Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cuento
Había una vez un mago simpático y alegre al que encantaba hacer felices a todos con su magia.
Era también un mago un poco especial, porque tenía alergia a un montón de alimentos, y tenía
que tener muchísimo cuidado con lo que se llevaba a la boca. Constantemente le invitaban a
fiestas y celebraciones, y él aceptaba encantado, porque siempre tenía nuevos trucos y juegos
que probar.
Al principio, todos eran considerados con las alergias del mago, y ponían especial cuidado en
preparar cosas que pudieran comer todos. Pero según fue pasando el tiempo se fueron
cansando de tener que preparar siempre comidas especiales, y empezaron a no tener en cuenta
al buen mago a la hora de preparar las comidas y las tartas. Entonces, después de haber
disfrutado de su magia, le dejaban apartado sin poder seguir la fiesta. A veces ni siquiera le
avisaban de lo que tenía la comida, y en más de una ocasión se le puso la lengua negra, la cara
roja como un diablo y el cuerpo lleno de picores.
Enfadado con tan poca consideración como mostraban, torció las puntas de su varita y lanzó un
hechizo enfurruñado que castigó a cada uno con una alergia especial. Unos comenzaron a ser
alérgicos a los pájaros o las ranas, otros a la fruta o los asados, otros al agua de lluvia.. y así, cada
uno tenía que tener mil cuidados con todo lo que hacía. Y cuando varias personas se reunían a
comer o celebrar alguna fiesta, siempre acababan visitando al médico para curar las alergias de
alguno de ellos.
Era tan fastidioso acabar todas las fiestas de aquella manera, que poco a poco todos fueron
poniendo cuidado en aprender qué era lo que producía alergia a cada uno, y preparaban todo
cuidadosamente para que quienes se reunieran en cada ocasión pudieran pasar un buen rato a
salvo. Las visitas al médico fueron bajando, y en menos de un año, la vida en aquel pueblo volvió
a la total normalidad, llena de fiestas y celebraciones, simpre animadas por el divertido mago,
que ahora sí podía seguirlas de principio a fin. Nadie hubiera dicho que en aquel pueblo todos y
cada uno eran fuertemente alérgicos a algo.
Algún tiempo después, el mago enderezó las puntas de su varita y deshizo el hechizo, pero nadie
llegó a darse cuenta. Habían aprendido a ser tan considerados que sus vidas eran perfectamente
normales, y podían disfrutar de la compañia de todos con sólo adaptarse un poco y poner algo
de cuidado.Los dos conjuros
Cuento
El alegre barrendero
Había una vez un rey que daba risa. Parecía casi de mentira, porque por mucho que dijera
"haced esto" o "haced lo otro", nadie le obedecía. Y como además era un rey pacífico y justo que
no quería ni castigar ni encerrar a nadie en la cárcel, resultó que no tenía nada de autoridad, y
por eso dio a un gran mago el extraño encargo de conseguir una poción para que le obedecieran.
El anciano, el más sabio de los hombres del reino, inventó mil hechizos y otras tantas pociones; y
aunque obtuvo resultados tan interesantes como un caracol luchador o una hormiga bailarina ,
no consiguió encontrar la forma de que nadie obedeciera al rey. Se enteró del problema un
joven, que se presentó rápido en palacio, enviando a decir al rey que él tenía la solución.
El rey apareció al momento, ilusionado, y el recién llegado le entregó dos pequeños trozos de
pergamino, escritos con una increíble tinta de muchos colores.
- Estos son los conjuros que he preparado para usted, alteza. Utilizad el primero antes de decir
aquello que queráis que vuestro súbditos hagan, y el segundo cuando lo hayan terminado, de
forma que una sonrisa os indique que siguen bajo vuestro poder. Hacedlo así, y el conjuro durará
para siempre.
Todos estaban intrigados esperando oir los conjuros, el rey el que más. Antes de utilizarlos, los
leyó varias veces para sí mismo, tratando de memorizarlos. Y entonces dijo, dirigiéndose a un
sirviente que pasaba llevando un gran pavo entre sus brazos:
- Por favor, Apolonio, ven aquí y déjame ver ese estupendo pavo.
