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Cuentos de los Herm anos Grimm

EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL


costa rica

La Pequeña Briar-Rose2

Hace muchos años vivía un rey y una reina, que decían todos los días:
-¡Ay, si tuviéramos un hijo! -y no les nacía ninguno; pero una vez, estando la reina bañándose, saltó
una rana en el agua, la cual le dijo:
-Antes de un año verás cumplido tu deseo, y tendrás una hija.
No tardó en verificarse lo que había predicho la rana, pues la reina dio a luz una niña tan hermosa,
que el rey, lleno de alegría, ignoraba que hacer y dispuso un gran festín, al cual invitó no sólo a
sus parientes, amigos y conocidos, sino también a las hadas para que la niña fuese amable y de
buenas costumbres. Había trece hadas en su reino, pero como sólo tenía doce cubiertos de oro,
que son los únicos con que comen, una de ellas no podía asistir al banquete. Celebrose éste con
gran magnificencia, y al terminarse, regaló a la niña cada una de las hadas un don especial; ésta
la virtud, aquella la hermosura, la tercera las riquezas, y así le concedieron todo cuanto puede
desearse en el mundo; mas apenas había hablado la undécima, entró de repente la decimotercera,
deseosa de vengarse porque no la habían convidado, y sin saludar ni mirar a nadie, dijo en alta voz:
-La princesa se herirá con un huso al cumplir los quince años y quedará muerta en el acto.
Y salió de la sala sin decir otra palabra. Asustáronse todos los presentes, pero entró enseguida la
duodécima que no había hecho aún su regalo; no pudiendo evitar el mal que había predicho su
compañera, procuró modificarle y dijo:
-La princesa no morirá, pero estará sumergida en un profundo sueño por espacio de un siglo, del
cual volverá, trascurrido este tiempo.

2 Este cuento es más conocido como “La Bella Durmiente”, también se le conoce como “La Espina de la
Rosa”, fue publicado en 1812. Existe otra versión del escritor francés Charles Perrault, publicado en 1697.

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El rey, que quería evitar a su querida hija todo género de desgracias, dio la orden de que se quemasen
todos los husos de su reino; pero la joven se hallaba adornada de todas las gracias que la habían
concedido las hadas, pues era muy hermosa, amable, graciosa y entendida, de manera, que cuantos
la veían, sentían hacia ella el mayor cariño. Mas al llegar el día en que cumplió los quince años, dio
la casualidad de que se hallase sola en palacio por haber salido el rey y la reina; comenzó a recorrer
aquella vasta morada, deseosa de saber lo que contenía y vio una tras otra todas las habitaciones
hasta que llegó a una torre muy elevada; subió una estrecha escalera y llegó a una puerta, la cual
no se tardó en abrir, dejándola ver una pequeña habitación, donde se hallaba una anciana con su
huso hilando con la mayor laboriosidad.
-Buenos días, abuelita, -dijo la princesa-, ¿qué haces?
-Estoy hilando, -contestó la anciana haciendo una cortesía con la cabeza.
-¿Qué es eso que se mueve con tanta ligereza? -continuó diciendo la niña; y fue a coger el huso
para ponerse a hilar; pero apenas le había tocado, se realizó el encanto y se hirió en el dedo.
En el mismo instante en que sintió la cortadura fue a parar a su cama, donde cayó en un profundo
sueño, el cual se extendió a todo el palacio. El rey y la reina, que habían entrado en aquel mismo
momento se quedaron dormidos, igualmente que toda la corte; también se durmieron los caballos
en la cuadra, los perros en el patio, las palomas en el techo, las moscas en la pared, y hasta el
fuego que ardía en el fogón dejó de arder, y la comida cesó de cocer, y el cocinero y los pinches se
durmieron por último, para que no quedase nadie despierto. Cesó también el viento y no volvió a
moverse ni aun la hoja de un árbol de los alrededores del palacio.
No tardó mucho en nacer y crecer un zarzal en torno de aquel edificio, el cual fue haciéndose
más grande cada día hasta que le cercó por completo, de manera que ni aun su techo se veía, y
solo los ancianos del país podían dar alguna noticia de la hermosa Briar Rose que se hallaba allí
dormida; pues con este nombre era conocida la princesa, y de tiempo en tiempo venían algunos
príncipes que querían penetrar a través de la zarza en el palacio, mas les era imposible, pues las
espinas se cerraban fuertemente, y los jóvenes quedaban cogidos por ellas, no pudiendo muchas
veces soltarse, de modo que morían allí. Trascurridos muchos, muchos años, fue un príncipe a
aquel país y oyó lo que refería un anciano de aquella zarza, detrás de la cual había un palacio, en
el que dormía desde el siglo anterior una hermosa princesa, llamada Briar Rose, y con ella estaban
dormidos el rey y la reina y toda la corte. Añadió además haber oído decir a su abuelo que muchos
príncipes habían tratado ya de atravesar por el zarzal, pero que no lo habían podido conseguir,
quedando en él muertos.
Entonces dijo el doncel:
-Yo no tengo miedo y he de ver a la bella Briar Rose.
El buen anciano quiso distraerle de su propósito, mas viendo que no lo conseguía, le dejó entregarse
a su suerte. Pero precisamente entonces habían trascurrido los cien años y llegado el día, en el cual
debía despertar, Briar Rose. Cuando se acercó el príncipe a la zarza, la halló convertida en un

