíz de todas sus acciones porque era, insidiosa e indefinidamente, su principio
activo”.

Los aristócratas imprudentes que alentaron estas innovaciones médicas cambiaron
la medida de la moralidad pública, substituyendo la naturaleza humana de matices
religiosos con la opción más secularmente segura de la pasión individual. Al hacer
esto, estaban forzados también a cambiar la robusta tradición de la ley natural por el
(recientemente construido) estándar de “normalidad psiquiátrica”, de manera que
la “heterosexualidad” funcionara como el nuevo normal de la sexualidad humana.
Como era de esperar, semejante estándar de normalidad tan borroso presentó un
soporte mucho más endeble para la ética sexual comparado con la tradición clásica
de la ley natural.

Pero subrayar este nuevo estándar sí consiguió que estas categorías, hetero y
homosexualidad, se hicieran parte de la imaginación popular. “La homosexualidad
apareció como una de las formas de la sexualidad,” escribe Foucault, “al ser
transpuesta desde la práctica de la sodomía hacia una especie de androginia
interior, un hermafroditismo del alma. El sodomita había sido una aberración
temporal; el homosexual ahora era una especie”. La orientación sexual es entonces
nada más que una frágil construcción social, y una construida recientemente.

Aunque la cultura popular no se ha puesto al día—todavía—los teóricos queer que
cada vez más marcan la pauta en los altos niveles ya están de acuerdo con Foucault
en este punto. Estos pensadores hacen eco de aquella frase de Gore Vidal, una
herejía LGBT: “En realidad, no hay tal cosa como una persona homosexual, así como
tampoco hay tal cosa como una persona heterosexual”. Es cierto que una firme
división natural entre ambas identidades ha resultado útil para los activistas de los
“derechos gay” de a pie, y no menos útil para el carácter distintivo que tal dinámica
de poder inspira en la era de los derechos civiles. Pero la mayoría de los teóricos
queer—y, en ese caso, la mayoría de los académicos en las humanidades y las
disciplinas sociales/conductuales hoy en día—reconocerán de buena gana que tales
distinciones son construcciones nacientes y no mucho más. Muchos en este grupo
aspiran a exponer la trayectoria falseada de la orientación sexual e, inspirados por
Nietzsche, deshacerla genealógicamente de una vez por todas.

Jonathan Ned Katz, un historiador de la sexualidad de la izquierda radical que
previamente ha enseñado en Yale y la Universidad de Nueva York, encapsula bien el
consenso contemporáneo de la teoría queer en La invención de la heterosexualidad
[The Invention of Heterosexuality], donde explica, “Hablo de la invención histórica de
la heterosexualidad para confrontar directamente nuestra suposición usual de una
heterosexualidad eterna; para sugerir el estatus inestable, relativo e histórico de
una idea y una sexualidad que usualmente asumimos fueron establecidas hace
mucho”. Como procede a argumentar, “Al contrario de la bio-creencia de hoy, el
binomio heterosexual/homosexual no está en la naturaleza pero es construido
socialmente y por lo tanto de-construible”.

Mi predicción personal es que veremos este par completamente deconstruido en
nuestras vidas. Pero desde mi punto de vista, los que defendemos la castidad
cristiana debemos ver el inminente fin de la división gay-hetero no como una
tragedia, sino como una oportunidad. Todavía más, quiero sugerir que debemos
hacer nuestro mejor esfuerzo para alentar la disolución de la orientación dentro de
nuestras propias esferas culturales dónde sea posible.

Por supuesto, dada nuestra inmersión en una cultura para la cual estas categorías
parecen tan innatas como el lenguaje, arrancarlas de nuestro vocabulario y
cosmovisión no será para nada una tarea fácil. ¿Así que por qué molestarnos?
Mientras no cometamos actos pecaminosos, ¿qué importa si las personas—
incluyéndonos a los cristianos—continúan identificándose como homosexuales o
heterosexuales?

