Está en la página 1de 70

EL

LOBO INTERIOR
Romance Paranormal, Suspense y Misterio con el
Cambiaformas

Por Susana Torres



© Susana Torres 2017.
Todos los derechos reservados.
Publicado en España por Susana Torres.
Primera Edición.
# Autora Nº1 en Erótica (España) en menos de 7 días a la venta.

Dedicado a;
Francisco, por apoyarme siempre.
Iris, por confiar en mí y estar siempre ahí.
Haz click aquí
para suscribirte a mi boletín informativo y
conseguir libros gratis
PRÓLOGO

Nunca la ciudad había tenido un día tan gris. Los nubarrones no paraban
arremolinarse, fúnebres, mientras empapaban a la procesión. Podían escucharse
los hálitos de la tormenta.
Aquellas gotas eran pesadas, como yunques, como piedras salidas del
mismísimo averno, y aunque del cielo provenían, era sin duda jugarretas del
demonio para entorpecer los pasos. Las horas pasaban con lentitud, y la lluvia
parecía anidar en sus pestañas, creando cántaros y fuentes interminables, sin
cause.
Y ella sólo podía maldecir. Ladeaba la cabeza, escrutando cada rostro,
cada arruga, como si aquellos semblantes le pudiesen inyectar algún recuerdo
grato, alguna vivencia, alguna jerga del pasado que ahora no encontraba. Para
ella, todos eran desconocidos.
¿Qué hacían allí? Chupar de la teta de su fortuna; eso es lo que
hacían.
Rostros que en su vida había visto, salidos de la tierra como despojos,
buscando hacerse dueños de algo que nunca les pertenecería.
Y así era la muerte; la muerte es una mierda, y como la mierda, siempre
llamará a las moscas.
Alrededor del ataúd, ella observaba los remaches dorados en forma de
cruz que brillaban sobreponiéndose a la profundidad. Ella lloraba a la vez que su
estómago y órganos perdían la capacidad para funcionar. El suelo debajo de sus
pies parecía resquebrajarse, ingrávida ante la pérdida.
Y sobre el ataúd, fue ella quien vació el primer puñado de tierra,
empezando así la escabiosa senda del olvido. Los desconocidos parecían arreciar
sus lágrimas con la lluvia, como tuberías; hipócritas tuberías.
Y el ser querido separado por la tierra, por la vida, por la muerte y por
lo que sea que haya en el otro mundo, no se levantaría.
Sí.
Era el día más gris de aquella ciudad.
UNO

Susana tecleaba. Había tecleado toda la noche, y por lo que veía, seguiría
tecleando hasta muy entrada la mañana. Otra velada en la oficina. Sus dedos se
movían entre las letras con rapidez. Había adquirido una pericia casi envidiable
entre sus compañeros, quienes la consideraban un mutante, algo fuera de este
mundo. Son unos exagerados.
En la redacción no quedaba nadie. El viento entraba por la ventana con
demasía, refrescándole los empañados cristales de sus anteojos. Escribía acerca
de la descomposición social en algún país del tercer mundo. Garnarank. Algo
lejano a ella, algo lejano a todo. Con monotonía escribía cifras, describía hechos
y relataba las causas de tan macabro desenlace.
Tenía que hacerlo.
Si un periódico no tenía algo de tragedia entre sus páginas, entonces
dicho papel se usaría como sanitario de cachorros. El morbo vende, Susana.
Ponle sangre a eso. Al colocar punto final, se reclinó en su silla, tronándose el
cuello, sensación que le causaba cierto placer; era su punto final. Encendió un
cigarrillo y degustó el humo en su paladar, luego a sus pulmones y para afuera,
formando nubarrones.
Nubarrones como los de aquel día.
No otra vez.
Se levantó rumbo a la cafetera. Necesitaba inyectarle un poco de
adrenalina a ese cuerpo agraciado de veinte y tanto con esas ojeras de treinta y
pico. Calentó un poco de agua y coló, escuchando el ronronear del aparato que
filtraba aquellos oscuros granos. La oficina pronto se llenó de aquel aroma que
despertaba sus sentidos como el cantar de un gallo; la bebida que mantenía
funcionando al país; al mundo.
—¡No te hubieses molestado! —dijo alguien a la distancia—. Con tal
recibimiento, trabajar empieza a ser un lujo.
Susana chascó la lengua.
—Llegas temprano, Ricardo —dijo, virando hacia la puerta de la
oficina.
—¿Temprano? —dijo el aludido, acercándose hacia ella con una
sonrisota que emergía de su poblada barba de hipster—. Son las nueve de la
mañana del sábado.
—Sábado —pensó Susana como un susurro.
—Te has vuelto a desvelar, ¿no? —dijo Ricardo, tomando una taza y
sirviéndose café hasta el tope de la misma.
—Tenía trabajo pendiente —dijo Susana—. ¿Qué haces aquí? Es
sábado —El remedo delineaba una mueca socarrona.
—No eres la única adicta al trabajo. —Ricardo tomó un sorbo—. ¡Está
bueno esto! Vine a buscar unos papeles, organizar unas gestiones y reorganizar
la primera plana del lunes.
—¿Andrea te volvió a echar? —Susana le lanzaba una mirada
inquisidora.
Ricardo se encogía de hombros mientras tomaba otro sorbo.
—Sabes cómo se pone —dijo—. Ya se arreglará.
Lo que es complicado, se queda complicado.
Susana encendió otro cigarro antes de regresar a su escritorio. En
realidad no tenía trabajo pendiente. El artículo era una excusa barata, y aquella
excusa de trabajo de Ricardo la había hecho pensar en las suyas.
No quería regresar a casa.
Las paredes estaban enmohecidas de soledad, recordándole el suplicio
que representaba la ausencia de su madre. ¿Cuánto había pasado? Ya hacía
varias semanas; quizá un mes entre trajines y vaivenes, burocracia y abogados,
entre disyuntivas de herencia y bienes a los que no quería prestarle atención.
Si no lo atiendes ahora, te podrían quitar la casa. Era lo que decía el
abogado de la familia. Daba igual. Podía vivir en la calle, en un motel o pensión.
Lo que sea si eso la libraba de volver a su demacrado hogar.
La extrañaba; ¿qué podía hacerse?
Era una mierda.
—Creo que saldré un momento —dijo en voz alta—. Necesito estirar
las piernas.
Ricardo ya estaba con los audífonos puestos. El alto volumen hizo que
Susana distinguiese Mumfords and Sons. Tomó su bolso, empinando los últimos
sorbos de café y salió de la oficina sin tanto alboroto. Los pasillos del periódico
estaban desiertos; con excepción de alguna señora de servicios. Veía claramente
los carteles de las estancias a medida que deambulaba por los meandros hasta el
ascensor.
Sala de redacción.
Sala de diseño y maquetación.
Imprenta.
El ascensor la llevó a la planta baja.
—Hasta luego, Quintero —le dijo al vigilante, quien ya posaba su
mirada en ella.
Alto era el edificio del periódico. La región, se leía a su espalda. Su
andar por la acera era intranquilo. Daba tumbos con la cabeza gacha; los coches
ululaban cornetazos en las intercepciones y los pasos de la multitud matutina
invadían la rutina con mesurables andares.
Atravesó el parque, arrebujada en su abrigo, con la periferia perdida de
los banquitos blancos que pasaban como estelas a su lado. Conversaciones
llegaban a sus oídos, dispersas, sin sentido, fragmentos de lo cotidiano.
Pero ella sólo tenía cabeza para su soledad; para su dolor; para aquel
vacío que la embargaba. No tenía familia. Las paredes de su casa se lo
recordaban. Por eso evitaba verlas. Eran como fotografías sin rostro, anónimas,
telegramas blancos.
El camino ya relegaba por otros derroteros. Los baches de la acera
obligaron a Susana a levantar la vista.
¿Cómo llegué aquí?
No supo cuánto había caminado. Lo cierto era que se encontraba muy
alejada de su trabajo, del centro, de todo.
Había vuelto al cementerio.
Recordaba aquellas cornisas levantándose frente a ella como bastiones,
alzando una cruz y aquel cristo venido a menos. Las verjas oxidadas circundaban
el zaguán lleno de enredaderas y flores marchitas. Susana quiso regresar. Quería
girar sobre sus talones y volver a su cómodo escritorio en el periódico.
Pero sus piernas flaquearon. No había lugar a donde ir más que entrar.
Lo siento, palpitaba en su cabeza.
Odiaba los cementerios.
Odiaba que su madre estuviese en uno.
Recorrió los resonantes peldaños, entrando en aquel oscuro lugar.
Recordaba que hacía un día soleado, pero en los alrededores del camposanto las
nubes parecían haberse congregado, ocultando todo atisbo de luz. La parte
trasera estaba plagada de lápidas olvidadas. Para ser el único en la ciudad, nadie
parecía prestarle atención.
Los muertos han de olvidarse.
En la distancia divisó un mausoleo. Una bonita escultura que se hacía
paso entre las flores marchitas, con una lápida recién esculpida. Y su corazón se
atenazó a sí mismo, clamando expirar por medio de un puñal.
Susana comenzó a caminar lentamente hacia aquella tumba; la tumba
de su madre. Una punzada de culpabilidad le recorría el espinazo. No dejarle ni
siquiera una mugrosa flor era demasiado; se sentía egoísta, mala hija, mala
persona, tan vacua como aquellos familiares salidos de la nada en busca de su
fortuna.
Llegó hasta la lápida. Las letras floreadas recorrían el mármol,
delineando una fecha, palabras y un nombre. El nombre de su madre.
Karina Caballero. Esposa. Madre.
Reprimiendo las lágrimas, Susana contempló las letras como si quisiera
engranar un significado oculto dentro del idioma.
Sí, tenía el apellido de su padre. Le sonaba chocante; casi nunca lo
usaba. Esposa. Hacía tiempo que no lo era; no desde que el apellido Caballero
decidiera echar raíces en vientre ajeno. Aquel infeliz había muerto de
tuberculosis unos años después. Lo que es la ironía.
Madre. Lo era. La había criado desde que tenía memoria, apoyándola
en absolutamente todo lo que se propusiera. Era su amiga, compañera, consejera
y modelo a seguir. La envidia entre sus contemporáneos por llevar una relación
tan sana con ella. Era afortunada; la fortuna dolía.
En la quietud, sólo la hierba parecía murmurar desde la raíz cuando
aquel viento gélido de poniente se arremolinaba entre las lápidas. Reaccionaba a
los latidos de su corazón, a la circulación de su propia sangre; se coagulaba
como un cadáver. Susana daría su vida por intercambiar lugares, compartir
aquella tumba como madre e hija, dependiente hasta el final del cosmos. El día
estaba tan gris como aquella tarde del entierro.
—Mejor regreso a la oficina —murmuró Susana con desgano, girando
sobre sus talones, dejando atrás la lápida.
Lo primero que vio fueron aquellas estelas verdes, como esmeraldas
desbocadas en el aire.
Lo segundo fue el estruendo en la capilla.
Lo tercero fueron los escombros.
Allí estaba Susana, vuelta una estatua, cegada por aquellos
resplandores. Pensaba en gritar, pero su garganta se resistía a emitir sonido
alguno. Los estruendos se repitieron uno detrás del otro, y la capilla quedó hecha
pedazos en medio de una gran humareda. Aquel resquebraje destapó los sentidos
de Susana, haciéndola gritar, correr y llorar; todo al mismo tiempo, liberando el
flujo de emociones reprimidas.
La humareda la envolvió, bloqueándole la visión, haciéndola tropezar
contra los añicos desperdigados.
Las estelas verdes, aquellas ascuas parecían rodearla y perseguirla.
Dos figuras. Dos sombras.
Entre el humo no podía distinguirlas, pero aquellas presencias
volvieron a plantarla contra la tierra con la piel erizada hasta la coronilla.
Gruñidos.
El humo se disipó de un manotón como si se desgarrase. Un largo
hocico con afilados colmillos se desprendía de una canina cabeza de orejas
puntiagudas. Aquel cuerpo se alzaba, fornido y peludo, en dos patas. Sus ojos
azules estaban fijos y hambrientos ante otra figura contra la que forcejeaba.
Aquella bestia rugió en el momento en que su captor lo estampó contra
el suelo. Un gemido de cachorro avizoraba el dolor que recorría por su médula.
—Ha sido una buena cacería —dijo aquel hombre.
Vestía un tuxedo, embozado con una capa negra. Su rostro se ocultaba
detrás de una Guy Fawkes. Sus manos enguantadas emitían fulgores esmeraldas,
recorriéndole los brazos como serpientes. Susana vio cómo aquel hombre
pisoteó nuevamente al perro gigante, aprisionándolo debajo de sus botas. Una
risa sin nombre se desprendía debajo de aquella máscara.
—Fue una buena cacería —repitió. La máscara cobraba vida, porque
era dueña de la suya
Y el hombre volteó lentamente a mirarla, levantando una mano hacia
ella. El guante blanquecino era una tormenta de llamas verdes.
Ella sentía su calor en sus mejillas, quemándole las pestañas.
Todo se oscureció.
DOS

La penumbra. Las luces penetraron suavemente por sus párpados aun antes
de saber que podía ver. Sus manos se cerraron sobre una delicada sábana.
¿Dónde estoy? Su cuerpo parecía flotar, desbalanceándose como un barco a la
deriva. Poco a poco las luces clareaban su entorno. Todo era blanco y opaco;
aquello la cegaba. A sus oídos llegaba un tic agudo, métrico, que concordaba con
el ritmo de su corazón.
Aquella cama en el hospital le sentaba bien a sus fuerzas, las cuales
amagaban con volverle al cuerpo. Tenía la garganta hecha un averno.
¿Cómo?
Las preguntas comenzaban a surgir una a una, asemejándose a
enredaderas liberadas por una fuerza intangible. Llamas verdes y el rugido de
una bestia, la capilla hecha cenizas; todo en un remolino de imágenes sin
sentido.
Necesito dormir. He estado soñando locuras.
Susana quería pensar eso, a pesar del escalofrío que la embargó al
momento de encontrarse con los ojos azules que la miraban a un lado de la
habitación.
—¡Joder! —exclamó sin pensarlo. El tic del electrocardiograma se
aceleró.
Frente a ella se sentaba una persona de cara adónica, parecida a la de
las esculturas griegas en la antigüedad. Sus ojos azules se sostenían en unas
anchas ojeras inexpresivas hasta la comisura de sus labios. El cabello desaliñado
le caía hasta taponarle las orejas. Era un muchacho joven, vestido nada más con
chaqueta cerrada y jersey desgastados.
Susana no despegaba la mirada de aquel individuo, intentando recordar
su nombre. ¿Es un amigo? ¿Tengo amnesia?
No.
Susana recordaba su nombre, su dirección, su trabajo, su vida, su
madre…
—¿Trabajas aquí? —se le ocurrió preguntar, pensando que quizás era
un enfermero.
Aquel hombre ladeó la cabeza como lo haría un cachorro, y esbozó
lentamente una sonrisa.
—Te has dado en la cabeza —murmuró.
—¿Cómo dices? —Susana no parecía entenderlo.
—Que te has dado en la cabeza —repitió aquel sujeto, señalando la
propia.
Susana se llevó las manos hacia su frente y tanteó una ajustada venda
rodeándola por todo el cuero cabelludo. Dolía.
En aquel momento, la puerta de la habitación se abría abruptamente,
dejando entrar a un agitado Ricardo.
—¡Al fin te encuentro! —exclamó este, sin aliento. Detrás de él venía
una enfermera.
—Señor —decía esta, tomándolo del brazo—. Le aconsejo que se
relaje.
—¡Me relajo cuando quiera!
—Ricardo, por favor —dijo Susana.
La enfermera paró en seco, aparentemente sorprendida al verla
despierta.
—Llamaré al doctor —dijo antes de dejarlos de forma apresurada.
Y se hizo un silencio triple.
Susana alternaba la mirada entre Ricardo y el forastero, quienes a su
vez la imitaban.
—Se ha golpeado la cabeza —dijo por tercera vez este.
—¿Ha sido grave? —preguntó Ricardo con cierto recelo.
Aquel sujeto negó aquello con un ademán, arrancando un suspiro de
alivio en Ricardo.
—Gracias a dios —dijo al acercarse a Susana—. Llevo días
buscándote. Todos en el periódico están muy preocupados por ti. Nadie te había
visto en la universidad. ¿Qué te ha pasado? ¿Intentaron robarte? ¿Secuestrarte?
¿Picarte en pedacitos y vender tus órganos al mercado negro?
—Calma, calma —dijo Susana, echándose hacia atrás gracias a la tanda
de preguntas de su amigo—. Me caí. —Destello verde—. Yo… —En ese
momento, su mirada volvía a recaer en el desconocido—. Él…
—Has quedado un poco estúpida —rio Ricardo, dándole una palmada.
Acto seguido, acercó uno de los banquitos de la ventana antes de sentarse—. Me
alegra que estés bien. Con tanto peligro en la calle… —Su mirada recaía en el
otro.
El desconocido se levantó, sólo para encontrarse con la cara del doctor
abriendo la puerta.
—¡Ah! ¡Francisco! —dijo este—. ¿Por qué no avisas que ya ha
despertado? Muy irresponsable de tu parte.
Como respuesta obtuvo un gruñido, y acto seguido, salió de la
habitación, apartando al médico.
La tarde caldeaba. Se estaba fresco en la habitación. Susana degustaba
una sopa de vegetales que hacía que su estómago clamara por más. Sus
palpitaciones andaban con normalidad en el electrocardiógrafo.
—¿Cuánto te queda de vida? —preguntó Ricardo de la nada, con la
cabeza metida en una revista que cogió en sala de espera.
—¿Qué dices? —espetó Susana—. Ya oíste al doctor. Estoy en
perfectas condiciones.
—Sin embargo, no recuerdas nada. —Ricardo engranaba picardía
detrás de aquellas páginas.
Aquellas llamaradas verdes.
—Es cierto —suspiró Susana—. Nada de nada.
—Suerte que ese tipo te haya traído hasta aquí —dijo Ricardo—. De la
que te salvaste, con tanta rata suelta. ¿Cómo es que se llamaba? Deberías
mandarle algo y agradecerle.
—Francisco. —Susana sentía como su pecho se calentaba. Aquellos
ojos azules. Aquellas llamaradas verdes—. Se llamaba Francisco.
—Buena memoria.
Al fondo se escuchaban algunas chicharras junto al ocaso. El brillo del
cielo coloreaba la habitación como una mandarina.
—Creo que me iré —dijo Ricardo, dejando la revista a un lado—.
¿Necesitas que venga por ti cuando te recuperes?
—Puedo caminar —dijo Susana.
—Igual vendré —Ricardo se acercó, dándole un beso en la frente—.
Aprovecha de descansar.
Pero Susana no concilió el sueño aquella noche. Daba vueltas en la
cama como si fuera un trompo. Cada vez que sus párpados lograban cerrarse, los
destellos esmeraldas recurrían a su mente como una gelatina, entremezclándose
entre el miedo y la zozobra que había experimentado. No podía determinar si
aquello era una alucinación producto de su amnesia.
La capilla. ¿Hombres lobo? ¿Un Guy Fawkes carnavalesco? Por
favor, Susana. Aquello no parecía la opinión objetiva de una periodista, o futura,
cómo quisiera llamarse. Los locos estaban sueltos en la Capital y ni siquiera era
Halloween.
Luego recordó los ojos azules de Francisco. Eran salvajes, penetrantes
y afilados como los colmillos que adornaban la hilera del hocico. Había vuelto a
verlos esta mañana, en aquel rostro apacible y sereno, casi perdido.
—Tienes las cosas hechas un meollo, Susana —se dijo, dándose la
vuelta, por enésima vez.
TRES

