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David Epstein

El gen deportivo
Un atleta excelente ¿nace o se hace?
Traducción de Martín R-Courel Ginzo

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título original: The Sports Gene – Inside the Science of Extraordinary Athletic Performance

Editor original: Current, Published by the Penguin Group (USA) Inc., New York

Traducción: Martín R-Courel Ginzo

1.ª edición Abril 2014

Copyright © 2013 by David Epstein

All Rights Reserved

Copyright © de la traducción 2014 by Martín R-Courel Ginzo

Copyright © 2014 by Ediciones Urano, S.A.

Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona

www.indicioseditores.com

ISBN EPUB: 978-84-9944-697-4

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titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así
como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
Para Elizabeth, mi muy especial mutante del gen MC1R
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Introducción
1. Derrotado por una chica taimada
2. Historia de dos saltadores de altura
3. La visión de las Grandes Ligas y la mayor prueba de deportistas
infantiles de la historia
4. Por qué los hombres tienen pezones
5. El talento para mejorar el rendimiento por el entrenamiento
6. Superbebé, los musculosos bully whippet y la capacidad de mejora
muscular por el entrenamiento
7. La Gran Explosión de los tipos corporales
8. El jugador nba de Vitruvio
9. Todos somos (un poco) negros
10. La teoría del esclavo guerrero del velocista jamaicano
11. La malaria y las fibras musculares
12. ¿Pueden ser corredores todos los kalenjin?
13. La mayor criba accidental de talento (de mucha altura) del mundo
14. Los genes de los perros de trineo, los ultramaratonistas y los vagos
teleadictos
15. El gen del sufrimiento
16. La mutación de la medalla de oro
Epílogo
Epílogo a la edición en rústica
Agradecimientos
Introducción
En busca de los genes del deporte

Micheno Lawrence era un velocista del equipo de atletismo de mi instituto.


Hijo de padres jamaicanos, era bajito y un tanto regordete, y su prominente
panza asomaba por los agujeros de su camiseta de malla, una prenda que
algunos jamaicanos del equipo se ponían para entrenar. Micheno trabajaba en
el McDonald’s después del instituto, y los compañeros de clase bromeaban
con que participaba del producto con demasiada asiduidad. Algo que no
impedía que Micheno fuera rápido como una centella.
Una diáspora de reducidas dimensiones en la década de 1970 y 1980 llevó
a una oleada de familias jamaicanas a Evanston, Illinois, lo que contribuyó a
que el atletismo se convirtiera en un deporte popular en el Instituto
Municipal de Evanston. (Y que, en consecuencia, nuestro equipo consiguiera
desde 1976 a 1999 veinticuatro campeonatos consecutivos de la liga escolar.)
Como acostumbran a hacer los deportistas destacados, Micheno hablaba de sí
en tercera persona. «Micheno no tiene corazón», decía siempre antes de una
carrera importante, haciendo alusión a que no tenía compasión cuando se
trataba de derrotar a sus competidores. En 1998, mi último año en el
instituto, pasó como una exhalación del cuarto al primer puesto en el último
relevo de los 4×400 m para ganar el campeonato estatal de Illinois.
Todos conocimos a algún atleta así en el instituto. Aquel que hacía que
pareciera tan fácil. Ya fueran el quarterback y el shortstop titulares, ya la base
o la saltadora de altura de la selección estatal. Talentos naturales.
¿Realmente lo eran? ¿Eli y Peyton Manning heredaron los genes de
quarterback de Archie, o acabaron siendo MVP de la SuperBowl porque
crecieron con un balón de fútbol americano en la mano? Sin duda alguna, Joe
Jellybean Bryant le transmitió la estatura a su hijo, Kobe, pero ¿de dónde sale
ese primer paso explosivo? ¿Y qué pasa con Paolo Maldini, que lideró al AC
Milan como capitán para ganar la Champions League cuarenta años después
de que su padre hiciera otro tanto? ¿Y Ken Griffey bendijo a su hijo con el
ADN de bateador de béisbol? ¿O la verdadera bendición fue que criara a
Junior en un club de béisbol? ¿O las dos cosas? En 2010, por primera vez en
una competición, la pareja de madre e hija formada por Irina y Olga Lenskiy
formaban la mitad del equipo nacional israelí en los relevos de 4×100 m. El
gen de la velocidad debía de cundir en esa familia. Pero ¿siquiera existe algo
semejante? ¿Existen realmente los «genes del deporte»?

En abril de 2003, un consorcio internacional de científicos anunció la


conclusión del Proyecto del Genoma Humano. Después de trece años de duro
trabajo (y de 200.000 del hombre anatómicamente moderno), el proyecto
había cartografiado el genoma humano; todas las 23.000 regiones más o
menos de ADN que contienen los genes habían sido identificadas. De pronto,
los investigadores sabían por dónde empezar a buscar las raíces más
profundas de los rasgos humanos, desde el color del pelo a la enfermedad
hereditaria, pasando por la coordinación visomotriz; pero subestimaron la
dificultad de interpretar las órdenes genéticas.
Imagínense el genoma como un libro de recetas de cocina de 23.000
páginas que reside en el centro de todas las células humanas y que
proporciona instrucciones para la creación del cuerpo. Si pudieran leer esas
23.000 páginas, entonces podrían comprender todo lo relativo a cómo se hace
el cuerpo. De todas formas, ésa era la quimera de los científicos. En cambio,
no es sólo que algunas de las 23.000 páginas tengan instrucciones para
muchas funciones diferentes del cuerpo, sino que si una página es movida,
alterada o rota, entonces alguna de las otras 22.999 pueden incluir de pronto
nuevas instrucciones.
En los años siguientes a la secuenciación del genoma humano, los
científicos deportivos escogieron genes individuales que suponían influirían
en la práctica deportiva y compararon diferentes versiones de esos genes en
pequeños grupos de deportistas y no deportistas. Por desgracia para tales
estudios, los genes individuales suelen tener efectos tan inapreciables que son
indetectables en estudios de poca entidad. Incluso la mayoría de los genes
responsables de rasgos de fácil medición, como pueda ser la estatura,
eludieron en buena medida la investigación. No porque no existan, sino
porque estaban envueltos en la complejidad de la genética.
Lenta pero decididamente, los científicos han empezado a abandonar los
pequeños estudios de un único gen y dirigen la nave de la ciencia hacia
nuevos e innovadores métodos de analizar el funcionamiento de las
instrucciones genéticas. Asocien eso con los esfuerzos de biólogos, fisiólogos y
científicos del ejercicio por discernir la manera en que la interacción de los
talentos biológicos y el entrenamiento riguroso afecta al deporte, y estaremos
empezando a tirar de los hilos del gran debate de la herencia frente a la
educación en lo que atañe al deporte. Esto implica necesariamente meterse a
fondo en los zarzales de asuntos tan delicados como el sexo y la raza. Y puesto
que la ciencia se ha metido ahí, este libro también lo hará.
La verdad general es que la herencia y la educación están tan entrelazadas
en cualquier campo de la práctica deportiva que la respuesta es siempre: son
ambos. Pero para la ciencia, éste no es un final satisfactorio. Los científicos
deben preguntarse: «¿De qué manera concreta podrían incidir aquí la
herencia y la educación?» y «¿Y en qué medida contribuye cada una?» Para
llegar a responder a estas preguntas los científicos del deporte han entrado
con dificultad en la era de la moderna investigación genética. Este libro es mi
intento de rastrear hasta dónde han llegado y de examinar gran parte de lo
que se sabe o se discute sobre los dones innatos de los deportistas de élite.

Ya en el instituto, me preguntaba si Micheno y los demás hijos de jamaicanos


que reportaban tantos éxitos a nuestro equipo de atletismo, serían portadores
de algún gen especial de la velocidad endémico de su diminuta isla. En la
universidad, tuve la ocasión de correr contra los kenianos, y entonces me
preguntaba si sería posible que los genes de la resistencia hubieran viajado
con ellos desde África Oriental. En la misma época, empecé a percatarme de
que un grupo de entrenamiento de mi equipo podía estar integrado por cinco
hombres que corrían juntos, zancada con zancada, un día tras otro, y sin
embargo podía acabar produciendo cinco corredores completamente
diferentes. ¿Cómo era posible?
Después de que mi trayectoria como corredor universitario acabara, hice
un posgrado en Ciencias y más tarde me convertí en redactor de Sports
Illustrated. En la investigación previa y mientras escribía El gen deportivo tuve
la oportunidad de mezclar en la placa de Petri de los deportes de élite lo que
en un principio se me antojó unos intereses totalmente independientes en el
deporte y la ciencia.
La preparación de este libro me llevó hasta más abajo del ecuador y por
encima del Círculo Polar Ártico, me puso en contacto con campeones
olímpicos y mundiales y con animales y humanos con mutaciones genéticas
poco frecuentes o rasgos físicos extraños que influyen espectacularmente en
su práctica deportiva. De paso, aprendí que algunas características que
suponía totalmente voluntarias, como el deseo de entrenar de un deportista,
podrían tener de hecho un importante componente genético, y que otras que
imaginaba eran en buena medida innatas, como las reacciones vertiginosas de
un bateador de béisbol o cricket, podrían no serlo.
Empecemos por ahí
1

Derrotado por una chica taimada


El modelo no genético de la experiencia

El equipo de la Liga Norteamericana estaba hundido en un pozo, y el


poderoso bateador de la Liga Nacional Mike Piazza se disponía a batear. Así
que llamaron a la tapada.
Pasando lentamente por delante de una falange de los mejores bateadores
del mundo, Jennie Finch se dirigió a grandes zancadas hacia el soleado campo
de juego con el pelo rubio resplandeciendo bajo la límpida luz del desierto.
Durante los veinticuatro años anteriores, el Pepsi All-Star Softball Game
había sido un acontecimiento reservado exclusivamente a los jugadores de las
Grandes Ligas. La muchedumbre zumbó de emoción cuando la as de 1,85 m
del equipo nacional norteamericano de softball llegó al montículo del pitcher
y cerró los dedos sobre la pelota.
Hacía un día templado en Cathedral City, California; 21ºC en la réplica de
una de las mismísimas catedrales deportivas de Norteamérica. Una fiel
imitación a escala tres cuartos del Wrigley Field de los Chicago Cubs,
inclusión hecha de los muros del campo exterior cubiertos de hiedra. Hasta
los edificios de viviendas de ladrillo de Wrigleyville estaban allí, en pleno
desierto, al pie de la sierra de Santa Rosa, representados casi a tamaño natural
en unos vinilos de fotografías de Chicago.
Finch, que al cabo de unos meses ganaría la medalla de oro de los Juegos
Olímpicos de 2004, había sido invitada en un principio sólo como miembro
del cuerpo técnico de la Liga Americana. O sea, hasta que las estrellas de la
Liga Americana se encontraron 9 a 1 por debajo en la quinta entrada.
En cuanto Finch llegó al montículo, los jugadores defensivos que estaban
detrás de ella se sentaron. El infielder de los Yankees Aaron Boone se quitó el
guante, se tumbó en la arena y utilizó la segunda base de almohada. El
jugador de los Texas Rangers Hank Blalock, seleccionado por dos veces para
el partido de las estrellas, aprovechó la oportunidad para beber agua. Al fin y
a la postre, todos habían visto lanzar a Finch durante los entrenamientos de
bateo.
Como parte de las celebraciones previas al partido, un número
considerable de estrellas de las Grandes Ligas habían puesto a prueba su
pericia contra los cohetes lanzados por debajo del hombro de Finch. Lanzados
desde un montículo situado a unos 13 metros, y viajando a una velocidad
máxima de algo más de 96 km por hora, los lanzamientos de Finch tardaban
el mismo tiempo en llegar al plato que un rectazo a 152 km por hora desde el
montículo de béisbol estándar, situado a algo más de 18 metros. Un
lanzamiento a 152 km por hora es un lanzamiento rápido, no cabe duda,
aunque algo rutinario para los jugadores profesionales de béisbol. Además, la
bola del softball es más grande, lo que debería facilitar el contacto.
Sin embargo, con cada molinete de su brazo, Finch lanzaba unas bolas
rectas que superaban a los atónitos hombres. Cuando Albert Pujols, el mejor
bateador de su generación, se adelantó para enfrentarse a Finch durante los
entrenamientos previos al partido, los demás jugadores de las Grandes Ligas
se acercaron para mirar embobados. Finch se arregló con nerviosismo la
coleta y una amplia sonrisa se fue abriendo camino lentamente por su rostro.
Estaba entusiasmada, aunque también le inquietaba que Pujols pudiera
devolverle la bola con un batazo en línea contundente. Una cadena de plata se
balanceaba sobre el amplio pecho del bateador, cuyos antebrazos tenían la
anchura del cañón del bate. «Muy bien», dijo Pujols en voz baja, dando a
entender que estaba listo. Finch se balanceó hacia atrás y luego hacia delante,
formando un círculo gigante al sacudir el brazo. El primer lanzamiento le
salió un poco alto. Pujols se tambaleó hacia atrás, sorprendido por lo que
había visto. Finch se rió por lo bajo.
La lanzadora soltó otro rectazo, esta vez alto y pegado. Pujols rotó en un
movimiento defensivo, apartando la cabeza. Tras él, sus colegas profesionales
se troncharon de risa. Pujols salió de la caja del bateador, recobró la
compostura y volvió a entrar. Una vez dentro, hizo girar los pies en la arena y
miró fijamente a Finch a los ojos. El siguiente lanzamiento le llegó justo por el
centro. Pujols hizo un amplio y violento movimiento con el bate, pero la bola
pasó volando hacia arriba junto a su bate, y los espectadores se rieron a
carcajadas. El siguiente lanzamiento fue hacia fuera, y Pujols lo dejó pasar. El
siguiente a ése fue otro strike, y Pujols volvió a pifiarla. A falta de sólo un
strike para quedar eliminado, Pujols retrocedió hasta el fondo de la caja del
bateador, se plantó allí y se agachó mucho.
Finch se balanceó y lanzó; Pujols, desgraciadamente, falló. El bateador se
dio la vuelta y echó a andar hacia sus compañeros, que se reían nerviosos.
Desconcertado, Pujols se paró, se volvió de nuevo hacia Finch, se quitó la
gorra y siguió su camino. «No quiero volver a pasar por esto», decidió más
tarde.1
Así que los jugadores defensivos situados detrás de Finch tenían buenas
razones para sentarse en el campo cuando ella entró en el partido real: sabían
que no habría ningún batazo bueno. Tal como había hecho durante el
entrenamiento previo al partido, Finch retiró a todos los bateadores a los que
se enfrentó. Piazza fue eliminado con tres lanzamientos rectos; el outfielder
de San Diego Padres, Brian Giles, falló tan estrepitosamente en el tercer strike
que el impulso le hizo dar una pirueta en el aire. Y luego, Finch volvió a su
papel de técnico ceremonial. Aunque ni de lejos había terminado de
desconcertar a los jugadores de las Grandes Ligas.
En 2004 y 2005, Finch presentó una sección habitual en el programa de la
Fox This Week in Baseball, en el que viajaba a los campos de entrenamiento
de las Grandes Ligas y transformaba a los mejores bateadores de béisbol del
mundo en unos aficionados patosos.
—¿Y las chicas son capaces de golpear esto? —preguntó con incredulidad
Mike Cameron, el outfielder de los Seattle Mariners, después de fallar un
lanzamiento por quince centímetros.
Cuando el siete veces MVP Barry Bonds vio a Finch en el partido de las
estrellas de las Grandes Ligas, se abrió paso entre una nube de periodistas
para decirle algunas tonterías.
—Bueno, Barry, ¿cuándo me enfrento al mejor? —preguntó Finch.
—Cuando quieras —respondió Bonds con confianza—. Te has enfrentado
a todos esos pequeños tontos… Tienes que enfrentarte al mejor. No puedes
ser guapa y buena y no enfrentarte a otro tipo guapo que sea bueno —dijo
Bonds, coqueteando al tiempo que desplegaba su cola de pavo real. Entonces
le dijo a Finch que llevara una red protectora cuando estuviera lista para
enfrentarse a él, porque «vas a necesitarla conmigo… Yo te batearé».
—Sólo ha habido un tío que la rozara —contestó Finch.
—¿Rozarla? —replicó Bonds, riéndose—. Créeme, si atraviesa ese plato, la
voy a rozar. La voy a rozar y con fuerza.
—Haré que mi gente llame a la tuya y lo organizamos.
—¡Ah, venga! Me puedes llamar tú directamente, chica —dijo Bonds—.
Yo acepto mis desafíos personalmente… Y lo televisaremos también, por la
televisión nacional. Quiero que el mundo lo vea, que el mundo entero lo vea.
Así que Finch viajó para enfrentarse a Bonds —esta vez sin admiradores
ni medios de comunicación por medio— y el tonillo de cachondeo del MVP
no tardó en cambiar. Bonds vio pasar volando varios lanzamientos por su
lado, e insistió en que las cámaras no le filmaran. Finch hizo un lanzamiento
tras otro que superaron a Bonds, mientras sus compañeros de equipo
presentes los declaraban strike. «¡Esa es buena!», suplicó Bonds, a lo que uno
de sus compañeros de equipo respondió: «Barry, tienes doce jueces aquí
atrás». Bonds vio pasar docenas de strikes por su lado sin hacer siquiera un
abanico. Y hasta que Finch no empezó a decirle a Bonds qué lanzamientos
serían los siguientes, no consiguió batear, y además sin fuerza, una pelota que
salió rodando mansamente hasta pararse fuera de los límites del área de
juego. Bonds le rogó a Finch: «¡Vamos, lanza una bola buena!» Ella lo hizo, y
la pelota pasó volando por el lado del bateador.
Cuando Finch visitó acto seguido a Alex Rodríguez, el MVP del
momento, éste observó por encima del hombro de Finch mientras ella
lanzaba unas pelotas de preparación a uno de los catcher del equipo de
Rodríguez. El catcher falló tres de los cinco primeros lanzamientos. Al verlo,
Rodríguez, para decepción de Finch, se limitó a negarse a entrar en la caja del
bateador. Se inclinó y le dijo a la chica: «Nadie me va a dejar en ridículo».

Los científicos llevan cuatro décadas tratando de hacerse una idea de qué se
valen los deportistas de élite para interceptar los objetos veloces.2
La explicación intuitiva es que los Albert Pujols y los Roger Federer del
mundo tienen sencillamente el talento genético de unos reflejos más rápidos
que les proporcionan más tiempo para reaccionar frente a la pelota. El único
problema es que no es verdad.
Cuando se realizan pruebas para analizar el «tiempo de reacción simple»
de las personas —esto es, con qué rapidez pueden pulsar un botón en
respuesta a una luz—, la mayoría, ya seamos profesores o abogados, ya atletas
profesionales, tardamos alrededor de 200 milisegundos, o una quinta parte de
un segundo. La quinta parte de un segundo es el tiempo mínimo aproximado
que se tarda en que la retina, la parte posterior del ojo humano, reciba la
información, y que dicha información sea transmitida a través de las sinapsis
—los espacios que separan las neuronas y que tarda unos cuantos
milisegundos en atravesar cada una— hasta la corteza visual primaria, situada
en la parte posterior del cerebro, y que el cerebro envíe un mensaje a la
médula espinal que pone en funcionamiento los músculos. Todo esto sucede
en un abrir y cerrar de ojos. (150 milisegundos es lo que se tarda en parpadear
cuando una luz te da en la cara.) Pero por deprisa que sean 200 milisegundos,
en la esfera de las bolas a 169 km por hora del béisbol y de las pelotas a más de
200 km por hora de los saques de tenis, es demasiado lento.3
Una pelota rápida normal de las Grandes Ligas recorre aproximadamente
3 metros en 75 milisegundos, que es lo que tardan las células sensoriales de la
retina para básicamente confirmar que hay una pelota a la vista y obtener la
información sobre la trayectoria de vuelo y la velocidad de la bola que tiene
que ser transmitida al cerebro. Toda la trayectoria de la pelota desde que sale
de la mano del pitcher hasta que llega al plato dura 400 milisegundos. Y dado
que se necesita la mitad de ese tiempo sólo para iniciar la acción muscular, un
bateador de las Grandes Ligas tiene que saber hacia dónde va a abanicar poco
después de que la bola haya salido de la mano del pitcher, esto es, mucho
antes de que haya recorrido la mitad del camino hasta el plato. La ocasión
para entrar en contacto con la pelota, cuando ésta está al alcance del bate, es
de 5 milisegundos, y dado que la posición angular de la bola en relación al ojo
del bateador cambia con la misma rapidez con que se acerca al plato, el
consejo de «no apartes la vista de la pelota»,4 es literalmente imposible de
realizar. Los humanos no tenemos un sistema visual lo bastante rápido para
seguir la pelota durante todo su trayecto. Un bateador podría perfectamente
cerrar los ojos en cuanto la pelota haya llegado a mitad de camino del plato.
Dada la velocidad del lanzamiento y las limitaciones de nuestra biología,
parece un milagro que alguien sea capaz de golpear alguna vez la pelota.
Sin embargo, Albert Pujols y todos sus colegas de las Grandes Ligas se
ganan la vida viendo —y triturando— los rectazos que les llegan a más de 150
km por hora. Así pues, ¿por qué se transforman en jugadores de las Pequeñas
Ligas cuando se enfrentan a una pelota de softball que les llega a poco más de
100 km por hora? Pues porque la única manera de golpear una pelota que
viaja a gran velocidad es poder vislumbrarla en el futuro, y cuando un jugador
de béisbol se enfrenta a un lanzador de softball, le despojan de su bola de
cristal.

Hace casi cuarenta años, antes de que Janet Starkes5 se convirtiera en una de
las investigadoras del deporte más prestigiosas del mundo, era una base de
1,57 m de estatura que pasó un verano con la selección nacional de Canadá.
Aunque su duradera influencia en el mundo del deporte provendría de fuera
de la cancha, del trabajo que empezó siendo estudiante de posgrado en la
Universidad de Waterloo. Su investigación intentaba descubrir el motivo de
que los buenos deportistas sean eso, buenos.
Por asombroso que parezca, los análisis del hardware físico innato —esto
es, las cualidades con las que aparentemente ha nacido un deportista, como el
tiempo de reacción simple— no han servido de mucha ayuda para explicar el
rendimiento especializado en los deportes. Los tiempos de reacción de los
deportistas de élite siempre rondan la quinta parte de un segundo, lo mismo
que los tiempos de reacción cuando las estudiadas son personas escogidas al
azar.
Así que Starkes se puso a buscar en otra parte. Le habían llegado noticias
de una investigación sobre los controladores aéreos que utilizaba unas
«pruebas de detección de señales» para medir la rapidez con que un
controlador experimentado puede cribar la información visual, a fin de
determinar la presencia o ausencia de señales cruciales. Y entonces decidió
que realizar investigaciones como ésas, sobre las capacidades cognitivas
perceptivas que se adquieren mediante la práctica, podría revelarse
provechosa. Por consiguiente, en 1975, y como parte de su trabajo de
posgrado en Waterloo, Starkes inventó la moderna prueba de «oclusión»
deportiva.
Tras reunir miles de fotografías de partidos de voleibol femenino, hizo
diapositivas de las fotos donde el balón estaba dentro del fotograma y otras
donde acababa de salir de la imagen. En muchas fotos, la orientación y acción
de los cuerpos de las jugadoras eran casi idénticas con independencia de que
el balón estuviera dentro del fotograma, puesto que la imagen había cambiado
poco desde el momento en que el balón había salido.
Starkes conectó entonces una mira a un proyector de diapositivas y le
pidió a unas jugadoras de voleibol de máxima categoría que mirasen las
diapositivas durante una fracción de segundo y decidieran si el balón estaba o
no dentro del fotograma que acababa de pasar rápidamente por delante de sus
ojos. El breve vistazo era demasiado rápido para que el observador viera
realmente el balón, así que la idea era decidir si las jugadoras estaban viendo
toda la cancha y el lenguaje corporal de las jugadoras de una manera diferente
a la de las personas ordinarias a las que se les permitía decidir si el balón
estaba presente.
Los resultados de las primeras pruebas de oclusión dejaron estupefacta a
Starkes. Al contrario que en los resultados de las pruebas del tiempo de
reacción, la diferencia entre las jugadoras de voleibol de primer orden y los
novatos fue descomunal. Para las jugadoras de élite, un vistazo de milésimas
de segundo era todo cuanto necesitaban para decidir si el balón estaba
presente. Y cuanto mejor era la jugadora, más rápidamente era capaz de
extraer la información relevante de cada diapositiva.
En una ocasión, Starkes sometió a prueba a las integrantes de la selección
nacional de voleibol canadiense, que a la sazón contaba con una de las
mejores colocadoras del mundo. La colocadora fue capaz de decidir si el
balón estaba presente en una imagen que pasó rápidamente por delante de
sus ojos durante 16 milésimas de segundo. «Eso era algo muy difícil», me dijo
Starkes. «Para las personas que no saben de voleibol, en dieciséis
milisegundos lo único que ven es un fogonazo de luz.»
La colocadora de talla mundial no sólo detectaba la presencia o ausencia
de la pelota en dieciséis milisegundos, sino que recogía suficiente información
visual para saber cuándo y dónde había sido hecha la foto. «Después de cada
diapositiva decía “sí” o “no”, si el balón estaba allí», dice Starkes, «y luego, a
veces, añadía: “Ése era el equipo de Sherbrooke después de que recibieran sus
nuevos uniformes, así que la foto debió de haberse tomado en tal y tal
momento”». El destello de luz de una mujer era la historia totalmente
elaborada de otra. Aquel era un sólido indicio de que una diferencia clave
entre los deportistas con experiencia y los novatos radicaba en la manera en
que unos y otros habían aprendido a percibir el partido, más que en la
capacidad natural para reaccionar con rapidez.
Poco después de que se doctorara, Starkes ingresó como profesora en la
McMaster University y continuó con su trabajo de oclusión con la selección
nacional de hockey sobre hierba de Canadá. A la sazón, la ortodoxia del
entrenamiento en el hockey sobre hierba abonaba la idea de que los reflejos
innatos eran de una importancia primordial. Por el contrario, la idea de que
las habilidades perceptivas aprendidas fueran un distintivo del rendimiento
de los expertos era, en palabras de Starkes, «una herejía».
En 1979, cuando Starkes empezó a ayudar a la selección nacional de
hockey sobre hierba de Canadá a prepararse para los Juegos Olímpicos de
1980, le aterró descubrir que los entrenadores de la selección confiaban en
ideas desfasadas para seleccionar y organizar al equipo. «Creían que todo el
mundo veía el campo de la misma manera», dice Starkes. «Estaban utilizando
las pruebas del tiempo de reacción simple para seleccionar, convencidos de
que era un buen factor para decidir quiénes serían los mejores porteros o
delanteros. Me asombraba que no tuvieran ni idea de que el tiempo de
reacción tal vez no sirviera para predecir nada.»
Como es natural, Starkes estaba mejor informada. En sus pruebas de
oclusión con los jugadores de hockey sobre hierba, encontró exactamente lo
mismo que había encontrado con las jugadoras de voleibol, y algo más. Los
jugadores de hockey sobre hierba de élite no sólo eran capaces de decir más
deprisa que en un abrir y cerrar de ojos si una bola estaba en el fotograma,
sino que también podían reconstruir fielmente el terreno de juego con sólo
un vistazo fugaz. Y pasaba lo mismo desde el baloncesto al fútbol. Era como si
milagrosamente todos los deportistas de élite tuvieran una memoria
fotográfica cuando se trataba de deporte. La cuestión, por lo tanto, es hasta
qué punto son importantes estas facultades perceptivas para los deportistas de
alto nivel y si son resultado de unos talentos genéticos.
No existe un lugar mejor para buscar una respuesta que en un tipo de
competición donde la acción es lenta, consciente y está desprovista de las
limitaciones de los músculos y los tendones.

En los albores de la década de 1940, el psicólogo y maestro ajedrecista


holandés Adriaan de Groot6 empezó a realizar una serie de metódicas
investigaciones para encontrar la esencia de la pericia en el ajedrez. De Groot
realizó sus experimentos con jugadores de diversas categorías e intentó
analizar minuciosamente lo que hacía a un gran maestro mejor que un
profesional medio, y al profesional medio bastante superior a un jugador de
club.
La creencia general de la época era que los jugadores de ajedrez altamente
cualificados se adelantaban más al desarrollo de la partida que los jugadores
menos dotados. Esto es cierto cuando los jugadores cualificados son
comparados con completos novatos. Pero cuando De Groot les pedía tanto a
los grandes maestros como a jugadores simplemente competentes que
explicaran sus tomas de decisiones mirando una posición de partida
desconocida, hallaba que jugadores con niveles de conocimientos diferentes
meditaban sobre el mismo número de piezas y proponían esencialmente la
misma variedad de posibles movimientos. ¿Por qué entonces, se preguntaba,
los grandes maestros acababan haciendo «mejores» movimientos?
De Groot reunió a un grupo de cuatro jugadores de ajedrez como
representativos de sus diferentes escalones de destreza: un gran maestro y
campeón del mundo; un maestro; un campeón local, y un jugador medio de
club.
También reclutó a otro maestro para que propusiera diferentes
situaciones de ajedrez extraídas de partidas desconocidas, y luego hizo algo
muy parecido a lo que Starkes haría con los deportistas treinta años después:
mostró rápidamente el tablero de ajedrez a los jugadores durante unos
segundos y a continuación les pidió que reconstruyeran la disposición en un
tablero vacío. Lo que se puso de manifiesto fueron que las diferencias entre
los niveles de destreza, en especial las de los dos maestros y los dos no
maestros, «eran tan grandes e inequívocas que apenas necesitaban de mayor
confirmación», escribió De Groot.
En cuatro de las pruebas, el gran maestro reprodujo un tablero entero
después de verlo tres segundos; el maestro pudo realizar la misma hazaña dos
veces; ninguno de los jugadores de menor nivel fue capaz de reproducir
ninguno de los tableros con precisión absoluta. En líneas generales, el gran
maestro y el maestro recolocaron con exactitud más del 90 por ciento de las
piezas de las pruebas, mientras que el campeón local llegó al 70 por ciento
aproximadamente y el jugador de club no pasó de un 50 por ciento. En cinco
segundos, el gran maestro entendía mejor la situación de una partida que el
jugador de club empleando quince minutos. En estas pruebas, escribió De
Groot, «es evidente que la experiencia “es” el fundamento del rendimiento
superior de los maestros». Pero pasarían tres décadas antes de que se
produjera la confirmación de que lo que De Groot había observado era, en
efecto, un talento adquirido, y no el resultado de una memoria milagrosa
innata.
En un estudio fundamental publicado en 1973, los psicólogos de la
Carnegie Mellon University William G. Chase y Herbert A. Simon —futuro
Premio Nobel— repitieron el experimento de De Groot, al que le añadieron
un toque novedoso: pusieron a prueba la capacidad de los jugadores para
recordar un tablero que contenía unas posiciones aleatorias que jamás
podrían ocurrir en una partida. Después de darles cinco segundos a los
jugadores para que estudiaran las posiciones aleatorias y de pedirles que las
reprodujeran, la superioridad memorística de los maestros desapareció. De
pronto, su memoria era exactamente igual que la de los jugadores medios.
Para explicar lo que encontraron, Chase y Simon7 propusieron lo que
denominaron «teoría de agrupación o chunking» de la experiencia, una idea
esencial en el estudio de juegos como el ajedrez, pero también en los deportes,
que contribuye a explicar lo que Janet Starkes descubrió en su trabajo con los
jugadores de hockey sobre hierba y voleibol.
Los maestros de ajedrez, al igual que los deportistas, «fragmentan» la
información sobre el tablero o el terreno de juego. En otras palabras, en lugar
de abordar un gran número de piezas individuales, los expertos agrupan
inconscientemente la información en un número más reducido de trozos
significativos basados en patrones que han visto antes. Mientras que el
jugador medio de club en el estudio de De Groot examinaba e intentaba
recordar la posición de veinte piezas individuales de ajedrez, el gran maestro
necesitaba recordar sólo unos cuantos fragmentos de varias piezas cada uno,
porque las relaciones entre éstas tenía un gran significado para él.8
Un gran maestro domina el lenguaje del ajedrez y tiene una base de datos
mental de millones de posiciones que se descomponen en al menos 300.000
fragmentos significativos, los cuales a su vez son agrupados en «patrones»
mentales, grandes disposiciones de piezas (o de jugadores, en el caso de los
deportistas) en las que algunas piezas pueden cambiarse de lugar sin que por
ello toda la disposición acabe siendo irreconocible. Donde el novato es
aplastado por la nueva información y la aleatoriedad, el maestro encuentra un
orden y una estructura familiares que le permiten centrarse en la información
que es esencial para la decisión inminente. «Lo que en una ocasión se logró
mediante un razonamiento deductivo lento y consciente, se alcanza ahora por
un procesamiento perceptivo rápido e inconsciente», escribieron Chase y
Simon. «No es un error de lenguaje que el maestro de ajedrez diga que “ve” el
movimiento correcto.»
Las investigaciones que se basan en el seguimiento de los movimientos
oculares de ejecutores experimentados, ya sean jugadores de ajedrez, pianistas
y cirujanos, ya deportistas, han descubierto que a medida que los expertos
adquieren experiencia son más rápidos a la hora de cribar la información
visual y separar el trigo de la paja. Los expertos desvían rápidamente la
atención de la información irrelevante y la centran en los datos que sean más
importantes para decidir su próximo movimiento. Mientras que los novatos
se obcecan en piezas o jugadores concretos, los expertos se concentran más en
los espacios existentes entre las piezas o los jugadores que importan para la
relación que integra las partes en el todo.
En el deporte, lo más importante es comprender el orden que permite a
los deportistas de élite extraer de la disposición de los jugadores o de los
cambios sutiles en los movimientos corporales de un contrincante la
información esencial para realizar predicciones inconscientes sobre lo que
sucederá a continuación.

Bruce Abernethy9 era todavía alumno de la Universidad de Queensland y


apasionado jugador de cricket cuando empezó a desarrollar los métodos de
oclusión de Janet Starkes en las postrimerías de la década de 1970. Utilizando
una cámara de Súper 8, empezó a filmar en vídeo a los lanzadores de cricket.
Luego, mostraba el vídeo a los bateadores, pero lo cortaba antes del
lanzamiento y hacía que éstos intentaran predecir hacia dónde iba dirigida la
pelota. Como era de esperar, los jugadores expertos fueron mejores
prediciendo la trayectoria de la pelota que los jugadores novatos.
En las décadas transcurridas desde entonces, Abernethy, ahora decano
adjunto de investigación en Queensland, se ha vuelto sumamente sofisticado
en la utilización de las pruebas de oclusión para arrojar luz sobre el
fundamento de la experiencia perceptiva en los deportes. Abernethy ha
trasladado sus investigaciones desde la pantalla de vídeo al terreno de juego y
a la pista, y ha equipado a los jugadores de tenis con unas gafas que se vuelven
opacas en el momento preciso en que el contrincante está a punto de golpear
la pelota, y a los bateadores de cricket con lentillas de diferentes grados de
borrosidad.
El eje central de los hallazgos de Abernethy es que los deportistas de élite
necesitan menos tiempo y menos información visual para saber lo que
ocurrirá en el futuro, y que, sin saberlo, se concentran en la información
visual esencial, exactamente igual que los jugadores de ajedrez expertos. Los
atletas de élite agrupan la información sobre los cuerpos y situación de los
jugadores, de la misma manera que hacen los grandes maestros con las torres
y los alfiles. «Hemos hecho pruebas a bateadores expertos de cricket donde lo
único que ven es la pelota, la mano y la muñeca, y llegan hasta el codo, y aun
así siguen haciéndolo mejor que por azar», dice Abernethy. «Parece extraño,
pero hay una información importante entre la mano y el brazo de la que los
expertos obtienen pistas para formular juicios.»
Abernethy descubrió que los jugadores de tenis de máximo nivel podían
discernir, a partir de los insignificantes movimientos del torso de un
contrincante, si un golpe les iba a llegar a la mano dominante para responder
con un drive, o tendrían que hacerlo con un revés, mientras que los jugadores
medios tenían que esperar a ver el movimiento de la raqueta, lo que suponía
un coste inestimable de tiempo de reacción. (En bádminton, si Abernethy
esconde la raqueta y todo el antebrazo, transforma a los jugadores de élite de
nuevo en novatos, un indicio de que la información de la parte inferior del
brazo es esencial en este deporte.)
Los boxeadores profesionales tienen un talento similar. Un puñetazo de
Muhammad Ali10 necesitaba unos meros cuarenta milisegundos para llegar a
la cara de una víctima que estuviera a unos cuarenta y cinco centímetros de
distancia. Sin una anticipación basada en los movimientos del cuerpo, los
contrincantes de Ali habrían sido tirados a la lona en el primer asalto,
alcanzados sorpresivamente por cada puñetazo. (De todas formas, la
habilidad de Ali para ocultar la trayectoria del puñetazo, y por consiguiente
de confundir la anticipación del contrario, con frecuencia suponía que
estuvieran acabados unos pocos asaltos más tarde.)
Incluso las habilidades que parecen ser meramente instintivas —como
saltar para rebotear un balón de baloncesto después de un lanzamiento fallido
—11 están fundamentadas en la experiencia perceptiva aprendida y en una
base de datos de información sobre el efecto de los sutiles movimientos del
cuerpo de un lanzador en la trayectoria de la pelota. Ésta es una base de datos
que sólo se puede elaborar mediante una práctica rigurosa.12
Sin dicha base de datos, todo deportista es un maestro del ajedrez
enfrentado a un tablero aleatorio, o un Albert Pujols enfrentado a Jennie
Finch, despojado de la información que le permite predecir el futuro.13 Dado
que Pujols no tenía una base de datos de los movimientos corporales de
Finch, de sus tendencias de lanzamiento y ni siquiera de la rotación de una
bola de softball para predecir lo que podría llegarle, siempre reaccionaba en el
último momento. Y la velocidad de reacción simple de Pujols es
completamente normal.
Cuando los científicos de la Universidad de Washington en St. Louis le
hicieron una prueba,14 Pujols, el mejor bateador de su época, estaba en el
percentil 66 en cuanto al tiempo de reacción simple en relación a una muestra
aleatoria de estudiantes universitarios.

Nadie nace con la capacidad de anticipación que exige ser un deportista de


élite.15 Cuando Abernethy estudió los patrones de los movimientos oculares
de jugadores de bádmiton tanto de élite como novatos, encontró que los
novatos ya miraban la zona correcta del cuerpo del adversario, pero no tenían
la base de datos cognitiva necesaria para extraer información de ella. «Si la
tuvieran», dice Abernethy, «sería muchísimo más fácil prepararlos para que se
convirtieran en expertos. Sólo tendrías que decir: “Observa el brazo. O para
un bateador de béisbol el verdadero consejo no sería “no pierdas de vista la
bola”, sino “observa el hombro”. Aunque en realidad, si se lo dices, eso les
haces peores jugadores».
Cuando un individuo ejercita una habilidad, ya sea golpear, lanzar o
aprender a conducir un coche, el proceso mental involucrado en la ejecución
de la habilidad retrocede desde las áreas conscientes superiores del lóbulo
frontal del cerebro, hasta las áreas más primitivas que controlan los procesos
automatizados o las destrezas que puedes realizar «sin pensar».16
En los deportes, la automatización cerebral es sumamente específica de la
habilidad practicada, tanto, que los estudios sobre imágenes del cerebro de los
atletas que entrenan una tarea determinada muestran que la actividad en el
lóbulo frontal se reduce sólo cuando realizan esa tarea precisa. Cuando se
coloca a los corredores en bicicletas o bicicletas para brazos (donde los
pedales se mueven con las manos en lugar de con los pies), la actividad de sus
lóbulos frontales aumenta en comparación a cuando están corriendo, por más
que montar en bicicleta o pedalear con los brazos no pareciera exigir
demasiado pensamiento consciente.17 La actividad física en la que uno se
entrena está automatizada de manera muy concreta en el cerebro. Volviendo
al planteamiento de Abernethy, «pensar» en una acción es lo que distingue a
un novato en los deportes, o la clave para transformar a un experto de nuevo
en un aficionado. (La psicóloga de la Universidad de Chicago Sian Beilock ha
demostrado que un golfista puede superar la asfixia producida por la presión
—«parálisis por análisis», lo denomina— cantando para sus adentros, y así
inquietar las áreas conscientes superiores del cerebro.)
La agrupación y la automatización viajan de la mano en su marcha hacia
la pericia. Sólo reconociendo las pistas y patrones corporales con la rapidez de
un proceso inconsciente, es como Albert Pujols puede decidir si debe
abanicar una bola apenas ha salido ésta de la mano del pitcher. Lo mismo
sirve para el quarterback Peyton Manning. Manning no puede detenerse
frente al bombardeo de defensas y revisar conscientemente los alineamientos
y patrones que aprendió durante horas y años de práctica y análisis de
películas de partidos. Dispone de segundos para escudriñar el terreno de
juego y lanzar el balón. Él es un gran maestro que juega a un ajedrez veloz,
sólo que con los linebacker y los safety en lugar de con caballos y peones. (Al
mismo tiempo, los coordinadores defensivos de la NFL [National Football
League] se dedican a mezclar a sus jugadores con la intención de presentar a
Manning un tablero de ajedrez que parezca engañoso o aleatorio.)
El resultado del análisis de la experiencia,18 desde De Groot a Abernethy,
se puede resumir en una sencilla frase que suena a disco rayado en mis
entrevistas con los psicólogos que investigan la pericia: «Es el software, no el
hardware». Esto es, las aptitudes deportivas perceptivas que diferencian a los
expertos de los aficionados se aprenden, o se descargan (como el software)
mediante la práctica. No vienen incluidas de serie como una parte de la
maquinaria humana. Este hecho ayudó a generar la teoría más conocida de la
experiencia en los deportes modernos, teoría donde no hay lugar para los
genes.
La cosa empezó con los músicos.
En 1993, y con la intención de realizar un estudio, tres psicólogos
recurrieron al Conservatorio de Música de Berlín, que gozaba de un prestigio
internacional por preparar violinistas de talla mundial.
Los profesores del conservatorio ayudaron a los psicólogos a seleccionar a
10 de los «mejores» estudiantes de violín, aquellos que podrían llegar a
convertirse en solistas internacionales; a 10 alumnos que fueran «buenos» y
que pudieran ganarse la vida en una orquesta sinfónica; y a 10 alumnos
menores que catalogaron como «profesores de música», porque ésa sería su
más que probable salida profesional.
Los psicólogos llevaron a cabo unas detalladas entrevistas con los 30
alumnos del conservatorio, de las que surgieron ciertas similitudes. Todos los
músicos de los tres grupos habían empezado a tomar lecciones de música de
forma sistemática hacia los ocho años, y todos habían decidido convertirse en
músicos alrededor de los quince. Y, pese a sus diferencias de talento, los
violinistas de los tres grupos dedicaban unas descomunales 50,6 horas
semanales a sus habilidades musicales, ya fuera tomando clases de teoría
musical o escuchando música, ya ensayando o ejecutando una pieza.
Entonces surgió una diferencia importante. La cantidad de tiempo que los
violinistas de los dos grupos de mayor nivel pasaban practicando por su
cuenta: 24,3 horas semanales, frente a las 9,3 del grupo de inferior nivel.
Quizá no sea tan sorprendente, pues, que los músicos valoraran la práctica en
solitario como el aspecto más importante de su formación, bien que uno
mucho más agobiante que actividades como la práctica en grupo o tocar por
diversión. Todo en las vidas de los violinistas de los dos grupos superiores
parecía girar en torno a la formación y a su recuperación de ésta. Dormían 60
horas a la semana, frente a las 54,6 del grupo inferior. Pero incluso las horas
que dedicaban a practicar solos no mostraban diferencias entre los dos grupos
superiores.
Así que los psicólogos les pidieron a los violinistas que hicieran una
valoración retrospectiva de cuánto habían practicado desde el día que
empezaron a tocar. Los violinistas de más nivel habían empezado a redoblar
sus horas de práctica más deprisa después de su primer contacto con el
instrumento. A los doce años, los mejores violinistas tenían una ventaja de
unas 1.000 horas respecto de los futuros profesores. Y aunque los dos grupos
superiores invertían una cantidad parecida de tiempo para mejorar su
destreza en el conservatorio, los futuros solistas internacionales habían
acumulado, de media, 7.140 horas de práctica en solitario a los dieciocho
años, en comparación con las 5.301 horas del grupo de los «buenos», y las
3.420 horas de los futuros profesores. «Por consiguiente», escribieron los
psicólogos, «existe una total correlación entre el nivel de aptitud de los grupos
y la acumulación media de sus horas de práctica en solitario con el violín». En
esencia, concluyeron que lo que podría haberse inferido como talento musical
innato era en realidad años de práctica acumulada.
De manera sobresaliente, los psicólogos hallaron que los pianistas
experimentados habían acumulado, por término medio, una cantidad
parecida de horas de práctica a la de los violinistas de máximo nivel, como si
hubiera una especie de norma universal de la pericia. Los investigadores
utilizaron las estimaciones de práctica semanal para sugerir que los músicos
avezados, con independencia del instrumento que tocaran, acumulan 10.000
horas de práctica cuando llegan a los veinte años, y que los intérpretes
cualificados acometen mayores cantidades de «práctica deliberada», la clase
de ejercicios agotadores que pone a prueba la capacidad del aprendiz. La clase
de práctica que suele hacerse en soledad.
En el ya famoso artículo —«The Role of Deliberate Practice in the
Acquisition of Expert Performance»— los autores hicieron extensivas sus
conclusiones a los deportes, citando las pruebas de ocultación de Janet Starkes
que demostraban que la experiencia perceptiva aprendida es más importante
que las aptitudes naturales de reacción. Las horas acumuladas de práctica,
sugerían, estaban disfrazadas de talento innato tanto en la música como en el
deporte.
El principal autor del artículo, el psicólogo K. Anders Ericsson, ahora en la
Universidad Pública de Florida, llegó a ser considerado como el padre de la
regla de la experiencia de «las 10.000 horas» —aunque él jamás la llamó
«regla»— o la «infraestructura de la práctica deliberada», como se la suele
conocer entre los que se dedican al estudio del aprendizaje del talento.
Ericsson está considerado un experto entre los expertos. Él y otros
defensores de la infraestructura siguieron sugiriendo que la práctica
acumulada es el verdadero mago que se esconde detrás de la cortina del
talento innato en campos que van desde las carreras de velocidad a la cirugía.
A medida que la ciencia genética fue adquiriendo preponderancia,
Ericsson abordó el tema de los genes en sus escritos. En un artículo de 2009,
«Toward a Science of Exceptional Achievement», Ericsson y sus
colaboradores escriben que los genes necesarios para ser un deportista
profesional (o, en realidad, un profesional de lo que sea) «están contenidos en
el ADN de todos los individuos sanos». Desde este punto de vista, los
expertos se diferencian por sus historiales de práctica, no por sus genes. La
interpretación de los medios de comunicación del trabajo de Ericsson ha
consistido frecuentemente en decir que las 10.000 horas son tan necesarias
como suficientes para hacer de cualquiera un experto en algo. Nadie, abunda
la idea, alcanza la pericia con menos, y todo el mundo la alcanza con esa
cantidad.
En las contraportadas de varios éxitos de ventas y en toneladas de
artículos, la regla de las 10.000 horas (alternativamente conocida como «la
regla de los diez años») ha acabado incorporada al mundo del desarrollo
deportivo y al ímpetu por que los niños empiecen pronto a entrenar con
denuedo.
En algunos casos, escritores famosos que aluden al trabajo de Ericsson han
tenido en cuenta las diferencias genéticas además de las diferencias nacidas de
la práctica, mientras que otros han adoptado una postura inflexible sobre la
regla de las 10.000 horas, a la que consideran irrefutable, sin dejar espacio
para los dones genéticos. Durante la preparación de este libro, vi
mencionadas las 10.000 horas como receta para el éxito en ámbitos tan
dispares como una entrevista concedida por un científico del Comité
Olímpico de Estados Unidos, y el informe anual para los inversores de un
fondo de cobertura que explicaba los principios del éxito del fondo.
Hasta he llegado a conocer a un golfista que está sometiendo la regla a una
prueba muy personal.

1Jennie Finch me contó en una entrevista que estaba inquieta por que Pujols le devolviera la pelota con
un batazo contundente en línea, y que Bonds se negó a que ciertos lanzamientos fueran filmados.
Muchos de los strikeout de Finch eliminando a los jugadores de las Grandes Ligas, y la cita de Pujols
«No quiero volver a pasar por esto», se pueden encontrar en el DVD titulado MLB Superstars Show You
Their Game (Major League Baseball Productions, 2005)
2Sobre el problema al que un humano se enfrenta al intentar golpear una bola rápida: Adair, Robert K.,
The physics of baseball, Harper Perennial, 3ª ed., 2002. Land, Michael F., y Peter McLeod, «From eye
movements to actions: how batsmen hit the ball», Nature Neuroscience, 3(12), (2000), 1340-45. McLeod,
P., «Visual reaction time and high-speed ball Games», Perception, 16(1), (1987), 49-59.

3Joe Baker (York University) y Jörg Schorer (Universidad de Muenster) me instruyeron acerca de la
velocidad de reacción, y me hicieron una prueba de oclusión en la que tenía que parar un penalti virtual
lanzado por unas jugadoras de balonmano profesionales. Mis resultados pueden deducirse del título
original del primer capítulo en un primer borrador de este libro: Derrotado por una chica digital.

4Para cualquiera a quien le hayan dicho alguna vez: «No apartes la vista de la pelota»: Bahill, Terry A., y
Tom LaRitz, «Why cant’t batters keep their eyes on the ball?», American Scientist, mayo-junio, (1984).

5Una muestra del trabajo de Janet Starkes sobre la experiencia perceptiva y el tiempo de reacción
simple:Starkes, J. L., y J. Deakin, «Pereption in sport: a cognitive approach to skilled performance», en
W. F. Straub y J. M. Williams, eds., Coginitive Sports Psychology, Sport Science Intl., 1984, 115-28.
Starkes, J. L., «Skill in field hockey: the nature of the cognitive advantage», Journal of Sport Psychology,
9, (1987), 146-60.

6Los experimentos de De Groot que sientan los cimientos del estudio de la experiencia en el ajedrez: De
Groot, A. D., Thought and Choice in Chess, Amsterdam University Press, Amsterdam, 2008

7La teoría de la agrupación de Chase y Simon sobre la experiencia en ajedrez: Chase, William G., y
Herbert A. Simon, «Perception in Chess», Coginitive Psychology, 4, (1973), 55-81.

8 Todos utilizamos formas de agrupación a diario. Piensen en el lenguaje: si les doy una oración de
veinte palabras para que la recuerden, les será mucho más fácil repetirla que si les doy veinte palabras
elegidas al azar que no tengan ninguna relación significativa entre sí.

9Algunos de los innovadores trabajos de la oclusión de Bruce Abernethy y sus colegas: Abernethy, B., y
otros, «Expertise and attunement to kinematic constraints», Perception, 37(6), (2008), 931-48. Mann,
David L., y otros, «An event-related visual occlusion method for examining anticipatory skill in natural
interceptive tasks», Behavior Research Methods, 42(2), (2010), 556-62. Muller, S., y otros, «How do
world-class cricket batsmen anticipate a bowler’s intention?», Quarterly Journal of Experimental
Psychology, 59(10), (2006), 2162-86.

10La velocidad de reacción visual de Muhammad Ali, y cómo los resultados de las pruebas de Ali
fueron mal representados inicialmente: Kamin, Leon J., y Sharon Grant-Henry, «Reaction Time, Race y
Racism», Intelligence, 11, (1987), 299-304.

11La experiencia perceptiva en los rebotes del baloncesto: Aglioti, Salvatore M., y otros, «Action
anticipation and motor resonance in elite basketball players», Nature Neuroscience, 11(9), (2008), 1109-
16.

12 Los equipos de cricket profesional han ido abandonando la utilización de las máquinas de
lanzamientos, porque no sirven para entrenar las aptitudes de reconocimiento corporal que los
bateadores necesitan para mejorar la anticipación.

13 Según el análisis realizado por el entrenador de bateadores Perry Husband, de los 500.000
lanzamientos de una temporada completa de la MLB, en los lanzamientos que iban directamente por el
centro del plato los jugadores de las Grandes Ligas promediaron .462 de bateo cuando la cuenta eran
dos bolas y cero strikes, y .362 cuando la cuenta era cero bolas y dos strikes, una diferencia de 100
puntos basada exclusivamente en la información de la cuenta, que ayudaba a los bateadores a prever el
siguiente lanzamiento.

14El psicólogo Richard Abrams me proporcionó varios de los resultados de las pruebas realizadas a
Pujols en 2006 en la Universidad de Washington: http://news.wustl.edu/news/pages/7535.aspx.

15Recopilación detallada sobre los estudios relativos a la experiencia del talento en los deportes: Starkes,
Janet L., y K. Anders Ericsson, eds., Expert performance in sports: advances in research in sport expertise,
Human Kinetics, 2003.

16La práctica de una determinada tarea cambia el cerebro y lleva al automatismo: Duerden, Emma G., y
Danièle Laverdure-Dupont, «Practice makes cortex», The Journal of Neuroscience, 28(35), (2008), 8655-
57. Squire, Larry y Eric Kandel, Memory: from mind to molecules, Macmillan, cap. 9, 2000. Van Raalten,
Tamar R., y otros, «Practice Indices Function-Specific Changes in Brain Activity», PLoS ONE, 3(10),
(2008), e3270.

17La familiaridad con un método de entrenamiento conocido influye en la actividad cerebral. Un


estudio de interés: Brümmer, V., y otros, «Brain cortical activity is influenced by exercise mode and
intensity», Medicine & Science in Sports & Exercise, 42(10), (2001), 1863-72.

18El mejor manual básico sobre el moderno estudio de la experiencia, desde el ajedrez y la cirugía hasta
la escritura, con especial énfasis en el software: Ericsson, K. Anders, y otros, The Cambridge handbook of
expertise and expert performance, Cambridge University Press, 2006.
2

Historia de dos saltadores de altura


(O: 10.000 horas más o menos 10.000 horas)

El 27 de junio de 2009, el día en que cumplía treinta años, Dan McLaughlin


decidió hacer algo especial: dejar su empleo como fotógrafo comercial en
Portland, Oregón, y convertirse en golfista profesional. Su experiencia en el
golf a lo largo de los tres decenios anteriores consistía en dos viajes de niño a
un campo de prácticas con su hermano mayor. A excepción de algunas
lecciones de tenis de pequeño y una temporada corriendo campo a través en
el instituto, McLaughlin no había sido un deportista de competición. Pero
algo tenía que cambiar.19
Después de terminar su carrera de periodismo en la Universidad de
Georgia en 2003, estuvo haciendo fotos para la prensa durante dos años, tras
lo cual trabajó en diferentes formas de fotografía publicitaria y de productos.
Después de pasar seis años en un trabajo de oficina enfocado a sacar fotos del
equipamiento dental, McLaughlin necesitaba una aventura más acorde con su
afición a las dificultades.
Al principio, pensó que podría hacer un posgrado, así que ahorró el
dinero suficiente para matricularse en una maestría en administración de
empresas especializada en finanzas. Pero sólo fue necesario el primer día de
clase en la Universidad Pública de Portland, en el que se explicaron las
aplicaciones de las hojas de cálculo de Microsoft Excel, para que McLaughlin
se diera cuenta de que una maestría en administración de empresas no era el
cambio de rumbo que ansiaba. Entonces se planteó hacerse enfermero
diplomado, o arquitecto, pero decidió que la nueva trayectoria tenía que
implicar un cambio drástico.
McLaughlin siempre había tenido un algo de extremista. Su idea de unas
vacaciones de invierno en 2006 fue un viaje a Fiji durante el golpe militar. Y,
sin embargo, en muchos aspectos, McLaughlin es el hombre de la calle por
excelencia. Mide un metro setenta y cinco, pesa 67 kg y, según sus propias
palabras, «no está muy dotado físicamente». «Soy una persona muy normal»,
dice. Y con eso es con lo que cuenta.
A McLaughlin le llegó la inspiración por lo que leyó del trabajo de
Ericsson en los superventas Talent Is Overrated, de Geoff Colvin, y Outliers,
de Malcolm Gladwell, donde se enteró de la regla de las 10.000 horas, «el
número mágico de la grandeza», como se la denomina en Outliers, y de la idea
de que las aptitudes que parecen estar basadas en los talentos innatos a
menudo no son más que la expresión de miles de horas de entrenamiento.
Así que el 5 de abril de 2010 McLaughlin cumplió con sus dos primeras
horas de entrenamiento deliberado hacia su objetivo último de hacerse
profesional y participar en el circuito de la PGA [Asociación de Golfistas
Profesionales]. Su plan consistía en cumplir con todas y cada una de las horas
en su camino hacia las 10.000, y demostrar que «no hay ninguna diferencia
entre los expertos y yo, o las demás personas, y no sólo en el golf, sino en
cualquier área de actividad. Si midiera más de un metro ochenta, esto podría
no decirle nada a la mayoría de las personas, pero yo soy un tío normal».
McLaughlin no está acometiendo su recorrido —había cumplido 3.685
horas a finales de 2012— como ardid publicitario, sino como experimento
científico. Además de contratar a un entrenador diplomado de la PGA,
consulta con Ericsson para que le aconseje sobre su estrategia. McLaughlin se
ha comprometido a contar sólo aquellas horas de entrenamiento que
verdaderamente se ajusten a la definición de Ericsson.
«Según los principios de la práctica deliberada, tienes que estar implicado
cognitivamente», explica McLaughlin. Acudir sin más al campo de práctica y
aporrear bolas durante unas horas sin prestar atención a la mejora y a la
corrección de los errores no basta. Así que, seis días a la semana, McLaughlin
invierte seis horas en la práctica deliberada, una jornada laboral que le
consume ocho porque se toma frecuentes descansos para pensar en lo que ha
hecho bien y lo que puede ser mejorado —como cerrar la cara del palo en el
momento del impacto— y porque es agotador mantener la atención
completamente centrada durante horas sin parar.
McLaughlin está creando su juego de golf desde la base. Cuando hablé con
él la primera vez, a las 1.776 horas de su trayectoria, él todavía tenía que
dominar una madera uno . «Sólo he llegado a un hierro ocho», me dijo, «así
que todo mi juego está dentro de los 127 metros al agujero». Las ocasiones en
que McLaughlin decide jugar algo parecido a un recorrido con su hierro
ocho, coloca tres pelotas a distintas distancias del hoyo y juega las tres a la vez.
«De esa manera», dice, «puedo hacer veintisiete hoyos en sólo nueve.» Al
ritmo actual, McLaughlin llegará a las 10.000 horas a finales de 2016. (Y ni
siquiera cuenta las horas que invierte en levantar pesas, leer sobre teoría del
golf o trabajar con un nutricionista.) McLaughlin confía plenamente en que
será profesional cuando alcance el número mágico. «No hay ninguna
garantía», dice. «Mañana podría matarme en un accidente de tráfico. Pero mi
objetivo final es participar en el circuito de la PGA.»
«Pase lo que pase», continúa, «lo consideraré un éxito. Cada día me gusta
más el juego, y presenté una ponencia en una conferencia en la Universidad
Pública de Florida, donde desayuné, comí y cené con el doctor Ericsson… Me
dijo que para él es provechoso observar cómo avanza la cosa, aunque se trate
sólo de una persona. Nunca ha hecho un estudio tan prolongado de alguien
haciendo un seguimiento de su práctica deliberada».
Hasta el momento nadie ha hecho un estudio semejante. Todos los datos
que respaldan la regla de las 10.000 horas han sido lo que los científicos
denominan «transversales» y «retrospectivos». O lo que es lo mismo, que los
investigadores estudian a sujetos que ya han alcanzado cierto nivel de
capacitación y les piden que reconstruyan su historial de horas de práctica. En
el caso del estudio original de las 10.000 horas, los sujetos fueron músicos que
ya habían sido admitidos en un conservatorio de prestigio internacional, así
que la mayoría de la humanidad hacía mucho tiempo que había sido
descartada. Un estudio que se limita a sólo unos actores previamente cribados
es irremediablemente tendencioso y «contrario» al descubrimiento de las
pruebas del talento innato. Por otro lado, un estudio «longitudinal» es un
experimento de mucha más calidad, que hace un seguimiento de los sujetos a
medida que éstos acumulan esas horas para observar el progreso de sus
aptitudes. Es fácil entender por qué una investigación longitudinal de la regla
de las 10.000 horas es difícil: imagínense la dificultad de reclutar a un grupo
de Dan McLaughlin para realizar un estudio —todos dispuestos a tirarse años
practicando una técnica que jamás han puesto a prueba anteriormente—, así
que para qué hablar de hacerles un seguimiento asiduo.
Sin embargo, hay una manera de rastrear la adquisición de la pericia sin al
menos uno de los problemas de la subjetiva memoria humana.

Los jugadores de ajedrez son calificados de acuerdo con la puntuación Elo,


bautizado así en honor de Arpad Elo, un físico que ideó este sistema de
clasificación. Un jugador de ajedrez medio tiene alrededor de 1.200 puntos
Elo; un maestro, el nivel mínimo absoluto para ganarse la vida con el ajedrez,
entre 2.200 y 2.400 puntos Elo. Un maestro internacional tiene de 2.400 a
2.500, y un gran maestro tiene más de 2.500. Dado que los puntos Elo
aumentan a medida que el jugador mejora, el sistema de clasificación
proporciona una puntuación objetiva de la progresión histórica de la destreza
de un jugador.
El 2007, los psicólogos Guillermo Campitelli, de la Universidad Abierta
Interamericana de Buenos Aires, y Fernand Gobet,20 director del Centro para
el Estudio de la Experiencia de la Brunel University de Londres, reclutaron a
104 jugadores de ajedrez de diferentes niveles de competición para realizar un
estudio sobre la experiencia en ajedrez. Campitelli había entrenado a futuros
grandes maestros, y Gobet, que había acumulado de ocho a diez horas diarias
de práctica ajedrecística en su juventud, había sido maestro internacional y el
segundo jugador mejor clasificado de Suiza.
Campitelli y Gobet hallaron que las 10.000 horas no andaban lejos, en
cuanto a cantidad de entrenamiento requerido, para alcanzar la condición de
maestro o los 2.200 puntos Elo, y hacerlo como profesional. El tiempo medio
para alcanzar el nivel de maestro en la investigación rondaba realmente las
11.000 horas —11.053 horas, para ser exactos—, en consecuencia, más que en
el estudio de los violinistas de Ericsson. Sin embargo, más ilustrativo que el
número medio de horas de práctica necesarias para alcanzar la condición de
maestro, fue la «fluctuación» en las horas.
Un jugador del estudio alcanzó el nivel de maestro en sólo 3.000 horas de
práctica, mientras que otro necesitó 23.000 horas. Si un año generalmente
equivale a 1.000 horas de práctica deliberada, entonces eso supone una
diferencia de dos decenios de práctica para alcanzar el mismo plano de
experiencia. «Ésa fue la parte más impactante de nuestros resultados», dice
Gobet. «La de que, en esencia, algunas personas necesitan practicar ocho
veces más para llegar al mismo nivel que otras. Y que, aun haciéndolo,
algunas personas sigan sin alcanzar el mismo nivel.»21 Varios jugadores del
estudio que empezaron en la primera infancia habían cumplido más de
25.000 horas de práctica y estudio del ajedrez y sin embargo no habían
alcanzado la condición inicial de maestro.
Aunque el tiempo medio para llegar al nivel de maestro era de 11.000
horas, la regla de las 3.000 horas de un hombre era la regla de las 25.000 horas
(y sumando) de otro. El prestigioso estudio de las 10.000 horas de violín sólo
informa del número «medio» de horas de práctica; no dice nada de la
«fluctuación» en las horas necesarias para la consecución de la pericia, así que
es imposible saber si algún individuo del estudio realmente se convirtió en
violinista de élite a las 10.000 horas, o si sólo era una media de las dispares
diferencias individuales.
En un grupo de estudio de la conferencia de la American College of Sports
Medicine en 2012, Ericsson advirtió de que los ya mundialmente famosos
datos habían sido obtenidos a partir de un reducido número de sujetos y que
no eran totalmente fiables desde el punto de vista del cálculo de las horas de
práctica. «Como es sabido, sólo recopilamos datos de diez individuos», dijo
Ericsson. «E hicieron [los violinista] los cálculos retrospectivos varias veces, y
no siempre había una concordancia perfecta.» Esto es, los violinistas
realizaron múltiples cálculos contradictorios sobre cuánto habían practicado.
Aun así, dijo Ericsson, la variación entre únicamente los diez violinistas de
élite —el grupo de las 10.000 horas— siguió siendo «sin ninguna duda de más
de 500 horas». (El propio Ericsson, debería resaltarse, jamás utilizó el término
«regla de las 10.000 horas». En un artículo publicado en 2012 por el British
Journal of Sports Medicine, Ericsson atribuye la popularidad de la expresión al
título de un capítulo de Outliers, de Malcolm Gladwell, el cual, escribió
Ericsson, «malinterpretó» las conclusiones del estudio de los violinistas.)22
Cuando le pregunté a Dan McLaughlin si le preocupaba que, como en el
caso de algunos de los jugadores de ajedrez, pudiera ser un tipo de 20.000
horas y no uno de 10.000 horas, respondió que consideraba el trayecto en sí
mismo como una victoria. «Cuando llegue el día D y haya cumplido mis diez
mil horas», me confesó McLaughlin, «será interesante comprobar si sigo
haciendo 3 sobre par, o he suspendido mi escuela de clasificación de la PGA
por un golpe, o si estoy en el circuito. Creo que es posible que uno pueda
dominar algo en algún momento entre 7.000 y 40.000 horas, pero en cierto
sentido ésta es una buena manera de controlar los avances». Sea como fuere,
la regla de las 7.000 a 40.000 horas no suena igual de interesante.
En cuanto a los jugadores de ajedrez, las diferencias en los progresos
aparecieron de inmediato: «Si estudias a aquellos jugadores que se van a
convertir en maestros y a los que seguirán por debajo de ese nivel», dice
Gobet, «algunos tienen el mismo entrenamiento los tres primeros años, pero
ya existen grandes diferencias en el rendimiento. Aunque quizás haya muy
pequeñas diferencias individuales [en talento] al principio, éstas producen un
efecto tremendo. Damos por sentado que se tardan unos diez segundos en
aprender un fragmento de información, y que son necesarios unos 300.000
fragmentos para convertirse en gran maestro. Si una persona aprende cada
fragmento en nueve segundos, y otra en once segundos, esas pequeñas
diferencias se van a hacer más grandes».
Es una especie de efecto mariposa de la especialización. Si dos practicantes
empiezan con unas condiciones iniciales ligeramente diferentes, de acuerdo
con Gobet eso puede llevar a unos resultados espectacularmente diferentes, o
al menos a unos tiempos de entrenamiento radicalmente distintos para
obtener resultados similares.

En la mañana del 22 de agosto de 2004, Stefan Holm23 mantenía la calma,


como hacía siempre antes de una competición, enfrascándose en la lectura de
un libro. En esta ocasión se trataba de Olympics in Athens 1896: The Invention
of the Modern Olympic Games, de Michael Llewellyn Smith. Cuando Holm,
un saltador de altura sueco, viajaba para participar en alguna competición, le
gustaba escoger libros que tuvieran relación con los lugares que iba a visitar.
Y aquel libro era que ni pintiparado, porque Holm competiría en el
Olympiakó Stádio de Atenas en pocas horas en la final olímpica de 2004.
Como siempre, Holm se aseguró de obligar a que todos los augurios se
alinearan favorablemente. Aunque hubiera querido dejar de leer aquel libro
en la página 225, se afanaría en leer al menos hasta la 240, porque cuando la
barra fuera levantada hasta los 225 cm durante la competición, no quería que
su mente asociara ese número con pararse.
Para evitar la tensión mental de las pequeñas decisiones, la mañana de
Holm siguió un patrón acostumbrado: para empezar, copos de maíz y zumo
de naranja de desayuno; luego, una hora antes de marcharse a la pista, colocó
el equipamiento azul y amarillo con el escudo de la corona sueca con el que
iba a competir encima de la cama, a lo que siguió una ducha, un lavado de
pelo con champú —siempre dos veces, por motivos que no sabría explicar— y
un afeitado. Preparaba su bolsa siempre en el mismo orden. Se puso la misma
ropa interior negra que se ponía cada vez que competía. Se puso el calcetín
derecho antes que el izquierdo, y las zapatillas de saltar en el orden contrario,
la izquierda antes que la derecha.
Esa noche en la pista, a Holm le quedaba un último intento de saltar 2,33
m. Había fallado los dos primeros saltos; un tercer fallo sería el final. Cómo
hacía siempre antes de cada salto, agitó las manos hacia atrás encima de su
rapada cabeza, dos veces; se limpió los ojos; se estiró la pechera de su jersey, y
se limpió el sudor de la frente. Dio unos cuantos pasitos hacia la barra y
entonces esprintó con toda su alma. Se impulsó en el aire y pasó por encima
de la barra. Después de eso, salvó los 2,36 m para ganar la medalla de oro de
los Juegos Olímpicos. Aquello fue el digno colofón a una historia que empezó
con la clase de obsesión juvenil que es capaz de crear la genialidad.
Estimulado por los Juegos Olímpicos de Moscú, Holm hizo sus primeros
saltos con su vecino Magnus sobre el sofá cuando sólo tenía cuatro años, en
1980, una aventura que terminó cuando Magnus se rompió el brazo. Pero la
pareja era inasequible al desaliento.
Cuando Holm tenía seis años, el padre de Magnus construyó un foso de
salto de altura para los niños con unas almohadas y un viejo colchón y lo
colocó en el patio trasero. Dos años más tarde, en 1984, cuando Holm tenía
ocho, vio en una competición a Patrik Sjöberg, el intrépido saltador sueco de
dorados mechones que llegaría a ser plusmarquista mundial. Por toda Suecia,
hordas de Sjöbergs en miniatura empezaron a saltar por encima de los sofás
de sus padres tanto al estilo tijera como al estilo Fosbury. El pequeño Holm
solía llamar la atención de su padre con alegres aullidos de tenor de: «¡Mira!
¡Soy Patrik Sjöberg!», antes de saltar por encima del sofá.
Por esa época más o menos Holm empezó a ir al colegio, un suceso que
despertó su entusiasmo básicamente porque el colegio disponía de un foso de
salto de altura. Fueron muchas las horas de la comida en compañía de
Magnus dedicadas a recrear una versión fantástica de la competición olímpica
de salto de altura, lo que ocasionalmente les hacía llegar tarde a clase.
El día de la final de Atenas, Magnus estaba allí en las gradas, y también
Johnny Holm, el padre de Stefan y su entrenador de toda la vida. En su
juventud, Johnny Holm había sido un felino guardameta de la cuarta división
sueca, y podría haber llegado a las categorías profesionales de no haber
escogido quedarse cerca de su familia y permanecer fiel a su trabajo como
soldador. Desde que era un adolescente, Stefan Holm intuyó, por las historias
que le contaba, que su padre lamentaba no haber aprovechado la oportunidad
de convertirse en deportista profesional. No lo decía abiertamente, pero Holm
se daba cuenta del entusiasmo de Johnny por ayudar a que su hijo se dedicara
en cuerpo y alma al salto de altura. El salto de altura acabó siendo una
obsesión tanto para Holm como para su padre.
En 1987, como enviada por los dioses del salto para ayudar a Stefan Holm
en su búsqueda, se abrió Våxnäshallen, unas instalaciones de atletismo de
categoría profesional cubiertas, en el oeste de Suecia, a sólo unos minutos en
coche de Forshaga, el minúsculo pueblo natal del aspirante a saltador. Esto
proporcionó a Holm, a la sazón de once años, la que se convertiría en su sede
de entrenamiento anual de nivel internacional durante toda su carrera.
A los catorce años, Holm superó el 1,82 m, lo que constituyó un récord
para su edad en aquella zona del oeste de Suecia, aunque en esa temporada
fue derrotado en un puñado de competiciones. Un año más tarde, a los
quince, ganó el campeonato juvenil de Suecia y viajó en compañía de su padre
a Gotemburgo para conocer al entrenador de Patrik Sjöberg, Viljo
Nousiainen. El encuentro desató una duradera amistad entre el Holm mayor
y Nousiainen, y aquél empezó a adaptar algunos de los métodos de
entrenamiento de éste para su hijo adolescente. El chico que había idolatrado
al gran Patrik Sjöberg de pronto se estaba preparando para convertirse en él.
Aunque había una diferencia evidente: Sjöberg medía poco más de dos
metros, mientras que todos los artículos del periódico local sobre los logros de
Holm resaltaban su diminuta estatura. De adulto, Holm llegaría al 1,80 m, un
completo liliputiense para un saltador de altura. En un deporte que requiere
levantar el centro de masa lo más alto posible, empezar con un centro de
masa alta supone una ventaja tremenda.
Cuando era un adolescente, Holm desarrolló un miedo similar al de
hablar en público: cuando la barra era levantada hasta una altura por encima
de su cabeza, hacía su aproximación habitual, pero en lugar de saltar se
limitaba a pasar corriendo por debajo de la barra y se dejaba caer en la lona.
En varias competiciones antes de cumplir los veinte, Holm hizo eso tres veces
seguidas al llegar a una altura dada, con la subsiguiente eliminación de la
competición. Pero en lugar de rendirse, redobló sus esfuerzos, abandonó el
fútbol y se dedicó en cuerpo y alma al salto de altura. A los dieciséis años,
perdió sólo una competición —una herida que no olvidaría y que vengaría
con su invicta temporada de 2004— y se metió de lleno en lo que con el
tiempo denominaría «un romance de veinte años con el salto de altura».
(Durante gran parte de esos dos decenios, fue un romance exclusivo que no le
dejó mucho tiempo para las chicas.) Como el propio Holm reconoce, no sería
arriesgado aventurar que ha hecho más saltos de altura que ningún otro ser
humano a lo largo de la historia.
Cumplidos los diecisiete, ya era lo bastante bueno para enfrentarse a su
héroe Sjöberg en una competición. Sjöberg ganó de calle, pero Holm
vislumbró que algún día podría superar al icono sueco si perseveraba. Al
cumplir los diecinueve, empezó un programa de levantamiento de pesas —
concentrado en su pierna izquierda, por supuesto—, que iría aumentando
poco a poco de intensidad a lo largo de diez años, hasta que pudo colocar 140
kg, el doble de su peso, encima de los hombros y agacharse tanto que rozaba
el suelo con el trasero, antes de volver a levantarse de un salto.
Para compensar su falta de estatura, Holm perfeccionó un acercamiento a
la barra a toda velocidad en la que alcanzaba un tope de 30 km por hora,
probablemente más que ningún otro saltador del mundo. Para ir adaptándose
a esa velocidad, tuvo que empezar por arrancar cada vez más lejos de la barra.
Holm volaba más deprisa, desde más lejos y más alto cada año, saliendo como
un cohete hacia la barra y arqueando el cuerpo por encima tan
exageradamente, que si sus talones tenían un secreto, podían susurrárselo al
oído cuando estaba completamente arqueado. A partir de 1987, fue
mejorando unos cuantos centímetros cada año sin excepción. En una labor
que sólo parecía tener dos posibles finales, «o lo consigues o no», Holm se
estaba convirtiendo en el absoluto «lo consigues».
En 1998, Holm ganó el primero de sus once campeonatos nacionales
suecos consecutivos. Tres años más tarde, se quedó a las puertas del pódium
olímpico, al acabar cuarto en Sydney. Aquello no era suficiente.
Holm seguía viviendo en casa y asistía a clase en la universidad de vez en
cuando. A los veinticinco, dejó los estudios y se mudó de casa de sus padres a
un piso situado en la misma calle de las instalaciones de Våxnäshallen, en
Karlstad, una ciudad de sesenta mil habitantes enclavada en la orilla
septentrional del mayor lago de Suecia. A partir de entonces, empezó a hacer
doce sesiones de entrenamiento por semana. Su jornada empezaba a las 10 de
la mañana con dos horas de pesas y saltos sobre cajas y vallas, estas últimas
diseñadas por él y su padre y que se podían levantar hasta una altura de 167
cm. Después, un descanso para comer y otra sesión al final de la tarde que
podía consistir en treinta saltos de altura a la máxima velocidad de
competición. Treinta, claro, si todo discurría de acuerdo con lo planeado.
Holm no podía regresar a casa con un fallo, ni bajaba la barra para facilitar un
salto, así que el entrenamiento se prolongaba hasta que superaba la altura a la
que se enfrentara ese día. Cuando Atenas empezó a rodar, Johnny Holm
había visto a su hijo hacer tantos saltos que era capaz de predecir si Stefan
salvaría la barra cuando todavía estaba a cuatro pasos de iniciar el vuelo.
Sin arrancar corriendo, el salto vertical de pie de Holm rondaba los 71 cm,
lo que es absolutamente vulgar para un atleta. Pero su aproximación
ultrarrápida le permitía clavarse sobre su tendón de Aquiles, que actuaba
entonces como un muelle de recuperación para impulsarle por encima de la
barra. Cuando los científicos analizaron a Holm, llegaron a la conclusión de
que su tendón de Aquiles izquierdo se había endurecido tanto con el régimen
de ejercicios que sería necesaria una fuerza de 1,8 toneladas para estirarlo un
único centímetro —unas cuatro veces la firmeza del tendón de Aquiles de un
ciudadano normal—, lo que lo convertía en un mecanismo de lanzamiento
insólitamente potente.
En 2005, un año después de ganar el diploma olímpico, Holm se ganó el
título del proyectil humano perfecto: superó los 2,40 m, igualando el récord
del mayor diferencial en salto de altura entre la barra y la altura del saltador.

Bien avanzado el día que le conocí en la nevada estación de ferrocarril de


Karlstad, Holm me llevó a Våxnäshallen, las instalaciones que «fueron mi
hogar durante veinte años», me dijo. A un lado de la pista, cerca de una zona
para levantamiento de pesas, hay un cajón cerrado con llave que contiene las
vallas hechas a medida por él. Para protegerse de sí mismo, Holm ha regalado
la llave. Aunque sigue yendo a saltar una o dos veces por semana y su padre
entrena a jóvenes promesas en las instalaciones.
El hijo de Holm, Melwin, ha empezado a seguirle a todas partes. (Melwin
no es un nombre sueco; a Holm y su esposa les gustaba «Melvin», y Holm
quería que la palabra «win» [ganar] figurara en alguna parte del nombre del
niño.) Un día, en 2007, cuando Melwin tenía dos años y Johnny Holm se
había quedado de niñera, Stefan volvió a casa y se encontró a su hijo volando
de espaldas en pañales sobre un salto de altura construido con piezas de Lego
Duplo. «Salvó treinta centímetros», dice Holm sin mover un músculo de la
cara.
En Våxnäshallen, unos cuantos niños se acercan a Holm para pedirle
autógrafos. (Desde su retirada del deporte, se ha hecho famoso por ganar
varios concursos de preguntas y respuestas de la televisión sueca. Tiene una
memoria que lo atrapa todo y es capaz de recordar las alturas exactas de los
saltos de competición de los últimos veinte años.) Pero la mayor parte del
tiempo, a Holm lo dejan tranquilo para que observe a un grupo de niños de
siete y ocho años que intentan saltar altura. Algunos saltan sobre el pie
equivocado, otros lo hacen con los dos pies. A medida que los niños van
cayendo sobre la lona uno a uno, Holm apunta a los que muestran alguna
sensibilidad sobre la manera correcta de mover el cuerpo en el aire. En un
susurro, me señala a los niños que tienen potencial según él. Cuando le
pregunto si podría enseñar a alguno a ser campeón olímpico, me responde:
«Hay cosas que no puedes enseñar, como la sensibilidad para saltar. A mí
nunca me gustó practicar los aspectos técnicos. El arqueamiento [de la
espalda] siempre estuvo ahí».
Cuando dejamos las instalaciones e iniciamos el regreso a la estación de
tren, pasamos junto a una librería. «Ven aquí», me dice con una seña, y me
señala a través del escaparate un libro blanco con una mano pintada en azul
que hace el signo de la victoria. Cuando aprieto la cara contra el cristal, veo
que es la traducción al sueco de Outliers, de Malcolm Gladwell.
«¿Ves ése? Léelo», me dice Holm. «En mi juventud había varios saltadores
mejores que yo. Nunca habrías dicho que sería campeón olímpico. Todo
depende de tus 10.000 horas.»

En 2007, Holm apareció en el Campeonato del Mundo de Osaka, Japón,


como favorito. Y, a pesar del hecho de que jamás ha habido un estudioso más
perseverante del salto de altura, se iba a enfrentar a un competidor al que
apenas conocía: Donald Thomas, un saltador de las Bahamas. Thomas
acababa de empezar a saltar. Como un primo de Thomas, entrenador de
atletismo universitario, dijo: «Todavía no sabe que una pista discurre en
círculo».
Un año antes, el 19 de enero de 2006, Thomas estaba sentado en la
cafetería de la Lindenwood University, en Saint Charles, Missouri, alardeando
de su destreza para hacer mates de baloncesto ante un puñado de tíos del
equipo de atletismo. Carlos Mattis, el mejor saltador de altura de
Lindenwood, se hartó de la insolencia de Thomas y se apostó con él a que no
era capaz de saltar el 1,98 m en una competición de salto de altura.
Thomas decidió elevar sus rebotes a la altura de su boca. Así que se fue a
casa, cogió unas zapatillas de deporte y regresó a los campos de deporte de
Lindenwood, donde un engreído Mattis ya había colocado la barra en 1,98 m.
Mattis se retiró y esperó a que el bocazas cayera a tierra. Y así lo hizo Thomas,
salvo que la barra no le acompañó en la caída. Para perplejidad de Mattis,
Thomas la había salvado con facilidad. Así que la levantó hasta los 2,03 m.
Thomas los salvó. Dos metros trece. Con una técnica de salto de altura sin el
menor atisbo de elegancia —Thomas apenas arqueaba la espalda y agitaba las
piernas en el aire como las cintas de una cometa—, los saltó.
Mattis se apresuró a llevar a Thomas al despacho donde el jefe de
entrenadores de atletismo Lane Lohr estaba preparando su lista para la
inminente gran reunión de la Universidad de Illinois, y le dijo que tenía un
saltador de altura de 2,03. «El entrenador dijo que era imposible que yo
pudiera hacer eso. No se lo creía», recuerda Thomas. «Pero Carlos siguió erre
que erre: “Que sí, que de verdad que lo ha hecho”. Así que el entrenador me
preguntó si quería ir a una reunión de atletismo el sábado.» Lohr cogió el
teléfono y le suplicó al organizador de la reunión que autorizara una
inscripción de última hora.
Dos días después, con una camiseta negra sin mangas, unas zapatillas
Nike blancas y unos pantalones tan holgados que cubrían la barra cada vez
que le pasaban por encima,24 Thomas saltó casi 2,04 en su primer intento,
clasificándose para el campeonato nacional. Luego, salvó los 2,14 m,
estableciendo un nuevo récord de la Lindenwood University. Y a
continuación, en el séptimo salto de altura que realizaba en su vida, y con una
rigidez que parecía la de un hombre que montara por el aire una tumbona
invisible marcha atrás, saltó 2,21 m y estableció un nuevo récord del Lantz
Indoor Fieldhouse. Fue entonces cuando el entrenador Lohr le obligó a parar,
preocupado por que pudiera lesionarse.
Aquello siguió mejorando. Al cabo de dos meses, Thomas compitió en los
Juegos de la Commonwealth celebrados en Australia contra algunos de los
mejores saltadores profesionales del mundo, llevando unas zapatillas de tenis.
Se clasificó cuarto en una competición de talla mundial, un resultado que le
dejó realmente confundido, porque, no conociendo todavía la mecánica del
desempate en el salto de altura, había pensado que era tercero hasta que se
anunciaron los resultados.
El primo de Thomas, Henry Rolle, era el entrenador de los vallistas de la
Universidad de Auburn, donde no tardaron en ofrecer una beca a Thomas
con la condición de que asumiera el compromiso de empezar a entrenar en
serio para el salto de altura en 2007. Así que se comprometió. O algo así.
El segundo entrenador de Auburn, Jerry Clayton había entrenado a
Charles Austin, el campeón olímpico de salto de altura de 1996, y enseguida
se dio cuenta de que con Thomas tenía que ir despacio. «Cuando apareció
aquí por primera vez, no sabía ni calentar ni estirar», dijo Clayton. Y luego,
surgió el problema del entrenamiento. Thomas se largaba de los
entrenamientos en el Beard-Eaves-Memorial Coliseum de Auburn con la
excusa de ir a beber un poco de agua, y cuarenta minutos más tarde Clayton
le encontraba fuera lanzando a una canasta de baloncesto. En palabras del
propio Thomas, el salto de altura le resultaba «algo así como aburrido».25
Con unos pocos meses de entrenamiento ligero, Clayton consiguió
mejorar la forma que tenía Thomas de arrastrar los pies, y aunque no logró
que se pusiera las zapatillas de salto de altura de todos los demás saltadores de
élite, al menos sí que consiguió que utilizara unas zapatillas de pertiguista. En
su primera temporada completa, logró saltar 2,33 m para ganar el
campeonato de salto de altura en pista cubierta de la NCAA [National
Collegiate Athletic Association].
En agosto de 2007, con un total de ocho meses de entrenamiento
justificado a su nombre, Thomas se puso sus zapatillas de pertiguista y el
uniforme aguamarina y oro de sus Bahamas nativas y se fue a Osaka, Japón,
para participar en el Campeonato del Mundo. En los años no olímpicos, el
Campeonato del Mundo es la SuperBowl del atletismo.
Thomas avanzó sin dificultad hasta la final, igual que Stefan Holm.
Cuando los finalistas del salto de altura masculino fueron presentados, los
locutores proclamaron a un Holm iluminado por los láseres como el favorito.
Thomas, que parecía tranquilo con sus gafas de sol bajo las brillantes luces
que iluminaban el estadio, fue descrito como «en buena medida una
incógnita».
En los inicios de la competición, parecía que Thomas sucumbiría a su
primer escenario mundial. Mientras que el resto de los saltadores hacían unas
aproximaciones tan lejanas que tenían que empezar en la pista de atletismo,
Thomas empezó dentro del campo, como si estuviera utilizado el equivalente
en salto de altura de los tee cortos en un campo de golf. Salió corriendo
arrastrando los pies para fallar en 2,21 m —cada saltador tiene tres intentos
en cada altura—, por debajo de lo que había saltado en su primera reunión de
Illinois Oriental. Mientras, Holm volaba sin interrupciones sobre 2,21 m, 2,26
m, 2,30 m y 2,33 sin un solo fallo, mientras su padre miraba a través de una
cámara de vídeo y daba un puñetazo en las gradas.
Pero Thomas empezó a ponerse en forma, consiguiendo alternar las
marcas con los fallos. De esta forma, llegó a los 2,35 m junto con un puñado
de saltadores más, entre los que estaba Holm.
En su primer intento, Holm se paró con los ojos cerrados, imaginándose
flotando por encima de la barra. Hizo su aproximación, saltó y apenas rozó la
barra. Cuando cayó, intentó una voltereta hacia atrás frustrada sobre la
colchoneta. El siguiente, Yaroslav Rybakov, un ruso de 1,98 m, tiró la barra de
un codazo. Entonces le tocó a Thomas. Desaceleró la marcha tan
drásticamente a medida que se acercaba a la barra, que parecía imposible que
pudiera salvarla. Y, sin embargo, con una sacudida de piernas y la espalda casi
recta, pasó los 2,35 m en su primer intento, bajando la mano por detrás de él
como si quisiera interrumpir la caída, porque seguía sintiéndose incómodo
con la sensación de caer de espaldas. Salió de la colchoneta rodando y empezó
a brincar por la pista para celebrarlo. Pero Holm ya estaba de pie otra vez.
Otro fallo, casi por los pelos. Holm sacudió las manos delante de él, como
si estuviera implorando a los dioses del salto de altura. Pero no le escucharon.
En su último intento, golpeó ligeramente la barra con la parte posterior de las
piernas y cayó sobre la lona con la cabeza entre las manos.
El tipo con las zapatillas de pertiguista que pensaba que el salto de altura
era «algo así como aburrido» fue coronado campeón del mundo de 2007.26
En el salto que le dio la victoria, Thomas había levantado su centro de masa
casi hasta los 2,49 m. Si su espalda se hubiera arqueado mínimamente como
las de los demás saltadores profesionales, habría pulverizado el récord del
mundo.
Holm se mostró muy correcto en sus comentarios a posteriori y felicitó al
nuevo campeón. Rybakov calificó la hazaña de Thomas de asombrosa, y
comentó que, en comparación con los ocho meses de Thomas, él llevaba
entrenando dieciocho años para ganar un campeonato mundial de atletismo y
que todavía no había ganado ninguno. Pero Johnny Holm, el padre y
entrenador de Stefan, se puso tan nervioso con la victoria de Thomas, que en
una entrevista concedida después del evento, lo llamó jävla pajas, literalmente
«jodido payaso», y esencialmente el equivalente sueco de «bufón».27 Johnny
Holm afirmó que el «estilo de aleteo de piernas» de Thomas era un escándalo
para el salto de altura, y sugirió que la poca elegancia de su salto era una
afrenta para el deporte y los hombres que llevaban años entrenando.
En 2008, la cadena de televisión japonesa NHK le pidió a Masaki
Ishikawa,28 un científico que a la sazón trabajaba en el Centro de
Investigaciones Neuromusculares de la Universidad de Jyväskylä de
Findandia, que estudiara a Thomas. Ishikawa llamó la atención tanto sobre lo
largas que tenía Thomas las piernas en relación a su altura, como también
acerca de que estaba dotado de un tendón de Aquiles gigantesco. Mientras
que el tendón de Aquiles de Holm tenía un tamaño más normal e
increíblemente poco elástico, el de Thomas, que medía 26 cm, era
insólitamente largo para un atleta de su altura. Cuanto más largo (y rígido)
sea un tendón de Aquiles, más energía elástica es capaz de almacenar cuando
se estira, una característica inmejorable para lanzar por los aires como un
cohete al propietario.
«El tendón de Aquiles es muy importante en el salto, y no sólo en los
humanos», afirma Gary Hunter, fisiólogo del ejercicio de la Universidad de
Alabama-Birmingham, y autor de estudios sobre la longitud de los tendones
de Aquiles. «Por ejemplo, el tendón del canguro que es equivalente a nuestro
tendón de Aquiles es larguísimo. Ésa es la razón de que moverse botando de
aquí para allá les resulte más económico que caminar.»
Hunter ha descubierto que un tendón de Aquiles más largo permite que
un atleta obtenga más potencia de lo que se denomina el «ciclo del
acortamiento de la extensión», básicamente el estiramiento y subsiguiente
rápida recuperación de ese tendón parecido a un muelle. Cuanta más
potencia haya almacenada en el muelle cuando se le estira, más obtienes
cuando se suelta. (Un ejemplo típico es el de un salto vertical de pie, en el que
el saltador se agacha rápidamente, alargando los tendones y los músculos,
antes de impulsarse hacia el cielo.) Cuando Hunter colocó a unos sujetos de
prueba en una máquina de resistencia de piernas y les empezó a poner pesas
encima, cuanto más largo era el tendón de Aquiles de la persona, más deprisa
y con más fuerza era capaz de lanzar las pesas en sentido contrario. «Esto no
es exactamente lo mismo que un salto», dice Hunter, «pero tiene muchas
similitudes. Y ésa es la razón de que las personas salten más alto cuando dan
un paso o varios descendentes: utilizan la velocidad de descenso hacia el suelo
para estirar el tendón, igual que si fuera un muelle».
La longitud del tendón no se ve afectada de forma significativa por el
entrenamiento, sino que sobre todo está condicionada por la distancia entre
el músculo de la pantorrilla y el talón, que están unidos por el tendón. Y
aunque parece que un individuo puede aumentar la rigidez del tendón por
medio del entrenamiento, también hay cada vez más pruebas de que la rigidez
está parcialmente condicionada por unas versiones de genes del individuo
que participan en la producción del colágeno, una proteína del organismo
que forma los ligamentos y los tendones.
Ni Ishikawa ni Hunter sugerirían que el único secreto para el éxito en el
salto de Holm y de Thomas estribe en sus respectivos tendones de Aquiles.
Pero los tendones son una de las piezas del rompecabezas que ayudan a
explicar cómo es que dos atletas pudieron llegar esencialmente al mismo
lugar después de que uno mantuviera un romance de veinte años con su
habilidad, y el otro dedicara menos de un año a entrenar seriamente tras
haberse tropezado con ella a causa de una apuesta entre amigos.
Curiosamente, Thomas no ha mejorado ni un centímetro en seis años desde
que entró en el circuito profesional. Debutó en lo más alto y no ha
progresado, así que parece contradecir la infraestructura de la práctica
deliberada en todos los sentidos.29
De hecho, absolutamente todos los estudios individuales sobre la pericia
en el deporte muestran una tremenda disparidad en cuanto al número de
horas de entrenamiento cumplidas por los atletas que alcanzan el mismo
nivel, y muy rara vez los deportistas de élite cumplen con las 10.000 horas de
entrenamiento deportivo específico antes de llegar al plano superior de la
competición, a menudo compitiendo en una diversidad de otros deportes —y
adquiriendo un surtido de otras habilidades deportivas—, antes de
concentrarse en uno. Un estudio de resistencia extrema con atletas de triatlón
halló que, por término medio, los mejores atletas habían entrenado más, pero
que había una diferencia de diez veces más horas entre aquellos cuyo
rendimiento era parecido.
Los estudios sobre deportistas muestran una tendencia a descubrir que los
competidores de máximo nivel necesitan más o menos 10.000 horas de
entrenamiento deliberado para alcanzar el rango de élite. Según la literatura
científica, la media de horas de práctica específica para alcanzar la categoría
internacional en baloncesto, hockey sobre hierba y lucha libre están más cerca
de las 4.000 en los dos primeros, y de 6.000 en el último.30 En un muestreo
con mujeres australianas que practicaban el netball (especie de baloncesto
donde no se puede botar el balón y no hay tablero), la que sin duda era la
mejor jugadora del mundo del momento, Vicki Wilson, había acumulado
sólo 600 horas de práctica cuando llegó a la selección nacional. Un estudio
con deportistas de las selecciones nacionales absolutas de Australia halló que
el 28 por ciento había empezado sus respectivas actividades deportivas a una
edad media de diecisiete años, tras haber probado anteriormente una media
de otros tres deportes, y debutado a nivel internacional sólo cuatro años
antes.31
Incluso en esta época de especialización excesiva en los deportes, algunos
individuos excepcionales se convierten en deportistas de nivel mundial, e
incluso en campeones del mundo, en deportes que van desde el atletismo al
remo, con menos de un año o dos de entrenamiento. Como con los jugadores
de ajedrez de Gobet, en todos los deportes y habilidades la única norma
verdadera es que existe una diversidad natural tremenda.