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hermoso rosal, que abriéndose por sí mismo le dejó pasar cerrándose después. Llegó a la cuadra
y vio dormidos a los perros y caballos, miró el techo y vio a las palomas con la cabeza debajo
de las alas, y cuando entró en el edificio, notó que las moscas estaban dormidas en las paredes,
el cocinero se hallaba en la cocina en actitud de llamar a los pinches, y la criada estaba cerca de
un gallo que parecía dispuesto a cantar. Fue un poco más lejos y vio en un salón a toda la corte
dormida, y al rey y a la reina durmiendo en su trono. Fue un poco más allá y todo se encontraba
tranquilo, sin que se oyese el menor ruido, hasta que al fin llegó a la torre y abrió la puerta del
cuarto en que dormía Briar Rose. Quedose mirándola, y era tan hermosa, que no pudo separar sus
ojos de ella; se inclinó y le dio un beso, pero apenas la habían tocado sus labios, abrió los ojos Briar
Rose, despertó y le miró con la mayor amabilidad. Bajaron entonces juntos y despertó el rey y la
reina y toda la corte y se miraron unos a otros llenos de admiración; despertaron los caballos en la
cuadra y comenzaron a relinchar, y los perros ladraron al levantarse y las palomas que se hallaban
en el techo sacaron sus cabecitas de debajo de sus alas, miraron a su alrededor y echaron a volar;
las moscas se separaron de las paredes, el fuego se reanimó y se puso a chisporrotear en la cocina
y se coció la comida; el cocinero dio un cachete a cada pinche, los cuales comenzaron a llorar,
y la criada despertó al canto del gallo. Celebrose entonces con grande magnificencia la boda del
príncipe con Briar Rose y vivieron felices hasta el fin de sus días.

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Sole, Luna e Talia, recopilado por Giambattista Basile en 1634 en su libro Lo cunto
de li cunti (‘el cuento de los cuentos’).