La semana en el hospital pudo ir de maravilla si tan sólo se hubiese dedicado
a dormir. Hasta ese momento, Susana no cayó en cuenta de cuanto necesitaba
cerrar los párpados y olvidarse del mundo. Para su desgracia, el médico y las
enfermeras tenían otros planes.
Y su cabeza también.
—Sólo nos aseguramos de que no tengas daño cerebral —le había
dicho el médico, luego de una sesión interminable en la que tenía que identificar
manchas negras sobre el papel—. Te has dado…
—Ya sé que me he dado un buen golpe —repitió Susana—. ¿Podré
irme alguna vez?
El doctor apartó los dibujos y se levantó de la cama. Por la ventana, la
brisa palmeaba las sábanas que la arropaba. Los dedos de sus pies se erizaron
ante la frescura.
—Creo que puedes caminar un rato —dijo el doctor—. Pero no te
esfuerces demasiado. Todavía estás bajo observación.
Eran justas las palabras que Susana quería escuchar. Intentó no
engranar mueca alguna, y se remitió a asentir, agradecida.
—La enfermera te traerá ropa —dijo el médico—. No queremos que te
dé de más el aire.
A los minutos, Susana ya caminaba por los jardines del hospital. El
viento, fino como una película muda, le acariciaba el rostro, haciéndole pensar
que quizás era todo lo que necesitaba para curarse. Pensó lanzarse a la fuga, pero
sabía que era imposible, y más aún, bajo las extrañas circunstancias que la
rodeaban.
No fue un sueño.
Eso habría querido, pero enterarse que la capilla del cementerio había
sido reducida hasta sus cimientos cambiaba las fichas dentro del tablero. Lo que
había visto y sentido era tan real como el sendero de adoquines por el que
serpenteaba en el jardín. Las recurrentes pesadillas color esmeralda tampoco la
dejaban en paz, como si la olisquearan como un sabueso entrenado para matar.
Y aquellos ojos azules en Francisco. No era un coincidencia. Como
periodista, la regla de oro se debatía entre lo que era una casualidad y lo que no.
Sus maestros se habían encargado de tatuárselo en la psiquis todos los días en
clase. Ahora era tiempo de validar lo que había aprendido.
—Sí. Vi a un hombre lobo —dijo al sentarse en un pequeño banco de
piedra a un lado del sendero. La cubría un enorme manzano—. Sí. Vi a un tipo
lanzando rayos verdes de las manos.
Admitirlo se le estaba haciendo sencillo. Tampoco era tonta. Quizás el
golpe en la cabeza le estaba afectando, se dijo. A fin de cuentas, uniendo los
cabos, el sentido de aquellos acontecimientos se engranaba poco a poco en su
mente.
—Tonta, Susana —susurró.
Y el susurro fue como una alarma. Susana dio un breve respingo al
momento de ver dos perlas azules escondidas en unos setos a la distancia. Dos
ojos. Un nombre vino a su cabeza como un chispazo eléctrico.
—Francisco…
Arrancó a correr. Las piernas le flaquearon, pero se mantuvo firme
como los pasos de una cebra. La figura detrás de los setos comenzó a alejarse,
ingrávida ante el atardecer.
No te escaparás.
Si alguien sabía lo que había ocurrido en el cementerio, era aquel
sujeto. Su intuición se lo decía, y la misma la impulsó a usar toda la fuerza de
sus piernas. Jadeaba en cada zancada, pero no lo perdía de vista, y aunque
levantaba la mirada de algunos pacientes al pasar, no se detuvo a pesar de las
advertencias de estos.
—¡Espera! —gritó Susana, con el pecho latiéndole mil por hora—. ¡He
dicho que te detengas!
Lo vio saltar hacia el estacionamiento por una rampa altísima, con una
velocidad digna del viento. Las gotas de sudor perlaban frente de Susana. ¡Cómo
hizo eso! La cabeza comenzaba a darle vueltas como un torbellino desfasado.
Seguía corriendo, casi automática. Debo saber… Debo saber… Es él… Es él…
Su vista se nubló y sus rodillas dejaron de responder. Sintió el tirón del
vértigo al desplazarse por la rampa vías al estacionamiento y caer al vacío. Sus
pies se despegaron de la tierra, mientras todavía sus pensamientos gritaban
confundidos. Rayos esmeraldas, gruñidos y zarpazos en el polvo; el cementerio
destrozado y una ráfaga de destrucción atronadora que jamás podría olvidar
aunque quisiera.
Y se detuvo.
Sintió que unas manos la abrazaban, asemejándose a unas tenazas. Un
olor a tierra y pasto se le coló por las fosas nasales. La silueta que se formaba
entre sus pestañas le revelaba poco a poco el contorno del hombre que la
sujetaba. Abrió lentamente los ojos, y encontró un fugaz destello azul, como de
mar.
—¿Qué…?
Francisco la llevaba cargada. Estaban en el estacionamiento,
alumbrados nada más que por dos pequeños faroles en el techo.
—¿Acaso eres estúpida? —preguntó, como si aullara—. ¿Por qué has
hecho eso?
—Tú… —Susana a duras penas podía modular palabra. Tenía la
garganta hecha un desierto, pero su mente no estaba tan seca como su gaznate—.
Tú eres un Vitalista.
Francisco abrió los ojos como dos claras de huevo, y Susana tuvo la
impresión de que la dejaría caer. Sintió breve espasmos provenientes de aquellos
brazos.
Bingo.
—Así que es cierto… —murmuró, antes de ser llevada nuevamente
hacia las sombras. Esta vez, las ráfagas verdes no invadieron sus pensamientos,
sino el resplandor azul proveniente de las cuencas de Francisco.
CUATRO

—¡Carajo! —pensó Francisco en su cuarto de hotel—. ¡Carajo!
Pasar la noche en los suburbios no le parecía tan malo desde que llegó
a la Capital. A decir verdad, la idea de la clandestinidad le agradaba. Moverse en
las sombras e inadvertido ante los ojos curiosos. Eso era lo que buscaba; un poco
de tranquilidad mientras planeaba su próximo movimiento.
Pero ahora que veía a aquella chica durmiendo en su cama, sus ideas se
enredaban como la cola de un volatín.
Sabía que no debí meterme. Eres un sentimental, Francisco.
Todavía no comprendía qué lo había llevado hasta el hospital. La chica
estaba bien, sana y salva. Los médicos cuidaban de ella y en líneas generales se
veía capaz de llevarle el paso en una carrera. Me estoy poniendo viejo, quizá.
Pero una molestia picaba sobre sus ojos como un cuervo. La chica estaba allí por
su culpa, y eso era algo que no podía cambiar.
Caminó hacia la ventana, y el humo de los vehículos birlaba hacia el
cielo como una pared de bilis grisácea. La noche era cerrada, tan cerrada como la
puerta de la habitación. Debía mantenerla así. Por si acaso.
—Carajo —murmuró de nuevo antes de volver al pie de la cama. En la
mesita de noche tomó una soda y la destapó antes de beber. Las burbujas
parecían juguetear en su garganta antes de quemarle el estómago. Todavía no se
acostumbraba, pero el sabor le parecía irresistible. No había de aquellas cosas en
Garnarank. No desde que…
La chica se removió, envuelta en aquellas viejas sábanas. En cualquier
momento despertaría.
—¿Y luego qué, idiota? —dijo. Tomó otro sorbo—. ¿Sonreirás como
aeromoza?
No tenía caso, se dijo. La chica lo había descubierto. Y eso era tan
peligroso como Gerard. El mundo no estaba listo para tanta conmoción de una
sola vez. Ni siquiera él lo estaba, y eso que se consideraba un tipo duro de roer.
Miró a la chica. Debían estarla buscando. Es una lástima. Ahora que
sabes qué soy, estás hasta el cuello de este problema. Si me delatas, os mato.
Comenzaba a dolerle la cabeza. Se rascó detrás de las orejas y se
consiguió una pulga; un pequeño pero molesto precio que debía pagar para
siempre si quería sobrevivir en este mundo.
—Cortaré la cabeza de la serpiente —gruñó finalmente.
Tomó la lata de soda y la vertió en la cara de la chica. Los ojos de ella
se abrieron al instante y una bocanada en forma de grito la hizo reincorporarse
en el acto. Parecía un pez fuera del agua, y la forma en la que movía los brazos
en busca de un lugar en donde asirse le causaba una gracia tremenda que no
pudo reprimir.
Dejó la lata a un lado, escuchando como la chica recuperaba el aliento
y tomaba consciencia del lugar en donde se encontraba. Sabía que estaría
analizando sus opciones y que en cualquier momento gritaría por ayuda en
cuanto lo viese.
De la gabardina sacó un cuchillo y lo colocó en su cuello. La chica se quedó
estática, de piedra como las lápidas del cementerio en donde la encontró. El
rostro estaba tan pálido que parecía que podría manejar un trineo sobre sus
mejillas, y los ojos tan dilatados por el pánico, que le daban la impresión de que
se orinaría sobre la cama.
Sigues siendo un tipo duro de roer. Perdón por dudar de ti.
—Escucha —dijo, mostrándole los colmillos en una sonrisa—. Nada de
quejas. Hablarás sólo cuando te lo ordene y en respuestas cortas, ¿está claro? No
te haré daño si colaboras. —La miró de arriba abajo—. No me agradaría desollar
un cuerpo tan… bonito.
Eso es. Calma, corderito.
Deseó no pensar en aquella fracción de segundo. Maldijo su confianza.
El brazo de la chica fue a dar contra la lata de soda y la salpicó directo en su
rostro. Las burbujas explotaron en sus cuencas junto a la maldición, y sintió
cómo lo empujaban a un lado. Antes de recuperar la visión, escuchó golpes
secos contra la puerta.
—¡Ayuda! —gritaba la chica—. ¡Ayuda por favor! ¡Que alguien venga!
¡No hagas eso, idiota!
Con la velocidad que le conferían sus reflejos, llegó hasta ella y la
tomó entre sus brazos, obligándola a verle al momento de aprisionarla contra la
pared. Un gruñido le vino desde su pecho y castañeó los dientes muy cerca de
aquel rostro de porcelana. Se encontró con los ojos de la chica, quien lo miraba
sin una pizca de empatía como si se entregara a una muerte dolorosa.
Escuchó pasos detrás de la puerta. Maldita sea la vida. Segundos
después, llamaban.
—¿Está todo bien? —preguntó el hostelero—. Escuché gritos.
Francisco dirigió de nuevo una mirada irascible hacia la chica.
—Habla si no quieres que te desgarre los intestinos. —Hundió su
pulgar en el estómago de la mujer y usó un poco de poder para hacer crecer la
uña lo suficiente para hincarla. Un leve gemido salió de ella—. Habla, te digo…
—¿Alguien ahí? —dijo de nuevo el hostelero.
Hincó más. Si la cosa se salía de control, no tendría más remedio que
matarla junto al hostelero y volver a las calles, a merced de él.
Menuda mierda de suerte.
—Estamos jugando… —La voz de la chica le recordó a la de un pichón
—. ¿Quiere unirse?
¿Unirse? ¿A qué está jugando…?
Comprendió. Sus mejillas comenzaron a calentarse, y aflojó un poco la
prisión en la que contenía a la muchacha. Un carraspeo incómodo provino desde
la puerta.
—Gracias por la invitación, pero estoy casado. —Pasos que se alejaban
hasta no escucharse más.
Y allí quedaron aquellos dos, mirándose fijamente. Francisco le dedicó
un ademán y dejó de usar su poder. La uña de su pulgar volvió a la normalidad y
le tendió la mano a la chica para que se sentara en la cama.
—Por favor —dijo—. Hagamos esto por las buenas.
—¿Colocarme un cuchillo en la garganta fue por las buenas…? —dijo
la chica, yendo hacia la cama. Se sentó.
—Tenía que asegurarme de ciertas cosas. Además —señaló a su
alrededor—, mira en dónde estás…
—Lo noto. —Arrugó la cara—. Soy tu prisionera…
—Yo no fui quien corrió como una demente en medio del hospital.
—Yo no fui quien vigilaba como un perro sarnoso detrás de unos
arbustos. —Pausó—. Francisco…
Su nombre en sus labios le causó corto circuito. Debí matarla y san se
acabó. No entiendo por qué me tomo estas molestias.
—Un placer —dijo Francisco, usando toda la cortesía que le era
posible—. Encantado de conocerla, señorita…
—Susana —dijo—. A secas para usted. Francisco.
Carajo. Mil veces Carajo. Deseó no haber derramado la gaseosa. La
necesitaba.
CINCO

Gritar no serviría de nada. El nudo en su garganta le recordaba que no
importaba lo que hiciera, aquello la llevaría al otro mundo sin pasaje de vuelta.
Ahora los ojos azules de Francisco la acechaban, como una bestia. No quedaba
de otra que mantenerse impasible ante él, aunque estuviese a punto de
desmayarse de nuevo.
No puedes, Susana. Sé fuerte.
—Entonces es cierto —dijo Susana, mirando las manos de Francisco
—. Eres un Vitalista.
—Creo que es bastante obvio —respondió el aludido—. Te agradecería
que no lo estés regando por allí. Podría tener… problemas.
—¿Es por eso que me secuestraste? —Susana rio—. ¿Me encerrarás en
una torre a la espera de un príncipe que tenga el valor suficiente para liberarme?
—Una alcantarilla estaría mejor si no te callas…
Francisco dejó escapar un bufido, y Susana notó que sus pelos se
erizaban. Oteó la lóbrega habitación en busca de una nueva alternativa, pero la
puerta dejaba de ser una opción y la ventana daba hacia unos tejados oscuros.
Debía estar en algún escondrijo barato, cerca del suburbio, el cual ya tenía la
peor reputación de toda la Capital. Y si esconde a Vitalistas… Decidió que le
seguiría el juego a Francisco si eso ayudaba a mantenerla con vida un poco más.
—¿Qué quiere un Vitalista de mí, una simple mortal? —dijo finalmente
—. ¿Mi fortuna?
Ante eso, Susana notó cómo Francisco relajaba sus facciones. Dejó
escapar un largo y pesaroso suspiro, como si todo el peso del mundo estuviese
sobre sus hombros. Susana no pudo evitar sentir parte de aquella punzada.
—Unos amigos vendrán por mí —dijo Francisco. Se levantó con la
vista hacia la ventana. Se detuvo en el umbral—. Me sacarán de esta pocilga de
ciudad. Todo debía marchar sin contratiempos, pero me encontré con un pequeño
altercado…
—¿Yo? —preguntó Susana.
Le pareció que Francisco rio entre dientes.
—Tú eres el mal menor —dijo este—. ¿Recuerdas al enmascarado?
Cómo olvidarlo. Susana soñaba con aquellas malditas llamas verdes a
cada momento. Eran una pesadilla recurrente; pesadilla que solía robarle las
fuerzas y las ganas de vivir. Jamás se había sentido así con un sueño, y nunca un
sueño había sido tan real.
Y ese era el peligro de los Vitalistas. Se decía que ellos eran capaces de
maldecir la vida de aquellos con los que se cruzaban. Por eso los persiguieron
hasta casi extinguirlos. Por eso Garnarank quedó hecha una pila de cenizas.
—Es como tú —afirmó Susana. No había duda. El Guy Fawkes
carnavalesco era uno de ellos. Se preguntó cuántos más estarían escondidos bajo
los muros de la Capital.
—Lamentablemente —dijo Francisco—, pero eso no evita que sea un
hijo de puta.
—Todos son unos hijos de puta —dijo Susana, pensando en voz alta.
Se mordió la lengua al momento. Por más repulsión que sintiera ante aquella
raza, debía mantener la boca cerrada.
Pero Francisco no hizo movimiento alguno. Se quedó allí, fijo con la
mente en la ventana. Por un momento Susana pensó que estaría acostumbrado a
aquella clase de comentarios.
—Todos somos unos hijos de puta —repitió Francisco, monocorde.
—No lo dije en serio… —En realidad sí, pero no quiero que te lo creas
—. Destruyeron la capilla. —Y con eso, un nuevo pensamiento se abrió paso
hasta la punta de su lengua—. La tumba de mi madre estaba allí…
No pudo completar la frase. La imagen de las lápidas siendo
despedazas por el vendaval de destrucción trancó palabras en su garganta. Sus
recuerdos, sus memorias. Miró a Francisco, y por un momento deseó que el
enmascarado lo hubiese matado. Él era culpable de ya no tener un lugar en
donde recordar a su madre. Le había arrebatado lo único que le quedaba en su
desdichada soledad.
—Al menos tu madre tenía un lugar en donde reposar —dijo Francisco
—. La mía se convirtió en polvo luego del bombardeo. —Se dio la vuelta y
camino hacia Susana. Su semblante parecía una placa de metal, fría e
inexpresiva—. Te quedarás aquí hasta que pueda irme. Es todo lo que tengo que
decir. —Hizo una pausa—. Si intentas escapar o salir sin mi supervisión, te
mataré. Velo como una oportunidad.
—Mis amigos vendrán a buscarme —dijo Susana, intentando mantener
la calma—. La policía…
—Los voy a joder si ponen un pie aquí —interrumpió Francisco. Una
llama azulina paseó por su iris—. Recuerda: somos unos hijos de puta.
Y una media luna se le dibujó en la cara. Sus dientes blanquecinos
como el hueso relucían en la mueca que ahora parecía desfilar por toda la
habitación. Susana no tenía escapatoria. El mundo le daba vueltas, y las náuseas
arremolinaban jugos en su estómago. Quería volver a desmayarse, despertar
fuera de allí, fuera de la Capital. Por primera vez desde que abrió los ojos,
comprendió que la salida a su situación estaba tan lejos como la distancia del sol
a la tierra.
Respiró hondo, resignada.
—¿Por cuánto estaré aquí? —preguntó. La garganta le ardía.
—Dos semanas —dijo Francisco—. Si todo sale bien, estarás en casa y
olvidaremos este pequeño incidente, Susana.
—Es chistoso —dijo Susana.
—¿Qué cosa?
—Somos la Bella y la Bestia…
—Estarás en compañía de un verdadero Vitalista —gruñó Francisco
ante la referencia—. Quizás aprendas una o dos cosas de nosotros, humana.
Podría decirte lo mismo.
Susana volvía a pensar en alguna réplica que la alejase de la zozobra de
estar encerrada, pero su garganta continuaba ardiéndole al respirar.
—¿No hueles eso…? —preguntó. Sentía un escozor en los ojos.
—No he sido yo… —dijo Francisco, abriendo sus fosas nasales,
asemejándose a un canino—. Es…
—Gas… —completó Susana.
Francisco abrió los ojos como platos.
—¡Mierda!
SEIS

