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Erupciones de sentido en el océano de las ondas

(siete argumentos contra el arte radiofónico)

Las artes, como es sabido, se llevan muy mal con las definiciones. Seguramente ello
esté relacionado con el hecho de que definir tiene mucho que ver con poner fin, con fijar
un límite para el significado de algo. Y cuando ese algo presenta la vocación de apertura
y de libertad que solemos atribuir (al menos desde hace cuatro o cinco siglos) a la
actividad artística, el propósito de limitarlo —esto es, de definirlo— deviene
problemático.

Una de las mejores cosas que se pueden hacer ante un problema, como también se sabe,
es evitarlo. Bordearlo, pasar a su lado, dejándolo atrás. En otras palabras, no
considerarlo como un problema o, más pomposamente, desactivar su problematicidad.
Pero esta opción es, a su vez, difícil de compatibilizar con otro de nuestros vicios (que,
casualmente, también lleva acompañándonos —en su forma actual— al menos cuatro o
cinco siglos), el que consiste en buscar, de un modo que nos gusta llamar científico,
explicaciones para ciertas cosas.

Cuando se trata de explicar obras como las que componen el archipiélago sonoro de
Islas Resonantes (y no es descartable que el lector espere algo así de un texto como el
que tiene ante sus ojos) nos enfrentamos, muy directamente, al problema mencionado.
¿Cómo definir esas obras? Ubicados en esta incómoda tesitura, un posible modo de dar
respuesta a esa pregunta nos llevaría a buscar aquellas características compartidas por
todas las mencionadas obras; esto es, identificar los rasgos comunes que, en primer
lugar, nos permitan establecer qué une a todas esas realizaciones para, a continuación —
y si lo primero ha salido bien—, poder determinar qué matices distinguen cada una de
esas obras de las demás.

La primera cuestión es, desde luego, muy básica (o, por decirlo más generosamente,
fundamental), y por ello también más interesante. Hemos transformado la pregunta
inicial en esta otra: ¿Qué tienen en común estas obras? ¿En qué se parecen Una hora,
esa suerte de radio-drama elaborado por Michael Fahres, y la exploración
(electro)acústica de la isla de la Gomera que Alessandro Bosetti ha titulado Campanas?
¿Cuáles son los elementos compartidos por el lento y agónico recorrido sonoro de
Agnieszka Waligórska y Pekka Sirén en Achinech, por la irónica descripción del
turismo que nos ofrecen los Crowded Deserts de Christina Kubisch y por ese otro viaje,
esta vez entre Gran Canaria y Lanzarote, que nos propone Guillermo Lorenzo en su
Nido de Estrellas Atlánticas1? ¿O qué tiene que ver la (psico)geografía imaginaria que
trazan Concha Jerez y José Iges en Las Palmas, teatro de presencias y de ausentes con
la contundente composición algorítmica Canto de piedra, de José Manuel Berenguer?

Una respuesta fácil, y casi absurda de tan obvia, es que todas estas obras suenan. Ello
podría servir para definirlas como obras de arte sonoro (no entraremos aquí en intentar
1
Aunque en este ensayo no podemos ocuparnos de ello en profundidad, apuntemos la posibilidad de
agrupar estas tres obras, dentro de Islas Resonantes, en algo que —no sin ironía— cabría denominar
como “tríptico turístico”.
precisar qué pueda ser, en este caso, “arte”, pues ello nos llevaría demasiado lejos;
aceptemos, simplemente y de momento, la hipótesis). Esa categoría estética, la de arte
sonoro, precisamente surgió para dar cabida a aquellas manifestaciones artísticas —a
menudo realizadas por artistas poco o nada relacionados con la composición musical—
que tenían un difícil encuadre bajo las definiciones más tradicionales de música. Se
notará, por tanto, que el concepto de arte sonoro no tiene, en sí, demasiado contenido, ni
nos da demasiadas pistas acerca de las obras que, como en el caso de Islas Resonantes,
pueden agruparse bajo esa denominación.

