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Miguel Álvarez-Fernández
Entre 1967 y 1974 se publicó en Madrid, con una periodicidad no del todo
predecible, la revista SONDA. Los siete números que llegaron a editarse llevaban como
subtítulo “Problema y panorama de la música contemporánea”. Los coordinadores de la
publicación eran un joven llamado Tomás Marco —que en el 67 contaba 25 años— y
Ramón Barce —que entonces ya tenía 39—1. Las nutridas páginas de la revista SONDA
aglutinaron artículos ciertamente variados: desde repasos a la actualidad musical de
países como Argentina, Rumanía, Yugoslavia o Brasil, hasta análisis de obras como el
Coral hablado de Barce2 o Jabberwocky de Tomás Marco3, pasando por artículos donde
se expresaban ideas como éstas:
Resulta curioso, hoy, leer estas palabras de Ramón Barce (1928-2008), quien a
partir de los años siguientes a la publicación de las líneas citadas no hizo sino
aproximarse, cada vez más, a las plantillas instrumentales y —por extensión— a los
modelos compositivos más propios de la tradición postromántica (orquesta sinfónica,
cuarteto de cuerdas, piano, etc.), en clara contradicción con lo apuntado en las palabras
publicadas en SONDA5. Tomás Marco (nacido en 1942), por su parte, también se
1
En los dos últimos volúmenes de la revista, que conformaron algo así como una segunda y breve etapa,
la coordinación fue desempeñada por Ramón Barce, Ricardo Bellés y Ricardo Parada. La revista SONDA
fue reeditada a finales de 2009, en versión facsímil, por el Centro de Documentación de Música y Danza
del Ministerio de Cultura, en edición a cargo de Antonio Álvarez Cañibano.
2
Composición sobre la que Llorenç Barber recientemente ha escrito lo siguiente: “De igual modo que
Los Holas de Juan Hidalgo devino una obra-madre para las músicas-acción, el Coral Hablado [sic] de
Barce lo fue para las músicas habladas. [...] De hecho, la idea de Flatus Vocis Trío es hija espuria de este
coral, como en ciertos momentos lo puede ser Accidents Polipoètics”. Llorenç Barber y Montserrat
Palacios, La mosca tras la oreja. De la música experimental al arte sonoro en España, Madrid,
Fundación Autor, 2010, p. 162.
3
Sobre las relaciones entre Jabberwocky y los trabajos de Fluxus y ZAJ, véase Marta Cureses de la Vega,
Tomás Marco. La música española desde las vanguardias, Madrid, ICCMU, 2007, pp. 155 y ss. (en
especial, cf. el apartado titulado “La prolongación de Fluxus en el teatro musical de Tomás Marco”, ibíd.
pp. 179 y ss.).
4
Ramón Barce, “Las cuatro estaciones” en SONDA, op. cit., vol. 1, octubre de 1967, p. 17.
5
De la misma manera, y en lo que respecta a los modos de representación visual de su propia música,
Barce también iría sustituyendo el carácter experimental de los audaces grafismos que él mismo analizaba
en otro artículo de SONDA (“Grafización”, en SONDA, op. cit., vol. 2, febrero de 1968, pp. 11 a 18) por
mostraba —en aquellos años— muy crítico con las condiciones de difusión de la música
heredadas del siglo XIX, al tiempo que elogiaba la respuesta estética puesta en práctica
por los miembros del grupo ZAJ como alternativa ante esas condiciones:
¿Cómo es posible, entonces, que Marco no haya dejado de cultivar —en los años
posteriores a ese texto, y hasta la fecha— la práctica del “concierto”, en el sentido más
decimonónico y conservador que en nuestros días puede alcanzar esa expresión? ¿Y
cómo se explica que, durante los años en que Tomás Marco dirigió el Centro para la
Difusión de la Música Contemporánea -CDMC- del Ministerio de Cultura —una etapa,
entre 1985 y 19957, que ha pasado a la historia como “los años del marcotráfico”—,
esos autores elogiados por Marco en el pasaje citado (Hidalgo, Marchetti), al igual que
muchos otros vinculados a ZAJ y a las músicas más experimentales, no tuvieran
presencia alguna (o muy escasa) dentro de las actividades organizadas por el CDMC?
