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El Violín de Dios

Lisandro Amarilla

EL VIOLÍN
DE DIOS
(Vida novelada de Sixto Palavecino)

Premio de novela “Luis José de Tejeda 1992”


Dirección Municipal de Cultura de Córdoba
Lisandro Amarilla
EL VIOLIN DE DIOS
(Vida novelada de Sixto Palavecino)

Prologo: Profesor José Andrés Rivas


Diseño de Tapa: Mario Cerón
Fotografía de contratapa: Jorge Juan
Notas y glosario: Gabriela F. Amarilla
Maquetación: Jorge Cheein

2ª Edición
Lucrecia Editorial
Lavalle 50, Santiago del Estero - C.P. 4200
editorial.lucrecia@gmail.com

ISBN 978-987-720-207-6

Amarilla, Argentino Lisandro


El violín de Dios / Argentino Lisandro Amarilla. - 1a ed. - Santiago del
Estero : Lucrecia, 2020.
280 p. ; 15 x 20 cm.

ISBN 978-987-720-207-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Biográficas. I. Título.


CDD A863

© 2020, Lisandro Amarilla

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723


LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

Prohibida la reproducción total o parcial, el almacenamiento, la trans-


misión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cual-
quier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digita-
lización u otros métodos sin el permiso previo y escrito del autor. Su
infracción esta penada por las leyes 11.723 y 25.446
El Violín de Dios 7

PRESENTACIÓN

Pensar en mi padre, en su salud quebrantada


que le impide imaginar mundos otros para compar-
tirlos con sus lectores, es traer a mi mente su figura
de hombre joven sentado a la máquina de escribir.
En reconocimiento a esas interminables horas de
encuentros, a veces amistosos, a veces extraños con
su Remington –aunque luego se modernizó con la
Olivetti- es que pensé en la posibilidad de reeditar
este libro. También en agradecimiento por haber
compartido conmigo sus lecturas y haber ocupado
cada lugar de la casa con libros de autores de todo el
mundo, que acunaron mis ansias de niña soñadora
“con cintura de mimbre”, hoy orgullosa heredera de
sus inclinaciones literarias.
Las páginas de esta novela renacen libres, no
sólo para reencontrarse con aquellos que hace casi 30
años se acercaron a él por primera vez, sino también
para compartir con los nuevos circunstanciales lec-
tores las historias de vida narradas, meticulosamente
urdidas en un mundo ficcional de pasiones infinitas.

GFA
El Violín de Dios 9

PRÓLOGO

La caprichosa Fama voladora, como la llama-


ban los romanos, suele tejerles a los hombres des-
tinos imprevisibles. Esto es lo que le sucedió, por
ejemplo, al maestro rural Jorge Washington Ábalos
cuando recogió algunos recuerdos de su escuela de
campo y compuso sin proponérselo un libro que lle-
garía a ser un clásico. Los hombres —y sobre todo
los niños y los jóvenes— lo leyeron, lo recordaron y
lo amaron, y su autor fue una leyenda viviente en los
últimos años de su vida. Nada de esto afectaría sin
embargo la generosidad y cordialidad de aquel hom-
bre quien siempre se refería modestamente a su obra.
Soy un escritor silvestre se calificó a sí mismo en la
charla en la Biblioteca 9 de Julio con que se despidió
de nuestra ciudad. Y poco después le diría a un pe-
riodista que él era apenas un escritor de lo que ve y
de lo que siente, tratando de amenguar las fronteras
de su imaginación y de su capacidad creadora.
Esta definición de él mismo, como otros jui-
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cios de Ábalos, tienen sin embargo una inocencia


engañosa. Ser un escritor silvestre, como ejemplo de
sencillez torpe, es indudablemente una falacia: nada
hay menos sencillo, ni injustificado, que un producto
silvestre. Se necesitaron largas generaciones y siglos
interminables para que la Naturaleza hiciera nacer
esa hierba o ese árbol. Y tampoco es menos inocente
escribir sobre lo que se siente y lo que se ve, porque
esa tarea es el testimonio de una vigilia permanente
para descubrir que la realidad puede tener una sus-
tancia literaria.
En literaturas como las de esta provincia no
es infrecuente este tipo de escritores. Es más, creo
que la frescura de nuestras letras proviene de estas
circunstancias. El problema consiste en que esos ca-
racteres de por sí no garantizan un texto de calidad.
Y no basta con ver o sentir o escribir naturalmente
para alcanzar un verso hermoso o dejar una página
memorable. Creo en cambio que la permanencia de
Ábalos, como la de otros escritores de esta corriente
proviene de otros cauces.
Evocar nuestras propias experiencias puede ser
para nosotros una experiencia fascinante. Para ello
sólo necesitamos recurrir a la magia de la memoria y
la prisión de nuestros recuerdos. Más complejo es en
cambio cuando queremos transmitirla a los demás;
cuando queremos que los otros la sientan como su-
yas, en carne propia. Aquí ya entramos en las miste-
riosas leyes del lenguaje, en las secretas trampas de
El Violín de Dios 11

la palabra, en la felicidad o la infelicidad para contar.


Algunos, si se lo proponen, pueden aprender las re-
glas de este oficio; conocer las estrategias necesarias
para llevar su palabra a los demás. En este caso pue-
den brindarnos una página correcta y ordenada, en
la que tal vez no estén ausentes los rasgos de la pa-
sión que la engendró. Pero son pocos los que nacen
con el privilegio de contar, aquéllos para quienes el
oficio es un arte.
Como Jorge Washington Ábalos, como Carlos
Domingo Yáñez, como Andrónico Gil Rojas, Lisan-
dro Amarilla pertenece a esa raza de escritores que
poseen naturalmente ese extraño privilegio de con-
tar. Ellos pueden brindarnos una historia única y
singular o una anécdota simple; o pueden recurrir a
engaños o artificios o al más riguroso realismo; pero
lo que finalmente nos atrapará no será tanto las sus-
tancias de esa historia, como esa magia inexplicable
y misteriosa con que nos será contada.
Como otros escritores de esta clase, no es ex-
traño que Lisandro se hubiera iniciado en la litera-
tura como cuentista. Algún hecho fortuito, algún su-
cedido, le llamaría la atención y luego lo convertiría
en una historia. Pero el hecho que lo inspiró estaría
siempre limitado en el espacio y el tiempo, y proven-
dría generalmente de la experiencia. También en su
caso, como en el de Ábalos, Lisandro Amarilla es un
escritor de lo que siente y lo que ve. De aquello que
proviene de la realidad inmediata que la atrapa y de
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la que aún en las páginas más imaginativas de esta


novela no logra felizmente liberarse. Y es también,
como el autor de Shunko, un escritor silvestre, al-
guien que narra con la engañosa naturalidad con la
que crecen los árboles y las plantas.
La primera experiencia novelística de Amarilla
fue El Soldado Blanco, una sugerente novela evo-
cativa de un abuelo mitológico y de los años de la
niñez y adolescencia en la Añatuya del autor. Las
dos historias se alternaban a lo largo de sus páginas
como si el autor hubiera querido contarnos las vidas
paralelas de los dos personajes. Para ejercer este arti-
ficio, que Lisandro repite en la primera parte de esta
segunda novela, es necesario saber mantener el inte-
rés al final de cada capítulo y allí es donde Amarilla
vuelve a probarnos en el nuevo género que iniciaba,
su innegable destreza de contador.
Las páginas de El Soldado Blanco también nos
mostraban dos costados narrativos que Amarilla
maneja con facilidad. El primero de ellos; la habili-
dad para el manejo de los elementos épicos del rela-
to, sobre todo en las páginas destinadas a la historia
de su abuelo. Su nieto lo evoca con admiración y con
nostalgia pero el personaje no alcanza felizmente a
deformarse con desmesura del héroe épico, porque
su autor lo tiñe con acentos de fuerte humanidad.
No menos importante que el anterior es el otro
aspecto que nos presenta su narrativa. Es tal vez uno
de los que él maneja con mayor solvencia y que les
El Violín de Dios 13

da un sabor particular a sus relatos. Me refiero a


aquella escena de amable picaresca comarcana en
los que el autor parece heredero, o al menos buen
lector, de autores clásicos. En este segundo costado
narrativo Amarilla sigue un rumbo diferente del pri-
mero, aunque los dos nos lleven finalmente al mismo
destino: el de mostrarnos comprensivo los vericuetos
del alma del personaje tambaleante entre sus debili-
dades y grandezas.
Su picaresca nos propone una saga de peque-
ños antihéroes entre los que el autor no deja de
presentarnos sonriente su propia historia. Lo que
a ellos les sucede no es sustancialmente dramático,
como ocurre con los “changos” rotosos y carecidos
de las páginas de Ábalos sino que es una deliciosa
memoración de la infancia en un pueblo en donde
los personajes y lugares aún tienen el tamaño de lo
humano. Son escenas que no cambiarán sus vidas
ni sus destinos, pero que nos presentan una mirada
comprensiva de los años de aprendizaje en la “escue-
la de la vida”. Esta es una característica que tendrán
casi todos los personajes de Amarilla y que su autor
maneja con destreza narrativa cuando quiere meter-
nos de lleno debajo de la piel del relato.
Si en las páginas de El Soldado Blanco incor-
poraba en su narrativa elementos épicos y picarescos
que la caracterizarían finalmente, en las páginas de
El violín de Dios el autor regresa a esos elementos
aunque ya los maneje de manera más sutil y elabo-
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rada y los extienda hacia otros personajes y otros


ámbitos. Ya no es un personaje querido y admirado
como el abuelo mitológico de El Soldado Blanco el
que protagonizará las mejores páginas épicas de esta
segunda novela, sino un tejido claroscuro de indios
y españoles que se entrecruzan en los primeros años
de la conquista por estas tierras. Si en las luchas de
aquel soldado blanco aún había acentos de fuerte
idealismo y del ejercicio a veces gratuito del coraje,
los personajes de El violín de Dios luchan por mo-
tivos más urgentes y cercanos: la ciega ambición y
la obsesiva venganza en el jefe español; la lucha por
la supervivencia y la de sus hermanos de raza en la
del caudillo indígena tampoco es más clara la forma
en que ellos se enfrentan. La crueldad, el sadismo, la
trampa minuciosa, forman parte del arsenal con que
se mueven los dos bandos en pugna.
Amarilla presenta esos dos bandos con tonali-
dad muy cargada. El se ubica con claridad del lado
de los indígenas y desde esta perspectiva mirará a
sus personajes. Los indios son inteligentes, nobles,
mansos en apariencia y lanzados a una guerra que
no iniciaron. Los españoles son en cambio crueles,
ambiciosos, torpes, en su pedantería y guiados por
una visión equivocada de las tierras de América. El
enfrentamiento entre ellos será inevitable; pero las
batallas tendrán formas más sutiles y secretas que
la de la primera novela y el campo de la contienda
tomará formas inesperadas. Contemplada desde la
El Violín de Dios 15

cruda realidad, esta batalla no tendría ni un vencido


ni un vencedor; pero en la economía de la novela
lo que importa es el rumbo que tomará el violín de
Dios y que su destino lo lleve a manos del personaje
central de la novela varios siglos más tarde. Desde
esta perspectiva la batalla entre indígenas y españo-
les no superará la simple anécdota, pero la misma
tendrá el sentido de un encuentro entre el Bien y el
Mal, entre la ley y las tinieblas, entre las sinrazones
de la ambición más despiadada y el triunfo final de
la vida sobre la muerte.
También será diferente el tratamiento que
aguarda al costado picaresco de esta novela. Ya no
habrá aquí un pequeño personaje en los años deli-
ciosos de la infancia, como único eje de esta corrien-
te. Los personajes serán varios, sus experiencias atra-
vesarán diferentes edades de la vida, y los impulsos
que lo mueven serán más dramáticos y mas urgentes
que los de la primera novela.
Las escenas de este tipo pertenecen a los capí-
tulos que giran alrededor del personaje central de
la novela. En apariencia El violín de Dios es una
biografía novelada de don Sixto, el violinista santia-
gueño cuya fama trascendiera largamente los límites
lugareños. La historia del relato lo sigue desde los
primeros años de la infancia hasta su consagración
en vastos escenarios de la Capital. En ese lapso vemos
aparecer a las figuras familiares del protagonista, sus
amistades y sus amores, los personajes que le serán
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propicios o desfavorables, y los diversos escenarios


de la geografía provincial que don Sixto recorre en
busca de su destino. En este sentido El violín de Dios
es una típica novela de aprendizaje y el deambular
del protagonista por ese escenario geográfico y hu-
mano se convierte en una serie de pruebas que el
protagonista debe sortear para llegar a ser el elegido
que heredaría a través de los siglos, el mágico violín
que pertenecería a San Francisco Solano.
La matriz expresiva de las narraciones de Ama-
rilla es esencialmente realista. El no es sólo un escri-
tor de lo que siente y lo que ve, sino que goza con
el detalle minucioso de los lugares y las cosas, las
precisas descripciones de las personas y los rostros,
y el lenguaje cotidiano que emplean sus personajes.
En El violín de Dios sin embargo Amarilla da otra
vuelta de tuerca en esa vertiente y nos enfrenta con
un mundo que puede ser alucinante o fantasmal sin
perder su entrañable realismo. De ese modo los pa-
dres del protagonista no son recreados a partir de
sus verdaderas biografías, sino como personajes casi
arquetípicos que representan las virtudes y defectos
del criollo lugareño. O la travesía que hacen don
Sixto y su padre por el desierto, y la marcha de los
indios y españoles detrás del indio Maipi en busca
de el violín de Dios, se convierten en sendos viajes
del horror y la pesadilla por algunos de los arraba-
les del infierno. O los obstáculos sobrenaturales con
que tropieza en su aprendizaje el protagonista —sus
El Violín de Dios 17

encuentros con la bruja Aniza, el niño cabrito, los


perros Ormuz y Arimán, la muerte y resurrección de
su amada— se transforman en los mojones del ca-
mino de purgación que don Sixto debe recorrer para
ser digno de recibir como legado el violín de Dios.
En este sentido esta segunda novela de Amarilla
con su apertura hacia este mundo de supersticiones y
creencias, nos sumerge en las aguas subterráneas que
subyacen debajo de aparentes colores opacos de la
geografía lugareña. Y paradójicamente la convierte,
por medio de un viaje a través de un territorio de
monstruos y fantasmas ancestrales, en un testimonio
más acentuado del verdadero rostro de la región. En
uno de los relatos más raigalmente realista de Lisan-
dro Amarilla.
Si el descenso en las aguas de este mundo nos
mostraba ese rostro con deformaciones monstruo-
sas, la Realidad que hay detrás de esa realidad tiene
una apariencia mucho más estable. Como otros es-
critores de matriz realista cuyo punto de partida es el
mundo rural, Amarilla nos recuerda la existencia de
un universo organizado por leyes precisas e inmuta-
bles, cuyo sentido trasciende las creencias y pasiones
de los hombres. Sus ritmos son los ciclos intermina-
bles; su medida, la Naturaleza. Este universo gobier-
na nuestro pasado y nuestros destinos y permanece-
rá indiferente a nuestros intereses y nuestros afanes.
A él se someterán los serenos y los sabios; sólo los
soberbios e insensatos se atreverán a desafiarlo. El
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resultado en este segundo caso será una batalla gro-


tesca: el universo los doblegará, los castigará y fi-
nalmente los destruirá. Sólo quedarán sus ridículos
ademanes y la humillación de la derrota.
Como ocurría con episodios épicos, también
aquí Amarilla divide claramente las aguas y asigna
a uno y otro bando la insensatez o la cordura. De
ese modo las víboras del camino atacarán a los es-
pañoles pero no a los indígenas, le son familiares;
éstos se quedarán en el río lejos de las palometas que
amputan y atacan a los invasores; o San Francisco
Solano, que está de parte de los nativos, hará llover
con su violín de milagro para que las aguas apaguen
las hogueras que quemaban al rebelde Maipi; o la
madre de don Sixto devolverá al río el pescado que
no puede venderse porque a él le pertenece. Estas
y otras ceremonias a lo largo de estas páginas nos
muestran la coherencia de un universo que está más
allá de las medidas de lo humano. Y nos descubren
las leyes permanentes que subyacen debajo del mun-
do narrativo de Lisandro Amarilla.
Más allá de los posibles sentidos y sin sentidos
de esta novela, sus páginas sirven para confirmar-
nos la destreza narrativa de nuestro autor. Como los
contadores de raza, Amarilla sabe enredarnos en su
relato y nos mete en un mundo compuesto solamen-
te por palabras. Cada lugar, cada gesto, cada perso-
naje comienzan a tener su propia vida. El tempo del
relato nos lleva naturalmente al final de cada capí-
El Violín de Dios 19

tulo y sentimos que la parcela de historia que nos


contaba no terminaba allí; que su continuación debe
estar necesariamente en el capítulo siguiente.
Aunque fundida en la misma matriz realista
que la de su primera novela, El violín de Dios nos
muestra a un narrador que entreteje sus redes y se
mueve en la novela con mayor solvencia que en la
novela anterior. Ni siquiera necesita de una anécdo-
ta seductora, ni de una historia de urgente realidad
para atraparnos. Porque... ¿Qué podría atraernos de
antemano en la biografía novelada de un violinista
peluquero, que nació y vivió toda su vida en el inte-
rior de una provincia lejana? Sin embargo Amarilla
crea a su alrededor un mundo imaginario que nos
lleva hacia un pasado de locura y de vértigo, y nos
sumerge en un territorio de brujas y demonios naci-
do de las pesadillas ancestrales de su región. Nada
de lo que allí sucede forma parte, ni puede formar
parte, de la biografía verdadera del personaje. Muy
poco lo acerca al enunciado realista de las venturas
y las desventuras de una vida. Y sin embargo, al con-
cluir la lectura de esta novela sentimos que el relato
fue la reconstrucción verdadera de esa vida. Que su
autor no nos propuso una visión a lo ancho sino a
lo hondo del personaje. Y que los azares de la nove-
la no nos muestran los detalles minuciosos de una
biografía, sino los caminos secretos y mágicos que la
condujeron a ese destino.
En las páginas que cierran el libro, Amarilla
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nos sumerge nuevamente en los juegos de tiempos y


de lugares del comienzo. Aquí la novela cobra vérti-
go por medio de técnicas de montaje que nos llevan
a diferentes lugares y diferentes momentos de la vida
del personaje en pocos párrafos. El tiempo del relato
se acelera y pensamos que la intención del autor es la
de llevarnos de inmediato al encuentro del autor con
su destino. En la página que cierra el libro sin embar-
go nos aguarda otra sorpresa. Amarilla da otra vuel-
ta de tuerca sobre su antigua fragua y nos propone
el final de la novela como un enigma. Un enigma que
nos traslada de esa entonación realista del texto a
una pregunta esencialmente literaria: ¿Quién escribe
el relato? ¿Qué consistencia tienen las realidades de
esta novela, cuando hasta el propio autor se convier-
te de persona en problemático personaje?
Más allá de las fronteras y sugerencias de este
libro, El violín de Dios nos importa porque está
compuesto con savia que hace perdurable las nove-
las: una serie de personajes que son creíbles y con
los que podemos convivir una historia bien contada,
una voz narradora que no se olvida de sus lectores
en ningún momento. Estas virtudes provienen de un
narrador que no se resiste a compartir la condena
de muchos creadores: terminar enamorándose de su
propia criatura y participar de algún modo en su ex-
traño destino. Y entonces, como el de don Sixto de
su relato, él también quiere ser el heredero del legado
secular de aquel Francisco Solano. Quiere que tam-
El Violín de Dios 21

bién resuenen en su libro los misteriosos sones de


su instrumento mágico. De aquel violín de Dios que
apagaba incendios, angustiaba y enloquecía a los fo-
rasteros, y tenía un sonido terrible y seductor que
nacía en la espesura de los montes lejanos de la tierra
de su infancia.

José Andrés Rivas


El Violín de Dios 23

Buenos Aires, Argentina, 28 de junio de 1977.

Mi estimado amigo Amarilla:


Usted cumplió bien con el heroico esfuerzo de
publicar sus cuentos y aunque la impresión sea des-
cuidada no se aflija que lo mismo nos pasa aquí a
todos, buenos o malos escritores — la suya debía
salir a la luz.
No es elogio de compromiso. Reconozco des-
cuidos o desajustes, pero usted es un cuentista con la
talla de Fiorentino o de Clementina Rosa. Un hom-
bre que vive doblemente la experiencia vital y que
por eso, además de participar dolorosamente el su-
frir de los otros, puede contarlo, ahondarlo, decirlo
en profundidad y sin afeites. Por eso me gusta esta
frase de “Al final de la jornada”: “Del sueño se des-
pierta... En cambio la realidad, cuando nos hace vi-
vir algo hermoso y triste, es suficiente un sonido, un
color, acaso una palabra, para volvería a ver siempre
allí, latente, como una cuña punzante que nos des-
garra la carne hasta hacemos gritar de dolor e impo-
tencia”. Pero no se engañe: esa virtud de la realidad,
es virtud del creador, la suya !
Todos los motivos, casi siempre trágicos de la
soledad, la incomunicación, la sed y el desamparo
que no le pertenecen a usted sino a vastas extensio-
nes de esa provincia — yo diría de cualquier lugar
del mundo aún el de las grandes capitales —; pero
el tratamiento sí los hace suyos. Una experiencia asi-
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dua le dará todavía, la posibilidad de hacer de esos


temas, lugares propios, intransferibles y permanen-
temente nobles.
No deje de trabajar. Escriba y escríbame. Se lo
agradeceré de veras.
Un abrazo fuerte y también mi gratitud por
permanecer allí, gestando vida y haciéndola crecer.
Hasta siempre.

Guillermo Ara
El Violín de Dios 25

“En verdad no entiendo…


Nadie ha sabido cuál es la causa del misterio
que yo haya resultado un escritor, y si lo prefieren
“silvestre”; si tan sólo soy el hijo de un pueblo don-
de el sol va a pasar el verano, y que tiene “la culpa”
de haber dado nombres como: Homero Manzi, Luis
Manzione, Los Abregú Virreyra, Los Salina, Roberto
Castro y también Vicente Oddo”.

Lisandro Amarilla
El Violín de Dios 27

CAPÍTULO I

A través de las hendijas de la quincha, en los


cielos ilímites, veía parpadear de a ratos las estrellas.
Un silencio infinito flotaba sobre Soconcho y subía
por los follajes de los grandes quebrachales. El vien-
to nocturno de febrero azulaba la transparencia del
aire y parecía volar silenciosamente bajo las conste-
laciones.
El ministro de Dios estaba como estaqueado en
el catre de tiento porque un trozo de cuero crudo le
hincaba en el costado, entre la ingle y la punta de la
primera costilla. No se podía mover el padre Fran-
cisco Solano.
Aquella noche tenía por confidente al insom-
nio. Muy de tarde en tarde le llegaba el chapaleo del
trote de algún chasqui indio que volvía de Tasigasta,
Silingasta o Umamax.
El viento le arrimaba como una rama en un río,
alguna onomatopeya en quichua o una malapalabra
en castellano. Una conversación a lomo de caballo se
28 Lisandro Amarilla

aproximaba por la calle del Rey. El olor a barro po-


drido le llegó primero y despabiló a su choco limeño,
que salió ladrando hacia la puerta de la iglesia. Unos
aldabonazos sonaron después en la puerta gruesa de
quebracho.
—¡Ave María Purísima, señor cura! ¡Abra por
amor de Dios!...¡Abra don Francisco Solano, que un
capitán se muere sin confesión!
El padre Solano se vistió a medias en su sayal
raído y quedó como dubitativo en la oscuridad. Se
demoraba en encender la vela de cera con el yesque-
ro de piedra. Antes debía alcanzar finas hebras de
tela de araña del techo distante, para usar de fun-
dente.
—¡Abra, fray Francisco, que un caballero del
rey se muere!
—¿Qué son esos gritos? ¿Quién sois? —pre-
guntó el fraile, descalzo y mal vestido con la vela de
cera en la mano.
—Soy Pedro Anríquez, criado de su merced
don Juan de Varas, capitán encomendero de Uma-
max y os vengo a buscar porque mi amo se halla
muy mal herido en la alcaldía.
El viento que corría a través de leguas de silen-
cio, sombra y sueño, se deslizaba por las aguas tur-
bias del río de Soconcho (Mishki - Mayu) y se hacía
rápido hasta convertirse en niebla para recostarse en
la otra orilla.
—¿Y quién lo ha herido? —preguntó el cura
El Violín de Dios 29

Solano.
Pedro Anríquez, que era un mulato ladino lo
apresuró:
—Si usted no se apura señor cura, no llegare-
mos a tiempo. ¡Con tantas pláticas...!
El padre Solano se miró los pies descalzos y la
frailera a medio calzar y dijo:
— ¡Espera, hombre! Dejadme calzar por lo me-
nos las sandalias.
Del otro lado del río la oscuridad era mayor.
Como una densa marea de sombras que se rompía
sobre la infinita selva.
—¿Cómo cruzaremos el río con esta niebla? —
preguntó el fraile.
—Una yunta de indios chiriguanos nos aguar-
da en la balsa. Espero encontrarlos sobrios a los be-
llacos.
—¿Quién les dio licor? —preguntó el cura.
—Les dejé un porrón de vino mezclado con
aguardiente traído del Capayán.
—Buena pieza eres tú. Después os quejáis de la
ferocidad de esos pobres desgraciados.
—Cate, cate lo que dice, señor cura. Que uno
de estos bellacos hirió al noble capitán don Juan de
Varas.
—¿Quién lo hirió, dónde y cuándo? —volvió a
preguntar el fraile.
—Maipi, el hijo del cacique. Por una doncella
india que su merced el capitán encomendero dispuso
30 Lisandro Amarilla

quitarle para su servicio.


—¡Servicio! ¡Vaya que conozco la clase de ser-
vicio que os hace cumplir el crápula de vuestro pa-
trón!
—¡Por favor, don Francisco Solano! ¡Cómo
osáis blasfemar así de mi amo! ¡Me comprometéis
con vuestra plática injusta!...
—No os hagáis el inocente, que bien consciente
sois de lo que digo.
Las sombras de la noche parecían deshacerse
sobre las dormidas chozas de los indios. A poco lle-
garon a la plaza de la encomienda de Umamax.
—Por aquí, señor cura.
Llegaron a la alcaldía y entraron por una puer-
ta lateral. El mulato iba adelante; atravesaron un pa-
tio completamente desierto y oscuro y por último
entraron a un ambiente iluminado por un candil. Un
hombre sufriente estaba echado sobre unas jergas
en el suelo. Lo rodeaban varios soldados y un par
de tenientes. El cura Francisco Solano no les prestó
atención. En cambio se agachó y le pasó el brazo por
debajo del cuello al herido, que se quejó y entreabrió
los ojos. Recién entonces pudo examinarle la herida
que tenía en la tetilla izquierda.
—¡Pronto, es menester contar con agua calien-
te y trapos limpios!
—No se afane, señor cura. Tiene otra cuchilla-
da en la espalda—dijo uno de los tenientes, con sar-
casmo. Nuestro buen capitán no verá la luz del día.
El Violín de Dios 31

¿Qué dices insensato? Este hombre todavía


puede salvarse si le paro la hemorragia.
—Levántese fraile y déjese de amolar con este
casi difunto. Mejor le ayudaréis a bien morir y ali-
viarse de pecados; que dos cuchilladas son más que
suficientes para dejar este mundo lleno de tentacio-
nes.
El padre Solano alzó la mirada y vio confun-
dido que los tres soldados que ahora distinguía, ha-
bían encendido las mechas de los arcabuces.
—¿Qué os pasa, caballeros? ¿Por qué queréis
matar a este pobre cura, que cumple modestamente
su ministerio?
—¡Déjese de alabanzas cura y venga a firmar
este papel! —¿Qué papel?
—Este papel que autoriza al suscripto teniente
Gonzalo López Quintero a tomar el mando por la
muerte violenta del capitán encomendero de Uma-
max, don Juan de Varas.
Un soldado veterano se le adelantó con un pa-
pel amarillo en la mano.
—Tenga, don Francisco Solano. Firme aquí al
pie.
—¿Y para qué sirve la firma de este humilde
servidor de Dios? —dijo el fraile, que sudaba en la
frente por el hacinamiento de la estancia lóbrega.
—Para refrendar el acta que será enviada a
vuestra excelencia el gobernador don Juan Ramírez
de Velazco, dándole cuenta de la situación desgracia-
32 Lisandro Amarilla

da ocurrida al encomendero, por culpa de estos sal-


vajes a quienes su merced el gobernador consiente.
—¿Y si me niego? Ni siquiera sé quién sois —le
dijo el padre Solano al candidato a encomendero.
—¡Basta ya de plática! Venga su merced y firme
aquí o seréis condenado a morir en la hoguera, junto
a esos bellacos que están en el cepo.
El padre Francisco Solano se dio cuenta de que
su situación era crítica. Esos asesinos lo matarían sin
atenuantes, lejos de toda protección Real. Entonces
no tuvo más remedio que estampar su firma en el
papel amarillo.
—Yo le agradezco, padre, su buena voluntad
para con este caballero de su majestad, ascendido a
capitán por obra y gracia de la Divina Providencia, y
admiro su inteligencia para salir de estos aprietos. A
partir de ahora contáis con un nuevo encomendero
el ex— teniente don Gonzalo López Quintero, ahora
capitán, al servicio del rey Felipe II, dueño y señor de
vidas y haciendas y todo el oro que pudiera haber en
estas comarcas.
El padre Francisco Solano comprendió que es-
taba en manos de esos forajidos que no vacilarían en
matarlo.
El capitán herido expiró sin muchos funda-
mentos, como un animalito degollado que derrama
la última gota de sangre. El cura buscó hábilmente
una engañifa para distraer a los soldados.
—Habrá que darle cristiana sepultura—dijo en
El Violín de Dios 33

tono afligido.
—¡Prepare el oficio, fraile! Ustedes caven la se-
pultura en medio de la plaza cerca de la pira, don-
de arderán pronto esos bellacos salvajes—ordenó el
nuevo encomendero.
El padre Solano sintió la mirada inexorable del
nuevo capitán, pero no se amedrentó. Tenía que ga-
narle tiempo al tiempo para saber cuál era la situa-
ción de los prisioneros.
—Necesito mi violín para acompañarme en el
responso —pidió. —Pues bien—dijo el nuevo enco-
mendero, volviéndose al mulato Anríquez. Pedro,
monta tu caballo y ve a Soconcho en busca del violín
del fraile.
—¡ A la orden su merced!
—¡Vean la majadería de este cura! — dijo el
capitán. El buen fraile no encuentra nada mejor que
ejecutar su violín. ¡Qué contrariedad! ¡Qué fracaso!
Si no tiene su violín no podemos dar cristiana se-
pultura a un caballero del rey. Si fuera yo, a hacerle
caso a este cura pronto acabaría loco. No, de ningu-
na manera, no lo quiero en mi encomienda. ¡Tenien-
te! —dijo —Encargaos de llevar al fraile de vuelta a
Soconcho cuando acabe el servicio.
—¡Como Usted mande su merced!...
—¡Un momento caballero! — dijo el cura Sola-
no. Si no voy no podrá traer el violín, pues está bien
oculto en un lugar de la sacristía.
—¿Habéis oído, Pedro? Toma a este fraile bri-
34 Lisandro Amarilla

bón de tu cuenta, móntalo en el otro caballo y ve


volando a Soconcho. Y más vale que no lo perdáis
de vista, porque perderéis la cabeza. ¡Ah!, y no te
tardes, porque si bien nuestro noble capitán puede
aguardar sin apuro vuestro regreso no os abuséis
con el tiempo porque con este maldito calor muy
pronto empezará a oler mal, jajaja.
El padre Solano se dejó conducir por el mulato
hasta la calle. Luego con cierta dificultad montaron
los caballos, amoscados por el desvelo.
—¿Qué son todas estas intrigas, Pedro Anrí-
quez? —lo interrogó el cura por el camino. Dime
hijo, ya es hora que me arrimes algo de luz y no me
tengas a ciegas.
Pedro Anríquez le contestó:
—El capitán Juan de Varas, que Dios lo tenga
en su Santa Gloria, era un asesino de la peor calaña,
señor cura. Les daba los peores padecimientos a los
indios que tenía a su servicio, haciéndoles trabajar la
tierra y llevándoles con cargas pesadas por montes
y esteros, hasta que caían desmayados de flaqueza y
trabajo. Entonces les daban coces para hacerles le-
vantar o les quebraban los dientes con los pomos de
las espadas. ¡Oh! señor cura, si su merced pudiera
imaginar las de calamidades que les hizo pasar a esos
pobres desgraciados.
El padre Francisco Solano se puso a rezar entre
dientes.
—¿Y cómo no le hicieron saber tales tropelías
El Violín de Dios 35

al gobernador Ramírez de Velazco?


—No podíamos, no estaba en nuestras manos
remediar lo que ocurría.
—Dios sea de aquél que lo dé a entender a los
que lo puedan y deban remediar — dijo el cura Sola-
no todo compungido.
—¿Tú crees, Pedro, que el nuevo encomendero
pueda algo remediar?
—No, imposible porque es mucho más cruel
que el difunto Juan de Varas.
¡Dios nos libre de tal déspota! — renegó el cura
Solano. ¿Por qué el Virrey tiene que mandarnos esta
clase de gente?
—Es para limpiar al Perú de toda mala ralea,
don Francisco— dijo Pedro Anríquez.
En estas conversaciones fueron caminando al
paso de sus cabalgaduras hasta que llegaron de nue-
vo a la orilla del río de Soconcho. Los balseros indios
dormían.
—¡Despertad, indios haraganes! Aquí viene su
merced don fray Francisco Solano y su acompañante
don Pedro Anríquez, soldado de Umamax. ¡Y por
todos los Santos que traen prisa!
Un indio levantó la cabeza y salió marchando
al trotecito parejo hacia la balsa.
—¿Está crecido el río? — le preguntó Pedro
Anríquez. —No mucho, señor — se volvió a con-
testar el indio con una voz apenas perceptible, en
quichua.
36 Lisandro Amarilla

Al llegar a la iglesia, el padre Solano localizó la


yesca y el pedernal de encender la mecha y descolgó
el violín con su estuche de cuero. Después buscó el
arco y a ambos los atravesó en la espalda.
—Vamos — dijo. No podemos demorar. De-
bemos llegar antes del alba. Ese villano empezará a
quemar vivos a los indios.
Cruzaron otra vez el río y comenzaron a transi-
tar la misma estrecha vereda que se desovillaba entre
los grandes quebrachales de la selva. Todavía estaba
distante el amanecer y se sentía el poderoso silencio
del bosque. Luego de un buen rato de marcha empe-
zó a clarear. Muy a la distancia oyeron el agudo grito
del kakuy y más luego el parloteo de las charatas y
después un inmenso conjunto de trinos, crujir de ra-
mas, aullidos, silbidos de perdices y todo el despertar
de la selva.
—¿Es cierto, señor cura, que su merced no pue-
de dar el oficio sin el violín?
—No. Era solamente para ganar tiempo y po-
der enterarme de lo que está pasando.
La luz que iba inundando el cielo penetraba
con dificultad entre los grandes quebrachales y al-
garrobales.
—¿Su merced conoce al indio Maipi? le pre-
guntó Pedro Anríquez.
—Sí, una vez lo vi en la reunión de caciques.
Es un mancebo altivo y al parecer un novillo de lidia
que dará que hablar a los españoles. ¡Vaya si lo dará!
El Violín de Dios 37

A causa de él ando entreverao en estos menesteres...


—Con todo respeto, su merced. Yo creo que ya
no dará que hablar. Porque ahora mismo Maipi y sus
hermanos están en el cepo, esperando la ejecución.
—¿Qué clase de ejecución? —indagó el cura.
—Pues verá, como su merced ya estará ente-
rado, aquí queman a los indios como lo hacen en
Montilla con las brujas, a lo Torquemada. La conde-
nación a la hoguera a los acusados de brujería.
—Pero, estos pobres inocentes no conocen la
palabra brujería.
—Bueno, pero la verdad es que el capitán don
Juan de Varas se enteró que el gobernador don Juan
Ramírez de Velazco mandó quemar una punta de he-
chiceros indios.
—Maldición, ahora me vengo a enterar el por-
qué del enojo del obispo Fray Francisco de Victoria
con el gobernador.
—No se sorprenda, señor cura. ¡Del lobo un
pelo! El brutazo de nuestro difunto encomendero,
no se conformó con quemar a los hechiceros, sino
que hacía quemar veinte indios por cada intento de
sublevación de los caciques.
—Entonces, ¿ahora?...
—Ahora quemarán cuarenta por la muerte del
capitán Juan de Varas. De momento hay en el cepo
guerreros, mujeres y niños.
—¡Dios nos libre y guarde! ¿Quemarán niños
también? —Lo dicho, don Francisco. Niños y muje-
38 Lisandro Amarilla

res...
Llegaron a Umamax. En la claridad completa
se oía la campana de la iglesuca que doblaba su fú-
nebre nota y volaba por sobre el caserío y las chozas
de los indios de servicio.
—Están doblando a muerto — dijo Pedro An-
ríquez.
El cura Solano se persignó.
—Con toda seguridad estarán condenando a
muerte al indio Maipi. A él lo decapitarán— afirmó
el mulato Anríquez.
—¿Cómo lo sabes? — le preguntó el fraile.
—Por el doblar de las campanas. Ya condena-
ron antes a otro cacique que hirió de un flechazo a
un teniente. Es por el rango militar del muerto. Al
que decapitarán lo dejan para el último; primero ar-
derán los indios rasos.
—¡Mi gran Dios! — exclamó el padre Solano.
¿Por qué tanto genocidio? La sangre llama a la san-
gre...—sentenció.
Llegaron a la plaza. El padre Solano vio que
había diez postes altísimos de quebracho colorado
enterrados a cierta distancia, dispuestos en semicír-
culo. De espaldas al palo estaban amarrados por las
muñecas y los tobillos un guerrero, dos mujeres y un
niño. Todos indios chiriguanos de la tribu de Maipi.
El cura Solano los contó. Había cuarenta y más
allá en la cúspide de una lomadita de tierra, el indio
Maipi, maniatado con correas como un chivo expia-
El Violín de Dios 39

torio, con la cabeza apoyada sobre un tronco de al-


garrobo, con la garganta en el palo y la nuca hacia el
cielo, esperando el hachazo formidable del verdugo,
que inexorablemente llegaría.
—¡Vamos, holgazanes, apuren los preparati-
vos! Ya llegó el señor cura de regreso treyendo su
violín.
El cadáver del capitán Juan de Varas descansa-
ba sobre un encatrado de varillas de chañar. La se-
pultura de dos metros de hondo como un alucinante
aguardiente negro, ya estaba en el centro de la plaza.
Los condenados permanecían tristes y ciegos,
dejados de la mano de Dios, librados a la injusticia, a
las tropelías a destajo y a los vituperios inexplicables
y a los grandes e inexpiables pecados, cometidos por
los blancos. Y luego se solazaban y se vanagloriaban
de que las victorias que alcanzaban en las guerras
con los inocentes indios, asolándolos, todas se las
daba Dios.
Solamente los changuitos indios, separados de
sus madres, casi todos entre cinco y ocho años de
edad, lloraban asustados.
El padre Solano contemplaba atónito aquel
despliegue de crueldad infinita. Maldijo su impo-
tencia para evitar el asesinato colectivo, que iban a
cometer los hombres de su tierra en nombre del rey
Felipe II y de Dios. Vio que unos soldados azotaban
sin conmiseración a unos indios de servicio que arri-
maban pastos y ramas y palos secos para quemar a
40 Lisandro Amarilla

sus propios hermanos de sangre y raza.


—¡Apuren, bellacos, con esa leña, que el sol ya
comienza a picar y pronto arderemos con este mal-
dito calor! ¡Prendan fuego de una vez a esas parvas
¡Traigan más pastos y chamizas!...
El padre Solano comenzó a rezar. Levantó la
mirada al cielo y el sol fulgurante de la mañana hirió
sus ojos cansados de andar por los caminos desola-
dos de Santiago. ¿Y, qué veían? ¡Injusticias y mise-
rias humanas!...
De pronto le vinieron a la memoria las pala-
bras del Profeta Zacarías cuando se refirió a aquellos
tiranos ladrones que hacían gala de sus baladrona-
das a destajo:

—“Pasce... pecora ocisionis, que qui occidebant


non dolebant sed dicebant, benedictus deus quod di-
vites facti sumus”.

—¿Qué dice este cura? —preguntó el capitán


López Quintero.
—Parece que ha comenzado a despedir al ca-
pitán Juan de Varas —dijo el teniente que no sabía
nada de latín.
—¡Espere, espere, cura! Todavía no es el mo-
mento! ¡Antes hay que quemar a los salvajes!
—¡Atención! ¡Que forme la tropa! — mandó
el teniente. Los soldados, barbudos y sucios en su
mayoría, obedecieron prestos.
El Violín de Dios 41

Todos los soldados españoles estaban bien ar-


mados. El padre Solano calculó que había unos dos-
cientos. Muchos llevaban coseletes y cotas de malla,
otros escaupiles y los más, morriones. A la espalda
tenían terciado el arcabuz, y al brazo la horquilla o
la lanza; y al costado la espada o la daga o la aguja.
—¡Enciendan las antorchas! —gritó el capitán
López Quintero.
Su voz se mezcló con el rumor del río de Socon-
cho que corría espumeando entre las altas barrancas.
Diez soldados españoles se adelantaron al
unísono con la lumbre en la mano y comenzaron a
prender el pasto seco y la chamiza. Los indios gue-
rreros se revolvieron desesperados restregándose las
muñecas contra el poste hasta hacérselas sangrar, y
las indias y los niños clamaban piedad en su idioma
tribal y que sólo el padre Francisco Solano podía tra-
ducir porque tenía el don de lenguas.
El sonido de unos cuernos de vaca atronó el
aire, a falta de pífanos.
El fuego atizado por la leve brisa mañanera
que venía del río, comenzó a levantarse en llamara-
das siguiendo la disposición del pasto desparramado
en forma circular. Todavía no alcanzaba a quemar a
los indios.
El padre Solano descolgó su violín que llevaba
en bandolera, lo colocó entre el cuello y el hombro
izquierdo y con el arco caído a lo largo de la sotana,
mirando al cielo clarísimo y con sol radiante dijo:
42 Lisandro Amarilla

—¡Dios misericordioso, por todos los cielos,


detén esta herejía! —y arrancó unas notas dulcísi-
mas a su bendito violín, mientras rezaba un Salve en
latín.
En ese preciso instante un hondo y bronco
trueno, sacudió el ambiente y a poco empezó a re-
sonar un bramido sordo. Era la lluvia que caía con
violencia cubriendo todo el acto ignominioso de la
plaza de Umamax. La luz se hizo tenue, se oscureció
el paisaje y en el aire flotaba un frío olor de tierra.
En espesos hilos penetraba el aguacero entre el
ramaje de las hogueras ardiendo hasta apagarlas de-
finitivamente. Los soldados españoles buscaban pro-
tegerse del agua y corrían asustados en todas direc-
ciones, era el desbande general. No lo podían creer.
—¡Milagro! ¡Milagro! —gritaban aterroriza-
dos.
El aguacero era infernal; el reventón de los
truenos acompañados de encandilantes rayos que
desgarraban inmensos quebrachos, hacía que los sol-
dados en su afán de escapar se perdieran en el fango
hasta la cintura y se oían blasfemias y ruegos.
El peso de los escaupiles, unas deformes y
acolchadas chaquetas de algodón, que usaban para
protegerse de las flechas de los indios era intolerable
pues se embebían de agua y no podían correr, enton-
ces optaban por quitárselos y arrojarlos al barro.
Solamente el padre Solano permanecía clavado
en su sitio, con su sayal empapado y calado hasta los
El Violín de Dios 43

huesos. Se le oía rezar y dar gracias a Dios.