Gerard esperaba paciente en el tejado. Su respiración salía por los orificios
de la máscara, dejando un leve vaho verde producto de su poder. Podía irrumpir
en la habitación y terminar de una buena vez con eso, pero no lo conocían en
Garnarank precisamente por no presentar espectáculos dignos de ver. No.
Tendría, primero, que hacer salir a las ratas de su agujero, y luego, como todo lo
que se decía de él, darle cacería hasta robar cada ápice de su vitalidad.
Volvió a respirar, arrebujado en su capa como un bulto oscuro y
uniforme. En la ventana del edificio que observaba, veía la sombra de Francisco
moverse de allá para aquí, inquieto.
Tiene compañía. Otra presa.
Las bocinas de las motocicletas y algunos botes de basura siendo
perpetrados por perros, gatos y mendigos le llegaban a los oídos calle abajo. Le
parecían perfectos; una muestra de la decadencia de la sociedad humana. Sabía
que era cuestión de tiempo antes de que decidieran matarse entre ellos. La
Capital lo tenía todo. ¿A costa de qué? Rio. Daba igual.
Ya había pasado un rato. El gas ya estaría impregnando cada ranura de
la habitación. Hora de salir a jugar.
Chasqueó los dedos.
Los suburbios se iluminaron por una llamarada verde que surgió de
aquel motel. El estruendo y los escombros rugieron por toda la avenida, y el
edificio colapsaba mientras el fuego llenaba sus pasillos como un torrente de
muerte.
Calle abajo, los transeúntes se detuvieron ante el horror de aquella capa
luminosa. Algunas brozas se levantaron de la tierra, y los vidrios llegaron a
colmar las veredas como puñales. Todo se llenó de gritos y agonías. Un festival
orquestado por la desesperación que causaba el salvaguardar la vida.
Humanos… Humanos… ¿Ya ven lo que se siente?
Podría hacerlo toda la noche. Podría destruir todos los edificios de los
suburbios por mera diversión. Era lo que aquellos asquerosos simios se
merecían. Podría ser un héroe para los suyos, pero aquel papel le asqueaba tanto
como aquella raza. Además, no estaba allí para eso.
—Sal —murmuró. Su máscara formaba ecos dentro de su cráneo.
Y aquello fue como una mágica invocación. Vio la sombra azulina del
poder desplazándose lejos, saltando entre los tejados como si se tratase de una
araña.
Perfecto.
Entre llantos y desdichas, Gerard cruzó las llamas, absorbiendo parte
del poder que había utilizado. Cubrió la distancia con el menor esfuerzo, y
apenas tocó el suelo, volvió a saltar. La sombra de Francisco le llevaba ventaja,
pero nada que no pudiese resolver. Era un espectro nocturno. Eso es. Diviérteme.
No lo pongas tan fácil.
Le imprimió más poder a sus piernas. Gerard se vio rodeado de una estela
parecida a unas algas de humo, y su alrededor se tornó como una pantalla
polícroma, sin forma. La gritería desesperada quedó atrás, lejana como si nunca
hubiese existido, pero el calor que emanaba de su cuerpo le recordaba que todo
era real; tan real como la mole de pelos que corría entre los tejados a escasos
metros de él.
Notó que la mole se dejaba caer en un callejón. Mal, Francisco.
Encerrarte no te ayudará. Se dejó caer a su vez y arribó a una vereda estrecha y
poco iluminada. Apagó su poder y oteó de lado a lado, buscando el rastro de la
bestia que perseguía.
Ahora el silencio se hacía presente, pero sabía que estaba allí,
escondido en la oscuridad. Podía palpar el poder emanar desde los adoquines. Su
corazón latía con fuerza como solía hacerlo en aquellas circunstancias. Era uno
de sus momentos favoritos de la cacería, por lo que se tomó su tiempo para
disfrutarlo.
Un paso. Luego otro. Los gases de las alcantarillas creaban un leve
sendero hacia el fondo del callejón. Era el único lugar a donde iría Francisco; no
se arriesgaría a salir a la calle transformado.
No era tan idiota. No. No lo es. Avanzó a tientas hacia la penumbra, y
esperaba encontrarse con los colmillos a viva voz, o con alguna zarpa perdida
buscando desgarrarle el pescuezo. Eso le gustaría. Le pondría sabor al trabajo.
Llegó hasta el fondo del callejón y encontró el rastro. La reja que
separaba la callejuela había sido desprendida con una brutalidad de la que
Gerard era consciente. Ahora el camino se dividía en varias encrucijadas.
—Vaya… —masculló.
En ese punto solía pasarle. Subestimaba al rival y eso le daba
momentos extras de vida. Ahora tendría que revisar cada camino y eso le
tomaría horas y horas; tiempo suficiente para que la presa escapase sin dejar
rastro.
—Y eso es lo que quieres, ¿no? —dijo.
Había visto una alcantarilla sin tapa. Era tan obvio que podía haberse
revolcado de la risa durante varios minutos, pero tuvo que darle crédito por el
esfuerzo. Su presa había aprendido la lección; enfrentarlo cuerpo a cuerpo no era
del todo inteligente. Correr sí, querido Francisco. Se frotó las manos y se
deslizó por la alcantarilla. Usó su poder para amortiguar la caída, y aterrizó con
la sutileza de una pluma.
A sus pies, un pequeño riachuelo le salpicaba porquerías, pero no
importaba, porque el poder de Francisco le era tan claro como un cielo.
Comenzó a caminar por el desagüe, y su figura enarbolaba a la de un cuervo
gigante; un cuervo de pálido y sonriente rostro, que sólo buscaba un poco de
diversión en ese mundo tan maldito lleno de humanos.
—Francisco, Francisco —murmuró Gerard—. Sin ti, esto no tendría
caso… ¿Por qué no lo entiendes?
Se lo haría entender. A él y a cualquier Vitalista que se le atravesase en
el camino. Era casi como una vocación de vida; un deber. Y los nobles deberes,
según entendía, eran senderos solitarios.
—Me encantan —se dijo, risueño—. De verdad me encantan.
SIETE

¡Cómo pesa esta!
Ahora sí la había liado. Su descuido le costó su incógnito y podría
costarle algo más si no continuaba corriendo. Bajo la forma humana le era más
difícil cargar a Susana, pero no atrevía a volverse a transformar en Licántropo a
sabiendas de que Gerard le pisaba los talones.
Para su suerte, Susana se había desmayado en cuanto las cosas
comenzaron a explotar. De no ser por sus reflejos, estarían enterrados diez
metros bajo tierra con los escombros de todos los suburbios encima de ellos.
Tenía que admitir que por poco no la contaban.
Maldito seas, Gerard. Déjame tranquilo.
Quién haya sido quien lo contrató, debía estar verdaderamente
desesperado para enviarlo a la Capital. Aquel lugar era incluso peligroso para él.
Si la Milicia se enteraba de que se estaba desarrollando una guerra de Vitalistas
en sus calles, minaría cada recodo con soldados y, como consecuencia, sería una
pesadilla esconderse durante dos semanas.
Con Susana a cuestas, siguió los faroles que colgaban del
alcantarillado. Su olfato estaba siendo torturado por la cantidad de olores
desagradables que emanaban las tuberías a los costados. Hubiese preferido
encontrarse con algún caimán antes que seguir soportando aquel olor. Confiaba
en que la oscuridad lo arropase.
Casi podía sentir la mano de hierro de Gerard cerrándole el paso. Las cosas
no habían salido muy bien desde su último encuentro; un par de costillas rotas se
encargaban de recordárselo al menor movimiento dentro de la brusquedad.
—No podría ganarle —murmuró.
Se adentró por un par de túneles y siguió andando a tientas, sin saber
exactamente a donde se dirigía. Intentaba seguir los desagües, pero los hilillos de
agua se perdían en pequeñas troneras por las que sólo una lagartija penetraría. A
su espalda, Susana comenzó a despertar. Su aliento estaba caliente, muy cerca de
su oreja.
—¿Estás bien? —preguntó.
Se detuvo en una intercepción y recostó a Susana en una pared de
ladrillos atiborrada de pestes. Miró en todas las direcciones para asegurarse de
que nadie lo seguía. Por ahora. Atestiguó cómo Susana abría los ojos colores
avellana, vacíos y confundidos por la conmoción. No evitó alegrarse al ver que
no tenía rasguño alguno.
—¿Dónde…? —La voz de Susana era una desgracia—. ¿Por qué huele
tan mal…? ¿Qué hacemos en las alcantarillas? ¿Qué ha pasado en la superficie?
No me digas que…
—¿Puedes caminar? —preguntó Francisco como un porrazo.
—Creo que sí —dijo Susana, haciendo el intento.
La chica logró ponerse de pie. Sus piernas flaquearon como un
cervatillo. Francisco la ayudó a mantener el equilibrio.
—Está detrás de nosotros —dijo, al soltarla. Tampoco soy un bastón—.
No podemos parar.
—¿Te refieres a…? —Susana aún no parecía caer en cuenta de la
situación. Aquello arrancó un gruñido en Francisco.
—Gerard —masculló el aludido—. El tipo de la máscara —aclaró
cuando Susana levantó una ceja.
—¿Lo conoces? —Susana abrió los ojos como huevos.
Francisco dejó escapar un lánguido suspiro. Habría preferido otra
pregunta.
—Algo así —se limitó a responder—. Andando.
Escuchó los pasos de Susana detrás de él al momento de internarse por
otro túnel.
—Gerard es un caza recompensas —explicó Francisco—. No se
detendrá ante lo que sea que se interponga entre él y su presa. Era muy famoso
en Garnarank.
—¿Por qué usa una máscara? —preguntó Susana.
Francisco intentó recordar. Leyendas había muchas, pero todas eran
inventos que sólo valían para enaltecer su propia historia. Gerard vivía de lo que
se decía de él. Y de su reputación, imbécil. No se te olvide.
—Dicen que la obtuvo al quitársela a su mejor presa —dijo Francisco
—. Un homenaje, en cierta manera. No lo sé. Solía tener esos desvaríos…
—Pareces conocerlo mucho —dijo Susana.
Eso sí arrancó una leve sonrisa en el rostro de Francisco. ¿Conocerlo?
—Un poco —rio.
A su buena suerte, Susana no siguió haciendo más preguntas, pero
sentía el peso de su mirada sobre su cuello. A todas estas necesitaba pensar.
Volver a la superficie era un riesgo que tendría que tomar tarde o temprano, con
Gerard o sin él. Sostuvo la esperanza de que quizá lo habría dejado en paz.
No, Francisco. Sabes que no.
—Las cosas se me escapan de las manos —dijo. No sabía si lo decía a
manera de disculparse con la humana o consigo mismo, pero lo tenía atorado
desde hacía rato—. La he cagado, Susana.
—No tiene importancia —dijo la chica.
Doblaron una galería llena de escalerillas oxidadas.
—Eres una terrible mentirosa, ¿lo sabes? —dijo—. Desde hace rato
estás buscando la manera de escapar. Y suelta esa barra de acero. Vi que la
tomaste en el último pasillo. —Se dio la vuelta y comprobó sus palabras. La
resignación en la cara de la chica apareció un segundo después.
Le quitó la barra de las manos y la arrojó a un costado. Un golpe seco y
metálico retumbó como una demanda en todos los muros.
—Intento salvarnos el pellejo —dijo Francisco—. Deberías
agradecerme, para variar.
—¿Agradecerte? —En el rostro de Susana se dibujó una mueca de asco
—. Me secuestras y ahora me metes en tus asuntos, mugroso Vitalista. ¿A mí que
me importa que te persiga un payaso enmascarado?
—Te vio conmigo —dijo Francisco—. Quieras o no, irá tras de ti tarde
o temprano y te matará. Pondrá tu cabeza en lo alto de una chimenea y les
contará a otros Vitalistas la manera en que te cazó y jugó contigo. —Dejó salir
sus dientes con sorna—. En lo que a mí respecta, soy lo único que te separa de
ese destino, así que empieza a cooperar…
Francisco calló de repente. Remplazó su habla por un leve chillido
antes de caer abruptamente hacia atrás. Una pequeña flecha de fuego verde se
había clavado en su hombro. ¡Nos encontró!
Por el rabillo del ojo, notó que una ola color esmeralda se acercaba
hacia él y Susana. Ya podía escuchar la risa de Gerard penetrando su cabeza
como una legión de avispas. Miró a Susana y comprendió que tendría que volver
a usar su poder.
Y eso era señal de una inminente derrota, pensó.
OCHO