Entre esos apoyos —no sólo importantes desde un punto de vista económico,
sino también en un plano simbólico— que en otros lugares del mundo se proporcionaba
a las músicas experimentales y a las nuevas formas de creación sonora (y no únicamente
a los planteamientos más academicistas, como sucedía en España) figuraba, en un plano
destacado, el de la universidad. Mientras en países como Alemania surgían figuras
como la de Helga de la Motte-Haber (nacida en 1938), dedicada a estudiar —desde la
Musicología— esas nuevas formas de arte sonoro, en España todavía hoy parece
incontrovertible que el objeto de estudio de un musicólogo serio debe ser, claro, una
partitura (o, en todo caso, una música susceptible de ser codificada en forma de
partitura).
Así, nos encontramos que desde hace ya varias décadas han ido apareciendo
artistas, procedentes de las más variadas disciplinas, que han desarrollado parte de su
labor creativa utilizando el sonido como medio de expresión. Pero los musicólogos,
aparentemente, no tenemos nada que aportar al respecto. En los planes de estudio de
Musicología —o en las revistas y congresos especializados en esta disciplina— no hay
aún sitio para reflexionar, por ejemplo, sobre las instalaciones sonoras, o sobre el arte
radiofónico, o sobre la poesía sonora, por sólo poner unos pocos ejemplos.
Acoger como objeto de estudio esas manifestaciones artísticas que (para no herir
los sentimientos de los músicos más reaccionarios) hemos dado en agrupar bajo el
difuso concepto de “arte sonoro” exige ampliar nuestra mentalidad como científicos. Al
menos, lo suficiente como para reconocer que la ampliación del concepto de música
derivada del pensamiento de autores como Cage provoca, en muchos casos, que las
propuestas estéticas relacionadas con lo sonoro lleguen a ubicarse en terrenos
aparentemente más próximos a otras artes que a la música, entendida ésta en un sentido
tradicional. Esta flexibilización de las fronteras entre las artes exige que el musicólogo,
antes de comenzar el estudio de una manifestación musical contemporánea cuyos
fundamentos salpiquen otras disciplinas artísticas, necesite partir de una idea amplia
acerca de los límites de su área de trabajo, es decir, de su idea de música.
La confusión reflejada en estas líneas proviene, qué duda cabe, del incoherente
legado teórico de algunos “músicos de vanguardia” como aquellos citados al inicio de
este texto. Pero si analizamos con rigor la evolución del pensamiento musical en el
último siglo, observaremos que ya no tiene sentido marcar una diferencia entre “sonidos
musicales” y “sonidos no musicales”. La música, hoy, comprende todos los dominios de
lo sonoro (y mucho más, desde luego). Y pensar que hoy solamente crea música quien
emplea “un complejo instrumental surgido en otra época” (como escribía, en su
momento, Barce), y la presenta a través de esa “institución típicamente decimonónica”
que es el concierto (tal y como denunciaba Tomás Marco) es, sencillamente, un error.
Las preguntas que hoy se formula un músico preocupado por la contemporaneidad
difícilmente pueden encuadrarse en el formato concierto, ni expresarse a través de un
dispositivo orquestal, y tal vez tengan más que ver con cuestiones como las que, ya en
2001, apuntaba David Toop en un artículo de la revista The Wire:
“(L)a relación del compositor con el público, por ejemplo, o el uso de la aleatoriedad y
el accidente en la creación musical; la construcción de sistemas de retroalimentación o
de mecanismos adaptativos que afectan al sonido; la renuncia al control sobre el
resultado sonoro de la obra musical; la generación de música a partir de modelos de
ecosistemas y entornos de similar complejidad y la activación de eventos que
cuestionan la definición de música como una producción cultural distinta del ruido o
del sonido no organizado por la actividad y la intencionalidad humanas”9.
8
Javier Ariza, Las imágenes del sonido. Una lectura plurisensorial en el arte del siglo XX, Cuenca,
Universidad de Castilla-La-Mancha, 2003, p. 12.
9
David Toop, “The Generation Game: Experimental Music and Digital Culture”, en Audio Culture.