También los indios condenados permanecían
quietecitos, atontados por el fenómeno inexplicable
de la naturaleza. Los indiecitos gimoteaban confu-
sos.
Cuando el aguacero amainó, el padre Solano
se arrimó al primer poste y procedió a desatar a los
primeros indios. Luego se acercó al cadáver del capi-
tán, que tenía sus ropas adheridas a la piel sin vida, y
chorreaba sangre y agua por los zarcillos coloreados
de su chaqueta cribada. Inmediatamente alzando sus
brazos al cielo como un cardón infaltable, el padre
Solano suplicó:
—Señor, Dios mío... ¡Perdónalos, porque no
saben lo que hacen!
Luego el padre Solano anduvo cansinamente la
distancia que lo separaba desde el centro de la plaza
hasta el pequeño promontorio de tierra donde toda-
vía aguardaba el indio Maipi. Allí estaba el hijo de la
tierra, que se negaba a ser conquistado y quiso opo-
ner su bravura a la presencia extranjera. Allí estaba
el guerrero pichón de cacique, sanguinario de vísce-
ras, según los españoles. Quedaron frente a frente.
Fray Solano de pie, dándole la espalda al vivificante
sol, resucitado del milagro de la lluvia y Maipi, con
su cabeza incrustada en el tronco del sacrificio. Eran
dos fuerzas antagónicas; el indio en su bravura y el
fraile en su mansedumbre franciscana, fiel alumno
de aquél que amansó al terrible lobo de Gubbio.
44 Lisandro Amarilla

El silencio se hizo cómplice entre ambos. Nin-


guno de los dos pronunció palabra, solamente cam-
biaron largas miradas. El padre Solano rodeó el tron-
co por detrás, se arrodilló en el barro endurecido del
promontorio y desató a Maipi cortando los tientos
cruzados con un cuchillo indio.
Otra vez quedaron enfrentados, pero ahora de
pie. De las manos pálidas del padre Solano pendía el
Santo Rosario y con unción devota pronunció esta
Simple Oración:

“Mi buen Jesús, mi redentor y amigo:


¿Qué es lo que sé que no me has enseñado?
¿Qué tengo yo que tú no me hayas dado?
¿Qué valgo yo, si tú no estás conmigo?
Señor, mi Dios: sin vanidad me hiciste,
Sin que te lo rogara me creaste.
En crearme y redimirme mucho hiciste,
Y menos obrarás de lo que obraste
En perdonar la obra que Tú hiciste”.

El indio Maipi le preguntó en quichua:


—¿Es ésta la madera de trinos? —Sí.
¿Y por ella te siguen la corzuela, el puma y la
culebra?
El fraile Solano le contestó afirmativamen-
te con un movimiento de cabeza y con leve sonri-
sa le habló de los secretos prodigiosos de su violín,
que guardaba los misterios de la hierba, del viento,
El Violín de Dios 45

del canto de los pájaros y el agua y de la tersura de


cristal de todos los silencios. Y la melodía del violín
quebró el espacio por un instante, como un pájaro
suspendido en el aire.
—¡Oh! Tatay Solano. ¿Qué es la maldad de tus
hermanos, comparada con el milagro de tu madera
que suena? Diré a mi gente de tu luz y mi razón.
—Y dicho esto el hombre nativo de la selva y el río,
se arrodilló en el suelo húmedo y besó las sandalias
cuarteadas del fraile.
El cura Solano acarició la cabeza crenchuda
del indio Maipi y lo instó gentilmente a levantarse;
luego tomó su violín, lo extendió hacia el bravo gue-
rrero, y le dijo:
—Tómalo, es tuyo. Hazlo sonar cada vez que
tu gente se halle en apuro. ¡ Ah! y toda vez que quie-
ras, ven a mí...
46 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO II

Los últimos rayos de la luna entraron por las


hendijas del esqueleto de palos descascarados del
rancho. En un rincón, reposando sobre una repisi-
ta de palo, el candil lanzaba su luz herrumbrosa a
las varas del techo de anqoche y paja. La luz debía
permanecer toda la noche para ahuyentar a las chin-
ches chupadoras de sangre de cristiano, que les de-
jaban tremendas ronchas en el cuerpo y de cuando
en cuando un ojo morado del lado izquierdo como
si hubiera recibido un moquete en una pelea en el
boliche de don Abraham.
—¡Pancho!
La voz salió seca, apurada. Inquieta.
—Este viejo no sirve para nada. Cuando duer-
me... muere, del todo.
El hombre se despertó sobresaltado.
—¿Qué te pasa, Gualberta? Siempre molestán-
dome. Duermes con un solo ojo, y con el otro abier-
to, pensando en joder a tu familia.
El Violín de Dios 47

—¡Callate, hombre, qella! Y, escuchá...


—¿Qué sientes, vieja? ¿Qué ocurre?
—¿No sientes, viejo, como sonido de violín que
viene de la lomada?
—No siento nada, son ideas tuyas.
—Cada vez estás más inútil Pancho. Hasta upa
takana te has vuelto.
—Que tocan el violín ¿dices?... ¿Y quién po va
a ser? En la lomada del albardón no vive nadies.
—Ya lo tengo visto, viejo. Cada que va a llover
como ahura, suena el violín. Es como un llanto que
sale de adentro. Es como un sonido atajado Pancho.
—¡Déjate de macanas Gualberta y dormite!
Está lloviendo y es tan lindo dormir acunado por el
sonido de la lluvia en las hojas del maizal.
—¡Pancho!, ahura que me acuerdo no hemos
puesto los fuentones pa’ alzar agua de lluvia y la-
varnos la cabeza con lejía. Esta agua del pozo corta
el jabón por demás. No hace espuma ni con la lejía.
—¡Bah! ¿pa’ lavarnos la cabeza solamente
quieres que me levante?
—Viejo haragán. Por eso andas con los pelos
parados como maján enojado.
El viejo se incorporó malhumorado, se chan-
cleteó las alpargatas bigotudas y cuando salió al ale-
ro recibió en la cara la luz violentísima de un relám-
pago y un soplo ardiente que bajaba por la ladera
del albardón. Y, entonces lo oyó clarito.
—¡Jesús, María y José! Animas benditas. Pa-
48 Lisandro Amarilla

rece que los ruidos salen de adentro del quebracho


“ladiao”, vieja.
Pancho alargó el brazo hacia la intemperie y
con el cuenco de la mano recibió las pertinaces gotas
de lluvia. De pronto el aguacero cesó y también de
golpe el sonido del violín.
Pancho dejó caer la mano, aflojó los músculos
y parándose en el vano de la puerta dijo:
—¿Ves, Gualberta, tu lluvia? Menos mal que
no despertaron los chicos. ¡Qué ganas de molestar la
paciencia! Esta mujer se está haciendo más temática
cada día — completó el hombre su reniego.
La mujer quedóse pensativa un momento.
Miró una vinchuca que no se animaba a bajar por
el horcón para picar a los chicos, por temor a la luz.
—Pobrecitos, mis hijitos. ¿Por qué Dios man-
dará estos bichos, tan molestos, que no dejan de
atacarnos y más cuando va a llover? Están furiosos
viejo, ¿te has dao cuenta?
—Hace falta que llueva vieja, la tierra está re-
seca como cuero yaguané y los árboles tristes, como
dormidos por el calor y la seca. Hasta los huesos
tengo secos vieja, y eso que yo tomo agua.
Doña Gualberta seguía con los ojos fijos en el
techo; un brazo le colgaba hasta el piso y una gota
de sudor le cosquilleaba en la mejilla. Cuando se re-
volvió en el catre de tientos, sintió el crujido de la
madera.
—Cómo será la seca, que hasta el catre se que-
El Violín de Dios 49

ja, Pancho.
—Dicen los antiguos que esto antes era pura
agua, Gualberta. Que llovía tanto que la inundación
lo cubría todo, que tan sólo se mantenía seca la chu-
pa del albardón. Allí se mudaban todos los vecinos
con los animales y vivían muchos meses.
—Así es, Pancho. También hablan que hace
añares en la lomada vivían indios, y dejuro ahi ser
nomás porque los vecinos han encontrao tinajas en-
teritas y se las dieron al maestro Lemos, para que las
entregue en el museo de la ciudad.
—Lo que no sabes, Gualberta, que por Colonia
Dora, andan dos hermanos gringos, que cavan en los
ríos secos y desentierran toda clase de huesos y cosas
de los indios. Dicen que andan todo el día por los
montes.
—¡Gringos locos! —reprobó doña Gualberta.
Un vaho cálido inundaba el interior del rancho.
Afuera la tierra estaba tan reseca, que en la noche ca-
liente flotaba un polvillo con fiebre de sed.
Las nubes oscuras que trajeron el breve agua-
cero, como sombras bagualas, se habían perdido tras
los montes del albardón.
—Dicen, Gualberta, que enantes había tan-
ta agua en el campo, como pa’ tomarla de parao y
que estando echao en el catre uno estiraba el brazo
y agarraba un pescao con la mano ¡qué lindo no, ni
siquiera había que molestarse pa’ echar el anzuelo!
—¡Callate, hombre, deja de tabiar!
50 Lisandro Amarilla

—Cierto, vieja. Me lo ha contao el finao Shin-


fu, que sabía mucho de historias antiguas.
—Habrá sio otro desocupao como “vos sa-
bes”...
—Escuchá vieja, está rebuznando el burro he-
chor y justito bajo el alero. Va llover.
—¡No lloverá!
Apostaban a la angustia. El sentimiento maso-
quista era mutuo.
—Acordate, vieja, cómo potrillearon los chicos
toda la tarde. Es un fija la lluvia.
—¡No lloverá!
—Si no llueve vieja, toditas nuestras cabras
morirán. Ya no queda ni bocha de cardón ni de ulúa;
sólo hay flor de azahar en los quebrachos altos y los
chicos tienen mucho trabajo pa’ bajarla.
—Parece mentira, hasta la flor del aire se pone
en nuestra contra.
—Es como si el Señor de Mailín nos hubiera
abandonao ¿no, vieja?
—No lo metas al Señor de Mailín en esto. El no
tiene nada que ver Pancho.
—¿Y si no llueve, vieja, que va a pasar?
—No lloverá esta noche. Pero ya lloverá Pan-
cho, lo sé.
—De no, levantamos el gallo y nos vamos pa’
Buenos Aires. Allá están todos los vecinos. Es otra
vida, vieja.
—¡Otra vida! ¡Otra vida! ¿Acaso sabes leer,
El Violín de Dios 51

Pancho?
—¿Y eso qué tiene que ver? No sé leer, pero
tengo dos brazos fuertes pa’ trabajar de capachero
en las obras.
—Eso no es suficiente, no sabes leer las señales.
No podrás reconocer el nombre de las calles y en
cuanto cruces una, ¡ Zaas!... Te pisa un auto. Acor-
date del finao Eulalio, apenas ha llegao nomás y ha
querío cruzar la calle al frente de la estación Retiro y
ahí mismo lo ha pasao por encima un colectivo.
—No será mi caso, vieja. Pa’ tonto no se estu-
dia, ¿cómo va a cruzar la calle sin mirar pal naciente
o pal poniente? Es el destino. Si el cristiano va a mo-
rir, aunque esté sentao bajo el alero tomando mate,
llega un rayo atraído por la bombilla y ¡listo! El cris-
tiano canta pal carnero, en su propia casa sin dar un
solo paso siquiera.
Doña Gualberta no dejó de reconocer que su
marido hasta cierto punto tenía razón. Miró la som-
bra que se agitaba fatigosa sobre el catre y recapa-
citó sobre su intención de multiplicar el sufrimiento
con las palabras y ya no quiso seguir hablando, pues
la somnolencia le había ganado todo el cuerpo. Ce-
rró los ojos y sintió que el sueño le iba entrando des-
pacito pero seguro, y antes dijo:
—Dormite, Pancho. Mañana será otro día y los
chicos tendrán mucha tarea para alimentar a las ca-
bras. Endemientras vos tienes que desbarrar el pozo,
porque si no todos moriremos de sed.
52 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO III

Y el violín de Maipi sonó y sonó por el verde


parduzco del río de Soconcho y llovió y llovió, hasta
que el aire y la luz fueron de un verdoso húmedo.
Todo era mohoso, todo olía a agua.
Llevaba meses lloviendo, la lluvia era una cor-
tina de cristal cayendo con rumor parejo. Los gran-
des quebrachales, algarrobales y vinalares se borra-
ban en una niebla lechosa y el campo que antes era,
se había convertido en estero y parecía humear en el
lecho fangoso.
Los soldados españoles se hacinaban en los
ranchos; poco era el espacio disponible. Había que
dormir sentado y recostado en el hombro del com-
pañero. No encontraban otro entretenimiento que
jugar a los naipes. El humo del fogón por la leña
mojada hacía toser y llorar. Algún español que había
contraído paludismo tiritaba por la fiebre en escalo-
fríos intermitentes.
El olor a perro mojado se mezclaba con el de
El Violín de Dios 53

los cerdos, los gansos, las gallinas y los patos, que


dejaban nauseabundas vaharadas de guano y orín.
No había forma de expulsarlos porque todos, ani-
males y cristianos pugnaban por entrar en los ran-
chos buscando el cobijo de los techos.
La iglesuca de Umamax era la edificación más
segura. Con sus paredes de adobe cuarterones de
cuatro metros de altura a dos agua, era la única que
no goteaba. Los españoles y sirvientes traídos del
Perú, convertidos al cristianismo, ya no podían oír
misa. No tenían cura. El que había, fue muerto ac-
cidentalmente por una flecha india envenenada, de
los belicosos chiriguanos, en una maloquiada a Ta-
sigasta. Y el cura Solano se marchó inmediatamente
después de la lluvia milagrosa.
El tiempo de lluvias se hizo largo. El otoño
pasó entre lamentos y maldiciones. Los españoles ya
no podían quemar a los indios, pero los azotaban o
los mataban a cuchilladas, cuando no les traían ali-
mentos del bosque.
Lo que ellos ignoraban porque no pertenecían
a este Nuevo Mundo, era que las frutas silvestres se
habían acabado al concluir el verano. Los indios no
podían navegar en sus canoas, ni pescar porque el
río de Soconcho venía crecido. Permanecían enco-
gidos y tristes junto a los caballos atados bajo los
árboles. Hasta los cueros sobados de corzuela, les
habían sido arrebatados para cubrir las goteras de
los techos. A ellos sólo les quedaba untarse con cera
54 Lisandro Amarilla

tibia de tiyu-simis o allpa-mishki el cuerpo moreno


semidesnudo, y si no andaban con las impudicias al
campo era porque a los españoles les caía mal. Por
eso usaban el sencillo taparrabos.
Maipi y su gente buscaron refugio en la espe-
sura del bosque, donde tenían sus guaridas las fieras.
Hasta allí no podía llegar la corriente enloquecida
del desbocado río de Soconcho y menos la mano in-
quisidora del invasor.
Maipi seguía haciendo sonar el violín (la ma-
dera de trinos y agua del Tata Solano) y el albardón
era la nueva casa de cuanta alimaña disparaba de la
creciente.
Los vecinos pasaban largas horas encerrados
en la iglesia, limpiando el herrumbre de los arcabu-
ces, los morriones y las espadas; jugando a los naipes
con cartas grasientas o entonando canciones de su
tierra ibérica, acompañándose con guitarras y man-
dolines desafinados por la humedad.
En la iglesuca, el ambiente enrarecido se po-
blaba de conversaciones que preocupaban a aquellos
espíritus inquietos.
Un soldado le preguntaba a un teniente:
—¿Cree vuestra merced que el capitán López
Quintero salga a buscar al indio Maipi a los terri-
torios de Mochino y Sumalasco, para arrebatarle el
violín que hace llover?
Y el teniente respondía:
—Con este temporal, no creo. Apenas nos al-
El Violín de Dios 55

canza el tiempo para sostener los ranchos. Si no sale


el sol moriremos con tercianas.
Y el soldado insistía:
—Se dice que el capitán se instaló en la casa del
difunto encomendero y que pronto se casará con su
viuda doña Manuela Quintás.
—Sí, ya sé lo que dicen. Pero, se dicen tantas
cosas... respondió el teniente con un brillo de envidia
en los ojos.
Doña Manuela Quintás era una andaluza que
había sentado fama de ser una de las mujeres más
bellas que había pisado estas tierras de Dios. Ni si
quiera la mujer del propio gobernador del Tucumán
podía igualarla en hermosura.
Por lo demás los grupos expedicionarios ve-
nían compuestos por hombres violentos, que siem-
pre estaban dispuestos a muchas traiciones y levan-
tamientos. Era natural que cuando un jefe caía, su
mujer quedaba para aquél que le sucediera.
También significaba una grave imprudencia
tener una mujer hermosa, por los riesgos que repre-
sentaba y por los recelos y envidias y resquemores
que provocaba entre aquellos aventureros sacados
de entre los peores hombres del Perú.
—Se dice también que el nuevo encomendero
ordenó a las criadas le coloquen la tina del baño en
el dormitorio de doña Manuela, para que ella le dé
friegas con ungüentos y esencias de hierbas aromá-
ticas del Capayán. El capitán le dijo a la viudita, de-
56 Lisandro Amarilla

lante de las criadas, que tiene que distraerse para mi-


tigar su dolor—siguió hablando cizañero el soldado,
sin saber que arrimaba leña al fuego de la codicia del
teniente Miraval.
—Imaginando que todo lo que dices sea cierto,
¿Por qué no te callas esa bocaza infame, antes de
andar mancillando el nombre y honor de una dama
española, pedazo de mentecato? —le dijo con tono
amenazante el teniente Miraval, que no dejaba de
pensar en traicionar a su jefe.
La tarde había caído y seguía lloviendo con
fuerza. En un rincón de la iglesuca, un joven solda-
do de rostro enjuto y cuerpo menudo, permanecía
sentado en el suelo con unos papeles amarillos de
andanzas. Los tenía descansando en su regazo, como
si éste fuera un pupitre y con una concentración in-
usual escribía con una pluma de pavo del monte. De
a ratos levantaba la cabeza y mojaba la pluma en un
tintero pequeño de barro cocido, podía ser también
una botija de chilalo. La tinta era negro de humo
—el hollín del traste de las ollas— mezclado con
aguardiente del Capayán.
El hombre pequeño había andado mucho por
el Capayán Riojano y se llamaba Mateo Rojas de
Oquendo, tal vez entonces ni él mismo hubiera po-
dido pensar que vendría a ser el primer poeta del
Tucumán.
La soldadesca estaba en un tris de amotinarse
y eso era moneda corriente. Cualquier soldado ma-
El Violín de Dios 57

nifestaba su descontento y lo hacía en voz alta, con


ruidosas explosiones de ira, algunos contra el gober-
nador y otros contra el nuevo encomendero que los
traia paralizados. Por su falta de iniciativa, no po-
dían salir en busca de Maipi y arrebatarle el violín
y darle muerte. Unicamente así cesarían las lluvias.
El capitán, por ahora estaba ocupado en su
preludio de amor. No asomaba la cabeza de la alco-
ba de doña Manuela. Era un recién casado en luna
de miel y siempre estaba en la luna, porque no salía
ni siquiera en los raros días de sol.
Con las primeras sombras de la noche se oyó la
campana de la iglesia. Su tan, tan, doblaba a muerte
y volaba entre la lluvia sobre los ranchos de los espa-
ñoles, las chozas improvisadas de los sirvientes y las
copas de los árboles, donde se guarecían los indios y
los caballos de los soldados.
Los cristianos se persignaron instintivamente.
—Mataron otro guardia —se oyó decir a una
mujer, y su palabra viajó en el eco de la campana.
—Pronto el indio Maipi nos matará a todos,
iremos cayendo de a uno y nuestro capitán no se
inmuta, sigue en su “enbelesco” con la dama del di-
funto—agregó otro soldado sin ocultar su malestar.
¡Vayamos a ver por quién están doblando la
campana! —propusieron varios.
—¿Y si nos esperan los salvajes en la oscuridad
para darnos muerte?...
—¡Enciendan las mechas de los arcabuces y
58 Lisandro Amarilla

disparen a todo bulto que se mueva en la oscuridad!


— mandó el teniente Miraval.
El dolor de la campana parecía poner más té-
trico el ambiente. En ese momento el pensamiento
colectivo era estar lejos de allí, en los campos ardien-
tes de Alicante o en las callecitas soleadas de Alcalá,
o en los viñedos de Castilla o en los paseos empedra-
dos de Granada y Salamanca; y en cambio estaban
en este país salvaje donde tenían la idea fija de en-
contrar el vellocino de oro (la ciudad de los Césares),
pero, ¿qué habían encontrado hasta ahora?... Sólo
peligros y acechanzas y muerte.
—¿Quién sale primero? —preguntó Miraval
—Salga, vuestra merced, para eso es el jefe —le
respondió un soldado veterano.
—¡Abran la puerta! —gritó el teniente Mira-
val, con el arcabuz, requintado en la derecha y la
espada en la izquierda.
La puerta se abrió. La última nota de la cam-
pana quedó latiendo en el aire y luego todo quedó
en silencio.
—No se ve a nadie —dijo el teniente mirando
en dirección a la campana.
Sin embargo cuando sus ojos se ambientaron a
la oscuridad, alcanzó a ver varios bultos que se mo-
vían a ras del suelo.
—¡Los indios! —gritó excitado y comenzó a
disparar.
Los que venían por detrás lo imitaron y enton-
El Violín de Dios 59

ces se oyó un maremágnum de explosiones, fogona-


zos y chillidos y gruñidos, que buscaban salvación.
Varios cuerpos quedaron tendidos en el suelo.
—¡Matamos unos cuantos indios! —exclamó
el teniente Miraval. Cuando llegaron a los primeros
cuerpos caídos, vieron que unos morían aquí y otros
más allá y otros huyeron malheridos. Entonces re-
cién se dieron cuenta del desatino cometido y grita-
ron furiosos y desazonados:
—¡Los cerdos!... ¡Los cerdos! Matamos nues-
tros propios cerdos. ¡Maldición! ¿Y qué hacían cerca
de la campana?.
Un soldado advertido, se dio cuenta de la tri-
quiñuela.
—Ataron una mazorca de maíz, a la punta de
la cuerda de la campana y cada vez que un cerdo la
mordía en su afán por sacarla hacía doblar a muerto
la campana.
Es obra de ese maldito indio, ¡hijo de Satanás!
No hay duda —dijo el teniente Miraval. Y continuó:
Mañana hablaré con el capitán López Quintero, con
él o sin él iremos a buscar a Maipi a su madrigue-
ra. No hay razón para esperar más tiempo. Hay que
darles muerte a estos salvajes que no hacen otra cosa
que amolar.
—Ya verá vuestra merced, que al final lo con-
vence y no lo deja ir— le replicó un soldado escép-
tico.
—Ya veremos... ya veremos, si las uvas están
60 Lisandro Amarilla

verdes o si tres botines hacen un par— respondió el


teniente con mucha seguridad.
Superado el incidente, el poeta Mateo Rojas de
Oquendo, retornó a su sitio habitual. Volvió a sus
cuartillas y a poco terminó su escrito. Ahí lo expli-
caba todo en ese soneto adonde descargaba toda su
amargura, por haber llegado a la triste conclusión de
que no eran considerados ni personas, ni animales,
ni trastos viejos tan siquiera, en la escala de valores
del rey Felipe II y del virrey del Perú. Entonces co-
menzó a leer en voz alta:

“Tres años ha que espero al Gran Virrey,


y tres que no como, ¡ay compasión!
¿Cómo está, pues el cuerbo a San Antón
le dava pan, ya a San Isidro el buey?

Por pedir cumplimiento de una ley,


padecer tanto tiempo no es razón:
Si supiese qu’ es ésta la ocasión,
¿Qué abía de dezir nuestro buen Rey?

Dirá que ya ha mandado que me den,


y que no tiene culpa si no dan;
más, si me dan con Dios a merezer

¿Tras tantos males, no a de aber un bien?


¿A de ser el pecado éste de Adán?
El comió; yo ni aún sé lo que es comer.
El Violín de Dios 61

En ese momento la lluvia había cesado y mu-


chos de los evacuados en la iglesuca, se levantaron
sin decir palabra y salieron.
El poeta Rojas de Oquendo quedó solo en
la semipenumbra. Las puertas dobles de la iglesia
quedaron abiertas y entonces pudo ver millares de
lucecitas que cruzaban en todas direcciones hasta
perderse más allá en la oscuridad de la noche. Él ya
sabía que no eran las luciérnagas que había en su
Andalucía natal, estos bichitos de luz eran más gran-
des y luminosos. Los indios los llamaban tuku-tukus.
Por el vano de la puerta entraron cientos de
blancos pilpintos y otros bichos cascarudos atraídos
por la tenue luz de la vela y con el soplo de sus alas
apagaron la lumbre. Los murciélagos cuchicheaban
en la esquina alta de la nave de la iglesia y en ese mo-
mento el poeta Mateo Rojas de Oquendo, comenzó
a imaginar a esa mujer de extraordinaria belleza que
era doña Manuela Quintás y que el difunto enco-
mendero había tenido recluida en la casa por temor
a la codicia de sus hombres, todos individuos de baja
catadura, la mayoría con antecedente criminales. Por
eso a veces, de una simple discusión de naipes, se
exacerbaban los ánimos y aumentaban las pasiones
y terminaban a las cuchilladas. Casi todos eran se-
res ominosos, capaces de cualquier acto de traición
y más cuando se trataba de satisfacer sus apetitos
carnales.
El poeta la imaginaba a doña Manuela corrien-
62 Lisandro Amarilla

do entre los fachinales y adentrarse en los esteros,


siempre perseguida por el teniente Miraval y dos
de sus soldados, tratando de someterla a sus bajos
instintos y ella, gritaba con voz desaforada pidiendo
auxilio, con sus carnes desgarradas por las espinas
y dejando hilachas de sus ropas enganchadas en las
ramas montaraces. El poeta intentaba salvarla de las
garras de esos miserables, pero su cuerpo enjuto era
arrojado sobre los espinares por los soldados ham-
brientos de sexo.
Se levantó aterrado de su rincón, tratando de
escuchar algún ruido, pero no oyó nada. Sólo volvió
a sentir los goterones de la consecuente lluvia, que
otra vez volvía a arreciar.
Sin embargo don Mateo, el poeta, tuvo una úl-
tima visión: doña Manuela Quintás se le presentó
radiante y hermosa, visión que le era ya familiar y
al mirarla fijamente en el fondo de sus ojos verdes se
le presentó la figura cruel y despreciable del teniente
Miraval, que reía con displicencia seguro de su auto-
ridad indiscutible.
Una lechuza chistó en la noche negra, cerca
del campanario y el poeta se santiguó mentalmente,
pensando que la traición y la muerte eran dos her-
manas gemelas en estas tierras del sinfín.
El Violín de Dios 63

CAPÍTULO IV

La noche había sido ardiente. El día era más


ardiente aún y encendía luces fijas y metálicas.
Pancho se desperezó después de una noche aje-
treada, sacudió sus alpargatas y miró la sombra que
se agitaba fatigosamente sobre el catre.
—¡Sixto! ¡Eulogio¡...levanten changos dormi-
lones, hay que largar la majada antes que haga más
calor.
—Creo, viejo, que habrá que llevar el perro ca-
brero a lo de la bruja Aniza para que le enseñe a
hablar, así pueda ocuparse él sólito de llevar y traer
la majada. Los chicos ya no saben lo que es ir a la
escuela con esta seca tan larga. El maestro dice que
no conocen ni la “o” por redonda.
—¿Y para qué quieres que hable el cabrero?...
Para que te cuente los chismes ¿que no?...
—¿Y vos qué te afliges tanto, acaso tienes algo
que ocultar? Tienes cola de paja, Pancho. Cuidate,
no vaya a ser que se te prenda fuego con tanto calor...
64 Lisandro Amarilla

—¡Bah! Vos siempre tan mal pensada, Gualber-


ta. Desconfiada como chancho en medio del maizal.
—¡Y vos tan dicharachero!
Los chicos bebieron el mate cocido en sendos
jarros de lata con manija de alambre, descolgaron
de la cumbrera cercana la honda y la boleadora, y
fueron al corral.
—Ordeñá la chiva mocha, Sixto, y hacélo to-
mar al perro cabrero — le dijo Eulogio.
—Ujú— gruñó Sixto. ¡Siempre a mí! ¡Siempre
a mí!
—Y porque sos el más chico.
El chango corrió bruscamente detrás de la chi-
va vieja, que huía tratando de escamotearse en el
seno de la majada, inquieta por salir al campo. El
cabrero lo seguía de cerca con movimientos festivos.
Sixto le ordeñó un litro de leche en la batijuela
de madera y le habló como si fuera uno más de la
familia.
—Toma, enpachate. Cuando aprendas a hablar
eligirás la chiva que dé leche más dulce. Eso sí, el
trabajo tendrás que hacerlo solo y todos los días pa-
sarle el informe a mi mama: cómo se portaron las
chivas, si la puntera quiso quedarse más tiempo en
el monte o el chivo bayo quiso marchar en la punta
del viento.
El cabrero tomaba la leche con tantas ansias,
al pie de la cabra, que casi no respiraba y parecía
prestarle atención a la conversación estéril de Sixto
El Violín de Dios 65

con movimientos regulares de la cola. El chango fue


hasta el corral de los cabritos, descolgó la alforja de
lana roja con guardas amarillas y constató al fondo
la existencia de la ushpera tan dura como un pedazo
de arcilla, y gritó con alegría:
— ¡Sacá la tranca, Ulogio, que van las chivas!
— y justo cuando el chivo bayo pasó la puerta se le
sentó en las ancas jineteándolo. El animal pegó dos
brincos y arrojó por el aire al intruso.
—¡La pucha que via sío jineto, hom! —Le dijo
Eulogio mientras les quitaba los cabritos a las amas.
Las cabras azuzadas por los chicos y el cabre-
ro bordearon el cerco de ramas espinudas, ahora sin
una planta verde. Entraron por un portillo y los chi-
cos notaron que bajo sus pies descalzos crujían las
hojas vidriosas del maizal.
Sixto a pesar de su corta edad se daba cuen-
ta del drama campesino. Miraba a ambos lados las
largas hileras del maizal, amarillas y tostadas, y más
allá en el albardón los árboles desnudos; y mucho
más allá en la altura prominente un gran cardón,
verde profundo, vertical, con los brazos alzados ha-
cia el cielo.
Mientras las cabras ramoneaban en los alga-
rrobos, los hermanos se detenían a tomar una vaina
de algarroba reseca y la trituraban con lentitud entre
los dedos haciéndoles saltar las semillas chusas, ma-
logradas.
El sol subía ligero en la mañana y las cabras
66 Lisandro Amarilla

también remontaban la colina, que de verde habíase


tornado sólo de amarillo. La sensación y el color de
la aridez eran mayores en las laderas. No se veía una
sola nube en el cielo tan azul como la llama de una
lámpara de carburo.
Las cabras marchaban a paso ligero, detenién-
dose a ratos como amaestradas, luego venteaban las
ramas más tiernas y los kichkaloros granates como
pimpollos de rosas rojas y allí quedaban por largo
tiempo.
—¡Mirá, Sixto, el quebracho flecheador, cómo
tiene flores de azahar en los penachos de arriba!
—¡Subí vos que sos más churo! — le dijo Sixto
a Eulogio.
—¡Ni loco! Me va a flechiar en el cuerpo y la
cara; después voy a parecerme a la yegua rosilla.
—Si lo retas antes de subir, no te va hacer
nada— lo reconvino Sixto.
—Sí, pero hay que prepararle una torta de ce-
niza— le recordó Eulogio.
—Ahicito está el rescoldo donde asamos las
docas— le dijo Sixto.
—¿Y el agua para humedecer la ceniza?
—¡Hombre de pocas mañas! ¿Acaso no tienes agua
en el cuerpo? —lo interrogó Sixto, mirándole entre
las piernas.
—¿Me pides que la ishpe?... ¡hombre cochino
viá sío! Y bueno si no hay más remedio...
Armaron la torta en un molde hecho en el sue-
El Violín de Dios 67

lo. Luego la secaron al sol. Era el mediodía, no se


observaba ningún movimiento de vida. El viento es-
taba quieto; la luz fulgurante y el pequeño sendero
flanqueaba la sombra del quebracho inclinado y una
mancha de polvo calcáreo señalaba la distancia.
—¡Quebracho viejo y fiero! ... Aquí te traigo
un regalo. ¿Te gusta?... Bueno te la dejo para que
la comas y para que estés ocupado y no puedas fle-
chiarme cuando suba.
Se trepó con agilidad de mono.
—Oye, Sixto, ¿Por qué no subes ahura que está
ocupado comiendo la torta? Así aprovechamos y le
bajamos todas las flores de azahar de una sola vuel-
ta.
El quebracho de varias centurias era famoso en
la región, porque todo aquel que pasaba sin retarlo
o saludarlo, recibía como castigo la picazón en todo
el cuerpo, como un sarampión rebelde que sólo los
buenos curanderos podían sanar.
—Señorcito de Mailín, no permitas que el que-
bracho me flechie porque voy a quedar con la cara
colorada como el gringo Calamante—rogó Sixto.
Enseguida se trepó por el tronco como una co-
madreja picaza hasta la horqueta mayor y se sentó a
descansar. Estaba a diez metros de altura y sumada
a la del albardón, como desde un mangrullo tenía el
dominio visual de todo el campo. Allá abajo veía su
rancho y con aire de angustia miró los cercos pela-
dos, llenos de grietas como bocas. Su padre parado
68 Lisandro Amarilla

en el brocal del pozo, parecía torpe, obsesionado por


el agua, mirando señales, escudriñando anuncios.
Sixto era fino y elástico, las piernas largas y el
pecho angosto; por entre el dril pardo de la camisa
le aparecía la piel morena y sucia de tierra y sudor;
la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz medio
ganchuda y la boca grande. Lo cubría un viejo som-
brero de tela con las alas bajadas hacia las orejas,
requintado en la frente para que pudiera ver, lo que
deseaba ver.
En el preciso instante en que se disponía a
arrancar las flores del aire prendidas como rémoras
al tronco cascarudo del quebracho, Sixto oyó un le-
vísimo ruido o sonido como de rama partida: iiii,
aaá... Miró en derredor, ningún árbol desgajado,
nada. Un soplo ardiente le dio en la cara, cuando las
láminas claras de luz que acuchillaban la sombra del
quebracho secular, se borraron. Las chicharras calla-
ron y el silencio se hizo completo.
La luz se iba haciendo difusa, tenue, oscura,
como si hubiera llegado el atardecer y sin embargo
no había pasado tanto tiempo desde el mediodía.
Volvió a sentir el sonido, esta vez más acom-
pasado y cercano como la atadura de una cuerda
sobre la madera, un chirrido. No cabía dudas, era en
el tronco nomás— pensó Sixto —. Al mismo tiempo
algunas gotas de lluvia, se deslizaron por la pátina
gris del tronco torcido del quebracho colosal.
Sixto descendió dos cuartas por el tronco. Es-
El Violín de Dios 69

taba excitado por el descubrimiento y podía oír su


respiración corta y silbosa. Llegó hasta el coto, como
una joroba, como un callo antiguo y doloroso en la
larga vida del árbol. Colocó el oído y sintió en lo
hondo, como bajo la piedra el latido de algo extraño
gimiendo ansiosamente.
—¡Aquí es, Ulogio! ¡Aquí en el lao cotulo! —le
gritó a su hermano que estaba más arriba.
—¿Qué es? — le preguntó Eulogio.
—No sé. Como si estuviera chuso. ¿Qué te pa-
rece si lo hachamos? —
—¿Con qué hacha?
—¡Ahura no, hombre! Después venimos con la
hachuela del Tata Pancho. Ésa que tiene para hacer
las batijuelas...
Las gotas de lluvia sonaban cada vez más fuer-
te sobre las hojas y las vainas sonajeras del quebra-
cho, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso
y sólido.
—¡Dejá eso y apúrate con la juntada del aza-
har, que está lloviendo cada vez más fuerte! —le gri-
tó Eulogio.
—¡Qué linda l’agüita!... ¡Gracias Señorcito de
Mailín! ¡Hacé llover para que se llene de agua la re-
presa y podamos ir a la escuela!
La lluvia paró, y mientras arreaban las cabras
por el camino de regreso, Sixto pasaba del monólogo
a un silencio desierto. Marchaba al trotecito acom-
pasando el ritmo de los animales, mientras miraba
70 Lisandro Amarilla

la polvareda del camino; cuando sin ver, sintió algo


inusitado en el fondo del sendero y clavó los ojos
en el cuerpo encorvado y enjuto que venía de frente
afirmándose en un bastón retorcido y nudoso, como
un jeroglífico y hablaba en una jerigonza incompren-
sible con sus dos perros, quienes lo seguían muy de
cerca. No hablaban en quichua, porque Sixto ense-
guida hubiera comprendido.
—¡Mira, Ulogio! La bruja Aniza se acerca...
—Hablémosla para que le enseñe a hablar al
cabrero.
La vieja Aniza, venía abstraída mirando al sue-
lo. Cuando vio a los muchachos les dio la espalda y
se ubicó en cuclillas, como para orinar, y lo hizo.
—Y el río de Soconcho creció y el violín sonó y
sonó y la creciente se llevó a la gente y a los animales
y ¡brum... se acabó. Sólo quedamos yo y mis hiji-
tos, ¿verdad, hijitos?... ¡Ormuz y Arimán!... —dijo la
bruja, toda misteriosa.
—Sí, mama— contestaron a coro Ormuz y Ari-
mán.
Sixto avanzó sin hacer ruido, colocándose por
detrás. Los perros no le dijeron nada.
—¡Buenos días le dé Dios, misia Aniza! — salu-
dó Sixto con mucho respeto.
La vieja se quedó un rato mirándolo, respiran-
do su aire y luego apuntó la mano hacia adelante
haciendo la señal del cuerno con los dedos.
—¡No me lo nombres, por Satanás, que se me
El Violín de Dios 71

pone la carne de gallina. ¿Qué quieres rapazuelo?


—Que le enseñe a hablar a mi perro cabrero.
—Ujú —gruño sin volverse. ¿Para qué quieres
que hable?
—Para que mi hermano Ulogio y yo, podamos
ir a la escuela.
—Ah. ¿Que yo le enseñe a hablar, para que tú
aprendas a leer? —Sí, señora.
—Pierdes tu tiempo. Más letraos hay, más líos
en el mundo tenemos. Si tu perro habla se hará pre-
tencioso y vago. Si tú aprendes a leer te tirarás con-
tra el gobierno. Deja, chaval, que corra la bola...al-
gún día tendrá que parar.
Y se fue por el camino con los ojos legañosos,
caminando lentamente como un animal deforme y
torpe; casi como un animal prehistórico y fantástico,
platicando con Ormuz y Arimán de las maravillas
que tenían en el averno.
—Che, Sixto, ¿qué habrá querido decir con el
río creció y el violín sonó y se acabaron todos...?
—A lo mejor estaba anunciando la lluvia. ¡Ben-
dito y alabado Señor de Mailín! ¿Qué va a ser de
nosotros si no llueve?...
—¡Hacé llover pero no la escuches a la bruja
Aniza! Si el cabrero no aprende a hablar, no importa,
pero nosotros queremos ir a la escuela. ¡Y te prome-
to no tirarme contra el gobierno!
72 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO V

Al atardecer en las tierras de Soconcho, Mochi-


no, Tasigasta y Umamax, el ataque de los mosquitos,
zancudos y jejenes arreciaba; se hacía insufrible, na-
die podía dormir. Casi toda la noche se la pasaban
caminando y castigándose el cuerpo con ramas de
afata o quebrarao, hierbas que crecían abundan-
tes en los bañados. Solamente los indios de servicio
permanecían estoicos, ellos sabían cómo ahuyentar
a los insectos con una pomada repelente a base de
grasa de iguana y jugo de ñandubay.
Aquél que llegaba a través de la histeria hasta
el paroxismo nervioso se embriagaba con aguardien-
te o aloja y cantaba con voz gangosa coplas de su
tierra gallega, lo que aumentaba más aún el tormen-
to de los desvelados españoles. “¿Será posible que
nunca pare de llover?” —se preguntaban con rabia.
Habrá que arrebatarle a cualquier precio el violín al
indio Maipi; sólo así dejará de llover y con la salida
del sol se alejarán nuestros males.
El Violín de Dios 73

—Hay que matar al capitán López Quintero.


Es la única manera posible de sacarlo de su hechizo
de amor con doña Manuela Quintás —conspiraba el
teniente Miraval con sus segundos.
El capitán Gonzalo López Quintero, desde su
habitación, había ordenado quemar hierbas verdes
para hacer mucho humo y alejar a los mosquitos.
Los indios, compañeros de intemperie de los caba-
llos, se dedicaban a orear bosta verde para sahumar
dentro de la lglesuca y en los alrededores de la casa
de doña Manuela.
Los primeros fríos hicieron cesar la lluvia. Por
fin salió el sol. El capitán encomendero de puro con-
tento y para regocijo de toda la gente ordenó el des-
file militar.
Todos los soldados estaban de a caballo con
sus uniformes que olían a perro mojado. Formaron
alrededor de la plaza donde se improvisó un tarima-
do para el jefe y la primera dama, rodeada de sus
sirvientas. Entre todas, su preferida era la india ya-
nacona Ollantay, traída del Perú. Una hermosa don-
cella de piel cobriza y cabellos lacios negrísimos. Sus
ojos achinados parecían dos carbones que despedían
destellos azulados cuando dirigía la mirada, más allá
del bullicio de la gente.
Doña Manuela se veía feliz al lado de su nuevo
esposo y contestaba los saludos de los hombres con
una sonrisa refinada. El capitán encomendero Gon-
zalo López Quintero no hacía sino mirarla y mirar a
74 Lisandro Amarilla

sus hombres y se solazaba con su suerte. El capitán


vestía con sus mejores galas y se sentía el hombre
más envidiado de Umamax.
Pero en la sombra se urdía la traición. Casi
todo el tiempo que duró la fiesta el teniente Mira-
val no cesó de mirar a doña Manuela. Los ojos le
ardían como una dura luz cortante de lascivia. Ella
de a ratos sostenía la mirada atrevida del teniente
desafiándolo. Pero, cuando el capitán encomendero
se dio cuenta de la presencia impertinente lo mandó
llamar con un soldado.
—¿Sí, capitán? ¿Qué se le ofrece a su merced?
—Dime, teniente, ¿Qué miras con tanta insis-
tencia?¿Acaso tengo duendes en la cara?...¿Mi pre-
sencia te incomoda?¿0 tienes malas ideas en la cabe-
za, hijo?
Doña Manuela rió y el teniente se puso colo-
rado.
—Capitán, yo...Su merced...
El capitán López Quintero ya estaba enterado
de las intrigas que tramaba Miraval.
—No digas nada, hijo. Cierra la boca, porque
en boca cerrada no entran moscas; y si la abres de-
masiado corres el riesgo de que tu lengua se deslice
y es peligroso, porque la lengua es lo primero que se
desliza en los agarrotados.
—Capitán, puede estar seguro su merced de
que mi boca es una tumba. Ahora con su permiso
me retiro. Señor... Doña Manuela... —y le tomó gen-
El Violín de Dios 75

tilmente la mano y se la besó con ardor.