En un afán de estrechar un poco más la categorización de las piezas que aquí nos
ocupan, surge la noción de arte radiofónico. Pero nos tememos —y ahora cobra sentido
el subtítulo de este texto— que si la adscripción de estos trabajos al ámbito del arte
sonoro no nos proporcionaba suficientes datos acerca de las obras como para hacernos
una idea mínimamente cabal de las mismas 2, su definición como obras de arte
radiofónico podría, por el contrario, constreñir en exceso el abanico de posibilidades
significantes de estas creaciones.

Decimos esto —esperando, claro, que no se nos interprete mal— porque existe un
riesgo claro de que, al acuñar un concepto como el de arte radiofónico, esa voluntad
clasificatoria y cientificista a la que nos referíamos al principio llegue a proyectarse
sobre el hecho creativo, empobreciendo y limitando —ya sabemos que éste es el destino
de las definiciones— sus posibilidades.

Podemos interpretar la adscripción de una obra a la categoría de arte sonoro como la


recomendación de que no conviene escuchar esa obra de la misma forma que
escucharíamos una pieza musical3. Pero, ¿qué deberíamos deducir de la pertenencia de
una determinada obra a la categoría de arte radiofónico? ¿Implica que deberíamos
activar, como oyentes, unos mecanismos de escucha similares cuando se nos presenta el
lento oleaje —sólo un poco más articulado que el ruido blanco— del inicio de
Achinech, cuando el mar de Campanas chapotea al ritmo de la palabra de Alessandro
Bosetti, y cuando de las aguas retratadas por Christina Kubisch en Crowded Deserts
emerge la letanía de un coro fantasmagórico?

Afirmar que Achinech, Campanas y Crowded Deserts son obras de arte radiofónico
equivale, en cierto sentido, a decir que en ellas suena el Océano Atlántico. Y por ello,
cuando uno comprueba cuán distintas son sus respectivas resonancias atlánticas, se
pregunta si la denominación de arte radiofónico es verdaderamente más informativa
que, pongamos por caso, la de arte oceánico.

Quizá cada una de esas obras —o, mejor, cada uno de los pasajes mencionados— exija
de nosotros un tipo de escucha diferente. Y quizá calificar esas distintas formas de
2
Nótese cómo la noción de “arte sonoro” puede hacer referencia igualmente a una instalación, a un
poema, a una performance o, por sólo poner otro ejemplo, a una realización de arte conceptual.
3
Qué se puede entender como “escucha musical” y qué no es otro problema del que aquí no podemos dar
cuenta. Valga apuntar que el autor de estas líneas, por no tener nada claros los límites de la mencionada
“escucha musical”, prefiere referirse a las elaboraciones que normalmente se adscriben al arte sonoro (y,
por extensión, a las obras de Islas Resonantes) como, simplemente, música.
escucha como radiofónicas sólo deba servirnos como un indicio de su naturaleza
esencialmente diversa, multiforme, heterogénea… Pero si radiofónico se entiende, en
cambio, como algo más que ese indicio, habremos incurrido en el riesgo descrito
anteriormente, y estaremos reduciendo las posibilidades significantes de unas obras que,
por lo demás, a menudo recibiremos a través de canales distintos de los que
tradicionalmente denominamos radiofónicos (en soporte CD, a través de podcast, de
streaming…). Mantener la denominación de arte radiofónico como un mero índice del
carácter heteróclito de las obras arracimadas bajo ese epígrafe (e incluso, según
acabamos de comprobar, como un índice de la diversidad de medios técnicos concretos
mediante los cuales podemos acceder a esas obras) sí puede ayudarnos a dejar abiertos
nuestros oídos, y puede también recordarnos que existen tantas formas de escuchar un
sonido (¡radiofónico o no!) como de bañarse en el Océano Atlántico.