Primero, dentro del esencialismo de orientación, la distinción entre
heterosexualidad y homosexualidad es una construcción que miente sobre serlo.
Estas clasificaciones se hacen pasar como categorías naturales, aplicables a todas las
personas en toda época y todo lugar de acuerdo con los objetos típicos de sus deseos
sexuales (aunque tal vez con más opciones disponibles para los más políticamente
correctos). Al no considerarse sencillamente como una invención accidental del
siglo diecinueve sino una verdad perenne sobre la naturaleza sexual humana, este
marco teórico se da aires, engañando a aquellos que adoptan sus etiquetas y
haciéndoles creer que tales distinciones valen más de lo que realmente valen.

Una segunda razón para dudar de que este esquema sea uno que nosotros los
cristianos debamos emplear de buena gana es que su introducción a nuestro
discurso sexual no ha incrementado notablemente las virtudes—intelectuales o
morales—de aquellos que emplean sus conceptos. Al contrario, ha resultado tanto
en oscuridad intelectual como en desorganización moral.

En cuanto a lo primero, el esencialismo de orientación ha logrado que la filosofía
ética en esta arena se vuelva casi imposible: ha reemplazado a los antiguos
principios maritales-procreativos de la castidad sin ofrecer ninguna alternativa que
no sea del todo arbitraria. La visión teleológica antigua daba cuenta de la moralidad
con base en la naturaleza racional-animal del hombre; en el área sexual esto
significaba evaluar los actos sexuales haciendo referencia al bien común del
matrimonio, el cual integraba la unión de los esposos y la procreación y crianza de
los hijos. El nuevo sistema heteronormativo, por otro lado, no puede dar razón de la
maldad de la sodomía entre el mismo sexo haciendo referencia a nada excepto a una
sensación de náusea condicionada y sin escrúpulos, que, al carecer de justificación,
se ha debilitado considerablemente con el paso del tiempo.

En cuanto al segundo resultado, desorganización moral, la exaltación de la
orientación ha desplazado (contraproducentemente) nuestra atención desde los
propósitos objetivos hacia las pasiones subjetivas. Ahora los jóvenes, por ejemplo,
frecuentemente se encuentran angustiados por su identidad sexual, absortos en un
intento por discernir su lugar en este diagrama de Venn supuestamente natural de
las orientaciones. Tales obsesiones producen más calor que luz y hacen que los
adolescentes (que ya están alborotados sexualmente) se enfoquen en discernir
dimensiones externas a su propia composición sexual. Esta auto-búsqueda se vuelve
incluso más innecesariamente angustiante para aquellos que disciernen en sí
mismos una “orientación homosexual”, ya que adoptan una identidad que se
distingue esencialmente por un conjunto de deseos sexuales que no pueden ser
moralmente cumplidos.

Hay una tercera razón para deshacerse de esta categorización, ésta es teológica: está
en desacuerdo con la libertada para la que Cristo nos ha liberado. Mi futuro superior
en la vida religiosa, el padre Hugh Barbour de los religiosos norbertinos, ha
ampliado esta idea en un ensayo en la revista Chronicles Magazine, titulado
“¿Existen los homosexuales? O, ¿a dónde vamos desde aquí?” Como argumenta el
superior, “La teología moral tradicional evaluaba actos, no generalizaba tan
insatisfactoriamente sobre las tendencias que llevan a dichos actos. Eso se dejaba
para la casuística sobre ocasiones de pecado y para la dirección espiritual. Si el
pecado es el robo, entonces ¿el estándar de evaluación es la cleptomanía? Si la
borrachera, ¿el alcoholismo? Si la pereza, ¿depresión clínica?” Incluso los cristianos
ortodoxos, escribe,

han caído en la costumbre de tratar las inclinaciones sexuales como
identidades. Pastoralmente, debemos predicar la libertad por la cual Cristo
nos ha liberado. Al tratar el pecado de la sodomía como prueba a primera
vista de una identidad, ¿acaso no estamos, bajo el disfraz de la compasión y la
sensibilidad, ayudando a atar al pecador a su inclinación pecaminosa, y de
esta manera colocando una carga que es demasiado pesada para moverse sin
quizás mover un dedo para cargarla?

