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PSICOTERAPIA EXISTENCIAL

EL EXISTENCIALISMO COMO FILOSOFÍA. IDEAS PRINCIPALES


Extraído de “Psicoterapia existencial. Una aproximación inicial” de Javier Fermani
“El vértigo de una conciencia sin un yo que la trascienda conduce a esa gran mentira
que venimos creando para no terminar de convencernos por fin, que aquí adentro, no
hay espacio para una cosa distinta que no sea nuestra nada”
(Jean Paul Sartre. “La trascendencia del ego”. 1942)
4. 1. 1. Kierkegaard y el nacimiento del existencialismo
El hombre de la modernidad clásica era el más claro propulsor de la razón humana
como fuente de toda conquista. Abstraído de su existir inmediato hacia la consecución
de las grandes metas de la civilización, este modelo de ser humano sustituía a Dios
como centro de las alabanzas y merecimientos de la cultura y se encontraba
repentinamente, frente a un desastre auto – provocado. Evidentemente, la humanidad
necesitaba reconsiderar las cosas.
Como hemos podido seguir hasta aquí, el retrato de la Filosofía del Siglo XIX se
encontraba marcado por el predominio de las verdades universales, aquellas que se
amparaban en construcciones lógicas monstruosas que ordenaban al hombre en el
sentido de un progreso de las ideas a partir del cual resultaría inevitable su evolución
hacia la conquista de la naturaleza.
El haber dejado atrás la pregunta ontológica, la que indaga por el sentido y naturaleza
del ser humano, no era un detalle menor. Los avances tecnológicos y sociales se
sostenían, podríamos decir, en el no sumergirse innecesariamente en los vaivenes
interminables de la metafísica y la ontología, prácticas que habían demostrado su
futilidad en el pasado.
No obstante, el precio a pagar era extremadamente alto. Al olvidarse de preguntarse por
el ser, el hombre se entregó vorazmente a un actuar racional sobre el mundo que lo alejó
de un contemplar vivencial de su existir en el mundo. La posibilidad de reordenar la
comprensión de quién es el ser humano a partir del sentimiento, la vivencia y la
reflexión sobre su existencia llegó de la mano de Soren Kierkgaard (2004).
Mucho antes del ocaso de la modernidad y de que Martin Heidegger iniciara el
recorrido teórico que aquí nos interesa abordar, Kierkegaard dio origen a un filosofar
sobre la existencia del individuo. Enemistado con las grandes verdades lógicas de Hegel
o Fichte, adornó su aproximación filosófica con un aire de tragicidad y drama
contrastante y atrapante. La Filosofía clásica había cometido el error, según este autor,
de intentar adueñarse de la vida terrenal a través de un mapa de conceptos lógicos
inaplicables, inexperimentables. El existir del hombre en lo cotidiano se encuentra
sesgado por una imposibilidad que resiste a toda lógica: el hombre no podrá evitar su
propio fin (Kierkegaard, 2004). Se encuentra condenado a morir, y en su resistencia a
aceptarlo ha escapado hacia la conquista de la naturaleza. Su deseo de inmortalidad, de
trascendencia, solo es explicable a partir de reconocerse en su cotidiana existencia desde
un sentir su finitud e insignificancia ante Dios.
La trágica y oscura realidad develada por el pensamiento de Kierkegaard suponía un
desafío mayúsculo para el pensar de una época caracterizada por la ceguera existencial.
El hombre debía avanzar hacia su desarrollo, no detenerse y preocuparse por su origen y
destino. Sin embargo, este sufrido personaje danés no podía evitar oponerse a la idea de
que los grandes conceptos de la modernidad yacían estériles allí, en la tinta y el papel.
No eran construcciones más reales de lo que era cualquier fórmula matemática dada. No
enseñaban al hombre a ser hombre, a descubrirse y revelar su condición, sus
limitaciones y sus posibilidades. Parecían no hablar del verdadero hombre, aquel que
sufre por su existencia, consciente de su finitud.
El idealismo filosófico de la modernidad hacia uso de la razón humana como medio
para fines abstractos, de teorización compleja. Resultaba sustancial saber cómo era
posible toda forma de conocimiento entre el sujeto humano y el mundo de las cosas.
Descartes, al igual que Kant más adelante, acentuaría el principio idealista, el de
considerar que es el sujeto cognoscente quien da forma al objeto cognoscible. El adentro
transforma y da significado al afuera.
La oposición planteada por Kierkegaard se sostenía en la consideración de que el
hombre real, en lo cotidiano, precede al hombre ideal, aquel que se saca fotografías a sí
mismo para estudiarse detenidamente, en abstracto (Kierkegaard, 2004). El ser existente
es aquel que se encuentra en acto de existir, realizando sus categorizaciones y
especulaciones sobre sí mismo mientras se encuentra viviendo una inmediata existencia
incalculable e infotografiable. Tal vez la formulación generalista de grandes ideas en
abstracto sea, después de todo, su manera de buscar resolver el problema concreto que
se le presenta día a día en su existencia, el de la incertidumbre de no saber si en el
siguiente paso que dará será siquiera posible seguir haciendo conjeturas abstractas.
Edmund Husserl (2001), entonces, nos acerca el principio fenomenológico. El ser
humano no puede ser estudiado como entidad separada del mundo, puesto que se
encuentra en el mundo y no con él. El ser es únicamente conciencia de ser. El dualismo
que distancia al hombre de las cosas debe ser abolido si deseamos comprender que
sucede realmente con la vida humana en la Tierra. Debemos aproximarnos a una síntesis
integradora en el aquí y ahora sobre cómo es vivir esta experiencia llamada ser humano.
Aun en caso de que nos detengamos a pensar sobre la teoría kantiana, lo estamos
haciendo en un instante existencialmente inmediato, y por mucho que evoquemos ideas
universales que pretendan inmortalizarnos en el mundo platónico de las ideas, la
mortalidad es la cruda realidad a la que estamos sujetos en el plano de la Tierra.
La crítica principal de Kierkegaard a Hegel, y con él a la entera tradición filosófica
europea de ese tiempo, residía en la tendencia de este último a mirar al pasado y emitir
juicios racionales y lógicamente ajustados a un compuesto de conceptos complejos. Esta
forma de filosofar pasa por alto a la vida concreta que sus mismos autores, a la hora de
escribirlas, experimentaban. En contraposición con la tesitura de un vivir ordenado
lógicamente, el autor danés ofrecía una visión de la existencia humana caracterizada por
la paradoja, el contraste, la contradicción de un ser que no tiene en sus manos su
procedencia y destino, sino que se haya volcado al mundo, a existir en el bajo la sombra
de la desesperación por su finitud y la mórbida conciencia de sus propias limitaciones.
Kierkegaard deja sentadas las bases filosóficas del existencialismo de Heidegger y
Sartre (si bien el primero de ambos negó situarse desde esta posición teórica), al afirmar
que la existencia humana no procede de sucesivas síntesis superadoras susceptibles de
ser racionalizadas y encapsuladas en grandes tomos rellenadores de bibliotecas, sino de
elecciones permanentes e inmediatas que ensayan una respuesta improvisada y
momentánea a la pregunta sobre quién es este ser que se hace llamar humano.
De esta forma, Kierkegaard llega a la conclusión de que el ser humano es libre (2004).
No se encuentra determinado biológicamente a existir en el mundo de cierta forma ante
cada acontecimiento que lo envuelve. Se encuentra condenado a optar
permanentemente. En el existir humano es imposible concebir la obligación, puesto que
toda decisión a tomar siempre correrá por cuenta del destino del sujeto que la adopte.
Según Kierkegaard, esa libertad intrínseca a la condición humana genera en su ser la
angustia. No puede ser atrapado en un grupo de conceptos que lo estatifiquen. Estos no
le impedirán evitar su muerte. Tampoco podrá evitarla por integrarse a un grupo
religioso, un partido político o entregarse al fanatismo por determinada corriente
filosófica, literaria o artística. Ser libre implica enfrentarse a la nada sin más ayuda que
una serie de identificaciones a cosas abstractas o materiales a las cuales el hombre se
apega en su intento de retener su existencia en el mundo.
4. 1. 2. La diferencia ontológica en Heidegger
Pasarían muchos años antes de que la mirada crítica y oscura de Kierkegaard llegase a
tener el tipo de aceptación que merecía. Para ello, se necesitó que el hombre de la
modernidad continuara con su aberrante búsqueda del control absoluto de la naturaleza.
Tal como ya hemos citado, recién con la llegada del S. XX se da a lugar una revolución
de todo tipo, que dejo atrás la estela de la modernidad y nos hizo ingresar en la era
contemporánea.
Podríamos decir que cada época histórica tiene su voz, su música, y sus hechos. La voz
del modernismo pudo haber sido Hegel, el gran representante de la burguesía europea.
Llegado el S. XX y ya claramente demostrado cuan inútil resultaría para el desarrollo
del hombre el seguir avanzando ciegamente hacia su propia destrucción, aparece en
escena quien para muchos hizo de la suya la voz de la protesta, el desencanto, y la
crítica posmodernista, Martin Heidegger (…).
Tomaremos a este autor como referencia principal en los próximos apartados, puesto
que nos ayudara a profundizar en el camino filosófico ya transitado con las ideas
existencialistas de Kierkegaard y nos abrirá las puertas a la inclusión de la clínica de los
padecimientos psíquicos, en orden a prepararnos adecuadamente para abordar el
siguiente capítulo con una idea más clara de cómo comprender a esta bestia civilizada y
entonces poder definir a que llamamos psicoterapia existencial.
Desde una visión existencialista, Heidegger vuelve a poner en relieve la pregunta
ontológica, aquella que indaga por el sentido del ser. Esto supuso que se enfrentara a los
grandes prejuicios instalados desde hacía décadas en el ámbito filosófico en relación a
dicho cometimiento.
Dichos prejuicios tenían su sustento en tres grandes fundamentos, que Heidegger se
encarga de contestar (…)
1. No hay nada más universal que el ser. En todo acto de comprensión humana
existe implícitamente un ente que comprende. A esto Heidegger responde que la
universalidad del ser no es la del género. La universalidad del ser sobrepasa toda
universalidad genérica. Esto lo conduce a diferenciar lo que es el hombre como
cosa – genero del ser humano como ser existente aquí y ahora. Dicho de otra
forma, se confunde al ser humano con una cosa que piensa, cuando en realidad
es un ser que experimenta.
2. El concepto de “ser” es indefinible. Conclusión derivada de su suprema
universalidad. Heidegger responde que el ser no puede ser entendido como ente,
por lo que no puede atribuírsele una entidad. No puede ser explicado por
conceptos, dado que la definibilidad del ser invita a que nos preguntamos por su
sentido, no a que lo expliquemos como entidad conceptualmente encasillable. El
ser es un ser de sentido, no un ser lógico.
3. El ser es un concepto evidente por sí mismo. Heidegger contesta que en todo
acto humano, es el ser el que actúa, por lo que debemos obviar preguntarnos por
él, no hace falta definirnos más allá de lo que hacemos. Sin embargo, si bien
todos podemos comprender la frase “soy feliz”, seguimos sin poder definir quién
es el que lo es. Esto solo hace necesario volver a preguntarnos por el sentido del
ser.
De esta manera, este autor redefine al ser ontológico, diferenciándolo del ente – hombre
al que históricamente hicieron referencia la Filosofía y Ciencia clásicas, y da pie al
desarrollo de una postura que aun goza de buena salud en el ámbito de la Filosofía y
ciencias contemporáneas.
De acuerdo con Heidegger, el ser humano no es el hombre, sino aquel que se pregunta
por el hombre, su sentido y condición. Es quien vela por él, lo cuida, se anticipa a él en
el tiempo con el fin de protegerlo ante la angustia misma de la existencia, aquella que ya
había sido descrita por Kierkegaard.
El hombre es el ente cósico que resulta de los hechos materializados, pero no es este ser
que lo interroga. A decir de otro gran autor existencialista, Jean Paul Sartre (…), el ser
en si es el conjunto de lo dado, lo hecho, aquello que responde a la pregunta “¿que
soy?”. El ser en si es inmodificable, pues nos remite a una historia ya cristalizada en un
ente que se observa. Desde ese lugar, no hay diferencia alguna entre el hombre, las
piedras, los perros, o el agua. Todos son entes, cosas, que no reflexionan sobre sí
mismos ni proyectan un hacer en el mundo. Simplemente están, son indicativos de sí
mismos.
El hombre – cosa es aquel que ha sido estudiado largamente por la Filosofía clásica, en
sus obras absolutistas sobre el ser universal. La atención giraba en torno al pasado, a lo
ya hecho, a ese hombre subjetivo y racional que fue construyendo una historia y que en
él ahora se encontraba viajando inexorablemente hacia un sentido predeterminado por
su propia evolución.
Ese ente, el hombre, estaba allí, paralizado para ser estudiado y analizado. Un cuerpo
fósil, instrumentado científicamente para el logro de los fines progresistas. Incluso
previo a la modernidad, este fósil de ser humano era abordado de la misma manera, de
una manera radicalmente distinta.
Por situar un ejemplo, hoy en día las teorías científicas que hablan de “la violencia” en
abstracto, como hecho sustantivado, remite al mismo tipo de precepto filosófico al que
Heidegger intentó contestar. Se estudia al hombre – cosa, ese ente que se encuentra
atravesado por redes de poder institucionales subjetivantes, que tiene una historia que lo
condiciona, y de acuerdo a ciertas corrientes de pensamiento, lo determinan.
Ese es el tipo de aproximación que es esperable encontrar desde la Psicología. El objeto
a estudiar es justamente eso, un objeto. A decir de Michel Foucault (1998), el poder
científico y profesional no es otro que aquel que se devela en este intentar controlar
conceptualmente al ser humano que está siendo humano, domeñarlo a través de palabras
técnicas, categorías abstractas y nomenclaturas con nombres intrincados, como
neurosis, síndrome de despersonalización, o dislexia. Aumentan las colecciones de
tomos de análisis nosograficos psiquiátricos y psicológicos, se incrementan los estudios
sociológicos del hombre, y el perro sigue persiguiéndose la cola. Aquí la violencia, lo
que hemos definido de ella, se encuentra claramente presente.
No estamos poniendo en consideración el hecho de que el enfoque “fotográfico” del
hombre sea o no algo necesario. Simplemente, debemos comprender que existe una gran
distancia entre estudiar al hombre para anticiparse a él, predecir sus conductas y
controlarlo, y el intentar conocernos a nosotros mismos en el día a día, como aquel ser
humano que somos más allá de ser además hombres cosificables y encasillables en
grandes o pequeñas teorías.
El sufrimiento humano no es teórico. Tampoco lo son nuestros momentos de disfrute.
Todo lo que nos sucede es aquello que hace a nuestro existir aquí y ahora,
independientemente de las supuestas determinaciones psicológicas, sociales,
institucionales, históricas, económicas o políticas que se encuentren condicionando el
instante de existencia, esta porción aun viviente de ser en el mundo que nos
encontramos experimentando.
Heidegger propone centrar el análisis filosófico en torno a indagar en el sentido de este
ser humano que se angustia ante la muerte. Este ser sufre de una profunda incertidumbre
que cubre su existencia, la de no saber si el siguiente paso que dará será el último. Fruto
de dicho estado de desconcierto optara por distintas alternativas de existencia que son