Doña Manuela sintió aquel contacto físico y
un malestar la ganó instantáneamente.
—Está bien, teniente. Ahora ve y desconcentra
a la tropa para el almuerzo. Mañana empezaremos
un gran día, saldremos a buscar el violín que hace
llover.
El teniente hizo una reverencia y se retiró.
—Gonzalo — dijo doña Manuela. No me gusta
ese hombre, se comporta como un animal salvaje an-
sioso. Durante la travesía deberás cuidarte de él. En
todo caso lleva solamente gente leal. Déjalo aquí en
la encomienda custodiado por unos soldados.
—No, mi reina. No soy tan tonto como para
no darme cuenta con la codicia que te mira. Ya adi-
vino sus intenciones. En cuanto me aleje un par de
leguas en la selva, te tomará por la fuerza y sus se-
cuaces, que irán conmigo, buscarán de amotinar a
mis hombres.
—¡Entonces enciérralo en el calabozo hasta
que vuelvas!
—Eso es justamente lo que haré. Puedes estar
segura.
Lo que el capitán no llegaría a saber nunca,
era que una de las criadas mestizas de doña Manue-
la, llamada Juana Muño, tenía relaciones pasionales
con el teniente Miraval y había escuchado toda la
conversación en el palco, parando atentamente esos
oídos agudísimos que tienen los mestizos.
76 Lisandro Amarilla

La india Ollantay tenía las manos más her-


mosas que pueda tener una mujer acostumbrada a
manejar la urdimbre y los motivos simbólicos que
representaban divinidades de su pueblo, en esas her-
mosas colchas, baetones y ponchos karanchados y
amarillos clarísimos y rojos granates. Toda la ciencia
telera que ella transfería a las otras criadas en los
ratos libres. Tal vez por tanta delicadeza artística era
la preferida de doña Manuela.
Esa noche, Ollantay venía al frente de las cria-
das trayendo la cena.
—¿Qué tenemos hoy de cenar? — preguntó el
capitán encomendero.
—Pavo del monte asado con patatas y choclos
hervidos—contestó doña Manuela.
El candelabro de bronce traído del Perú, de-
jaba escapar la llama azulina de la vela de cera y
proyectaba la sombra de los dos comensales hacia la
noche clara.
—Dile a la Juana Muño, que vaya preparando
la tisana de poleo para el capitán. Esta comida pesa-
da le traerá pesadillas si no asienta con algo caliente.
—La Juana no está, mi señora— contestó
Ollantay.
—¿Cómo que no está? ¿Dónde se ha metido
con esta oscuridad? con esos bestias allá afuera,
como lobos hambrientos de carne de mujer, no ima-
gino pensar lo que podrían hacer de ella. Que Dios
misericordioso se apiade de ella ¡Pobre insensata!...
El Violín de Dios 77

En la oscuridad de la calle, parapetado en una


costanera de palo a pique, el teniente Miraval, aguar-
daba a la Juana Muño. Cuando estuvieron cerca, se
miraron con desconfianza. Se conocían lo suficiente
y, a pesar de que ella sentía que él le hacía el amor
por interés de su patrona, ella se había acostumbra-
do al trato despreciativo del teniente.
Lo primero que le preguntó fue:
— ¿Me nombró tu patrona alguna vez, durante
el desfile?
—Sí. Te nombró — le contestó la Juana con
rabia, porque conocía el resto del comentario. —¿Y
qué dijo?
—Que eres peligroso y mal hombre. Un traidor
y asesino. Que no debieras estar suelto sino en el
calabozo.
El teniente Miraval apretó furioso el mango del
puñal. Quedó atónito, le costaba creer lo que le de-
cía la Juana Muño. Si hasta se había hecho ilusiones
cuando se cruzaron sus ojos. Creyó ver cierto interés
de parte de ella. Esa mujer lo tenía embrujado, no
podía apartarla de su imaginación. Era como apete-
cer una breva, que está en lo alto a la que hay que
darle tiempo para que caiga por su propia madurez.
Entre tanto, se le hacía agua la boca de sólo pensar
que esa delicia de mujer tal vez muy pronto sería
suya, si apresuraba las cosas.
—¡Mientes, condenada mestiza! —Le dijo to-
mándola por el cuello y acercándole la daga a la yu-
78 Lisandro Amarilla

gular. Eso es lo que gano, reniegos y sinsabores, lle-


vándole el apunte a esta gentuza indigna. El sirviente
ha nacido para ser cizañero. Siempre será el mismo
estómago dolorido. No se le puede dar ni la punta
de la uña, que lo agarran del codo. ¡Maldita india,
tienes la lengua más larga que la de una anaconda!
¡Ya verás!...
—Ella misma le pidió al capitán que no te lleve.
Que te ponga en el calabozo, mi señor, hasta que él
regrese. Ahorita el capitán debe estar dando órdenes
que te pongan en prisión.
—¿Es cierto lo que dices?
—La purísima, mi señor. Te pido me recompen-
ses por lo que acabo de avisarte, cuando seas nuevo
encomendero.
—Ven, acércate. Quiero recompensarte ahora
mismo. Te voy a dar un regalo.
—¿Qué me darás, mi señor?
—Te regalaré silencio eterno. El silencio es el
poder de los dioses. A partir de ahora tienes el poder
de callar para siempre.
El teniente Miraval desenvainó la daga ante la
mirada aterrorizada de la mestiza.
—¡Por Dios, señor qué vas hacer de mí!...
—Tú sabes lo que nadie debe saber. La idea
equivocada que tiene tu señora de mí. Y cuando na-
die debe saberlo, es nadie, ni siquiera el aire. Y como
tú ya lo sabes y eres una deslenguada, capaz de an-
dar desparramando lo que oyes y lo que otros no
El Violín de Dios 79

deben saber, es que quiero regalarte silencio.


—¡Señor, no me mates! ¡Te juro que no habla-
ré!
—Todos dicen lo mismo cinco minutos antes
de la muerte y tú no eres de los que defeccionan la
norma. Ahora ¡toma! ... ¡toma! Mestiza infiel— y le
asestó una puñalada en el corazón, ante la mirada
incrédula de la infeliz criada, que moría por culpa de
un amor egoísta y malsano.

El teniente Miraval reunió a sus acólitos y les


impuso su plan. El se dejaría encerrar sin oponer re-
sistencia para luego escapar y hacerse cargo de doña
Manuela. En tanto el Chato Pérez que iría en la ex-
pedición, iba a ser el jefe de los conspiradores que se
encargarían de asesinar al capitán López Quintero,
al llegar a lo más profundo de la selva, si antes no lo
matan los indios de Maipi.
El teniente Miraval anduvo caminando todo el
resto de la noche, como un demente, con un solo
pensamiento febril y desasosegado: tenía que apode-
rarse de doña Manuela Quintás a cualquier precio.
80 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO VI

La tormenta se había retirado y el día se hacía


grande y profundo. La luz ubicaba a Sixto dentro del
cuadro familiar y pequeño, del rancho en Barrancas,
Salavina. El color de su piel enriquecía el tono more-
no del piso de tierra y sus ojos negrísimos contrasta-
ban con la sombra fresca, viva y presente del rincón
de la tinaja con agua.
Las dos y media de la tarde. La hora del al-
muerzo en el campo. Sentados alrededor de la mesa,
poco a poco las cosas iban dejando sitio y organi-
zándose para recibir el plato frugal. Sixto y Eulogio
deslizaban la mano por la lustrosa madera de alga-
rrobo negro de la mesa y acomodaron su cuerpo en
el banco de palo, cuyas patas estaban hechas de dos
horquetas naturales de chañar, encajadas a presión
por debajo de cada punta del asiento. Los mucha-
chos comían con gracia los pucheros de cabra que
sacaban con el cucharón de madera del fondo de la
olla, que contenía sopa de amkanchi con uchu del
El Violín de Dios 81

monte.
En tanto doña Gualberta removía la olla sobre
el fuego para que el maíz no se pegue. Ella iba y ve-
nía pretextando buscar algo. Siempre era lo mismo,
no se estaba quieta nunca, ni de noche.
A las tres de la tarde el calor y la aridez eran
mayores. No se veía una sola nube en el cielo. Pan-
cho como todos los días iba sin objeto a controlar la
vertiente del pozo y a darle vueltas al cerco de ramas,
para sufrir por la cosecha perdida y, recorría cortos
senderos de cabra por costumbre, para olvidarse de
los ruegos impetratorios de su mujer.
—¡A dormir la siesta! — les ordenó doña Gual-
berta. ¡Mucho cuidadito con andar hondiando utu-
tus en el monte! El Sachayoq debe salir a estas ho-
ras—agregó para atemorizarlos.
—¿Cómo es el Sachayoq, mama? — le pregun-
tó Sixto, curioso.
—Es un duende sombrerudo, dueño del monte.
Tiene la barba que toca el suelo y toda su ropa es de
hojas y tiene las ushutas de cáscara de árbol y un lá-
tigo trenzado de enredadera, para castigar a los que
andan por el monte en plena siesta. ¡Bueno, a dormir
he dicho!...
—Sixto se quedó mirando un instante la clari-
dad escandalosa que entraba por la puerta. Luego se
acomodó en el catre, a la par de su hermano Eulogio.
Una rápida gota de sudor le cosquilleó en la mejilla,
cuando se levantó en puntillas, en busca de la ha-
82 Lisandro Amarilla

chuela de su tata. La descolgó del horcón mayor con


sumo cuidado y salió.
Afuera no se observaba ningún movimiento de
vida. El viento estaba quieto. La luz irritaba lo ojos.
A la distancia, el albardón semejaba una sombra que
se iba empequeñeciendo. Parecía aguardarse un in-
cendio.
La luz crecía haciendo más pesado el silencio.
Sixto tuvo miedo al internarse en las primeras estri-
baciones del monte, dentro del albardón. Amagó un
silbido menudo y libre, pero enseguida calló. Hubie-
ra querido comenzar a hablar en voz alta, como lo
hacía con Eulogio, disparatadamente de todo cuanto
se le cruzaba en la cabeza, pero ahora sentía la nece-
sidad de esa soledad sin término.
Pero al mismo tiempo lo vencía la curiosidad
de saber qué contenía el quebracho cotulo en sus en-
trañas de árbol.
Soportó aquel vértigo interior hasta el límite de
la tortura, ya no le importaba toparse con el Sacha-
yoq; no se sentía él, sino presa de su curiosidad, que
fluía como la sangre de una vena cortada.
Volvió a trepar el quebracho. Esta vez se enca-
ramó hasta la horqueta superior, para poder afirmar-
se y desde allí la emprendió a hachazo limpio contra
el coto del árbol. El primer hachazo sonó lúgubre,
porque la dura costra que los años habían acumula-
do sobre la deformación era una coraza indestructi-
ble. Toda la tarde estuvo picoteando con la pequeña
El Violín de Dios 83

herramienta, como un laborioso pájaro carpintero,


insistiendo por las orillas del coto.
El coto saltó enterito como la tapa de la olla de
fierro, arrojada por los borbollones de polenta hervi-
da. Una pequeña gruta en el quebracho quedó al des-
cubierto. En su interior negro había una tinaja del
mismo color. Sixto estiró la mano y le dio un tincazo
y le respondió el eco del guijarro, que quedó flotan-
do en el aire. Una angustia fría y aguda lo hostigaba.
Aceleró sus movimientos y hurgando febrilmente en
el hueco desentrañó el misterio.
—¡Huy! ¡Qué linda la tinajita! Parece bota de
tiyu-simi, ¿ma ver?...¿ma ver qué tiene adentro?...
Estaba en cuclillas; de a ratos en cuatro patas.
Cuando se inclinaba más de la cuenta desde la hor-
queta superior hasta el hueco, la sangre le llegaba a
la cabeza y entonces una loca impaciencia lo preci-
pitaba. De pronto se paraba y miraba en derredor
sobresaltado, a ver si andaba el Sachayoq, pero al oír
sólo su propia respiración, continuaba la tarea.
Haciendo palanca con el filo de la hachuela,
pudo despegar la tapa de terracota y entonces lo
vio...
—¡Ulogio! —gritó excitado, con voz infantil.
¡La mama tenía razón, era un violín nomás! — Y su
voz se fue con la brisa de la siesta sin encontrar des-
tinatario; mezclada al ruido de las hojas, al hervor de
mil ruidos menudos, como burbujas que rodeaban al
quebracho.
84 Lisandro Amarilla

Sixto sacó con infinito cuidado el violín anti-


quísimo y rudimentario. Parecía que se iba a eva-
porar con el calor reinante. Le pasó con infinita de-
licadeza el dedo índice por las cuerdas tirantes y el
instrumento respondió suavísimo: iiiiii y se fue más
allá del silencio, que en ese momento tenía la tersu-
ra de un cristal y la sensibilidad de una fina caja de
resonancia.
Toda la tarde mientras repicaba la pequeña
hachuela, Sixto se había pasado diciendo palabras
bajas, por las que secretamente asomaba un estado
nuevo a su alma. Ahora en propiedad del violín, lo
había ganado una especie de calma, de paz y de can-
sancio feliz.
—Ahurita nomás lo voy a probar—y hurgó
nuevamente en el cántaro de donde sacó el arco de
cerda de caballo. Él sabía cómo hacerlo sonar, se lo
había visto al ciego Federico en el rezabaile.
—iiiiaaa...aaaiiii...iiiii...aaaaa... ¡Qué churo
que toca! — y hacía desfilar el arco por las cuerdas
buscando notas agudas y graves, según presionaba
el arco.
Sixto estaba enhorquetado en la rama delgada,
mientras en la gruesa había acostado la tinaja negra
a presión. Él seguía con el violín iiiiaaa...aaaiii. Iba y
venía con el arco.
No se dio cuenta de que todo el amarillo del
albardón, se había tornado violeta de golpe, bajo la
luz de gruesos nubarrones negros, que cubrían el cie-
El Violín de Dios 85

lo. Una brisa caliente agitaba las hojas marchitas del


quebracho.
Las nubes mucho más hondas y bajas aumen-
taban por segundos la oscuridad. “un hondo true-
no rodaba su peñón” — como dijo el gran Lugones
y una gruesa gota estalló sobre la frente sudorosa
de Sixto. Alzó la cara y otra le cayó sobre la nariz
ganchuda y otras en las manos y el violín. Asustado
guardó el violín en la vasija y la colocó en el hueco.
Apenas alcanzó a taparlo con el coto vegetal, cuando
sintió otras gotas frías en el pecho grasiento de sudor
y otras en los ojos negros, que se empañaron.
Ya el contacto fresco le acariciaba la piel, le
adhería las ropas, le corría por las piernas flacas.
Cuando tocó el suelo con los pies descalzos, un
gran ruido se alzaba en la hojarasca. Quiso gritar,
pero el ruido de la lluvia ahogaba su voz.
Olía profundamente a tierra mojada, mientras
Sixto se apretaba el sombrero pipilo y corría enlo-
quecido por el sendero de cabras.
—¡Ulogio!… ¡Ulogio! — gritaba enloquecido.
¡Lo encontré Ulogio!...
Pero ya no reconocía ni su propia voz, vuelta
en el eco redondo de las gotas. El ruido de la lluvia
era ensordecedor.
Y gritó hasta quedar sin voz. Su boca callaba
como saciada y parecía dormir marchando lenta-
mente entre resbalones; apretado en la lluvia, cala-
do en ella, acompañado por su resonar profundo y
86 Lisandro Amarilla

grande.
Y llovió más de la cuenta y creció el río y se lle-
vó a los animales y los cercos y la balsa para cruzar
a la villa, y mientras iba desapareciendo todo, Sixto
no sabía si regresaba o se alejaba, y miraba como
entre lágrimas a través de los flecos de agua, la ima-
gen oscura del albardón, quieto entre los relámpagos
blanquecinos del diluvio.
El Violín de Dios 87

CAPÍTULO VII

Encadenado el teniente Miraval por conspira-


dor y traidor hereje. Se dispuso preparar la expedi-
ción al centro de la selva. Para acortar travesía de-
bían navegar aguas abajo el río de Soconcho, unas
diez leguas y después internarse hacia el naciente
en busca del Albardón de Chinuna, donde tenían su
guarida el indio Maipi y su gente.
La madera de quebracho no servía para fabri-
car las balsas, era muy pesada y más siendo verde.
Además con tanta lluvia ¿cómo hacerla orear?... Los
indios conocían otra clase de árbol que crecía en
lugares húmedos y su madera muy liviana, con ella
fabricaban sus canoas, le llamaban punwa y, no se
habló más. Había que cortar las punwas.
Como eran buenos nadadores, los indios se en-
cargaban de unir los palos sujetos con largas lianas
que sacaban del bosque. Cada balsa podía llevar diez
caballos y veinticinco hombres y unos cuantos chan-
chos, más el equipaje.
88 Lisandro Amarilla

Se construyeron cinco chatas, que hicieron flo-


tar en hilera, unidas por gruesas sogas de hojas de
palmera silvestre trenzada. En la primera viajaba el
capitán encomendero y sus hombres de confianza.
El río estaba crecido y el cauce era profundo.
Las balsas navegaban sin problema. Los primeros
tropiezos vinieron con los caballos, que resbalaban y
caían al agua, ante la desesperación de los hombres
por salvarlos. Debían arrimar a la orilla las balsas
para embarcarlos nuevamente.
El río de Soconcho corría mansamente, ora en-
cajonado por altas barrancas coloradas, que teñían
sus aguas de chocolate claro y ora espumoso en los
remansos profundos, donde el misterio de Mayu—
Maman, la Diosa de las aguas, engullía todo ser vi-
viente que no tuviera branquias.
Los días se sucedían lentos sobre el lomo del
río sin orillas hacia el sur, desconocido para aquellos
aventureros; las balsas se deslizaban lentas en esas
manchas de luz que dejaban escapar los altísimos ár-
boles de madera dura y quebradiza como el vidrio.
—¡Oye, Chato! — le gritó el mulato Pedro An-
ríquez, que viajaba en la balsa vecina. Mira bien a
nuestro capitán, parece estar en otra parte. Va muy
pensativo. ¿Puedes adivinar en quién piensa?...
—¡Eso ni lo preguntes!... Si sigue así tendremos
que internarnos sin él, en la maldita selva—y luego
se preguntó en voz bastante alta como para que oye-
ran sus vecinos de embarcación: ¿Podrá ser posible
El Violín de Dios 89

que un caballero pierda la cordura por una pollera?


—Eso depende de qué clase de pollera—le re-
plicó Pedro el mulato, haciéndole un guiño cómplice.
—¡Calla, mulato del demonio! No exageres...
Ni que fuera un primerizo, nuestro valiente capitán.
—Por lo visto parece que lo es—acotó otro de
los confabulados.
—No os parece, Chato, ¿que al que quiere ce-
leste que le cueste?
—Podéis estar seguro mulato arriscado que el
costo será bien alto.
¡Ya lo veréis! ¡Ya lo veréis! — afirmaba el Cha-
to.
Después de estas conversaciones maliciosas,
volvían largos silencios donde el tiempo se deslizaba
lentamente, igual que las balsas. Mientras, el sol su-
bía cálidamente envolviendo los cuerpos cansados.
El río tenía muchos peligros, en especial los
enormes árboles que arrastraba la corriente por el le-
cho caudaloso y cortaban el paso de las embarcacio-
nes. Los hombres debían trabajar duramente con sus
hachas y remos para despejar el camino. También
ocurrían accidentes fatales que desconcertaban a los
españoles, porque en esas grandes ramas flotantes se
guarecían las víboras ponzoñosas. A veces un solda-
do era mordido en la mano o en el pie; si la morde-
dura era en un dedo, se lo cortaban de un hachazo,
antes que el veneno fuera arrastrado al corazón. Si la
amputación llegaba tarde, antes de un par de horas
90 Lisandro Amarilla

el hombre había muerto.


Los sirvientes indios conocían el secreto de las
serpientes venenosas y las que no lo eran. Solamente
debían darle un vistazo a la cabeza y ya lo sabían.
Cuando se trataba de una culebra o una falsa coral o
yarará, la aprisionaban con el índice y el pulgar por
detrás de la cabeza y la colgaban a lo largo de sus
piernas, ante el espanto de los españoles, incapaces
de distinguir a los ofidios, ponzoñosos o inofensivos.
—Estos salvajes no tienen sangre en las venas.
Mira, Chato, cómo se hacen morder por las serpien-
tes y el veneno no los mata.
—Lo que tú no sabes, Pedro— le apuntaba el
Chato. Es que ellos no tienen corazón como noso-
tros. Son igual que los sapos, pueden vivir adentro o
afuera del agua. Dios los hizo diferentes. Fíjate bien,
ahí los tenéis, desnudos y no tienen frío; descalzos
y no los hieren las espinas, ni los toman las fiebres
ni las tercianas, ni los delirios, ni los quejidos, ni las
penas los acosan, solamente el fuego de la hoguera,
el hacha del verdugo o la bala del arcabuz, pueden
acabar con estos salvajes.
Era el atardecer y todos se preparaban para
arrimar a la ribera; debían desembarcar para aten-
der a los caballos, darles agua y pasto y prepararse
alguna comida caliente. Navegar de noche, con to-
dos los peligros que acechaban en el río, era desafiar
a la muerte.
Las garzas blancas volaban de una a otra orilla
El Violín de Dios 91

y los patillos y las gallaretas se zambullían presuro-


sos para escapar de los arcabuces, requintados por
los soldados de la primera balsa.
—¿Ves, Chato, cómo pasan los patos? Al me-
nos ellos saben a dónde van. Nosotros estamos aquí
en medio de este mundo infinito y no sabemos qué
nos espera mañana. Y todavía nos falta entrar en la
selva espesa, donde detrás de cada árbol, de cada
mata, nos aguarda un indio sanguinario, con una fle-
cha envenenada.
Un perro ladró desde una balsa a una bandada
de cotorras, que pasó rasante y bullanguera, sobre
las cabezas de los hombres.
—Pedrito, hijo mío— le dijo el Chato en tono
paternal e irónico. Deja de amolar con tanto pronós-
tico desgraciado. ¿Acaso eres profeta? ¿Acaso eres
uno de esos mágicos, que saben cómo y dónde van
a pasar las calamidades? Vamos, hombre, levanta el
ánimo, porque si te oye nuestro capitán se echará a
llorar como un chaval, que con sólo recordar a su
Manuela ya tiene suficiente y se cae de tristeza.
Los que oían la conversación miraban con de-
sazón, como si presintieran un signo de fatalidad.
Entonces tornaban la mirada obsesivamente a las
aguas marrones del río de Soconcho y permanecían
ensimismados en oscuros pensamientos.
En la orilla siempre había una playa arenosa,
donde podían dormir plácidamente. Las hogueras
los defendían de las fieras, hasta que las primeras
92 Lisandro Amarilla

luces del alba, les daba la tranquilidad que la noche


les había quitado.
Nuevamente volvían al río. La marcha era len-
tísima, apenas si podían recorrer una legua o legua
y media por día, debido a los múltiples obstáculos.
A la semana de andar por el agua, comenza-
ron a escasear las provisiones. No había carne sa-
lada -charki- por lo que ordenaron matar un par de
cerdos, pero estaban tan hambrientos que apenas
alcanzó para engañar el estómago.
Cuando se ahogó un caballo, lo desollaron en
la orilla y esa carne se oreó al sol de la playa, ante la
mirada ávida de los soldados hambrientos.
Esos hombres eran tan voraces y tan desespe-
rados por saciar su hambre, que aquella noche en la
playa nadie dormía. Esperaban que alguno diera el
primer paso. Ahí nomás a pocos metros estaba col-
gada la carne de caballo al sereno y sin luna, porque
la luna echaba a perder la carne.
No faltó el más atrevido, que arrastrándose,
alcanzó el primer rescoldo, para ahumar la carne;
era la única forma rápida y eficaz que podía evitar
la descomposición. El soldado audaz avivó el fuego
con hierbas de oveja para producir mucho humo y
ocultarse detrás. Luego comenzó a devorar la carne
cruda a dentelladas, apenas aderezada con la hoja
del cuchillo, sin hacer ruido, para que no viniesen los
demás a arrebatársela.
Pero los otros estaban atentos y se lanzaron
El Violín de Dios 93

a la rapiña. Los más precavidos cortaban lonjas de


carne blanda y la ocultaban en el interior de la cami-
sa a manera de faja—carne contra carne.
Cuando los huesos del caballo quisieron blan-
quear entre los destellos de luz de las estrellas, en la
noche negra, los que no alcanzaron su ración se tra-
baron en violentísimas luchas a muerte. Al otro día
la playa quedó sembrada de cadáveres apuñalados
por tratar de arrebatarse un trozo de carne cruda.
El capitán Gonzalo López Quintero se quedó
parado largo rato, mirando el suceso sangriento. Él
no era hombre de temerle a la sangre, ni a los olores,
y su estómago estaba hecho a toda prueba para salir
airoso en una pelea a cuchillo. Había matado a va-
rios españoles y perdido la cuenta de los indios que
asesinó; pero aquello rebasaba todo lo imaginable.
Entonces resolvió que esos hombres no me-
recían ser sepultados cristianamente, porque a su
entender no eran seres humanos, eran perros ham-
brientos, que habían llegado al canibalismo para ali-
mentarse.
—Hay que arrojarlos al río, para que los peces
den cuenta de ellos ¡Y que el diablo se los lleve!...
Tres nadadores indios y dos soldados españo-
les, estos últimos atados por cordeles de hoja de pal-
mera a la cintura, se lanzaron al río y se llevaron a
los hombres muertos.
Un reguero de sangre salía de cada cuerpo y
se licuaba a los pocos metros del cadáver desnudo,
94 Lisandro Amarilla

porque las ropas y las armas se las habían rapiñado


los soldados leales al capitán. Un detalle en la tarea
les había llamado la atención a los españoles y era el
que los indios empujaban con cañas tacuaras de tres
metros, no tocaban los cuerpos, sólo los empujaban.
Los soldados, atados por la cintura, llevaban a
remolque un cuerpo cada uno. De pronto los oyeron
prorrumpir en terribles gritos y desde la orilla veían
borbollones plateados y un revoloteo de pequeños
peces que atacaban a los muertos y a los vivos. Rápi-
damente tiraron de las cuerdas y los atracaron en la
orilla. Cuando lograron sacarlos vieron conmovidos,
que del brazo no les quedaba más que los huesos
sanguinolentos desnudos.
Los indios nadaron indemnes hacia la orilla y
al salir les explicaron en quichua, que esos peces se
llamaban palometas y devoraban cualquier persona
o animal que tuviera una herida o mancha de sangre.
El verdugo, experto en el manejo del hacha, les
amputó los brazos a la altura del codo. Los indios les
pararon la hemorragia con emplasto de tela de araña
y hojas de palan-palan, el único coagulante conocido
en aquella región por los hechiceros de Maipi.
Los soldados sobrevivieron un par de días,
abrasados por la fiebre y entre quejidos y jadeos las-
timeros expiraron ante la actitud pasiva e impotente
de sus compañeros, que miraban con temor las aguas
turbias del río de Soconcho, que ahora les parecían
más misteriosas y más turbias.
El Violín de Dios 95

Al fin llegaron a la boca de un río más angosto,


hacia la margen izquierda del río de Soconcho. En-
traron sin dudar por ese cauce, que los llevaría hasta
una gran laguna rodeada de altísimos árboles. Más
allá, a lo lejos, hacia la izquierda, se dibujaba borro-
samente una aguda joroba de monte, era el albardón
de Chinuna, la guarida natural e inexpugnable del
indio Maipí y su gente.
El mulato Pedro Anríquez, mirando el altozano
distante, le preguntó:
—Dime, Chato, ¿tú crees que le podremos arre-
batar el violín que hace llover?...
Y el Chato Pérez, no muy convencido respon-
dió:
Puede ser...Todo puede ser...Veremos...
—Dijo un ciego — completó el mulato.
96 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO VIII

—Sixto, agarrá el burro blanco. Ensillalo con


el arquillo y vete a buscar a tu hermano Faustino a
lo del turco Abraham.
—¿Al boliche del turco, mama?...
—Eso he dicho. ¿Te has vuelto tapia, ahura?
—Pero, mama, eso queda muy lejos, en Socon-
cho. Son varias leguas y el burro blanco le tiene mie-
do al agua.
—Mirá, deja de poner inconvenientes y andá
decile al Faustino que le pida la zorra con el macho
mulo a don Abraham, para que nos mudemos al al-
bardón. Y que no se demore porque la creciente ya
nos quitó el rancho y viene cada vez más fiera.
—¿Voy con Sixto, mama? — le pidió Eulogio.
—No, señorcito. Usté se queda a cuidar los
cabritos sobre el techo del rancho. ¡Ah, Sixto, me
olvidaba! Decile al Faustino que saque al fiao algu-
nas mercancías pa’muchos días en el albardón. Más
adelante cuando componga la cosa, le pagaremos.
El Violín de Dios 97

¡Dios proveerá...!
El chango se puso al paso silbando y bordean-
do los charcos. Buscaba las partes altas, pero no en-
contraba. Andaba con mucho trabajo, pues debía
obligar al burro a caminar por el bañado.
El burro blanco era un hechor de cabeza gran-
de, con una oreja pipila por un garrotazo recibido
al entrar en cerco ajeno. Tenía matas en el cogote y
en el lomo; mordiscos de otros burros y remiendos y
costurones en las patas y en el anca.
El burro conocía el camino del boliche y mar-
chaba casi sin guía. Sixto sabía que al burro blanco
le gustaba ir al boliche, para comer cuanto papel y
cartón hallaba en el patio y levantar algunos granos
de maíz guacho con la nariz, que siempre había dise-
minados por el suelo.
Con todo el miedo que el animal le tenía al
agua, marchaba a paso regular, y Sixto le había
abandonado las riendas sobre el pescuezo. Se podía
palpar la soledad del campo; metidos en esa agua
profunda, burro y jinete iban como guardados por
los árboles solitarios y habían cubierto leguas de au-
sencias de hombres.
Cuando al atardecer divisó las primeras casas,
Sixto lanzó un grito. Era un grito profundo y dura-
dero como de sapucai, igual al que usaba para lla-
mar a los chicos escueleros por el hilo largo de la
picada, llamándolos en las mañanas frías. El grito re-
sonó limpio y ancho por toda la vastedad sin gente.
98 Lisandro Amarilla

Sixto sonrió satisfecho y taloneó al burro blan-


co.
Los ranchos de Soconcho estaban disemina-
dos por doquier en torno a la plaza. En la oscuri-
dad reinante iba bordeando los charcos y se cruzaba
con paisanos desconocidos, que venían del boliche
del turco Abraham. Pudo oír música de bandónica
y mandolín, acompañada con golpes de caja de quir-
quincho y bombo de madera de ceibo con parches
de cuero de vizcacha; Sixto reconoció la música: era
una polca o mazurka, que bailaban los gringos de la
costa en la fiesta de Mailín.
Unos hombres borrachos le gritaron una sarta
de cochinadas. Sixto no respondió; iba guiado por el
ruido de los instrumentos hacia donde brillaban más
las luces.
Al llegar al boliche, se le dibujó una mueca de
alegría en la cara y bajó del burro.
Bajo las luces de querosén alcanzó a ver detrás
del mostrador al turco Abraham, con sus mostachos
hacia abajo y los ojos redondos de mirada fuerte,
servir las copas de los parroquianos que permane-
cían de pie, en la barra. Completando el resto del
salón estaban las mesas donde se movían numerosas
personas, vio a su hermano Faustino, que oficiaba de
mesero. Había algunas mujeres vestidas con sedas
chillonas, con las mejillas pintadas, que se sentaban
en las piernas de los parroquianos y entre risas y gri-
tos, se aguantaban el manoseo abusivo.
El Violín de Dios 99

Sixto entró al salón esquivando las mesas. Una


densa humareda de cigarros en chala, con aroma de
anís en grano, le daba un sabor agridulce al aire am-
biente. Faustino no se daba abasto para atender los
pedidos. Los parroquianos eran todos campesinos
lugareños, que habían regresado de la cosecha de
maíz a mano limpia en la zona de la Pampa Húme-
da. Estaban contentos, porque además de andar pla-
tudos, habían viajado gratis, en uno de esos trenes
cargueros que fletaba el gobernador Manuel Croto
y al llegar a Chilca Juliana, decían riendo: “Hemos
venido crotiando”.
Sixto miró a su hermano con ojos de alegría
infantil. Él era el único vínculo sano en ese ambiente
donde las parejas bailaban en un abrazo apretado
con movimientos obscenos.
—Faustino— lo llamó Sixto tímidamente, ti-
rándole la chaqueta de atrás.
Faustino se volvió sorprendido.
—¡Sixto! ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?
¿El tata...La mama?...
—Están bien. No pasa nada. Es que llegó la
inundación, ¿sabes?...
—¿Y los animales y el rancho?...
—Todo perdido. Hasta el cerco. Ahurita no-
más el Ulogio ha quedao con los guachos arriba el
rancho. Dice la mama, que le pidas la zorra atada a
don Abraham y de paso le saques al fiao un poco de
mercaderías como pa’ aguantar un tiempo largo en
100 Lisandro Amarilla

el albardón. Y que le digas que ella aguanta la me-


cha. ¡Ah, me olvidaba lo principal! Dice que le pidas
permiso a don Abraham unos días pa’ayudarnos a
mudar.
—¡Justo ahora!... Al turco no le va a gustar ni
medio, porque se está haciendo el agosto con esta
gente recién llegada de las cosechas. Y no tiene quién
me aguante para atender las mesas.
Faustino quedó pensativo por un momento y
luego dijo:
—¡Ya está! Tan sólo que sea la Tomasa, la cria-
da más chica, le está saliendo sobresaliente al turco,
porque es muy inteligente. Ya la vas a conocer ¡es
lindaza la chinita!...
—¿Te gusta? — le inquirió Sixto.
—Con alpargatas y todo. Pero me tiene venao.
El turco la tiene bien vichada, hasta duerme con la
escopeta por las dudas. Así que por el momento yo
vivo al palo.
Faustino lo doblaba en edad, pero aún así le
conversaba de igual a igual. Faustino era delgado
y alto, medio rubión; a los dieciocho años se podía
decir que era bastante buen mozo, de espaldas cua-
dradas y con sus alpargatas blancas y su camisa des-
abotonada al cuello y la boina negra, se parecía a un
gallego desertor del puerto de Buenos Aires. Había
sacado el cutis trigueño de su madre, doña Gualber-
ta y el carácter dicharachero de don Pancho, su pa-
dre. Para el trabajo tenía buena pasta. Era de ley el
El Violín de Dios 101

muchacho.
Después de quitarle la montura rústica y ma-
near al burro blanco, lo dejaron suelto para que
pudiera mariscar a su albedrío en el patio y aleda-
ños del boliche. Luego fueron a comer un pedazo
de mortadela con galleta de la panadería del pueblo,
que a Sixto tanto le gustaba. Era el mejor manjar que
podía ofrecerle su hermano. Finalmente se acostaron
a la par en un cuartucho del fondo, que más parecía
una pocilga que una habitación para personas.
La habitación era un desorden completo, la
cama turca, sin espaldares, tenía el alambre elástico
vencido. El que se acostaba casi tocaba la espalda
y los glúteos en el piso duro de tierra. En la pared
que alguna vez fue blanca por el lado de la cabecera
había un afiche pegado con espinas de cardón de la
fábrica Alpargatas, con una caricatura del dibujante
Molina Campos. Sixto se quedó contemplándolo a
la luz difusa del candil y entonces rió con ganas al
notar la boca exageradamente grande del gauchito.
—Hombre jetón... ¿no, Faustino?
—Está hecho de balde, no le creas. No es en
serio— le dijo Faustino.
No tenía ropero, ni percha. En un rincón sobre
el espaldar de la única silla, estaban sus prendas de
vestir de varios colores. Y, recostados en un rincón,
un machete y una pala; junto a los pies de la cama un
lavatorio de latón con agua.
Todo el terreno que comprendía el boliche: las
102 Lisandro Amarilla

habitaciones y el resto de las dependencias seguían el


declive del suelo hacia el Mishki Mayu. La construc-
ción era ecléctica: parte de material y parte de ran-
cho—adobe y paja—, sobre todo esta última para la
servidumbre.
Don Abraham y su mujer doña Rative ocupa-
ban las piezas del frente pegadas al negocio. Había
además un corredor alto con su baranda de madera.
Más allá de la cocina, los cuartos de las criadas y cer-
ca del corral, el de Faustino, terreno hondo, acciden-
tado, con un imponente mistol, que don Abraham
adoraba, porque se deleitaba con los bolanchaos
cubiertos con harina de maíz tostado, que hacía pre-
parar todos los veranos con las viejas vecinas de la
costa.
Faustino salió a campear la mula, que se alejó
un par de leguas del campo después de la gran lluvia.
Volvió pasado el mediodía y se ocupó de engrasar la
zorra y ensebar los arneses. El día ya estaba perdido
a las cinco de la tarde y decidieron marchar al día
siguiente.
Se hizo la tarde y en la transparente quietud, se
oía el cloquear de las gallinas, escarbando la tierra
en busca de gusanillos. La Tomasa chapoteaba los
trapos de la patrona en la batea de palo, y el canto
persistente de los coyuyos parecía temblar en la luz
azul sin nubes.
—¡Tomasita! ¡Tomasita! Brebará unos mateci-
tos con boleo burro y cedrón che.
El Violín de Dios 103

Era don Abraham, quien sacó su sillón de ha-


maca al corredor.
—¡Chenita! ¿no has oído que tu batrón llama
a usté?— ¡Ya va doña Rative! ¿No ve que estoy ex-
tendiendo sus vestidos?...
La Tomasa apresuradamente pasó a la cocina
y cargó el mate y lo llenó con agua hirviendo que
siempre había en los tarros colocados sobre el fogón.
Al cruzar la galería vio a doña Rative atareada jun-
tando menta y yerba buena para los quipis crudos.
La carne molida en el mortero de piedra ya estaba
condimentada desde la mañana. De ahí pasó a revi-
sar los chanclis, que tenía colgados al sol, eran boli-
tas de cuajada de cabra con abundante ají del monte,
verdadero queso roquefort, que hacían las delicias
del árabe.
Don Abraham estaba sentado hamacándose
con las manos extendidas sobre el posabrazos y el
cigarro negro en los labios. Tomasa se inclinó y le
alcanzó el mate:
—¡Sírvase, don Abraham!...
Don Abraham no hizo ningún gesto para reci-
bir el mate; pero al alargar su mano cazó, junto con
el mate, la de Tomasa. —¡Quédese con juicio don
Abraham!
Tomasa retiró instintivamente la mano. Don
Abraham mientras tanto sorbía el mate y contempla-
ba la esbelta figura de la morenita, su carita redonda,
sus brazos desnudos y torneados.
104 Lisandro Amarilla

—¡Estás como dátil maduro, Tomasita!


—No sé qué me dice. ¡Apúrese que se enfría la
yerba!
—No seas así. Sé buenita con tu batroncito,
que te quiere regalar corte de brahamante, che.
Don Abraham a cada sorbo alzaba los ojos re-
dondos y penetrantes y se atuzaba el bigote. Le gui-
ñó el ojo a la Tomasa en señal de aceptación. Ella se
mantuvo rígida.
Cuando acabó de tomar le alcanzó el mate y
otra vez su mano seca y caliente aprisionó la de ella,
fresca como el agua de la tinaja.
Doña Rative regresó en ese momento y alcanzó
a ver la mano insistente de su marido reteniendo por
más tiempo la de la muchacha.
—Abraham, qué hace osté, ¿tener fiebre Toma-
sita, bara tomar bulso, osté?...
—Osté siembre la misma desconfiada, Rati-
ve— le dijo don Abraham, mirando de reojo al bulto
de su mujer.
Tomasa recogió el mate y se retiró con paso
rápido y ágil a la cocina.
Doña Rative sacó otro sillón de hamaca, con el
asiento de cuero de potrillo, con el pelo hacia afuera,
bueno para curar las hemorroides y sentados a la par
mientras tomaban mate, discutían en su idioma.
Después de cebar mate, Tomasa volvió al ba-
teón de palo, bajo la sombra copuda del mistol. Esta-
ba inclinada sobre la tabla de lavar refregando unos
El Violín de Dios 105

trapos de la cocina, cuando el muchacho le habló de


atrás:
—Buenas tardes, Tomasita.
Siguió doblada sobre la batea, sin querer vol-
ver la cabeza. El vestido de tela liviana se le había
mojado desde los senos hasta la rodilla en la tarea y
se le había adherido a la piel, marcándole indiscreto,
los pechos túrgidos y los muslos gruesos. Se lo com-
puso con presteza.
—¡Salga de aquí, Faustino! Don Abraham está
mirando de la baranda.
Faustino alargó la vista al corredor y vio al
turco sentado mirando a otra parte. Las gallinas se
movían en la sombra del corredor y el canto de los
coyuyos parecía crecer en intensidad.
—No seas arisca. Yo sólo quiero conversar.
—Siga su camino y no me moleste.
—¡Señor de los Milagros, qué mala es esta chi-
ca...!
Faustino estaba recostado en el tronco del mis-
tol, que lo ocultaba de la vista de don Abraham. Se
había echado la boina al costado y la miraba con
desfachatez.
—Oiga, Faustino, ¿usté cree que no sé lo que
hace? ¿Usté cree que no sé que a todas le dice lo
mismo? Para que lo sepa, yo no soy ninguna tonta,
como ésas que usté les miente.
—No te enojes, Tomasita, y no pongas esa cari-
ta seria que te vuelves fea. Aunque mirándote mejor
106 Lisandro Amarilla

y bien cerquita, sos muy fea...