Identificarse a sí mismo como “homosexual” tiende a multiplicar las ocasiones de
pecado para aquellos que adoptan la etiqueta, provocando, en palabras del superior,
una innecesaria “dramatización de la tentación”. Mientras que la infusión de las
virtudes teologales libera al cristiano, identificarse como homosexual sólo esclaviza
más al pecador. Esto intensifica la lujuria, una triste distorsión del amor, al
amplificar la aparente relevancia de los deseos concupiscentes. Fomenta una
autocompasión desesperada, dañando así la esperanza, la cual debe motivar las
virtudes morales. También motiva un fuerte sentimiento de merecimiento
[entitlement], el cual frecuentemente debilita la obediencia de la fe al exigir la
destitución de doctrinas que parecen reprimir “quien realmente soy”.

Existe un puñado de loables ejemplos contrarios a este patrón desalentador:
cristianos que se identifican a sí mismos como “cristianos gays” que son a la vez
virtuosos y fieles a las enseñanzas de la Iglesia. Pero dada la tensión inherente entre
la clásica narrativa cristiana y la versión moderna sobre orientación sexual, no
debería sorprendernos que los encomiables casos atípicos que intentan combinar
estas dos tradiciones discordantes sean la excepción en lugar de la norma.

El bautizar la identidad homosexual trae abundantes peligros prevenibles. Y, sin
embargo, cuando se trata de identificar el mayor mal efectuado por el dúo de la
orientación sexual, la homosexualidad no es la culpable. Es la heterosexualidad;
aunque, claro, no es que podamos tener una sin la otra. El aspecto más dañino del
sistema orientación-identidad es que tiende a exentar a los heterosexuales de una
evaluación moral. Si la homosexualidad nos ata al pecado, la heterosexualidad nos
ciega al pecado.

Sin duda existen algunos “heterosexuales” moralmente conscientes. No obstante,
como regla general, identificarse como persona heterosexual hoy equivale a
declararse a sí mismo como miembro del “grupo normal”, contra el cual deben
evaluarse todos los deseos y atracciones y tentaciones sexuales desviados. Así, esta
hetero-identificación da paso a una seguridad en sí mismo que es desmerecida y
patéticamente falta de sentido crítico, sin mencionar una medida inexacta para
evaluar la tentación.

Por supuesto, sí tenemos una norma modelo para evaluar la desviación sexual. Pero
ese modelo no es la heterosexualidad. Es Cristo Jesús mismo, el Dios-hombre que
perfeccionó la naturaleza humana y perfectamente ejemplificó dicha perfección,
aquel que “ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado”. Que el
auto-declarado heterosexual reemplace a nuestro Señor en esto es el colmo de la
locura.

Es cierto que la homosexualidad puede ser distinguida por una desesperación
inapropiada, al aceptar inclinaciones pecaminosas como constituyentes de la
identidad y de esta manera rechazar implícitamente la libertad adquirida para
nosotros con la sangre de Cristo. Pero la heterosexualidad, en sus pretensiones de
servir como la norma para evaluar nuestras costumbres sexuales, se distingue por
algo incluso peor: el orgullo, clasificado por Santo Tomás de Aquino como el mayor
de todos los vicios.

También hay razones prácticas para desconfiar de la heterosexualidad. Ya que
nuestro mundo post-freudiano asocia toda atracción física y todo afecto
interpersonal con el deseo erótico genital, la amistad íntima con personas del mismo
sexo y una apreciación casta por la belleza del sexo propio se han vuelto casi
imposibles de lograr. (A propósito, Freud fue uno de los arquitectos más influyentes
del cruel mito esencialista de la orientación.)