las que, a cada momento y a partir de cada elección inmediata, trazan un camino a vivir.
Este ser humano, al elegir en el mundo, deja tras de sí hechos concretos materializados
en acciones. Los efectos de su elección permanente generan una historia que produce al
ente cósico del hombre. El ser humano es, entonces, quien decide en el ahora por
aquello que terminara siendo como hombre más adelante, y frente a cada elección
determina quién es, elige quien es. En ese actuar existencial inmediato se decidirá por
violentar al otro, intentar la terca imposición de su postura, o bien de vincularse con ese
otro en un estado de libertad y coexistencia.
De nosotros atender al hombre, estaremos perdiendo de vista aquello que lo forja y le da
un sentido. Nos encontraremos tomando pistas de la masacre, pero no vamos a llegar en
el momento justo en el que se desencadena. Recolectores de los restos de la violencia
humana, seremos meros investigadores de la escena del crimen y no detectives agiles
que buscan estar en el momento indicado en el lugar indicado, cuando el hecho se
consuma. La violencia se resuelve a cada instante, con cada una de nuestras elecciones.
4. 1. 3. El y la angustia ante la nada. Esta aventura que llamamos ser humano
El ser humano es un ser puesto en situación de actuar. Tal como nos lo diría Heidegger
(2003), su ser se encuentra determinado existencialmente por el tener que elegir frente a
un universo de posibilidades. No ha inventado este mundo a su medida, elaborándolo a
placer, dado que aun sus más lejanos y ambiciosos proyectos se encuentran delimitados
por todo aquello cuanto ha aprendido a considerar posible y aceptable. Ha llegado a este
punto respondiendo en situación a todas estas preguntas que se presentan
cotidianamente, que lo han interpelado a tomar un determinado curso de acción.
De esta urgencia por actuar, de este vivir en situación de elección, deriva un sentimiento
de extravío. No solo ha de ser consciente de su precaria situación existencial, la de un
ser que no construye para sí más que lo que puede en función de la situación que se
presenta cotidianamente ante sí, sino también del hecho de que todo cuanto piensa y
siente que es el mundo continuamente se extravía, se pierde. Cuando intenta
recapturarlo, se ha perdido nuevamente y debe volver a elegir.
Enfrentemos esto en primera persona. En cada momento actual, frente a cada instante de
nuestro existir, la apuesta se renueva, y debemos actuar. No existe posibilidad de
vacacionar existencialmente, llamar a la vida a una tregua que nos permita relajarnos sin
ser convocados a la acuciante responsabilidad de ser en el mundo lo que estamos
eligiendo ser a cada instante.
Deriva entonces de esta situación de permanente urgencia, el que nos resulte imposible
detener el tiempo para pensarlo. Todo cuanto elaboramos de teoría de los porque y
paraqué del mundo surge a posteriori de lo que vivimos, como explicación retroactiva.
Después de todo, tal vez el tiempo no sea más que esa sensación de durabilidad que nos
genera el haber permanecido en este mundo frente a cada elección que hemos tomado,
correlativa a la certeza absoluta de que esa sensación se sostiene a sabiendas de nuestra
finitud. En el siguiente apartado haremos una breve referencia a como concibe
Heidegger la noción de tiempo.
Esto ha sido largamente elaborado por grandes teóricos del existencialismo.
Kierkegaard (…), a quien mencionamos brevemente al comienzo de este capítulo,
consideraba la presencia de un sentimiento de desesperación existencial que el ser
humano debe afrontar cuando desenmascara la realidad. En este escenario no digamos
diario, inmediato, el ser debe responder por el ser. La libertad de este ser radica
justamente en que, independientemente de las circunstancias en las que se encuentra y
lo poco que pueda controlarlas, puede responder ante ellas (Sartre, 2005).
Es así que el ser humano, interpelado a elegir continuamente que hacer frente a esta
existencia en la que está puesto en situación, vive sujeto a un estado de angustia y
desesperación emergente de su ser – nada. Todo cuanto cree del mundo es justamente lo
que se extravía cuando debe elegir. Sus creencias y conocimientos no desaparecen, pero
nunca puede convertirse en ellos para responder. Nunca puede ser certero como lo son
las construcciones ideicas que crea, puesto que al elegir, apuesta ante el mundo y no hay
seguridad de que en esa apuesta gane. Dicho de otra forma, por mucho que lo intente no
puede cosificarse como una idea totalizadora que dé respuestas concluyentes y efectivas
ante el mundo, puesto que el ser humano no es un ente cosificable, sino un ser arrojado
al mundo urgido por responder para permanecer con vida en el (Heidegger, 2003).
Ahora bien, en ese estar eyectado en el mundo, el ser no solo enfrenta múltiples
posibilidades de elección. Su angustia existencial no deriva únicamente de la fragilidad
implícita en el no poder controlar la situación que crea ante sí ni el tener que responder
urgentemente. Heidegger (2011) menciona algo decisivo en este acto existencial de
elegir, que no es otra cosa que aquello a lo que se enfrenta ante cada elección posible. El
ser humano sufre por su angustia ante la nada. Al verse arrojado al mundo, sin más
herramientas para responder que las construcciones ideicas que diseño en función de
hechos pasados que pueden no ser funcionales a la situación presente, el ser se
encuentra perdido en la inmensidad de la nada. Esta nada es la muerte, la amenaza que
concluye con el ser y deja claro que no solo ha existido hasta aquí sin control absoluto
de lo que le sucede, sino que lo ha hecho hasta aquí. No se puede saber cuándo
concluirá su aventura por la Tierra, ni donde, ni cómo.
Esta amenaza permanente convive con el ser humano frente a cada una de sus
elecciones, habitando cada una de las posibilidades que se abren ante sí. En elegir tomar
un colectivo o ir caminando hasta el trabajo puede estar la diferencia que lleve a la
muerte. En elegir tomar una taza de café en lugar de una taza de té puede estar la llave
del fin. Tal vez el café no este envenenado, pero si sus pies descalzos en el piso mojado
mientras intenta conectar la cafetera.
De esta forma, Heidegger nos convoca a considerar al ser humano como existente en el
aquí y ahora, no como objeto cósico predeterminado por sus ideas (Ibid.). A este ser
denomino Dasein (Ser ahí).
Este ser que es ahí es quien, de acuerdo a lo que enunciamos en el apartado anterior,
vela por el ente, se ocupa de cuidar del hombre. Este ser se encuentra en el tiempo,
fluyendo dinámicamente en el movimiento de la existencia, que continuamente lo
interpela a decidir. El hombre, el sujeto producido por la sociedad, es quien se encuentra
fuera del tiempo, paralizado en un existir ya pasado, el de los productos de lo ya hecho.
El Dasein es el ser de la angustia, aquel que en última instancia es el ser humano que no
se encuentra cubierto del ventarrón existencial.
Naturalmente, el lector puede encontrarse familiarizado con la lectura existencialista del
ser humano y sentirse largamente agobiado por esta breve y simplista explicación de sus
principios ontológicos. Ante esto, debemos considerar que estas ideas filosóficas nos
otorgan un sustento teórico fundamental para traer luz sobre la posibilidad de hablar de
la violencia ontológica. De allí la importancia de terminar de exponer sus conceptos más
relevantes, o al menos los que necesitamos tener en cuenta para el logro de nuestro
cometido.
4. 1. 4. Breve referencia a la temporeidad en Heidegger
Podemos considerar que esta resumida aproximación a los preceptos básicos del
existencialismo heideggeriano nos ha dado un punto de partida desde el cual comenzar
nuestra búsqueda. Indudablemente, el ser humano se encuentra sujeto a un estado de
urgente elección, toda vez que es un ser que se encuentra existiendo en situación, aquí y
ahora, incapaz de detener el tiempo ni adelantarse ante él.
A este respecto, cabe mencionar que cuando hacemos referencia al tiempo desde la
teoría ontológica de Heidegger, no podemos considerarlo en un sentido tradicional. De
acuerdo a la lógica imperante en las teorías clásicas de la filosofía, el tiempo es
concebido como una sucesión de “ahoras” presentes, siendo el futuro aquello que aún
no se ha convertido en un “ahora” y que más bien nunca lo hará.
Para Heidegger, referirnos al tiempo como concepto es tratarlo como ente, cosa en sí,
derivando su comprensión de la noción de espacio, a saber, algo que tiene principio y
fin (…). A cambio propone pensar al ser en términos de temporeidad. Esta refiere a una
instancia de anticipación al tiempo subjetivo, que lleva al ser a encontrarse en un estado
de existir en el tiempo, actuando en el tiempo. El ser de Heidegger, el Dasein, es aquel
que es ahí, y por lo tanto no conoce a lo que se enfrenta, sino más bien cuida al hombre
de aquello con lo que puede enfrentarse, anticipándose a la percepción que este pueda
tener de su presente, viéndolo desde su futuro. Siendo el Dasein quien cuida del ente –
hombre, se anticipa desde el futuro de este mismo a su presente, velando por él.
De esta idea de temporeidad emerge el que los estados anímicos relacionados a la
angustia o el aburrimiento trascenderían la subjetividad del ente – hombre, la cual existe
por condicionamientos aprendidos a lo largo de su vida. El hombre, en el tiempo
presente de lo cotidiano, deberá actuar bajo la sombra de la angustia ante la nada,
intentando sobrellevar su vida de una u otra forma. Esta angustia se hace posible por el
Dasein, quien desde su futuro lo contempla y lo cuida. En caso contrario, plantearíamos
desde Heidegger, no habría manera de que el sujeto pueda sentir dicha angustia, al igual
que no la siente un perro, un vegetal o una piedra.
4. 1. 5. Los modos de existir
Esto nos conduce a formular la segunda gran parte de los postulados básicos vinculados
a la teoría heideggeriana, la cual, reiteramos, nos resulta útil como punto de partida para
el arribo de nuestra propuesta teórica.
El Dasein da un sentido al hombre, velando por él, preguntándose por el más allá del
dominio consciente que este pueda tener de sí mismo, eso lo hemos marcado. Ahora
bien, el hombre subjetivo, aquel que se encuentra condicionado, sujetado por las redes
simbólicas de su pensamiento y su imagineria psicológica, así como a las condiciones
sociales, económicas e históricas que hacen a su mundana cotidianeidad, debe resolver
que hacer frente a la angustia existencial emergente por el existir mismo ante
posibilidades todas ellas potencialmente mortales. Ante esta urgente interpelación de
respuesta de una existencia que en cualquier momento puede acabar, puede optar por
dos vías.
Heidegger menciona dos modos existenciarios (2203). El primero de ellos, relativo al
ser autentico, aquel que ha elegido enfrentar la inmensidad de la nada a sabiendas de su
frágil condición humana y su seguro destino de muerte. El segundo, es aquel que opta
por disfrazar su existencia de tal modo de intentar escapar de la angustia ante la nada.
Este modo existenciario es el del ser inauténtico.
El inauténtico es aquel ser que se ha olvidado de sí mismo, entregándose al mundo del
Dasman (“se dice”) (…). De ese olvido del ser por cuidar de si enfrentándose a la
angustia ante la nada, surge su deseo de dominar el mundo de los entes, conquistar las
cosas.
El del Dasman es el dominio de la distracción y la vida en tercera persona. Es existente
inauténtico se cubre detrás de decires, haceres, y pensares de otros, instituidos por la
fuerza en un mundo de formas fantasmales, de seres secuestrados por lo uno, el
anonimato. Indiferenciarse como parte neutral, incolora e insípida de una gran masa de
unos que hacen a un gran uno social (y por lo tanto dejan de ser individuos para
convertirse en pedazos despersonalizados de un sistema) es la mejor manera de evadir
lo más posible la angustiante realidad del existir inmediato en este mundo (…).
El del Dasman es el dominio del aturdimiento, embotamiento y agitación ansiosa. Todo
está dispuesto alrededor del deseo nuclear de los existentes inauténticos, el seguir a
otros para uniformarse y esconderse de la nada. Como parte de un grupo social o
laboral, de un movimiento sindical, de un equipo deportivo, o de una secta religiosa, el
inauténtico se siente perteneciente a una masa desindividualizante que lo extingue en
sus adentros. A cubierto de la angustia existencial, sigue las ordenes de esta porción de
realidad enajenada, necesitando una mayor dosis de evasión y aturdimiento conforme
crece en su vida la inevitabilidad de experimentar el desamparo de la soledad, el
aburrimiento, la desesperación.
Como veremos en el capítulo cuatro, las características que asume el Dasman en la
actualidad hace a la conformación de una sociedad global patéticamente alienada. La
cultura positivista de la voluntad que todo lo puede y sus engendros pseudo – filosóficos
extraídos de supemercados del pensamiento tales como la televisión o las redes sociales,
el control mental y la obligada auto – confianza, configuran un mundo de fantasmas que
vagan errantes por la Tierra a la espera de la siguiente pastilla adormecedora.
El Dasein, al ser ahí, no tiene donde escapar. Debe enfrentarse a cada momento con la
libertad de elegir, y a decir de Sartre, se encuentra condenado a ella (…). Esta condena,
sin embargo, resulta muy difícil de sobrellevar.
Heidegger plantea la existencia de tres grandes formas de escape para el existente
inauténtico (…), a saber, la racionalización de la muerte, la avidez de novedades, y las
habladurías.
El caso de la racionalización de la muerte no es otro que el de buscar distintas formas de
subvertirla, que se encuentren justificadas por el gran uno social. A modo de ejemplo,
podemos citar el caso de un chofer de coches fúnebres, que se dirige a sus compañeros
de trabajo llamando “fiambres” a los cuerpos que deben depositar en los ataúdes que
lleva al cementerio. A tal punto puede llegar esta subversión evidente de la muerte, que
el seudónimo con el que sus compañeros se dirigen a él es el de “fiambrero”.
La vida de un ser que fue ha sido reducida a un mero fiambre. Solo queda la carne, tal
vez, pero ese supuesto fiambre es un indicador contundente a inocultable del destino
que le deparara al fiambrero y sus comadres. La racionalización de la muerte sirve al
propósito de dejar a la nada fuera del sistema de intercambios evasivos del gran uno. La
muerte pasa a ser un show, algo que está en vidriera, expuesto como algo que le sucede
solo a los otros, de tal forma de que los demás puedan seguir con su rutina alienante y a
lo sumo sacar provecho de esa muerte disfrutando de ella como de un grotesco
espectáculo.
No debería sorprendernos sumar a este tipo de debate el rol que ocupa la muerte en
ciertas películas de acción o videojuegos violentos. El otro cosificado es usado como
medio para un fin, el del show de la muerte, en el que en realidad no se asesina a nadie,
porque nadie realmente muere. Todo es parte de la gran fantasía que se conviene es el
jugar a estar vivos.
Otro tipo de películas, de género dramático, muchas veces hacen hincapié en construir
una historia en relación al personaje que fallece, de tal forma de crear un puente
identificatorio entre el espectador, el protagonista en el film, y el crudo recordatorio de
la muerte real. De allí que muchas veces el arte cinematográfico puede ofrecerse como
ayuda a concientizar sobre la fragilidad de la existencia humana o bien todo lo
contrario. Y por supuesto, lo mismo sucede con la música y todas las otras formas de
arte.
Otro medio de evasión a disposición del existente inauténtico es el de la avidez de