En 1908, a Edward Thorndike, que llegaría a ser conocido como el padre de la


moderna psicología de la educación, se le ocurrió una manera de evaluar si lo
que dominaba en la capacidad de un individuo para realizar una tarea era la
herencia o la educación. Thorndike era un destacado defensor de la entonces
controvertida idea de que las personas mayores —lo que en la época equivalía
a todas las personas de más de treinta y cinco años— podían seguir
aprendiendo nuevas aptitudes. Thorndike resolvió que la manera de
distinguir la herencia de la educación consistía en proporcionar a diferentes
personas la misma cantidad de práctica en una determinada tarea y
comprobar luego si se habían vuelto más o menos iguales en su dominio. Si
sus niveles de capacitación convergían, razonaba Thorndike, entonces el
impacto de la práctica estaría aplastando cualquier diferencia individual
innata. Si divergían, entonces la naturaleza estaría superando a la educación.
En cierto experimento,32 Thorndike hizo que unas personas mayores
practicaran la multiplicación mental de números de tres dígitos por números
de tres dígitos lo más deprisa que pudieran. El hombre se quedó atónito ante
los progresos conseguidos. «El hecho de que estas mentes maduras y
competentes mejoren tanto en el transcurso de un entrenamiento tan corto»,
escribió, «merece nuestra atención». Después de cien pruebas de prácticas,
muchos de los sujetos redujeron su tiempo de cálculo mental a la mitad. Y
todos los participantes en la prueba mejoraron. Al igual que en el ajedrez, el
lenguaje, la música y el béisbol, a medida que los practicantes mejoraban su
multiplicación mental, interiorizaban los patrones y sistemas de resolución de
problemas en fragmentos que permitían un cálculo cada vez más rápido.
Pero aunque Thorndike observó una mejoría generalizada, también
reparó en lo que los sociólogos suelen denominar el «efecto Mateo», una
denominación que procede de un pasaje del Evangelio según San Mateo:

Porque a todo el que tiene, le será dado más, y tendrá de sobra; pero al
que no tiene, aun aquello que tiene se le quitará.

Thorndike vio que los sujetos a los que se les daba bien desde el principio
también mejoraban más deprisa a medida que avanzaba el entrenamiento, en
comparación con los sujetos que empezaron con más lentitud. «De hecho»,
escribió Thorndike, «en este experimento las mayores diferencias individuales
“aumentan” con el mismo entrenamiento, lo que pone de relieve una
correlación positiva entre una capacidad inicial y la capacidad de beneficiarse
del entrenamiento». El pasaje bíblico no refleja con precisión los resultados de
Thorndike porque todos los sujetos mejoraron, aunque el rico acabó siendo
relativamente más rico. Todos aprendieron, pero los grados de aprendizaje
fueron consecuentemente distintos.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Thorndike pasó a formar
parte del Comité de Clasificación de Personal, un grupo de psicólogos a los
que el Ejército de Estados Unidos encargó la evaluación de los reclutas. Fue
allí donde Thorndike contagió a un joven que acababa de terminar una
maestría en psicología llamado David Wechsler. Wechsler, que acabaría
convirtiéndose en un prestigioso psicólogo, fue toda su vida un apasionado de
la investigación de los límites del ser humano, así de los superiores como de
los inferiores.
En 1935, Wechsler recopiló esencialmente todos los datos creíbles
existentes en el mundo que pudo encontrar sobre las mediciones humanas.
Rastreó las mediciones de todo, desde el salto vertical a la duración de los
embarazos, pasando por el peso del hígado humano y la velocidad a la que las
perforadoras de tarjetas de una fábrica podían perforarlas. Lo organizó todo
en la primera edición de un libro con el trascendental y apropiado título de
The Range of Human Capacities.
Wechsler encontró que la proporción entre lo más pequeño y lo más
grande, o lo mejor y lo peor, en casi cualquier cuantificación humana, desde
el salto de altura al arrollado en calcetería, estaba entre dos a uno y tres a uno.
Le parecía tan coherente la proporción, que la propuso como una especie de
regla general del universo.
Phillip Ackerman, un psicólogo especialista en el uso de la tecnología y
experto en la adquisición de aptitudes, es una especie de Wechsler de los
tiempos modernos que ha escudriñado todos los estudios del mundo sobre
adquisición de aptitudes en un intento de determinar si la práctica iguala, y su
conclusión es que todo depende de la tarea. En tareas sencillas, la práctica
acerca a las personas, pero en las complejas, a menudo las separa. Ackerman
ha diseñado unas simulaciones por ordenador destinadas a evaluar a los
controladores aéreos, y dice que con la práctica las personas convergen en un
nivel de aptitudes similares en las tareas fáciles —como apretar botones para
que los aviones despeguen por orden—, pero que en cuanto a las
simulaciones más complejas que se utilizan para probar a los controladores
en situaciones de la vida real, «las diferencias individuales aumentan», no
disminuyen, afirma, con la práctica. En otras palabras. En la adquisición de
las habilidades se da un efecto Mateo.
Incluso entre las sencillas aptitudes motrices, donde la práctica hace
disminuir las diferencias individuales, jamás las sofoca por completo. «Es
cierto que practicar más ayuda», admite Ackerman, «pero no hay un solo
estudio donde la variabilidad entre sujetos desaparezca totalmente».
«Si vas al supermercado», continúa, «puedes observar al cajero, que utiliza
mayoritariamente habilidades motrices perceptivas. Por término medio, las
personas que lleven haciendo eso diez años atienden a diez clientes en el
tiempo que los nuevos atienden a uno. Pero la persona más rápida con diez
años de experiencia seguirá siendo unas tres veces más rápida que la persona
más lenta con diez años de experiencia».
Los científicos que estudian el rendimiento intentan explicar la «varianza»
entre las personas. La varianza es una medida estadística para cuantificar en
qué medida los individuos se desvían de la media. En una muestra con dos
corredores, si uno de los atletas completa la milla en cuatro minutos y el otro
la corre en cinco, entonces la media es de cuatro minutos y medio, y la
varianza de medio minuto. La pregunta que se hacen los científicos es: ¿Qué
es lo que explica esa varianza: la práctica, los genes o algo más?
Ésta es una pregunta crucial. A los científicos no les basta con decir que la
práctica «importa»; la cuestión es absolutamente incontrovertible. Como dice
Joe Baker, psicólogo del deporte de la York University de Toronto: «No hay
un solo genetista ni fisiólogo que diga que el esfuerzo no es importante. Nadie
piensa que los deportistas olímpicos se entrenen en el sofá».
Los científicos deben ir más allá de decir que la práctica importa y
acometer la difícil tarea de determinar con exactitud «cuánto» importa la
práctica. Con la mentalidad más estricta de las 10.000 horas, la práctica
acumulada debería explicar la mayor parte o toda la varianza en la destreza.
Pero eso no sucede jamás. Desde los nadadores a los atletas de triatlón,
pasando por los pianistas, los estudios presentan que la cantidad de varianza
explicada por la práctica es siempre de baja a moderada.
Por ejemplo, en un estudio que el propio K. Anders Ericsson co-rredactó
con unos jugadores de dardos, sólo el 28 por ciento de la varianza en el
rendimiento entre jugadores quedaba explicada por quince años de práctica.
En la proporción de convergencia de aptitudes documentada por ese estudio,
había más probabilidades de que hubiera una regla de los 10.000 años que una
de las 10.000 horas, esto es, siempre que los jugadores hubieran alcanzado
alguna vez el mismo nivel.33
Los datos apoyan con bastante claridad un concepto de la destreza —
desde el ajedrez a la música, y del béisbol al tenis— que no se basa en un
paradigma de «hardware, “no” software», sino en otro tanto de un hardware
innato como de un software aprendido.

19La evolución de Dan McLaughlin se puede seguir en: thedanplan.com.

20En la preparación del libro se utilizaron numerosos estudios de ajedrez realizados por Campitelli y/o
Gobet, pero éstos fueron los fundamentales: Campitelli, Guillermo y Fernand Gobet, «The role of
practice in chess: a longitudinal study», Learning and Individual Differences, 18(4), (2008), 446-58.
Gobet, F., y G. Campitelli, «The role of domain-specific practice, handedness, and starting age in chess»,
Developmental Psychology, 43(1), (2008), 159-72. Gobet, Fernand y Herbert A. Simon, «Five seconds o
sixty? Presentation time in Expert memory», Cognitive Science, 24(4), (2000), 651-82.

21 Otro resultado llamativo fue que los ajedrecistas profesionales tenían el doble de probabilidades que
los no profesionales de ser zurdos.

22El artículo en el que K. Anders Ericsson escribe que Gladwell «malinterpretó» sus conclusiones:
Ericsson, K. Anders, «Training history, deliberate practise and elite sports performance: an analysis in
response to Tucker and Collins review—What makes champions?», British Journal of Sports Medicine,
30 octubre 2012, (publicación electrónica [ePub] previa a la impresión.)

23La website personal de Holm (scholm.com) es el testamento de una obsesión crónica por el salto de
altura (y el Lego).

24Las fotos de la primera competición de Thomas (con unos holgados pantalones cortos) se conservan
aquí: http://www.plevaultpower.com/forum/viewtopic.php?
f=32&t=7161&sid=e68562cf62585697482f1ec91c086165.

25La mayoría de los detalles proceden del propio Thomas y de los documentos de la competición,
aunque la cita hecha por el primo de Thomas de que éste «no sabía que una pista discurría en círculo», y
la de Clayton de que «no sabía ni calentar» aparecieron ambas originalmente en una nota de prensa de
2007 difundida por la Asociación de entrenadores de Campo a Través y Atletismo de Estados Unidos
titulada: «Un improbable salto al centro de atención pública».
26YouTube tiene un vídeo del triunfo de Thomas en el campeonato del mundo:
http://www.youtube.com/watch?v=yzmPtZyuo4s.

27La cita del «bufón» de Johnny Holm apareció en la publicación sueca Sport Expressen el 30 de agoto
de 2007. Se puede encontrar aquí: http://www.expressen.se/sport/friidrott/han-ar-en-javla-pajas/.

28El documental de la NHK sobre Holm y Thomas (el título se traduce más o menos por «Dentro del
cuerpo de un atleta de máximo nivel») es brillante.

29Un buen ejemplo de la tremenda variedad de horas de entrenamiento acumuladas por los
competidores de capacidad similar: Baker, Joseph, Jean Côté y Janice Deakin, «Expertise in
ultraendurance triathletes: early sport improvement, training structure, and the theory of deliberate
practice», Journal of Applied Sport Psychology, 17, (2005), 64-78.

30Entre los artículos que relatan el número de horas de entrenamiento que acumulan los deportistas de
élite: Baker, Joseph, Jean Côté y Bruce Abernethy, «Sport-specific practice and the development of
expert decision-making in team ball sports», Journal of Applied Sport Psychology, 15, (2003), 12-25.
Helsen, W. F., J. L. Starkes y N. J. Hodges, «Team sports and the theory of deliberate practice», Journal
of Sport & Exercise Psychology, 20, (1998), 12-34. Hodges, N. J., y J. L. Starkes, «Wrestling with the
nature of expertise: a sport specific test of Ericsson, Krampe y Tesch-Römer’s (1993) theory of
“deliberate practice”», International Journal of Sport Psychology, 27, (1996), 400-24. Williams, Mark A.,
y Nicola J. Hodges, eds., Skill acquisition in sport: research, theory and practice, Routledge, cap. 11, 2004.

31Sobre el 28 por ciento de deportistas australianos que alcanzaron el nivel internacional después de
sólo cuatro años: Bullock, Nicola y otros, «Talent identification and deliberate programming in
skeleton: ice novice to Winter Olympian in 14 months», Journal of Sports Sciences, 27(4), (2009), 397-
404. Oldenziel, K., F. Gagne y J. P. Gulbin, «Factor affecting the rate of athlete development from novice
to senior elite: how applicable is the 10-year rule?», Congreso Preolímpico, Atenas. (Sumario aquí:
http://cev.org.br/biblioteca/factors-affecting-the-rate-of-athlete-development-from-novice-to-senior-
elite-how-applicable-is-the-10-year-rule/.)

32Thorndike, Edward L., «The effect of practice in the case of a purely intellectual function», American
Journal of Psychology, 19, (1908), 374-384.

33Incluso en los dardos, la práctica acumulada explica una pequeña parte de la varianza en el
rendimiento después de quince años: Duffy, Linda J., Bahman Baluch y K. Anders Ericsson, «Dart
performance as a function of facets of practice amongst professional and amateur men and women
players», International Journal of Sport Psychology, 35, (2004), 232-45.
3

La visión de las Grandes Ligas y la mayor


prueba de deportistas infantiles de la historia
El modelo del hardware y el software

En 1992, su primer año de investigación sobre Los Angeles Dodgers, Louis J.


Rosenbaum se encontró con un problema inesperado. Los jugadores
literalmente se salían.
Rosenbaum había formado parte del equipo de oftalmólogos de los
Phoenix Cardinal de la NFL desde 1988, y ahora estaba en Dodgertown, las
instalaciones de entrenamiento de primavera de Vero Beach, Florida, para
evaluar a ochenta y siete jugadores de la organización Dodgers, jugadores de
las Grandes Ligas además de las Ligas Menores que aspiraban a ganarse un
puesto en el espectáculo.34
Desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, Rosenbaum
sometía a los jugadores a una batería de pruebas para evaluar la agudeza
visual tradicional, la agudeza visual dinámica (la capacidad para ver detalles
en los objetos en movimiento), la agudeza estereocópica (la capacidad para
detectar diferencias sutiles en la profundidad de los objetos), y la sensibilidad
de contrates (la capacidad para diferenciar gradaciones sutiles de luz y
oscuridad). Para la prueba de agudeza visual, en lugar de la habitual tabla
optométrica con la E mayúscula en lo alto, Rosenbaum y sus colegas
utilizaron los anillos de Landolt, unos círculos con un espacio intermedio en
su circunferencia que el observador debe identificar mientras los anillos se
hacen progresivamente más pequeños a medida que descienden en la tabla.
El problema era que Rosenbaum utilizaba unas tablas de círculos de
Landolt convencionales, que examinaban la agudeza visual hasta 20/15.35 Casi
la inmensa mayoría de los jugadores alcanzaban el máximo en la prueba.
Por suerte, las demás pruebas de visión fueron bien. Así que cuando
Tommy Lasorda, el legendario director técnico de los Dodgers desafió con
áspero escepticismo a Rosenbaum para que predijera qué jugador de las Ligas
Menores tendría futuro en las Grandes Ligas, el oftalmólogo disponía de
abundante información que analizar. Como no contaba con las estadísticas de
rendimiento de los jugadores, tenía que confiar exclusivamente en los datos
de las pruebas de visión. Escogió a un primer base de las Ligas Menores con
unas puntuaciones espectaculares.36
El jugador era Eric Karros, cuyo mayor mérito consistía en haber sido
seleccionado en la sexta ronda del draft de 1988. Aunque en 1992 Karros
estaba empezando como primer base para los Dodgers y ganó el premio anual
al mejor novato de la National League. Era la primera de sus trece temporadas
completas como jugador de las Grandes Ligas.
En la primavera siguiente, Rosenbaum volvió a Dodgertown con una
prueba de agudeza visual ad hoc que llegaba hasta un valor de 20/8. Dado el
tamaño y la forma de las peculiares células fotorreceptoras del ojo, o conos,
una medida de 20/8 se aproxima al límite teórico de la agudeza visual
humana.
La máxima agudeza visual de uno viene determinada por la densidad de
los conos en la mácula, la mancha ovalada situada en la retina del ojo.37 La
densidad de los conos en los humanos es comparable al número de
megapíxeles de las cámaras digitales, y es sumamente variable de una persona
a otra.38 Los científicos que recogen retinas de adultos fallecidos, de edades
comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años, encuentran una
variación que va de los 100.000 conos/mm2 a los 324.000 conos/mm2. (Si la
densidad de conos se sitúa por debajo de los 20.000 conos/mm2, la persona en
cuestión va a necesitar unas buenas gafas de aumento para leer el periódico.)
En palabras de Michael A. Peters, autor de See to Play y oculista que trabaja
con jugadores de béisbol y hockey profesionales, el número de conos parece
«estar genéticamente predeterminado en cada uno de nosotros».
Pertrechado con la prueba personalizada en el campo de entrenamiento
de primavera en 1993, Rosenbaum pudo por fin medir lo bien que veían los
jugadores profesionales. Una vez más, Lasorda le desafió a que predijera qué
jugador de las Ligas Menores se convertiría en un destacado profesional. En
esta ocasión, el jugador cuyas pruebas de visión destacaban para Rosenbaum
fue Mike Piazza, un catcher poco valorado.
Piazza había sido seleccionado por los Dodgers cinco años antes en la
sexagésima segunda ronda del draft, el jugador 1.390 en el cómputo general, y
eso gracias a que el padre de Piazza era amigo de la infancia del de Lasorda.39
Sin embargo, Piazza haría buena la predicción de Rosenbaum: fue elegido
mejor novato de la National League en 1993 y acabó convirtiéndose en el
mejor catcher de bateo de la historia del béisbol
Después de cuatro años de pruebas y 387 jugadores entre profesionales y
aficionados, Rosenbaum y su equipo encontraron una agudeza visual media
de aproximadamente 20/13. Los jugadores de posiciones (los que tienen que
golpear) tenían mejor visión que los lanzadores, y los jugadores de las
Grandes Ligas mejor que los de las Ligas Menores. Los jugadores de posición
profesionales tenían una agudeza visual media en el ojo derecho de 20/11, y
una agudeza visual media en el izquierdo de 20/12. En la prueba de
percepción de profundidad, el 58 por ciento de los jugadores de béisbol
obtuvieron una medición «superior» a la del 18 por ciento de la población de
control. En las pruebas de sensibilidad de contraste, los jugadores
profesionales obtuvieron mejor puntuación que los beisbolistas universitarios
examinados en una investigación previa, y estos últimos superaban a la media
de las personas jóvenes de la población en general. En todas las pruebas
oculares, los jugadores profesionales fueron mejores que los no deportistas, y
los jugadores de las Grandes Ligas, mejores que los de las Ligas Menores. «La
mitad de los chicos de la lista de las Grandes Ligas de los Dodgers tenían una
agudeza de 20/10 sin corregir», afirma Rosenbaum.
Los dos mayores estudios de población sobre la agudeza visual, uno de la
India y otro de China,40 dan una idea de lo escasa que podría ser una visión
de 20/10. En el estudio de la India, de 9.411 ojos estudiados, sólo un único ojo
tenía una visión de 20/10; en el estudio ocular de Beijing, sólo 22 de 4.438 ojos
estudiados tenían una visión de 20/17 o mejor.
Si bien, por otro lado, algunos estudios de menor envergadura centrados
exclusivamente en la juventud han documentado una visión media superior a
la estándar de 20/20. Los jóvenes de diecisiete y dieciocho años de un estudio
sueco tenían una agudeza visual media en torno a 20/16.41 Así que
deberíamos esperar que los bateadores de las Grandes Ligas —cuya edad
media se mueve en torno a los veintiocho años— tuvieran una visión superior
a 20/20 sólo por ser jóvenes, aunque no una media de 20/11. (Casualmente, o
quizá no, los veintinueve es la edad en la que la agudeza visual empieza a
deteriorarse y también aquella en que los bateadores, como colectivo,
empiezan a declinar.)42
Mark Kipnis me contó el primer recuerdo que tenía de la agudeza visual
de su hijo jugador de béisbol, Jason. Ocurrió durante unas vacaciones en que
habían ido a esquiar, cuando el niño tenía doce años. La familia Kipnis estaba
sentada en el gran restaurante de un albergue y Mark quería ver el resultado
de un partido de fútbol en un televisor situado en la otra punta del local.
Estaba cansado, así que le pidió a Jason que se levantara, se acercara al
televisor y le dijera el resultado. «Se limitó a volver la cabeza y me dijo el
resultado», dice Mark, «y entonces se me encendió una lucecita en la cabeza».
Diez años después, Jason fue seleccionado por los Cleveland Indians en la
segunda ronda del draft de 2009. En 2011, empezó de segundo base.
Ted Williams, el último hombre que alcanzó los .400 en una temporada de
las Grandes Ligas, acostumbraba a insistir en que sólo veía los patos en el
horizonte antes que sus compañeros de cacería porque «estaba decidido a
verlos». Es posible. Pero la visión de 20/10 de Williams, descubierta durante
su examen de piloto en la Segunda Guerra Mundial, probablemente tampoco
le perjudicara.43 44
Alrededor de un 2 por ciento de los jugadores de la organización Dodgers
bajaba de 20/9, coqueteando con el límite teórico de la visión humana. Daniel
M. Laby, un oftalmólogo que colaboró en el estudio de los Dodgers y más
tarde con los Boston Red Sox, dice que todos los años en el entrenamiento de
primavera encuentra algunos jugadores con ese nivel. «Puedo decir con
bastante tranquilidad que después de veinte años cuidando los ojos de la
gente, jamás he visto a alguien fuera de los deportistas profesionales que
llegue a eso, y he visto a más de veinte mil personas», afirma. David G.
Kirschen, un optometrista que también trabaja con deportistas profesionales
y es jefe de visión binocular y ortóptica del Jules Stein Eye Institute de la
Facultad de Medicina de la UCLA, dice que ha visto a algunos pacientes que
no pertenecían a la élite del deporte con una visión de 20/9, «pero los puedes
contar con los dedos de una mano a lo largo de treinta años».
Así que aunque los bateadores de las Grandes Ligas podrían no tener un
tiempo de reacción más corto que el que tengamos ustedes o yo, lo que sí
tienen es una visión mejor que les puede ayudar a captar antes las señales de
anticipación que necesitan, lo que hace que la velocidad de reacción pura
tenga menos importancia.45
Los jugadores de béisbol tienen que saber antes de los últimos doscientos
milisegundos de un lanzamiento hacia dónde abanicarse, de manera que
cuanto antes capten las señales de anticipación, mejor. Una de tales señales,
como el psicólogo Mike Stadler escribe en The Psychology of Baseball, es el
«destello» de un lanzamiento, o el indicio del efecto de la pelota por el
parpadeo de las costuras rojas al rotar. Los lanzamientos de bola rápida y en
curva con agarre de dos costuras se predicen por las conocidas franjas rojas
en el lateral de la bola. Un slider, o lanzamiento deslizante, con un agarre de
cuatro costuras muestra al bateador un punto rojo brillante en el centro de un
círculo blanco. «En cuanto la bola sale de la mano [del lanzador], tu cerebro
identifica ese círculo: “Ah, muy bien, un slider”», dijo en una ocasión Keith
Hernandez, el primer base seleccionado cinco veces para jugar el partido de
las estrellas, comentando para televisión un partido de los Mets. «Si no
tuvieras esas pequeñas costuras en la bola, tendrías un montón de
problemas.»46
La importancia de captar la rotación de una bola ha sido demostrada en
estudios de bateo virtuales en los que se pedía a los jugadores de béisbol que
identificaran o se abanicaran los lanzamientos digitales.47 Cuando los
jugadores captaban la rotación de la pelota, identificaban los lanzamientos
con más precisión y realizaban unos abanicos más exactos. Asimismo, el
rendimiento de los bateadores fue mejor cuando las costuras rojas de la bola
se resaltaron, y peor cuando fueron cubiertas de pintura blanca.

Es fácil comprender la razón de que un deportista con una agudeza visual


destacada, pero sin la base de datos mental de lo que tiene que buscar, se
muestre tan inepto como Albert Pujols al enfrentarse a Jennie Finch. Pero
una vez que los datos son descargados en el cerebro, es una gran ventaja ver
aquellas señales con la mayor claridad y anticipación posible, y mucho mejor
que no tener que depender de la velocidad de reacción pura.48 49 Al Goldis,
durante mucho tiempo informador de las Grandes Ligas, que hizo un
posgrado en aprendizaje motriz, dice: «Si un jugador tiene una capacidad
visual mejor, puede captar el lanzamiento cuando éste esté a metro y medio o
tres metros más cerca del lanzador. Si no, por excelente que pueda ser su
mecanismo, reaccionará tan tarde que romperá el bate, porque tendrá la bola
entre las manos. No es la rapidez de bateo, son las capacidades visuales. Esa
nimiedad es la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario».
Cuando Laby y Kirschen estudiaron a los deportistas olímpicos
estadounidenses de Beijing 2008,50 hallaron que el equipo de softball tenía
una agudeza visual media de 20/11, una percepción de la profundidad
asombrosa y una sensibilidad de contraste mejor que la de los deportistas de
todas las demás disciplinas. Los arqueros olímpicos también tenían una
agudeza visual excepcional —su puntuación fue parecida a la de los Dodgers
—, aunque su percepción de la profundidad no era especialmente buena.
Parece lógico, dice Laby, dado que la diana está lejos, pero también es plana.
Los saltadores de vallas, que deben hacer un rápido uso de unas variaciones
insignificantes muy próximas en el espacio, obtuvieron una puntuación muy
buena en la percepción de la profundidad. Los deportistas que siguen objetos
volantes desde lejos —los jugadores de softball, y en menor medida los
futbolistas y jugadores de voleibol— tienen una buena sensibilidad de
contraste, la cual, según Laby, «probablemente se haya desarrollado por cierta
capacidad con la que has nacido».51
A todas luces, el hardware visual interactúa con la actividad deportiva
concreta inmediata. Además, el hardware visual se va haciendo cada vez más
decisivo cuanto más deprisa se mueve la pelota. En un estudio sobre la
habilidad para capturar objetos de unos colegiales belgas, algunos de los
cuales tenían una percepción de la profundidad normal y otros débil, se
apreciaron pocas diferencias en la capacidad de captura a velocidades bajas de
la pelota. La percepción de la profundidad diferenciaba a los sujetos sólo
cuando la pelota llegaba silbando.52
Un ingenioso estudio de control realizado por un equipo internacional de
científicos reclutó a un grupo de mujeres jóvenes, todas con una agudeza
visual normal, pero algunas con una percepción de la profundidad deficiente
y otras con una percepción de la profundidad buena. Todas las mujeres
pasaron por una prueba previa sobre captura —en la que tenían que agarrar
unas pelotas de tenis disparadas por una máquina—, y tras un entrenamiento
de más de 1.400 capturas a lo largo de dos semanas, se les hizo una segunda
prueba. Las mujeres con una buena percepción de la profundidad mejoraron
rápidamente durante el entrenamiento, mientras que las que tenían una
percepción de la profundidad deficiente no mejoraron lo más mínimo; un
hardware mejor aceleró la descarga del software de un deporte concreto. Por
el contrario, un estudio realizado en 2009 por la Facultad de Medicina Emory
sugirió que los niños con una mala percepción de la profundidad empiezan
por autoexcluirse de las ligas infantiles de béisbol y softball a los diez años.53
Como Gobet descubrió con los jugadores de ajedrez, cuando se trata de
interceptar objetos voladores, algunos catcher son más fáciles de entrenar que
otros.
Mientras que el hardware físico por sí solo —como la percepción de la
profundidad o la agudeza visual— es tan inútil como un ordenador portátil
con un sistema operativo pero sin programas, las características innatas son
valiosas para determinar quién tendrá un ordenador mejor una vez que el
software de un deporte concreto sea descargado. Los jugadores de béisbol
profesionales y los de softball olímpicos tienen una visión asombrosa, y Louis
J. Rosenbaum pudo utilizar las pruebas del hardware visual para predecir a
dos Novatos del Año de la NL sucesivos; aunque dos éxitos no constituyen un
estudio científico.
Otros estudios sobre el hardware podrían detectar el potencial para la
genialidad con mucha más anticipación en la vida.

El psicólogo Wolfgang Schneider no tenía ni idea en 1978 de que le estaban


entregando la muestra de un estudio vitalicio, cuando la Federación Alemana
de tenis le ayudó a él y a un equipo de investigación de la Universidad de
Heidelberg a reclutar a 106 de los mejores jugadores de tenis alemanes de
entre ocho y doce años.
El entusiasmo de la federación se debía a que sus responsables tenían
curiosidad por saber si, entre una muestra restringida de niños que fueran ya
unos jugadores sumamente competentes, los científicos serían capaces de
predecir quién podría llegar a ser de adulto un jugador de élite. La muestra de
Schneider resultó ser, con toda probabilidad, la mayor muestra única de niños
deportistas jamás estudiada. De los 106 niños, 98 alcanzaron finalmente el
nivel profesional, 10 llegaron a estar entre los 100 mejores jugadores del
mundo, y unos pocos siguieron subiendo hasta situarse entre los diez
primeros.54
Durante cinco años seguidos, los científicos evaluaron primero las
aptitudes concretas para el tenis de los niños, para luego pasar a los aspectos
deportivos generales. La previsión de Schneider era que las aptitudes
concretas para el tenis adquiridas mediante la práctica —como la precisión
con la que un jugador podía devolver una pelota con un fin específico—,
tuvieran un valor predictivo de la clasificación que obtendrían los niños
cuando fueran mayores. Y estaba en lo cierto. Cuando más tarde los
investigadores ajustaron sus datos a las clasificaciones reales de los jugadores,
las puntuaciones de las aptitudes específicas para el tenis predijeron entre el
60 y el 70 por ciento de la variancia en su clasificación final como tenistas
adultos. Pero otro hallazgo más sorprendió a Schneider.
La prueba de atletismo general —por ejemplo, una carrera de velocidad de
30 metros y unos ejercicios de agilidad de arranque y parada— influía en la
determinación de qué niños adquirirían con más rapidez las capacidades
específicas para el tenis. «Cuando omitíamos esas aptitudes motrices, nuestro
modelo ya no encajaba con los datos de clasificación», dice Schneider. «Así
que dijimos, de acuerdo, tenemos que mantener eso en nuestro modelo.» En
otras palabras, a lo largo de los cinco años del estudio, los niños que eran
mejores atletas en general, también adquirían las aptitudes específicas para el
tenis con más facilidad. Al igual que con el estudio que examinaba la
percepción de la profundidad y la capacidad para aprender la capacidad de
captura, el hardware superior estaba acelerando la descarga del software de la
destreza en el tenis. El estudio de Schneider fue objeto de una atención
considerable en Alemania, pero dado que se publicó en alemán, obtuvo escasa
atención en el resto del mundo.
Diez años después, Schneider reprodujo todo el estudio con cien
jugadores infantiles de tenis más, pero no tuvo tanta suerte con la segunda
muestra: esta vez no hubo ninguno que en el futuro ocupara una plaza entre
los cien mejores jugadores del mundo. Pero el hallazgo de que las condiciones
atléticas generales repercutían en la adquisición de la destreza para el tenis se
mantuvo firme. «Puede que esto no sea extensible a otros deportes», reconoce
Schneider, que más tarde se convertiría en presidente de la Sociedad
Internacional para el Estudio del Desarrollo Conductual. «Pero en cuanto al
tenis, creo que es un fenómeno bastante estable.»
Entre los niños del primer estudio había dos, ambos menores de doce
años cuando empezó la prueba, que andando el tiempo se harían bastante
familiares en el mundo del tenis: Boris Becker y Steffi Graf, dos de los
jugadores más destacados de la historia. «A Steffi Graf la denominamos el
talento del tenis perfecto», dice Schneider. «Superaba a los demás en aptitudes
específicas para el tenis y en capacidades motrices básicas, y también
predijimos a partir de su capacidad pulmonar que podría haber acabado
como campeona europea de los 1.500 metros.»
Graf fue la primera en todas y cada una de las pruebas, desde la medición
de su deseo competitivo a su capacidad para mantener la concentración,
pasando por su velocidad de carrera. Años más tarde, cuando Graf era la
mejor tenista del mundo, mejoraría su resistencia entrenando con las
corredoras en ruta olímpicas de Alemania.55

El seguimiento más exhaustivo de deportistas desde que eran jóvenes


promesas hasta convertirse en profesionales, te cuenta otra historia más del
hardware más el software. Como parte de los «estudios del talento de
Groningen», cuatro científicos de la Universidad de Groningen, Holanda,
estudiaron anualmente, durante un decenio, a futbolistas incluidos en los
planes de promoción de los equipos profesionales, empezando en el año 2000
con niños de doce años.56
Holanda, a pesar de tener una población de sólo 16,7 millones, es una
potencia en el deporte de equipo más popular del planeta. El país ha jugado la
final de la Copa del Mundo en tres ocasiones, incluida la del 2010, y todos los
equipos profesionales holandeses cuentan con programas de formación para
jóvenes promesas. En 2011, sesenta y ocho de los cientos de jugadores
estudiados habían alcanzado el nivel profesional en la primera división de
Holanda.
Cuando empezó el estudio, «me postraba de rodillas y suplicaba: “Por
favor, ¿podemos hacer la prueba con vuestros jugadores?”», recuerda Marije
Elferink-Gemser, del Centro para las Ciencias del Movimiento Humano de la
Universidad de Groningen. Pero el trabajo ha acabado siendo tan valioso para
predecir los jugadores que más progresarán a largo plazo que «ahora los
clubes son los que acuden a nosotros a pedirnos si podemos estudiar a sus
jugadores», dice Elferink-Gemser. «Ahora tenemos más clubes de los que
podemos ocuparnos.»
Algunos de los rasgos que ayudan a predecir a los futuros profesionales
son de comportamiento. Los futuros profesionales no sólo tienden a entrenar
más, sino que asumen la responsabilidad de entrenar mejor. Elferink-Gemser
dice: «Cuando les hacemos la primera prueba a los doce años ya vemos que
son los jugadores que se levantarán y le preguntarán al entrenador: “¿Por qué
debo hacer esto?”, si no están de acuerdo con el entrenamiento».
Pero incluso entre los jóvenes futbolistas —ya ampliamente cribados con
anterioridad por los clubes profesionales—, las pequeñas variaciones en las
características físicas a los doce años definen a los que tienen y a los que no
tienen. «Lo que vemos en las repeticiones de carreras combinadas de 20 m»
dice Elferink-Gemser, «es que los que firmarán un contrato profesional más
tarde son los que, por término medio, van 0,2 segundos más rápidos cuando
son más pequeños, a los doce, a los trece, a los catorce, a los quince y a los
dieciséis. Siempre están en un grupo una media de 0,2 segundos más rápido
que los que acabarán en un nivel de aficionado. Esto da una idea de que ser
rápido es importante. Necesitas una velocidad mínima. Si eres realmente
lento, entonces no puedes ponerte a la altura, y la velocidad es algo que les
resulta verdaderamente difícil de entrenar».57
Este asunto no es precisamente una novedad para los científicos del
deporte. Justin Durandt, gerente del Centro de Alto Rendimiento Discovery
del Instituto de Ciencias del Deporte de Sudáfrica, anda metido en el tema de
estudiar la velocidad, mientras rastrea el país en busca de jugadores de rugby.
El corredor más rápido que haya estudiado nunca era un talento natural. «Un
chico de dieciséis años que venía de una zona rural y que jamás había tenido
un día de entrenamiento profesional en su vida», dice Durandt. El chico
corrió los cuarenta metros en 4,68 segundos, lo cual estaría en la línea de los
4,2 segundos de la carrera de 40 yardas de la NFL, o sea, a la altura de los
jugadores de fútbol americano más rápidos de la historia. Aunque lo
revelador es lo que Durandt no ha visto. «Hemos estudiado a más de diez mil
chicos», dice, «y jamás he visto a uno que fuera lento acabar siendo rápido».

En agosto de 2004 un pequeño grupo de científicos del venerable Instituto


Australiano del Deporte (AIS) apostó todas sus fichas a la primacía de la
aptitud física no centrada en un deporte concreto.
Los científicos del AIS disponían de un año y medio para intentar
preparar a una mujer para los Juegos Olímpicos de Invierno de 2006, a
celebrar en Turín, Italia, en la disciplina invernal de skeleton, en la que un
deportista empieza empujando por el hielo un trineo con una o dos manos y
luego, de un salto, bastante parecido al paso de discoteca llamado «el gusano»,
se tumba boca abajo en la tabla y empieza a deslizarse, con la cabeza por
delante, sobre una pista de hielo a más de 113 km por hora.
Los científicos australianos jamás habían presenciado el deporte, aunque
se habían enterado de que del acelerón inicial dependía la mitad de la
variación en el tiempo total de la carrera. Así que hicieron un llamamiento a
nivel nacional solicitando una mujer que pudiera instalarse cómodamente
sobre un trineo diminuto y fuera capaz de esprintar. Así empezó el
equivalente en el olimpismo australiano de Operación Triunfo, que allá en las
Antípodas atraería la correspondiente atención de los medios de
comunicación.
Ateniéndose a las solicitudes por escrito, se invitó a veintiséis deportistas
al AIS de Canberra, en el sudoeste de Australia, para que se sometieran a unas
pruebas físicas con la esperanza de lograr una de las diez plazas de formación
para las que contaban con financiación. Las mujeres provenían del atletismo,
la gimnasia, el esquí acuático y el salvamento acuático con surf, un deporte
muy popular en Australia que mezcla el remo en aguas abiertas y en kayak, la
carrera con tabla, la natación y la carrera descalzo en playa. Ninguna de las
mujeres había oído hablar del skeleton, y mucho menos lo había practicado.
Cinco de las diez plazas fueron cubiertas exclusivamente en función de los
resultados de la carrera de velocidad de 30 metros, y las otras cinco por
consenso de los científicos y entrenadores del AIS entre las deportistas que
mejor lo habían hecho en la prueba en la que tenían que saltar sobre un trineo
con ruedas y deslizarse sobre tierra.
Por lo que concernía a la comunidad mundial del skeleton, el proyecto era
una atracción de feria condenada al fracaso. «Todo el mundo del deporte nos
decía: “Eh, amigos, jamás tendréis éxito”», dice Jason Gulbin, a la sazón
fisiólogo del AIS. «Y añadían: “Es un verdadero sentimiento. Es un arte.
Necesitas tiempo para este deporte”. Los mayores detractores fueron en
realidad los entrenadores de otros países.»
Sin duda alguna, las mujeres del proyecto AIS no sentían ninguna pasión
por el hielo, pero en general eran unas deportistas sobresalientes. Melissa
Hoar había ganado un diploma en el campeonato del mundo de salvamento
acuático con surf en la categoría de carrera en playa. Emma Sheers había sido
campeona del mundo de esquí acuático. «Teníamos verdadera curiosidad»,
dice Gulbin, «por arrojar a unas criaturas esencialmente playeras y sin
ninguna práctica previa encima del skeleton».
Concluida la selección, llegó el momento de averiguar si las mujeres eran
capaces realmente de descender por el hielo sin que se descalabraran. Los
científicos se tragaron los nervios y se dirigieron a Calgary al comienzo de la
temporada invernal para realizar las primeras carreras sobre hielo. No es
necesario ser doctor en nada para valorar los resultados.
Después de lanzarse tres veces por la pista, las novatas estaban registrando
las carreras más rápidas de la historia de Australia, más incluso que las del
anterior plusmarquista nacional, que había dedicado años a entrenarse.
«Aquella primera semana en la pista, y todo había terminado», dice Gulbin.
«La suerte estaba echada.»
Allí se acabó la necesidad del sentimiento por el hielo. De pronto, la
amabilidad se convirtió en antipatía cuando los deportistas y entrenadores de
skeleton rivales se dieron cuenta que iban a ser desplazados o avergonzados
por unas mujeres que hasta entonces habían considerado unas principiantes.
Diez semanas después de que pusiera el pie por primera vez en el hielo,
Melissa Hoar superó a más o menos la mitad de los participantes en el
Campeonato del Mundo de Skeleton sub-23. (A su siguiente intento ganó el
título.) Y la velocista en playa Michelle Steele consiguió clasificarse para los
Juegos Olímpicos de Italia.
Los científicos del AIS registraron el éxito del programa en un artículo
titulado acertadamente: «De novatas del hielo a los Juegos Olímpicos de
Invierno en 14 meses».
Australia, un puntal del deporte mundial, ha sacado provecho de la
identificación de los talentos y de la «transferencia de talentos», el cambio de
deportistas de un deporte a otro. En 1994, como paso previo a los Juegos
Olímpicos de Sydney del año 2000, el país presentó su programa de Búsqueda
Nacional de Talentos. Todos los niños con edades comprendidas entre
catorce y dieciséis años fueron estudiados en los colegios para determinar su
tamaño corporal, y sometidos a pruebas deportivas generales. Australia, en
ese momento hogar de 19,1 millones de personas, ganó 58 medallas en
Sydney. Eso equivale a 3,03 medallas por cada millón de habitantes, casi diez
veces el botín relativo de los Estados Unidos, que se llevó a casa 0,33 medallas
por millón de norteamericanos.
Como parte de la búsqueda de talentos australiana, algunos deportistas
fueron apartados de los deportes en los que tenían experiencia e iniciados en
otras disciplinas extrañas que se adaptaban mejor a ellos. En 1994, Alisa
Camplin, que anteriormente había competido en gimnasia, atletismo y vela,
fue convertida en esquiadora acrobática. Camplin era una deportista
excepcional en general, pero nunca había visto la nieve. En el primer salto de
su vida se rompió una costilla; en el segundo, se estrelló contra un árbol.
«Todo el mundo pensaba que era una broma», declaró Camplin a la cadena
de televisión australiana Canal Nueve. «Todos me decían que era demasiado
mayor, que había empezado demasiado tarde.» Pero en 1997 Camplin estaba
compitiendo en el circuito de la Copa del Mundo. En los Juegos Olímpicos de
Invierno de 2002, en Salt Lake City, a pesar de haberse roto ambos tobillos
seis semanas antes, ganó la medalla de oro. Incluso después de esta victoria,
ver a la poco experimentada Camplin encima de unos esquís era como estar
viendo a una jirafa con patines. Cuando intentaba descender por la montaña
para acudir a la conferencia de prensa de la ganadora, se cayó y aplastó el
ramo de flores de vencedora.
Los éxitos obtenidos con la transferencia de talentos atestigua el hecho de
que un país triunfa en un deporte no sólo por tener muchos deportistas que
ejecutan prodigiosamente las habilidades específicas de un deporte, sino
también, y para empezar, por destinar a los mejores deportistas todoterreno a
los deportes adecuados. Por ejemplo, se determinó que los integrantes de la
selección nacional belga masculina de hockey sobre hierba promediaban más
de 10.000 horas de entrenamiento acumulado, miles de horas más que los
jugadores de la selección holandesa. Pero el equipo belga es sistemáticamente
mediocre —los Cleveland Browns del hockey sobre hierba mundial—,
mientras que los holandeses, que atraen mejores deportistas a ese deporte, son
una potencia mundial permanente.58 59

Lo cierto es que, incluso al nivel más básico, es siempre una historia de


hardware «y» software. El hardware no sirve de nada sin el software, y al revés
es exactamente lo mismo. La adquisición de la destreza en el deporte no se
produce sin los genes específicos ni el entorno específico, y a menudo genes y
entorno deben coincidir en un momento específico.
Sin embargo, otro de los hallazgos notables del estudio sobre el ajedrez de
Guillermo Campitelli y Fernand Gobet, fue que las probabilidades de alcanzar
el nivel de maestro internacional se reducían drásticamente si el jugador no
empezaba a jugar en serio a los doce años. No importaba necesariamente lo
temprano que empezaran a jugar, siempre que fuera antes de los doce.
Algunos jugadores que empiezan más tarde todavía alcanzan la categoría de
maestro internacional, pero sus posibilidades descienden vertiginosamente.
Así que puede que los doce años sea una edad decisiva aproximada en la que
deban aprenderse ciertos fragmentos y reforzarse cierta conexiones
neuronales para que no se pierda la oportunidad.
Hubo un tiempo en que se creía que a medida que crecemos y
aprendemos, nuestro cerebro va produciendo neuronas. Pero ahora parece
que nacemos rebosando neuronas, y que las que no utilizamos pronto son
podadas, y las que sí se fortalecen e interconectan. El cerebro se vuelve menos
flexible en líneas generales, pero más eficiente en sentido estricto.
En su libro Why Michael Couldn’t Hit, el neurólogo Harold Klawans
argumenta que, a pesar de sus sobresalientes condiciones físicas, Michael
Jordan jamás aprendería a batear una pelota de béisbol con la pericia exigida
en las Grandes Ligas (tras su primera retirada de la NBA), porque las
neuronas que necesitaría para aprender las aptitudes de anticipación
adecuadas habían sido podadas hacía mucho, mientras andaba ocupado en
jugar al baloncesto.60
Ésta es una de las razones de que los defensores de un enfoque estricto de
la práctica deliberada sugieran que el entrenamiento debería comenzar lo
antes posible. Pero no está claro qué deportes exigen realmente una
especialización precoz en la infancia a cambio de un rendimiento de élite. Sin
duda, las gimnastas femeninas sí deben empezar pronto. Pero cada vez hay un
número mayor y creciente de pruebas científicas que dicen que la
especialización precoz no sólo no es necesaria para conseguir los niveles más
altos en muchos deportes, sino que hasta debería ser evitada de manera
tajante.
En las carreras de velocidad, un entrenamiento precoz intenso y específico
puede resultar un impedimento para el desarrollo de la velocidad cuando
deriva en la temida «meseta o estancamiento de la velocidad».61 Esto es, el
atleta se estanca en una velocidad máxima y un ritmo de carrera
determinados que parecen inculcados desde un entrenamiento precoz. Según
un informe científico publicado por la Asociación Internacional de
Federaciones de Atletismo (IAAF), el órgano de gobierno del atletismo
mundial, «la meseta de velocidad se produce las más de las veces en los
principiantes que son iniciados en un entrenamiento estrictamente específico
demasiado pronto, a expensas del desarrollo general». Justin Durandt, del
Instituto de Ciencias del Deporte de Sudáfrica, dice: «Con el modelo de las
10.000 horas de Ericsson, no es que no creamos en el entrenamiento, es que lo
que está ocurriendo ahora es que la gente está entrenando de más a los
deportistas».
Un estudio realizado en 2011 de 243 deportistas daneses halló que la
especialización precoz o era totalmente innecesaria o realmente perjudicial
para el desarrollo final. Los deportistas fueron divididos en selectos, que
habían competido al máximo nivel en su disciplina, como los olímpicos, e
inferiores o casi selectos. El estudio se centró exclusivamente en los «deportes
cgs», o deportes medidos en centímetros, gramos o segundos, como el
ciclismo, el atletismo, la vela, la natación, el esquí y el levantamiento de peso.
Tanto los selectos como los casi selectos «habían probado» varios deportes en
la infancia, aunque los casi selectos —los inferiores de ambos grupos—
pudieron ser relacionados con un cierto indicativo de calidad en
especialización precoz: habían practicado «más» que los selectos a los quince
años. No fue hasta después de los quince años cuando los selectos aceleraron
el ritmo de su práctica y a los dieciocho habían sobrepasado a sus iguales casi
selectos en horas de entrenamiento. El título, contrario a las 10.000 horas y al
sentido común de estudio: «La especialización tardía: la clave para alcanzar el
éxito en los deportes de centímetros, gramos o segundos (cgs)».
La coherencia de los resultados en esos deportes llevó al fisiólogo
deportivo sudafricano y escritor Ross Tucker a sugerir que los deportistas
selectos probablemente estuvieran mejor dotados desde el principio y que
sencillamente no tuvieran que esforzarse en sus carreras tanto ni tan pronto
como los casi selectos. «Su talento natural les lleva a ese punto con menos
entrenamiento que sus iguales», dice Tucker. «A los dieciséis o diecisiete años,
cuando la mayoría de los niños ya han madurado físicamente, pueden
empezar a ver que tienen un futuro en el deporte y que deben empezar a
aumentar el volumen de entrenamiento.»62
En varios libros populares que le dan poca cancha a la importancia de los
genes, Tiger Woods es presentado como la apoteosis del modelo de las 10.000
horas. Su padre favoreció que el Tiger niño tuviera una cantidad colosal de
horas de práctica. Pero, según el relato de Woods, tal cosa ocurrió como
respuesta a su propio deseo de jugar. «A día de hoy», declaró Woods en 2000,
«mi padre jamás me ha pedido ir a jugar al golf. Se lo pido yo. Lo que importa
es el deseo del niño de jugar, no el del padre de que juegue su hijo».63 Uno de
los hechos que se suele omitir sobre la infancia de Woods es que, a los seis
meses, cuando la mayoría de los bebés están empezado a duras penas a tratar
de ponerse de pie, él ya era capaz de mantenerse en equilibro sobre la palma
de la mano de su padre mientras éste se movía por la casa.64 Esto no quiere
decir que tal cosa le destinara forzosamente a tener una coordinación o una
fuerza sobrehumanas de mayor, pero como poco parecería haberle dado la
oportunidad de empezar a practicar antes que a los demás niños, de suerte
que ya estaba golpeando pelotas a los once meses. Quizá sea otro caso de
hardware físico que facilita la descarga del software concreto de un deporte.
El cuento de «exclusivamente la práctica» para explicar a Tiger Woods
presenta un atractivo incuestionable: alienta nuestra esperanza de que todo es
posible con el entorno adecuado, y de que los niños son pedazos de arcilla con
una maleabilidad deportiva infinita. En pocas palabras, la cosa plantea con
una fuerza arrolladora el punto de vista de la autoayuda y protege al libre
albedrío más que ninguna otra explicación alternativa. Pero las historias que
eluden al talento innato pueden tener efectos secundarios negativos en la
ciencia del deporte.
Los genetistas especializados en el deporte de vez en cuando me dicen que
sus investigaciones tienen un problema de relaciones públicas que proviene
de la idea de que los genes son estrictamente determinantes y que niegan el
libre albedrío o la capacidad para mejorar el papel deportivo del individuo.
Algunos genes —como los que le dan a uno dos globos oculares o el que causa
el corea de Huntington— son bastante determinantes. Si uno padece el
defecto genético que provoca la enfermedad de Huntington, acabará
teniéndola. Sin embargo, muchos otros genes no son un sino biológico en sí
mismos, sino que simplemente activan las predisposiciones físicas de la
persona. Por desgracia, el mensaje de moderación suele perderse por
completo en una prensa dominante que anuncia cada estudio de un nuevo
gen como si éste suplantara por completo algún aspecto de la acción humana.
Jason Gulbin, el fisiólogo que trabajó en el experimento olímpico
australiano del skeleton, dice que la palabra «genética» se ha convertido en un
tabú tan grande en su campo de la localización de talentos, que «aquí
cambiamos radicalmente nuestro lenguaje relacionado con el trabajo genético
que estábamos haciendo, pasando de denominarlo “genética” a “biología
molecular y síntesis de proteínas”. Se trataba, literalmente, de “no pronunciar
la palabra g…” En cualquier propuesta de investigación que planteamos,
evitamos mencionar la genética si podemos. Es algo así: “Ah, bueno, si estás
haciendo biología molecular y síntesis de proteínas, estupendo, eso está muy
bien”». Da igual que sea la misma cosa.
Varios psicólogos del deporte a los que entrevisté me contaron que en
público apoyan un punto de vista que margina a los genes, porque creen que
esto envía un mensaje social positivo. «Pero puede que también sea
peligroso», me dice un eminente psicólogo del deporte, «decir que te has
atascado donde estás porque no te estás esforzando lo suficiente». Sea como
fuere, el mensaje social no influye en la verdad científica.
Janet Starkes, cuyo trabajo, junto con el de Ericsson, contribuyó a entrar
en la era del «software no hardware», siempre creyó que las diferencias
genéticas desempeñaban un papel importante en la capacidad deportiva,
aunque otrora era reacia a reconocerlo en público. «Hace treinta y cinco años,
la gente aceptaba con suma facilidad que hubiera unas aptitudes innatas
subyacentes», dice Starkes. «Cuando el enfoque cognitivo perceptivo
[aprendido] se hizo más aceptable, me permitió ser más centrista. Y para
golpear [una pelota de béisbol] has de tener un mínimo de agudeza visual, y
mejor cuanto mejor sea, y sin duda también necesitas el software que lo
acompaña.»
Starkes ha contribuido al estudio de la práctica del talento tanto como
cualquier científico del deporte vivo. Su trabajo constituye toda una vértebra
en la columna vertebral del enfoque estricto de las 10.000 horas, el que
preconiza que sólo la práctica determina el éxito en el deporte. Y, sin
embargo, aunque tenía miedo a decirlo, sabía que sin los genes, la imagen de
la experiencia en el deporte está lamentablemente incompleta.
Después de todo, añade Starkes, si lo único que importa son las horas
acumuladas de práctica, entonces, ¿por qué separar a los hombres de las
mujeres en la competición deportiva?
Esa sí que es una buena pregunta.

34Rosembaum cuenta parte de su trabajo con los Dodgers en su libro Beware of GUS: government-
university symbiosis, Lulu.com, 2010.

35 Alguien con una medida de 20/15 puede situarse a una distancia de seis metros y ver la diferencia
entre una o y una c que una persona normal, con una visión de 20/20, sólo podría distinguir si se
acercara a cuatro metros y medio.

36El principal artículo con datos de los Dodgers (Daniel M. Laby me proporcionó amablemente la
información añadida): Laby, Daniel M., y otros, «The visual function of professional baseball players»,
American Journal of Ophthalmology, 122, (1996), 476-85.

37El límite teórico de la agudeza visual humana: Applegate, Raymond A., «Limits to vision: can we do
better than nature?», Journal of refractive surgery, 16, (2000), S547-51.

38Sobre la diversidad de la densidad de los conos en los humanos: Curcio, Christine A., y otros,
«Human photoreceptor topography», Journal of Comparative Neurology, 292, (1990), 497-523.

39Piazza se lo tomó como un favor a su padre: Whiteside, Kelly, «A Piazza with everything», Sports
Illustrated, 5 julio 1993.

40Los estudios de la visión de China y la India: Nangia, Vinay y otros, «Visual acuity and associated
factors: the central India eye and medical study», PLoS ONE, 6(7),(2011), e22756. Xu, L., y otros,
«Visual acuity in northern China in an urban an rural population: the Beijing eye sudy», British Journal
of Ophthalmology, 89, 2005), 1089-93.

41Los estudios de la agudeza visual en jóvenes, incluidos los adolescentes suecos: Frisén, L., y M. Frisén,
«How good is normal visual acuity? A study of letter acuity thresholds as a function of age», Albrecht
von Graefes Archiv für klinische und experimentelle Ophthalmologie, 215(3), (1981), 149-57. Ohlsson,
Josefin y Gerardo Villarreal, «Normal visual acuity in 17-18 year olds», Acta Ophthalmologica
Scandinavia, 83, (2005), 487-91.
42Como grupo, los bateadores empiezan a declinar a los veintinueve: Fair, Ray C., «Estimated Age
effects in baseball», Journal of Quantitative Analysis in Sports, 4(1), (2008), 1.

43 Aunque, de acuerdo con Williams, la leyenda de que podía leer la etiqueta de un disco girando sería
un mito.

44Ted Williams sobre su propia vista: Williams, Ted y John W. Underwood, My turn at bat: the story of
my life, Simon and Schuster, 1988, pp. 93-94.

45 Un estudio de los jugadores de tenis del Abierto de Estados Unidos también encontró en éstos una
agudeza visual mucho mejor que la de los no profesionales del tenis de la misma edad, aunque unos
cuantos jugadores tenían una agudeza visual normal, lo que sugiere que la agudeza visual excelente es
beneficiosa, aunque la visión media no es un obstáculo insalvable para todos los profesionales del tenis.
(La mayoría de los tenistas profesionales tienen una agudeza visual excepcional, pero unos cuantos
tienen una vista normal: Fremion, Amy S., y otros, «Binocular and monocular visual function in world
class tennis players», Binocular Vision, 1(3), (1986), 147-54.)

46La cita de Keith Hernandez está sacada de sus comentarios en la SNY durante la sexta entrada del
partido de los Mets contra los Nationals el 10 abril 2012.

47Estudios de bateo recreado en realidad virtual: Gray, Rob, «Behavior of college baseball players in a
virtual batting task», Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 28(5),
(2002), 1131-48. Hyllegard, R., «The role of baseball seam pattern in pitch recognition», Journal of Sport
& Exercise Psychology, 13, (1991), 81-84.

48 Son muy pocos los atletas que sí tienen sencillamente unas velocidades de reacción superiores. En
una prueba realizada en 1969, Muhammad Ali reaccionó a una luz en 150 milisegundos, cerca del
teórico límite del tiempo de reacción visual de los humanos.

49La velocidad de reacción de Muhammad Ali: Kamin, Leon J., y Sharon Grant-Henry, «Reaction time,
race, and racism», Intelligence, 11, (1987), 299-304.

50La agudeza visual de los olímpicos: Laby, Daniel M., David G. Kirschen y Paige Pantall, «The visual
function of olimpic-level athletes—an initial report», Eye & Contact Lens, 3 marzo 2011, (ePub previo a
la impresión).
51 Hay algunas pruebas de que jugar a los videojuegos puede mejorar en cierta manera la sensibilidad
de contraste. Pero tienen que ser juegos de acción. Un estudio pertinente encontró que Call of Duty 2
contribuía a la mejora, pero The Sims 2, no.

52La percepción de la profundidad y la capacidad de captura: Mazyn, Liesbeth I. N., y otros, «The
contribution of stereo vision to one-handed catching», Experimental Brain Research, 157, (2004), 383-
90. Mazyn, Liesbeth I. N., y otros, «Stereo vision enhances the learning of a catching skill», Experimental
Brain Research, 179, (2007), 723-26.

53El estudio Emory de los jóvenes jugadores de béisbol y softball: Boden, Lauren M., y otros, «A
comparision of static near stereo acuity in youth baseball/softball players and non-ball players»,
Optometry, 80 (2009), 121-25.

54El estudio sobre el tenis de Schneider sólo está publicado en alemán: Schneider, W. K. Bös, y H.
Rieder, «Leistungsprognose bei jugendlichen spitzensportlern [Predicción del rendimiento en jugadores
de tenis de primer nivel adolescentes]», en J. Beckmann, H. Strang, y E. Hahn, eds, Aufmerksamkeit und
Energetisierung, Hogrefe, Göttingen, 1993.

55El entrenamiento de Graf con el equipo olímpico de atletismo alemán se menciona en las memorias
de su marido: Agassi, Andre, Open, Vintage, 2010 (e-book para Kindle)

56Una introducción al estudio de talentos de Groningen: Elferink-Gemser, Marije T., y otros, «The
marvels of elite sports: how to get there?», British Journal of Sports Medicine, 45, (2004), 683-84.
Elferink-Gemser, Marije T., y Chris Visscher, «Chapter 8: Who are the superstars of tomorrow? Talent
development in dutch soccer», en Joseph Baker, Steve Cobley y Jörg Schorer, eds., Talent identification
and development in sport: international perspectives, Routledge, 2011.

57 Los únicos jugadores que alguna vez redujeron parte de la diferencia en la velocidad de aceleración
fueron los que todavía no habían dado el estirón —«velocidad máxima de crecimiento» en la jerga
científica— cuando les hicieron la prueba por primera vez. El grupo de Groningen hace un seguimiento
del crecimiento en estatura de los jugadores, de manera que puedan informar a un entrenador si está
infravalorando a un jugador que simplemente no ha alcanzado la pubertad. Aun así, los jugadores
especialmente lentos jamás se ponen al día, con o sin estirón.

58La diferencia en las horas de práctica entre los jugadores de hockey sobre hierba belgas y holandeses:
Van Rossum, Jacques H. A., «Chapter 37: Giftedness and talent in sport», en L. V. Shavinina, ed.,
International handbook on giftedness, Springer, 2009.
59Una experiencia deportiva diversificada más que especializada puede conducir a adquirir la
experiencia en determinados deportes: Baker, Joseph, «Early specialization in youth sport: a
requirement for adult expertise?», High Ability Studies, 14(1), (2003), 85-94. Baker, Joseph, Jean Côté, y
Bruce Abernethy, «Sport-specific practice and the development of expert decision-making in team ball
sports», Journal of Applied Sport Psychology, 15, (2003), 12-25.

60 Jordan había promediado un .202 de bateo en 127 partidos de las Ligas Menores AA. A todas luces,
no iba camino de las Grandes Ligas de forma inminente. Sin embargo, ¿cuántos adultos que llevaran
quince años sin jugar al béisbol podrían ponerse en el camino de una pelota AA, jugar contra antiguas
estrellas universitarias y futuros profesionales de las Grandes Ligas y conseguir .202? Para mí que
mucha gente conseguiría .000.

61El debate sobre la «meseta de velocidad»: Schiffer, Jürgen, «Training to overcome the speed plateau»,
New studies in athletics, 261(1/2), (2011), 7-16.

62 Un estudio con estudiantes de música del Conservatorio de Chetham en Inglaterra halló una pauta
similar. En las primeras etapas del desarrollo, los alumnos con una «capacidad excepcional» en realidad
practicaban invariablemente «menos» que los de una «capacidad media» y sólo más tarde redoblaban su
entrenamiento.

63Tiger Woods, sobre su deseo de jugar: Verdi, Bob, «The Grillroom: Tiger Woods», Golf Digest, 51(1)
(1/1/ 2000), 132.

64Tiger se mantenía en equilibrio en la palma de la mano de su padre a los seis meses: Smith, Gary,
«The chosen one», Sports Illustrated, 23 diciembre 1996.
4

Por qué los hombres tienen pezones

Sin duda alguna, María José Martínez-Patiño65 jamás tuvo ningún motivo
para dudar de su feminidad. Tenía una cara delgada y majestuosa, y una piel
blanca como la nieve que se estiraba delicadamente en sus pronunciados
pómulos. Creció en el norte de España como una niña muy normal, salvo por
ser mejor que sus iguales corriendo y saltando.
En 1985, Martínez-Patiño, una vallista y velocista de veinticuatro años,
reconocida internacionalmente, llegó a los Juegos Mundiales Universitarios
de Kobe, Japón, y una vez allí descubrió que se había olvidado el certificado
médico que declaraba que era mujer y que podía competir contra las mujeres.
Así que, una vez en Kobe, tuvo que someterse al habitual raspado bucal
previo a la competición para establecer su sexo biológico.
Las pruebas de verificación de sexo llevaban en vigor desde la década de
1960, cuando la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo había
visto suficientes mujeres musculosas del entonces Bloque Oriental —muchas
de las cuales seguían elaborados programas de dopaje— como para que
estableciera una normativa conducente a garantizar que los atletas varones no
se hicieran pasar por mujeres. (Ningún caso semejante se ha confirmado
jamás.) En los primeros tiempos, la prueba era algo muy tosco. Se obligaba a
las mujeres a bajarse las bragas delante de un médico. En los Juegos
Olímpicos de México de 1968, tan degradante procedimiento fue sustituido
por una tecnología limpia y objetiva: el raspado de tejido de la boca que sería
analizado para determinar los cromosomas. Las mujeres tienen cromosomas
sexuales XX, y los hombres XY.
Esto es, excepto cuando no los tienen.
A última hora de aquel día de agosto de 1985, el médico del equipo
español fue a ver a Martínez-Patiño para darle la noticia: había un problema
con su prueba, y por eso no era apta para competir. Martínez-Patiño se vio
asaltada por las dudas de si tendría el SIDA, o quizá la leucemia que había
causado la muerte a su hermano. Pero el médico no le dijo nada más.
Durante dos meses vivió una angustia demoledora. Consultó con varios
médicos, aunque siempre sola para ahorrarle sufrimientos a sus padres, que
seguían de luto por su hermano. Entonces recibió la carta. No era SIDA, ni
leucemia, sino el diagnóstico que le cambiaría la vida. La carta le decía que
todas las células obtenidas en su boca contenían cromosomas XY. ¡Sorpresa!
Eres un hombre. Los responsables del equipo la instaron a que fingiera una
lesión y que se retirara en silencio.
Pero ella no sólo se negó a retirarse, sino que tres meses después ganó el
titulo nacional de los 60 metros vallas. La gloria de su victoria le garantizó el
ridículo público: las pruebas de verificación sexual de Martínez-Patiño se
filtraron a la prensa. La caída en espiral fue rápida y meticulosamente cruel.
Se echó mano de todo a lo que se podía echar mano. Las autoridades
españolas despojaron a Martínez-Patiño de su título nacional, la expulsaron
de la residencia de deportistas, le quitaron la beca y anularon todas las marcas
obtenidas a lo largo de su carrera, como si nunca hubiera existido. Sus amigos
se dividieron entre los que se mantuvieron fieles y los que salieron corriendo.
Su prometido estuvo entre estos últimos.
Martínez-Patiño se sintió avergonzada. Y aunque perdió su energía,
mantuvo su entereza. Afirmó ante la prensa que estaba segura de su
feminidad, y juró que plantaría batalla. La ayuda le llegó de muy lejos.
Un genetista finés llamado Albert de la Chapelle leyó un artículo sobre la
batalla de Martínez-Patiño y se pronunció. De la Chapelle sabía muy bien que
los cromosomas no determinan necesariamente el sexo, pionero como era del
estudio de individuos con cromosomas XX que se manifestaban como
hombres. «El síndrome de De la Chapelle» se produce cuando los
cromosomas X e Y de los padres no se alinean perfectamente en el
intercambio de información, y los genes de la punta del cromosoma Y se
desprenden y acaban en un cromosoma X.
Martínez-Patiño invirtió miles de dólares de su propio bolsillo para
hacerse examinar por los médicos. Éstos le dijeron que tenía testículos,
ocultos a la vista en el interior de sus labios, y que carecía de útero y ovarios.
Pero los médicos también descubrieron que, aunque sus testículos producían
niveles de testosterona propios de un hombre, Martínez-Patiño padecía el
síndrome de insensibilidad a los andrógenos. Esto es, que su cuerpo era sordo
a la llamada de la testosterona, y que por consiguiente se había desarrollado
como una mujer. La mayoría de las mujeres pueden aprovecharse de los
beneficios deportivos de la pequeña cantidad de testosterona que producen
sus cuerpos, pero Martínez-Patiño no podía aprovechar nada en absoluto.
Casi tres años después de que su prueba de verificación sexual se hiciera
pública, la Comisión Médica del COI se reunió en los Juegos Olímpicos de
Seúl de 1988, Corea del Sur, y decretó que Martínez-Patiño debía ser
rehabilitada. Aunque, para entonces, su carrera había sido desbaratada, y no
pudo clasificarse para los Juegos Olímpicos de 1992 por una décima de
segundo.
En 1990, espoleada por la dura experiencia de Martínez-Patiño, la IAAF
convocó a un grupo internacional de científicos para que decidieran, de una
vez por todas, cómo distinguir a un hombre de una mujer a efectos
competitivos. La respuesta de los expertos fue: «¡Y a nosotros qué nos
cuentan!» Antes bien, el grupo recomendó que se desistiera de las pruebas de
verificación sexual por completo. En 1999, el Comité Olímpico Internacional
restringió la prueba de las mujeres a sólo aquellos casos que despertaran
sospechas, pero ni siquiera entonces disponían de una norma clara para
decidir lo que constituía una mujer apta.
El problema estriba en que la biología humana no se descompone sin más
en hombres y mujeres con la amabilidad que los órganos rectores deportivos
desearían. Y ningún avance tecnológico de las dos últimas décadas ha
conseguido cambiar en lo más mínimo la situación, ni lo hará en el futuro.
«No veo cómo se podría proponer algo diferente a lo que propusimos hace
veinte años», dice Myron Genel, profesora emérita de pediatría en Yale y
miembro del grupo que asesoró a la IAAF para que renunciara a la prueba de
verificación sexual.
En última instancia, los médicos decidieron que Martínez-Patiño había
sido víctima de una injusticia. La atleta era, resolvieron, una mujer a todos los
efectos de la competición. Una mujer tanto con vagina como con testículos
internos, pechos pero no ovarios ni útero, y una dosis masculina de
testosterona que circulaba de manera inerte por su organismo.
Ni las partes del cuerpo ni los cromosomas que contienen diferencian de
manera inequívoca a los atletas masculinos de los femeninos. Así pues, ¿existe
siquiera una razón genética para separar a los hombres de las mujeres?
«¿Superarán pronto las mujeres a los hombres?» El título del artículo de un
par de fisiólogos de la UCLA se me antojó ridículo cuando lo vi por primera
vez en 2002, mi último año de carrera. Llevaba entrenando cinco temporadas
como corredor de los 800 metros y ya había superado el récord mundial
femenino. Y ni siquiera era el tío más rápido de mi equipo de relevos.
Pero el artículo estaba en la revista Nature, una de las publicaciones
científicas más prestigiosas del planeta, así que algo debía de haber. El público
así lo pensaba. De los mil norteamericanos encuestados por U. S. News &
World Report antes de Atlanta 1996, dos terceras partes opinaban que «se
acerca el día en que las mujeres deportistas de máximo nivel superen a sus
iguales varones».66
Los autores del artículo de Nature mostraban una gráfica histórica de las
plusmarcas mundiales masculinas y femeninas de todas las pruebas, desde los
200 metros al maratón, donde se observaba que la mejoría en los récords
femeninos era bastante más acentuada que en el caso de los hombres.
Extrapolando las curvas al futuro, los autores establecían que las mujeres
superarían a los hombres en todas las pruebas de carreras durante la primera
mitad del siglo XXI. «Lo que resulta asombrosamente diferente son los
“índices” de mejoría», escribían los autores. «La brecha se cierra cada vez
más.»
En 2004, con los Juegos Olímpicos de Atenas como reclamo informativo,
Nature publicaba otro artículo similar, éste titulado «¿Sprint decisivo en los
Juegos Olímpicos de 2156?» en referencia a la fecha prevista en que las
mujeres superarían a los hombres en los 100 metros.
Un artículo de tres científicos deportivos publicado en 2005 en el British
Journal of Sports Medicine, eliminaba el signo de interrogación y pasaba sin
más a proclamar en su título: «A la larga, las mujeres lo conseguirán».67
¿Sería posible que la supremacía masculina en las plusmarcas mundiales
fuera desde el principio un arma de discriminación para mantener a las
mujeres fuera de la competición?
En la primera mitad del siglo XX, las normas culturales y la pseudociencia
limitaron drásticamente las oportunidades de las mujeres de participar en los
deportes. En los Juegos Olímpicos de 1928, celebrados en Ámsterdam, el
relato (falseado) de los medios de comunicación sobre unas desfallecidas
atletas tiradas en el suelo después de la carrera de 800 metros, causó tal
desagrado entre los médicos y críticos deportivos que el acontecimiento fue
considerado peligroso para la salud femenina. «Esta distancia requiere
demasiado esfuerzo a las mujeres», rezaba un artículo del New York Times.68
Después de aquellos Juegos, todas las pruebas femeninas de más de 200
metros fueron excluidas sumariamente del olimpismo durante los siguientes
treinta y dos años. No fue hasta los Juegos Olímpicos de 2008, cuando por fin
las mujeres consiguieron tener las mismas pruebas de atletismo que los
hombres. Pero a medida que las mujeres competían en mayor número,
indicaban los artículos de Nature, daba la sensación como de que al final
pudieran ser atléticamente iguales o incluso superiores a los hombres.
Cuando visité a Joe Baker, psicólogo deportivo de la Universidad de York,
hablamos de las diferencias hombre-mujer en el rendimiento deportivo, en
especial de las diferencias en el lanzamiento. De todas las diferencias entre
sexos que han sido documentadas en los experimentos científicos, la del
lanzamiento es sistemáticamente una de las mayores. La diferencia en la
velocidad media de lanzamiento entre hombres y mujeres es, estadísticamente
hablando, de tres desviaciones estándar,69 esto es, más o menos el doble de la
disparidad en estatura entre hombres y mujeres. Esto significa que si escoges
a mil hombres de la calle, 998 serían capaces de lanzar un balón con más
fuerza que la media de las mujeres.
Aunque Baker observó que la situación podría ser un reflejo de la falta de
entrenamiento en las mujeres. Su esposa se crió jugando al béisbol y es una
lanzadora muy superior a él. «Es un rayo láser», me dijo, bromeando.
Las diferencias del ADN entre hombres y mujeres son sumamente
pequeñas y se limitan al solitario cromosoma que es X en las mujeres o Y en
los hombres. Una hermana y un hermano obtienen sus genes de las mismas
fuentes exactas, aunque la mezcla de los ADN de la madre y del padre,
conocida como recombinación, garantiza que los hermanos jamás estén cerca
de ser unos clones.
Gran parte de la diferenciación sexual depende de un único gen del
cromosoma Y: el gen SRY, o gen de la «región determinante del sexo en Y».
En la medida en que haya un «gen del deporte», éste será el gen SRY. La
biología humana está configurada de tal manera que los mismos dos
progenitores pueden producir tanta progenie masculina como femenina,
aunque estén transmitiendo los mismos genes. El gen SRY es una llave
maestra que activa selectivamente los genes que hacen al hombre.
Todos empezamos la vida como mujeres. Todos los embriones humanos
son femeninos durante las primeras seis semanas de existencia. Dado que los
fetos de los mamíferos están expuestos a una dosis considerable de hormonas
femeninas de la madre, es más económico hacer que el sexo por defecto sea el
femenino. En el caso de los varones, al cabo de las seis semanas el gen SRY
induce a la formación de los testículos y de las células de Leydig, que están
contenidas en aquellos y sintetizan la testosterona. Al cabo de un mes, la
testosterona sale a borbotones y desencadena la activación de unos genes
concretos y la desactivación de otros, y no pasa mucho tiempo antes de que
surja la duradera disparidad en el lanzamiento.70
Mientras todavía están en el útero, los niños empiezan a desarrollar un
antebrazo más largo que propiciará una sacudida más enérgica en el
lanzamiento. Y aunque las acusadas diferencias en las proezas arrojadizas
sean menores entre los niños y las niñas que entre los hombres y las mujeres,
ya son visibles en los niños de dos años.71
En un intento por determinar cuánto hay de cultural en las diferencias en
el lanzamiento entre los niños y las niñas, un equipo de científicos de la
Universidad del Norte de Texas y de la Universidad de Australia Occidental
llevaron a cabo un trabajo conjunto para estudiar la destreza en el
lanzamiento, tanto de niños y niñas norteamericanos, como de niños y niñas
australianos aborígenes.72 Los aborígenes australianos no habían desarrollado
la agricultura, habiendo permanecido como cazadores-recolectores. Las niñas
aborígenes, al igual que los niños, eran adiestradas en el lanzamiento de
proyectiles tanto con fines guerreros como cinegéticos. En efecto, el estudio
encontró que las diferencias en el lanzamientos eran mucho menos acusadas
entre las niñas y niños aborígenes que entre los niños y niñas
norteamericanos. Aun así, los niños seguían lanzando con más fuerza que las
niñas, a pesar del hecho de que éstas eran más altas y pesaban más debido a su
madurez más temprana.
Los niños no sólo son superiores en el lanzamiento desde un punto de
vista general, sino que también tienden a ser mucho más diestros en el
seguimiento visual e interceptación de objetos voladores; en las pruebas de
puntería, el 87 por ciento de los niños superan por término medio a las
niñas.73 Y la diferencia parece ser, en parte al menos, consecuencia de la
exposición a la testosterona en el útero. Las niñas que están expuestas a unos
niveles altos de testosterona en el útero a causa de una enfermedad genética
denominada hiperplasia suprarrenal congénita,74 en virtud de la cual las
glándulas suprarrenales del feto producen un exceso de hormonas
masculinas, se comportan como niños, y no como niñas, en estas tareas.
Las mujeres con un esmerado entrenamiento superan sin dificultad en el
lanzamiento a los hombres sin preparación,75 pero los hombres sumamente
adiestrados alcanzan distancias considerablemente mayores que las de
aquellas. Los lanzadores olímpicos lanzan la jabalina alrededor de un 30 por
ciento más lejos que las olímpicas, aun siendo más ligera la jabalina de las
mujeres. Y el Récord Guinness del Mundo para el lanzamiento de béisbol más
rápido realizado por una mujer es de 104 km por hora, una velocidad
habitualmente superada por cualquier estudiante de instituto decente.
Algunos hombres profesionales pueden lanzar por encima de los 161 km/h.76
En las carreras,77 desde los 100 metros a los 10.000 metros, la norma
general sitúa la diferencia en el rendimiento de la élite en el 11 por ciento. Los
diez primeros hombres en cualquier distancia —desde una carrera corta de
velocidad a un ultramaratón— son un 11 por ciento más rápidos que las diez
primeras mujeres.78 A nivel profesional, se abre un abismo. La plusmarca
mundial femenina de los 100 metros habría sido, por un cuarto de segundo,
demasiado lenta para clasificarse en el ámbito de los hombres para los Juegos
Olímpicos de 2012. En los 10.000 metros, la plusmarca mundial femenina
habría sido superada por un hombre que hiciera la marca mínima de
clasificación olímpica.79
Las diferencias mayores se producen en el lanzamiento y en las pruebas de
explosividad pura; las menores se dan en las carreras de natación más largas.
En los 800 metros de estilo libre, las mejores mujeres están entre el 6 por
ciento de los mejores hombres.
Los artículos que predecían que las mujeres superarán a los hombres
sugerían que la progresión en los rendimientos de las mujeres desde la década
de 1950 a la de 1980 formaba parte de una trayectoria estable que continuaría,
cuando en realidad fue una explosión momentánea seguida de una meseta;
meseta que las mujeres, pero no los hombres, habían alcanzado. Mientras que
las mujeres empezaron a estabilizarse en la década de 1980 desde el punto de
vista de la velocidad en pruebas que iban desde los 100 metros a la milla, los
hombres continuaron avanzando con lentitud, bien que de forma casi
imperceptible.
Las cifras no engañan. Las mujeres de la élite no están alcanzando a la élite
de los hombres ni manteniendo su puesto. Los hombres se están separando
con la misma lentitud de siempre. La diferencia biológica se está ampliando.
Pero, para empezar, ¿por qué existe tal diferencia?