—¿Y para qué me busca entonces si soy tan
fea? — le preguntó sonriendo la Tomasa.
—Tan linda y tan malita. Por eso me gustas.
La Tomasa miró hacia el corredor preocupada,
pero no vio a don Abraham, ni a doña Rative.
—Mire, Faustino, mejor va a ser que se vaya.
Ahurita me ven los patrones y me dan un reto por
su culpa.
—Si te retan aquí estoy yo, para defenderte.
—¿Acaso es usté mi padre?
—No, pero soy tu más rendido admirador y
pretendiente— le dijo Faustino, arrimándose.
—Quédese quieto, Faustino.
—Tomasita no seas arisca. Yo me muero por
quererte. Soy un hombre serio y trabajador.
—¡Bienhaiga! El serio, lo único que sabe es an-
dar enredao en las polleras.
—Yo lo que quiero es que podamos hablar
solitos, tranquilitos, sin ojos vichadores. Quiero
acercarme un poquito y decirte cuánto te quiero al
oído— y se iba acercando, cada vez más con la voz
que se le atragantaba en la garganta.
—¡Alto ahí! No dé un paso más Faustino. Voy
a gritar... ¡vayasé! —Bueno, mi dulce torcacita, me
voy, pero con la condición de que me esperes esta
noche. Vos me esperas detrás del corral, yo te silbo
como un boyerito, para que crean que andan las áni-
mas y entonces sales sin miedo y conversamos tran-
El Violín de Dios 107

quilitos.
—¡Está loco, Faustino! Sabe que don Abraham
anda con la escopeta cargada toda la noche.
—Vos salí un ratito solamente y conversamos
Tomasita.
En ese momento detrás del corral partió el re-
buzno poderoso del burro de Sixto, y doña Rative
salió escandalizada.
—¿Qué basa, Tomasa? ¿Qué escándalo es ése?
Faustino salió de disparada por detrás del co-
rral, mientras Sixto trataba de calmar al burro blan-
co, que se había enamorado de una burra del vecino.
108 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO IX

En la encomienda de Umamax, la vida pare-


cía desarrollarse normalmente, sin novedad. Desde
la partida del contingente, los soldados de consigna
se aburrían. En la alcaldía encerrado y engrillado en
el calabozo, el teniente Miraval pergeñaba su motín.
Miraba por la ventana enrejada toda esa vaste-
dad de selva, tan misteriosa como una mujer moris-
ca, que él había conocido siendo niño en su Granada
natal y se cubría el bozo con un velo celeste. Veía
con desasosiego y ansiedad ese camino sin edad y sin
término, que conducía hacia el embarcadero del río
de Soconcho. Entonces resolvió:
—¡Guardia! ¡Guardia! Acércate, muchacho,
ayúdame que me siento descompuesto. Culpa de ese
maldito guiso de gallina del monte, mezclado con
grasa de cerdo, que cocinó el cabezaloca de vues-
tro cocinero y me agarró pesadez de estómago. Ven
pronto, guardia, no aguanto el dolor, ayúdame a re-
costarme.
El Violín de Dios 109

Estaba caído en el piso, recostado contra la pa-


red y se le veía pálido y desencajado. A propósito se
había provocado náuseas y vómitos introduciéndose
el dedo anular en las amígdalas, para crear el cuadro
de enfermedad.
—¿Qué tiene, mi teniente? — le preguntó el
guardia, preocupado, mientras se agachaba solícito
para incorporarlo.
—Nada, torpe.—y lo agarrotó con la cadena
de sus grillos y apretó y apretó hasta que no le oyó
jadear más.
Se apoderó del morrión del guardia y en el
adorno filoso del casco apoyó la cadena y con el ha-
cha frigia del guardia comenzó a golpear hasta que
pudo cortar un eslabón. Finalmente se apoderó del
arcabuz del guardia y salió a buscar al alférez, encar-
gado del cantón.
—¿Qué hace, mi teniente? — exclamó el alfé-
rez Rocha, al verse apuntado por el arcabuz...¿Có-
mo escapó?
—Eso no importa, hijuco. Lo que importa es
que ese apego que le tienes a tu capitán te ha de cos-
tar caro. Porque la cabra siempre tira al monte. Y
de jugar con lobos no se saca más que arañazos y
mordiscos.
—Yo no lo he puesto preso, teniente. ¿Y qué
mal hago en cuidar con mis hombres la seguridad de
las mujeres y de todas las cosas de la encomienda?
—El mal, hijito, de dar alas a quien no sabe
110 Lisandro Amarilla

volar con ellas.


—¿Su merced lo dice por el capitán López
Quintero?
—¿Y por quién más va a ser, si no es por ese
móstrico de Satanás? — exclamó con rabia Miraval.
Ya había oscurecido. Se había extinguido rápi-
damente la escasa lumbre del día lloviznoso. Era la
hora en que los guardias debían dar el parte diario.
—¡Enciende el candil, pronto que ya se vienen!
— lo instó el teniente Miraval.
Afuera, desde las distintas chozas iluminadas
se dirigían los guardias calladamente y, en la húmeda
oscuridad no se oía más que el chapoteo de sus botas
en el barro de la calle principal, cubierta por el espe-
so ruido de los sapos, grillos e insectos de la noche.
Uno a uno fueron reducidos los guardias. A
poco iban llegando, el teniente los sorprendía y des-
armaba. Miraval aquietó a los hombres:
—Estad tranquilos, hijucos. Aquí os tengo reu-
nidos porque os necesito para emprender una buena
obra. Hay que terminar con el mentecato del capitán
López Quintero y hacerle pagar sus tonterías y tam-
bién con todos los entrometidos que le rodean. Hay
que darles un buen escarmiento a esos cabezaloca
porque a un bellaco, otro peor. Y no lo digo yo por
resentimiento, porque mejor razón es ésa que deseo
yo y ciego será quien no lo vea...Sólo hay que nacer
con suerte, y ese hijo de mala casta la tuvo, cuan-
do el capitán Juan de Varas fue apuñalado por el
El Violín de Dios 111

indio Maipi... ¡Mal año pa las injusticias contra el


venturao de arriba! Pues, no hay más que recordar
la lluvia milagrosa del cura Solano. Por eso, hijitos,
debemos apurarnos y salir a castigar a esos cochinos,
porque quien tarde anda, poco alcanza.
El teniente Miraval no tenía el don de lenguas
como el padre Solano, pero en cambio tenía el poder
del convencimiento. Los hombres quedaron en silen-
cio. La noche se adentraba húmeda y oscura. Mira-
val iba de un lado a otro, seguro de su triunfo con el
motín. Desde la ventanuca de la comandancia divisó
la choza de doña Manuela, para ver si había luces y
movimientos en la casa. No hizo ningún comentario
sobre la mujer, por temor a delatarse. No vio luces
y se reprimió. Todo parecía tranquilo y sumido en
sombras, en la espesa quietud de la noche.
El último guardia, que tenía su mangrullo en la
costa del río de Soconcho, se había rezagado. Como
lo hacía todas las noches, venía en busca de su amigo
el guardián del calabozo para jugar al tute cabrero
en el refugio de la iglesuca. Grande fue su sorpresa
cuando lo encontró agarrotado en medio de la celda
y su morrión achatado a golpes de hacha. Entonces
salió gritando hacia la comandancia:
—¡Alarma!... ¡Alarma! Han matado al soldado
de guardia. Fue el teniente Miraval que se escapó.
—¡Silencio, hijos míos! cuidado con alertar-
lo— les dijo Miraval en tono amenazante.
El soldado Arce se acercó sigiloso con su espa-
112 Lisandro Amarilla

da desnuda en la mano y luego de una patada abrió


la puerta de la comandancia. El teniente Miraval pa-
rado en el centro de la estancia cebó la mecha del
arcabuz y disparó a quemarropa.
—¡Muerte a los traidores! — dijo, y el soldado
Arce se desplomó muerto.
—Ya sabéis lo que os pasa a los cortos de en-
tendederas. Ya lo sabéis y que nadie alborote. Porque
es feo andar gritando por ahí: ¡Alarma! ¡Alarma! ¡El
teniente Miraval escapó!... Ya estamos desembaraza-
dos de los traidores y ahora llevaremos a cabo nues-
tra empresa— y puso mucho énfasis en la palabra
empresa, para que no hubiera dudas de que todos
estaban sumados al motín.
El alférez y los soldados lo oyeron con aire de
resignación y de patética desesperanza; íntimamente
no apoyaban al teniente Miraval, pero se cuidaban
de no exteriorizarlo.
—Bueno, compañeros. Arce y el otro ya están
bien muertos y no se hable más del asunto. Ahora
estoy yo, que soy vuestro amigo y de ahora en ade-
lante vuestro nuevo capitán encomendero. “Al toro
madrino le ponen siempre los cascabeles”— dijo Mi-
raval, que hablaba siempre aplicando refranes. Ma-
ñana me ocuparé de las mujeres, mientras ustedes
organizan la partida. Y espero que lo hagan bien,
no me pongan el bote por montera.. .Y, mira que es
gloria el acabar ahogado en una palangana, cuando
se pudo morir con honor en un bergantín del rey
El Violín de Dios 113

Felipe II, entre los grandes huracanes del Mar Pací-


fico. ¡Vaya con el Pacífico! —añadió jocoso. ¿Quién
habrá sido el idiota que lo bautizó “Pacífico”..?
—Hijos, nosotros como el mar éramos pacífi-
cos. Ahora ya no lo somos y nos espera una larga
lucha. Conque: ¡Adelante mis valientes! Ya obraré
con liberalidad cuando llegue el momento. Porque el
oro de Trapalanda será nuestro...
114 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO X

Sixto se durmió temprano cansado de corre-


tear toda la tarde por el pueblo con los changos de
su edad. Se había abrazado a su hermano, quien era
un ejemplo y modelo de su futura juventud. Hacía
rato que habían apagado la luz del candil. Faustino
con toda precaución se deshizo del abrazo de Sixto,
quien en ese momento soñó algunas palabras ininte-
ligibles. Se calzó la boina y salió sigilosamente como
un ladrón.
Lanzó el primer silbido por detrás del corral; se
fue corriendo por la galería y pasó por enfrente de la
habitación de la Tomasa.
Don Abraham no podía conciliar el sueño. Es-
taba en vela. Sentía la respiración profunda de su
mujer, quien dormida se daba vueltas nerviosa, cuan-
do la picaban los zancudos.
Don Abraham cerraba los ojos, pero no podía
dormir, porque a cada rato sentía el aguijón de los
mosquitos en la punta de los dedos desnudos de los
El Violín de Dios 115

pies.
— ¡Carajo de borquería! —dijo. Estos bichos
están hambrientos.
Sacó un cigarro de hoja y lo encendió para
ahuyentar a los mosquitos con el humo denso y pe-
netrante, pero en ese instante doña Rative comenzó
a toser dormida.
—¿Ha vuelto el asma osté, mujer?
Doña Rative le contestó con un gruñido y si-
guió durmiendo y tosiendo.
Volvió a sentir un silbido alegre que partía del
fondo del patio, era por el lado del corral. Don Abra-
ham se quedó atento.
—Caracho, barece que anda algún ladrón bor
el batió.
El silbido se corría. Parecía quedarse. Subía y
bajaba por la galería. Se callaba y volvía de nuevo.
Faustino, en cuclillas detrás del corral, parape-
tándose en el tronco del mistol, espiaba para el lado
de la pieza de la Tomasa. La muchacha no salía.
—¡Qué lo parió!... Será posible que no piense
salir la chinita i’maula...
Como el silbido le resultaba inocuo, esta vez
aulló como un perro en celo. Aulló varias veces y
de a ratos se le ahogaba el aullido en la garganta.
Tenía la boina en un costado de la cabeza y gruesas
gotas de sudor le corrían por las patillas, surcándole
la cara y bajaban por el cuello. También las manos
le transpiraban.
116 Lisandro Amarilla

Don Abraham prestó atención a los aullidos y


dijo:
—¡La buta barió, barece que anda el almamu-
la! Faustino, entretanto, seguía aferrado a la espera.
Miraba la puerta, la puerta cerrada del cuarto de la
Tomasa; a veces le parecía ver una sombra blanca,
que caminaba por el corredor y el corazón le galo-
paba locamente. Volvió a aullar y se dio cuenta de
que tenía la boca seca, entonces escupió una espuma
que fue a quedar justo en un charco de luna y brilló
como una moneda de plata.
Resolvió cascotear la puerta de la Tomasa y en-
tró en el corral en busca de unos terrones; se anduvo
dando vueltas alrededor de un algarrobo joven, don-
de tenían su dormidero las gallinas y de vez en cuan-
do, sentía aplastarse contra el suelo el escupitajo de
las aves de corral.
Distraído, buscando cascotes tropezó con un
cajón de grasa, que servía de nidal para las cluecas,
Faustino lanzó una malapalabra y se pasó la mano
sudorosa por la frente. Luego se detuvo y pensó que
perdido por perdido, debía hacer algo para llamar la
atención. Y entonces arrojó el cajón de grasa contra
la copa del árbol, donde dormían las gallinas. Como
una explosión se alzó el cacareo de las gallinas. Ale-
tazos, vuelos cortos, caídas, corridas... Don Abra-
ham se despabiló y alertó a doña Rative.
—¿Qué basa, Abraham, qué alboroto es ése?
—¡Barece, almamula, mujer!... ¡Se está comien-
El Violín de Dios 117

do las gallinas carajo! ...


La alharaca de las gallinas era un festival noc-
turno. De los otros gallineros contestaban los gallos
con más fuerza. Los perros ladraban para el lado del
corral.
—¡Abúrese, Rative!. ¡Encienda la lámbara y
busque la escobeta!.
En los ranchos vecinos se oían voces y se en-
cendieron algunos candiles.
Don Abraham salió con la escopeta y el can-
dil. Algunos vecinos y los sirvientes salieron a medio
vestir. – “Está bajo el mistol. Es un lobizón grandote,
don Abraham...”
El árabe, paseaba por el gallinero con el candil
y, las sombras de las ramas movidas por el viento
nocturno dibujaban figuras indefinidas.
—¡Ahí está detrás del árbol — gritaron unos
vecinos.
Don Abraham le apagó un chumbazo y gritó:
—¡Buta barió, almamula! ...
Los perros atropellaban desde afuera y el albo-
roto de las gallinas era peor.
En la confusión, Faustino se deslizó por la ga-
lería y abrió la puerta del cuarto de la Tomasa, justo
cuando ella estaba por salir.
—¿Quién anda? ¡Faustino! ¿Qué locura es ésta?
—¡Tomasita! Mi palomita del monte, ¿por qué
no saliste a mi llamado con tantos silbidos? Hasta
tuve que aullar como un perro, más parecía un alma
118 Lisandro Amarilla

en pena, con tal de llamar la atención...


—Faustino. No es bueno lo que hace. Váyase
antes que lo vean. Si lo encuentra el patrón me va a
echar.
—Si te echa, yo te llevaré conmigo, mi picho-
na. No sabes lo que deseo estar con vos. Esta noche
tenía que verte, porque mañana me voy, y a lo mejor
no me veas nunca más...
—¡Qué locura, Faustino! Señorcito de Mailín,
ayúdame a sacar a Faustino de mi pieza o me voy a
morir.
—Si te mueres yo también.
—Váyase Faustino, mañana hablaremos más
calmados. Ahora no es posible porque puede venir
don Abraham y le dispara con la escopeta.
—¡Qué me importa, moriré en tus brazos, bien
de mi vida!. ¡Consuelo de mis penurias!.
—¿Por qué sufre, Faustino? — le preguntó ella
con la voz delgada y silbante.
—Por vos, Tomasita...
Y se le acercó peligrosamente. La tomó por la
cintura y le susurró en la mejilla.
—Déjame un ratito, Tomasita. Solamente un
ratito mi amor. Sos tan linda, que me tienes loco de
antojo.
Faustino resollaba fuerte. En la sombra del
cuarto en tinieblas flotaba el aliento del muchacho
en la mejilla ardiente de la Tomasa.
—Si no me suelta voy a llamar al patrón, Faus-
El Violín de Dios 119

tino — lo amenazó.
—Un ratito, un ratito, mi amor.
—¡Don Abraham! — gritó bajito la Tomasa.
Las manos de Faustino se movían a discreción.
—Voy a gritar.
—No, Tomasita, no seas malita, ya verás que
es hermoso estar juntos. Déjame quererte un ratito.
—Van a venir los patrones le digo.
—¡Qué vengan qué me importa, si puedo tocar
el cielo con las manos!
—Suélteme atrevido que me quita el aire.
—Es que te quiero, Tomasita, con toda el alma.
—Si me quiere me lo dirá mañana delante del
patrón.
—No, mi negrita—querida. Mañana será tar-
de, tengo que ir con mi gente. Sixto vino a buscarme
y lo dejé durmiendo en mi cama.
—Lindo había sabido cuidar a su hermano me-
nor. ¡Suélteme no me apriete con esos brazos acos-
tumbrados a apretar a otras mujeres!.
Faustino, no la oía, jadeaba, hablaba sigilosa-
mente entre el jadeo. Se multiplicaba en el abrazo.
—No, Faustino. ¡No! Ya está bueno. Déjeme
le digo.
—Quédate quietita, mi amor. Si no te va a pa-
sar nada.
—¡No, Faustino! ¡Eso sí que no ! Primero el
casorio o nada.
—Pero mi pichonita ¿Quién va a saber?...
120 Lisandro Amarilla

—El señor cura va a saber.


—¿Y por qué tiene que saber el cura?
—Porque yo se lo diré.
—Está bien. Está bien. Si es tu pensamiento ya
hablaremos cuando vuelva de Barrancas. Por el mo-
mento estaré muy ocupado y no te prometo nada.
—Hasta la vista, Faustino y piénselo bien antes
de volver por la fuerza. Lo estaré esperando para que
hable con don Abraham. Si se trae buenas intencio-
nes...
—¡Bah! — se lamentó Faustino. Noche desper-
diciada— y cerró la puerta.
Cuando salió al patio, todo estaba tranquilo.
Las gallinas se habían apilado alrededor del tronco
del algarrobo, en el suelo. Todo estaba en sombras.
Don Abraham seguía sin poder dormir. Cerra-
ba los ojos y los abría y entonces veía el resplandor
de la luna que iba por la punta del corredor.
—¿Sería almamula, Rative?
—Duerme, Abraham, ya es muy tarde.
—Con este calor húmedo y los mosquitos no
buedo dormir, Rative.
—Yo si buedo.
Y se durmió. Pero volvió a abrir los ojos a la
madrugada, cuando un potente rebuzno lo sobresal-
tó, y recién se acordó de que los muchachos debían
partir con la zorra y las mercaderías, para evacuar
a toda la familia de Faustino en el altozano grande
llamado: Albardón de Chinuna.
El Violín de Dios 121

CAPÍTULO XI

Habían acampado una jornada a orillas de la


gran laguna. Todavía estaban muy lejos del Albar-
dón de Chinuna, aunque podían verlo desde la costa,
negro y jorobado, como un presagio irreductible de
maldad.
El descontento y el temor a lo desconocido
eran generalizados; el que no lo manifestaba de un
modo airado, conspiraba. Sabían que así no podían
seguir, que debían desprenderse de esos sentimientos
de opresión y angustia.
—Por ventura ¿tú crees, Chato, que con estos
hombres hambrientos y enfermos podremos enfren-
tar a ese bellaco, hijo de la selva y hermano de las
fieras y las alimañas, y además vencerlo y arrebatarle
el violín del cura Solano, que hace llover?
—Mira negro, hijo de Satanás...Casi puedo co-
legir el alcance de tus palabras. Si tienes un pensar
¿qué mal hay en echarlo afuera?...¡Cate, hombre. Di
lo que tengas que decir...!
122 Lisandro Amarilla

—Creo, Chatito que ya todos estamos hartos


de la desidia del capitán Gonzalo López Quintero.
Los que estaban cerca, les oían atentamente. El
Chato sonrió maliciosamente.
—¿Y qué propone su merced para remediar
tantos males?
—Tengo que hablarte a solas, Chato.¿Si quie-
res hablemos en tu barca? —le pidió por lo bajo.
El Chato dudó por un momento. Miró en de-
rredor buscando la mirada cómplice de sus circuns-
tantes y le contestó:
—Esta noche hablaremos, negrito del infierno.
Ahora punto en boca. No se hable más hasta la no-
che— y se atravesó el dedo índice en los labios en
señal de silencio.
En el atardecer cerrado y cuando ya empezaba
a oscurecer, se juntaron en un extremo alejado de la
playa, el Chato Pérez, el mulato Pedro Anríquez, el
mestizo Juan Amaya, Luis Penida, Mariano Guzmán
y un par de soldados más. Se cuidaban de no des-
pertar sospechas y disimulaban bien con el pretexto
de cuidar a los caballos, mientras ramoneaban las
ramas verdes de los algarrobos de la costa.
Chato Pérez habló con voz terminante:
—¡Hay que matar a López Quintero! ¡Esta no-
che!
—¡Shiii!... ¡Silencio! — dijo el mulato Pedro
Anríquez. ¡Bajen la voz, o nos oirá el alférez Gómez!.
—A ese bragazas, también le daremos su mere-
El Violín de Dios 123

cido— sentenció el Chato Pérez.


Aquella noche, el capitán encomendero Gon-
zalo López Quintero estaba silencioso. Su sirviente
el mulato José, calentaba agua con jarilla para lavar-
le los pies hinchados. Mientras a un costado en un
pequeño fogón se asaba un costillar de jabalí, caza-
do por los indios cargueros. Estaba ensimismado y
nervioso, como si presintiera que algo trágico iba a
ocurrir. Pero lo que ignoraba era cuándo... Así es que
debía estar prevenido. Desconfiaba del Chato Pérez,
aunque no lo creía con agallas, era demasiado cobar-
de para enfrentarlo.
Entre tanto, Chato Pérez convenía los detalles:
—Vos, Negro, tizón del infierno, salido de la
cueva de Toledo, hijo de la bruja de Montilla, serás
el encargado de eliminar al alférez Gómez — le dijo
a Pedro Anríquez.
—Gracias, Chatito, por tantas alabanzas de mi
linaje. Pero no hagas que te recuerde el tuyo, porque
nos hará llorar de envidia.
—Juan Amaya y Luis Penida liquidarán a los
guardias. Mariano Guzmán llevará el mensaje falso
al capitán. No maten a los sirvientes, los necesitamos
para que carguen las cosas.
El mulato José tenía el oído de un gamo y el ojo
de un lince; parecía mimetizarse en la arena, como
si fuera un montículo más. Cuando se hacía necesa-
rio espiar y escuchar, allí estaba en el lugar preciso.
Muchas veces estas agudezas le habían significado
124 Lisandro Amarilla

ascensos militares en el Perú para su amo. No en


balde podía ostentar ahora el título de capitán enco-
mendero de Umamax. En el campo del amor el es-
pionaje desplegado por su sirviente era insustituible,
un Celestino sin igual, y que lo diga doña Manue-
la. Esa noche el mulato José llegó de un solo tirón,
con el corazón en la boca, hasta la tienda del capitán
López Quintero.
—¡Amo, Amo! esta noche piensan matarlo...
El guardia que escuchó todo, abrió grande los
ojos.
—¿Qué te pasa hijito? ¿Quién quiere matarme?
—Ese traidor de Chato Pérez y el mulato Pedro
Anríquez y los demás.
—Cálmate, Negrito. Descansa, no te agites y
cuéntamelo todo, hasta el último detalle.
Cuando la luna nueva se murió después de me-
dia noche y todos los candiles se apagaron, Chato
Pérez y sus hombres se arrastraron cautelosamente
rumbo a la tienda del capitán López Quintero. Un
zorro trasnochado gritó en las cercanías y los hom-
bres pararon la marcha a ras del suelo y a continua-
ción una lechuza pampa les chistó sobre las cabezas
apenas levantadas. Al punto pensaron en un mal pre-
sagio. Intimamente estaban convencidos de que esa
avecilla nocturna era una contumaz anunciadora de
muerte.
Los traidores convergieron hacia el cobertizo
del capitán en forma de abanico. Mariano Guzmán
El Violín de Dios 125

se paró detrás de un matorral y se compuso el uni-


forme, luego caminó derecho a donde estaba el cen-
tinela.
—¡Alto! ¿Quién Va?...
—El jefe de patrulla— dijo Guzmán. ¡Parte
para el capitán don Gonzalo López Quintero!
—Ahora duerme y no puedo despertarlo.
—Pero, ¡es urgente!...
—Convéncete por ti mismo. Ven, entra míralo,
cómo duerme como un bendito.
En el camastro provisorio hecho con palos rús-
ticos, había un bulto cubierto con una cobija, pare-
cía un hombre dormido.
—¿Por qué está tapado hasta la cabeza? — pre-
guntó Guzmán.
—Por los mosquitos— contestó el guardia.
Entonces Mariano Guzmán creyó que era el
momento esperado para asesinar a su jefe. Desenvai-
nó su espada de acero y con un poderoso estoque de
arriba a abajo lo atravesó en la cama.
—Hum...Hum...— se revolvió el cuerpo cu-
bierto, mientras un borbollón de sangre saltó de la
herida, cuando Guzmán retiró la espada de un tirón.
—¡Muerte al traidor! — gritó Guzmán. Era la
señal.
Entonces como bichos cascarudos, salidos de la
oscuridad, brotaron a la luz del candil Chato Pérez y
sus secuaces. Rodearon al guardia y lo desarmaron.
—¡Bien hecho, Guzmán! — lo alentó Chato Pé-
126 Lisandro Amarilla

rez, dándole una palmada festiva en el hombro. ¡Así


acaban los bribones, que viven a la sombra sin tra-
bajar!... Y, preparaos, porque ahora mismo vamos a
dar cuenta de los otros que nos faltan acabar.
La noche se hacía más oscura y los hombres es-
taban intranquilos, querían cerciorarse si el capitán
López Quintero estaba bien muerto.
—¡Acerca el candil, negro Anríquez! Quiero
ver la sorpresa en la cara de un capitancillo que mu-
rió sin compasión.— Entonces lo destapó.
En medio de la luz anaranjada del candil lo vie-
ron. Estaba maniatado y con la boca amordazada y
casi desnudo, como acostumbraba andar.
—¡Es una trampa! — gritó el Chato Pérez. ¡Ma-
tamos al indio de servicio! ¡Hay que salir de aquí!...
—¿Adonde van vuestras mercedes? —los paró
en seco el capitán Gonzalo López Quintero y sus
adictos, con los arcabuces remontados. Con voz de-
safiante le dijo:
—¿Queríais matarme?... Pues aquí me tenéis...
¿Quién os anima?... Ninguno...Pues entonces ¡Muer-
te a los cobardes traidores! ¡Al garrote con ellos!
El Chato comenzó a retroceder lentamente con
el terror a cuestas, buscando la salida; pero un ar-
cabuzazo detonó en la noche y lo tiró de espaldas
al piso. Antes que hubiere llegado al suelo, el Chato
estaba muerto.
Fue como si los soldados adictos a López
Quintero se hubieran contagiado de la escena, por-
El Violín de Dios 127

que otros tiros sonaron de inmediato y, uno a uno,


los complotados quedaron muertos en el cobertizo.
El mulato Pedro Anríquez, por milagro, se sal-
vó; porque la ceba del arcabuz del soldado de López
Quintero falló a último momento.
—A falta de arcabuz, ¡al garrote con él! — or-
denó el encomendero. —¡Dios mío! ¡Piedad! ¡Pie-
dad! Vuestra merced... ¡Os juro que no quería ma-
tarlo! ¡Ellos me obligaron!... Soy inocente.
—Dale garrote, José, al inocente. Ya veremos
qué cara pone al morir sin confesión. Una cosa es
segura, lo primero que va a sacar será la lengua.
El mestizo José le pasó la cadena por el cue-
llo y agarró los dos mangos de madera y les hizo el
torniquete y apretó y apretó, hasta que no se le oyó
respirar más.
Aquella crueldad no los impresionó. Estaban
acostumbrados a esas escenas. De pronto una luz
grisácea se fue abriendo desde la puerta del coberti-
zo, hasta el espeso bosque del Albardón de Chinuna,
y sintieron como si algo de la noche y de la sombra
de aquel motín frustrado se hubiera hundido en el
fondo de la laguna, y ahora estuviera amaneciendo
para ellos por primera vez.
128 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XII

Las garzas blancas pasaban volando lentamen-


te de oeste a este. Parecían volar al infinito, acaricia-
das por la fresca brisa que se levantaba del bañado.
Se les podía ver la panza de algodón y las patas fi-
nitas y juntas en posición horizontal, que salían por
debajo de la cola.
—Mire, tata, se van las garzas moras para el
lado del Salado—dijo Sixto.
—Señal que ha bajao el agua en el Dulce —
contestó Pancho.
Sixto siguió el vuelo de las aves zancudas. Se
acomodó el sombrero pipilo para mejorar la visión
y dijo:
—Mi mama va a pescar muchos bagres en el
remanso,
Tres años llevaba la inundación desde la últi-
ma gran lluvia. Desde entonces Sixto nunca pudo en-
contrar el quebracho que ocultaba el violín mágico.
Era como si lo hubiera tragado la tierra. Se cansó de
El Violín de Dios 129

andar los vericuetos del albardón, pero ni señas del


quebracho, nada. Sixto recordaba con precisión to-
dos los detalles de aquella tarde, que había signado
para siempre la vida del paraje. Podía sentir en sus
oídos las notas extrañas del violín y recordaba cada
una de las formas del rústico instrumento: su caja
de madera oscura desconocida; las clavijas, el dia-
pasón y las cuerdas negras de tiempo, al igual que el
arco, que él hacía pasear alegremente aquella tarde
de gozo. Un conjunto que no podía describir, pero
que guardaba en su memoria visual.
Alguna de esas interminables noches de fogón
intentó contarles a sus hermanos la aventura del vio-
lín, pero éstos no le creyeron.
—¡Anchuy, hombre llulla!
—Deje de tirar la taba cargada.
Sixto se mordía la lengua de impotencia.
Pasó el tiempo y Faustino se fue a la colimba.
Eulogio lo reemplazó como dependiente en el alma-
cén de ramos generales de don Abraham.
La vida en el bañado no era nada fácil. El Al-
bardón de Chinuna era el único que admitía la pre-
sencia del hombre y sus majadas diezmadas. El baña-
do parecía una inmensa llanura líquida, que se hacía
una eternidad, bajo el sol, la luna y las estrellas. Todo
era igual, los espartillos, las totoras y los montes de
vinales ennegrecidos, secos por beber tanta agua.
Aquél que se internaba en el bañado, se alejaba
por leguas y no llevaba fósforos o se le humedecían,
130 Lisandro Amarilla

corría el riesgo de perderse y morir de frío y hambre,


sin poder enviar ninguna señal. El bañado le decla-
raba la guerra al hombre.
En ese lugar quedaron a vivir solamente los
estoicos y el único testigo de su presencia era Dios
y para ellos el Señor de los Milagros de Mailín, de
quien eran devotos. Él había dispuesto que allí vivie-
ran y así lo harían.
Por las tardes, Sixto se iba a lo más alto de la
lomada y se tendía boca arriba, mirando al infinito y
tenía la sensación de que la tierra se levantara hasta
el cenit. Era la más bella de las subidas, que podía
permitirse el pobre, despojado de bienes.
Todas las gentes que poblaban el albardón
eran seres de circunspecta gravedad; a veces en al-
gunas ocasiones solían reír alegremente, pero si bien
eran serios, sabían escuchar con deferente atención
a todos los que les hablaban, especialmente a algún
político que tenía la audacia de aventurarse por los
esteros.
Es que la vida dura a la que estaban sometidos
para luchar contra la miseria y para dominar a me-
dias a la naturaleza, los hacía esperar ingenuamente
que alguien les enseñe a mejorar sus vidas.
Espera infructuosa. Sueños vanos, pensamien-
tos hacia una vida mejor; el estómago vacío, las ma-
nos encallecidas, tal vez por eso la seriedad impertur-
bable de los habitantes del bañado, esa inmensidad
de agua que escondía en sus entrañas ciénagas trai-
El Violín de Dios 131

cioneras, cangrejos y rayas peligrosas; pero también


pescado, que alimentaban y producían algún dinero
para sobrevivir.
Esos paisanos santiagueños, tozudos, sedenta-
rios, nómadas, trashumantes, estaban convencidos
de que la tierra se había creado únicamente para ali-
mentar al hombre; a veces sufrían lamentables equi-
vocaciones, pero igual seguían adelante.
A veces, a la distancia se veía un hombre a ca-
ballo, que de espaldas al norte cuidaba su rebaño de
vacas que comían los brotes tiernos de los espartillos
y juncos. Permanecía inmóvil, tieso, como una esta-
tua ecuestre, hundida en el agua. El viento movía sus
ropas como si fueran velas de un barquillo flotando
en el bañado.
Sixto había quedado sin sus hermanos. En el
rancho tan sólo vivían él y sus padres.
Pancho, el padre, era una especie de artista y
poeta; tenía verdadera pasión por la guitarra, des-
de la mañana se sentaba junto al fogón a tocar el
instrumento y cantaba coplas anónimas, vidalitas y
chacareras que él mismo componía. Se empeñaba en
crear encanto a esas tierras invadidas por las aguas y,
si la naturaleza era adversa y les hacía padecer la an-
gustia del hambre, decía que había cosas mucho más
interesantes que el estómago del cristiano; que había
montes; lagunas tranquilas donde anidaban los pa-
tos y los gansos silvestres; rincones que Dios había
creado para el recogimiento y el placer del espíritu.
132 Lisandro Amarilla

—El que quiera vivir en estas desolaciones no


tiene que tener apuro— decía Pancho. ¡Desdichado
del que no comprenda esto!
El bañado ya nunca se secaría, era alimentado
año tras año por el Mishki Mayu. En verano des-
bordaba su corriente de chocolate para cubrir miles
de hectáreas de terrenos perdidos y en esa infinita
extensión de las aguas se veían centenares de carpas,
bogas, zocos, tarariras, bagres, uno que otro dorado
y millares de sábalos, que el río en su desbordamien-
to ponía en la boca de los gatos y las aves acuáticas
que se hartaban de comerlos.
Pancho improvisaba:

“Pobrecita mi provincia,
lástima le estoy teniendo
estos terrenos eran secos
y ahora sigue lloviendo”.

Gualberta lo escuchaba en silencio; el sabor de


la vida amarga y dura se concentraba en el recuer-
do de su hombre. Siempre fue así, hábil para eludir
responsabilidades, pero no le podía cargar ninguna
culpa, lo aceptaba tal cual era. El trabajo del campo
no se había hecho para él. Suspiró y dijo con la voz
alzada como para que la oyesen Pancho y Sixto.
—¿Por qué, pobrecita? El Señor de Mailín lo
dispuso y él sabe más Pancho. Y, además hace mucho
que no cae ni una gota. Si esto no te gusta nos vamos
El Violín de Dios 133

a Buenos Aires, vos mismo lo dijiste, ¿recuerdas? Allí


viven los compadres Gómez y nos buscarán concha-
bo.
Pancho guardó silencio por un instante y luego
improvisó otra copla con voz dolorosa:

“De qué le sirve al mataco


que le saquen la tembeta.
Si ha de quedar por la vida
con el aujero en la jeta”.

Con esta copla le quería significar a su mujer


que de nada servía el desarraigo, por el peligro que
entrañaba al desnaturalizarse.
Cuando el río bajaba, el bañado se tranqui-
lizaba y era la ocasión para salir a pescar con los
mediomundos que fabricaban en las horas de ocio.
La red era de hilo de chaguar, planta pencácea, que
crecía en los lugares más altos y secos del albardón,
muy parecida al yute, aunque las hebras de chaguar
son más resistentes. Como no había alambre grueso,
a los aros de un metro de diámetro los hacían con
gajos de tala calentados al fuego untados con grasa
de potro.
Todos los vecinos, incluido Pancho con las ro-
pas subidas hasta las rodillas, con la mochila al hom-
bro, entraban al bañado, cada uno con su medio-
mundo. Avanzaban pateando por el lodazal; a Sixto
le daba el agua en la cintura y cuando tropezaba con
134 Lisandro Amarilla

un sábalo grandote, pegaba un grito. Él sabía que a


los sábalos les gustaba chupar las raíces de las plan-
tas, y entonces los esperaba inmóvil con la red en lo
alto; cuando la planta se movía ¡Plaf!, la red le caía
encima. Entre gritos de júbilo levantaba al pescado
que despedía destellos argentados con los rayos del
sol y pugnaba por salir. Luego Sixto lo aprisionaba
con las dos manos y lo echaba en la bolsa de arpi-
llera.
Había que ser muy torpe para no pescar con
la red. Sin embargo a Pancho se le escapaban de la
mano, cuando intentaba echarlos a la bolsa, en me-
dio de las chanzas de chicos y grandes. Él no se eno-
jaba, le era indiferente.
Era tan fácil llenar la bolsa por la abundancia
de pescado, que bastaba una hora y media para con-
seguirlo. El único que a veces no llevaba casi nada
era Pancho.
Al ver tan poca habilidad y dedicación, doña
Gualberta lo puso a cuidar el rancho, para que pre-
parara la comida, se empanzara de mates y tocara la
guitarra hasta cansarse.
Sixto sufría y se le llenaban los ojos de lágrimas
por las tareas que hacía su padre: “Un Hombre no
debe cocinar ni cebar mate”—pensaba Sixto. Pero a
Pancho eso no le importaba. El era hombre libre de
prejuicios.
Si para los trabajos pesados era una nulidad,
sucedía lo contrario cuando preparaba un asado de
El Violín de Dios 135

cordero, un pescado a la parrilla o una sopa de ba-


gre. Pancho era bastante desaliñado en el vestir, pa-
recía que lo hacía a propósito, para vengarse de las
murmuraciones de los vecinos, y decía estar a tono
con la tristemente bella vida del paraje rústico y pri-
mitivo.
En las noches silenciosas templaba su guitarra.
Sentado en el patio entonaba dulces valsecitos ar-
gentinos y su música se expandía por todo el caserío
y hacía llorar a los perros.
A veces, Sixto lo seguía, y si estaba malhumo-
rado lo mandaba de vuelta a las casas. Otras, se es-
condía para saber dónde iba y qué es lo que hacía.
Entonces lo veía sentado en un tronco de
punwa, aspirando el aroma penetrante del bañado
oloroso a pescado podrido y a fango; pero él gozaba
de aquel tibio e imponente silencio, entregado a la
nada.
Después de un largo momento de inacción,
acompañado de una caja improvisada, cantaba una
vidala dulzona:

“Llorando, llorando vengo,


quiero preguntar...
llorando, llorando vengo,
quiero preguntar...
136 Lisandro Amarilla

Preguntarle a los jardines


en dónde se encuentra
la flor de mi hogar
Preguntarle...”

Otra de las virtudes de Pancho era no haber


dejado nunca solos, a su mujer doña Gualberta y a
los muchachos. Por eso doña Gualberta lo amaba.
A veces en la tarea más dura de la pesca, Sixto le re-
prochaba por qué le daba siempre los trabajos más
fáciles y ella decía:
—Porque lo quiero mucho. El Señor de Mailín
lo ha hecho así y ha tenido el buen cuidado de dár-
melo como marido. Él no tiene la culpa pobre, si es
como es.
El Violín de Dios 137

CAPÍTULO XIII

—¡Traigan a la yanacona Ollantay! ¡Es urgen-


te! — ordenó el teniente Miraval, dueño de la situa-
ción.
—¡A la orden su merced!
En la brumosa claridad, los soldados se asoma-
ban a las chozas a comunicar la nueva, que el tenien-
te Miraval era el nuevo jefe de la encomienda.
Doña Manuela y su criada Ollantay al saber la
noticia, rezaron de rodillas ante un pequeño bulto
de la Virgen María. Cuando los soldados vinieron en
busca de Ollantay, se levantaron aterrorizadas.
—Dile a tu ama que disponga un plato más,
que hoy almorzaré con ella. ¡Ah! Un momento. Tú
probarás la comida y el vino, no sea que tu ama ten-
ga la malhadada idea de envenenarme...
Los ojos transparentes de Miraval estaban fijos
en los negros retintos de la criada.
—Ahora ve y avísale a tu ama que yo os he sal-
vado del imprudente de vuestro capitán López Quin-
138 Lisandro Amarilla

tero, y que tengo que velar por la buena fama de


doña Manuela. Y que su buena fama no se manche
con alabanzas de bellacos.
Miraval llegó a la casa de doña Manuela a las
doce en punto. El sol estaba a plomo y la sombra
había sido escamoteada por el cobertizo. Caminaba
con paso lento y parecía sosegado. Sólo una vaga
sonrisa se le dibujaba en el rostro. Estaba seguro de
sí.
Cuando doña Manuela asomó al comedor, lo
miró con agresiva insistencia.
—Buenos días tenga, su merced, la dama más
hermosa de estas tierras de Indias. Aquí os saluda
vuestro más rendido admirador y mejor servidor.
Disponed de él.
—Dejad los cumplidos de lado, teniente. Os
ruego id al grano. ¿Qué pretendéis de mí?...
—En primer lugar deciros, mi señora, que noto
que no le soy indiferente y por lo tanto os ruego no
lo haga todo más difícil, porque ahora soy el nuevo
encomendero.
—Vuestra actitud es deplorable, teniente. Y
debo deciros que no hago tratos con traidores y ase-
sinos de españoles.
—¡Ay, mi señora! Vuestro encono no viene al
caso. Yo sólo quiero ser vuestro más ferviente ad-
mirador y entonces permítame besaros su adorada
mano con amor y calor de sevillano— y Miraval se
aproximó a doña Manuela.
El Violín de Dios 139

Doña Manuela dio un paso atrás porque sintió


la intención del hombre de aprisionarla. Con todo,
sintió las manos enormes del teniente alrededor de
su talle.
—¡Eso no! —le gritó al mismo tiempo.
—¡Eso sí, puño! —bramó el teniente. ¿Pero qué
te piensas, que soy de escarcha?...
Y avanzó hacia ella trémulo, erizado, indómi-
to, espantoso.
En el rincón del comedor había una varilla que
doña Manuela utilizaba para espantar las gallinas
y los cerdos. Tomó la varilla y, antes que el teniente
Miraval llegara a tocarle un cabello, le asestó dos va-
rillazos, que le hicieron arrancar sendas blasfemias.
El teniente Miraval se detuvo allí, pero rugiente y an-
heloso. Doña Manuela le sacudió otro par de azotes.
—¡Atrás!...¡Más atrás!...— le gritó al mismo
tiempo, fiera y resuelta. El teniente retrocedió tres
pasos.
—¡Más atrás! — insistió doña Manuela esgri-
miendo la vara.
Cuando el teniente Miraval dio con la espalda
en la pared del cobertizo, doña Manuela le habló
como si quisiera clavarlo en la pared con sus pala-
bras:
—Ése es su lugar y éste el mío. ¿Lo entiende,
teniente?
El teniente se acomodó la cota y el morrión y
dijo:
140 Lisandro Amarilla

—Me gusta apacentar las fieras y lidiar con va-


quillas bravas, y tú me gustas demasiado como para
dejarte arisca. ¿Pues, qué te pensabas que me voy
a conformar con mirarte, desde este lugar como tú
pretendes? No, mi bella dama. Ésta no será la última
vez que yo te mire la cara.
—Ahora, ¡Largaos de aquí teniente, que hoy y
mañana y siempre soy mujer comprometida!
—Ya lo veremos. Ya lo veremos— dijo Miraval
y se fue dejando un par de reniegos y una interjec-
ción brutal.
El teniente Miraval salió rumbo a la coman-
dancia dispuesto a descargar su frustración y su
despecho en la moral quebrantada de los soldados,
quienes dormían la siesta recostados sobre caronas y
cojinillos extendidos en el corredor castrense y amo-
dorrados por el murmullo inasible del río de Socon-
cho.
El Violín de Dios 141

CAPÍTULO XIV

Sixto tenía doce años y siempre acompañaba


a su madre a pescar. Doña Gualberta era una mujer
de hierro, jamás se quejaba del exceso de trabajo. En
tiempos de inundaciones bravas, cuando se aquie-
taban las aguas, pescar con mediomundo era tarea
fácil. Pero cuando comenzaba la bajante ya no era
cuestión de sacar pescados con la red, sino que ha-
bía que ir a la ribera del Mishki Mayu y lanzar el
espinel. Era de ver la habilidad de doña Gualberta
para pescar con dril. Ella conocía la profundidad de
los remansos y la carnada especial que atraía a los
bagres. Los pescadores la contemplaban admirados,
mientras Sixto iba llenando la sarta con bagres de
lomo negro.
Entretanto, Pancho le hacía guiños al trabajo;
al menos a los trabajos pesados; quizá no porque era
ocioso, sino por su temperamento lírico. El caso es
que mientras Sixto y su madre se deslomaban en la
pesca, él se quedaba en el rancho, salando pescado y
142 Lisandro Amarilla

oreándolo al so! para poder venderlo.