Érase una vez un gran señor que fue bendecido con el nacimiento de una hija que fue
llamada Talia. Él envió a los hombres sabios y astrónomos de sus tierras para que
predijeran su futuro. Se conocieron, y asesorándose mutuamente, consultaron su
horóscopo y llegaron a la conclusión de que incurriría en un gran peligro debido a una
astilla de lino. Su padre prohibió así cualquier planta de lino, cáñamo, o cualquier otro
material de esa clase en su casa, todo porque hacer que escapase de ese predestinado
peligro.
Un día, cuando Talia se había convertido en una joven y bella muchacha, estaba
mirando a través de la ventana cuando observó a una vieja mujer hilando. Talia, que
nunca había visto ni una rueca ni un huso, quiso ver cómo giraba, y era tal su curiosidad
que le pidió a la vieja mujer que fuese con ella. Tomando la rueca con su mano, la chica
comenzó a hilar el lino. Desgraciadamente, Talia se clavó una astilla de lino bajo la uña,
y cayó muerta al suelo. Cuando la vieja mujer lo vio se asustó tanto que corrió escaleras
abajo, y hoy todavía sigue.
Tan pronto como su desgraciado padre oyó el desastre que había tenido lugar, la cogió,
y después de pagar por una tina de vino agrio con toneles de lágrimas, la sacó de allí y
la llevó a una de sus mansiones del campo. Allí la sentó en un trono de terciopelo bajo
un dosel de brocado. Queriendo olvidar todo lo que circulaba por su memoria en su
gran desgracia, cerró las puertas y abandonó para siempre la casa donde había sufrido
su gran pérdida.
Después de un tiempo ocurrió por casualidad que un rey cazaba por allí cerca. Uno de
sus halcones escapó de su mano y voló al interior de la casa a través de una ventana.
No acudió cuando le llamaron, así que el rey tuvo que llamar a la puerta, creyendo que
el lugar estaba habitado. Aunque llamó durante un buen rato, no contestó nadie, así que
el rey mandó que le trajeran una escalera de bodeguero, ya que escalaría para buscar
dentro de la casa, y descubrir qué había dentro. Así trepó y entró, y miró en cada una
de las habitaciones, rincones y esquinas, y se sorprendió enormemente cuando
comprobó que nadie vivía ahí. Al final encontró el salón, y cuando el rey vio a Talia,
que parecía estar encantada, creyó que dormía, y la llamó, pero ella permaneció
inconsciente. Dando voces, vio sus encantos, y comprobó como la sangre le recorría
con fuerza las venas. La elevó en sus brazos y la llevó a la cama, donde recogió los
primeros frutos del amor. Dejándola en la cama, volvió a su reino, donde, debido a sus
numerosas ocupaciones, no recordó ese momento como más que un simple incidente.
Sin embargo, nueve meses después Talia tuvo dos hermosos hijos, un niño y una niña.
En ellos se podían ver dos extrañas joyas, y fueron cuidados por dos hadas que acudían
al palacio y los colocaban sobre los pechos de su madre. Una vez, buscando el pezón
sin encontrarlo, comenzaron a succionar uno de los dedos de Talia, y lo hicieron tan
fuerte que sacaron la astilla de lino que se había quedado clavada en él. Talia se despertó
así de un largo sueño, y viendo sobre ella a sus dos gemelos, los sostuvo contra su
pecho, y los bebés fueron lo que más quiso ella en toda su vida. Se encontró sola en el
palacio con los dos niños a su lado, y no sabía qué era lo que le había pasado; pero se
dio cuenta de que la mesa estaba puesta, con comida y bebida que le habían traído,
aunque no vio a ningún sirviente.
