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Érase una vez un rey y una reina que, por no tener hijos, estaban tan
afligidos, tan afligidos, que no hay palabras para decirlo. Fueron a todas las
aguas[82] del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo
pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.
Sin embargo, la Reina quedó por fin encinta y dio a luz una niña: hicieron un
hermoso bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que
pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que al otorgarle cada una
un don, como era costumbre entre las hadas de aquel tiempo, la Princesa tuviera
todas las perfecciones imaginables.
Entre tanto, las hadas empezaron a conceder sus dones a la Princesa. La más
joven le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de
tener ingenio como un ángel; la tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo
lo que hiciera; la cuarta, el de bailar perfectamente; la quinta, el de cantar como un
ruiseñor, y la sexta, el de tocar con suma perfección toda clase de instrumentos. Al
llegarle el turno a la vieja hada, dijo, sacudiendo la cabeza más por despecho que
por su vejez, que la Princesa se atravesaría la mano con un huso y a consecuencia
moriría. Aquel terrible don hizo estremecerse a todos los invitados y no hubo
nadie que no llorase.
En aquel instante la joven hada salió de detrás de las cortinas y dijo en alta
voz estas palabras:
Apenas cogió el huso, como era muy viva, un poco distraída, y como
además la sentencia de las hadas así lo ordenaba, se atravesó la mano con él y cayó
desvanecida. La buena vieja, muy confusa, pide[83] socorro: vienen de todas partes,
echan agua al rostro de la Princesa, la desabrochan, le dan golpecitos en las manos,
le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría[84], pero nada la hacía volver en
sí. Entonces el Rey, que había subido al oír el ruido, se acordó de la predicción de
las hadas y, comprendiendo que aquello tenía que suceder, ya que las hadas lo
habían dicho, mandó poner a la Princesa en el aposento más hermoso del palacio,
en una cama bordada de oro y plata. Parecía un ángel, de tan hermosa como
estaba; en efecto, su desmayo no le había quitado los colores vivos de su tez: sus
mejillas estaban encarnadas y sus labios parecían de coral; solo tenía los ojos
cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que indicaba que no estaba muerta.
El Rey ordenó que la dejaran dormir en paz, hasta que le llegara la hora de
despertarse. El hada buena que le había salvado la vida condenándola a dormir
cien años se hallaba en el reino de Mataquín, a doce mil leguas de allí, cuando le
sucedió a la Princesa el accidente; pero al instante le avisó un enanito que tenía
botas de siete leguas (eran botas con las que se andaban siete leguas de una sola
zancada). El hada partió en seguida, y se la vio llegar al cabo de una hora en una
carroza de fuego, tirada por dragones. El Rey fue a ofrecerle la mano cuando
bajaba de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho. Pero, como era muy
previsora, pensó que, cuando la Princesa despertara, se vería muy apurada sola en
aquel viejo castillo: veamos lo que hizo. Tocó con su varita mágica todo lo que
había en el castillo (excepto al Rey y a la Reina): ayas, damas de honor, camaristas,
gentileshombres, encargados, mayordomos, cocineros, marmitones[85], galopines de
cocina, guardias, porteros, pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que
había en las cuadras, con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la
pequeña Puf, la perrita de la Princesa, que estaba a su lado encima de la cama.
Apenas los hubo tocado, se durmieron todos para no despertarse hasta el mismo
momento que su ama, con el fin de estar todos preparados para servirla cuando lo
necesitara; los propios asadores, que estaban puestos al fuego llenos de perdices y
faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las
hadas no tardaban mucho en hacer su tarea.
Nadie dudó que el hada hubiera hecho otra vez una de las suyas, para que la
Princesa, mientras durmiera, no tuviera nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que era de
distinta familia que la Princesa dormida, habiendo ido de caza por aquella parte,
preguntó qué torres eran aquellas que veía por encima de un gran bosque muy
espeso; cada uno le respondió según lo que había oído decir. Unos decían que era
un viejo castillo donde se aparecían espíritus; otros, que todas las brujas de la
comarca celebraban allí su aquelarre. La opinión más común era que vivía en él un
ogro y que llevaba allí a todos los niños que podía coger, para poder comérselos a
sus anchas y sin que pudieran seguirlo, pues solo él tenía el poder de abrirse paso
por el bosque. El Príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, cuando un viejo
campesino tomó la palabra y le dijo:
La Reina, para obligarlo a hablar con claridad, le dijo varias veces a su hijo
que en la vida había que pasarlo bien, pero él nunca se atrevió a confiarle su
secreto; aunque la quería, la temía, porque era de raza de ogros, y el Rey solo se
había casado con ella por sus muchas riquezas; hasta decían bajito en la Corte que
tenía las inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar a los niños pequeños, le
costaba todo el trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por eso
el Príncipe nunca quiso decir nada. Pero, cuando murió el Rey, lo cual sucedió dos
años más tarde, y él se vio dueño, declaró públicamente su matrimonio, y fue con
mucha ceremonia a buscar a la Reina, su mujer, a su castillo. Le hicieron una
acogida magnífica en la capital, donde entró en medio de sus dos hijos.