Para los “heterosexuales” en particular, acercarse a un amigo del mismo sexo acaba
pareciendo perverso, y conmoverse por su belleza se siente raro. Para evitar ser
tomada por gay, estos días mucha gente autoproclamada heterosexual—
especialmente los hombres—se conforma con asociaciones superficiales con sus
compañeros, reservando sólo para su pareja romántica la valiosa intimidad que
otrora caracterizaba tales relaciones castas del mismo sexo. Su orientación sexual
aparentemente normal les roba un aspecto esencial del crecimiento humano: la
amistad profunda.

Los usos más tempranos del término “heterosexualidad” dan mayor razón para
cuestionar si debiésemos celebrar la idea con demasiado entusiasmo. Es verdad que
incluso a finales del siglo diecinueve la etiqueta era empleada simplemente para
denotar “sexo normal”. Así es, claro, como todavía tendemos a usar “heterosexual” el
día de hoy, lo cual afirmo es una confusión trágica.

Pero otro significado prominente del término alrededor de cuando de inventó,
incluyendo el primer uso en inglés del que se tenga registro en 1892, continúa
informando nuestra torcida concepción de la sexualidad humana, aún cuando esta
definición secundaria ha caído en desuso desde entonces. En su definición
alternativa, la palabra no designaba “sexo normal”, sino más bien un estilo diferente
de sexo desviado, parecido a su contraparte homosexual en su indiferencia hacia la
procreación, pero distinguido por el objeto típico de sus inclinaciones lujuriosas.

La desafortunada historia de lo “heterosexual” que hemos elegido olvidar es que
esta palabra llegó al idioma inglés como una etiqueta para un desorden sexual
pervertido que se deleitaba en actos sexuales estériles. Dichos deseos eran
usualmente hacia aquellos del sexo opuesto pero incluso esa línea era borrosa,
porque como resultó, una vez que el propósito generativo del sexo había sido
amputado, con frecuencia importaba muy poco quién fuera el compañero de
masturbación mutua del heterosexual.

Nuestros antepasados cristianos estarían asombrados de nuestra complacencia con
la orientación sexual. La única razón por la que todo este programa no nos alarma a
nosotros como lo haría a ellos es que se nos ha indoctrinado sistemáticamente en él
desde la niñez, especialmente a los jóvenes adultos entre nosotros. Pero para tomar
algo análogo con lo que no tenemos tal familiaridad, consideremos cómo
reaccionaríamos si un tipo diferente de categoría se abriera camino en nuestro
vocabulario cultural.

La revista online Slate publicó un artículo titulado “¿Es el poliamor una decisión?”, el
cual argumentaba que, además de las inclinaciones hacia hombres o mujeres, podría
también haber orientaciones sexuales innatas e inmutables hacia la fidelidad y la
infidelidad. Dan Savage debe estar tan orgulloso.

Imagine si aquellas personas que anticiparan estar más satisfechas románticamente
con una exclusividad sexual comprometida comenzaran a identificarse como
“fieles”, mientras aquellos que generalmente se emocionaran más con la posibilidad
de una promiscuidad sexual sin límite comenzaran a identificarse como “infieles”.
¿Acaso no lo encontraríamos inquietante? ¿Especialmente cuando hombres y
mujeres cristianos comenzaran a adoptar la segunda etiqueta para sí mismos, e
incluso presentaran el hecho de que son “infieles” como una razón para no casarse,
ya que no se sentirían lo suficientemente realizados con la vida sexual a la que se
comprometerían mediante los votos maritales?

La “infidelidad” obviamente toma el lugar de la homosexualidad en esta analogía.
Pero ya sea que consideremos el número o el género de las parejas sexuales de
alguien, ¿cómo puede no asombrarnos cuando nuestros hermanos cristianos
adoptan una identidad para sí mismos que esencialmente se distingue de su
contraparte por nada excepto un estilo particular de tentación al pecado? Eso es lo
opuesto de la libertad cristiana. Por supuesto, todos hemos caído, somos tentados y
necesitamos ayuda divina. Pero mientras continuamos luchando contra estas
tentaciones pecaminosas, lo que nos ha sido dado en Cristo Jesús es la liberación de
las cadenas del pecado que nos reclama como suyos.