Junto a una guía de páginas amarillas, un grueso diccionario en el alféizar del


despacho con vistas de David C. Geary, reposa el cráneo de una mujer; está
contemplando el campus de la Universidad de Missouri. «Como verás el
cráneo es pequeño», dice Geary. Tiene la cara delgada y unos iris de una
tonalidad turquesa. Un mechón curvo de pelo gris que le nace en la frente se
asemeja un poco a un signo de interrogación y le confiere al rostro un aire
inquisitivo muy apropiado. «El tamaño de su cerebro era más o menos una
tercera parte del nuestro. Por eso está al lado del diccionario, tiene que
practicar mucho», bromea. Geary se está refiriendo a la maqueta a escala del
cráneo de Lucy, la famosa antepasada Australopithecus afarensis del hombre
moderno cuyos huesos de 3,2 millones de años fueron hallados en Etiopía.
Geary dedica mucho tiempo a pensar en los cerebros. Es psicólogo del
desarrollo cognitivo, y gran parte de su carrera profesional la ha dedicado a
intentar comprender cómo aprenden matemáticas los niños, una actividad
que lo llevó a formar parte del Grupo Nacional de Asesoramiento
Matemático del Presidente desde 2006 a 2008. También es una base de datos
ambulante sobre las diferencias sexuales.
Desde que terminó la carrera en la UC Riverside en la década de 1980,
Geary ha estado interesado en la evolución de las diferencias sexuales en los
humanos. Pero dada la naturaleza a menudo arriesgada de la investigación de
las diferencias sexuales biológicas —al menos de aquellas que van más allá de
las genitales—, Geary esperó hasta estar fijo para empezar a publicar sus
trabajos sobre la evolución humana. Y partir de ahí, explotó. En colaboración,
escribió un libro de texto de mil páginas que no es ni más ni menos que una
compilación de los resultados de todas las investigaciones científicas serias
sobre las diferencias sexuales —desde el peso al nacer a las aptitudes sociales
— que se han realizado en los últimos cien años.
Aunque puede que no haya pensado en ello antes de que yo apareciera en
su puerta, la contribución más interesante de Geary al mundo de los deportes
fue su tomo de 550 páginas, Male, female: The Evolution of Human Sex
Differences. Éste es el primer trabajo que incluye todos los estudios —hago
hincapié en «todos»— realizados sobre las diferencias sexuales en el marco de
la selección sexual.
Charles Darwin fue el primero en explicar los principios de la selección
sexual, aunque sus estudios al respecto han sido objeto de bastante menos
atención por parte de la fanfarria establecida que su otra idea, la de la
selección natural. Mientras que la selección natural hace referencia a los
cambios en el ADN humano que son preservados o eliminados en respuesta
al entorno natural, la selección sexual remite a aquellos cambios en el ADN
que se propagan o se extinguen de resultas de la competencia por conseguir
pareja y su elección. La selección sexual es la fuente de la mayoría de las
diferencias sexuales humanas, y es esencial para comprender el deporte
humano.
Las diferencias físicas entre los sexos incluyen el que los hombres
generalmente pesen más y sean más altos y tengan unos brazos y unas piernas
más largos en relación a su altura, además de unos pulmones y un corazón
más grandes. Entre los hombres se dan el doble de probabilidades de ser
zurdo que entre las mujeres, lo que supone una ventaja en numerosos
deportes.80 Los hombres tienen menos grasa, unos huesos más densos, más
glóbulos rojos portadores de oxígeno, un esqueleto más pesado que puede
soportar más músculos y caderas más estrechas, lo que les hace más eficientes
en las carreras y disminuye el riesgo de lesiones —como el desgarro del
ligamento cruzado anterior, que es una epidemia entre las mujeres deportistas
— en las carreras y los saltos.81 «Debido a su mayor anchura pélvica, las
mujeres presentan un ángulo mayor hasta sus rodillas», dice Bruce Latimer,
profesor de Antropología y Anatomía en la Case Western Reserve University.
«Por consiguiente, gastan mucha energía en la compresión de la articulación
de la cadera, y esto no te ayuda a avanzar […]. Cuanto más ancha sea la
pelvis, mayor es el gasto de energía.»
Una de las diferencias físicas más acusadas entre los sexos es la masa
muscular. Los hombres contienen más fibras musculares en cualquier espacio
del cuerpo y tienen un 80 por ciento más de masa muscular en el tronco que
las mujeres, así como un 50 por ciento más en las piernas. En cuanto a la
fuerza del tronco, esto se traduce en una diferencia de fuerza de tres
desviaciones estándar. Esto es, una vez más, de cada mil hombres de la calle,
998 tienen un tronco más fuerte que la media de las mujeres.82
«Las diferencias en la fuerza de la parte superior del cuerpo son más o
menos las que ves en los gorilas», dice Geary. «Y eso es muchísimo. Los
gorilas son nuestros parientes cercanos que presentan un mayor dimorfismo
sexual. El tamaño de los machos duplica aproximadamente el de las hembras,
así que la diferencia de tamaño total es mayor que en los humanos, aunque la
diferencia en la fuerza del tronco es parecida.»
La razón de esta similitud con los gorilas refleja hasta qué punto la
selección sexual ha conformado la actividad deportiva del hombre (y de los
gorilas). Si se quiere saber quién es más grande y fuerte en unas especies
determinadas, si los machos o las hembras, hay una información que resulta
especialmente útil: la de qué sexo tiene mayor índice potencial de
reproducción.
Debido al largo período de gestación y de lactancia, un gorila hembra sólo
puede tener una cría cada cuatro años. Los gorilas machos reúnen y defienden
sus harenes de hembras y tienen un índice de reproducción potencial mucho
más alto. Pero por cada macho que tiene un harén, hay varios otros machos
que están completamente excluidos de la reproducción. El resultado es que
los gorilas machos compiten ferozmente por tener acceso a múltiples
hembras, y esta «rivalidad macho-macho» adopta la forma de lucha, o al
menos de actitud de lucha, y la selección natural acentúa los rasgos que hacen
a los gorilas mejores luchadores. «En las especies donde las hembras tienen
unas tasas potenciales de reproducción más altas», como los hipocampos,
explica Geary, «la situación es la contraria, y las hembras son más grandes y
más agresivas». Como cabría esperar, los hipocampos machos, que se
encargan del cuidado de los huevos, prefieren a unas hembras más grandes y
fuertes.
En las zonas de rivalidad83 que son más difíciles de vigilar y defender
físicamente —en el cielo, por ejemplo—, la elección de un macho por parte de
la hembra adquiere mayor trascendencia, y la selección natural acentúa rasgos
masculinos, tales como el colorido llamativo y un canto de cortejo melódico,
que se dan en las aves. Pero en los primates que están limitados
primordialmente a la tierra firme, como los gorilas y los antepasados de los
humanos, los enfrentamientos frontales pueden ser importantes, y la
evolución acentúa la fuerza bruta.
Todo esto sugiere algunas ideas poco satisfactorias sobre los humanos, los
primates terrestres que somos, y los varones en particular: que ciertos rasgos
fueron escogidos para alumbrar a los hombres de manera que pudieran herir,
matar o al menos intimidarse mutuamente, y que los hombres que eran más
eficaces en herir, matar o intimidarse mutuamente, a veces utilizaban dicha
efectividad para copular con múltiples mujeres y tener muchos hijos.
El peso de las pruebas apoyan ambas consecuencias. En las sociedades de
cazadores-recolectores, alrededor del 30 por ciento de los hombres morían a
manos de otros hombres, ya en combate, ya en incursiones, las cuales se
llevaban a cabo las más de las veces para capturar mujeres. Como el psicólogo
de Harvard Steven Pinker expresó en una conferencia en torno a su libro Los
ángeles que llevamos dentro, donde habla de la historia y declive moderno de
la violencia humana: «Resulta que [Thomas] Hobbes estaba en lo cierto. La
vida del hombre en estado natural era asquerosa, brutal y breve».
La segunda consecuencia, la de que nuestro antepasado varón se esforzaba
en conseguir múltiples parejas, es indiscutible con las pruebas genéticas en la
mano. Dado que los padres sólo pasan el ADN de su cromosoma Y a los hijos,
y que las madres sólo transmiten un tipo de ADN llamado ADN
mitocondrial, podemos rastrear en el tiempo a nuestros antepasados
maternos y paternos por separado. Los hallazgos de las investigaciones en
todo el mundo son claras: con independencia de dónde estén buscando los
científicos, el hecho es que tenemos menos antepasados masculinos que
femeninos.84 Esto es, fueron necesarios bastante menos adanes que evas para
engendrar la actual población mundial. (Y en algunos casos resulta
desconcertantemente cierto: 16 millones de hombres asiáticos —el 0,5 por
ciento de la población masculina mundial— tienen una parte casi idéntica del
cromosoma Y que los genetistas consideran que procede muy probablemente
de Gengis Khan, de cuyos cientos de esposas y concubinas se tienen sobradas
noticias.)85
Otro patrón que se mantiene en las especies y entre los primates que
tienen una intensa rivalidad macho-macho es que las destrezas físicas que
tienen relevancia para el combate se ven reforzadas, exclusivamente en los
machos, a través de la pubertad.86 La pubertad acentúa las cualidades que un
adulto incipiente no va a tardar en necesitar para reproducirse. Así que si los
rasgos atléticos, como lanzar puñetazos o piedras, son importantes para la
reproducción, se verán engrandecidos durante la pubertad, y una vez más, en
esto los hombres siguen la violenta pauta de los primates de dar el primer
golpe. Mientras que las niñas maduran antes y con rapidez, los niños
experimentan una pubertad tan tardía como larga, dándole más tiempo al
crecimiento, y durante la cual sus aptitudes físicas explotan.
Hasta los diez años, los niños y las niñas tienen unos cuerpos parecidos.
Las niñas son más altas y ya tienen un poco más de grasa corporal, pero cierto
número de características atléticas son casi idénticas entre unos y otros. La
velocidad máxima de carrera es casi la misma en los niños de diez años que en
las niñas de la misma edad, y permanece así hasta los catorce, edad en que los
niños están literalmente sometidos a un tratamiento de esteroides naturales.87
A los catorce años, la diferencia en el lanzamiento, ya amplia, se convierte
en un abismo. Los niños desarrollan unos brazos más fuertes y unos hombros
más anchos, y a los dieciocho el niño medio puede lanzar el triple de lejos que
la niña media. Los hombres también desarrollan rasgos que hace que sean
más difíciles de noquear que los niños y las mujeres: unos arcos superciliares
más gruesos que protegen los ojos y un agrandamiento de la mandíbula que
hace la cara más resistente a los golpes. Aparentemente, una mandíbula de
cristal no le servía de nada a nuestros antepasados.
La marea de testosterona de la pubertad masculina también estimula la
producción de glóbulos rojos, así que los hombres pueden utilizar más
oxígeno que las mujeres, y esto les hace menos sensibles al dolor que a ellas,88
lo mismo que provoca tanto en animales como en personas a las que se les
ponen inyecciones de testosterona.
Alrededor de los catorces años, la niña media se está acercando a la
velocidad máxima de carrera de toda su vida. Los récords mundiales por
grupos de edades en las carreras de velocidad son casi idénticos para los niños
y las niñas a los nueve años, antes de la pubertad, cuando no existen muchas
razones biológicas para la segregación sexual en el deporte.89 A los catorce,
sin embargo, las marcas ya no están en el mismo universo atlético.90
Después de la pubertad, a algunas mujeres les va «peor» en cuanto a
ciertos atributos atléticos. Como el estrógeno genera grasas que se acumulan
en las caderas ensanchadas, la mayoría de las chicas sufren una meseta o
declive en el salto vertical. E incluso la más flaca de las maratonistas adultas
llega a un porcentaje de grasa corporal de entre el 6 y el 8 por ciento, el doble
que el de sus homólogos masculinos.91
Los estudios sobre los deportistas olímpicos muestran que un rasgo
importante de las deportistas femeninas de determinadas disciplinas es que
no desarrollan la misma anchura de caderas que muchas otras mujeres. Si las
gimnastas de élite experimentan un importante crecimiento repentino en
altura o en caderas, su carrera en el máximo nivel está prácticamente
finiquitada.92 Cuando estas atletas aumentan en tamaño más deprisa que en
fuerza, la relación peso/potencia que es tan decisiva para las acrobacias en el
aire se dirige en el sentido equivocado, igual que su habilidad para girar en el
aire. A las gimnastas se les da por acabadas a los veinte años, mientras que los
gimnastas masculinos están todavía en el inicio de sus carreras. China fue
despojada de una medalla en gimnasia en los Juegos Olímpicos de Sydney
2000, cuando el Comité Olímpico Internacional dictaminó que a la gimnasta
Dong Fangxiao «le faltaban» todavía dos años para cumplir la edad mínima
exigida para competir, establecida en los dieciséis. Ni que decir tiene que
jamás asistiremos a un escándalo similar con los gimnastas masculinos.
La ventaja, pues, que tienen algunas deportistas proviene del hecho de
poseer ciertas características que son más típicas de los hombres, como un
bajo porcentaje de grasa corporal y unas caderas estrechas.
Ahora parece que una razón primordial de que las mujeres ganaran a los
hombres en las décadas de 1970 y 1980 en algunas pruebas de atletismo —y
de que los artículos de Nature no dijeran nada al respecto—, fue que
estuvieran compensando la carencia de un gen SRY inyectándose sin más
testosterona. En la década de 1960, la rivalidad de la Guerra Fría empezó a
derramarse sobre el deporte, y el doping sistemático de las chicas, a menudo
sin su consentimiento, se convirtió en una práctica generalizada en los países
como Alemania del Este.93 Desde esa época, las mejores mujeres de las
pruebas de mayor explosividad han ido a peor. Setenta y cinco de los mejores
ochenta lanzamientos de peso femeninos de todos los tiempos, por ejemplo,
se produjeron entre mediados de la década de 1970 y 1990, realizados
predominantemente por las atletas de los países del Bloque Oriental. Esa
octogésima actuación fue un lanzamiento de la alemana oriental Heidi
Krieger, que decenios más tarde declararía ante un tribunal de justicia sobre
el doping sistemático en Alemania del Este. Para entonces ya era Andreas
Krieger, que, después de que las enormes dosis de esteroides, que no eran más
que análogos de la testosterona, empujaran a su cuerpo en esa dirección,
había decidido vivir como hombre. Hasta la fecha, casi todas las plusmarcas
mundiales femeninas en pruebas de velocidad y fuerza datan de la década de
1980, testimonio de los poderosos efectos de las hormonas masculinas en las
mujeres atletas. Una vez que la época del dopaje extremo terminó, la
diferencia de rendimiento entre los humanos con y sin un gen SRY se
agrandó de nuevo. Ahora ya es evidente que la ventaja genética de los
hombres sobre las mujeres en la mayoría de los deportes es tan profunda, que
la mejor solución es separarlos.
Como me dijo Alice Dreger, profesora de humanidades médico-clínicas y
bioética de la Facultad de Medicina Feinberg de la Northwestern University y
una autoridad en la historia de las pruebas de verificación sexual en los
deportes: «La razón de que hayamos separado a las mujeres en los deportes, se
debe a que en muchas disciplinas las mejores deportistas no pueden competir
con sus homólogos masculinos. Y eso lo sabe todo el mundo, aunque nadie
quiere reconocerlo en voz alta. En los deportes, las mujeres estamos
consideradas como una categoría discapacitada, y hay, creo, muy buenas
razones para ello».
La dificultad en decidir a quién se autoriza para acceder a esa categoría
resultó evidente en el Campeonato Mundial de Atletismo de 2009, cuando
Caster Semenya, una joven y desconocida corredora sudafricana de los 800
metros, miró por encima de su musculoso hombro y salió disparada desde el
pelotón camino del título mundial. Las adversarias de Semenya la
ridiculizaron en los medios de comunicación de todo el mundo. «Si no hay
más que mirarla», se burló la finalista rusa Mariya Savinova, que acabó en
quinto lugar, en referencia a las caderas estrechas y el torso blindado de la
sudafricana. Aunque mirarla sin más no ofrece ninguna respuesta.
Después del campeonato del mundo, se informó de que Semenya tenía
testículos internos, carecía de útero y ovarios; y presentaba unos niveles
elevados de testosterona. (Semenya jamás confirmó ni hizo alusión alguna a
esa noticia.) Así que, de ser verdad, ¿dónde debería dejarla eso? Para empezar
a cargarte las clasificaciones deportivas valiéndote de rasgos biológicos
concretos, «tendrías que correr competiciones internacionales como la
Exhibición Canina de Westminster, donde hay pruebas para cada una de las
razas», dice Myron Genel, la profesora de Pediatría de Yale. María José
Martínez-Patiño, la vallista española, tenía tanto un cromosoma Y como un
gen SRY, pero dado que era insensible a la testosterona finalmente se le
permitió competir contra las mujeres.
Antes de los Juegos Olímpicos de Londres 2012, y teniendo que
enfrentarse a una controversia permanente sobre el caso Semenya, la IAAF y
el Comité Olímpico Internacional anunciaron que el sexo se determinaría
basándose en los niveles de testosterona; pero no sólo en función de la
cantidad que se produce, sino de la cantidad que el cuerpo es capaz de
utilizar.94
La testosterona no está siempre en un espectro continuo. Una mujer
normal producirá menos de 75 nanogramos de testosterona por decilitro de
sangre; por lo que respecta a los hombres, oscila normalmente entre 240 y
1.200. Así que el límite inferior de la escala masculina es todavía más de un
200 por ciento más elevado que el límite superior de la escala femenina. En
2001, la NCAA —asesorada por un comité de expertos que estaba de acuerdo
con el Centro Nacional para los Derechos de las Lesbianas— decidió que
cualquier hombre que se sometiera a una intervención de cambio de sexo
para convertirse en mujer, debería estar inactivo un año mientras se reducían
sus niveles de testosterona, antes de poder competir en un equipo femenino.
Por lo tanto, la testosterona ha sido considerada el origen de la superioridad
masculina en los deportes. Aunque puede que no sea lo único.95
Cuando hablé con unos endocrinos que trabajan con mujeres insensibles a
los andrógenos, todos fueron de la opinión de que las mujeres XY con
insensibilidad a los andrógenos —esto es, como Martínez-Patiño, que no
puede aprovechar la testosterona en absoluto— cuentan con una «nutrida
representación» en los deportes, y no lo contrario.
En los Juegos Olímpicos de verano de Atlanta de 1996, el último en el que
se practicó el raspado bucal, se halló que 7 de las 3.387 mujeres participantes
—o más o menos una de cada 480— tenían el gen SRY y mostraban
insensibilidad andrógena.96 Se calcula que el índice normal de insensibilidad
andrógena se sitúa entre una de cada 20.000 y una de cada 64.000 mujeres. En
cinco juegos olímpicos seguidos, se constató que una de cada 421 mujeres
participantes tenía un cromosoma Y.97 Por lo tanto, las mujeres con
insensibilidad andrógena están inmensamente representadas en los
escenarios deportivos de mayor envergadura del mundo.98 Es posible, pues,
que haya algo relacionado con el cromosoma Y, aparte de la testosterona, que
quizás esté proporcionando una superioridad.
Las mujeres con insensibilidad andrógena tienden a tener unas
extremidades con unas proporciones más típicas de los hombres. Sus brazos y
piernas son más largos en relación al cuerpo, y la estatura media sobrepasa en
varios centímetros a la de las mujeres normales.99 Como Erika Coimbra, una
jugadora de voleibol brasileña de metro ochenta y medalla de bronce olímpica
en 2000, que es una de las pocas deportistas con insensibilidad andrógena
cuyos nombres se han hecho públicos. (Dos de los endocrinos con los que
hablé me dijeron que las mujeres XY también cuentan con una extensa
representación en el mundo de la moda, porque aunque suelen ser muy
femeninas de aspecto, también son altas y tienen las piernas largas. Antes de
que su información médica personal cayera desafortunadamente en manos de
la prensa, la alta y rubia Coimbra había sido apodada la «Barbie brasileña».)
La mayor altura de las mujeres XY insensibles a la testosterona puede
deberse a un prolongado período de crecimiento, dado que su organismo
hace oídos sordos a los mensajes de parada hormonales o de los genes del
cromosoma Y que influyen en la estatura. Los hombres que tienen un
cromosoma Y de más tienden a ser muy altos. Dave Rasmussen, el miembro
más alto de la Internacional de Clubes de Altos, es un varón XYY de 2,21 m
cuyos padres miden 1,93 m y 1,75 m, respectivamente.
La nutrida representación de mujeres XY es sólo «la punta del iceberg de
las afecciones intersexuales en el deporte», como expresaba un artículo
publicado en el British Journal of Sports Medicine.100 Jeff Brown, un
endocrino de Houston que trabaja con algunos de los mejores deportistas de
Norteamérica —sus pacientes acumulan en conjunto quince medallas de oro
olímpicas—, ha tratado a numerosas deportistas que padecen una
enfermedad denominada déficit parcial de la 21-hidroxilasa, que puede ser
hereditaria y provocar un sobreproducción de testosterona.101 A juicio de
Brown, la afección cuenta con una nutrida representación entre las
deportistas. «La cuestión estribaría en si esto les pone en situación ventajosa
frente a alguien que no la padezca», explica Brown. «Por supuesto, la
respuesta es sí. Pero es un don de Dios… La he visto en saltadoras, velocistas
y fondistas.»

No hay ningún científico que pueda asegurar conocer el impacto exacto de la


testosterona en ningún deportista en particular. Pero un estudio realizado en
2012 que dedicó tres meses a hacer un seguimiento de mujeres deportistas
procedentes de una diversidad de disciplinas —entre las que estaban el
atletismo y la natación—, demostró que las competidoras de élite tenían unos
niveles de testosterona que eran sistemáticamente más del doble que el de las
deportistas del montón.102 Y también se constataban anécdotas de peso.103
Joanna Harper es una física clínica de 55 años que nació hombre y
posteriormente pasó a vivir como mujer. Da la casualidad de que Harper
también es una consolidada corredora a nivel nacional en su grupo de edad, y
cuando empezó la terapia hormonal en agosto de 2004 para suprimir la
testosterona de su cuerpo y transformarse físicamente en mujer, como
cualquier buen científico recopiló los datos. Harper calculó que iría perdiendo
velocidad poco a poco, pero cuál no sería su sorpresa cuando al terminar el
primer mes se encontró siendo más lenta y más débil. «Sentía lo mismo
cuando corría», dice. «Sólo que no podía ir tan deprisa.» En 2012 Harper
ganó el campeonato nacional de Estados Unidos de campo a través para el
grupo de edad de cincuenta y cinco a cincuenta y nueve años, pero los niveles
de rendimiento escalonados por sexo indican que Harper es ahora
exactamente igual de competitiva como mujer que lo era como hombre. Esto
es, como mujer es tan buena en relación a las mujeres como lo era en relación
a los hombres antes de su transición, aunque es bastante más lenta que su
antiguo yo de niveles más altos de testosterona.
En 2003, todavía como hombre, Harper corrió el medio maratón Helvetia
de Portland en 1:23:11; en 2005, ya como mujer, corrió la misma carrera en
1:34:01. Así pues, el tiempo de hombre de Harper fue unos cincuenta
segundos más rápido por milla que su tiempo de mujer. Ella ha recopilado los
datos de otras cinco corredoras que han pasado de ser hombres a mujeres, y
todas muestran el mismo patrón de abrupto declive en la velocidad. Una
corredora compitió en la misma carrera de 5.000 metros durante quince años
seguidos, ocho veces como hombre y después siete como mujer tras seguir la
terapia de supresión de la testosterona; siempre por debajo de los diecinueve
minutos como hombre, y siempre por encima de los veinte como mujer.104
Por lo tanto, las pautas hormonales (mayor testosterona), óseas (mayor
estatura, hombros más anchos, mayor densidad ósea, brazos más largos,
caderas más estrechas), y génicas (SRY y otros) pueden conferir determinadas
superioridades en el campo deportivo. Entonces, una interesante pregunta
evolucionista es: ¿Por qué son deportistas las mujeres?
Al igual que nuestros antepasados masculinos, nuestros ancestros
femeninos necesitaban ser lo bastante atléticas para recorrer largas distancias,
transportar niños y leña, talar árboles y desenterrar tubérculos. Pero era
bastante menos probable que las mujeres pelearan, corrieran o exigieran toda
la capacidad energética de su tronco para actividades agotadoras como trepar
a los árboles. Parte de la razón de que las mujeres sean lo atléticas que son, me
dicen Geary y otros científicos, podría deberse a que los hombres lo son.
Piensen en una cuestión paralela: ¿Por qué los hombres tienen pezones?
La respuesta es que los hombres tienen pezones porque las mujeres los tienen.
Los pezones son absolutamente esenciales para el éxito reproductivo en las
mujeres, y no son tan perjudiciales para los hombres como para que haya
habido necesidad de una presión considerable en la selección natural para
prescindir de ellos. Como me dijo el antropólogo de Harvard Dan Lieberman,
que ha estudiado el papel de la carrera de resistencia en los cazadores
humanos y la evolución: «No puedes programar a los hombres y a las mujeres
de forma totalmente independiente. No nos puedes encargar como encargas
el color de un coche, rojo o azul. Nuestra biología básica es la misma en su
mayor parte, salvo en una pequeña diferencia. Si las mujeres no necesitaran
correr, podrías argumentar que no necesitan el tendón de Aquiles en las
piernas como resorte. Pero ¿cómo harías eso? Tendrías que tener una pérdida
del tendón de Aquiles para un sexo en concreto». En su lugar, la naturaleza ha
dejado a los humanos con un sistema —en vez de con un cambio en un gran
número de genes— en el que las hormonas pueden activar de manera
selectiva los genes para obtener resultados diferentes.
Los hombres y las mujeres tienen casi completamente los mismos genes.
Pero esas pequeñas diferencias genéticas —como el gen SRY— provocan una
avalancha de consecuencias biológicas que conducen a enormes diferencias
en los terrenos de juego. Y no sólo en cuanto a evidentes características fijas
como la estatura y la longitud de las extremidades; la musculatura de los
hombres crece con más rapidez cuando levantan pesos de lo que lo hace la de
las mujeres. Y los corazones de los hombres crecen más deprisa que los de las
mujeres como respuesta a los ejercicios de resistencia.105 Por lo tanto, en el
cromosoma Y hay unas pequeñas diferencias de ADN que en última instancia
afectan a la capacidad de mejorar el rendimiento mediante el entrenamiento.
Y éste no es el único cromosoma con genes que provoca esto.

65La mejor lectura sobre los esfuerzos de María José Martínez-Patiño fue escrita por la propia
Martínez-Patiño: Martínez-Patiño, María José, «Personal account: a woman tried and tested», Lancet,
336, (2005), S38.

66U.S. News & World Report encuestó a los norteamericanos sobre si las deportistas superarían pronto
a sus homólogos masculinos: Holden, Constance, «An everlasting gender gap?», Science, 305, (2004),
639-40.

67Los artículos que sugieren que las mujeres aventajarán a los hombres: Beneke, R., R. M. Leithäuser y
M. Doppelmayr, «Women will do it in the long run», British Journal of Sports Medicine, 39, (2005), 410.
Tatem, Andrew J., y otros (2004), «Momentous sprint at the 2156 olympics? Women sprinters are
closing the gap on men and may one day overtake them», Nature, 431, (2004), 525. Whipp, Brian J., y
Susan A. Ward, «Will women soon outrun men?», Nature, 355, (1992), 25.

68 Los periódicos hablaban con desmayo de las mujeres de los 800 desplomándose sobre la pista. Como
informaba un artículo de Running Times en 2012, sólo había habido una mujer que se desplomara en la
meta, mientras que tres de las demás batieron la plusmarca mundial. Un periodista del New York
Evening Post, que supuestamente había asistido a la carrera, escribió acerca de «11 desdichadas
mujeres», de las que cinco no habían terminado la carrera y otras cinco se derrumbaron al cruzar la
línea de meta. Running Times informaba de que sólo había habido nueve mujeres compitiendo y que
todas habían terminado la carrera.

69Los hombres superan a las mujeres en lanzamiento en tres desviaciones estándar, y la diferencia
empieza antes de la participación deportiva: Thomas, Jerry R., y Karen E. French, «Gender differences
across age in motor performance: a meta-analysis», Psychological Bulletin, 98(2), 260-82.

70Precedentes sobre la diferenciación sexual (especialmente el capítulo 1): Baron-Cohen, Simon,


Svetlana Lutchmaya, y Rebecca Knickmeyer, Prenatal testosterone in mind: amniotic fluid studies, The
MIT Press, 2004.

71El libro de David C. Geary, Male, female: the evolution of human sex differences, American
Psychological Association, 2ª ed., 2010, es una lectura fascinante y la principal fuente de los datos sobre
las diferencias sexuales de este capítulo (por ejemplo: los niños desarrollan unos antebrazos más largos
que las niñas mientras siguen en el útero; el 30 por ciento de los hombres cazadores-recolectores
murieron a manos de otros hombres; las diferencias sexuales en la fuerza del torso). También se utilizó
esta compilación de cien años de estudios de las diferencias sexuales: Ellis, Lee y otros, Sex differences:
summarizing more than a century of scientific research, Psychology Press, 2008.

72La diferencia en el lanzamiento entre hombres y mujeres y la destreza en el lanzamiento de los niños
aborígenes australianos: Thomas, Jerry R., y otros, «Developmental gender differences for overhand
throwing in australian aboriginal children», Research Quarterly for Exercise and Sport, 81(4), (2010), 1-
10.

73La selección sexual y la competición física en los humanos y otros animales, y la determinación de las
diferencias en la capacidad: Puts, David A., «Beauty and the beast: mechanisms of sexual selection in
humans», Evolution and Human Behavior, 31, (2010), 157-75.

74La determinación de las capacidades de las mujeres que están expuestas a niveles más altos de los
normales de testosterona antes de nacer: Hines, M., y otros, «Spatial abilities following prenatal
androgen abnormality: targeting and mental rotations performance in individuals with congenital
adrenal hyperplasia», Psychoneuroendrocrinology, 28(8), (2003), 1010-26.

75A pesar de las diferencias en el lanzamiento, las mujeres muy entrenadas superarán a los hombres
desentrenados: Schorer, Jörg y otros, «Identification of interindividual and intraindividual movement
patterns in handball players of varying expertise levels», Journal of Motor Behavior, 39(5), (2007), 409-
21.

76El análisis de la diferencia de rendimiento en la élite en atletismo y natación: Thibault, Valérie y


otros, «Women and men in sport performance: the gender gap has not evolved since 1983», Journal of
Sports Science and Medicine, 9, (2010), 214-23.

77Las diferencias sexuales en las carreras de ultrarresistencia empiezan en la p. 682 de un libro


reconocido por una generación de corredores: Noakes, Timothy D., Lore of running, Human Kinectics,
4ª ed., 2002.

78 La idea de que las corredoras sobrepasan a los hombres a medida que la distancia de la carrera es
mayor ha estado muy extendida en el pasado. Éste es el tema del fascinante libro Born to Run de
Christopher McDougall. Pero no es del todo cierto. La diferencia del 11 por ciento entre los mejores
corredores de ambos sexos es tan consistente en las distancias más largas como en las más cortas. Dicho
esto, unos fisiólogos sudafricanos hallaron que cuando un hombre y una mujer están igualados en el
tiempo en que corren el maratón, normalmente el hombre derrotará a la mujer en las distancias más
cortas que las del maratón, pero la mujer ganará si la distancia de la carrera se amplía hasta los 64 km.
Los investigadores informaron de que esto se debe a que los hombres suelen ser más altos y pesan más,
grandes desventajas a medida que la carrera se hace más larga. Sin embargo, entre los mejores
ultramaratonistas del mundo las diferencias de tamaño entre hombres y mujeres son menores que entre
la población general, y la diferencia del 11 por ciento en el rendimiento también persiste entre los
mejores de los mejores de las mujeres y los hombres.

79La amplia brecha en las carreras entre hombres y mujeres: Denny, Mark W., «Limits to running
speed in dogs, horses and humans», The Journal of Experimental Biology, 211, (2008), 3836-49. Holden,
Constance, «An everlasting gender gap?», Science, 305, (2004), 639-40.

80 Los zurdos son escasos, así que los adversarios no se enfrentan habitualmente a ellos y
consecuentemente tienen una base de datos mental superficial sobre sus movimientos corporales,
dando a los zocatos lo que los científicos denominan una «ventaja dependiente de frecuencia negativa».
En la prueba de esgrima con florete de los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980, por ejemplo, el grupo
entero de los seis finalistas masculinos estaba integrado por zurdos. Los científicos franceses Charlotte
Faurie y Michel Raymond han analizado la mayor proporción de zurdos en las sociedades primitivas
con más combates cuerpo a cuerpo. La hipótesis de estos y otros científicos es que la selección natural
protege a cierta cantidad de zurdos, sobre todo entre los varones, como una ventaja para combatir.

81Diferencias sexuales en el crecimiento y proporciones del esqueleto: Malina, Robert, Claude


Bouchard y Oded Bar-Or, Growth, maturation, & physical activity, Human kinetics, 2ª ed., 2003.
Malina, Robert M., «Part five: post-natal growth and maturation», en Stanley J. Ulijaszek, y otros, eds.,
The Cambridge Encyclopedia of Human Growth and Development, Cambridge University Press, 1998.
Morgenthal, Paiga A., y Diane N. Resnick, «Chapter 14: The female athlete: current concepts», en
Robert D. Mootz y Kevin McCarthy, eds., Sports Chiropractic, Jones & Bartlett Learning, 1999.

82Una tabla que relaciona las diferencias físicas esenciales entre los sexos relevantes para las
condiciones físicas óptimas está en la p. 176 de: Abernethy, Bruce y otros, The biophysical foundations of
human movement, Human Kinetics, 2ª ed., 2004.

83La competición física depende de la zona habitada por el organismo: Puts, David A., «Beauty and the
beast: mechanisms of sexual selection in humans», Evolution and Human Behavior, 31, (2010), 157-75.

84Los estudios que documentan el mayor número de antepasados femeninos que masculinos de los
humanos modernos son numerosos, pero se puede encontrar un sumario en las pp. 234-35 del libro de
Geary, Male, female: the evolution of sex differences.
85El artículo sobre Gengis Khan: Zerjal, T., y otros, «The genetic legacy of the mongols», American
Journal of Human Genetics, 72, (2003), 717-21.

86El metaanálisis de las diferencias antes y después de la pubertad en las aptitudes deportivas entre
hombres y mujeres de los dos a los veinte años: Thomas, Jerry R., y Karen E. French, «Gender
differences across age in motor performance: a meta-análisis», Psychological Bulletin, 98(2), 260-82.

87Antes de la pubertad, los niños y las niñas no se diferencian ni en altura ni en masa muscular y ósea:
Gooren, Louis J., «Olympic sports and transsexuals», Asian Journal of Andrology, 10(3), (2008), 427-32.

88 La idea de que las mujeres son más tolerantes al dolor que los hombres porque pasan por el parto es
un mito contradicho por todos los estudios realizados sobre el tema. Las mujeres son más sensibles al
dolor y tienen muchas más probabilidades de convertirse en pacientes con dolor crónico. Sin embargo,
las mujeres sí que se vuelven menos sensibles al dolor cuando se acercan al parto.

89Los cambios relacionados con la edad en los niños y las niñas en cuanto a una serie de capacidades
físicas —lanzamiento, velocidad— están en el capítulo 11 de: Malina, Robert, Claude Bouchard, y Oded
Bar-Or, Growth, maturation & physical activity, Human Kinetics, 2ª ed., 2003.

90 Récords de los 400 metros lisos: niños de nueve años: 1:00:87 niños de catorce años: 46:96 niñas de
nueve años: 1:00:56 niñas de catorce años: 52:68

91El debate sobre las características físicas, incluida la grasa corporal, de las maratonistas: Christensen,
Carol L., y R. O. Ruhling, «Physical characteristics of novice and experienced women marathon
runners», British Journal of Sports Medicine, 17(3), (1983), 166-71.

92El debate sobre el tamaño corporal y el rendimiento en las gimnastas en desarrollo: Claessens,
Albrecht L., «Maturity-associated variation in the body size and proportions of elite female gymnasts
14-17 years of age», European Journal of Pediatrics, 165, (2006), 186-92. Malina, R. M., «Physical growth
and biological maturation of young athletes», Exercise and Sport Sciences Reviews, 22, (1994), 389-433.

93Un análisis fascinante del programa de dopaje de Alemania del Este: Ungerleider, Steven, Faust’s
gold: inside the East German doping machine, Thomas Dunne Books, 2001.

94Dos excelentes críticas a las condiciones intersexuales de los olímpicos: Ritchie, Robert, John Reynard
y Tom Lewis, «Intersex and the Olympic Games», Journal of the Royal Society of Medicine, 101, (2008),
395-99. Tucker, Ross y Malcolm Collins, «The science and management of sex verification in sport»,
South African Journal of Sports Medicine, 21(4), (2009), 147-50.

95Los límites de la testosterona en los hombres y las mujeres proceden de las entrevistas con los
endocrinos y de los intervalos de referencia de los laboratorios. Los intervalos de referencia de la
testosterona varían ligeramente de un laboratorio a otro. Las pruebas de diagnóstico proporcionan un
intervalo de 241-827 nanogramos de testosterona por decilitro de sangre para los hombres. La clínica
Mayo proporciona un intervalo similar: http://www.mayomedicallaboratories.com/test-
catalog/Clinical+and+ Interpretive/8508.

96Las siete deportistas femeninas de los Juegos de Atlanta a las que se les detectó que tenían un gen
SRY: Wonkam, Ambroise, Karen Fieggen y Raj Ramesar, «Beyond the caster Semenya controversy»,
Journal of Genetic Counseling, 19(6), (2010), 545-548.

97La prevalencia de un cromosoma Y en las competidoras en cinco Juegos Olímpicos: Foddy, Bennett y
Julian Savulescu, «Time to re-evaluate gender segregation in athletics?», British Journal of Sports
Medicine, 45(15), (2011), 1184-88

98Índices del síndrome de insensibilidad completa a los andrógenos: Galani, Angeliki y otros (2008),
«Androgen insensivity syndrome: clinical features and molecular defects», Hormones, 7(3), (2008), 217-
29.

99Entre los estudios que documentan los porcentajes de estatura elevada y esqueleto masculino en las
mujeres con SIA: Han T. S., y otros, «Comparison of bone mineral density and body proportions
between women with complete androgen insensitivity syndrome and women with gonadal dysgenesis»,
European Journal of Endrocrinology, 159, (2008), 179-85. Zachmann, M., y otros, «Pubertal growth in
patients with androgen insensitivity: indirect evidence for the importance of estrogens in pubertal
growth of girls», Journal of Pediatrics, 108, (1986), 694-97.

100La insensibilidad a los andrógenos es sólo «la punta del iceberg» de las afecciones intersexuales en el
deporte: Foddy, Bennett y Julian Savulescu, «Time to re-evaluate gender segregation in athletics?»,
British Journal of Sports Medicine, 45(15), (2011), 1184-88.

101 Brown también ha visto casos de déficit parcial de la 21-hidroxilasa en hombres, aunque los efectos
en ellos son menos espectaculares. En general, dice que los sistemas endocrinos de los deportistas de
élite difieren notablemente de los de los demás adultos. «Los deportistas presentan todo tipo de
peculiaridades», afirma. «Desde el punto de vista hormonal, los deportistas no están hechos como yo.»
102Los niveles de testosterona de las deportistas de élite: Cook, C. J., y otros, «Comparision of baseline
free testosterone and cortisol concentrations between elite and non-elite athletes», American Journal of
Human Biology, 24(6), (2012), 856-58.

103 Christian J. Cook, fisiólogo británico dedicado al estudio de los deportistas y la testosterona, dice:
«Una pauta que aparece con frecuencia es que las atletas de fuerza de primer nivel a menudo están más
cerca de los hombres en cuanto a sus niveles de testosterona […] y lo que esas mujeres muestran es una
tendencia a tener una gran capacidad para aumentar la fuerza por el entrenamiento». En un pequeño
estudio realizado en 2013, Cook halló que las deportistas con mayores niveles de testosterona
seleccionaban para sí ejercicios de fuerza más agotadores que sus iguales con niveles más bajos de
testosterona. (Las jugadores de netball con mayores niveles de testosterona escogen por propia
iniciativa mayor carga de trabajo: Cook, C. J., y C. M. Beaven, «Salivary testosterone is related to self-
selected training load in elite female athletes», Physiology & Behavior, 116-117C, (2013), 8-12, (ePub
previa a la impresión)).

104 La primera conversación que mantuve con Harper fue con motivo del artículo publicado en 2012
por Sports Illustrated «The Transgender Athlete», que escribí en colaboración con Pablo S. Torre. Pablo
y yo también conocimos a Kye Allums, una antigua jugadora de baloncesto de la Universidad George
Washington y el primer atleta públicamente transexual de la NCAA de la historia. Allums acababa de
empezar a inyectarse testosterona para transformarse físicamente en hombre, y según nos contó, le
habían crecido las manos, los pies y la cabeza, su voz se había vuelto más grave y le había empezado a
salir un ligero vello facial, y también podía correr más deprisa. Los estudios clínicos han hallado en los
pacientes una relación entre la cantidad de testosterona administrada y el incremento de la masa
muscular y la energía.

105Los corazones de los hombres crecen más deprisa: Kolata, Gina, «Men, women and speed. 2 words:
got testosterone?», New York Times, 22 agosto 2008.
5

El talento para mejorar el rendimiento por el


entrenamiento

Su abuela le estaba llamando para cenar, pero el niño no aparecía. Después de


todo, le estaba saliendo un partido redondo como lanzador, y en ese
momento miraba embobado al bateador del otro equipo. Aquello, el niño
hendiendo el aire de la casa de sus abuelos con unas bolas rápidas que
acababan con un ruido sordo al chocar contra el muro de piedra, podía durar
horas.
Como es natural, no había ningún bateador, sólo un niño y su
imaginación, y su sueño de convertirse en pitcher. O en catcher. O en tercera
base. O en lo que fuera, vaya. Ni siquiera necesitaba que fuera una pelota de
béisbol. Hasta donde era capaz de recordar, siempre había soñado con ser
deportista, del tipo que fuera, y aceptaría lo que pudiera conseguir. Tan sólo
deseaba formar parte de un equipo, del que fuera. No estaba especialmente
interesado en el colegio, así que ¿de qué otra manera podría destacar si no era
con su cuerpo?
Un día, después de ver un episodio de Supermán en un viejo televisor en
blanco y negro, hizo una incursión para saquear la alacena en busca de todo
lo que pudiera encontrar, desde encurtidos a Coca-Cola pasando por el
ketchup, para hacer el batido especial que le proporcionaría el poder para
volar y de ese modo transformar el decepcionante armazón que habitaba.
Pero el superbatido le salió asqueroso y no dio ningún resultado. Nada lo
daba.
Ya no podía entrar en el equipo de béisbol de la iglesia, y menos desde que
habían empezado a jugar con unas líneas de carrera más largas. El niño era
demasiado débil para lanzar desde la tercera a la primera base sin que la bola
rebotara dentro. Y a pesar de ser más alto que la mayoría de sus compañeros,
le habían rechazado en el equipo de baloncesto de secundaria. Así que, como
era natural, el niño encontró otras maneras de sacar a flote su hundida
autoestima.
En sexto grado decía palabrotas y se peleaba. También respondía a los
profesores, y en una ocasión lo expulsaron a patadas del colegio durante un
día. Había escondido una caja de aparejos de pesca llena de cigarrillos en un
seto cerca de su casa, y todas las mañanas se fumaba uno antes de empezar su
ruta de repartidor de periódicos. Se pasaba las horas muertas en la bolera,
fumaba y le daba a la comida basura, y aprendió a robar pasteles recién
hechos de un camión de reparto que siempre paraba en la parte de atrás.
Después de su bautismo como ratero, no tardó en aplicarse su propio
descuento en los tebeos y los caramelos en la tienda de la esquina. Empezaba
a cuestionarse el Dios con el que le habían educado en la estricta Iglesia de
Cristo.
Pero aunque el muchacho gozaba de la aceptación de sus iguales en la
rebeldía y la pequeña delincuencia, seguía habiendo algo muy convencional y
muy tangible que seguía ansiando: un jersey de deportista escolar. Y en la
secundaria sólo quedaba un deporte en el que podría intentarlo: el atletismo.
Así que hizo un último intento en el equipo de atletismo de noveno grado
[14-15 años] del Instituto Curtis. Ya se había presentado a las pruebas en los
años anteriores, siempre con unos resultados desastrosos. No había saltado
mucho en longitud, y en el salto de pértiga se había dado un golpe que le hizo
perder el conocimiento. En séptimo grado se había comido las vallas, y en
octavo se hizo un tirón muscular en las 50 yardas. Así que en esa ocasión, en
la primavera de 1962, optó por la carrera más larga que ofrecía el equipo, que
casualmente era el cuarto de milla o 400 metros; una vuelta completa a la
pista. Antes de la prueba, le pidió a Dios por favor que le permitiera formar
parte de ese equipo.
Cuando el profesor de Educación Física gritó «¡Ya!», el niño se puso en
cabeza como una exhalación. Había encontrado su vocación. Estaba solo en
cabeza, y sus pies golpeteaban en la pista como émbolos, sólo con las cenizas
crepitantes por debajo y el cielo azul por delante y por encima. Aquello duró
200 metros. Y entonces sus piernas se convirtieron en ladrillos y un papel de
lija envolvió sus pulmones, mientras varios chicos se lo tragaban y lo escupían
de la manada, dejándolo atrás. Terminó la carrera justo por debajo de los
sesenta segundos, un tiempo no lo suficientemente bueno para entrar en el
equipo.
Sin embargo, había encabezado la carrera, bien que fugazmente. Si
perseveraba, calculó, quizás algún día podría hacer unos respetables cincuenta
y dos o cincuenta y tres segundos y tal vez consiguiera su ansiado jersey de
atleta. Así que unas cuantas veces durante aquel verano previo a su entrada en
el instituto —que empezaba en décimo grado en Wichita East— salió a la calle
y corrió dos manzanas desde su casa ida y vuelta, y volvió a correrlas antes de
derrumbarse sobre la hierba. Y cuando el entrenador de campo a través habló
en una reunión aquel otoño, fue como si se estuviera dirigiendo a él
directamente. «Puede que muchos de vosotros, chicos, se os hayan dado mal
los deportes en la secundaria», dijo el entrenador, «pero no os desaniméis.
Cada uno madura a un ritmo diferente y a algunos de vosotros todavía os
queda bastante camino por delante». El entrenador hablaba en serio, literal y
metafóricamente, así que el chico buscó la manera de entrar en el equipo.
Durante su primera carrera de resistencia con el equipo de campo a través
al chico lo emparejaron con Doug Boyle, otro alumno de décimo grado que
dichosamente tenía las mismas ideas y era igual de inexperto. «Nos volvimos
el uno al otro, y dijimos: “Nunca he corrido cinco millas sin parar”»,
recordaría el chico decenios más tarde. «“Echémonos una mano. Vayamos lo
bastante lentos para que podamos terminar.”» Y así lo hicieron, y ambos
estaban eufóricos. Y luego, la cosa se hizo más cuesta arriba.
En su primera prueba de tiempo de la milla, el chico hizo 5:38. No era un
mal comienzo, aunque sólo quedó el decimocuarto del equipo. «Déjalo», le
instó su preocupada madre. «Apenas comiste dos bocados en la cena porque
te sentías mal, y siempre andas agotado.»
«Es demasiado esfuerzo para ti», le dijo su padre. Pero los compañeros de
equipo del chico le animaban, y había algo en lo de correr que se le había
contagiado. Cuidar su físico le sentaba bien. Así que se resistió por el equipo,
y entonces dio comienzo una metamorfosis espectacular.
En su primera carrera campo a través, el niño fue sólo el vigésimo primer
mejor corredor del colegio, lo que le envió directamente al equipo C. Pero el
verdadero entrenamiento había comenzado, y ahora era capaz de correr diez
millas sin parar. A las seis semanas de empezar la temporada, y entrenando
igual que sus iguales del equipo C, fue ascendido al segundo equipo. Dos
meses más tarde, y para su asombro, condujo al primer equipo al campeonato
estatal de Kansas.
A pesar de su fenomenal mejoría, el niño no acababa de decidirse por lo
de correr. «Me encantaba la sensación del éxito», escribiría en una ocasión,
«¡pero cómo odiaba el dolor!» Así que se tomó el invierno libre, pensando
que quizá le surgiera una actividad más placentera en que ocupar la
primavera. Fantaseaba con competir en levantamiento de pesas y reflexionó
sobre lo mucho que le gustaba realmente el golf. Pero la primavera llegó, y él
se encontró de nuevo en la pista. Y una vez más, mientras que algunos de sus
iguales mejoraban a paso de tortuga, sus zancadas eran dignas de un gigante.
Aquel marzo, seis meses después de sus 5:38 en la prueba de la milla, y a
pesar del invierno sin entrenamiento, el niño corrió una milla en 4:26 y
derrotó al campeón estatal de Kansas. Y después de eso continuó con una
milla en 4:21. En el viaje de vuelta a casa en el autobús del equipo, el
entrenador, Bob Timmons, llamó al chico a la parte delantera para
preguntarle lo veloz que pensaba que podía llegar a ser. 4:18 o 4:19 ese año, le
explicó el niño, y puede que 4:10 cuando terminara el instituto. El entrenador
era de otra opinión. Diez años antes, había visto a Roger Bannister demostrar
al mundo que un hombre podía en efecto correr una milla por debajo de los
cuatro minutos sin que sus piernas se le hicieran fosfatina. Y ahora, en aquel
niño —en Jim Ryun— el entrenador veía a su propio pequeño Bannister, y le
advirtió de que sería el primer corredor de instituto en bajar de los cuatro.
Ryun pensó que estaba loco, pero la semilla estaba bien plantada.106
Ryun acabaría el décimo grado [15-16 años] —su primera temporada
como corredor— haciendo la milla en 4:08. Al año siguiente, empezó a
entrenar como un profesional. Comunicó a su ministro que asistir a la iglesia
tres veces a la semana no contribuía en nada a su objetivo de bajar de los
cuatro minutos; de manera regular, se obligaba a realizar un entrenamiento
semanal de 100 millas, y en verano, después de una temporada, vivía con su
entrenador y realizaba entrenamientos de una intensidad ridícula, como
cuarenta duros intervalos de un cuarto de milla cada uno. En su tercer año —
sólo su segunda temporada de corredor— hizo la milla en 3:59 y se convirtió
en la sensación del país. Aquel verano entró a formar parte del equipo
olímpico norteamericano de 1964. Dos años más tarde, como estudiante de
primer curso de la Universidad de Kansas con diecinueve años, corrió la milla
en una plusmarca mundial de 3:51,3. Al siguiente verano, Ryun quemó la
pista en Bakersfield, California, en una de las carreras más estrafalarias de la
historia. En aquellos días, las plusmarcas mundiales de las pruebas de fondo
casi siempre se daban en carreras que utilizaban «liebres» para marcar el
ritmo y cortarle el viento al atleta que intentaba batir un récord. Pero el 23 de
junio de 1967, Ryun pulverizó su propio récord sin la menor ayuda de una
liebre y ni siquiera de sus adversarios, y para colmo en una pista de ceniza.
Encabezó la carrera desde el pistoletazo de salida hasta la meta en un tiempo
de 3:51,1, una marca que se mantuvo durante casi ocho años.
A Ryun todavía se le recuerda como a uno de los mejores corredores de
media distancia de todos los tiempos. «¡Ten cuidado con las oraciones que
rezas!», dice Ryun, que finalmente aprovechó sus hazañas deportivas para
convertirse en congresista republicano por Kansas, al recordar los tiempos en
que le pedía al Señor que por favor le permitiera entrar al menos en el equipo
de atletismo. En 2007, ESPN colocó a Ryun justo por delante de Tiger Woods
y LeBron James como el mejor atleta norteamericano de instituto de todos los
tiempos. Sin la semilla de los cuatro minutos que su entrenador le plantó en la
mente y sin su entusiasmo para entrenar, probablemente Ryun no habría
pasado de ser un destacado corredor de instituto, y no un atleta con su propia
y exhaustiva página en Wikipedia. Pero quizás aun más que sus récords
mundiales, sería aquella etapa de 1962-1963, antes de que se dedicara
febrilmente a la consecución del objetivo, que sobresale como especialmente
rara. En aquel tiempo pasó de ser uno de los miembros más lamentables del
equipo de campo a través del instituto a convertirse en el mejor hombre del
mejor equipo del estado, y a continuación a mejorar su tiempo de la milla en
noventa segundos de la primavera al otoño, hasta el punto de estar corriendo
a una velocidad casi igual a la que había utilizado para cubrir el cuarto de
milla un año antes. «No me podía explicar qué estaba pasando», escribiría
más tarde sobre la rápida mejoría. «Ni nadie más podía.» No en aquel
momento, en cualquier caso.

En 1992, un colectivo de cinco universidades de Canadá y Estados Unidos


empezaron a reclutar individuos para un proyecto trascendental conocido
como el Estudio Familiar HERITAGE [Herencia] (HEalth, RIsk factors,
exercise Training And GEnetics) [Salud, factores de riesgo, entrenamiento
con ejercicios y genética]107 108. Las universidades consiguieron dos
generaciones de 98 familias para someter a sus miembros a cinco meses de
idéntico régimen de entrenamiento con bicicletas estáticas, a base de tres
entrenamientos semanales de intensidad creciente que sería estrictamente
controlada en el laboratorio.
Los científicos que dirigían el estudio querían saber en qué medida el
ejercicio regular cambiaría a aquellas personas sin entrenamiento previo.
¿Cómo cambiaría la fuerza de sus corazones? ¿O la cantidad de oxígeno que
utilizarían durante el ejercicio? ¿Cómo oscilarían sus niveles de colesterol e
insulina? La presión arterial supuestamente descendería, pero ¿cuánto?, ¿y
sería la misma en todos?
Al contrario que en cualquier estudio anterior, se extraería el ADN de los
481 participantes al completo con el fin de examinar si los genes influían de
alguna manera en la mejoría de la condición física de una persona en
comparación con la siguiente. Uno de los rasgos principales que suscitaba el
interés de las investigaciones era lo que se conoce como capacidad aeróbica, o
VO2max en la jerga de la fisiología. La capacidad aeróbica es la medición de la
cantidad de oxígeno que puede utilizar el cuerpo de una persona cuando está
corriendo o montando en bicicleta empleándose a fondo. Este valor se
determina mediante la cantidad de sangre que bombea el corazón, la cantidad
de oxígeno que los pulmones envían a esa sangre y lo eficientes que son los
músculos en coger y utilizar el oxígeno de la sangre cuando ésta se precipita
por ellos. Cuanto más oxígeno pueda utilizar una persona, mayor será su
resistencia.109
El doctor Claude Bouchard, actualmente en el Centro de Investigación
Biomédica Pennington de la Universidad Pública de Louisiana y cerebro del
Estudio Familiar HERITAGE, ya se barruntaba por dónde irían los tiros de
los resultados. En la década de 1980, Bouchard había sometido a un grupo de
treinta sujetos muy sedentarios a unos planes de entrenamiento similares,
para ver en qué medida aumentarían sus capacidades aeróbicas. Los ejercicios
de resistencia tienen una significativa repercusión en el cuerpo humano, al
producirse más sangre y fluir por nuevos capilares que brotan como raíces en
el interior de los músculos. El corazón y los pulmones se fortalecen, y las
mitocondrias que generan la energía se multiplican en las células.
Bouchard imaginaba que observaría alguna variación en la mejoría de la
VO2max de las personas, pero «lo que no esperaba era un margen de cambio
del cero al ciento por ciento», dice. Esto espoleó su interés lo suficiente como
para que decidiera analizar a parejas de gemelos idénticos en tres estudios
diferentes, cada uno con un protocolo de entrenamiento exclusivo. Como es
evidente, los hubo que tuvieron una reacción alta y quienes la tuvieron baja,
«pero entre los hermanos de cada pareja, la similitud fue notable», afirma
Bouchard. «La variación de la respuesta al entrenamiento fue de seis a nueve
veces mayor entre cada pareja de hermanos que entre los hermanos de una
pareja, y además fue muy coherente. Así fue como pude convencer a los
Institutos Nacionales de Salud para que financiaran un gran estudio,
HERITAGE.» Se tardaron cuatro años en reunir todos los datos del estudio, y
ahí también se observó el mismo patrón.
En cada uno de los centros donde los voluntarios eran obligados a hacer
ejercicio —Universidad de Indiana, Universidad de Minnesota, Texas A&M y
Laval University de Quebec— los resultados de HERITAGE mostraron una
coherencia asombrosa. A pesar del hecho de que todos los miembros del
estudio estaban sometidos a un programa idéntico de ejercicio, en los cuatro
sitios se observó un extenso y parecido espectro en la mejoría de la capacidad
aeróbica, desde alrededor del 15 por ciento de participantes que mostraron
poca o ninguna mejora de cualquier tipo después de cinco meses completos
de entrenamiento, al 15 por ciento de participantes que mejoraron
espectacularmente, aumentando la cantidad de oxígeno que podían utilizar
sus cuerpos en un 50 por ciento o más.
Aunque parezca mentira, el grado de mejoría experimentado por
cualquiera de los participantes no tuvo nada que ver con lo bien que
estuvieran al empezar. En algunos casos, el pobre se hizo más pobre (las
personas que empezaron con una capacidad aeróbica baja y mejoraron poco);
en otros, el rico en oxígeno se hizo más rico (empezaron con una capacidad
aeróbica mayor y mejoraron rápidamente); y con todo tipo de variaciones
entre medias: participantes con una capacidad aeróbica normal y poca
mejoría, y otros con una capacidad aeróbica de salida escasa cuyos
organismos experimentaron una transformación espectacular.
En la curva de mejoría, las familias tendían a mantenerse cohesionadas.
En otras palabras, los miembros de una familia solían obtener beneficios
aeróbicos parecidos del entrenamiento, mientras que la variación entre las
diferentes familias era grande. El análisis estadístico mostró que alrededor de
la mitad de la capacidad de cada persona para mejorar su capacidad aeróbica
con el entrenamiento venía determinada exclusivamente por sus padres. Para
empezar, el grado en que cualquier persona mejoró en el estudio no tuvo
nada que ver con su buena o mala condición aeróbica en relación a los demás
participantes pero también aproximadamente la mitad de esa base de partida
era atribuible a la herencia familiar.
En 2011 el grupo de investigación HERITAGE informó de un
descubrimiento en la genética del ejercicio: identificaron veintiuna
variaciones genéticas —versiones ligeramente diferentes de genes entre las
personas— que predicen el componente hereditario en la mejoría aeróbica de
un sujeto aislado. Eso sigue dejando la mitad de la capacidad para mejorar el
rendimiento en manos de otros factores, aunque los veintiún marcadores
genéticos eran capaces de delimitar a los participantes con buena y mala
respuesta. Los sujetos de HERITAGE que tenían por lo menos diecinueve de
las versiones «favorables» de genes mejoraron su VO2max casi tres veces más
de lo que lo hicieron aquellos que tenían menos de diez.
Anteriormente a este trabajo, en esencia los científicos no habían logrado
detectar los genes que pudieran predecir la mejoría en la resistencia. Hace un
decenio, cuando la secuenciación del genoma humano fue anunciada como el
principio de una era donde imperaría una medicina personalizada, los
científicos esperaban un sistema biológico sencillo en el que un gen individual
o un reducido número de genes definieran una característica aislada. Ahora,
resulta molestamente evidente que la mayoría de los rasgos son bastante más
complejos.
El genoma es un libro de cocina contenido en cada una de las células del
organismo humano que le indica al cuerpo cómo formarse. Alrededor de
23.000 páginas de ese libro tienen instrucciones —o genes— directas para la
fabricación de las proteínas. Los científicos confiaban en que leyéndose las
23.000 páginas acabarían sabiéndolo todo sobre cómo se construye el cuerpo.
Pero la realidad es que algunas de las 23.000 páginas contienen instrucciones
para una colección de funciones, y si una página es alterada o arrancada,
entonces alguna de las otras 22.999 puede pasar de pronto a contener nuevas
instrucciones. Esto es, las páginas de instrucciones interactúan entre sí.
En los años siguientes a la secuenciación del genoma humano, los
científicos del deporte escogieron genes individuales de los que suponían
influían en el rendimiento deportivo y compararon diferentes versiones de
dichos genes en pequeños grupos de deportistas y no deportistas. Para
desgracia de tales investigaciones, los genes individuales suelen tener efectos
insignificantes, tanto como para permanecer indetectables en los estudios
reducidos. Incluso los genes para rasgos fácilmente medibles, como la
estatura, por lo general eludieron la detección porque los científicos habían
subestimado la complejidad de la genética.
Una de las innovaciones de Bouchard y un grupo internacional de colegas
en el trabajo de seguimiento de HERITAGE, consistió en dejar que el genoma
les indicara los genes a estudiar, al contrario de lo que hacían los científicos
que escogían los genes basándose en conjeturas. En un experimento llevado a
cabo con independencia de HERITAGE, el grupo sometió a veinticuatro
jóvenes sedentarios a seis semanas de entrenamiento ciclista. Luego, tomaron
muestras de los tejidos musculares de los hombres antes y después del
programa de entrenamiento y examinaron qué genes estaban más o menos
«expresados»; en otras palabras, si su actividad productora de proteínas era
alta o baja. Las diferencias en los niveles de expresión de veintinueve genes
diferenciaron a los participantes con una respuesta alta de los de una
respuesta baja. Esto es, ciertos genes, aunque presentes en todos los
individuos, eran más o menos activos en las personas con una capacidad alta
de mejora del rendimiento, en comparación con aquellos con una capacidad
baja de mejora. La firma de la expresión del gen se mantuvo en los mismos
términos cuando los investigadores la utilizaron acto seguido para predecir
las respuestas al entrenamiento de un grupo independiente de jóvenes que ya
estaban en buena forma física y que fueron incluidos en un programa de
entrenamiento de intervalos intensos. (Algunos de los genes de los humanos
con respuesta alta también predijeron la adaptación al ejercicio en ratas.) Y lo
que es importante, los niveles de expresión en la serie de veintinueve genes no
sufrió alteración por el ejercicio, lo que indica que aquellos niveles de
expresión genética constituyen una firma personal exclusiva y no son el
resultado de un entrenamiento previo.110
Sigue sin saberse si los genes indicadores que Bouchard y su equipo han
identificado son genes importantes en sí mismos o si no pasan de ser simples
marcadores de una red más extensa de genes. Los datos de la expresión
genética sugieren que en la respuesta al ejercicio de cada persona hay
involucrados cientos de genes, y que algunos, como el gen RUNX1,
probablemente estén implicados en los cambios en los tejidos musculares o en
la formación de nuevos vasos sanguíneos. Otros más se encuentran entre los
genes que han ayudado a los organismos a adaptarse a la vida en la atmósfera
rica en oxígeno de la Tierra, que las bacterias marinas empezaron a crear hace
más de tres mil millones de años.
Dada la complejidad de la genética, todo resultado debería ser siempre
interpretado con prudencia. Sin embargo, los hallazgos de HERITAGE
constituyen un avance en la comprensión del andamiaje genómico de la
capacidad para mejorar el rendimiento deportivo, y otros trabajos
independientes están reforzando tales hallazgos. En un estudio diferente de la
Universidad de Miami, GEAR (Genetics Exercise and Research),111 los
investigadores sometieron a 442 adultos de diferentes razas y sin vínculos
familiares a idénticos programas de entrenamiento de cardio-musculación y
pesas y encontraron, igual que en HERITAGE, que los genes implicados en
los procesos inflamatorios e inmunitarios del cuerpo predicen las diferencias
individuales en la capacidad de mejoría aeróbica por el entrenamiento.
Algunos de los mismos genes que aparecieron en HERITAGE también
sobresalieron en GEAR.
Cuando le sugerí a Tuomo Rankinen, uno de los científicos del estudio
HERITAGE, que algunas personas parecen ser «bombas de relojería
aeróbicas» que están esperando a entrenar, se echó a reír y sugirió que el
término «bombas de mejoría por el entrenamiento» sería más apropiado. Esta
es una idea que enreda la noción del talento innato como algo que aparece
exclusivamente antes del entrenamiento. En cuanto al otro extremo del
espectro de la capacidad de mejoría por el entrenamiento, un editorial del
Journal of Applied Physiology observa: «Por desgracia para los participantes
con una respuesta baja de estos estudios, la sopa de letras (genética)
predeterminada es posible que no sepa deletrear “corredor”». Aunque hay un
lado bueno, incluso para ellos.
El objetivo último de la investigación de HERITAGE estaba en
concordancia con la promesa inicial del Proyecto del Genoma Humano:
avanzar hacia la medicina personalizada. Si los médicos saben cómo responde
un paciente al ejercicio, pueden determinar si un plan de ejercicio puede abrir
la puerta a un deseado beneficio para la salud, como pueda ser un descenso en
la presión arterial o una mejoría de la fuerza cardiovascular, o si alguien con
una respuesta baja necesita ser medicado. Por suerte, todos y cada uno de los
sujetos sometidos a estudio en HERITAGE vieron mejorada su salud, gracias
al ejercicio. Incluso aquellos que no mejoraron en absoluto su capacidad
aeróbica, lo hicieron en algún otro parámetro de la salud, como la presión
arterial, el colesterol o la sensibilidad a la insulina. (Por otro lado, un reducido
número de participantes que poseían dos copias de una variante génica
concreta fueron en realidad por el camino equivocado en cuanto a la
sensibilidad a la insulina, lo que sugiere que aunque la actividad física aleja a
la mayoría de las personas de convertirse en diabéticos, podría ser que
realmente acercara más a unas pocas personas.)
En todas las características físicas medidas apareció un espectro de
participantes de baja a alta respuesta, y el equipo de investigación se afana en
buscar los genes que predigan para cada uno de los rasgos la capacidad de
mejoría por el entrenamiento. Ya han sido identificados unos genes que
ayudan a explicar la bajada de la presión sanguínea y el ritmo cardíaco
mediante el entrenamiento. Se descubrió que las variaciones del gen CREB1,
que influye en el ritmo cardíaco, ayudan a predecir la magnitud del descenso
en el ritmo cardíaco de una persona a medida que se pone más en forma.
Un efecto adicional de los hallazgos de HERITAGE fue el de identificar el
apuntalamiento genético, al menos en aquella muestra de estudio, que
distingue a los Doug Boyle de los Jim Ryun. Y no es que Boyle fuera un
holgazán. En la prueba de tiempo de la milla al principio de su último año,
fue tercero en el equipo del instituto Wichita East con un tiempo de 4:39.
Ryun, mientras tanto, navegaba a una velocidad de crucero de 4:06.
Aunque a esas alturas, Ryun y Boyle, que al principio se habían sentido
igual de intimidados ante la perspectiva de una carrera de cinco millas,
estaban a años luz el uno del otro en cuanto al nivel de sus capacidades. Ryun
ya había estado en los Juegos Olímpicos de Tokio y era uno de los mejores
corredores del mundo. Ebrio por el éxito con el que había soñado cuando se
hacía batidos para ser Supermán, y fortalecido por la atención personal de su
entrenador, Ryun sacó el máximo provecho del cuerpo de alguien con una
respuesta alta al entrenamiento, obligándose a correr 120 millas semanales y a
soportar entrenamientos tan devastadores que a la mayoría de los corredores
les resulta doloroso sólo pensar en ellos. Sin duda, el firme compromiso de
Ryun de correr lo más deprisa posible le impulsó al olimpo del atletismo. Pero
eso fue el resultado de la extraordinaria capacidad de su cuerpo para
responder al entrenamiento.
Uno sólo puede preguntarse en qué parte del espectro del estudio de
HERITAGE entraría la familia de Ryun. Cuando se le pregunta si algún otro
miembro de su familia había dado señales de tener una gran respuesta al
entrenamiento de la resistencia, Ryun dice: «Buena pregunta. Pero fui la única
persona de mi familia que era deportista. A nadie más le interesaba». ¿Y qué
pasa con su hermana pequeña? «No creo que corra lo más mínimo», dice.
«No está muy dotada en ese aspecto.» Por otro lado, tampoco ejercía de
hermano mayor. O eso parecía, antes de que empezara a entrenar.
Ésta es una historia que se desarrolla en todas las pistas de Norteamérica
—niños y niñas parecidos que milagrosamente se van haciendo menos
parecidos a pesar de entrenar de forma similar—, bien que de una manera
bastante menos espectacular. En ausencia de alguna explicación biológica
para estas historias, encontramos otros relatos para explicarlas, relatos que no
carecen de consecuencias.

La atmósfera en el Centro de Atletismo Armory de la calle 168 de Manhattan


estaba manifiestamente viciada. Era enero de 2002, en mi última temporada
de atletismo en pista cubierta con la Universidad de Columbia, y no iba a
echar de menos aquella atmósfera. Por la noche, después de las carreras en el
Armory, una dolorosa picazón en el pecho me impedía dormir. ¿Por qué no
evitarse todo el entrenamiento e inhalación de limaduras de hierro, si ésa iba
a ser toda la recompensa? Pero había empezado bien la temporada, y ese día
en concreto estaba ansioso por ponerme a prueba contra mi compañero de
entrenamiento, Scott.
Habíamos estado calentando juntos hacía un rato, pero en ese momento le
había perdido. Cuando reapareció, me dijo que sólo iba a correr los primeros
600 m de la carrera y que luego abandonaría. Era una elección extraña en los
momentos previos, pero la entendí.
Dos años antes, cuando estaba en segundo de carrera, y Scott en el último
año de instituto, le hice de anfitrión en su visita de reclutamiento. Yo sabía
que era una buena promesa porque uno de nuestros segundos entrenadores
me había soltado el rollo de «sé muy, pero que muy amable con ese chaval». A
pesar de la directriz, no tenía intención de molestarme. Scott estaba
especializado en la misma prueba que yo, la media milla u 800 metros. Yo era
un corredor de relleno que todavía tenía que entrar en el equipo superior de
la universidad, y la idea de reclutar a un fenómeno dos años menor pero que
ya bajaba en cinco segundos mis dos minutos pelados de la media milla, no
me hacía ninguna gracia.
En 1977, el año en que empecé a practicar el atletismo en mi penúltimo
curso en el instituto, Scott estableció el récord de los 400 metros del grupo de
edad de catorce a quince años en su país natal, Canadá. No sólo parecía tener
talento, sino que era competitivo, hábil y experimentado. Al igual que otras
jóvenes promesas del atletismo canadiense, había ingresado en el equipo de
un club que era más profesional en su forma de entrenar que la mayoría de
los equipos de instituto norteamericanos. Scott parecía sencillamente un
talento natural. Su madre había sido la campeona juvenil canadiense de los
100 metros en 1969, y en la temporada 1973-1974 ella y el padre de Scott
habían sido elegidos los MVP del atletismo masculino y femenino,
respectivamente, de la Universidad de Windsor.
Así qué ¿por qué el talento natural había decidido de pronto, antes de que
sonara el pistoletazo de salida, abandonar la carrera a los 600 metros? Esa
temporada Scott tenía la cabeza hecha un lío. Sus tiempos no estaban
mejorando, y la idea de abandonar era una válvula de seguridad que aliviaría
la presión que se acumulaba a su alrededor. Si abandonas a los 600 metros,
nadie puede decirte que fracasaste, una vez más, en mejorar tu marca de los
800. Nadie puede decir que tienes un talento por el que los demás matarían,
pero dado que no consigues ser más veloz es que debes de estar chiflado.
Yo, mientras tanto, había mejorado con relativa rapidez. Había empezado
tarde en el atletismo en una trayectoria escolar que había incluido el fútbol
americano, el baloncesto y el béisbol, así que tenía menos experiencia que mis
compañeros de entrenamiento. Pero, echando la vista atrás, me parece que
podría haber entrado en el grupo de los sujetos de HERITAGE con una
respuesta alta y un punto de partida deficiente.
Cuando empecé a correr en el instituto, tenía tantos problemas para
aguantar el ritmo en las carreras más largas que acudí a un neumólogo, que
me midió la respiración y halló que en cada exhalación sólo expelía un 60 por
ciento del aire que expulsaban mis iguales. A pesar de mi juventud, en uno de
los informes de seguimiento del médico se hace la observación de que mis
resultados eran tan deficientes como para ser compatibles con un enfisema
muy incipiente. Y es que cuando estoy en baja forma, lo estoy de verdad. Por
ejemplo, me quedo sin aire subiendo escaleras.
Todos los otoños mientras estuve en la universidad informaba a la
facultad de haber hecho exactamente lo mismo, el liviano entrenamiento
estival que hacían todos los corredores de la media milla. Y, sin embargo,
invariablemente mi forma física era peor que la del resto de los colegas. Pero
cuando empezaba el entrenamiento duro, me ponía a su altura rápidamente.
Cuando fui a visitar al neumólogo aquel invierno, los resultados demostraron
que milagrosamente me había transformado en un hombre joven con la
capacidad para exhalar con la misma fuerza que mis iguales. Punto de partida
deficiente, respuesta rápida. Todos los integrantes de mi grupo de
entrenamiento parecían tener un punto de partida más alto en su capacidad
aeróbica, pero todos respondíamos al entrenamiento en diferentes grados.
En el caso de Scott, llegaba a la temporada en una forma relativamente
buena y mejoraba lenta y discretamente, lo que facilitaba tildarlo de un gran
talento que no le sacaba el jugo a sus formidables dones. Cuando una historia
como ésta cobra carta de naturaleza, puede resultar devastadora, como quedó
demostrado aquel día en el Armory por la necesidad de Scott de abrir la
válvula de escape de emergencia.
Por otro lado, yo era el beneficiario de una historia bastante más
halagüeña. Era el zoquete sin talento dispuesto a roer una palanqueta, si con
eso conseguía rebajarle otro cuarto de segundo a mi tiempo. El dolor no me
importaba, y le estaba sacando el máximo provecho a mis miserables talentos.
Era cierto, por supuesto. Después de los duros entrenamientos solía vomitar;
me escabullía para buscar alguna papelera solitaria —si conseguía llegar a
tiempo—, para que mis compañeros de equipo no lo vieran.
Envidiaba a Scott cuando corríamos hombro con hombro en los
entrenamientos y miraba a hurtadillas la flexibilidad de su zancada. Pero tenía
que ser más resistente que él, pensaba, porque carecía de su talento. Era una
idea que los entrenadores y el resto del equipo reforzaban, igual que ocurre en
todos los equipos de atletismo. Hice mía la imagen del secundario endurecido
que exprimía su cuerpo rocoso carente de talento para conseguir mejorar gota
a gota. Aunque, cuando pienso en ello ahora, pasándolo por el filtro del
estudio familiar de HERITAGE, creo que la historia no era más que un relato
que ocultaba un cuento de genes e interacciones entre genes y entrenamiento,
una fábula que estaba teniendo lugar oculta a la vista.
Un día de mi último año, mientras buscaba un escondrijo apartado para
vomitar, localicé a Scott, que ya estaba echando la pota. Y luego ocurrió de
nuevo: le vi echar las tripas en una papelera. Y una vez más, y otra. Unas
cuantas veces; incluso le vi salir disparado desde la pista en mitad de un
entrenamiento para ir a vomitar y luego volver y terminar los entrenamientos
intermitentes. Resultó que era tan duro como los tornillos de titanio. Así que
no le alcanzaría al final de cada temporada porque me esforzara más que él.
Al final de mi actividad universitaria tanto él como yo hacíamos exactamente
el mismo entrenamiento, zancada a zancada. Quizás estuviera recortando
distancias con él porque yo tenía un punto de partida bajo y una respuesta al
entrenamiento rápida. Mucho antes de que hubiera oído hablar de
HERITAGE y de deportistas con alta o baja «respuesta», literalmente yo
empezaba cada temporada dedicándome el mismo sermón positivo: «No te
preocupes, ellos estarán en mejor forma, pero tú respondes al entrenamiento
como si fuera combustible para cohetes».
Cuando uno de los científicos del estudio HERITAGE examinó mis datos
genéticos, me indicó que probablemente tuviera una respuesta al
entrenamiento aeróbico por encima de la media. También sé que mi presión
arterial desciende rápidamente cuando hago deporte. Y sospecho, basándome
en la clase de entrenamiento que más me beneficiaba en la universidad, que
respondo aun mejor a los ejercicios que se basan en la velocidad. Al igual que
con el entrenamiento aeróbico, también se han documentado deportistas con
respuesta alta y baja en experimentos que utilizaron programas de
entrenamiento basados en ejercicios de explosividad. (Si hay que extraer
alguna lección de este campo de la genética del deporte, es que no existe un
plan único de entrenamiento que sirva para todo el mundo. Si uno sospecha
que no responde tan bien a un estímulo concreto del entrenamiento como su
pareja de entrenamiento, puede que esté en lo cierto. En lugar de rendirse,
hay que intentar algo diferente.)
Aquel día de enero en el Armory, con el peso de la expectativa aligerado
por su decisión de no tomarse la carrera en serio, al final Scott decidió
terminarla, pero pasé por su lado como una exhalación cuando quedaban 150
m para hacer 1:54 y ganarle por primera vez. Aquello fue treinta segundos
más rápido de lo que había corrido en mi tercer año de secundaria.
Al final, Scott se fue apartando poco a poco de los 800 m a medida que
avanzaba en su carrera, optando por otras pruebas en las que triunfó. En
cuanto a mí, seguí mejorando la velocidad. Mi considerable mejoría me llevó
a conseguir una deslumbrante caja de madera y cristal conocida como Trofeo
Gustave A. Jaeger Memorial, otorgado a un atleta de cuarto de carrera de la
Universidad de Columbia por «sus notables éxitos en el atletismo, a pesar de
los excepcionales retos y dificultades a los que se tuvo que enfrentar». Veamos
cómo alguien con un punto de partida alto en la capacidad aeróbica intenta
ganarlo.

Algunas personas mejoran su resistencia con más rapidez que otras. Tales
personas están dotadas de una capacidad alta para mejorar su rendimiento
mediante el entrenamiento. Otras, por el contrario, cuentan con una
capacidad aeróbica alta de partida. Pero ¿cómo de alto puede ser ese punto de
partida? O, lo que es una pregunta esencial en cuanto al deporte: ¿hay alguien
que tenga una resistencia aeróbica a nivel de los deportistas de élite antes de
entrenar? Ésta es una pregunta que Norman Gledhill, profesor de
quinesiología de la York University de Toronto —que ha dirigido las pruebas
combinadas del draft de la Liga Nacional de Hockey— empezó a considerar
en la década de 1970. La curiosidad de Gledhill nació a raíz de algunos casos
en los que parecía existir un mínimo de resistencia con anterioridad al
entrenamiento. El caso de Nancy Tinari, una alumna del cercano instituto
George S. Henry, fue uno de los que se grabó en la memoria de Gledhill.
En 1975, Tinari apareció en clase de gimnasia con unos vaqueros cortados
y unas maltrechas zapatillas de deporte y, sin ningún entrenamiento previo,
pasó a realizar una prueba de las dos millas en doce minutos. «No me
consideraba una deportista», dice Tinari. «No iba equipada ni había seguido
ningún entrenamiento. Aquello no me interesaba nada.» Por suerte para ella,
el hombre que controlaba el cronómetro aquel día de otoño, George S.
Gluppe, se sintió sumamente interesado en el hecho y «fui lo bastante listo
para darme cuenta de que tenía entre manos a alguien especial», declaró.
Gluppe atosigó a Tinari con su insistencia para que empezara a entrenar.
«¿Sabes, Nancy?, podrías llegar a ser corredora olímpica», le decía. Ella se
echaba a reír. Aunque, al final, Tinari cedió e hizo buenas aquellas palabras.
Y tan pronto como empezó a entrenar, empezó a ganar. Después del
instituto, Tinari corrió en York y más tarde se hizo profesional. En 1988, a
pesar de presentar un exiguo bagaje de treinta o treinta y cinco millas de
entrenamiento a la semana por culpa de las lesiones, compitió en los 10 km en
los Juegos de Seúl. Hasta este día, Tinari ostenta la plusmarca nacional de
Canadá de los 15 km.
Norm Gledhill jamás se olvidó de la historia de la chica descubierta en una
clase de gimnasia y que se convirtió en la mejor corredora de la York
University. A lo largo de las décadas de 1980 y 1990 la recordó a menudo
mientras él y su colega Veronica Jamnik realizaban pruebas de resistencia a
miles de individuos, desde ancianas a ciclistas y remeros de élite. De vez en
cuando, encontraban a alguien con un VO2max que no se compadecía con su
existencia sedentaria.
A finales de la década de 1990, Gledhill y Jamnik, junto con el
investigador de la York Marco Martino, decidieron ver si conseguían localizar
y estudiar a gente que estuviera en tan buen estado físico de forma natural.
Parte de su trabajo consistía en realizar pruebas de selección entre jóvenes
que aspiraran a convertirse en bomberos de Toronto. A lo largo de dos años,
el equipo realizó la prueba de la VO2max a 1.900 jóvenes.
Entre ellos hubo seis sin el menor antecedente de entrenamiento de
ningún tipo que no obstante tenían unas capacidades aeróbicas equivalentes a
las de los corredores universitarios. Los «seis naturalmente entrenados»,112
como los llamaron los fisiólogos australianos Damian Farrow y Justin Kemp
en su libro sobre la ciencia deportiva Why Dick Fosbury Flopped, obtuvieron
una puntuación en la VO2max que superaba en más de un 50 por ciento la de
la media de los varones jóvenes desentrenados, y eso pese a mostrar una clara
tendencia al sillónball. Cuando los investigadores de la York analizaron sus
«talentos ocultos», como los denominaron, comprobaron que los seis
hombres con una buena forma física natural poseían un don decisivo sin que
hubiera mediado el menor esfuerzo o disciplina por su parte: unas dosis
descomunales de sangre. Tales sujetos estaban dotados con unos volúmenes
sanguíneos que podrían haber sido confundidos con los de los atletas
entrenados para las disciplinas de resistencia. «Es el llenado diastólico
intensificado», explica Gledhill, haciendo alusión a la parte del latido del
corazón en la que el músculo cardíaco se relaja para permitir la entrada de
sangre. «Cuando rellenas el lado derecho del corazón con más sangre,
entonces éste bombea más al interior del lado izquierdo, que a su vez la
expulsa inyectándola en el cuerpo. La intensificación [del retorno de la sangre
al corazón] está causada por el volumen extra de sangre.
Un aumento en el volumen sanguíneo es una de las señales reveladoras de
un deportista bien entrenado. Y, ocasionalmente, se ha pillado a algún atleta
dopándose con un intensificador del volumen sanguíneo con la intención de
aumentar la resistencia. Pero ése no era el caso de los seis entrenados
naturalmente; simplemente habían salido así de fábrica, dopados de forma
natural.
Algunos de los atletas con mayor resistencia del mundo casi parecen
haber salido también de fábrica en mejor forma que sus iguales. Deportistas
como Chrissie Wellington.

Wellington, una triatleta británica de treinta y seis años, alcanzó la fama en


las pruebas Ironman: 4 km de natación, seguidos de 180 km de ciclismo y
todo ello antes de 42 km completos de maratón.
Chrissie es la mejor triatleta Ironman de toda la historia, y no por poco.
En trece carreras del formato Ironman, incluidos 4 campeonatos mundiales
Ironman, no perdió jamás. En julio de 2011, Wellington brindó una de las
actuaciones más asombrosas de la historia de los deportes de resistencia:
terminó la prueba, celebrada en Alemania, en 8 horas, 18 minutos y 13
segundos, un tiempo inferior en más de media hora a la plusmarca mundial
existente antes de su irrupción en este deporte en 2007. En aquella prueba en
particular, su tiempo la colocaría por delante de todos, excepto de cuatro
hombres.
Según confesó ella misma, de niña, allá en su diminuta aldea de Feltwell, al
este de Inglaterra, no había sentido el menor interés por dedicarse a la
práctica de ningún deporte extremo. Su pasión infantil había sido la ecología.
«Era la niña que organizaba el reciclaje en el vecindario», dice. Practicaba
deportes, pero «mi objetivo en el colegio era conseguir las mejores notas que
pudiera, y sólo hacía deporte para divertirme». Así que probó un poco de
todo: atletismo, hockey sobre hierba, netball y natación en el club local de los
Delfines de Thetford.
Cuando cumplió los quince años, sus padres se dieron cuenta de que
tenían un talento acuático en su salón. Así es como Wellington recuerda la
conversación: «Mis padres me dijeron: “Mira, como tienes aptitudes para la
natación, ¿te apetece inscribirte en el gran club de natación que está a una
hora de aquí y te llevamos en coche todas las mañanas? ¿O prefieres centrarte
en los exámenes importantes que tendrás cuando cumplas los dieciséis?” Y yo
dije: “Mirad, prefiero quedarme en el club local de natación, no tomármelo
tan en serio y centrarme en los exámenes.” Y eso fue lo que elegí cuando era
pequeña».
Su interés en los estudios le fue de gran utilidad. Acabó licenciándose con
matrícula de honor en la Universidad de Birmingham en 1998, antes de viajar
por el mundo y empezar su posgrado en Desarrollo Internacional en la
Universidad de Manchester. En 2002, Wellington consiguió un empleo en la
Secretaría de Estado para el Medio Ambiente, Alimentación y Medio Rural de
Gran Bretaña (DEFRA). Wellington trabajó durante dos años en la ejecución
de proyectos de desarrollo en países pobres, y colaboró en el diseño de la
política oficial británica para la reconstrucción de Irak tras la guerra. En el
ínterin, había empezado a correr por diversión. Cuando se inscribió en su
primer maratón, se sorprendió al terminarlo en tres horas, cuando sus
expectativas habían estado cifradas en las tres horas y tres cuartos. Aunque
profundamente apasionada de su trabajo como funcionaria civil, en 2004 se
había cansado de la milonga burocrática que entrañaba promover cualquier
cambio gradual en la política. Le enfurecía no ver un impacto tangible. Así
que se trasladó a Nepal para trabajar en un proyecto de alcantarillado y
saneamiento de una zona devastada por la guerra civil. Allí, en las montañas
del Himalaya, le llegó la inspiración para hacerse triatleta profesional.
Wellington no tenía ninguna experiencia en ciclismo en ruta —tenía
veintisiete años la primera vez que se sentó en una bici de carreras—, pero en
mayo de 2004, poco antes de marcharse al Nepal, un amigo la animó a que se
presentara a un triatlón distancia superesprint para aficionados. Esta
modalidad consiste en nadar 400 m, recorrer 10 km en bicicleta y después una
carrera de 2,4 km. Wellington pidió prestada una desvencijada bicicleta de
carreras de la que dice era «negra y amarilla y parecía un abejorro». Al
contrario que los competidores que iban en serio, no disponía de calas para
las zapatillas, y a mitad de la carrera el cordón de una de sus zapatillas se le
enredó en los piñones y estuvo a punto de caerse. No obstante, terminó
tercera y se lo pasó en grande. Así que participó en dos triatlones superesprint
más, y los ganó ambos. Nada más aterrizar en Nepal, se compró una bicicleta.
En Nepal, Wellington salía algunas mañanas a montar en bicicleta en
compañía de amigos, y no tardó en darse cuenta de que «era capaz de
pasarme pedaleando todo el día». Durante unas vacaciones del trabajo de dos
semanas, ella y un grupo de amigos viajaron hasta la capital del Tíbet, Lasa, y
luego recorrieron los 1.287 km del camino de vuelta a Katmandú a través del
Himalaya.
Wellington llevaba viviendo a una altitud de unos 1.500 m en Katmandú
desde hacía ocho meses, así que en cierta manera estaba aclimatada a la
altura, pero gran parte del viaje de las vacaciones se hizo por encima de los
4.500 m —alcanzó la altura máxima en el campamento base del Everest, casi a
5.500 m— donde el aire está tan enrarecido que la gente que no está
aclimatada tiene problemas para caminar, cuanto más para montar en
bicicleta. Ése no fue un problema para algunos de los hombres que viajaban
con Wellington; no sólo eran ciclistas experimentados, sino que también eran
sherpas, los nativos nepalíes que se ganan la vida guiando a los escaladores en
su ascenso al monte Everest. «Su técnica era muy superior a la mía», dice
Wellington, «pero pude soportar el ascenso por colinas y montañas».
«Cuando regresé a Gran Bretaña desde Nepal [a finales de 2005]», dice,
«estaba decidida a darle una buena oportunidad al triatlón. Aunque todavía
ni siquiera me había planteado ser profesional».
En febrero de 2006, poco después de su regreso, y mientras se encontraba
en Nueva Zelanda asistiendo a una boda, sus amigos «la enredaron» para que
se inscribiera en una prueba de aventura de 151 millas de atletismo, ciclismo y
kayak por los Alpes Meridionales. Todo el entrenamiento de su vida en kayak
consistía en un curso intensivo realizado un mes antes. A pesar de volcar
varias veces en el tramo de kayak de la prueba, consiguió llegar en segundo
lugar. En septiembre, haciendo malabarismos para combinar entrenamiento y
un trabajo a jornada completa, Wellington ganó el Campeonato del Mundo
amateur de triatlón. Cinco meses más tarde, en febrero de 2007, se hizo
profesional.
En octubre de ese mismo año, y a pesar de haber entrenado
exclusivamente para pruebas más cortas de triatlón, Wellington se inscribió
en el Campeonato Mundial Ironman como una verdadera desconocida para
sus adversarios. Su anonimato duró hasta las primeras horas de la tarde del 13
de octubre de 2007, cuando en el tramo de carrera a pie del campeonato del
mundo adelantaba en dos minutos a la segunda mujer. «Seguía esperando que
los demás atletas fueran superiores y que aparecieran y me adelantaran»,
reconoce Wellington, «pero la brecha no paraba de aumentar». En la línea de
meta, la brecha había aumentado hasta los cinco minutos.
La Federación Británica de Triatlón saludó la victoria como «una hazaña
notable, una tarea casi imposible para cualquier atleta novato que participe
por primera vez en el Campeonato Mundial Ironman».113 Wellington superó
a atletas como Samantha McGlone, que llegó en segundo lugar. En los cincos
años anteriores, mientras Wellington ayudaba a llevar agua potable a los
países del Tercer Mundo, McGlone había formado parte de la selección
nacional canadiense de triatletas profesionales de élite. Ya había competido
en la modalidad de triatlón en los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004 y, a
diferencia de Wellington, entrenaba ex profeso para participar en la distancia
del triatlón Ironman. «Todos poseemos talentos», dice Wellington. «Y a veces
esos talentos están ocultos, y tienes que atreverte a probar algo nuevo o
podrías no llegar a saber aquello que se te da bien.»
Cuando Wellington se retiró en diciembre de 2012 —poniendo fin a una
carrera que duró cinco años— el triatlón como entretenimiento para después
del trabajo era un recuerdo borroso. Como profesional, entrenaba con fervor:
seis sesiones semanales por cada una de las disciplinas de natación, ciclismo y
atletismo y seis horas de entrenamiento diario no eran algo infrecuente, por
no mencionar el masaje posterior y la alimentación y régimen de sueño
meticulosamente planeados. A lo largo de su carrera no dejó de mejorar, y
puede que su mejor trabajo esté por llegar. Pero lo más asombroso fue su
rápido ascenso.
Cuando se le pregunta cuál era su punto débil en relación a sus
adversarios, no tarda en señalar que la natación, la disciplina en la que
curiosamente tenía mayor experiencia.