No sólo cabe describir como diversos los modos de escucha y los medios técnicos a
través de los cuales nos llegan esas obras que —una vez salvadas las confusiones—
llamaremos radiofónicas. Los materiales sonoros presentes en los trabajos realizados
para Islas Resonantes también dan cuenta de esa pluralidad característica de lo
radiofónico y, de hecho, resulta imposible analizar estos materiales como algo distinto
del abanico de modos de escucha propuestos por cada pieza.

Pongamos un ejemplo para explicar lo anterior. De igual modo que más atrás nos
referimos a varios pasajes de distintas obras en los que sonaba el Océano Atlántico,
ahora podríamos aludir, por ejemplo, a la utilización de la palabra en otras tantas piezas
de Islas Resonantes. Y análogamente, si respecto a aquellos materiales acuáticos lo
primero que había que explicar es que en cada caso esos sonidos suscitaban un tipo de
escucha diferente, al referirnos a la palabra —o, más ampliamente, a la voz— como otro
de los materiales frecuentemente utilizados en las obras que nos ocupan, sólo cabe
afirmar algo muy parecido. Aunque el caso merece algunas matizaciones, que por lo
demás pueden servirnos para profundizar en la comprensión del presunto carácter
radiofónico de estas piezas.

La palabra ha venido siendo el material sonoro más frecuentemente radiado en todo el


mundo desde los inicios de este medio hasta nuestros días. A partir de esta constatación,
cabe preguntarse si existe algo así como la palabra radiofónica, esto es, una forma de
articulación lingüística (y, correlativamente, de escucha) propia de la radio. Pensamos
que una categoría como esa de palabra radiofónica sólo tiene sentido si, de la misma
forma que nos referíamos al arte radiofónico como un particular modo de apertura de la
escucha, entendemos por palabra radiofónica algo análogo: una palabra que se abre
hacia otra cosa, una palabra que deja de ser palabra para convertirse en algo
heterogéneo, una palabra límite (en el doble sentido de esta expresión: palabra limítrofe
y palabra llevada a su límite).

Todo esto se evidencia con claridad en Las Palmas, teatro de presencias y de ausentes,
la obra de Concha Jerez y José Iges creada para Islas Resonantes. El repertorio de voces
que transitan esta composición abarca, por sólo recordar dos momentos, desde un
conjunto de niños —debidamente aleccionados por una pedagoga— que vociferan
enérgicamente la palabra “CAAM”, hasta la voz del propio José Iges, que en un pasaje
de la obra comienza a preguntar a su alrededor, cada vez más desesperado, por la
ubicación del Auditorio Alfredo Kraus.

La referencia a la voz de José Iges, sin duda una de las más conocidas entre los oyentes
de radio españoles, se hace especialmente pertinente cuando intentamos perfilar el
concepto antes esbozado de palabra radiofónica. Pues esta expresión —entendida
dentro del marco del arte radiofónico— debe referirse a un tipo de voz que no es el que
solemos escuchar cotidianamente en la radio, a una voz distinta de la normal (esto es, la
que se ajusta a la norma, a la convención). La que escuchamos en Las Palmas, teatro de
presencias y de ausentes no es la misma voz con la que Iges nos ha retransmitido el
Festival de Bayreuth; las palabras que incorpora en su obra, al igual que las de los niños
del CAAM, se escapan del marco convencionalmente establecido como radiofónico. De
manera similar, cuando Christina Kubisch nos presenta —al comienzo de Crowded
Deserts— una voz canaria que nos relata cómo se prepara el mojo picón o, algo más
adelante, cuando reconstruye la típica conversación de bienvenida a un extranjero en la
recepción de un hotel de Fuerteventura, no estamos ante palabras como las que
habitualmente suenan en los reportajes radiofónicos, y es difícil evitar una mueca de
ironía ante la escucha de esa singular caracterización de “lo turístico” realizada por la
artista sonora alemana.