Susana se llenó de horror al ver la marejada de llamas que ahora se le venía
encima como un maremoto. Sobre aquellas crestas, el Vitalista que se hacía
llamar Gerard flotaba sobre ellas como un surfista. Bajo la máscara de Guy
Fawkes, Susana percibía que se reía tan fuerte que su corazón recibía incontables
tajos.
Y sus fuerzas comenzaron a mermar. Todo a su alrededor parecía
perder forma física, como si entrase en un limbo lleno de baba. Su capacidad en
diferenciar lo que era real y lo que no parecía debatirse entre los planos de la
existencia; incluso la suya propia.
Lejana, la voz de Francisco intentaba quebrantar aquel cristal acuoso
que la rodeaba.
¿Qué me dice?
Podía verlo mover los labios a medida que se levantaba, pero también
veía a Gerard acercarse. Todo en cámara lenta. El espacio y el tiempo perdían
continuidad. No era ella misma. No supo si debía correr, esconderse o quedarse a
mirar. No tenía motivos para nada, ni siquiera para intentar llenar sus pulmones
de aire y dejar escapar un grito que reventase los tímpanos de los Vitalistas.
Vitalistas.
Y la revelación de lo que en eran parecía romper un poco la pared, y
con ella, la voz de Francisco se coló un poco.
—¡Mantente firme! —escuchó—. No te dejes arrastrar… Es su
poder…
¿Su poder…?
Otro crack en los muros. Esta vez mucho más sonoro que el anterior.
La voz de Francisco seguía vociferando. Comenzaba a comprender poco a poco
entre las líneas de su pensamiento.
—¡Gerard se alimenta de la energía vital! —gritó Francisco—. ¡Huye,
maldita sea! ¡Susana!
Fue su nombre lo que rompió aquella cárcel de inconsciencia. Todos
los sonidos, colores y percepciones llegaron a ella como una ráfaga hecha de
espartanos. Y lo agradeció, porque el mismo retumbar le devolvió la lucidez y
parte de sus energías.
La adrenalina se apoderó de ella. Su corazón latía sin control. Francisco
se había levantado, y un haz azulino comenzaba a rodearlo. Desde donde estaba,
su pecho parecía aprisionado por una avalancha.
—¡Te dije que huyeras! —gritó de nuevo Francisco. Algo en su voz
sonaba fuera de sí. Un dejo salvaje.
Se va a transformar.
La centella vino junto al rugido. Susana intentó protegerse los ojos de
aquel fulgor, pero en vano. Francisco había gritado desde el interior de toda su
masa corporal. Se erguía como un obelisco a punto de explotar desde adentro. Su
pecho subía y bajaba como un fuelle, y de su boca, la saliva salía incontrolable
como borbotones de un torrente. Sus ojos relucían como zafiros, y sus músculos
crecían sin pausa.
Y aparecieron los pelos plateados. Primero fueron sus extremidades,
luego sus garras de cuchillas. La ropa se rasgó, dejándolo desnudo mientras el
pelo lo abrazaba como una estampida hecha de lava.
Las orejas se tornaron puntiagudas como lanzas, y el hocico canino dejó
entrever un par de colmillos tan letales como la mirada que ahora Susana veía en
él. Tuvo miedo de verle. Quería hacer lo que le habían ordenado; de verdad lo
necesitaba, pero sus piernas ya no respondían a su voluntad; estaban clavadas a
la tierra como un par de crucifijos.
El Licántropo saltó hacia adelante, y Susana se apartó justo a tiempo,
porque parecía que la arrollaría por la fuerza del impulso. El agua salpicó y la
colisión fue inminente. El fuego verde saltó de todas partes mientras los
gruñidos de Francisco y la risa de Gerard se mezclaban en el alcantarillado.
¡Que huyas!
No podía quedarse más. Se levantó y comenzó a correr tanto como
pudo. Lo último que vio fue la escaramuza en la que se veían implicados los
Vitalistas. Las tuberías y los ladrillos comenzaban a agrietarse luego de cada
golpe, estremeciendo la tierra más allá de sus cimientos. Todo se sacudía, pero
Susana no se detuvo.
Al fin estaría libre. Dejaría que se mataran entre ellos y avisaría la
inminente presencia de más Vitalistas en la Capital dentro de las próximas dos
semanas. Y lo mejor de todo era que tenía un reportaje increíble para el
periódico; una crónica fuera de toda regla.
Sería la envidia del departamento, del salón de clases e, incluso, de sus
profesores. La invitarían a programas de radio, de televisión, podcasts y
cualquier cosa que se le ocurriese. Narraría, con lujo de detalle, lo que se sintió
estar en las redes de un desalmado Vitalista y cómo se las había ingeniado para
escapar.
¿Es así, Susana? ¿Tan malo es como lo pintas?
El cementerio le vino a la mente, y luego el rostro de Francisco, sus
ojos azules que la miraron por primera vez en aquella cama del hospital. Un
gruñido en su mente la hizo desacelerar en la carrera.
En lo que a mí respecta, soy lo único que te separa de ese destino, así
que empieza a cooperar…
La voz de era tan nítida que pensó que estaba a su lado. Ahora un
nuevo peso encontraba su corazón entre aquella maraña desastrosa. Los
escombros caían como un castillo hecho de cristal.
Seguía con vida. Estaba viva en ese momento no gracias a su
inteligencia o alguna otra habilidad. No. Estaba viva por la mano de un
desconocido. Por las garras de un Vitalista.
Estoy viva por Francisco.
Y ahora que lo escuchaba rugir, quizá de dolor, a su espalda, sabía que
estaba atada a él, que su vida le pertenecía en un sentido excelso del honor. Si
escapaba, ya no podría volver a posar la cabeza en una almohada con
tranquilidad.
Eres una idiota, Susana.
Giró sobre sus talones; hacia el desastre.
NUEVE

No has aprendido nada.
Gerard detenía un zarpazo y le ganó la espalda a Francisco con paso
fantasmal. Clavó un puñetazo en las costillas del Licántropo, y ascuas verdes
salieron luego de impactar. El aullido de dolor se produjo luego de que este
volviera a intentar morderlo en vano.
—¿Qué te he dicho? —dijo Gerard—. Eres lento.
Como respuesta, obtuvo una carga que esquivó con un movimiento. El
hombre lobo fue a dar contra la pared. En ese momento, Gerard aprovechó y lo
acribilló con un grupo de llamaradas verdes. Los estruendos viajaban por el túnel
como las piedras de un río, imparables. Los destellos esmeraldas alumbraban
como un bosque funesto.
—Lástima que tengamos que terminar —dijo Gerard al detener su
poder.
El Licántropo estaba tendido debajo de los escombros. Por todo su
pelaje plateado se delineaban senderos de sangre. Las heridas parecían gritar con
la fuerza con la que ya no contaba. Sus ojos azules estaban opacos y apagados,
como dos novas frías. Gerard se acercó, y su sola presencia lo hizo removerse en
un dejo de desesperación tan visible que el enmascarado no pudo contener la
risotada.
La máscara de Guy Fawkes podría haber sonreído de poder. La capa de
Gerard ondeaba como una bandera negra que estaba a punto de consumirlo todo.
Hacía caso omiso a las quejas de dolor de Francisco. Sabía que estaba derrotado
y que no intentaría nada estúpido. Eso espero, querido.
Tenía que admitir que dar con él dentro del sistema de alcantarillado no había
sido sencillo, pero Gerard solía salir de aquellas cosas gracias a su intuición. Lo
demás, había sido fácil; un rastro de poder muy tenue que se deslizaba entre los
muros enmohecidos y el olor a perro remojado que jamás solía irse. Efectos
secundarios de la transformación.
Ahora sólo era un cachorro domesticado. Sería tan sencillo quitarle la
vida, absorberle cada brizna de su talento para sí y dejarlo seco como un árbol
marchito. Suplicaría. Sí, eso harás, mi querido Francisco.
Casi podía escuchar sus palabras de ruego, envueltas en un agónico manto
que no dejaría de resonar en su mente durante los siguientes días. Y es lo que
ansiaba desde el momento en el que aceptó el trabajo. Desde hace mucho
tiempo, ponerle las garras al poder de Francisco era algo que sólo podía pensar
en sueños.
¿Por qué no lo hice antes?
Francisco solía actuar en donde la fuerza bruta era necesaria, y Gerard
trazaba los planes cuando el cerebro sobrepasaba al músculo. De todas maneras,
ya no importa. Con el trabajo ya hecho, se preguntaba qué haría con el dinero.
Podría gastarlo con alguna puta barata en las contadas ciudades libres, o
dedicarse a bebérselo en una taberna de mala muerte, a pesar de que el licor
humano le era repugnante. Como ellos.
Llegó hasta Francisco, quien seguía tirado en un charco de sangre.
Parecía una laguna roja. Sus ojos azules parecían extinguirse, y el brillo de su
poder fluía en espiral hacia la máscara de Gerard. Tal cual como lo imaginé. No.
Es mejor. En aquello ojos podía leer una pregunta. Una que ansiaba responder y
que no dejaría pasar por alto. Se lo debía, al menos a aquel Vitalista. Se agachó,
casi hasta tocar el hocico.
—¿Por qué, dices? —dijo. La máscara parecía mover los labios—.
Deberías saberlo, Francisco. Soy un facilitador de fatalidades, ¿recuerdas? No
distingo amistades ni tonterías ajenas a la hora de hacer estos trabajos… La Ley
te quiere muerto.
Ante la mención de La Ley, los ojos de Francisco centellearon, y
Gerard pensó que volvería a atacar, pero tan sólo fue un atisbo de lucidez. Ya el
Licántropo no representaba peligro alguno en aquellas desgraciadas condiciones.
A esto llegaste, Francisco. Continuó hablando.
—No sé los motivos —dijo—. Tampoco me interesa mientras pueda
tener mi bolsa llena. Me conoces. Voy a lo fácil. —Rio—, aunque no has sido
una presa sencilla de cazar. Eres bastante escurridizo, ¿lo sabías? Pero aquí estás.
Debiste pensarlo mejor antes de lanzarte de nuevo contra mí, Francisco.
>>Nunca podrás contra mi poder. ¿No lo sientes? ¿No sientes cómo escapa
de ti como la sangre que emana de tus heridas? ¿No sientes cómo huye por
viejas cicatrices de tu cuerpo? Cada vez que respiras, me regalas un poco más. Y
eso es lo que anhelaba más que cualquier pago que La Ley pueda otorgarme. Es
tu poder, Francisco. El poder de la transformación…
Su voz se tornó en un siseo descarnado. Podría regocijarse más tiempo,
pero un golpe seco a su espalda llamó su atención. Se levantó cual espanto
surgido del infierno y buscó el origen del sonido. Alguna rata grande.
—¿Qué…? —dejó escapar, sin ocultar su sorpresa. La había olvidado.
Una chica golpeaba una tubería con una barra de acero. Descargaba
golpes violentos sobre los pernos.
—¿Qué pretendes, niña? —dijo Gerard, comenzando a acercarse a ella.
Pero la chica no parecía escucharlo. Introdujo la barra de metal en la
unión de dos tuberías y comenzó a jalar a manera de palanca. En ese momento,
Gerard se detuvo en seco.
—¡No lo hagas! —gritó al comprender—. ¡Estás loca!
—¡No has visto nada!
Y desunió las tuberías. Primero fueron pequeños chorros de agua lo que
emergió del boquete, pero luego de parpadear, las uniones comenzaron a ceder
debido a la presión. Un maremoto parecía romper las paredes y cada una de las
aleaciones de acero y conductos. El agua venía a toda velocidad y se produjo un
estruendo diabólico al irrumpir en el túnel.
La gran ola se llevó a la chica. Luego, antes de que Gerard invocara
algún poder, el agua lo golpeó con una vehemencia que en sus años de cazador
había sentido. Su mundo se tornó oscuro, mientras era arrastrado por la corriente
que lo llevó hacia ninguna parte.
DIEZ

—No te fuerces… —escuchó entre las sombras—. Quédate tranquilo,
Francisco…
Es fácil decirlo.
Francisco abría los ojos como si tuviese piedra sobre sus párpados. Su
cuerpo parecía flotar sobre una nube, pero poco a poco se dio cuenta de que
aquella suavidad se trataba de una cama, y que el cielo en donde pensaba estar,
era una habitación acogedora. Las persianas estaban cerradas, pero el hilillo de
luz que penetraba entre las rendijas le indicó que era de día, y que el sol abrasaba
la calle.
Al pasear la mirada, sintió que sus huesos se rehusaban a reaccionar.
Escuchó tronar algunos, como si se liberasen de una prisión. Vio a Susana a su
lado, sentada en un pequeño taburete. Aquellos ojos de avellana se le clavaron
apenas cruzaron miradas. No había hostilidad en ella, lo que fue raro en ese
momento. Hasta ahora, estaba acostumbrado a una completa aversión; la podía
oler desde lejos.
Pero ahora, Susana parecía mirarlo con un profundo interés en su salud.
¿Ella me salvo? ¿Cómo? Y entonces las imágenes se le acumularon en la cabeza
como el tifón de agua que lo arrastró inconsciente. Vio cómo la marea tomó
posesión del cuerpo de Gerard y del suyo propio. En aquel momento estaba tan
abatido que no hizo nada por escapar; era mejor dejarse llevar por el desastre,
mejor morirse que seguir sufriendo.
Al recordar sus heridas, cayó en cuenta de que estaba vendado en gran
parte de su cuerpo. No le dolía nada; sabía que su poder le daba cierta facilidad
para sanar, pero el trabajo de vendajes le sorprendió.
—¿Fuiste tú? —preguntó, señalándose el brazo. Recordaba que tenía
una laceración profunda que Gerard le dejó como recuerdo—. ¿Qué pasó…?
Yo…
—Te la debía —dijo Susana, dejando la Tablet en la mesita de noche—.
Estuvo cerca.
—¿Qué paso con Gerard? —Francisco a duras penas podía pronunciar
ese nombre sin tener un repeluzno recorrerle el espinazo. Maldito sea, mil veces.
—No lo sé —respondió Susana—. No estaba cuando salimos al lago.
Creo que se lo ha tragado la corriente.
Chica optimista. O ingenua, que viene a ser lo mismo.
Gruñó. Necesitaba que su cabeza se callase. No podía seguirle viendo
el lado horrible a las cosas. La realidad era que aquella humana lo había salvado
a pesar de que intentó tenerla cautiva. Quizá debería cerrar la boca y comenzar a
ser algo más agradecido.
—¿En dónde estamos…? —preguntó al sentarse. Su cabeza no paraba
de girar como las aspas de un molino.
—En casa de un compañero de trabajo —respondió Susana.
—¿Un amigo humano?
—No se me ocurre una idea mejor —replicó Susana—. Vuelve a
recostarte.
—Hay que moverse. —Francisco tragó grueso—. Gerard…
—Aquí estaremos a salvo —interrumpió Susana.
Eso tenía que ser una broma.
—¿Cómo lo sabes?
Susana se encogió de hombros. Tomó su Tablet y se la tendió a
Francisco.
—Observa —dijo.
Lo que vio hizo que se sobresaltara. De haber podido, dejaría la cama
en ese mismo instante si con eso lograba apaciguar la punzada de ansiedad que
lo golpeó en el pecho.
—¿Son…? —balbució.
Vio a Susana asentir casi en cámara lenta.
La destrucción dejó baldía aquella parte de la Capital. Un manchón de
vacío ahora ocupaba gran parte de los suburbios. Los daños provocados por el
fuego se habían propagado tanto que no hubo manera de pararlo.
Algo más llamó la atención de Francisco. La Milicia. Se veía
claramente un operativo desplegado por la zona. Ya no había espacio para la
sospecha; sabían que había Vitalistas involucrados en el asunto, y ahora no
descansarían hasta dar con el culpable. Temió por él y su pescuezo; más le valía
no usar su poder en un tiempo.
—¿Por qué debería tranquilizarme, Susana? —preguntó al momento de
devolverle el dispositivo—. Son muy malas noticias. Si me capturan…
—Mientras la Milicia esté en la calle, Gerard no se atreverá a aparecer
—respondió Susana—. Si es que sigue con vida, Francisco.
En eso tenía un punto. Gerard era un maniaco del espectáculo, y hacer
las cosas en silencio y sin pompones no era su estilo. Con la Milicia pisándole
los talones, tendría que permanecer tiempo recluido en algún lugar. Y alguien
como él, que se la pasaba derrochando vastas cantidades de poder, debía hacerlo.
—Supongo que tienes razón —dijo Francisco. Se reclinó en la
almohada y fijó su vista al techo. Intentaba acomodar sus pensamientos
conforme a su pausada respiración—. Menuda mierda.
—Menuda mierda —repitió Susana. Y casi podía decir que la chica
sonreía.
Tenían motivos. Estaban con vida. Sobrevivieron a las redes del asesino
más peligroso de Garnarank. Eso sí era un trofeo digno de colocar en lo alto de
una chimenea. Y aunque escaparon por los pelos, por obra y gracia del dios de
turno, no quedaba más que sonreír.
—Muchas gracias —susurró Francisco—. Muchísimas gracias,
Susana…
Volteo a mirarla, y de inmediato reprimió el impulso de su propio
pecho de acelerarse. La sangre comenzaba a fluir con mayor velocidad a medida
que detallaba las facciones de la chica.
Hasta aquel momento, no se había percatado de lo frágil que se veía. Parecía
una paloma sin nido. Estás equivocado, Francisco. Si él estaba vivo, entonces la
chica había demostrado que tenía más de halcón que de pichón.
Y ella lo miraba. No estaba resignada, tampoco ausente. Estaba allí con
él. Y lo acompañó por breves latidos de corazón hasta el momento en el que la
puerta de la habitación se abrió, rompiendo la calma y quietud que impregnaba
sus paredes.
—El almuerzo está servi… —dijo un hombre al entrar. Se detuvo en
seco al ver que Francisco ya estaba consciente—. Servido —carraspeó.
ONCE