En el estudio de la York University, 6 de los 1.900 hombres pertenecían a la


fraternidad de los entrenados naturalmente. A primera vista parece raro, pero
6 de 1.900 sugiere que la mayor parte de los grandes institutos albergan a
unos cuantos chicos con una buena forma física natural y, si los resultados
son extrapolables a las mujeres, entonces habría más de 100.000 personas de
edades comprendidas entre los veinte y los sesenta y cinco dotadas
físicamente de forma natural. Mirándolo así, sería razonable preguntarse si
todos los atletas de alto rendimiento profesionales de la historia no habrán
empezado como miembros de la fraternidad de los deportistas bien
entrenados de forma natural.
Las pruebas de aptitud física de los colegios —como la que situó a Nancy
Tinari en la senda olímpica— no son una ocasión tremendamente infrecuente
para la localización de futuros campeones del mundo. Meb Keflezighi, un
eritreo-americano que en 2009 se convirtió en el primer norteamericano en
ganar el maratón de la ciudad de Nueva York en veintisiete años, empezó a
darse cuenta de su capacidad de resistencia durante la carrera de la milla en la
clase de gimnasia de séptimo grado [12-13 años] en San Diego. «Sólo corrí
mucho porque quería aquel sobresaliente; no tenía ni idea de estrategia ni de
ritmo», escribe Keflezighi en su autobiografía, Run to Overcome, sobre la
milla que recorrió en 5:10 sin ningún entrenamiento. El profesor de gimnasia
telefoneó entonces al entrenador de campo a través del instituto de San Diego
y le dijo: «Aquí tenemos a un olímpico». En efecto. Keflezighi llegó a ganar la
medalla de plata en el maratón de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. «Una
clase de Educación Física le había dado la vuelta a mi vida», escribe el atleta,
«aunque en su momento no lo supe».
Andrew Wheating, un norteamericano de veinticinco años y uno de los
mejores millistas del país, no hizo su primera carrera hasta su último año de
instituto en la diminuta Kimball Union Academy de Meriden, New
Hampshire.114 Su trayectoria como corredor empezó de golpe cuando hizo la
milla en cinco minutos como parte de un entrenamiento de
acondicionamiento antes de su primera temporada como futbolista
universitario. Según parece, al darse cuenta de que su futuro deportivo estaba
en la pista y no en el terreno de juego, su entrenador de fútbol sugirió a
Wheating que se pasara al campo a través, cosa que el muchacho hizo y que le
permitió obtener una beca de atletismo para la Universidad de Oregón, que
cuenta con un poderoso programa de formación de corredores. Al verano
siguiente de su segundo año en Oregón —su tercera temporada como atleta
—, Wheating entró en el equipo olímpico norteamericano de los 800 metros.
Dos años después, al final de la temporada de atletismo de 2010, quedó cuarto
en los mundiales de ese mismo año en 1.500 metros con un tiempo de
3:30,90, lo que equivalía a un tiempo de la milla por debajo de los tres
minutos y quince segundos.
El corredor cubano Alberto Juantorena, que en 1976 se convirtió en el
único atleta de la historia en ganar el oro tanto en los 400 metros como en los
800 metros, en 1971 era un prometedor jugador de baloncesto al que el
seleccionador nacional de baloncesto sugirió que se pasara al atletismo.115
«Gracias por el ofrecimiento, pero no, prefiero que no», perseveró
Juantorena. «Usted sabe que el baloncesto es mi vida.» A lo que el entrenador
respondió: «Lo sentimos muchísimo, pero ya se ha decidido que cambies de
deporte. A partir de mañana, eres corredor, no jugador de baloncesto». Al
año siguiente, Juantorena compitió en los Juegos Olímpicos de Múnich.
Pero también podría darse el caso de que algunas personas dotadas de
forma natural no sean como Wellington o Wheating, sino más bien como los
participantes con baja respuesta del estudio de HERITAGE, en cuyo caso no
mejorarían rápidamente con el entrenamiento. (El equipo de investigación de
Bouchard también tiene el ADN de trescientos atletas de alto rendimiento
con unas puntuaciones en VO2max muy altas. Como era de esperar, y
basándose en sus variantes genéticas, el pronóstico es que ninguno de ellos
esté en el extremo inferior del espectro de respuesta.) En virtud de esta
información, Bouchard calcula que entre una persona de cada diez y una de
cada veinte empiezan con una capacidad aeróbica elevada —aunque ni de
lejos tan alta como los entrenados naturalmente—, y que entre una de cada
diez personas y una de cada cincuenta tendrán una respuesta aeróbica alta.
«La probabilidad de que una persona tenga unas facultades elevadas y una
capacidad alta para mejorar el rendimiento, es el producto de esas dos
probabilidades», dice Bouchard. «No es bastante. La cosa anda entre uno de
cada cien y uno de cada mil.»
La combinación máxima, como es natural, sería una persona que empiece
con una capacidad aeróbica sumamente elevada y tenga una respuesta rápida
al entrenamiento. Estas personas son muy difíciles de localizar antes de que
empiecen a entrenar, porque los atletas no son sometidos normalmente a
pruebas de laboratorio hasta que ya han alcanzado cierto nivel. A la ciencia se
le da bastante mejor estudiar a un atleta de élite y sugerir retrospectivamente
por qué ese individuo lo ha conseguido, que encontrar a alguien que pudiera
conseguirlo antes de que empezara a practicar —y que tuviera posibilidades
de responder al entrenamiento— y luego hacerle un seguimiento.
Pero hay una investigación científica singular y esencial realizada por el
doctor Jack Daniels,116 fisiólogo del ejercicio, antiguo corredor olímpico
norteamericano de pentatlón, y unos de los entrenadores de la resistencia más
respetados del mundo. Hace décadas, Daniels hizo un seguimiento a un
corredor olímpico a lo largo de cinco años, en los que sometió a examen todo
tipo de características biológicas del atleta como mínimo cada seis meses.
Cuando estaba en el máximo nivel de entrenamiento, el corredor tenía una
VO2max que aproximadamente doblaba la de un hombre medio sano y sin
entrenar. En el tercer año del estudio, sin embargo, surgiría un obstáculo
inesperado para la investigación: el atleta se hartó de competir. La presión de
las expectativas, el esfuerzo incesante y la ingrata tarea de los entrenamientos
de intervalos le hartaron. El corredor estaba a menos de media carrera en el
campeonato nacional, cuando sencillamente se salió de la pista y se negó a dar
un paso más durante todo un año. Transcurrió más de un año y medio antes
de que se volviera a tomar en serio lo de correr.
Pero en lugar de renunciar a su investigación, Daniels siguió haciéndole
pruebas al atleta durante su año de haraganeo. Un deportista que deja de
entrenar puede perder en pocas semanas más del 15 por ciento del aumento
que haya conseguido en la VO2max; la de éste había descendido un 20 por
ciento cuando Daniels le sometió a la prueba. Con la falta de entrenamiento,
la capacidad aeróbica del olímpico se equiparó exactamente a la de los seis
entrenados naturalmente del estudio de la York University. (Decenios más
tarde, Daniels llegaría a familiarizarse con esta pauta. En 1968, y para la
lectura de su tesis, realizó sendas pruebas a veintiséis corredores de élite,
quince de los cuales acabarían siendo olímpicos. Cuando les volvió a repetir
las pruebas en 1993, incluso aquellos que habían dejado de correr muchos
años antes y habían ganado peso mantenían una VO2max mucho más alta
que la de los hombres normales. En palabras de Daniels en una entrevista a
Flotrack: «Incluso los que no habían corrido [de nuevo] bastante bien,
demostraron sus características genéticas».
Tras un año de convalecencia mental, el corredor empezó a correr con su
esposa en plan aficionado. Y con los Juegos Olímpicos a la vista, su ardor por
el entrenamiento a jornada completa se reavivó. A medida que el corredor fue
aumentando gradualmente la intensidad de su entrenamiento, recuperó
rápidamente, fundamental y concretamente, el 20 por ciento de la capacidad
aeróbica que había perdido durante su período en barbecho.
Desde un punto de vista fisiológico, lo que Daniels describió a lo largo de
cinco años estaba en consonancia con los resultados de un estudio realizado
en Japón durante siete con corredores de secundaria.117 Los niños habían sido
seleccionados para el estudio porque todos habían ganado competiciones de
media y larga distancia en los campeonatos escolares japoneses. A
continuación, el estudio hizo un seguimiento del arduo entrenamiento de los
niños durante dos horas al día, cinco o seis días a la semana desde los catorce
a los veintiún años. Sus capacidades aeróbicas habían empezado a un nivel
casi idéntico a la del olímpico de Daniels durante su etapa sin entrenar, esto
es, alrededor del mismo nivel que el de los seis entrenados naturalmente.
Todos los niños mejoraron a lo largo de sus años de entrenamiento, aunque
divididos en dos grupos de forma natural: el grupo de estudio I, donde se
halló un incremento medio en la capacidad aeróbica del 13 por ciento, y el
grupo de estudio II, integrado por los niños que alcanzaron un estancamiento
en la mejoría aeróbica situado en el 9 por ciento —además de una meseta en
la mejoría de la velocidad— al llegar a los diecisiete. Todos los niños del
último grupo, una vez que dejaron de mejorar, cesaron de correr
completamente después de los diecisiete años. Puede que se hubiera dado, en
efecto, una especie de auto selección natural que dejara entre la población
competitiva (y que se esforzaban en alcanzar las 10.000 horas) sólo a aquellos
niños que siguieron mejorando. Esto no quiere decir que los niños que
siguieron competiendo fueran precisamente afortunados. El estudio sugiere
que cuanto más potencial tenían para mejorar, más tiempo y esfuerzo
tuvieron que invertir para alcanzarlo. Aunque es posible que la capacidad
para mejorar los haya motivado para seguir haciendo deporte y entrenando.
Así que los niños japoneses del grupo I parecían tener, a semejanza del
olímpico de Daniels, un punto de partida alto en cuanto a la capacidad
aeróbica además de una capacidad de mejoría mayor que la de sus iguales.
Pero el olímpico de Daniels mejoró aún más, mientras que algunos de sus
iguales, como los niños japoneses del grupo II, se estancaron y abandonaron
para seguir otros intereses. Por lo que parece, el olímpico de Daniels tenía
tanto una condición aeróbica alta natural como una capacidad de respuesta
alta al entrenamiento.
Por cierto, el olímpico era un tal Jim Ryun.

106Además de las entrevistas a Ryun, su libro, In quest of gold: the Jim Ryun story, escrito con Mike
Phillips, ofrece un detallado relato de su aparición en el atletismo y es la fuente de las citas de los padres
de Ryun y de sus escritos

107El estudio familiar HERITAGE ha generado más de cien artículos en revistas. Los artículos sobre
HERITAGE más relevantes para este capítulo: Bouchard, Claude y otros, «Familial aggregation of
VO2max response to exercise training: results from the HERITAGE family study», Journal of Applied
physiology, 87, (1999), 1003-8. Bouchard, Claude y otros, «Genomic predictors of the maximal O2
uptake response to standardized exercise training programs», Journal of Applied Physiology, 10(5),
(2011), 1160-70. Rankinen, T., y otros, «CREB1 is a strong genetic predictor of the variation in exercise
heart rate response to regular exercise: the HERITAGE family study», Circulation: Cardiovascular
Genetics, 3(3), (2010), 294-99. Timmons, James A., y otros, «Using molecular classification to predict
gains in maximal aerobic capacity following endurance exercise training in humans», Journal of Applied
Physiology, 108, (2010), 1487-96.

108Una introducción profana al estudio familiar HERITAGE se puede encontrar aquí: Roth, Stephen
M., Genetics primer for exercise science and health, Human Kinetics, 2007.

109 A fuer de ser justos, hay que decir que la Vo2max no es el único indicador de la resistencia, pero sí
es importante. Aunque conocer la VO2max de los corredores de un maratón no nos indicará ni de lejos
el orden de llegada, sí que puede darnos una pista sobre qué corredores son profesionales, cuáles
universitarios, cuáles competidores de fin de semana y cuáles seguirán corriendo cuando lleguen los
servicios de limpieza. En otros deportes, la capacidad aeróbica podría ser un indicador aun más fiable.
Según el fisiólogo sueco Björn Ekblom, los datos de la década de 1970 mostraban que la VO2max era un
indicador decente de las medallas olímpicas en esquí de fondo.

110El comentario científico independiente sobre la firma de expresión genética de veintinueve genes:
Bamman, Marcas M., «Does your (genetic) alphabet soup spell “runner”?», Journal of Applied
Physiology, 108, (2010), 1452-53.

111Los datos del estudio GEAR de Miami fueron amablemente compartidos por los miembros del
equipo de investigación, especialmente por: Pascal J. Goldschmidt (decano de la Miller School of
Medicine, Universidad de Miami); Margaret A. Pericak-Vance (directora del Instituto de Genómica
Humana de Miami); Jeffrey Farmer (director del proyecto GEAR); Evadnie Rampersaud (director de la
División de Epidemiología Genética del Centro para la Epidemiología Genética y Genetica Estadística
del Instituto Hussman para la Genómica Humana.)

112El estudio de los «seis naturalmente entrenados»: Martino, Marco, Norman Gledhill y Veronica
Jamnik, «High VO2max with no history of training is primarily due to high blood volume», Medicine &
Science in Sports & Exercise, 34(6), (2002), 996-71.

113La «tarea casi imposible» de Wellington: «Wellington wins World Ironman Championships»,
Britishtriathlon.org, 14 octubre 2007.

114La entrada de Andrew Wheating en el atletismo se describe aquí: Layden, Tim, «Off to a blazing
start», Sports Illustrated, 20 septiembre 2010.

115Alberto Juantorena relata su paso del baloncesto al atletismo aquí: Sandrock, Michael, Running with
the legends, Human Kinetics, 1196, p. 204.

116El estudio de cinco años de Jack Daniels sobre Jim Ryun: Daniels, Jack, «Running with Jim Ryun: a
five-year study», The Physician and Sportsmedicine, 2, (1974), 63-67.

117El estudio de los deportistas japoneses júnior: Murase, Yutaka y otros, «Longitudinal study of
aerobic power in superior junior athletes», Medicine & Science in Sports & Exercise, 13(3), (1981), 180-
84.
6

Superbebé, los musculosos bully whippet y la


capacidad de mejora muscular por el
entrenamiento

El bebé nació más o menos con el milenio, y lo que atrajo la atención de la


enfermera fue la sacudida. Pues claro, el niño era un poco regordete, pero
nada que pudiera provocar asombro en la guardería del hospital de la Charité
de Berlín. Aunque aquel nerviosismo, aquellas pequeñas convulsiones y
temblores que empezaron a las dos horas de haber nacido… A los médicos les
preocupó que pudiera padecer epilepsia, así que lo enviaron a la planta de
neonatales. Allí fue donde Markus Schuelke, un neurólogo pediátrico, reparó
en su musculatura.118
El recién nacido tenía unos bíceps ligeramente abultados, como si se
hubiera dedicado a entrenar en la sala de pesas del útero. Sus pantorrillas
estaban definidas, y la piel que cubría sus cuádriceps estaba demasiado tensa.
¿Suave como el culito de un bebé? No el de ese bebé. En aquellos glúteos se
podía hacer rebotar un moneda de 5 céntimos. La ecografía de la parte
inferior de su cuerpo mostró que el niño estaba por encima de los valores
máximos de las tablas de masa muscular en bebés, y por debajo del mínimo
de las tablas en cuanto a grasa.
Por lo demás, el niño era normal. El funcionamiento de su corazón era el
habitual, y los espasmos remitieron al cabo de dos meses. Quizás el bebé fuera
el Benjamin Button del culturismo y fuera perdiendo musculatura
gradualmente. De eso nada. A los cuatro años no tenía ninguna dificultad
para sostener unas mancuernas de 3 kg con los brazos extendidos
horizontalmente. (Imagínense la casa a prueba de la criatura.)
En la familia había antecedentes de una fuerza monstruosa. La madre del
niño era fuerte, igual que su hermano y su padre. Pero su abuelo era
apreciado entre su equipo de construcción por descargar a mano limpia las
piedras de 150 kg para los bordillos de las cajas de los camiones.
Completamente vestido, el niño no destacaba de sus iguales; uno no se
quedaría embobado mirando sus pectorales infantiles si se cruzaba con él en
la calle. Pero el tamaño de los músculos de sus brazos y piernas eran casi el
doble que el de los demás niños de su edad. El doble de músculos. Eso hizo
que Shuelke se acordara de algo.

A principios de la década de 1990, el genetista de la Johns Hopkins Se-Jin Lee


había empezado a investigar los músculos en su laboratorio de la calle North
Wolfe de Baltimore. No el tejido muscular terminado en sí, sino el andamiaje
proteínico que lo formaba. El objetivo de la investigación consistía en
encontrar algún tratamiento para las enfermedades que provocan la pérdida
muscular, como es el caso de la distrofia muscular. Lee y un grupo de colegas
se centraron en una familia de proteínas conocidas como factor de
crecimiento transformante-ß. Tras clonar genes que codifican las proteínas,
se fueron como niños con zapatos nuevos mientras intentaban resolver qué
demonios haría cada gen.
Asignaron a los genes unos nombres prosaicos —factores de
diferenciación de crecimiento (GDF) 1 a 15—, y luego engendraron ratones
que carecían de copias de trabajo de cada uno de los genes, uno en cada caso,
de manera que pudieran observar lo que ocurriría y de ese modo deducir la
función de cada uno de los genes. Los ratones sin el GDF-1 tenían los órganos
en el sitio equivocado; no sobrevivieron mucho tiempo. Los ratones sin el
GDF-11 tenían treinta y seis costillas; también murieron enseguida. Pero los
ratones sin el GDF-8 sobrevivieron; eran unos roedores de un tipo distinto,
propios de una atracción de feria: tenían doble musculatura.
En 1997, el grupo de Lee bautizó como GDF-8 a un gen del cromosoma
dos, y a su proteína «miostatina».119 El prefijo mio en latín significa músculo,
y statina proviene también del latín stático, que detiene. Esto es, algo que hace
la miostatina indica a los músculos que dejen de crecer. Los científicos de la
Johns Hopkins habían descubierto la versión genética de una señal de
detenimiento muscular. La ausencia de la miostatina provoca que el
crecimiento muscular se dispare. Al menos, eso era lo que provocaba en los
ratones de laboratorio.
Lee se planteó si el gen podría tener el mismo efecto en otras especies, así
que se puso en contacto con Dee Garrels, propietario de la empresa Lakeview
Belgian Blue Ranch, de Stockton, Missouri. Las reses Azul Belga son el
resultado de una crianza iniciada después de la Segunda Guerra Mundial con
la intención de obtener más carne, a fin de satisfacer la entonces creciente
demanda de la economía europea de la posguerra. Unos criadores belgas
cruzaron vacas lecheras Frisonas con las corpulentas Durham Shorthorns y
obtuvieron un ganado con montones de músculos. El doble, para ser exactos.
Las Azules Belgas dan la impresión de que alguien les hubiera abierto la
cremallera y metido unas bolas de jugar a los bolos debajo de la piel. En una
ocasión, Hotline, el premiado toro Azul belga de Garrels, de 1.125 kg de peso,
arrancó de sus goznes y arrojó la puerta de acero de un redil en su camino
hacia una vaca en celo.
Lee le pidió a Garrels que le enviara muestras de sangre de su ganado de
doble musculatura. Efectivamente, a las Azules Belgas les faltaban once pares
de base del ADN —de las más de seis mil— del gen de la miostatina, lo que les
dejaban sin un aviso de parada para su musculatura. Otra raza con una
musculatura duplicada, la Piamontesa, también tenía una mutación genética
que generaba una miostatina inoperante.120
Así que Lee salió a la caza de sujetos humanos. Primera parada: la tienda
de ultramarinos, donde cargó su carrito con revistas de culturismo, de ésas
cuyas portadas muestran fotos de hombres con protuberancias llenas de
venas ataviados con unos tanguitas insignificantes. Un colega había definido
jocosamente a Lee como «el hombre más flaco del mundo», y todavía se
acuerda de la mirada de soslayo que le lanzó la cajera. No obstante, puso un
anuncio en Muscle and Fitness e inmediatamente se vio abrumado por
voluntarios bien dispuestos, muchos de los cuales le enviaron fotos de ellos
mismos apenas vestidos, o sin vestir, haciendo posturitas. Lee tomó muestras
a 150 hombres musculosos, pero no encontró mutantes de la miostatina.
Abandonó el trabajo hasta 2003, cuando Markus Schuelke le llamó para
hablar del bebé lleno de bultos que había nacido en el hospital de la Charité
tres años antes y cuyo desarrollo estaba controlando. Al año siguiente,
Schuelke, Lee y un grupo de científicos publicaron un artículo que presentaría
al mundo al «Superbebé», como lo llamarían los medios de comunicación. El
niño alemán, cuya identidad ha sido celosamente reservada, era la versión
humana de una vaca Azul belga. Las mutaciones en los dos genes de la
miostatina del bebé le dejaban sin el menor rastro detectable de miostatina en
la sangre. Para mayor provocación todavía, la madre de Superbebé tenía un
gen de la miostatina normal y otro mutante, lo que la dejaba con más
miostatina que a su hijo, pero con menos que a una persona media. La mujer
era el único humano adulto con una mutación de la miostatina documentada,
y era velocista profesional.

La duplicación de la musculatura podría parecer una ventaja incuestionable,


pero la miostatina existe por una razón. Desde un punto de vista evolutivo, la
miostatina está «sumamente preservada». Este gen cumple la misma función
en ratones, ratas, cerdos, peces, pavos, gallinas, vacas, ovejas y humanos, lo
cual probablemente se deba a que la musculatura es algo costoso. Los
músculos requieren calorías, y concretamente proteínas que los preserven, y
tener unos músculos descomunales puede representar un problema
descomunal para los organismos —como el de nuestros ancestros humanos—
que no puedan acceder de manera constante a las proteínas necesarias para
alimentar los órganos. Aunque ésa es una preocupación decreciente en la
sociedad moderna.
En el caso de Superbebé, en un principio a los médicos les preocupaba que
la carencia de miostatina pudiera provocar que su corazón creciera
descontroladamente. Aunque, hasta el momento, no se ha informado de
ningún problema de salud en él ni en su madre.121 Por consiguiente, parece
improbable que un individuo con una mutación de la miostatina se planteara
siquiera someterse a ninguna prueba. El resultado es que nadie tiene la menor
idea de cuál es la incidencia de la mutación de la miostatina, aparte del hecho
de que la mayoría de las personas (y animales) no la padecen. Pero la
circunstancia de que un niño con dos raras variantes genéticas de la
miostatina tenga una fuerza excepcional, y la de que su madre posea una
velocidad extraordinaria, no es una coincidencia. Superbebé y su madre están
en la línea de los whippet de carreras.122
Desde finales del siglo XIX, los criadores de whippet [galgos ingleses] que
andaban detrás de lograr un perro veloz, crearon sin saberlo unos canes que,
al igual que la madre de Superbebé, presentan unas mutaciones simples de la
miostatina, lo que les hace extremadamente veloces. En la competición de
galgos ingleses de máximo nivel —clase A de carreras— en las que los perros
alcanzan una velocidad punta de cincuenta y seis kilómetros por hora, más
del 40 por ciento de los perros tienen lo que normalmente es una mutación de
la miostatina extremadamente rara; en la clase B de carreras, sólo un 14 por
ciento la presentan, y en los de clase C, casi no aparece.
Incluso en los de clase A de carreras, la mutación de la miostatina no es
una condición indispensable, aunque sin duda es beneficiosa. El
inconveniente en el sistema de cría de estos perros es que algunos acaban
excesivamente musculados.
Todos los cachorros de whippet heredan una copia del gen de la
miostatina de cada uno de los padres. Si dos whippet velocistas —perros que
tienen una copia de la mutación de la miostatina cada uno— tienen cuatro
cachorros, el escenario probable es el siguiente: un cachorro no tendrá
ninguna copia de la mutación y será normal; dos tendrán una copia de la
mutación, como la madre de Superbebé, y serán velocistas; el cuarto cachorro
tendrá dos copias de la mutación, como Superbebé, lo que dará lugar a un
«bully» [bravucón] whippet doblemente musculado. Los bully whippet
parecen sacados de una tira cómica, y su aspecto es el de un montón de rocas
envueltas en film de cocina y pegadas a una cara adorable. Los bully whippet
son demasiado corpulentos para correr, así que los criadores los suelen
sacrificar.
Cuanto más buscan los científicos, más especies encuentran que
confirman el patrón de mutaciones del gen de la miostatina y la velocidad. A
principios de 2010, dos estudios diferentes hallaron cada uno por su lado que
las variaciones en los genes de la miostatina de los caballos de carreras
purasangres, eran unos indicadores decisivos para saber si los caballos serían
velocistas o corredores de fondo.123 Y los caballos con la denominada versión
C del gen de la miostatina —una variante que provoca menos miostatina y
más músculo— producían cinco veces y media más ganancias que sus
homólogos con dos versiones T y que rebosaban miostatina.124
No es de extrañar que los científicos que descubrieron esto hayan fundado
empresas dedicadas a las pruebas genéticas que ofrecen a los criadores de
purasangres.

Tan pronto como Lee publicó los primeros resultados sobre sus enormes
ratones en 1997, se vio inundado de mensajes de padres de niños con distrofia
muscular (natural), y también de atletas (¡sorpresa!) más que dispuestos a
ofrecerse como objeto de experimentos genéticos. Algunos de los atletas
apenas sabían de lo que estaban hablando y le preguntaban a Lee que dónde
podían comprar la miostatina, ignorantes de que es la carencia de ésta la que
conduce al crecimiento muscular.
El propio Lee es un tremendo aficionado al deporte. Es capaz de recitar de
memoria los últimos cuarenta y cinco campeones de baloncesto universitarios
de la NCAA, de educir inversamente un dato de los veinte años de su
matrimonio, pensando en primer lugar en quién fue el pitcher de los St. Louis
Cardinals aquel día. Pero ha sido más bien reacio a hablar de su trabajo con
los periodistas deportivos, porque le preocupa la aparente disposición de los
deportistas a abusar de una tecnología que ni siquiera lo es todavía y que está
pensada para pacientes que no tienen otras opciones. Así que confía en que
cualquier futuro tratamiento basado en la miostatina no sea estigmatizado, de
la misma forma que lo han sido los esteroides debido al papel que han
desempeñado en los escándalos deportivos.
La ocasional mirada a través de la cerradura de los avances genéticos se ha
revelado comprensiblemente seductora para los atletas. Después de la
miostatina, Lee pasó a interesarse por los ratones que tenían tanto la
miostatina bloqueada como alterada otra proteína relacionada con el
crecimiento muscular, la follistatina. El resultado: la musculatura cuádruple.
En colaboración con los investigadores de la empresa farmacéutica Wyeth,
Lee desarrolló entonces una molécula que se demostró se unía a la miostatina
y la inhibía, y que con sólo dos inyecciones aumentaba la masa muscular del
ratón en un 60 por ciento en dos semanas.125 Un ensayo posterior, llevado a
cabo por la farmacéutica Acceleron, informó en 2012 de que una sola dosis de
esa misma molécula incrementaba la masa muscular de las mujeres
posmenopáusicas. En estos momentos, varias compañías tienen diversos
fármacos inhibidores de la miostatina en fase de ensayo clínico.
Para la industria farmacológica,126 ésta no es simplemente una
investigación encaminada a encontrar un tratamiento para las enfermedades
que provocan la pérdida de la musculatura, sino la gallina de los huevos de
oro farmacéutica más grande de todos los tiempos: la de una cura para el
deterioro muscular normal debido a la edad. Y la miostatina no es el único
gen que ha aparecido en la búsqueda del crecimiento muscular explosivo.
Al año siguiente de que los enormes ratones de Lee ocuparan los titulares
de la prensa, H. Lee Sweeney, fisiólogo y profesor de la Universidad de
Pensilvania, presentó al mundo sus propios roedores musculosos, logrados a
base de inyectarles un transgen —un gen creado en laboratorio— que
producía el factor de crecimiento insulinoide de la masa muscular o IGF-1.127
Al igual que Lee, Sweeney se vio asediado por las llamadas. Sendos
entrenadores de instituto, uno de lucha libre y otro de fútbol americano, le
ofrecieron sus equipos como conejillos de indias genéticos. (Ofertas, claro
está, que fueron rechazadas.)
Es posible incluso que la era del dopaje génico ya esté aquí. En 2006,
durante el juicio celebrado contra el entrenador alemán de atletismo Thomas
Springstein, acusado de proporcionar a menores fármacos destinados a
mejorar el rendimiento, se presentaron pruebas de que el entrenador había
estado buscando Repoxygen, un medicamento contra la anemia que contiene
un transgen que estimula la producción de glóbulos rojos.
Antes de que me trasladara a los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, un ex
campeón mundial de halterofilia me proporcionó el nombre de una empresa
que, según él, los culturistas utilizaban para conseguir técnicas de terapia
génica. Una vez en China, me puse en contacto con la empresa, y un
representante sí que accedió a hablar de las potenciales tecnologías genéticas.
Pero sospecho que era sólo una estrategia para tentar a los pacientes, y que la
empresa no realizaba en realidad ninguna terapia genética.
No obstante, Sweeney afirma que un método para proporcionar
transgenes, vertiéndolos simplemente en el torrente sanguíneo, no es
necesariamente seguro aunque sí lo bastante sencillo como para que pudiera
ser realizado por un estudiante avispado de biología molecular. Sweeney ha
ayudado a los funcionarios de la Agencia Mundial Antidopaje a prepararse
para combatir el dopaje genético, pero si la terapia génica se demuestra
completamente segura, dice, su empeño en mantenerla fuera de los deportes
desaparecerá.128
Pero quizá la cuestión más interesante es si las habituales variaciones de la
secuencia de ADN en genes como el IGF-1 y la miostatina, al contrario que
las mutaciones raras, ayudan a determinar si un habitual de los gimnasios
acumulará musculatura más deprisa que su colega de ejercicios. Las
comparaciones de las variantes comunes del gen humano de la miostatina,
tanto en culturistas como en sujetos sedentarios, han arrojado resultados
poco asombrosos. Algunos estudios han encontrado ligeras diferencias, y
otros ninguna en absoluto. Aunque ahora están surgiendo otros genes
implicados en el proceso de desarrollo muscular que son trascendentales para
comprender por qué algunas personas consiguen esculpir sus cuerpos
levantando hierros, mientras que otras se esfuerzan en vano en muscularse.

Los músculos son unos trozos de carne hechos de millones de hilos


fuertemente comprimidos, o fibras, que miden cada uno unos pocos
milímetros de largo y son tan delgados como para resultar casi invisibles en la
punta de una aguja. A lo largo de cada fibra se distribuyen varios centros de
mando, o mionúcleos, que controlan la función muscular en esa zona. Cada
centro de mando preside su feudo fibrilar.
En el exterior de las fibras merodean unas células satélites, o células
madre, que esperan tranquilamente hasta que el músculo resulta dañado —
como sucede cuando se levantan pesas—, y entonces se abalanzan hacia allí
para remendar y desarrollar el músculo, ya sea grande o pequeño.
Por lo general, cuando vamos adquiriendo fuerza no adquirimos nuevas
fibras musculares, sino que sencillamente agrandamos las que ya tenemos. A
medida que una fibra crece, cada centro de mando mionuclear pasa a
gobernar una zona más grande, hasta el momento en que la fibra se hace lo
bastante grande como para que el centro de mando necesite apoyo. Entonces,
las células satélites crean nuevos centros de mando para que el músculo pueda
seguir creciendo. Una serie de estudios realizados en 2007 y 2008 en el
Laboratorio de Investigación de la Musculatura Central de la Universidad de
Alabama-Birmingham y el Centro Médico para los Veteranos de Guerra de
Birmingham, demostraron que las diferencias individuales en la actividad de
los genes y las células satélite son esenciales para definir las diferentes
respuestas de la gente al entrenamiento con pesas.129
Sesenta y seis personas de edades diferentes fueron sometidas a un plan de
fortalecimiento de cuatro meses —flexiones de piernas, prensa de piernas y
elevación de piernas—, todos equiparados en cuanto al nivel de esfuerzo
como un porcentaje del peso máximo que podían levantar. (Una serie normal
eran once repeticiones al 75 por ciento del máximo que se podía levantar en
una sola repetición.) Al final del entrenamiento, los sujetos encajaban con
bastante claridad en tres grupos: aquellos cuyas fibras musculares de los
muslos aumentaron de tamaño un 50 por ciento; aquellos cuyas fibras
crecieron un 25 por ciento, y aquellos otros que no habían experimentado el
menor aumento en el tamaño de los músculos.
Una diferencia de mejoría del cero al 50 por ciento, a pesar de un
entrenamiento idéntico. ¿Les suena familiar? Al igual que el Estudio Familiar
HERITAGE, las diferencias en la capacidad de mejora por el entrenamiento
fueron inmensas, sólo que en esta ocasión era la fuerza y no la resistencia lo
entrenado. Diecisiete levantadores de pesas tuvieron una «respuesta extrema»
y acumularon musculatura frenéticamente; treinta y dos tuvieron una
repuesta moderada, con unos aumentos decentes; y diecisiete no
respondieron en absoluto y sus fibras musculares no aumentaron nada.130
Incluso antes de que los ejercicios de fuerza dieran comienzo, los sujetos
que finalmente constituirían el grupo de crecimiento muscular extremo,
tenían la mayoría de sus células satélites en los cuádriceps, esperando a ser
activadas y crear músculos. La configuración corporal predeterminada de
estos sujetos estaba mejor preparada para aprovecharse de los beneficios del
levantamiento de pesas. (A propósito, una posible razón para que los
esteroides ayuden a los deportistas a ganar músculo rápidamente, es que estas
sustancias estimulan en el organismo la creación de más células satélite
disponibles para el crecimiento muscular.)
Todos los estudios parecidos sobre tonificación muscular han informado
de un amplio espectro de repuestas al levantamiento de pesas. En el estudio
GEAR de Miami,131 el aumento de fuerza en 442 sujetos entrenados con
prensa de piernas y prensa de pecho iba del 50 por ciento a más del 200 por
ciento. Un estudio de doce semanas con 585 hombres y mujeres dirigido por
un consorcio internacional de hospitales y universidades, halló que la
ganancia de fuerza en los brazos variaba desde el cero por ciento a más del
250 por ciento.132
Los resultados recuerdan al nuevo lema del Colegio Norteamericano de
Medicina Deportiva: «El ejercicio es la medicina». Así como se han
identificado las áreas del genoma que influyen en las diferentes respuestas de
la gente al café, el paracetamol o los fármacos contra el colesterol, de la misma
forma cada individuo parece tener una respuesta fisiológica personalizada a la
medicina de cualquier clase de entrenamiento.
Los investigadores de Birmingham adoptaron un enfoque parecido al de
HERITAGE en su investigación sobre los genes que podrían diferenciar de
antemano a la gente con un elevado número de células satélite, o de respuesta
alta, de aquellos con una respuesta baja a un programa de tonificación
muscular. Tal como los estudios HERITAGE y GEAR encontraron con
respecto a la resistencia, aquellos con una respuesta extrema al entrenamiento
de la fuerza sobresalen por los niveles de expresión de ciertos genes.
Previamente al inicio del entrenamiento se realizaron biopsias musculares
a todos los sujetos participantes, así como después de la primera sesión y
después de la última. Ciertos genes aumentaban o disminuían de forma
similar en todos los sujetos que levantaron pesas, pero otros sólo aumentaban
en los que respondían al ejercicio. Uno de los genes que mostraba mucha más
actividad en los que tenían una respuesta extrema cuando entrenaban fue el
IGF-IEa, que está relacionado con el gen que H. Lee Sweeney utilizó para
crear a sus ratones Schwarzenegger. Los otros destacados fueron los genes del
MGF y de la miogenina, ambos implicados en el funcionamiento y
crecimiento muscular.
Los niveles de actividad de los genes del MGF y de la miogenina en los que
tenían una respuesta alta aumentaron en un 126 por ciento y un 65 por
ciento, respectivamente; en aquellos con una respuesta moderada, en un 73
por ciento y un 41 por ciento, y nada en absoluto en las personas que no
experimentaron ningún crecimiento muscular.

La red de genes que regula el crecimiento muscular sólo está empezando a ser
delimitada, pero ya es bien conocida una causa biológica de las diferencias en
el fortalecimiento. Algunos deportistas tienen un potencial mayor de
crecimiento muscular que otros debido a que empiezan con una asignación
diferente de fibras musculares.
Dicho de manera burda, las fibras musculares llegan en dos tipos
principales:133 de contracción lenta (tipo I) y de contracción rápida (tipo II).
Las fibras de contracción rápida se contraen al menos dos veces más
rápidamente que las fibras de contracción lenta en los movimientos
explosivos —se ha demostrado que en los humanos la velocidad de
contracción de los músculos es un factor restrictivo de la velocidad en carrera
corta—,134 pero se cansan muy deprisa.135 Las fibras de contracción rápida
también crecen el doble que las de contracción lenta cuando son sometidas a
un entrenamiento con pesas. Así que cuantas más fibras de contracción
rápida haya en un músculo, mayor es su potencial de crecimiento.
La mayoría de las personas tienen músculos que están compuestos en algo
más de su mitad por fibras de contracción lenta.136 Pero las mezclas de los
tipos de fibras de los atletas se adecuan a su deporte.137 Los músculos de la
pantorrilla de los velocistas son en un 75 por ciento o más de contracción
rápida; los atletas que corren la media milla, como hacía yo, tienden a tener
una mezcla casi al 50 por ciento de fibras de contracción lenta y de
contracción rápida, con una proporción mayor de estas últimas en los niveles
más altos de la competición. Los corredores de larga distancia se inclinan
hacia las fibras musculares de contracción lenta que no pueden producir
fuerza explosiva con tanta rapidez, pero que tardan mucho en cansarse. Se
constató que Frank Shorter,138 el último norteamericano en ganar el maratón
olímpico, tenía el 80 por ciento de fibras musculares de contracción lenta en
la musculatura de una pierna que se tomó como muestra. Esto plantea la
cuestión de si los atletas obtienen su exclusiva combinación de fibras
musculares a través del entrenamiento o si se inclinan a un deporte y triunfan
en él debido a cómo se han desarrollado ya.
Una inmensa cantidad de pruebas sugieren que hay más de esto último.
Ningún estudio de entrenamiento ha logrado jamás ocasionar un cambio
sustancial de fibras de contracción lenta en fibras de contracción rápida, ni
tampoco ocho horas diarias de estimulación eléctrica del músculo.139 (Esto
originó un cambio de tipo de fibras en los ratones, pero no lo logró en
personas.) Un artículo sobre unos estudios de tipos de fibras musculares
publicado en 2010140 en el Scandinavian Journal of Medicine & Science in
Sports aportaba esta respuesta a la pregunta de si es posible que se den
cambios significativos en los tipos de fibras por medio del entrenamiento: «La
concisa (y decepcionante) respuesta es: “En realidad, no”. La respuesta larga
tiene algunos matices estimulantes».141 Lo que significa que el entrenamiento
aeróbico puede volver las fibras de contracción rápida más resistentes, y el
entrenamiento de tonificación muscular, más fuertes las fibras de contracción
lenta, pero no se invierten por completo. (Salvo en circunstancias extremas,
como cuando le cortan a uno la médula espinal, en cuyo caso todas las fibras
se vuelven de contracción rápida.)
Los datos tanto de los tipos de fibra como de los genes sugieren que las
cualidades innatas de cada individuo garantizan que no haya nadie que se
adapte a todos los deportes o métodos de entrenamiento. Algunos científicos
del deporte ya han puesto en práctica esta idea.

Con sólo 5,5 millones de habitantes, Dinamarca no se puede permitir


desaprovechar a sus mejores deportistas. Así que Jesper Andersen se asegura
de que los deportistas y entrenadores daneses reflexionen sobre los tipos de
fibra muscular.
Andersen corrió los 400 metros a nivel nacional y más tarde entrenó a los
velocistas del equipo nacional danés. Ahora trabaja como fisiólogo en el
mundialmente reconocido Instituto de Medicina del Deporte de Copenhague
con deportistas de élite, desde corredores olímpicos a jugadores de fútbol del
mejor equipo del país, el F.C. Copenhagen, que compite en la Champions
League europea. Y también observa a diario las respuestas individualizadas a
los programas de entrenamiento.
Cuando en 2003 Andersen tomó unas muestras de los tejidos musculares
de los lanzadores de peso daneses, descubrió que Joachim Olsen tenía una
proporción mucho mayor de fibras de contracción rápida en los hombros,
cuadriceps y tríceps que los demás lanzadores de élite. Andersen se convenció
de que Olsen no había alcanzado ni con mucho todo su potencial de
crecimiento muscular, dada la alta proporción de fibras de contracción
rápida. Así que instó al lanzador a que dejara de entrenar con pesas todo el
año y que en su lugar se centrara en períodos más breves con levantamiento
de muchísimo peso, seguidos de períodos de descanso total donde no
levantara ninguno. A lo largo de una temporada, las fibras musculares de
Olsen se hincharon —como confirmó otra biopsia—, y al verano siguiente
ganó la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. La hazaña
le lanzó a la condición de celebridad en Dinamarca, y acto seguido ganó la
versión danesa de Mira quién baila y fue elegido parlamentario.
En los músculos del hombro de un kayakista del equipo nacional danés
(además de en los de su hermano) Andersen encontró más de un 90 por
ciento de fibras musculares de contracción lenta. El kayakista aspiraba a
clasificarse para los Juegos Olímpicos en la modalidad de 500 o de 1.000
metros, pero sus adversarios le superaban en explosividad en la línea de salida
en tal medida, que aunque al final siempre recuperaba terreno en las carreras,
constantemente se quedaba atrás y no tenía ninguna posibilidad de entrar en
el equipo olímpico. Andersen le explicó cómo se distribuían sus tipos de
fibras musculares y sugirió que cambiara de modalidades. El kayakista se pasó
a las competiciones de larga distancia y enseguida se convirtió en uno de los
mejores del mundo en su especialidad.
A pesar de sus exitosas aplicaciones de las investigaciones sobre las fibras
musculares en el atletismo y el kayakismo, el fútbol saca a Andersen de sus
casillas. Todos los entrenadores de fútbol quieren a los deportistas más
rápidos, así que Andersen no encontraba explicación a que tantos
profesionales daneses tuvieran menos fibras de contracción rápida que una
persona normal de la calle. Recurrió a la academia de formación del F.C.
Copenhagen, donde encontró que los jugadores más rápidos se echaban a
perder a causa de las lesiones crónicas antes de que tuvieran oportunidad de
alcanzar el máximo nivel. «Los tipos con músculos muy rápidos en realidad
no pueden soportar tanto entrenamiento como los demás», dice. «Los
individuos con muchas [fibras de contracción rápida] que pueden contraer
sus músculos muy deprisa tienen un riesgo mucho más elevado de lesiones
tendinosas, por ejemplo, que los que no pueden hacer el mismo tipo de
contracción explosiva pero que jamás se lesionarán.»
Los jugadores menos propensos a las lesiones sobrevivían a los años de
formación, razón por la cual la élite del fútbol danés acababa inclinándose
hacia la contracción lenta. «En el fútbol americano», dice Andersen, «el
individuo grande y gordo va bien para una posición, y el tipo rápido es
adecuado como receptor especialista, y ambos entrenan de manera diferente.
Pero en fútbol, todos los jugadores reciben el mismo entrenamiento. No paro
de oír decir a los entrenadores: “No podemos utilizarlo porque siempre está
lesionado”. Si no para de lesionarse, probablemente se deba a que nos
estamos equivocando con él en algo, y tenemos que cambiar eso. No
deberíamos perder a los jugadores más rápidos».
Incluso con todo el dinero y la gloria disponibles en el fútbol
internacional, los entrenadores —al menos en Dinamarca— puede que estén
perdiendo a algunos de los jugadores más veloces antes siquiera de que
lleguen al terreno de juego profesional. No debería prescribirse la misma
medicina para todos los atletas; para algunos, «menos» entrenamiento es la
medicina correcta.

Si no se tienen en cuenta las diferencias innatas en el tipo corporal que no se


ven a simple vista, como la proporción de cada tipo de fibra, algunos
deportistas serán sacrificados en aras de la idea de que la misma intensidad en
el entrenamiento funciona para todos. El kayakista de contracción lenta que
pasó de la velocidad a la larga distancia, podría haber tirado por la borda su
carrera perdiendo pruebas más cortas si Andersen no le hubiera orientado
hacia las pruebas de larga distancia que podía ganar.
En otros casos resulta mucho más evidente la manera en que unas
características físicas establecidas se adaptan a determinados deportes, en
medio del acervo genético rápidamente cambiante de los deportes de
competición.

118El artículo original del Superbebé: Schuelke, Marcus, y otros, «Myostatin mutation associated with
gross muscle hypertrophy in a child», New England Journal of Medicine, 350, (2004), 2682-88.

119La primera descripción de la miostatina en la literatura científica: McPherron, Alexandra C., Ann
M. Lawler y Se-Jin Lee, «Regulation of skeletal muscle mass in mice by a new TGF-ß superfamily
member», Nature, 387(6628), (1997), 89-90.

120La mutación de la miostatina encontrada en el ganado bovino: McPherron, Alexandra C., y Se-Jin
Lee, «Double muscling in cattle due to mutations in the myostatin gene», Proceedings of the National
Academy of Sciences, 94, (1997), 12457-61.

121 Un descenso en la miostatina es en realidad una adaptación normal entre las personas que levantan
peso habitualmente, según parece, como una manera de parte del organismo de despejar el camino para
el desarrollo muscular.

122Los whippet y la mutación de la miostatina: Mosher, Dana S., y otros, «A mutation in the myostatin
gene increases muscle mass and enhances racing performance in heterozygote dogs», PLoS ONE, 3(5),
(2007), e79.

123El gen de la miostatina predice el don de la velocidad y las ganancias en los caballos: Hill, Emmeline
W., y otros, «A sequence polymorphism in MSTN predicts sprinting ability and racing stamina in
thoroughbred horses», PloS ONE, 5(1), (2010), e8645.

124El impacto de las variaciones en el gen de la miostatina en el rendimiento deportivo de los animales:
Lee, Se-Jin, «Sprinting without myostatin: a genetic determinant of athletic prowess», Trends in
Genetics, 23(10), (2007), 475-77. Lee, Se-Jin, «Speed and endurance: you can have it all?», Journal of
Applied Physiology, 109, (2010), 921-22.

125La molécula inhibidora de la miostatina aumentó la musculatura de los ratones en un 60 por ciento
en dos semanas: Lee, Se-Jin, «Regulation of muscle growth by multiple ligands signaling through activin
type II receptors», Proceedings of the National Academy of Sciences, 102(50), (2005), 18117-22.

126Las compañías farmacéuticas están probando medicamentos que inhiben la miostatina en los
humanos: Attie, Kenneth M., y otros, «A single ascending-dose study of muscle regular ACE-031 in
health volunteers», Muscle & Nerve, 1 agosto 2012, (ePub previo a la publicación).

127H. Lee Sweeney sobre su trabajo del IGF-1 y las perspectivas futuras del dopaje génico: Sweeney, H.
Lee, «Gene doping», Scientific American, julio 2004, 63-69.

128 En un famoso ensayo de terapia génica realizado en Francia, doce niños fueron tratados con éxito
de la inmunodeficiencia combinada severa ligada al cromosoma X —conocida coloquialmente como
síndrome del «niño burbuja»—, aunque después varios de ellos enfermaron de leucemia.

129Los estudios llevados a cabo por el Laboratorio de Investigaciones de la Musculatura Esencial de la


Universidad de Alabama-Birmingham y el Centro Médico de Veteranos: Bamman, Marcas M., y otros
«Cluster analysis tests the importance of myogenic gene expression during myofiber hypertrophy in
humans», Journal of Applied Physiology, 102, (2007), 2232-39. Petrella, John K., y otros, «Potent
myofiber hypertrophy during resistance training in humans is associated with satellite cell-mediated
myonuclear addition: a cluster analysis», Journal of Applied Physiology, 104, (2008), 1736-42.

130 Es importante recordar que cuanto más duro es el entrenamiento, menos probabilidades hay de
estar entre «los que no responden». Cuando más duro es el trabajo, más probable será tener al menos
alguna respuesta, aunque sea menor que la de los iguales.

131Los datos del estudio GEAR fueron compartidos generosamente por los miembros del equipo de
investigación de la Universidad de Miami.

132Después de doce semanas, el aumento de la fuerza varía desde el cero por ciento al 250 por ciento:
Hubal, M. J., y otros, «Variability in muscle size and strength gain after unilateral resistance training»,
Medicine & Science in Sports & Exercise, 37(6), (2005), 964-72.

133Una introducción accesible a los tipos de fibras musculares, con un gráfico que muestra las
proporciones típicas: Andersen, Jesper L., y otros, «Muscle, genes and athletic performance», en
editores de Scientific American, ed., Building the Elite Athlete, Scientific American, 2007.

134La velocidad de contracción muscular limita la rapidez humana: Weyand, Peter G., y otros, «The
biological limits to running speed are imposed from the ground up», Journal of Applied Physiology,
108(4), (2010), 950-61.

135 Las fibras musculares de contracción lenta necesitan abundante oxígeno, y por lo tanto están
rodeadas de vasos sanguíneos, lo que les confiere un aspecto oscuro. En la cena de Acción de Gracias te
puedes dar cuenta de que los pavos son predominantemente pedestres y no voladores por la carne
oscura de las patas y la carne blanca de contracción rápida de la pechuga. Las fibras de contracción lenta
son ricas en hierro, así que si están buscando añadir hierro a su dieta, tírense a por las patas del pavo.

136Dos de los estudios más famosos sobre las proporciones de las fibras musculares en los deportistas:
Costill, D. L., y otros, «Skeletal muscle enzymes and fiber composition in male and female track
athletes», Journal of Applied Physiology, 40(2), (1976), 149-54. Fink, W. J., D. L. Costill y M. L. Pollock,
«Submaximal and maximal working capacity of elite distance runners. Part II: Muscle fiber composition
and enzyme activities», Annals of the New Yor Academy of Sciences, 301, (1997), 323-27.

137Un excelente manual básico gratuito sobre los tipos de fibras musculares: Zierath, Juleen R., y John
A. Hawley, «Skeletal muscle fiber type: influence on contractile and metabolic properties», PLoS
Biology, 2(10), e348.

138La biopsia del músculo de la pantorrilla de Frank Shorter se puede ver gratuitamente en la Red en la
fig. 2 de este artículo: Zierath, Juleen R., y John A. Hawley, «Skeletal muscle fiber type: influence on
contractile and metabolic properties», PLoS Biology, 2(10), e348.

139Ocho horas diarias de estimulación eléctrica no cambiaron los porcentajes de fibras de contracción
lenta: Simoneau, Jean-Aimé y Claude Bouchard, «Genetic determinism of fiber type proportion in
human skeletal muscle», The FASEB Journal, 9, (1995), 1091-95.

140El artículo, del que es coautor Jesper Anderson, trataba el impacto del entrenamiento en las fibras
musculares: Andersen, J. L., y P. Aagaard, «Effects of strength training on muscle fiber types and size:
consequences for athletes training for high-intensity sport», Scandinavian Journal of Medicine & Science
in Sports, 20(Suple.2), (2010), 32-38.

141 En 2009, un estudio realizado en Rusia con 1.243 deportistas de resistencia y 1.132 no deportistas
encontró una correlación, relativamente sólida y sumamente significativa desde el punto de vista
estadístico, entre la proporción de fibras de contracción lenta de un sujeto y las versiones de diez genes
diferentes del mismo sujeto que estudios independientes habían asociado (bien que frecuentemente de
manera endeble) con la resistencia. Aunque se sabe poco sobre los genes específicos que influyen en las
proporciones de los tipos de fibra. (El estudio ruso que correlaciona los genes de la resistencia y los
porcentajes de fibras musculares: Ahmetov, Ildus I., «The combined impact of metabolic gene
polymorphisms on elite endurance athlete status and related phenotypes», Human Genetics, 126(6),
(2009), 751-61).
7

La Gran Explosión de los tipos corporales

Hace decenios, sobre todo en Europa, los equipos deportivos de los clubes
locales mantenían a un gran número de deportistas que competían a nivel
regional o que incluso eran semiprofesionales y que a menudo constituían
toda la élite deportiva de la humanidad. Hasta que la tecnología desniveló el
panorama.
En la actualidad, miles de millones de clientes tienen literalmente una
entrada para los Juegos Olímpicos, la Copa del Mundo o la Super Bowl con
un simple toque del mando a distancia. De resultas de esto, la mayoría de los
entusiastas del deporte son ahora espectadores de la élite, en vez de
participantes en lo relativamente cotidiano, una descomunal población de
quarterbacks aficionados al sillón reclinable que pagan por ver a un reducido
número de quarterbacks de verdad. Tal escenario origina lo que el
economista Robert H. Frank denominó un «mercado de ganador único».142
Cuando la cartera de clientes para ver espectáculos deportivos extraordinarios
se amplía, la fama y las recompensas económicas se inclinan hacia el estrecho
escalón de la pirámide del espectáculo. A medida que esas recompensas han
ido aumentando y se han concentrado en el nivel máximo, los actores que las
ganan se han hecho más rápidos, fuertes y habilidosos.
Un grupo de psicólogos del deporte, principalmente acólitos de la escuela
de las 10.000 horas, han argumentado que la mejora en los récords deportivos
mundiales individuales y en los niveles de destreza en los deportes de equipo
ha aumentando de forma tan descomunal en el último siglo —más deprisa de
lo que la evolución podría haber alterado de manera significativa el acerbo
genético—, que dicha mejora debe atribuirse exclusivamente al aumento
creciente de la práctica. A medida que las recompensas de los mejores atletas
han ido creciendo, más atletas han acometido mayores cantidades de
entrenamiento en un intento de ganarlas también.
Aunque una parte de las mejoras, incluso en empeños deportivos
sencillos, son con toda claridad el resultado de los perfeccionamientos
tecnológicos. El análisis biomecánico de las imágenes de vídeo del legendario
velocista Jesse Owens, por ejemplo, ha demostrado que sus articulaciones se
movían tan deprisa en la década de 1930 como las de Carl Levis en la década
de 1980,143 sólo que Owens corría en pistas de ceniza, que absorben bastante
más energía que las superficies sintéticas donde Lewis estableció sus récords.
Pero la tecnología no es la única fuente de la mejora que se suele omitir.
Sin duda, la cantidad y precisión cada vez mayores de la práctica han ayudado
a superar las fronteras del rendimiento. Pero el efecto del ganador único,
combinado con un mercado global que ha permitido un auditorio mucho
mayor para el minúsculo número de los puestos cada vez más lucrativos de la
lista, ha alterado de hecho el acervo genético. No el acervo genético de toda la
humanidad, pero sin duda sí el acervo genético de los deportes de élite.

A mediados de la década de 1990, los científicos del deporte australianos


Kevin Norton y Tim Olds empezaron a recopilar información sobre los tipos
de cuerpos de los atletas para ver si se habían experimentado cambios
significativos a lo largo del siglo XX. La ciencia del deporte, después de todo, sí
que había cambiado espectacularmente.
A finales del siglo XIX, los investigadores de la ciencia que estudia los
diferentes tipos corporales —conocida como antropometría— llegaron a unas
conclusiones que estaban influidas por la filosofía clásica, como el concepto
de las formas ideales de Platón; por el arte, como el Hombre de Vitruvio de
Leonardo da Vinci, la famosa descripción del cuerpo de un hombre inscrito
en una circunferencia y un cuadrado, que indican las proporciones humanas,
y también por intenciones ocultas cargadas de racismo. «Hay una forma o
tipo perfecto de hombre», decía un artículo de finales del siglo XIX que
enumeraba las características de un atleta, «y la tendencia de la raza [esto es,
de la raza blanca] es alcanzar ese tipo».144
A la sazón, los antropometristas pensaban que el físico humano se
distribuía a lo largo de una curva de campana en cuya punta —la media— se
situaba la forma perfecta, y todo lo que se encontraba a los lados se desviaba
por accidente o por defecto. Así las cosas, afirmaban que los mejores atletas
tendrían las constituciones físicas medias o mejor acabadas: ni demasiado
altos ni demasiado bajos, ni demasiado delgados ni demasiado corpulentos,
sino más bien la versión humana de las perfectas gachas de Ricitos de oro. (Y
sólo se trataba de hombres.) Tal creencia se extendía a todos los deportes: la
forma humana media sería la ideal para todos los fines deportivos. Esta
confluencia de la teoría subjetiva y la filosofía dominaba los programas de
entrenadores y profesores de educación física en los albores del siglo XX, y
mostraba el camino a los cuerpos de los deportistas. En 1925, un jugador de
élite medio de voleibol y un lanzador de disco tenían el mismo tamaño, como
lo tenían también un saltador de altura y un lanzador de peso de nivel
internacional.
Pero, como Norton y Olds observaron,145 cuando surgieron los mercados
de ganador único, el paradigma del siglo XX del cuerpo atlético perfecto y
único se desvaneció en aras de unos cuerpos más raros y altamente
especializados que encajaban como picos de pinzones en sus nichos
deportivos. Cuando Norton y Olds representaron mediante gráficos las
estaturas y pesos de los modernos saltadores de altura y lanzadores de peso de
categoría mundial, vieron que los atletas se habían vuelto asombrosamente
diferentes. El lanzador de peso de élite es ahora 6,35 cm más alto y 58,5 kg
más pesado que el saltador de altura internacional medio.
En un gráfico de estatura y peso, los dos científicos representaron los
físicos medios de los deportistas de élite de dos docenas de disciplinas; un
punto de dato para la complexión media de un deportista de cada deporte en
1925, y otro para la constitución media de un deportista del mismo deporte
setenta años más tarde.
Cuando conectaron los puntos de 1925 con los del presente de cada uno
de los deportes, lo que apareció fue un patrón inconfundible. Al principio del
siglo XX, los mejores deportistas de cada disciplina se agrupaban en torno a
aquel físico «medio» que los entrenadores promovían otrora y quedaban
agrupados en unos núcleos relativamente densos en el gráfico, aunque desde
entonces se habían diseminado en todas las direcciones. El gráfico se
asemejaba a los mapas que elaboraban los astrónomos para mostrar el
movimiento de las galaxias para alejarse unas de otras en nuestro universo en
expansión. De ahí que Norton y Olds lo llamaran la Gran Explosión de los
tipos corporales.
Así como las galaxias se apartan precipitadamente, de la misma manera
los tipos de cuerpos necesarios para triunfar en un determinado deporte se
alejan unos de otros a toda velocidad y se dirigen hacia sus respectivos
rincones solitarios y sumamente especializados del universo del físico del
deportista. Comparados con toda la humanidad, los corredores de fondo de
élite se van haciendo más bajos. Igual que los deportistas que tienen que girar
en el aire, como saltadores, patinadores artísticos y gimnastas. En los últimos
treinta años, las gimnastas de élite han encogido, pasando de 1,60 m de media
a algo más de 1,44 m. Al mismo tiempo, los jugadores de voleibol, los remeros
y los futbolistas se hacen más grandes. (La altura se recompensa en la mayoría
de los deportes. En los Juegos Olímpicos de 1972 y 1976, las mujeres que
medían por lo menos 1,80 m tenían 191 veces más probabilidades de llegar a
una final olímpica que las que medían menos de 1,52 m.)146 El mundo de los
deportes profesionales se ha convertido en un experimento de laboratorio
para la autoclasificación extrema, o selección artificial, como la llaman
Norton y Olds, en contraposición a la selección natural.
Con los datos de la Gran Explosión en la mano, Norton y Olds elaboraron
un sistema de medición que denominaron zona de superposición bi-variable
(BOZ por sus siglas en inglés), el cual indica la probabilidad de que una
persona seleccionada aleatoriamente entre la población general tenga un
físico que pudiese encajar en un determinado deporte a un nivel de élite.
Naturalmente, como los mercados de ganador único han sido la fuerza motriz
de la Gran Explosión de los tipos de cuerpos, los genes exigidos por cada
nicho deportivo se han vuelto más raros, y la BOZ ha caído en picado para la
mayoría de los deportes. En la actualidad, alrededor del 28 por ciento de los
hombres poseen la combinación de estatura y peso que podría corresponder a
la de los futbolistas profesionales; el 23 por ciento, a la de los velocistas de
élite; el 15 por ciento, a la de los jugadores de hockey profesional, y el 9,5 por
ciento, a la de los delanteros de rugby.
En la NFL, la Liga Nacional de Fútbol Americano, un centímetro más de
altura o casi tres kilos más de peso de media se traducen en unos 45.000
dólares más de ingresos. (Determinadas profesiones que exigen unos físicos
exclusivos tienen una estructura de ganador único aún más concentrada y
superan incluso a los deportes profesionales. La BOZ para los modelos de
pasarela regionales es de menos del 8 por ciento, desciende hasta el 5 por
ciento para las modelos internacionales, y a sólo el 0,5 por ciento para las
supermodelos.)
Y la Gran Explosión de los tipos corporales también desciende a nivel de
las partes del cuerpo. Mientras que los deportistas altos se han hecho más
altos mucho más deprisa que la humanidad en su conjunto, y los bajos se han
hecho relativamente más bajos, los deportistas de ciertos deportes han ido
aumentando progresivamente su necesidad de contar con unos rasgos
corporales sumamente especializados. Las mediciones de los jugadores de
waterpolo de élite croatas realizadas entre 1980 y 1998, muestran que a lo
largo de dos decenios la longitud de los brazos de los jugadores aumentó en
más de 2,54 cm, cinco veces lo que aumentaron los de la población croata
durante el mismo período. Cuando las exigencias en el rendimiento se hacen
más rigurosas, sólo los deportistas con la estructura física necesaria alcanzan
sistemáticamente la categoría de élite. Los deportistas con los brazos más
cortos las más de las veces quedan eliminados.
Además de tener unos brazos más largos en general, las proporciones de
los huesos de los brazos de los mejores waterpolistas también han cambiado.
Ahora, los jugadores de élite tienen unos antebrazos más largos en relación a
la longitud total del brazo que la gente normal, lo que les permite ser más
eficientes en el lanzamiento. Lo mismo es cierto para los deportistas que
necesitan una palanca más larga para realizar brazadas fuertes y repetitivas,
como los piragüistas y kayakistas. Por el contrario, los levantadores de peso
de élite tienen unos brazos cada vez más cortos —y especialmente unos
antebrazos más cortos— en relación a su altura que las personas normales, lo
que les confiere una sustancial ventaja de apalancamiento para levantar las
pesas por encima de la cabeza. Uno de los muchos defectos en las mediciones
físicas de las pruebas combinadas de la NFL para realizar la elección de los
futuros jugadores, es que no tienen en cuenta la longitud del brazo en la
valoración de la fuerza. La prensa de banca es mucho más fácil para los
hombres de brazos cortos, pero en el verdadero terreno de juego del fútbol
americano los brazos largos son mejores para todo. Así que un jugador que
sea elegido con una nota alta a causa de su fuerza en la prensa de banca,
puede que en realidad esté obteniendo un incentivo por una característica
física indeseable, la de tener los brazos cortos.
Los mejores deportistas en los deportes donde se salta —baloncesto,
voleibol— tienen ahora unos torsos cortos y unas piernas relativamente
largas, lo que favorece la aceleración de las extremidades inferiores para
despegar del suelo con más fuerza. Los boxeadores profesionales se presentan
en toda una gama de formas y tamaños, pero muchos disfrutan de la
combinación de unos brazos largos y unas piernas cortas, lo que les da mayor
alcance pero también un centro de gravedad más bajo y estable.
La estatura en un velocista suele ser crucial para que logre su mejor
tiempo. Los mejores competidores del mundo en los 60 metros son casi
siempre más bajos que los de los 100, 200 y 400 metros lisos, porque unas
piernas más cortas y un centro de masa más bajo favorecen la aceleración.
(Las piernas cortas tienen un momento de inercia más bajo, lo que
básicamente significa menos resistencia para empezar a moverse.) Los
velocistas alcanzan las velocidades más altas en las carreras de 100 y 200
metros, pero los 60 metros tienen en proporción un período de aceleración
más largo. Puede que la ventaja de ser bajo para acelerar más explique por qué
los running back y los cornerback de la NFL, que se ganan la vida arrancando
y parando lo más deprisa que pueden, se hayan vuelto de media más bajos en
los últimos cuarenta años, aun cuando la humanidad se ha hecho más alta.
A veces, las innovaciones técnicas en los deportes han cambiado los tipos
de cuerpos privilegiados casi de la noche a la mañana. En 1968, Dick Fosbury
mostró su técnica de salto de altura, su «Fosbury flop»,147 que favorecía a los
atletas que tuvieran un centro de gravedad alto. Sólo ocho años después de la
innovación de Fosbury, la altura media de los saltadores de élite aumentó en
más de diez centímetros.148
En otros casos, los tipos corporales tienen unos efectos más matizados.
Mientras que el tamaño pequeño es generalmente una bendición para los
corredores de fondo, Paula Radcliffe, la mujer que ostenta la plusmarca
mundial del maratón femenino, con sus casi 1,73 m le saca literalmente la
cabeza y los hombros a la mayoría de sus adversarias de categoría
internacional, lo que no impidió a la emblemática y correosa británica ganar
ocho maratones entre 2002 y 2008, cuando estaba en el esplendor de su
carrera. Pero el tamaño de Radcliffe tal vez haya contribuido a ceñir la
mayoría de sus victorias al otoño. Una de las razones por la que los corredores
de maratón tienden a ser diminutos, es que los humanos pequeños tienen una
mayor superficie de piel en relación al volumen total del cuerpo. Cuanto
mayor es la superficie de uno comparada con su volumen, el radiador
humano es mejor y el cuerpo desprende calor más rápidamente.149 (En pocas
palabras, de ahí que las personas flacas se enfríen con más facilidad que las
altas y fornidas.) La disipación del calor resulta crucial para la resistencia,150
porque el sistema nervioso central obliga a una desaceleración o un paro total
cuando la temperatura central del cuerpo sobrepasa los 40ºC.151
Mientras que en el esplendor de su carrera Radcliffe152 era imbatible en las
carreras que se celebran en las frías mañanas otoñales, con el calor del verano
se volvía una incompetente. En los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, cuando
se celebró el maratón con un calor de 35º, a pesar de ostentar de largo el
mejor tiempo para entrar en la carrera, fue incapaz de terminar y acabó tirada
como un guiñapo en el arcén de la carretera. La mujer que ganó aquella
carrera apenas llegaba al 1,50 m. En 2008, en el maratón de los Juegos
Olímpicos de Pekín, la temperatura era de algo más de 26ºC, y la humedad,
elevada, y Radcliffe terminó en un alejado vigésimo tercer puesto. Desde 2002
a 2008, Radcliffe iba 8-0 en maratones celebrados con temperaturas frías o
moderadas, y 0-2 en las abrasadoras carreras de los juegos olímpicos de
verano, sin que ni siquiera llegara a entrar en ningún momento en la disputa
por la victoria.

Reunir la información para el estudio más famoso jamás realizado sobre los
tipos corporales en el deporte, le llevó todo un año de trabajo a un equipo
internacional de investigación. Dicho estudio incluyó a los 1.265 deportistas
que compitieron en los Juegos Olímpicos de México 1968 en representación
de todos los deportes (a excepción de la equitación) y de 92 países.153 Se tardó
más de seis años en reunir y publicar los resultados en un libro de 236
páginas. La mitad del libro se compone sencillamente de tablas de mediciones
corporales. Incluso sin texto, los datos transmiten un mensaje evidente: en la
mayoría de los deportes olímpicos, los deportistas son en general más
parecidos físicamente entre sí de lo que yo me parezco a mi hermano.
Dentro del atletismo, la mayoría de los atletas podrían ser adscritos a una
prueba partiendo simplemente de sus mediciones corporales. Los hombres y
mujeres que corrían los 400 y los 800 metros lisos o los vallistas eran los
corredores más altos —lo que no supone ninguna sorpresa, dado que el
objetivo en las carreras de obstáculos es superar las vallas con el menor
movimiento posible del centro de gravedad—, mientras que los maratonistas
eran los más bajos, lo cual tampoco es ninguna sorpresa. Pero las similitudes
alcanzaban a los rasgos físicos menos evidentes del esqueleto.
Los deportistas de una disciplina o una prueba concreta tienden a ser
parecidos en la altura y el peso —y a menudo distintos de una población de
control de no deportistas— y también en la anchura del hueso pelviano y la
estructura ósea de los hombros.
Las mujeres no deportistas que se midieron en el estudio como grupo de
control tenían, como es natural, un hueso pelviano más ancho que los
hombres no deportistas. Pero las nadadoras tenían unos huesos pelvianos
más estrechos que la población de control de hombres normales. Y las
saltadoras de trampolín, a su vez, lo tenían más estrecho que las nadadoras. Y
las velocistas más que las saltadoras. (Unas caderas esbeltas contribuyen a una
carrera eficiente.) Y las gimnastas aun tenían unas caderas más esbeltas.
Las velocistas tenían unas piernas mucho más largas que la población
femenina de control, y más o menos igual de largas que las de los hombres de
control. Los velocistas eran aproximadamente unos cinco centímetros más
altos que los hombres del grupo de control, y el ciento por ciento de esa
diferencia estaba en sus piernas, de tal manera que cuando estaban sentados
tenían la misma altura que el grupo de control masculino.
De media, los nadadores eran casi 4 cm más altos que los velocistas,
aunque sus piernas no obstante medían 1,27 cm menos. Un tronco más largo
y unas piernas más cortas facilitan una mayor superficie de contacto con el
agua, el equivalente a un casco más largo en una piragua, que favorece el
desplazamiento por el agua a gran velocidad. Según consta, Michael
Phelps,154 que mide 1,93 m, se compra pantalones con un tiro de 81 cm, más
cortos que los que gasta Hicham El Guerrouj, el corredor marroquí de 1.75 m
y que ostenta el récord mundial de la milla. (Al igual que otros nadadores de
primer nivel, Phelps tiene también unos brazos largos y unos pies y unas
manos grandes. Este tipo de cuerpo alargado puede ser indicativo de una
peligrosa enfermedad conocida como síndrome de Marfan. De acuerdo con la
autobiografía de Phelps, Beneath the Surface, sus extraordinarias
proporciones son la causa de que todos los años se realice pruebas en busca de
indicios de la enfermedad.)155
Cuanto más se han ido desplazando los mercados de los deportes de élite
desde las actividades participativas a los espectáculos para enormes masas de
espectadores, más excepcionales se han vuelto los cuerpos necesarios para
triunfar, y mayor se ha hecho la cantidad de dinero necesaria para atraer esos
cuerpos excepcionales a un deporte determinado. En 1975, por término
medio los deportistas profesionales norteamericanos apenas superaban en
cinco veces el salario medio de un ciudadano norteamericano normal. En la
actualidad, los salarios medios de aquellos deportes son entre cuarenta y cien
veces más altos que el salario medio de un trabajador a jornada completa.
Para igualar el sueldo de un solo año de los deportistas mejor pagados, un
norteamericano con unos ingresos medios anuales para un empleo a jornada
completa tendría que trabajar durante quinientos años.156

Los genes influyen en el peso corporal. El estudio del consorcio GIANT


(Genetic Investigation of ANthropometric Traits), realizado sobre una
muestra de 100.000 adultos, encontró seis variantes del ADN que influyen en
el peso.157 Por sí solo, el gen FTO da cuenta en los estudios de varios kilos,
posiblemente por influencia del gusto particular por las comidas grasientas.
Pero, como cualquiera que se haya atiborrado en la cena de Nochebuena y
subido luego a una báscula puede atestiguar, el peso viene determinado
esencialmente por el estilo de vida.
La grasa es el tejido del cuerpo que mejor responde al entrenamiento y la
dieta. (Y el peso es sumamente sensible a ciertas sustancias. Cuando Norton y
Olds examinaron el inflado tamaño de los placadores defensivos de la NFL,
hallaron una llamativa aceleración en el tamaño a finales de la década de 1960
y principios de la de 1970, coincidiendo con la época en que los esteroides
empezaron a proliferar en el fútbol americano. Desde la década de 1940 a la
de 1990, el índice de masa corporal de un placador defensivo de la NFL pasó
de 30 a 36. Eso, para un placador de 1,88 m, supone un aumento de peso de
105 kg a 126 kg.)
Obviamente, el gen FTO lleva por aquí mucho antes que la reciente
epidemia de obesidad del mundo industrializado, y seguro que se tienen que
encontrar más genes que influyan en el peso —los estudios de gemelos y
niños adoptados sugieren que ahí fuera hay más— y que la compleja
interacción de la genética, el estilo de vida y el peso sólo se está empezando a
desentrañar. Incluso combinadas, todas las variantes del ADN que el
consorcio GIANT identificó sólo dan explicación para una pequeña parte del
volumen. (A partir de mi análisis de ADN, de mis 67,5 kg de peso sólo tengo
derecho a atribuir 3,8 kg a esos genes.)
Y así como la proporción de grasa y fibras musculares de contracción
lenta de un individuo influye en su potencial de crecimiento muscular, de la
misma manera también influye en su capacidad para quemar grasas. Los
investigadores de Estados Unidos y de Finlandia han demostrado por
separado que aunque los adultos con una alta proporción de fibras de
contracción rápida pueden aumentar su musculatura, también lo pasan peor
a la hora de perder grasa. La grasa se quema esencialmente como parte del
proceso de generación de energía que se da en las fibras musculares de
contracción lenta. Cuantas menos fibras musculares de contracción lenta
tenga un individuo, menor será su capacidad para quemar grasa, lo cual es
una posible razón de que los deportistas que basan su actividad en la
velocidad y la fuerza tiendan a ser más robustos que los deportistas que
dependen de la resistencia, incluso antes y después de sus años de
competición.158
Y aunque sea evidente que la dieta y el entrenamiento pueden alterar
espectacularmente la complexión de un deportista, existen límites para esto.
Límites que vienen determinados por el esqueleto de un individuo.

Francis Holway, investigador de la nutrición y el ejercicio de Buenos Aires,


lleva obsesionado desde niño con los límites de los tipos corporales. Su
primera inspiración la encontró en la historia de Tarzán, fascinado por que el
hijo de un lord británico adoptado por los monos y transplantado a un
entorno selvático pudiera desarrollar el físico de un luchador de lucha libre y
la habilidad de balancearse en las lianas para prosperar. Los primeros
experimentos de Holway, llevados a cabo a la edad de siete años, consistieron
en engullir varias cucharadas de avena y flexionar acto seguido los bíceps para
ver si habían aumentado de tamaño.
Cuando era niño, lo primero que pensó fue que el deporte configuraba el
cuerpo; que los jugadores de baloncesto se hacían altos por jugar, y que los
levantadores de pesas eran rechonchos de tanto agacharse. Y hasta cierto
punto, las investigaciones que ha dirigido de adulto han confirmado un
fenómeno igual de asombroso. Holway midió los antebrazos de un grupo de
tenistas situados entre los veinte mejores del mundo y descubrió que los
brazos con los que manejaban la raqueta crecían de una manera ligeramente
diferente a los que no utilizaban para sostenerla. Los huesos del antebrazo del
lado de la raqueta habían crecido alrededor de unos 6,3 mm más que los
huesos del otro antebrazo. Y que la articulación del codo era un centímetro
más ancha. Al igual que los músculos, los huesos responden al ejercicio.
Incluso las personas no deportistas muestran una tendencia a tener más
hueso en el brazo con el que escriben sencillamente porque lo utilizan más,
así que el hueso se hace más fuerte y capaz de soportar más musculatura. «Es
asombrosa la manera que tienen los huesos de adaptarse a la tensión
repetida», dice Holway. Aquellos tenistas profesionales se labraban
literalmente unos antebrazos más largos sirviendo y voleando. Y, sin
embargo, esta maleabilidad es limitada.159
Libby Cowgill, antropóloga de la Universidad de Missouri, ha estudiado
esqueletos de todo el mundo con la intención de determinar si ciertas
poblaciones han desarrollado unos esqueletos fuertes por la actividad que
desarrollan durante la infancia o si simplemente han nacido con un
andamiaje esquelético capaz de soportar montones de músculos. «Se pueden
observar las diferencias en la fuerza de los huesos de distintas poblaciones ya
al año de edad», asegura Cowgill. «Lo que he hallado indica que tales
diferencias existen sin más, y que son exacerbadas a lo largo del crecimiento
sobre la base de lo que hagas, pero parece que las personas nacen con la
propensión genética a ser fuerte o ser débil.»160
Cowgill comparó en un estudio los esqueletos del pueblo mistihalj —un
grupo medieval yugoslavo dedicado al pastoreo— con los de los niños de la
década de 1950 de Denver. «Los niños de los pastores son los niños más
grandes y musculosos que haya visto jamás», dice. «A partir de los datos de
los niños norteamericanos modernos, somos unos enclenques desde el punto
de vista de la cantidad de hueso que tenemos.» Pero ¿un estricto programa de
entrenamiento infantil podría transformar a cualquier infante yanqui en un
fuerte pastor medieval? «Se puede lograr mucho con la actividad, y sobre todo
si se empieza pronto», dice Cowgill. «Pero cada vez es más aparente que hay
también un componente genético.»
El esqueleto que se te ha legado tiene mucho que ver con que alguna vez
seas capaz de alcanzar el peso necesario para realizar un deporte determinado.
Holway compara el esqueleto con una estantería vacía. Una estantería que sea
diez centímetros más ancha que otra sólo pesará un poco más. Pero llena
ambas estanterías de libros, y pronto la escasa anchura de más de la estantería
más ancha se traduce en una cantidad considerable de peso. Tal es el caso del
esqueleto humano. En las mediciones realizadas a miles de deportistas de
élite, desde futbolistas hasta levantadores de pesas, luchadores, boxeadores,
judokas, jugadores de rugby y varios más, Holway ha descubierto que cada
kilo de hueso soporta un máximo de 5 kg de músculo. Cinco a uno, pues, es
un límite general de la estantería muscular humana.161
«Nos han venido a consultar gente que quería aumentar su masa muscular
por motivos estéticos», dice Holway. «Les medimos, y si se acercan a la
proporción de cinco a uno les preguntamos cuánto tiempo llevan en ese
mismo nivel de desarrollo o fuerza. Ellos responden que desde hace cinco o
siete años y que no han podido sobrepasarlo.» Holway experimentó consigo
mismo, dedicando años a entrenar con pesas y llevando una dieta rica en
proteínas con suplementos de creatina. Pero cuando se acercaba al cinco a
uno, tragar más filetes y batidos sólo le añadía grasa, y no músculo.
Los deportistas masculinos olímpicos con deportes de fuerza a quienes
Holway ha medido, como lanzadores de disco y peso, tienen unos esqueletos
que apenas sobrepasan en 3 kg los de la media de los hombres, pero eso se
traduce en unos 13 kg más de músculos que pueden acarrear con el
entrenamiento adecuado. Holway utiliza sus mediciones para ayudar a
diseñar el entrenamiento de los deportistas. En el lanzamiento de peso, por
ejemplo, un atleta no necesita moverse muy deprisa, así que añadir algo más
de grasa hasta podría resultarle útil, puesto que necesita aumentar su volumen
para volverse relativamente más sólido que el objeto que está lanzando. Pero
en lanzamiento de jabalina, donde el atleta necesita por igual correr deprisa y
lanzar con fuerza, debería ser cauteloso a la hora de intentar aumentar de
peso por encima del ratio de cinco a uno, porque probablemente sea la grasa
lo que aumente. O piensen en un luchador de sumo, o en un lineman
ofensivo de fútbol americano, que simplemente no quiere que sus
contrincantes lo tengan fácil para moverle. Bien podrían añadir algo más de
grasa. Los lineman ofensivos son increíblemente fuertes, pero sin duda la
mayoría no son musculosos.
Una vez más, cuando se toman en cuenta las diferencias biológicas
innatas, resulta más evidente que los planes de entrenamiento fructíferos son
aquellos diseñados a medida de la fisiología del individuo. Como el doctor J.
M. Tanner, una eminencia en el campo del crecimiento (y vallista de talla
internacional) escribió en Fetus into Man: «Todos tenemos un genotipo
diferente. Por consiguiente, para conseguir un desarrollo óptimo, todos
deberíamos tener un entorno diferente».162

Elevar el rendimiento deportivo a unas alturas inexploradas requiere por


igual un entrenamiento especializado y unos cuerpos especializados que
entrenar.
En la actualidad, el universo en expansión de los tipos corporales de los
deportistas se está desacelerando. Gran parte de la autocalificación o selección
artificial se ha terminado. Los deportistas altos ya no crecen más en relación
al resto de la humanidad a la velocidad que lo hacían hace dos décadas, ni los
pequeños empequeñecen más. Y junto con ello, la marcha de la ruptura
permanente de plusmarcas mundiales también está reduciendo la velocidad.
Durante la mayor parte del siglo XX, el dicho de que «los récords se
crearon para romperlos» ha sido de una validez crónica. Pero los récords
deportivos de la mayoría de pruebas con una participación históricamente
alta, aunque sin duda no en todas, en estos momentos avanzan a paso de
tortuga, eso si avanzan. Las codiciadas plusmarcas mundiales de la milla y los
1.500 metros masculinos (la carrera de distancia próxima a la milla que se
corre fuera de Estados Unidos) fueron rotas colectivamente unas ocho veces
por década desde la de 1950 al año 2000, pero desde entonces ni una sola vez.
Otros récords han seguido reduciéndose lentamente, aunque en general por
unos márgenes reducidos. Resultará fascinante comprobar si el éxito
económico de Usain Bolt, que redujo los récords en unos márgenes bastante
grandes, atrae más atletas a las carreras de velocidad desde otros deportes
gracias a su extraordinaria combinación de explosividad y altura.
«Todavía quedan algunas zonas del mundo sin explotar, aunque hemos
llegado a gran parte del mercado global», dice Tim Olds, uno de los científicos
de la Gran Explosión de los tipos corporales. «Nos estamos acercando al
límite de nuestras poblaciones de origen en cuanto a los cuerpos. La
progresión de la población se está ralentizando en todo el mundo, así que
vamos a asistir a un crecimiento lento, tanto en cuanto al tamaño del cuerpo
como en cuanto a las formas corporales, y también en lo que concierne a los
récords.» Así como antaño explorar la Tierra debió de antojársele a los
aventureros un empeño interminable, puede que la era de la permanente
ruptura de los récords pertenezca en buena medida al pasado, y que el futuro
sea una época donde se avance pasito a pasito.
A medida que el universo de los físicos atléticos se ha ido expandiendo
aceleradamente hacia el exterior, encontrar aquellos cuerpos cada vez más
excepcionales ha alimentado una búsqueda global del talento
progresivamente extensa y onerosa.
Y en ese empeño, ninguna liga ha sido más afortunada que la NBA, la
Asociación Nacional de Baloncesto norteamericana.

142Los mercados de ganador único con el debate del impacto de la tecnología: Frank, Robert H.,
Luxury fever: money and happiness in an era of excess, Free Press, 1999 (e-book para kindle).

143La velocidad de las articulaciones de Jesse Owens era parecida a la de Carl Lewis: Schechter, Bruce,
«How much higher? How much faster?», en Editores de Scientific American, eds., Building the elite
athlete, Scientific American, 2007.

144La cita relativa a la forma perfecta del hombre aparece aquí: Sargent, D. A., «The physical
characteristics of the athlete», Scribner’s Magazine, 2(5), (1887), 558.

145Norton y Olds han escrito ampliamente sobre los cuerpos cambiantes en el grupo de deportistas de
élite. He aquí dos de los mejores artículos de recopilación, de los que fueron extraídos muchos de los
ejemplos de deportes concretos de este capítulo: Norton, Kevin, y Tim Olds, «Morphological evolution
of athletes over the 20th century: causes and consequences», Sports Medicine, 31(11), (2001), 763-83.
Old, Timothy, «Chapter 9: Body composition and sports performance», en Ronald J. Maughan, ed., The
olympic textbook of science in sport, Blackwell Publishing, 2009.

146Las mujeres muy altas tienen 191 probabilidades más de llegar a una final olímpica que las mujeres
muy bajas: Khosla, T., y V. C. McBroom, «Age, height and weight of female olympic finalists», British
Journal of Sports Medicine, 19, (1988), 96-99.

147Norton y Olds coeditaron el manual Anthropometrica (UNSW Press, 2004), la introducción


definitiva a la medición de los tipos corporales en los deportes. El capítulo 11, «Anthropometry and
sports performance», es un tesoro oculto de información, desde el rápido cambio en la altura de los
saltadores de altura a raíz de la introducción del estilo Fosbury, a los gráficos que muestran de qué
manera varían los cuerpos de los plusmarquistas mundiales en función de la distancia que corran.
148 La búsqueda mundial de unos cuerpos cada vez más aptos para el deporte ha sido extremadamente
fructífera en casi todos los deportes. Durante siglos, los japoneses dominaron la lucha sumo porque,
bueno, sólo competían ellos. Desde el siglo XVII hasta 1990, sólo los luchadores nacidos en Japón
habían alcanzado la máxima categoría de Yokozuna. Pero en el mercado global del deporte, los
deportistas de países generalmente con mayor población se han infiltrado en el sumo a lo grande. Para
consternación de los tradicionalistas del sumo, cinco de los últimos siete Yokozuma han sido mogoles o
norteamericanos nacidos en Hawai.

149La eliminación del calor y el tamaño del cuerpo de los corredores: O’Connor, Helen, Tim Olds y
Ronald J. Maughan, «Physique and performance for track and field events», Journal of Sports Sciences,
25(S2), (2007), S49-60.

150El efecto de la temperatura central sobre el esfuerzo (y la repercusión de las anfetaminas): Roelands,
Bart y otros, «Acute norepinephrine reuptake inhibition decreases performance in normal and high
ambient temperature», Journal of Applied Physiology, 105, (2008), 206-12. Tucker, Ross, «The
anticipatory regulation of performance: the physiological basis for pacing strategies and the
development of a perception-based model for exercice performance», British Journal of Sports Medicine,
43, (2009), 392-400.

151 Uno de los motivos de que las anfetaminas sean tan buenas, aunque ilegales, para aumentar la
resistencia, es que al parecer eliminan la inhibición cerebral al sobrecalentamiento, permitiendo que un
atleta continúe por encima de los 40º. Aunque fantástico para el rendimiento, eso también conduce a un
golpe de calor y a la muerte en una competición. En 2009, un entrenador de fútbol americano de un
instituto de Kentucky fue juzgado por asesinato después de que uno de sus jugadores se desplomara y
muriese durante un entrenamiento llevado a cabo bajo un calor enorme. El entrenador fue absuelto, y
se hizo público que el jugador estaba sometido a un tratamiento con anfetaminas por padecer un
TDAH.

152El debate de la eliminación del calor en relación concretamente a Paula Radcliffe: Schwellnus,
Martin P., ed., The olympic textbook of medicine in sport, Wiley, 2008, p. 463.