novedades. Esta implica la necesidad permanente en el ser de aturdirse con nueva
información, sin importar su veracidad ni profundidad. Todo lo que se necesita es
ocupar el tiempo y las energías físicas y mentales en un pasar por el mundo lo menos
dolorosamente posible, de tal modo de cerrar los ojos y ser guiado a tientas por la
sociedad en un camino de ceguera existencial. La información novedosa es aquella que
entretiene al ser con alguna estupidez que ha sido sentenciada por el Dasman como
aprobable.
En la actualidad, la avidez de novedades se ha convertido en una realidad
dramáticamente visible. Diferentes medios de comunicación colaboran
permanentemente en mantener a la comunidad de inauténticos entretenida en esto que es
el pasatiempo de vivir.
Ante un escenario semejante, el existente autentico se enfrenta a un mundo de sujetos
hostiles para con el reconocimiento de la verdad de la existencia. La resistencia que se
ofrece a sentir la posibilidad de la muerte va mucho más allá de toda lógica, dado que
obedece a elecciones existenciales libres.
Por último, Heidegger menciona a las habladurías como medio de escape para el
inauténtico. Estas consisten en la reproducción idiota de información que viaja de un
medio a otro, de un inauténtico a otro, sin haber sido comprobada. La utilidad de las
habladurías no reside en su contenido sino en su fin. Sirven al propósito de mantener al
ser unido a otros seres en el anonimato. Reflexionar, investigar la veracidad de los
dichos transmitidos, y recapacitar, son acciones que inducen al ser a sentir una soledad
existencial clara.
No es nuestra meta profundizar en Heidegger mucho más de lo que hemos hecho hasta
aquí. Sin lugar a dudas, sus aportes para la comprensión ontológica del ser humano no
pueden ser subestimados en términos de cuanto ha ayudado a toda una nueva
generación de pensadores a reconsiderar los postulados básicos desde donde partimos
para poder ejercer el acto de pensar. Su noción de temporeidad, del ser como
posibilidad, y su intento por superar la dualidad cosificante de las teorías gnoseológicas
nos ayudaran a allanar nuestro camino en orden a enfrentarnos a una clínica de la
existencia. Ahora lo invitamos a revisar que aportes podría ofrecer a un abordaje
psicoterapéutico de la existencia humana.
4. 1. 6. El sentido del “que” se debe a un “quien”
Heidegger realiza una crítica fundamental a la historia de la Filosofía. Desde Platón
hasta Husserl, todos ellos se han preocupado por definir al ser, pero tomándolo como
ente, como concepto, como cosa abstracta. No se ha preguntado por quien es el ser que
se pregunta por el ser. De allí que elabora una teoría que intenta explicar la existencia de
quien fluye en la temporeidad para explicar el tiempo, el Dasein, el ser que vela por el
ente al que llama ser.
El Dasein “hace ser” al ser, al comprenderlo y unirlo a un proyecto de sentido. Le da
entidad, lo entifica. Piensa sobre sí mismo, especula, como si se tratara de una cosa en
sus manos y no de actividad proyectante permanente. Es quien es por construir una red
de sentido en el contexto de la cual los objetos del mundo adquieren un determinado
significado, resultan accesibles, e incluso, existentes para su conciencia.
Para Heidegger, el ser es lo que está detrás de lo que este mismo puede captar. El ser se
presenta ocultándose, exiliándose. Nunca se manifiesta. Es una presencia que se
ausenta. Lo que se presenta es espectral, es una máscara. Todo lo que se ve es una
impostura, una interpretación, una mera faceta. La convertimos en esencia verdadera,
justamente a causa de no tolerarla.
Que haya abismo no significa que no haya nada. Lo que hay es infundado. Aparece un
fondo que se cae, y es sustituido por otro fondo permanentemente. Caemos en algún
lugar, que dura temporalmente, para volver a caer.
Para Heidegger, centrar la atención del hombre en las tendencias políticas o sociales de
su época, aquello que desde el discurso social ha de insituírse como temáticas “serias” o
“profundas” es un equivalente indiscutible a distraerse mirando un partido de tenis. Lo
que debería movilizar al hombre es una búsqueda por lo íntimo del ser, por descubrirse
en el acto electivo del aquí y ahora, de lo que derivará una existencia auténtica, o bien el
fracaso de su proyecto como ser humano en el mundo.
Esto nos muestra que, según este autor, los entes no son necesariamente tangibles. Lo
son concretos, lo son abstractos. Los entes suceden en el mundo. Dios, al igual que la
nada, son conceptos elaborados para mencionar, y con ello clasificar metafísicamente, a
eso que es vacío. Todo lo que concebimos es un ente, pero hay algo más allá de los
sentidos que no puede ser concebido. En este contexto, sugiere la idea de un
reduccionismo metafísico al que todo hombre es proclive: Organizar lo percibido
conscientemente de acuerdo a escasas coordenadas, que sean capaces de limitarlo,
ordenarlo, y secuenciarlo, de tal forma de evitar todo lo posible la experimentación del
vacío insondable de lo humano.
Es esto lo que lleva a Heidegger a proclamar el olvido del ser. La diferencia entre el
ente y el ser se perdió, por lo que tienden a confundirse ambas cosas. Cada vez que
pensamos al ser no lo podemos pensar si no es entificándolo. Determinada obtención
debe representar algo relativo a quien se es, y de esa forma los entes abstractos o
concretos, como los valores morales o los títulos de grado, tienen igual importancia y
significación que aquel que los detenta, los persigue, los atesora, el Ser ahí que estamos
siendo.
Podemos decir que, muy por el contrario, el ser no es una propiedad intrínseca de la
cosa. Todo lo que es, se da en función del humano, que construye su sentido, tejiendo
redes comprensivas que le dan un espacio de existencia. Cuando entendimos que la
piedra es algo, ese ente ha sido construido como tal por el sentido que le otorgamos.
4. 1. 7. El ser como proyecto, actividad dadora de sentido
Cuando Heidegger habla de ser, habla de proyecto. Solemos pensar en el ser como una
entidad, una cosa que responde por el hombre. En realidad, se trata de una actividad
dotadora de sentido. El hombre significa. Desde el lenguaje, nuestra forma de
relacionarnos en el mundo es construyendo significados, en función de un lenguaje, una
época y una cultura.
Las piedras existieron antes que el hombre, pero el llamarlas piedras, pensar en ellas,
nos habla de la forma en que las damos a entender. Las llamamos de cierta forma, y solo
de esa manera son comprensibles para nosotros. Por eso, no se trata de postular que el
hombre recrea lo real a través de lo simbólico, sino que lo real está mas allá de lo
simbólico y la única forma que el hombre tiene de acceder en algo al contacto con ello
es simbolizándolo.
Heidegger sostiene que las cosas afectan al ser. Nos impactan, no son indiferentes. El
hombre no conoce neutral y fríamente la realidad, no mira desafectado. La neutralidad
es una forma de apostar a la existencia de una cierta forma. “No hago política” hace
política, quien plantea que “no cree en Dios” sostiene una relación con ello.
Pensar en la independencia de los entes presupone que estos existen de la forma en que
los entendemos por si mismos. Existen por si mismos, claro está, pero no del modo en
que los conocemos. La pared no es amarilla porque quiere serlo, es amarilla porque
hemos decidido que así sea. Eso puede ser solamente amarillo, y la pared puede ser una
propiedad suya, a la inversa.
El ser es ser para otro ser. No es un ser para una piedra, lo es para otro ser con el cual
construir una red de sentido. el Dasein es el ser del hombre. Para Heidegger, el humano
no es un sujeto, es un ser ahí. Es un humano abierto, libre, expuesto, vulnerable.
El humano es proyecto, se encuentra eyectado hacia adelante, no atado desde atrás. Aún
historizado subjetivamente como se encuentra, su inmediata realidad no es otra que la
que fluye en la temporeidad, en el aquí y ahora, para el cual decir “aquí y ahora” ya ha
sucedido.
El ser no es pura presencia, es una interpretación, es algo comprendido por otro ser. De
no poder ser nombrado como entidad por otro, sería transfigurado a otro ente desde el
cual ser nombrado. De no haber forma de nombrar a la piedra, se la consideraría parte
de la vegetación, o del suelo, o un enviado de Dios.
Esto se ejerce en el cruce de dos realidades. Primero, la comprensión del ser no es
individual, sino epocal. Nos encontramos arrojados, caídos, a un mundo que ya tiene la
receta para todo. Somos eyectados a un mundo de sentido que ya significa todo bajo sus
reglas, y nosotros nos encontramos atrapados en ellas. Es una forma en que este ser, el
humano, interpreta lo que lo rodea.
El ser no es, es un poder ser. Hay múltiples posibilidades, pero solo efectivizamos una.
Con cada posibilidad asumimos una situación irreversible que deja atrás todas las
posibilidades no asumidas y configura un espacio vital de existencia particular. El
hombre tiende a considerar esa porción de posibilidad su única realidad posible,
dejando de lado la crudeza de su existir inmediato: Su ser se juega por todo aquello por
lo que no eligió, todo cuanto no fue parte de sus decisiones en algún momento puso en
entredicho su actualidad. Nunca, entonces, se encuentra pisando suelo firme, nunca
decide sobre algo certero y seguro. Aquí se juega, naturalmente, el concepto de destino.
El hombre se aferra a la idea de que aquello que vive es para lo que ha sido
predestinado, en orden a ahorrarse la angustia que le genera añorar lo que nunca
sucedió. Aquí es donde pesa el “podría haber sido”.
La muerte es la posibilidad de la imposibilidad de las posibilidades. Es la única
posibilidad permanente. Es la única posibilidad que permanece posible. Una vez que el
ser muere, deja de ser, no puede atestiguar su morir. Esto lo planteó también Derrida en
“Aporías”. Es la posibilidad que toma forma como imposibilidad de toda otra
posibilidad.
4. 1. 8. Sartre. La irrevocable responsabilidad de ser libre
Si bien el presente capítulo persigue el propósito de introducirnos brevemente a las
ideas principales de Martin Heidegger, como principal exponente del existencialismo
posmoderno, no podemos dejar pasar a un ilustre referente de esta misma corriente de
pensamiento. Su contrapartida francesa, quien parte de idénticos postulados filosóficos
para arribar a la idea de que ser humano es, ante todo, conciencia libre, vacía, y por lo
tanto, responsable de sí misma en cada una de sus elecciones.
Jean Paul Sartre fue amado y odiado por igual a lo largo y ancho del Siglo XX, y hoy
sus ideas pueden ser consideradas fundamentales para cualquier aproximación a la
Psicoterapia existencial que se pretenda realizar. Como comprometido pensador de su
época, no mezquinó oportunidad alguna en participar de veladas controversias en torno
a las temáticas mas acuciantes de su tiempo. Nacido en 1905, dio origen a sus
propuestas filosóficas en plena segunda guerra mundial, en el ocaso de una Francia
ocupada que se caía a pedazos. Durante ese terrible segmento de la historia, escribió su
obra mas célebre, El ser y la nada (1942).
Allí, Sartre presenta su pensamiento de forma cruda y original. Apoyado en el método
fenomenológico, y dando una muestra clásica de maestría con la pluma, detalló paso a
paso los pormenores de su pensar existencialista. Antes que nada, Sartre propone que
ser humano no implica ser algo, sino mas bien alguien. Y el humano, en tanto alguien,
es nada. Esta premisa, ya deducible de la diferencia ontológica heideggeriana, nos
servirá de guía para nuestra travesía en torno a las ideas centrales de la Psicoterapia
existencial.
Decir que el humano “es” nada nos lleva, necesariamente, a una afirmación. Se trata de
un ser que no puede explicarse a sí mismo, y en esa radical imposibilidad reside,
paradójicamente, su verdad. Tiene vetadas todas las salidas hacia una respuesta
concluyente sobre quién es. Aquello que intenta traducir del mundo, desde el artificio
simbólico del lenguaje, solo puede significar las cosas que lo habitan, los entes, los
“algo”. La dimensión ontológica del humano no puede ser alcanzada por la palabra.
Si, por ejemplo, deseamos definir quiénes somos (dimensión del “alguien” ontológico,
diferenciable del “qué” somos, relativo al “algo” óntico), dicha empresa resultará inútil.
Solo podremos nombrar atributos, aspectos, o características parciales a conjuntar en
torno a una idea o versión preliminar que tenemos de nosotros mismos. Al indagar más
y más, en la sesuda búsqueda de una instancia definitiva que nos defina, que nos
sustancialice como cosa fija y cerrada, encontraremos tanto más vacío.
Ante la pregunta sobre quienes somos acudiremos a mencionar nuestro nombre,
escondite preferencial por unanimidad en la sociedad occidental. Una vez que
entendamos que dicha etiqueta no hace otra cosa que explicar un rasgo parcial e
impropio (pues no define quienes somos y además ha sido elegido por otros),
recurriremos a describir cómo somos. Daremos una disertación abstracta sobre nuestra
contextura física, pertenencia social, caracterización psicológica, o expectativas a
futuro. Nada de todo eso deja evidencia alguna de un ser que haya sido atrapado en
palabras. Son todas descripciones que circundan la periferia. Nos encontramos
describiendo “que” somos, en tanto algo que han dicho de nosotros, o bien “cómo”
somos, en tanto algo fotografiado a ser analizado.
Y todo ello no responde a quien es ese ser que se encuentra analizando esa instantánea,
hablando por lo que otros han hablado de sí. Esto nos lleva, según Sartre, a inferir que
ser humano implica ser – nada, en tanto nada que pueda ser aprehendido por palabras.
Esto que somos se encuentra siendo, como actividad proyectada al futuro, en carencia
absoluta de medios concretos y esencias eternas que puedan garantizarle seguridad y
tranquilidad. No al menos en el sentido que hemos aprendido (o consumido) a
entenderlas.
De esta idea central deriva la consideración sartreana de que el ser humano es
infinitamente libre. No se encuentra sujeto a nada que lo determine. A cada instante se
encuentra existiendo como elector, y esto implica necesariamente vacío. No hay nada
que pueda darse por sentado a futuro, y cada acción emprendida generará una réplica
infinita de consecuencias que este ser no controla. Aún bajo las circunstancias más
predecibles y manejables, rutinarias y obvias, puede tomar una elección equivocada
para su bienestar. Aún en las condiciones más desfavorables, puede optar por lo que lo
haga feliz. No hay, en todo esto, nada ni nadie que pueda determinar su elección.
Solamente lo hará él.
Esto lleva a Sartre a sentenciar que el ser humano se encuentra condenado a ser libre
(…). Ante esta realidad, o bien enfrenta la angustia existencial inevitable que genera su
carencia de soporte para el vivir, o bien se escuda en excusas que lo alienen y marginen
de su auténtica situación vital.
Para todo esto, cualquier tipo de esencia abstracta a la cual recurrir como entidad que
cause al sujeto no es más que un escape justificado por su angustia ontológica. Dios, el
destino, el inconsciente, su madre, su padre, su pasado en general, o las circunstancias
socioeconómicas de su tiempo no son otra cosa que artilugios ficticios a los cuales
acudir en pedido de auxilio. Para el autor, solo es posible existir de forma auténtica en la
medida en la que el ser pueda desprenderse de sus “porque” autocomplacientes y
entregarse a sus “paraqué” desafiantes. La motivación de un hacer motorizado por una
intención consciente lleva el riesgo del equívoco impreso en la piel de quien la vive,
pero es la única forma de ser en el mundo.