Readings in Modern Music, ed. por Cristoph Cox y Daniel Warner, Nueva York – Londres, Continuum
Books, 2004, pp. 240 y 241.
El descuido (o, más bien, el rechazo) institucional profesado en España hacia
estas “otras” formas de música, unido a la complicidad de determinadas figuras (que tal
vez hayan acumulado más poder y capacidad de decisión política de la que hubiese sido
recomendable), sin duda ha influido en que el principal impulso recibido por estas
prácticas artísticas haya provenido de especialistas en Historia del Arte o Bellas Artes
(con todos los problemas que la falta de una perspectiva musicológica sobre el asunto
pueda acarrear). Posiblemente el talante y actitud abierta ante el hecho creativo que se
profesa habitualmente desde estas disciplinas — a diferencia de lo que aún sucede en el
ámbito de la Musicología— también tenga, en este sentido, su importancia.
Así, si repasamos los hitos principales en este campo durante las dos últimas
décadas, encontraremos que Douglas Kahn (un historiador del arte posteriormente
especializado en las media arts) y Gregory Whitehead (artista radiofónico) publicaron
en 1992 el libro Wireless Imagination. Sound, Radio and the Avant-Garde, que
representó un hito fundamental en este área de trabajo. Los textos allí recopilados
analizaban obras de autores como Marinetti, Cage, Artaud, Dziga Vertov o William
Burroughs, entre otros10. Unos años después, en 1999, el mismo Douglas Kahn presentó,
de una forma más elaborada, una propuesta teórica que —en la medida en que un
discurso deliberadamente posmoderno puede permitírselo— argumenta a favor de una
serie de tesis concretas. Como indica su subtítulo, Noise, Water, Meat. A History of
Sound in the Arts explora el concepto de sonido a través de diversas manifestaciones
artísticas (no exclusivamente “musicales”) a lo largo del siglo XX. Un concepto de
sonido, además, que se expande hasta englobar
10
Douglas Kahn y Gregory Whitehead, Wireless imagination. Sound, radio and the avant-garde,
Cambridge (Mass.), MIT Press, 1992.
“sonidos, voces y la auralidad [aurality] – todo lo que pueda incluir o conectarse con
los fenómenos auditivos, bien en forma de eventos sonoros o audibles, o de ideas sobre
el sonido y la escucha; sonidos efectivamente escuchados o escuchados a través del
mito, la idea o la implicación; sonidos escuchados por todos o imaginados por una sola
persona; o sonidos fundidos con otras percepciones sensoriales”11.
En estas palabras puede observarse una concepción amplia del fenómeno sonoro,
sin duda deudora de los planteamientos estéticos de John Cage y su escuela. Junto a
estas publicaciones, y todavía en la década de los noventa, otros textos también se
ocuparon de estudiar la dimensión sonora de diversas manifestaciones artísticas no
necesariamente relacionadas con la tradición musical (pero susceptibles —ésta es la
tesis del presente artículo— de un análisis musicológico). La recopilación de ensayos
Sound States. Innovative Poetics and Acoustical Technologies, aparecida en 1997 y
editada por Adalaide Morris (profesora de Literatura, no de Musicología), trataba el
trabajo de un amplio conjunto de autores, desde James Joyce y Ezra Pound, hasta Cecil
Taylor y Henri Chopin12.
La reflexión sobre lo sonoro, entendida desde una perspectiva tan amplia como
la que se intenta plantear aquí, también ha encontrado un fértil marco teórico —que sin
duda puede enriquecer cualquier reflexión musicológica— en el campo de los estudios
sobre el arte radiofónico. La radio, que ya estaba presente en el título del primer texto de
Kahn y Whitehead anteriormente mencionado, generó muy tempranamente un
importante cauce reflexivo a través del cual discurrió el pensamiento de artistas y
pensadores fundamentales para cualquier aproximación musicológica hacia el arte
sonoro. Desde la obra Radio de Rudolf Arnheim, de 1936, hasta el colosal Re-Inventing
Radio. Aspects of Radio Art, editado por Heidi Grundmann y Elisabeth Zimmermann,
entre otros, y aparecido en 2008, y pasando por Experimental Sound & Radio,
publicado en 2001 por Allen S. Weiss, o por la completa recopilación Radio Rethink.