Mientras tanto el rey recordó a Talia, y anunció que quería volver a ir de caza; volvió
al palacio y la encontró despierta y con dos hermosos cupidos. Él se regocijó, y le dijo
a Talia quién era, y cómo la había visto y había entrado en aquel lugar. Cuando ella oyó
esto, la amistad de ambos fue tejida con lazos estrechos, y él permaneció con ella
durante unos pocos días. Después de ese tiempo él se despidió, prometiendo que
regresaría pronto y la llevaría con él a su reino. Y volvió a su reino, pero no encontró
descanso, y a las horas tuvo en su boca los nombres de Talia, y de Sol y Luna (así eran
los nombres de sus dos hijos), y cuando durmió al fin, él los llamó a cada uno de ellos.
Entonces la esposa del rey comenzó a sospechar de que algo extraño le había ocurrido
a su marido durante la cacería, y estuvo escuchando continuamente los nombres de
Talia, Sol y Luna, y ella se calentó, pero con otro tipo de calor que el del sol. Envió a
su secretario diciéndole:
—Escúchame, hijo mío, tú estás viviendo entre dos rocas, entre el poste y la puerta,
entre el atizador y la verja. Si me dices de quién el rey tu señor, y mi marido, está
enamorado, te daré tesoros inconmensurables; y si me escondes la verdad, haré que
nunca te vuelvan a encontrar, vivo o muerto.
El hombre estaba terriblemente asustado. La avaricia y el miedo cegaron sus ojos al
honor y al sentido de la justicia, y le contó todo entre pan y vino.
La reina, escuchando cómo estaban las cosas, envió al secretario junto a Talia, en el
nombre del rey, pidiéndole que le enviase los niños, pues era su deseo verlos. Talia, con
gran entusiasmo, obedeció. Luego la reina, con un corazón propio de Medea, le dijo al
cocinero que los matase y que los hiciese servir de forma apetitosa al desgraciado de su
marido. Pero el cocinero tenía un corazón tierno y, al ver a esas dos hermosas manzanas
de oro, tuvo compasión por ellos, y los llevó a casa de su esposa, donde los ocultó. En
el palacio preparó dos corderos entre cien platos diferentes. Cuando el rey volvió, la
reina, con gran placer, sirvió la comida.
El rey comió con agrado, diciendo:
—Por la vida de Lanfusa, ¡qué delicioso bocado! —y también—; por el alma de mis
ancestros, ¡qué bueno está!
A cada momento ella contestaba:
—Come, come; estás comiendo lo que es tuyo.
Stories from the Pentamerone, ilustrado por Warwick Goble,
1911 (Londres).
Las dos o tres primeras veces el rey no prestó atención,
pero al final, viendo que la música continuaba,
preguntó:
—Sé perfectamente bien que lo estoy comiendo lo que
es mío, porque tú no has traído nada a esta casa.
Y levantándose, enfadado, se fue a la villa, que estaba
algo lejos de su palacio, para sosegar su alma y aliviar
su enfado.
Mientras tanto la reina no estaba del todo satisfecha,
envió a su secretario a que trajera al palacio a Talia,
diciéndole que el rey no podía esperar más su presencia
allí. Talia partió tan pronto como oyó esas palabras,
creyendo que seguía las ordenanzas de su señor, pues
deseaba verle con todas sus fuerzas, sin saber qué le
estaban preparando. Se encontró con la reina, cuyo rostro brillaba debido al fuego de la
ira que había en ella, y parecía el rostro de Nerón.
Se presentó a ella así:
—Bienvenida, ¡señora Cuerpo Ocupado! Tú eres un bien preciado, mala hierba que
divierte a mi marido. ¿Así que eres eres el pedazo de inmundicia, perra cruel, que me
ha causado tantos quebraderos de cabeza? Cambia tus modos, pues serás bienvenida en