SOBRE LA PSICOTERAPIA EXISTENCIAL


4. 2. 1. Origen y destino
La filosofía existencialista desarrolló una influencia decisiva en el ámbito de la
Psicología, muy especialmente en su rama de aplicación clínica. Múltiples enfoques
psicoterapéuticos se hicieron eco de las penetrantes, crudas, y desafiantes formulaciones
de Heidegger y Sartre, así como de otros ilustres pensadores como Marcel, Merleau
Ponty, o Jaspers, para dar lugar a líneas de asistencia psicológica basadas en sus
principios.
Solo por mencionar algunas de las corrientes de mayor renombre, podemos recordar a la
Logoterapia de Viktor Frankl, o a la terapia Gestalt de Fritz Perls. Ambas perspectivas
comparten el trasfondo filosófico del existencialismo, su renuencia a creer en esencias
que trasciendan la percepción sensible (yo, inconsciente, o sociedad) como
determinantes del malestar subjetivo del hombre, y su insistencia en acompañar al
sufriente a tejer una red comprensiva de sentido que lo haga comprometerse en el aquí y
ahora con su situación existencial, sin rehuir a la angustia sino partiendo de la misma
como fuente creativa y renovadora del ser.
En este contexto, nos abocaremos a indagar en la Psicoterapia Existencial, cuyos
fundamentos filosóficos ya hemos repasado en el capítulo anterior.
Primero y principal, debemos considerar la diferencia esencial entre esta corriente
psicoterapéutica y el análisis existencial, o Daseinálisis, iniciado por Binswanger, y
relacionable a un encuentro entre el psicoanálisis freudiano y la fenomenología
heideggeriana.
El análisis existencial aspira al encuentro del paciente con sus impulsos inconscientes, a
través del reconocimiento de su estructura existencial inmediata.
Tanto esta línea de intervención como su contraparte, la Psicoterapia Existencial, y a
diferencia de corrientes no emparentadas con el existencialismo, parten de considerar el
tratamiento clínico como algo más cercano a la reflexión filosófica que a la práctica
médica (…). Los términos “cura”, “análisis”, o “tratamiento”, derivan justamente de la
suposición de que el sufriente debe modificar su situación de padecimiento en favor de
una mejoría psicológica. Esta consideración parte de la base de que existe en quien
sufre cierta forma de malestar inducido por determinaciones externas al ser, esencias en
sí mismas como lo son cualquier bacteria o microorganismo, que al generar el estado de
angustia o pena que lo agobia deben ser eliminadas desde una pretensión curativa, o
bien sobrellevadas desde lo paliativo.
La Psicoterapia existencial, a diferencia de estas otras formas de intervención, aspira a
facilitar la indagación filosófica en el sufriente. Puesto que el mismo no ha dejado de ser
un Dasein, es quien se encuentra en el mundo, en urgencia de actuar bajo circunstancias
no siempre favorables. Lo que intenta es generar condiciones idóneas para una reflexión
permanente del ser en relación a aquellos preceptos de los que intenta sostenerse para
evitar su confrontación con la angustia existencial, el vacío insondable al que siempre
retorna.
Esto, lejos de representar un esfuerzo por mantener al sufriente en su condición de
miserabilidad, implica la posibilidad de ayudarlo a reconocer sus limitaciones y
potencialidades reales, aquellas que solo pueden escenificarse en la acción, a través de
las decisiones que este habrá de tomar ante cada posibilidad que se le presenta en la
vida.
Claramente, el enfoque adoptado por el existencialismo no se rinde colaborativo con las
tendencias socio históricas actuales, ligadas al alienante círculo de consumo masivo al
que nos tiene acostumbrados. La terapia, en particular, aspira a estimular la
concientización del ser mas allá del sujeto que cree ser, una actividad de exploración
incisiva sobre sus estados emocionales y de la red de sentido que va construyendo para
el vivir, que muchas veces lleva al sufriente a enfrentarse con un vacío para el que no se
encuentra preparado, en el contexto de una sociedad caracterizada justamente por la
difusión de ideales del ser diametralmente opuestos.
En el contexto del salvajismo capitalista, el ser es sujeto por hallarse sujetado a
determinaciones socio históricas, económicas y políticas, que alimentan lo que Deleuze
denominó la maquinaria del deseo (Deleuze y Guattari, 2009). Aquello que se anhela
implica, de una u otra forma, el alcance de un estado o posición subjetiva que lo paralice
como sustancia, convirtiéndolo en una estatua a adorar por otros. Sartre planteó, en La
trascendencia del ego (2004), la imperiosa necesidad del ser por trascender a su propia
muerte a través de la edificación ficticia de una identidad sostenida por un proyecto
alienante. Esto nos llama a considerar que este ser deviene sujeto a un deseo, del cual
extrae sus motivos de disfrute y padecimiento, prefiriendo apostar por existir bajo la
sombra del cumplimiento o no de sus anhelos a adoptar una existencia auténtica, de
exploración del sentido de su hacer y de elecciones conscientes.
Principios fundamentales para una psicoterapia de la existencia: La ausencia de
soporte. Ser ahí como posibilidad
Podemos decir que la Psicoterapia existencial, al igual que su hermana, el Análisis
existencial, fundan su práctica en un principio fundamental, relacionado al Dasein
heideggeriano. Desde esta óptica, la problemática cotidiana del sujeto no se da en
términos del yo o el inconsciente, sino de la relación ser ahí/mundo. Esto priva al
sufriente de toda posibilidad de desresponsabilizarse por sus propios actos y elecciones,
excusándose en conceptos o teorías ajenas, para hacerse responsable de su vivir.
Esto no niega para nada la existencia de un inconsciente que habita al ser, y que hace
que la trama de sentido de su existencia tenga un correlato simbólico significativo con
una historia de vida. Las decisiones, la mayoría de las veces, siguen el curso de la
repetición sintomática de lo inconsciente, en pos de facilitar la habilitación de un deseo.
Ahora bien, debemos comprender aquí que dicha influencia no proviene de una entidad
a develar o descubrir, un “inconsciente” sustantivado como cosa, sino que aquello que
denominamos de esa forma hace a lo que ha hecho al ser hasta ese punto, lo que ha
quedado impreso en su piel, aquello que lo constituye en el aquí y ahora. No hay
separación entre un pasado y un presente, un inconsciente y una conciencia. Lo que hay,
si recurrimos a Sartre (2004), es actividad fluyendo en el sentido de una proyección
hacia lo que vendrá, en la que pueden observarse patrones de repetición asociables a la
historia del sujeto.
Aún así, y tomando nota de los inestimables aportes del psicoanálisis freudiano y
lacaniano, debemos considerar que la psicoterapia existencial es una forma de clínica
que acepta y se nutre de todos los desarrollos teóricos de otras corrientes, pero que
disiente con ellos en cuanto a la metodología y fines últimos de la intervención.
Como ya hemos mencionado, las psicoterapias fortalecedoras del yo aspiran a reforzar
en el sufriente la expectativa de un ideal de estabilidad, certeza, y seguridad personales
a alcanzar. Se parte de la premisa de la existencia efectiva de una sustancia que defina al
sujeto y lo identifique, para entonces viajar hacia la consecución de las metas que ha
internalizado como deseables. El ideal del yo adviene entidad a realizar como proyecto
de vida, pero nunca logra materializarse como logro obtenido. Del mismo modo, el
psicoanálisis, en su intento por desnudar lo inconsciente, hace que el sujeto se proponga
como meta clínica el análisis de conceptos teóricos, entidades abstractas a las que asigna
nombres. La madre como causante de la falta de afecto, el Super yo como responsable
de su autoexigencia, la pareja como culpable de su angustia. El ser se sujeta a
determinaciones externas, cosas a las cuales aferrarse. En este caso, conceptos a los
cuales asimilar las causas de su malestar.
En este sentido, Heidegger hizo referencia al círculo hermenéutico, como el compendio
personal de explicaciones que se retroalimentan periféricamente a cualquier cuestión
asociable al Ser ahí (Lopez Calvo, 2002). No hay instancia, estructura o entidad a la
cual responsabilizar de lo que sucede en el existir inmediato, no hay una esencia última
a la que se destine el tratamiento.
El ser se pierde, por tendencia, en el mundo impersonal, el de los entes abstractos que
gobiernan su conciencia. Escapa a la finitud a través de sus preocupaciones. Hay, en
esto, un reduccionismo metafísico.
Siguiendo a Heidegger, debemos considerar lo metafísico no en un sentido técnico, sino
vivencial. Se trata de una región específica de los entes, que hace a la reducción de lo
complejo a lo simple, de lo concreto a la abstracción de los entes – idea (Lopez Calvo,
2002). La metafísica de cada ser hace a la ilusión de un mundo compuesto por objetos a
conquistar, y que por lo tanto es impersonal, impropio. La esencia del ser ahí es el poder
ser, lo que solo se visibiliza a través de la angustia como límite, como lo que confronta
con la indivisibilidad de lo real. El ser ya no puede ampararse en sus preconceptos, en
orden a intentar detener lo otro bajo determinaciones metafísicas tales como sus
creencias o pensamientos, y debe experimentar el vacío que se renueva, aquel que lo
interpela a la singularidad más absoluta.
Dicho de otro modo, el ser se divide entre aquello que es como ente, y aquellos entes
abstractos o concretos que percibe exteriores a sí mismo. De esa división fundamental
deriva un segundo momento, relacionado al intento por dominar dichas entidades, ya
sea conquistándolas como evitándolas. En este contexto, el ser pierde toda noción de
alteridad. El otro es tal solo en tanto concepto, abstracción a ser reducida a los
principios metafísicos que gobiernan su limitada manera de entenderlo.
Dadas así las cosas, el sufriente parte de encontrarse en un estado de alienación