La palabra radiofónica también se encarna muy claramente en Campanas, donde


Alessandro Bosetti —hablando más cerca del micrófono de lo que los “buenos usos
radiofónicos” recomiendan— se nos presenta como una suerte de consciencia sonora de
cada oyente. Y tan íntima resulta esa relación de la palabra radiofónica de Bosetti con
quienes le escuchamos como la que guarda con los otros materiales por él empleados en
la pieza (recuérdese ese chapoteo sincrónico del mar, que indefectiblemente salpica a
unas palabras que, además de radiofónicas, devienen líquidas). Por su parte, Guillermo
Lorenzo introduce, ya desde el título de su obra, otro de los posibles atributos de la
palabra radiofónica; en Islote de susurros esa figura que se parece a la de un narrador,
pero que se presenta con un vigor poético inusitado, amplifica —valga la contradicción
— las posibilidades expresivas del verbo radiofónico.

Vociferante, desesperada, irónica, líquida, susurrante… Todos estos adjetivos pueden


aplicarse a lo que aquí estamos llamando palabra radiofónica. Pero en Islas Resonantes
encontramos aún un ejemplo más radical de esta categoría estética. En Una hora, de
Michael Fahres, algunas de las voces participantes en la dramaturgia sonora no
pertenecen —como resulta claro desde una primera escucha— a actores profesionales.
Esto podría, desde luego, entenderse como un defecto o un problema de la obra; desde
la perspectiva que sostenemos aquí, sin embargo, el hecho de que esas palabras de Una
hora estén desajustadas respecto a las convenciones que tácitamente regulan lo que
debe ser una obra de teatro radiofónico sirven para desmarcar el trabajo de Fahres
respecto a esa categoría, para insertar un distanciamiento casi brechtiano entre el oyente
y la narrativa que se le presenta, y para catapultar la obra hacia algo que —a falta de
otra denominación más apropiada— podemos llamar arte radiofónico.

La palabra radiofónica desaparece, casi totalmente, en Achinech —donde los rescoldos


de presencia humana quedan reducidos a unos pasos quejumbrosos y jadeantes, y a unas
voces desdibujadas, a menudo infantiles, que se entremezclan con ladridos de perros y
el gorjeo de unos pájaros4—, y completamente en Canto de piedra —pues aquí es el
número, el algoritmo, el que moldea los timbres electrónicos de la pieza—. La
propuesta de Berenguer es, dentro de Islas Resonantes, sin duda la que más se aleja de
las convenciones radiofónicas al uso5. Por ello, y desde la perspectiva sostenida en las
páginas anteriores, puede considerarse una obra paradójicamente ejemplar de lo que
puede llegar a ser el arte radiofónico.

Esta expresión nos ha seguido acompañando hasta el final de nuestro viaje, y al lector
no se le escapará que hemos fracasado (como era de prever) en el intento de definir la
presunta categoría estética que debería aglutinar pacíficamente las obras que conforman
el proyecto Islas Resonantes. Esperamos, no obstante, que ya que estas páginas no
admiten ser leídas como un diccionario, quizá sí puedan recibirse como un mapa, como
una torpe carta de navegación que —al menos— facilite la orientación (o, según sus
gustos, el extravío) entre los sonidos de las obras comentadas. Como cualquier mapa,
este texto bien podría haber terminado un poco más atrás, o seguir algo más allá, pero lo
que confiamos haber dejado claro es la escasa conveniencia de ponerle puertas al mar (y
menos al Océano Atlántico).

4
Acaso convendría plantearse si “la lengua de los pájaros” (sobre la que tan sabiamente escribió José
Ángel Valente) puede ser considerada una forma de palabra radiofónica, ya que similares gorjeos
aparecen también en las obras de Kubisch, Bosetti, Jerez/Iges y Lorenzo.
5
Canto de piedra también se distancia de los planteamientos más habituales del paisajismo sonoro
(cuestión que se desarrolla en el ensayo de José Luis Carles incluido en este mismo volumen), y cabe
recordar que el planteamiento estético de Berenguer ni siquiera exigió su presencia en la isla de La Palma.

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