el purgatorio, donde te compensaré por todo el daño que me has hecho.
Taila, oyendo esas palabras, comenzó a disculparse, diciendo que no había sido su
culpa, ya que el rey, su marido, había tomado posesión de su territorio cuando ella
estaba dormida; pero la reina no escuchó sus excusas, y cogió un fuego encendido del
patio del palacio y ordenó a Talia que se echase sobre él.
La muchacha, viendo que aquello iba mal, se arrodilló ante la reina y comenzó a suplicar
que le permitiese al menos quitarse las prendas que llevaba. La reina, no por piedad de
la desdichada, sino por tener esas mismas ropas, que estaban tejidas con oro y perlas, le
dejó que se desvistiera, diciendo:
—Puedes quitarte las ropas. De acuerdo.
Talia comenzó, y con cada cosa que se quitaba lanzaba un grito. Tras haberse quitado
su vestido, se fue a quitar su última vestimenta, cuando lanzó un último grito más alto
que el resto. Dejó sus pertenencias sobre una pila y la reina le obligó a tumbarse sobre
las ascuas que habían usado para lavar los pantalones de Caronte.
El rey de repente apareció, y al encontrarse con aquel espectáculo, exigió saber qué
estaba pasando. Preguntó por sus hijos, y su mujer —reprochándole a él su traición—
le dijo que ella los había hecho guisar y servírselos a él como comida. Cuando el
desgraciado rey oyó esto, cayó en la desesperación, diciendo:
—¡Ay! Entonces yo, yo mismo, he sido el lobo para mis propios corderos. ¡Ay! ¿Y
porqué estos, mis venas, no conocieron las fuentes de su propia sangre? Tú, maldita
renegada, ¿qué mala acción es esta que habéis hecho? Vete, pues deberías permanecer
en el desierto como uno de sus tocones, ¡y no mandaré a tal tirano al Coliseo para hacer
su penitencia!
Así habló, y ordenó que la reina se tumbase sobre el fuego que había preparado para
Talia, y que el secretario fuese con ella, porque había mantenido ese amargo juego, y
había sido tejedor de su endemoniado plan. El rey iba a hacer lo mismo con el cocinero,
que creía que había guisado a sus hijos, cuando el hombre se puso a sí mismo a los pies
del fuego, diciendo:
—En verdad, mi señor, por tal hecho, no debería haber nada más que un montón de
fuego vivo, y sin otra ayuda que una lanza por la espalda, y ningún otro entretenimiento
que dando vueltas dentro de las llamas de fuego, y yo no debería buscar ningún otro
honor que el que tienen mis cenizas, las cenizas de un cocinero, mezclados con las de
la reina. Pero esta no es la recompensa que espero por haber salvado a los niños, a pesar
de la hiel de la maldita, que quería matarlos, y regresar a su cuerpo, señor, lo que es de
su propio cuerpo.
Al oír estas palabras el rey se detuvo. Pensó que estaba soñando, y no podía creer lo
que oían sus propias orejas. Así pues, se volvió al cocinero y le dijo:
—Si es cierto que salvaste a mis hijos, ten por seguro que te sacaré del fuego, y
concederé con gusto todos tus deseos, pues esa será tu recompensa por haber sido capaz
de hacerme el hombre más feliz de este mundo.
Mientras el rey decía estas palabras, la mujer del cocinero, que había visto la necesidad
de su marido, trajo a los dos niños, Sol y Luna, junto a su padre. Y el rey nunca se cansó
de jugar con los tres, su mujer y sus hijos, que se hicieron una rueda de molino de besos,
ahora con uno y después con el otro. Dio generosas recompensas al cocinero, y le hizo
chambelán. Se casó con Talia, y ella vivió dichosa una larga vida con su marido y sus
hijos, experimentando así la verdad del proverbio:

A aquellos a quienes favorece la fortuna


encuentran la buena suerte incluso en sus sueños.

Texto traducido de una edición inglesa de 1893, Sun, Moon and Talia.
La bella durmiente del bosque
Charles Perrault (1628-1703)

Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos, que
no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos,
peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.

Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un hermoso
bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que pudieron encontrar en el
país (se encontraron siete), para que cada una de ellas, al concederle un don, como era
costumbre entre las hadas de aquel tiempo, tuviera la Princesa todas las perfecciones
imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde se
celebraba un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas colocaron un magnífico
cubierto, en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro
fino, guarnecido con diamantes y rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa,
vieron entrar a un hada vieja, a quien no habían invitado, porque hacía más de cincuenta años
que no salía de una torre, y la creían muerta o encantada.

El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche de oro
macizo como a las demás, pues sólo se habían mandado hacer siete, para las siete hadas. La
vieja creyó que la despreciaban y murmuró amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes,
que se hallaba a su lado, la escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don
enojoso, en cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar
la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la Princesa. La más joven le otorgó el
don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de tener el alma de un ángel; la
tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo lo que hiciera; la cuarta, el de bailar a las mil
maravillas; la quinta, el de cantar como un ruiseñor, y la sexta, el de tocar con toda perfección
cualquier clase de instrumento musicale. Al llegar el turno a la vieja hada, ésta dijo, sacudiendo
la cabeza, más por despecho que por vejez, que la Princesa se pincharía la mano con un huso, y
que a consecuencia de eso moriría. Este don terrible hizo estremecerse a todos los invitados y no
hubo nadie que no llorara.

En ese instante, el hada joven salió de detrás de las cortinas y, en alta voz, pronunció estas
palabras:

-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para
deshacer por completo lo que mi vieja compañera ha hecho. La Princesa se clavará un huso en
la mano; pero, en vez de morir, caerá sólo en un profundo sueño que durará cien años, al cabo
de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.
Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja, el Rey mandó publicar en seguida un
edicto, por el que prohibía a todas las personas hilar con huso y conservar husos en casa, bajo
pena de muerte.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el Rey y la Reina habían ido a una de sus casas
de recreo, sucedió que la joven Princesa , corriendo un día por el castillo, y subiendo de habitación
en habitación, llegó hasta lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla, donde una anciana
hilaba su copo a solas. La buena mujer no había oído hablar de la prohibición del rey para hilar
con huso.

-¿Qué haceis aquí, buena mujer? -dijo la Princesa.

-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo lo haceis? Dejadme, a ver si yo también
puedo hacerlo.

No hizo más que coger el huso y, como era muy viva y un poco distraída, aparte de que la decisión
de las hadas así lo había dispuesto, se atravesó la mano con él y cayó desvanecida. La buena
anciana, muy confusa, pide socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa,
la desabrochan, le dan golpecitos en las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de
Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el Rey, que había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas
y, comprendiendo que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, mandó poner a la
princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada de oro y plata. Estaba
tan bella que parecía un ángel; en efecto, el desmayo no le había quitado los vivos colores de su
rostro: sus mejillas estaban encarnadas y sus labios parecían de coral; sólo tenía los ojos cerrados,
pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta.

El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegara la hora de despertarse.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el
reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero al
instante la avisó un enanito que tenía botas de siete leguas. El hada partió enseguida y, al cabo
de una hora, la vieron llegar en una carroza de fuego tirada por dragones.

El Rey fue a ofrecerle la mano al bajar de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho;
pero, como era muy previsora, pensó que cuando la Princesa despertara, se sentiría muy
confundida al verse sola en aquel viejo castillo, por lo cual quiso poner remedio a esa situación.
Para ello, tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina): ayas, damas
de honor, sirvientas, gentileshombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches de cocina,
guardias, porteros pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que estaban en las caballerizas,
con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la pequeña Puf , la perrita de la Princesa
que estaba junto a ella sobre el lecho. Justo al tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran
al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen preparados para atenderla cuando llegara
el momento; hasta los asadores, que estaban puestos al fuego llenos de faisanes y perdices, se
durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no tardaban mucho
en hacer su tarea.
Entonces el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se despertara, salieron
del castillo y ordenaron publicar la prohibicion de que nadie se acercara a él. Tal prohibicion no
era necesaria, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles
grandes y pequeños, de zarzas y espinos entrelazados unos con otros, que ni hombre ni bestia
habría podido pasar; de modo que ya no se veía sino lo alto de las torres del castillo, y eso sólo
desde muy lejos.

Nadie dudó de que todo esto era también obra del hada, para que la princesa, mientras durmiera,
no tuviese nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que no era de la familia de la princesa
dormida, andando de caza por esos lugares, preguntó qué torres eran aquellas que se divisaban
por encima de un gran bosque muy espeso. Cada cual le respondió según lo que había oído decir.
Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos las brujas de la
región celebraban allí sus aquelarres. La opinión más generalizada era que en ese lugar vivía un
ogro y llevaba allí a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a sus anchas y sin que pudieran
seguirlo, pues sólo él tenía el poder para abrirse paso a través del bosque. El príncipe no sabía
qué pensar de todo aquello, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una
princesa, la más hermosa del mundo, que dormiría durante cien años y sería despertada por el
hijo de un rey a quien ella estaba destinada.