fundamental, al nivel de conciencia. Se considera ente pensante – percipiente, que toma
del mundo lo que desea e intenta alejar lo que lo atemoriza. Se encuentra, entonces,
incapacitado de captar el movimiento vital de su experiencia en el aquí y ahora,
absorbido por sus preocupaciones y pensamientos, abstraído hacia cavilaciones que lo
alejan de experimentar quien está siendo a cada momento.
Esto trae aparejada la angustia del cambio permanente. El ser no puede descansar sobre
un éxito conseguido, detenerse en el tiempo para saborear una conquista, sin encontrarse
nuevamente en la urgencia de decidir, y de esa forma exponerse nuevamente a
consecuencias desagradables. Se den o no a lugar, los efectos displacenteros del acto
electivo existen como potencia, habitando al hombre en cada paso que da, lo que
conlleva un estado de temor frente a lo desconocido que lo mantiene alerta. Ya sea en
épocas de cambios bruscos como en la más rutinaria de las existencias, el ser vive un
proceso de transformación tanto interior como exterior que le impide detenerse.
Dicho de otro modo, así como no hay un punto de origen concreto desde el cual edificar
una identidad, un “yo” real a ser glorificado, tampoco existe un destino cierto,
determinado. El programa de desarrollo vital del sujeto occidental común está atado a
una serie de determinaciones prescritas por un sistema social ordenado en función de su
alienación ontológica. El título, el hogar, los hijos, los viajes de vacaciones, son los
señuelos de la felicidad a lograr, preparados para mantener al ser alejado de conocerse
como ser y tomarse a sí mismo únicamente como ente funcional, cosa que se mueve y
se dirige a ciertos puntos.
Con esto no estamos declarando la nulidad o futilidad de dichos logros. Lo que debemos
tener presente, como pilar conceptual para una clínica existencial, es cómo son
interpretados, qué lugar ocupan en la vida anímica del sufriente que pide por consulta.
De esto se deduce el hecho de que el existencialismo plantea firmemente que el ser no
tiene planes, carece tanto de apoyo de una esencia yoica como de un destino al que se
encamina. El que necesite desarrollar un proyecto de vida nos muestra, claramente, que
no ha nacido con uno, y si no lo busca tampoco lo obtendrá. Su plan de vida deberá ser
construido, o mejor dicho, tomado, de aquello que la sociedad del Dasman le ha
preparado.
El Ser ahí implica un tolerar una existencia desprovista de certezas, desamparada en
relación a aquello que se ha dado a entender como amparo social o familiar. Esto busca
ser abordado en la clínica existencial, ya en el momento en que se intenta confrontar al
sufriente con su esquema de creencias, la conceptología de lo cotidiano en la que se
apoya para mantenerse en su particular estado de ceguera existencial.
La angustia es la de este poder ser, que es un ser para la muerte. La de la muerte es la
experiencia que singulariza, y por ello angustia. El reconocimiento de esta instancia de
irremediable soledad puede conducir al ser a desujetarse del otro para, entonces,
desarrollar una red de sentido existencial basada en su autenticidad. La percepción
sensible de una ausencia de soporte yoico real lleva al ser a experimentar el vacío del
que emergen sus estados emocionales diarios. Una relación auténtica, genuina, y
espontánea con el otro solo será posible, entonces, en la medida en que este ser
reconozca a qué suele aferrarse, sus esquemas de pensamiento, su manera particular de
alienarse, en orden a poder finalmente encontrarse.
El ser, ante la fragilidad y finitud de su existencia, busca apoyo, sostén y tutela en el
mundo, siguiendo su cadencia y extraviando así la propia. En este escenario, las
manifestaciones psicopatológicas tienen un sentido relacionable a la manera en que cada
uno busca refugiarse de sus estados de tedio, ansiedad, o angustia cotidianos,
ontológicos, enmascarándose hacia la adopción de un estilo de vida impropio.
Podemos decir que el siguiente principio fundamental de la Psicoterapia existencial
reposa en la ausencia de todo objetivo clínico que no sea el carecer de objetivos, para
entonces encontrarse como ser auténtico, experimentar su existencia en el presente.
Principios fundamentales para una psicoterapia de la existencia: El desarrollo de
una existencia auténtica
De alguna manera, podríamos decir que la psicoterapia existencial aspira a retornar al
ser a un estado de arrojo activo al escenario de sus propias posibilidades, reencontrarlo
con quien está siendo, aquí y ahora, en el contexto de su estructura existencial
inmediata, asumiendo las consecuencias que se presentan ante cada decisión que se ve
en necesidad de tomar en lo cotidiano. Esto implica devolverlo al lugar del cual ha
escapado, en mayor o menor medida bajo el influjo del Dasman y sus tendencias, bajo
el imperativo filosófico del auto descubrimiento. De alguna manera, se aspira a la
estimulación de un estado de conciencia alerta, activa, y comprometida con las
oportunidades que se le presentan en su existir, y de elección consciente de los caminos
que preferirá desarrollar, en cruda consciencia de que toda elección conlleva
consecuencias desagradables en algún punto. No existe refugio temporal ni eterno, asilo
al cual acudir en caso de equivocación o daño, no hay un espacio de lo real preparado
para cobijarnos ante el dolor o rendirnos tributo ante el logro. Todo ello, en todo caso,
es lo que el sujeto desea obtener a través del consumo de sustancias, o incluso en el acto
suicida. Se trata de una tentativa de escape de la angustia ontológica. Y lo más
alarmante no es el que dichas inclinaciones destructivas y deteriorantes sean de elección
del ser allí donde no quiere comprometerse con quien es, sino que en muchas
oportunidades busca que su proceso psicoterapéutico se convierta en esa droga a la cual
recurrir en caso de hallarse sufriendo.
Es esta constante lucha del ser por negar su condición como libre lo que lo impulsa,
podríamos decir, a intentar petrificarse como un “algo” inerte, deshaciéndose de la
responsabilidad de ser ese “alguien” que está optando a cada momento ante sus
múltiples posibilidades.
El consumo de sustancias, en ese sentido, opera a partir de una fantasía similar a la que
habita todo proyecto alienante. Convertir al ser en un ente a ser admirado, amado, o
simplemente aceptado. Muchos testimonios de adictos a la marihuana o la cocaína
certifican esto. Se busca la seguridad, la confianza, la calma, de quien carece de fisuras,
quien por un momento se siente eterno, más allá de las leyes de los hombres, incapaz de
experimentar frustración alguna. El ser se olvida de ser para entonces entregarse al
consumo de cosas que lo conviertan en otra cosa. Un título que lo haga respetable, una
pareja que lo transforme en sujeto deseable, un hijo que lo exculpe de sus pecados para
con sus propios padres.
Podríamos decir que en psicoterapia existencial hemos de insistir en la necesidad de
acompañar al sujeto al encuentro con el ser. Rollo May (1995), uno de los más ilustres
terapeutas existenciales, considera a la ansiedad y angustia que experimenta el ser ante
la nada como motores de creatividad y cambio fundamentales. Muchas de las grandes
creaciones y descubrimientos artísticos, científicos, filosóficos, o de la vida ordinaria
surgen como fruto de este “permitirse estar” con uno mismo, en esta situación puntual
que hemos de vivir.
Ahora bien, el encuentro con el ser no puede ser entendido como una forma de
afirmación o fortalecimiento del yo. Nuevamente, estamos refiriéndonos a quien
reflexiona, cuida del hombre por el que vela. El Ser ahí, que está siendo mientras
piensa, consume un vaso de agua, o habla con su terapeuta, es el “quien” que busca ser
encontrado. Esto nos lleva, inevitablemente, a considerar que hace alusión a una forma
de psicoterapia exenta de objetivos específicos. No se trata de un “hablar del ser” como
si este fuera un objeto del pensamiento, un ente a ser conquistado. Es este ser, que se
encuentra ahí, quien puede percibirse como conciencia, actividad electiva en ese ahí y
en ese momento. Se podría decir que el único objetivo es el de, sin perseguir ninguno,
que el sufriente se encuentre con quien lo hace sufrir, ese ser que se encuentra eligiendo
entre diferentes posibilidades que se le presentan, su “quien soy” (de acuerdo a la jerga
popular, que se encuentre de repente “consigo mismo”). Implica, podríamos decir, un
retorno al cuerpo, un estar sintiéndose, no desde el pensarse como ser potencial, ente a
ser imaginado o pensado, sino como ser que se siente en el instante mismo en que lo
percibe.
Es allí donde el consultante arriba al abismo planteado por Heidegger. Sus fantasías y
creencias se sostienen sobre temores y deseos que están allí para ser descubiertos,
experimentados. Más allá de eso no hay un “yo” que soporte esta estructura y dirigida la
nave a puerto, una instancia de seguridad o certeza que deba ser afirmada o fortalecida.
De allí la insistencia sartreana en el planteamiento de la conciencia como vacua,
actividad eyectada hacia una elección permanente. Quien se encuentra consigo mismo,
solo percibe una tendencia espontánea e inmediata a intentar llenar un vacío que se
impone a cada momento.
Con esto, podríamos decir que el principio fundamental que rige la Psicoterapia
existencial es el que aspira al desarrollo de la autenticidad. Esto implica el arrojo
espontáneo al vivir, la asumisión de consecuencias ante cada elección tomada, la cruda
conciencia de la finitud del hombre, las limitaciones propias y ajenas, y por sobre todas
las cosas un proceso de desmantelamiento de las tendencias defensivas a las que el
sufriente recurre, en orden a huir de su genuino existir. El existente autentico es quien se
somete a un estado de permanente desprendimiento, respecto de las creencias que lo
sujetan y los deseos que lo esclavizan.