Pancho era pesimista, decía que nunca saldrían
de la miseria, ni con todo el pescado del mundo.
Aquel día lo encontraron machadito con un amigo.
—No se maten trabajando. No vale la pena
deslomarse en este mundo miserable. Aquí no llega
la mano del gobierno, nosotros nacimos desgracia-
dos y desgraciados moriremos. Nosotros trabajamos
y trabajamos y solamente ganamos para penas y do-
lores.
—¡Callate, Pancho! Lindo ejemplo para tu
hijo. Así nunca vas a salir de la miseria...
—Nosotros somos esclavos del trabajo, vieja.
Qué digo: ¡Nosotros! ¡Vos, vieja!.. .El que vive tra-
bajando, muere trabajando, sin conocer los goces de
la vida.
—Anda acostate un rato, Pancho. Hay mucho
trabajo por hacer; el pescado no puede esperar hasta
mañana.
El pescado podía esperar meses hasta venderlo.
Una vez salado lo secaban al sol. En realidad había
tanto que ya no sabían dónde meterlo. Más bien era
un estorbo, un fermento continuo; cuando estaba
bien deshidratado era perseguido por las polillas, los
gusanos, las termitas; pero eso sí, no servía para co-
merlo. Los acopiadores, que siempre abusaban de la
miseria de los pobres campesinos, pagaban un peso
el quintal y lo trasladaban a Buenos Aires en vagones
del ferrocarril para fabricar la pez o cola de pescado,
El Violín de Dios 143

que utilizaban como barniz insustituible para calafa-


tear las embarcaciones marinas.
Sixto tenía por costumbre juntar esqueletos de
bagres, porque eran más resistentes; los elegía con
cuidado, los despuntaba de las espinas y cuando ha-
bía conseguido darle la forma de un peine, se diri-
gía a la orilla del bañado, como lo hacía su padre y,
sentándose en el mismo tronco, sacaba el peine, lo
envolvía con papel de seda de las envolturas de los
jabones de tocador, que juntaba en don Abraham,
y apretándolo con los labios le sacaba sonidos de
armónica.
Pancho gozaba con el incipiente músico, ya te-
nía ladero para su conjunto. Doña Gualberta ponía
cara seria cuando se juntaba el dúo. Ella pensaba que
no era conveniente fomentarle la inclinación musical
al muchacho, porque en el futuro tendría poca afi-
ción por el trabajo.
—¡Trabajo! Usté lo único que sabe es trabajo,
mama. Qué ganamos con rompernos las manos con
el pescado, limpiándole las tripas y hasta las espinas;
si con lo que paga don Abraham no nos alcanza ni
para comprar una oveja. ¡Qué digo oveja! Ni para
pagar la cuenta. Siempre quedamos endeudados— le
recriminó Sixto con tono casi insolente.
—Don Abraham no tiene la culpa m’hijo. El
gobierno fija el precio del pescado salado y de las
mercaderías— le contestó doña Gualberta.
—Menos mal que no fija el precio de la sal de
144 Lisandro Amarilla

Negra Muerta, porque si no arreglaos vamos a estar


—retrucó Pancho.
—Don Hipólito Yrigoyen era el presidente de
los pobres, ¿y qué pasó?... Lo voltearon los botudos.
¡Pobre nuestro país, tan rico y tan mal gobernado!
No nos queda otro camino que seguir trabajando.
Algún día vendrá otro presidente que se interese por
los pobres, como don Hipólito. Y si eso ocurre ten-
dremos que seguir trabajando. ¡Mucho más!, para
acompañarlo— terminó su discurso doña Gualberta.
Había tanto pescado acopiado, que no sabían
adónde meterlo. Realmente estorbaba, apestaba con
su olor pestilente, se hacía insoportable vivir en el
rancho. Entonces doña Gualberta al verlos sufrir a
Pancho y a Sixto, resolvía tirar el pescado al río; ella
tenía su filosofía propia: el río les dio y a él tenían
que volver.
Era la crisis del treinta. No había manera de
hallar comprador. En Buenos Aires, las fábricas esta-
ban cerradas y no había forma de exportar. Los veci-
nos del Albardón pasaban una existencia miserable,
alejados de todo centro poblado y demasiado pobres
para adquirir mercaderías, se dedicaban a mariscar
bichos del monte. A falta de azúcar para el mate, su-
plían con miel de palo y el alimento diario era harina
de maíz y sapallo-charki.
Tan primitiva era su vida que, al igual que mil
años antes, no tenían comunicación. No era posible
transportar el pescado hacia las estaciones porque
El Violín de Dios 145

estaban cercados. Por un lado el Mishki Mayu, con


un puente desvencijado de palos a la altura de So-
concho, casi siempre destruido por la correntada, y
por el otro, el interminable bañado.
Un día de tantos en el paraje, vino corriendo
Sixto, agitado. —Mama, su cumpa Cuñi (por Cor-
nelio), se va a Buenos Aires con la familia y me dijo
que quiere vender el charré atado.
—¡Guá! Ese charré no sirve pa’ nada, no van a
dar ni una vuelta las ruedas que se van a caer toditas,
desgranadas. ¿Y el tobiano?... Ese animal es muy vie-
jo. Hace mucho que sabe sufrir del gusano del cuajo.
Siempre lo veo al cumpa haciéndole tomar agua de
hojas de algarrobo con querosén. ¡El pobre ya está
pa’ Dios! —objetó Pancho.
En ese momento y a pesar del comentario ad-
verso de su marido, a doña Gualberta se le ocurrió
una idea, que de inmediato la puso en práctica.
—Ahura mismo lo voy a hablar al cumpa, para
que me venda el charré y el tobiano. Le voy a pedir
que me fíe; y si acepta le voy a mandar remesas pos-
tales, espaciaditos. Endemientras ustedes dos van a
cruzar el bañado y llegarse hasta Mailín, Herrera,
Colonia Dora, Icaño y Añatuya pa’vender charki de
pescado.
A la tarde se presentaron con el charré destar-
talado. Las ruedas tenían mayores probabilidades de
romperse que de rodar.
—¿Con esta porquería de carro y con este ma-
146 Lisandro Amarilla

tungo que se cae de debilidad, quieres que atravese-


mos el bañao? ¡No sabes lo que dices, Gualberta!
—¿Y por qué no?...
—Ya oyes lo que dice tu mama, ¿te animas a
acompañarme? —le preguntó Pancho a su hijo.
Vaya pregunta, se dijo Sixto. En su cara mo-
rena, se le retrataba la alegría de pensar que podía
atravesar el bañado y llegar a pueblos desconocidos
pero muy mentados como Añatuya.
—¿Y por qué no hacer la prueba? —le respon-
dió Sixto, disimulando su contento. ¿Perderemos
algo acaso?
—¡La pucha si perderemos! Primero perdere-
mos el caballo, después el carro y también la carga y
si nos descuidamos la ciénaga nos tragará a los dos.
Sixto se estremeció de sólo pensar que podían
ser tragados por la ciénaga. Instintivamente se lle-
vó las manos a la barriga, la imaginó llena de barro
podrido, pero a esa altura de las cosas no debía api-
chonarse.
Al amanecer del día siguiente emprendieron la
marcha. Doña Gualberta les había preparado unos
avíos y vituallas, además de una botella con agua
de tuska hervida, por si les daba disenteria al beber
agua del bañado.
Los acompañó por la parte playa, casi una le-
gua; cuando llegaron al bañado interminable se des-
pidió llorando desconsolada, como si presintiera que
no los volvería a ver. Los abrazó a los dos juntos y
El Violín de Dios 147

su rostro de piel de era, surcado por arrugas pre-


maturas, brillaba por abundantes lágrimas. Luego lo
acarició al rocín flaco y se persignó. Pancho y Sixto
la imitaron.
—¡Que el Señor de Mailín los acompañe! —les
dijo doña Gualberta.
Y penetraron en el bañado sin dejarse intimi-
dar por esa soledad líquida, en medio del revuelo de
los qeñalos y teros del agua.
A media mañana, bajaron del carro y ayudaron
al pobre tobiano, que se enterraba hasta los ijares en
el agua pantanosa. Miraban a todos lados en aquella
especie de inmenso mar sin calado y, agua y cielo
era todo lo que sus vistas alcanzaban. Pancho iba
adelante tanteando con un palo la posible ciénaga;
el caballo lo seguía dócilmente.
Al atardecer subieron al carro para comer un
poco de charki, zapallo asado y tortilla al rescoldo.
Al tobiano le dieron algarroba seca en un morral de
arpillera. Pancho y Sixto iban descalzos y tenían las
plantas de los pies reblandecidas por el agua.
—Si vos te hubieras negao a acompañarme yo
me hubiera resistido a hacer este viaje. Esto es cosa
de locos. Solamente un desahuciao tendría interés en
hacer este camino.
Sixto no le respondió. Se sentía culpable de ha-
ber conducido a su padre a aquella situación extre-
ma. Por la noche se tendieron en el piso del carro,
que seguía atado al caballo. Los mosquitos los mor-
148 Lisandro Amarilla

tificaban hasta el delirio y tuvieron que taparse con


unos chusis tejidos por doña Gualberta y, a pesar de
que eran de urdimbre bien apretada, los zancudos lo
atravesaban con sus aguijones. El caballo no pudo
pegar los ojos. Se defendió toda la noche a coletazos.
En los tres años que llevaba la inundación, Six-
to había escuchado distintas historias salidas de los
changos que pescaban a orillas del Mishki Mayu.
Decían que algunos mozos del pago en edad de
hacer la conscripción, se habían ido por el bañado
como simples desertores del ejército y no volvieron
más. En vano sus padres los esperaban.
Todo el misterio del bañado, junto con los via-
jes sin vuelta de los muchachos despertaban en Sixto
el deseo de penetrar más y más en el fascinante mun-
do del estero.
Sixto ya era un jovenzuelo crecido, que soñaba
con ser un gran músico, por eso a imagen y semejan-
za del violín hallado, como él lo nombraba, se había
fabricado uno propio, con la ayuda de su tata, que
además de ser músico y poeta, tenía alas en los de-
dos, una condición innata de artesano inexplotada,
pero eso sí, tenía fama en el pago de ser un buen ju-
gador de naipes. Sixto deseaba huir para siempre de
la ribera del río y de ese bañado que pudría sus pies
y de ese pescado tan inútilmente amontonado, que
olía asquerosamente. Un pensamiento juvenil apre-
surado, que el tiempo se encargaría de recordarle y
adoptar un acto de contrición y amor eterno a su
El Violín de Dios 149

pago salavinero.
Algún día estaría rodeado de grandezas y de
no poder llegar a ellas, se conformaba con cambiar
de lugar y llevar a su madre para poder decirle: ¡se
acabó el trabajo para usted!
No alcanzaban a recorrer dos leguas por día
y hacía una semana que andaban por el bañado. El
carro aguantaba porque las ruedas se mantenían hú-
medas, pero el caballo comenzó a mancar, porque te-
nía los vasos de las patas tan blandos que cualquier
palito o raíz, se le quedaba clavado.
Al octavo día salieron del bañado y un largo
desierto los esperaba.
—No podemos continuar si no le damos des-
canso a este pobre animal —dijo Pancho.
—¿Vamos a tirar el pescado? —le preguntó
Sixto.
—Tanto como tirarlo, no. Pero no debemos
estar lejos de Taco Totoráyoj, ahí cambiaremos un
poco de pescado por algarroba y mistol, para ali-
mentar el resto del viaje a nuestro caballo.
—Y pensar que mi mama dijo que con la venta
del pescado alcanzaría para pagar el charré y el ca-
ballo y nos quedaría plata —se lamentó Sixto.
Adelante todo era desierto, no se divisaba ros-
tro humano alguno. Con el primer día de calor por
aquel arenoso terreno, el carro ya se iba convirtien-
do en un montón de ruinas. Hubo que remendar las
ruedas con unas tiras de cuero húmedo que Pancho
150 Lisandro Amarilla

había cargado en la parte de atrás, por precaución.


El caballejo tenía los ojos apagados y se caía al más
leve tropiezo. Pancho y Sixto lo levantaban solivian-
tándolo de la cola.
Pancho no pronunciaba palabra; iba hundido
en un abismo de preocupación y tristeza. Sixto ya no
le tenía miedo al silencio del desierto, sino al mutis-
mo de su padre. Lo veía fatigado y mientras le pisaba
los talones, se preguntaba: qué clase de hombre era
ése, el cual no se interesaba por las cosas materiales,
sino por su guitarra y la música que componía con
ella y además los naipes por los que tenía una incli-
nación salvaje y la afición a los gallos, que lo atraían
como un aguardiente negro y alguna que otra cua-
drera; pero todos estos vicios jamás le habían aca-
rreado plata, sino que le daban un aire importante
de hombre canchero del pago.
Cuando estuvieron a la entrada de Taco Toto-
ráyoj, se detuvieron, desataron el caballo y se insta-
laron a la sombra del carro a comer. Ahora podían
proveerse de algunas chamizas para encender el fue-
go y cocinar polenta con charki de pescado.
A la distancia vieron que se aproximaba un ca-
rruaje. Era una vagoneta pesada tirada por seis mu-
las romas, en parada de tres. La carga venía tapada
con una lona de catre, cubierta de tierra.
—¡Hooo!...¡Siicht! —ordenó a las mulas el
conductor.
El conductor era un gringo, después supieron
El Violín de Dios 151

que del ferrocarril Central Argentino, con botas de


caña alta y brillantes. El casco de corcho cubriendo
su cabeza rubia.
—¿Llevan sandías? —les preguntó.
—No, charki de pescado.
—¿Sirve para comer?
—Sí, todavía está medio fresco —le contestó
Pancho. El gringo pensó un poco y dijo:
—Ni carne de vaca, ni de oveja, ni de cabra.
Bueno también es el pescado. Los hombres de la cua-
drilla se pondrán contentos. ¿No tienen gusanos tus
pescados? —preguntó irónico.
—Baje y revíselos. Si tienen no los compra y ya
está— le advirtió Pancho muy serio.
—Si es verdad que no tienen gusanos, todo de-
penderá de cuánto pidas, es lo que importa. Si tienen
algo de gusanos no importa, total yo no los voy a
comer.
Trabó las ruedas de la vagoneta con el freno de
mano y fue derecho a los pescados.
—Por ahora no tienen gusanos —dijo desta-
pando la carga y revolviendo los pescados de arriba.
Pero, mañana o pasado los tendrán. No te durarán
mucho. Y si vendes pescado podrido te meterán al
calabozo. Dime: ¿cuántos kilos llevas?
—Y, serán doscientos kilos, a razón de diez
centavos el kilo, son veinte pesos.
—¡Estás loco! ¡veinte pesos! ¿Te crees que soy
un millonario? Te doy diez por toda la carga y aquí
152 Lisandro Amarilla

nos despedimos...
—Veinte y ni un centavo menos —le dijo Pan-
cho, serio, como dándole a entender que despreciaba
su regateo.
—Eres mal comerciante. Se te echarán a perder
y te los harán comer con gusanos en la comisaría.
El gringo se ponía histérico, no conseguía ha-
cerlo aflojar y él como proveedor del ferrocarril, veía
el negocio redondo.
—¿Y me puedes decir a dónde quieres llegar
con este penco?
Y dicho esto se arrimó al tobiano, que se había
caído al suelo, muerto de sed.
—¿Y con esta ruina de animal queréis seguir
adelante? —y le asestó un puntapié en las verijas. El
tobiano se quejó e intentó levantarse en tanto Pan-
cho agarró la pala de punta colgada del carro y se
abalanzó sobre el gringo.
—Yo te voy a dar, gringo de mierda, pegarle a
mi pobre caballo. ¡Explotador de esos pobres infeli-
ces que ponen las vías! No necesito tu plata, ganada
con el sudor de los pobres. Prefiro tirarlo al pescado
antes de vendértelo.
Sixto lo agarró por la cintura antes de que le
abriera la cabeza al gringo con casco y todo de un
palazo.
—Vaya con tu padre, muchacho. No sabe
aguantar una broma.
—Con mi caballo no se hacen bromas.
El Violín de Dios 153

—Bueno, te pido me disculpes. Ahora te hago


la última oferta, la tomas o la dejas, ¿Quince pesos
por la carga y no te la peso? Tú dices que hay dos-
cientos kilos y yo te creo.
—Más vale que lo creas —le dijo Pancho, toda-
vía enojado. ¿Y que más da? El día se cae de viejo y
el pescado sin vender —dijo Pancho mirando a Sixto
y haciéndole un guiño imperceptible. Sixto compren-
dió y asintió levísimo con la cabeza. ¡Trato hecho!
¡El pescado es tuyo y la plata es mía!
Y pasaron todo el pescado al carro poderoso
del gringo acopiador.
El pobre tobiano ya no se levantaría más; per-
maneció echado a lo largo y en los estertores de la
muerte los miraba con ojos glaucos, que se le iban
apagando poco a poco, como si fuera diciéndoles
adiós, en un trote sin retorno a las praderas azules
del silencio.
Pancho y Sixto sacaron sus instrumentos y lo
despidieron con vidalitas sentidas a ese compañero
que los había llevado tan lejos.
Pancho le dijo a Sixto, como buscando un jus-
tificativo innecesario:
—Vos sos testigo, hijo, que nunca lo he gol-
peado, que lo hemos alimentado dentro de nuestras
posibilidades; que lo hemos tratado y aliviado de
nuestros pesos casi todo el trayecto. Dios y el Señor
de Mailín me castiguen si he sido el causante de su
muerte.
154 Lisandro Amarilla

—Tata, —le dijo Sixto. Ahora que vendimos


todo el pescado, podemos volver al rancho...
—Sí, pero perdimos el caballo y el carro y si
no volvemos con el importe tu mama nos despelle-
jará. Así que tendremos que buscar conchabo hasta
cubrir los costos —y enseguida Pancho cantó una
copla cargada de intención:

“Me fui pa Chilca Juliana


con intención de ganar plata
¡Caramba que me ha salido
el tiro por la culata!”
El Violín de Dios 155

CAPÍTULO XV

El castigo ejemplar impuesto a los sublevados


trajo una especie de desasosiego a los hombres. El
capitán Gonzalo López Quintero había prometido el
garrote a todo aquel que insinuara un atisbo de es-
píritu levantisco. Los sospechados de tener amistad
con el Chato Pérez y su gente fueron engrillados.
Iniciaron la marcha penosa hacia el Albardón
de Chinuna. El capitán y sus hombres de confianza
montaban los pocos caballos que les quedaban. El
resto iba a pie, cargando los bártulos de acampar y
las literas de los oficiales. Los indios cargueros, entre
yanaconas y chiriguanos, eran los que soportaban
todo el peso.
La columna de hombres de a pie y de a caballo
marchaba con paso lento. Estaban todavía muy cer-
ca de la laguna y si aguzaban la vista hasta el otro
extremo veían el albardón como un fantasmagórico
castillo implacable. Podían ver la inmensa muralla
de árboles que se alzaba al borde de la barranca.
156 Lisandro Amarilla

Más adentro todo era oscuro y en la penumbra que


creaban las copas de los quebrachos imponentes,
creían ver figuras de indios que se cruzaban en todas
direcciones, aguardándolos para darles muerte.
A media tarde arribaron a los lindes del bos-
que y dispusieron acampar. Se tendieron en silencio
en el pastizal, como si la vastedad del paisaje y la
amenazante formas de figuras de los árboles pesaran
sobre ellos y les crearan un agotamiento fuera de lo
común.
Al capitán se lo veía como enfermo. Disintie-
ron un rato sobre los enormes riesgos que corrían al
adentrarse en el monte, sin recuperar fuerzas perdi-
das, durante la penosa marcha. Resolvieron entonces
acampar un par de días. Los indios yanaconas coci-
naron tortas de maíz al rescoldo y sancochado de
batata con carne de caballo salada.
Los indios chiriguanos se dedicaban a cazar
cuanto armadillo anduviera por esa angosta vereda
que bordeaba la laguna por el este. Además eran bue-
nos olfateadores de huevos de tortugas, que extraían
de abajo la tierra y los tragaban crudos, con cáscara
y todo. Cuando encontraban un walo lo abrían por
el costado como si fuera una almeja y le tomaban la
sangre en su propio cuenco, no sin antes comerle el
corazón, para que el espíritu de la tortuga les haga
el cuero duro y no los atraviese el fuego de los arca-
buces.
A la mañana siguiente ya más repuestos, el ca-
El Violín de Dios 157

pitán ordenó ensillar su redomón doradillo y salió


con gran aparato, rodeado de sus leales. Hicieron un
reconocimiento por las cercanías y encontraron una
picada casi imperceptible en la barranca del albar-
dón. Volvieron enseguida.
Los soldados que quedaron en el campamento,
al verlos regresar cuchichearon maliciosamente.
Uno de los engrillados no pudo contener la ira
y vomitó todo su resentimiento:
—¡López Quintero usurpador! —gritó. ¡Es-
tás condenado y condenados están todos los que te
acompañan! ¡Estás perdido por esa mujer! Te has
vuelto flojo y cobarde. ¡Estás perdido! ¡Todos esta-
mos perdidos! Por tu culpa vamos a morir de mala
muerte a manos de los salvajes. ¡Maldito cobarde,
López Quintero!...¡Qué las brujas de Montilla se lle-
ven tu alma!...
—¡Mátenlo! —gritó López Quintero. ¡Qué su-
fra antes de morir, para que todos lo vean y para que
se acaben los revoltosos!
Los adictos corrieron a su encuentro, lo toma-
ron por las cadenas de los grillos y lo arrastraron
entre forcejeos y bramidos.
Lo llevaron a empellones hasta la cúspide de
un enorme hormiguero colorado, como un tacurú en
la falda del albardón.
Lo ataron de cara al cielo, desnudo. Tomaron
los pantalones del pobre desdichado y lo arrojaron a
la boca del hormiguero. Las hormigas enardecidas se
158 Lisandro Amarilla

prendieron a la tela y clavaron sus rabiosas pinzas.


—¡Ahora verás traidorcillo, el demonio se lle-
vará tu carne y tu alma, a rastras al fondo de la tie-
rra!...
Entonces con la punta de una lanza india, le
arrojó el pantalón hirviendo de hormigas carniceras
sobre el pecho desnudo del sentenciado.
El hombre pegó un alarido de terror:
—¡No! ¡Por piedad! ¡Santa Madre de Dios!
¡Santiago Apóstol! ¡Santa Madre Olalla! ¡Acudid
todos a mí! ¡No permitáis que me maten estos pe-
rros!...
Los que presenciaban la escena estaban mudos,
pero no se arredraban, porque estaban acostumbra-
dos a ver el horror en todas sus formas, aunque esta
clase de dar muerte era nueva. El soldado daba gri-
tos espeluznantes porque las hormigas lo devoraban
vivo lentamente.
—“La sangre llama a la sangre”—dijo un sol-
dado que repitió la misma sentencia del padre Sola-
no, sin saberlo.
Al atardecer los gritos del mártir habían cesa-
do. Algunas partes de su cuerpo blanqueaban de-
jando los huesos al descubierto. Es que procesiones
de hormigas coloradas se llevaron partículas de su
carne con movimientos isócronos, al fondo del hor-
miguero.
Se hizo la noche y encendieron las fogatas, pero
no podían dormir, cuando el sueño los iba vencien-
El Violín de Dios 159

do despertaban sobresaltados y miraban para el lado


del hormiguero e inmediatamente se restregaban los
ojos para buscar en la oscuridad del suelo el indicio
del camino de hormigas, puesto que habían probado
carne humana y ahora no pararían hasta volverla a
conseguir.
Debió ser pasada la medianoche cuando oye-
ron el sonido inconfundible de un violín, que se fun-
día en el eco de la fuerte brisa.
Era una delgada melodía, lenta, desgarrada;
sostenida, como una letanía. A ratos se borraba y
quedaba su eco como un fantasma en los oídos aten-
tos.
Debía estar lejos quien lo tocaba. No podían
precisar la distancia, pues el viento que fluía del que-
brachal, lo recreaba por toda la vastedad del paisaje.
—¿Están oyendo? —dijo un soldado.
—Es el violín que hace llover —respondió otro.
—¿Y por qué no llueve ahora? —preguntó un
tercero.
—Porque toca para el difunto que está en el
hormiguero —respondió el otro.
—Dios sabe qué querrá significar, pero tengo
miedo. Me parece que algo terrible va a suceder.
—¡Atención!... ¡Preparaos para el ataque de los
indios! —gritó el capitán López Quintero.
Todos miraron con instintivo temor hacia la es-
pesura en sombras.
De pronto un trueno hirió el silencio y como
160 Lisandro Amarilla

si hubiera sido la señal, surgieron como diablos de


las tinieblas con sus arcos y flechas envenenadas, los
indios de Maipi. Mataban a diestra y siniestra y era
muy difícil darles pelea. Iniciaban una carga, mata-
ban cuatro o cinco y antes que pudieran hacer nada
los españoles de López Quintero, se perdían en el
bosque del albardón.
Los gritos parecían llenar la noche.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Carguen los arcabuces!
¡Hay que matar al indio Maipi! No enciendan la
mecha todavía porque serán blanco fácil. Déjenlos
acercarse.
Estaban en una explanada a doscientos metros
de la barranca del albardón y por un buen rato se
estuvieron quietos, observando hacia el monte, disi-
mulados en la hierba, contra el suelo.
El capitán López Quintero mandó enfrenar su
caballo.
—No salga, capitán. ¡Lo matarán los indios
antes de que pueda verlos! —le aconsejó un viejo
soldado que oficiaba de cocinero.
López Quintero caminó por detrás de su quin-
chada improvisada para tienda; miraba alternativa-
mente hacia el albardón y al camino de la laguna.
—¡Déjate de agorerías, pedazo de alcornoque!
— y montó de un salto a su potro doradillo. Estaba
histérico y emprendió ese acto de arrojo inoportuno
y partió al galope enloquecido hacia la noche.
—¡Vengan! ¡Vengan! ¡Malditos, perros ham-
El Violín de Dios 161

brientos! ¡Cobardes! ¡Se escudan detrás de la lluvia,


que le piden al violín del cura traidor! ¡Malhaya!
¡Malhaya del bribón cuando lo tenga en mis manos!
¡Maldito fraile, hijo de Judas y de Satanás! ¡Te haré
probar el gusto del garrote!...
Hizo una pausa, como para tomar aliento y si-
guió gritando:
—¡Ven, indio mentecato! ¡Pelea! ¡No te escon-
das bellaco! Eres tan negro como tizón del infierno
y no puedo verte. ¡Ven acércate hijo del fraile! —y
guiaba a su caballo en la oscuridad haciéndolo cara-
colear, con la espada revoleando por los aires.
Y seguía con sus blasfemias anticlericales:
—Toda la culpa es de los frailes, que muchos
males traen a las Indias. No sirven más que para es-
torbar. ¡Hay que matarlos a todos juntos, a la recua
de obispos, arzobispos, cardenales y papas!
—¡Sacrílego! ¡Blasfemo! —dijo en voz alta el
viejo cocinero. Tú mereces morir y no los hijos de la
Iglesia. ¡Infiel hijo de los moros invasores de nuestra
Granada!
—¿Dónde te escondes, bellaco, que no te veo?
—gritaba el capitán.
Todos lo oían, mas no lo podían ver, con asom-
bro y con susto.
—En estas Indias no deben quedar más que los
soldados, porque se lo merecen por haberlas con-
quistado. Los indios deben quedar para lavarnos los
pies y ser nuestros esclavos.
162 Lisandro Amarilla

El capitán López Quintero llamaba a Maipi a


los gritos pelados y su voz resonaba y rebotaba en
los tallos gigantes de los árboles seculares.
—¡Ven, indio maldito, heredero del violín del
prior de Satanás! Voy a comunicarle al rey Felipe to-
dos los crímenes cometidos por el fraile y no necesi-
taré respuesta para colgarle de una soga y cuando se
esté meciendo, veremos quién tuvo razón.
—¡Dios te castigará! —se santiguó el viejo a la
distancia.
—Ven, indio del demonio, enfréntate a la ver-
dad de mi espada y verás cómo el gozo se te va al
pozo. ¡Malhaya, qué digo pozo! ¡Irás como borrego
por tus propios pies al matadero!
—¿Dónde estás? ¡No te escondas bellaco! —y
descendiendo del caballo, se paró en la oscuridad,
arrojó la espada y dijo:
—¡Venid, que estoy desarmado, aprovechad
ahora y matadme! —luego guardó silencio.
Bajo los primeros celajes de las estrellas relum-
bró el hierro pulido de la espada al ser lanzada al
aire.
—¿Dónde te ocultas, indio de miechica?...
—¡Aquí! —habló Maipi y salió de la oscuri-
dad, hasta quedar a una treintena de metros. Su fi-
gura desnuda y pintarrajeada, levantaba en la brisa
nocturna una estela alucinante de la sabana.
—¿Te atreves a desafiarme? —dijo López Quin-
tero y apercibió el arcabuz terciado a la espalda en
El Violín de Dios 163

bandolera.
Maipi se estuvo quieto un rato y por primera
vez habló una frase en quichua, aprendida del padre
Solano.
—Hombre blanco, que cabalgas el viento y que
dominas el rayo que da muerte. Te ordeno que aban-
dones mis dominios y dejes libre a mi gente. Si obe-
deces te dejaré con vida. Si te quedas te mataré con
el viento que quema.
—¡Ja, ja, ja! Tu viento no es capaz de atravesar
mi escaupil, ¡imbécil!
Enseguida apuntó a Maipi con su arcabuz y
habló a sus hombres con extraña lentitud.
—¡Atención! Esto es un duelo a muerte. Él con
su arco y flecha y yo con el arcabuz. Si me toca mo-
rir, cosa que no creo, deberán retirarse y dar cuenta
al gobernador, entretanto el alférez Gómez se hará
cargo y será vuestro nuevo encomendero. Si mato
al indio encargaos de arrebatarle el violín que hace
llover. Cueste lo que cueste, a sangre y fuego, pero
quitadle. Porque muerto el perro se acabó la rabia.
Entre tanto, la aurora roja como la sangre con-
trastaba con el profundo azul del nuevo día. Recién
entonces pudieron percibir a la distancia, las figuras
indias que rodeaban a su jefe; estaban con el torso
pintado de blanco y ocre y semejaban cachorros de
corzuela en medio del pastizal.
López Quintero estaba seguro de poder matar
a ese desarrapado, porque él tenía el escaupil, la cota
164 Lisandro Amarilla

de malla, el morrión y el arcabuz. Sólo había que en-


cender la mecha y aguardar que el indio le apuntase
con su grotesca arma. Le dejaría disparar su arco
primero, total él tenía el escaupil para parar la flecha.
Pero el traidor quería asegurarse el duelo y or-
denó a sus acólitos:
—Encended la mecha, pedazo de alcornoques y
no disparéis al cielo. Apuntad a los salvajes. Tomad
cada uno el vuestro.
Indio y español frente a frente, con la muerte
de por medio.
El traidor López Quintero gritó:
—¡Fuego! ¡Fuego al salvaje! —pero salió un
solo disparo.
Y en la claridad malva se vio el fogonazo de su
arcabuz y del otro lado partió la saeta envenenada.
Todos oyeron el silbido del dardo, junto al retumbo
de la bronca detonación y oyeron el alarido del indio
Maipi, cuando la pelota de plomo se le hundió en el
pecho.
El capitán López Quintero sintió una breve
punzada en la pierna y quiso sacarse la flecha de un
tirón, pero no pudo hacer más. Sintió una gran pe-
sadez y torpeza como si todos los miembros empe-
zaran a hincharse y aflojársele. No podía mover los
brazos, no podía gritar. Una lengua enorme le colma-
ba la boca. Era como si pisara un enorme colchón de
lana. Empezó a ver borroso, pero así y todo vio el
borbollón de sangre que manaba del pecho desnudo
El Violín de Dios 165

de Maipi, tiñendo de rojo su vientre pintarrajeado.


Vio dos cuerpos sangrantes, tres cuerpos sangrantes,
cuatro cuerpos de Maipi. Los veía desde muy abajo,
desde el fondo de la tierra. Maipi cayó boca abajo, y
ya no lo vio más.

***

Lo llevaron con infinito cuidado al corazón de


la selva, donde el Albardón de Chinuna guardaba to-
das sus deidades y ahora también guardaría a Maipi.
En medio del temeroso silencio, los españoles
regresaron arrastrando las espadas y la angarilla,
donde reposaba el capitán encomendero, ya sin vida.
Marchaban por la vereda de la laguna, que ahora
se desovillaba hacia el norte, formando un batallón
silencioso.
Cuando estuvieron al pie de un flaco y joven
quebracho colorado, retoño del padre del monte, co-
menzaron a cavar la fosa. Se oía un suave murmullo
de abajo la tierra.
Después lo envolvieron en un cuero de león
onza, el único que podía compararse con la bravura
de Maipi y luego lo cincharon con lianas de doca.
Con las primeras sombras palpitaron encendiéndose
y apagándose las luces de los tukus.
Y, cuando el cuerpo envuelto en su mortaja
ruda llegó al fondo del pozo, oyeron un poderoso
grito desesperado. Era el aullido cercano de un ani-
166 Lisandro Amarilla

mal salvaje. Y en el claro del bosque apareció una


luz buena, como un candil fijo, que iluminaba con
insistencia el tronco joven del quebracho, que atrajo
las miradas de los mancebos chiriguanos.
Todos los ojos indios se clavaron en el tallo
grisáceo del pimpollo. La luz se apagaba y volvía a
encenderse, como un latido irreductible.
No podía haber dudas, la luz indicaba dónde
guardar el violín de la lluvia. Buscaron entonces un
cacharro flaco, como un noque, donde guardaban la
aloja y el violín cupo en su interior como si hubiese
sido su estuche; también agregaron su arco de cerda
de potro.
Después abrieron una pequeña gruta en el tron-
co del quebracho y guardaron la tinaja, previamente
sellada. Por último pegaron los trozos de astillas del
quebracho, con lloro de brea, en forma circular y
vendaron el tronco con cueros de ampalagua, para
curar la herida vegetal.
Cuando todo estuvo cumplido oyeron un que-
jido hondo y entrecortado como un estertor, que re-
sonó junto al quebracho.
Y los indios, nunca pudieron saber si el quejido
salió del fondo del pozo o del corazón del árbol heri-
do. Total era lo mismo. Ellos habían quedado sin su
cacique y a merced de las tropelías a destajo de los
conquistadores extranjeros, que tenían un jefe mil
veces más carnicero y déspota que el que acababa
de morir.
El Violín de Dios 167

CAPÍTULO XVI

El nuevo día los encontró como al principio:


sin caballo y con un carro destartalado, inútil. El po-
blado todavía estaba lejos para arrastrarlo por sus
medios, en ese colchón de arena; hubiera sido bue-
no venderlo por un par de pesos, pero tuvieron que
apurar la partida por el revoloteo amenazante de los
cuervos por hacerse cargo del tobiano muerto.
No se detuvieron en el pueblo miserable, lo
atravesaron a marcha pareja en medio de una ven-
tisca de arena, que les irritaba los ojos.
—Vámonos de aquí —dijo Pancho. Llegaremos
a Caranchi Pozo a media tarde. Allí nos detendre-
mos. Mañana andaremos por Breayoj y pasado esta-
remos en Mailín.
El camino semejaba una vena que pasaba cu-
lebreando los ranchos; los ladridos huían de los pe-
rros famélicos y los dos extraños caminaban con sus
mochilas rústicas y sus instrumentos terciados a la
espalda.
168 Lisandro Amarilla

Llegaron al borde del río seco, que los antiguos


llamaban río verde. En el promontorio del camino
que apenas clareaba en la tiniebla, vieron el cuerpo
de un niño, delgado, menudo. Estaba de espaldas,
en cuclillas. Un hilo de orín turbio de arena, salía de
entre sus piernas y arrastraba unos catangos casca-
rudos, que se desbarrancaban hacia el cauce muerto.
—Y el río creció y el violín sonó y la creciente
se llevó a la gente y los animales...brummm...brum-
mm.
Sixto reconoció esas frases y miró al niño con
atención. Era fino, las piernas largas y perfectas; el
pecho angosto, la cabeza rubia, los ojos y la nariz
rapaces y la boca fruncida. Llevaba puesto un som-
brero tipo hongo, que le cubría las orejas como bi-
cornio. A Sixto se le antojaron guampitas y entonces
no le gustó nada la apariencia de ese chico, que más
bien parecía un animalito inquieto y ágil.
—¿Qué haces, niño? —le preguntó Pancho mo-
lesto. — ¿De dónde vienes?
—De por ahí —le señaló el niño con vaguedad,
extendiendo su mano sucia por el curso del río.
—¿Y qué estás haciendo aquí en estas soleda-
des, tan lejos de tu casa?
—Andando —le respondió el muchacho. La
respuesta del muchacho irritó a Pancho, arrugó el
ceño. —¿Te has escapado de tu casa, dejuro? —lo
volvió a interpelar el hombre.
—¡Sí! —le respondió el niño. Porque mi tata es
El Violín de Dios 169

muy malo. Jiii.ji. Cuando se puso de pie, Sixto vio


que el niño tenía colita de chivo.
—¡Tata!, ¿se ha fijao?... Tiene guampitas y cola
de chivo. Éste no es un cristiano, es hijo del chivo
grande...
—¡Caray! No me había dao cuenta.
—Ji, ji, ji... ¡Qué yunta de tontos!... Ji, jiji.
De pronto se le empezaron a formar pezuñas
en las extremidades, quedó en cuatro patas y tomó
la forma de un cabrón negro.
—¡I’juay pucha! —gritó Pancho. ¡Lo único que
nos faltaba!. Venir a toparnos con mandinga.
Pancho caminó unos pasos y se armó de un
garrote. Sixto estaba como clavado en la barranca
arenosa. Él podía adivinar quién era y lo comprobó
ahí nomás.
—¡Yo te voy a enseñar, diablito, cuántos pares
son tres botines!...—y le amagó un garrotazo. El ca-
brito empezó a gritar: —¡Aquí!. ¡Aquí! Hijitos...
En ese momento aparecieron detrás de unos
anqoches Ormuz y Arimán, con las orejas paradas
y los colmillos babeantes, gruñendo amenazadora-
mente.
—¡Alto, Tata! No se meta con ella. Es la bruja
Aniza —le advirtió Sixto.
Se hizo el silencio. La bruja se corporizó y se
fue caminando lentamente como un animal deforme
y torpe, platicando y riendo con sus dos perros, Or-
muz y Arimán, por el cauce profundo del río muerto.
170 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XVII

Después de pasar el caserío de Breayoj, llega-


ron a la villa de Mailín. Bajaron por la calle prin-
cipal, en declive hasta la plaza y enfilaron a la igle-
sia, que blanqueaba mirando al naciente. La torre
del campanario se poblaba del bullicio de gorriones,
cotorras y palomas que disputaban un lugar en los
huecos del frontispicio alto.
Ingresaron en la amplia nave con murales de
ángeles y arcángeles y siguiendo una escalinata los
llevó hasta el altar mayor; en la bóveda superior di-
visaron la vitrina que guardaba la cruz de madera
del Señor Forastero, como le llamaban los antiguos
al Señor de Mailín, y a la derecha la venerada ima-
gen de la Virgen del Tránsito, y a la izquierda San
Lorenzo.
Mientras tomaban gracia en la cripta del Señor
de los Milagros, Pancho le contó algo de la historia
del “santo”:
—Un paisano de apellido Serrano lo encontró
El Violín de Dios 171

en el hueco del algarrobo que vimos al entrar. Allí


estuvo mucho tiempo esta crucita de madera que ves
ahí adentro. Dicen que la hicieron lo indios. El caso
es que ella no se quería ir del árbol. Cuando Serrano
la llevaba a su rancho la encontraban de vuelta en
el hueco. Hasta que un buen día enfermó el cura de
Matará de un mal desconocido. Ya había sido des-
ahuciado, pero el Señor lo curó. Entonces el cura
mandó construir una capillita a pocos metros del
árbol y el Señor no se resistió a ser llevado por las
manos del cura y desde entonces tuvo su propia casa.
Cuando salieron, se sintieron aliviados. Fue
como si se hubiesen despojado de una docena de sa-
cos mojados que cargaban sobre sus espaldas.
Anduvieron dando vueltas por las calles ceni-
cientas de la villa. Vieron viejas casonas extendidas
en hileras por un costado donde se podía leer: “Ga-
ttas y Hnos. Almacén de Ramos Generales”; “Pedro
Villarruel” — Boticario; “Teodulfo Juárez” —com-
pra y venta de frutos del país; “Jacobo Salomón y
Hnos.” —comisario; “Tudela Condorí”— Curande-
ro boliviano; “Pulpería La Mishkila” —locro con bi-
gote de león.
Pancho era un artista con las manos. Tenía de-
dos finos y largos, de piel suave y uñas de guitarrero;
buen peluquero y mejor jugador de naipes. Al día
siguiente de estar en la villa, se agenció de una bolsa
blanca de algodón, que le sirvió de bata; una silla pe-
tisa de tientos, un par de peines y una tijera herrum-
172 Lisandro Amarilla

brada, que limpió en la tierra y afiló pacientemente


en el cuello de una botella.
Cuando tuvo improvisada la peluquería, em-
pezó a cortar gratis a los chicos y después se anima-
ron los grandes, porque el peluquero había pasado
la prueba. De todos lados solicitaban sus servicios.
A domicilio, cobraba doble. Sixto era su amanuense,
pasaba la escoba de pichana cuando se amontona-
ba el pelo en el suelo y regaba el piso para que los
clientes no tragaran pelos con tierra cuando se le-
vantaban ventiscas del norte. A los ricos siempre les
cobraba de más, porque decía que los ricos siempre
regatean como gitanos.
Pancho tenía ganas de trabajar. Sixto nunca lo
había visto tan entusiasmado con el trabajo; ya no
huía de él, ganaba bien sin abusar. Llegaron a cobrar
diez pesos en un solo día y esta suma era algo fan-
tástica, increíble.
Por las noches iban a la fonda y pedían chan-
faina de cabrito con harina. Y, además la feliz cir-
cunstancia de triunfar como peluqueros, les permi-
tía dormir bien y hasta le alcanzaba a Pancho para
tomar un litro de vino y a Sixto una Chinchibira.
Sin contar con que eran número puesto en todas las
fiestas familiares donde actuaban en dúo con violín
y guitarra.
Sixto se perfilaba como un buen violinero; el
trabajo liviano que habían emprendido por acci-
dente, le permitía ensayar más horas con su violín,
El Violín de Dios 173

y cada día encontraba un nuevo rumbo musical para


componer gatos sacheros, chacareras dobles, reme-
dios, wayras y arunguitas.
No faltaban quienes le ofrecían sus carros para
llevarlos a las telesiadas.
Llevaban como dos meses de trabajar así, y de-
cían que con otro más podrían volver al albardón,
llevándole a doña Gualberta el dinero que empleó
para comprar en mala hora los pertrechos de su des-
dichado viaje. Con el resto les alcanzaría para vivir
un año sin trabajar.
—Falta poco para la fiesta del Señor, vamos a
trabajar fuerte y cuando pase nos vamos pa’ las ca-
sas.—le dijo Pancho.
—Tata, lo único que le pido es que no vaya a
jugar la plata en los naipes o las riñas o las tabiadas.
Acuerdesé que mi mama ha creao compromisos.
—Usté no necesita recordarme nada. La pla-
ta está bien guardada. Y, antes de andar pensando
desconfianzas, más vale que practiques con tu violín
para que te puedas rebuscar en La Mishkila los días
de la fiesta —le dijo Pancho amoscado por la alusión
del chico.
El día antes de la fiesta del Señor de Mailín,
Sixto se levantó temprano. Tomó unos mates apura-
do, agarró su violín y caminó a las afueras del pue-
blo, por el camino que conduce a Herrera. Se sentó
en un recodo de la falda de la lomada y veía cómo
llegaban los peregrinos en caravanas: de a pie, en ca-
174 Lisandro Amarilla

rros, en zorras, en sulkis, de a caballo y en camiones


destartalados, los que venían de lejos.
Los miraba pasar con el cansancio a cuestas,
por el sacrificio del viaje, pero traían los ojos bri-
llosos por haber llegado a la Villa del Santo de su
devoción. A los más rezagados los alentaba con una
chacarera doble, desde la elevación, hasta que dobla-
ban el recodo y se les aparecía el pueblo. Desde ahí
podían ver los techos amarillos de paja y los techos
oscuros de teja, la blancuzca torre chorreada de ne-
gro por los aguaceros de verano, de la iglesia. A la
vuelta de la plaza, mucha gente agolpada alrededor
de cobertizos de caña o suncho, donde servían comi-
das o vendían baratijas o jugaban al azar.
La mayoría de los feligreses iban directamente
a la iglesia; otros se desviaban al sentir el humo de
los chorizos o el olor rancio de los pasteles fritos.
En las enramadas mayores colgaban medias re-
ses de novillos, esperando ser desportillados para ir a
parar a la parrilla; o la infaltable olla de fierro don-
de se cocinaba el locro de mondongo con uchu del
monte, que hacía soplar y resoplar con la boca abier-
ta a aquel arriesgado que se animaba a probarlo.
En otros tenduchos atajados con baetones, ser-
vían guiso y tamales, todo regado con abundante
vino de bordalesas.
Y luego era el dejarse arrastrar por el remolino
de los que miraban, yendo del enano a la mujer con
barbas; del que echaba fuego por la boca o el traga-
El Violín de Dios 175

sables; la ruleta y la lotería familiar; la pandorga y


el monte. El que vendía la medida del Señor, el de las
fornituras para sulkis y cojinillos de carnero sobados
para bastos y sobrepuestos de tapir...
A la par de la tienda del curandero boliviano
Tudela Condorí, estaba el biombo de la peluquería
de Pancho; hacía fintas con la tijera y manejaba tres
clases de peines, para caspa, seborrea, pelos crespos
y duros, mientras Sixto sostenía el espejo para que el
cliente pudiera mirarse de frente y de perfil. Cuan-
do la clientela se amontonaba, Sixto tocaba el violín
para entretenerla y llamaba la atención al resto de
los curiosos.
El sábado a la noche, víspera de la fiesta del
Señor, el gentío colmaba las calles de los escaparates,
mientras la muchedumbre luchaba por entrar a la
iglesia. La música populachera agredía el murmullo
de los feligreses, y las voces desaforadas de los mer-
cachifles se desparramaban sin piedad por el aire de
toda la villa, y ya nadie sabía si vivía la ficción que
alienta o la realidad que mata.
Sentado en un tronco transversal, el ciego Fe-
derico tocaba el violín y cantaba. Por no dar limos-
na los que escuchaban en primera fila se escurrieron
prestamente. El ciego Federico al no escuchar el tin-
tineo de las monedas dentro del tarro a su costa-
do, descargó su enojo: —¡Shalakos bobos aka secas!
¡Paguen maulas!... los tacaños se dieron por aludi-
dos y siguieron su camino.
176 Lisandro Amarilla

Sixto ya estaba instalado en La Mishkila. Dos


parroquianos comían y bebían en abundancia y de-
cían aro-aros en la mitad de la chacarera o el gato.
Cada vez eran más subidos de tono. El más suave
decía: “Una vieja en un baile, tuvo un antojo, de pin-
charme las bolas...pero del ojo”. Y continuaban di-
virtiéndose: ¡Otra mocito! ¡Bis! ¡Qué shumita que
toca!. Póngale un gatito dedicado pa’don Arturo. Un
remedio pa’ doña Cunshi y un wayra-muyoq pa’don
Ñato y otro pa’don Quirushu. A cada dedicatoria le
metían monedas y billetes por el agujero del violín.
No acababa de creer, su violín apenas resonaba.
“Estaba taka de plata”. En eso que estaba sacando
mentalmente las cuentas, comenzó a llover y como
el quincho era de caña y suncho, el agua pasaba de
largo y corrieron cada cual a resguardarse bajo el
alero y allí se juntaron todos: el ciego Federico, con
su violín bajo el saco; el gitano con el mono en un
hombro y el papagayo de colores en el otro.
Un negro, que podía ser de cualquier parte del
mundo, menos de Mailín, salió al ruedo. Sacó con
grandes aspavientos de un cajón de madera una ví-
bora lampalagua gigante y se la enroscó por el cue-
llo.
—¡Señoras y señores, estimado público presen-
te: Hoy quiero ofrecerles a vuestra consideración el
baile de mi compañera Marta Julia —la víbora pare-
cía comprender que la nombraba y se le escurría por
el hombro y llegaba con la cabeza hasta el dorso de
El Violín de Dios 177

su mano y les sacaba la lengua bípeda a los mirones.