El bueno de Apolonio, sorprendido por la amabilidad del rey, a quien jamás había oído decir "por
favor", se acercó, dejando al rey y a cuantos allí estaban sorprendidos de la eficacia del primer
conjuro. El rey, tras mirar el pavo con poco interés, dijo:
Y el sirviente se alejó sonriendo. ¡Había funcionado! y además, ¡Apolonio seguía bajo su poder,
tal y como había dicho el extraño!. El rey, agradecido, colmó al joven de riquezas, y éste decidió
seguir su viaje.
Antes de marcharse, el anciano mago del reino se le acercó, preguntándole dónde había
obtenido tan extraordinarios poderes mágicos, rogándole que los compartiera con él. Y el joven,
que no era más que un inteligente profesor, le contó la verdad:
- Mi magia no reside en esos pergaminos sin valor que escribí al llegar aquí. La saqué de la
escuela cuando era niño, cuando mi maestro repetía constantemente que educadamente y de
buenas maneras, se podía conseguir todo. Y tenía razón. Tu buen rey sólo necesitaba buenos
modales y algo de educación para conseguir todas las cosas justas que quería.
Y comprendiendo que tenía razón, aquella misma noche el mago se deshizo de todos sus
aparatos y cachivaches mágicos, y los cambió por un buen libro de buenos modales, dispuesto a
seguir educando a su brusco rey.
Cuento
El alegre barrendero
Había una vez un rey que daba risa. Parecía casi de mentira, porque por mucho que dijera
"haced esto" o "haced lo otro", nadie le obedecía. Y como además era un rey pacífico y justo que
no quería ni castigar ni encerrar a nadie en la cárcel, resultó que no tenía nada de autoridad, y
por eso dio a un gran mago el extraño encargo de conseguir una poción para que le obedecieran.
El anciano, el más sabio de los hombres del reino, inventó mil hechizos y otras tantas pociones; y
aunque obtuvo resultados tan interesantes como un caracol luchador o una hormiga bailarina ,
no consiguió encontrar la forma de que nadie obedeciera al rey. Se enteró del problema un
joven, que se presentó rápido en palacio, enviando a decir al rey que él tenía la solución.
El rey apareció al momento, ilusionado, y el recién llegado le entregó dos pequeños trozos de
pergamino, escritos con una increíble tinta de muchos colores.
- Estos son los conjuros que he preparado para usted, alteza. Utilizad el primero antes de decir
aquello que queráis que vuestro súbditos hagan, y el segundo cuando lo hayan terminado, de
forma que una sonrisa os indique que siguen bajo vuestro poder. Hacedlo así, y el conjuro durará
para siempre.
Todos estaban intrigados esperando oir los conjuros, el rey el que más. Antes de utilizarlos, los
leyó varias veces para sí mismo, tratando de memorizarlos. Y entonces dijo, dirigiéndose a un
sirviente que pasaba llevando un gran pavo entre sus brazos:
- Por favor, Apolonio, ven aquí y déjame ver ese estupendo pavo.
El bueno de Apolonio, sorprendido por la amabilidad del rey, a quien jamás había oído decir "por
favor", se acercó, dejando al rey y a cuantos allí estaban sorprendidos de la eficacia del primer
conjuro. El rey, tras mirar el pavo con poco interés, dijo:
Y el sirviente se alejó sonriendo. ¡Había funcionado! y además, ¡Apolonio seguía bajo su poder,
tal y como había dicho el extraño!. El rey, agradecido, colmó al joven de riquezas, y éste decidió
seguir su viaje.
Antes de marcharse, el anciano mago del reino se le acercó, preguntándole dónde había
obtenido tan extraordinarios poderes mágicos, rogándole que los compartiera con él. Y el joven,
que no era más que un inteligente profesor, le contó la verdad:
- Mi magia no reside en esos pergaminos sin valor que escribí al llegar aquí. La saqué de la
escuela cuando era niño, cuando mi maestro repetía constantemente que educadamente y de
buenas maneras, se podía conseguir todo. Y tenía razón. Tu buen rey sólo necesitaba buenos
modales y algo de educación para conseguir todas las cosas justas que quería.
Y comprendiendo que tenía razón, aquella misma noche el mago se deshizo de todos sus
aparatos y cachivaches mágicos, y los cambió por un buen libro de buenos modales, dispuesto a
seguir educando a su brusco rey.