Principios fundamentales para una psicoterapia de la existencia: La inevitabilidad


de la ansiedad y angustia ontológicas
Podemos decir que el sufrimiento humano se encuentra ligado, de una u otra forma, a un
dilema sustancial ya descrito con anterioridad por Rollo May (…): El ser humano es
objeto y sujeto al mismo tiempo. Es objeto, en la medida en que se encuentra ligado a la
interacción con un medio ambiente en el que se encuentra envuelto y del que no puede
sustraerse. Es sujeto, en tanto capaz de ser consciente de ello y crear, reflexionar, o
recapacitar sobre su hacer y decir.
Esta es una lucha insalvable que cubre al ser en todas sus facetas. Es objeto del deseo de
otros, se ofrece como cosa en la creación de una red de sentido subjetiva de otro, para la
cual su cualidad como esencia es fundamental, pero a la vez se sabe incapaz de ignorar
todo esto, se encuentra enfrentado a diario con su propia capacidad de conciencia. Sus
decisiones o se encuentran atadas al mundo de los objetos, o bien serán guiadas por un
sentido del vivir personal, no siempre emparentable con el deseo de los otros y por lo
tanto, constituyente de un severo riesgo. El desheredamiento, la exclusión, la
marginalización, y el correspondiente proceso de despersonalización que todo esto
puede causar, son algunas de las amenazas que se asoman en el horizonte, toda vez que
este ser elija en su existir por el sendero de la autenticidad existencial.
La angustia aparece, aquí, como ese aviso de tormenta que todo lo cubre. El espesor de
esta experiencia sensible puede ser extremadamente intenso en el ser, dependiendo de
las circunstancias en las que se encuentre, su etapa evolutiva, su red familiar, los valores
y creencias a los que el sistema que lo envuelve intenta sujetarlo. No hay una realidad
paralela a la cual escapar ante esto. Desde las decisiones más sutiles y cotidianas, como
invitar o no a su pareja a una reunión familiar en la que se verá expuesta a conocer con
desagrado el carácter autoritario y desagradable del padre de su novio; hasta en las
cuestiones límites, tales como optar por llamar o no a un médico ante ciertos avisos
tempranos de infarto de parte de un tío, todo se encuentra impregnado de la
necesareidad de optar por una existencia unida a valores que personalicen al ser, o bien
una disfrazada, en la que este se camufla en los valores impersonales que han sido
tejidos por otros, integrantes de un sistema axiológico dado.
Podríamos decir que el ser, o bien deviene sujeto, en tanto unido a valores y creencias
que lo distingan como persona, o bien se elige sujetado, constreñido en su libertad al
servicio de resoluciones ajenas a su inmediato existir.
Podemos decir que la angustia ontológica es, entonces, un estado vivencial
caracterizado por la plena conciencia del ser respecto de su condición dual en tanto
elector, entre ser un sujeto libre o bien un ser sujetado. Enfrentar con crudeza la realidad
de su situación, o bien huir de la misma, correr a los brazos de otro social, real o
imaginario, que lo ampare y lo haga olvidarse por un rato de su condición como
humano.
Por su parte, la ansiedad ontológica es el resultado sintomático, visible e instalado en el
ser en cierto grado, del peso de sus elecciones y las consecuencias que estas traen.
Podríamos decir, es el precio del existir, en la medida en que una decisión tomada en el
sentido de su autenticidad tendrá como resultado el probable alejamiento de ciertas
personas y lo que estas representan en tanto protección personal o institucional, y toda
determinación inauténtica traerá el problema opuesto, el de la falta de resolución
personal, la impersonalización, la ausencia de un sentido en el vivir, la pura errancia de
un sujetado inerte, que se rinde al existir como si se tratara de un hacer cotidiano
automático.
Teniendo esto en consideración, la angustia es el sentido de la exposición permanente a
elegir entre caminos mutuamente excluyentes, y la ansiedad el resultado inequívoco que
cada elección habrá de traer.
Como podremos notar, ninguno de estos estados psicológicos es negativo, patológico, o
inútil. Son característicos de lo humano, hacen a la experiencia consciente en lo
cotidiano y por lo tanto, no habremos de trabajar para convertirlos en otra cosa, como
ser alegría, calma o motivación, sino trabajaremos con ellos, en ellos, en orden a poder
comprenderlos como motores de transformación personalizante.
Ahora bien, teniendo esto en consideración, podemos diferenciar la ansiedad que surge
como fruto de elecciones auténticas de aquella que emerge como resultado de la
alienación existencial del sufriente. La primera suele generar un incremento
significativo del volumen y tono afectivo del ser en sus decisiones. Al aparecer como
resultado de un estado de arrojo al vacío, de asumisión de riesgos tales como la pérdida
del sustento y protección de terceros, comunica en el sujeto cierto grado de alerta, de
vigilia, y de intensidad volitiva necesarios para poder sobrellevar las consecuencias
potenciales de las decisiones tomadas.
Independientemente de las características subjetivas del ser en cuestión y de las
circunstancias en las que se encuentra envuelto en el momento puntual de cada decisión,
la ansiedad ontológica del existente auténtico es la de un sujeto energizado, intenso, y
comprometido en cierto grado con metas que se ofrecen viables. En este contexto, la
creatividad emerge como una fuente transformadora, capaz de brindarse como vehículo
expresivo de su ansiedad. Este es un ser que ha optado por intervenir el mundo,
involucrarse en el riesgo, y por lo tanto, se encuentra sujeto a crear, en lugar de hallarse
sujetado a ser recreado por otros. Es un ser carente, incompleto, que se percibe en
estado de necesidad y hace algo con todo ello.
La ansiedad ontológica del existente inauténtico es, por el contrario, la de un ser
completado. Se encuentra arrojado al mundo, en lugar de ubicarse en un estado de
arrojo, y hay una gran distancia entre un estado y el otro. Hay una gran cantidad de
energía psíquica y física que no se encuentra involucrada en un hacer comprometido
con el mundo, por lo que la misma pasa a habitar al sujeto en su día a día, impidiéndole
dormir, generando estados de tensión nerviosa o frustración no relacionados con hechos
puntuales o específicos, sino con la apatía misma que causa el seguir una dirección de
vida en lugar de encontrar un sentido al vivir.
Estudia algo que no lo satisface, trabaja en algo que solo lo recompensa
económicamente, se casa con alguien a quien no ama sinceramente, y construye un
complicado laberinto intelectual como fuente de rescate consciente, a través del cual
racionalizar su hacer, justificándolo ante sí mismo y los demás como “lo único que
puede hacer al respecto”, o bien camuflándolo bajo el discurso de la supuesta
autenticidad, un autoengaño que entiende inocultable, ya donde los síntomas de su
ansiedad se le presentan a diario.
Esta es la forma de padecimiento ordinario del sujeto que intenta cancelar el
movimiento de su vida, aplacarlo, volverlo opaco y oscuro, rutinario. Es un estado de
densidad afectiva, corrosión, descomposición paulatina. Hay una alienación
fundamental que obra en el sentido de sus elecciones diarias, por lo que termina
extrañándose respecto de si mismo. La despersonalización es el resultado, en tanto
encontrarse arrojado a una situación existencial que ha elegido no elegir para sí, sino
dejar que sean otros quienes la elijan.
El vínculo terapéutico
De lo expresado con anterioridad deriva un legítimo interrogante, vinculado a la idea
siguiente: Si quien se encuentra leyendo estas líneas carece de un “yo” que lo
identifique y lo haga ser, ¿Quién es exactamente?.
Esto nos invita a ingresar en el difícil territorio reservado al conjunto ilimitado de
cuestiones que damos por sentadas. Definir a un yo, como hemos dicho, implica aceptar
una esencia firme y rígida que pueda ser definida, pero ¿cómo seremos capaces de
definir a quien intenta definir?.
La psicoterapia existencial nos presenta la posibilidad de pensar que el ser no es una
entidad cósica, sino que se encuentra inevitablemente conectado con otros en una red de
sentido que lo lleva a significar el mundo. La cosa en sí, como ser una puerta, habita al
mundo como objeto, está depositada por fuerzas externas en un punto del espacio y solo
adquiere algún sentido en la medida en que un Dasein se lo asigne. Como esencia, se
basta a sí misma para existir, no necesita de nombres ni funciones adheridas, ser
comprendida por otros ni reflexionar sobre su existencia. Simplemente, es un objeto
carente de conciencia, y por lo tanto, incapaz de relacionarse con otros.
A este punto de inercia y muerte psicológica busca arribar el ser ante su angustia.
Intenta posicionarse como objeto para un análisis clínico, separarse de sus estados
psicoafectivos inmediatos e ingresar en una zona de autoevaluación consciente que le
permita “tomar distancia”, como si dicha actividad tuviera algún tipo de efecto
anestésico sobre su sufrimiento. Se desdobla entre un yo que padece y un yo que
analiza. Se busca como el perro que se persigue la cola, buscando razones que
justifiquen su malestar (Martinez, 2003).
En este contexto, hay formas de psicoterapia facilitadoras de este accionar de
desdoblamiento, y algunas de ellas se apoyan en dicha conducta defensiva en orden a
conseguir sus metas clínicas. El lugar del otro, de aquel que no es a quien identifico
como “yo”, es tomado por el interlocutor interno, imaginario, aquel al que el sujeto se
dirige a fin de buscar respuestas. Ese “no – yo” interno es el lugar otorgado
consecuentemente al terapeuta o analista, fruto de lo cual es posible el fenómeno
definido por Freud como transferencia.
Dicho de otro modo, podríamos decir que la existencia de un “yo” presupone una
división entre este y un “otro”, y sobre dicha separación opera la circulación
inconsciente de proyecciones narcisistas y de toda índole. En Psicoanálisis, dicha
actividad se ofrece como el fundamento mismo de la clínica, algo correspondido
coherentemente con el fin último del análisis en si de lo inconsciente. En Psicoterapia
existencial, en cambio, la proyección en el terapeuta del lugar del otro interno es,
justamente, algo que intenta ser expuesto, develado, como un intento de fuga de parte
del sufriente. Es allí donde el vínculo terapéutico presenta diferencias claras con la ética
psicoanalítica y su ya conocido ascetismo.
El terapeuta, al ser ubicado en el lugar de este otro interno, permite la ilusión
inconsciente de ofrecerse como un otro externo real a quien hablar, a través del cual el
sufriente intenta contestarse. Podríamos decir, se brinda como puente facilitador para un
proceso de proyección permanente, un espejismo funcional a las tentativas del ser por
abandonar su padecimiento.
El terapeuta existencial es, en todo caso, un incómodo acompañante, un estorbo para los
intentos ordinarios de escapar de la angustia del aquí y ahora de parte del sufriente.
Ubicar al terapeuta en lugar de otro interno a través del cual ver reflejado mi yo y con
ello analizarme, es una forma de aferrarse a dicho ser y responsabilizarlo por la
proyección de aspectos personales que temo reconocer. El terapeuta que actúa en
consecuencia con esto, en lugar de ayudar al sufriente a ser consciente de sus maniobras
de escape y de aquellas situaciones y estados emocionales puntuales que las disparan, le
ofrece un soporte técnico que cientifiza su intento, le da un sentido avalado por la
práctica profesional.
El otro, en psicoterapia existencial, no es un espejo en el cual verse reflejado. El vínculo
terapéutico se sostiene sobre el intento permanente del sufriente por ubicar al terapeuta
en el lugar del otro interno, y la consecuente búsqueda del terapeuta por correrse de
dicha posición objetivante y ofrecerse como quien está siendo, al margen de todo
concepto. Intenta, en la medida de lo posible, ser incapsulable para el ideario del
sufriente, de tal modo de brindarse humanamente, como otro ser igualmente angustiado
y necesitado, que intenta comprenderlo y acompañarlo. Si bien esto no puede lograrse
del todo en todos los casos, no deja de formar parte de una ética existencialista que deja
en claro un principio fundante: el terapeuta no podrá ayudar a quien lo use como
instrumento para conservar su sufrimiento.
De estas observaciones se desprende que la existencial es una forma de psicoterapia
relacional, basada e inspirada en el surgimiento de un vínculo entre el consultante y el
terapeuta que no debe aceptar limitaciones basadas en rigideces metodológicas. La
angustia ante la muerte es el resultado de encontrarnos desprovistos de puntos de
anclaje ilusorios, confronta al ser con quien se encuentra siendo, en el instante mismo en
que experimenta o vive su existir, y lo obliga a sincerarse consigo mismo. En esta labor,
el terapeuta se ofrece como acompañante, devela parte de su mundo y su forma de
pensar, pero por sobre todas las cosas, no lo dirige ni lo motiva. Simplemente, lo
cuestiona, lo interpela, continuamente lo obliga a replantear la red de creencias que
sostiene y justifica su padecimiento. Lo acompaña a abandonar las cadenas que lo
sujetan y a experimentar, aunque mas no sea episódica y pasajeramente, esto que se
encuentra siendo como ser humano, mas allá de toda preocupación abstracta.
La labor de asistencia psicológica brinda, además, una compañía que intenta destituir la
creencia comúnmente compartida que considera a la soledad como equivalente al
aislamiento.
Terapia de objeto, análisis del sujeto, o comprensión del ser
La psicoterapia existencial es una rama de la clínica psicológica poco extendida en
nuestro país. Podemos mencionar múltiples motivos para que eso suceda, pero tal vez el
más llamativo es uno vinculado a la presuposición de que toda forma de psicoterapia
implica, necesariamente, análisis o cambio de los procesos mentales conscientes. Lo que
en psicoterapia existencial proponemos es, muy por el contrario, comprensión de la
existencia de cada ser humano consultante.
La mayoría de las personas que arriban a consulta en nuestro país lleva consigo una
representación imaginaria de qué la impulsa a buscar ayuda profesional. Más allá del
motivo de consulta puntual por el que se acerca, existe un soporte invisible, de carácter
semi – consciente, que le otorga suficiente tranquilidad como para acudir a hablar con
un extraño sobre cuestiones privadas sin que esto suponga una embestida intolerable de
vergüenza, el pudor o la culpa ante tamaño acto.
Muchas conjeturas pueden realizarse en torno a esto. Lo que podemos considerar
inobjetable es que casi todas las personas que asisten a terapia, salvo muy raras
excepciones, acuden por un profundo deseo de cambio o, en otras ocasiones, necesidad
de análisis de los contenidos de su conciencia. Ambas formas de demanda presentan un
modo particular de posicionarse frente al terapeuta, quien es considerado reformador del
consultante, en caso de que espere un cambio de la terapia, o bien su analista, en el caso
de que busque estudiar los porqué de sus conductas sintomáticas.
Podemos decir que ambas formas de demanda clínica, y sus correspondientes posiciones
subjetivas, llevan implícito un problema de orden mucho mas profundo, vinculado ya a
los pormenores de la labor psicoterapéutica y su discurso institucional. Vamos a