—Toca antes de entrar, Ricardo —espetó Susana.
—No sabía que tenía que hacerlo en mi propia casa —dijo Ricardo.
Susana lanzó un suspiro. Mejor no discutir. Después de todo, fue él
quien les abrió las puertas en la necesidad, a pesar de escuchar aquella historia
de Vitalistas y con toda la ciudad alerta en busca de ellos.
—Andrea regresará dentro de poco —dijo Ricardo—. Las noticias no
se ven muy prometedoras para tu amigo. —Señaló con los labios a Francisco—.
No me sorprendería que un equipo de artillería arremetiera contra la puerta de mi
hogar y nos mate a todos por cómplices.
—Eso pasaría si alguien nos delata —dijo Susana, dedicándole una
mirada funesta—. Y confío en que eres lo suficientemente inteligente para no
hacerlo, ¿verdad? —Sintió que su iris se endurecía. Ni te atrevas a abrir el pico.
Ricardo parecía entender el mensaje, por lo que se encogió de hombros
y cerró la puerta tras de sí. Dio un par de zancadas hasta la cama.
—¿Cómo te sientes? ¿Puedes entenderme? —preguntó a Francisco.
—Sé hablar español, humano —gruñó este. A Susana se le asemejó a
una jauría desde sus pupilas.
—Primera vez que veo uno de estos —continuó Ricardo, sin quitarle el
ojo. Lo inspeccionó de arriba abajo. Más allá de lucir asustado, en su rostro se
dibujaba la fascinación, como un niño con juguete nuevo en manos.
—Me está incomodando, Susana —murmuró Francisco.
—¿Qué dicen en el periódico? ¿Qué noticias manejan? —preguntó
Susana, intentando apartar la atención de su amigo sobre el Vitalista.
—Nada que no sepamos —dijo Ricardo—. La verdadera primicia está
aquí. ¿Dices que los persigue otro? ¿Crees que se deba a un levantamiento
clandestino de Vitalistas? Tú sabes… Garnarank.
Ante aquella pregunta, Susana no tenía respuesta, pero se sumergía en
el sentido. Buscó a tientas la mirada de Francisco. Sólo él lo sabe.
—Tienes imaginación —dijo Francisco, gruñendo—. Mezclar
Vitalistas entre ustedes y esperar el momento exacto para desaparecer su ciudad
así como hicieron con la nuestra. ¿Por qué no se me ocurrió antes?
Susana le dio un codazo y le arrancó un quejido. ¿Podrías no ser así?,
fue lo que decía el golpe.
—Sea como sea —continuó Ricardo—, la Milicia está actuando en
base a eso. Técnicamente ayudamos al enemigo.
—¿Y qué podía hacer, Ricardo? Me salvó la vida —dijo Susana—.
Estamos juntos en esto, quiera o no.
No supo por qué dijo aquello, pero era cierto. La vida del Vitalista y la
suya estaba enredada, tan unida como una bola de estambre. Intentar separarse
de él la llevaría directamente a la tumba con Gerard de por medio.
—Los espero abajo —terció Ricardo. Miró su reloj—. Andrea viene en
camino.
Y dicho esto, salió de la habitación con pasos agigantados.
Reinó el silencio. Susana y Francisco se miraban, ensimismados en sus
corazones y almas. Por alguna razón, ella se sentía en un punto muerto y vacío, a
la espera del próximo terremoto.
—No sé si debamos confiar en él —dijo Francisco, luego de un rato—.
Es un humano.
—Al igual que yo —dijo Susana.
—Es diferente. —Lanzó un gruñido grave.
—¿Por qué?
Susana esperaba su respuesta. El destello azul en los ojos de Francisco
la atraía como lo haría una luz blanca a una polilla. Había universos dentro del
iris; un universo vacuo y distante que no llegaba a comprender.
—A Gerard lo contrataron para matarme —dijo Francisco—. No se
detendrá.
—¿Quién te quiere muerto? —preguntó Susana, saliendo de su trance
—. Tú…
—La Ley —dijo Francisco.
Sin decir una palabra, se levantó. A Susana le sorprendió que pudiese
siquiera moverse, pero la voluntad de Francisco se le hizo inamovible.
—Tengo hambre —dijo este, esbozando una sonrisa. Las piernas de
Susana temblaron involuntariamente—. Espero haya carne.
Ella se levantó a su vez y lo acompañó fuera de la habitación. El pasillo
dio paso a una pintoresca escalera que los llevó a un espacioso comedor.
Mientras caminaban, Susana no dejaba de ver fotos de Ricardo y Andrea por
todas partes. Sonreían en playas, centros comerciales, viajes a picos y parques de
diversiones. Son felices. No están solos.
Descubrir aquello la hizo sentir un peso en su cuerpo, como si los
vellos de su piel se congelaran ante la realidad. Se tenían el uno al otro. Había
olvidado lo que era el tacto de alguien más, incluso una conversación con algún
semejante. Desde la muerte de su madre, lo único que había encontrado era una
marea de trabajo interminable en el periódico y en la universidad. ¿A eso
limitaré mi vida? ¿A la soledad?
Por el rabillo del ojo, notó que Francisco también detallaba las fotos.
Se preguntó qué estaría pensando. Quizá su mente se debatía en los recuerdos de
su tierra devastada, en sus amigos, en su familia, en algún momento de su niñez
y en lo que haría en el futuro. Era un forastero rodeado de desconocidos, de
gente que nunca lo vería como un igual, de seres a los que repudiaba por haber
bombardeado lo que alguna vez podría llamar hogar.
Susana comprendió que Francisco estaba tan solo como ella. Era un
barco de papel a la deriva de un vasto mar sin posibilidades de sobrevivir. Pero
allí seguía, firme e impasible ante lo que la vida le lanzaba. Le pareció que
Francisco era un hombre valiente, sostenido nada más que su voluntad.
Le tomó de la mano, como si quisiera gritarle que no estaba tan solo.
Que mientras él estuviese en la Capital, la tendría a ella. Él la miró, como si la
entendiera, como si ambos hubiesen caído en cuenta de que en aquella situación,
permanecer juntos era lo único que importaba. El abismo entre ellos se cerró.
Admitir eso la hizo sonreír. Y al apretar su mano su mano, casi podía
sentir la calidez de su poder.
—Todo estará bien —susurró Susana. De verdad lo creía.
Al sentarse a la mesa de la sala, Susana comenzó a ordenar los
cubiertos. Cuatro sillas dispuestas en aquella mesa redonda apuntaban hacia los
distintos adornos que tapizaban las paredes de la acogedora casa.
En las cocinas a un costado se escuchaba el canturrear de Ricardo mientras
movía los tratos. Un hilillo de vapor se escapaba por la puerta, masajeando los
estómagos hambrientos de los huéspedes.
Susana no había comido muy bien aquellos días. Su preocupación
había desvanecido su apetito, a diferencia de Francisco, quien su instinto animal
no parecía desaparecer a pesar de mantener la forma humana. Ladeaba la cabeza
como un cachorro hambriento, a la espera de lo que vendría desde las cocinas.
—Espero que tengan hambre —dijo Ricardo al salir de ellas, cargando
un par de bandejas con lasaña. Las colocó en la mesa y a Susana se le hicieron
lagunas debajo de la lengua. El aspecto de la comida le recordó todo lo bonito de
la vida—. Esta es la razón por la cual Andrea no me deja, ¿a qué no?
La puerta principal se abrió al momento, y una voz femenina se dio a
conocer.
—¿Cómo dices, Ricardo? —dijo Andrea al llegar.
Era una chica menuda, guapa, cargaba una coleta de caballo y las cejas
arqueadas ante lo que escuchó. Ricardo la miró con estupefacción y no hizo más
que engranar una risa nerviosa.
—Eh…
—No es momento de relajarse —dijo Andrea. Dejó su bolso en un
perchero y se acercó a la mesa—. Ya veo que se encuentra mejor, Susana —
Señaló a Francisco.
—¿Cómo te ha ido afuera? —preguntó esta.
—Nada bien —terció Andrea, desperezándose—. Ricardo, enciende el
monitor. Tienen que verlo.
—Sí, mi vida…
El televisor de la sala estaba pocos metros de la mesa. Ricardo procedió
a encenderlo.
—¿Qué veremos exactamente? —preguntó Francisco, como si le
molestase que lo interrumpieran en plena comida.
—Esto te interesa, Vitalista —dijo Andrea, sin prestarle mayor atención
—. El canal cuatro, Ricardo.
El aludido siguió la orden y al momento de sintonizar, Susana
comprendió a lo que se refería Andrea.
—La Milicia —dijo al ver los tanques desplegados por toda la ciudad.
La toma panorámica mostraba una cantidad enorme de vehículos
siendo requisados en toda la ciudad. Las fuerzas de seguridad parecían hormigas,
invadiendo cada acera y cada vecindario. Susana se preguntó por qué todavía no
los escuchaba en el suyo.
—Es cuestión de tiempo para que vengan —dijo Andrea, tomando una
porción de lasaña. Miró a Francisco—. Verdaderamente nos has jodido. Esto de
los Vitalistas ha levantado una alerta general.
Francisco gruñó. Susana comprendió que no quería escuchar cosas que
ya sabía. Sólo dios sabía qué pasaba por su cabeza en aquel momento.
—Súbele un poco —dijo Andrea—. No escucho qué dice la reportera.
La voz de la periodista se tornó más clara. Parecía salir de las paredes
de la casa.
—No se descarta que haya más Vitalistas entre nosotros —dijo—. En
estos momentos se llevan a cabo los interrogatorios permitentes al cautivo. Hasta
ahora no tenemos información precisa.
—¿Han capturado a uno? —Ricardo abría los ojos tanto como podía.
—Eso es imposible… —dijo Francisco.
Pero antes de que terminara de hablar, la cámara enfocaba una inmensa
jaula hecha de barrotes eléctricos. En su interior había una figura oscura y
agazapada. Susana reconoció aquellos jirones de murciélago y la máscara que
cubría el rostro del detenido. Se notaba que estaba muy malherido, pero más allá
de sentir lástima, su corazón explotó en un gran alivio.
—¡Es Gerard! —exclamó, levantándose de un salto—. ¡Dieron con
Gerard!
—¿El tipo que los persiguió? —preguntó Andrea, incrédula—. ¡Eso sí
es una novedad! La Milicia les quitó una piedra del camino.
—¡Francisco! —dijo Susana—. ¡Estás salvado!
Pero en el rostro de Francisco no se leía el júbilo. Sus ojos azules
habían quedado atrapados en la figura cautiva. Notó que sus manos temblaban
mientras apretaba los cubiertos, como si quisiera reventarlos con una fuerza con
la que estaba luchando por retener. Susana no comprendía. ¿Por qué no está
celebrando?
—Gerard… —susurró finalmente Francisco—. Eres un imbécil…
—¿Qué pasa, Francisco…? —preguntó Susana—. Estás raro…
La reportera siguió hablando.
—En estos momentos están llevando al Vitalista al cuartel general,
donde será recluido bajo estrictas barreras de seguridad —dijo—. Se les
encomienda a los ciudadanos a no salir de sus casas y cooperar con las fuerzas
de la Milicia en todo momento. Repetimos que no descartamos la presencia de
más Vitalistas en la Capital.
—Mujer —dijo Francisco, refiriéndose a Andrea—. ¿En dónde están
esos cuarteles?
—¿Para qué quieres saber?
Francisco se levantó y dejó escapar pequeños halos azulinos de poder.
Susana se echó para atrás.
—Tenemos que liberar a Gerard —dijo Francisco con la contundencia
de un martillo.
Susana pensó que había escuchado mal. ¿Se ha vuelto loco? ¿Se ha
dado en la cabeza? Aquello no encajaba en cualquier razonamiento que llevase a
cabo. Simplemente no tenía sentido liberar al sujeto que intentó matarlos en un
par de oportunidades.
Pero la mirada de Francisco seguía inmutable como dos grandes gemas.
Está hablando en serio. Le faltó el aire, pero se armó de valor para formular su
siguiente pregunta.
—¿Por qué? —dijo—. No hay…
Parecía que Francisco retenía algo impronunciable dentro de sí. Paseó
la mirada por todos ellos, como si buscase algún tipo de comprensión. Lo que
debía decir, pensó Susana, no debía ser fácil de cargar, y menos después del
embrollo por el cual estaba pasando la Capital. Francisco luchaba contra algo
que iba más allá de su entendimiento. Dejó escapar un derrotado suspiro que se
desvaneció en la habitación.
—Gerard es mi hermano —dijo. Aquellas palabras se deslizaron en la
consciencia de Susana como un péndulo—. Es mi único hermano… Debo ir por
él.
Susana se dejó caer en la silla. Sin pensarlo, su atención cayó en la
toma que enfocaba la máscara de Guy Fawkes. Es su hermano… Su único
hermano…
DOCE

Contaba las tejas en el techo mientras estaba acostado en la cama. La noche
avanzaba con pasos amortiguadores en la oscuridad. En las afueras se
escuchaban sirenas de vez en cuando, anunciando que la Milicia estaba cerca.
Sería cuestión de tiempo antes de que requisaran la casa de Ricardo. A pesar
de eso, Francisco no estaba preocupado. Sus tribulaciones iban por otros
derroteros; unos peores, consideraba.
¿Cómo te dejaste atrapar, Gerard?
Todavía no lo comprendía. La fuerza de Gerard no tenía límite, y jamás
había tenido problemas para salir de aprietos en contra de los humanos. Ni
siquiera en Garnarank, al momento del bombardeo se mostró débil.
No entendía qué había de diferente en la Capital; tampoco era el primer
trabajo que aceptaba dentro de sus muros. Todo aquello le revoloteaba por la
mente, como un nido de avispas enfurecidas que no dejarían de someterlo a
pensamientos venenosos e intranquilos.
Era por eso que Francisco no conciliaba el sueño. Era por eso que
Francisco se había recluido en esa habitación desde la tarde. No le quería dirigir
la mirada a nadie en aquella casa, ni siquiera a Susana, quien había palidecido
ante la noticia. Sabía que le era raro. ¿Honor? Por supuesto que no. Es… lo
único que me queda, a pesar de todo.
Odiaba a su hermano. No tenía duda de eso. Detestaba la manera en la
que había decidido ganarse la vida, donde unas monedas eran más importantes
que cualquier otra cosa, incluso que su propia familia. Pero así era el mundo de
hoy. Sin un hogar, ¿cómo sobreviviré? Es lo que solía decir Gerard.
Para Francisco no había diferencia. Ser un caza recompensas esgrimía
aquella clase de responsabilidades. Podría estar en el bando de Gerard si
quisiera, pero por cuestiones que aún desconocía, era La Ley quien había
contratado sus servicios para quitarle la vida.
Nada de eso importaba. No podría marcharse del continente a
sabiendas de que su hermano estaba cautivo. El peso de aquello no dejaría que
caminase libre a donde quiera que fuese. Somos Vitalistas, al fin y al cabo.
Se dio la vuelta, buscando conciliar el sueño. Quizá deba irme ya. En
plena oscuridad, nadie notaría su ausencia. No tendría por qué arriesgar la vida
de estos humanos. No tendría que arriesgar la vida de ella…
Susana.
Su nombre lo golpeó hasta la punta más fina de su cabello. Aquel
rostro invadía sus pensamientos a aquellas horas, mientras los grillos se
encargaban de orquestar la penumbra casi silenciosa. Su pecho se aceleró, y al
momento, se dio cuenta de que su respiración le acompañaba.
No volvería a ponerla en peligro. Su sola intromisión fue un accidente;
accidente provocado por él. ¿Y qué había hecho ella? Estar a su lado. Admitía
que a la fuerza, por ciertas circunstancias, pero a la hora de elegir, lo había
elegido a él, a esta locura que ahora vitoreaba desde todas partes un desastre
inminente para la humanidad en la Capital. Podía haberlo denunciado durante su
inconciencia. Al menos así compartiría una celda con Gerard y nos
terminaríamos de matar.
Susana lo acompañó. Estaba con él. Era el único humano en el que
podía confiar. Quién sabe qué la impulsaba a seguir, pero sea lo que fuese, lo
agradecía.
Pero ya no más.
Era lo correcto. Francisco se levantó con pesadumbre. Los resortes de
la cama chirriaron un poco al liberar su peso. Se acercó hacia la ventana y abrió
un poco la cortina. La calle está vacía. Sólo las ánimas caminaban en aquella
negrura tan profunda como la cueva de un minotauro. Perfecto.
Oteó un poco más y encontró un automóvil parqueado a un lado del jardín.
Engranó una sonrisa ante su suerte, y de haber podido gritar eureka lo habría
hecho. El camino a los cuarteles principales de la Milicia estaba lejos, pero nada
que cuatro ruedas no pudiesen solucionar. Moverse como Licántropo no era una
opción; a la menor liberación de poder, contaba con que tendría una guarnición
encima disparándole metralla caliente. Iremos a la vieja usanza.
Dejó la ventana y comenzó a vestirse. Por su cuerpo, un escalofrío
tenía rato intentando apartarlo de su sanidad mental. No tengas miedo. ¿A qué
puedes temerle? Eres un Vitalista, Francisco. Lo resolverás.
—Aguanta un poco —dijo, pensando en su hermano—. No es nada que
no puedas digerir, canalla.
Tenía todo lo que necesitaba. Caminó con cautela hacia la puerta, como
si esta estuviese muy lejos. El pomo de esta estaba tan frío como un témpano.
Un nudo le atenazó la garganta en ese momento. ¿Es lo correcto? ¿Y qué si
muero? A nadie le importaría. Un Vitalista menos en el mundo; quizás era mejor
así.
Susana.
De nuevo, su nombre, su rostro, su figura volvía a descolocarlo. ¿A ella
le importaría? No tenía motivos. Un problema menos en su vida. Una grieta en
el camino; una gran grieta, tenía que admitir. Si salía por esa puerta, lo más
probable es que no la volviese a ver. Y por breves latidos de corazón, la sola idea
lo atemorizó como las fauces del mismísimo infierno. Era el adiós. Ni un minuto
más, ni un minuto menos.
Definitivamente te estás volviendo sentimental, Francisco.
Dos leves toques a la puerta. Francisco abrió los ojos tanto como pudo,
dando un respingo. Volvieron a tocar; imperceptibles, pero allí estaban. Los
había escuchado; los había sentido deslizarse por el pomo.
Abrió con el corazón a punto de salírsele por la garganta seca. Su pecho
era un remolino imparable, como las aguas de una cascada.
Y la vio. Susana estaba allí, con los ojos de avellana que en la
oscuridad le daban unos rasgos felinos que lo enflaquecieron. Menuda y frágil.
Todo se apagó a su alrededor, y la figura de Susana fue lo único que importó en
aquel momento. Había estado a punto no verla jamás, y se preguntó si la chica
leyó su pensamiento.
—Susana…
TRECE