Ya no le pertenecemos a nuestras transgresiones. ¿Entonces por qué crear
identidades para nosotros mismos usando el pecado como un estándar? No me
importa qué tanto te pueda atraer la promiscuidad. Enfáticamente no eres “un
infiel”. Seguro, podríamos construir socialmente categorías que harían el hablar así
parecer algo obvio y connatural. Pero que el cristiano lo haga, o que participe de
buena gana en dicho esquema una vez que haya sido construido a su alrededor,
sería un grave error.

No soy mi pecado. No soy mi tentación al pecado. Por la sangre de Jesucristo he sido
liberado de esas ataduras. Tendré toda clase de identidades, de seguro,
especialmente en nuestra era locamente súper psicoanalítica. Pero por lo menos
ninguna de estas identidades debería estar esencialmente definida por mi atracción
a aquello que me separa de Dios.

El otro lado del escenario hipotético inspirado por Slate trae a la luz los males
característicos de la heterosexualidad. No obstante nuestra justificada
desaprobación de que haya cristianos que se identifiquen descorazonadamente
como “infieles”, ¿no habría algo incluso más absurdo y cruel en que se identificaran
presuntuosamente como “fieles”? Puesto de otra manera: El hecho de que mis
deseos eróticos tiendan hacia una sola persona en lugar de hacia un numeroso
grupo, ¿significa necesariamente alguna calidad moral inherente de parte mía? En
ese caso, ¿señala siquiera que mis deseos son virtuosos o—pienso que más
probablemente—sencillamente indica que en mi caso no estoy tan fuertemente
tentado por uno de muchos abusos potenciales de la lujuria? Como los así llamados
“fieles”, los individuos “heterosexuales” no son dechados de castidad sólo porque
evitan el tropiezo de moda.

Sin embargo, a pesar de lo ilógico de todo, la gente “hetero” todavía tiende a recibir
más ventajas sociales a razón de su etiqueta, por lo que el desmantelamiento del
esquema de orientación los amenaza mucho más de lo que amenaza a sus
contrapartes “gay” y “lesbianas”. Como Jenell Williams Paris del Messiah College
escribe en su libro El fin de la identidad sexual [The End of Sexual Identity], “Cimentar
la ética sexual sobre nuestra humanidad más que sobre las categorías
contemporáneas de identidad sexual…viene con un precio para los heterosexuales,”
porque “los coloca en el juego como jugadores en lugar de árbitros”. Por esa misma
razón, sin embargo, son los autoproclamados heterosexuales quienes pueden
resultar ser más efectivos en liderar nuestro casto asalto contra la orientación
sexual, sacrificando su protección poco cristiana de la heterosexualidad
[“straightness”] por el bien de la caritas in veritate.

Sin embargo, ya sea que los cristianos escojamos unirnos a la campaña o no, con el
paso del tiempo, la orientación sexual inevitablemente pasará de moda; nuestra
decisión es sencillamente si queremos sufrir la misma suerte. Una razón obvia para
su desaparición inevitable es que los sentimientos son considerablemente más
inconstantes de lo que aquellos primeros agitadores psicosexuales creyeron. La
evidencia empírica muestra que sus rígidas categorías terminan siendo
radicalmente insuficientes.

Un segundo factor en la inevitable ruina de la orientación sexual es que dichas
categorías hetero/homo no pueden lógicamente servir como fundamento para las
normas sexuales que originalmente debían sostener. Los primeros partidarios del
esencialismo de orientación no podían siquiera ofrecer una razón de principios por
la cual preferir la heterosexualidad sobre la homosexualidad, el eje de su posición.
Sin más que una sensibilidad heredada y unos decretos arbitrarios, sus medidas
heteronormativas fallaron, mientras que su predecesor procreativo había triunfado
por siglos al ofrecer razonamientos sólidos para las reglas.