—¡Un momento, chiquita, no se impaciente!
¿Parece que tiene muchas ganas de bailar? —reía el
negro mostrando una hilera brillante de dientes de
oro.
A continuación y con gran maestría colocó la
víbora en la caja y la dejó reposar en el suelo.
—¡Marta Julia! ¿Me escuchas?...
La víbora parecía contestarle que sí, porque
movía la tapa de la caja sin pernera de seguridad.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Aguántese un poqui-
to más, que enseguida empezamos la danza maca-
bra. ¿Le parece bien?...
La víbora volvió a mover la tapa de la caja.
Los mirones no acababan de creer. Se apretu-
jaban alrededor del negro y la víbora, estrechando
el círculo, como si jugaran a la gata parida. El negro
sacó una quena de caña hueca y sopló para el lado
de la caja. Luego pidió:
—¿A ver algún caballero corajudo?... Que pase
al frente para que baile con mi Marta Julia.
Nadie se ofreció. Todos estaban expectantes,
no querían hacer el ridículo, además de temerle a la
víbora.
Pancho, que también se contaba entre los cir-
cunstantes, quedó boquiabierto al ver a Sixto parado
en el centro del ruedo.
—¡Moito bene! —dijo el negro en un portu-
gués mal hablado. Aquí tenemos un voluntario. Lue-
178 Lisandro Amarilla

go acercándose a Sixto, le bisbiseó en el oído: “Qué-


date tranquilo, que no te va a pasar nada. Hay que
ganar tiempo nomás”.
El negro cubrió el cajón de la víbora con un
paño negro y pronunció unas palabras mágicas y a
continuación agarró unas maracas y se entregó a un
baile extravagante, moviendo la cintura como si se le
hubiera descoyuntado; era tan ampuloso el baile que
las viejas pasteleras se apartaban de sus ollas para
mirarlo, a riesgo de ser robadas.
Cuando concluyó con el baile, el negro empe-
zó a contar embustes y habló de los portentos de
una fuente de aguas milagrosas que había en la selva
del Mato Groso, donde los ancianos kurkunchos y
tullidos entraban y salían apuestos como su secreta-
rio. El agua milagrosa les hacía crecer el pelo a los
calvos, borraba las arrugas y curaba todos los males
del cuerpo y las penas de amor. Y faltaba lo mejor:
al varón le daba fuerzas como para empreñar una
docena de mujeres por noche. Todos rieron por la
última propaganda.
—Y ahora mi secretario les hará entrega de un
frasco con el elixir de la vida, tan sólo por la módica
suma de cincuenta centavos.
Como el negro se había olvidado del baile de la
víbora, un paisano que esperaba más diversión pidió:
—¡Qué baile la víbora!
—Eso es, que baile —dijeron a coro varios de
la rueda, —Calma, calma, señores. Terminamos de
El Violín de Dios 179

entregar el fabuloso producto de la Casa Da Silvei-


ra de Maracaibo e inmediatamente, vuestra común
artista, la única, la más grande, la fabulosa Marta
Julia, les ofrecerá su varieté.
Cuando Sixto terminó de vender el último fras-
co, el negro fuese hasta el cajón, descubrió el manto
negro, levantó la tapa y en su interior la lampalagua
estaba hecha un ovillo de frío.
—¡Pobrecita, mi muchachita, tan delicada!
Está enfermita, pedimos mil disculpas al respetable
público y les decimos que mañana tendrán oportuni-
dad de verla bailar a la reina de las boas: mi adorada
Marta Julia.
Los mirones al sentirse engañados, pedían que
se les devolviera la plata, pero el negro levantó rápi-
damente la caja y las maracas y empujó a Sixto hacia
un callejón de las afueras.
Era noche larga, cuando el negro se fue a dor-
mir, trabada la lengua por tanto vino y feliz por el
“cuento del tío” que les había vendido a los incautos,
y más feliz por haber encontrado un mozo despierto
a su hechura y encima con una gran habilidad para
atraer a los mirones. Desde ahora, pensaba, más que
el cuento de la víbora iba a ser la atracción del vio-
linero.
Las muchas nubes que se cernían sobre la villa,
ocultaban esa noche una nueva e inexorable vida de
aventuras al ejecutante del VIOLIN DE DIOS.
180 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XVIII

—Tata, tome, guarde estos diez pesos que hice


anoche, antes del aguacero —le pidió Sixto.
—¿Y el embustero de la víbora cuánto te dio?...
¿ma ver?
—Me dio cincuenta centavos y un frasquito de
agua. Dice que si la tomo voy a tocar mejor el violín.
—¡Anchuy, hombre!
Estaban sentados a la puerta del biombo de la
peluquería. Era domingo, y en ese momento no ha-
bía clientes, porque todos estaban esperando la sali-
da del Señor al frente de la iglesia, para acompañarlo
en la procesión por las calles de la villa.
Pancho estaba inquieto, desasosegado, como si
algo le faltara. Plata no iba a ser, porque si se queja-
ba era un desagradecido y el Señor lo iba a castigar,
porque jamás había guardado tanta en el bolsillo. Se
sentía chaludo, pero no se encontraba a gusto.
Esperaba algo, no sabía qué, pero algo tendría
que venir. Estaba como al acecho, esperando. Pero
El Violín de Dios 181

no salía nada. De repente apareció un viejo con dos


muchachos; calzaban alpargatas nuevas, ropa de al-
godón, boina y pañuelo al cuello. El viejo llevaba
en el brazo una bolsa de yute, donde en el fondo se
movía un ser vivo. A Pancho se le animaron los ojos.
—¿Para dónde llevan ese gallo? —les preguntó.
—Para el reñidero del bajo. Tenemos una pelea
por treinta pesos.
Pancho sonrió con sus dientes amarillos de
mate y tabaco, y le dijo a Sixto por lo bajo:
—Algún cholo llevan en la bolsa, gallo fino no
hay ser.
—Tata, no se meta. Recuerde que me ha pro-
metido no gastar la plata de mi mama.
Pancho no le respondió. Salió por el camino en
seguimiento de los tres hombres. Sixto por detrás a
cierta distada. Pancho, mientras caminaba, abordó
un soliloquio desmañado:
—Yo sí sé de gallos finos, sé cómo se los aga-
rra, cómo se los atiende. Mi compadre Gómez, con
aquella mano que tenía para los gallos me enseñó a
sobarlos con alcohol fino. Ése sí que sabía meter la
mano por el buche y la panza y el gallo se aflojaba
tranquilito. El cumpa Gómez sabía todos los secretos
del gallero, ¡qué van a saber estos criadores de patos!
Cerca del camino estaba un rancho solitario.
Un niño de tez trigueña estaba sentado en una ban-
queta. Atado a la estaca por una cuerda estaba un
gallo. Era negro, con brillos dorados y manchas
182 Lisandro Amarilla

blancas. Picoteaba el suelo y se movía ondulante,


como su roja cresta. El niño permanecía tranquilo
viéndolo. Pancho se quedó extasiado.
—Bonito el giro —dijo y se aproximó.
Pancho lo miraba con codicia.
—Qué corte de pico, y qué cabeza. Este animal
es ligerísimo con las espuelas, se parece al giro de mi
cumpa Gómez —y se fue acercando.
El gallo lo miró inquieto, movió las alas y can-
tó. Pancho se agachó, extendió el brazo y lo alzó con
la palma de la mano. El gallo cantó asustado.
—¡Ah, qué buen gallero hubiera sido yo! —dijo
cuando lo levantó y lo puso a la altura de su cara,
mientras las plumas negrísimas despedían destellos
plateados.
—¿Te gusta? —le preguntó el niño.
—¡La pucha si me gusta!
—¿Lo quieres?
—¿Si lo quiero, dices? ¡vaya si lo quiero! Con
este gallo no podría perder ni una sola riña...
—Si me pagas diez pesos es tuyo.
—¡Ah malhaya!... ¡Trato hecho!
Detrás del sombrero negro y la nariz colorada,
Pancho sonreía. Miraba al gallo alzado en su palma,
deslumbrante de sol y color, y sonreía. Luego se pasó
la lengua por los labios, escupió y miró en torno con
recelo; no había nadie más que el niño. Sacó los diez
pesos del bolsillo y se los dio.
Luego, metió al gallo con cuidado en una bolsa
El Violín de Dios 183

de arpillera, la tomó con la mano izquierda y salió.


Se apuró en salir al camino porque desconfiaba
que el gallo no hubiera sido del niño.
El niño se fue para el lado del río seco, riendo:
Jijiji...
Con el gallo en la bolsa, se sentía importante.
Siguiendo el camino a la gallera, se encontró a dos
paisanos que llevaban una mochila de gallero.
—¿Van a las riñas? —preguntó Pancho.
—Sí. Tenemos un pollo. Es nuevito, todavía le
falta cancha.
—¡Aja! ¿Ustedes no son de por aquí? —les pre-
guntó, para entrar más en confianza.
—Somos de Brea Pozo, hemos venido a la fiesta
y de paso a probar este gallo, para despuntar el vicio.
¿Y qué tal el gallo de usté? ¿Parece gallo fino? —le
preguntó uno de los paisanos.
—Me parece que el de ustedes es más fino. ¿Lo
puedo ver? —les pidió Pancho.
—El hombre no se hizo de rogar y sacó a su
gallo, que era rechoncho y sin ninguna cualidad a la
vista para lanzarlo al ruedo con pretensiones.
“Éste va derecho a la olla —pensó Pancho.
Ahora a cualquier pato marrueco le llaman gallo
fino”.
—De fija que ganarán la riña —mintió Pancho.
Tiene pinta el pollo.
—¿Y qué tal el de usté?...
Pancho no se hizo esperar. Metió la mano en la
184 Lisandro Amarilla

bolsa y sacó al giro. Los paisanos quedaron embo-


bados.
—Miren lo que se había traído y estaba hacién-
dose el chiquito. Nosotros con este gallo no tenemos
ni para empezar y vergüenza nos daría ponerlos a la
par.
Pancho empezó a sonreír y compadreaba pa-
sándole la mano por las plumas negras del lomo a
su gallo. Y contaba historias de riñas famosas don-
de nunca había estado. Los hombres lo escuchaban
atentos, mientras se acercaban al cauce del río seco.
Había muchos paisanos sentados alrededor de la ga-
llera, armada con ponchos dispuestos, en forma de
corral circular en el suelo.
—¡Ahí está la gallera! —gritó Pancho entusias-
mado.
Sixto comprendió que su tata estaba perdido
cuando le hablaban de gallos.
Pancho ya estaba envuelto en el vocerío de la
gallera. La algazara de voces se agitaba y pasaba
como el humo de los cigarros en chala por encima
de las cabezas, apiñadas alrededor del corral. Pancho
se tocó la wayaqa cosida por la parte interior del
pantalón a la cintura. Ahí estaba toda la plata. Eso le
dio seguridad y no era para menos, entre él y Sixto
habían juntado cincuenta pesos.
Cerca de Pancho, estaba un paisano que de-
safiaba con los brazos en alto y mostraba un gallo
colorado.
El Violín de Dios 185

—Pica mi gallo. ¡Doy cuarenta a veinte!


¡Ataje si es banca! —gritó Pancho envalento-
nado y arrojó el giro al centro del ruedo.
El paisano terminó de sacar el gallo colorado
de la bolsa y lo imitó. La apuesta estaba formalizada.
Las manos se estiraron en dos dedos rígidos
buscando la apuesta. Las jugadas eran parejas. Pan-
cho estaba imparable, agarraba apuestas por do-
quier.
Los gallos después de un escarceo, tomados por
sus dueños, quienes de acuerdo con el reglamento los
enfrentaban agarrados para hacerlos enojar y cuan-
do estuvieron a punto, los lanzaron con los puyones
atados a las espuelas. Los dos gallos saltaban en el
aire, sangrientos y palpitantes.
—¡Voy diez pesos más al giro! —gritó Pancho
desbordante de entusiasmo.
—¡Pago! —lo atajó el dueño del colorado.
Las patas amarillas de los gallos relampaguea-
ron, sobre las pechugas cubriéndolas de sangre.
Pancho seguía con el cuerpo, con el rostro, con
las manos, cada instante de la pelea.
—¡Vamos colorado! ¡Liquidalo! —gritaba el
tipo de enfrente.
—Mi giro no puede perder. ¡Vamos gallo viejo.
Mostrale lo que sabes hacer en la cancha!
Los gallos formaban abanicos de alas brillantes
de sangre.
—¡Voy diez más al gallo negro! ¿A ver quién se
186 Lisandro Amarilla

para? —desafiaba Pancho, en el colmo del paroxis-


mo.
Jugaba en falso, porque no tenía más plata.
Pero, cómo no jugar si su gallo era una fija.
— ¡Voy diez a cinco! —gritaba con violencia y
lo miraba al dueño del colorado.
No le recibieron la apuesta. Y tal vez fue lo me-
jor. En ese momento el colorado le clavó la espuela
en el ojo al giro y el gallo negro se acobardó. Fue
como si se hubieran apagado las voces de la mitad de
la gallera y los gritos de la otra mitad crecieran con
la fuerza de un ciclón.
Dos espuelazos más y el giro cayó dando cor-
covos de agonía, hasta que finalmente quedó rígido.
Pancho también quedó rígido, como si lo hu-
bieran puesto solo en medio del redondel. Empezó a
mirar con recelo el gentío. Escondió los ojos debajo
del ala del sombrero por no ver las miradas de odio
de los que habían apostado a su gallo y salió miran-
do al suelo.
—¡Adiós mi plata! ¡Qué digo, la plata de mi
Gualberta! ¿Y ahora qué le digo a Sixto? —se pre-
guntó en voz alta.
—Que si le hubieran tomado la última apuesta,
a estas horas ya estaría en el calabozo— le contestó
Sixto, que lo traía bien de cerca.
Se iban acercando al río seco, los sunchos se
agitaban en fila y entonces Pancho aprovechó para
intentar un justificativo inconsistente:
El Violín de Dios 187

—Si lo hubiera comprado unos días antes a ese


gallo, dejuro que no perdía esa riña.
—Ni que lo hubiera comprado un año antes.
Usted nunca ha sido gallero tata, sólo ha sido apos-
tador a los gallos de su cumpa Gómez. Ahora, por
no haberme escuchado tendremos que empezar de
nuevo. Lo que es yo, no vuelvo al albardón, porque
mi mama no me va a perdonar el haberle permitido
que pierda la plata, con todo lo que me ha recomen-
dado hasta el último. No, yo no vuelvo a las casas
— dijo Sixto rotundo.
—Ni yo tampoco —le contestó Pancho.
Lo que ellos nunca llegarían a saber, era que
el niño que le vendió el gallo giro a Pancho, andaba
acompañado de Ormuz y Arimán.
188 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XIX

Con los cincuenta centavos que le dio el negro


buhonero, fueron a La Mishkila a comer un plato de
locro con patas de vaca. Estaban haciendo un poco
de sobremesa con el dueño y otros parroquianos
cuando lo vieron entrar a Chacho López, venía con
el látigo bajo el brazo cubierto de barro. En cuanto
los vio se arrimó a la mesa con su natural simpatía.
—¡Hola Pancho! ¡Hola Sixto! Parece que les va
bien, porque veo que comen y beben como si fueran
obispos y, mientras allá en Soconcho, la Gualberta...
—Sí, ya lo sabemos. Ella nos espera. Pero,
hombre siéntate y toma un poco de vino y cuéntanos
cómo anda mi Gualberta.
Chacho López se sentó a la par de Sixto, al que
dirigió una extraña mirada. Luego sacó la tabaque-
ra y comenzó a armar pacientemente un cigarro en
chala.
—Sabes, Pancho, la Gualberta está muy enfer-
ma...
El Violín de Dios 189

Pancho lo miró fijamente y lo interrogó con los


ojos, y todo tembloroso le preguntó:
—¿Desde cuándo está enferma? ¿Dónde está
ahura?
—Está en Soconcho, con Ulogio, en casa de
don Abraham.
Sixto escondió el rostro entre las manos y gi-
mió silenciosamente.
—Pobre, mi mama, enferma y abandonada y
nosotros aquí...Como al principio —y miró con re-
probación a su padre.
—¿Cómo fue que se enfermó? —le preguntó
Pancho.
—Fue una pinchadura en el dedo gordo de la
mano derecha, cuando limpiaba pescado. Una cosa
que sucede siempre, pero esta vez se le infectó. Ella
no le prestó la menor atención y en menos de una
semana, tenía el dedo como una morcilla, negro y
con pus. Entonces me mandó llamar.
—¿Y vos qué hiciste? —le preguntó Pancho
desesperado.
—Fuimos con mi mujer y la llevamos a mi casa.
Durante toda la noche se quejó; decía que fuertes do-
lores y puntadas le recorrían desde el dedo hasta el
sobaco. Tenía la fiebre muy alta y deliraba. Entonces
la llevamos a Soconcho a la casa de don Abraham,
él tenía unas pastillas para la fiebre y le hizo tomar,
con eso se mejoró alguito. Menos mal que allí está
Ulogio y la atiende. Yo vine a buscarlos porque ella
190 Lisandro Amarilla

me lo pidió. Cuando salí hace tres días, seguía con


fiebre y don Abraham resolvió llevarla al hospital de
Loreto con Ulogio.
Una pausa prolongada, triste y sombría, siguió
a las palabras de Chacho López.
—¡Maldito bañado! ¡Maldito pescado! Señor
de Mailín ¿por qué los inocentes tienen que sufrir?
¿Por qué no yo, que soy un pecador?...¡Mil veces te
entrego mi alma a cambio de que le des salud a mi
Gualberta! —propuso Pancho sollozando. ¡Dios!
Aquí estoy... ¡Castígame!
—Tata, ya está bueno. La mama dejuro se sal-
vará. No llore. No anuncie la desgracia —lo llamó a
sosiego Sixto.
—¡Desgracia! —gimió Pancho. Venimos de
desgracia en desgracia. ¿Hasta cuándo Dios mío?...
—¿Y qué desgracias han sufrido? le preguntó
Chacho López.
—Se murió el caballo. El carro perdido en el
desierto. El pescado mal vendido a un gringo apro-
vechador del ferrocarril —respondió Pancho.
—Y para colmo de males la riña...terció Sixto.
—¿Qué pasó con la riña? se interesó López.
—Jugué y perdí toda la plata en un giro que no
podía perder ni tuerto. No me explico, qué le pasó a
ese gallo.
—La fiesta ya pasó y nos quedamos sin traba-
jo. Ahora acabamos de gastar las últimas monedas
que le dio a Sixto el charlatán de la víbora.
El Violín de Dios 191

En el atardecer que refrescaba los campos par-


tieron de regreso a Soconcho en el carro de Chacho
López.
Tres días y tres noches de viaje silencioso; sin
palabras durante el día, durmiendo en el carro con el
cuerpo bamboleando por los barquinazos. No se oía
nada, sólo el relinchar de los caballos y el chapaleo
de las ruedas del carro y las patas de los animales,
que pisaban con seguridad el fango del bañado.
Sixto sentía como una especie de imán que lo
atraía con fuerza irresistible. No dejaba de pensar
en su madre y la veía toda llorosa al despedirlos al
borde del bañado y él en ese momento pensó que
era como si su buena madre los empujara hacia la
muerte.
Su madre era una mujer enamorada de su ma-
rido, le apañaba todas sus veleidades artísticas, sus
vicios y su poca afición al trabajo. A veces lo sentía
que andaba amoscado, nervioso, intolerante, y ella
sabía cuál era la causa; una tabiada, una riña o una
cuadrera y Pancho sin plata. Sixto recordó un hecho
que había calado muy hondo en su amor filial, cuan-
do aquella mañana, su madre le preguntó:
—¿Qué te pasa, viejo, estás enfermo?
—No, ¿por qué?
—Porque ya es hora que te prepares para ir a
las riñas del cumpa Gómez.
—No voy a ir —le contestó Pancho.
—¿Y por qué no vas a ir?
192 Lisandro Amarilla

—Porque no tengo plata.


—¡Anchuy, llulla, el hombre! ¿Y esa plata que
tienes guardada en el bolsillo del saco?...
A Pancho le brillaron los ojos y unas chispas
doradas bailaron en ellos de alegría. Ahí no más
comprendió el mensaje.
Sixto le recriminó a su madre por qué procedía
de esa manera, no le importaba quedarse sin un cen-
tavo partido por la mitad, sabiendo que su marido
y su padre iría a tirar la plata en los gallos. Porque
Pancho siempre fue un perdedor, pero a ella no le
importaba, porque él nunca los había abandonado,
como hacían los demás hombres del lugar. Y, ésta era
una verdad absoluta, por eso lo amaba con frenesí.
—Hijo —le dijo. Porque lo quiero mucho a tu
padre. Él es así y no es suya la culpa. Pobre... en el
fondo es muy bueno y deberás cuidarlo mucho cuan-
do yo no esté...
Al tercer día llegaron a Soconcho. Fueron di-
rectamente al almacén de don Abraham. Después de
saludarlo el turco se atuzó el mostacho, se sacó el
sombrero negro de fieltro y escupió el suelo. Luego
le estiró la mano a Pancho y le dijo:
—La siento mucho, Bancho, la bobre Gualber-
ta murió.
Sixto prorrumpió en un amargo llanto.
Don Abraham le explicó con breves palabras
lo ocurrido, mientras Sixto seguía llorando.
—Yo llevarla a Loreto con Ulogio y al llegar
El Violín de Dios 193

hosbital, la bobre escabársele alma che.


Se hizo un silencio sombrío y triste.
—Ulogio quedar bara hacer trámites de entie-
rro. Antes de morir la bobre mujer berdonar ustedes
dos —le dijo don Abraham.
—Que el Señor de Mailín la tenga en su Santa
Gloria –remató Pancho.
—Qué la va hacer, Bancho, es camino de todos,
la muerte es barte de la vida, che.
Luego fue hasta la casa y trajo una pequeña
alforja tejida al telar rústico con los colores del arco
iris, y se la entregó a Pancho.
—Eran todos sus ahorros. Los gastos de la en-
tierro, todo bor mi cuenta, che. Osté no debe nada a
Abraham. So mujer tener todo abrecio de Abraham
y Rative. Osté berder mujer de oro, Bancho. Ahora si
le barece bien osté, yo bedir Ulogio bara quedar con
nosotros. Muchacho salir buena bersona.
—Está bien, don Abraham. Nunca voy a termi-
nar de agradecerle esta gauchada —le dijo Pancho
con lágrimas en los ojos. Ahora le voy a pedir el últi-
mo favor, que nos acerque hasta las casas.
—Lo que osté brecise, Bancho. Abraham está
bara servirle.
El terraplén tenía una perspectiva monótona,
pesada y triste. Agua de los dos lados. El silencio sólo
era turbado por el revoloteo de los teros y chajáes y
por el trote parejo de los caballos. Arriba un firma-
mento de inconmensurable grandiosidad los cubría.
194 Lisandro Amarilla

En el atardecer cerrado divisaron a lo lejos un


bulto que cambiaba de lugar. Cuando estaban cerca
lo vieron sentado en mitad del terraplén, mirando
hacia el carro con las orejas echadas hacia adelante.
— ¡El cabrero! —gritó Sixto y saltó del carro,
echando a correr en dirección al perro.
El perro loco de contento le saltaba, apoyando
las dos patas delanteras en el pecho de Sixto y le
lamía la cara. Sixto lo abrazó y rodaron por el suelo
en medio de la agitación. El cabrero luego corrió ha-
cia Pancho y le saltó a la cara; y éste lo abrazó con
ternura.
Estaban como a una legua del rancho. Pancho
entonces se volvió a don Abraham, mientras se apo-
yaba en el pescante del carro y le dijo:
—Don Abraham, como puede ver, ni el perro
quiere vivir en el rancho. En pago de lo que ha gas-
tado en el entierro de mi Gualberta, le dejo todo lo
que hay en la casa.
Don Abraham quedóse pensativo, se atuzó ios
bigotes y lo miró con los ojos saltones de sapo, bri-
llosos por la emoción y dijo:
—Tiene razón, Bancho, el hombre que no tene
tierra ni mujer no buede hacer nada. El mundo es de
los que no tenen mujer, che. Abraham tene Rative y
bor eso quedarse. Ahora él cuida mochacho Ulogio.
Osté no afligirse, no faltarle nada.
—Tiene razón, don Abraham, nosotros iremos
por ahí, el muchacho, el perro y yo.
El Violín de Dios 195

—Toma, Bancho, aquí tene veinte besos por los


horcones de la casa Abraham encargarse desarme y
llevar todo Soconcho.
Cuando don Abraham se despidió quedaron
solos en medio del terraplén, con las alforjas asen-
tadas en el suelo. Pancho permaneció mucho tiempo
parado como un poste, mirando hacia el lado del al-
bardón, en donde había vivido junto a su Gualberta,
en espera de tiempos mejores. Sixto entre tanto aga-
rró su hatillo y comenzó a caminar hacia las cuatro
bocas del camino en procura de un carro que pasara
por casualidad y los llevara de vuelta a la villa de
Mailín, donde podían ganar alguna plata y él dedi-
carse a la música de su violín sachero.
En el espacio limpio y claro, revoloteaban gar-
zas y cigüeñas, formando con su vuelo grandes cir-
cunsferencias en clara despedida a esos tres habitan-
tes del bañado, que ya no volverían a ver.
El cabrero sin trabajo que atender corría des-
preocupado detrás de los utultucos que formaban
pequeños montículos en los lugares más altos del
camino.
Sixto sacó su violín y empezó a tocar una vida-
la del monte, que sonaba tan dulce, que los grillos y
renacuajos del bañado quedaron callados de envidia.
196 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XX

—Qué te trae por aquí, muchacho, ¿a tu edad


no creo que tengas problemas con las mujeres..?
—Es por mi tata, ¿sabe, ño Tudela?
—¿Qué le pasa a tu tata, a ver desembuchá..?
El viejo Tudela lo miró por la esquina del ojo.
Era de corta estatura, no mucho más alto que su pro-
pio bastón; rengo y jorobado del lado derecho; ojos
lacrimosos; nariz ñata con dos agujeros grandes mi-
rando para arriba y la barba hirsuta. Y, cada vez que
caminaba, se le caían los pantalones.
—No le dura la plata, así como la gana, la tira
en el juego, ¡está enviciado! —le dijo Sixto.
—¿No estará hecho mal?
—Por eso vine a verlo, para que lo cure, ño
Tudela, porque usted lo sabe todo.
—Bueno, bueno, no es para tanto. Hay alguien
que sabe mucho más que yo, pero no te lo recomien-
do. Es peligroso meterse con él.
Don Tudela caminó hacia una mesita rústica
El Violín de Dios 197

que estaba en una esquina de la habitación, encendió


un brasero de lata de aceite, quemó unas ramas de
carqueja y echó al fuego unos grillos, que tenía en un
frasquito. Un olor a colcha vieja se levantaba dentro
del humo, y comenzó a irritar los ojos de Sixto.
—Para tratar con él hay que ser muy hombre.
Hay que tener malicia para tratar con el muy ladino.
La buena fe no sirve.
—¿Quién es él, ño Tudela?
—Tiempo al tiempo, no te impacientes. Ya lo
sabrás...
Tudela le dio la espalda, mientras avivaba el
fuego. Después descolgó unas ramas de laurel y le
preguntó:
—Decime, ¿vos lo quieres curar en serio a tu
tata?...
—Sí —le contestó Sixto. Daría cualquier cosa
con tal de verlo curado.
—Epa, epa; cualquier cosa es mucho, a lo me-
jor no te va a gustar cuando te lo pida.
—Estoy dispuesto —replicó Sixto.
—Mirá que cuando pido se cumple y lo que te
voy a pedir quién sabe que lo puedas aguantar, sos
medio pichón todavía.
—¿Y qué me va a pedir?... Si se trata de plata
está chapiao, porque ando seco, pero si se trata de
cualquier otro pedido, aquí me tiene y no me voy
achicar, aunque tenga que morir con las botas pues-
tas.
198 Lisandro Amarilla

—Hoy es martes, pero no estamos preparados.


Lo dejaremos para el viernes. Será el viernes a la no-
che, es el mejor día para entrar a la Salamanca.
Sixto parpadeó, pero debía mostrarse firme;
entonces le preguntó:
—¿La Salamanca?
— Sí y pensalo bien. No vaya a ser cosa que
después te me eches atrás.
—Estoy seguro —confirmó Sixto.
—’Ta bueno, venite el viernes a la oración ce-
rrada y traete una prenda de tu tata, si está sucia
mejor.
En la tristeza parda del atardecer desandó el
camino encajonado, despacio, pateando algún te-
rrón flojo, mientras pensaba que valía la pena inten-
tarlo con tal de sacarlo del daño del vicio a su padre.
Viernes por la noche. Nadie se veía por el ca-
mino. Todo estaba quieto en la villa, la fiesta del Se-
ñor había quedado muy atrás. El camino faldeaba
los jumes y anqoches y se borraba a trechos bajo las
copudas sombras de los algarrobos que crecían en
el cauce del río muerto. Algunas nubes de algodón
sobrevolaban en el cielo. El viento nocturno estaba
calmo, no alcanzaba a mover las hojas y no se oía ni
siquiera un grito de los changos que encerraban las
majadas en el chiquero.
Sixto caminaba despacio en las afueras del
pueblo. No veía el techo del rancho de ño Tudela;
el otro, el consultorio de la villa, lo utilizaba sola-
El Violín de Dios 199

mente para los días de la fiesta. Había que vadear el


río seco y caer en la otra orilla. Cuando salió de los
últimos matorrales, sobre la lomada divisó el rancho
del curandero arrebujado en la penumbra.
Se fue acercando y un perro venía por el ca-
mino a su encuentro; se hizo a la idea de que era
su cabrero, pero éste era un perro flaco, atigrado y
sucio, terroso como un terrón seco, la lengua seca le
colgaba de los belfos y cuando lo vio más cerca, se
sentó a un costado y casi podía confundirse con un
terrón del camino. El perro le ladró sin ganas, por no
olvidar la costumbre.
El rancho estaba entre los árboles y había una
mula negra ensillada y atada al palenque.
Sixto iba a golpear las manos, pero antes apa-
reció el viejo Tudela, rengueando y asentando su
bastón nudoso como sus huesos.
—¿Estás listo? —le preguntó el viejo a Sixto.
—Sí —le contestó.
—Entonces vamos —y montó en la mula ne-
gra, adornada con freno y pretal enchapados en pla-
ta boliviana.
A poco de andar ya estaban entre los árboles,
entre sombras de árboles. Seguían el curso del río
seco hacia el norte para el lado de Siquío. Altos talas,
molles y mistoles espinudos; enredaderas de docas,
lianas, bejucos colgados y una maraña de bosque,
hacían imperceptible el sendero, sólo conocido por
ño Tudela.
200 Lisandro Amarilla

Sixto marchaba casi al trote detrás de la mula


negra pashuka y cada vez más se le iba haciendo la
respiración fatigosa. Debían llevar largo rato mar-
chando. El violín metido en el estuche, empezaba a
molestarle en la espalda, cuando en un pequeño cla-
ro del monte profundo, recostada contra la barran-
ca alta se dieron de lleno con esa suntuosidad: un
magnífico palacio de amplias y altas bóvedas. De su
interior salía una música melodiosa y misteriosa que
Sixto no pudo precisar de qué tipo de instrumentos
provenía.
—Parece que tocan el arpa...
—¡Shiii! Callate y pará la oreja —le ordenó ño
Tudela.
La música cesó y una voz atrayente de mujer
los invitó:
—Entren sin temor si quieren alcanzar la dicha.
El viejo Tudela descabalgó y luego llevó sus
oblicuos ojos de boliviano hacia donde estaba para-
do Sixto, extasiado, contemplando la grandiosidad
del palacio, entonces le dijo:
—Estás seguro de querer entrar, no vaya a ser
que te me acobardes adentro y se metan las arañas y
culebras en el cuerpo y la cabeza y te vuelvas tonto
como el hijo de la Michi.
—Estoy aquí porque así podré sacarle el male-
ficio que se le ha pegado a mi tata.
—No es fácil. Vos dejame hablar a mí, no abras
la boca, pase lo que pase, ¿entendido?... Ahora entre-
El Violín de Dios 201

mos de una vez ¡qué joder!


Pasaron los umbrales de la Salamanca. Casi in-
mediatamente se encontraron en un espacioso salón,
comunicado por galerías y doradas puertas. En las
paredes había figuras de serpientes de multiformes y
horripilantes cabezas. Combates de gigantescos cón-
dores, con las alas abiertas, picos y garras ensangren-
tadas y hombres y mujeres dedicados a las peores
escenas de pecado carnal.
Sixto y Tudela permanecían empequeñecidos
en el centro del inmenso salón.
—Ya verás que enseguida aparece el Malo —le
susurró ño Tudela.
En forma repentina en medio de un humo con
olor a azufre, se levantó un trono regio, como sos-
tenido por manos invisibles y casi de inmediato se
corporizó Supay, flaco y alto de quijada pronuncia-
da y barbilla renegrida. La nariz ganchuda, los ojos
fosforescentes y la sarcástica sonrisa de dientes blan-
quísimos con cuernos de chivo y la cola larga, que
terminaba en una punta brillante como un estoque
de oro.
En la mano derecha llevaba una horquilla con
los dientes afilados, como si fuera un cetro.
—¿Qué quieres, viejo? ¿Quién es este mozo que
ha alcanzado el privilegio de entrar a la Salamanca?
—Se llama Sixto y viene a pedirte que le saques
el daño del vicio a su tata.
—¿Eso es todo?
202 Lisandro Amarilla

—Sí.
—¿Y qué habilidad tiene el mozo?
—Sabe tocar bastante bien el violín.
—No es suficiente. Yo le puedo conceder mu-
chas y mejores habilidades, pero tú ya conoces cuál
es mi precio.
—Él no necesita nada, sólo te pide por su tata,
que lo sanes de la enfermedad a que lo tienes conde-
nado.
—Si pasa la prueba, puede ser. Ahora veamos
si es tan macho y corajudo para haber entrado en la
Salamanca.
Y comenzaron las terribles pruebas. El diablo
le ordenó a Sixto que se sacara la camisa, pero con-
servaba en bandolera el violín en la espalda desnuda.
Pasó a un salón contiguo donde como brotadas del
suelo aparecieron horripilantes serpientes. El mu-
chacho permaneció clavado en el piso. Supay sonrió
con su risa grosera, pretendía aquilatar el valor del
mozo. Una enorme víbora de cascabel hizo chas-
quear la cola y se le arrimó amenazante, pero no lo
mordió.
Las víboras se retiraron y Sixto siguió cami-
nando hasta otra sala. Allí estaban las brujas, que
chillaban y se convertían de pronto en hermosas
doncellas entregadas al amor, y, seguidamente en
vampiresas con dientes babeantes que volaban por
sobre la cabeza de Sixto.
El muchacho no se inmutaba y permanecía
El Violín de Dios 203

como hipnotizado con los ojos abiertos, sin pestañar,


mirando fijamente al frente.
En el salón de las arpías, se corporizó un bulto
cuyos andrajos le eran familiares; estaba de espaldas,
en cuclillas y debajo del vestido harapiento corría un
hilillo de líquido ambarino y espumoso.
—Ji, ji, ji, ji... Vengan, hijitos, saluden a este
atrevido mozo que ha osado entrar en nuestra her-
mosa casa.
Al mismo tiempo se materializaron, uno a cada
costado, dos perros asesinos, con los colmillos de
marfil, del tamaño de una daga. Sixto los reconoció
enseguida, eran Ormuz y Arimán y estaban rabiosos,
dedujo por la espuma abundante que echaban por la
boca y les corría por los belfos ardientes. No habla-
ban, sólo se limitaban a gruñir y esperaban la orden
de la bruja Aniza para saltar y destrozar a su presa.
Sixto se dijo que estaba perdido, todo su cuer-
po tenía piel de gallina, por el calofrío que le pro-
ducían los perros rabiosos. No quería pensar en las
dentelladas que le asestarían esas bestias infames,
pero el pensamiento estaba ahí, fijo y constante.
—Ahí lo tenéis, hijitos ji, ji, ji, os se los entrego
fresquito. Enseñadle lo que os sucede a los intrusos
que se atreven a entrar a la morada de vuestro pa-
dre, sin tener que pedir nada a cambio de entregar
cuentos.
Mientras la bruja hablaba, Sixto echó mano a
su violín, que era lo único que tenía sobre su torso
204 Lisandro Amarilla

desnudo y en el mismísimo instante en que la bruja


azuzó a sus perros:
—Huchichichí! ¡Chúmale! Ormuz y Arimán.
¡Hacedlo pedazos!...
La música dulce del violín cortó el aire y parali-
zó a los perros, que se acurrucaron gimiendo al lado
de su ama.
—¡Ahijunas gran putas! ¡perros de mierda! ¡In-
servibles! No son capaces ni de morder a este ushulo.
¡Desgraciados! ¡Los ahorcaré! ¡Los ahorcaré!...y se
retiró en medio de una letanía de maldiciones.
Sixto se vistió en silencio, mientras ño Tudela
le pidió la prenda de su tata y se fue a pactar con
Supay. Sixto alcanzó a oír:
—Al muchacho no tienes nada que concederle
ni él te dará su alma a cambio, porque para él nada
te pide. Aquí tienes esta abajera de su tata para que
cumplas el trato y lo despojes de tantos vicios del
juego, que le has echao encima. Y no te quieras pasar
de vivo, porque ya lo habrás comprobao, el mucha-
cho tiene el violín de Cristo.
—¡Por los quintos infiernos! No me lo nom-
bres. ¿No lo ves ahí de cabeza?... y su sola presencia
me irrita.
Sixto dirigió la mirada hacia un ángulo del sa-
lón y vio un Cristo crucificado en posición invertida,
cabeza abajo, para que el iniciado profane su sagra-
da imagen y renuncie a su fe.
Satanás le ordenó a ño Tudela:
El Violín de Dios 205

—¡Sácalo inmediatamente de aquí! ¡Y no se


les ocurra volver! ¡No hay trato! Me has ridiculiza-
do con este imberbe, mojigato, aprendiz de músico.
¡Largo de mi casa! Y si los vuelvo a ver los convertiré
en opas, para que anden con la Telesita, bailando por
los montes.
Mucho rato después, en el camino de regreso,
las lianas empezaron a clarear, señal que venía el día
pronto. Los árboles eran menos altos y enseguida
una vibración de hojas les hizo alzar la cabeza hacia
una rama alta, por donde pasaba la sombra fugaz de
una torcaza. Con tono de cansancio repetido, como
resuello fatigoso, como un anuncio, Sixto le dijo a su
compañero desde muy atrás:
—Es cierto que mi tata no se va a curar del
vicio, pero también es cierto que Mandinga no se la
ha llevado de arriba, porque mi violín se ha hecho
respetar.
Sixto se detuvo a quitarse las alpargatas. En
los pies descalzos sentía la tierra más seca. Lleva-
ban mucho tiempo caminando y todavía estaban le-
jos del rancho de ño Tudela, pero volvían contentos.
Sixto se ató las alpargatas a la cintura, y los dedos
de sus pies desnudos apretaron la tierra arenosa del
cauce del río muerto. Ahora estaba fresca, los pies se
le hundían con el ligero temblor de la marcha. Ño
Tudela le habló desde la distancia que mediaba del
tranco de su mula, hasta los rastros de los pies des-
calzos de Sixto.
206 Lisandro Amarilla

—¿Sabes una cosa muchacho?... Ahora ya pue-


do morir tranquilo, porque somos los únicos morta-
les que han visto perder una jugada segura a Satanás
y tan luego en su propia casa: La Salamanca.
—Cierto, ¿no? Parece mentira. Nadie nos va a
creer que le empardamos a Mandinga —le dijo Sixto
con aire festivo.
—¡La pucha si la empardamos!... Pero, ojo...
¡Qué no se te haga juicio eh!...
Sixto instintivamente se quitó el sombrero y se
persignó y, en los dedos sintió su frente bañada de
sudor.
El Violín de Dios 207

CAPÍTULO XXI

A medida que envejecía, ño Tudela iba perdien-


do algunos atributos, entre ellos la memoria. Se le
había metido en la cabeza la idea de ser santón; y
ahora después de su encuentro con Supay y de com-
probar que no era infalible, procedió a quemar todos
los yuyos, los grillos, las colas de lagartija, los dientes
de gato negro; a enterrar vivos a los sapos y vaciar
los frascos de arañas pollito y de culebras; a sacarlos
de la penitencia a los pobres cristianos, cuyos retra-
tos tenían los ojos pinchados con espinas de cardón,
porque habían ganado los buenos espíritus.
Le fallaba la memoria, pero no el ingenio. Era
el único en toda la villa que podía saber cuándo caía
la fiesta de Mailín. Porque conocía que indefectible-
mente sucedía cuarenta días después de la Pascua.
Por aquellas épocas no se conocían los almanaques,
entonces ño Tudela usaba su wayaqa de buche de
suri macho, donde depositaba cuarenta granos de
maíz. Todas las noches al ir a dormir sacaba un gra-
208 Lisandro Amarilla

no, por eso cuando le preguntaban de intento los de-


votos, él sacaba su wayaqa, contaba los granos y la
respuesta era infalible.
Pero nunca falta un bromista que conocía el
ingenioso recurso y en un descuido echó un puñado
de maíz en la wayaqa; después se encargó de que
todo el pueblo de la villa se enterara y comenzaron a
lloverle las requisitorias sobre cuándo sería la fiesta.
Ño Tudela se cansó de contar los granos de maíz y
no le quedó otra salida que contestar drásticamente
a los vecinos preguntones:
—¡Este año no habrá fiesta del Señor de Mai-
lín!

