Taller de Crítca Teatral 1 Se conoce como "zona cero", originalmente, a la superficie que recibió el impacto de una bomba nuclear. El término nació con la catástrofe de Hiroshima, y se ha extendido su uso para referirse a cualquier zona donde ha ocurrido una catástrofe, como pueden ser ciertas zonas de la Ciudad de México luego del 19 de septiembre. No sabemos qué catástrofe devastó el escenario de Zona cero, de Carolina Rivas, aunque ésta se intuye por el paisaje, árido y abandonado, y por la actitud de los personajes. La catástrofe que sí conocemos es la que devastó el interior del protagonista: su hijo está gravemente enfermo, a punto de morir. Hay situaciones en la vida que nos hacen sentir que algo se derrumba en nuestro interior. El alma tiene sus Hiroshimas y sus diecinueves de septiembre; la zona cero es el pasaje interior del personaje, paisaje que dialoga con el paisaje exterior como la corriente del río abierta a la corriente del océano. Son nuestros ojos los que acaban de colorear el paisaje. En La noche de San Juan, el narrador contrapone a la belleza de la naturaleza en esa época del año el espantoso suceso de la muerte de un niño, que se ahoga bajo el resplandor de las estrellas en un hermoso arroyo. La noche de San Juan no deja de ser bella, pero se carga de otro sentido a los ojos del narrador cuando recuerda que, en esa noche, sucedió una tragedia. Aunque a las estrellas del cielo no les importe. Contra eso he escuchado rebelarse a los denominados paristas de mi facultad. Cuando se murió mi abuelo, quería que el mundo se detuviera, me daba coraje que la tierra siguiera dando vueltas cuando había desaparecido una persona tan buena como él. Eso recuerdo cuando pienso en lo que los he oído decir en las asambleas: que cómo podemos pretender volver a la normalidad, que eso no es justo, que la vida no debería seguir como si nada cuando algunos de nuestros compañeros ya no van a regresar a las aulas. ¿Cómo puedes regresar tan tranquilo a tu clase de actuación cuando varias personas se quedaron sin casa o se murieron? Yo mismo he pensado, más recientemente, que iba a gritar Viva México y comer pozole para celebrar a mi país luego de que en sus calles asesinaran a un ser querido porque no le quiso dar su Iphone al asaltante. Hay veces que dan ganas de mentarle la madre a alguien que nos dice "sigue adelante". No imagino lo que debieron sentir los padres de los normalistas cuando el presidente pidió "un esfuerzo colectivo para que vayamos hacia adelante y podamos realmente superar este momento de dolor". Quizás no sea posible superar algo así, pero esos mismos padres han demostrado que se puede seguir adelante, pues no han dejado de exigir justicia, a pesar de la indiferencia colectiva. Lo mismo ocurre con el protagonista de No oyes ladrar de los perros; a pesar de que su hijo se convirtió en un asesino, a pesar de las decepciones que le provocó, a pesar de la aridez de ese llano en llamas que los rodea, a pesar de que su hijo le pide que lo deje ahí, él sigue adelante, con la esperanza de escuchar ladrar los perros que le anuncien que se acerca a la aldea. El ladrido de los perros en el cuento de Rulfo, el reloj del hermano muerto y la naturaleza en La noche de San Juan, el agua y el caracol en la mano del niño en Zona cero contrastan con la catástrofe que se narra en estas historias: son imágenes cargadas de belleza y esperanza, el anhelo por el que vale la pena seguir adelante. El protagonista de Zona cero emprende un viaje que, en cierto punto de la historia, se vuelve inútil: su hijo está muerto, el objetivo del padre (llevarlo al hospital para que lo curen) ya no es posible cumplirlo. Y, sin embargo, el padre continúa, a pesar de todo. También el otro padre, el del cuento de Rulfo, a pesar de todo, sigue adelante, a pesar del rencor y de que el llano es grande y de que lleva horas caminando sin llegar a la aldea. Tal vez el viaje es inútil, pero tiene sentido. Una posible lectura de la belleza del paisaje en La noche de San Juan es la que insiste en la indiferencia de la naturaleza frente al dolor humano, como se ha dicho amargamente sobre un Dios indiferente al hambre, a los asesinatos, a las violaciones. Podríamos adoptar el espíritu de Adorno, que dijo que, después de Auscwhitz, escribir poesía era un acto de barbarie. Pero ahí está el narrador describiendo la belleza del paisaje, sin ser por eso indiferente a la muerte del niño. Antes de morir, el niño regala su reloj a su hermano. Un acto de amor, como es un acto de amor el del hermano que sostiene su manita contra toda esperanza, hasta que no puede más. Y es un acto de amor el de ambos padres cargando el cuerpo de su hijo. Un acto de cierta forma inútil, como suelen ser los actos de amor, que no se preocupan de si son útiles o no, ni siquiera si son valorados o siquiera conocidos. por su destinatario. Dicen que el agnóstico Borges rezaba todas las noches un Avemaría por petición de su madre, y que siguió haciéndolo luego de que ella murió. Los padres de las dos historias no salvan a sus hijos de la muerte, pero hacen todo lo posible, siguen caminando hasta cumplir con su misión. ¿Iban, acaso, a dejarlos tirados en el camino? Ambos padres pueden decir a sus hijos, aunque ya no los escuchen: te traje hasta aquí, no me rendí. ¿Por qué? Porque necesitaban ese viaje, ese acto de amor, de la misma forma que les dejamos la ofrenda el 2 de noviembre a nuestros muertos, por muy agnósticos y racionales que podamos ser, como es mi caso. El acto de amor no importa si nadie lo ve, no depende de eso, lo que importa es el acto en sí, por eso el amor es la cima de la ética. Tal vez los padres de los normalistas logren su cometido y encuentren a sus hijos. Tal vez se mueran buscando. Tal vez simplemente están cargando un cadáver en busca de un doctor que lo cure. Pero su viaje tiene sentido. Hay que seguir adelante. Con la rabia, con el dolor. El niño que perdió a su hermano en la noche de San Juan puede llorar cuando vea el reloj de su hermano. Pero también puede convertir el acto de mirar la hora en un acto amoroso que cancele el tiempo al actualizar el recuerdo de su hermano y así, amándolo en un acto de memoria, mantenerlo vivo. Ni aun la más atroz tragedia puede destruir la belleza del mundo, siempre hay algo que persiste, algo bello. Persiste la memoria, persisten las estrellas que han alumbrado las penas y los goces de la humanidad. En algún lugar ladran los perros, solo hay que seguir caminando, porque ahí están, aunque sea lejos. El viaje puede ser inútil, lo que importa es que no deje de tener sentido, y el amor es siempre garante de sentido. Al final de Zona cero, el padre llora amargamente junto al cadáver de su hijo. Entonces empieza a llover. En la manita sin vida hay un caracol, como si fuera una florecita que ha crecido ahí. Seguramente en algún momento de su vida a ese niño le gustó agarrar los caracoles; seguro le hubiera divertido descubrirlo, luego de caminar por un paisaje tan sombrío. En la zona cero hay caracoles, oasis en el desierto. El padre ya no llora y, de pronto, inesperadamente, se levanta. Va a proseguir su camino: ha cumplido su misión, y la película nos despide con unos pies infantiles que caminan sobre el agua fresca.