Ante aquellas palabras, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin
a tan hermosa aventura, e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante qué
era aquello.

Apenas avanzó hacia el bosque, cuando esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinos, se
apartaron por sí mismos para dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo que veía al final de una gran
alameda, por donde entró; pero, lo que le sorprendió fue que ninguna de sus gentes había podido
seguirlo, porque los árboles se habían cerrado tras él.

Continuó sin embargo su camino, pues un príncipe joven y enamorado es siempre valiente. Entró
en un gran patio, donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de espanto. Reinaba
un horroroso silencio. Por todas partes se presentaba la imagen de la muerte: cuerpos tendidos
de hombres y animales, que parecían muertos. Sin embargo se dio cuenta, por la nariz llena de
granos y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún
quedaban unas gotas de vino, indicaban claramente que se habían dormido bebiendo.

Atravesó un gran patio pavimentado de mármol, subió por la escalera, llegó a la sala de los
guardias, que estaban formados en fila, con la escopeta de rueda al hombro, roncando a más y
mejor. Atravesó varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos dormidos, unos de pie, otros
sentados; entró en una habitación completamente dorada, donde vio sobre una cama, cuyas
cortinas estaban descorridas por todos los lados, el más bello espectáculo que jamás imaginara:
una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo de
divino y luminoso.
Se acercó temblando y, maravillado, se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el fin
del hechizo, la Princesa despertó; y, mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera mirada
puede permitir, dijo:

-¿Sois vos, Príncipe mío? -le dijo ella-. Os habeis hecho esperar mucho tiempo.

El príncipe, atraído por estas palabras y, más aún, por la forma en que habían sido dichas, le
aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus razones resultaron desordenadas, pero por eso
gustaron más a la princesa. Poca elocuencia y mucho amor. Estaba más confundido que ella, y
no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar en lo que tendría que decirle, pues
parece (la historia, sin embargo, no dice nada de esto) que el hada buena, durante tan largo
sueño, le había procurado el placer de tener sueños agradables.

En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no se habían dicho ni de la mitad de las cosas que
tenían que decirse.

Entretanto, todo el palacio se había despertado junto con la Princesa. Cada uno se disponía a
cumplir con su tarea y, como no todos estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de
honor, apremiada como los demás, le anunció a la Princesa que la cena estaba servida. El Príncipe
ayudó a la Princesa a levantarse y vio que estaba totalmente vestida, y con gran magnificencia;
pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera. No
por eso estaba menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la Princesa. Violines
y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi
cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el gran capellán los casó en la capilla del
castillo, y la dama de honor corrió las cortinas. Durmieron poco: la princesa no lo necesitaba
mucho, y el príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre estaría
preocupado por él.

El Príncipe le dijo que, estando de caza, se había perdido en el bosque y que había pasado la
noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El Rey, su
padre, que era un buen hombre, le creyó; pero su madre no quedó muy convencida y, al ver que
iba casi todos los días de caza y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres
noches fuera del palacio, ya no dudó de que tuviera algún amorío.

Vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos: el primero fue una niña, a
quien dieron por nombre Aurora, y el segundo un varón, a quien llamaron Día porque parecía
aún más hermoso que su hermana.