Art, Sound and Transmission, editada por Daina Augaitis y Dan Lander en 1994, el arte
radiofónico ha conseguido problematizar conceptos esenciales para el desarrollo de
nuestro pensamiento actual sobre el sonido.
Todas estas fechas dan cuenta de un retraso histórico que aún debe ser
compensado, pero hay razones de sobra para el optimismo, pues la bibliografía española
dedicada a las músicas experimentales y el arte sonoro se ha ampliado en estos últimos
años a un ritmo que, desde luego, no encuentra parangón alguno en el ámbito editorial
dedicado a la “música contemporánea” (entendida ésta en el sentido miope y estricto
que se empeñan en cultivar numerosas instituciones públicas). Como otro síntoma del
carácter paradójico de la situación, un buen número de estas publicaciones surgen del
impulso proporcionado por organismos que no están en principio relacionados con la
creación (ni con la investigación) musical. Éste es el caso de los interesantes volúmenes
(y CDs adjuntos) editados como parte del proyecto “Desacuerdos” (una iniciativa
conjunta de Arteleku, el centro José Guerrero, el MACBA y la Universidad de Sevilla),
o el catálogo de la “Muestra de Arte Sonoro Español (MASE)”, comisariada por José
Iges en Lucena y Córdoba durante 2006. Podemos también mencionar aquí los
catálogos correspondientes a dos exposiciones de arte sonoro que Iges comisarió en el
Koldo Mitxelena de San Sebastián: “El espacio del sonido. El tiempo de la mirada”, y
“Dimensión sonora” (muestras celebradas, respectivamente, en 1999 y en 2007).
El interés despertado por figuras como las que se acaban de evocar, un interés
que no sólo se manifiesta en la profusión de trabajos universitarios sobre ellas, sino
también en la antes referida eclosión de publicaciones y exposiciones dedicadas a las
músicas experimentales y al arte sonoro, no debería ser considerado como algo
excepcional o anómalo. Más bien al contrario, lo que podría tildarse como raro o
extraño, incluso en términos históricos, es esa voluntad —esgrimida por esos otros
compositores que también han ido desfilando por estas páginas— de reducir la música a
sus manifestaciones más institucionalizadas, a sus formas más anquilosadas en la
tradición —la tradición del concierto, de la orquesta, etc.—.
Pero hemos preferido comenzar con una referencia más reciente y cercana, como
la de la revista SONDA, tal vez con la intención de expresar nuestra convicción de que
las grietas que han ido separando la “música contemporánea” —¡y su respectiva
“Musicología”!— de lo que hoy llamamos “arte sonoro”, no son ni tan antiguas, ni tan
profundas.
A modo de apéndice:
“Era un momento donde músicos y pintores (también otros artistas pero en menor
medida) marchábamos juntos, teníamos preocupaciones comunes y éramos amigos,
algo que hoy día se ha perdido bastante y cada uno anda por su lado”15.
¡Sólo hace falta darse una vuelta por la exposición a la que este catálogo está
dedicado para comprobar, una vez más, lo equivocado que está Tomás Marco!
14
“Estos organa debieron de interpretarse y escucharse con un énfasis apasionante, algo inimaginable en
nuestra época posterior de sublimación de la interpretación y de la vida de los músicos. Los
contemporáneos hablan con menosprecio de una exaltación exagerada, del acompañamiento del canto con
movimientos de las manos, de gestos fantasmagóricos, de un modo de cantar que suena unas veces a
éxtasis y otras a relincho de caballos, del tormentoso rugido del órgano, de címbalos, carillones, flautas,
etc. [...] Cuando se cree en semejantes relatos, como me sucede a mí, se cae en la cuenta de que no
existen, por desgracia, grabaciones discográficas adecuadas de esta música, que no es en modo alguno
acético-rígida, sino mucho más orgiástico-fastuosa, y cuya recuperación para nuestra vida musical está
aún pendiente”. Diether de la Motte, Contrapunto, Barcelona, Labor, 1995, p. 16.
15
Tomás Marco, “Cómo y por qué de una aventura imposible”, en SONDA, op. cit., Introducciones e
índices, 2009, p. 13.