considerarlo de la siguiente forma: En el deseo de cambio hay un objeto que busca ser
removido de su lugar, en el deseo de análisis un sujeto que pretende ser estudiado y
explicado. En ninguno de los dos casos, sin embargo, se presenta a consulta un ser
humano. El primer escenario refiere a un ser – ente que se considera a sí mismo cosa
pasiva de ser alterada por un ente activo, el terapeuta; en el segundo caso, hablamos de
un objeto de estudio, alguien que se ofrece a ser analizado por su analista, quien en su
saber dictará sentencia sobre su cordura.
La pasividad asumida frente a la realidad psicoterapéutica lleva incita la premisa de que
el consultante se encuentra en una relación de interacción con el mundo de los objetos
externos, considerándolos entes que se encuentran ayudándolo o afectándolo.
Cualquiera sea el caso, se trata de un ser que observa cómo es influido por sus padres,
pareja, colegas de trabajo o personas en general, lamentándose por sus pesares como si
no tuviera ningún tipo de implicación activa y responsable en ellos. Un ser que reposa
contemplativo a la espera de una sentencia de cambio o análisis de parte de otro ente
externo, cubierto en esta ocasión con el aura de salubridad que le da el aval del discurso
universitario, que lo escuche en sus lamentos y le hable, aconsejándolo, ordenándolo, o
interpretándolo, como si se tratara de una entidad sin decisión propia, que ha caído en
desgracia por obra de otros.
Lo que aquí deseamos transmitir es simple. El consultante, en tanto se encuentre
posicionado como objeto o sujeto, se encontrará inhabilitado de toda posibilidad de
hallar un sentido a su existir, encauzar su inteligencia, o liberarse de las cadenas de un
pasado que se actualiza. Se encuentra condenado a la inautenticidad, y a la angustia que
esta genera, por no tolerar la angustia verdadera, la que refleja su propia responsabilidad
como ser inmerso en el mundo, que afecta a otros tanto como estos lo afectan, ser que
decide a cada instante y que, por lo tanto, se encuentra expuesto al flagelo de
consecuencias negativas o indeseables frente a cada paso que da.
Frente a estas dos alternativas, altamente frecuentes en la población de consultantes de
psicoterapia en nuestro país, propondremos una tercera, absolutamente diferente.
Hablaremos del ser que busca ayuda profesional como quien debe comprender sus
estados conscientes, en orden a conocerse, sin necesariamente cambiar nada ni brindarse
como objeto de análisis de nadie. Un ser humano, lo que implica un ser que reflexiona
sobre sus procesos conscientes, se responsabiliza de ellos, y en función de dicha
conciencia elige frente a cada circunstancia que se le presenta. En este recorrido, el
terapeuta habrá de oficiar de acompañante, comprendiente, y agente co – investigador
del ser de quien consulta. Haremos un breve recorrido por las diferencias sustanciales
presentes en el modo en que cada consultante se presenta y las propuestas ofrecidas por
la psicoterapia existencial frente a esto.
El ser – objeto y su demanda de cambio
Tal como hemos dicho, en el deseo de cambio subyace la premisa de que el consultante
es un ente pasivo que necesita ser modificado por fuerza de una voluntad exterior.
Dicho de otro modo, en todo deseo de cambio opera cierta forma de cosificación de la
experiencia humana. La persona se refiere a sí misma en términos de averías y
desperfectos, como si su malestar hubiera sido causado por alguna falla mecánica que
debe ser reparada. El cambio, entendido de esta forma, pasa por ser una actividad
forzada por el sufrimiento cotidiano, en primera instancia, cuya responsabilidad recae
por completo en los hombros de un otro, con un aval laboral, que debe reencaminarlo
por el sendero del bienestar. Es la fuerza de este otro imperante lo que determinará la
modificación del estado psicológico del consultante. La fuente de su poder será su saber
y experiencia.
En todo esto, como podremos notar fácilmente, se deduce un acto de cosificación del
ser, de su dimensión como humano activo, responsable y consciente de su propio existir,
hacia cierta forma de objetivación.
Ante la demanda de cambio de la conciencia, nos encontramos entonces con la
presuposición implícita de que el ser humano padece procesos que desconoce y que, por
lo tanto, intenta externar. Lo que funciona como soporte epistemológico de este tipo de
premisas es el enfoque biologicista, en el que se apoya la práctica médica. El sujeto
acude a consulta para que le extirpen de su interior el germen extraño que está causando
su malestar, en orden a recuperar su estado de salud anterior y volver a funcionar
normalmente a nivel social.
La cosificación que ejerce el sujeto sobre sí mismo se encuentra evidenciada aquí.
Solamente una cosa física puede alterar su estado gracias a una voluntad externa, algo
equivalente al cambio experimentado por un vaso de agua que es movido de un lugar a
otro por el accionar de un cuerpo ajeno que lo ha desplazado. Hay, en esto, una
profunda despersonalización, un intento del sujeto por desapoderarse de sí mismo,
alienándose hacia la condición pasiva de “paciente”, aquel que espera por una
resolución positiva de aquello que lo aqueja, dando a entender que eso que hace a su
dolencia cotidiana no le pertenece, no le corresponde, ha ingresado desde un exterior
peligroso llamado esposo, esposa, trabajo, sociedad, o hijos.
Del mismo modo en que un bolso es paciente de aquello que su dueño desea hacer con
él, el consultante por psicoterapia espera que su terapeuta lo modifique, “haga ajustes”,
cambie su estado actual por uno que, en teoría, resultará mejor.
El ser – sujeto y su demanda de análisis
Del mismo modo, si tomamos en cuenta el eje del análisis de la conciencia, esto nos
detiene en el punto de considerar a la persona:
1. Un “sujeto”
2. Un ente fraccionable
¿A qué hacemos referencia con el término sujeto?. Pues, como lo indica la palabra
misma, se trata de quien es sujetado por otro. El ser es visto, de acuerdo con esto, como
quien se encuentra atrapado por las cadenas de una fuerza superior que lo condena a la
esclavitud existencial. Llámese inconsciente, lenguaje, sociedad, estímulos
condicionantes, o sistemas relacionales, todo nos conduce a la creencia en la existencia
de una entidad capaz de voluntad consciente, gobernante absoluta del “sujeto”.
No estamos poniendo en tela de juicio la veracidad teórica de este postulado, puesto que
todo ser humano se encuentra atado a todo momento por determinaciones históricas,
psicológicas, biológicas, políticas, culturales, o económicas que condicionan su existir
inmediato y obligan a tomar decisiones bajo ciertas circunstancias de la vida. Lo que
estamos cuestionando aquí tiene que ver con el hecho de que es el consultante mismo
quien, al ubicarse en el lugar de sujeto siguiendo los patrones de pensamiento instituidos
por el discurso analítico de nuestra sociedad, bloquea toda posibilidad de acción
concreta hacia una comprensión real de su existencia, de aquello que a cada momento
acontece en su ser. Como sujeto sujetado al inconsciente, arriba al análisis para que sea
su analista quien lo sujete.
Por otra parte, el deseo de analizar al ser como si fuera solamente un sujeto nos remite a
la segunda consideración antemencionada. Analizar implica descomponer, fragmentar
en partes la constitución plena de un objeto, en orden a entender los porqué de su
composición global. Dicho de otro modo, lo que interesa al demandante de análisis es el
porqué de su forma de ser, investigarse a sí mismo a través de su analista en orden a
hallar respuestas explicativas, lógicas y certeras, que anestesien su sufrimiento.
En la dinámica del análisis se nos impone, nuevamente, esta cuestión. El analizado es
pasible de ser interpretado en sus contenidos inconscientes. Se encuentra investigando
sus propios procesos mentales como si se tratara de un objeto de estudio del que se
separa para su correcto entendimiento. Así como hay una profunda despersonalización
en el sujeto que demanda cambios en su psiquis, hay una llamativa disociación en aquel
que busca ser analizado. Una parte de su conciencia queda a la espera de los resultados
del análisis de la otra parte, la que yace inerte como si se tratase de un libro sin autor a
ser leído e interpretado por el analista.
Ambas posiciones, la del cambio y el análisis, parten de la presuposición de que el
sujeto es incapaz de desarrollar conciencia comprensiva de cómo suceden las
transformaciones naturales e inevitables que lo habitan y que rol desempeña en ellas.
Hay, en todo esto, una profunda negación de la condición humana, que podemos
considerar plenamente reforzada por los imperativos superyoicos del capitalismo actual.
El “goza ahora o huye en caso de sufrimiento” se ha establecido como mandato
incuestionable y difícilmente sustituible, algo de lo que ya nos había alertado Huxley en
su célebre obra “Un mundo feliz”.
Podemos decir, entonces, que tanto la demanda de cambio como de análisis ubican al
ser en posición de “objeto/sujeto”. Esto es, una entidad cósica atrapada por
determinaciones que trascienden su capacidad consciente y a las que debe absoluta
obediencia. O bien es un objeto alterado que debe ser restituido para dejar de padecer
ansiedad o angustia, o bien es un objeto misterioso que debe ser develado, explorado
para ser científicamente descubierto para su propio regocijo intelectual.
La comprensión del ser
Ante este escenario, la psicoterapia existencial propone un enfoque basado en dos cosas:
Primero, el ser humano es un ser antes que un sujeto. Segundo, es conciencia activa de
aquello que le sucede, no objeto pasivo de conciencias superiores que lo atan y
determinan. Por otra parte, el fin de la psicoterapia existencial no está ligado al cambio
ni al análisis, sino a la comprensión consciente de aquello que el ser experimenta
mientras vive. Se trata de un abordaje centrado en la experiencia, en cómo son los
estados subjetivos del ser, que decisiones puede tomar frente a cada reto de la vida, y el
descubrimiento de las fuerzas inconscientes que lo atan y ciegan en ciertas
oportunidades. Se trata de un abordaje que aspira al desarrollo de la conciencia activa y
expandida del ser, entendido como quien elige libremente ante cada coyuntura de su
existencia.
Desarrollemos un poco nuestra propuesta. Decimos, en primera instancia, que el
humano es ser previo a cualquier condición de sujeto. Esto deriva del hecho de que,
antes de hallarse atado por fuerzas inconscientes, sociales, históricas, biológicas,
económicas, y políticas, es un ser ontológico, que sufre, se alegra, que vive en el mundo
libremente. Si bien es cierto que el peso de su pasado lo ha llevado a ser lo que es en la
actualidad, eso no determina quién es. El “quien” se pone en juego a cada instante, con
cada elección que se presenta, y es una instancia identitaria irreductible,
inexorablemente libre. Tomando como apoyo la célebre frase de Jean Paul Sartre, “el
hombre es lo que hace con aquello que hicieron de él”.
¿A qué hacemos mención con el término ser ontológico?. Pues, a la pregunta por quien
es. El ser es esto que estamos decidiendo ser, aún con la carga de aquello en lo que nos
convertimos hasta aquí (nuestro “que somos”). La dimensión ontológica es la que
refiere a lo inmediato, lo que aquí y ahora nos está sucediendo como fruto de nuestra
decisión instantánea. Ante cada acto electivo nos sumergimos en un Universo de
consecuencias positivas y negativas, y nuestra existencia remite a la asumisión
responsable o no de dichas experiencias.
En el contexto de la terapia, el consultante es, ante todo, un sufriente que intenta
desapoderarse de su padecimiento. Esto, lógicamente, nos ocurre a todos, por el mismo
peso del sufrimiento inevitable dejado por las consecuencias negativas de nuestras
elecciones. Los escenarios previamente dispuestos en nuestro estudio, el del cambio del
objeto y el análisis del sujeto, nos remiten a dos formas diferentes de evitar la
confrontación con la experiencia sensible de ser humano en lo inmediato. Implican una
desresponsabilización de los efectos dañinos de nuestras decisiones, las que siempre
teñirán nuestro existir de cierta dosis de dolor, vergüenza, celos, o ira, entre muchas
otras cosas.
La psicoterapia existencial propone, ante todo esto, un abordaje basado en la
comprensión de cómo experimentamos la existencia, a través del método
fenomenológico. Este implica una mayor concentración en la descripción de nuestros
esquemas de creencias y pensamientos, en orden a ver que realidades intelectuales nos
sujetan y nos oprimen, a los fines de permitir al sujeto liberarse de ellas. El sinfín de
preceptos que hemos comprado del sistema social reinante nos llevan a creer en un
mundo de determinadas características, mientras nuestra existencia se decide a cada
instante sin que tomemos nota de ello.
La única forma de acercarnos a la experiencia vívida de nuestro ser humanos se da,
entonces, a través de una responsabilización consciente de nuestros estados subjetivos,
las decisiones que tomamos ante cada acto de vida, y la continua reformulación y
revisión de todo cuanto constituye nuestras creencias y preceptos. A lo que se aspira es
a la expansión de una conciencia libre y alerta, en la medida en la que esto sea posible
en cada caso.
Existir, vivir, experimentar
Podemos detenernos un momento para reflexionar sobre un tema de radical importancia
para una clínica existencialista, como lo es el saber diferenciar entre dos modos
completamente diferentes de concebir la existencia humana: el vivir y el experimentar.
Con esto, estamos disponiendo de un espacio para ensayar ideas que pueden dirigir
nuestra atención en la clínica existencial en sentidos diferentes. La vivencia y la
experiencia son, ante todo, modos de estar siendo, existir como Ser ahí, que aquí
deseamos diferenciar a los fines prácticos.
Esta discusión nos lleva, ante todo, a poner en relieve que si bien es innegable que el ser
existe, dicho existir implica una forma de involucramiento dada, determinada manera
de, en lo cotidiano, realizar su existencia.
En ese contexto, proponemos pensar en el vivir y el experimentar como dos modos
diferentes de estar siendo en el mundo. La primera de ellas, relacionada a un desarrollo
racional consciente, ordenada en función de una urgencia de elección ante la angustia de
la finitud del hombre, que podríamos asociar a un estado particular de emergencia, y la
segunda como un estado de sumergencia,
Vivir trae implícito al mundo, en su particular organización biosocial, en sus
manifestaciones concretas tanto como abstractas. Vivir es algo, podemos decir, relativo
a un existir en un mundo al que no elegimos venir, y cuyas reglas no nos pertenecen.
Hemos de considerar al vivir como un estado de emergencia de la conciencia, desde la
nada que le es constitutiva en si, como lo planteara Sartre (la conciencia es vacía, de allí
que es en efecto actividad permanente de proyección), hacia la obtención de puntos de
afirmación y constitución subjetiva que personalicen la existencia del ser en el mundo,
lo distingan y sostengan ante los otros. Vivir implica el movimiento consciente en
desarrollo, desde la insubsustancia misma que le es inherente hacia cierta forma de
substanciación que posibilite un escape de la angustia de finitud.