El fracaso filosófico ha condenado el proyecto de orientación a lo largo de su
existencia. Puesto que el inadecuado estándar heteronormativo dejó enteramente a
un lado aquellas ocasiones de lujuria entre sexos opuestos, pecados previamente
considerados mortales—tales como masturbación, pornografía, fornicación,
anticoncepción y sodomía hombre-mujer—fueron siendo gradualmente tolerados.
Sin embargo, una vez suprimidos todos esos preceptos, comprensiblemente, el
insistir en las prohibiciones sodomíticas del mismo sexo comenzó a parecer algo
inconsistente y por ende discriminatorio. La estructura de orientación esencialista,
que supuestamente sería una defensa segura contra el libertinaje homosexual, se
convirtió así en el arma más poderosa en el arsenal de éste.

Lo cual nos trae a la última, quizá la más sorprendente, razón por la cual la
orientación sexual se derrumbará: ya casi ha agotado su utilidad política, la cual
siempre tuvo una fecha de caducidad. El plan de los conservadores morales del siglo
diecinueve para la orientación sexual resultó contraproducente, por supuesto: lo
que se suponía que serían condiciones psiquiátricas normativamente desiguales se
transformaron en identidades psicológicas moralmente indistinguibles.

Pero al liberalismo tampoco le queda mucho que extraer de ella, pues, entre Romer y
Lawrence y Windsor y la Ley de No Discriminación en el Empleo [ENDA, por sus
siglas en inglés: Employment Non-Discrimination Act], quedan muy pocos asuntos
de “derechos gay” por resolver. Puede que a la orientación sexual aún le queden
algunos años de capital político, pero muchos progresistas ya se jactan de que
podrían descartar el absurdo mito de las categorías naturales y todo estaría bien,
habiendo iniciado una irresistible ola liberalizante que continuará velozmente con o
sin dicho mito. Tarde o temprano, los dictados de los teóricos queer también serán
ortodoxia cultural.

Aunque espero que Foucault resultará un aliado extraño para muchos pensadores
cristianos conservadores, quiero sugerir que nuestra aprobación de la izquierda
radical en este asunto debería ser entusiasta, si bien también debe estar
cuidadosamente circunscrita. Básicamente, deberíamos unir con gusto nuestras
voces a las de los teóricos queer posestructuralistas en sus vigorosas críticas a los
ingenuos esencialistas de la orientación sexual, quienes erróneamente piensan que
“hetero” [“straight”] y “gay” son clasificaciones naturales, neutrales y perennes.

Su historicismo desencantado les otorga a estos genealogistas sexuales una posición
única para desentrañar los engaños de la orientación sexual. Sin embargo, aunque
nosotros los cristianos no los necesitamos de manera fundamental, puede que
accidentalmente resulten sernos de gran utilidad en este momento. Irónicamente,
quizá estos izquierdistas radicales sean los únicos que puedan sanar la ceguera que
neciamente nos hemos infligido a nosotros mismos al adoptar acríticamente el
lenguaje de la hetero- y homosexualidad.

No obstante, aunque podemos y debamos avalar el diagnóstico de los teóricos queer
sobre la absurdidad de nuestras categorías sexuales contemporáneas, no podemos
respaldar la solución que proponen. Jonathan Ned Katz, Hanne Blank y los teóricos
queer contemporáneos en general buscan deshacer el rígido esquema de la
orientación precisamente porque creen que esto les dará la libertad y el poder para
hacer, deshacer y rehacer su sexualidad como les plazca.

Quieren derribar estas construcciones sociales fallidas, no para que algo mejor
pueda ser construido en su lugar—o quizá redescubierto entre los escombros—,
sino porque esperan alcanzar un grado aún mayor de libertinaje sexual que el que
ya existe hoy, incluso si para ello hay que avalar una miserable especie de nihilismo
sexual. Siguiendo a Dostoievski, estos radicales quisieran creer que si la orientación
no existe, entonces todo está permitido.