Susana se encontró con los ojos azules de Francisco y quedó atrapada en
ellos. Entró en la habitación. Sabía que el Vitalista pronto se iría, y por alguna
razón, aquella idea no la dejaba dormir.
—Francisco… —susurró.
No supo qué palabras pronunciar. Quizá no había manera de decirle lo
que sentía; lo que su pecho clamaba por expulsar a viva voz. Veía a Francisco, y
lo que veía era una fachada de dureza a punto de resquebrajarse; un muchacho
sin rumbo, sin hogar. No era lástima. Era un llamado de ayuda que ella había
comprendido; por el que ella pasaba.
Eran iguales. Francisco y ella.
—No te irás —le dijo.
—No puedo quedarme —murmuró Francisco—. Mi tiempo aquí ha
terminado.
—¿Me dejarás también? —dijo Susana sin pensar—. No te lo
permitiré…
—Tengo que ir… Gerard es…
Susana lo calló al colocarle su dedo en los labios. Sentía su aliento.
—Lo sé —dijo—. Y es por eso que te acompañaré…
—Susana… —Francisco acercó su rostro al de ella.
Ella necesitaba que abriera otra puerta. Sabía que detrás de aquellos
ojos de zafiro encontraría lo que buscaba; el semblante de Francisco la invitaba,
produciéndole un hormigueo en su cuerpo que ya no podía controlar.
Llevó sus manos a su mejilla y lentamente, como si fuera llevada por unos
hilos invisibles, lo besó. Primero, en la comisura de sus labios. Todo estará bien.
Luego, atacó su boca con la voracidad de un lobo. Ironías.
Sus lenguas se unieron como enredaderas, y entre respiraciones y
jadeos, tambalearon hacia el fondo de la habitación. Las manos de Susana se
enlazaron en el cuello de Francisco. Podía sentir cómo la tomaba de la cintura y
se deslizaba por su espalda y ombligo en movimientos oblicuos.
Llegaron a la cama. Ella sobre él. Comenzó a desvestirlo, a recorrerle
el abdomen con besos desesperados y sedientos. Su sabor tenía el gusto de cada
una de las experiencias que pasaron juntos. Los unía, y aquello la mojaba.
Le quitó la camisa, y por la periferia observó los ojos azules de Francisco
encenderse. Hizo lo propio con su vestido y se mostró ante él sin nada. No había
timidez. Sabía que no tenía por qué temerle al mordisco que Francisco le
propició en sus pezones. Aquel leve dolor casi la hizo gritar; reprimió el gemido
y lo alejó.
—No… —dijo—. No todavía.
Comenzó a quitarle el pantalón. La torpeza podía haberla embargado
en ese momento, pero sus manos se movían casi mecánicas a medida que se
deshacía de aquella brecha entre ella y el placer. Lo dejó desnudo. En breves
latidos de corazón, lo contempló como un valle inexplorado, abandonado por
siglos de batallas y pérdidas.
Su mirada se detuvo en lo que buscaba. Lo tomó entre sus manos y comenzó
a rodearlo con su lengua. Escuchó la respiración de Francisco cortarse, y eso la
hizo sonreír. Quería saciarse de él, y se liberó de toda inhibición.
Degustaba su forma hasta atragantarse, una y otra vez. Experimentaba
aquella dureza dentro de su boca que no paraba de manar saliva, que no dejaba
de humedecerlo tanto como ella estaba en su entrepierna.
Y los gemidos de Francisco no la detuvieron. Quería escuchar más de
él. Quería escuchar su verdadera voz.
Paró. Susana se encontró con aquel resplandor azulino, aún con la
fortaleza entre sus manos y volvió a sonreír. Sobre él, ella descendió y se
introdujo aquella gama de deseos. Sí. Es mío. En su interior crecía, acariciando
aquella prisión de carne y hueso que clamaba por un clímax.
Estaba tan mojada que no se le hizo difícil moverse a la mesura que llamaban
sus miradas. Ella tenía el control, y a él no parecía molestarle. Sus ojos azulinos
le pedían que siguiera, que se moviera. Y así lo hizo, en arremetidas tan sutiles,
rotas nada más que por sus respiraciones ya convertidas en jadeos.
—Susana… —susurró Francisco dentro de ella.
—Francisco… —correspondió Susana en su red.
Se acercaron como pilares enredados entre las ruinas de su propio
mundo. Las sábanas de la cama perdieron forma. Sus labios volvieron a
encontrarse entre dientes, lenguas y destellos azules y avellanas. Eran iguales.
Quien los viese, encontraría dos almas fundidas en la vorágine de la existencia
carnal.
Francisco tomó el control. Susana lo permitió y ahora veía su figura
sobre ella. Él empezó a morder sus pezones, como una vieja promesa. Sus manos
se entrelazaron; amarras de un barco que no permitiría zarpar.
—Hazlo… —gimió Susana—. Por favor… Francisco…
Francisco dejó de morderle los senos. Ella abrió más sus piernas;
invitación muda a continuar lo que ella había comenzado. Francisco sonrió con
la ternura cauta de un Beta dentro de la manada, pero sólo fue por instante,
porque en seguida su semblante se llenó de la picaresca gallardía de un Alpha.
La penetró. Susana sintió el espasmo recorrerle por toda su cintura
hacia su corazón. Francisco estaba dentro de ella, como si nunca hubiese salido.
Más. Más. Y sus pensamientos fueron escuchados, porque arremetió una y otra
vez, incansable e incesante. Las gotas de sudor ahora adornaban los recodos de
sus cuerpos juntos.
—Acércate… —clamó Susana entre murmullos. No sabía ni cómo
había pronunciado palabra.
Y juntos, de nuevo iguales, unidos por las ráfagas del instinto,
continuaron el ritual a un ritmo intercalado entre la premura y la paciencia. Sus
voces ahora eran súplicas de néctar que recorrían un camino hacia una nueva
luz; una nueva luz que ansiaban, a la que llegarían, a la que escalaban, y por lo
tanto, aceleraban.
—Sigue… —dijo Susana al verla llegar—. Sigue, Francisco… Mi
amor…
—Susana… —arremetió Francisco, apretando sus mandíbulas entre
besos—. Ven conmigo…
—Sí… Voy contigo… Francisco… Llévame contigo…
Los abismos desaparecieron y la luz empañó sus almas. La cima de
todos sus deseos se expandió por sus cuerpos, como un tremor nacido del
mismísimo centro de la tierra. Sus voces pronunciaron sus nombres, cambiando
las letras entre sus ojos.
Y quedó la respiración, luego de que sus corazones se detuvieran en el
inicio de todas las existencias.
Susana era Francisco.
Francisco era Susana.
CATORCE

El plan parecía sencillo. Sencillo de fallar y que nos maten a todos. En el
coche, Ricardo conducía. En el asiento de copiloto iba Andrea, maquillada
exuberantemente, mientras que en la parte trasera iban Francisco y Susana. No
habían dejado de tomarse de la mano desde que salieron de casa.
A su paso, Francisco observaba la avanzada de la Milicia por las calles.
Había muchos puntos de control y alcabalas; cada cinco minutos tenían que
detenerse y pasar por alguna inspección rápida. El Vitalista estaba agotado, por
lo que apagar su poder no era tanto problema. De camino a los cuarteles, más le
valía mantenerse bajo cuerda.
—Terminaremos en una celda —repetía Ricardo al volante—. Adiós a
nuestras vacaciones, amor.
—No seas cobarde —replicó Andrea, más animada que de costumbre
—. ¿Dónde está tu sentido de la aventura?
—Lo dejé durmiendo junto a mi sueldo, cariño.
Susana intervino:
—Será mejor que te metas en el papel —dijo—. Dependemos de eso.
—Ya lo sé —mofó Ricardo—. Venimos del diario La Región.
Queremos hacer un reportaje sobre el Vitalista cautivo. ¿Podríamos hacer una
toma del cuartel?
—¡Eso! —celebró Susana—. Suenas convincente.
—Que te den…
Francisco gruñó en reproche.
—Paz, paz —rezongó Ricardo—. Están todos locos…
El coche fue a dar a la carretera principal, a escasos minutos de los
cuarteles. A pesar de la ansiedad que Francisco sentía, su corazón latía con
normalidad; debía mantenerse calmado y discreto.
El éxito de la operación consistía en permanecer camuflado y paciente. Ya le
habían advertido que la seguridad de los cuarteles era inquebrantable. Y no me
queda duda. Sus fuerzas desaparecieron mi país. Se vio tentado a buscar el
poder de Gerard, pero podría costarle caro si detectaban la actividad Vitalista.
No evitó preguntarse qué clase de torturas le estarían aplicando a su
hermano. Por su cabeza no cabía la imagen de un Gerard desvalido, y mucho
menos sumiso ante alguna autoridad. Gerard siempre había hecho lo que le venía
en gana con quién quería y en donde le placía. Era un maldito descarriado con
problemas de inserción. Y por eso era perfecto para la clase de trabajos que
aceptaba.
—Ya estamos llegando —dijo Ricardo—. ¿Preparados?
—No —bufó Francisco.
—Esa es la actitud —dijo Susana.
—Nada qué temer —dijo Andrea mientras sacaba unos papeles en la
guantera—. Con los permisos falsos seremos infalibles.
—Cuando nuestro jefe se entere, Susana… —masculló Ricardo.
Por la ventanilla, Francisco observó el vuelo de los helicópteros y jets.
No habían cambiado desde la última vez que los vio surcando los cielos de
Garnarank. Parecían halcones de metal, dispuestos a arrebatar la vida de
cualquier ave inferior que pudiese llenarle los estómagos. Aquellas aves fuimos
nosotros.
No pensaba a menudo en aquellos daños. Quedarse en el pasado
suponía una pérdida de tiempo para los Vitalistas. Había vivido sin hogar desde
hacía varias décadas, errante en el mundo, de ciudad en ciudad, siempre
rechazado por los humanos y bien recibido por los de su clase.
Era una ironía estar en un mismo vehículo con tres humanos, rumbo a
salvarle la vida a su hermano Vitalista. Odio las ironías. Parecía llevado por los
caprichos un destino que no podía controlar. Al menos, pensó, no estaba solo.
Miró de reojo a Susana y apretó su mano. Con ella a su lado, las cosas no podían
ir mal. No lo permitiría, por su honor de Vitalista.
—Apéguense al plan —dijo Ricardo.
Frente a los ojos de Francisco fueron apareciendo enrejados y verjas
electrificadas a los flancos del camino. Dentro, hasta donde llegaba a observar, la
actividad militar era parecida a la de una colmena en pleno apogeo de
recolección de alimentos, en pro de satisfacer los deseos de la reina.
Los pabellones blancos se levantaban como iglús herméticos, debidamente
custodiados por una manada de soldados cuya cabeza portaba un casco con la
insignia dorada de la Milicia.
Última alcabala; aquella que les permitiría entrar en la base. En ese
punto, Francisco comprendió lo suicida de aquel plan. Si descubrían alguna
identificación falsa, todo se iría al caño. Ya podía escuchar a Gerard reírse de su
incompetencia. ¿Así que pretendías rescatarme? Que los dioses nos protejan de
tu estupidez.
Ricardo bajó la ventanilla y Francisco se envaró. Trató de esbozar su
sonrisa menos lobuna ante la mirada inquisidora del guardia.
—El paso está restringido a visitantes en estos momentos —dijo el
guardia—. No sé si han escuchado las noticias…
—Estamos enterados —dijo Ricardo, mostrando su carnet del diario La
Región—. Entonces ya sabrá el porqué de nuestra visita.
—El permiso a la prensa está negado, caballero —dijo el guardia, sin
hacer mucho caso a la identificación—. Órdenes superiores.
—Eso sí es una rareza —intervino Andrea con los papeles de la
guantera. Se los tendió al guardia antes de seguir hablando—. Tenemos permiso
exclusivo de recorrer las instalaciones para un reportaje e, incluso, poder ver al
Vitalista capturado.
El guardia abrió los ojos como tazas y arrugó la nariz.
—No me han informado…
—Está de más preocuparse, amigo —interrumpió Ricardo—. Puede
llamar a sus superiores y hacernos perder el tiempo, lo que le traerá problemas
por hacerles perder el tiempo a ellos a su vez. —Se permitió una pícara sonrisa
— O ganarse una medalla de reconocimiento al entender que estamos en una
labor importantísima para la ciudad. Usted decide, pero me avisa, porque si
hemos de esperar, me gustaría encender un cigarro para disfrutar el escarmiento
de sus jefes.
El cabo parecía perdido por la verborrea que acababa de escupir
Ricardo. Francisco sólo se limitaba a seguir sonriendo, y Susana a su lado le
seguía el juego. No había notado la cámara fotográfica que llevaba colgando del
cuello.
—Déjeme retratarlo —dijo Susana—. Será perfecto para el reportaje.
—¿Qué? ¿A mí? —Ante esto, el cabo se sonrojó.
Otros soldados que pasaban cerca notaron el movimiento y comenzaron
a mirar curiosos lo que ocurría. Francisco no tardó en unirse a la iniciativa.
—¡Eh! —gritó al sacar la cabeza por la ventanilla—. ¡Vengan! Serán
perfectos para la primera plana.
—Yo no creo que… —El primer cabo comenzaba a trabarse en su
propia lengua—. Mejor llamo a mi superior…
—¡Venga, hombre! —animó Ricardo, bajando del coche. Los demás le
siguieron—. No nos haga perder el tiempo y colóquese allí—. Apuntó con los
labios al cartel de saludo de la Milicia.
No aguardaron respuesta y ya Francisco junto a Andrea posicionaban a
los soldados en una formación. Susana ajustaba el lente y daba indicaciones a
estos dos.
—¡Bello! ¡Bello! —decía Susana lanzando flashes con la cámara—.
Un poco más a la izquierda. Sí. Perfecto. Usted, sonría un poco más, ¿quiere?
Esto es arte, mi amigo.
Francisco intentaba retener la risa. Malvados mentirosos. Genios. La
sesión duró un poco más, y luego de marear a los guardias con tantas
indicaciones, el primer cabo que les había retenido tenía una sonrisa hasta la
frente.
—¿Y cuándo saldrá el reportaje? —preguntó—. No puedo esperar para
enseñárselo a mamá.
—Pronto, hijo —respondió Ricardo al volante—. Sé un buen
muchacho y abre. Ya estamos algo retrasados.
Aunque el cabo pareció flaquear en su decisión, aquella pantomima
parecía haber mellado sus dudas y regresó a la caseta. En ese momento, la
palanca que bloqueaba a la puerta subió.
—Bienvenidos —dijo el cabo.
—Ha hecho un bien mayor a su país, soldado —dijo Ricardo antes de
apretar el acelerador.
Francisco procuró no mostrarse con la quijada desencajada. ¿Y estos
fueron los que capturaron a Gerard? Costaba creérselo, pero manejaban dentro
de la base militar sin que nadie reparase en ellos.
—Me dan miedo —dijo Francisco, ladeando la cabeza antes de lanzar
un suspiro.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Susana, sonriendo.
—Eso ha salido perfecto —reiteró Andrea.
—Y barato —agregó Ricardo.
Ahora ya no había marcha atrás. Gerard debía estar en alguno de los
inmensos pabellones que se erguían como colinas a medida que se adentraban
por las vías de asfalto. Quizás estaba herido, a punto de morir. Eso, Francisco no
podía saberlo, y estar rodeado de su propia ignorancia le hacía temer.
Te encontraré, hermano. Espera un poco más.
Sintió un leve poder. Malicioso, pesado y torvo, pero reconocible en
cualquier parte del mundo. Latía débilmente, como una vara a punto de
resquebrajarse por algún viento huracanado.
Gerard.
—Vira a tu derecha —dijo.
QUINCE