Una mañana empezó a morirse la gente de la


villa; Sixto por entonces trabajaba de peón de patio
en la casa de don Teodulfo, hombre influyente y cau-
dillo político indiscutido veinte leguas a la redonda.
—Te vas a ocupar de los corrales y de la aten-
ción de los animales —le dijo y agregó: además cuan-
do vengan mis amigos de la ciudad debes estar listo
para tocar el violín. Ya te daré ropa decente para la
ocasión.
—Está bien, patrón —le contestó Sixto.
Don Teodulfo era alto y flaco de ascendencia
gallega; como buen gallego, cascarrabias. Su mujer
doña Paca le decía:
—Pues, ¡anda hombre! ¿No veo por qué te ha-
ces tanta mala sangre?
El Violín de Dios 209

—Lo que ocurre es que a la sangre ya la tengo


mala. ¡Lo que quiero es componerla!...
La casa era grande. El zaguán tan ancho como
una sala; después venían el corredor, el salón, el patio
con los malvones. La habitación de misia Manuelita
y el dormitorio de don Teodulfo y doña Paca y por
último el comedor. Al fondo, los cuartos de servicio,
la cocina y los corrales y el portón, que cuando se
abría sonaba una campanilla.
Era una familia muy respetable y recibían
constantemente visitas, aunque siempre eran las mis-
mas; también a veces venían los políticos de bigotes
y sombreros de fieltro negro y bastón; cuando se des-
cubrían dejaban ver sus cabezas blancas y hablaban
misteriosamente con don Teodulfo.
Sixto, de peón de patio, pasó a ser secretario
privado de don Teodufo. A veces Manuelita y sus
amigas se reunían por las tardes y llenaban de olor
a perfume toda la casa, entonces le pedían que les
hiciera algún mandado, o un recado a una amiga o
comprara una cajita de rapé en el negocio de Gattas
y Hnos.
Don Teodulfo era un hacendado importante y
por consiguiente en su casa había abundancia de co-
mida. Colaborador de todos los gobiernos de turno,
dueño del comité más importante y de los votos de
toda la paisanada. Además podía volcar una elec-
ción; por eso si no era diputado, era jefe político,
juez de Paz o comisario. La cuestión que siempre es-
210 Lisandro Amarilla

taba en el candelero.
Cuando salía en el ford “T” a bigotes, color
verde oscuro, tipo sedán de cuatro puertas, con la
capota de lona negra, Sixto se sentaba al lado del
chofer y lo acompañaba. Don Teodulfo lo miraba
con ojos indagadores clavados en su nuca y le pre-
guntaba:
—¿Cómo te andas portando, Sixto?
—Bien, don Teodulfo.
Lo que don Teodulfo no sabía, ni podía ima-
ginar, era que Sixto miraba a Manuelita con otros
ojos, no de empleado a patrona con sumisión, sino
que detenía su mirada adormilada y querendona en
esa jovencita que al andar lucía los pechos y las ca-
deras de una manera provocativa.
Manuelita también lo miraba a él, y cuando
ella lo sorprendía mirándola le preguntaba con una
sonrisa complaciente:
—¿Qué me miras, Sixto?
—Te miro caminar. Nada más.
—¿Eso nomás?...
—Bueno, y otras cosas —contestaba Sixto.
Aquella tarde Manuelita estaba sola en su
cuarto, adornaba un botellón de caramelos; Sixto
pasó mirando furtivamente; don Teodulfo dormía la
siesta. Ella al verlo le ofreció:
—¿Quieres un caramelo?
Sixto se volvió y entró a la habitación. La mu-
chacha estaba sentada de espaldas a Sixto, mirándo-
El Violín de Dios 211

se en la luna del espejo de la cómoda. Sixto no pudo


evitar el mirarle las piernas cruzadas, descubiertas
hasta más arriba de las rodillas, que reflejaba en el
espejo.
—Arrímate —le dijo. Sostenme la cinta mien-
tras me ato las trenzas. ¿Quieres o no, un caramelo?
—Sí—
Sixto se ubicó por detrás de la banqueta tapi-
zada en raso púrpura y le sostuvo la cinta celeste
en la terminación de la trenza, y cuando ella alar-
gó la mano hacia atrás para tomar la otra trenza le
tropezó la mano con la de Sixto, quien se la agarró
decidido.
—¡Suéltame!
Sixto no la soltó.
—¡Suéltame o grito!
Sixto desafiante le dijo:
—Grita...
Entonces Manuelita se dio por vencida. —Bue-
no, no me sueltes si no quieres, pero un ratito y des-
pués te vas.
Sixto le apretó fuerte la mano, después le acari-
ció el brazo hasta el codo y cuando quiso besarla, la
muchacha pegó un salto y salió presurosa del cuarto.
Sixto salió en puntillas. Con el alma en la
mano, pero nadie lo vio. Al pasar por el cuarto de
don Teodulfo oyó que roncaba como una sierra ca-
rro del obraje.
212 Lisandro Amarilla

Fue cuando comenzaron a enfermarse los pri-


meros vecinos. Al principio fueron náuseas acompa-
ñadas con espasmos y diarreas leves con un poco de
fiebre. Todos culparon a las sandías que se habían
casado con los zapallos y que habían salido tan du-
ras como cayotes y por eso no se disolvían en el es-
tómago.
Doña Belcha, la cocinera, cayó enferma. Don
Teodulfo mandó el ford “T” a buscar el médico de
Añatuya. “Es fiebre intestinal” —dijo el galeno y se
marchó. Don Teodulfo se portó bien.
Los de la casa acompañaban a la enferma, que
no experimentaba mejoría. También Manuelita la
acompañaba y Sixto se quedaba muy cerca, por si
necesitaba algo. Esa noche todos se fueron retirando
hasta que quedaron los dos solos. La enferma dor-
mía. No se atrevían a hablar y se miraban como con
susto. Manuelita salió al corredor para preparar una
infusión de hojas de eucalipto y sahumar la habita-
ción para desinfectarla. Entonces Sixto la siguió y
fue cuando le vino aquel impulso loco e inconteni-
ble. Se le acercó, la agarró de una mano y la hizo vol-
verse. Ella lo dejaba hacer como ausente y ahí nomás
la abrazó y la besó sin término.
Todo parecía estar solo, ni siquiera los mur-
ciélagos revoloteaban cuchicheando en el antepatio;
pero no era así. Como surgido de la nada don Teo-
dulfo se paró en el vano de la puerta y al sorprender-
los echó mano a su revólver.
El Violín de Dios 213

—¡Te voy a matar, maldito! ¡...Hacerme esto a


mí! —y le ponía el revólver en la cara.
Doña Paca vino atraída por los gritos y al ver-
la, Manuelita se escudó en su madre.
—Cálmate Teodulfo, ¿qué te pasa?
—¡Cómo qué me pasa! Que la zorra de tu hija
se estaba besando con este atorrante.
Los guardaespaldas de don Teodulfo al escu-
char los gritos vinieron corriendo.
—Bueno, ya está hombre. No grites que se van
a enterar todos en el pueblo.
—¡Qué se enteren, qué mierda me importa!
Los secuaces de don Teodulfo tenían agarrado
a Sixto por los brazos.
—Esto me la vas a pagar, desgraciado. Desagra-
decido. Debería matarte —y le dio unas bofetadas.
—Sí, debería matarte... Pero no. Te daré un es-
carmiento para que aprendas a no meterte con una
niña bien criada. ¿Qué te pensabas ah?... ¿Que yo
te la iba a dar para que te cases con ella? Estás muy
equivocado. ¡Debería matarte! —repetía.
Sixto estaba realmente asustado y aturdido.
—¡Hacerme esto a mí! Que lo saqué de la calle
y le maté el hambre. Debería matarte...
Estaba erizado como un gallo de pelea.
—Hacerme esto a mí. Matarte sería poco.
Y se ponía colorado de ira; en tanto Sixto no
hacía sino oírlo y verlo sacudir la mano con el revól-
ver.
214 Lisandro Amarilla

—Me las vas a pagar completa. Llévenlo al


calabozo a este desgraciado y me lo tienen a pan y
agua toda la semana.
Fue cuando la fiebre intestinal se convirtió en
tifus y luego en cólera.
Sixto fue arrojado sobre los ladrillos del piso
y cerraron la puerta. Todo estaba oscuro, sentía los
ladrillos frescos y húmedos y su cuerpo maltrecho
sentía alivio al estar tirado sobre ellos. Debió haber
estado mucho tiempo quieto y tranquilo y dejado
aprisionar por el sueño sin sobresalto, que recién le
sobrevino cuando oyó al comisario Flamenco, decir
con su voz gruesa de gitano:
—Murió nomás la vieja Belcha de fiebre ama-
rilla.
El comisario Flamenco era chueco y usaba bo-
tas negras corrugadas, que terminaban donde co-
menzaba una bombacha que alguna vez fue blanca,
ahora manchada de orín y sujeta a la cintura por
una faja de lana negra, porque sufría de reumatismo.
Su camisa desabotonada dejaba entrever un pecho
peludo de mono, donde le cruzaba el tahalí de cuero
negro para sujetar el sable que casi arrastraba por el
suelo.
Sixto se asomó a los barrotes del calabozo y
pudo escuchar la campana de la iglesia tocando a
duelo.
Había llegado el cólera; por detrás de las va-
rillas de los corrales se veían las caras pálidas de
El Violín de Dios 215

los hombres en cuclillas, presas de cólicos terribles,


agarrándose la barriga, hasta ponerse verdes por el
esfuerzo.
Cambiaban de lugar y así estaban por horas
hasta que hilillos sanguinolentos se colaban en la tie-
rra salpicada de manchas parduzcas. Finalmente no
podían levantarse y optaban por arrastrarse con las
manos pegadas en el flaco vientre, dando gritos des-
garradores de dolor. En un par de horas terminaban
de morirse con un amarillo de tuna en la piel.
Al principio los sepultaban en cajones, pero
después se acabaron y también las puertas que des-
armaban para fabricar los ataúdes. Era tal la canti-
dad de muertos, que los apilaban en los carros y los
llevaban a los bajos del río seco, donde los tapaban
con ramas secas y los quemaban.
Los vecinos estaban asustadísimos. Asomaban
las cabezas con la boca y la nariz tapadas y los ojos
que miraban llenos de pavor.
El cura y el sacristán eran los únicos que tran-
sitaban por las calles con el sahumerio de incienso
para alejar el virus del cólera y también para dar la
extremaunción a los que agonizaban.
Las viejas de más aguante se reunían para
acompañar al cura en los rezos del rosario, los trisa-
gios, los credos y los padrenuestros.
El cólera seguía haciendo estragos. Sixto oyó
desde el calabozo que el anunciador de muertes dijo:
—¡Cayó don Teodulfo!...
216 Lisandro Amarilla

—También doña Paca.


—¡Cayó el comisario!
—En el rancho de los Jiménez no queda uno
en pie.
Ya no se oían las campanas doblando a muerte.
Debía ser muy tarde en la noche, pero Sixto seguía
despierto. Sentía como el peso de las casas sobre el
suelo. También sentía que los cuerpos de los muertos
lo aplastaban. Ahí estaba don Teodulfo, que lo había
denigrado sin piedad y lo veía todo amarillo y duro,
con las manos colocadas sobre la barriga flaca y las
carretillas desencajadas, que se apretaban con furia
y, ahora estaban flácidas sin valor.
El comisario pesaba una tonelada de carne am-
barina, pero podía ver que la llave del calabozo la
tenía colgada a la cintura y fue lo último que pudo
verle, porque lo taparon con la pirámide de muertos.
Y sentía cómo pesaban la calle; la iglesia, los
corrales donde los animales hambrientos pechaban
por salir. Sentía cómo pasaba el viento sobre los te-
chos y los árboles y tocaba suavemente el suelo, le-
vantando pequeños remolinos de arena.
El viento iba ligero, pero el cólera se quedaba.
—¡Cayó el cura!
—¡Cayó el sacristán!
—Dios mío, tengo que salir de aquí o moriré
sin más vuelta —casi gritó Sixto y sintió un escalo-
frío que le corría por el espinazo.
En las setenta y dos horas que llevaba prisio-
El Violín de Dios 217

nero, sin que nadie se le acercara, muchos vecinos


habían muerto; por eso cuando pasó el anunciador
gritando: “Cayó el cura y el sacristán”, le chistó y le
pidió que le alcanzara un hacha.
—¿Por qué estás preso, por desertor?...
—No, le respondió Sixto. Por besar a la hija de
don Teodulfo.
—Él y doña Paca ya son difuntos y la Manue-
lita está enferma.
—Alcánzame el hacha por Dios. Tengo que ir
a verla.
Rompió la puerta del calabozo brutalmente y
caminó a toda prisa hasta lo de don Teodulfo. Gol-
peó la puerta de entrada y una voz acobardada le
preguntó:
—Ave María Purísima, ¿quién anda?
—Sixto —respondió. Y vengo a ver a misia
Manuelita.
—Está enferma. Ayer a la tardecita la agarró la
fiebre. Está en su dormitorio pero no te dejará que la
veas, porque está quejido tras quejido.
En ese momento a Sixto se le representaba con
su racimo de sonrisa por entre el azul lechoso de la
ventana y ella lo saludaba al pasar acompañando a
don Teodulfo en su viaje politiquero.
—¡Tengo que verla! ¡Déjenme pasar! —gritó
Sixto desde la calle.
La puerta se abrió y Sixto cruzó el patio solita-
rio, el brocal del pozo seco y desierto; sólo la cocina
218 Lisandro Amarilla

estaba iluminada y las mujeres quemaban ramas de


malva y jarilla sobre los fogones. Receta que había
recomendado ño Tudela, para alejar la fiebre amari-
lla. Entretanto ño Tudela permanecía encerrado en
su rancho alejado. No atendía a nadie ni permitía
que nadie se le acercara.
Manuelita estaba totalmente deshidratada. Se
había puesto seca y tosía en breves intervalos. Sufría
horrores, pero al verlo le sonrío levemente agradeci-
da y le habló:
—No te acerques. Te voy a contagiar.
—Qué me importa —le dijo Sixto.
—Cúbrete la boca y la nariz —le pidió ella en
un susurro. Sálvate. Yo estoy condenada. Vete.
Sixto se aproximó a la cama. Se arrodilló y co-
menzó a rezar.
Sintió una sequedad caliente en la garganta,
como si una racha de humo lo hiciera toser. Le tocó
la frente y su mano resbaló sobre la piel de brasa
dormida.
Todo estaba quieto. Parecía estar solo, ya ni se
veían los grandes pájaros negros agoreros revolotear
entre los muertos. Manuelita parecía dormida; de
pronto como despertando de su sueño de moribunda
le hablaba con voz queda:
—¡Sácame de aquí! Llévame contigo...
Y se quedaba entonces largo rato, ausente, des-
vanecida.
Sería muy entrada la noche cuando Sixto llegó
El Violín de Dios 219

al rancho de ño Tudela con Manuelita cargada en


sus brazos.
No tuvo que llamar a la puerta porque el mis-
mo perro color terrón les ladraba sin ganas desde
el alero. Don Tudela abrió sin poner resistencia y lo
acompañó hasta un montón de jergas, que le sirvie-
ron de lecho a la enferma.
Estaba cambiado, casi desconocido. Hablaba
poco y el temor a la muerte era más poderoso que
la alegría de ver a Sixto, y eso que lo apreciaba de
veras.
—¿Tienes hambre? —le preguntó. Hay un poco
de tortilla al rescoldo que hice ayer. Aquí está. Cortá
un pedazo si quieres.
—No, gracias. No tengo hambre por ahora.
En medio de la penumbra que arrojaba el can-
dil, Sixto lo adivinó triste, pálido y con los ojos vivos
como urgido por una decisión impostergable.
—¿Por qué la trajiste?...sabes que no hay nada
que hacer...
—Sentí un impulso, como un llamado que me
repetía a cada momento que la traiga, que usted es el
único que puede salvarla.
—¿La quieres tanto para exponerte al contagio
de la peste amarilla?
—Calcule si la quiero. De no, ¿usted cree que
me habría arriesgado a traerla cargada diez cuadras
en mis brazos?
—¡Muchacho tonto!... Te has arriesgado al
220 Lisandro Amarilla

cuete. No hay remedio pa’ la fiebre amarilla.


El viento soplaba con fuerza y entraba por un
agujero de la pared del rancho, que en otros tiempos
debió ser una ventana. Afuera se oía el silbido armo-
nioso al rozar las ramas del monte.
De pronto bruscamente, entró una imponente
brisa que apagó la luz del candil.
—¡Malhaya! —gritó ño Tudela. ¡Esto es un
anuncio!...
Un bicho volador se coló en el interior del ran-
cho y golpeaba con fuerza en las paredes y los horco-
nes. Una repisa con santos y ramas de laurel seco ca-
yeron estrepitosamene. Sixto estaba quieto, casi sin
respirar en medio de los siniestros ruidos. Ño Tudela
comenzó a revolear su bastón en la oscuridad, hasta
que chocó con algo duro y pesado. El bicho le dio en
pleno rostro, arañándolo, hasta que finalmente cayó
al suelo.
—¡Carajo! ¿Qué mierda será este bicho? Debe
ser algún mandao. Encendé el candil muchacho, va-
mos a ver qué diablos es...
Cuando volvió la luz, lo primero que hizo Six-
to fue mirar a Manuelita. Estaba quieta, ni todo el
ruido hecho en la pieza la había despertado. Dormía
con la cabeza echada hacia atrás y tenía las facciones
contraídas por el dolor de barriga. Ño Tudela levan-
tó el bicho intruso con la punta de su bastón y dijo:
—No cabe dudas, este bicho es un mandao.
Sólo así se comprende que lo haya voltiao en la os-
El Violín de Dios 221

curidad. Fíjate Sixto, es un murciélago, nada menos


que el príncipe de las tinieblas.
Sixto lo miró bien de cerca y le dio impresión
la cabeza de ratón con las alas extendidas y la cola
larga.
—¡Este bicho es el remedio! —exclamó ño Tu-
dela entusiasmado por su descubrimiento.
—¿Qué remedio, ño Tudela, no entiendo?...
—Yo sí entiendo. Dejame hacer y verás lo que
sale...Enseguida se puso a hurgar en un cajón lleno
de yuyos, de velas y de trapos.
—Aquí está lo que preciso. Ahora andá a bus-
car bastante leña para asar este bicho.
Sixto desapareció en el monte. El viento cesó
de improviso y una luna grande y generosa lo alum-
bró para encontrar bastante leña chamiza.
Ño Tudela colocó en el fondo de la ollita de
fierro el murciélago y le dijo:
—Bueno, ahora metele leña hasta que este bi-
cho se haga ceniza.
—¿Para qué la ceniza, ño Tudela?
—Para hacerla resucitar. Ya verás. Es un reme-
dio milagroso que le aprendí a un colla de Purma-
marca. Decía que este bicho, el príncipe de las tinie-
blas es el remedio infalible para salvar a un cristiano
en agonía. Y lo aprendí de memoria toda la receta.
¡Te lo dije, este bicho era un anuncio! ¡La pucha si
era un anuncio!...
Cuando el murciélago se convirtió en ceniza,
222 Lisandro Amarilla

tomó una olla de barro cocido y le fue echando yu-


yos de distinta clase, ungüentos, pelo de gato, dien-
tes de comadreja molidos, plumas de colibrí y por
último vació la ceniza, le agregó agua bendita y puso
todo a hervir.
Apenas clareaba, el azul del cielo se cubría de
turbias y pesadas nubes. El viento volvió a soplar con
fuerza y levantaba remolinos de tierra en los bordes
del río seco. Parecía como si la mano de Satanás en-
furecido y vengativo, removiera todos los elementos.
—Echá ceniza en cruz en el patio, para que el
Malo se vaya y nos deje tranquilos —le pidió ño Tu-
dela a Sixto.
Ño Tudela terminó de mezclar el brebaje as-
queroso y con la ayuda de Sixto, le hicieron tomar a
la enferma la pócima prodigiosa. Manuelita, en ese
momento, apenas alentaba una imperceptible res-
piración. Estaba pálida y afinada y los rasgos de la
cara flácidos y temblorosos.
El rápido amanecer empezaba a extinguirse en
rojos resplandores detrás del monte. Comenzaban
también a distinguirse las cosas en el interior del ran-
cho ensombrecido por la muerte. Ño Tudela alivió
del peso de baetones y colchas su pobre camastro y
luego lo sacó al corredor.
—Listo, ahora debes acostarla en el catre y la
dejaremos tranquilita hasta que dé el último respiro.
El muchacho cargó a la joven agonizante en
sus brazos y la tendió con infinito cuidado sobre el
El Violín de Dios 223

catre de tientos.
—Todo va a salir a pedir de boca. Ya verás...
je, jeje..
Sixto miraba alternativamente a la muchacha
yacente y al viejo curandero, que se restregaba las
manos con entusiasmo. En realidad no entendía
nada, no imaginaba remotamente la actitud expec-
tante del viejo.
Afuera la mañana avanzaba, el viento había
calmado y todo parecía sumido en el sopor del si-
lencio. Oyeron entonces un sordo quejido que venía
de la enferma, que se fue por el aire junto al trino
estridente y gozoso del hornero, que en ese momento
comenzaba su labor matinal.
Ño Tudela descolgó un pequeño trozo de espe-
jo y lo aproximó a los labios de Manuelita.
—Ya no respira—dijo. Empezaremos a fabri-
car el cajón. Maver ayudame a sacar la puerta y la
tapa de la ventana y desclavá las tablas de la banque-
ta. Ahí en la cumbrera está el serrucho y el martillo
de zapatero.
Ño Tudela descolgó unos tientos colgados de la
lezna, los yapó y tomó la medida de la finada.
Sixto la miró con todo el dolor del mundo con
su vestido blanco como una pelada cordillera en un
paisaje lunar. No lo podía creer, si tan sólo tres días
antes vibró con las caricias de esa muchacha lindí-
sima de trenzas renegridas y de piel de nardo, que
lo había hecho tan feliz por un instante fugaz. Se
224 Lisandro Amarilla

aproximó al camastro y con voz apagada y enron-


quecida, inclinándose le dijo al oído:
—Perdóname, Manuelita. No pude salvarte.
Ño Tudela me ha fallado.
—¿Qué dices insensato? ¿Qué te he fallado?,
.je, jeje. Ya vas a ver, qué bien nos sale la cosa. Escu-
chá lo que vamos hacer. Esta noche la enterramos y...
bis, bis —le secreteó al oído.
Sixto le cruzó las manos sobre el pecho, las te-
nía delicadas y largas como de pianista y en efecto lo
era, porque la había oído ejecutar la pianola con ex-
quisita condición de artista. Ahí recién se dio cuenta
de que las manos de los muertos pesan más que las
de los vivos, y se dijo que quizá deberían de pesar
menos, porque el alma o el aliento algún peso debían
de tener en vida del cristiano. Es decir todo lo que
había estado en el cuerpo y ahora ya no estaba.
La observó atentamente y vio que su piel no
tenía el amarillo de tuna de los otros muertos, que
había visto pasar apilados en la carreta del enterra-
dor. Ella murió tranquilamente y pensó que un dolor
brusco y sordo en el corazón la hizo dejar de sufrir
de esos dolores insoportables y permanentes en el
bajo vientre. Pensó que se fue de esta vida donde
existía la desigualdad entre los ricos y los pobres,
entre los campesinos y los citadinos, entre los qui-
chuistas y los instruidos, entre los débiles sin voz y
los poderosos que desaforaban a los gritos; con la
promesa sin cumplir y con la espera sin llegar.
El Violín de Dios 225

Pero ahora estaba ahí, para él solito, para que


la adorara a su antojo sin que se interpusieran sus
padres y sus amigas. Manuelita era toda suya.
—Vamos a colocarla en el cajón —le dijo ño
Tudela apartándolo de sus pensamientos.
El viejo curandero agarró el brasero de lata y
quemó yuyos de alhucema, yerba de oveja y allpa-ki-
chka y con una palita esparció las cenizas en el fondo
del ataúd y a continuación colocaron el cuerpo sin
vida de la joven.
—Andá y traé el balde con tierra húmeda del
fondo del río.
—¿Qué va hacer, ño Tudela?
—Vos hacé lo que te digo y dejame hacer a mí,
sin tantas averiguaciones, que a veces las cosas fallan
por tanto preguntar y tener que dar explicaciones.
“Vos dejalo al macho mear y que se revuelque”.
Cuando Sixto volvió con el balde lleno de tie-
rra mojada, ño Tudela ya tenía preparada una mu-
ñequilla de trapo y empezó a empaparla en el balde,
para luego refregarle a la difunta los brazos y las
piernas. Tengo que sacarle la yeta que le metieron en
el cuerpo las lechuzonas del pueblo. La envidiaban
porque era muy linda —le dijo ño Tudela.
Entre ambos colocaron la tapa del ataúd y en
ese instante Sixto vio el brillo del cabello de Manue-
lita, peinado y recortado con coquetería. Comprobó
que en una de sus manos el dedo meñique mostraba
un anillo de oro con un rubí y en el cuello blanquísi-
226 Lisandro Amarilla

mo una cadenita de plata con un crucifijo del Señor


de Mailín.
Sixto se dejaba llevar por el quehacer seguro
del viejo curandero; ya no sabía, llegado el momen-
to, si lo que hacían era bueno o perjudicial. Era una
terrible prueba que él jamás podría olvidar.
Sabía que lo bueno o malo era un anatema
para ño Tudela. Nunca había tenido dificultad en
distinguir lo bueno de lo malo, tampoco le importa-
ba mucho. Con una seguridad imperturbable decidía
lo que era bueno y lo que era malo. Era un juez su-
premo y seguro.
—Bueno, ya está cerrado. Ahora triunfarán los
buenos espíritus —afirmó ño Tudela. Vete y cavá el
hoyo en el mismo centro del río, en el mismo lugar
donde sacaste la tierra en el balde. Esperaremos el
primer canto del gallo para enterrarla.
—¿Por qué el primer canto?
—Porque fue la primera negación que le hizo
Pedro a Jesús —le respondió el viejo, dando mues-
tras de que sabía algo de los Sagrados Evangelios.
Sixto no se atrevía a preguntar más. Ño Tudela
era absoluto e inflexible con lo que hacía. A esa al-
tura de las circunstancias Sixto no podía permitirse
el lujo de dudar, porque hubiera ocasionado una ré-
plica tajante del viejo, quien como si hubiera estado
adivinando su pensamiento le dijo:
—Dejá de preocuparte y vete a cavar el hoyo
de una vez, ya falta poco para que cante el gallo.
El Violín de Dios 227

—¿Y después qué pasará?


—Esperaremos al tercer canto para desente-
rrarla.
Sixto no volvió a preguntar y tampoco tenía
pretexto para excusarse a seguir con el ritual, porque
ño Tudela le diría lo de siempre: “que le desagradaba
la gente que se excusa, porque el que se excusa se
acusa”.
Lenta y vagamente Sixto iba reconstruyendo la
etapa final de su amiga muerta, pues ni siquiera po-
día decir su novia. Tal vez el encuentro desgraciado
con su padre, don Teodulfo, quien lo hizo encarcelar,
le había salvado la vida, porque estuvo alejado del
contagio y sin probar alimentos.
Estaba en sus cavilaciones del maltrato, las hu-
millaciones y la golpiza de don Teodulfo y sus secua-
ces, cuando oyó con nitidez el tercer canto del gallo.
—Vamos a desenterrarla —le dijo ño Tudela.
Si sepultarla no había sido tarea fácil, exhu-
marla era poco menos que imposible entre dos per-
sonas y con el agravante de las pocas fuerzas físicas
del viejo Tudela. Se tuvieron que valer de lazos y
maneadoras y palancas hasta que consiguieron alzar
el ataúd. Sixto lo notaba más liviano, pero no dijo
nada. Ño Tudela le alcanzó el martillo de zapatero
para que pudiera extraer los clavos de la tapa. Sixto
estaba ansioso y expectante. Estaba allí, entregado a
lo que vendría. Sentía una extraordinaria premoni-
ción de que algo desagradable iba a ocurrir. Estaba
228 Lisandro Amarilla

entregado de lleno a la tarea, venido a ella, arribado


a ella, como aguardando el cuerpo de una ahogada
que llegaba a la orilla del río; él que se había criado
en la costa del Mishki Mayu, sabía muy bien lo que
era recibir en las manos el cuerpo de un niño, de un
hombre o una mujer, sin resistencia, sin historia, sin
camino.
Ño Tudela, con lentitud, levantó la tapa y en-
tonces vieron lo que había ocurrido con el cuerpo de
la infortunada muchacha. Tenía la cara arañada y
las facciones desencajadas; las manos ya no estaban
cruzadas sobre el pecho, sino crispadas a los costa-
dos del cuerpo. Tenía el vestido desgarrado a la altu-
ra del pecho.
—¡Te lo dije! El remedio no podía fallar. Déjala
que le dé el fresco de la mañana. Ya despertará...
—Cómo sabe que está dormida.
—Porque ha despertao dentro la sepultura y se
ha acabao de arañar. Alcánzame el espejo y lo sabrás.
Sixto salió corriendo en busca del pedazo de
espejo. Ño Tudela lo colocó en los labios dormidos
y para sorpresa del muchacho el espejo estaba em-
pañado.
Quedó entontecido, incrédulo por instante y
miró a la muchacha con desconfianza.
—Andá trae tu violín y tócale alguito de músi-
ca pa’ hacerla despertar.
Cuando empuñó el instrumento, estaba más
animado, casi alegre y para demostrarlo arrancó con
El Violín de Dios 229

un remedio cantado en quichua.


El cuerpo de la joven comenzó a moverse. La
cara que se movía y el cuerpo que gesticulaba. Era
como si regresara de un largo y oscuro viaje. Como
si regresara a la luz y a la vida reencontrada. Manue-
lita se sentó sin pronunciar palabra. La luz hirió sus
ojos y se tapó con las manos. Tenía las uñas largas
como garras; el pelo opaco y desgreñado y las fac-
ciones de la cara endurecidas. Dos tremendos colmi-
llos le sobresalían de la boca. Pegó un chillido como
de murciélago y de un tirón se arrancó la cadenita de
plata con el crucifijo y la arrojó lejos.
Sixto estaba aterrado, no atinaba a nada. Ño
Tudela quiso acercarse, pero Manuelita dando un
grito espeluznante salió como si fuera volando del
ataúd y cayó sobre ño Tudela, sin dejar de chillar,
hasta que encontró la yugular del viejo y le succionó
toda la sangre en contados segundos.
Cuando le tomó la última gota de sangre, lo
dejó caer como un saco viejo en el suelo, exánime,
sin valor. Luego miró a Sixto, con ojos centelleantes
de alucinada; estaba a punto de abalanzarse sobre
su nueva víctima, cuando el violín tocó esta vez el
wayra-muyoq, entonces la joven demente, como si
hubiera recibido un llamado poderoso se fue giran-
do como un remolino por el camino del pueblo.
230 Lisandro Amarilla

CAPÍTULO XXII

Humo. Sólo humo acre y azufroso, espeso y ex-


tendido sobre ese montón de escombros, en donde se
podían notar claros huecos, que se diluían y borra-
ban en oscuras formas indecisas.
Humo negro y espeso, todavía chisporrotean-
do, que se alzaba en columnas temblorosas para des-
hacerse en el cielo turbio. Todo olía a incendio, a
cocina, a fritura con vahos dulzones, como de azúcar
quemada. Manaba humo de toda la extensión abar-
cable con la vista.
Sixto caminó con su palo en la mano tratan-
do de hacer palanca en los huecos dejados por los
techos derrumbados, pero solamente tropezaba con
chapas y canaletas semifundidas de la azotea.
Llegó a la altura del cuarto de Manuelita,
quien en su locura había prendido fuego a toda la
casa. Suponía encontrar el cuerpo carbonizado de la
muchacha, pero tan sólo veía cartones, espaldares de
cama de bronce, latas con paisajes o con flores en las
El Violín de Dios 231

tapas, donde solían guardar botones o bombones.


Todo en ese conjunto se quemaba lentamente en su
tibia humedad de escombros, despidiendo un vapor
blanquecino e irritante.
Todo había sido consumido por el fuego; ya
no quedaba ninguna posibilidad de vida. Manuelita
convertida en ceniza, pensó; y tal vez Dios lo dispuso
así, porque había vuelto a la vida convertida en un
monstruoso murciélago asesino. Ño Tudela ya no vi-
vía para contar su travesura metafísica, que le había
costado tan cara; nada menos que su vida.
Ahora le ardían los ojos y los tenía que mante-
ner casi cerrados, mirando tan sólo por una mínima
hendija de los párpados y caminando casi al tacto
del bastón y los pies. De pronto su bastón enganchó
un zapato de mujer, en medio de esas capas de cosas
deshechas, acolchadas y fofas; humeantes. Estaba
desflecado y tiznado y sus tiras de cuero rotas, quizá
por el tirón. Sixto lo tomó con la mano y trató de
verlo de cerca. ¿Dónde estaría el otro? Tendrían que
haber estado juntos. Lo reconoció enseguida, era el
zapato de Manuelita, de charol rojo; él se los había
admirado en varias ocasiones porque eran muy lla-
mativos. Se había quedado encandilado como una
guasuncha abobada por el color rojo brillante. Un
zapato así solamente podía pertenecer a una mujer
rica y Manuelita lo era y también bella por donde
la miren. Ahora era uno solamente y estaba sucio,
quemado, torcido y roto y su compañero del par des-
232 Lisandro Amarilla

aparecido, al igual que su dueña.


Tal vez el otro estaba cerca — se dijo—, debajo
de algún montón humeante y comenzó a revolver
con el palo a mayor profundidad. Después de un
rato de vanos intentos pensó: “¿Para qué buscarlo?...
Si ya tenía ese recuerdo”. Su dueña estaría ahora sin
zapatos, sepultada para siempre en algún cúmulo de
escombros y hollín. Sin querer, su mirada se dirigió
a través de los lacrimosos ojos a sus propios zapa-
tos, viejos, tiznados y descosidos; si a él le hubiera
pasado lo del incendio, con seguridad que nadie se
hubiera hecho cargo de sus lastimosos zapatos.
El humo lo envolvió desde la blanda materia
que pisaban sus pies maltrechos dentro de sus zapa-
tos rotos y casi calientes hasta la cara sucia de hollín
y el sombrero negro que le caía sobre los ojos. Ya
nada podía consolarlo, había perdido su temprano
amor, si así podía llamarlo, también a su amigo que
le acarreara tantos sobresaltos, pero había llegado
a querer a ese viejo lleno de camándulas, como dijo
Fierro.
Estaba sentado sobre un promontorio de es-
combros tibios, con su desesperanza a cuestas. El
humo picaba en la garganta y en la nariz con una
cosquilla que le hacía alzar la cabeza en busca de
aire; pero él seguía fiel a su tristeza y doblada la ca-
beza contra el pecho y se pasaba la mano por el ros-
tro caliente y sudoroso. Tenía la mirada fija hacia
el suelo y en ese trance, lo vio; era un muñeco de
El Violín de Dios 233

trapo, que se había salvado del incendio, le faltaban


los ojos, que se habían derretido con el calor; olía a
lana quemada o a cocina ahumada. Sixto lo alzó de
entre la escoria y se quedó mirándolo largamente,
pensando en su dueña, la muchacha que había hecho
encabritar su corazón.
Con el muñeco en las manos se puso a rezar en-
tre dientes y se quedó mucho rato como aletargado y
perplejo. Sentía que no podía escapar de aquella cosa
invisible que andaba por el aire y era el alma de los
muertos. En la villa no quedaba nadie. “¿Se habrían
marchado o se habrían muerto todos?” Y, entonces
una sensación de angustia le oprimía el pecho.
Estuvo sentado por horas oyendo solamente el
viento que rugía entre los chilcales del río seco, con
un sordo eco de soledad. Cavilaba en torno a su si-
tuación de indefensión.
Quizá por eso no oyó un ruido áspero y suave,
como de piedra de moler que se fue acercando has-
ta el pequeño promontorio. Cuando se dio cuenta,
volvió la cabeza y vio al hombre que caminaba con
pasos cortos, como si le dolieran los pies y veía fi-
jamente adelante como si no se diera cuenta de la
tragedia que pasaba a su lado. A Sixto no le pareció
conocerlo; el hombre sonreía; era más bien moreno,
flaco, de nariz larga y huesuda, de quijada grande y
dentadura blanquísima y los ojos profundos y ne-
gros de mirar inteligente. Su amplia frente remataba
en el inicio de una cabellera negra y brillante que
234 Lisandro Amarilla

descendía por la nuca en rizos plombagíneos. El bi-


gote y las cejas espesos le daban la particularidad
estereotipada de los hombres del cercano Oriente,
acostumbrados a los soles intensos, a los desiertos
ardientes, a la sed ancestral y a la sabiduría innata de
los nómades trashumantes y buhoneros, salidos de
la lámpara mágica de Aladino o de las narraciones
incomparables de “Las mil y una noches”; hombres
capaces de recitar de un solo tirón el libro sagrado
de El Corán y al parecer éste era uno de ésos; pero
no recitó los versos sagrados, sino estos otros:

“Quién sabe qué gigantes alas


atraen mis pies a tus raíces
y te nombro desde el final del regreso
hasta el principio donde partir es el recuerdo.
Vamos juntos
por la cicatriz abierta de los ríos,
a dialogar el clima de tonino,
a desparramar al cielo las represas,
animando la raíz de las salinas,
entonando las coplas
que escribirán en árboles de luz
los días de tu nombre.

El tiempo es un cacuy sangrando esperas


pero hay colores que la mañana aguarda...
ya dirá Turay el poema
y será un hermano sin nostalgia,
El Violín de Dios 235

Que así lo anuncien


el sol, “el violín” y las guitarras!
Qué hermosa es la esperanza
¡No la maten mañana!
A. Nassif

Sixto estaba seguro de no haber visto nunca


antes a ese hombre, y eso que él conocía a todos los
vecinos de la villa, pero nunca antes había visto esa
cara que gesticulaba cada palabra y cada frase y sa-
lían de sus labios carnosos con un sonido grave y
profundo que armonizaba con la melodía de sus ver-
sos.
—¿Quién sos? —le preguntó Sixto intrigado.
—Soy el poeta Alfonso —le contestó el hombre
sonriendo, sin acercarse, como si hubiera estado allí
todo el tiempo, invisible, pero cerca de él, esperando
que advirtiera su presencia ¡Y vaya qué forma de
advertirla!...
—¿Son tuyos esos versos?
—Sí. Los recordé mientras te veía cavilar y su-
frir en silencio. ¿Tal vez puedas decirme qué te pre-
ocupa?...
—Toda esta soledad sin término. Ya no queda
nadie en la villa y yo sin madre, sin amigo, sin amor...
No sé qué voy a hacer, no tengo adónde ir. Aquí de-
bajo de estos escombros está sepultada la muchacha
más hermosa que he conocido y que había empeza-
do a amar y no pude salvar. ¡Maldita fiebre! —res-
236 Lisandro Amarilla

pondió Sixto clavándose las uñas en las palmas, en


una actitud de impotencia.
En una pasarela obsesionada veía desfilar a la
gente del pueblo. Veía los rostros de don Teodulfo,
de doña Paca, del comisario, del padre cura y su
sacristán; Manuelita y ño Tudela. Era como si se
acercaran. Todos, menos Manuelita, tenían el color
amarillo en la piel. Todo el pueblo estaba pintado de
ocre.
—¡Dios mío!, ¿qué voy a hacer? ¡No tengo a
nadie! —dijo con angustia.
—¿No tienes padre, hermanos...? —le pregun-
tó el poeta.
—Sí, pero no sé su paradero; solamente Eulo-
gio que está en Soconcho en el almacén de don Abra-
ham y allí no puedo ir porque no hay lugar para otro
más. Ya ves, estoy completamente solo. No tengo a
nadie.
—Me tienes a mí —le dijo el poeta.
—Ni siquiera te conozco —le respondió Sixto.
—Yo sí te conozco. Te he visto tocar una vez en
La Mishkila, sos muy buen violinero y además can-
tas en quichua y te acompañas con tu violín al mis-
mo tiempo. Un caso único. Serás sensación a donde
vayamos.
—¿Y adónde iremos?
—Iremos por el mundo a mostrar nuestras ha-
bilidades. El poeta ya estaba a su lado.
Sixto le veía las botas negras y el borde del pan-
El Violín de Dios 237

talón gris deshilachado. No podía levantar la cabeza.