El cristiano no puede seguirlos tras ese miserable camino, claro está. Pero tampoco,
creo yo, puede permanecer satisfecho con la engañosa y condenada taxonomía de la
orientación. Tomen nota: los teóricos queer pronto conseguirán desmantelarla.
Incluso nuestra cultura popular comienza a mostrar señales de estrés en esto. La
creciente lista de orientaciones demuestra la insuficiencia de aquellas discretas y
prolijas categorías. El ahora familiar concepto de “hasbian” [una ex-lesbiana que se
ha vuelto hetero- o bisexual] sugiere que estas identidades son mucho menos
estáticas de lo que se nos hizo creer inicialmente (piensen, por ejemplo, en nuestra
nueva primera dama ex-homosexual de la Ciudad de Nueva York).

La cuestión es, una vez que la estructura de orientación sexual colapse, ¿qué tomará
su lugar? ¿La ética nihilista del “todo se vale” de los teóricos queer o la perspectiva
cristiana clásica de la cual todo esto es un alejamiento, la perspectiva que toma el
principio marital-procreativo como su fin y organización, evaluando las pasiones
contra la naturaleza en lugar de la naturaleza contra las pasiones?

El rol del defensor de la castidad cristiana de hoy, yo alego, es disociar a la Iglesia del
falso absolutismo de la identidad basada en la tendencia erótica, y redescubrir
nuestros propios fundamentos antropológicos para las máximas morales
tradicionales. Si no queremos ser arrollados junto con los esencialistas de
orientación modernos, entonces necesitamos recordarle al mundo que de todas
formas nuestra ética sexual nunca tuvo un lugar en el esquema moderno, por lo cual
el deshacernos del esquema no tiene por qué llevarnos a un libertinaje nihilista
posmoderno. Hay un suelo más firme en la tradición cristiana clásica. En efecto, me
parece que es el único lugar que queda.

La Biblia nunca le llamó abominación a la homosexualidad. No podría haberlo
hecho, pues como hemos visto, el Levítico antecede cualquier concepto de
orientación sexual por al menos unos dos mil años. Lo que la Escritura condena es la
sodomía, sin importar quién la cometa o por qué. Y, sin embargo, como he estado
diciendo, hoy día la homosexualidad merece la etiqueta abominable, al igual que la
heterosexualidad.

En cuanto a la moral sexual, hemos llegado al punto en el cual ya no nos basta con
criticar las pobres respuestas de la modernidad. Como nuestro Señor en los
evangelios, también debemos corregir las paupérrimas preguntas. En lugar de
batallar para articular cómo vivir como un “cristiano homosexual”—o, en todo caso,
la pregunta aún más problemática de cómo vivir como un “cristiano heterosexual”—
deberíamos enseñarles a nuestros hermanos cristianos (especialmente a aquellos
adolescentes en formación) que no vale la pena emplear esas categorías.

Ellas son inventos recientes, totalmente ajenos a nuestra fe, insuficientes para
justificar normas sexuales y antitéticas a una auténtica antropología filosófica. Ha
llegado la hora de erradicar a la orientación sexual de nuestra cosmovisión tan
sistemáticamente como podamos, con toda la prudencia debida a casos particulares
complicados, claro.

Si el papa Francisco tiene razón en que contextualizar nuestro discurso moral es un
prerrequisito necesario para resultarles convincentes—o incluso inteligibles—a
nuestros interlocutores, entonces abandonar la heteronormatividad y resucitar
nuestra propia tradición de castidad teológica-familiar es la única manera de
explicar adecuadamente la ética sexual cristiana.

Michael W. Hannon se prepara para entrar a la vida consagrada con los norbertinos
de la Abadía de St. Michael en el condado de Orange, California.






















[traducción por Carlos D. Villamayor Ledesma]

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