El vivir como estado de conciencia

De esta breve definición aquí antepuesta podemos remarcar tres aspectos del vivir como
estado de la conciencia:

⮚ Su cualidad proyectiva, relativa al vivir en tanto desarrollo de un


proyecto
⮚ Su cualidad temporal, relacionada al hecho de que solo puede vivir quien
se percibe como perdurable en el tiempo
⮚ Su cualidad negadora, relacionada a la negación de la finitud del hombre
como condición indispensable para la realización del vivir

Dirigiéndonos al primer aspecto a remarcar, podemos decir que el vivir implica, en un


sentido más profundo, consistencia y constancia de algo en el tiempo, su perdurabilidad
y resistencia, así como su capacidad de adaptación y acomodación a circunstancias
dadas. Vivir es, a todos los efectos, la forma en que el ser se encuentra estando en
función de una estructura de determinaciones ajena a su voluntad y a la que debe
someterse de una u otra manera, en orden a poder crear una red de sentido propia que lo
singularice de los otros, del mundo biofísico y social.
El ser vive por obra del despliegue biológico de sus facultades, hay en esto algo
irrevocable y que trasciende por completo su existir. Se encuentra existiendo en el
mundo, y fruto a dicho acontecimiento gratuito y constante se ve en la obligación de
vivir, de sobrellevar dicha existencia de un modo u otro.
De esta manera, se encuentra implícita en la noción de vivir el que el ser se encuentra
condenado a desarrollarla, al igual que un animal o una planta, con la radical diferencia
de que este puede comprenderla y darle un sentido más allá de su mera reproducción
instintiva. El vivir implica, entonces, una determinación consciente, la de un ser que
reflexiona y crea un proyecto, en mayor o menor medida, otorgando una significación a
los entes del mundo a partir de dicha instancia comprensiva.
Esto nos lleva a considerar que se encuentra unido al concepto del vivir humano el
hecho de que el mismo solo es tal en tanto se encuentre significado por un plan de
desarrollo. Allí donde el ser no planifica, es existencia pura, la cosa en si sartreana. Se
encuentra rendido a ser únicamente eso, un ser, sin proyectarse como poder – ser.
Estar vivo implica, inevitablemente, encontrarse en un proceso de transformación que
no puede ser captado bajo las coordenadas restrictivas de la diferenciación interior –
exterior. El cambio se da tanto en el medio biofísico como social e histórico. Los
estados internos que el ser experimenta como resultado de dicho proceso de
transformación son, asimismo, inevitables. Ahora bien, encontrarse viviendo trae
consigo la formación de un proyecto que se va desarrollando en el tiempo, adquiriendo
un significado diferente conforme emergen distintos acontecimientos que lo orientan en
el sentido de distintos escenarios sobre los cuales decidir. De esta manera, el ser
viviente, como determinación puramente biológica, encuentra otro matiz de
significación cuando hablamos de un Ser ahí, que se encuentra viviendo,
implementando en el tiempo aquello que planifica en función de las decisiones que
toma bajo las circunstancias que se le presentan.
Esto nos remite al segundo punto a tener en cuenta al hablar de la dimensión del vivir,
relativa al hecho de que este es un estado de conciencia sumergido en la noción de
temporalidad. El ser que desarrolla su existencia en un plan de vida es quien, para
hacerlo, debe contar con una sensación dada de perdurabilidad y constancia. Solamente
en función de percibirse durable, capaz de mantenerse a lo largo de una secuencia dada
de fenómenos que lo impresionan, puede dar testimonio de que tiene una vida y de que,
en efecto, puede ejercer algún tipo de influencia sobre ella.
El vivir implica, entonces, la posibilidad que el ser se da de comprenderse como alguien
que puede proyectarse, que no se encuentra atado a un mero existir, arrojado al mundo,
sino que puede y debe hacer algo con eso en el transcurso de su existencia, y que todo
eso solo es posible en la medida en la que dicho permiso sea otorgado por la impresión
subjetiva de que su hacer se ve sometido a la variable temporal.
Por último, debemos centrar nuestra atención en un hecho irrefutable. El ser, para poder
vivir, se ve en la urgencia de negar que en cualquier momento ha de morir. La muerte es
concebida como tal en tanto concepto necesario para la edificación de un proyecto de
vida, tanto a largo plazo como en la inmediatez de lo cotidiano.
Ir por la mañana al supermercado, atender un llamado de la oficina, llevar a los niños a
la escuela, o sentarse con amigos a tomar una cerveza, adquiere la posibilidad de ser
vivido solo en la medida en que este ser niegue en cierta medida su finitud existencial,
temporalizándola como si fuera capaz de controlar en alguna medida cuantas horas más
le quedan de garantía en el mundo, así como darse el lujo de ignorar que habrá de
suceder durante el transcurso de dichas horas, y sin embargo mantenerse actuando en el
contexto de un plan.
Hay, en el vivir, una existencia a ser desarrollada en un proyecto, y esto solo es posible
en la medida en la que este ser que existe niegue que se encuentra fluyendo en el
tiempo. Toma al tiempo como entidad, y ordena su mundo de responsabilidades y
decisiones en torno a la supuesta seguridad que eso le otorga.

El experimentar

Ahora bien, debemos mencionar que hay una diferencia entre el vivir y el experimentar,
que aquí deseamos destacar.
Experimentar algo nos remite no a un desarrollo de vida, mucho menos a la noción de
durabilidad otorgada por la negación de la finitud en ella dada. Aquí estamos hablando
de la posibilidad de recibir, notar, o captar las modificaciones, sutiles o extraordinarias,
que se producen en el ser en el devenir de los acontecimientos. Experimentar nos
conduce en el sendero de lo que conmueve, hace girar al ser, lo muda de estado o
posición. Implica, por oposición a la construcción consciente de un plan de desarrollo
para sobrellevar la existencia en el mundo, la reducción de dicho mundo a su plano
sensible y microscópico, al encuentro mínimo y suficiente, preciso en su justa medida,
de un hallazgo sensorial que el ser percibe.
La experiencia humana es la del ser que ingresa en un estado de conciencia sumergente,
que lo extrae pasajeramente de las interacciones calculadas entre el Ser ahí y el mundo,
deteniéndolo en un estar siendo ahí, precisamente ahí.
De esta manera, así como el vivir remite necesariamente a un conjunto de sucesos que
son significados en torno a un proyecto, experimentar nos lleva en el sentido de una
serie de sucesos que sorprenden al ser sin presentar ante ellos proyecto alguno. Se trata
de un estado del ser, una forma dada de sentir lo que acontece sin trasladarlo en una
determinada dirección.
Ante todo esto, y en oposición al vivir como estado de conciencia, el experimentar
puede presentar tres aspectos propios y distinguibles:

⮚ Su cualidad contemplativa, referida a una forma de estar carente del deseo y su


faz proyectiva
⮚ Su cualidad atemporal, relacionada con la experimentación de un estado en el
que cesa toda noción de perdurabilidad y secuencia, el ser se encuentra siendo
sumergido en el tiempo
⮚ Su cualidad afirmativa, de entrega del ser a la muerte de su deseo, al cesamiento
de la actividad proyectiva de lo que llama “yo”

Podríamos decir, entonces, que el vivir implica un accionar especulativo constante de


parte de un ser que enfrenta su finitud al nivel de hipótesis, como aquello que han dicho
que algún día sucederá, y en función de dicha certeza construye un plan de desarrollo
dentro del cual adquiere una posición dada. En cambio, al experimentar su existir, el ser
se rinde por instantes dados a episodios sensibles de percatación de los sucesos que lo
conmueven. Así como ir de compras al supermercado es algo planeado en el contexto
de un itinerario, que involucra los objetos predecibles de un mundo biofísico y social
organizado de acuerdo a determinadas coordenadas, experimentar dicho plan solo es
posible en la medida en que el ser se permita sentirlo, ser abrazado por la percepción
sensible que dichos objetos trazan en su cuerpo y mente.
De esta manera, hablamos de una cualidad contemplativa en la experiencia humana,
relacionada con la posibilidad de captar de forma sensible el despliegue de un suceso y
su manifestación. Hay, en esto, un cese pasajero de las funciones de alerta racional, en
favor del despertar de lo creativo, lo receptivo y emocional.
Rendirnos ante un espectáculo artístico, tanto como a escuchar en absoluto estado de
relajación las palabras de un disertante experto, acariciar el cuerpo de nuestro bebé
recién dormido, o jugar por instantes con nuestro perro, pueden ser experiencias en la
medida en que el ser ingrese en este estado tan particular, en el que dicho hacer no surge
como efecto de un planeamiento rígido y ordenado, sino por efecto mismo de lo que
acontece. Y es así como, lejos de emitir un juicio racional frente a estos
acontecimientos, experimenta un estado de cese de la actividad proyectiva.
Esto nos induce a pensar que el yo, al carecer de substancia, al no presentarse mas que
como forzoso espejismo, no es más que una ilusión de permanencia y estabilidad que
por momentos se evapora. Ante la experimentación de un suceso dado, desaparece. El
ser se sumerge en la experimentación de lo que sucede, ausentándose en tanto “yo”,
presentándose como ser. No hay un “yo” que ocultar ante un espectáculo conmovedor,
pero si una renuncia del ser por su ocultamiento a través de la pantalla protectora que ha
creado, a la que otorga ese nombre.
Y, por último, hay aquí algo inequívocamente opuesto a la dimensión del vivir. El ser
reniega de la experimentación de su existir porque, justamente, la misma implica la
aceptación de su finitud. No a un nivel abstracto o intelectual, puesto que esto ya lo ha
asumido largamente, sino como acción, como vivencia. La experimentación de esto que
se encuentra siendo implica la detención momentánea del factor tiempo, la entrega del
ser a episodios en los que cesa esa actividad frenética de búsqueda inespecífica que
llamamos “yo”.
La experimentación de la angustia, al igual que de la euforia o la calma, nos lleva en el
sentido de una rendición del ser. Los momentos en los que el tiempo se detiene, al
escuchar una canción, tomar un vino en una velada especial, o bien encontrarse de
frente con la partida de un ser querido, nos extraen del vivir en lo cotidiano,
abandonándonos en un terreno de incertidumbres, en el que no podemos ya ignorar
nuestra finitud y con ello especular. La experiencia atrapa al ser, y paradójicamente lo
libera, lo desencadena a un episodio de extrañeza, desencantamiento, cruda cercanía con
lo que se está siendo.

Sobre una clínica existencial que favorezca la experiencia

Esto nos llama a una sana reflexión sobre una clínica capaz de presentar la posibilidad
de la experiencia humana. La psicoterapia puede, en efecto, ser objeto del pensamiento
en el desarrollo del vivir, y con ello figurar como parte de la cotidiana planificación del
sufriente, esto es inevitable. Ahora bien, ¿puede la psicoterapia existencial facilitar la
experimentación de la existencia?. Este ser se encuentra existiendo, a cada momento,
hablando de sus pesares, compartiendo sus alegrías, o simplemente discurriendo de
forma superficial o vacía, pero ¿de qué forma lo hace?. ¿En qué estado de conciencia se
encuentra mientras lo hace?. Decide por comprar una casa en lugar de ahorrar ese
dinero, por pensar que una tragedia en su vida lo reafirma en su fe católica y no en que
lo distancia definitivamente de Dios, pero todo ello ¿lo vive o lo experimenta?. Vivirlo
será desarrollarlo, hacerlo compatible con la temporalidad de lo cotidiano, elegirlo
como fruto del pensamiento o la reflexión, experimentarlo será rendirse a verse tocado
profunda y sensiblemente por las emociones y sensaciones que esta decisión le genere.
De dicho acto electivo surgirán interrogantes a ser contestados en el diario vivir, así
como experiencias episódicas a ser transitadas, convertidas en una poesía, un momento
de contemplación, un comentario profundo en una charla amistosa, o un instante de
recogimiento necesario en una sesión de psicoterapia existencial.
De una u otra forma, estamos aquí apostando por una clínica orientada a la facilitación
de condiciones propiciatorias de la experiencia humana, el ingreso del ser a estados de
conciencia ilimitados, que no se encuentren sujetos a las cadenas del vivir, que permitan
una percatación expansiva de lo sensorial, lo creativo, lo emocional. Allí es donde el
otro, este otro que lo interroga y cuestiona, que lo acompaña y lo abandona, que se
ofrece como presencia en el consultorio, puede en efecto ser visto no como el –
terapeuta – que – resolverá todo, sino como otro que al menos por instantes parece
comunicarse con él/ella al margen de lo cotidiano, de lo del día. Será con quien puede
entablar un lazo reducido a ese instante puntual, microcontextual y atemporal, que
seguramente se disipará, pero que al que puede retornar.

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