A pesar de ya estar dentro, Susana sabía que cualquier paso fuera del foco
arruinaría todo el plan. Se bajaron del vehículo y continuaron con el papel de
periodistas cada vez que algún guardia se enfrascaba en preguntas incómodas.
Francisco llevaba la delantera.
—He sentido su poder —había dicho—. Está llamándome.
—Eso facilita las cosas —dijo Susana—. La base es enorme.
—Pues en marcha —dijo Andrea—. Quita esa cara, Ricardo.
—Tengo un mal presentimiento —dijo este—. No debería ser tan
sencillo.
—A veces no queda de otra que aceptar estos guiños del destino —dijo
Andrea.
Pero Susana comprendía las palabras de Ricardo. Y el mismo rostro de
Francisco la secundaba. Infiltrarse en la base era una cosa; los militares no tenían
tanta materia gris para resistirse a una cámara.
Ahora seguían a Francisco por los adoquines de la base, pasando de
largo pabellones y tiendas. En el traspié, observaban cómo las formaciones de
soldados iban y venían azorados, preparándose para algo grande.
De vez en cuando sacaba una foto para mantener las apariencias, pero luego
de un rato caminaban por un solitario sendero vías a un pabellón blanquecino en
lo alto de una cima. Ningún vehículo les había truncado el paso, y los soldados
brillaban por su ausencia en aquel lado. Comenzaba a hacer frío, a pesar de que
el mediodía se hacía paso en el tiempo.
—Viene alguien —dijo Francisco—. ¡Escóndanse!
Tal como lo dijo, tal lo hicieron. Se lanzaron en unos arbustos al lado
de la vía, y vieron descender unos cuantos vehículos de carga, atiborrados de
armas de fuego y metralletas. Susana comprendió que la guerra contra los
Vitalistas iba en serio, y por un momento se sintió culpable al apoyar aquellas
cosas en un principio.
Quería expresarle todo eso a Francisco, pero el momento ameritaba
otra clase de atenciones, y mientras seguía matriculando sus propios
pensamientos, no se percató que comenzaron la marcha sin ella.
A escondidas, llegaron a pocos metros de la entrada principal
custodiada por al menos un par de guardias visibles.
—Gerard está allí adentro —masculló Francisco, como si la idea de ir
por él no terminase de agradarle—. Su poder se debilita.
—¿Qué hacemos con los guardias? —preguntó Ricardo—. El truco de
la prensa…
—Ven… —dijo Andrea, tomándolo de la mano y saliendo de los
arbustos.
Susana estuvo a punto de lanzar un grito de sorpresa, pero Francisco
apagó su intención con una mirada.
—Espera —dijo este.
Desde aquella distancia, no podía escuchar lo que decían sus
compañeros, pero claramente observaron que los guardias les apuntaron en
cuanto los vieron. Andrea movía los labios y señalaba a Ricardo una y otra vez.
No se veía asustada; parecía divertirse.
¿Qué pretendes, Andrea…? Para su sorpresa, Susana fue testigo de
cómo los guardias bajaron las armas y correspondieron la sonrisa. Andrea señaló
una pequeña caseta a un costado y comenzó a caminar hacia allá junto a Ricardo.
Susana leyó en sus labios: No sean gallinas… Los guardias los siguieron y se
perdieron detrás de aquellas paredes.
Ahora el pabellón en donde estaba Gerard estaba solo y desprotegido.
Lo que sea que haya hecho la pareja, funcionó. Pudo ver el destello triunfal en
los ojos azulinos de Francisco.
—Repito —dijo este—. Ustedes me dan miedo…
A Susana no le quedó otra que asentir mientras bajaba los hombros. A
mí también. La puerta del pabellón se abrió y reveló un enorme pasillo que
parecía perderse entre neones y escaleras. Aquella sensación de encierro abrumó
a Susana de inmediato, encrespando sus vellos. Sentía que la observaban, y se
percató que las cámaras de seguridad giraban sin detenerse en cada punto y
recodo que unía a las galerías.
—No servirá de nada haber llegado hasta aquí si nos ven, Francisco —
dijo Susana.
—Con cuidado —dijo este, olisqueando en todas las direcciones—. Por
allá.
Señaló una puerta de metal en la diagonal. Comenzó a caminar, y sus
pasos resonaban entre el metal de las barandas y el eco de las paredes. Ambos se
ciñeron de ellas, cuidando de que los lentes no dieran con sus sombras.
A la distancia escuchaban un vocerío, pero nada de qué preocuparse. Susana
pensó que quizá todos estaban ocupados en los cuartos de operaciones, a la
espera de nuevas órdenes para desplegar en la ciudad.
—Muchos soldados están en la Capital —dijo Francisco, apaciguando
su teoría. Pasó como un rayo debajo de la cámara, y Susana se le unió.
Comenzaron a bajar unas escaleras interminables hacia la oscuridad—. Es por
eso que todo esto está vacío. Empiezo a dudar de la inteligencia de tu especie,
amor.
—¿Lo dices por Gerard? —replicó con una sonrisa Susana—. Hasta
donde sé, el que está preso es él.
Sabía que había dado en el blanco por el gruñido que arrancó de la
garganta de Francisco.
—Su poder está aumentando —dijo Francisco—. Está más cerca…
—¿Sabe que estamos aquí? —preguntó Susana.
Francisco parecía meditar su respuesta.
—¿Cómo podría? —dijo seriamente—. No he encendido mi poder…
—Quizá no sepa esconderlo como tú, Francisco —dijo Susana—.
Serán hermanos, pero son diferentes y únicos en muchos aspectos. Date crédito,
¿eh?
Francisco asintió. Le dedicó una mirada tierna a sus palabras y la besó
antes de volver a iniciar la carrera hacia la oscuridad. Por el pasillo desfilaban un
montón de puertas negras y grises, cerradas por pernos y tuercas que jamás había
visto en su vida. Aquel pasillo parecía respirar con vida propia, y a Susana
comenzaba a secársele la garganta.
—Ya voy, hermano —escuchó el susurrar de Francisco, quien
caminaba más y más rápido a medida que llenaba sus pulmones con la pesadez
de la intriga que generaba el pabellón.
Finalmente llegaron a un recibidor, y Susana hizo un esfuerzo tremendo
por no gritar, pero fue imposible.
Dios mío.
Había al menos cinco guardias custodiando la entrada a una celda.
Pero están muertos. Se ahogaban en un charco de sangre.
DIECISÉIS

De la máscara caían gotas de sangre, parecidas al pequeño palmear de una
botella de vino tinto. Estaba sentado en una incómoda silla de metal de dos
brazos; llevaba tiempo oxidada, tan oxidada como la apacible espera que cernía
sobre él.
Gerard levantó la cara al escuchar que la compuerta se abría. Una leve
humareda, producto de la poca ventilación, se escapó ante la ráfaga. Dos figuras
entraron en la vasta habitación, y por fortuna, era a quien esperaba con ansias
desde que se había dejado atrapar.
En un principio pensó que no sería tan fácil conseguir que Francisco
mordiera el anzuelo, pero ya con los resultados en la mano, no podía negar que
la blandengue mente de su hermano le había jugado a su favor.
Nunca te librarás de mí.
Podía ver las expresiones en sus caras. Ambos estaban pálidos como
un yermo desierto de nieve. Los ojos azules de Francisco estaban desorbitados,
confundidos ante los cadáveres que dejó regados en la entrada. Un breve
recibimiento, hermano. Posó su atención sobre la chica. Así que ha venido.
Era una sorpresa verla con vida luego de que colapsara las tuberías del
alcantarillado. Aquello le había parecido una locura ingeniosa. Dio el todo por el
todo con tal de verme muerto. Se sentía extasiado ante sus dos invitados; no
podía esperar nada mejor. Terminaría con el trabajo y tendría el placer de hacerlo
a lo grande.
Se levantó con parsimonia, como si las sombras lo alzasen cual
marioneta inanimada, y se ajustó la máscara de Guy Fawkes. Estaba preparado
para la gala.
—Bienvenido, Francisco —dijo, y su voz era tan fría como el ártico—.
Me alegra que hayas venido por mí. No sabes las cosas horribles por las que tuve
que pasar.
—Es una maldita trampa —gruñó Francisco, lanzando chispas por sus
ojos azules—. Todo esto es una fachada… La Milicia…
—Por supuesto que lo es —dijo Gerard—. Podría vaporizar este
campamento si me diera la gana, pero ya sabes como soy. Voy a lo grande.
—No hay alternativa, ¿eh, hermano? —Francisco parecía tensar los
músculos.
—Nunca la hubo desde que acepté este trabajo. —Gerard suspiró.
¿Qué importa si no la hay?
Invocó al poder. Llamas verdes rodearon sus muñecas como brazaletes
de serpiente.
—Estás cometiendo un error, Gerard —dijo Francisco. El gañote
despedido de su voz no contenía ni un espasmo de miedo.
—Uno más no me vendría nada mal —dijo Gerard.
Gerard miró a la chica, quien seguía al lado de su hermano con una
mueca que emanaba un infinito desprecio hacia su persona.
—Apártese, señorita —recomendó—. Esto podría salirse de control.
—Prefiero ver cómo Francisco te patea el trasero —dijo la chica.
Gerard lanzó un silbido. En menos de dos semanas, aquella humana le
había hecho más frente que cualquier Vitalista en el pasado. Y sólo por eso te
daré un trato especial. Aplaudió un par de veces, y las llamas lo rodearon.
Francisco hizo lo propio. Sabía que no huiría. Unas chispas azules
comenzaban a rodearlo, y la ansiedad en el cuerpo de Gerard iba en aumento.
Allí estaba el poder que tanto deseaba, por el que tantos problemas soportó.
Su hermano lanzó un aullido que hubiese podido desgarrar las placas de
metal del pabellón, y la transformación de Francisco se hizo pie. Gerard sentía
como la tierra debajo de sus pies temblaba, agitándose inclementes. Es la hora
de los Vitalistas.
Un rugido fue la campanada inicial de la pelea.
Gerard se impulsó como un vendaval a la vez que el Licántropo. Zarpas
contra puños. Un choque de energías y llamas verdiazules, entremezcladas con
puñetazos y colmillos. La habitación se convirtió en un parpadear en un coliseo.
Es más rápido. Gerard se echó para atrás y levantó una cortina de
llamas ante la insistencia de su hermano por hacerle daño. El fuego era una
serpiente libre que emanaba desde cada poro de su cuerpo y descendía sobre el
pelaje del Licántropo.
No había daño aparente. Una nueva voluntad parecía sostener al cuerpo
de Francisco, y lo que sea que fuese, palpitaba nuevas alegrías a Gerard. No
esperaba menos; si quería matarlo, mejor que diera lo mejor de sí. Quedaron
inmersos en una lluvia de golpes que parecían cuchilladas.
—¡Estoy muy orgulloso! —bramó Gerard, esquivando la tormenta de
garras—. Me alegra haberte enseñado una o dos cosas.
Con respuesta, recibió golpes formidables en el estómago. Sí. Sí.
Gerard impactó contra la pared de acero, la cual se abolló sin esfuerzo. La
humareda de escombros cubría su figura, pero no acallaba la risa que dejó
escapar. El interior de su máscara se llenó de sangre.
—¡Caray! —dijo, apartando el humo en ascuas verdes—. Eso no lo
esperaba. Tendré que enseriarme si quiero seguir con vida.
La figura de Francisco aguardaba, jadeante. Los colmillos rechinaban y
sus ojos azules no se apartaban de él. Está dispuesto a matarme.
—Creo que hasta aquí puedo tener consideración —dijo Gerard,
escupiendo—. A las grandes ligas, Francisco.
Extendió sus manos como una cruz y las llamas verdes comenzaron a
reunirse a su alrededor. Cada lumbre y ascua parecía llevar un mensaje de
muerte, mientras la risa de Gerard las acompañaba en un ritmo de péndulo.
La tierra comenzó a sacudirse. Muy pocas veces había usado la mayor de sus
capacidades. Estaba emocionado. La máscara le recordaba lo mucho que había
sufrido por confiarse en aquella pelea; no volvería a cometer el mismo error.
Y no era el único que lo entendía así, porque el poder de su hermano
también se elevaba. En vano, intentó comprender aquella nueva fuerza. ¿La
escondió por años? ¿Me hizo creer que era más débil? No. No era eso.
Y vio a la chica a un costado, con la mirada fija en la reyerta. Ahora lo
entiendo… Comprendió de dónde venía la nueva fuerza de Francisco. De verdad
que eres un blandengue, hermano.
DEICISIETE

Temía de Gerard. Era indudable que su hermano era un ser ruin y poco
misericordioso. Si le quedara a elección, giraría sobre sus talones, tomaría a
Susana entre sus brazos y huiría lo más lejos posible.
Pero ya no podía arrepentirse. Gerard lo había engañado,
aprovechándose de su buena fe. Odiaba que lo conociera de cabo a rabo. Sólo a
un loco como él se le ocurriría atraerlo hasta el centro de la Milicia, aquellos que
destrozaron su hogar con un par de bombas. Era la clase de idea morbosa que
constituía la imaginación mórbida que le brindó una reputación en Garnarank.
Tenía que hacerle frente. Si escapaba, jamás podría librarse de aquel
mal. Si La Ley lo quería muerto, pues más vale enviarles un contundente
mensaje con el cadáver de su hermano.
Además…
Miró a Susana. Gerard no sólo le mataría a él por razones laborales,
sino que haría de Susana su muñeca de trapo y la descuartizaría cuando se
cansase de ella. Era derrotar a Gerard, o morir intentando protegerla. No iba a
permitir que le pusiese una mano encima.
Te enseñaré.
Su poder fue en aumento, a la par con el de Gerard. No importaba si se
quedaba sin energía en el próximo movimiento. Protegería a Susana y acabaría
ese asunto de una buena vez. La temperatura de su cuerpo alcanzaba niveles que
ni él mismo hubiese imaginado.
Los fulgores azulinos ahora enarbolaban su figura como la de un gran
sauce, explotando en pequeños luceros al encontrarse con los destellos verdes de
su contrincante. Aquellos poderes se repelían, pero a la vez se atraían. Sabía que
Gerard intentaría absorberlo. Que lo intente. Mandaría más y más descargas de
vitalidad. Lo ahogaría si era necesario. Ni el mismo Gerard aguantaría tanta
cantidad.
Era la única oportunidad de derrotarle en su propio terreno. Apretó los
colmillos, y el vendaval creció. A lo lejos escuchaba la risa de su hermano; podía
sentir cómo disfrutaba el regalo de la energía. Sólo un poco más.
Salió a su encuentro. Sus fuertes piernas de lobo lo impulsaron en una
zancada. Lanzó una serie de zarpadas que fueron repelidas por los puños
incendiados de Gerard. Le seguía el paso a medida que le imprimía más y más
energía.
Su hermano era un agujero negro; las fibras de su poder se perdían en su
interior mientras seguía descargando cada golpe. Y aunque Francisco sentía el
abrazo del agotamiento, no se permitió flaquear mientras peleaba y repelía a su
vez.
Los relámpagos verdiazules los llamaban a verse las caras. Debajo de
aquella máscara, Francisco sabía que una sonrisa maliciosa se dibujaba en un
rostro desconocido para él.
Logró conectarle una vez más en el pecho, y sintió cómo los huesos de
Gerard se quebraban ante su poderío. No perdió tiempo, y lanzó otro zarpazo
directo a su cara ya desprotegida. Sus garras dejaron una estela azulina y fueron
a dar contra la máscara.
La placa se resquebrajó al paso de su fuerza, pero no cedió. Hilillos de
sangre brotaron de los costados. Todavía no termina. Aún percibía que su
energía se desvanecía, a pesar de que Gerard recibía una y otra vez un daño
terrible.
Es ahora o nunca.
Francisco mandó todo lo que tenía, condensado en un último golpe
cargado del resto de su poder. ¡Trágate esto, Gerard!
Una bola de luz creció entre ellos dos. Por primera vez, la risa de su
hermano dejó de escucharse. Una intensa ceguera se adueñó del recinto mientras
que este temblaba con la vehemencia de un titán. Francisco pensó que el lugar se
desplomaría y que se tragaría consigo a la base. Nunca en su vida como Vitalista
había usado tanta cantidad de poder, pero sabía que era necesario.
Su cuerpo, poco a poco, fue regresando a su forma natural. La piel
sustituyó al pelo plateado, sus colmillos y garras disminuyeron su tamaño.
Incluso sus ojos azules perdieron parte de su brillo. Había gastado todo su poder;
un sacrificio necesario. Esperemos que haya funcionado.
Entornó los ojos y vio un bulto negro tirado en el suelo en una posición
comprometida. El cuerpo de Gerard yacía sobre una laguna de sangre, emanando
vapor. Francisco lanzó un cansino suspiro y se acercó hacia él.
Gerard estaba boca arriba. Su máscara continuaba en su cara. Tuvo
deseos de quitársela, pero reprimió aquel impulso al ver que la misma estaba
agrietada desde todas partes. Escuchaba un leve jadeo que anunciaba que pronto
dejaría de existir.
—Hermano —dijo Francisco. Verlo en aquel estado, como un cúmulo
de harapos abandonados era algo que jamás en toda su existencia pensaría en
presenciar. Gerard, el gran caza recompensas, venido a menos por sus propias
ansias de poder.
—Francisco… —susurró Gerard entre borbotones de sangre. Una leve
risilla se coló.
Hasta en sus últimos momentos no deja de ser él.
—La Ley no me atrapará —dijo Francisco—. Soy un Vitalista libre.
Que les quede claro cuando encuentren tu cadáver.
—No será el único cadáver que encuentren… —dijo Gerard—. Ah…
Hermano, mío… ¿Irme de este mundo sin dejarte un último regalo…?
—¿Qué quieres decir…? —El corazón de Francisco arremetía contra su
pecho como una bala perdida.
—Tu poder no fue lo único que absorbí. —La voz de Gerard se
acartonaba en su guasona burla—. Ya te imaginarás de lo que hablo… Adiós,
Francisco. Me divertí como nunca…
Y en un suspiro, el alma de Gerard desapareció de aquel plano.
Francisco habría llorado; se lo habría permitido después de todo, pero las últimas
palabras lo comenzaron a carcomer antes de siquiera volver a pestañear.
Oteó el rincón en donde Susana se había escondido, desesperado. ¡Por
favor! ¡No!
Allí vio una leve figura hecha lastre, tumbada como la princesa perdida
de un bosque lleno de espinas, a la espera del príncipe fugaz.
—¡Susana! —gritó Francisco al salir corriendo hacia ella. Sus fuerzas
no daban para más, pero poco le importaba.
Al llegar hasta Susana, la tocó. Aquella expresión hueca en su rostro le
transformó en tinieblas. La chica estaba fría. El último regalo de Gerard, quien
acostumbraba a hacer las cosas a lo grande.
DIECIOCHO