153El famoso estudio de los tipos corporales de los olímpicos de México 1968: De Garay, Alfonso L.,
Louise Levine y J. E. Lindsay Carter, eds., Genetic and anthropological studies of olympic athletes,
Academic Press, 1974.

154El corto tiro de los pantalones de Michael Phelps: McMullen, Paul, «Measure of a swimmer: from
flipper feet to a long trunk, Phelps represents a one-man body shop of what a swimmer should be»,
Baltimore Sun, 9 marzo 2004.
155 En deportes como la natación, el kayakismo y el lacrosse, los deportistas tienden a mostrar un
«índice braquial» muy alto. Esto es, el antebrazo es relativamente largo comparado con el brazo, lo que
hace al brazo en su conjunto más apto para la propulsión. Los levantadores de pesas y los luchadores,
que necesitan estabilidad y fuerza, tienen unos índices braquiales muy bajos.

156La diferencia salarial entre la media de los trabajadores y los deportistas profesionales (actualizada
utilizando las cifras de la Oficina Censal de Estados Unidos): Olds, Timothy, «Capítulo 9: Body
composition and sports performance», en Ronald J. Maughan, ed., The olympic textbook of science in
sports, Blackwell Publishing, 2009.

157El estudio del consorcio GIANT: Willer, C. J., y otros, «Six new loci associated with body mass index
highlight a neuronal influence on body weight regulation», Nature Genetics, 41(1), (2009), 25-34.

158Los investigadores de Estados Unidos y Finlandia han encontrado que un porcentaje elevado de
fibras musculares de contracción rápida disminuye la quema de la grasa y aumenta la tensión arterial y
el riesgo de enfermedades cardíacas: Hernelahti, Miika y otros, «Muscle fiber-type distribution as a
predictor of blood pressure: a 19-year follow-up study», Hypertension, 45(5), (2008), 1019-23. Kujala,
Urho M., y Heikki O. Tikkanen, «Disease-specific mortality among elite athletes», JAMA, 285(1),
(2001), 44. Tanner, Charles J., y otros, «Muscle fiber type is associated with obesity and weight loss»,
American Journal of Physiology-Endocrinology and Metabolism, 282, (2002), E1191-96.

159Francis Holway compartió cortésmente las hojas de cálculo de sus datos sobre las mediciones
corporales de los deportistas.

160Cowgill sobre las diferencias innatas en los esqueletos: Cowgill, L. W., «The ontogeny of holocene
and late pleistocene human postcranial strength», American Journal of Physical Anthropology 141(1),
(2010), 16-37.

161 El límite que Holway ha documentado para las mujeres se acerca a la proporción 4,2 a 1. Y ambos
límites son sin esteroides. Los deportistas con esteroides han sido capaces de sobrepasar el límite de 5 a
1.

162La cita de Tanner está sacada de: Tanner, J. M., Fetus into man: physical growth from conception to
maturity, Harvard University Press, (edición revisada y aumentada), 1990.
8

El jugador NBA de Vitruvio

Mucho antes de que se convirtiera en una figura de la cultura pop, y antes de


que saliera con Madonna o se casara con Carmen Electra, o «consigo mismo»
en un ardid publicitario; antes de que posara para la cubierta de Sports
Illustrated con el pelo teñido de rojo bombero, luciendo una gargantilla
claveteada con expresión petulante y sosteniendo un loro azul; antes de que
anunciara que fundaría una liga de baloncesto de mujeres en topless y mucho
antes de que alternara con el líder norcoreano Kim Jong-un, Dennis Rodman
no era más que un mequetrefe inseguro.
De niño, antes de quedarse dormido por las noches en la casa de
protección oficial de Oak Cliff, Dallas, permanecía despierto y pensaba: «Ahí
fuera hay algo grande esperando a Dennis Rodman». Mal sabía él a la sazón
que ese «algo grande» sería él mismo.
Entonces, las hermanas de Rodman eran las estrellas del baloncesto.
Ambas llegarían a ser estrellas de la selección universitaria, mientras Dennis,
el pigmeo de la familia, era bajito, desmañado y le costaba Dios y ayuda meter
un tiro bajo aro. Durante media temporada calentó el banquillo en el equipo
de baloncesto del instituto y luego lo dejó. Cuando terminó el bachillerato
medía 1,75 m, y soportaba el cachondeo de sus amigos cuando seguía a todas
partes a sus hermanas menores, más altas y atléticas.
Después de dejar el instituto, entró a trabajar en el turno de noche del
servicio de limpieza del Aeropuerto Internacional de Fort Worth-Dallas. Una
noche introdujo una escoba por la puerta protectora de una tienda de regalos
con persiana del aeropuerto y pescó una docena de relojes que repartió entre
sus amigos. Le pillaron. Rodman no duró mucho en aquel trabajo. Pero su
«algo grande» ya había empezado a suceder. En los dos años transcurridos
desde que terminara el instituto, Rodman había crecido como un alga.
Cuando trabajaba a tiempo parcial fregando coches en un concesionario de
Oldsmobile por 3,5 dólares la hora, alcanzó una estatura máxima de 2,03 m.
Así que Rodman empezó a jugar al baloncesto y descubrió de repente que
era «menos» patoso pese a ser más alto y más musculoso. Aprendió el juego
tan deprisa, que era como si el hada del baloncesto le hubiera dejado una
noche bajo la almohada las habilidades para manejarse con el aro. Según sus
palabras: «Fue como si tuviera un cuerpo nuevo que supiera hacer toda
aquella mierda que el viejo no sabía».163
Un amigo de la familia le convenció de que hiciera una prueba para un
equipo universitario local. Así que jugó durante algún tiempo, aunque lo dejó
por problemas académicos. Al año siguiente, en 1983, obtuvo una beca de
baloncesto para la Universidad Estatal de Oklahoma Suroriental, una poco
conocida facultad de la NAIA [liga universitaria]. Allí se hizo el amo durante
tres años, promediando 25,7 puntos y unos estratosféricos 15,7 rebotes por
partido. El resto es historia de la cancha. Rodman fue elegido en el draft de la
NBA y en catorce años ganó cinco campeonatos, fue dos veces proclamado
Jugador Defensivo del Año y se convirtió en el mejor reboteador de la historia
de la NBA. En 2011, el hombre que apenas había jugado un partido de
baloncesto organizado antes de cumplir los veintiún años, fue incluido en el
Salón de la Fama del Baloncesto.

Sólo con una inevitabilidad ligeramente menor que la muerte y los impuestos,
los Chicago Bulls ganaron casi todos los campeonatos de la NBA durante la
década de 1990.
Tal dominio dinástico llegó sobre las espaldas de tres futuros miembros
del Salón de la Fama y de tres oportunos estirones. Antes de que la trinidad de
pilares de la dinastía de los Bulls alcanzaran su estatura, sus habilidades por
separado no los habían elevado por encima de la multitud.
Uno era Rodman, por supuesto. También estaba Scottie Pippen, que tenía
una historia parecida. Al terminar el instituto medía 1,85 y comenzó como
director técnico del equipo de la Universidad de Arkansas Central. Pegó un
estirón hasta el 1,90 m hacia el final de su primer año y empezó a jugar en el
equipo. Al terminar el siguiente verano, Pippen estaba en 1,95 m. Al finalizar
la primera temporada había llegado a los 2 m, y los ojeadores de la NBA
empezaron a menudear de incógnito por las gradas para ver a Arkansas
Central. Años más tarde, Pippen sería elegido uno los cincuenta mejores
jugadores de la historia de la NBA, y entraría en el Salón de la Fama un año
antes que Rodman.
Michael Jordan no apuró tanto la cosa. Ya era un buen jugador de
baloncesto en el instituto —con 1,73 m empezó a hacer mates en su primer
año—,164 pero provenía de una familia relativamente diminuta, y en su
segundo año de instituto ya tenía una rara estatura de casi 1,82 m. En su
tercer año, estaba siendo valorado por los ojeadores universitarios, aunque
parecía ser más apto para una universidad pequeña. Según confesión del
propio Jordan, su hermano Larry, que medía 1,70 m, era tan atlético como él
y le superaba cuando jugaban en el patio de casa. Hasta que Michael dio el
estirón. Al final del instituto creció algo más de 15 cm y dejó el béisbol para
centrarse en el baloncesto. Y obtuvo una beca para la poderosa Carolina del
Norte. El resto de la historia casi no necesita de ser contada.
Rodman, Pippen y Jordan formaron el núcleo de un equipo de los Bulls
que la temporada 1995-1996 terminó con 72 victorias y 10 derrotas, una
hazaña no igualada ni antes ni después, y sus biografías son unos testamentos
de la primacía de la estatura.
Esto no pretende insinuar que medir 1,98 m o 2,03 m automáticamente le
hace a uno jugador de baloncesto profesional, y ni mucho menos le envía de
cabeza al Salón de la Fama. Como la celebridad de ESPN Colin Cowherd dijo
en su programa de radio: «El talento no cae del útero… hay un millón de tíos
en Norteamérica que miden 2,03 y que no están en la NBA». Aunque por otro
lado, eso tampoco es cierto.
De acuerdo con los datos de la Oficina Censal de Estados Unidos y del
Centro Nacional para las Estadísticas de la Salud, probablemente haya menos
de veinte mil varones norteamericanos de entre veinte y cuarenta años que
midan por lo menos 2,03 m. Así que entre un millón no hay un Dennis
Rodman o un LeBron James —comparados con los hombres de igual estatura
—, aunque sí hay uno en un remanso del tamaño de Rolla, Missouri.
La altura es un rasgo increíblemente estrecho y limitado entre los
humanos. Todo un 68 por ciento de varones norteamericanos se sitúan en
una horquilla de sólo 15 cm, del 1,70 m al 1,85 m. La curva de campana de la
estatura de los adultos es una pendiente propia del Himalaya que desciende
escarpadamente por ambos lados de la media. Un mero 5 por ciento de
norteamericanos miden 1,90 m o más, mientras que la estatura media de un
jugador de la NBA ronda permanentemente más de los 2,06 m. Baste decir
que hay una coincidencia asombrosamente escasa —bastante menos que la
sugerida por Cowherd— entre la estatura de la humanidad y la de los
jugadores de la NBA.
Mientras que los habitantes del mundo industrializado se hicieron más
altos a lo largo de gran parte del siglo XX a un ritmo de un centímetro por
decenio más o menos —debido, al menos en parte, al aumento en la ingesta
de proteínas y al descenso de las infecciones infantiles que retrasan el
crecimiento, y quizá también a una mezcla de genes más amplia, en la que los
genes de los «altos» dominaron a los genes de los «bajos»—,165 los jugadores
de la NBA han estado creciendo a un ritmo cuatro veces superior, y los más
altos de la NBA a diez veces dicho ritmo.
En Outliers, Malcolm Gladwell establece una comparación entre la altura
en baloncesto y el CI. Existe un umbral, escribe, cuya superación realmente
no tiene ninguna trascendencia. Por encima de un CI de 120 —el cual ya
elimina a la mayoría de la humanidad—, sostiene, uno ya es lo
suficientemente inteligente para analizar los problemas intelectuales más
difíciles, y un CI mayor no se traduce en ningún éxito en la vida real. En el
baloncesto, añade, «quizá sea mejor medir 1,88 m que 1,85 m… Pero más allá
de cierto punto, la altura deja de tener tanta importancia». Pero la «hipótesis
del umbral» del CI no se ve apoyada por el trabajo de los científicos
especializados en ese campo, ni tampoco la hipótesis del umbral de la altura
en la NBA encuentra apoyatura en los datos de los jugadores.166
De acuerdo con los datos procedentes de la NBA y de las pruebas
combinadas previas al draft de la NBA (que utilizan exclusivamente
mediciones reales de los jugadores descalzos), la Oficina del Censo y el Centro
Nacional para las Estadísticas de la Salud de los Centros para el Control de las
Enfermedades,167 se prima de tal manera el exceso de estatura en la NBA, que
la probabilidad de que un norteamericano de entre veinte y cuarenta años sea
actualmente jugador de la NBA se incrementa en todo un orden de magnitud
con cada aumento de cinco centímetros en la estatura a partir del 1,83 m.
Para un hombre que mida entre 1,83 m y 1,88 m, sus probabilidades de estar
actualmente en la NBA es de cinco entre un millón; entre 1,88 m y 1,93 m, las
probabilidades aumentan a veinte entre un millón. En cuanto a un hombre
que esté entre los 2,08 m y los 2,13 la cosa asciende hasta los treinta y dos mil
entre un millón, o lo que es lo mismo, el 3,2 por ciento. Que un
norteamericano mida 2,13 es tan raro, que el CDC ni siquiera incluye un
percentil de altura para esa estatura. Pero las mediciones de la NBA
combinadas con la curva formada por los datos de dicho organismo, sugieren
que de los norteamericanos entre veinte y cuarenta años que miden 2,13, un
asombroso 17 por ciento ya está «ahora mismo» en la NBA.168 Encuentren a
seis hombres honrados de 2,13, y uno estará en la NBA.
Kevin Norton y Timothy Olds, los científicos de la Gran Explosión de los
tipos corporales, registraron en un gráfico el incremento de los jugadores de
2,13 m de la NBA desde 1946 a 1998 y hallaron que la proporción de
jugadores de la NBA de esta estatura aumentó lenta aunque constantemente
durante treinta cinco años, pasando de cero en 1946 a alrededor del 5 por
ciento de todos los jugadores a principios de la década de 1980, justo antes de
que el mercado de ganador único del baloncesto se disparara de forma
desmesurada.
En 1983, la NBA alcanzó un acuerdo con los jugadores para firmar un
revolucionario convenio colectivo que convertía a los deportistas en socios de
la liga con derecho a participar monetariamente de los acuerdos de licencia, la
venta de entradas y los contratos de televisión. Al año siguiente, un novato
Michael Jordan firmaba un contrato igualmente innovador con Nike, por el
que adquiría una participación en los beneficios por las ventas de zapatillas
que llevaran su nombre.
De pronto, los ingresos potenciales de los jugadores de baloncesto
profesionales salieron disparados por el techo de la pista, y prácticamente
cualquiera que «pudiese» jugar en la NBA quería hacerlo. Al mismo tiempo,
los equipos de la NBA empezaron a registrar el mundo en busca de gigantes.
Sólo en los tres años que siguieron a la firma del nuevo convenio, la
proporción de jugadores de 2,13 m que jugaban en la NBA se fue a más del
doble, alcanzando el 11 por ciento, donde básicamente permanece desde
entonces. «Lo que esto significa es que básicamente todas las personas del
mundo que midan 2,13 m y sepan jugar al baloncesto forman parte del
juego», dice Olds. «Es como si hubiéramos alcanzado un límite de población.»
Para alcanzar esto fue necesario aumentar la globalización del deporte. La
estatura media de los jugadores norteamericanos de la NBA ronda el 1,99 m,
mientras que la de los jugadores extranjeros se acerca a los 2,06 m. Muchos de
los jugadores extranjeros de la NBA están ahí, aparentemente, porque los
equipos andan escasos de jugadores de la casa que sean altos. Por lo tanto, tal
vez no sorprenda en absoluto que los países no norteamericanos con una
representación estable en la NBA —Croacia, Serbia, Lituania— se cuenten
entre los más altos del mundo. Dado que la altura es un rasgo humano con
una «distribución normal» (esto es, una curva de campana), una diferencia
insignificante en la estatura media de un país implica una gran diferencia en
el número de personas situadas en los extremos, como los que miden 2,13 m.
Desde el punto de vista de las estaturas raras, la Asociación Nacional de
Baloncesto Femenino de Estados Unidos se sitúa muy por detrás de la liga
masculina. La estatura media de una jugadora de la WNBA está entre el 1,80
m y el 1,83 m, lo que en términos relativos no es una estatura tan
desmesurada en comparación con la mujer media, como lo es la de un
jugador de la NBA en relación a un hombre medio. La jugadora media de la
WNBA sólo es un 10 por ciento más alta que la norteamericana media,
mientras que el jugador medio de la NBA supera casi en un 15 por ciento la
estatura media de los hombres.
Puede que lleve algún tiempo el que las mujeres altas graviten hacia el
juego. O que sea necesario un mercado de ganador único más potente. Las
jugadoras de la WNBA ganan sólo unos cuantos miles de dólares al año,
mientras que los jugadores de la NBA se embolsan más de 5 millones anuales.
Es fácil darse cuenta del motivo de que muchas mujeres con el don atlético de
la altura puedan sentirse inclinadas hacia otros deportes que les deparan la
oportunidad de obtener un mayor lucro, como pueda ser el tenis. A medida
que las raquetas se han ido haciendo más ligeras, y los servicios más
importantes en el juego, las jugadoras se han ido haciendo más altas. Mientras
escribo esto, las tres mejores jugadores de tenis del mundo tienen una
estatura media de 1,82 m, casi idéntica a la estatura media de la WNBA.
Nada de esto significa que los hombres y las mujeres de menos estatura no
puedan triunfar en el baloncesto. Jugadores de la NBA como Muggsy Bogues
(1,60 m),169 Nate Robinson (un pelín menos de 1,73 m) y Spud Webb (1,70 m
con calcetines gruesos) prosperaron todos en la tierra de los gigantes. Aunque
no sin unas habilidades que compensaran su estatura. Robinson y Webb, dos
de los jugadores más bajos de la historia de la NBA, ganaron ambos el Slam
Dunk Contest [Concurso de mates]. Bogues presumía de un asombroso salto
vertical de casi 1,12 metros, aunque sus manos diminutas le dificultaban
palmear la pelota, así que se contentaba con hacer mates con pelotas de
voleibol en los entrenamientos.
Las personas de poca estatura no llegan generalmente a la NBA a menos
que posean unas aptitudes para el salto extraordinariamente anormales. Sin
llegar necesariamente al caso de Bogues, Robinson y Webb, pero piensen en el
total general de todos los tiempos de los hombres elegidos para jugar en la
NBA que eran incapaces de elevarse lo suficiente para agarrar el aro en las
pruebas combinadas previas al draft: cero. Aunque hay otra cosa que ayuda a
que los pequeños triunfadores de la NBA jueguen a lo grande.
El Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci tiene una anchura con los
brazos extendidos igual a su altura. Como yo. Probablemente como ustedes, o
casi, casi. Por otro lado, Nate Robinson, que no llega por poco al 1,73 m tiene
una envergadura de brazos de más de 1,85 m. En efecto, no es tan bajo como
es. En realidad, casi ninguno de los jugadores de la NBA son tan bajos como
parecen, incluidos los ridículamente altos.
La proporción media entre la envergadura de los brazos y la altura de un
jugador de la NBA es de 1,063. (En el contexto médico, un ratio superior a
1,05 constituye uno de los criterios tradicionales para diagnosticar el
síndrome de Marfan, la enfermedad del tejido conjuntivo del cuerpo que
produce un alargamiento de las extremidades.) Un jugador de la NBA de
estatura media, uno que esté alrededor de los 2 m, tiene una envergadura de
2,13 m. Para encajar al jugador NBA de Vitruvio, Leonardo habría necesitado
un rectángulo y una elipsis y no la pulcritud del cuadrado y el círculo que
utilizó.
Los jugadores de la NBA etiquetados en función de su estatura de
«demasiado pequeños» para la posición en la que juegan, por lo general
compensan ésta con una superenvergadura de brazos. Los 2,04 de Elton
Brand, la primera elección en el draft de la NBA de 1999, son poco llamativos
para un ala-pivot. Pero en realidad Brand es un gigante entre los ala-pivot si
se tienen en cuenta sus 2,27 m de envergadura. John Wall, el base que fue
primera elección en el draft de 2010, mide sólo 1,89 descalzo, pero tiene una
envergadura de 2,06 m. Cuando los Miami Heat juntaron a sus tan
cacareados Tres Grandes —Chris Bosh, LeBron James y Dwyane Wade—
antes de la temporada 2010-2011, el equipo estaba contratando 6,02 m de
altura, pero 6,26 m de envergadura. Y no es una coincidencia.
Según las estadísticas de los jugadores que estuvieron en las listas de la
NBA al principio de la temporada de 2010-2011, la envergadura de brazos de
un jugador influye en varias estadísticas clave. Un director técnico de la NBA
que quiera aumentar los tiros taponados haría mejor en contratar a un
jugador con unos centímetros más de brazo que de estatura. Anthony Davis,
de los New Orleans Pelicans, la primera elección como taponador del draft de
2012, mide 2,06 m y posee una envergadura de 2,27 m. Las previsiones para
un jugador de la complexión de Davis, serán las de que consiga diez tapones
más por temporada que un gigante de 2,16 que juegue el mismo número de
minutos pero que tenga unos brazos cuya envergadura sea igual a su altura. Si
el director técnico anduviera detrás de los rebotes ofensivos, haría igualmente
bien en contratar a un jugador con unos centímetros más de envergadura que
unos centímetros extra de estatura. Y aunque la estatura sea un indicador
ligeramente mejor de los rebotes defensivos que la envergadura, ambos son
importantes y se tienen en cuenta por igual en las tablas defensivas de un
jugador de la NBA, sin ni siquiera entrar a considerar características tales
como la capacidad de salto, peso, posición o aptitudes reboteadoras en
general.
Sin duda, los directores técnicos que entienden de estadísticas son
conscientes de esto. Daryl Morey, director técnico de los Houston Rockets
formado en el MIT, conocido por haber introducido en el baloncesto el
método del «Moneyball», un estudio donde prima un análisis estadístico
avanzado de los fichajes, ha elegido a varios de los jugadores aparentemente
más pequeños de la NBA. (Morey nunca comentó que el objetivo estratégico
de los Rockets en el draft fueran los jugadores con un ratio envergadura-
estatura alto.) Hace tres temporadas, los Rockets utilizaron al pivot de salida
más bajo de la historia de la NBA, Chuck Hayes, que sólo mide casi 1,97 m;
por suerte, sus brazos tienen una envergadura de 2,08.
La cuestión principal es que los jugadores de la NBA no son sólo
extremadamente altos, sino que también son ridículamente largos, incluso en
relación a su estatura. Y cuando un jugador de la NBA no tiene la estatura
exigida para encajar en su franja dentro del universo de tipos corporales
deportivos, casi siempre tiene una envergadura de brazos que la compensa.
En la era posterior a la Gran Explosión de los tipos corporales, ya sea por
altura, ya por envergadura, casi ningún jugador llega a la NBA sin un tamaño
que sea característico de su puesto y a menudo al margen de la humanidad.
Sólo dos jugadores de la lista de la NBA de la temporada 2010-2011 de los que
se dispone de medidas oficiales, tienen una envergadura de brazos inferior a
su altura. Uno es J. J. Redick, el escolta de los Milwaukee Bucks que mide 1,93
m y tiene una envergadura de brazos de l,91 m, un total y absoluto
Tyrannosaurus rex de la NBA.170 El otro es el recién retirado pivot de los
Rockets Yao Ming. Con una estatura de más de 2,26 m, Yao, cuyos padres
fueron emparejados con fines reproductivos por la Federación China de
Baloncesto, encaja en su nicho a la perfección.171

Una y otra vez los estudios de familias y gemelos encuentran que las
probabilidades de heredar la estatura es de un 80 por ciento. Eso significa que
el 80 por ciento de la diferencia de estatura entre las personas del grupo que
está siendo estudiado es atribuible a la genética, y alrededor de un 20 por
ciento al entorno. (En las sociedades no industrializadas, las probabilidades
de heredar la estatura es menor, porque, al igual que sucede con las plantas en
un suelo pobre, las deficiencias nutricionales o las infecciones impiden a
muchos ciudadanos alcanzar su potencial de estatura genética.) Así que, si el
5 por ciento de los ciudadanos más altos de una población determinada
miden 30 cm más que el 5 por ciento de los más bajos, la genética estará en el
origen de unos 25 cm de esa disparidad.
Durante gran parte del siglo XX, los habitantes de las sociedades
industrializadas aumentaron de estatura a un ritmo de más o menos un
centímetro por decenio. En el siglo XVII, la estatura media de los varones
franceses era de 1,62 m,172 que en la actualidad es la media de la mujer
norteamericana. Como todo el mundo sabe, la primera generación de
japoneses nacidos en Norteamérica de padres inmigrantes, conocidos como
los Nisei, sobrepasaron en altura a sus progenitores.
En la década de 1960, el experto en crecimiento J. M. Tanner examinó a
un par de gemelos que daban a entender el alcance de la variabilidad de la
estatura provocada por el entorno. Los niños idénticos fueron separados al
nacer, y mientras uno de los hermanos creció en un hogar lleno de afecto, el
otro había sido criado por un pariente sádico que lo encerraba en un cuarto a
oscuras y le obligaba a suplicar que le diera de beber. De adultos, el hermano
del hogar protector medía casi 8 centímetros más que su gemelo idéntico,
aunque muchas de sus otras proporciones corporales eran idénticas. «El
control genético de la forma es más riguroso que el del tamaño», escribió
Tanner en Fetus into Man.173 El hermano más bajo era una versión encogida
por el maltrato del hermano más alto.
Sin embargo, se sabe poco sobre los verdaderos genes que influyen en la
estatura, porque incluso la genética de rasgos aparentemente sencillos tiende
a ser muy compleja. Un estudio de 2010 publicado en Nature Genetics
necesitó 3.925 sujetos y 294.831 polimorfismos de nucleótido único —puntos
de un ADN donde puede variar una letra de una persona a otra— para
explicar sólo el 45 por ciento de la varianza de la estatura entre adultos,174 y
eso es lo mejor que ha hecho ningún estudio. Encontrar todos los genes de la
estatura exigirá estudios mucho más grandes y complejos de lo que los
científicos presumían hace un decenio.175
Aunque los genes sean difíciles de identificar, la naturaleza genéticamente
programada de la estatura resulta evidente a partir de los estudios de gemelos.
Debido a las distintas condiciones intrauterinas, al nacer los gemelos
idénticos suelen parecerse «menos» en el tamaño que los mellizos. Y, sin
embargo, después del nacimiento, el más pequeño de dos gemelos idénticos
no tardará en alcanzar la altura del gemelo más grande, y cuando sean adultos
serán casi de la misma estatura o medirán exactamente lo mismo. De forma
similar, las gimnastas retrasan su etapa de crecimiento con un entrenamiento
feroz, aunque eso no hace que su estatura definitiva de adultas disminuya.176
La programación genética también es evidente en el ritmo al que crecen los
niños. En la Primera y Segunda Guerra Mundial, los niños europeos
estuvieron expuestos a breves períodos de hambruna durante los cuales su
crecimiento casi se estancó. Cuando la comida volvió a ser abundante, sus
cuerpos pisaron a fondo el acelerador del crecimiento de tal manera que su
estatura de adultos no se redujo. «El niño desnutrido desacelera y espera a
que lleguen tiempos mejores», escribió Tanner. «Todos los animales jóvenes
tienen capacidad para hacer esto […]. El hombre no evolucionó en la actual
sociedad del supermercado.»
Las permutaciones de las interacciones entre naturaleza y educación que
determinan el tamaño son insondables. Piensen en esos niños que crecen más
deprisa en primavera y verano que en otoño e invierno, fenómeno que según
parece es debido a las señales de la luz solar que penetran a través de los
globos oculares, puesto que el crecimiento de los niños totalmente ciegos está
sujeto a parecidas fluctuaciones, aunque en su caso no están sincronizadas
con las estaciones.
La altura adquirida por los habitantes de las sociedades urbanas a lo largo
del siglo XX provino principalmente del aumento en la longitud de las piernas.
Las piernas se alargaron más deprisa que los torsos. En los países en vías de
desarrollo que muestran enormes disparidades nutricionales y de prevención
de infecciones entre la clase media y los pobres, las diferencias en estatura
entre los acomodados y los afligidos estriba en su totalidad en las piernas.
Japón mostró una asombrosa tendencia al crecimiento durante el período
de su «milagro económico» que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Desde
1957 a 1977, la estatura media del varón japonés aumentó en más de 4 cm, y
la de la mujer en 2,54 cm. En 1980, la estatura de los japoneses de Japón se
había igualado a la de los japoneses de Norteamérica. Sorprendentemente,
todo el aumento en la estatura venía causado por el aumento en la longitud de
las piernas. Los japoneses modernos siguen siendo bajos comparados con los
europeos, pero no tanto como lo fueron otrora. Y ahora tienen unas
proporciones más parecidas.177

No obstante, existen ciertas diferencias en los tipos corporales que han


persistido a lo largo del tiempo y que han atraído el interés de los
antropometristas del deporte. Todos los estudios que han analizado las
diferencias raciales en los tipos corporales han documentado una disparidad
entre blancos y negros que se mantienen, ya residan en África o Europa, ya en
el continente americano. Por lo que respecta a cualquier estatura sentado
determinada —esto es, la altura a la que se sitúa la cabeza cuando uno está
sentado en una silla—, los africanos o afroamericanos tienen unas piernas
más largas que los europeos. Para una estatura sentado de 61 cm, un niño
afroamericano tenderá a tener unas piernas 6 cm más largas que las de un
niño europeo. Las piernas compensan una proporción corporal mayor en un
individuo de origen africano reciente.178 Y esto vale también para los
deportistas de élite.
Los estudios de los atletas olímpicos hallan sistemática y constantemente
que los africanos, afroamericanos, afrocanadienses y afrocaribeños tienen una
complexión más «lineal» que sus adversarios descendientes de asiáticos y
europeos. Esto es, tienden a tener piernas más largas y una menor anchura
pelviana.179
En su resumen de las mediciones de los 1.265 deportistas de los Juegos
Olímpicos de México 1968, los científicos afirman que los tipos corporales
eficaces dentro de un deporte son mucho más parecidos entre sí que los tipos
corporales entre deportes, independientemente de la raza, aunque «la más
constante de esas diferencias» dentro de cada deporte son la estrechez de
cadera y la mayor largura de brazos y piernas de los deportistas con
antepasados africanos recientes. «Estas diferencias aparecen prácticamente en
todas las pruebas», escriben los investigadores.180
Los científicos modernos que han medido a los deportistas mencionan en
sus escritos, a veces a regañadientes, que tales diferencias en los tipos
corporales influyen en el rendimiento deportivo. Los científicos suelen tener
cuidado a la hora de señalar que un determinado tipo corporal no sea el
«mejor» en líneas generales, sino que quizá podría encajar más fácilmente en
un nicho deportivo que en otro. «Este patrón podría explicar en parte la
tendencia de los africanos orientales lineales y con extremidades
relativamente largas a destacar en las pruebas de resistencia, mientras que los
europeos orientales y asiáticos con extremidades cortas tienen un largo
historial de eficacia en el levantamiento de pesas y la gimnasia», escriben
Norton y Olds, los gurús de la Gran Explosión de los tipos corporales en su
manual Anthropometrica.
La diferencia en la longitud de las extremidades también queda patente en
los datos de la NBA.181 En las mediciones previas al draft por lo que respecta
a los jugadores activos, la estatura media del jugador blanco norteamericano
de la NBA resultó ser de casi 2,02 m, con una envergadura de brazos de 2,08
m. La estatura y envergadura medias de los jugadores afroamericanos de la
NBA fue de 1,97 m y 2,11 m, respectivamente; más bajos pero más largos.
Tanto los jugadores blancos como negros de la NBA tienen unos ratios
envergadura-altura mucho mayores que la media de la población, aunque
existe una brecha notable entre los jugadores blancos y negros. El ratio medio
de un jugador blanco de la NBA es de 1,035, y el de un jugador afroamericano
de 1,071. Aun así, hay una amplia variación entre jugadores dentro de una
raza dada. Por ejemplo, dos jugadores blancos, Coby Karl (estatura: 1,91 m,
envergadura: 2,11) y Cole Aldrich (estatura: 2,05, envergadura: 2,25 m) tienen
unos ratios envergadura-estatura que se acercan a 1,10, pero ambos son
notablemente atípicos comparados con los demás jugadores blancos de la
NBA. No hay ningún otro jugador blanco que tan siquiera se les acerque,
mientras que varios jugadores negros tienen ratios mayores. Cuando les
mostré estos datos a unos científicos que estudian los cuerpos de los
deportistas, me respondieron: «Bueno, quizá no sea tanto que los blancos no
sepan saltar. Lo que pasa es que no pueden llegar muy alto».182
En cierto sentido, ésta es la última noticia del milenio para los científicos
que han estado estudiando las formas corporales. En 1877, el zoólogo
norteamericano Joel Asaph Allen publicó un artículo fundamental183 en el
que observaba que las extremidades de los animales se iban haciendo más
largas y delgadas a medida que uno se acercaba al ecuador. Los elefantes
africanos se pueden distinguir de los asiáticos por sus orejas flexibles como
velas; esto se debe a que las orejas, como nuestra piel, actúan como un
radiador para liberar calor. A mayor superficie de radiador en comparación
con el volumen del propietario, más deprisa se libera el calor. Los elefantes
africanos, que han evolucionado más cerca del ecuador, han desarrollado
unas orejas más grandes con una finalidad refrigerante. «La ley de Allen» de
que los animales de climas más calurosos tienden a tener unas extremidades
más largas, se ha ampliado a los humanos por tantos estudios que llenarían
un verdadero archivador.184
El análisis realizado en 1998 de cientos de estudios sobre poblaciones
nativas de todo el mundo,185 encontró que cuanto más alta era la temperatura
media anual de una zona geográfica, las piernas de los habitantes cuyos
antepasados habían residido históricamente eran proporcionalmente más
largas. El estudio incluyó a todos los hombres y mujeres de docenas de
poblaciones nativas de todos los continentes habitados, y en lo tocante a la
longitud de las piernas fueron agrupados por zonas geográficas. Los africanos
y los aborígenes australianos de latitudes bajas tenían, proporcionalmente, las
piernas más largas y los troncos más cortos. Así que no se trata tanto
exclusivamente de la raza como de la geografía. O de la latitud y el clima, para
ser más precisos. Los africanos con antepasados en las regiones meridionales
del continente más alejadas del ecuador, no tienen a la fuerza unas
extremidades especialmente largas. Pero si una de las personas africanas del
estudio era de una población de Nigeria o de otra genética y físicamente
distinta de Etiopía, siempre que fuera de una latitud baja sus piernas serían
probablemente más largas que las de un europeo de similar altura. Y sin duda
más largas que las de los inuit del norte de Canadá, porque los inuit tienden a
ser bajos y rechonchos, a tener unas extremidades cortas y una pelvis
ancha.186
En el siglo XIX, Allen dedujo que las extremidades largas de los animales
de latitudes bajas eran una consecuencia «directa» de la calidez del clima. En
otras palabras, creía que si una cría de elefante africano era adoptada por unos
padres elefantes asiáticos y criada en una latitud alta en Asia, acabaría
teniendo las mismas orejas pequeñas que los proboscidios asiáticos. A este
respecto, estaba equivocado. Las comparaciones realizadas entre
descendientes humanos de africanos ecuatoriales y europeos que en la
actualidad viven en el mismo país, pongamos Inglaterra o Estados Unidos,
muestran que las diferencias en las extremidades se mantienen. El efecto del
clima sobre las extremidades se manifiesta por consiguiente, y
primordialmente, a través de la selección genética a lo largo de generaciones.
Los humanos ancestrales con extremidades más cortas tenían mayores
probabilidades de sobrevivir y reproducirse en las frías latitudes
septentrionales porque retenían más calor.
En 2010, un equipo de investigadores de distintas razas de las
universidades Duke y Howard afrontaron el asunto de los tipos corporales en
referencia a los antepasados y el rendimiento deportivo. Los científicos
hicieron acrobacias para evitar los estereotipos raciales. «Nuestro estudio no
fomenta la noción de raza», escribieron. En una nota de prensa que
acompañaba al estudio, Edward Jones, un miembro de color del equipo de
investigación, hizo hincapié en que el acceso a las instalaciones deportivas es
esencial para el desarrollo deportivo, y que durante su infancia en Carolina
del Sur se le había desanimado a practicar la natación. Sin embargo, los
investigadores informaron de que, en comparación con los adultos blancos de
una estatura determinada, los adultos negros tenían un centro de masa —
situado aproximadamente en el ombligo— alrededor de un 3 por ciento más
alto. En su investigación, utilizaron modelos de cuerpos de ingeniería que
movían a través de fluidos —aire o agua— para determinar que esa diferencia
del 3 por ciento se traduce en un 1,5 por ciento de ventaja en cuanto a
velocidad en las carreras para los atletas con los ombligos más altos (esto es,
los atletas negros) y en un 1,5 por ciento de ventaja de velocidad en natación
para los deportistas con un ombligo más bajo (es decir, los deportistas
blancos).187
Como Jones señaló, habría que ser ciego y tonto para ignorar la
importancia del acceso al equipamiento y la preparación. Pero este libro trata
de la genética y el deporte, y habría que ser igual de ciego para ignorar la
evidente y notoria superioridad de las personas con una ascendencia
geográfica concreta en determinados deportes que se disputan en todo el
mundo y cuyo acceso plantea pocas barreras. Concretamente, por supuesto,
nos referimos a que los atletas más ligeros de pies, tanto en la larga como en la
corta distancia, son los negros.

163Dennis Rodman confirmó su rápido crecimiento en estatura en una entrevista, pero su libro es un
relato de lo más pintoresco y fuente de sus citas: Rodman, Dennis, Bad as I wanna be, Dell, 1997.

164Michael Jordan señala que empezó a hacer mates en el instituto cuando era un novato de 1,73 m en
el vídeo Come fly with me (Fox/NBA), y de las frecuentemente comentadas condiciones físicas y escasa
estatura de su hermano; donde se habla de manera más elocuente es en el capítulo 2 del libro de David
Halberstam Playing for keeps: Michael Jordan and the world he made, Three Rivers Press, 2000.

165La mezcla de genes puede que esté contribuyendo a un aumento generalizado de la estatura: Malina,
Robert M., «Secular changes in size an maturity: causes and effects», Monographs of the Society for
Research in child Development, 44(3/4), (1979), 59-102.

166Los artículos científicos que abordan los postulados periodísticos sobre el umbral, incluidos
Malcolm Gladwell y David Brooks: Arneson, Justin J., Paul R. Sackett y Adam S. Beatty, «Ability-
performance relationships in education and employment settings: critical tests of the more-is-better and
the good-enough hypotheses», Psychological Science, 22(10), (2011), 1336-42. Hambrick, David Z., y
Elizabeth J. Meinz, «Limits on the predictive power of domain-specific experience and knowledge in
skilled performance», Current Directions in Psychological Science, 20(5), (2011), 275-79. (El artículo
observa: los niños que obtuvieron a los trece años un percentil 99,9 en la sección de matemáticas de la
puebra SAT, tienen 18 veces más de probabilidades de doctorarse en ciencias exactas u otras ramas de la
ciencia que los niños que «sólo» obtuvieron el percentil 99,1.)

167El análisis de los datos de los tipos corporales en la NBA de este capítulo es original, y fue realizado
por el autor y el psicólogo Drew H. Bailey. Se utilizaron los datos de la prueba combinada de la NBA y
de las fuentes oficiales de Estados Unidos que se reseñan en el texto.

168 Muchos de los hombres que los listados de la NBA afirman miden 2,13 m resultan ser 2,5 cm o
incluso 5 cm más bajos cuando se les mide descalzos en las pruebas previas. Shaquille O’Neal, sin
embargo, mide realmente 2,16 descalzo.

169El Muggsy Bogues de 1,60 m era capaz de hacer mates: Foreman, Tom Jr., «Bogues, Webb make case
for the little guy», Associated Press, 6 febrero de 1985.

170 Los boxeadores consumados también suelen tener brazos largos, aunque la tendencia no es ni con
mucho tan omnipresente como en la NBA, ni siquiera entre los mejores pesos pesados. Rocky Marciano
fue el J. J. Redick de su época, con 1,80 m de estatura y una envergadura de brazos confirmada de 1,70
m. Por su parte, Sonny Liston medía casi 1,83 m, y su envergadura de brazos llegaba a los 2,13 m.

171Un relato fascinante acerca de la «creación» de Yao Ming: Larmer, Brook, Operation Yao Ming: the
chinese sports empire, american big business, and the making of an NBA superstar, Gotham, 2005.

172La estatura media de los franceses del siglo XVII: Blue, Laura, «Why are people taller today than
yesterday?», Time, 8 julio 2008

173Fetus into man, de M. Tanner (Harvard University Press, 1990) sirvió como fuente sobre las
tendencias de crecimiento en el mundo industrializado. Es ahí donde Tanner relata: la historia de los
gemelos idénticos criados en ambientes completamente diferentes (p. 121); los patrones de crecimiento
de los gemelos (p. 123); que el hombre no evolucionó con el supermercado (p. 130); las disparidades en
la longitud de las piernas entre las diferentes clases socioeconómicas (p. 131); el trabajo que indica que
los niños ciegos muestran unos patrones diferentes de crecimiento (p. 146), y el rápido crecimiento de
las piernas durante el «milagro económico» en Japón (p. 159).

174El estudio que explica el 45 por ciento de la varianza en estatura por las variaciones en el ADN
también trata del hallazgo general de que la estatura es hereditaria en una población dada en un 80 por
ciento: Yang, Jian y otros, «Common SNPs explain a large proportion of the heritability for human
height», Nature Genetic, 42(7), (2010), 565-69.

175Sobre la incapacidad para encontrar los genes de la estatura: Maher, Brendan, «The case of the
missing heritability», Nature, 456, (2008), 18-21.

176Las gimnastas retrasan la menarquía, aunque alcazan la estatura normal de los adultos: Norton,
Kevin, y Tim Olds, Anthropometrica, UNSW Press, 2004, p. 313.

177La longitud de las piernas —y en especial el crecimiento de las piernas en Japón—, también se
debate en: Eveleth, Phyllis B., y James M. Tanner, Worlwide variation in human growth, Cambridge
University Press, 2ª ed., 1991.

178 Dado que las personas con antepasados africanos recientes tienden a tener unas extremidades más
largas, el criterio tradicional para diagnosticar el síndrome de Marfan ha sido actualizado de manera
que sea diferente para los afroamericanos y los norteamericanos blancos. Para los afroamericanos, el
ratio tronco-piernas inferior a 0,87 puede ser indicativo de la enfermedad, mientras que el ratio de
diagnóstico para los blancos es de 0,92.

179Los gráficos de la longitud de las piernas por etnias: Eveleth, Phyllis B., y James M. Tanner,
«Capítulo 9: Genetic influence on growth: family and race comparisons», Worldwide variation in
human growth, Cambridge University Press, 2ª ed., 1990.

180El estudio olímpico de México 68 (la cita en relación a las «persistentes» diferencias étnicas aparece
en la p. 73): De Garay, Alfonso L., Louise Levine y J. E. Lindsay Carter, eds., Genetic and anthropological
studies of olympic athletes, Academic Press, 1974.

181 Los datos sobre la raza en los jugadores de la NBA fueron cotejados con los proporcionados
generosamente por el economista de la Brigham Young University Joseph Price, que ha hecho un
fascinante análisis de los prejuicios raciales de los árbitros de la NBA en lo referido al señalamiento de
las faltas personales.

182 Las mediciones de las pruebas combinadas de la NBA utilizadas para este capítulo se refieren
exclusivamente a un muestreo muy especializado de deportistas, aunque, basándonos en esos datos, la
media del salto vertical de pie para un jugador blanco de la NBA fue de 69 centímetros, y para un
jugador negro de 75 centímetros.

183El artículo original de la «ley de Allen»: Allen, Joel Asaph, «The influence of physical conditions in
the genesis of species», Radical Review, 1, (1877), 108-140.

184Un impresionante cuerpo de investigaciones ha extendido las leyes de Allen y Bergmann a los
humanos. Para un debate reciente y una relación de los estudios ratificatorios: Cowgill, Libby W., y
otros, «Development variation in ecogeographic body proportions», American Journal of Physical
Anthropology, 148, (2012), 557-70.
185El análiss de 1998 sobre las proporciones corporales en las poblaciones de todo el mundo:
Katzmarzyk, Peter T., y William R. Leonard, «Climatic influences on human body size and proportions:
ecological adaptations and secular trends», American Journal of Physical Anthropology, 106, (1998),
483-503.

186 Es importante tener presente que éstas son consideraciones medias. Todos podemos coincidir, por
ejemplo, en que de media los hombres son más altos que las mujeres. Y, sin embargo, existen suficientes
variaciones individuales para que sea fácil encontrar a una mujer más alta que muchos hombres.

187El estudio del «ombligo» de 2010: Bejan, A., Edward C. Jones y Jordan D. Charles, «The evoluction
of speed in athletics: why the fastest runners are black and swimmers white», International Journal of
Design & Nature, 5(3), (2010), 199-211. Comunicado de prensa de Duke: «Por lo que respecta a los
deportistas más veloces, todo reside en el centro de gravedad», 12, julio 2010.
9

Todos somos (un poco) negros


La raza y la diversidad genética

En 1986 podías subir a un avión con una bolsa de sangre. Así que la entrega
que ayudaría a modificar la opinión de los científicos sobre la raza y los
antepasados humanos tuvo lugar en el aeropuerto internacional John F.
Kennedy, un escarpado rincón de Queens, Nueva York.
Dos colegas del genetista de Yale Kenneth Kidd regresaban de África y
cambiaban de vuelo en el JFK, así que se reunió con ellos allí para recoger las
muestras de sangre obtenidas de los biaka, un pueblo de la República del
África Central, y los mbuti, otro de la República Democrática del Congo.
Criado en Taft, California, e hijo de un encargado de gasolinera, Kidd
había sentido fascinación por la genética desde que tenía doce años y mataba
el tiempo en el jardín, maravillándose por lo que sucedía cuando cruzaba
lirios de diferentes colores. De mayor, al terminar la carrera, siguió
estudiando el ADN humano. Antes incluso de aquella entrega en el JFK, Kidd
tenía ya una idea de lo que encontraría.
En 1971, en un congreso científico en Italia conmemorativo del primer
centenario de Descent of Man de Darwin, Kidd había presentado los datos
que demostraban que algunas poblaciones de África tenían más variación en
sus ADN —diferentes deletreos posibles del mismo gen o área del genoma—
que las poblaciones de Asia Oriental o Europa.188 A la sazón, muchos
científicos sostenían que los africanos, asiáticos orientales y europeos habían
alcanzado todos la etapa del Homo Sapiens de forma independiente; que el
Homo erectus —el precursor del hombre moderno— había evolucionado por
separado en cada continente para convertirse en las distintas variaciones
étnicas que seguimos viendo hoy día.
A lo largo de las dos décadas siguientes, Kidd llenó su laboratorio con el
ADN de poblaciones nativas que abarcaban todo el globo. Masai del norte de
Tanzania, druzes de Israel, khantys de Siberia, cheyennes de Oklahoma,
daneses, fineses, japoneses y coreanos, todos en recipientes de plástico
transparentes codificados con colores por continentes. Kidd había reunido él
mismo algunas de las muestras; otras, como el ADN del pueblo hausa de
Nigeria, le habían sido enviadas por un médico nigeriano que intentaba
aclarar la causa de que las mujeres de ciertas etnias del sudoeste de Nigeria,
tuvieran gemelos con mayor frecuencia que cualquier mujer de otra parte del
planeta.
El objetivo de Kidd, en parte, consistía en clasificar la variación genética
existente en todo el mundo, analizando las cadenas de ADN pertenecientes a
muchas poblaciones diferentes y examinando hasta qué punto diferían. Cada
vez que aumentaba una parte de la doble hélice, se repetía un patrón peculiar:
había más variación en las poblaciones africanas. Por cada trozo de texto en el
libro de cocina del ADN, había casi siempre más deletreos y frases posibles en
las poblaciones africanas que en ninguna otra parte del mundo. En muchas
áreas del genoma había más variación genética entre los africanos de una
única población nativa que entre las personas de los diferentes continentes
fuera de África. En una cadena específica de ADN, Kidd observó más
variación en una población de pigmeos africanos que en todo el resto del
mundo junto.
Con la genetista Sarah Tishkoff, Kidd dibujó un árbol genealógico que
representaba a todos los habitantes de la Tierra.189 Mientras que las
poblaciones de África se abrían en abanico para formar el grueso del árbol,
todas las poblaciones europeas se agrupaban en unas diminutas ramas en los
márgenes. «Desde el punto de vista genético», afirma Kidd, «me gustaría decir
que todos los europeos somos iguales». Esto se debe a que casi la totalidad de
la información genética del hombre estaba contenida en África hasta no hace
tanto tiempo.
El trabajo de Kidd, junto con el de otros genetistas, arqueólogos y
paleontólogos, apoya el modelo del «reciente origen africano», esto es, el de
que básicamente todos los humanos modernos de fuera de África pueden
rastrear su ascendencia hasta una única población que habitó en el África
Oriental subsahariana hasta hace escasamente noventa mil años. De acuerdo
con los cálculos realizados a partir del ADN mitocondrial —y de la velocidad
a la que cambia—, el intrépido grupo de nuestros antepasados que se
aventuró fuera de África para poblar el resto del mundo, podría haber
consistido en sólo unos cuantos cientos de personas.190
Los humanos nos separamos de los antepasados que compartíamos con
los chimpancés alrededor de hace unos cinco millones de años.191 Así que en
relación a ese período de tiempo, las personas llevan fuera de África menos —
mucho menos— que el equivalente a una interrupción de dos minutos en un
partido de fútbol. Dado que, desde el punto de vista evolutivo, aquel grupo de
antepasados nuestros se marchó no hace tanto tiempo, y que sólo estaba
integrado por una diminuta fracción de la población, dejó atrás a la mayoría
de la diversidad genética humana. Durante millones de años, se han ido
acumulando los cambios del ADN —tanto aleatoriamente como por selección
natural— en los genomas de nuestros antepasados dentro de África. Pero con
sólo noventa mil años para que se produjeran cambios exclusivos fuera de
África, sencillamente no ha habido ocasión de que hubiera tanto ajetreo en
muchas de las secuencias del genoma. Los pueblos de fuera de África son
descendientes de unos subconjuntos genéticos de un grupo que a su vez, en
un pasado reciente, no era más que un subgrupo en África.192 Cada vez que
los humanos modernos se expandían a una nueva región del globo, parece
que los emigrantes pioneros eran escasos en número y transportaban sólo una
fracción de la variación genética de su solar al partir para fundar nuevas
poblaciones. Los datos recogidos en todo el mundo muestran que la
diversidad genética de las poblaciones nativas generalmente disminuye
cuanto más alejada esté en la ruta migratoria humana procedente del África
Oriental, de manera que las poblaciones propias del continente americano
son las que tienden a mostrar una menor diversidad genética.193
Esto tiene unas repercusiones cruciales en relación a la clasificación de la
gente según el color de su piel. En algunos casos, el hecho de que un
individuo tenga la piel negra podría indicar un conocimiento específico muy
pequeño sobre su genoma, aparte del hecho de que posea unos genes que
codifican la piel negra que protege de la luz solar del ecuador. El genoma de
un africano contiene potencialmente más diferencias con el de su vecino
negro africano, que el de Jeremy Lin con el de Lionel Messi.
Esto también podría tener repercusiones para los deportes. Kidd sugiere
que por lo que respecta a cualquier aptitud que tenga un componente
genético, teóricamente tanto los individuos más dotados atléticamente como
los menos dotados del mundo podrían ser africanos o descendientes recientes
de africanos, como es el caso de los afroamericanos o los afrocaribeños. Que
tanto la persona más rápida como la más lenta podrían ser africanas. Que
tanto el saltador que más salte como el que menos salte podrían ser africanos.
En la competición deportiva, como es natural, buscamos identificar sólo a los
corredores más rápidos y a los saltadores que más salten. «Sin duda, uno
puede encontrar genes individuales donde haya más variación fuera de
África», dice Kidd, «pero el panorama general es que hay más variación en
África […]. Así que deberías esperar que en los extremos es donde habrá una
mayor proporción de personas».
Dicho esto, es evidente que también existen diferencias «medias» entre las
poblaciones, razón por la cual Kidd no recomienda buscar al siguiente
velocista olímpico o estrella de la NBA entre la desconcertante diversidad
genética de los pigmeos africanos. «Hay rasgos anatómicos de los pigmeos
que se interpondrían», asegura Kidd refiriéndose a la estatura
extremadamente corta de los pigmeos. «Pero quizá podrías encontrar a los
mejores jugadores de baloncesto en algunas de esas poblaciones de África
donde, de media, la altura y la coordinación son muy altas y donde tienen un
montón de otras variaciones genéticas dentro de ese grupo.»
Lo que está sugiriendo Kidd es que ciertos africanos, o personas con
antepasados africanos recientes, «sí» que poseen una ventaja genética para el
rendimiento deportivo en el extremo superior de la actividad física. Pero dado
que no está proclamando una ventaja genética «media», la suposición de Kidd
es intelectualmente apetitosa, y como tal ha sido promocionada a bombo y
platillo tanto por los científicos como por la prensa.

En el laboratorio de New Haven, Connecticut, que Kidd comparte con su


esposa, la genetista de Yale Judith Kidd, están los frigoríficos de acero
inoxidable y los recipientes del tamaño de un contenedor de basura que
conservan el ADN del mundo, todos pulcramente clasificados por colores.
Allí están el pueblo yoruba de Nigeria, en su caja de plástico transparente de
color amarillo, y el pueblo han de China en una caja verde, y en una morada,
los judíos ashkenazi. Si Kidd tuviera mi ADN, estaría en la caja morada.
En 2010, hice analizar una parte de mi genoma por una empresa privada
que rastreó con precisión mi ascendencia hasta el este de Europa y me
informó de que transportaba una mutación en una de las copias de mi gen
HEXA. Si procreara con una mujer que también fuera portadora de la misma
mutación en uno de sus genes HEXA, cada uno de nuestros hijos tendría una
probabilidad entre cuatro de recibir dos versiones mutantes del gen HEXA y
de padecer la enfermedad de Tay-Sachs, un trastorno del sistema nervioso
que provoca la muerte del enfermo a los cuatro años de edad. La mutación
HEXA es infrecuente en la mayor parte del mundo, pero alrededor de uno de
cada treinta judíos con antepasados polacos o rusos (como es mi caso) son
portadores. La mutación HEXA es una más entre un lote de firmas de ADN
que hace que las personas contenidas en las cajas de plástico morado de Kidd
puedan ser identificadas por sus genes. Cada una de las cajas de colores
contiene el ADN de poblaciones con sus propios perfiles genéticos
inconfundibles.
«Esto es un locus genético (un punto del genoma) que influye en tu forma
de degradar el paracetamol», explica Kidd a través de su retorcido mostacho,
mientras pincha en un archivo de ordenador para abrir un estudio del que es
coautor. «Hay ciertas mutaciones en este gen [CYP2E1] que provocan un
envenenamiento por ibuprofeno en el individuo.» Un diagrama con los
colores del arco iris aparece en la pantalla de Kidd.194
En este estudio, al igual que en los otros muchos que ha dirigido, Kidd
documentó cómo unas secuencias específicas comunes del ADN de las
secciones de un gen se hallan en cincuenta poblaciones indígenas repartidas
por todo el mundo. Como cabría esperar, las dieciséis variaciones de las
secuencias en su totalidad del CYP2E1 que Kidd examinó —cada una
representada por un color diferente— se pueden encontrar en los pueblos de
África, igual que varias otras combinaciones de secuencias de ADN que no se
encuentran en ninguna otra parte del mundo. A medida que las poblaciones
se alejan de África Oriental a través del sudoeste asiático, Europa, el norte de
Siberia, las islas del Pacífico, Extremo Oriente y el continente americano, los
colores van desapareciendo progresivamente.
«¿Ves?, en África tienes el lavanda, el magenta, el amarillo, el negro, los
que quieras», explica Kidd. «Pero cuando llegas a Europa, casi todo el mundo
va a tener al menos una copia del verde.» Entre el pueblo nasioi, cuya
presencia se limita a la isla de Bougainville, en el océano Pacífico, cerca de
Papua Nueva Guinea, cada uno de los miembros tiene la secuencia de ADN
«verde» en el gen CYP2E1. «Hay también africanos que tienen dos copias del
verde, de manera que en un punto en particular [del genoma], uno de cada
cien africanos se parecerá más a un europeo que a otro africano», dice Kidd.
«Pero en general, van a ser muy diferentes de un europeo.» No sólo porque
tengan unas secuencias exclusivas en su código genético, sino también porque
la frecuencia de las variaciones genéticas es diferente en las diferentes
poblaciones. Mirando simplemente un segmento de un único gen, Kidd
puede empezar el proceso de localizar la ascendencia geográfica y étnica de
una persona.
Cuando los humanos ancestrales se expandieron por el mundo y acabaron
separados por toda clase de obstáculos —montañas, desiertos, mares,
filiaciones familiares y, más tarde, fronteras nacionales—, las poblaciones
desarrollaron sus propias firmas genéticas. Durante prácticamente toda
nuestra historia, la gente vivió, se casó y procreó predominantemente en el
lugar donde nacieron. Cuando los pioneros establecieron civilizaciones en
nuevos lugares, las variantes génicas se hicieron más o menos comunes en las
poblaciones tanto por el azar, o «deriva genética», como por la selección
natural cuando una versión de un gen ayudaba a los humanos a sobrevivir o a
reproducirse en un entorno nuevo.
La variante génica que permite que algunos adultos digieran la lactosa, el
azúcar de la leche, es un ejemplo.195 La norma general para los mamíferos es
que la enzima de la lactasa desaparezca después del destete y ya no se pueda
seguir digiriendo la leche. Este rasgo se mantuvo esencialmente para todos los
humanos hasta hace nueve mil años, antes de que el hombre aprendiera a
domesticar al ganado. Aunque, en cuanto los humanos empezaron a
mantener vacas lecheras, cualquier adulto que pudiera digerir la lactosa se
encontraría con una ventaja reproductiva, así que las variantes génicas para la
tolerancia a la lactosa se extendieron como el fuego en las sociedades que
dependían de la producción láctea para prosperar durante el invierno, como
es el caso de los habitantes de Europa septentrional. Casi todos los daneses y
suecos actuales pueden digerir la lactosa, pero en las poblaciones de Extremo
Oriente y África Oriental, donde la explotación ganadera es más reciente o
inexistente, la intolerancia a la lactosa de los adultos sigue siendo la norma. El
comediante Chris Rock tenía un famoso chiste sobre la intolerancia a la
lactosa como un lujo de las sociedades ricas. «¿Es que crees que hay alguien en
Ruanda con la j… intolerancia a la lactosa?», preguntaba Rock en uno de sus
números. De hecho, la mayoría de los ruandeses son intolerantes a la
lactosa.196
En un ejemplo que está especialmente relacionado con los deportes,
alrededor del 10 por ciento de las personas con ascendencia europea tienen
dos copias de una variante génica que les permite doparse impunemente.197
Los análisis de orina más habituales en el mundo del deporte para detectar el
dopaje con testosterona, analizan la proporción de testosterona en relación a
otra hormona llamada epitestosterona, o «ratio testosterona/epitestosterona».
El ratio normal es de 1-1. Inyectarse testosterona sintética altera la
proporción elevando la T por encima de la E, y los controladores de
sustancias consideran que un ratio por encima de 4 a 1 significa una posible
trampa. Pero los portadores de dos copias de una versión particular del gen
UGT2B17 pasan la prueba de todas maneras. Este gen está asociado a la
excreción de la testosterona, y una de sus versiones provoca que el ratio T/E
permanezca normal con independencia de la testosterona que uno se inyecte.
Así que el 10 por ciento de los deportistas europeos pueden hacer trampa y
aun así no tener ninguna posibilidad de dar positivo en la prueba de
detección de drogas más habitual. Y el gen para irse de rositas de la prueba de
detección de drogas es, en otras partes del mundo, más norma que excepción,
como ocurre en el Extremo Oriente. Dos tercios de los coreanos poseen los
genes que les confiere inmunidad frente a la prueba del ratio T/E.
Pese a nuestras diferencias, y dado que todos los humanos tenemos unos
antepasados comunes no tan alejados en el tiempo, somos sumamente
parecidos, más parecidos en todo el genoma de lo que los chimpancés lo son
entre sí. Desde el punto de vista del ADN, de los tres mil millones de letras del
libro de recetas, los humanos somos generalmente de un 99 por ciento a un
99,5 por ciento el mismo.198 En cierto sentido, es probable que ya supieran
esto de manera intuitiva. Si tuvieran que crear dos seres humanos de la nada,
con independencia de qué parte del mundo fueran, la mayoría de las
instrucciones serían idénticas: dos ojos, diez dedos en las manos y en los pies,
un hígado y dos riñones, y los huesos y sustancias químicas del cerebro todos
iguales. A este respecto, casi todas y cada una de las páginas serían las mismas
para un humano que para un chimpancé, porque desde el punto de vista del
ADN nos parecemos a estos simios en un 95 por ciento. Pero es un error
interpretar todo esto como que las diferencias no son importantes.
Al menos 15 millones de letras por término medio del código del ADN
difieren de un individuo a otro, y la longitud real del libro de cocina genético
de las personas también puede ser diferente en millones de letras. Ésta es una
diferencia más que suficiente para provocar todas las variaciones que vemos
en el mundo. En 2007, cuando la secuenciación del genoma empezó a hacerse
más rápida y barata, Science, unas de las dos revistas científicas de mayor
prestigio en el mundo, denominó como descubrimiento del año la revelación
«de lo realmente diferentes que somos unos de otros» desde el punto de vista
genético.199 Y el abaratamiento aún mayor de la secuenciación del genoma no
ha hecho más que magnificar el comentario. Siempre que los humanos han
fundado una civilización, rápidamente se han diferenciado.
Aunque la población autóctona de Islandia sólo lleva habitando la isla mil
años, la empresa deCODE Genetics demostró que podía identificar de cuál de
las once regiones de Islandia eran originarios los abuelos de un ciudadano,
utilizando sólo cuarenta áreas del genoma.200 En 2008, los científicos que
analizaban unas bandas más largas de ADN, localizaron la ascendencia
geográfica de casi todos los integrantes de un muestreo de tres mil europeos
en un radio de unos cuantos cientos de kilómetros.201 Y, hasta cierto punto, el
ADN también puede identificar esa construcción que conocemos como
«raza».
Un estudio publicado en 2002 por un equipo de investigadores (incluido
Kidd) en Science le pidió a un ordenador que examinara 377 puntos en los
genomas de 1.056 personas de todo el mundo y que luego los agrupara
automáticamente basándose en las diferencias genéticas. Los grupos que el
ordenador definió correspondieron con las principales regiones geográficas
del planeta: África, Europa, Asia, Oceanía y América.202 Un estudio dirigido a
continuación en la Universidad de Stanford le preguntó a 3.636
norteamericanos que se identificaron como blancos, afroamericanos, asiáticos
orientales o hispanos, y descubrió que la autoidentificación coincidía con una
identificación ciega del ADN en 3.631 de los casos.203 «Esto demuestra que la
raza/etnia con la que se identifica la gente es un indicador casi perfecto de su
procedencia genética», dijo el genetista Neil Risch en una nota de prensa
enviada por la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford.204 205
El color de la piel, que viene determinado fundamentalmente por la
latitud, puede ser un indicador impreciso de la ascendencia geográfica,
porque en todos los continentes hay unas gamas variadas de colores de piel.
Pero la adscripción geográfica y étnica ha dejado con toda certeza un rastro
de migas genéticas.206
En algunas áreas de la Medicina, como la farmacogenética —el estudio de
las diferentes respuestas de las personas con genes diferentes a algunos
fármacos—, ya se está utilizando el color de la piel como representante, bien
que a menudo un tanto tosco, para cimentar la información genética, y los
investigadores médicos admiten ya la importancia de probar la eficacia de los
medicamentos en los diferentes grupos étnicos por separado.
En 2004, Kidd y Tishkoff escribieron que las principales agrupaciones
genéticas y geográficas de personas «se corresponden en efecto con el
concepto vulgar de “razas”»,207 aunque añadieron que si se incluyeran todas
las poblaciones de la Tierra, las diferencias genéticas se parecerían más a un
espectro continuo antes a que una colección de grupos diferentes.
Tishkoff y un equipo internacional publicaron en 2009 un estudio
memorable que caracterizaba las procedencias genéticas de los
afroamericanos,208 en el que hallaron que los adultos que se identifican como
afroamericanos son sumamente diversos desde el punto de vista genético en
su conjunto, con una ascendencia africana occidental que va del 1 por ciento
al 99 por ciento. Los afroamericanos son especialmente diferentes en cuanto a
la cantidad de ascendencia europea que tienen en su ADN. Pero en casi todos
se encontró que tenían cromosomas X africanos, lo que era coherente con la
idea de que las madres de los afroamericanos han sido históricamente de una
ascendencia africana muy reciente, mientras que los padres eran a veces
africanos y en ocasiones europeos. Los afroamericanos estudiados eran de
Baltimore, Chicago, Pittsburgh y Carolina del Norte, y los componentes
africanos de su ascendencia genética mostraban «escasa diferenciación
genética», según Tishkoff,209 y se parecían unos a otros y a menudo a los
perfiles genéticos de pueblos de África Occidental como los igbo y los yoruba
de Nigeria; nada que pueda sorprender, porque los igbo y los yoruba aparecen
frecuentemente en los registros del mercado de esclavos como parte de los
africanos que fueron sacados a la fuerza de sus hogares y llevados al Caribe y a
Estados Unidos.210
La ascendencia de uno se puede rastrear a través de los propios genes,
pero para avanzar por el camino de la disquisición teórica de Kidd sobre los
deportistas africanos, debemos saber no sólo que los genotipos de los pueblos
africanos son los más variados, sino si sus fenotipos son también los más
diversos. Un fenotipo es la manifestación física del trasfondo genético. Los
genetistas tienen todavía escasa idea de qué hacen la mayoría de los millones
de bases (cada «letra» es una base) de nuestro ADN. Algunas puede que
hagan poco o nada en absoluto. Lo que Kidd sugiere es que puesto que la
mayor diversidad de genotipos figuran en las poblaciones africanas, también
podría ser que la mayor diversidad de fenotipos atléticos —tanto el corredor
más rápido como el más lento— estén allí. Aunque, hasta el momento, no hay
ninguna conclusión fácil ni global para la disquisición teórica de Kidd.
En 2005,211 el Instituto Nacional para la Investigación del Genoma
Humano de Estados Unidos consideró el tema de la raza y la genética y la
cuestión de si la mayoría de la variación física del mundo se produce entre
individuos en el seno de los grupos étnicos o entre las propias poblaciones
étnicas completas. Dicho organismo abordó directamente la cuestión de si el
elevado grado de diversidad genética de las poblaciones africanas también
significaba que la mayor parte de la diversidad física del mundo figura en esas
poblaciones. La respuesta: depende del rasgo físico concreto que andes
buscando.
Alrededor del 90 por ciento de la variación en la forma de los cráneos
humanos se produce dentro de cada uno de los grupos étnicos principales —
sólo un 10 por ciento separan a las etnias—, y en efecto son los africanos los
que muestran la mayor variación. Pero exactamente lo contrario es verdad
para el color de la piel: sólo el 10 por ciento de la variación se produce dentro
de los grupos étnicos, y el 90 por ciento de la diferencia se da entre los grupos.
Así, para debatir si los africanos o los afroamericanos tienen unos genes
específicos que resultan beneficiosos para determinados deportes, los
científicos deberían empezar por identificar tales genes específicos y los
rasgos biológicos innatos que tienen trascendencia para el rendimiento
deportivo, y luego examinar si se producen con más frecuencia en algunas
poblaciones que en otras.
Y eso es exactamente lo que han empezado a hacer.
Kathryn North tenía la carta para Nature Genetics lista para enviar, y su
informe sería todo un avance.
Algunos años antes, en el verano de 1993, North había dejado Australia
para formarse como neuróloga pediátrica y genetista en el Hospital Infantil de
Boston, donde trabajó en un laboratorio que había descubierto la mutación
genética que está en el origen de la distrofia muscular de Duchenne, una
enfermedad que ocasiona una devastadora y virulenta pérdida de masa
muscular. Cuando North examinaba las fibras musculares de los pacientes
con distrofia muscular, observaba que tenían una ración normal de fibras
musculares de contracción rápida, pero que alrededor de uno de cada cinco
pacientes estaba perdiendo una proteína estructural específica llamada
alfaactinina-3 que debería haber estado en esas fibras musculares explosivas.
Su carta a Nature Genetics documentaba el caso de dos hermanos de Sri
Lanka que North había examinado en su laboratorio de Sydney en 1998 y que
tenían una distrofia muscular congénita. Los padres de los hermanos, que no
padecían la enfermedad, eran primos, por lo que todo apuntaba a un caso de
herencia genética recesiva. Ambos niños carecían por completo de
alfaactinina-3, así que North y sus colegas secuenciaron el respectivo gen que
la codifica de cada uno de los niños, el ACTN3. Como era de esperar, cada
uno de ellos tenía un «codón de parada», una señal genética de parada, en el
mismo punto de ambas copias del gen ACTN3. La señal de parada —un
simple cambio de letra en el ADN— impedía que la alfaactinina-3 se
produjera en los músculos. Según parecía, North y su equipo habían
descubierto una nueva mutación genética que provocaba una distrofia
muscular. «Empecé a redactar una carta para Nature Genetics, y literalmente
empecé a redactar un artículo para informar de un nuevo gen defectuoso»,
dice North. «Pero si eres un buen genetista, incluyes a toda la familia.»212
Así que North invitó a los padres y a sus otros dos hijos sanos y también
les analizaron sus genes ACTN3. La versión del gen de los hermanos
enfermos que había dejado de producir la alfaactinina-3 es conocida como la
variante X, y North esperaba que los padres tuvieran cada uno una variante X,
la que les habían pasado a sus hijos, y una variante R, que funcionaba con
normalidad y facilitaba la producción de la proteína. Para su sorpresa, ambos
padres y los dos hermanos sanos también tenían cada uno dos variantes X del
gen ACTN3. Nadie en la familia tenía el menor rastro de alfaactinina-3 en
ninguno de sus músculos, y sin embargo sólo los dos hermanos tenían la
distrofia muscular. Después de todo, North no había encontrado ningún
nuevo gen de la distrofia muscular. «Fue un viernes cuando lo averiguamos»,
recuerda, «y fue un día realmente deprimente».
Ese domingo, se fue al cine y después dio un paseo para reflexionar sobre
la semana que acababa. Jamás, ni en el laboratorio ni en la literatura científica,
se había encontrado con el caso de una persona sana con unos genes que la
dejaban desprovista por completo de una proteína estructural. Las proteínas
estructurales son fundamentales. Son las que producen las uñas, el pelo, la
piel, los tendones y los músculos. Los humanos tienden a enfermar o a morir
cuando los genes que codifican dichas proteínas no funcionan. «Así que
empecé a leer literatura evolutiva», dice North, «y pensé: “Bueno, a lo mejor
es que la alfaactinina-3 es superflua. Quizá no la necesitemos y se esté
acabando».
North llamó sin conocerle previamente a Simon Easteal, un investigador
australiano especialista en evolución molecular, y juntos extrajeron del
almacén doscientas muestras de músculos con todo tipo de enfermedades,
desde músculos que no se contraían adecuadamente a otros que tenían unos
nervios defectuosos. Tal como North había visto en los pacientes con distrofia
muscular en Boston, alrededor de uno de cada cinco de los músculos
enfermos tenían dos copias de la versión X del gen ACTN3, y por
consiguiente ni rastro de alfaactinina-3. Pero alrededor de una de cada cinco
muestras de músculos sanos y normales tenían también dos variantes X, así
que era posible que el gen no fuera el causante de la enfermedad; por lo tanto,
tal vez la alfaactinina-3 tuviera otra finalidad en los músculos. «Fue entonces
cuando empezamos a centrarnos en grupos diferentes de personas», explica
North. «Y fue entonces cuando encontramos esta diferente distribución
étnica del gen.»
North observó que una cuarta parte de las personas que descendían de
Extremo Oriente tenían dos copias de la variante X del ACTN3, y que un 18
por ciento de los australianos blancos tenían dos variantes X. Pero cuando
hizo las pruebas al pueblo zulú de Sudáfrica, menos del 1 por ciento tenía dos
variantes X. Casi todos tenían por lo menos una copia de la variante R, que
codifica la alfaactinina-3 en los músculos de contracción rápida. Y lo mismo
era válido para toda la población africana. Con respecto a esta variante
específica del gen, da la casualidad de que los africanos o las personas con
ascendencia africana reciente son extraordinariamente uniformes.
North estaba convencida de que la alfaactinina-3 no era una proteína
irrelevante, aunque su ausencia no conducía a la enfermedad. Al igual que la
proteína de la miostatina —la del célebre Superbebé—, la alfaactinina-3
estaba muy bien conservada desde el punto de vista evolutivo. Esta proteína
está en las fibras musculares explosivas de los pollos, los ratones, las moscas
de la fruta y los babuinos, entre otros animales, inclusión hecha de nuestros
primos más cercanos, los chimpancés. La ausencia de alfaactinina-3, por lo
tanto, es muy reciente y un rasgo exclusivamente humano. North y sus
colegas estimaron que la variante X se extendió entre los humanos en los
últimos treinta mil años, y sólo fuera de África. Aparentemente, el gen se
había visto favorecido por la selección natural, sólo en entornos no africanos,
por algún motivo. La fibras de contracción rápida deben de necesitarlo para
algo, pensó ella.
Así que en compañía de sus colegas procedió a reunir el ADN de sujetos
con abundantes fibras de contracción rápida: el de los velocistas de élite. En
colaboración con el Instituto Australiano de Deportes, realizaron las pruebas
del ACTN3 a varios deportistas de categoría internacional. Y mientras que el
18 por ciento de los australianos tenían dos copias X del gen, casi ninguno de
los velocistas de élite del país los poseía. Casi todos los velocistas producían
alfaactinina-3 en sus fibras de contracción rápida. «Esperé años a publicar ese
estudio», dice North. «El resultado salió la primera vez que hicimos los
análisis, y luego los volvimos a repetir una y otra vez internamente.» Y se
mantenía. Los velocistas no sólo tendían en general a no tener dos copias X
del ACTN3, sino que cuanto mejores eran, menos probabilidades había de
que fueran XX. En un muestreo, sólo 5 de 107 velocistas australianos eran XX,
y ninguno de los 32 velocistas que habían acudido a los Juegos Olímpicos era
XX.
Después de que se publicara este trabajo,213 los científicos del deporte de
todo el mundo se apresuraron a realizar pruebas a sus velocistas locales, y la
conexión apareció en todas partes. Casi sin excepción, los velocistas de
Jamaica y Nigeria tenían todos alfaactinina-3 en sus músculos de contracción
rápida, aunque también fue ése el caso de los corredores de fondo de Kenia
(algo nada sorprendente si se tiene en cuenta que casi todos los sujetos del
grupo de control de las poblaciones africanas también la tenían). Los
científicos de Finlandia y Grecia tomaron muestras de ADN a sus velocistas
olímpicos y, una vez más, ni uno solo era XX. En Japón, unos pocos velocistas
eran XX, pero ninguno había hecho los 100 metros lisos en menos de 10:4.214
El ACTN3, concluyó North, es un gen que codifica la velocidad. Los
motivos para que tal cosa sea posible no están del todo claros. Cabe que la
alfaactinina-3 tenga un impacto estructural en la explosividad con que se
pueda contraer una fibra muscular, o acaso influya en la configuración del
sistema muscular. Los ratones —en diversos estudios—, además de los
japoneses y las mujeres norteamericanas con deficiencias de alfaactinina-3,
tienen unos músculos de contracción rápida más pequeños y menos masa
muscular en todas partes. Cuando North creó unos ratones para que no
tuvieran alfaactinina-3, al compararlos con los ratones normales tenían
bastante menos glucógeno fosforilasa activo, la enzima que moviliza el azúcar
necesario para las acciones explosivas, como esprintar. Las fibras musculares
de contracción rápida en aquellos ratones también asumían las propiedades
de resistencia de las fibras de contracción lenta.215 216
Dado el momento aproximado en que la versión X del ACTN3 parece
haberse extendido entre los humanos —hace entre 15.000 y 30.000 años—,
North ha fantaseado con la idea de que la variante pueda haber proliferado
durante la última glaciación. La ausencia de la alfa-actinina-3 quizás haya
hecho a las fibras musculares de contracción rápida más eficientes desde el
punto de vista metabólico, igual que a sus vecinas de contracción lenta, una
ventaja, quizá, para la vida en las gélidas latitudes septentrionales escasas en
alimentos de fuera de África. Dos antropólogos han sugerido que la versión X
quizá se haya expandido cuando los humanos de fuera de África pasaron del
estilo de vida del cazador-recolector a otro agrícola, donde tendrían menos
necesidad de correr a toda velocidad para guerrear o cazar, aunque sí una
necesidad mayor de ser metabólicamente eficientes y trabajar a un ritmo
constante durante largas horas.217
Pero North es prudente. Aunque compartimos la inmensa mayoría de
nuestra secuencia de ADN con los ratones, los roedores manipulados
genéticamente no son los modelos ideales para la variación genética humana.
«No conocemos la historia completa», arguye North. «Ahora mismo, parece
que el ACTN3 es un gen que contribuye ligeramente a correr a toda
velocidad, y quizás haya cientos, y por supuesto existen otros factores como la
dieta, el entorno y la oportunidad.»
Las empresas privadas dedicadas a realizar pruebas de ADN han sido
menos prudentes. En cuanto apareció el estudio del ACTN3 y los olímpicos,
se apresuraron a meterse en el mercado escasamente regulado de las pruebas
genéticas orientadas directamente al consumidor. Genetic Technologies,
radicada en Fitzroy, Australia, encabezó la marcha. Por 92,40 dólares, la
empresa le decía a un cliente de qué versiones del gen ACTN3 era portador.
(Yo tengo dos copias R.) En 2005, los Manly Sea Eagles, que juegan en la Liga
Nacional de Rugby australiana, se convirtieron en el primer equipo en
admitir públicamente que estaban haciéndole pruebas sobre el ACTN3 a los
jugadores y diseñando programas de entrenamiento en consonancia con los
resultados, lo que se traducía en un incremento de los ejercicios de
explosividad con levantamiento de pesas y en una reducción de los
cardiovasculares o aeróbicos para aquellos que tenían las variantes de la
velocidad.
Atlas Sports Genetics, de Boulder, Colorado, ocupó los titulares de los
periódicos por vender a los padres una prueba del ACTN3 destinada a sus
hijos. Según Kevin Reilly, presidente de Atlas, la prueba resulta especialmente
útil para «aquellos atletas jóvenes que todavía no dominan las habilidades
motrices». Por «joven», Reilly quiere decir que sólo porque el bebé Kobe no
sepa caminar todavía, eso no debería implicar que su ADN no pueda empezar
a trazar su carrera deportiva. Si Kobe no tiene las versiones R del gen, sus
padres podrían empezar a empujar discretamente a su pequeño fardo de
ADN hacia los deportes de resistencia. Atlas apenas consiguió materializar un
mercado de pruebas genéticas para usuarios de pañales, aunque sí que logró
una cartera de clientes de preadolescentes. Reilly dice: «Hemos logrado cierta
repercusión entre deportistas del grupo de edad de ocho a diez años»,
refiriéndose a haberles influido en la elección de sus deportes.
Aunque, por desgracia para esos pequeños de ocho a diez años, la
realización de pruebas genéticas con finalidades deportivas casi no sirve para
nada.218 Los científicos son cada vez más conscientes de que el componente
hereditario de los rasgos complejos, como las facultades físicas, las más de las
veces es el resultado de la interrelación de docenas o incluso centenares o
miles de genes, por no hablar de los factores medioambientales. Si uno tiene
dos variantes X del gen ACTN3, «es probable que no gane los 100 metros
lisos en las olimpiadas», afirma North. Pero uno ya sabe eso sin necesidad de
una prueba genética. Aunque el gen ACTN3 parezca influir, en efecto, en la
capacidad de correr muy deprisa, tomar una decisión deportiva basándose en
ello es como decidir qué es lo que representa un rompecabezas cuando sólo
has visto una de las piezas. Esa pieza es necesaria para completar el
rompecabezas, pero sin duda no se podrá ver una imagen coherente sin más
piezas.
Como expresó Carl Foster, director del Laboratorio de Rendimiento
Humano de la Universidad de Wisconsin-La Crosse y coautor de varios
estudios sobre el ACTN3: «Si quieres saber si tu hijo va a ser rápido, la mejor
prueba genética en este momento es un cronómetro. Llévale al parque infantil
y hazle correr con los demás niños». Lo que Foster plantea es que, a pesar del
atractivo vanguardista de las pruebas genéticas, la evaluación indirecta de la
velocidad es absurda e imprecisa comparada con su comprobación en directo,
algo así como medir la estatura de un hombre dejando caer una pelota desde
una terraza y utilizar el tiempo que tarda en golpearle en la cabeza para
determinar cuánto mide. ¿Por qué no utilizar sencillamente una cinta
métrica?
Todo lo que el ACTN3 nos puede decir, según parece, es quién «no»
estará compitiendo en la final de los 100 metros en Río de Janeiro en 2016. Y
con eso, ni siquiera está haciendo un trabajo de gran exactitud, puesto que
sólo está descartando alrededor de mil millones de los siete mil que habitan el
planeta.
Aun así, y aunque sólo se tome en cuenta a ese único gen, eso también nos
indica que casi no hay una sola persona negra en todo el mundo que esté
descartada.

188Antecedenes sobre la hipótesis «del origen africano» e hipótesis previamente irreconciliables: Klein,
Richard G., «Capítulo 7: Anatomically modern humans», The human career: human biological and
cultural origins, University of Chicago Press, 2ª ed., 1999.

189Un ejemplo del diagrama de «árbol genealógico»: Tishkoff, Sarah A., y Kenneth K. Kidd,
«Implications of biogeography of human populations for “race” and “medicine”», Nature Genetics,
36(11), (2004), S21-27.
190La intrépida cuadrilla de antepasados nuestros que abandonó África era un grupo pequeño:
Macaulay, V., y otros, «Single, rapid coastal settlement of Asia revealed by analysis of complete
mitochondrial genomes», Science, 308, (2005), 1034-36. Wade, Nicholas, «To people the world, start
with 500», New York Times, 11 noviembre 1997, p. F1.

191La datación molecular y los métodos fósiles para establecer la separación de los humanos de los
chimpancés y la migración fuera de África: Gibbons, Ann, «Turning back the clock: slowing the pace of
Prehistory», Science, 338, (2012), 189-91.

192 Importante excepción a esto es el reciente descubrimiento científico de que los humanos que se
aventuraron fuera de África debieron de haberse mezclado con los neandertales, porque el ADN de los
moradores modernos del Norte de África y de fuera de África —pero no del África subsahariana—
contiene una pequeña cantidad de ADN de los neandertales. Aunque la imagen de la humanidad fuera
de África como un subgrupo de inmigrantes procedentes de una única población africana es un modelo
general, cuantas más muestras toman los genetistas, más compleja se vuelve la historia de la mezcla
genética que se produjo tanto antes como después de que los humanos salieran de África.

193Un sucinto vistazo sobre cómo la diversidad genética disminuye conforme se aleja de África:
Prugnolle, Franck, Andrea Manica y François Balloux, «Geography predicts neutral genetic diversity of
human populations», Current Biology, 15(5), (2005), R159-60. Véase fig. 2.

194El artículo del CYP2E1, del que fue coautor Kenneth Kidd, es un ejemplo de sus gráficos de arco iris
que describen la diversidad genética: Lee, M. Y., y otros, «Global patterns of variation in allele and
haplotype frequencies and linkage disequilibrium across the CYP2E1 gene», The Pharmacogenomics
Journal, 8(5), (2008), 349-56.

195Una excelente y asequible conferencia de Sarah Tishkoff sobre los cambios genéticos que permiten
la digestión de la lactosa en adultos: http://www.youtube.com/watch?v=sgNEb0itPOs.

196La intolerancia a la lactosa de los adultos ruandeses: Cox, Joseph A., y Francis G. Elliott, «Primary
adult lactose intolerance in the Kivu Lake area: Rwanda and the bushi», American Journal of Digestive
Diseases, 19(8), (1974), 714-724.

197Una variante genética común confiere inmunidad ante una prueba antidopaje en el deporte:
Schulze, Jenny Jakobsson, y otros, «Doping test results dependent on genotype of uridine diphospho-
glucuronosyl transferase 2B17, the major enzyme for testosterone glucuronidation», Journal of Clinical
Endocrinology & Metabolism, 93(7), (2008), 2500-2506.
198Un interesante aunque técnico artículo sobre la similitud en el 99,5 por ciento del ADN de los
humanos: Levy, Samuel y otros, «The diploid genome sequence of an individual human», PLoS Biology,
5(10), (2007), E254.

199El avance científico del año 2007, «la variación genética humana»: Pennisi, Elizabeth, «Breakthrough
of the year: human genetic variation», Science, 318, (2007), 1842-43.

200Los antepasados locales de los ciudadanos de Islandia son identificables por el ADN: Helgason, A., y
otros, «An icelandic example of the impact of population structure on association studies», Nature
Genetics, 37(1), (2005), 90-95.

201El ADN localiza a los antepasados europeos en un radio inferior a unos cuantos cientos de
kilómetros: Novembre, John y otros, «Genes mirror geography within Europe», Nature, 456(7218), 98-
101.

202Un ordenador agrupó a ciegas el ADN en las grandes regiones geográficas: Rosenberg, Noah A., y
otros, «Genetic structure of human populations», Science, 298(5602), (2002), 2381-85.

203El estudio liderado por Stanford sobre la autoidentificacion de la raza y la genética: Tang, Hua y
otros, «Genetic structure, self-identified race/ethnicity, and Confounding in case-control association
studies», American Journal of Human Genetics, 76(2), (2005), 268-75.

204 Debería observarse, no obstante, que los afroamericanos proceden mayoritariamente de una banda
de ADN específica de África.

205La nota de prensa de Stanford («Un estudio de Stanford descubre que los grupos raciales coinciden
con los perfiles genéticos») relacionada con el estudio se puede encontrar aquí:
http://med.stanford.edu/news_releases/2005/january/racial-data.htm.

206Sobre el color de la piel, la radiación ultravioleta y la latitud: Jablonski, Nina G., y George Chaplin,
«The evolution of human skin coloration», Journal of Human Evolution, 39, (2000), 57-106.

207Los principales grupos geográficos y genéticos de personas «se corresponden en efecto con el
concepto vulgar de “razas”»: Tishkoff, Sarah A., y Kenneth K. Kidd, «Implications of biogeography of
human populations por “race” and “medicine”», Nature Genetics, 36(11), (2004), S-21-27.
208Los antecedentes genéticos de los afroamericanos: Tishkoff, Sarah A., y otros, «The genetic structure
and history of africans and africans americans», Science, 324(5390), (2009), 1035-44.

209La cita sobre «la escasa diferenciación genética» de Tishkoff se puede encontrar en la nota de prensa
de la Universidad de Pensilvania: http://www.upen.edu/pennnews/current/node/3643.

210 Un estudio genético distinto de afroamericanos encontró que los de Carolina del Sur tendían a
provenir de la «Costa del Grano» —de Senegal a Sierra Leona—, probablemente porque los dueños de
las plantaciones de arroz de dicho estado querían esclavos duchos en una clase concreta de labores
agrícolas que iban bien a las condiciones de Carolina del Sur.

211La opinión del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano sobre la raza, la genética y
la diversidad genotípica y fenotípica: Race, Ethnicity and Genetics Working Group of the National
Human Genome Research Institute, «The use of racial, ethnic, and ancestral categories in Human
Genetics research», American Journal of Human Genetics, 77, (2005), 519-32.

212El primer artículo sobre el ACTN3: North, Kathryn N., y otros, «A common nonsense mutation
results in alfa-actinin-3 deficiency in the general population», Nature Genetics, 21, (1999), 353-54.

213El primer artículo que documentaba una diferencia en la frecuencia de la variante ACTN3 entre los
velocistas y la población general: Yang, Nan y otros, «ACTN3 genotype is associated with human elite
athletic performance», American Journal of Human Genetics, 73, (2003), 627-31.