Era como un mareo. Le veía ahora las manos gran-
des y nudosas; la camisa blanca y el pañuelo colora-
do con pintas amarillas, anudado en el cuello flaco y
la quijada grande y los dientes risueños emergiendo
de los labios carnosos, sepultados por una maraña
de pelos duros que formaban sus bigotes en la parte
de arriba.
—¿Crees que podríamos ir a Buenos Aires? —
le preguntó Sixto con cierta timidez.
Cuando finalmente pudo levantar la cabeza,
vio esa cara desconocida que le respondió:
—Sí, iremos a Buenos Aires, porque ahí está
nuestro futuro.
—Buenos Aires —musitó Sixto entre incrédulo
y animado. A lo mejor allá los encuentro a mi tata
y a Faustino— y lanzó al aire el zapato colorado,
que fue a caer lejos sobre la mullida masa de trapos
quemados, sin ruido, con la silenciosa quietud de un
pájaro ciego que choca con una pared.
Ahora los ojos y la piel del poeta eran azules,
como el humo que bajaba por el río muerto hacia
unas borradas y profundas lejanías.
“¿Quién podría sacar con precisión la cuen-
ta de los años?” — se preguntó Sixto mentalmente.
Los años de la infancia feliz, los de la sequía lar-
ga y la aparición del violín mágico. Los años de la
adolescencia largos e iguales; la gran inundación, los
tiempos vividos en el Albardón de Chinuna; sus her-
238 Lisandro Amarilla

manos mayores; Eulogio y Faustino y el boliche del


turco; la muerte injusta de su madre y el jugador
empedernido de su padre; la paliza que le dieron los
secuaces de don Teodulfo por besar a su hija, y se
le crisparon las manos de furor, porque a él nadie
le había pegado, ni siquiera su tata; y el calabozo y
los días interminables, y entonces le dieron ganas de
matar de nuevo a don Teodulfo y lo hubiera hecho
con ganas. Y hubiera sacado a la calle a Manuelita y
a doña Paca y a las viejas cocineras ¿y los guardaes-
paldas?...No, a ésos los hubiera hecho quedar y le
hubiera prendido fuego a la casa con ellos adentro,
para verla arder completa, sin que se salvara nada:
desde el techo hasta las paredes, hasta las cortinas,
las camas, los cuadros, las botellas de vino fino para
los invitados y los botellones de caramelo; hasta que
quedaran don Teodulfo y sus guardaespaldas hun-
didos debajo de los escombros y la escoria. Enton-
ces él se hubiera sentado en medio la calle, sacado
lentamente el violín del estuche, como para una ac-
tuación, y hubiera interpretado con muchas ganas el
Remedio...
El Violín de Dios 239

CAPÍTULO XXIII

Con su violín terciado a la cintura, caminaba


Sixto por el larguísimo andén de la estación Retiro;
cuando de pronto irrumpió en el andén vecino una
locomotora, que pasó arrastrando entre blancos pe-
nachos de vapor un largo tren de pasajeros; el res-
plandor de la caldera iluminó el negro trazado de
las vías con durmientes gastados. El tren arrimaba
con lentitud, mientras los pasajeros apurados, des-
cendían con el tren en marcha y corrían para ganar
turnos en los subterráneos o las paradas de colecti-
vos. Esto lo supo Sixto mucho después, porque en
ese momento se sentía arrastrado por la marea hu-
mana. Miraba a todos lados aterrorizado y buscaba
la compañía del poeta, quien se había retrasado en
el coche de segunda, conversando con unas maestras
provincianas, compañeras de viaje.
El tren pasaba lentamente y Sixto veía cada es-
pacio vacío entre dos vagones, que parecía invitarlo
a entrar. ¿Qué hubiera sido de él —pensó— si metía
240 Lisandro Amarilla

su cuerpo?...con seguridad lo haría añicos y ensu-


ciaría las ruedas de los vagones de pasajeros hasta
el coche comedor. Él no conocía el interior del co-
che comedor, porque ése era para los ricos. A ellos
apenas les había alcanzado para un solo boleto de
segunda clase; el otro habían tenido que pagarlo por
el trayecto, barriendo el coche y limpiando los baños
cuando el tren se detenía en las estaciones importan-
tes. El poeta se comedía con los pasajeros a comprar-
les vino, pan y fiambre y se ganaba una porción de
comida de propina, que compartía con Sixto.
Sixto estaba tentado de pasarles la mano a los
vagones porque los tenía tan cerca; adelantó el brazo
y uno de los ganchos que formaban las escaleritas
para subir a los techos lo golpeó con violencia y casi
pegó un grito de dolor, que le subió desde la palma
de la mano hasta el codo.
Idéntico dolor sintió en el andén de la estación
Herrera. La multitud se movía como remolino para
recoger sus equipajes y comenzaban a empujar a los
demás, para ganar una posición ventajosa y poder
ascender a los vagones.
Cuando la locomotora apareció por el norte y
comenzó a disminuir la marcha, el humo se retorcía
por entre la multitud y retumbaron los techos de la
estación. El maquinista hizo sonar breves pitadas y
pasó negra y lustrosa su cabina aureolada de res-
plandor.
—¡Vía libre! ¡Vía libre! —gritó el maquinista,
El Violín de Dios 241

sacando la mano enguantada donde llevaba una ar-


golla de alambre pesado.
Sixto, que estaba muy cerca, estiró el brazo
para tomarla, pero recibió a cambio un fuerte golpe
con la argolla en el revés de la mano y el dolor le
llegó hasta el codo.
Era un tren carguero de carbón, que regresa-
ba vacío de Altos Hornos Zapla. El conductor hacía
señas desesperadas a la gente para que retrocediese.
—¡Será mejor que te detengas! —gritaron unos
hombres al maquinista, que pasó imperturbable ante
los puños levantados que lo amenazaban.
—Ya han pasado dos trenes que no paran.
—Podríamos hacerlo descarrilar entre todos.
El tren pasaba y no hacía por detenerse. Los
hombres comenzaron a luchar por agarrarse a los
estribos de los vagones jaula en movimiento. Los que
ya venían acomodados pateaban a los intrusos en las
manos. No los dejaban subir.
—¡Es mejor que viajen a caballo! —les gritó
uno subido al techo.
—Atrás viene otro tren con mulas. Espérenlo a
ése, ahí estarán como en su casa...
La crisis del cuarenta era memorable. La gente
abandonaba el campo encandilada con las luces de
Buenos Aires. Los trenes eran asaltados en cuanto
paraban como si hubiesen sido invadidos por hormi-
gas gigantes. Los hombres iban en el ténder o aferra-
dos sobre los techos de los vagones o donde podían
242 Lisandro Amarilla

colocar un pie o una mano.


A pesar del excesivo amontonamiento los que
podían viajar en los trenes de pasajeros eran más
afortunados que los que lo hacían en vagones de
carbón.
Finalmente llegó el tren de pasajeros. Sixto y el
poeta aguardaban en la plataforma, llenos de impa-
ciencia y agobiados por el calor. Sixto defendía con
entereza su violín con una mano y con la otra tra-
taba de mantener en su lugar el sombrero negro de
fieltro. El poeta, desgreñado y sin afeitar, permanecía
tranquilo con las manos en los bolsillos.
Este tren tampoco iba a detenerse. La fuerza de
la muchedumbre apretó a Sixto contra el costado de
un vagón en movimiento y retrocedió atemorizado
pues recordó lo que decían las gentes, que si perma-
necía cerca de un tren en movimiento lo chupaba
bajo las ruedas.
—¡Eh! gritó un paisano. Hagamos subir por lo
menos al muchacho. Metámoslo por la ventanilla.
Vamos ¡Adelante!...
Sixto trató de desprenderse, pero dos o tres
hombres fornidos que lanzaban grandes carcajadas,
lo levantaron en el aire y lo metieron por la venta-
nilla con violín y todo. El poeta también se aferró a
la ventanilla inmediata y como era flaco se introdujo
sin dificultad.
Sixto oía reír a los hombres a su alrededor,
aunque no podía ver quién porque tenía el sombrero
El Violín de Dios 243

caído sobre los ojos. Finalmente cuando se libró de


los mechones y el sombrero, miró furioso a los hom-
bres que llenaban el pasillo.
Lleno de ira, se puso de pie y vio cómo el poeta
se levantaba del piso algo más tarde. Alfonso frunció
el ceño ante los campesinos del pasaje que reían.
—¿Quieren cerrar sus bocazas pedazo de idio-
tas? —les dijo Alfonso furioso. Él es un gran músico
y yo soy el poeta.
Las risas cesaron.
El pitido de una locomotora que hacía manio-
bras cerca de la plataforma, lo volvió a la realidad.
Los viajeros descendían y Sixto buscaba con
ansiedad a Alfonso, temeroso de desencontrarlo. Por
fin lo ubicó a pocos metros; iba más adelante. Avan-
zó entonces sin preocuparse de las personas que lle-
vaba por delante y lo tocó en el hombro.
—Vamos —le dijo Alfonso. No debemos per-
der el último tren.
Alfonso se paró en medio de un altísimo salón
y miraba para arriba fijamente.
—¿Qué pasa? ¿Qué buscas? —le preguntó Six-
to intrigado.
—El tablero, mirá cómo cambian las luces en
los números. Señala el horario de los trenes. Falta
una hora para que salga el que va a La Paternal. Te-
nemos tiempo.
Estaba cansado por el viaje, pero no le impor-
taba; a su lado el poeta encendió un cigarrillo y co-
244 Lisandro Amarilla

menzó a caminar; en la puerta batiente del bar había


un espejo fileteado como los que tenían los roperos
de don Teodulfo, Sixto se paró al frente y se vio re-
flejado todo desaliñado, con los ojos grandes y can-
sados.
Poco a poco cuanto veía en la estación deslum-
brante comenzaba a tener sentido. Era como si en
cada cosa hubiera estado Manuelita, que solía venir
con su padre muy a menudo y hubiera dejado al-
gún rastro a su paso. Quizá ella mientras esperaba
el tren, también habría recorrido esos quioscos y es-
caparates donde se ofrecían toda clase de baratijas y
ropas y, se habría detenido en esa vitrina que ence-
rraba una pequeña locomotora.
—¿Tienes una moneda de diez centavos?
—Sí, aquí está —le concedió Sixto.
—Ahora verás. Dámela.
Alfonso colocó la moneda por una ranura y la
vitrina se iluminó. Enseguida se puso en marcha la
pequeña maquinita ferroviaria, moviendo su compli-
cado mecanismo. Allí en esas bielas de juguete que
se movían al compás de las ruedas, debió quedar
aferrada la mirada de Manuelita, maravillada por la
locomotora de juguete.
De pronto, en medio de la barahunda oyó la
risa estridente de Alfonso, que saludaba a un cono-
cido, era Juan, el “cuentero del tío”, compañero de
viaje y comedido.
La estación se hundía desventrada. Un tren que
El Violín de Dios 245

entró en ese momento hizo trepidar los vidrios.


—Vamos a caminar, te voy hacer conocer el
puerto —lo invitó Alfonso.
Eran las tres y media de la tarde y comenzaron
a caminar en silencio. Allá en Santiago el sol estaría
poco menos que a plomo y aquí apenas reflejaba sus
rayos raquíticos en las copas de los palos borrachos
de la plaza San Martín, que la escoltaban con sus
troncos barrigones y espinosos y sus flores rojiblan-
cas como cueros frescos de corderos desollados.
Descendieron en pendiente suave, en medio del
gentío; a Sixto le recordó su majada de cabras cuan-
do salía puerta afuera del corral.
Los empleados iban de prisa, pero ellos no.
Desde la plaza pudo ver las tres estaciones del
ferrocarril, alineadas a la par como walus gigantes-
cos. Eulogio, Faustino y él acostumbraban hacer ca-
rreras de walus mientras cuidaban las chivas en el al-
bardón. Le instalaban los andariveles con costales de
chañar y lo ponían a Faustino de rayero. “No hagas
trampas Faustino” —le gritaba Eulogio. ¡Hombre
tramposo! —se quejaba cuando perdía su tortuga.
La de Sixto era la más ligera porque él la cuidaba y
le daba de comer mucha penca de kichkaloro.
Miró las tres enormes tortugas fijas, que se
agrandaban como monstruos cuaternarios y al mis-
mo tiempo sorbían la vibrátil masa humana para
llevarla hasta los pueblos suburbanos. Seguramente
entre esos pueblos estaría San Martín, donde vivía el
246 Lisandro Amarilla

compadre de su mama.
Alfonso lo sacó del arrobamiento y volvieron
sus pasos por la avenida Madero, que limitaba la
zona portuaria. Sin mostrar asombro obedeció a su
compañero. La marea de gente los arrojaba contra
las paredes de chapa del tinglado que hacía de salón
de baile “El palacio de las flores”, el más grande de
Sudamérica, de acuerdo con el anuncio pomposo del
parque de diversiones.
Las gigantes tortugas de Retiro extendían sus
enormes caparazones de vidrios ahumados. Más allá
la Torre de los Ingleses parecía un frasco de cara-
melos y tras ella pasó resoplando uno de los trenes
de carga que como sanguijuela, como ¡qashampa!
—exclamó Sixto, al descubrir la comparación—, se
escurría entre los barcos y galpones de las dársenas.
El reloj de la Torre de los Ingleses dio las cuatro
de la tarde. Sixto no tenía hambre. La emoción de
estar en medio de esa barahunda es más fuerte que
todos los apetitos. En los diques vecinos los buques
de carga se apiñaban, proa contra proa como si qui-
sieran besarse, ¡como el padrillo y la yegua mora!
—dijo Sixto en voz alta.
El atardecer se fue haciendo más profundo y
cierto. La noche se venía muy temprano, Sixto se
dijo que debía surgir de los enormes galpones del
puerto. Llegaron a la Dársena Norte, donde junto
a los guinches se apretaban los barcos cargueros de
ultramar. Hacia el Sur los diques parecían encade-
El Violín de Dios 247

nadas ampollas de agua parduzcas custodiadas por


gigantescos elevadores de grano, como si fueran des-
mesurados Hércules, cuyas espadas eran los palos de
los mástiles y las altísimas chimeneas.
Caminaron en silencio. El Río de la Plata era
una mancha, oscura y movediza, como una tremen-
da olla de sanku —pensó Sixto—, que hervía a fuego
lento. A lo lejos veía lucecitas que guiñaban sus ojos.
Como Sixto miraba con insistencia y no se animaba
a preguntar, Alfonso le avisó: “Son las boyas, que
indican el comienzo del mar abierto”.
Se sentaron a mirar desde un banco pintado de
blanco. A Sixto le brillaban los ojos de júbilo.
—¿Te gusta Buenos Aires? —le preguntó el
poeta.
—Es muy linda. Estoy asombrado de tantas co-
sas juntas —le respondió.
El aire frío del Río de la Plata, con su caracte-
rístico olor a barro y pescado podrido, se le metía
por la ropa; le recordaba su bañado al atardecer.
—¡Mirá hacia allá! —lo invitó Alfonso, giran-
do la cabeza.
Sixto pudo ver la ciudad que se iba encendien-
do ventana por ventana y fue como un inmenso cam-
po poblado por miles y miles de tuku-tukus y luciér-
nagas. Él podía recordar esas llanuras de Salavina
como una constelación a flor de tierra, en las noches
calientes de verano y se quedaba horas mirando ese
sitio mágico.
248 Lisandro Amarilla

La voz grave y pausada de Alfonso lo arrancó


de su sueño despierto:
—Mirá, aquella es la plaza San Martín, por allí
hemos andado a la tarde. Más allá queda la iglesia
del Santísimo Sacramento; aquellos grandotes son el
Plaza Hotel y el Edificio Kavanagh, ése es el más alto
de toda Buenos Aires —aseguró.
Volvieron. La granza de piedra crujía bajo los
zapatos duros. Caminaban pausadamente mientras
las luces de las oficinas del puerto comenzaban a
apagarse una por una.
Deshicieron en silencio el camino andado y
volvieron sobre sus pasos a la Avenida Madero y si-
guieron por la Avenida Alem, llegaron a la recova,
cuajada de letreros luminosos, con nombres extran-
jeros en las puertas de los cafetines, de cuyo interior
emergía una nube blanca de humo de tabaco, tufo
de comidas y de alientos; vocería y música de tango
y jazz.
A Sixto le pareció esa calle escandalosa, y lo
era. La gente desfilaba bajo las arcas de la recova y
mientras avanzaban oían la voz de un portero que
gritaba: ¡Adelante señores!... ¡Hay hermosas mucha-
chas! ¡Adelante, la consumición no cuesta nada!...
—¿Has escuchado, Alfonso, dice que no cuesta
nada?
—No le hagas caso, es una trampa.
El olorcillo de una churrasquería les cosquilleó
en la nariz.
El Violín de Dios 249

—¿Quieres entrar a comer en este bodegón? —


le preguntó Alfonso.
—¿Y el viaje a La Paternal?
—¡Que espere, iremos otro día!
—Pero, Alfonso, si no tenemos plata. ¡Cómo
vamos a entrar! —Vos dejame a mí, que voy a pedir
hablar con el dueño para que nos deje actuar por la
comida. ¿Te animas?
—Si vos te animas yo también.
Entraron sin más vueltas. Entre el gentío, las
mesas de chapa cargadas con botellas parecían ta-
curúes semicubiertos por la masa oscura de las cabe-
zas de los parroquianos.
En el escenario dos hombres sentados se incli-
naban sobre sus instrumentos; uno con el bando-
neón y el otro con la guitarra. Los mechones de pelo
le caían sobre la frente, pero ellos estaban concen-
trados en su música; de pronto apareció una mujer
vestida con ropa estrafalaria y toda pintarrajeada,
que se ubicó en el centro del tablado y cantó con voz
gangosa el tango “Mano a mano”.
La mujer se movía en el escenario comprimi-
da por la mirada pegajosa de los parroquianos. Su
voz chillona apenas alcanzaba a doblegar las risas de
unos hombres medio borrachos.
Alfonso habló con el patrón y transó, pero
con una condición: “Nada de Neruda, ni de Amado
Nervo, ni José Asunción Silva”, porque ése no era
ambiente. Resolvió que iba a recitar la apología del
250 Lisandro Amarilla

tango “La Cumparsita”, acompañado por el fuellista


y su guitarrero. La actuación de Sixto iba a ser una
novedad absoluta. Acompañándose de su violín iba
a cantar el remedio en quichua.
La mujer del tablado se retiró, luego de los
aplausos desganados.
Al punto cerraron la cortina de colores chi-
llones y cuando la volvieron a abrir, aparecieron el
poeta y el violinero, más los dos músicos estables al
fondo del tablado. Sixto estaba nervioso; las voces
de los borrachos resultaban insultantes.
—¡Cheeee! ¿De dónde salieron estos cosos?...
Uno de los parroquianos comentó en tono hi-
riente y malevo:
—¿Qué pasa? ¿Nos han invadido los “payuca-
nos”?...
—¡Che viejo qué querés!... Si los tenemos re-
manyados. Éstos son dos cabecitas negras, que se
caen de hambre.
Sixto apretó los dientes. La cara le ardía. Al-
fonso le hizo una seña con el brazo para que se cal-
mara. En otra circunstancia la mezcla de furor, de
repugnancia y miedo que lo contenían hubiera ex-
plotado, pero en ese momento valía la pena soportar
las groserías, no había que hacerles el juego. “Hay
que pagar el piso” —le había dicho Alfonso.
El que los había insultado al último, había ga-
nado el lado de la pared, mientras que sacando pe-
cho se abotonaba la camisa. Debía ser el cabecilla;
El Violín de Dios 251

él iniciaba el ataque verbal y los otros tratarían de


sobrepasar su prepotencia. El sujeto tenía la melena
ensortijada que se le escapaba por debajo de las alas
del sombrero canyengue. Vestía traje negro con pan-
talón ajustado que le ceñía las caderas, el saco con
hombreras altas y debajo las solapas cuidadosamen-
te doblado alrededor del cuello, un ancho pañuelo
de seda blanco. Las cejas espesas le sombreaban los
ojos brillantes y movía las manos que a cada ade-
mán empujara como cosa inservible a la gente que se
hallaba a su alrededor. Tenía la boca sucia y estaba
acostumbrado a las malas palabras. Esta vez su boca
soltó un desprecio:
—¡Toquen, carajo o vayanse a la mierda!
—¡A ver si ligan algo! —agregó otro de la ba-
rra y terminó la frase con una guasada:
Sixto lo miró al poeta como changuito que
pide ser aupado.
¿Tienes miedo?...
—Sí.
—Tranquilo —le dijo Alfonso—. Todo va a sa-
lir bien. Dejame empezar a mí.
La cancha de River era un inmenso potrero
bajo el cielo nocturno y se confundía con las gradas
de cemento. En el centro habían montado un espec-
tacular escenario de quince por treinta, con gigan-
tescas columnas cúbicas de bafles de sonido a los
costados. Los rockeros afinaban sus instrumentos
electrónicos. Allí estaban Peter Seeger, Chico Buar-
252 Lisandro Amarilla

que, Milton Nascimento, León Giecco y Pablo Mi-


lanés.
Sixto se paseaba en el escenario y miraba las
luces a pleno del monumental estadio de fútbol; arri-
ba se levantaba una gigantesca boca, cuyo telón de
fondo era el cielo estrellado. Sixto miraba la gente
joven que se movía como marejada en las tribunas
altas y miraba también la noche y le parecía estar
parado al borde de un precipicio.
—¿Tienes miedo? —la voz de León lo volvió a
la realidad.
—Sí —le respondió.
—Tranquilo, todo saldrá bien. No mires al pú-
blico, concéntrate en la música de tu violín. Yo em-
pezaré primero.
Alfonso había recitado con su acostumbrada
soltura, acompañado por la suave cadencia de la
música del famoso tango de Mattos Rodríguez, que
interpretaban los dos músicos desde el fondo. “Por-
que soy un perro que no tiene dueño”. “Porque soy
un árbol que nunca dio frutos”...Por eso...
Cuando concluyó, un silencio profundo quedó
flotando en el ambiente. No se animaban a aplaudir,
aunque estaban tentados de hacerlo, por temor a los
patoteros.
En una columna del bodegón Sixto alcanzó a
ver desde arriba del escenario, que aparecía la foto-
grafía de Carlos Gardel, con el sombrero caído, la
boca abierta y torcida, como si mostrara el primer
El Violín de Dios 253

molar a pedido del dentista, entonces pensó que en


el momento que le sacaron la fotografía debió estar
cantando el tango “Mi Buenos Aires Querido”. Esta-
ba allí con esa cara de buen mozo, que hacía suspirar
a las mujeres.
Sixto también estaba allí; entero de cuerpo,
bravío y plantado en el escenario con seguridad, de-
safiando a ese auditorio negativo y opositor.
Cantó el remedio en quichua, acompañándose
con la música festiva de su violín sachero como que-
riendo conquistar a los porteños.
Sinceramente los desconcertó, no sabían qué
idioma era ése.
—Ese coso debe estar colifato, ¿manyaste que
cantó en chino?...
El que habló era al parecer el segundo del jefe;
usaba traje color borravino, bufanda gris y tenía la
cara picada de viruela. Siguió huroneando con tai-
mado mirar. Estaba dispuesto a no soltar la presa.
—Remedio. ¡Yi, qui, yiyi qui; chin chu lín...—y
como si ensayara el propio eco, repitió jactancioso el
sonido onomatopéyico del violín; yi qui, yiyi qui—
chin chu lín y hacía ademán de tocar el violín en una
parodia mímica.
—¡Anda a laburar en el puerto que hay mu-
chos barcos pa’descargar ¡“Payuca”, gana pan! —
dijo el que parecía ser el jefe, al tiempo que, como si
amenazara un golpe, ceñía el ademán para sobarse
el pelo grasiento.
254 Lisandro Amarilla

Sixto no se pudo contener; tuvo vergüenza de


que lo creyeran cobarde y entonces le dijo:
—¡Vení vos, enseñame a trabajar!
Lentamente los hombres en una maniobra cal-
culada se pararon avanzando hacia el escenario. El
segundo en la jefatura con rápido manotazo agarró
el brazo de Sixto y lo bajó del tablado.
—¡Soltame maula!
—¡Habla en castellano! ¿Te diste cuenta? ¿vis-
tes? —comentó el jefe, afinando la voz.
—¡Suéltenlo, patoteros cobardes! —gritó Al-
fonso.
Los otros lo tomaron por detrás, trabado por
el golpe de furco, mientras el que hacía de cabecilla
le daba unas trompadas a Sixto en la cara.
Enceguecido de rabia, Sixto trataba de librar
sus brazos, pero sentía golpes en todo el cuerpo. Una
patada en el estómago le hizo doblar las rodillas. Al-
fonso gritaba, tratando de defender a su compañero.
Sixto no quería gritar, prefería tragar lo que viniera
antes que pedir auxilio.
— ¡Llamen a la cana! —gritó el dueño.
De pronto lo dejaron y echaron a correr en di-
rección a la estación Retiro. Sixto atontado por los
golpes sintió que Alfonso lo sostenía por las axilas.
Desesperado buscaba su violín que un momento an-
tes de la pelea había metido en el estuche. Cuando lo
encontró trató de abrirlo para comprobar si se había
dañado, pero la cerradura se le había trabado.
El Violín de Dios 255

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó un mozo del


bodegón.
Desde el escenario le llegó el siseante golpetear
del interminable redoble de las palmas de la multi-
tud en las graderías. Resonaban con atronadora y
abrumadora insistencia, con ritmo enervante y mo-
nótono, que las baterías y las guitarras eléctricas de
Peter Seeger absorbían y desgarraban.
Sixto ya era un artista carismático y consagra-
do; hombre sencillo y valiente que no renunciaba
a su poncho pardo con listas negras, tejido por las
manos mágicas de las teleras atamisqueñas; que afir-
maba una vez más su presencia de combate por una
justicia reclamada desde hacía más de cuatro siglos y
medio y decidió que la lengua quichua no imploraría
nunca más. Y su decisión fue aprobada y secundada
por todo un pueblo decidido a defender sus tradi-
ciones.
Todas las cosas de su vida eran semejantes y sin
embargo las caléndulas amarillas del estuche nuevo
de su violín lo apretaban como una malla estrecha.
Los días, la gente y las cosas pasaban a su lado
sin verlo y de pronto se volvían encarnizadamente.
Lo golpeaban desde todas las direcciones en un solo
lugar, en la mente afiebrada por los recuerdos. La
cabeza le dolía como para explotarle y tomó enton-
ces el estuche para sacar su violín y olvidarse de la
fuerte jaqueca. Pero el estuche no se abría. Sus dedos
se crisparon sobre las caléndulas y se estremeció has-
256 Lisandro Amarilla

ta las rodillas en un imperceptible temblor. Faltaba


poco para que le llegara el turno de actuar. Los nudi-
llos de sus dedos se le emblanquecían y estriaban de
rojo en el esfuerzo por abrir el estuche.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó don Oreste.
Parduzco, desolado y vacío de bullicio estaba
el Museo Histórico de la Provincia.
—Quiero conocer la vida de San Francisco So-
lano, don Oreste.
—Aquí tienes un libro del Padre Hiral, se lla-
ma: San Francisco Solano, Apóstol de América del
Sur.
—No, yo sólo deseo saber la historia de su
violín milagroso. Necesito que usted me la cuente.
Nadie sabe la historia de Santiago como usted, don
Oreste.
—Está bien, pero con una condición...
Sixto oía el poderoso retumbar de los altopar-
lantes. Nítidamente, sin ninguna clase de ilusión au-
ditiva oyó las palabras de don Oreste, como si hubie-
ran traspasado los cuerpos de la muchedumbre, los
muros de cemento del estadio de River Plate; empa-
pando las paredes circulares de sangre, los rostros de
sangre; y rastros de dedos alargados multiplicados
sobre las caléndulas amarillas del estuche y se veía
changuito, jugando con sus hermanos a la sombra de
las hojas verdes y lustrosas del quebracho colorado,
allá en el Albardón de Chinuna.
El Violín de Dios 257

—Con una condición...


—La que usted diga, don Oreste.
—Que me cuentes la historia de tu violín, para
que yo pueda escribirla.

FIN
El Violín de Dios 259

NOTAS Y GLOSARIO*

Gabriela Amarilla

NOTAS

Albardón. (cast.). Elevación o fracción de terreno


que se convierte en islote entre dos brazos de
un río cuando se produce una creciente.
Arunguita. s. Canción y música de 1850 ó 1860, re-
cogidas por don Andrés Chazarreta a princi-
pios del siglo XX en la estancia El Rajamar,
departamento Figueroa, cantada por un viejo
arriero, de apellido Chávez. Designa también
a una danza folklórica santiagueña de pareja
suelta e independiente, con primera y segunda,
precedidas de una introducción de ocho com-
pases, en la que el hombre corteja a la mujer
y ambos expresan sus sentimientos con vivos
movimientos del pañuelo.
Brujas de Montilla. Mujeres encausadas por la In-
quisición en los años 1560-1570, acusadas de
hechicería en Montilla, Córdoba, España. Se
260 Lisandro Amarilla

hicieron famosas porque Cervantes, en su obra


“Coloquio de los perros”, citó a una de ellas.
Catango. (cast.). Especie de carreta rural, general-
mente de madera, para ser tirada por animales.
Chamiza. (cast.). Leña menuda que sirve para los
hornos.
Chancli. Castellanización de la voz de origen ára-
be shanklish. Es un producto lácteo elaborado
con leche de vaca que posee una estructura y
un sabor muy similar al queso.
Charré. (cast.). Coche de dos ruedas tirado por ca-
ballos.
Chinchibira. (probablemente del inglés ginger beer).
Es una marca de gaseosa regional, fabricada en
Entre Ríos, que se comercializaba antiguamen-
te. Su botella se caracterizaba porque tenía una
esfera de vidrio como tapa, y quedaba cerrada
por la presión del contenido. Para abrir la bo-
tella había que impulsar la bolita hacia aden-
tro, la cual iba al fondo.
Chiriguano. En 1526 indios de origen guaraní cru-
zaron el Chaco y aprovechando el relajamiento
de las guarniciones incas, se apoderaron de las
minas y luego del fuerte de Samaipata. La re-
acción inca no se hizo esperar y una vez derro-
tados los invasores, los enviaron a la zona de
alta montaña, con cumbres nevadas, en donde
murieron de frío, lo cual explicaría su nombre
de chiriguanos, proveniente de chiri wañoq
El Violín de Dios 261

“muerto por el frío”.


Cuero yaguané. Dicho del pelaje del yeguarizo, que
tiene el cuerpo cruzado por largas tiras o fajas
blancas y el resto del cuerpo negro o colora-
do. Recibe este nombre por su similitud con
el cuerpo del yaguané, una especie de zorrino,
cuyo cuero es de color castaño negruzco con
una línea blanca a cada uno de los lados
Encomienda. (cast.). Institución implementada por
los conquistadores españoles durante la colo-
nización en América, para explotar el trabajo
indígena.
Escuelero. (cast.). Niño o joven que asiste a la escuela.
Hom. (cast.). Abreviatura de hombre.
Lobo de Gubbio. (mit.). Se cuenta que era un lobo
feroz que asolaba la ciudad italiana de Gubbio
y que se volvió manso por la intervención de
San Francisco de Asís.
Malo. (cast.). El demonio.
Maloquiada. (del mapuche ‘maloca’). Irrupción o
ataque inesperado, con saqueo y depredaciones.
Mediomundo. (cast.). Tipo de red que se usa para
poder subir o bajar la pieza obtenida (el pez)
hasta el espigón desde donde se pesca.
Móstrico. (cast.). Forma vulgar de mostrenco ‘Igno-
rante o tardo en discurrir o aprender’.
Ño. (cast.). Tratamiento que se antepone al nombre
de un hombre.
Penco. (cast.). Caballo flaco o matalón.
262 Lisandro Amarilla

Puyones. (cast.). Púas de metal que se les calza a los


gallos de riña para el combate.
Quebrarao. (cast.). Llamado también Quiebra-arado
(Heimia salicifolia) es un arbusto perenne de la
familia de las Lythráceas.
Salamanca. (cast.). Es un espacio destinado a la ense-
ñanza y al intercambio de conocimientos ubi-
cado en una cueva o en el monte, allí el iniciado
aprende el arte que le interesa (domar, bailar,
tocar la guitarra, curar, maleficiar y demás) si-
guiendo las lecciones del Supay (el demonio).
Tacurú. Palabra de origen guaraní para designar al
termitero o colonia de termitas.
Telesiada. s. (del castellano ‘Telésfora’). Es un ritual
bajo la forma de un rezabaile, mediante el cual
se formula una rogativa a la Telesita, una joven
fallecida en el siglo XIX cuya alma se considera
milagrosa.
Tembetá. Voz de origen guaraní que designa a una
varilla de metal u otra sustancia que llevan en
el labio inferior los miembros de algunas tribus
amerindias.
Umamax. Pueblo citado por el Oidor de la Audien-
cia de Charcas, Licenciado Juan de Matienzo
en su famoso Itinerario de 1566, entre Zamis-
que y Pasao.
Yeta. Expresión del lunfardo para designar algo o
alguien que trae mala suerte.
El Violín de Dios 263

GLOSARIO DE VOCES QUICHUAS O


ASIMILADAS POR EL QUICHUA

Aka. s. Excremento. Aka seca: excremento seco.


Allpa-kichka. s. Una variedad de hierba rastrera de
la familia de las Amarantáceas.
Allpa-mishki. s. Un tipo de colmena de abejas, cons-
truida bajo tierra. Se aplica también a la miel
elaborada por dichas abejas.
Amkanchi. s. Contracción de amka anchi: sopa de
maíz tostado y molido.
Ampalagua. s. Una variedad de serpiente de gran
tamaño, conocida también como ampalawa ~
lampalawa y boa de las vizcacheras.
Anchuy. v.intr. Retirarse, apartarse, rehuir. Como in-
terjección úsase con sentido irónico para poner
en duda lo afirmado por el interlocutor.
Anqoche ~ Anqochi. s. Una variedad de árbol de la
familia de las Apocináceas
Bolanchao. s. Nombre de una bola de pasta de mis-
tól molido recubierta de harina de maíz tos-
tado. Deriva de la voz ‘bolanchar’, compuesta
por la raíz castellana ‘bola’ y el sufijo quichua
–cha “factivo”.
Caranchi. s. De la voz quichua qaranchi ~ qaranchu:
carancho.
Chaguar. s. Del quichua chawar: planta xerófila de
la familia de las bromeliáceas.
Chala. s. Hoja que envuelve la mazorca de maíz.
264 Lisandro Amarilla

También una variedad de cigarro, que se fa-


brica envolviendo el tabaco picado en hoja de
chala.
Chaludo. adj. Persona adinerada, que tiene mucha
‘chala’ con referencia a los billetes.
Chañar. s. Árbol de la familia de las fabáceas.
Charata. s. (reg.) Faisán americano.
Charki. s. Carne salada y secada al aire o al sol para
que se conserve, p.ej. charki de pescado.
Chaski. s. Mensajero, correo, chasqui.
Chilalo. s. Una cierta variedad de abeja y también el
nombre que recibe la colmena de barro fabri-
cada por dicha abeja..
Chilkal. s. Lugar en donde abunda arbusto resinoso,
de la familia de las Asteráceas,
Chinche ~ Chinchi. s. Vinchuca.
Chupa. s. Cola, rabo. Por extensión, la terminación
de alguna cosa.
Churo. adj. Dícese del hombre comedido, atento y
servicial, también de aquel que es guapo y hábil
en alguna cosa.
Chusa,o. s. Mazorca o espiga sin grano. Grano seco
de las mieses.
Chusi. s. Frazada o colcha de lana tejida en el telar
criollo. Por extensión también designa a cual-
quier tejido.
Cóndor. s. Del quechua kuntur, es una de las aves
más grandes del mundo.
Coyuyo. s. Del quichua qoyuyu: cigarra.
El Violín de Dios 265

Guacho. s. y adj. Del quichua wakchu: huérfano,


cría huérfana. Por extensión, puede hacer re-
ferencia a un animal sin dueño o a algo que
ha quedado solo, sin compañía o aislado. Por
ejemplo: maíz guacho, significa maíz disperso.
Guampitas. s. Diminutivo de la voz quichua wampa:
cuerno, asta del animal vacuno.
Guasuncha. s. (reg.). Corzuela, una variedad de cér-
vido o venado denominada también como ta-
ruka y sacha-cabra.
Ishpe. exp.verbal. (1ªpers.sing., tiempo Presente).
Del verbo quichua ishpay: orinar, mear.
Kancha. s. Cancha, lugar descampado.
Karanchado. adj. Tipo de diseño que se aplica a las
piezas textiles, especialmente a los ponchos. A
esa terminación se le llama también peinecillo
de dos hebras.
Kichkaloro. S. Una variedad de cactus de la familia
de las Cactáceas.
Kurkuncho. adj. Jorobado, corcovado.
Lampalagua. s. V. ampalagua.
Lechuza Pampa. s. Variedad de lechuza llamada tam-
bién lechuza de los arenales, lechucita de las
vizcacheras y lechuza de los campos. La voz
quichua pampa significa ‘campo, llanura’.
Llulla. adj. Mentiroso, tramposo, embustero.
Mama. s. Madre, mamá.
Mayu-Maman. s. Personaje mitológico: la madre del
río.
266 Lisandro Amarilla

Molle. s. Nombre de una variedad de árboles y arbo-


lillos (Schinus) pertenecientes a la familia de las
Anacardiáceas.
Opa. adj. Tonto, bobo, idiota.
Palan-Palan. s. Nicotiana glauca. Planta medicinal de
la familia de las Solanácea, conocida como pa-
lanchu y palán-palán.
Pashuku,a. adj. (Del castellano ‘paso’). Caballo de
sobrepaso, que marcha entre el paso y el trote,
levantando a un tiempo la mano y la pata del
mismo lado. Se aplica también a burros y mu-
los de movimientos suaves y acompasados.
Pichana. s. Planta de la familia de las Leguminosas
cuyas hojas se usan para hacer escobas.
Pilpinto ~pilpintu. s. Mariposa.
Pipilo, a. adj. Desorejado,a. Se aplica a personas y
animales y también a algunas cosas, p.ej. som-
brero pipilo ‘que tiene las alas cortadas’.
Punwa. s, Púnua, árbol de la familia de las Apociná-
ceas.
Qashampa. s. Una variedad de miriápodo.
Qella. adj. Perezoso, holgazán, vago
Qeñalu~qeñalo. s. Pato silvestre llamado también
qeña-qeña.
Quena. s. Instrumento musical andino.
Quincha. s. De la voz quichua qencha, pared de ra-
mas o cañas.
Quincho. s. Rancho rústico de techo de paja.
Quirquincho. s. De la voz quichua kirkinchu: una
El Violín de Dios 267

variedad de armadillo.
Sachayoq. s. Ser mitológico que cuida del monte, evi-
tando su depredación.
Sanku. s. Una comida típica a base de maíz o trigo.
Sapallo-Charki. l.nom. Charqui de zapallo.
Shalako. adj. Saladino, poblador de las costas del
Río Salado.
Shumita. adj. Lindito, diminutivo de sumaq ‘lindo,
hermoso’.
Suncho. s. Arbusto resinoso perteneciente a la fami-
lia de las Compuestas, que se usa para techar
los ranchos.
Supay. s. Diablo, demonio, Satanás.
Suri. s. Avestruz, ñandú.
Taka. adj. Lleno, completo, cubierto de, infestado.
Tala. s. Una variedad de árbol espinoso de madera
dura de la familia de las Celtidáceas.
Tata. s. Padre, papá. También es una denominación
que se aplica a los hombres mayores a quie-
nes se les atribuye cierta sabiduría. Tata Sola-
no, más que una equivalencia entre ‘padre’ y
‘sacerdote’ es una expresión de respeto por su
sabiduría.
Tatay. s. Mi padre.
Tiyu-simi. Panal de abejas hecho en los huecos de
ramas de árboles caídos.
Tuku. s. Luciérnaga, coleóptero luminoso. También
se le llama tuku-tuku.
Tuna. s. Voz taína, designa a la tuna comestible.
268 Lisandro Amarilla

Tuska. s. Arbusto espinoso de flores pequeñas, perte-


neciente a la familia de las Fabáceas
Uchu. s. Ají silvestre. En particular, la variedad co-
nocida como “ají del monte o uchu del monte”
también recibe el nombre de kita-uchu.
Ulua. De la voz quichua uluwa, que designa a una
planta de la familia de las Cactáceas.
Upa Takana. l.adj. Sordo (con sentido burlón, lit.
‘mortero tapado’).
Ushpera. s.Tortilla, asada sobre ceniza caliente, al
rescoldo.
Ushulo. adj. (despect.). Indigente, pobrete.
Ushuta. s. Ojota, sandalia, calzado.
Utultuco. s. Pequeño mamífero parecido al topo, co-
nocido también como Ocultu, Ultutuco o Utu-
tuco.
Ututu. s. Una variedad de lagartija pequeña de color
gris. En sentido figurativo: Curioso, persona
inquieta, movediza y curiosa que revisa y toca
todo,
Vidala. s. (cast.). Una variedad de canción folklórica
que se acompaña con caja. Proviene del caste-
llano ‘vida’ y el sufijo diminutivo-afectivo qui-
chua –la.
Vinalar. s. Lugar en donde abunda el vinal, un árbol
espinoso que pertenece a la familia de las Fa-
báceas.
Vizcacha. s. De la voz quichua wiskacha.
Walu ~ walo. s. Tortuga de tierra.
El Violín de Dios 269

Wayaqa. s. Guayaca. Tabaquera, talega, bolsa.


Wayra. s. Viento, aire, brisa.
Wayra-muyoq ~ wayramuyu. s. Remolino, torbelli-
no. También designa a una danza argentina
que fue creada por el compositor y recopilador
José Hilario Gómez Basualdo.
Yanacona. s. Indio esclavizado y sometido a servi-
dumbre por el español.
Yapó. exp.verbal. (3ªpers.sing., tiempo Pasado). Del
verbo yapay: añadir, agregar, suplementar, unir
atando.
Yuyo. s. Hierba, maleza, pasto.

* Un especial reconocimiento al profesor Jorge Al-


deretes por sus valiosos aportes.
El Violín de Dios 271

BIBLIOGRAFÍA

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272 Lisandro Amarilla

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ra edición. En línea: http:||buscon.rae.es/draeI/
Fecha de acceso: 2019.

Tebes, Mario y Karlovich, Atila (2006). (Comps).


Sisa Pallana. Antología de textos Quichua San-
tiagueños. Buenos Aires: Eudeba.
El Violín de Dios 273

Mapa tomado de “Rasgos I”: Autor Mario An-


gel Basualdo Pág. 35 . Edic. 1985.
El Violín de Dios 275

ÍNDICE

Presentación...........................................................7
Prólogo..................................................................9
Carta de Guillermo Ara a Lisandro Amarilla........ 23
Capítulo I............................................................. 27
Capítulo II............................................................ 46
Capítulo III.......................................................... 52
Capítulo IV.......................................................... 63
Capítulo V........................................................... 72
Capítulo VI.......................................................... 80
Capítulo VII......................................................... 87
Capítulo VIII........................................................ 96
Capítulo IX........................................................ 108
Capítulo X......................................................... 114
Capítulo XI........................................................ 121
Capítulo XII....................................................... 128
Capítulo XIII...................................................... 137
Capítulo XIV..................................................... 141
Capítulo XV....................................................... 155
Capítulo XVI..................................................... 167
Capítulo XVII.................................................... 170
Capítulo XVIII................................................... 180
Capítulo XIX..................................................... 188
Capítulo XX...................................................... 196
Capítulo XXI..................................................... 207
Capítulo XXII.................................................... 230
Capítulo XXIII................................................... 239
Notas y Glosario................................................ 259
Bibliografía........................................................ 271
Mapa Ilustración................................................ 273
La presente edición se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2020 en

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