—Yo lo quiero —dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que tiene
ganas de comer carne fresca)—, y quiero comérmela con salsa Robert[89].
El pobre hombre, al ver que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran
cuchillo y subió a la habitación de la pequeña Aurora; tenía por entonces cuatro
años y vino saltando y riendo a arrojarse a su cuello a pedirle caramelos. Él se echó
a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y se fue al corral a degollar un corderito
y lo preparó con una salsa tan buena, que su ama le aseguró que nunca había
comido nada tan rico. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora y se la
entregó a su mujer para que la escondiera en el cuarto que tenía al fondo del corral.
Hasta ahora todo había ido muy bien; pero una noche la malvada de la
Reina dijo al mayordomo:
Una noche en que vagaba según su costumbre por los patios y corrales del
castillo para olfatear carne fresca, oyó en un vestíbulo al pequeño Día, que lloraba
porque la Reina, su madre, quería darle unos azotes por haber sido malo, y oyó
también a la pequeña Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogresa
conoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada,
encarga a la mañana siguiente, con una voz espantosa, que hacía temblar a todo el
mundo, que llevaran en medio del patio una gran cuba, que mandó llenar de
sapos[90], víboras, culebras y serpientes, para echar dentro a la Reina y a sus hijos, al
mayordomo, su mujer y su sirvienta: había dado la orden de llevarlos con las
manos atadas a la espalda.
es cosa natural;
hacernos comprender
Érase una vez una viuda que tenía dos hijas: la mayor se le parecía tanto en
el carácter y en el rostro, que verla a ella era ver a la madre.
Eran las dos tan desagradables y tan orgullosas, que no se podía vivir con
ellas.
La menor, que era el vivo retrato de su padre por la dulzura y la cortesía, era
además una de las más bellas jóvenes que se pudo ver jamás. Como solemos amar
naturalmente a los que se parecen a nosotros[106], la madre estaba loca por su hija
mayor y sentía al mismo tiempo una aversión horrible hacia la menor. La hacía
comer en la cocina y trabajar sin cesar.
Entre otras cosas, la pobre niña tenía que ir dos veces al día a sacar agua a
más de media legua de su casa y traer un gran cántaro lleno.
—Sois tan hermosa, tan buena y tan cortés, que no puedo dejar de
concederos un don —pues era un hada que había tomado la forma de una pobre
campesina, para ver hasta dónde llegaría la cortesía de aquella joven—. Os otorgo
el don —prosiguió el hada— de que, a cada palabra que digáis, salga de vuestra
boca una flor o una piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la regañó por volver tan
tarde de la fuente.
—Os pido perdón, madre —dijo la pobre niña—, por haber tardado tanto.
Y, al decir esto, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos gruesos
diamantes.
La pobre niña le contó sencillamente todo lo que había pasado, sin dejar de
echar una infinidad de diamantes.
—Pues tengo que mandar a mi hija allá —dijo la madre—. Fijaos, Paquita,
mirad lo que sale de la boca de vuestra hermana cuando habla. ¿No os agradaría
tener el mismo don? No tenéis más que ir a sacar agua a la fuente y, cuando una
pobre mujer os pida agua, dársela amablemente.
Se fue, pero sin dejar de refunfuñar. Cogió el frasco de plata más bonito que había
en la casa. En cuanto llegó a la fuente, vio salir del bosque a una dama
magníficamente vestida que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se le
había aparecido a su hermana, pero había tomado el aspecto y los vestidos de una
princesa para ver hasta dónde llegaría la descortesía de aquella joven.
—No sois muy cortés que digamos —repuso el Hada sin enfadarse—:
bueno, pues ya que sois tan poco complaciente, os otorgo el don de que, a cada
palabra que digáis, os salga de la boca una serpiente o un sapo.
—¡Qué hay, madre mía! —le respondió la malcriada echando dos víboras y
dos sapos.
El hijo del Rey, que volvía de caza, se encontró con ella y, viéndola tan
hermosa, le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
El hijo del Rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos
diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello.
Pistolas[107] y diamantes,
tiene su recompensa,