214Los estudios de la ACTN3 y el rendimiento deportivo en poblaciones de todo el muno: Eynon, Nir y
otros, «The ACTN3 R577K polymorphism across three groups of elite male european athletes», PLoS
ONE, 7(8), (2012), e43132. Niemi, A. K., y K. Majamaa, «Mitochondrial DNA and ACTN3 genotypes in
finnish elite endurance and sprint athletes», European Journal of Human Genetics, 13, (2005), 965-69.
Papadimitriou, I. D., y otros, «The ACTN3 gene in elite greek track and field athletes», International
Journal of Sports Medicine, 29, (2008), 352-55. Scott, Robert A., y otros, «ACTN3 and ACE genotypes in
elite jamaican and US sprinters», Medicine & Science in Sports & Exercise, 42(1), (2010), 107-12. Yang,
Nan y otros, «The ACTN3 R577K polymorphism in East and West african athletes», Medicine & Science
in Sports & Exercise, 39(11), (2007), 1985-88. Los datos relativos al ACTN3 de los velocistas japoneses
fueron compartidos generosamente por Noriyuki Fuku y Eri Mikami durante una vista al
Departamento de Genómica para la Longevidad y la Salud del Instituto Metropolitano de Gerontología
de Tokio.

215La propagación de la variante ACTN3 en los humanos puede haber sido una adaptación evolutiva:
North, Kathryn, «Why is alfa-actinin-3 deficiency so common in the general population? The evolution
of athletic performance», Twin Research and Human Genetics, 11(4), (2008), 384-94.

216La mejor crítica a la investigación de la ACTN3 y el efecto en las propiedades musculares de la


deficiencia de la alfa-actinina-3: Berman, Yemima y Kathryn N. North, «A gene for speed: the emerging
role of alfa-actinina-3 in muscle metabolism», Physiology, 25, (2010), 250-59.

217La idea de que la variante de la ACTN3 X pueda haberse extendido como una adaptación a la
agricultura es postulada en la p. 117 de: Cochran, Gregory y Henry Harpending, The 10.000 year
explosion: how civilization accelerated human evolution, Basic Books, 2010.

218 Para ser justos, digamos que varios estudios sobre deportistas de élite cuya actividad se basaba en la
resistencia por un lado, y en la velocidad y la fuerza por otro, y que buscaban una serie de genes
asociados tanto a lo uno como a lo otro, en general encontraron que un panel de genes podía distinguir
a los deportistas de resistencia de los de velocidad. (Pero cualquier entrenador que se gane el sueldo
puede lograr eso con más precisión.) En 2009, un estudio de velocistas y saltadores españoles buscó seis
variantes génicas asociadas con la explosividad. De los cincuenta y tres deportistas analizados, cinco
tenían seis de las versiones de «fuerza» de los genes, mientras que eso sólo sucedería en uno de cada
quinientos varones españoles normales. Aunque interesante desde el punto de vista de la investigación,
sigue sin resultar muy útil para predecir si un niño será velocista, saltador o maratonista.
10

La teoría del esclavo guerrero del velocista


jamaicano

«¡Bienvenido a casa de nuevo!», le dice el científico negro al científico blanco


con una sonrisa de gato de Cheshire enseñoreándose de su rostro.
El científico negro es Errol Morrison, el investigador médico más
prestigioso de Jamaica. El «síndrome de Morrison» es una forma de diabetes
que él asoció a las infusiones de hierbas que algunos jamaicanos consumen en
cantidades copiosas. Morrison goza de tanta estima en la isla que en cierta
ocasión en que se le iba a entregar un premio por su trabajo, la médico que lo
presentó a la audiencia bromeó diciendo que cuando salía del país las
personas que sabían que era jamaicana le daban la bienvenida al grito de:
«¡Bob Marley!», a menos que se tratara de un congreso sobre diabetes, en
cuyo caso decían: «¡Errol Morrison!»
Morrison también es presidente de la Universidad Tecnológica de
Kingston, que es conocida familiarmente como la UTech, y cuenta con doce
mil alumnos. Y en este preciso momento, a finales de marzo de 2011, está
bromeando con el científico blanco, Yannis Pitsiladis, biólogo y experto en
obesidad de la Universidad de Glasgow, que visita habitualmente la isla y
recientemente obtuvo el nombramiento de profesor distinguido adjunto del
incipiente programa de Ciencias del Deporte de la UTech.
En este momento los hombres se están estrechando las manos, mientras
mantienen la que les queda libre en el hombro del otro. Entre ambos brilla el
afecto. Esa noche se relajarán durante la cena en la aireada casa de Morrison,
situada en lo alto de una colina y desde donde las luces de Kingston se ven
abajo como pequeños puntos brillantes.
Pero Pitsiladis está en la ciudad por trabajo. Hace ya diez años que lleva
acudiendo allí, provisto de torundas de algodón y recipientes de plástico, para
hacerles frotis bucales y pedirles su saliva a los hombres y mujeres más
veloces del planeta. No hay ningún otro sitio en la Tierra con más
probabilidades de que durante la comida se tropiece con media docena de
hombres y mujeres que hayan corrido los 100 lisos en unas olimpiadas. Y
cuando ocurre, hará todo lo posible para recolectarles el ADN. (En cierta
ocasión, durante un encuentro casual en un acto social con un corredor de
talla mundial, Pitsiladis se apresuró a esterilizar una copa de vino para
recoger su saliva.) La propia UTech, con su humilde pista de césped de 300 m,
es un semillero de velocidad. Los velocistas y saltadores que entrenaban en la
UTech ganaron más medallas en atletismo (ocho) en los Juegos Olímpicos de
Pekín, que las que docenas de países enteros consiguieron en todos los Juegos.
Durante la cena, Morrison y Pitsiladis hablarán de su meta científica
común: el esclarecimiento de los factores, genéticos y medioambientales, que
han hecho de una diminuta isla de tres millones de habitantes la factoría
mundial de la velocidad.219 Han puesto sus formidables cerebros a trabajar
juntos, y publicado artículos conjuntamente. También cuentan con una
abundante bibliografía científica sobre el tema por separado.
Y las conclusiones de todos esos artículos sobre el tema de la educación o
la herencia casi no podrían ser más opuestos.

En la libreta de notas donde apunta los gastos relacionados con el trabajo,


Pitsiladis tiene una partida presupuestaria para pagar a un curandero de
Jamaica para que consienta en una recogida de muestras de ADN en su
comunidad. Huelga decir que hay pocos investigadores en el mundo como
Pitsiladis.
Sus antepasados abandonaron Grecia después de la Segunda Guerra
Mundial en busca de trabajo, lo que primero les llevó a Australia y más tarde
a Sudáfrica. Desde 1969, cuando tenía dos años, Pitsiladis vivió en la tierra del
apartheid. En 1980, su familia regresó a Grecia, a la isla de Lesbos, donde el
ahora científico se obsesionó con entrenarse para convertirse en jugador
profesional de voleibol. El futuro biólogo abandonó la facultad para entrenar,
pero cuando dejó de crecer después de alcanzar el 1,78 m, renunció a su
sueño del voleibol. Sus anteriores vidas, tanto en Sudáfrica como en Grecia,
pueden considerarse integradas en el trabajo que realiza ahora: buscar genes
que hagan los mejores deportistas del planeta e indagar si una etnia ha
acaparado el mercado de ese preciado ADN. Durante un decenio, eso ha
significado viajar a Etiopía, Kenia y Jamaica, a los campos de entrenamiento
de algunos de los atletas más resistentes y explosivos del planeta.
Ha sido un trabajo arduo. Una y otra vez, a Pitsiladis se le ha negado la
financiación necesaria para examinar los genes de los deportistas, porque los
fondos para la investigación de la genética humana están destinados
generalmente al estudio de la ascendencia humana o de su salud o
enfermedades. Así que Pitsiladis sustenta su puesto académico de la
Universidad de Glasgow estudiando la genética de la obesidad infantil, una
línea de investigación que atrae sustanciosas subvenciones. El decano de
Pitsiladis en Glasgow ha insistido en que abandone su trabajo sobre el deporte
y se centre en la investigación sobre la obesidad. Pero Pitsiladis es un maníaco
de su pasión investigadora, que no es precisamente la genética de la obesidad.
«Acabo de publicar un artículo sobre un gen de la grasa», dice, «pero [el
gen] tiene un efecto muy pequeño, que además se puede contrarrestar con el
ejercicio físico. Y encontraremos muchos más genes, y ya te puedo asegurar
cuál será la respuesta». Levanta el pulgar y el índice y los separa unos dos
centímetros. Con eso quiere dar a entender que aunque los científicos
encuentren docenas, cientos o miles de variaciones del ADN que contribuyan
a la predisposición a ser gordo, todos juntos aportarán una parte
insignificante a la explicación de la epidemia de obesidad del mundo
industrializado.
Cuando Pitsiladis pasa de hablar de la genética de la obesidad a su otro
trabajo, el de fisgar en los genes de los mejores atletas del mundo, es como si
se quitara una máscara de expresión huraña. De vez en cuando, se pone la
camiseta oro y verde de los atletas etíopes que le regaló un medallista de oro
de aquel país, y los mechones de su pelo canoso rebotan en sus sienes a causa
del entusiasmo. Sus párpados se despegan, y su delicado acento, una
amalgama de todos los países donde ha vivido, adquiere un timbre de
mezzosoprano. «Mi cerebro nunca deja de lado este tema», asevera. «Nunca
para. Jamás. ¡En cierta ocasión, estuve todo un año detrás de obtener una
muestra de ADN! ¿Quién más hace eso?» En cuanto a la ciencia del deporte,
la respuesta es: nadie, porque apenas hay financiación para eso.
Por consiguiente, la investigación sobre el deporte de Pitsiladis debe
avanzar a través de la facultad de ciencias del «hágaselo usted mismo». Desde
que empezó a visitar Jamaica en 2005, Pitsiladis ha pagado gran parte del
trabajo de su propio bolsillo (tuvo que pedir dos hipotecas más sobre su casa),
y a tal fin ha colaborado con los medios de comunicación (vendió unas
imágenes filmadas en Jamaica a la BBC para un documental) y se ha asociado
con científicos extranjeros (el Estado japonés ha hecho virguerías para
destinar una magra financiación a la investigación de la genética del deporte),
además de conseguir alguna pequeña ayuda de los amigos (un viaje a Jamaica
en 2008 se lo financió el dueño del restaurante indio de Glasgow del que es
asiduo Pitsiladis, a condición de que permitiera que el hijo del dueño le
siguiera a todas partes).
Esto es la ciencia en su versión más hermosamente audaz y
económicamente precaria. Y, sin embargo, para Pitsiladis, obtener
financiación puede ser tan desgarrador como no obtenerla. Tiene un miedo
cerval a volar. Para su secretaria no es ninguna sorpresa recibir una llamada
antes de cada vista a África o Jamaica, en la que el hombre al otro lado de la
línea le suplica que cancele el viaje. Pero con la ayuda de algún buen tinto de
crianza, siempre acaba subiendo a bordo.
No todos sus viajes a Jamaica han girado en torno a la recogida de ADN.
En sus primeras visitas, Pitsiladis actuó más como un antropólogo,
dedicándose a pedirle a los jamaicanos que le expusieran sus teorías sobre los
secretos de la factoría de velocistas. Las respuestas iban desde los tubérculos
que comían a la costumbre de los niños rurales de perseguir animales,
pasando por la historia de las personas que huían corriendo a toda velocidad
de los dueños europeos de los esclavos. Esta última idea tal vez parezca algo
tonta, pero hunde sus raíces a tanta profundidad como las cavernas del
noroeste de Jamaica, el escenario de donde surgen.
Al principio de sus aventuras jamaicanas, Pitsiladis se enteró de que la isla
no sólo produce en efecto un número extravagante de los mejores velocistas
del mundo —los plusmarquistas canadienses y británicos de los 100 metros
son expatriados jamaicanos, y los principales velocistas norteamericanos
tienen frecuentemente raíces jamaicanas—, sino que muchos proceden del
diminuto distrito de Trelawny y sus alrededores, en el cuadrante
noroccidental de Jamaica.220 Los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 fueron el
mayor logro de los sesenta años de éxitos jamaicanos en la velocidad. Y los
ganadores de 2008 tanto de los 100 y 200 metros masculinos como de los 200
metros femeninos —Usain Bolt y Veronica Campbell-Brown, los principales
velocistas de una generación— provenían de Trelawny. En el siglo XVIII, el
lugar se convirtió en el hogar de un pequeño grupo de guerreros fantásticos
que bajaban los escarpados acantilados de piedra caliza del denso bosque
húmedo de Country Cockpit, para adentrarse en los valles de abajo y
aterrorizar a los soldados más distinguidos del ejército más temido del
mundo.
Fueron estos guerreros jamaicanos, le dijeron a Pitsiladis, los que
engendraron a los jefes del atletismo actual.

El 3 abril de 2011, una semana después de su cena de gourmet con Morrison,


Pitsiladis está sentado en una silla de plástico mellada, en una habitación de
hormigón mal iluminada en la región del bosque húmedo de Jamaica que la
mayoría de los nativos de la isla jamás han visto. Y está luchando por su
ciencia.
Al otro lado de una mesa de madera que han arrastrado hasta allí para esta
reunión está el coronel Ferron Williams, el líder de Accompong Town.
Williams viste una camisa de manga corta con el cuello abotonado de color
marrón dorado, y ladea burlonamente su cabeza perfectamente afeitada
mientras escucha. A su izquierda está Norma Rowe-Edwards, su ayudante y
enfermera del pueblo.
En la visita de Pitsiladis tres años antes para recoger muestras de ADN de
los habitantes de Accompong, Rowe-Edwards expresó su preocupación sobre
el método para recoger las muestras que exige frotar el interior de las bocas
con las torundas de algodón. A los pocos días, el chisme que corría por
Accompong era que los frotis de mejilla de Pitsiladis estaban propagando el
sida.
A la derecha del coronel está un lugareño a quien Pitsiladis contrató en
2008 para que le ayudara a recoger las muestras. El hombre le prometió
reunir el ADN de doscientos indígenas de Accompong. Pero cuando
Pitsiladis regresó a Glasgow para analizar el material, resultó que la secuencia
de G, T, A y C de cada una de las doscientas muestras era la misma. El
hombre afirmó que los habitantes de la zona debían de tener unos
parentescos muy próximos. Pero la secuencia no era «próxima», sino
«idéntica». El hombre se había pasado la torunda por la boca doscientas veces.
A pesar de esos esfuerzos previos, representados por las personas que se
sientan en este momento a la mesa, Pitsiladis se impone en la conversación
que tiene lugar. Los equipos de recogida de ADN ya no necesitan torundas,
basta con escupir en un disco de plástico, así que las preocupaciones de la
enfermera acerca de las invasivas pruebas se han aliviado. Y al coronel le
gustaría atraer el interés, y a los visitantes, por la sinuosa y solitaria carretera
de montaña que conduce hasta esta diminuta comunidad de granjeros y por
sus bajas construcciones de cemento pintadas con colores pastel y levantadas
arbitrariamente al lado de unas chabolas inclinadas. Así que está encantado
de vigilar el trabajo científico para que pueda avanzar sin obstáculo. Al
terminar la reunión, el coronel se ha inclinado sobre la mesa para estrechar la
mano a Pitsiladis. Le ha dado permiso para recoger más muestras.
Este trozo de Jamaica es de una importancia primordial para Pitsiladis. La
tradición oral del noroeste de Jamaica cuenta que los esclavos más violentos
eran llevados allí, primero por los españoles y finalmente por los británicos,
porque la zona estaba rodeada de acantilados y el océano, y era difícil escapar.
La parte de la historia que llevó allí a Pitsiladis empezó en 1655, cuando la
Marina Británica llegó a Jamaica para arrancar el control de la isla a los
españoles. Los esclavos más intrépidos se aprovecharon del caos para huir al
interior de Cockpit Country, las tierras altas montañosas del noroeste de
Jamaica. Los esclavos huidos fundaron sus propias comunidades y acabaron
siendo conocidos como maroon, adaptación de cimarrón, palabra española
que define a los caballos domesticados que huyen y se hacen montaraces.221
El paisaje de Cockpit Country es completamente excepcional en la isla, y
escaso en el mundo. Conocida como topografía cárstica, el remoto bosque
húmedo cubre la piedra caliza que ha sido erosionada por millones de años de
lluvia, lo que creó unos valles en forma de estrella —denominados cockpit
[galleras]— amurallados por los escarpados y mareantes acantilados. Al
contrario que la mayoría de los valles formados por el agua, éste carece de
ríos. El agua se abre camino a través de la porosa caliza y desaparece en un
entramado de cavernas subterráneas. A los maroon que se adueñaron del
terreno y que conocían el trazado de los sumideros de piedra caliza, Cockpit
Country les proporcionaba una defensa inexpugnable contra las tropas
británicas.
Después de arrebatarle la isla a los españoles,222 los británicos aumentaron
desenfrenadamente la importación de esclavos de África, a los que llevaron a
miles desde sitios que corresponderían con las actuales Ghana y Nigeria.
Muchos pertenecían a grupos étnicos expertos en la guerra —como los
coromantee de Ghana—, que ocasionalmente eran vendidos como esclavos
por los pueblos rivales que los capturaban. De la correspondencia de la época
entre los funcionarios británicos223 se desprende el profundo respeto que
sentían por los coromantee, a quienes un gobernador británico de Jamaica
calificó de «héroes natos […] implacablemente vengativos cuando se les trata
mal» y de «peligrosos reclusos de una plantación de las Indias Occidentales».
Otro británico, al escribir sobre ellos en el siglo XVIII, decía de los coromantee
que estos «negros de la Costa del Oro» se distinguían «por su dureza tanto de
cuerpo como de mente; una encarnizada disposición […] una elevación del
alma que les impulsa a afrontar la dificultad y el peligro».
En la década de 1670, a medida que crecía tanto el número de esclavos
llevados a Jamaica como de los que huían para unirse a las comunidades
incipientes de las montañas, los maroon quemaban las plantaciones de caña
de azúcar, pintando el cielo nocturno del color de sus intenciones. «Ninguna
llama es más alarmante» que la del fuego de la caña, escribió William
Beckford, un inglés que vivía en Jamacia. «La furia y velocidad con que arde y
se transmite es imposible de describir.» De entre aquellos audaces
coromantee salió el genio militar conocido como capitán Cudjoe.
Cudjoe, junto con Nanny, la líder de los maroon del lado de levante de la
isla, creó un sofisticado sistema de espionaje que empleaba a los soldados
maroon y a los esclavos de las plantaciones para seguir los movimientos de los
soldados británicos.224 Cuando los británicos se aventuraban al interior de
Cockpit Country para recuperar a los esclavos huidos, los guerreros de
Cudjoe les tendían una emboscada, y no sólo los repelían pese a su
superioridad numérica, sino que acabaron creando una fuerza armada gracias
a las armas capturadas. Las batallas eran tan dispares que los soldados del
engreído Imperio Británico, escribió un hacendado inglés, «no se atreven a
mirarles [a los maroon] a la cara […] en igualdad numérica». Aquel terror de
los británicos sigue incorporado a la toponimia local de los distritos de
Cockpit Country: Don’t Come Back [No volváis] y Land of Look Behind
[Tierra de la mirada atrás].
La batalla cumbre tuvo lugar en 1738, a poca distancia de donde Pitsiladis
se reunió con el coronel para hablar de la recogida de ADN. Un grupo de
soldados de Cudjoe se escondieron en una cueva, conocida ahora como
Cueva de la Paz, y colocaron un peñasco suelto en el sendero que discurría
fuera. Al pasar por su lado, los soldados británicos iban chocándose con la
piedra, permitiendo así que los maroon fueran contando su número mientras
esperaban. Luego, uno de los cimarrones salió de la cueva e hizo señales a los
que esperaban en las colinas circundantes soplando un abeng, un
instrumento atronador hecho con el cuerno de una vaca pintado de verde.
Los guerreros maroon inundaron el valle desde todas las direcciones y
masacraron a los soldados británicos. La leyenda cuenta que sólo se le
perdonó la vida a un soldado británico, que fue enviado a su casa con la oreja
en la mano para que contara a sus superiores lo que había sucedido. Poco
después de la carnicería, los británicos firmaron un tratado con los maroon
por el que se concedía a éstos su remoto territorio —Cudjoe fue nombrado
comandante en jefe de la cercana Trelawny Town— y la libertad, todo un
siglo antes de que se produjera la manumisión oficial.
En la actualidad, los aproximadamente quinientos maroon de Accompong
Town constituyen una nación soberana dentro de Jamaica. Y justo encima de
la colina donde Pitsiladis y el coronel se reunieron están los hogares de la
infancia de Usain Bolt y Veronica Campbell-Brown.225 Los maroon de
Accompong Town no dudan en reivindicarlos como miembros de su linaje.

«Nadie puede afirmar que hubiera una selección de los esclavos más en forma
físicamente», dice Pitsiladis, que ha visto por sí mismo los documentos
históricos, entrevistado a expertos de la isla y escrito en colaboración artículos
sobre los estudios estadísticos del comercio de esclavos en Jamaica. «Los tipos
que vendían a los esclavos eran sus vecinos», dice. «Lo que ocurría era lo
siguiente: yo sabía que eras fuerte, y antes de que tú lo supieras, ya te había
puesto una capucha en la cabeza y te había vendido. Así que, al final, los que
llegaban a esos barcos eran los más fuertes y aptos.» Y los más fuertes y aptos
de aquellos, supuestamente acabaron en el cuadrante noroccidental de la isla
como indómitos maroon. «Y ésa es la región de la que proceden los atletas de
Jamaica», dice Pitsiladis. «Así que, en conjunto, la historia es realmente
oportuna.»
Y la historia es:226 que de África fueron sacadas personas fuertes; que las
más fuertes de ellas sobrevivían al cruel viaje hasta Jamaica; que las más
fuertes de estas fuertes nutrieron la sociedad maroon que se enclaustró en la
región más remota de Jamaica, y que los velocistas olímpicos actuales
proceden de aquel aislado reservorio genético de guerreros. (En un
documental de 2012, el velocista y plusmarquista mundial Michael Johnson se
mostraba partidario de esa teoría: «Es imposible pensar que ser descendiente
de esclavos no ha dejado una impronta a lo largo de generaciones […]. Por
difícil que resulte de oír, la esclavitud ha beneficiado a los descendientes como
yo. Estoy convencido de que somos portadores de un gen que nos
proporciona una superioridad en los deportes».)
Desde 2005, Pitsiladis ha reunido el ADN de los maroon además del de
125 de los mejores velocistas jamaicanos de los últimos cincuenta años.
(Tiene buen cuidado de no identificar con precisión a los atletas de los que ha
obtenido el material genético. Cuando visité el laboratorio de Pitsiladis en
Glasgow, no le quitó ojo a un alumno de posgrado que estaba utilizando una
probeta para trasladar el ADN de «los semejantes a Usain Bolt» a una placa
portamuestras de plástico.)
Aunque en fase preliminar, sus datos no han apoyado especialmente la
idea de que la sociedad guerrera maroon generara la sociedad de velocistas
jamaicanos.
Los maroon de Accompong Town me dijeron una y otra vez que eran
capaces de identificar entre una multitud a otros maroon por la oscuridad de
su piel. Pero, cuando insistí, la mayoría admitió que aquello formaba parte de
la tradición folclórica oral, y que en realidad lo más probable es que no fueran
capaces de semejante cosa. Y tampoco Pitsiladis, a partir del ADN de esta
gente, es capaz de distinguir a los maroon de los demás jamaicanos. «Se
parecen [genéticamente] a los africanos occidentales, y también a todos los
demás jamaicanos», afirma. «Eche un vistazo por ahí e intente decirme qué es
un jamaicano.»
A lo que se refiere Pitsiladis es al hecho de que el ADN de los jamaicanos
responde al lema del país: «De muchos, un pueblo». Los esclavos llegaron a
Jamaica procedentes de un montón de países de África y de un puñado de
grupos étnicos que vivían en esos países. Los estudios genéticos de los
antepasados de los jamaicanos han encontrado una diversidad de estirpes
africanas. Un estudio realizado sobre una parte de los cromosomas Y de los
jamaicanos227 —transmitidos sólo de padres a hijos— halló que tendían a
parecerse más a los africanos del Golfo de Biafra, el cual comprende las
regiones litorales de Nigeria, Camerún, Guinea Ecuatorial y Gabón. Por otro
lado, una investigación sobre el ADN mitocondrial de los jamaicanos
descubrió un mayor parecido con los africanos del Golfo de Benin y la Costa
del Oro, en las que se incluyen regiones de Ghana, Togo, Benin y Nigeria.
Como pasa con los afroamericanos, todos los estudios coinciden en señalar
que las líneas genéticas maternas de los jamaicanos proceden casi
exclusivamente de África Occidental, aunque de una diversidad de países.228
Resumiendo, como era de esperar por los antecedentes de importación de
esclavos a la isla, los habitantes descienden de África Occidental, pero de una
diversidad de grupos étnicos que residían allí. (Después de todo, si por algo se
hizo famoso el capitán Cudjoe fue por reunir guerreros de diferentes tribus
como los ashanti, los congoleños y los coromantee.) Y eso por no hablar de
los estudios genéticos que han descubierto que algunos jamaicanos son
portadores de una fracción del ADN de los indios nativos americanos,
probablemente como consecuencia de haberse mezclado con el pueblo taino,
los indígenas de Jamaica que antaño algunos historiadores consideraban
extinguidos por las enfermedades y la persecución a manos de los
colonizadores españoles, antes de la llegada de los esclavos procedentes de
África Occidental.
Los padres de Colin Jackson, que fue plusmarquista mundial de los 110
metros vallas desde 1993 a 2006, son jamaicanos, aunque él nació y se crió en
Gales. Después de realizarse un análisis genético en 2006 para participar en el
programa sobre ascendencias de la BBC Who Do You Think You Are?,
descubrió no sin sorpresa que su ADN revelaba que era taino en un 7 por
ciento. En la actualidad, los historiadores creen que un reducido número de
tainos debieron de haber sobrevivido a la ocupación española huyendo a las
colinas para unirse a los maroon.229 Así que el británico Jackson quizá sea
otro plusmarquista mundial más de la velocidad con herencia maroon. (En
2008, cinco años después de haberse retirado, Jackson participó en otro
programa de la BBC, The Making of Me, en el que un laboratorio de la Ball
State University obtuvo una muestra del tejido muscular de su pierna y
determinó —para regocijo de Jackson— que tenía la mayor proporción de
fibras musculares del tipo IIb o de «contracción superrápida», que el
laboratorio hubiera visto nunca.)
Es indudable que todavía quedan por descubrir laberintos relacionados
con la herencia genética de los jamaicanos, así como con la de los principales
velocistas de la isla. Pero, al menos, el trabajo de Pitsiladis y otros ha
demostrado que ni los maroon ni los jamaicanos en general constituyen una
especie de unidad genética monolítica y aislada. Antes bien, y como debería
esperarse de un grupo mestizo de africanos occidentales, los jamaicanos
presentan una diversidad genética sumamente elevada. (Aunque, como
también es de esperar, los jamaicanos no son sin duda «nada» diversos
cuando se trata del «gen de la velocidad» ACTN3. Casi todos los jamaicanos
tienen una copia de la versión adecuada para la velocidad.)
Si el fenómeno de la factoría de la velocidad es cuestión de los indígenas
del Caribe obsesionados por la velocidad con el mayor índice de africanidad
genética, entonces deberíamos esperar más velocistas de primer nivel de
Barbados, porque los 250.000 habitantes de la diminuta isla suelen tener la
ascendencia menos diluida de africanos occidentales del Caribe. (Dicho esto,
y dada su población, en realidad Barbados está representada en exceso —un
medallista olímpico en los 100 metros en 2000 y un finalista olímpico en los
110 metros vallas en 2012— aunque no hasta el punto de Jamaica. Las
diminutas Bahamas, con 350.000 habitantes, también es siempre unos de los
mejores países en velocidad del mundo. Las Bahamas derrotaron a Estados
Unidos y ganaron el oro en los relevos 4×400 masculinos en los Juegos
Olímpicos de 2012. Trinidad y Tobago, con una población de 1,3 millones de
habitantes, es otra potencia caribeña más de la velocidad a nivel mundial.)
Cuando Pitsiladis comparó dos docenas de variantes genéticas que se
habían asociado al rendimiento en velocidad —aunque en algunos casos de
una forma sumamente endeble— de velocistas jamaicanos y de los sujetos de
un grupo de control, los resultados «apuntaron en la dirección correcta», dice
Pitsiladis, «aunque no fue nada espectacular». Esto es, los velocistas
propendieron en efecto a tener más versiones «correctas» que los no
velocistas, aunque en absoluto fue siempre ése el caso. Uno de los alumnos de
posgrado de Pitsiladis, que fue utilizado como sujeto de control, tenía más
variantes de la velocidad que «los semejantes a Usain Bolt». Esto no significa
que los genes no sean de trascendencia para la velocidad, sino más bien que
los científicos han identificado sólo un número muy reducido de genes
relevantes.
Pitsiladis sigue analizando los genes de los mejores velocistas jamaicanos,
y a medida que la tecnología ha hecho más fácil el estudio de amplias bandas
del genoma, en su trabajo han surgido unas cuantas variantes génicas que
diferencian a los velocistas de los sujetos de control y que por consiguiente se
presentan como potenciales influencias para triunfar como velocistas, aunque
la historia es oscura. Y dado que hay demasiados pocos velocistas del calibre
«medallista olímpico» en todo el mundo para hacer grandes estudios,
probablemente seguirá sumida en la oscuridad. Los científicos del deporte
tienen por delante un camino sinuoso hasta descubrir muchas de las
cualidades físicas que conducen al alto rendimiento en el deporte, ya no
digamos para identificar los genes que las apuntalan.
En sus diez años de viajes a Jamaica, las teorías de Pitsiladis en relación a
la factoría de la velocidad mundial se han visto menos influidas por los datos
que ha reunido con caros secuenciadores de ADN y cromatógrafos, y bastante
más por los datos que ha reunido con otros dos importantes instrumentos
científicos: sus globos oculares.

Conocidos simplemente como los «Champs», los campeonatos nacionales de


atletismo de instituto de Jamaica llevan celebrándose sin interrupción desde
1910 —cuando la isla seguía siendo colonia británica y las carreras eran
organizadas por los directores de seis colegios masculinos—, y es el mayor
espectáculo anual de la isla.230
Los Champs se prolongan durante cuatro días de competiciones en los
que intervienen los niños y las niñas de cien institutos. La descontrolada
jornada de clausura es lo que uno podría conseguir si de pronto el contenido
de mil clubes nocturnos fuera arrojado a una reunión de atletismo.
Los 35.000 asientos del Estadio Nacional de Kingston se convierten sólo
en localidades de pie, y un número considerable de aficionados alardean por
los pasillos bailando el whine, una danza con un metódico contoneo de
caderas que hará ruborizarse a más de un extraño. Por la noche, los vestíbulos
del estadio están envueltos en el aroma del aliño del jerk, y las zonas de
asiento llenas de devotos de un determinado instituto se cubren de banderas
de colores del tamaño de las velas de una goleta. Cuando los aficionados
localizan un cracker —expresión local para designar una carrera muy reñida
—, el ruido de los vítores, gritos, silbidos y bocinas aumenta hasta hacerse
ensordecedor cuando los atletas se inclinan en una piña al llegar a la línea de
meta. Si el último corredor en una carrera de relevos empieza alcanzando a
un adversario, el locutor recordará por los altavoces a los espectadores que no
muestren su entusiasmo saltando a la pista desde las gradas. Los velocistas
olímpicos aparecen para animar a sus antiguos colegios o para darse un baño
de multitudes. En los Champs de 2011, un séquito de chicas con camisas de
lentejuelas y de chicos con cazadoras abiertas y zapatillas sin abrochar se
apelotonaban en torno a Asafa Powell, mientras el ex plusmarquista mundial
—con vaqueros de marca, cadenas de oro y gafas de sol en plena noche— se
paseaba por las gradas.
El atletismo de los más jóvenes causa furor en Jamaica. Antes de que
apareciera Usain Bolt, las reuniones de atletismo profesionales en Kingston se
celebraban para unas gradas vacías, siendo superadas en convocatoria de
público incluso por el campeonato nacional para la categoría de cinco y seis
años. Las tiendas de Puma de Kingston venden equipamientos que ostentan
los emblemas de los colegios con sagrados historiales en los Champs, como el
Calabar High, llamado así en honor de una ciudad portuaria de Nigeria,
punto definitivo de embarque de los esclavos. La locura por el atletismo de los
pequeños provoca el deseo entusiasta de ayudar a los colegios locales para que
triunfen en los Champs. Un entusiasmo como el de Charles Fuller.
Allá en 1997, cuando era empleado de la empresa de aluminio Alcan
Jamaica, a Fuller le ponía enfermo ver que los niños más rápidos de su
localidad abandonaban el distrito de Manchester para irse al instituto. Le
entristecía ver a los niños y niñas del barrio ayudar a otros colegios a derrotar
al instituto de Manchester en los Champs. Con la intención de llevar de
nuevo a lo más alto de los Champs a su equipo local, Fuller empezó a orientar
a los corredores locales hacia el instituto de Manchester. Corredores como
Sherone Simpson.
Fuller vio a Simpson en 1997, en una carrera local de 100 metros para
corredoras de doce años. Su apacible voz de barítono retumba cuando
describe el momento. «Los corrió en 12:2, cronómetro en mano», dice, y abre
mucho los ojos. «¡Y era una carrera descalzo, y sobre hierba!» A Fuller le dejó
maravillado la elasticidad de la complexión de la corredora, que le recordó a
la de Grace Jackson, una olímpica jamaicana de la década de 1980.
Pero Simpson era una estudiante excelente, y las notas de sus exámenes en
la escuela primaria le habían hecho ganar una plaza en el Knox College, uno
de los mejores colegios públicos de Jamaica, aunque uno que no tenía equipo
de atletismo. Y ahí fue donde Fuller intervino.
Después de convencer a los padres de Simpson, Audley y Vivienne, del
potencial de su hija para el atletismo, Fuller consiguió sumar a su causa al
director del Manchester, Branford Gayle. Éste se puso en contacto con el
Knox College, y con un poco de insistencia consiguió que Knox concediera
un traslado a Simpson.
Durante los primeros años, la chica hizo un buen papel en los Champs,
aunque estaba más centrada en sus estudios. En Jamaica, los entrenadores de
los institutos suelen ser muy conservadores en la forma de entrenar: la
mayoría de los alumnos de primer año no entrenan a diario, y los atletas no
levantan pesas hasta que tienen por lo menos quince o dieciséis años. «No era
intenso», dice Simpson del entrenamiento del instituto.
Pero en 2003, en su último año en el Manchester, Simpson estalló. Acabó
segunda en los 100 metros de los Champs por un omóplato de la futura
medallista olímpica Kerron Stewart. Los ojeadores de las universidades
norteamericanas, a los que se les distinguía por los logotipos a juego de sus
camisas y sombreros, merodeaban por las gradas de los Champs. (Algunos
también destacaban debido al escaso número de espectadores blancos
presentes en el estadio. Cuando asistí a los campeonatos, un adolescente se
me acercó y me dijo: «Perdone, señor» varias veces, antes de que cayera en la
cuenta de lo que pretendía decirme: «¿Tiene becas disponibles?» Sentí
decepcionarle.) Simpson estaba a punto de aceptar una beca completa de
estudios para la Universidad de Texas-El Paso, cuando una vez más uno de
sus ángeles de la guarda del atletismo intervino.
En la cercana UTech —de la que es presidente Errol Morrison— el
entrenador Stephen Francis estaba atareado en crear el Club de Atletismo
MVP, un intento de proporcionar a los atletas jamaicanos un lugar donde
seguir entrenando después del instituto sin que tuvieran necesidad de
marcharse a Estados Unidos y al sistema de entrenamiento de la NCAA, del
que los entrenadores jamaicanos opinan que sobrecargan de carreras a los
atletas. Así que el director del instituto de Manchester, Gayle, llamó a
Simpson a su despacho. «Estarás un año en la UTech y veremos cómo va la
cosa», se recuerda diciendo Gayle. «Luego, dejaré que llores y te seques las
lágrimas. Y ella estuvo de acuerdo.»
En 2004, su primer año en la UTech, Simpson explotó en el ámbito
internacional, terminando sexta en la final de los 100 metros de los Juegos de
Atenas. Una semana después, y tras sólo dos de haber cumplido los veinte
años, Simpson dejó atrás a la superestrella yanqui Marion Jones en el segundo
relevo de los 4×100 femeninos y se convirtió en la medallista de oro más
joven de la historia de Jamaica. Cuatro años más tarde, en Pekín, y por detrás
de su compañera de la UTech Shelly Ann Fraser-Pryce, ganó la plata ex aequo
hasta la centésima de un segundo con Kerron Stewart, que cinco años atrás la
había vencido por los pelos en los Champs. El pódium olímpico de Jamaica:
1-2-2.

En un sofocante día de primavera, recostada contra un banco de cemento


ante la vista de las majestuosas Blue Mountains y al lado de una pista de
césped demasiado pequeña donde entrena el MVP Track Club, los labios de
Simpson se elevan hacia sus pómulos increíblemente prominentes mientras
vuelve a pensar en su trayectoria. «Recuerdo vívidamente el día que el señor
Fuller me vio correr por primera vez y se acercó a mí para decirme que tenía
un potencial tremendo», dice. «¡Todo empezó allí!»
La historia de Simpson es representativa de lo mejor del sistema
jamaicano: en las carreras infantiles, casi cada niño o niña está preparado para
las carreras de velocidad en un momento u otro (las primeras victorias de
Simpson se produjeron en los relevos cuando tenía cinco años, durante la
jornada anual del deporte que se organiza en Jamaica para los escolares), y los
adultos entusiastas del atletismo, como Fuller y Gayle, mantienen los ojos
bien abiertos para localizar jóvenes veloces y reclutarlos para los institutos
con un buen atletismo. En éstos, los jóvenes van poco a poco, aunque
adquieren experiencia de las grandes carreras en los Champs, donde
consiguen adoración y becas para mejorar el rendimiento. O, mejor aun, el
aval de una empresa de calzado deportivo y el acceso a un club profesional.
El sistema de la velocidad jamaicano se parece al del fútbol americano en
Estados Unidos, y está lleno de reclutadores sospechosos. (Varios
entrenadores de instituto me contaron en los Champs que ahora tenían
prohibido regalar frigoríficos a los padres para intentar reclutar a los hijos.) El
sistema de busca y captura de talentos de la velocidad ha dado sus buenos
resultados a Jamaica en forma de oro olímpico. No fue otro que Usain Bolt el
que de pequeño suspiraba por ser una estrella del cricket (su segundo deporte
preferido era el fútbol), hasta que en la jornada de los deportes empezó a dejar
atrás a sus iguales y lo metieron a la fuerza en el atletismo cuando tenía
catorce años —e incluso entonces era famoso por saltarse los entrenamientos
—, y en 2003 terminó estableciendo las plusmarcas de los 200 y los 400
metros de los Champs. Yohan Blake, el compañero de entrenamiento de Bolt
que terminó segundo después que él en los 100 y los 200 metros en los Juegos
Olímpicos de Londres 2012, también quiso ser jugador de cricket, pero a los
doce fue descubierto como velocista durante la jornada de los deportes.
Incluso los mejores velocistas norteamericanos llegan a través del sistema de
búsqueda de talentos. Sanya Richards-Ross, una norteamericana que ganó el
oro en los 400 metros en Londres, vivió en Jamaica hasta los doce años, y fue
escogida a la fuerza por un entrenador de atletismo de primaria cuando, a los
siete años, dejó atrás a las niñas de más edad en las carreras de la jornada de
los deportes. «El entrenador me dijo: “Sí, vas a reforzar el equipo de
atletismo”», recuerda Richards-Ross.
Los descubrimientos en el campo de la fisiología indican que entrenar la
resistencia puede potenciar la capacidad de las fibras musculares de
contracción rápida para resistir el cansancio, pero que el entrenamiento de la
velocidad no aumenta la rapidez a la que se contraen las fibras de contracción
lenta. Así que estar dotado con una elevada proporción de fibras de
contracción rápida resulta esencial para convertirse en un velocista de élite.
O, según el dogma de los entrenadores de fútbol americano: «Uno no puede
enseñar velocidad». Esto es un tanto exagerado, porque la velocidad —y sin
duda la capacidad para mantenerla— es susceptible de mejora. Pero
acuérdense de los estudios holandeses de Groningen sobre el talento en el
fútbol. Con independencia de cuál sea el entrenamiento, los niños lentos
jamás alcanzarán a los niños rápidos en velocidad; y de las palabras de Justin
Durandt, director del Discovery High Performance Centre del Instituto de
Ciencias del Deporte de Sudáfrica: «Hemos probado a más de diez mil niños,
y jamás he visto uno que fuera lento volverse rápido». Los niños lentos
«jamás» se hacen adultos rápidos. Así que mantener a los niños más veloces
en el proyecto de la velocidad resulta primordial. ¿Y en qué país que no fuera
Jamaica podría un niño con una velocidad grandiosa que mide 1,93 m a los
quince años, como Bolt, acabar en otra parte que no sea una cancha de
baloncesto o voleibol o un campo de fútbol americano? Si llega a nacer en
Estados Unidos, sin asomo de duda Bolt hubiera sido conducido por la senda
de los muy altos y veloces, como Randy Moss (1,93 m) y Calvin Johnson
(1,95), ambos unos grandes y rápidos receptores abiertos de la NFL que
ganaron millones de dólares. (El tamaño y velocidad de Johnson le ayudaron
a pillar un contrato de 132 millones de dólares en 2012.)
Los resultados de la velocidad en los Champs son comparables en realidad
a los de los campeonatos estatales de los grandes estados de la velocidad,
como Texas, y su ambiente no tiene nada que envidiar en cuanto a fervor al
del fútbol americano en los institutos texanos. Pero decenas de aspirantes a
velocistas olímpicos norteamericanos acaban en su lugar en deportes que son
más populares en Estados Unidos, como el baloncesto y el fútbol americano.
(A un periodista deportivo jamaicano que conocí en los Champs le
preocupaba que la creciente popularidad del baloncesto en la isla pudiera
detraer el talento atlético en su beneficio.)
Trindon Holliday, un receptor abierto de la NFL, era un velocista tan
extraordinario en la Universidad Estatal de Louisiana que derrotó a Walter
Dix, del estado de Florida —que ganaría un bronce en Pekín llegando por
detrás de Bolt—, en los 100 metros durante el campeonato nacional de 2007,
pero a continuación renunció a su plaza en el equipo campeón del mundo de
Estados Unidos para no perder un día de entrenamiento de pretemporada
con el equipo de fútbol americano de la Universidad Pública de Louisiana.
Xavier Carter, que estaba en la LSU en la misma época que Holliday, decidió
hacerse velocista profesional sólo después de que no hubiera conseguido
destacar como receptor abierto en los dos años que estuvo en el equipo de
fútbol americano. En Jamaica, la clave para dominar la velocidad a nivel
mundial es conservar a los mejores velocistas en la pista.
Es el sistema de búsqueda de talentos en toda la isla —por el que todos los
niños están preparados para probar la velocidad en algún momento— al que
Pitsiladis atribuye el éxito de Jamaica en la velocidad. Lo que no quiere decir
que los genes no tengan importancia. «Sin duda, debes escoger a tus padres
adecuadamente para ser plusmarquista mundial», dice, de forma retórica.
«Pero Jamaica tiene miles y miles de velocistas, y consigues lo mejor haciendo
lo que hay que hacer. Eso es lo que importa para este fenómeno. Si tuvieras
esto en otro país, verías exactamente lo mismo.»
Cuando una publicación escocesa recabó el consejo de Pitsiladis para los
aspirantes a atletas del Reino Unido, el científico respondió: «Hazte velocista.
Que no te preocupe ser blanco. La cosa no tiene nada que ver con el color de
tu piel».231
Su amigo y colega Errol Morrison estaría un poco en desacuerdo.

219Un resumen de las teorías del éxito de la velocidad jamaicana (en la p. 2 se muestran los datos de la
ACTN3 de los jamaicanos y otras poblaciones): Irving, Rachel y Vilma Charlton ed., Jamaican gold:
jamaican sprinters, University of the West Indies Press, 2010.

220Las listas de los velocistas de ascendencia jamaicana que compiten en representación de otros países
y de los velocistas jamaicanos de Trelawny se pueden en encontrar en el anexo de: Robinson, Patrick,
Jamaican athletics: a model for 2012 and the world, Black Amber, 2009. (Se trata sólo de unas listas
parciales. La lista de Trelawny, por ejemplo, no incluye al finalista olímpico de los 100 metros Michael
Green ni a la campeona del mundo de los 4×100 metros Merlene Frazer, nacidos en Trelawny.)

221Una historia minuciosa sobre los maroon o esclavos fugitivos de Jamaica (las citas de los «héroes
natos» y de la «elevación del alma» aparecen en la p. 45): Campbell, Mavis C., The maroons of Jamaica
1655-1796, Africa World Press, 1990.

222Una historia de Jamaica escrita con especial atención a la perspectiva afrojamaicana: Sherlock,
Philip y Hazel Bennett, The story of the jamaican people, Ian Randle Publishers, 1998. (La cita de los
«peligrosos reclusos» y la descripción de William Beckford del incendio de una plantación de caña
aparecen en la p. 134, y la cita «no se atreven» en la p. 139. Las descripciones de las batallas de los
maroon por alcanzar la independencia y de Cudjoe y Nanny se pueden encontrar en el capítulo 13: «Las
guerras de liberación afrojamaicanas, 1650-1800.»)

223Una fascinante historia contemporánea de los maroon está en la reimpresión íntegra de cartas de
principios del siglo XIX: Dallas, Robert C., The history of the maroons: from their origin to the
establishment of their chief tribe at Sierra Leone, Adamant Media Corporation, vols. I y II, 2005.
(Originalmente publicados en 1803 por T. N. Longman y O. Rees.)

224 Nanny es tan venerada en Jamaica, que la leyenda de la isla cuenta que era capaz de agarrar al vuelo
las balas de los británicos.
225 Es posible que también sea oriundo de Trelawny el velocista más tristemente famoso de todos los
tiempos, el canadiense Ben Johnson, que después de ganar la medalla de oro olímpica de los 100 metros
en 1988, días más tarde fue desposeído de ella al dar positivo por esteroides.

226Una descripción de la historia del esclavo-guerrero-velocista, con la cita de Michael Johnson del
documental del Channel 4: Beck, Sally, «Survival of the fastest: why descendants of slaves will take the
medals in the London 2012 sprint finals», Daily Mail, 30 junio 2012.

227Los cromosomas Y de los hombres jamaicanos: Benn Torres, Jada, «Y chromosome lineages in men
of west african descendent», PLoS ONE, 7(1), (2012), e29687.

228Estudios genéticos de la demografía de Jamaica, con Errol Morrison y Yannis Pitsiladis como
coautores: Deason, Michael L., y otros, «Interdisciplinary approach to the demography of Jamaica»,
BMC Evolutionary Biology, 12, (2012), 24. Deason, M., y otros, «Importance of mitochondrial
haplotypes and maternal lineage in sprint performance among individuals of west african ancestry»,
Scandinavian Journal of Medicine & Science in Sports, 22, (2012), 217-23.

229El ADN muestra que los indígenas americanos tainos no se extinguieron en Jamaica. El estudio
también aporta datos sobre el grado de «africanidad» genética de diversas poblaciones caribeñas: Benn
Torres, J., y otros, «Admixture and population stratification in african caribbean populations», Annals
of Human Genetics, 72, (2007), 90-98.

230La visita a los Champs debería estar en la lista de últimos deseos de cualquier aficionado al atletismo.
El siguiente mejor premio: Lawrence, Hubert, Champs 100: a century of Jamaican high school athletics,
1910-2010, Great House, 2010.

231El consejo de Pitsiladis a los potenciales velocistas blancos aparece aquí: «No proof sporting success
is genetic according to academic», Scotman.com, 23 marzo 2011.
11

La malaria y las fibras musculares

En comparación con los europeos, los jamaicanos tienen unas piernas más
largas en relación a su estatura y unas caderas más estrechas. Esto, dice
Morrison, es indiscutible.
Que los jamaicanos suelan tener una complexión más lineal que los
europeos no es ninguna sorpresa, ni es un rasgo privativo de los jamaicanos.
Como dicta la ley de las proporciones corporales de Allen, los hombres y las
mujeres con antepasados recientes de latitudes bajas y climas calientes
generalmente tienen unas piernas proporcionalmente largas. Otro principio
ecogeográfico, conocido como ley de Bergmann —llamada así por el biólogo
del siglo XIX Carl Bergmann—, indica que los humanos con antepasados
recientes de latitudes bajas también tenderán a ser más estrechos y a tener un
hueso pelviano más delgado.232 Tanto las piernas largas como las caderas
estrechas son beneficiosas para correr y saltar. En igualdad de todos los demás
factores, la velocidad máxima de carrera se incrementa en función de la raíz
cuadrada de la longitud de la pierna. Pero la teoría del dominio de los
africanos occidentales en la velocidad de la que fue coautor Morrison, es una
tesis que se desvía por completo de tales consideraciones anatómicas.
En 2006, Morrison, en colaboración con Patrick Cooper, propuso en el
West Indian Medical Journal233 que la incontrolada malaria endémica de toda
la costa occidental de África de donde fueron sacados los esclavos, condujo a
unas alteraciones genéticas y metabólicas específicas que serían favorables
para los deportes de fuerza y velocidad. La hipótesis era: que la malaria de
África Occidental obligó a una proliferación de genes que servían de
protección contra ella, y que tales genes, que reducen la capacidad de un
individuo para crear energía aeróbicamente, supusieron un impulso para
desarrollar más fibras musculares de contracción rápida, que dependen
menos del oxígeno para producir energía. Morrison colaboró con los aspectos
biológicos, pero la idea fundamental procedía originalmente de Cooper, un
escritor amigo de la infancia de Morrison.
Cooper fue un erudito que triunfó profesionalmente en actividades tan
dispares como la grabación musical o la elaboración de los discursos de
Norman Manley, uno de los artífices de la independencia de Jamaica, y más
tarde del hijo de éste, el primer ministro Michael Manley. Al principio de su
carrera, Cooper fue periodista de The Gleaner, el periódico más importante
de Jamaica. Como articulista de la sección de deportes de The Gleaner, la
primera conjetura de Cooper fue que los deportistas blancos habían
dominado históricamente los deportes de fuerza y velocidad a causa
exclusivamente de la sistemática exclusión y eliminación fraudulenta de los
deportistas negros, como en el caso del campeón de boxeo Jack Johnson. En
posteriores artículos,234 Cooper documentó meticulosamente la circunstancia
de que los deportistas con antepasados del África Occidental hubieran
acabado con una elevada representación en los deportes de velocidad y fuerza,
casi a continuación de que se les permitiera acceder de forma muy restringida
a los deportes en los que competían sus homólogos blancos. Cooper puso de
relieve las tendencias que persisten hoy día: en todos los Juegos Olímpicos
posteriores al boicot de Estados Unidos en 1980, todos y cada uno de los
finalistas en la prueba olímpica de los 100 metros, a despecho de que sus
nacionalidades abarquen desde la canadiense, holandesa y portuguesa hasta la
nigeriana, tienen una ascendencia reciente del África Occidental
subsahariana. (Lo que también ha sido verdad para las mujeres de las dos
últimas olimpiadas, y todas las ganadoras salvo una desde los Juegos de 1980
boicoteados por Estados Unidos, han sido descendientes recientes del África
Occidental.) Y no ha habido un solo jugador blanco de la NFL que juegue de
cornerback, la posición que exige mayor velocidad en el fútbol americano,
desde hace más de una década.235
En su condición de redactor de los discursos de Michael Manley durante
la agresiva campaña de reelección de 1976, Cooper y su familia vivieron bajo
una amenaza constante. Cooper dejó de sentarse de espaldas a las ventanas, y
cuando su esposa Juin fue retenida a punto de pistola, sacó a la familia de
Jamaica para siempre. Mientras vivía en Houston a finales de la década de
1980, Cooper frecuentaba la biblioteca a la caza de explicaciones biológicas e
históricas para la supremacía de los deportistas negros en los deportes
basados en la velocidad. Cooper devoró todo tipo de publicaciones científicas
sobre biología, medicina, antropología e historia de una manera que pocos
hacían antes del advenimiento de las bases de datos electrónicas que
seleccionan las revistas eruditas con sólo pulsar una tecla.
Cooper se encontró con el famoso estudio de los tipos corporales de los
deportistas olímpicos de 1968,236 y se aferró a un curioso dato registrado por
los científicos. Los investigadores se habían sorprendido al encontrar que «un
número considerable de deportistas olímpicos negroides se caracterizaban
por padecer la anemia depranocítica o falciforme». Esto es, algunos
deportistas olímpicos negros tenían, en una de las dos copias del gen que
codifica la hemoglobina —la molécula presente en los glóbulos rojos que
transporta el oxígeno—, una mutación que ocasiona que los glóbulos rojos
redondos se curven y adopten forma de hoz en ausencia de oxígeno, lo que
disminuye potencialmente el flujo sanguíneo en todo el cuerpo durante la
realización de un ejercicio intenso. La variante genética que provoca el rasgo
de la anemia depranocítica se encuentra las más de las veces en las personas
con una ascendencia reciente del África Occidental y Central subsaharianas, y
en un principio los científicos habían creído que la elevada altitud en la que se
celebrarían las Olimpiadas de México 1968 impediría a los deportistas con
esta anemia rendir adecuadamente. «Se suponía que la anemia depranocítica
tenía que ser un freno», dice Morrison. Pero en las Olimpiadas no cambió
absolutamente nada en las pruebas de corta duración, como la velocidad y los
saltos.
En las décadas transcurridas desde entonces, los estudios epidemiológicos
han descubierto que los deportistas con el rasgo de la anemia falciforme (que
tienen una copia del gen mutante y son conocidos como los «portadores de la
anemia falciforme») cuentan en efecto con una baja representación en
empeños deportivos que exigen una gran resistencia aeróbica. En las carreras
de competición, los portadores del rasgo depranocítico desaparecen casi por
completo de las pruebas con recorridos superiores a los 800 metros237;
genéticamente, se encuentran en desventaja en las pruebas de larga distancia.
En un número reducido de portadores del rasgo falciforme, el flujo sanguíneo
sufre tal inhibición, que se vuelve letal si realizan un esfuerzo excesivo
durante mucho tiempo. Desde 2000, la muerte súbita durante el
entrenamiento de nueve jugadores universitarios de fútbol americano238 —
todos negros y de la División I—, ha sido relacionada con el rasgo
depranocítico, y en la actualidad la NCAA exige la realización de exámenes
sistemáticos para determinar la presencia de la variante génica que lo
provoca. (De acuerdo con un comité de la Big East Conference Sports
Medicine Society de 2012, los deportistas universitarios blancos, bajo la
supervisión de un médico del equipo, a menudo pedirán una dispensa para
ser eximidos de la prueba, dada la improbabilidad de que sean portadores de
la variante genética de la anemia falciforme.)
En 1975, al año siguiente de que se publicaran los datos de las Olimpiadas
de México, apareció otro estudio que Cooper analizaría minuciosamente dos
decenios más tarde y en el que se demostraba que los afroamericanos
presentaban de forma natural unos niveles bajos de hemoglobina.239 Dicho
trabajo había sido publicado en el Journal of the National Medical Association,
revista editada por la Asociación Nacional de Médicos, con sede en Maryland,
que promueve la participación de médicos y pacientes con ascendencia
africana reciente. Utilizando datos de casi 30.000 personas de diez estados
diferentes con edades comprendidas entre un año y los noventa, el artículo
informaba de que los afroamericanos tienen unos niveles de hemoglobina
más bajos en todas las etapas de la vida que los norteamericanos blancos,
incluso cuando la condición socioeconómica y la dieta estén equiparadas. (La
esposa de Errol Morrison, Fay Whitbourne, ex directora del Servicio Nacional
de Laboratorios de la Sanidad Pública de Jamaica, afirma que los niveles de
hemoglobina de los jamaicanos están en consonancia con los de los
afroamericanos.) Numerosos estudios, además de los datos de población del
Centro Nacional para las Estadísticas Sanitarias de Estados Unidos,240 han
reproducido este resultado desde entonces, incluso entre los deportistas. En
un estudio colosal realizado en 2010 sobre 715.000 donantes de sangre de
toda Norteamerica,241 los investigadores concluyeron que los afroamericanos
muestran un «punto de referencia genético más bajo en cuanto a la
hemoglobina», con independencia de factores medioambientales como la
nutrición.242 Al igual que el rasgo falciforme, la hemoglobina baja por causas
genéticas —siendo todo lo demás igual— representa una «desventaja»
genética para los deportes de resistencia. Los corredores con ascendencia
reciente de África Occidental cuentan con una representación notablemente
baja en las categorías superiores de las carreras de media y larga distancia. (El
récord jamaicano en los 10 kilómetros ni siquiera se calificó para las
Olimpiadas de 2012.)
Los autores del artículo del Journal of the National Medical Association
escribieron que los niveles bajos de hemoglobina aumentan la posibilidad de
que los afroamericanos empleen más de un camino alternativo de energía, a
fin de compensar la relativa deficiencia del oxígeno que transporta aquella.
Dos años más tarde, en la misma revista, otro grupo de científicos insistía: «
[…] ha de existir algún mecanismo compensatorio que contrarreste esta
deficiencia relativa de hemoglobina, puesto que siempre se ha demostrado
una diferencia notable en los deportistas sanos».243 Cooper se puso manos a
la obra para encontrar ese mecanismo compensatorio.
Su incansable lectura de revistas médicas se volvió mucho más apremiante
en 1996, cuando se le diagnosticó un cáncer de próstata terminal. Cooper y
Juin se trasladaron a Nueva York en 2000, de manera que Cooper se podía
pasar todos los días en la Biblioteca Pública de la ciudad. «Mi oficina», la
llamaba. Los viajes de fin de semana a Baltimore para visitar a su hija se
duplicaron por las visitas a la biblioteca de la Universidad de Maryland.
Y justo entonces, Cooper encontró el potencial «mecanismo
compensatorio» que estaba buscando en un estudio realizado en la Laval
University de Quebec en 1986. Publicado en el Journal of Applied Physiology,
uno de sus autores era Claude Bouchard,244 con el tiempo la figura más
influyente en el campo de la genética del ejercicio y cabeza visible del Estudio
de Familia HERITAGE, que documentaría las diferencias entre familias en la
capacidad de mejora del rendimiento aeróbico por el entrenamiento.
Bouchard y sus colegas habían tomado muestras de los músculos de los
muslos de dos docenas de estudiantes sedentarios de la Laval, principalmente
oriundos de países de África Occidental, además de los de dos docenas de
estudiantes blancos sedentarios que tenían la misma edad, estatura y peso que
sus condiscípulos africanos. Los investigadores informaban de que los
músculos de los estudiantes africanos estaban compuestos de una proporción
mayor de fibras de contracción rápida y menor de las de contracción lenta en
comparación con los estudiantes blancos. Los alumnos africanos también
tenían una actividad notablemente más alta en las vías metabólicas que
necesitan menos oxígeno para producir energía y que se emplean cuando se
esprinta a fondo. Los científicos concluían que, en relación a los estudiantes
blancos, los estudiantes procedentes de África Occidental «están, desde el
punto de vista de las características musculoesqueléticas, bien dotados para
las pruebas deportivas de corta duración».
El estudio era pequeño, como es costumbre con las biopsias que exigen la
extirpación quirúrgica de una muestra de tejido muscular. Los escasos
estudios de parecido jaez publicados a lo largo de los años, se han mostrado
generalmente de acuerdo con los hallazgos de Laval, aunque todos se han
basado en un número reducido de sujetos.245
En su libro de 2003, Black Superman: A Cultural and Biological History of
the People Who Became the World’s Greatest Athletes, y más tarde en su
artículo de 2006 escrito en colaboración con Morrison, Cooper planteó por
primera vez la teoría de que los africanos occidentales desarrollaron unas
características determinadas, como una prevalencia alta de la mutación
genética de la anemia drepanocítica y otras mutaciones genéticas que
ocasionan unos niveles bajos de hemoglobina, como protección contra la
malaria, y que de eso se derivó un aumento en las fibras musculares de
contracción rápida, que proporciona una mayor producción energética por
una vía que «no» depende fundamentalmente del oxígeno en las personas que
tienen una capacidad reducida para producir energía «con» el oxígeno.246 En
la actualidad, la primera parte de la hipótesis de Cooper —que el rasgo
drepanocítico y la deficiente hemoglobina son adaptaciones evolutivas frente
a la malaria— se antojan innegables.247
En 1954, el mismo año en que sir Roger Bannister bajó de los cuatro
minutos en la milla, el médico y bioquímico británico Anthony C. Allison,
que había crecido en una granja en Kenia, demostró que los africanos
subsaharianos con el rasgo drepanocítico tenían bastantes menos parásitos de
la malaria en su sangre que los habitantes de la misma región que no eran
portadores de dicho rasgo.248 En circunstancias normales, portar la variante
genética de la malaria falciforme no parece algo bueno. Si dos personas que
tengan una copia cada una de esa variante engendraran hijos juntos, uno de
cada cuatro de sus hijos tendría dos copias del gen y por consiguiente la
enfermedad drepanocítica —también conocida como anemia falciforme—,
una enfermedad en la que se encuentran glóbulos rojos falciformes aun sin
realizar ejercicio y que deja al paciente con una esperanza de vida limitada. Y,
sin embargo, esta mutación genética ha estado presente —ha proliferado, de
hecho— en las zonas de peligro de la malaria del África subsahariana.
La razón de esto hay que hallarla en que los portadores de una copia de la
variante genética drepanocítica son generalmente personas sanas aunque sus
glóbulos rojos adopten la forma de hoz cuando se infectan con el parásito de
la malaria, lo que a su vez protege al huésped de los devastadores efectos del
parásito. (Dado que la anemia falciforme acorta las vidas, el gen drepanocítico
jamás se extenderá a toda la población. Entre los afroamericanos que han
vivido durante generaciones en regiones de Estados Unidos libres de malaria,
la variante genética de la anemia falciforme está desapareciendo
progresivamente.)249 En la actualidad, el equilibro entre los glóbulos rojos
falciformes y la resistencia a la malaria es uno de los ejemplos de manual en
biología de lo que es un trueque evolutivo, en este caso la propagación de una
variante genética por lo demás dañina gracias a la protección que lleva
asociada.
La sugerencia de Cooper y Morrison de que los niveles bajos de
hemoglobina en los afroamericanos y afrocaribeños es una segunda
adaptación a la malaria también ha sido demostrada, aunque de una manera
luctuosa.
Pese a la acumulación de pruebas de que los niveles bajos de hemoglobina
en los habitantes de las zonas de África donde la malaria es endémica son, al
menos en parte, de origen genético, unos cooperantes que trabajaban allí
consideraron que la hemoglobina baja era simplemente un indicio de la
excesiva carencia de hierro en la dieta. En 2001, la Asamblea General de las
Naciones Unidas cargó al mundo con la responsabilidad de reducir la
deficiencia de hierro de los niños de los países en vías de desarrollo. Así las
cosas, en un empeño bienintencionado de mejorar la nutrición, las asistencias
sanitarias llegaron a África con suplementos de hierro, que elevaron los
niveles de hemoglobina de los que los consumieron. (La hemoglobina es una
proteína rica en hierro, así que sus niveles descienden si se consume poco
hierro. A menudo, si empiezan a bajar en su rendimiento, lo primero que
comprueban los deportistas de élite que practican deportes de resistencia es si
andan bajos de este mineral.)
El problema fue que los médicos que estudiaban las regiones azotadas por
la malaria, vieron que se producía un aumento de los casos graves siempre
que se dispensaban los suplementos férricos.250 Desde la década de 1980, los
científicos que trabajaban en África y Asia habían documentado menores
índices de mortalidad por malaria en las personas con niveles bajos de
hemoglobina. En 2006, tras realizarse en Zanzíbar un gran estudio aleatorio
controlado con placebo que informó de un fuerte incremento de casos de
malaria y muerte entre los niños a los que se les suministraba suplementos de
hierro, la Organización Mundial de la Salud publicó un comunicado dando
marcha atrás en la postura de la ONU y pidiendo cautela a los profesionales
sanitarios a la hora de suministrar suplementos férricos en las regiones con
un alto riesgo de malaria.251 La hemoglobina baja, igual que el rasgo de la
anemia falciforme, aparentemente actúa como una protección contra la
malaria. Y, de acuerdo con la hipótesis de Cooper y Morrison, muchos de los
africanos que fueron llevados a la fuerza al Caribe y Estados Unidos
procedían de las partes concretas de la costa occidental del África
subsahariana que no sólo padecen los mayores índices de mortalidad por la
malaria del mundo, sino que además presentan la mayor frecuencia del gen
drepanocítico.252
La conclusión de la hipótesis de Cooper y Morrison —que las fibras
musculares de contracción rápida aparecen cuando la hemoglobina
desaparece— es lo que resulta sumamente arriesgado.
Patrick Cooper siguió entregado a su investigación y escritos hasta el final
de su vida. Hasta el día de 2009 en que el cáncer finalmente le venció, Cooper
estuvo dictándole a Juin desde la cama. Yo había tenido la esperanza de
conocer a Cooper en mi viaje a Jamaica antes de enterarme de que había
fallecido y de que de todas formas hacía años que no vivía allí. En su lugar, me
reuní con Morrison, y más tarde enseñé el artículo que él y Cooper habían
escrito en colaboración a cinco científicos que ignoraban su existencia, y les
pedí sus opiniones. Uno insistió en que la teoría era demasiado especulativa
para ser discutida. Los otros cuatro dijeron que era una hipótesis
razonablemente construida, pero también que jamás había sido sometida a
ninguna prueba directa y que no estaba demostrada. (Aunque, en 2011, unos
científicos de la Universidad de Copenhague propusieron que un porcentaje
alto de fibras musculares de contracción rápida podría explicar varios rasgos
físicos documentados de los afroamericanos y afrocaribeños, entre ellos un
metabolismo bajo en reposo y durmiendo, y un metabolismo menor de la
grasa para obtener energía y mayor de los carbohidratos en comparación con
los europeos.)253
Pitsiladis —el cazador de genes que colecciona el ADN de los velocistas de
nivel internacional— sostiene que una teoría semejante no podría resultar
cierta debido a la tremenda diversidad de los antecedentes genéticos de
afroamericanos y jamaicanos, que demuestra que no son ningún bloque
monolítico desde el punto de vista genético. Aunque sí que tienen en común
los rasgos en cuestión —una prevalencia significativa del rasgo drepanocítico
y una hemoglobina media baja—, por lo que la cuestión de la diversidad
genética general es irrelevante. Por término medio, los africanos son mucho
más diversos genéticamente que los europeos. Pero con respecto a ciertos
genes, como la variante del gen de la velocidad ACTN3, pueden ser más
homogéneos. Así, la diversidad genética en sí misma no implica que un grupo
étnico no pueda compartir un rasgo común, como sin duda lo hacen muchos.
Como el genetista de Yale Kenneth Kidd dijo de los grupos de pigmeos
africanos: están entre los pueblos con mayor diversidad genética del mundo, y
sin embargo comparten el rasgo de la estatura minúscula que les impedirá
dominar la NBA.
Dado que no pude seguir a Cooper en persona, decidí hacer un
seguimiento de su trabajo para ver si había surgido alguna prueba que
pudiera afirmar o desmontar su teoría desde que fue publicada. Primer punto:
¿pueden los deportistas con el rasgo drepanocítico tener un rendimiento
diferente en los deportes de explosividad?
El fisiólogo francés Daniel Le Gallais, ex director clínico del Centro
Nacional para la Medicina Deportiva en Abidjan, Costa de Marfil, planteó esa
cuestión mucho antes que Cooper.254 Alrededor del 12 por ciento de los
ciudadanos marfileños son portadores del rasgo drepanocítico, y a principios
de la década de 1980 Le Gallais reparó en que las tres mejores saltadoras de
altura del país (una de las cuales ganó el campeonato africano) acababan
anormalmente agotadas durante los entrenamientos. Tras examinar a las
atletas, Le Gallais encontró que: «Sorprendentemente», escribió en un correo
electrónico, «estas tres atletas eran portadoras del rasgo drepanocítico, a pesar
de provenir de diferentes grupos étnicos del país».
Más adelante, Le Gallais realizaría en colaboración diversos estudios
destinados a encontrar el rasgo de las células falciformes en velocistas y
saltadores de élite. En 1998, informó de que casi el 30 por ciento de los 122
campeones nacionales marfileños en pruebas explosivas de salto y
lanzamiento eran portadores de dicho rasgo, y que en conjunto acumulaban
treinta y siete plusmarcas nacionales. El mejor hombre y la mejor mujer del
grupo eran ambos portadores de células falciformes. En un estudio realizado
en 2005 de velocistas de las Indias Occidentales francesas que integraban el
equipo nacional francés, alrededor de un 19 por ciento de los atletas
analizados eran portadores del rasgo drepanocítico, y entre todos sumaban un
porcentaje desproporcionado de los títulos y marcas conseguidos por el
equipo.
«¿Que cuál es mi punto de vista en estos momento?», me escribió Le
Gallais. «Los estudios han demostrado con toda claridad que los deportistas
portadores [del rasgo drepanocítico] eran mucho menos numerosos que los
no portadores en las carreras de gran resistencia. Por el contrario, los atletas
portadores eran más numerosos en los saltos y los lanzamientos […]. El
deterioro en el sistema de transporte de oxígeno explica el bajo rendimiento
en las carreras de larga distancia. Por el contrario, desconocemos la causa de
su ventaja en los saltos y los lanzamientos.»
En cuanto a si los niveles bajos de hemoglobina por sí mismos podrían
impulsar un cambio hacia un mayor porcentaje de fibras de contracción
rápida, hay pruebas de que pueden hacerlo en los roedores. Un estudio de la
UCLA con ratones sometidos a dietas bajas en hierro, mostró un descenso de
la hemoglobina y puso de manifiesto un cambio de fibras musculares de
contracción rápida tipo IIa a fibras musculares de «contracción superrápida»
tipo IIb en los cuartos traseros.255 Pero nadie ha dirigido un estudio
semejante en humanos, y los ratones tienen mayor capacidad para permutar
los tipos de fibras musculares que los humanos. Además, éste es un efecto del
desarrollo en la vida de un ratón, no un efecto evolutivo provocado a lo largo
de generaciones por alteraciones en los genes.
Y hasta aquí toda la ciencia que hay. Un único estudio en ratones y un
único estudio en ratas que demuestran que los niveles bajos de hemoglobina
pueden inducir en los roedores un cambio a más fibras musculares explosivas.
Ningún científico ha intentado poner a prueba la idea de Cooper y Morrison
en humanos, así que no existe ningún estudio en humanos en absoluto.

Varios científicos con los que hablé de la teoría insistieron en que no tendrían
ningún interés en investigarla a causa de la cuestión inevitablemente espinosa
de las razas que conlleva. Uno de ellos me confesó que en realidad posee datos
sobre las diferencias étnicas en relación a un rasgo fisiológico concreto, pero
que jamás lo publicaría debido a la potencial controversia. Otro me dijo que le
preocuparía seguir la línea de investigación de Cooper y Morrison porque
cualquier insinuación de la existencia de una ventaja física entre un grupo de
personas podría ser equiparada a una falta correlativa de inteligencia, como si
el deporte y la inteligencia estuvieran en una especie de balancín biológico.
Con ese sambenito en la cabeza, puede que lo más importante que Cooper
escribiera en Black Superman fuera su metódica extirpación de cualquier
supuesto vínculo inverso entre la destreza física y la mental. «La idea de que la
superioridad física pudiera ser en cierta manera un síntoma de la inferioridad
intelectual, sólo empezó a desarrollarse cuando la superioridad física se asoció
con los afroamericanos», escribió. «Tal asociación no empezó hasta 1936.» La
idea de que las condiciones físicas fueran de pronto inversamente
proporcionales al intelecto jamás fue un motivo de intolerancia, sino más
bien consecuencia de ésta. Y Cooper suponía que una investigación científica
más seria de las cuestiones difíciles, y no menos, es el camino apropiado.
La hipótesis de Cooper y Morrison, de que la disminución en la capacidad
de transporte de oxígeno provocaba un cambio a unas propiedades
musculares más explosivas, nunca pretendió ser únicamente un fenómeno de
«negros». Aunque la hipótesis sea correcta, sigue habiendo una tremenda
variación fisiológica dentro de cada grupo étnico, y Cooper y Morrison
estaban teorizando sobre un conjunto de deportistas negros con una
ascendencia geográfica muy concreta.
En el lado opuesto de África al de los antepasados de los velocistas, y por
pura chiripa geográfica, una facción distinta de los mejores deportistas del
mundo se vio libre de las adaptaciones genéticas que perjudican
potencialmente la resistencia. Estos deportistas viven en altitudes donde los
mosquitos son escasos, y por tanto también la malaria y el gen
drepanocítico.256
Estos deportistas negros llegaron a dominar un ámbito completamente
distinto.

232Los antecedentes sobre la latitud y la anchura pelviana: Nuger, Rachel Leigh, The influence of climate
on the obstetrical dimensions of the human bony pelvis, UMI Dissertation Publishing, 2011.
233El artículo de Cooper y Morrison en el que plantean su hipótesis: Morrison, E. Y. St. A., y P. D.
Cooper, «Some bio-medical mechanisms in athletic prowess», West Indian Medical Journal, 55(3),
(2006), 205-209.

234La viuda de Patrick Cooper, Juin —y varios obituarios— proporcionó los detalles de su vida. El libro
de Cooper sobre los atletas negros: Cooper, Patrick Desmond, Black superman: a cultural and biological
history of the people that became the world’s greatest athletes, First Sahara, 2003.

235 En la NFL hay blancos que juegan de safety —la otra posición defensiva retrasada—, y algunos
escritores, entre los que destaca William C. Rhoden, del New York Times, han sostenido que se tiene
una idea estereotipada de los aspirantes blancos a cornerback como de jugadores lentos, y que por
consiguiente son recolocados aleatoriamente como safety por los entrenadores estrechos de miras. El
estereotipo tal vez sea un factor concurrente, pero los datos de las pruebas combinadas previas al draft
de la NFL también demuestran que los safety, con independencia de su etnia, tienen peores resultados
en velocidad y en las pruebas de rapidez que los cornerbacks. Como el ganador del Heisman Trophy y
quarterback de los Redskins Robert Griffin III expuso en ESPN: «Los safety juegan de eso por una
razón: porque no son rápidos. Al menos, no son tan veloces comos los cornerbacks», diría. Un estudio
publicado en 2011 en el Journal of Strength and Conditioning Research concluía que «los cornerbacks en
general parecerían ser los más atléticos de los 15 puestos analizados, mientras que los offensive guards
serían los menos».

236El famoso estudio de los olímpicos de México 68, otra vez: De Garay, Alfonso L., Louise Levine y J.
E. Lindsay Carter, eds., Genetic and anthropological studies of olympic athletes, Academic Press, 1974.

237La escasa representación de los portadores de la anemia falciforme en las carreras de los 800 metros
y distancias mayores: Eichner, Randy E., «Sickle cell trait and the athlete», Gatorade Sports Science
Institute: Sports Science Exchange, 19(4), (2006), 103.

238Análisis del riesgo de muerte en los jugadores universitarios de fútbol americano con anemia
falciforme: Harmon, Kimberly G., y otros, «Sickle cell trait associated with a RR of death of 37 times in
National Collegiate Athletic Association football athletes: a database with 2 million athlete-years as
denominador», British Journal of Sports Medicine, 46, (2012), 325-30.

239El primer artículo que Cooper citó que mostraba los bajos niveles de hemoglobina en los
afroamericanos: Gran, Stanley M., Nathan J. Smith y Diance C. Clark, «Lifelong differences in
hemoglobin levels between blacks and whites», Journal of the National Medical Association, 67(2),
(1975), 91-96.
240Las tablas de datos del Centro Nacional para las Estadísticas Sanitarias del CDC están disponibles al
público y son fáciles de localizar con una simple llamada al Centro. Los montones de datos sobre la
hemoglobina también están disponibles en informes publicados: Hollowell J. G., y otros,
«Hematological and iron-related analytes—reference data por personas aged 1 year and over: United
States, 1988-94», National Center for Health Statistics, Vital Health Statistics, 11(247), (2005). Robins,
Edwin B., y Steve Blum, «Hematologic reference values for african american children and adolescents»,
American Journal of Hematology, 82, (2007), 611-14.

241Estudio de 715.000 donantes de sangre: Mast, Alan E., y otros, «Demographic correlates of low
hemoglobin deferral among prospective whole blood donors», Transfusion, 50(8), (2010), 1794-1802.

242 Los autores observaban que, en ocasiones, los donantes de sangre negros son indebidamente
rechazados a causa de la suposición de que sus bajos niveles de hemoglobina son consecuencia de una
enfermedad física.

243La cita en la que los médicos hacen referencia a «cierto mecanismo compensador» aparece aquí:
Kraemer, Michael J., y otros, «Race-related differences in peripheral blood and in bone marrow cell
populations of american black and american white infants», Journal of the National Medical
Association, 69(5), (1977), 327-31.

244El estudio de las fibras musculares del que es coautor Bouchard: Ama, P. F., y otros, «Skeletal muscle
characteristics in sedentary black and caucasian males», Journal of Applied Physiology, 61(5), (1986),
1758-61.

245 Acerca del hallazgo, Bouchard dice que los sujetos con ascendencia reciente de África Occidental
tenían más fibras musculares de contracción rápida: «Tenían un poco más de fibras del tipo II
(contracción rápida). Una diferencia no en la clase, sino una diferencia en la frecuencia de los
fenómenos, lo que significa que habría más personas con la biología básica que, en el caso de ser
seleccionadas y entrenadas, podrían alcanzar el éxito más deprisa que la media de las personas con
ascendencia europea. Pero claro que tenemos personas con ascendencia europea con el mismo perfil.
Ésa fue nuestra conclusión, y no he visto ningún dato que me haga cambiar de opinión». Bouchard
también hizo notar que una pequeña diferencia en la media significa una gran diferencia en las personas
al final de la curva con una biología extrema.

246El rasgo de la anemia falciforme provoca una reducción en la capacidad para producir energía por
las vías que dependen principalmente del oxígeno: Bitanga, E., y J. D. Rouillon, «Influence of the sickle
cell trait heterozygote on energy abilities», Pathologie Biologie, 46(1), (1998), 46-52. Le Gallais, D., y
otros, «Sickle cell trait as a limiting factor for highlevel performance in a semi-marathon», International
Journal of Sports Medicine, 15(7), (1994), 399-402.

247Para una rápida información sobre la protección contra la malaria que proporciona el rasgo
depranocítico: Pierce, E. C., «How sickle cell trait protects against malaria», Medical Journal of
Therapeutics Africa, 1(1), 61-62.

248Anthony C. Allison fue el primero en documentar la conexión entre el rasgo de la anemia falciforme
y la resistencia a la malaria: Allison, A. C., «Protection afforded by sickle-cell trait against subtertian
malarial infection», British Medical Journal, 1(4857), (1954), 290-94. Allison, Anthony C., «The
discovery of resistance to malaria of sickle-cell heterozygotes», Biochemistry and Molecular Biology
Education, 30(5), (2002), 279-87.

249La gradual desaparición del gen drepanocítico en los afroamericanos se discute en la p. 99 de: Nesse,
Randolph M., y George C. Williams, Why we get sick: the new science of darwinian medicine, Vintage,
1996.

250El riesgo de malaria con los complementos férricos ha sido documentado hace mucho por Stephen
J. Oppenheimer y otros: English, M., y R. W. Snow, «Iron and folic acid supplementation and malaria
risk», Lancet, 367(9505), (2006), 90-91. Oppenheimer, S. J., y otros, «Iron supplementation increases
prevalence and effects of malaria: report on clinical studies in Papua New Guinea», Transactions of the
Royal Society of Tropical Medicine and Hygiene, 80(4), (1986), 603-12. Oppenheimer, Stephen,
«Comments on background papers related to iron, folic acid, malaria and other infections», Food and
Nutrition Bulletin, 28(4), (2007), S550-59.

251En 2006 la OMS revisó las recomendaciones sobre los suplementos de hierro en las zonas donde la
malaria es endémica: http://www.who.int/maternal_child_adolescent/documents/iron_statement/en/.

252El patrón mundial del gen depranocítico y su relación con la malaria (mapas con códigos de colores
disponibles en la red): Piel, Frédéric B., y otros, «Global distribution of the sickle cell gene and
geographical confirmation of the malaria hypothesis», Nature Communications, 1, (2010), 104.

253Los científicos daneses propusieron que las fibras de contracción rápida podrían explicar los rasgos
físicos documentados en los afroamericanos: Nielsen, J., y D. L. Christensen, «Glucose intolerance in
the west african diaspora: a skeletal muscle fibre type distribution hypothesis», Acta Physiologica,
202(4), (2011), 605-16.

254Los estudios sobre el rendimiento deportivo y el rasgo depranocítico de los que es coautor Daniel Le
Gallais: Bilé A., y otros, «Sickle cell trait in Ivory Coast athletic throw and jump champions, 1956-1995»,
International Journal of Sports Medicine, 19(3), (1998), 215-19. Hue, O., y otros, «Alactic anaerobic
performance in subjects with sickle cell trait and hemoglobin AA», International Journal of Sports
Medicine, 23(3), (2002), 174-77. Le Gallais, D., y otros, «Sickle cell trait as a limiting factor for high-level
performance in a semi-marathon», International Journal of Sports Medicine, 15(7), (1994), 399-402.
Marlin, L., y otros, «Sickle cell trait en french west indian elite sprint athletes», International Journal of
Sports of Medicine, 26(8), (2005), 622-25.

255Los dos estudios que muestran un cambio en el porcentaje de tipo de fibras musculares en ratones
con hemoglobina baja: Esteva, Santiago y otros, «Morphofunctional responses to anaemia in rat skeletal
muscle», Journal of Anatomy, 212, (2008), 36-44. Ohira, Yoshinobu y Sandra L. Gill, «Effects of dietary
iron deficiency on muscle fiber characteristics and whole-body distributin of hemoglobin in mice»,
Journal of Nutrition, 113, (1983), 1811-18.

256En poblaciones que viven en alturas de África Oriental la mutación drepanocítica es rara o no existe:
Ayodo, George y otros, «Combining evidence of natural selection with association analysis increases
power to detect malaria-resistance variants», American Journal of Human Genetics, 81, (2007), 234-42.
Foy, Henry y otros, «The variability of sickle-cell rates in the tribes of Kenia and the Southern Sudan»,
British Medical Journal, 1(4857), 294. Williams, Dianne, Race, ethnicity and crime: alternate
perspectives, Algora Publishing, 2012, p. 20.
12

¿Pueden ser corredores todos los kalenjin?

John Manners regresa a Kenia todos los veranos, y todos los julios —después
de la prueba de tiempo de los 1.500 metros— aparecen las lágrimas. La
mayoría resbalan por las mejillas de los niños que acaban de correr. Pero, dice
Manners, «algunas son mías. Es algo bastante emotivo».
Se hace difícil imaginar a Manners triste. Sus ojos brillan bajo una gorra
de vendedor de periódicos. Junto con su apuntada barba de chivo blanca y su
zancada alegre, los ojos confieren un encanto malicioso a sus conversaciones.
La carera de 1.500 metros que hace que Manners llore es el corolario a un
singular procedimiento anual de solicitud de ingreso en la universidad para
más o menos 60 chicos pobres, y Manners y su programa del KenSAP tienen
que dejar fuera a todos salvo a una docena.
Iniciado en 2004, el KenSAP —acrónimo en inglés de Proyecto Deportivo
Universitario de Kenia— es creación de Manners, un escritor que vive en
Nueva Jersey, y del doctor Mike Boit, medallista de bronce por Kenia en los
800 metros de las Olimpiadas de 1972 y en la actualidad profesor de ciencias
del deporte y el ejercicio en la Universidad Kenyatta de Nairobi. La idea del
proyecto es llevar a los mejores estudiantes kenianos de la provincia del Valle
del Rift occidental a las principales universidades de Estados Unidos.257
Cada año, Manners examina en el periódico la lista de las mejores
calificaciones para el Certificado de Educación Secundaria de Kenia (KCSE)
—una reválida al terminar el instituto que determina el ciento por ciento de
las admisiones en la Universidad de Kenia—, en busca de los nombres de los
estudiantes del Valle del Rift Occidental con mejores calificaciones. También
sigue la radio local Kass FM y pide que le entreguen las solicitudes de los
estudiantes que obtuvieron un «sobresaliente general», la nota más alta
posible. Sin embargo, el reclutamiento presenta dificultades. «Debido a la
gratuidad del programa», explica Manners, «algunos de los padres [de los
solicitantes] suponen que es un timo».
Manners invita a los estudiantes seleccionados a que rellenen una
solicitud para el Centro de Entrenamiento en Gran Altitud, situado en la
ciudad de Iten del Valle del Rift. Allí son entrevistados, y luego se les hace
participar en una carrera de 1.500 metros a una altitud que ronda los 2.300 m.
Todos los estudiantes han terminado con éxito el instituto a pesar de
pertenecer a familias rurales necesitadas. La mayoría son niños —la
naturaleza patriarcal de la cultura keniana da menos oportunidades a las
niñas a prepararse para el examen del KCSE—, algunos provienen de
diminutas comunidades agrícolas de subsistencia y asisten a clase en aulas
con el suelo enlodado o lleno de piedras. Todos tienen las aptitudes
académicas y la materia prima suficiente para su ensayo de solicitud, como
para hacer que a los funcionarios de la Costa Oriental encargados de las
admisiones se les caigan los calcetines de cuadros escoceses. Tras la entrevista
y los 1.500 metros, Manners delibera con Boit y con sendos grupos de
monitores norteamericanos y de ancianos locales, y a las pocas horas lee en
voz alta los nombres de los niños que han sido admitidos. Ahí es donde
entran las lágrimas, las de aquellos que no pasaron el corte.
La docena de niños aceptados por el KenSAP emprenden dos meses de
intensa preparación para el SAT [Examen de Aptitudes Académicas] y de
trabajo para la solicitud de ingreso en la universidad. Hasta el momento, el
KenSAP ha tenido unos resultados brillantes. Entre 2004 y 2011, setenta y
uno de los setenta y cinco estudiantes admitidos en el KenSAP consiguieron
acceder a las universidades de Estados Unidos. Todas las universidades de la
Ivy League [las ocho mejores universidades del noroeste de Estados Unidos]
han tenido a algún chaval del KenSAP. Harvard encabeza la liga con diez,
seguida de Yale con siete y Pensilvania con cinco. Otros han ido a escuelas de
Bellas Artes del jaez de Amherst, Wesleyan y Williams. «Amo a la NESCAC»,
dice Manners, refiriéndose a la New England Small College Athletic
Conference. «Somos muy fuertes en la NESCAC.»
La carrera de precisión de los 1.500 metros es, sin duda, un aspecto sin
precedentes en el proceso de solicitud de ingreso en una universidad. Los
muchachos kenianos que sacan un sobresaliente suelen salir de los internados
subvencionados por el Estado, y la mayoría no tienen ninguna experiencia
como corredores. En una carta enviada a los solicitantes al KenSAP meses
antes de las entrevistas, Manners les explica que habrá una carrera de prueba,
y que deben ir vestidos de manera adecuada. Y sin embargo, sin excepción,
siempre hay algunos chicos que aparecen con pantalones largos, y unas pocas
chicas con faldas hasta la pantorrilla y zapatos de tacón alto.
Lo que Manners espera de la carrera de 1.500 metros es descubrir a algún
prodigioso atleta anónimo con las dotes de corredor que persuada a algún
entrenador norteamericano a intervenir en el comité de admisión. «Buscamos
todo aquello con lo que podamos reforzar una solicitud», explica. Si un chico
sin ninguna experiencia como corredor parece prometedor, Manners se
pondrá en contacto con los entrenadores de las universidades para ver si
alguno podría estar interesado.
Si forzar a las estrellas académicas de un pedacito de África Oriental a que
realicen una carrera de precisión de 1.500 metros en pista de tierra a casi
2.300 m de altitud se antoja un poco raro, pues bien, es que lo es. Imaginen a
un miembro del consejo de admisión de una universidad cogiendo a los
chicos norteamericanos con la máxima calificación y poniéndoles en fila para
realizar una prueba de tiempo.
Aunque por otro lado, éste no es un trocito de la geografía de África
escogido al azar.