La reina le dijo varias veces a su hijo, para hacerlo confesar, que había que pasarlo bien en la
vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto. Aunque la quería, la temía, porque era
de raza de ogros, y el rey sólo se había casado con ella por sus muchas riquezas. En la corte se
rumoreaba, incluso, que tenía inclinaciones de ogro y que, al ver pasar a los niños pequeños, le
costaba todo el trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por lo cual el Príncipe
nunca quiso decirle nada.
Pero, cuando dos años más tarde murió el rey y él se sintió el dueño, declaró públicamente su
matrimonio y, con gran ceremonia, fue a buscar a su mujer al castillo. Le hicieron un recibimiento
magnífico en la capital, donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino.
Encargó la regencia del reino a la Reina, su madre, recomendándole mucho que cuidara a su
mujer y a sus hijos. Debía de estar en la guerra durante todo el verano y, apenas partió, la Reina
madre envió a su nuera y a sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer
más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí unos días después, y una noche le dijo a su
mayordomo:

-Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la cena.

-¡Ay, señora! -dijo el mayordomo.

-¡Yo lo quiero! -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que desea comer carne fresca).
Y quiero comérmela con salsa Robert.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran cuchillo y subió
a la habitación de la pequeña Aurora; tenía por entonces cuatro años y, saltando y riendo, se
echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se echó a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y
se fue al corral a degollar un corderito, preparándolo con una salsa tan buena que su ama le
aseguró que nunca había comido algo tan exquisito. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora
y se la entregó a su mujer, para que la escondiera en una habitación que tenía al fondo del corral.

Ocho días después, la malvada reina dijo a su mayordomo:

-Quiero comerme al pequeño Día para la cena.

Él no contestó, resuelto a engañarla como la otra vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete
en mano, practicando esgrima con un gran mono, y eso que nada más que tenía tres años.
También se lo llevó a su mujer, quien lo escondió junto con la pequeña Aurora, y le sirvió, en vez
del pequeño Día, un cabritillo muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta ahora todo había ido bien; pero una noche, esta Reina perversa le dijo al mayordomo:

-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que a sus hijos.

Fue entonces cuando el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla otra vez. La
joven Reina tenía más de veinte años, sin contar los cien que había dormido; por lo cual su
hermosa y blanca piel era algo dura. ¿Y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió
entonces, para salvar su vida, degollar a la Reina, y subió a sus aposentos con la intención de
acabar de una vez.

Trataba de sentir furor y, puñal en mano, entró en la habitación de la joven Reina. Sin embargo,
no quiso sorprenderla y, con mucho respeto, le comunicó la orden que había recibido de la Reina
madre.
-Cumplid con vuestro deber -dijo ella, presentándole el cuello; ejecutad la orden que os han dado;
iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto quise (pues ella los creía muertos
desde que se los habían quitado sin decirle nada).

-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no moriréis, y tampoco dejaréis
de reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa, donde los tengo escondidos, y otra
vez engañaré a la Reina, dándole de comer una cierva joven en vuestro lugar.

La condujo en seguida con su mujer y, dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con
ellos, fue a aderezar a una cierva, que la Reina comió para la cena con el mismo apetito que si
se hubiera tratado de la joven reina. Se sentía muy satisfecha de su crueldad, y se preparaba
para contarle al Rey, a su vuelta, que los lobos rabiosos se habían comido a la Reina, su mujer,
y a sus dos hijos.

Una noche en que, como de costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear
carne fresca, oyó en el vestíbulo de la planta baja al pequeño Día que lloraba, porque su madre
quería darle unos azotes por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía
perdón para su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada, ordenó
a la mañana siguiente, con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran
en el medio del patio una gran cuba, que mandó llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes,
para echar en ella a la reina y a sus hijos, al mayordomo, a su mujer y a su criado. Había dado
la orden de llevarlos con las manos atadas a la espalda.

Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a quien nadie
esperaba tan pronto, entró a caballo en el patio; había venido por la posta, y preguntó atónito
qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando la ogresa,
rabiando al ver lo que pasaba, ella misma se tiró de cabeza dentro de la cuba y, en un instante,
fue devorada por las feas bestias que había mandado poner allí.

El rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero se consoló muy pronto con su
hermosa mujer y con sus hijos.

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