Las escaleras del calvario. Nunca acababan. Subía hacia la oscuridad, hacia
una vida sin pasado, sin presente y sin futuro. Sus músculos flagelados por la
violencia de la pelea parecían desprenderse de su piel como restos de carne
putrefacta.
Y sin embargo se obligaba a continuar mientras cargaba el cuerpo sin
vida de Susana. Mientras ascendía por la barandilla, intentaba hacerse una idea
de lo que era en vida. Las lágrimas en sus ojos no permitían que detallase su
belleza, su gracia y su ímpetu.
La culpa cristalizaba en su pecho, su corazón y sus pensamientos. Habría
deseado terminar con su propia existencia en ese instante, dándole el gusto a
Gerard, a La Ley y a la Milicia. Ya no importaba. Ya no importaba nada más.
Al diablo Garnarank. Al diablo la Capital.
No comprendía qué le hizo aquella humana. No tenía caso ocultar lo
obvio. Susana, bajo las razones que sean, era el centro de su mundo. Y ahora ya
no está. Su propia estupidez había extinguido cualquier llamarada de amor antes
de nacer. Sólo quedó el deseo y la incertidumbre.
Le pesaba. El cuerpo muerto le pesaba más que cualquier otra cosa.
Como Vitalista tenía el deber de enterrar a los de su propia especie, pero
Susana… Susana estaba allí, necesitándolo una vez más. Que se joda Gerard.
Debió decirle que se quedara en casa. Debió ser más inteligente que la
maldad de su hermano y predecir que aquello era una trampa desde el principio.
Debió pedirle que se fuera con él, lejos de este continente donde Vitalistas y
humanos estaban destinados a matarse entre ellos. Ese mundo le enfermaba; ese
mundo la había matado; era un plano del cual no pudo protegerla.
De haberlo entendido…
No tenía idea de lo que encontraría en la superficie. Quizá habría
legiones enteras de la Milicia esperando a darle el golpe de gracia. Le daba
igual; quizás así podría volver a ver a Susana e intentar lo que pudo ser.
Sueñas demasiado, Francisco. La perdiste. No la volverás a ver. La
mataste. La mataste.
Intentó imaginarse las reacciones de Ricardo y Andrea. Para ellos, un
Vitalista le arrancó la sonrisa a su amiga. Para ellos, Francisco era una plaga a
ser erradicada. Todavía no comprendía el por qué accedieron a ayudarlo. Porque
ella se los pidió. Ella te apoyó hasta el final. Creyó en ti, ¿y tú que le diste?
Nada. Sólo el descanso eterno, sin garantía de un cielo o un infierno sobre el
cual reunirse.
Tenía que obligarse a pensar que Susana se encontraba en un lugar
mejor si no quería caer preso de la locura en las garras de la añoranza. Aquella
última noche fue suya. Se pertenecían. Se buscaron y se encontraron. Llenaron la
soledad con algo más que un abismo informe. Lo que sintió ya no lo
acompañaría.
Y la luz comenzaba a alargarse sobre su cabeza. La salida estaba a
pocos pasos. No quería salir. Quería permanecer en aquella oscuridad. Al menos
allí podría estar en soledad junto a lo que quedaba de Susana. Debí dejarla morir
en el cementerio. Estaría reunida junto a su madre.
Salió a campo abierto. El ocaso le golpeó con una fuerza que Gerard
habría envidiado. La Milicia lo rodeaba, apuntándolo. No veía por ninguna parte
a Ricardo ni Andrea. Pensó que quizá los habrían capturado, o matado. Qué más
daba.
Se preguntó qué verían aquellos soldados y qué podrían temer de un
Vitalista desnudo cargando a una mujer humana en brazos. Se quedó allí. No dio
un paso más, como si hubiese llegado al final de una tierra plana.
Pero nadie se atrevía a acercarse. Pudieron haberle arrebatado a Susana
a la fuerza, dispararle hasta dejarlo lleno de agujeros y desangrarse. No tenía
poder para defenderse. Ni siquiera para respirar.
—Déjenme ir —dijo de la nada—. Sólo quiero desaparecer.
Reanudó la marcha. Aquellos soldados lucían como espantapájaros
secos y sin alma; tal como Susana. La Milicia se abrió en un sendero, embrujada
por la expectativa de ver un Vitalista.
Y caminó.
Francisco se perdió en sus pasos. Las calles iban y venían, aleteando
sobre él como las alas de un cuervo. Ya no distinguía las rutas por las que
transitaba o las miradas que caían sobre él. No sabía si le hablaban. Era un
ánima, un espectro a merced de su propia desdicha y desgracia, un alma en pena,
sujeta a los cambios atemporales de la pérdida.
—Susana… Susana… Susana… —era todo lo que podía decir.
Aquel nombre lo llevo hacia el primer sitio donde la había encontrado.
El cementerio. La capilla seguía destruida, y algunas lápidas se apilaban en la
entrada. Entró, guiado por el sendero de flores marchitas.
Encontró la tumba que buscaba. Aquella a la que Susana tanto
anhelaba. La tumba de su madre. La depositó sobre la piedra y la admiró una vez
más. Era la última vez. La besó lo que fue y lo que debía ser, y aquella
incertidumbre encerró su corazón en una jaula hecha de cristal.
—Descansa, Susana —murmuró.
Se alejó de allí, sin saber lo que haría a continuación. Francisco sabía
que la única manera de sanar era irse a donde no conociesen su nombre ni su
origen. Era el precio de ser un Vitalista. Y se despreció por eso, porque de nada
servía el poder si con eso no podías proteger a quienes importaban para ti.
Había matado a su propia sangre.
Había matado a su propia inocencia reflejada en el rostro de Susana. La
pobre y bella Susana.
Al menos no estarás sola en el otro mundo. Tu madre te espera.
Usó algo de poder y comenzó a correr hacia el horizonte, esperando
que la brecha de este se abriera y le brindara una nueva oportunidad para
perdonarse.
NOTA DE LA AUTORA
Si has disfrutado del libro, por favor considera dejar una review del mismo (no tardas ni un minuto, lo
sé yo). Eso ayuda muchísimo, no sólo a que más gente lo lea y disfrute de él, sino a que yo siga escribiendo.
A continuación te dejo un enlace para entrar en mi lista de correo si quieres enterarte de obras gratuitas
o nuevas que salgan al mercado. Finalmente, te dejo también otras obras — mías o de otras personas — que
creo serán de tu interés. Por si quieres seguir leyendo.
Nuevamente, gracias por disfrutar de mis obras. Eres lo mejor.

Haz click aquí
para suscribirte a mi boletín informativo y conseguir libros gratis

¿Quieres seguir leyendo?
Otras Obras:

La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —

J*did@-mente Erótica
BDSM: Belén, Dominación, Sumisión y Marcos el Millonario
— Romance Oscuro y Erótica —

El Rompe-Olas
Romance Inesperado con el Ejecutivo de Vacaciones
— Erótica con Almas Gemelas —
“Bonus Track”
— Preview de “La Mujer Trofeo” —

Capítulo 1
Cuando era adolescente no me imaginé que mi vida sería así, eso por descontado.
Mi madre, que es una crack, me metió en la cabeza desde niña que tenía que ser independiente y hacer
lo que yo quisiera. “Estudia lo que quieras, aprende a valerte por ti misma y nunca mires atrás, Belén”, me
decía.
Mis abuelos, a los que no llegué a conocer hasta que eran muy viejitos, fueron siempre muy estrictos
con ella. En estos casos, lo más normal es que la chavala salga por donde menos te lo esperas, así que
siguiendo esa lógica mi madre apareció a los dieciocho con un bombo de padre desconocido y la echaron de
casa.
Del bombo, por si no te lo imaginabas, salí yo. Y así, durante la mayor parte de mi vida seguí el
consejo de mi madre para vivir igual que ella había vivido: libre, independiente… y pobre como una rata.
Aceleramos la película, nos saltamos unas cuantas escenas y aparezco en una tumbona blanca junto a
una piscina más grande que la casa en la que me crie. Llevo puestas gafas de sol de Dolce & Gabana, un
bikini exclusivo de Carolina Herrera y, a pesar de que no han sonado todavía las doce del mediodía, me
estoy tomando el medio gin-tonic que me ha preparado el servicio.
Pese al ligero regusto amargo que me deja en la boca, cada sorbo me sabe a triunfo. Un triunfo que no
he alcanzado gracias a mi trabajo (a ver cómo se hace una rica siendo psicóloga cuando el empleo mejor
pagado que he tenido ha sido en el Mercadona), pero que no por ello es menos meritorio.
Sí, he pegado un braguetazo.
Sí, soy una esposa trofeo.
Y no, no me arrepiento de ello. Ni lo más mínimo.
Mi madre no está demasiado orgullosa de mí. Supongo que habría preferido que siguiera
escaldándome las manos de lavaplatos en un restaurante, o las rodillas como fregona en una empresa de
limpieza que hacía malabarismos con mi contrato para pagarme lo menos posible y tener la capacidad de
echarme sin que pudiese decir esta boca es mía.
Si habéis escuchado lo primero que he dicho, sabréis por qué. Mi madre cree que una mujer no debería
buscar un esposo (o esposa, que es muy moderna) que la mantenga. A pesar de todo, mi infancia y
adolescencia fueron estupendas, y ella se dejó los cuernos para que yo fuese a la universidad. “¿Por qué
has tenido que optar por el camino fácil, Belén?”, me dijo desolada cuando le expliqué el arreglo.
Pues porque estaba hasta el moño, por eso. Hasta el moño de esforzarme y que no diera frutos, de
pelearme con el mundo para encontrar el pequeño espacio en el que se me permitiera ser feliz. Hasta el
moño de seguir convenciones sociales, buscar el amor, creer en el mérito del trabajo, ser una mujer diez y
actuar siempre como si la siguiente generación de chicas jóvenes fuese a tenerme a mí como ejemplo.
Porque la vida está para vivirla, y si encuentras un atajo… Bueno, pues habrá que ver a dónde
conduce, ¿no? Con todo, mi madre debería estar orgullosa de una cosa. Aunque el arreglo haya sido más
bien decimonónico, he llegado hasta aquí de la manera más racional, práctica y moderna posible.
Estoy bebiendo un trago del gin-tonic cuando veo aparecer a Vanessa Schumacher al otro lado de la
piscina. Los hielos tintinean cuando los dejo a la sombra de la tumbona. Viene con un vestido de noche
largo y con los zapatos de tacón en la mano. Al menos se ha dado una ducha y el pelo largo y rubio le gotea
sobre los hombros. Parece como si no se esperase encontrarme aquí.
Tímida, levanta la mirada y sonríe. Hace un gesto de saludo con la mano libre y yo la imito. No hemos
hablado mucho, pero me cae bien, así que le indico que se acerque. Si se acaba de despertar, seguro que
tiene hambre.
Vanessa cruza el espacio que nos separa franqueando la piscina. Deja los zapatos en el suelo antes de
sentarse en la tumbona que le señalo. Está algo inquieta, pero siempre he sido cordial con ella, así que no
tarda en obedecer y relajarse.
—¿Quieres desayunar algo? —pregunto mientras se sienta en la tumbona con un crujido.
—Vale —dice con un leve acento alemán. Tiene unos ojos grises muy bonitos que hacen que su rostro
resplandezca. Es joven; debe de rondar los veintipocos y le ha sabido sacar todo el jugo a su tipazo
germánico. La he visto posando en portadas de revistas de moda y corazón desde antes de que yo misma
apareciera. De cerca, sorprende su aparente candidez. Cualquiera diría que es una mujer casada y curtida en
este mundo de apariencias.
Le pido a una de las mujeres del servicio que le traiga el desayuno a Vanessa. Aparece con una bandeja
de platos variados mientras Vanessa y yo hablamos del tiempo, de la playa y de la fiesta en la que estuvo
anoche. Cuando le da el primer mordisco a una tostada con mantequilla light y mermelada de naranja
amarga, aparece mi marido por la misma puerta de la que ha salido ella.
¿Veis? Os había dicho que, pese a lo anticuado del planteamiento, lo habíamos llevado a cabo con
estilo y practicidad.
Javier ronda los treinta y cinco y lleva un año retirado, pero conserva la buena forma de un futbolista.
Alto y fibroso, con la piel bronceada por las horas de entrenamiento al aire libre, tiene unos pectorales bien
formados y una tableta de chocolate con sus ocho onzas y todo.
Aunque tiene el pecho y el abdomen cubiertos por una ligera mata de vello, parece suave al tacto y no
se extiende, como en otros hombres, por los hombros y la espalda. En este caso, mi maridito se ha
encargado de decorárselos con tatuajes tribales y nombres de gente que le importa. Ninguno es el mío. Y
digo que su vello debe de ser suave porque nunca se lo he tocado. A decir verdad, nuestro contacto se ha
limitado a ponernos las alianzas, a darnos algún que otro casto beso y a tomarnos de la mano frente a las
cámaras.
El resto se lo dejo a Vanessa y a las decenas de chicas que se debe de tirar aquí y allá. Nuestro acuerdo
no precisaba ningún contacto más íntimo que ese, después de todo.
Así descrito suena de lo más atractivo, ¿verdad? Un macho alfa en todo su esplendor, de los que te
ponen mirando a Cuenca antes de que se te pase por la cabeza que no te ha dado ni los buenos días. Eso es
porque todavía no os he dicho cómo habla.
Pero esperad, que se nos acerca. Trae una sonrisa de suficiencia en los labios bajo la barba de varios
días. Ni se ha puesto pantalones, el tío, pero supongo que ni Vanessa, ni el servicio, ni yo nos vamos a
escandalizar por verle en calzoncillos.
Se aproxima a Vanessa, gruñe un saludo, le roba una tostada y le pega un mordisco. Y después de
mirarnos a las dos, que hasta hace un segundo estábamos charlando tan ricamente, dice con la boca llena:
—Qué bien que seáis amigas, qué bien. El próximo día te llamo y nos hacemos un trío, ¿eh, Belén?
Le falta una sobada de paquete para ganar el premio a machote bocazas del año, pero parece que está
demasiado ocupado echando mano del desayuno de Vanessa como para regalarnos un gesto tan español.
Vanessa sonríe con nerviosismo, como si no supiera qué decir. Yo le doy un trago al gin-tonic para
ahorrarme una lindeza. No es que el comentario me escandalice (después de todo, he tenido mi ración de
desenfreno sexual y los tríos no me disgustan precisamente), pero siempre me ha parecido curioso que haya
hombres que crean que esa es la mejor manera de proponer uno.
Como conozco a Javier, sé que está bastante seguro de que el universo gira en torno a su pene y que
tanto Vanessa como yo tenemos que usar toda nuestra voluntad para evitar arrojarnos sobre su cuerpo
semidesnudo y adorar su miembro como el motivo y fin de nuestra existencia.
A veces no puedo evitar dejarle caer que no es así, pero no quiero ridiculizarle delante de su amante.
Ya lo hace él solito.
—Qué cosas dices, Javier —responde ella, y le da un manotazo cuando trata de cogerle el vaso de
zumo—. ¡Vale ya, que es mi desayuno!
—¿Por qué no pides tú algo de comer? —pregunto mirándole por encima de las gafas de sol.
—Porque en la cocina no hay de lo que yo quiero —dice Javier.
Me guiña el ojo y se quita los calzoncillos sin ningún pudor. No tiene marca de bronceado; en el sótano
tenemos una cama de rayos UVA a la que suele darle uso semanal. Nos deleita con una muestra rápida de su
culo esculpido en piedra antes de saltar de cabeza a la piscina. Unas gotas me salpican en el tobillo y me
obligan a encoger los pies.
Suspiro y me vuelvo hacia Vanessa. Ella aún le mira con cierta lujuria, pero niega con la cabeza con
una sonrisa secreta. A veces me pregunto por qué, de entre todos los tíos a los que podría tirarse, ha elegido
al idiota de Javier.
—Debería irme ya —dice dejando a un lado la bandeja—. Gracias por el desayuno, Belén.
—No hay de qué, mujer. Ya que eres una invitada y este zopenco no se porta como un verdadero
anfitrión, algo tengo que hacer yo.
Vanessa se levanta y recoge sus zapatos.
—No seas mala. Tienes suerte de tenerle, ¿sabes?
Bufo una carcajada.
—Sí, no lo dudo.
—Lo digo en serio. Al menos le gustas. A veces me gustaría que Michel se sintiera atraído por mí.
No hay verdadera tristeza en su voz, sino quizá cierta curiosidad. Michel St. Dennis, jugador del
Deportivo Chamartín y antiguo compañero de Javier, es su marido. Al igual que Javier y yo, Vanessa y
Michel tienen un arreglo matrimonial muy moderno.
Vanessa, que es modelo profesional, cuenta con el apoyo económico y publicitario que necesita para
continuar con su carrera. Michel, que está dentro del armario, necesitaba una fachada heterosexual que le
permita seguir jugando en un equipo de Primera sin que los rumores le fastidien los contratos publicitarios
ni los directivos del club se le echen encima.
Como dicen los ingleses: una situación win-win.
—Michel es un cielo —le respondo. Alguna vez hemos quedado los cuatro a cenar en algún
restaurante para que nos saquen fotos juntos, y me cae bien—. Javier sólo me pretende porque sabe que no
me interesa. Es así de narcisista. No se puede creer que no haya caído rendida a sus encantos.
Vanessa sonríe y se encoge de hombros.
—No es tan malo como crees. Además, es sincero.
—Mira, en eso te doy la razón. Es raro encontrar hombres así. —Doy un sorbo a mi cubata—.
¿Quieres que le diga a Pedro que te lleve a casa?
—No, gracias. Prefiero pedirme un taxi.
—Vale, pues hasta la próxima.
—Adiós, guapa.
Vanessa se va y me deja sola con mis gafas, mi bikini y mi gin-tonic. Y mi maridito, que está haciendo
largos en la piscina en modo Michael Phelps mientras bufa y ruge como un dragón. No tengo muy claro de
si se está pavoneando o sólo ejercitando, pero corta el agua con sus brazadas de nadador como si quisiera
desbordarla.
A veces me pregunto si sería tan entusiasta en la cama, y me imagino debajo de él en medio de una
follada vikinga. ¿Vanessa grita tan alto por darle emoción, o porque Javier es así de bueno?
Y en todo caso, ¿qué más me da? Esto es un arreglo moderno y práctico, y yo tengo una varita Hitachi
que vale por cien machos ibéricos de medio pelo.
Una mujer con la cabeza bien amueblada no necesita mucho más que eso.

Javier
Disfruto de la atención de Belén durante unos largos. Después se levanta como si nada, recoge el gin-
tonic y la revista insulsa que debe de haber estado leyendo y se larga.
Se larga.
Me detengo en mitad de la piscina y me paso la mano por la cara para enjuagarme el agua. Apenas
puedo creer lo que veo. Estoy a cien, con el pulso como un tambor y los músculos hinchados por el
ejercicio, y ella se va. ¡Se va!
A veces me pregunto si no me he casado con una lesbiana. O con una frígida. Pues anda que sería
buena puntería. Yo, que he ganado todos los títulos que se puedan ganar en un club europeo (la Liga, la
Copa, la Súper Copa, la Champions… Ya me entiendes) y que marqué el gol que nos dio la victoria en
aquella final en Milán (bueno, en realidad fue de penalti y Jáuregui ya había marcado uno antes, pero ese
fue el que nos aseguró que ganábamos).

La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —
Ah, y…
¿Has dejado ya una Review de este libro?
Gracias.

También podría gustarte