En 1957, cuando Manners tenía doce años, se fue a vivir a África con su padre
desde Newton, Massachusetts. Robert Manners, profesor de Antropología y
fundador del departamento de Antropología de la Brandeis University, tenía
la intención de estudiar al pueblo chaga de Tanzania. Pero otro antropólogo
se le adelantó, así que Manners se aventuró a irse al oeste, al Valle del Rift en
Kenia para estudiar a los kipsigis, un pueblo tradicionalmente dedicado al
pastoreo, subgrupo de una tribu más amplia, los kalenjin. Los kipsigis
mantenían encarnizadamente su cultura frente a la colonización británica,
que duró hasta 1963.
Robert Manners encontró una casa en Sotik, al oeste de Kenia, una
localidad rodeada de plantaciones de té y granjas de ganado, y situada a más
de 1.800 m de altitud. Allí había una calle enlodada rodeada de barandillas
levantadas sobre unas aceras desniveladas, como en un pueblo del Viejo
Oeste. No pasó mucho tiempo antes de que John Manners se volviera igual
que cualquier otro niño kipsigis, hablando swahili y cubriendo a la carrera
con sus amigos los dos o tres kilómetros hasta el colegio para evitar que los
azotaran por llegar tarde. También asistió a su primera reunión de atletismo,
como espectador.
Como en el caso de Jamaica, el colonialismo británico había importado el
deporte del atletismo. La Asociación de Atletismo Amateur de Kenia fue
fundada en 1951, y cuando la familia Manners llegó, las reuniones de
atletismo regionales —sobre pistas de tierra o hierba— eran algo frecuente.
En una de las primeras reuniones que vio Manners, cuando todavía estaba en
primaria, le encantaron las estelares actuaciones de los corredores kipsigis,
«su gente».
En otoño de 1958, Manners regresó a Massachusetts para seguir sus
estudios de secundaria, pero su fascinación por el atletismo, y por Kenia,
permaneció. En los Juegos Olímpicos de 1964, sólo los terceros juegos en los
que competía Kenia, un corredor kipsigis llamado Wilson Kiprugut ganó el
bronce en los 800 metros. Cuatro años más tarde, en la altitud de la ciudad de
México, Kenia fue la potencia dominante en las carreras de media y larga
distancia, ganando siete medallas en el total de las pruebas. En los mismos
meses en que se celebraron aquellos Juegos, Manners, que acababa de
terminar la carrera en Harvard, estaba en el norte del estado de Nueva York
entrenando para entrar a formar parte del Cuerpo de Paz. «Vi los nombres de
los corredores kenianos que estaban ganando aquellas medallas», dice
Manners, «y me di cuenta de que casi todos eran kalenjin».
Manners estaba entusiasmado por el éxito de los corredores kenianos,
porque era un desafío a los estereotipos mantenidos por los colonos
británicos. «La creencia popular era que los negros podían correr deprisa,
pero que cualquier cosa que exigiera sofisticación táctica, o disciplina, o
entrenamiento», dice, «eso era patrimonio del hombre blanco».
Con el Cuerpo de Paz, Manners regresó durante otros tres años al Valle
del Rift occidental de Kenia, donde los lugareños todavía se acordaban de él y
de su padre. A principios de la década de 1970, unos pocos corredores
kenianos de larga y media distancia empezaron a aparecer en los campos
universitarios norteamericanos, y Manners empezó a escribir sobre el
atletismo keniano. En 1972, fue coautor de un artículo aparecido en el Track
& Field News: «Básicamente, el artículo decía que los entrenadores
norteamericanos se estaban preguntando si había más corredores fantásticos
en Kenia», recuerda Manners. «Y nuestra respuesta fue: ¡A miles!» Sobre
todo, entre los kalenjin.
Los 4,9 millones de kalenjin representan alrededor del 12 por ciento de la
población de Kenia, pero más de las tres cuartas partes de los mejores
corredores del país. En 1975, en una nota al pie de un capítulo con el que
contribuyó a The African Running Revolution, un libro editado por la revista
Runner’s World, Manners planteó una teoría evolutiva sobre el éxito de los
corredores kenianos —y específicamente kalenjin— que en la actualidad sigue
siendo controvertida.
Manners escribió que una parte de la vida tradicional de los guerreros
kalenjin era la práctica del saqueo de ganado. En esencia, esto implicaba
acercarse corriendo sigilosamente y entrar en las tierras de las tribus vecinas,
juntar el ganado y llevárselo de vuelta a la tierra de los kalenjin lo más deprisa
posible. El abigeato no se consideraba un robo siempre que los saqueadores
no estuvieran hurtando el ganado a miembros del mismo subgrupo tribal
kalenjin.258 «Las incursiones se realizaban en su mayor parte de noche»,
escribía Manners, «y en ocasiones llegaban a recorrer ¡hasta 160 km! La
mayoría de los asaltos eran llevados a cabo por grupos, pero se esperaba que
cada muren [guerrero] hiciera al menos su parte».
Un muren que volvía de un saqueo con un gran número de reses era
saludado como un guerrero valiente y atlético y podía utilizar su ganado y su
prestigio para conseguir mujeres. En una nota a pie, Manners escribió que, en
la medida en que los ladrones de ganado más eficaces tenían que ser
corredores resistentes para poner rápidamente a buen recaudo los rebaños
capturados, y que los mejores ladrones de ganado acumulaban por ende más
mujeres e hijos, entonces el abigeato podía haber servido como mecanismo de
superioridad reproductiva que privilegiaba a los hombres con unos genes
para las carreras de fondo superiores. Aunque, en el mismo capítulo y sin
solución de continuidad, Manners parece dudar de la sugerencia tan pronto
como la plantea. «La idea se me acababa de ocurrir, así que me limité a
expresarla», afirma ahora.
Pero en el transcurso de los años, a medida que ha seguido estudiando el
atletismo kalenjin y entrevistado a los corredores y ancianos de esta etnia, ha
llegado a considerar la idea como mucho menos fantasiosa, en parte porque
han aparecido otros «lugares de moda» de talento en el atletismo de fondo, y
porque los atletas comprometidos también pertenecen a culturas
tradicionalmente pastoriles que otrora practicaban el robo de ganado.259 260
En Etiopía,261 la segunda superpotencia mundial del atletismo de fondo, el
pueblo oromo constituye alrededor de una tercera parte de la población del
país, aunque integra la inmensa mayoría de sus corredores de talla
internacional. El pueblo sebei de Uganda —que vive exactamente al otro lado
del monte Elgon de Kenia— proporciona prácticamente todos los mejores
corredores de fondo del país, incluido Stephen Kiprotich, que ganó el
maratón en los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Los sebei ugandeses son
en realidad un subgrupo de los kalenjin de Kenia.

En un desván reconvertido, bajo el inclinado techo de la tercera planta de su


casa de Montclair, Nueva Jersey, Manners tiene su despacho. El lugar es la
clase de erupción de papeles y mapas que uno podría encontrar en la
habitación de un hijo brillante de doce años que hubiera estado haciendo
planes en secreto para visitar Marte. Carpetas, libros apilados, estanterías con
libros, mapas… Mapas gigantes, sujetos al techo inclinado y salpicados de
tachuelas colocadas con sentido.
Los mapas muestran los distritos concretos del oeste de Kenia de donde
fluyen a mares los corredores. Al lado de los mapas se agrupan todos los
ejemplares de la Association of Track and Field Statisticians publicados desde
1955. La ATFS es un grupo de yonquis de las estadísticas del atletismo
voluntarios, y muchos de los anuarios están agotados. «Algunos se los tuve
que comprar a coleccionistas», dice Manners. También tiene casi todos los
anuarios publicados de African Athletics, además de la colección completa
desde 1971 de Track & Field News.
Manner ha catalogado la distribución geográfica exacta y la pertenencia
tribal de los corredores kenianos —a veces preguntándoles personalmente a
los corredores— en mayor medida que ningún otro ser vivo. En el ínterin, ha
ido reuniendo anécdotas asombrosas de los dotados corredores kalenjin.
Como la que se cuenta de Amos Korir, que se suponía iba a competir en
pértiga en la Universidad Pública del Condado de Allegheny, Pensilvania,
cuando llegó allí en 1977. Pero al ver lo mucho mejores que eran los demás
pertiguistas, le contó una pequeña mentira al entrenador, afirmando que era
corredor. Korir fue metido con calzador en los 3.000 metros obstáculos, una
carrera con vallas de poco menos de dos millas, y al tercer intento en toda su
vida en la disciplina, ganó el campeonato universitario nacional júnior.
Cuatro años más tarde, estaba considerado el tercer mejor corredor de los
3.000 metros obstáculos del mundo.
O la que corre sobre Julius Randich, que llegó a la Lubbock Christian
University de Texas siendo un fumador empedernido y sin ninguna
experiencia en carreras de competición. Al terminar su primer año, 1991-
1992, Randich era el campeón de los 10 kilómetros de la Asociación Nacional
de Atletismo de las universidades pequeñas (NAIA). Al año siguiente,
estableció la plusmarca de la NAIA en los 5 y los 10 kilómetros, y fue
nombrado el deportista más sobresaliente de la asociación en todas las
disciplinas deportivas. Los corredores kalenjin acabaron causando furor entre
los entrenadores de la NAIA, y varios más se harían con el campeonato
nacional de los 10 kilómetros después de Randich, incluido su hermano
pequeño Aron Rono, que lo ganó cuatro veces seguidas.
Y también está lo que se cuenta de Paul Rotich, quizá la más famosa de la
colección de Manners. Rotich, que era hijo de un rico campesino kalenjin,
llegó a la South Plains Junior College de Texas en 1988, después de haber
llevado una vida «cómoda y sedentaria», como la describe Manners. Rotich,
un tipo corpulento de 1,73 m y 85 kg de peso, no tardó en pulirse los 10.000
dólares que le había dado su padre para la matrícula y la manutención de dos
años. «Pero en lugar de volver a casa como un fracasado», escribió Manners,
«Paul […] decidió ponerse a entrenar con la esperanza de conseguir una beca
de atletismo.» Rotich entrenaba de noche para evitar la vergüenza de que le
vieran, preocupación que duraría poco porque ganó el campeonato
universitario júnior de campo a través en su primera temporada. Más tarde,
llegaría a ser elegido diez veces como uno de los mejores corredores
universitarios norteamericanos de campo a través, tanto al aire libre como en
pista cubierta. Como Manners relataba, cuando Rotich regresó a Kenia y le
relató sus hazañas a un primo, éste respondió: «Vale, es verdad. Si tú sabes
correr, entonces cualquier kalenjin sabe correr».
Manners no cree que «cualquier» kalenjin pueda ser un gran corredor de
fondo, pero sí que el porcentaje de personas que en un abrir y cerrar de ojos y
con el entrenamiento adecuado pueden llegar a ser corredores de media y
larga distancia sumamente rápidos, es notablemente más elevado entre los
kalenjin que entre las demás tribus de Kenia, o que entre los demás habitantes
del planeta.
Piensen en lo siguiente: a lo largo de la historia, diecisiete
norteamericanos han corrido el maratón por debajo de 2 h 10 (o a razón de
4:58 la milla); treinta dos kalenjin varones hicieron exactamente eso en
octubre de 2011.262 Las estadísticas que ponen de manifiesto el dominio en las
carreras de fondo de los kalenjin son interminables, y a menudo tan
extravagantes que mueven a risa. Por ejemplo: en toda la historia, sólo cinco
estudiantes de instituto norteamericanos han bajado de los cuatro minutos en
la milla; el instituto St. Patrick de Iten, la ciudad de entrenamiento de los
kalenjin, en una ocasión tuvo al mismo tiempo a cuatro corredores de la milla
que bajaban de los 4 minutos. (Por el contrario, la plusmarca nacional de
Kenia de los 100 metros, que está en los 10:26, jamás habría alcanzado el nivel
mínimo para participar en los Juegos de Londres.) Wilson Kipketer, antiguo
estudiante de St. Patrick que se hizo ciudadano danés y ostentó la plusmarca
mundial de los 800 metros desde 1997 a 2010, no tiene sin embargo la
plusmarca de su propio instituto. (Esa distinción pertenece a Japhet Kimutai,
que los corrió en 1:43,64.)263
Manners estaba apostando por la fuente de talento del Valle del Rift
occidental cuando, en 2005, celebró la primera de lo que él llama la «gran
prueba» del KenSAP. Mientras que los científicos y entusiastas del atletismo
se han dedicado a analizar el dominio keniano de todas las maneras posibles,
para subrayar si los corredores kenianos están o no genéticamente dotados
para las carreras de fondo, la prueba de Manners —cuyo objetivo es ayudar a
los niños pobres de Kenia a acceder a universidades de élite— es ciertamente
el muestreo más aleatorio de corredores kalenjin que jamás un científico haya
tomado y puesto en una pista de atletismo. Los chicos de esta prueba de
precisión provienen generalmente de los elitistas y muy selectivos internados
subvencionados por el Estado, y básicamente ninguno tiene la menor
experiencia como corredor. Se trata de encontrar el oro de la resistencia en su
forma más pura.264
Cada año, más o menos la mitad de los niños que participan en la prueba
de tiempo harán los 1.500 metros en menos de 5:20, en una pista de tierra
deplorable y a más de 2.100 m de altitud. (Los 1.500 son poco más de cien
metros menos que la milla, y los 5:20 se traducen a la milla en un tiempo de
poco más de 5:40.) «¿Te imaginas qué pasaría con un grupo comparable de
cualquier selección estudiantil de norteamericanos de clase alta?», pregunta
Manners. «Caray, no se acercarían a esa marca ni por asomo.»
En la prueba de 2005, un chaval llamado Peter Kosgei hizo 4:15 sin haber
entrenado nunca. Kosgei fue aceptado en el Hamilton College de Clinton,
Nueva York, y no tardó en convertirse en el mejor atleta de la historia de la
universidad. En su primer año, Kosgei ganó el título nacional de los 3.000
metros obstáculos de la División III. Al finalizar su tercer año, había
acumulado ocho títulos nacionales más entre campo a través y pista. Sus
aptitudes eran tan extravagantes para la División III, que su compañero de
equipo Scott Bickard lo comparó con «ir a un colegio de la División III a jugar
al baloncesto y encontrarte jugando con un tío que puede jugar en la
NBA».265
Por desgracia, Kosgei no pudo competir durante su último año. En un
viaje a Kenia durante las vacaciones de primavera en marzo de 2011, Kosgei
fue atracado, y le rompieron las dos piernas. Cuando me lo encontré en un
acto del KenSAP ocho meses después, estaba haciendo la carrera de química y
aspiraba a correr de nuevo algún día. En Hamilton, me dijo, entrenaba a la
semana unos miserables de 48 a 55 km, por lo que le parecía que sólo había
arañado la capa exterior de su potencial.
Un montón más de corredores del KenSAP han alcanzado el éxito
rápidamente. Evans Kosgei —sin ningún parentesco con Peter— mantuvo
una nota media de casi 9,5 en ingeniería e informática en la Lehigh University
y, después de adaptarse a la vida en Estados Unidos durante un año, en su
segundo año de carrera decidió practicar el campo a través. Le costó incluso
terminar su prueba de las cinco millas. Pero, en poco tiempo, Kosgei estaba
corriendo en el campeonato nacional de la División I tanto en campo a través
como en pista. En 2012, fue nombrado Deportista del Año de último curso en
Lehigh.
Manners asegura que muchos de los estudiantes del KenSAP no tienen
ningún interés en correr, y que algunos de los que fueron recibidos con los
brazos abiertos por los entrenadores norteamericanos, no tardaron en dejar la
actividad deportiva para centrarse en los estudios. Pero de los setenta y un
estudiantes del KenSAP a lo largo de 2011 —ninguno con un entrenamiento
previo digno de destacar— catorce consiguieron entrar en las listas de la
universitaria NCAA.
Como es natural, encontrar por casualidad un talento oculto para las
carreras de fondo no es privativo de Kenia. Y, como sucede con los velocistas
jamaicanos, es la misma sistematización del proceso de hallazgo casual del
talento lo que lo hace que se parezca menos a un hallazgo casual y más a una
depuración estratégica. La pregunta definitiva es si hay más probabilidades de
encontrar el talento para las carreras de fondo en Kenia, o concretamente
entre los kalenjin, y si en buena medida esto se debe a las característica
biológicas innatas. Para determinados deportes, es evidente e incuestionable
que habrá poblaciones específicas que tendrán una mayor o menor frecuencia
de posibles deportistas dotados. Los varones adultos de las poblaciones de
pigmeos tienen una estatura media de 1,52 m, así que, aunque algún día
puedan dar un jugador de la NBA, un ojeador de baloncesto que tome una
muestra aleatoria de un pueblo de pigmeos, descubrirá menos deportistas
que, con el entrenamiento adecuado, pudieran llegar a la NBA que si la
muestra fuera tomada en Lituania.
En la actualidad, es imposible saber cuáles serían las diferencias de la
prueba del KenSAP con un ejercicio parecido centrado en un grupo étnico
distinto de Kenia o de cualquier otra parte del mundo, y es que la prueba del
KenSAP no pretende ser un experimento científico. Aunque sí que hay un
grupo de investigación que intenta obtener la respuesta de una manera
científica.

A partir de 1998, un equipo de investigadores del mundialmente famoso


Centro de Investigaciones Musculares de la Universidad de Copenhague266
267 se propuso apoyar con datos las muchas anécdotas y discusiones sobre el

dominio de los kalenjin en las carreras de fondo. Entre las teorías que
intentaban investigar estaban: los miembros de la tribu kalenjin podrían tener
un porcentaje especialmente elevado de fibras musculares de contracción
lenta en sus piernas; los kalenjin nacen con una capacidad aeróbica mayor
(VO2max), y que los kalenjin podrían tener una respuesta más rápida al
entrenamiento de la resistencia que los miembros de otros grupos étnicos.
Para desenredar al menos un segmento de la antinomia entre herencia y
educación, los científicos decidieron estudiar no sólo a corredores de élite,
sino también a niños kalenjin que vivían así en ciudades como en el medio
rural, además de a niños daneses que vivían en Copenhague.
En general, los hallazgos no confirmaron ninguna de las teorías
tradicionales aunque sin investigar. Los corredores de élite de la tribu kalenjin
y de Europa no diferían por término medio en sus porcentajes de fibras
musculares de contracción lenta, como tampoco lo hacían los niños daneses
de los niños kalenjin, ya vivieran en un entorno urbano, ya en el medio rural.
Los niños kalenjin de los pueblos sí que tenían una VO2max mayor que sus
compatriotas de las ciudades, que eran mucho menos activos, pero parecida a
la VO2max de los niños daneses activos. Y de media, los niños kalenjin,
considerados en su conjunto, no respondieron a los tres meses de
entrenamiento de la resistencia —estimación hecha basándose en la
capacidad aeróbica— en mayor medida de lo que lo hicieran los niños
daneses.
Aunque, como cabía esperar de las respectivas latitudes de sus
ascendencias, los niños kalenjin y los niños daneses mostraban diferencias en
el tipo corporal. Una parte mayor de la longitud corporal de los niños
kalenjin venía determinada por las piernas; por término medio, los kalenjin
eran cinco centímetros más bajos que los niños daneses, aunque tenían unas
piernas alrededor de 1,9 cm más largas.
Aunque el descubrimiento más singular de los científicos no fue el de la
longitud de las piernas, sino el de su perímetro. El volumen y grosor medio de
las pantorrillas de los niños kalenjin eran inferiores entre un 15 por ciento y
un 17 por ciento a los de los niños daneses. El descubrimiento tiene su
importancia porque la pierna es similar a un péndulo, que cuanto mayor sea
el peso en el extremo de éste, más energía se necesita para balancearlo.268 Los
biólogos han demostrado este fenómeno en humanos bajo condiciones
controladas. Y en un estudio especialmente bien controlado, los
investigadores experimentaron añadiendo pesos en diferentes partes de los
cuerpos de los corredores: cintura, parte superior del muslo, parte superior de
la espinilla, y alrededor del tobillo.
Aunque el peso siguiera siendo el mismo, cuanto más abajo en la pierna se
colocara, mayor era el coste energético para los corredores. En cierta fase,
cada corredor tenía que llevar 3,6 kg alrededor de la cintura, lo que les exigía
alrededor de un 4 por ciento más de energía para correr a una determinada
velocidad, comparado con cuando no llevaban el citado peso. Pero cuando a
continuación se pertrechaba a los corredores con 1,8 kg en cada tobillo,
quemaban la energía un 24 por ciento más deprisa aunque corrieran a la
misma velocidad, bien que su peso total no hubiera cambiado ni un gramo
con respecto a la situación anterior.269
El peso de las partes más alejadas de las extremidades recibe el nombre de
«peso distal»,270 o distante, y cuanto menos tenga de este peso un corredor de
fondo, mejor para él (esto es, si tienen unas pantorrillas y unos tobillos
gruesos, no ganarán el maratón de Nueva York). Un equipo de investigación
distinto calculó que, añadiendo sólo 45 gr a un tobillo, se aumenta el
consumo de oxígeno durante la carrera en alrededor de un 1 por ciento. (Los
ingenieros de Adidas reprodujeron este descubrimiento fabricando zapatillas
más ligeras.)271 Comparados con los corredores daneses, los corredores
kalenjin analizados por los científicos daneses tenían unas pantorrillas que
pesaban casi 450 gr menos. Los científicos calcularon que el ahorro de energía
era de un 8 por ciento por kilómetro.
La «economía de carrera» es la medición de la cantidad de oxígeno que
utiliza un corredor para correr a una velocidad determinada. De forma muy
parecida al ahorro de combustible de un coche, uno obtiene una cantidad
determinada de energía por cada determinada cantidad de combustible, y esto
difiere en función del tamaño y la forma del coche. Los corredores de fondo
de élite poseen por igual una VO2max alta y una buena economía de carrera.
O, para seguir con el símil automovilístico, la rara combinación de un gran
motor y un buen ahorro de combustible. Entre los corredores de élite, todos
los cuales tienen unos motores grandes, la economía de carrera suele
diferenciar a los singularmente magníficos de los simplemente muy buenos.
Y en función de esta medición, los niños kalenjin sin entrenamiento eran
mejores que los niños daneses desentrenados. Las piernas proporcionalmente
largas y las pantorrillas delgadas contribuyen de manera independiente a una
buena economía de carrera,272 y los kalenjin tenían lo uno y lo otro.273
Incluso los niños kalenjin urbanitas, que eran menos activos y tenían una
capacidad aeróbica por debajo de la de los niños daneses, empezaron con una
economía de carrera superior. Para las diferencias tanto dentro de cada grupo
como entre los grupos de corredores kenianos y daneses, el grosor de las
pantorrillas fue un indicador importante de la economía de carrera. Entre los
daneses y kenianos con un kilometraje de entrenamiento semanal parecido —
o sin ningún entrenamiento en absoluto—, los kenianos tenían una economía
de carrera superior.
Esto es, aun cuando estuvieran utilizando en la misma proporción su
capacidad de transportar oxígeno, los kenianos iban a ser más rápidos con el
mismo esfuerzo. Como cabría esperar de la selección artificial en cuanto a los
tipos corporales que se dan en los deportes de alto rendimiento, los
corredores de élite kenianos tenían unas pantorrillas aun más estrechas —y
una economía de carrera mucho mejor— que las de los niños kenianos
desentrenados. Uno de los investigadores, Bengt Saltin, uno de los científicos
del ejercicio más eminentes del mundo, escribió: «[…] la relación parece
confirmar que el grosor de las pantorrillas expresado en términos absolutos es
un factor esencial para la economía de carrera». Más tarde, Henrik Larsen,
otro de los investigadores del grupo de Copenhague, declaró: «Hemos
resuelto la cuestión principal» de la supremacía de los corredores kenianos.274
Unas piernas flexibles contribuyen a la economía de carrera con
independencia de la nacionalidad o etnia de uno. Unas de las mejores
economías de carrera jamás medida en un laboratorio pertenecía a la del
corredor eritreo Zersenay Tadese,275 plusmarquista mundial de la media
maratón en el momento en que escribo esto. Las mediciones, llevadas a cabo
en un laboratorio de España, demuestran que Tadese no tiene unas piernas
especialmente largas —en proporción, son sólo ligeramente más largas que las
de los corredores españoles de élite—, aunque son considerablemente más
estrechas. Curiosamente, Tadese creció soñando con ser ciclista profesional
—una de las primeras federaciones deportivas que se crearon en Eritrea fue la
de ciclismo—, pero descubrió que tendría muchísimo más éxito cuando se
pasó al atletismo poco antes de cumplir los veinte años, y en su primera
temporada, en 2002, logró llegar en trigésimo lugar en el Campeonato
Mundial de Campo a Través, antes de ganar el título mundial en 2007. Sin
duda, la buena capacidad aeróbica que consiguió como ciclista le llevó al
atletismo, pero sus finas pantorrillas son una ventaja que se aprovecha mejor
en la pista que en la bicicleta.
Como demuestra Tadese, no es que las pantorrillas delgadas sean
patrimonio de los kalenjin, aunque, en general, éstos sí que tienen una
complexión especialmente lineal, lo que viene favorecido por unas caderas
estrechas y unas extremidades largas y delgadas. En realidad, algunos
antropólogos se refieren a la complexión esbelta radical como el tipo nilótico
—el término «nilótico» hace referencia a una serie de grupos étnicos
emparentados que viven en el valle del Nilo—, y resulta que los kalenjin son
un pueblo nilótico.276 El tipo corporal nilótico evolucionó en entornos de baja
latitud que son tan calientes como secos, porque los tamaños largos y
delgados son mejores para enfriar. (Por el contrario, la complexión baja y
robusta extrema fue históricamente conocida como el tipo esquimal, aunque
este término ha sido sustituido en algunos países donde se considera
peyorativo.) Y los kalenjin son de una latitud tan baja como es posible.
Cuando visité Kenia en 2012, mientras conducía de un sitio de entrenamiento
a otro, cruzaba el ecuador una y otra vez. Pero en un principio, los kalenjin
emigraron a Kenia desde el sur de Sudán, donde en la actualidad viven otros
nilotes como los dinka, un grupo étnico famoso por sus integrantes altos y
delgados. Unos pocos jugadores profesionales de baloncesto de piernas largas
han sido dinkas, entre los que destaca Manute Bol, que medía 2,31 m y tenía,
según se dice, una envergadura de brazos de 2,59 m.
Dado que la constitución lineal es útil para el atletismo de fondo, y que los
pueblos nilóticos tienden a poseer una complexión así, se me ocurrió que en
el sur del Sudán debía de haber una abundancia de corredores de talento.
Pero los corredores de larga distancia de Sudán casi brillan por su ausencia en
la competición internacional. Pregunté entonces tanto a científicos como a
expertos en atletismo si tenían conocimiento de si los corredores sudaneses
habían sido sometidos a pruebas de economía de carrera o de por qué no
veíamos salir de Sudán a ningún corredor de fondo nilótico. Por desgracia, no
existe ningún dato sobre los corredores sudaneses, y la opinión generalizada
entre los expertos de atletismo fue que, al contrario que en Kenia, que salvo
algún brote de violencia poselectoral se ha mantenido relativamente estable,
el permanente estado de confusión y violencia en el que lleva sumido el
moderno Sudán ha reducido las oportunidades de los atletas.
En diciembre de 2011 asistí a los Juegos Árabes en Qatar y hablé con
atletas y periodistas sudaneses que me contaron que, entre otros problemas,
como las dificultades para viajar, los atletas de las regiones meridionales de
Sudán (ahora República de Sudán del Sur) habían sido históricamente
discriminados, y que los funcionarios deportivos nacionales no presentaron a
los atletas competentes de esa zona a los últimos Juegos Olímpicos. Además,
la guerra civil ha arrasado durante casi medio siglo la misma zona donde
habitan los pueblos nilóticos, habiendo dejado el sur de Sudán desprovisto de
cualquier cultura o infraestructura deportiva. Así que enfoqué la cuestión de
la única manera que se me ocurrió: la de buscar el talento atlético del sur de
Sudán fuera del sur de Sudán.
La primera vez que me pregunté sobre los atletas sudaneses fue cuando
escribí un artículo sobre Macharia Yuot, un corredor de la Widener
University de Pensilvania que atrajo mi atención al ganar en 2006 el
campeonato de campo a través de la División III en Wilmington, Ohio, antes
de que esa noche se subiera a un avión y terminara sexto en el maratón de
Filadelfia —su primera carrera de más de 21 millas— a la mañana siguiente.
Yuot había sido uno de los «Niños Perdidos de Sudán», el mayor contingente
de dinkas nilóticos que huyeron de la violencia que engulló sus hogares.
Cuando tenía nueve años, el pueblo de Yuot se vio invadido por la guerra civil
religiosa que costó la vida a dos millones de sudaneses entre 1983 y 2005.
Antes de ver a sus hijos obligados a caminar sobre campos de minas para
abrir camino a los soldados, los padres les ordenaron que huyeran. Así que los
niños echaron a andar por el desierto solos. En 1991, algunos, como Yuot,
que sobrevivieron a los soldados que les perseguían —y a los leones que
ocasionalmente se llevaron a algún niño mientras dormía—, consiguieron
llegar a un campamento de refugiados en Kenia. En el año 2000, el gobierno
de Estados Unidos transportó en avión alrededor de 3.600 de aquellos niños a
Norteamérica, y los dispersaron en casas de acogida por todo el país.
Los Niños Perdidos apenas habían tenido tiempo de deshacer las maletas,
cuando empezaron a aparecer en los titulares de la prensa local por sus
hazañas en los equipos de atletismo de los institutos. «Sólo unos meses
después de establecerse en Míchigan, dos refugiados sudaneses están
descubriendo que están entre los corredores más veloces de los institutos del
estado», rezaba el encabezamiento de un artículo de AP. En otro, aparecido
en el Lansing State Journal, se reseñaba que Abraham Mach, un Niño Perdido
que no tenía ninguna experiencia en carreras de competición antes de llegar
al instituto de East Lansing, había sido el participante más destacado de la
categoría de trece a catorce años de las Olimpiadas Juveniles Nacionales de la
AAU [Amateur Athetic Union] 2001, en las que ganó dos medallas en tres
pruebas. Mach, que había estado viviendo en un campamento de refugiados
en Kenia sólo un año antes, llegó a ser seleccionado entre los mejores
corredores aficionados de 800 metros de Estados Unidos como atleta de la
Central Michigan.
Una búsqueda superficial de artículos periodísticos reveló que veintidós
Niños Perdidos sudaneses habían sido mencionados por correr bien en los
institutos, universidades o carreras urbanas norteamericanas. El más
destacado corredor de los Niños Perdidos es Lopez Lomong, que en 2008
corría los 1.500 metros y tuvo el honor de ser el abanderado de Estados
Unidos en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín. En 2012,
Lomong volvió a formar parte del equipo olímpico norteamericano, esta vez
en los 5 kilómetros. En marzo de 2013, hizo los 5 kilómetros en pista cubierta
más rápidos realizados jamás por un ciudadano norteamericano.
No está nada mal para un grupo del tamaño de un gran instituto. Y en
cuanto Sudán del Sur se convirtió en un país independiente en 2011, tuvo un
clasificado para el maratón olímpico en la figura de Guor Marial, que había
huido de Sudán a Estados Unidos y corrido para la Universidad Pública de
Iowa. Dado que Sudán del Sur no había constituido un comité olímpico
nacional, y puesto que Marial se negó a representar a Sudán, se le concedió un
estatus especial —tras una considerable dosis de presión pública sobre el
Comité Olímpico Internacional—, y se le permitió competir en Londres bajo
la bandera olímpica. Sudán del Sur, por lo tanto, ni siquiera tiene un comité
olímpico, aunque ya ha tenido un maratonista olímpico.
Todo esto no es más científico, por supuesto, que las observaciones de la
prueba de precisión de John Manners. De un modo sólo ligeramente más
científico, unos pocos investigadores y entusiastas del atletismo hemos
utilizado las estadísticas para sugerir que el dominio de los corredores de
África Oriental tiene probablemente una base genética. El antropólogo
Vincent Sarich utilizó los resultados del campeonato del mundo de campo a
través para calcular que los corredores kenianos superan en 1.700 veces a
todos los demás países. Sarich hizo una proyección estadística277 de que
alrededor de 80 de cada millón de hombres kenianos tienen talento para ser
un corredor de nivel internacional, en comparación con 1 aproximadamente
de cada 20 millones de hombres del resto del mundo. (El número sería
bastante más asombroso si se hubiera centrado sólo en los kalenjin.) Un
artículo aparecido en Runner’s World en 1992 observaba, basándose
exclusivamente en porcentajes demográficos, que las probabilidades
estadísticas de los hombres kenianos de haber ganado las medallas que
ganaron en los Juegos Olímpicos de 1988 era de 1 por cada 1.600 millones.278
Éstos resultan unos cálculos fascinantes, pero sin contexto no arrojan
demasiada luz sobre si los dones naturales necesarios para correr a nivel
internacional están más extendidos entre los kenianos. Los equipos alemanes
ganaron la competición de doma por equipos en todos los Juegos Olímpicos
desde 1984 a 2008, lo cual, sobre una base estrictamente demográfica, es muy
improbable. Sin embargo, sí que es probable que todos estemos de acuerdo en
que los jinetes alemanes quizá no tengan un porcentaje de genes de doma
mayor que el que se encuentra entre los jinetes de los países vecinos europeos.
Pero la doma no es un deporte de masas, así que, francamente, cualquier
nación que se esfuerce —la doma alemana estaba financiada parcialmente por
la industria de la cría caballar— hará un buen papel. Canadá genera la
mayoría de los jugadores de la NHL porque fue el país que inventó el hockey
sobre hielo y, la verdad, ¿cuántos países tienen una participación significativa
en el hockey? La respuesta: no muchos. O piensen en las Series Mundiales
[campeonato del mundo], que son cualquier cosa menos «mundiales».
A mayor abundamiento, durante años el resto del mundo estuvo
ayudando a Kenia haciéndose más lento. Antes incluso de que Kenia se
adueñara del escenario de las carreras internacionales, los países que habían
dominado las carreras de fondo —Gran Bretaña, Finlandia, Estados Unidos—
se estaban haciendo cada vez más ricos, cada vez más gordos, se interesaban
cada vez más en otros deportes y cada vez tenían menos probabilidades de
practicar en serio las carreras de fondo. Entre 1983 y 1998, el número de
hombres norteamericanos que bajaban cada año de las 2 h 20 en el maratón
descendió de 267 a 35; en Gran Bretaña, de 137 a 17 en el mismo lapso de
tiempo. El nadir norteamericano se produjo en 2000, cuando Estados Unidos
sólo consiguió calificar a un hombre para el maratón de los Juegos Olímpicos
de Sydney. Finlandia, que fue la principal potencia mundial de las carreras de
fondo de entreguerras, cuando era un país pobre y campesino, no calificó ni a
un solo corredor de fondo para ninguna prueba en los Juegos Olímpicos de
2000. Como me dijo Colm O’Connell, un hermano de la orden de San
Patricio que llegó a Kenia desde Irlanda en 1976 para dar clases en un
instituto y se quedó como entrenador de corredores de élite —incluido al
actual plusmarquista mundial de los 800 metros David Rudisha—: «Los genes
no desaparecieron de Finlandia, la cultura sí».
Unos cuantos países se mantuvieron constantes desde la década de 1980
hasta el fin del milenio, como Japón, que da entre 100 y 130 hombres cada
año que bajan de las 2 h 20. Mientras, Kenia saltaba de un solo hombre por
debajo de las 2 h 20 en 1980 a 541 en 2006. (Los maratonistas kenianos
explotaron realmente a mediados de la década de 1990, cuando desapareció
de Kenia la idea de que el entrenamiento para el maratón provocaba la
infertilidad masculina, y después de que los comisarios deportivos del país,
incluido el propio doctor Mike Boit de KenSAP, permitieran la entrada de
representantes en el país y aliviaran las restricciones para viajar de los atletas.)
He aquí la conclusión de Peter Matthews, el estadístico del atletismo que
reunió estas cifras: «En esta época de juegos informáticos, actividades
sedentarias y de llevar en coche al colegio a nuestros hijos, es el luchador
hambriento o el campesino pobre que tiene la experiencia de la resistencia, y
el incentivo para desarrollarla, el que crea al corredor de fondo superior».

257Un desglose sobre quiénes son los corredores de élite en Kenia y de qué tribus provienen: Onywera,
Vincent O., y otros, «Demographic characteristics of elite kenyan endurance runners», Journal of Sports
Sciences, 24(4), (2006), 415-22.

258El abigeo no se consideraba robo mientras no se realizara en la misma tribu: Bale, John y Joe Sang,
Kenyan running: movement culture, geography and global change, Frank Cass, 1996, p. 53.

259La mejor recopilacion de escritos académicos que examinan el éxito de los corredores de África
Oriental: Pitsiladis, Yannis, y otros, East african running: towards a cross-disciplinary perspective,
Routledge, 2007.

260Los escritos de John Manners sobre el «sistema del robo de ganado», varios de sus relatos de los
fenómenos kalenjin y sus citas escritas sobre Rotich: Manners, John, «Kenya’s running tribe», The
Sports Historian, 17(2), (1997), 14-27. Manners, John, «Chapter 3: Raiders from the Rift Valley: cattle
raiding and distance running in East Africa», en Yannis Pitsiladis y otros, eds., East african running:
towards a cross-disciplinary perspective, Routledge, 2007.219. Los datos de población de Etiopía
proceden de «Summary and statistical report of the 2007 population and housing census», editado por
la Comisión del Censo Público de Etiopía.
261Los datos de población de Etiopía proceden de «Summary and statistical report of the 2007
population and housing census», editado por la Comisión del Censo Público de Etiopía.

262 Diecisiete etíopes y kenianos bajaron de las 2 h 10 en la misma carrera, el maratón de Dubái de
2012.

263De la lista de los mejores tiempos del maratón de 2011 de la IAAF; John Manners ayudó en la
identificación de los atletas kalenjin.

264 Como dice Manners, en realidad está seleccionando «en contra» de las probabilidades de encontrar
las aptitudes de corredor, porque invita a niños «que se han pasado todo el tiempo estudiando en el
instituto».

265La comparación que hace Scott Bickard de Peter Kosgei con un jugador de la NBA apareció en el
Utica Observer-Dispatch, 21 abril 2011.

266Un sucinto resumen del trabajo del equipo de investigación de Copenhague, incluida la cita «parece
confirmar» de Saltin: Saltin, Bengt, «The Kenya Project—Final report», New Studies in Athletics, 18(2),
(2003), 15-24.

267Aquí hay una descripción más técnica: Larsen, Henrik B., «Kenyan dominance in distance running»,
Comparative Biochemistry and Physiology Part A: Molecular & Integrative Physiology, 136(1), (2003),
161-70.

268 Oscar Pistorious, el sudafricano con la doble amputación de sus piernas conocido como el «blade
runner» [corredor de palas] —que mientras se escribe esto se encuentra a la espera de juicio por el
asesinato de su novia—, acelera sobre unas medias lunas de fibra de carbono que son mucho más ligeras
que las piernas humanas. Con diferencia, tiene el tiempo más rápido de oscilación de piernas jamás
registrado en un velocista.

269Otro estudio que halló que los corredores de fondo africanos tienen mejor economía de carrera a
una velocidad dada que los corredores blancos: Weston, A. R., Z. Mbambo y K. H. Myburgh, «Running
economy of african and caucasian distance runners», Medicine & Science in Sports & Exercise, 32(6),
(2000), 1130-34.

270El peso distal y la energética de la carrera (lo que sucede cuando se añade peso al tobillo): Jones, B.
H., y otros, «The energy cost of women walking and running in shoes and boots», Ergonomics, 29,
(1986), 439-43. Myers, M. J., y K. Steudel, «Effect of limb mass and its distribution on the energetics
cost of running», Journal of Experimental Biology, 116, (1985), 363-73.

271Dan Lieberman, de Harvard, también confirmó el creciente coste energético del peso distal, y el
hallazgo de los ingenieros de Adidas me fue enviado por Andrew Barr, director mundial de líneas de
productos del material de atletismo de Adidas.

272Unas piernas más largas y unas pantorrillas más delgadas contribuyen por separado a la economía
de carrera: Steudel-Numbers, Karen L., Timothy D. Weaver y Cara M. Wall-Scheffler, «The evolution of
human running: effects on changes in lower-limb lenght on locomotor economy», Journal of Human
Evolution, 53(2), (2007), 191-96.

273 Un pequeño estudio publicado en 2012 en el European Journal of Applied Physiology encontró que
un grupo de corredores kenianos tenía los tendones de Aquiles 6,8 cm más largos que los sujetos
blancos no corredores del grupo de control de la misma estatura. (Los corredores kenianos y sus
tendones de Aquiles largos: Sano, K., y otros, «Muscle-tendon interaction and EMG profiles of world
class endurance runners during hopping», European Journal of Applied Physiology, 11 diciembre 2012
(ePub previo a la impresión).) Lo cual es de esperar, dadas las pantorrillas proporcionalmente más
largas de los kenianos. Unos tendones de Aquiles más largos pueden almacenar más energía elástica.
(Acuérdense del campeón mundial de salto de altura Donald Thomas.) Así que la siguiente pregunta
para los científicos es: ¿En qué medida esos tendones largos influyen en las aptitudes para correr?

274La afirmación de Larsen de que la cuestión principal de la supremacía de los corredores kenianos ha
sido resuelta aparece aquí: Holden, Constance, «Peering under the hood of Africa’s runners», Science,
305(5684), (2004), 637-39.

275La economía de carrera de Zersenay Tadese: Lucia, Alejandro y otros, «The key to top-level
endurance running performance: a unique example», British Journal of Sports Medicine, 42, (2007), 172-
174.

276 Los kikuyu, el mayor grupo étnico de Kenia, representan alrededor del 17 por ciento de la
población, pero en cierta medida son más robustos —lo que es indicativo de su procedencia de una
región montañosa y húmeda— y producen bastantes menos corredores profesionales que los kalenjin,
que constituyen sólo el 12 por ciento de la población. Los kikuyu son un pueblo bantú.

277El cálculo de Vincent Sarich empieza en la p. 174 de: Sarich, Vicent y Frank Miele, Race: the reality
of human differences, Westview Press, 2004.
278El cálculo de Runner’s World aparece aquí: Burfoot, Amby, «White men can’t run», Runner’s World,
27(8), (1992), 89-95.
13

La mayor criba accidental de talento (de


mucha altura) del mundo

—Azúcar, un poco de azúcar —dice. Debo de haber parecido confuso—. Ya


sabes, «azúcar». Lo agradezco.
El atleta y yo estamos en Iten, Kenia, en una pista de tierra del estadio
Kamariny. Claro que llamar estadio a Kamariny es como elevar un solar a la
categoría de catedral. A un lado hay un graderío de madera pintado de azul
celeste y torcido como un diente podrido. Al otro lado está el escarpado
acantilado de 1.200 m sobre la base del Valle del Rift y a 2.400 m sobre el nivel
del mar. Docenas de corredores dan vueltas en sesiones cortas pero intensas,
mientras una oveja deambula por el borde del precipicio para pastar tierra
adentro.
El corredor con el que hablo es Evans Kiplagat, de veinticuatro años, y
quiere que le compre azúcar. Ese jueves, por la mañana temprano, Kiplagat
recorrió casi diez kilómetros a grandes zancadas hasta la pista, y luego realizó
un duro entrenamiento. Dentro de unos minutos emprenderá el viaje de
vuelta a casa de otros diez kilómetros. Si no le compro comida, regresará
hambriento al cobertizo de madera que un hombre le permite utilizar en su
shamba, una pequeña explotación agrícola de subsistencia.
Los padres de Kiplagat no eran dueños de la shamba en la que vivían, así
que cuando sus enfermedades los llevaron a la muerte en 2001, su hijo no
pudo quedarse en la propiedad. Está agradecido por el espacio que ocupa
actualmente, «aunque el problema es la comida», me dice. La mayoría de los
martes y los jueves, Kiplagat acude corriendo a la pista y se pega a un grupo
de entrenamiento que incluye a un atleta como Geoffrey Mutai, campeón de
los maratones de Nueva York y Boston, o como Saif Saaeed Shaheen (antes
Stephen Cherono), plusmarquista mundial de los 3.000 metros obstáculos,
que se crió y formó en Kenia pero que cambió su nacionalidad por la qatarí a
cambio de dinero. Después del entrenamiento, Kiplagat volverá a recorrer
más kilómetros, caminando entre las casas de sus amigos para ver si a alguien
le sobra algo de ugali, las pastosas gachas que los campesinos kenianos comen
todos los días de la semana. Si consigue gorronear suficiente comida, volverá
a hacerse otros diez kilómetros por la noche. Kiplagat entrena cada día dos
veces, cuando no tres, y eso no incluye la carrera de diez kilómetros de ida y
otros diez de vuelta para ir y volver a la pista los martes y los jueves.
Éste es el programa de un hombre que arde en deseos de correr, cuya
pasión es competir al más alto nivel y subirse a lo más alto del podio y llorar
al oír su himno nacional. Salvo que ése no es el caso de Kiplagat.
—Si consiguieras un empleo en el ejército, ¿dejarías de entrenar? —le
pregunto.
—Sí.
—¿Y qué tal trabajar en la policía?
—Bien. Cualquier trabajo —reconoce.
Kiplagat preferiría tener un empleo que le permitiera seguir entrenando,
aunque no le importaría dejar de correr «mañana mismo» si alguien le
ofreciera un medio de vida decente. Empezó a entrenar en 2007, después de
derrotar contundentemente a sus amigos del colegio en una pequeña carrera.
El año pasado, en una montañosa carrera en ruta de 10 km celebrada en
Kenia, Kiplagat hizo un tiempo de 29:30, una marca sobresaliente cercana a la
plusmarca mundial, aunque no lo suficiente para hacerle destacar de la masa
del estadio Kamariny. Así que seguirá intentando que le presten el dinero
suficiente para acudir a las carreras que se celebran en las diferentes ciudades
de Kenia, a ver si así es capaz de realizar un tiempo que llame la atención de
algún representante.
En Kamariny abundan los Evans Kiplagat —el día que estuve allí, había
como cien corredores entrenando en la pista— que se mueven resueltamente
al lado de los campeones del mundo. De tanto en tanto, un hombre
desconocido se dirigirá tranquilamente a la pista e inmediatamente tratará de
mantener el ritmo de los olímpicos. Si lo consigue, quizá vuelva. Si no,
regresará discretamente a la shamba. Éste es un microcosmos del panorama
del entrenamiento en Kenia: aquí tiene pocos secretos —algunos de los
mejores corredores ni siquiera tienen entrenador—, aunque hay hordas de
corredores que desean entrenarse múltiples veces al día, como si fueran
atletas profesionales. En Estados Unidos, un corredor de fondo de élite
universitario suele postergar lo de ganarse la vida durante unos años para
alcanzar su sueño. «En Kenia, sucede exactamente lo contrario», dice Ibrahim
Kinuthia, ex corredor internacional y actualmente entrenador en su país. No
hay ninguna profesión ni carrera que postergar, y por consiguiente ningún
coste de oportunidad al que se tengan que enfrentar la mayoría de los
kenianos del medio rural por intentar entrenar con las élites.279 Dado que,
según el Banco Mundial, la renta per cápita anual de Kenia es de 800 dólares,
la recompensa potencial por triunfar como corredor es incluso superior,
hablando en términos relativos, a la de un contrato de la NBA para un chico
norteamericano de un barrio marginal. Ganar un único maratón conlleva un
estipendio de seis cifras. Incluso ganar unos pocos miles de dólares en las
carreras en ruta más pequeñas de Estados Unidos y Europa, es un dinero
caído del cielo para la mayoría de los kenianos del medio rural. Los
corredores que alcanzan el éxito se convierten rápidamente en economías
unipersonales, ya de un hombre, ya de una mujer. En Eldoret, la mayor
ciudad que hay cerca de Iten y del estadio Kamariny, Moses Kiptanui, el ex
plusmarquista mundial de las carreras de obstáculos, posee una explotación
lechera. También es propietario de los camiones que transportan la leche, y
del edificio de la ciudad donde se ubica el supermercado que vende la leche.
El resultado de estos incentivos económicos es un ejército de aspirantes a
corredores que asumen los planes de entrenamiento pensados para los
olímpicos, de los que muchos se quedan en el camino y los que sobreviven se
convierten en profesionales.
Es interesante reseñar que un sistema que prospera gracias al esfuerzo de
muchos, esté alimentado por una arraigada creencia en el talento natural. Los
entrenadores y corredores kenianos con los que hablé casi de manera
constante me dijeron que nunca era demasiado tarde para empezar a
entrenar. Si uno tiene talento, decían, entonces sólo necesita empezar a
entrenar duro, y la condición de corredor de élite llegará enseguida.
Varias de las estrellas más rutilantes del atletismo keniano han triunfado
precisamente por haberse negado a aceptar que fuera demasiado tarde. En un
hotel de Nairobi conocí a Paul Tergat, ex plusmarquista mundial del maratón
y el mejor corredor de campo a través de la historia, que me dijo que en el
instituto jugaba al voleibol y que no empezó a correr hasta «los diecinueve o
veinte años, cuando empecé el servicio militar. Allí conocí a varios corredores
fantásticos sobre los que había leído mucho, como Moses Tanui y Richard
Chelimo. Así que empecé a entrenar, y a los veintiuno me di cuenta de que
tenía facultades». Y a los veinticinco había ganado el primero de los cinco
campeonatos mundiales de campo a través consecutivos que consiguió.
El parecido con los velocistas jamaicanos —o los jugadores de hockey
canadienses, o los futbolistas brasileños— consiste en el gran número de
deportistas atletas introducidos por la parte superior del embudo y en la
cantidad más reducida de ellos que demuestra poseer las facultades,
sobreviven al riguroso entrenamiento y salen por la parte inferior como los
mejores del mundo.
Mientras que algunos de los mejores corredores kenianos han empezado
la partida muy tarde, para muchos otros el entrenamiento empieza en las
etapas más tempranas de su vida, antes siquiera de que se den cuenta.

Kenia resulta especialmente espeluznante para Yannis Pitsiladis, el biólogo de


la Universidad de Glasgow cuya pasión es reunir el ADN de los atletas de
élite. Dado su miedo a volar, se mueve por todo Kenia en coche. Circular por
las carreteras rurales llenas de socavones de Kenia es como guiar una canica
por el juego del laberinto. (Al final, siempre pierdes.) Y, sin embargo,
Pitsiladis ha regresado a Kenia reiteradamente a lo largo de una década.
Como cabía esperar del semillero de corredores kalenjin, él y sus colegas han
encontrado que los individuos con genes que indican una ascendencia
nilótica están sobradamente representados en la élite del atletismo. Pero,
como en el caso de Jamaica, los hallazgos que más le han conmovido son
culturales, no genéticos.
El trabajo de Pitsiladis ha demostrado que la mayoría de los corredores
kenianos de talla mundial pertenecen a la tribu kalenjin, que las más de las
veces proceden de zonas rurales pobres, y que es muy probable que de
pequeños hayan tenido que acudir corriendo al colegio. En un estudio que
Pitsiladis dirigió junto con sus colegas, el 81 por ciento de 404 corredores
profesionales kenianos habían tenido que recorrer una distancia considerable,
corriendo o caminando, para ir y volver de la escuela primaria cuando eran
niños.280 Los niños kenianos que dependen de sus pies para ir y venir del
colegio tienen un 30 por ciento más de capacidad aeróbica por término medio
que sus iguales. También había más probabilidades de que los atletas de talla
internacional hubieran tenido que recorrer caminando o corriendo diez
kilómetros o más para asistir al colegio. Pitsiladis habla con afecto de un niño
de diez años que era tan buen corredor que, durante la prueba para medir su
capacidad aeróbica, voló a razón de seis minutos la milla en una pista de
tierra.
Cuando visité Kenia y me dediqué a subir y bajar corriendo por las rojas
colinas polvorientas de Iten, el epicentro del entrenamiento kalenjin, de vez
en cuando se me unían algunos niños que canturreaban su frase favorita en
inglés: «How are you?, How are you?» [¿Cómo le va?] Durante mi última
carrera en Iten, un niño de unos cinco años se me pegó como una lapa
cuando ascendía penosamente por la prolongada pendiente de una colina. El
niño calzaba unas sandalias zarrapastrosas y llevaba una hogaza de pan bajo el
brazo. Me siguió durante unos minutos, hasta que de pronto se escabulló por
debajo de una valla de madera, metió la hogaza tras él y desapareció. Se me
ocurrió que en Kenia no existía nada parecido a un corredor ocasional, sino
sólo aquellos que corren para desplazarse de un sitio a otro, los que se matan
entrenando y los que no corren en absoluto.
Al terminar de correr, le mencioné lo del niño del pan a Harun Ngatia, un
fisioterapeuta que atiende a los profesionales kenianos. «Cuando ese niño se
haga mayor», me dijo, «lo único que sabrá hacer es correr». Sus palabras me
recordaron a la parodia de una campaña benéfica que se anunciaba en la
década de 1990 en un ya extinto tablón de anuncios de atletismo en la red:
«Ayuda a los norteamericanos a competir en las carreras de fondo, donando
autobuses escolares a los niños kenianos».
Y esto no sólo sucede en Kenia. Pitsiladis y un equipo de investigadores
encontraron un patrón similar en la segunda superpotencia mundial de las
carreras de fondo, Etiopía. Al igual que en Kenia, los corredores etíopes
suelen salir de los grupos étnicos dedicados tradicionalmente al pastoreo —
los oromo—, y también hay muchas más probabilidades de que hayan tenido
que acudir al colegio corriendo que los no corredores,281 de la misma manera
que las probabilidades de que los maratonistas profesionales etíopes hayan
tenido que correr largas distancias para ir al colegio son mucho mayores que
las de los corredores profesionales etíopes de los 5 y 10 kilómetros. Mientras,
el análisis del ADN mitocondrial de los corredores etíopes y kenianos
demuestra que sus respectivas líneas maternas no tienen un parentesco
especialmente próximo,282 de donde se colige que no hay una única
supertribu genética de corredores continuada desde Etiopía hasta Kenia.
(Entre los etíopes hay una mayor tendencia a poseer pedazos de ADN
mitocondrial encontrados en los europeos, posible reflejo del hecho de que
desde Etiopía emigraran todos los humanos que salieron de África.)
Nadie ha llevado a cabo un estudio de la economía de carrera de los niños
etíopes desentrenados, como hicieron en Kenia los científicos daneses, así que
se desconoce en qué se diferencian a ese respecto los oromo de los kalenjin,
aunque es evidente que estos dos grupos por igual abrazan las carreras de
fondo como una forma de vida. «Tienes todos esos niños que corren», dice
Pitsiladis, «y entonces un niño o niña se da cuenta de que puede correr más
deprisa que los demás. Has de tener los genes totalmente correctos. Debes
escoger a tus padres adecuadamente, pero tienes miles de niños que corren, y
al final siempre destacan los buenos. Después de diez años de trabajo, he de
decir que esto es un fenómeno socioeconómico».
Cuando le pregunté a la ídolo de Etiopía Derartu Tulu —oro olímpico en
1992 y 2000 en los 10 kilómetros— si a alguno de sus dos hijos biológicos o de
los cuatro adoptados le gusta correr con ella, me respondió: «No, dicen que se
cansan cuando los llevo a entrenar conmigo. No les gusta correr… Creo que
es porque van al colegio en coche». Moses Kiptanui, el ex plusmarquista
mundial de los 3.000 metros obstáculos keniano, dice en relación a sus hijos:
«Llega un vehículo y los lleva al colegio… Les gusta practicar deportes más
fáciles».
«¿Cuántos de los mejores corredores kenianos tienen hijos o hijas que
sean corredores aventajados?», pregunta retóricamente Pitsiladis, después de
observar que hay hermanos y primos de sobra que sobresalen. «Casi ninguno.
¿Y por qué? Porque su padre o su madre se convierte en campeón o
campeona del mundo, tiene unos recursos económicos increíbles y el niño
jamás tiene que volver a correr para ir al colegio.»
Aun así, sería un estereotipo injusto sugerir que todos los grandes atletas
kenianos iban corriendo al colegio, porque hay excepciones ilustres, como la
de Paul Tergat, el mejor corredor de campo a través de la historia. «Creo que
la mayoría de nosotros íbamos corriendo descalzos al colegio», dice Tergat.
«Pero mi colegio estaba muy cerca. Podía ir caminando.» Y lo mismo se
aplicaba a Wilson Kipketer, uno de los mejores corredores de media distancia
de todos los tiempos, cuyo colegio estaba en la puerta de al lado de su casa.
Ambos hombres fueron plusmarquistas mundiales, así que no cabe duda de
que ir corriendo al colegio no es un rasgo necesario de un plusmarquista
mundial. Ni suficiente. Algunos de los niños kenianos que Pitsiladis ha
estudiado y que corren kilómetros para ir al colegio, tienen sin embargo unas
capacidades aeróbicas ordinarias, y recuerdan a aquellos sujetos con baja
respuesta del Estudio de Familia HERITAGE. «Es un número reducido», dice,
«pero alguno hay». Eso, por no hablar de los millones de niños kenianos de
todo el país que van al colegio a pie, y, sin embargo, los kalenjin siguen
haciendo rancho aparte en su éxito en las carreras.
Pitsiladis cree rotundamente que además del gran número de niños
corredores, hay otro componente esencial para el éxito keniano en las
carreras. Y éste no es otro que aquello que comparten las plataformas del
Valle del Rift que acogen tanto a los kalenjin de Kenia como a los oromo de
Etiopía: la altitud. «Tiene que vivir en la altura», asegura Pitsiladis. «Alguien
ha dicho que lo mejor es vivir en lo alto y entrenar a poca altura. Los kenianos
viven en altura y entrenan a más altura.»
«Y si se trata simplemente de la altura, ¿dónde están entonces los
corredores de Nepal?», me preguntó el hermano Colm O’Connell sentado en
su casa de Iten, mientras el plusmarquista mundial de los 800 metros David
Rudisha se arrellanaba en el sofá.283 El «gimnasio» está en el patio trasero, un
único poste metálico con ambos extremos hundidos en el cemento, así que
parecen unas halteras.
En el peor de los casos, la altitud a lo largo del borde del Valle del Rift —
donde escasean los mosquitos— probablemente proteja a los corredores
kenianos que viven allí de la «desventaja» para las carreras de fondo de la
hemoglobina genéticamente baja, lo que le sucede a las personas con
ascendencia de las zonas donde la malaria es endémica.
Pero la pregunta de O’Connell es interesante, y se la lleva haciendo
retóricamente desde hace años en relación al fenómeno de los corredores
kenianos. Se sabe que la altitud aumenta los glóbulos rojos en los deportistas
que pasan del nivel del mar a las montañas, así que ¿cómo es que no hay
corredores que bajen de los Andes y el Himalaya y se merienden al resto del
mundo, como han hecho etíopes y kenianos?
Aunque la pregunta de los «corredores nepalíes» es en realidad irrelevante
para el fenómeno de los corredores etíopes y kenianos, y no sólo porque el
clima del Himalaya no fomente un tipo corporal estrecho. Un evidente
argumento científico es que los medios genéticos por los que las personas de
diferentes regiones elevadas del mundo se han adaptado a la vida con poco
oxígeno, son completamente distintos. En cada una de las tres principales
civilizaciones del planeta que han residido a una gran altitud durante miles de
años, el mismo problema de la supervivencia ha sido enfrentado con
soluciones biológicas distintas.

A finales del siglo XIX, los científicos creyeron comprender la adaptación a la


altura. Habían estudiado a los indígenas bolivianos, que vivían en los Andes a
más de 3.900 m de altitud. A esa altura, sólo hay alrededor de un 60 por
ciento de moléculas de oxígeno en cada aspiración de aire que al nivel del
mar. Para compensar la escasez de oxígeno, los andinos tienen unas
abundantes raciones de glóbulos rojos y, en su interior, la hemoglobina que
transporta el oxígeno.
La cantidad de oxígeno en la sangre viene determinada por dos factores:
por la cantidad de hemoglobina que uno tiene y la «saturación de oxígeno» de
ésta, o por la cantidad de oxígeno que está transportando la hemoglobina.
Dado que hay poco oxígeno en el aire, gran parte de las moléculas de
hemoglobina de la sangre de los andinos de las tierras altas corre por su
cuerpo sin una carga completa de oxígeno, algo así como los coches de una
montaña rusa con pocos pasajeros. Pero los andinos compensan esto
teniendo muchos más coches. Lo cual, desde un punto de vista deportivo, no
es algo necesariamente bueno. Los andinos tienen tanta hemoglobina que su
sangre puede volverse viscosa y tener dificultades para circular bien, por lo
que en algunos andinos el mal de altura se ha convertido en una enfermedad
crónica.
Los científicos del siglo XIX también observaron que los europeos que se
desplazaban desde el nivel del mar hasta una altura elevada reaccionaban de
la misma manera, produciendo más hemoglobina. Así que el libro sobre la
adaptación a la altitud estuvo cerrado durante casi un siglo, hasta la década de
1970, cuando Nepal y Tíbet empezaron a abrirse a los extranjeros.
Cynthia Beall, profesora de antropología en la Case Western Reserve
University de Cleveland, empezó a visitar esos países para estudiar a los
sherpas tibetanos y nepalíes que viven en altitudes de hasta casi 5.500 m.284
Para su sorpresa, Beall descubrió que los tibetanos tenían unos valores de
hemoglobina normales propios del nivel del mar, así como una escasa
saturación de oxígeno, más escasa aún que las de las personas que viven al
nivel del mar. Pocos coches de montaña rusa, y muchos no iban llenos.
La mayoría de los tibetanos tienen una versión especial de un gen, el
EPAS1, que actúa como un manómetro que detecta el oxígeno disponible y
regula la producción de glóbulos rojos para que la sangre no se vuelva
peligrosamente espesa. Pero eso también significa que los tibetanos no tienen
el incremento en hemoglobina portadora de oxígeno que tienen los andinos.
«Así que ¿cómo sobreviven aquí, exactamente?», se preguntaba Beall.
«Parecen tener muy poco oxígeno en la sangre, pero de alguna manera
producen suficiente para funcionar con normalidad.»
Al final, Beall decidió que los tibetanos sobreviven teniendo unos niveles
sumamente elevados de óxido nítrico en la sangre. El óxido nítrico induce a
los vasos sanguíneos de los pulmones a relajarse y ensancharse para admitir
un mayor flujo de sangre. «Los tibetanos tienen 240 veces más óxido nítrico
en la sangre que nosotros», afirma Beall. «Eso es más de lo que tendría a nivel
del mar una persona con septicemia», un problema clínico potencialmente
letal. Así que los tibetanos se adaptaron teniendo una afluencia de sangre muy
alta a sus pulmones, y además respiran más profundamente y más deprisa que
los indígenas de las tierras bajas, como si estuvieran en un estado permanente
de hiperventilación. «Y al hacer eso, gastan más energía», dice Beall.
En 1995, Beall y su equipo se trasladaron hasta la última población del
mundo que lleva viviendo a una altura elevada desde hace miles de años: los
etíopes, y más concretamente la etnia amhara, que vive a 3.500 m de altitud a
lo largo del Valle del Rift. Una vez más, la antropóloga encontró una biología
de altura única en el mundo. El pueblo amhara tenía una cuota de
hemoglobina normal propia del nivel del mar, y una saturación de oxígeno
asimismo normal al nivel del mar. El mismo número de coches de montaña
rusa que los indígenas que viven al nivel del mar y casi todos llenos, igual que
en el caso de los indígenas que viven al nivel del mar. «Si no supiéramos que
estábamos a gran altura, habría dicho que estábamos estudiando a personas
que vivían al nivel del mar», dice Beall. No está del todo claro cómo los
amhara consiguieron hacer este truco. Pero Beall tiene datos previos sobre los
etíopes amhara que demuestran que trasladan el oxígeno con una rapidez
inusitada desde los diminutos alvéolos de sus pulmones a la sangre.285
El neozelandés Peter Snell, ex plusmarquista mundial de la milla
convertido en investigador médico, planteó la teoría de que una transferencia
mejorada del oxígeno desde los pulmones a la sangre podría representar una
ventaja para las personas procedentes de zonas altas cuando van a correr al
nivel del mar. «Es posible», dice Beall, refiriéndose a la posibilidad. En una
ocasión lo planteó en un artículo, aunque mantiene con firmeza que nadie lo
sabe realmente. Además, Beall observó la difusión intensificada del oxígeno
en sus datos sobre los amhara, pero la mayoría de los corredores etíopes son
oromo. Un oromo es el plusmarquista mundial de los 5 y los 10 kilómetros, y
una mujer oromo es la plusmarquista de los 5 kilómetros. (Los científicos
hicieron un seguimiento al hombre oromo, Kenenisa Bekele, en dos carreras a
una velocidad de 6:30 la milla, una por debajo de los 1.500 m de altitud, y otra
por encima de los 3.000 m. Sorprendentemente, el ritmo cardíaco medio sólo
aumentó de las 139 a las 141 pulsaciones por minuto en la carrera a mayor
altitud.)286
Al contrario que los amhara, que llevan viviendo a gran altura desde hace
miles de años, Beall dice que los pastores oromo se trasladaron desde el nivel
del mar hace sólo quinientos años. Un extranjero no distinguiría al pueblo
oromo del amhara a simple vista, aunque desde el punto de vista de su
respuesta a la altura, Beall jamás los confundiría.
Beall estudió a los oromo que vivían más o menos a la altitud de Denver,
«así que uno no esperaría descubrir gran cosa», dice, refiriéndose a la
hemoglobina elevada. «Pero ya tenían más de un gramo de hemoglobina más
que los amhara a una altitud comparable.» Y la hemoglobina iba atestada de
oxígeno. «Sus niveles de hemoglobina eran sin duda más altos de lo que
esperarías de un grupo aleatorio de habitantes de las tierras bajas», dice.
Mientras que los amhara tenían un nivel bajo de hemoglobina incluso a gran
altura, los oromo lo tenían alto incluso a unas alturas moderadas.
Para uno, estas diferencias ponen de manifiesto la diversidad fisiológica
entre pueblos que han vivido a gran altura durante diferentes períodos de la
historia y para quienes la evolución ha conseguido unas soluciones genéticas
originales. Se cree que los habitantes del Himalaya y los etíopes amhara llevan
viviendo en altura desde hace miles y acaso docenas de miles de años,
mientras que los andinos habitan ahí desde hace menos tiempo, lo que podría
explicar el hecho de que no estén totalmente adaptados a su tierra natal
extraordinariamente elevada y la razón de su hemoglobina sumamente alta,
similar a la de los habitantes de zonas no montañosas cuando ascienden a
gran altura. (Como los oromo, los kalenjin de Kenia son habitantes de altura
relativamente recientes, donde se establecieron no hace más de dos mil años.)
En cuanto a los datos de Beall sobre los oromo —la etnia a la que
pertenecen la mayoría de los mejores corredores etíopes—, huelen a que esta
etnia hubiera «respondido» a la altura. Los oromo que estudió aumentaban su
hemoglobina notablemente incluso a alturas por debajo de los 1.600 m. Y los
diferentes grupos étnicos no sólo responden en efecto biológicamente a la
altura de formas exclusivas, sino que también existe una tremenda diversidad
entre los individuos del mismo grupo étnico.
En 2003, un equipo de científicos de Noruega y de Texas sometieron a
varios deportistas a una altitud de 2.800 m durante un día, y luego analizaron
los cambios experimentados en los niveles de la hormona EPO, que es la que
estimula al cuerpo a producir glóbulos rojos.287 (Los deportistas de resistencia
tramposos se inyectan EPO con la intención de forzar a sus cuerpos a
producir más glóbulos rojos.) Las diferencias abarcaron desde un atleta cuyos
niveles de EPO descendieron, a otro cuyos niveles aumentaron en más de un
400 por ciento.
En un trabajo aparte con corredores que entrenaron durante un mes en
altura, aquellos cuyo suministro de glóbulos rojos aumentó un 8 por ciento de
media mejoraron su tiempo de los 5 kilómetros en 37 segundos al regresar al
nivel del mar, mientras que los que no tuvieron ningún aumento de glóbulos
rojos, al regresar al nivel del mar mostraron un rendimiento en los 5
kilómetros ligeramente peor que el que habían tenido previamente. Como
con otras formas de entrenamiento —y con todo tipo de medicamentos—, el
entrenamiento en altura es más efectivo si se adapta a la fisiología exclusiva de
cada deportista.288
La idea de la respuesta individualizada a la altura le parece válida a Bob
Larsen, que entrenó a los norteamericanos Deena Kastor y Meb Keflezighi,
ganadores, respectivamente, de una medalla de bronce y una de plata en el
maratón de los Juegos Olímpicos de 2004: «Tenemos pruebas de que algunas
personas tienen que estar allí durante mucho tiempo», dice Larsen. «A Deena
le costó alrededor de dos años adaptarse a la altura. Meb fue más rápido. En
su segunda semana en altura se sentía un poco aplanado, pero al cabo de seis
semanas había establecido la marca de Estados Unidos [de los 10
kilómetros].»
Aun con las diferencias individuales en la respuesta a la altura, parece
haber un «punto ideal»289 aproximado para el entrenamiento, una altura
donde la producción de glóbulos rojos aumenta, pero no en exceso; donde el
aire está enrarecido, pero no demasiado enrarecido. Los andinos y los
habitantes del Himalaya viven bastante por encima de este punto.
Curiosamente, el punto ideal se sitúa entre los 1.800 m y 2.700 m, lo bastante
alto para provocar cambios fisiológicos, aunque no tanto que el aire esté
demasiado enrarecido para entrenar con intensidad.
Precisamente, las cordilleras del Valle del Rift de Etiopía y Kenia están
exactamente en el punto ideal. Las principales bases de entrenamiento de
Kenia: Eldoret, 2.100 m; Iten, 2.300 m; Kapsabet, 1.950 m; Kaptagat, 2.400 m
y Nyahururu, 2.200 m. Las principales ciudades de entrenamiento de Etiopía,
Addis Abeba y Bekoji, tienen ambas sitios para correr situados entre 2.440 m
y 2.700 m. En Estados Unidos, los atletas de fondo profesiones que persiguen
el punto ideal entrenan en Mammoth Lakes, California, 2.400 m. O en
Flagstaff, Arizona, a 2.133 m.
Mejor que trasladarse a una gran altura para entrenar es haber nacido allí.
Los nativos que han nacido en las alturas y pasan toda su infancia en ellas
suelen tener unos pulmones proporcionalmente más grandes que los que han
nacido al nivel del mar, y unos pulmones grandes tienen unas superficies
grandes que permiten que pase más oxígeno de los pulmones a la sangre. Esto
no puede ser consecuencia de tener una ascendencia de altura que haya
alterado los genes a lo largo de generaciones, porque no se produce sólo en los
nativos del Himalaya, sino también entre los niños norteamericanos que
carecen de antepasados que hayan vivido a gran altura pero que han crecido a
considerable altitud en las Rocosas. Aunque una vez que han pasado la
infancia, también hay posibilidades para esta adaptación. Esto no es genético,
pero tampoco es alterable después de la adolescencia.290
Ningún científico sostiene que la altura por sí sola forje corredores
incansables o que sea imposible convertirse en un gran corredor de fondo sin
un entrenamiento en altura. Pero algunos, como Pitsiladis, dicen que es
simplemente menos probable. Una útil combinación, quizá, sea tener una
ascendencia a nivel del mar —de manera que la hemoglobina pueda
aumentar rápidamente al pasar a entrenar en altura—, pero haber nacido a
gran altura para desarrollar una superficie pulmonar mayor y luego vivir y
entrenar en el punto ideal. Ésta es exactamente la historia de las legiones de
kenianos kalenjin y de etíopes oromo.291
Casualmente, o quizá no, Shalane Flanagan, la maratonista
norteamericana más rápida actualmente —e hija de un maratonista ex
plusmarquista mundial— nació y pasó parte de su infancia en las
estribaciones de las Rocosas, en Boulder, Colorado, por encima de los 1.600 m
de altitud. Ryan Hall, el maratonista norteamericano más rápido de estos
momentos, creció en Big Bear Lake, California: 2.133 m, y para arriba.

Si siguen en coche hacia el norte en dirección a las montañas Sangre de


Cristo, hasta donde el negro asfalto desaparece bajo una estela de piedras
marrones y tierra, se encontrarán en Truchas, Nuevo México, a 2.440 m de
altitud.
No mucho antes la carretera se esfuma, y después de pasar junto a una
puerta para el ganado a la izquierda, hay una casa de adobe baja con un
autobús escolar amarillo en el patio. El autobús lleva sin moverse décadas. En
el campo de alfalfa que hay detrás, un aciano de ochenta y cinco años,
Presiliano Sandoval, trabaja al calor. Sus dedos, que no han estado en paralelo
desde antes de que el autobús funcionara, se curvan alrededor del mango de
madera de una pala.
En la casa de adobe, Presiliano crió al mayor atleta norteamericano que
nadie recuerda. Incluso ahora, Anthony Sandoval vive sólo a unas horas en
coche en dirección sudoeste, en Los Álamos. Anthony tuvo cinco hermanos,
pero Presiliano se dio cuenta de que él era diferente. El anciano recuerda que
a los ocho años, Anthony se sentía feliz adentrándose solo en las montañas
con un martillo y una cuña para partir los pinos piñoneros endurecidos por el
hielo.
A los doce años, Anthony se adentraba varios kilómetros en las montañas
para llevar a pastar a las vacas de su padre tres veces a la semana. «Nunca era
menos de dos horas de caminata», intercaladas de esporádicas carreras, dice
Anthony. Siempre había sido un buen corredor, pero cuando regresó de aquel
verano, era con diferencia el chico más rápido del colegio.
Presiliano deseaba para su hijo una educación que Truchas no podía
proporcionarle, así que le inscribió en el instituto de Los Álamos, a una hora
de viaje, donde Anthony se encontró rodeado de los hijos e hijas de los físicos
e ingenieros nucleares que trabajaban en el Laboratorio Nacional de Los
Álamos, lugar de nacimiento de la bomba atómica. El sitio fue tan secreto
durante la Segunda Guerra Mundial, que en las partidas de nacimiento de los
bebés nacidos en Los Álamos se hacía constar que estaban registrados en la
ciudad de «Apartado de Correos 1663».
Al principio de su primer año de instituto, un amigo le sugirió a Sandoval
que hiciera campo a través. «Yo le dije: “¿Y que es eso del campo a través?”»,
recuerda Sandoval. «Pero ese año salí a correr, y acabé segundo del estado. Y a
partir de entonces, jamás perdí ninguna otra carrera en el instituto.» En el
segundo año, hizo más de 20 kilómetros en sesenta minutos, estableciendo la
plusmarca mundial de la hora en la categoría de menores de veinte años. En
1972, su último año en el instituto, a la sazón con una estatura de 1,68 m y 44
kg de peso, ganó el campeonato nacional júnior de campo a través.
Los Sandoval no tenían teléfono en la casa de adobe de Truchas, pero al
instituto de Los Álamos llegaron directamente montones de cartas
queriéndole fichar. El chico cuyos tíos y tías habían sido pastores y mineros
de uranio iría a Stanford. En Palo Alto, Sandoval obtuvo muy buenas notas,
consiguiendo que le admitieran en la Facultad de Medicina mientras
entrenaba de 95 a 115 km a la semana.
En los campeonatos de la Conferencia Universitaria del Pacífico de 1976,
su último año de universidad, Sandoval ganó los 10 kilómetros justo por
delante de tres corredores kenianos que representaban al estado de
Washington, uno de los cuales establecería la plusmarca mundial tiempo más
tarde. Y entonces, con su formación atlética universitaria, saltó a las pruebas
del maratón para los Juegos Olímpicos de 1976. Terminó cuarto, quedándose
a un minuto y un segundo de poder entrar en el equipo olímpico. Tan lejos,
que se fue a la Facultad de Medicina, decidiendo que ya tendría otras
oportunidades para ser olímpico cuando tuviera ocasión de entrenar
realmente para el maratón.
Pero Sandoval sentía una necesidad insaciable por servir a los demás y por
la medicina, así que se dedicó a la cardiología, una especialidad que exige un
estudio intensivo que no se aviene con el entrenamiento del maratón. Aun
así, la capacidad de Sandoval se hizo patente. En 1979, inmerso en sus
estudios de medicina, sólo consiguió entrenar 56 km por semana; eso fue
suficiente para hacer el maratón en 2 h 14, un resultado absolutamente
absurdo dado el régimen de entrenamiento de corredor dominguero. (Un
aficionado al béisbol podría pensar que es algo parecido a un tío que se
entrena en la liga de aficionados locales, y luego consigue anotar .300 contra
los pitcher de las Grandes Ligas.)
En 1980, con los Juegos Olímpicos otra vez a la vista y todavía metido de
lleno en la Facultad de Medicina, Sandoval consiguió sacar unos meses de
entrenamiento riguroso. Fue suficiente. En el kilómetro 37 de las pruebas
olímpicas celebradas en Búfalo, sencillamente se salió. Terminó en 2 h 10:19,
un récord de las pruebas olímpicas de Estados Unidos que se mantuvo
durante veintisiete años. «En ese momento, Tony era probablemente el
corredor más rápido del mundo», dice Frank Shorter, el último
norteamericano en ganar un oro en el maratón olímpico.
Pero aquel era el año de los Juegos Olímpicos de Moscú, y el presidente
Jimmy Carter decretó que Estados Unidos liderara a los sesenta y cuatro
países que boicotearon los Juegos en protesta por la invasión soviética de
Afganistán. Sandoval, al igual que otros 465 deportistas norteamericanos, se
vio obligado a quedarse en casa.
Cuando se embarcó en su carrera como cardiólogo, Sandoval inició una
pauta que se extendería durante más de diez años: intentaría, a pesar del
esfuerzo, duplicar su entrenamiento cada vez que se acercaran los Juegos
Olímpicos. En 1984, terminó sexto en las pruebas. En 1988, en medio de una
beca de investigación en Cardiología, terminó vigésimo séptimo.
Cuando las pruebas olímpicas de 1992 se acercaban, Sandoval, a la sazón
de treinta y siete años, se dio cuenta de ésa sería su última oportunidad. Al
final consiguió sacar tiempo para entrenar, y estaba en una forma fenomenal.
En un día cálido y ventoso en Columbus, Ohio, no tuvo que hacer ningún
esfuerzo durante los primeros kilómetros. «Estaba en el cielo», dice Sandoval.
«Iba pensando: “Éstas son mis quintas pruebas olímpicas, y va a ser un buen
día”.» Y lo fue, hasta que apoyó el pie para girar en la falda de una colina cerca
del kilómetro trece y sintió un dolor que le bajó como un balazo por la parte
posterior de la pierna. «Supuse que era la pantorrilla, así que me paré para
masajearla», recuerda Sandoval. «Estaba controlando el tiempo. Estaba en tan
buena forma, que supuse que podía darle dos minutos a los primeros y aun
así conseguir entrar en el equipo.» En el kilómetro 20 tenía la pierna hinchada
y apenas podía caminar. Abandonó la carrera cojeando. «Entonces supe que
todo había acabado», dice Sandoval en voz baja, «que nunca iría a los Juegos
Olímpicos». Había corrido ocho kilómetros con el tendón de Aquiles roto.
En la actualidad, en una consulta situada enfrente de la pista de atletismo
de su instituto, Sandoval es uno de los pocos cardiólogos que atienden a toda
la zona rural del norte de Nuevo México. En su casa, aún conserva la
aterciopelada indumentaria azul del equipo de Estados Unidos que habría
llevado en los Juegos Olímpicos de 1980. «Es doloroso cuando empiezas a
pensar en ello», afirma. «Nunca conseguí correr todo lo que podía.» La voz se
le quiebra cuando comenta lo orgullosos que se habrían sentido sus seis hijos
—todos atletas universitarios— viendo la medalla de papá. «A veces lamenta
no haberle dedicado menos tiempo a la Medicina para entrenar», dice su
esposa, Mary.
Aun ahora, Sandoval es lo bastante delgado como para esconderse detrás
de un parquímetro, y la mayoría de las mañanas a las 6,30 se está deslizando
por los desnivelados senderos de las cercanas montañas de Jemez. En sus
zancadas no hay un movimiento de más, los brazos levantados y firmes.
Apenas parece separarse del suelo, volando sobre el terreno con la misma
ligereza con que una chinche de agua se desplaza por un estanque. Sandoval
se refiere a algunos de los árboles y formaciones rocosas del recorrido
llamándolos «viejos amigos».
David Martin, ex director del programa de pruebas fisiológicas del equipo
de atletismo norteamericano, estudió a Sandoval en la época en que estaba en
la competición. «Fisiológicamente hablando, Anthony era un espécimen a
tener en cuenta», dice Martin. «Tenía unas piernas largas, un corazón
enorme, unos pulmones descomunales y un tronco pequeño. Le estudié en mi
laboratorio de Atlanta, y madre mía la capacidad de oxígeno que era capaz de
movilizar. Con esto no quiero dar a entender que Anthony sea un bicho raro
de la genética, aunque lo suyo no es frecuente, porque incluso a medida que
se iba haciendo mayor el tamaño de su cuerpo seguía siendo diminuto,
mientras su corazón aumentaba de tamaño.»
Martin hace una pausa, y reflexiona sobre Sandoval en su totalidad: su
callada resistencia; su cuerpo flexible; su enorme capacidad aeróbica; su
juventud rural a 2.440 m de altitud y su infancia de caminatas y carreras para
ir de aquí para allá. Sin duda era un superdotado desde el punto de vista
fisiológico, pero también tenía un crisol único en los que descubrir y
desarrollar sus dotes.
«¿Y sabe lo que es él?», me pregunta Martin, despertando con excitación
de su meditación. «Pues que es keniano, ¡eso es lo que es! Es un keniano
norteamericano.»

Eldoret es una ciudad bulliciosa de 250.000 habitantes enclavada en el


corazón de la región keniana donde entrenan los kalenjin. Los ocasionales
carros tirados por burros compiten con los coches por la preferencia de paso,
mientras circulan por las calles llenas de baches. El ajetreo de la ciudad es
frenético. Los clientes se apresuran a entrar y salir de las tiendas a nivel de la
calle o de los comedores que hay encima. Los estrechos callejones están
atestados de lóbregas tienduchas donde puedes comprar unas zapatillas de
atletismo Nike que estaban de moda hace quince años, pero que siguen sin
estrenar, porque los corredores profesionales kenianos venderán las zapatillas
que reciben de las empresas patrocinadoras a las tiendas de segunda mano en
cuanto las reciban. En un hueco, un hombre trafica furtivamente con el
equipamiento del equipo nacional keniano que saca de una mochila.
Un día, durante mi estancia en Eldoret, estaba sentado en un jardín al otro
lado de una pared de protección y me tomaba un té keniano —que lleva leche
y azúcar— con Claudio Berardelli, un joven italiano que se trasladó a Kenia y
acabó convirtiéndose en uno de los mejores entrenadores de corredores de
fondo del mundo. Berardelli fue coautor de un artículo que estaba a punto de
aparecer en el European Journal of Applied Physiology. El artículo abordaba
explícitamente la cuestión de la economía de carrera y comparaba las 2 h 08
de los maratonistas europeos con las 2 h 08 de los maratonistas kalenjin.292
Como era de esperar, las fisiologías de los corredores —sus capacidades
aeróbicas y economías de carrera— eran muy parecidas. Así que los autores
concluían que una economía de carrera superior no explicaba el dominio de
los maratonistas kenianos sobre los europeos.
Aunque en realidad, no planteaban ninguna pregunta que pudiera suscitar
semejante respuesta. No es nada sorprendente que los maratonistas que hacen
2 h 08 se parezcan fisiológicamente, con independencia de su nacionalidad o
ascendencia. Después de todo, todos son maratonistas que hacen 2 h 08. La
pregunta es si hay muchas más personas en un lugar que en otro que sean
capaces de convertirse en maratonistas de 2 h 08, y por qué los maratonistas
con una marca de 2 h 03 y 2 h 04 proceden sólo de Kenia y Etiopía.
La opinión de Berardelli, al margen del artículo, era muy diferente a la
conclusión que aparecía en éste: «No creo que en Italia haya otro [Stefano]
Baldini en ninguna parte», dice refiriéndose al italiano que ganó el oro en el
maratón de los Juegos Olímpicos de 2004. «Y los italianos probablemente se
digan: “Ni falta que hace que lo busquen, total, los kenianos ganan siempre.”
Así que no lo encuentran.» Pero ¿cree Berardelli que haya tantos Baldinis en
potencia en Italia como en Kenia? «Mi opinión es que en Kenia tal vez
encuentres a diez Baldinis, y en Italia quizás encuentres a dos. Pero, vamos,
tíos, ¡esforzaos en encontrarlos!» Así pues, la opinión de Berardelli es que el
potencial de maratonistas de medalla de oro no es exclusivo de Kenia, aunque
eso se dé con más frecuencia allí. «Creo que el estilo de vida keniano
probablemente haya asegurado genéticamente algunas características que son
buenas para correr», concluye.
Y aunque un tipo corporal congénitamente estrecho sea esencial para la
economía de carrera, ésta también es susceptible de ser mejorada. No hay
mejor ejemplo de esto que la mejor maratonista de todos los tiempos, la
británica Paula Radcliffe. Radcliffe se inscribió en sus primeras carreras a los
nueve años, aunque no había empezado a entrenar de verdad. A los diecisiete,
era una prometedora atleta júnior, y Andrew M. Jones, un fisiólogo británico,
empezó a trabajar con ella.293 Jones se percató inmediatamente de que
Radcliffe era un talento natural. En su familia había deportistas destacados —
su tía abuela Charlotte había sido medalla de plata olímpica en natación—, y
por naturaleza Paula tenía una VO2max nunca vista en las atletas femeninas
de élite de elevada que era, aunque entrenaba menos de 48 km a la semana.
«Era evidente que estaba excepcionalmente dotada», escribió Jones acerca de
Radcliffe. «Sin embargo, sólo alcanzó su potencial atlético después de diez
años más de entrenamiento cada vez más duro.»
Con el paso de los años, Radcliffe se hizo más alta, aunque mantuvo el
mismo peso porque entrenaba como una maníaca, a menudo en altura. Su
VO2max no aumentó en absoluto —ya había alcanzado el máximo—, pero a
cada año que pasaba su economía de carrera mejoraba de manera gradual,
presumiblemente, al menos en parte, debido a que sus piernas se hacían más
largas al tiempo que ella no aumentaba de peso. En 2003, once años después
de que le hicieran las primeras pruebas, la VO2max no se diferenciaba en
nada de lo que había sido cuando tenía dieciocho años y sólo entrenaba
ligeramente, pero su economía de carrera había mejorado espectacularmente,
así que hizo añicos la plusmarca mundial del maratón femenino,
estableciéndolo en 2 h 15:25. Sin ningún género de duda, la excepcional
economía de carrera de Radcliffe fue creada, al menos en parte, por su
entrenamiento.294
La ciencia genética, aun cuando sigue avanzando, no es probable que nos
dé nada que se parezca a una respuesta cabal a las dudas que se esconden tras
la destreza de los corredores kenianos. Porque así como es difícil encontrar
los genes de la altura —aunque sepamos que existen—, también es
extraordinariamente complicado precisar los genes que codifiquen siquiera
un solo factor fisiológico relacionado con las carreras, para qué hablar de
todos ellos. Como dijo en una ocasión sir Roger Bannister, neurólogo de
reconocido prestigio en todo el mundo y el primer hombre que bajó de los
cuatro minutos en la milla: «El cuerpo humano está siglos por delante de los
fisiólogos, y puede conseguir una integración del corazón, los pulmones y los
músculos que es demasiado compleja para ser analizada por los
científicos».295
A mayor abundamiento, la frecuencia de las variantes genéticas difieren
en tal medida entre las etnias, que los genetistas utilizan sujetos de control
emparejados étnicamente para realizar sus estudios. Así, un estudio genético
sobre los kalenjin, utiliza corredores kalenjin y los compara con los grupos de
control kalenjin. De esta manera, los estudios genéticos suelen buscar
diferencias «entre» los miembros de un grupo étnico, por lo que
normalmente dicen poco sobre las diferencias «entre» grupos étnicos. Muy
lejos todavía de comprender cabalmente la fisiología de las carreras de fondo,
no deberíamos contener la respiración esperando que la tecnología genética
por sí sola resuelva el asunto keniano, al menos no en un futuro próximo.
Tendremos que buscar la comprensión en otras partes, como hicieron los
investigadores daneses que estudiaron la economía de carrera en los niños
kalenjin.
Cuando hablé por última vez con Berardelli, él acababa de empezar a
entrenar a un grupo de atletas de la India que fueron a Kenia para entrenar.
Aparentemente, los indios tenían unas increíbles similitudes
medioambientales con los corredores kenianos del italiano: orígenes pobres,
motivación alta e infancias repletas de desplazamientos corriendo. Si el éxito
en las carreras de fondo sólo requiere incentivos económicos, carreras de
niños y un entrenamiento de nivel internacional, entonces esperan a ver
pronto a algunos de los pupilos indios de Berardelli al lado de los kenianos.
«Bueno», me dijo Berardelli con una sonrisa de suficiencia escéptica. «Ya
veremos.»
Berardelli cree que los kenianos tienen, en general, más probabilidades de
ser corredores superdotados. Pero también sabe que con independencia de su
talento, tipo corporal, entorno infantil o país de origen, los maratonistas de 2
h 05 no caen del cielo. Sus talentos deben de ir asociados a una fuerza de
voluntad hercúlea.
Aunque ésta tampoco es totalmente separable del talento innato.

279 Hasta hace muy poco, las kenianas casadas tenían terminantemente prohibido entrenar. Pero,
desde que las mujeres kenianas han empezado a ganar los principales premios económicos del circuito
internacional, «se ha producido un cambio total en la manera de imaginar la posibilidad de que una
mujer entrene en Kenia», explica Gabriele Nicola, una italiana que entrena a las mejores atletas
kenianas. «Antes, en África se tenía la idea de que las chicas eran más débiles que los hombres.» Pero
esto está cambiando a toda prisa. Nicola cree que se tardará alrededor de diez años antes de que las
kenianas hayan superado la impresión de no poseer las facultades físicas para seguir un entrenamiento
riguroso.

280La mayoría de los corredores kenianos son kalenjin y van al colegio a pie. Onywera, Vincent O., y
otros, «Demographic characteristics of elite kenyan endurance runners», Journal of Sports Science,
24(4), (2006), 415-22.

281La mayoría de los corredores etíopes son oromo y van al colegio a pie: Scott, Robert A., y otros,
«Demographic Characteristics of elite ethiopian endurance runners», Medicine & Science in Sports &
Exercise, 35(10), (2003), 1727-32.

282El ADN mitocondrial de los etíopes oromo y los kenianos kalenjin no guarda un parentesco
especialmente próximo: Scott, Robert A., y otros, «Mitochondrial haplogroups associated with elite
kenyan athletes status», Medicine & Science in Sports & Exercise, 41(1), (2008), 123-28. Scott, Robert A.,
y otros, «Mitochondrial DNA lineages of elite ethiopian athletes», Comparative Biochemistry and
Physiology Part B: Biochemistry and Molecular Biology, 140(3), (2005), 497-503.

283 Rudisha pertenece a la etnia masai. (Aunque su madre es kalenjin, y su padre, medallista olímpico,
es masai en parte.) Los masai también son un pueblo nilótico y tienen un parentesco relativamente
cercano con los kalenjin. Según los datos recogidos en The People of Africa, de Jean Hiernaux, los masai
tienen unas piernas sumamente largas en relación a su estatura.

284Los científicos del siglo XIX ignoraban la diversidad de adaptaciones a la altura que Beall
descubriría: Beall, Cynthia M., «Andean, tibetan and ethiopian patterns of adaptation to high-altitude
hypoxia», Integrative and Comparative Biology, 46(1), (2006), 18-24.

285Beall planteó la posibilidad de que los etíopes que viven a grandes alturas hayan incrementado la
transferencia de oxígeno de los pulmones a la sangre. (Snell planteó su teoría sobre este tema
directamente al autor en una entrevista): Beall, Cynthia M., y otros, «An ethiopian pattern of human
adaptation to high-altitude hypoxia», Proceedings of the National Academy of Sciences, 99(26), (2002),
17215-18.

286Los datos del entrenamiento de Kenenisa Bekele en altura fueron generosamente compartidos por
Barry Fudge, fisiólogo decano del Instituto Inglés del Deporte.

287Científicos de Noruega y Texas expusieron a los deportistas a la altura y documentaron las


modificaciones en la EPO: Jedlickova, K., y otros, «Search for genetic determinants of individual
variability of the erythropoietin response to high altitude», Blood Cells, Molecules & Diseases, 31(2),
(2003), 175-82.

288La respuesta a la altura en cuanto a los niveles de glóbulos rojos y de los tiempos en los 5 km es
notablemente individual: Chapman, Robert F., «Individual variation in response to altitude training»,
Journal of Applied Physiology, 85(4), 1998, 1446-56.

289La información sobre el «punto ideal» proviene de numerosas entrevistas a expertos en altura, entre
los que se contó Randall L. Wilber, fisiólogo del deporte del Centro de Entrenamiento Olímpico de
Estados Unidos de Colorado Spring, Colorado. Una buena fuente de información, que incluye un
listado de las alturas de ciudades de entrenamiento famosas: Wilber, Randall L., Altitude training and
altitude performance, Human Kinetics, 2004.
290Los niños que crecen a grandes alturas tienen una superfice pulmonar mayor, pero los adultos que
se van a vivir allí no: Moore, Lorna G., Susan Niermeyer y Stacy Zamudio, «Human adaptation to high
altitude: regional and life-cycle perspectives», Yearbook of Physical Anthropology, 41, (1998), 25-64.

291Los etíopes que viven en grandes alturas tienen un volumen expiratorio forzado de circulación de
aire mayor que el de los etíopes de las tierras bajas. (También contiene una tabla con algunas
mediciones de la estatura y la altura en posición sedente de los etíopes): Harrison, G. A., y otros, «The
effects of altitudinal variation in ethiopian populations», Philosophical Transactions of the Royal Society
of London. Series B, Biological Sciences, 805(256), (1969), 147-82.

292El artículo sobre la economía de carrera de corredores europos y kenianos del que es coautor
Claudio Berardelli: Tam, E., y otros, «Energetics of running top-level marathon runners from Kenya»,
European Journal of Applied Physiology, 112(11), (2012), 3797-806.

293Los años de pruebas fisiológicas a Paula Radcliffe de Andrew M. Jones: Jones, Andrew M., «The
physiology of the world record holder for the women’s marathon», International Journal of Sports
Science & Coaching, 1(2), (2006), 101-16.

294 Una hipótesis adicional, mencionada por los fisiólogos con los que hablé, es que el tendón de
Aquiles de Radcliffe se habría endurecido con los años de entrenamiento —como el del saltador de
altura Stefan Holm—, lo que mejoraría su economía de carrera.

295La cita de sir Roger Bannister apareció en el número de Sports Illustrated, 20 junio 1955.
14

Los genes de los perros de trineo, los


ultramaratonistas y los vagos teleadictos

El letrero de aluminio que indica Comeback Kennel está clavado de forma


descuidada a un árbol de hoja perenne al norte de Fairbanks, Alaska, a poca
distancia de la carretera Elliott y a dos millas tierra adentro sobre un camino
polvoriento. El camino de grava está endurecido por el frío y es lo bastante
empinado para hacer peligrosa la entrada si no se va en un SUV. Este solitario
lugar se aviene con el gusto de Alaska: si puedes ver salir el humo por la
chimenea de tu vecino, probablemente es que viva demasiado cerca.
Ésta no parece una dirección muy verosímil para que viva una colección
de los mejores deportistas de resistencia y con una voluntad de hierro del
mundo. Pero allí, en un empinado claro enmarcado por una pícea mariana,
están 120 de los más distinguidos huskies de carreras de trineo de Alaska. En
realidad, Comeback Kennel es sólo el nombre del helado patio delantero de
Lance Mackey.
Mackey es un símbolo del mundo de las carreras de trineos tirados por
perros, del que, en esencia, es el inventor del doblete de las mil millas. Esto es,
tanto en 2007 como en 2008, Mackey ganó la Yukon Quest de mil millas, y
luego, sólo una semana más tarde, la otra carrera de mil millas del mundo: la
Iditarod, conocida por los fieles como «la última gran carrera sobre la Tierra».
Antes de los dobletes consecutivos de Mackey, la hazaña se consideraba
imposible. Un musher [la persona que guía el trineo] era afortunado si
escapaba siquiera de una de las carreras sin una enfermedad o una lesión
grave de él o de sus perros. Y aunque lo consiguiera, está el problema de la
voluntad, tanto en cuanto a los perros como por lo que respecta al dueño.296
Destacados musher se han tenido que retirar de la Iditarod cuando sus
perros se han tumbado en la nieve, negándose lisa y llanamente a dar un paso
más. Y el frío gélido y la falta de sueño de las largas noches de Alaska son
famosas por separar a los musher de la Iditarod de su buen juicio. De vez en
cuando, un musher que cruza por encima del helado mar de Bering se
quedará mirando fijamente la brillante luz del sol después de una noche de un
negro intenso y empezará a quitarse la zamarra y los guantes, para ser
saludado únicamente por un aire a 50º bajo cero, y congelarse en el acto. El
propio Mackey ha oído voces. En una ocasión, después de un largo y frío
tramo sin dormir, se alegró al ver a una mujer inuit que le sonreía junto al
camino. Mackey se volvió y empezó a saludar con la mano, y sólo entonces se
dio cuenta de que ella ya no estaba. O, por decirlo de alguna manera, que
jamás había estado allí.
Con anterioridad a las carreras de Mackey, sólo intentar terminar la
Yukon Quest y la Iditarod consecutivamente se consideraba una insensatez.
Aunque el musher sobreviviera a la Quest con sus constantes vitales intactas,
¿qué pasaba con los perros? Suponiendo que estuvieran sanos, ¿querrían
seguir corriendo? Los perros de trineo, al igual que sus dueños, deben tener la
voluntad de seguir adelante.
«Estos no son perros caseros. La comida no servirá como estrategia de
entrenamiento para los perros de trineo», dice Eric Morris, musher y
bioquímico que creó la comida para perros Redpaw, destinada a los atletas
caninos. «El refuerzo negativo tampoco funcionará como estrategia de
entrenamiento para los perros de trineo. Recorrer esa distancia tiene que ser
como para un perdiguero olfatear a un faisán: tiene que ser lo único en la vida
que le proporciona el mayor placer. Tienen que tener el deseo innato de tirar
[del trineo] […] y te encontrarás con que hay una diversidad de grados de
deseo según el perro.»

Cada uno de los husky de Alaska del patio de Mackey está encadenado a un
aro de metal que gira alrededor de un poste, lo que restringe sus movimientos
a un círculo de varios metros de diámetro que incluye la entrada a su caseta
de madera. Es decir, todos los perros salvo Zorro.
En lo más alto de la colina, dentro del patio, está el recinto cercado de
Zorro. Tiene más espacio y ninguna cadena. Aquello es su «piso de la colina»,
bromea Mackey. Desde allí, Zorro mira desde lo alto las lejanas luces
nocturnas de Fairbanks, y también a sus sobrinas, sobrinos, hermanas,
hermanos, hijos e hijas, todos aquí dentro de este patio.
Cuando Mackey se dirige hacia Zorro, se detiene para señalar algo. «Ahí
está mi perra principal», dice, mientras hace un gesto hacia una de las nietas
de Zorro, una perra llamada Maple cuyo pelo castaño dorado es del color de
una tostada de canela. En 2010, Maple guió el equipo de Mackey —lo que
significa que estaba a la cabeza del grupo de perros— y ganó el Premio del
Arnés de Oro para la actuación más destacada en la Iditarod. Al igual que
Maple, todos los perros campeones de Mackey descienden de Zorro. «Hay que
echarle pelotas —dice Mackey—, cimentar toda la perrera alrededor de un
perro.» Se agacha para acariciar con la nariz los aros de pelo rubio que rodean
los ojos de Zorro, los que se asemejan a la máscara que lleva su tocayo.
Después del momento de intimidad con Zorro, Mackey regresa a la casa a
medio construir que comparte con su esposa Tonya. Está llena de cables al
aire libre y sigue parcialmente envuelta en láminas de papel Tyvek, pero es de
su propiedad, junto con el garaje que alberga un Dodge Charger edición
limitada y tres camionetas Dodge, los tres vehículos sendos premios por sus
victorias en la Iditarod. «Los perros compraron todo esto», dice Mackey. Pero
ninguno más que Zorro.
Zorro es el nexo genético de la perrera, y no porque fuera un husky
especialmente veloz (que no lo era). Antes bien, Mackey orientó su cría para
conseguir los genes de la ética del trabajo. No tuvo otra elección. En 1999,
cuando empezó su programa de cría, no se podía permitir a los perros más
elegantes y rápidos.

El padre de Lance Mackey, Dick, fue uno de los cofundadores de la carrera de


perros de trineo de Iditarod, que se corrió por primera vez en 1973. En sus
primeras cinco participaciones, Dick jamás logró terminar por encima del
sexto puesto. En su sexto intento, en 1978, sucedió algo tan inesperado que la
naciente carrera carecía de normativa para adjudicar el triunfo.
Lance tenía siete años y estaba parado junto al nudoso arco que señalaba
la meta, cuando su padre, corriendo al lado del trineo y casi asfixiado dentro
de su parka, aceleró por Front Street bajo un calor mortífero con el defensor
del título Rick Swenson, que también iba a pie al lado del trineo. Cuando el
perro de cabeza de Dick Mackey cruzó la meta en primer lugar por un hocico,
Mackey se desplomó sobre el suelo dejando a su equipo extendido a ambos
lados de la línea, mientras el trineo de Swenson pasaba por su lado como una
exhalación. Al terminar los 14 días, 18 horas, 52 minutos y 24 segundos, la
Iditarod se había quedado a expensas de que el juez de carrera Myron Gavin
dictaminara si el primer musher que había cruzado la línea de meta con un
perro sería el ganador, o si lo sería el musher que cruzó la línea con todos sus
perros. «¿Verdad que no le hacen una foto al culo del caballo?», preguntó
Gavin retóricamente. Así que Dick Mackey ganó la Iditarod, y a los ojos de su
hijo se convirtió en un héroe de pleno derecho.
«Yo estaba en la misma línea de meta», dice Lance, que se crió en Wasilla,
Alaska. «Fue muy emocionante. Fue dramático. Fue emotivo. Aquello me
quedó grabado en la memoria. No me cabe ninguna duda de que en aquel
momento, en aquel segundo algo influyó en mi pasión, o en mi vocación o en
mi compromiso. Aquello no sólo cambió la vida de mi padre, también cambió
la mía.» A partir de entonces, Lance Mackey no pararía de decirse que algún
día ganaría la Iditarod. Aunque el camino sería tortuoso.
Tres años después de que su padre ganara la Iditarod, los padres de
Mackey se divorciaron. Empezó a ver poco a su padre, un obrero metalúrgico
que estaba fuera, contribuyendo al desarrollo de los confines de Alaska. Su
madre, Kathie, trabajaba como piloto y friegaplatos para mantener a la
familia, así que Lance tenía todo el tiempo del mundo para buscarse
problemas sin que nadie lo controlara. Y se daba una excelente maña para
encontrarlos.
A los quince años, Mackey era él solito una ola criminal: peleas, consumo
de alcohol por un menor, más peleas, ebriedad y alteración del orden público,
orinar en la vía pública y alguna pelea más. Antes de que se sacara el carné de
conducir, le robó la chequera a su madre y la utilizó para comprarse un
Dodge Charger de 1968, con el que se dirigió al norte para empeñar tres
armas de fuego que había birlado del armero de la familia.
Así las cosas, Kathie envió a su hijo por encima del Círculo Polar Ártico
para que pasara más tiempo con su padre, que estaba vendiendo comida en
un autobús escolar reconvertido a los camiones que pasaban junto al
oleoducto Trans-Alaska. Aquella iniciativa acabaría convirtiéndose en un
restaurante y estación de servicio, y más tarde en el pueblo de Coldfoot,
Alaska, población: doce habitantes.
Mientras trabajaba en la estación de servicio de su padre, Mackey
aprendió a trapichear, cambiando reparaciones de camiones por drogas. «Los
camioneros son unos yonquis tan consumados como cualquiera que hayas
conocido», dice Mackey. «Así que tenía acceso a todas las drogas que se
ponían al alcance de mis manos.» Regresó a Wasilla poco antes de cumplir los
dieciocho, y retomó su vida de pequeño delincuente donde la había dejado;
hasta un sábado, en que Kathie se negó a pagar la fianza para sacar a su hijo
de la cárcel.
Cuando le soltaron, Lance se marchó al mar de Bering, donde pasaría los
siguientes diez años embarcado en los palangraneros como marinero
profesional. Ya entonces, le contaba a sus compañeros de los barcos de pesca
—muchos de ellos mexicanos que no habían oído hablar jamás de la Iditarod
— que un día ganaría la carrera que su padre había contribuido a fundar. «No
tienes nada de musher a menos que ganes la Iditarod», les decía, citando a su
padre.
En 1997, Mackey estaba viviendo con Tonya en Nenana, Alaska, y los dos
eran adictos a la cocaína. Ocasionalmente utilizaban a Amanda, la hija de
Tonya de un matrimonio anterior, como conductora interina. «Tenía un
cojín, así que podía ver por encima del volante», dice Mackey. «A ella le
parecía maravilloso tener nueve años y conducir por la carretera.»
El 2 de junio de 1998, el día que Mackey cumplía veintiocho años —y
poco después de que estuviera a punto de acabar muerto en una trifulca
donde habían salido a relucir las armas—, él y Tonya decidieron
desengancharse de golpe. Después de una noche haciendo las maletas, se
trasladaron 750 km al sur, a la península de Kenai, también en Alaska, y
dejaron atrás su drogadicción. Una vez allí, se fueron a vivir a la playa bajo
una lona con Amanda y Brittney, la otra hija de Tonya, a la sazón de ocho
años. Una tienda de campaña hacía las veces de dormitorio principal. Para la
cena, Tonya encendía una hoguera y cocinaba las platijas que las niñas
recogían en la arena. Lance empezó a trabajar como obrero de la construcción
y en un aserradero local. Fue suficiente para dar la entrada para una parcela
donde él y Tonya construyeron una casa de madera, que aislaron rellenando
las paredes con ropa obtenida del Ejército de Salvación. Olvidada la cocaína,
Mackey se arrojó en brazos de una nueva adicción: la cría y adiestramiento de
perros de trineo.
Como no tenía dinero para comprar los elegantes y poderosos husky que
ya se hubieran distinguido en las carreras, acogió a algunos chuchos callejeros
y adoptó a los que descartaban otros musher. Mackey asumió que su
abigarrada banda de perros jamás serían los velocistas del mundo canino, así
que decidió cultivar otras cualidades, y fue entonces cuando encontró a Rosie.
Rosie era una perra diminuta que había pertenecido a la corredora de
carreras de velocidad Patty Moran. Ésta decidió que Rosie era demasiado
lenta, así que vendió la perra por una nimiedad a Rob Sparks, un musher que
participaba en distancias mayores. Cuando Sparks vio que Rosie se negaba a
cambiar del trote a un paso más vivo, también él decidió que la pequeña Rosie
era demasiado lenta para correr. Al escuchar la oferta de Sparks, Mackey se
llevó a la perra para probarla. Sin duda no era rápida, pero Mackey se percató
de otra cosa: que sólo enganchar a la perra al arnés de un trineo, Rosie
trotaría, en palabras de Mackey, hasta hacer un agujero que atravesara la
tierra. Estuvo encantado con quitársela de las manos a Spark. A su «tornado
trotador» como la llamaba.
Mackey cruzó a Rosie con Doc Holliday, otro husky que jamás ganaría una
prueba de velocidad pero que no ansiaba otra cosa que correr, comer y seguir
corriendo. De la unión de Rosie y Doc Holliday, consiguió a Zorro.
Incluso los perros de trineo entrenados y de una raza selecta harán el vago
regularmente en una carrera larga. Esto es, astutamente reducirán la
velocidad cuando otros miembros del equipo estén esforzándose. Un musher
experimentado puede saber cuándo un perro se está haciendo el remolón
porque la correa —llamada la «línea de tiro»— que conecta al perro con la
línea principal del trineo no estará completamente tensa. Pero Zorro siempre
estaba tirando. Desde su primera carrera Zorro tuvo que ser contenido desde
la línea de salida, y seguía tirando incluso después de terminar. Aunque Zorro
estaba un poco gordo para un perro de carreras, «le dije a mi hermano Rick
—dice Mackey—, que estaba cruzando a Zorro con todas las perras que
tenía».
En 2001, Mackey formó un equipo entre su banda de marginados y
desechados y los juntó con Zorro —el solitario perro que había criado y
educado— y se inscribió en la Iditarod. Mackey tardó 12 días, 18 horas, 35
minutos y 13 segundos en terminar la carrera, lo suficiente para acabar en
trigésimo sexto lugar. Zorro, que todavía no tenía dos años, fue el perro más
joven de todo el pelotón en completar los 1.770 kilómetros, y lo hizo en una
estado de forma fantástico, ladrando y tirando del trineo hasta cruzar la meta.
Por su parte, Mackey no estaba tan exultante. Había soportado el dolor de
lo que múltiples médicos le habían diagnosticado, erróneamente, como un
absceso en una muela. Durante la carrera había padecido visión borrosa,
dolores de cabeza y desvanecimientos, y al terminarla, se cayó redondo.
Tonya le llevó directamente al hospital, y a la semana siguiente Mackey tuvo
que ser intervenido quirúrgicamente de manera urgente por un cáncer de
garganta. Fue la clase de intervención antes de la cual el médico le dice al
paciente que se asegure de que no haya nada que lamentaría haber dejado sin
decirle a su esposa y a su familia. El habitualmente formal Dick, el padre de
Mackey, se mostró inconsolable.
Los cirujanos extirparon un tumor del tamaño de una uva de la garganta
de Mackey, junto con la piel, el tejido muscular y las glándulas salivares que
había comprometido. A partir de entonces, Mackey se vio obligado a sorber
permanentemente agua de una botella o zumo de un vaso para poder
mantener la garganta lo suficientemente húmeda para poder respirar. La
radioterapia, que le dañó los nervios, le dejó con un dolor pulsátil en el dedo
índice derecho, así que fue de médico en médico hasta que convenció a uno
de que cortara por lo sano.
Durante todo este tiempo, y aun cuando parecía que Mackey no podría
sobrevivir, Tonya mantuvo en marcha el plan de cría de su marido. Siguiendo
sus instrucciones, cruzó a Zorro con las hembras del corral. Al invierno
siguiente a su intervención, Mackey se encontró lo bastante bien para regresar
al trabajo con los sesenta y seis cachorros de Zorro que le salieron a recibir
meneando la cola y la lengua.
Mackey regresó a la Iditarod en 2002 —con una sonda de alimentación en
el estómago—, aunque se retiró a los 700 km. Dejó pasar la siguiente edición
de la carrera, y durante los años posteriores se concentró en criar y entrenar a
los hijos y nietos de Zorro. El plan de adiestramiento de Mackey estaba
adaptado a su estrategia inicial de cría de aparear a los perros más
trabajadores, estrategia que le vino impuesta por no poderse permitir los
perros más rápidos. Consciente de que jamás dejaría atrás a sus adversarios de
la Iditarod entre los puntos de control, desarrolló lo que denomina su «estilo
maratonista», una técnica que transformaría las carreras de trineos tirados
por perros de larga distancia. En lugar de correr a toda velocidad entre los
puntos de descanso —como hacían muchos musher destacados a velocidades
de 20 km a 25 km por hora—, Mackey tenía unos perros que eran más lentos
pero que seguirían trotando hasta abrir un agujero en la tierra. «Ir a 11
kilómetros por hora, es holgazanear —dice Mackey—, pero si los perros van a
11 kilómetros por hora durante diecinueve horas seguidas, entonces llegarás a
los sitios.»
En 2007, Mackey empezó la Iditarod con un tiro de dieciséis perros
integrado casi en su totalidad por la progenie de Zorro. Entre los que no lo
eran de forma directa, se contaban su hermanastro Larry, su sobrino Battel y
el propio Zorro. Poco más de nueve días después, con las lágrimas heladas en
la cara, Mackey pasaba el primero bajo el arco nudoso. «La vida acaba de
cambiar», le dijo a sus perros. Y también las carreras de trineos tirados por
perros.
De pronto, los adversarios de Mackey querían copiar el estilo maratonista.
De la noche a la mañana, su perrera pasó de ser el hogar de unos desechos
baratos a un corral lleno de linajes cotizados, donde el valor de cada perro
llegaba a las cuatro cifras por lo menos. (Según Tonya Mackey, Hobo, el hijo
de Zorro, fue comprado por otro musher y luego «lo llevó por toda Noruega a
reproducirse, a un par de miles por apareamiento.») Mackey volvió a ganar el
Iditarod en 2008, la segunda de sus cuatro victorias seguidas. En una carrera
celebrada unas semanas más tarde, el conductor borracho de una motonieve
embistió a su tiro. Zorro tuvo que ser transportado en avión hasta Seattle con
tres costillas rotas, un hematoma pulmonar, una hemorragia interna y unas
lesiones en la columna vertebral tan graves que no se sostenía de pie.
Zorro sobrevivió, pero el veterinario dictaminó que se le jubilara de la cría
y las carreras. Mackey le construyó una perrera en el corral, aunque enseguida
se dio cuenta de que su incansable corredor empezaba a gañir y a tirar de su
cadena si pasaba por su lado con otros perros que eran sacados para correr.
Así que Mackey le construyó el «piso en la colina», con su zona cercada
delante de la casa. «Sigue siendo el cabronazo de la perrera», dice Mackey. «Es
mi hombre fuerte aunque ya no corra. Ocupa un lugar muy, muy especial en
mi vida y en mi corazón.» Y, lo que es aún más importante, en el patrimonio
genético de su corral.

La idea de que se puede criar perros para que ganen una carrera no es
ninguna revelación. El propio Darwin se maravilló de la habilidad de los
criadores de perros para desarrollar cualquier rasgo que desearan. La
reproducción selectiva en busca de la velocidad de los galgos ingleses de
carreras, los whippet, ha sido tan intensa, que más del 40 por ciento de los
perros de la primera división tienen lo que suele ser una mutación
sumamente rara del gen de la miostatina (la mutación de «Superbebé»).
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX —sobre todo durante la
fiebre del oro de Klondike—, cuando los puertos de mar y los ríos de Alaska
eran puro hielo, los perros de trineos eran el principal medio de transporte
para todo, desde el correo hasta el mineral aurífero. La cría de animales
fuertes, sufridos y resistentes al frío continuó con entusiasmo, hasta que las
motonieves se pusieron de moda. Cuando las carreras de trineos tirados por
perros adquirieron popularidad gracias al incremento de la cuantía de los
premios que siguió a la primera Iditarod en 1973, la cría de animales atléticos
se convirtió en un negocio importante. Pointer, saluki y un puñado de otras
razas más se mezclaron en un estofado genético que tradicionalmente había
incluido a los malamute de Alaska y los husky siberianos. La cosa dio
resultados.
Los ganadores de las dos primeras carreras de Iditarod tardaron más de
veinte días en terminar; veinte años de cría más tarde, los musher estaban
terminando la carrera en la mitad de tiempo. Los husky de Alaska se habían
transformado en unos deportistas únicos en el planeta. Aun antes de ser
entrenado, un husky de Alaska selecto puede movilizar cuatro o cinco veces
más oxígeno que un hombre sano adulto sin entrenar. Con entrenamiento,
los mejores perros de trineo alcanzan una VO2max ocho veces superior a la
de la media de los hombres, y algo más de cuatro veces la de Paula Radcliffe
entrenada, la actual plusmarquista mundial de maratón.
En la cría de los perros de trineo se seleccionaba todo, desde la voracidad
en el apetito —ingieren 10.000 calorías diarias durante la Iditarod— hasta
unas pezuñas palmeadas ideales para desplazarse sobre la nieve, pasando por
un ritmo cardíaco que se calma rápidamente con un descanso momentáneo.
Tal vez, el aspecto biológico más notable incorporado en su cría a los husky
de Alaska sea la capacidad para adaptarse casi instantáneamente al
ejercicio.297 Como ocurre en los humanos, cuando los perros de trineo
empiezan a entrenarse, agotan las reservas de energía de sus músculos,
experimentan un aumento de las hormonas del estrés y dañan las células. Los
deportistas humanos experimentan esto como fatiga y dolor, y deben
descansar para permitir que el cuerpo se adapte al ejercicio, antes de volver a
entrenar o a correr. Pero los mejores perros de trineo se adaptan «mientras
trajinan». Si bien los humanos tienen que alternar el ejercicio y el descanso
para alcanzar la forma, los principales husky siberianos se ponen en forma
mientras apenas se paran para recuperarse. Estos perros representan la
máxima respuesta al entrenamiento.
En 2010, Heather Huson, una genetista que a la sazón cursaba sus estudios
en la Universidad de Alaska, Fairbanks —y corredora de trineos de perros
desde los siete años— analizó a los perros de ocho perreras de carreras
diferentes. Para su sorpresa, los perros de trineo de Alaska habían sido
criados de forma tan concienzuda para conseguir unos rasgos concretos, que
el análisis de los microsatélites —repeticiones de pequeñas secuencias de
ADN— demostró que los husky de Alaska eran por completo una raza
genéticamente distinta, tan única como los caniches o los labradores, y no una
simple variación de los malamutes de Alaska o los husky siberianos.298
Huson y sus colegas descubrieron rastros genéticos de veintiuna razas
caninas, además de la exclusiva firma genética de los husky de Alaska. El
equipo de investigación también demostró que los perros tenían una ética del
trabajo sumamente diversa (medida a través de la tensión de sus líneas de
tiro) y que los perros de trineos con mejor ética del trabajo tenían más ADN
de los pastores de Anatolia, una raza de perros musculosos y frecuentemente
rubios apreciada como pastores de ovejas por su entusiasmo a la hora de
presentar batalla a los lobos. Que los genes de los pastores de Anatolia
contribuyan exclusivamente a la ética del trabajo de los perros de trineo era
un novedoso hallazgo, aunque los mejores musher ya sabían que la ética del
trabajo es un rasgo que se incorpora a los perros mediante la cría selectiva.
«Sí, hace treinta y ocho años en la Iditarod había perros a los que no les
entusiasmaba correrla, y que eran obligados a hacerlo», dice Mackey. «Yo
quiero estar ahí fuera y tener el privilegio de sumarme al paseo porque ellos
quieren ir, porque les encanta lo que hacen, no porque yo quiera cruzar el
estado de Alaska para mi satisfacción, sino porque a ellos les encanta hacerlo.
Y eso es lo que ocurrió a lo largo de cuarenta años de cría. Hemos hecho y
planificado perros adecuados para la fuerza de voluntad.»
Varios musher con los que he hablado me sugirieron que los perros de
trineo tal vez hayan alcanzado el tope de su capacidad fisiológica y que ya no
consigan ser más rápidos ni más duros, de manera que la mejoría en los
tiempos de las carreras actualmente depende por completo del entusiasmo de
los perros por tirar sin descanso. «Los perros son los que mandan», dice el
bioquímico y musher Eric Morris. «Ésa es la razón de que criemos perros que
quieran hacerlo […], es algo que tuve que aprender a fuerza de equivocarme y
de tiempo, de hablar y de trabajar con otros musher, total para averiguar lo
que los grandes saben. Los grandes musher saben cómo criar a un perro que
tenga la energía y el deseo de tirar, y luego ellos fomentan y desarrollan ese
deseo.»299

Los científicos que crían roedores para que tengan el deseo de correr han
demostrado que la ética del trabajo está influida genéticamente. Uno de los
pioneros en este campo ha sido Theodore Garland, fisiólogo de la UC
Riverside, que lleva más de diez años ofreciendo a los ratones una rueda en la
que pueden montarse o evitar a su discreción.
Los ratones normales corren entre cinco y seis kilómetros y medio cada
noche. Garland cogió a un grupo de ratones medios y los dividió en dos
subgrupos: los que decidían correr menos que la media cada noche, y los que
escogían correr más que la media. A partir de ahí, Garland cruzó a los
«corredores importantes» con otros corredores menores. Después de sólo una
generación de cría, la progenie de los corredores importantes corría, por
propia iniciativa, más que sus progenitores. A la decimosexta generación de
crías, los corredores importantes hacían 11 km sin parar en la rueda. «Los
ratones normales salen para dar un paseo sin prisas», dice Garland. «Hacen
un poco el tonto en la rueda, pero los buenos corredores corren de verdad.»
Cuando se crían ratones para que tengan resistencia —que no corren
voluntariamente, sino que cuando se les obliga, corren mientras son capaces
físicamente—, las generaciones sucesivas tienen unos huesos más simétricos,
menos grasa corporal y unos corazones más grandes. En su programa de cría
de corredores voluntarios, Garland observó cambios fisiológicos, «pero al
mismo tiempo», dice, «los cerebros eran claramente diferentes». Al igual que
sus corazones, los cerebros de los corredores importantes eran más grandes
que los de los ratones medios. «Es probable —continúa Garland—, que los
centros del cerebro que tienen que ver con la motivación y la recompensa se
hayan hecho más grandes.»
Entonces, administró a los ratones una dosis de Ritalin,300 un estimulante
que altera los niveles de dopamina. La dopamina es un neurotransmisor, una
sustancia química que envía mensajes entre las células cerebrales. Una vez
drogados, los ratones normales obtenían aparentemente una mayor sensación
de placer por correr, así que empezaron a hacerlo más. Pero al drogar a los
corredores importantes, éstos no corrían más. Sea lo que sea lo que el Ritalin
haga en los cerebros de los ratones normales, eso ya está sucediendo en los
cerebros de los ratones corredores de categoría. En otras palabras, son
literalmente unos yonquis de las carreras.301
«¿Quién dice que la motivación no es genética?», pregunta retóricamente
Garland. «Es absolutamente incuestionable que en estos ratones la
motivación ha evolucionado.»
Investigadores de todo el mundo han empezado a explorar puntos del
genoma que varíen de los ratones maratonistas a sus homólogos normales,
centrándose concretamente en los genes relacionados con el procesamiento
de la dopamina, que podría afectar a la sensación de placer o recompensa que
un ratón podría obtener de un comportamiento determinado.
Como es natural, no van a hacer esto simplemente para comprender la
razón de que los roedores deseen correr. El objetivo último es aprender algo
de las ratas de gimnasio humanas.

Pam Reed volvía a estar de pie en lo más alto del aparcamiento del aeropuerto
de LaGuardia, Queens. Su vuelo desde Nueva York salía con retraso, y jamás
fue de las que se quedan sentadas sin hacer nada. Mientras los malhumorados
viajeros se empujaban buscando los enchufes y los asientos acolchados con
sus maletas rodando tras ellos, Reed, a la sazón de cincuenta y un años, se
puso los auriculares y se dirigió a la planta superior del aparcamiento.
Aspiró el denso aire estival; guardó su equipaje en una esquina y empezó a
correr. Inmediatamente, una plácida calma comenzó a recorrer gota a gota su
cuerpo. Corrió durante una buena hora dando vueltas en pequeños círculos,
no más de 200 metros cada vuelta. A buen seguro que no hacía aquello
porque necesitara ponerse en forma.
Sin ir más lejos, la víspera Reed había completado el triatlón Ironman del
campeonato de Estados Unidos, celebrado en Nueva York, en 11 horas, 20
minutos y 49 segundos, suficiente para clasificarse para el campeonato del
mundo a celebrar en Hawai. Una semana antes de eso, había participado en
una carrera de relevos en la que su parte consistió en ocho horas seguidas
dando vueltas a una pista. Dos semanas antes, se había pasado 31 horas
corriendo en ruta para convertirse en la segunda mujer finalista del
ultramaratón de Badwater 2012, una carrera de 217 km que empieza en Death
Valley, y que Reed había ganado dos veces.
El vuelo de Reed finalmente despegó de LaGuardia, y a la semana
siguiente completó el Ironman de Mont-Tremblant, celebrado en Québec, en
12 horas, 16 minutos y 42 segundos. Al siguiente fin de semana, tuvo «sólo un
maratón», dice, daba igual que fuera en la cordillera Teton, en su hogar de
Jackson Hole, Wyoming.
Esto no se trata de ningún atracón masoquista de carreras, sino de la vida
de una mujer que en una ocasión corrió 482 km sin dormir, y que en 2009 dio
491 vueltas alrededor de un monótono circuito de una milla en un parque de
Queens.
Cuando tenía once años y vivía en Míchigan, Reed se quedó prendada de
su primer amor deportivo mientras veía los Juegos Olímpicos de 1972 en la
tele: la gimnasia. «Estaba obsesionada», escribiría Reed más tarde en su
autobiografía, The Extra Mile. «Practicaba la gimnasia siempre que podía, en
el sótano, en el sofá, allí donde estuviera.» En el instituto, Reed se pasó al tenis
y, como siempre, se zambulló en este deporte de la misma manera con que un
marine se lanza en paracaídas de un avión: con placer. Parte de su
entrenamiento consistía en un mínimo de mil abdominales diarios. Así llegó
a jugar al tenis universitario en la Michigan Tech. Cuando más tarde se mudó
a Arizona —donde mantiene y dirige el maratón de Tucson—, trabajó como
profesora de aerobic, así que tenía acceso a la piscina del gimnasio. Como es
natural (para Reed), se enamoró de su segundo marido mientras entrenaban
juntos para un triatlón Ironman. Reed se ha preguntado a menudo de dónde
saca su incansable energía para estar en movimiento.
Su padre era incansable. Se levantaba a las 3,30 de la madrugada para ir a
trabajar a una mina de hierro, y cuando regresaba a casa por la tarde se iba
directamente a construir un anexo para la casa o a reparar el coche. Según
una leyenda que corre por la familia («es absolutamente cierto», dice Reed),
en cierta ocasión su abuelo Leonard se enzarzó en una discusión durante una
reunión familiar en Merrill, Wisconsin, y se fue de allí hecho un basilisco sin
dejar de refunfuñar. Y siguió caminando. Los casi quinientos kilómetros que
le separaban de su hogar en Chicago.
«Correr tres horas cada día podría llevar a algunas personas al hospital»,
escribe Reed en su libro, al tiempo que observa que es en la actividad extrema
donde encuentra la paz mental. «Estoy segura de que “no” correr tres horas
diarias, haría que enfermara rápidamente […]. Aunque nadie me obliga a
hacerlo, en realidad tampoco se trata de una elección. Hay algo en mi
naturaleza que me hace realmente difícil quedarme quieta, […] y estar
temperamentalmente adaptada al movimiento perpetuo, hace que me sienta
bastante molesta en los largos viajes en coche o en los entornos sociales
sosegados.» (Tim, el hijo de Reed, se compara con su madre: «A mí sólo me
gusta correr unas dos horas, tres como máximo».) Uno de los actuales
objetivos de Reed es establecer el récord mundial de cruzar corriendo Estados
Unidos, que se plantea realizar a un ritmo de dos maratones diarios.
«Cuando no hago esto», dice —y por “esto” se refiere a correr de tres a
cinco veces al día—, «me siento fatal. Me han hecho cesáreas, y a los tres días
estaba corriendo […]. Es así como soy. Y estoy totalmente encantada con ello.
Tengo que reconocer que, a medida que me hago mayor, puedo estarme
quieta un poquito más de tiempo, pero no me siento cómoda».
En su libro, Reed reflexiona astutamente sobre si podría ser la versión
humana de los roedores de cierto experimento llevado a cabo en la
Universidad de Wisconsin, en el que a unos ratones criados para ser
corredores voluntarios se les limitaron las carreras y luego se les midió su
actividad cerebral.302 Unos circuitos cerebrales parecidos a los que se activan
en los humanos cuando anhelan la comida o el sexo, o cuando los drogadictos
ansían una dosis, se activaban en los ratones corredores empedernidos
cuando se les negaba la posibilidad de correr, y se ponían frenéticos. Los
investigadores habían supuesto que cuando a los ratones se les impidiera
correr, su actividad cerebral disminuiría. Antes al contrario, dicha actividad
metía la directa, como si los ratones necesitaran del ejercicio para sentirse
normales. Cuanto mayor era la distancia que un ratón determinado solía
correr, más frenética se hacía su actividad cerebral cuando se le condenaba a
la inmovilidad. Como en el caso de los ratones de Garland, aquellos roedores
eran unos yonquis genéticos del ejercicio.303
Pam Reed es, en cierta medida, un caso atípico. Aunque un impulso
aparentemente compulsivo por el ejercicio apenas es algo excepcional entre
los deportistas destacados. Piensen en el etíope Haile Gebrselassie, que ha
conseguido veintisiete plusmarcas mundiales en las carreras de fondo: «El día
que no corro, no me encuentro bien», confiesa. O en Floyd Mayweather Jr., el
invicto campeón de boxeo, que se ha hecho famoso por despertarse de golpe
en plena noche y obligar a su sobredimensionado séquito a reunirse con él en
el gimnasio para entrenar. O en Steve Mesler, integrante del equipo olímpico
de 2010 de bobsled a cuatro que ganó la primera medalla de oro para Estados
Unidos en sesenta y dos años. A continuación se retiró, pero dice que, incluso
ahora, «se angustia» cuando se toma un descaso en el trabajo. O en la triatleta
de Ironman Chrissie Wellington, o en el saltador de altura Stefan Holm, los
cuales afirman por igual poseer una personalidad adictiva que han canalizado
a través del entrenamiento.
O en Herschel Walker, más conocido como el running back ganador del
Trofeo Heisman en 1982 y por sus doce años de jugador profesional en la
NFL. Ahora, a los cincuenta y un años, Walker es un profesional de las artes
marciales mixtas con dos victorias y ninguna derrota. Walker ha hecho ballet,
taekwondo (es cinturón negro quinto DAN), y en 1992 formó parte del
equipo olímpico de bobsled como empujador. Aunque lo más indicativo del
impulso de Walker para estar activo es el régimen de ejercicios que empezó a
los doce años, antes de meterse en los deportes organizados, y que no ha
dejado de practicar ni un solo día desde entonces. «Empezaba a hacer
abdominales y flexiones de brazos a las siete de la tarde», dice, «y no paraba
hasta las once. Todas las noches, sobre el suelo. Cinco mil abdominales y
flexiones». En la actualidad, confiesa que «sólo» hace 1.500 flexiones y 3.500
abdominales al día, —en tandas de 50 a 75 flexiones y de 300 a 500
abdominales—, pero también realiza su entrenamiento de artes marciales.
Walker dice que las flexiones de brazos y los abdominales seguirán, aun
después de que deje de competir. «Eso no tiene nada que ver con mis
competiciones», dice. «Viene a ser como una droga, o una medicina. Aunque
esté enfermo, sigo haciéndolo. Es como si algo me dijera: “Herschel, tienes
que levantarte. Tienes que hacerlo”.»

Los cambios experimentados en el sistema dopaminérgico del cerebro hacen


que ciertos individuos tengan más probabilidades de sentir la recompensa
cuando utilizan unas drogas determinadas, y por tanto tienen más
probabilidades de hacerse adictos. ¿Es posible que, al igual que los perros de
trineo y los ratones de laboratorio, algunas personas estén biológicamente
predispuestas para obtener una desmedida sensación de recompensa o de
placer de estar en permanente movimiento?304 Los dieciséis estudios llevados
a cabo con humanos en el momento de escribir esto, han hallado una gran
contribución de la herencia al total de la actividad física voluntaria que la
gente acomete.305
Un estudio realizado en Suecia en 2006 sobre 13.000 parejas de gemelos y
mellizos —por término medio, los mellizos comparten la mitad de sus genes,
mientras que los gemelos los comparten esencialmente todos—, informó de
que las probabilidades de que los niveles de actividad física de los gemelos
idénticos fueran iguales eran el doble que en los mellizos.306 Aunque el
estudio en cuestión utilizó una encuesta para medir la actividad física, y es
bien sabido que las personas muestran una inclinación crónica a sobrevalorar
sus niveles de actividad física. Pero otro estudio más reducido de parejas de
gemelos que utilizó unos acelerómetros para medir directamente la actividad
física, encontró la misma diferencia entre las parejas de mellizos y de
gemelos.307 El mayor estudio sobre parejas de gemelos, realizado con un
muestreo de 37.051 parejas de seis países europeos y Australia,308 concluyó
que entre el 50 por ciento y el 75 por ciento de la variación en la cantidad de
ejercicio que acomete la gente era atribuible a su herencia genética, mientras
que los factores medioambientales exclusivos, como el acceso a un gimnasio,
tenían comparativamente una influencia lastimosa.
Está meridianamente claro que el sistema dopaminérgico «responde» a la
actividad física. Éste es uno de los motivos de que se pueda utilizar el ejercicio
como parte del tratamiento para la depresión y como medio para ralentizar la
progresión del Parkinson, una enfermedad que conlleva la destrucción de las
neuronas que producen la dopamina. Y existen pruebas de que lo contrario
también es verdad, esto es, de que los niveles de actividad física son una
respuesta al sistema dopaminérgico. Las pruebas de diversas líneas de
investigación han empezado a relacionar los genes que controlan la
producción de la dopamina.309
Así, se han asociado determinadas versiones de los genes que influyen en
la recepción de la dopamina con una mayor actividad física y un índice de
masa corporal menor. Son numerosos los estudios —inclusión hecha de un
metanálisis de todos los estudios publicados— que también han reproducido
el hallazgo de que una de esas variantes, la versión 7R del gen DRD4, aumenta
el riesgo individual de padecer el trastorno de déficit de atención e
hiperactividad, o TDAH.310 Tim Lightfoot, director del Sydney y J. L.
Huffines Institute for Sports Medicine and Human Performance de la
Universidad de Texas A&M, ha sido autor de diversos artículos sobre la
actividad física voluntaria tanto en roedores como en humanos, y establece
una conexión entre el TDAH, el ejercicio y los genes implicados en la
dopamina. «Los ratones hiperactivos que criamos en el laboratorio», explica
Lightfood, «remedan a los niños con TDAH, al menos en lo concerniente al
sistema dopaminérgico […]. Muestran una escasez de receptores de [una
clase determinada de] dopamina, y si puedes incrementar la dopamina, su
actividad física disminuye».
El Ritalin aumenta la dopamina en los niños hiperactivos, provocando así
que su actividad disminuya. Es evidente que esto es algo bueno para un niño
que tiene dificultades para estarse quieto en el colegio. Pero esto, sugiere
Lightfoot, podría tener unas consecuencias no deseadas. «Puede que se trate
de unos niños que sientan un impulso muy fuerte de estar activos, y es posible
que con los medicamentos estemos matando ese impulso.»
«En estos momentos nuestra sociedad está muy asustada por la obesidad
infantil», prosigue Lightfoot. «Bien, ¿y no cabe que los medicamentos que les
estamos proporcionando a algunos de esos niños estén contribuyendo
realmente a esa situación al disminuir sus niveles de actividad?» En cualquier
caso, eso es exactamente lo que les ocurrió a los ratones de Lightfoot.
Un grupo de científicos han planteado la arriesgada idea de que la
hiperactividad y la impulsividad tal vez hayan supuesto una ventaja en el
estado ancestral del hombre en la naturaleza, conduciendo a la preservación
de los genes que aumentan el riesgo de padecer el TDAH. Curiosamente, la
variante 7R del gen DRD4 es más frecuente en las poblaciones que han
emigrado largas distancias, además de en aquellas que son nómadas, si se las
compara con las poblaciones asentadas.311
Un grupo de antropólogos analizó genéticamente en 2008 a diversos
miembros de la tribu ariaal del norte de Kenia,312 algunos de los cuales eran
nómadas y otros se habían sedentarizado recientemente. En el grupo de los
nómadas —y exclusivamente en el grupo de los nómadas— aquellos que eran
portadores de la versión 7R del gen DRD4 mostraron ser menos proclives a la
desnutrición. Una de las diversas hipótesis que los investigadores plantearon
al respecto: «También podría ser que unos niveles más altos de actividad en
los nómadas [de la 7R] se traduzca en una mayor producción de alimentos».
En otras palabras, podría ser que los portadores de esa versión del gen sean
más currantes cuando se trata de las actividades físicas.
«Uno de los problemas con nuestro campo es que, cuando hemos
estudiado la actividad, y lo que controla la actividad, nos hemos olvidado que
sabemos con total certeza que existen mecanismos biológicos que influyen
realmente en que las personas sean activas o no», dice Lightfoot. «Uno puede
tener perfectamente la predisposición a ser un vago teleadicto.»
Está bastante claro, como en el caso de los niños kenianos, que la
necesidad de desplazarse a pie y la aspiración de conseguir una vida mejor
pueden ejercer una profunda influencia en los niveles de actividad física. Pero
esos factores ambientales no excluyen la importante contribución genética
que ha aparecido en todos los estudios realizados sobre el carácter hereditario
de la actividad física voluntaria.
La coherencia de tales hallazgos recuerda a la famosa cita de Wayne
Gretzky, el mejor jugador de hockey sobre hielo de la historia: «Quizá no
fuera el talento que me dio el Señor, tal vez fuera la pasión».
O puede que lo uno sea inseparable de lo otro.

Aunque un estudio tras otro hayan demostrado que la herencia genética


influye en la actividad física, los científicos sólo están empezando a discernir
los procesos biológicos que intervienen. Además, todos los científicos saben
muy bien que los entornos extremos pueden modificar espectacularmente el
volumen de entrenamiento de un individuo. Aunque la dopamina intervenga
en la motivación para estar en movimiento, hay ciertas tentaciones más
evidentes.
Cuando Floyd Maywether Jr., famoso por su sañuda forma de entrenar, se
pasó por las oficinas de Sports Illustrated en 2007, reciente todavía su victoria
sobre Oscar de la Hoya, describió un infausto período de su pasado
caracterizado por los permanentes y acuciantes problemas económicos. «Pero
ahora soy feliz», dijo, con una sonrisa de un kilómetro de ancho, refiriéndose
a los 25 millones de dólares que había ganado por la pelea.
En suma: el enredo entre herencia y formación es tan complejo como para
suscitar la pregunta: ¿es posible que aquí y ahora, hoy mismo, las pruebas
genéticas tengan alguna utilidad práctica en el deporte?
A pesar de todas las complejidades, la respuesta es: por supuesto.

296Un sincero y apasionante relato de la vida de Lance Mackey en sus propias palabras: Mackey, Lance,
The Lance Mackey story: how my obsession with dog mushing saved my life, Zorro Books, 2010.

297El fisiólogo y veterinario Michael David (Universidad Pública de Oklahoma) pronunció una
asequible conferencia sobre su investigación en la adaptación al ejercicio de los perros de trineo en la
Texas A&M’s Huffines Discussion en 2012. (Yo también fui invitado como conferenciante, y tuve el
placer de hablar del trabajo del doctor Davis con él.) Su conferencia se puede encontrar aquí:
http://huffinesinstitute.org/resources/videos/entryid/330/huffines-discussion-2012-oklahoma-states-
dr-michale-davis.

298La genética de los husky de Alaska: Huson, Heather J., y otros, «A genetic dissection of breed
composition and performance enhancement in the alaskan sled dog», BMC Genetics, 11, (2010), 71

299 Por mi parte, experimenté el deseo de los husky de Alaska por las malas. En mi primer y único viaje
sobre las aguas heladas de las Boundary Waters de Minnesota en 2010, mi husky de cabeza era un
corredor jubilado que —de eso me enteré más tarde— era uno de los hijos de Zorro. Necesité unos cien
metros de enérgico frenado para conseguir que los perros se detuvieran encima del lago helado. Pero en
cuanto aflojé la presión sobre los frenos y miré hacia un lado, el tiro se desbocó. Fui arrojado del trineo
y tuve que perseguirlo durante 400 metros, hasta que quedó atascado entre los árboles de una diminuta
isla helada. Por suerte para mí, porque estoy bastante seguro de que me habría rendido mucho antes a la
progenie de Zorro.

300El trabajo sobre la dopamina, Ritalin, y los ratones «yonquis de las carreras» del que es coautor
Garland: Rhodes, J. S., S. C. Gammie y T. Garland Jr., «Neurobiology of mice selected for high
voluntary wheel-running activity», Integrative and Comparative Biology, 45(3), (2005), 438-55.

301 Cualquier cosa que se pueda reproducir debe tener un componente genético, o de lo contrario la
reproducción no daría resultado. Los investigadores han conseguido criar con éxito roedores con
algunos rasgos estrafalarios, como el que se roan voluntariamente los dedos. Tal como sucede con los
corredores voluntarios, si los ratones masticadores de dedos se cruzan entre sí, con el tiempo las futuras
generaciones producirán descendientes que se amputarán completamente los dedos a mordiscos.

302Los ratones de la Universidad de Wisconsin con los que se comparó Pam Reed: Rhodes, J. S., T.
Garland Jr., y S. C. Gammie, «Patterns of brain activity associated with variation in voluntary wheel
running behavior», Behavioral Neuroscience, 117(6), (2003), 1243-56.

303Antecedentes del estudio científico de la dopamina y la adicción: Holden, Constance, «“Behavioral”


addictions: do they exist?», Science, 294, (2001), 980-82. Peirce, R. C., y V. Kumaresan, «The mesolimbic
dopamine system: the final common pathway for the reinforcing effect of drugs of abuse?»,
Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 30(2), (2006), 215-38.

304 En su apasionante libro Gifted Children: Myths and Realities, la psicóloga Ellen Winner acuñó la
frase «rabia para vencer» para explicar una de las cualidades fundamentales de los niños superdotados,
y que describe como una motivación intrínseca y un «interés obsesivo e intenso». En una frase que
parece destinada a describir a Tiger Woods o a Mozart, escribe: «La afortunada combinación de un
interés obsesivo en un campo y la capacidad para dominar fácilmente dicho campo conduce al alto
rendimiento».

305Todos los estudios sobre humanos han hallado que la actividad física voluntaria es notablemente
hereditaria: Lighfoot, J. Timothy, «Current understanding of the genetic basis for physical activity»,
Journal of Nutrition, 141(3), (2011), 526-30.

306En trece mil parejas de gemelos suecos, los gemelos idénticos tenían bastante más probabilidades de
ser parecidamente activos o inactivos: Carlsson, S., y otros, «Genetic effects on physical activity: results
from the swedish twin registry», Medicine & Science in Sports & Exercise, 38(8), (2006)1396-1401.

307Cuando la actividad se mide directamente con acelerómetros, la diferencia entre mellizos y gemelos
se mantiene: Joosen, A. M., y otros, «Genetic analysis of physical actividad in twins», American Journal
of Clinical Nutrition, 82(6), (2005), 1253-59.

308Stubbe, Janine H., y otros, «Genetic influences on exercise participation in 37.051 twin pairs from
seven countries», PLoS ONE, 1, (2005), e22.

309La crítica de la investigación sobre el sistema dopaminérgico —y primeros trabajos sobre los genes
— y la actividad física voluntaria: Knab, Amy M., y Timothy Lightfoot, «Ttitle: does the difference
between physically active and couch potato lie in the dopamine system?», International Journal of
Biological Science, 6(2), (2010), 133-50.
310El DRD4-7R y el TDAH Li, D., y otros, «Meta-analysis shows significant association between
dopamine system genes y attention Deficit Hyperactivity Disorter (ADHD)», Human Molecular
Genetics, 15(14), (2006), 2276-84. Swanson, J. M., y otros, «Etiologic subtypes of attention-
deficit/Hyperactivity Disorder: brain imaging. Molecular genetic and environmental factors and the
dopamine hypothesis», Neuropsychology Review, 17(1), (2007), 39-59.

311El gen DRD4 en culturas migratorias y establecidas: Chen, Chuansheng, y otros, «Population
migration and the variation in dopamine D4 receptor (DRD4) allele frequencies around the Globe»,
Evolution and Human Behavior, 20, (1999), 309-24. Matthews, L. J., y P. M. Butler, «Novelty-seeking
DRD4 polymorphisms are associated with human migration distance out-of-Africa after controlling for
neutral population gene structure», American Journal of Physical Anthropology, 1145(3), 382-89.

312El gen DRD4 y los ariaal: Eisenberg, Dan T. A., y otros, «Dopamine receptor genetic polymorphisms
and body composition in undernourished pastoralists: an exploration of nutrition indices among
nomadic and recently settled ariaal men of northern Kenya», BMC Evolutionary Biology, 8, (2008), 173.
15

El gen del sufrimiento


Muerte, lesión y dolor en el terreno de juego

Yo no estaba allí aquel día, el 12 de febrero de 2000, en la reseca atmósfera


invernal de la pista cubierta del instituto municipal de Evanston. Había
terminado el bachillerato y estaba corriendo en la universidad. Pero mi
hermano era miembro de primer año del equipo y mi padre también estaba
presente, grabando en vídeo. Estaba en las gradas de aluminio entre los demás
espectadores, de pie para ver mejor, cuando mi amigo y antiguo compañero
de entrenamiento, Kevin Richards, se cayó.
No tenía nada de raro que un corredor exhausto acabara hecho un
guiñapo en el suelo después de una carrera dura. Pero eso jamás le había
ocurrido a Kevin. Sus compañeros de equipo sabían que aguantaba sus
dolores en silencio, y siempre de pie. Aceptaba el dolor de una carrera y
despreciaba la costumbre de tirarse al suelo de agotamiento. «Me encanta
estar dolorido», había dicho una vez. «Te da la sensación de haber conseguido
algo.»
En circunstancias normales, un corredor caído despierta sólo una ligera
curiosidad en la multitud entendida. Pero Kevin era un campeón del estado, y
el polvoriento suelo de caucho verde no era lugar para que un campeón de
estado estuviera tumbado boca arriba, temblando.
La madre de Kevin, Gwendolyn, se había dado cuenta esa mañana de que
a su hijo le pasaba algo cuando se había quedado dormido. Jamás se quedaba
dormido un día de carrera. Pensó que debía de estar incubando algo, así que
le pidió que no fuera. Pero Dan Glaz, del Amos Alonzo Stagg High School,
estaba ese día en la ciudad para correr la milla. Glaz era uno de los mejores
corredores de Illinois. Llegaría a ser campeón del estado y a ganar una beca
para la Universidad Pública de Ohio.
A Kevin le quedaban dos años de instituto, y también estaba recibiendo
contestación a sus solicitudes de ingreso en la universidad. Además de ser
uno de los mejores corredores de la media milla de Illinois, Kevin era un
estudiante de matrícula, y sería el primero de su familia de inmigrantes
jamaicanos en ir a la universidad. Me había dicho —a menudo mientras yo
me esforzaba en respirar durante nuestras carreras— que quería ser diseñador
de videojuegos, y que la Universidad de Indiana estaba la primera en su lista
ideal de universidades. Y aquel día, no estaba dispuesto a perder la
oportunidad de correr contra Glaz, un futuro rival potencial en la Liga de las
Diez Grandes.
Gwendolyn, que trabajaba en una residencia de ancianos, era reacia a
contar con la velocidad de Kevin, así que asistía a seminarios de ayuda
económica para resolver la forma de pagar la universidad, hasta que Kevin le
dijo que lo dejara: «No vas a pagar ni un céntimo por mí», le dijo, y se dio la
vuelta y se alejó.
Momentos antes de que se cayera redondo al suelo, Kevin había volado en
el arrebato final persiguiendo a Glaz. Había más corredores, pero aquello se
había convertido en un duelo entre Kevin y Glaz. La pareja ya había doblado
al resto de participantes. A falta de dos vueltas, Glaz abrió una brecha, pero
cuando el sonido metálico y hueco de la campana anunció la última vuelta,
Kevin se inclinó hacia delante. Volvió a rodear la última curva echando
humo, engullendo terreno y recortando la ventaja de Glaz con cada enorme
zancada. Kevin casi agotó el espacio que los separaba, y terminó en segundo
lugar sobre el hombro de Glaz.
Agotado, Kevin se alejó unos cuantos pasos de la línea de meta. Cuando el
entrenador David Phillips se acercó para que se apoyara en su brazo, Kevin se
les escurrió entre las manos y cayó al suelo, donde empezó a temblar.
Bruce Romain, el entrenador jefe de atletismo, había visto casi cien
ataques en su carrera. Se arrodilló junto a Kevin y le tomó el pulso. Le iba a
toda pastilla. Le apretó la mano, pero Kevin no le devolvió el apretón, sino
que continuó, como un pez arrastrado a la orilla, temblando y boqueando,
esforzándose en tomar aire por la boca. Con cada dificultosa respiración, un
poco de saliva se espumaba sobre su labio inferior.
Un bombero que había entre el público llamó a los paramédicos. A los
pocos minutos del colapso de Kevin, los médicos de emergencias entraron
corriendo en el pabellón de atletismo para ayudar a Romain a practicarle la
respiración boca a boca. Kevin realizó una fuerte aspiración, y acto seguido
soltó un largo y lánguido suspiro. Entonces dejó de respirar.
Romain miró al médico por encima del cuerpo de Kevin. Los dos
profesionales de emergencias cerraron los ojos. «Oh, joder», soltó Romain
cuando el pulso de Kevin se extinguió. Uno de los médicos salió de estampida
para ir a buscar a la ambulancia las palas del desfibrilador. Romain y el otro
médico siguieron intentando frenéticamente la reanimación cardiopulmonar
de Kevin. Uno de ellos hacía las veces de los pulmones de Kevin, insuflándole
aire rico en oxígeno por la boca; el otro era su corazón, para lo que ejercía
presión sobre el pecho y así obligar a la sangre oxigenada a circular por su
cuerpo. Pero la RCP sólo podía ganar un poco de tiempo, pero no que el
corazón de Kevin volviera a latir. Al igual que un coche necesitado de un
impulso para arrancar, ya sólo podía salvarle una máquina.
En algún momento de aquella última vuelta, las señales eléctricas que
inducen al corazón a bombear habían empezado a fallar estrepitosamente. Y
en lugar de contraerse y relajarse rítmicamente, el corazón de Kevin empezó a
temblar como un trozo de gelatina sobre una bandeja agitada. Su ventrículo
izquierdo, la cámara que recibe la sangre oxigenada de los pulmones y la
comprime con fuerza lanzándola por todo el cuerpo, había fallado,
provocando un atasco circulatorio. La sangre retrocedió a los capilares de sus
pulmones —unos vasos sanguíneos tan estrechos que los glóbulos rojos
tienen que atravesarlos en fila india—, mientras que el agua del torrente
sanguíneo de Kevin se impulsó a través de las paredes de los capilares y se
filtró en los diminutos alvéolos de sus pulmones. El agua ocupó entonces el
espacio donde debía estar el oxígeno, y Kevin empezó a ahogarse en el agua
de su propio cuerpo.
El médico regresó con las palas del desfibrilador; intentarían que el
corazón de Kevin recuperara el ritmo normal con las descargas eléctricas.
Pretendían devolverle la vida a base de sacudidas, y confiaban en poder
hacerlo cuanto antes. De todas las veces que Kevin había sido cronometrado
por el reloj, los minutos siguientes sobre la pista serían los más cruciales de su
vida. En el tiempo en que él tardaba en hacer la milla, las neuronas de Kevin
empezarían a morir en tropel en el venenoso entorno privado de oxígeno de
su cabeza.
Uno de los compañeros de equipo de Kevin caminaba de un lado a otro
cerca de la línea de meta, murmurando: «Es imposible. Es demasiado fuerte».
Aturdido, Romain se alejó del grupo y le dijo a uno de los entrenadores
ayudantes que llamara a Gwendolyn al trabajo. Cuando ella llegó, su hijo
estaba siendo introducido en una ambulancia, y se obligó a subir al asiento
del acompañante. Un médico bajó una persiana para que ella no pudiera ver a
su hijo mientras seguían atendiéndole en la parte trasera.
Cuando llegaron al hospital de Evanston, Gwendolyn se sentó en la sala de
espera para pasar lo que fueron los minutos más largos de su vida. Entonces
un capellán se reunió con ella. «¡Sé qué está muerto! ¡Dígame que está
muerto!», gritó ella. Y se desmayó.
Kevin estaba muerto. Había muerto en la pista.313

En alguna parte en mitad de los tres mil millones de pares de bases —los
compuestos químicos que forman los peldaños de la sinuosa escalera del
ADN—, Kevin tenía un error ortográfico en su código genético. Esto es como
una única errata en un sarta de letras lo bastante amplia para llenar trece
colecciones completas de la Enciclopedia Británica.314
La mutación genética de Kevin podría haber estado en cualquiera de los
miles de millones de lugares. Un punto determinado le habría provocado una
distrofia muscular, mientras que otro le habría convertido en daltónico. Otros
muchos, pero que muchos lugares no habrían dejado ningún impacto
discernible en absoluto, como es el caso de la mayoría de las mutaciones que
cada uno de nosotros portamos por el mundo adelante a diario. Pero la
mutación de Kevin se produjo en el escalón exacto de la escalera de ADN
para delinear el plano de un corazón averiado.
Kevin tenía una cardiomiopatía hipertrófica o CMH,315 un trastorno
genético que provoca el engrosamiento de las paredes del ventrículo
izquierdo, de manera que no se relajan completamente entre los latidos y
pueden impedir que la sangre afluya al propio corazón. Alrededor de uno de
cada quinientos norteamericanos padece la CMH, aunque muchos jamás
mostrarán síntomas graves. Según Barry Maron, director del Centro de la
Cardiomiopatia Hipertrófica de la Minneapolis Heart Institute Foundation, la
CMH es la causa más frecuente de muerte súbita natural entre los jóvenes. Y,
ciertamente, la causa más frecuente de muerte súbita entre los deportistas
jóvenes.
De acuerdo con las estadísticas reunidas por Maron, al menos un
deportista escolar, universitario o profesional con la CMH caerá muerto en
algún lugar de Estados Unidos cada dos semanas. Algunos de ellos serán
famosos, como el central de los Atlanta Hawks Jason Collier, o el lineman
ofensivo de los San Francisco 49ers Thomas Herrion, o el futbolista
profesional camerunés Marc-Vivien Foé; aunque la mayoría serán como
Kevin Richards, adolescentes a punto de serlo.
En estas personas, las células musculares del ventrículo izquierdo no se
amontonan limpiamente como los ladrillos en una pared, como deberían
estar, sino que todas están torcidas, como si por el contrario los ladrillos
hubieran sido volcados en un montón. Cuando la señal eléctrica que indica al
corazón que se flexione viaja a través de las células, es probable que empiece a
rebotar por todas partes erráticamente. Una actividad deportiva intensa
puede provocar este cortocircuito, que es especialmente peligroso durante
una competición, cuando un deportista que somete su cuerpo a un esfuerzo
no reacciona a las primeras señales de peligro.
Para los problemas de salud más acuciantes del país —diabetes,
hipertensión, arteriopatía coronaria— el ejercicio es una medicina milagrosa.
Pero las personas que padecen la CMH pueden estar en un peligro creciente
de caer muertos precisamente «porque» hacen ejercicio.
Eileen Kogut, por ejemplo, sabía desde hacía mucho tiempo que en su
familia había antecedentes de algo peligroso. Cuando Kogut tenía veintiún
años, en 1978, su hermano de quince, Joe, estaba armando jaleo alegremente
con su hermano Mark durante la cena, cuando cayó muerto. El informe de la
autopsia determinó que la causa de la muerte había sido una «estenosis
subaórtica hipertrófica idiopática», básicamente, un aumento en el tamaño
del corazón por causas desconocidas. «Joe era el pequeño de siete hermanos»,
dice Eileen. «Su muerte resultó increíblemente devastadora para nuestra
familia.» Así que Mark, que no olvidaba el recuerdo de ver a su hermano
pequeño morir delante de él, empezó a hacer ejercicio físico todos los días, no
fuera a ser que tuviera un corazón defectuoso, como Joe. Mark estaba
corriendo sobre una cinta sin fin en la Asociación de Jóvenes Cristianos de
Landsdowne, Pensilvania, en 1998, cuando se desplomó y murió. La causa de
la muerte, una vez más: un agrandamiento del corazón por causas
desconocidas. Mark tenía treinta y siete años, y dejó viuda y tres hijos
pequeños.
La CMH se transmite por lo que se denomina una manera «autosómica
dominante», lo cual significa sencillamente que hay un 50 por ciento de
probabilidades —una moneda al aire— de que un padre portador del gen
responsable lo transmita a un hijo.
Al final, Eileen Kogut se enteró de que la CMH había sido lo que se llevó a
sus hermanos, y en 2008 decidió hacerse examinar su propio ADN.

En la otra orilla del río Charles en la que se encuentra el Fenway Park de


Boston, hay otra construcción de ladrillo y acero. Pero en lugar de las
banderas que conmemoran los triunfos en las Series Mundiales, en el exterior
de las tres plantas de este edificio serpentean dos sinuosas cintas metálicas,
una artística representación de la doble hélice del ADN.
Dentro del edificio —el Harvard-affiliated Partners HealthCare Center for
Personalized Genetic Medicine— la genetista Heidi Rehm dirige el
laboratorio de Medicina Molecular. Rehm y su equipo del laboratorio
identifican nuevas mutaciones de la CMH cada semana. A principios de la
década de 1990, se creía que la CMH estaba causada por alguna de las siete
mutaciones diferentes de un único gen, el MYH7, que codifica una proteína
que se encuentra en el músculo cardíaco.316 Cuando visité el laboratorio de
Rehm en 2012, existía una base de datos que incluía 18 genes diferentes y
1.452 mutaciones distintas (y suma y sigue), cualquiera de las cuales pueden
provocar la CMH. La mayoría de las mutaciones están en genes que codifican
las proteínas encontradas en el músculo cardíaco, y alrededor del 70 por
ciento de las personas con la CMH tienen una mutación sólo en uno de los
dos genes específicos. (Aunque, para complicar los problemas al máximo, dos
tercios de las diferentes mutaciones de la CMH son «mutaciones privadas».
Esto es, cada una sólo ha sido identificada en una sola familia.) La causa más
frecuente de CMH es un error ortográfico en el ADN conocido como
mutación «missense». Una mutación missense se produce cuando se trastoca
una única letra del código del ADN, pero en un lugar tan importante que
cambia el aminoácido que participa en la formación de la proteína resultante.
Las mutaciones de la CMH pueden producirse aleatoriamente en alguien
sin antecedentes familiares de la enfermedad, pero la mayoría de las variantes
genéticas de la CMH se transmiten de padres a hijos. Algunas, sin embargo,
no llegan a través del linaje. Una variante genética de la CMH especialmente
peligrosa sólo aparece alguna vez como una mutación espontánea en un
único individuo de una familia. «Eso se debe a que es un factor letal de
reproducción», explica Rehm. «Esto es, nadie sobrevive jamás a una edad para
poder reproducirse y transmitirlo.»
Otras mutaciones pueden ser tan leves como para pasar completamente
inadvertidas durante toda una vida, como la mutación «con desplazamiento
del marco de lectura Trp-792», término que parece sacado de un manual de
estrategias de la NFL y que en realidad es una mutación que se encuentra
específicamente entre los menonitas.
Aunque, en la mayoría de los casos, es difícil decir si una mutación
determinada sitúa a un enfermo de CMH en peligro de sufrir una muerte
súbita, en el caso de Kevin, la enfermedad sólo fue diagnosticada después de
que muriera y se examinara su corazón. La autopsia de Kevin reveló que su
gigantesco corazón pesaba 554 gr.317 El corazón medio de un varón adulto
pesa alrededor de 300 gr. Kevin no había mostrado síntomas evidentes de
enfermedad, aparte de que en una ocasión le dijeran que tenía un soplo
cardíaco. Pero a mí también, al igual que multitudes de deportistas que han
estado en el extremo plano de un estetoscopio. Como con cualquier otro
músculo, el corazón se fortalece con el ejercicio, y con frecuencia los
deportistas tienen soplos cardíacos inocuos que desaparecen cuando no están
en forma.318
Dados los antecedentes familiares, Eileen Kogut hizo que los corazones de
sus hijos fueran examinados regularmente desde que fueron pequeños. Su
hijo Jimmy, que jugaba al baloncesto y levantaba pesas, se había quejado
ocasionalmente de dificultades para respirar. Le dijeron que tenía asma, un
diagnóstico erróneo frecuente aunque peligroso para alguien con CMH,
porque los inhaladores contra el asma pueden provocar unos ritmos
cardíacos deletéreos para estos enfermos. En 2007, cuando se estaba
preparando para empezar su tercer año en la Universidad de Pittsburgh,
Jimmy se sometió a una prueba genética y se enteró de que tenía una de las
mutaciones más frecuentes de la CMH, la de un gen que ayuda a regular las
contracciones del corazón. Al igual que sus ojos castaños y sus pecas, lo había
heredado de Eileen. Con la mutación familiar identificada, Eileen decidió que
sus demás hijos —Kyle, a la sazón de dieciocho años, Connor, de dieciséis, y
Kathleen, de doce— se hicieran las pruebas, aunque ninguno había mostrado
ningún síntoma. En marzo de 2008 los llevó a que les realizaran un prueba
genética y rezó para que no le hubiera transmitido la mutación a ninguno de
sus otros hijos.
Pero las noticias fueron malas; tanto Connor como Kathleen dieron
positivo. «Estaba desolada», dice Eileen. «No sé qué esperaba. Confiaba en oír
buenas noticias. No fue algo fácil de digerir… Me enfurecí con los del
laboratorio. No lo estaba encajando bien, y pensaba: ¿Por qué he tenido que
hacer esto? Son jóvenes, pero ¿en qué estaba pensando? Les voy a destrozar la
juventud.»
Los cardiólogos que estudian la CMH recomiendan que las personas que
padecen esta enfermedad se abstengan de realizar actividades demasiado
violentas, porque el aumento de la adrenalina puede desencadenar un ritmo
cardíaco letal. Después de recibir el diagnóstico, Jimmy se sometió a una
intervención quirúrgica para que le implantaran un desfibrilador en el pecho.
Del tamaño aproximado de una caja de cerillas, el diminuto dispositivo está
conectado al interior del corazón por unos cables, y monta guardia en espera
de que se produzca un ritmo cardíaco anormal. Si detecta uno, el
desfibrilador lanza automáticamente una descarga eléctrica, para con una
sacudida restaurar en el corazón un ritmo normal. Jimmy regresó a la
normalidad de la vida universitaria, pero sin el baloncesto. Y en cuanto a las
pesas, quedó excluido cualquier levantamiento por encima de la cabeza o que
tensara tanto su lado izquierdo que pudiera dañar los cables del desfibrilador.
Al final, Eileen superó su consternación y ahora se alegra de haber hecho
que sus hijos se realizaran las pruebas, aunque aquello supusiera ciertos
cambios en el estilo de vida. Como bien había aprendido de la forma más
cruel, lo único peor que perder a un hermano es perder a dos. Y el único
destino peor que ése sería perder a dos hermanos y a un hijo. Rehm me dice:
«Acabé completamente enganchada a esta esfera de la genética porque en
realidad es un área donde se puede cambiar las vidas de los enfermos, al
poder resolver la causa de su CMH y predecirla en los demás miembros de la
familia. A veces obtendrás unos malos resultados, y otras veces serán buenos,
pero al menos pueden entenderlo y predecirlo».
Una comprobación clara de la CMH es particularmente importante en el
caso de los deportistas, porque el síntoma más llamativo de la CMH es un
agrandamiento del corazón, lo cual es algo normal en los deportistas. A
menudo se necesita a un verdadero experto en esta enfermedad —de los que
hay unos pocos muy preciados en todo el mundo— para decidir si el
agrandamiento es consecuencia del entrenamiento del deportista o un
síntoma de la CMH. Martin Maron, hijo de Barry Maron, que es cardiólogo
del Tufts Medical Center de Boston y experto en la muerte súbita en los
deportistas, dice que el agrandamiento específico depende del deporte que se
practique. Los ciclistas y remeros, por ejemplo, experimentan un
agrandamiento de las cavidades y paredes del corazón por el tipo de
entrenamiento, mientras que los levantadores de peso tienen unas paredes
más gruesas pero no las cavidades. Cada deporte tiene su patrón de firma.
En un corazón normal, la pared que divide las cavidades cardíacas suele
tener un grosor inferior a 1,2 cm, y la cavidad del ventrículo izquierdo tiene
normalmente una anchura inferior a los 5,5 cm. Si tanto la pared como la
cavidad muestran un agrandamiento considerable, esto es síntoma de
enfermedad. Pero si sólo hay cierto agrandamiento —una pared entre 1,3 y
1,5 cm, y una cavidad entre 5,5 y 7 cm— entonces, «por lo que respecta a los
deportistas, eso es una zona gris», asevera Maron. Esto es, el agrandamiento
podría deberse por igual al entrenamiento o a una enfermedad, y algunos
deportistas que están en la zona gris son autorizados para la práctica
deportiva basándose en la suposición de que sus corazones grandes son una
adaptación al entrenamiento, para al final caer muertos en el terreno de juego.
Si en vez de eso el deportista es sometido a una prueba genética y se pone de
manifiesto que tiene una mutación conocida para el CMH, ya no hay más
zona gris.
Actualmente, éste es un campo en el que las pruebas genéticas
personalizadas están influyendo en los deportistas, aunque éstos no siempre
están ávidos por sacarle provecho.
En 2005, el pívot Eddy Curry era el máximo anotador de los Chicago Bulls
cuando fue apartado del equipo por una arritmia. Curry se perdió el final de
la temporada y todos los playoff mientras le sometían a las pruebas
pertinentes.
A sugerencia de Barry Maron, los Bulls —con la esperanza de evitar la
eventualidad de que Curry pudiera morir delante de las cámaras de televisión,
como le pasó al entonces máximo anotador y reboteador de la NCAA Hank
Gathers durante un partido disputado en 1990— incluyeron una cláusula
para una prueba genética obligatoria en la oferta de contrato que esperaba a
Curry encima de la mesa. Si una prueba demostraba que Curry tenía una
variante genética conocida para la CMH, los Bulls no le permitirían jugar,
pero le pagarían 400.000 dólares anuales durante los siguientes cincuenta
años. Curry se negó a someterse a la prueba, y acto seguido los Bulls lo
traspasaron a los Knicks. «En cuanto a las prueba del ADN, estamos en los
inicios de ese universo», declaró Alan Milstein, abogado de Curry, a
Associated Press. «Aunque muy pronto sabremos si alguien tiene
predisposición al cáncer, al alcoholismo, a la obesidad, a la calvicie y a quién
sabe qué más […]. Entreguen esa información a un empleador e imaginen las
consecuencias.»319
Hoy la situación sería diferente. Después de trece años de discusiones
sobre la intimidad genética, en 2008 el Congreso de Estados Unidos aprobó
con rango de ley la Genetic Information Nondiscrimination Act, o GINA. La
ley entró en vigor a finales de 2009, y prohibía a los empleadores pedir la
información genética a sus empleados, y tanto a aquellos como a las
compañías de seguros de salud cualquier acto de discriminación basada en la
información genética. (Sin embargo, la GINA no prohíbe dicha
discriminación a las aseguradoras en cuanto a los seguros de vida,
incapacidad y asistencia de larga duración.)
Infinidad de deportistas deciden seguir jugando, aun sabiendo que son
portadores de una mutación peligrosa. En 2009, en un momento
inmortalizado por YouTube, Anthony Van Loo, a la sazón defensor de veinte
años del equipo de fútbol belga SV Roeselare, se desplomó sobre el terreno de
juego como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Van Loo
estaba en parada cardíaca. Segundos más tarde, sufrió una violenta sacudida,
y entonces se incorporó como si nada hubiera sucedido. El desfibrilador que
llevaba implantado se había activado y le había hecho volver literalmente de
una sacudida de las puertas de la muerte. El jugador tuvo suerte, toda vez que
los desfibriladores implantables no están hechos para soportar el desgaste de
los deportes violentos.
Aunque dejar que un deportista con la CMH practique deporte es un
dilema para los médicos, que frecuentemente se quedan con la duda de si ese
paciente concreto con la CMH es uno de los que corren peligro de muerte
súbita o uno de los que vivirán hasta los noventa sin ningún síntoma de
gravedad.
Se sabe que ciertas mutaciones para la CMH son más peligrosas que otras,
aunque ésta es una ciencia inexacta. «Veo a algunos niños que no poseen
antecedentes familiares de muerte, que no tienen síntomas ni un corazón
grueso, y me parece que muchos de ellos no corren un gran riesgo», dice Paul
D. Thompson, cardiólogo del Hartford Hospital que en 1972 participó en las
pruebas para formar parte del equipo olímpico de Estados Unidos.
«Generalmente, les digo: “No creo que corras un gran riesgo, pero tengo que
dormir por las noches, y no puedo arriesgarme contigo, así que te lo
prohíbo”. Para un adolescente de diecisiete años con la cara llena de acné, que
ha sido aceptado en ese instituto porque es un buen linebacker, decirle que se
acabó es un disgusto.»
Aunque es mejor eso que no que el que se acabe sea el propio linebacker.
Cuando regresé a casa para asistir al funeral de mi amigo Kevin, fui a visitar la
pista cubierta donde murió. Una de las líneas blancas que delimita una de las
calles estaba cubierta de mensajes escritos a lápiz: «Te querré de por vida»;
«Espero verte en el otro lado»; «Cuando llegue el momento, ya nos contarás a
todos por qué te moriste». Cuando volví al recinto un año después, los
mensajes seguían allí, en el suelo, junto con el sudor y los sueños de Kevin,
aunque invisibles bajo una nueva capa de pintura.

Kevin nunca supo que llevaba una bomba de relojería en su pecho. Pero, ¿y si
lo hubiera sabido? En su funeral, los amigos insistían en que había muerto
haciendo lo que le gustaba. En efecto, a Kevin le encantaba correr. Pero
también le gustaban otras cosas, como los ordenadores. Correr podría haber
sido su billete para la beca, pero no me cabe duda de que habría dejado de
correr y reconducido con ilusión su energía competitiva hacia otra parte. Por
lo que a mí respecta, poco consuelo encuentro en el detalle poético de que
muriera corriendo.
Aunque la cuestión de si se limita preventivamente la actividad de un
deportista está erizada de asperezas legales y emocionales, los cardiólogos
coinciden en que cuando un deportista corre un evidente peligro de
desplomarse y morir en el terreno de juego, la recomendación debería ser
evitar el terreno de juego. (Aunque algunos deportistas ignoren el consejo y
de todas formas sigan jugando.) Pero ¿qué ocurriría si el deportista corriera
peligro de lesionarse? Los deportes son inherentemente peligrosos. Al igual
que pilotar un caza de combate, nadie participa durante mucho tiempo sin
sufrir alguna lesión. Pero ¿qué sucedería si los científicos pudieran
determinar que algunos deportistas corren más peligro que otros?
Ahora mismo, están empezado a ser capaces de hacer exactamente eso,
porque los investigadores están sondeando los genes asociados a algunos de
los riesgos para la salud más destacados de todos los deportes.

En una fresca tarde de noviembre en Manhattan, Ron Duguay acababa de


terminar varias horas de exámenes cognitivos, cuando se instaló en una silla
que daba a Park Avenue South a esperar las noticias del doctor Eric
Braverman. Duguay llevaba jugando desde 1977 en la NHL [Liga Nacional de
Hockey], en total doce temporadas, principalmente como central de los New
York Rangers. Era un buen jugador —elegido para jugar el partido de las
estrellas en 1982—, aunque se le conocía más como la estrella del rock del
hockey.
Duguay no se ponía casco, y los rizados mechones castaños que
revoloteaban tras él cuando patinaba le habían convertido en un símbolo
sexual de la década de 1980. Aun hoy, cincuentón y casado con la en otro
tiempo supermodelo Kim Alexis, sigue teniendo una abundante melena
rizada, y es un hombre cordial con quien resulta fácil conversar. Aunque en la
consulta de Braverman, se pone nervioso. Juguetea con el reluciente anillo
rosáceo de los Rangers cuando comenta que los amigos le suelen decir que
debería escribir un libro sobre su época en el hockey. «Tendría que telefonear
a mis compañeros de equipo», dice. «Hay muchas cosas de las que no me
acuerdo.» Ésa es la razón de que Duguay esté aquí. Cree que padeció algunas
conmociones cerebrales no diagnosticadas durante su carrera, y sabe que
recibió docenas de golpes menores en la cabeza con los palos, los codos y
algún que otro disco.
Braverman aparece y le dice inexpresivamente a Duguay que ha
suspendido tres de los test destinados a medir su memoria y su velocidad de
procesamiento cerebral. «Es un desastre, comparado con su antiguo yo», dice
Braverman.
Como parte del examen, Braverman también le ha mandado hacer una
prueba genética para ver qué versiones tiene Duguay de un gen conocido
como apolipoproteína E, o ApoE. La abuela de Duguay murió de Alzheimer,
y otro miembro de la familia lleva algún tiempo con problemas de memoria.
Los estudios de los pacientes de Alzheimer indican que una versión
determinada del gen ApoE aumenta sustancialmente el riesgo de un
individuo de desarrollar la enfermedad.
El gen aparece en tres variantes habituales: ApoE2, ApoE3 y ApoE4. Todo
el mundo tiene dos copias del gen ApoE, una de la madre y otra del padre, y
una única copia del ApoE4 triplica el riesgo de padecer Alzheimer. Dos copias
multiplican el riesgo por ocho. Alrededor de la mitad de los enfermos de
Alzheimer tienen un gen ApoE4 —en comparación con una cuarta parte de la
población general—, y los que lo tienen tienden a desarrollar la enfermedad a
una edad más temprana.320
La importancia del gen ApoE transciende la del Alzheimer y afecta a la
capacidad de recuperación de un individuo frente a cualquier tipo de lesión
cerebral. Los portadores de las variantes del gen ApoE4 que se golpean las
cabezas en accidentes de tráfico, por ejemplo, tienen comas más largos,
hemorragias y hematomas cerebrales más grandes y más ataques tras las
lesiones, menos éxito en la rehabilitación y más probabilidades de sufrir
daños permanentes o morir.
Todavía no se conoce del todo bien de qué manera influye el ApoE en la
recuperación cerebral, aunque el gen interviene en la reacción inflamatoria
del cerebro de resultas de un traumatismo en la cabeza, y las personas que son
portadoras de la variante ApoE4 tardan más tiempo en limpiar sus cerebros
de una proteína llamada amiloide, que afluye al cerebro cuando resulta
dañado. Varios estudios han hallado que los deportistas con las variante
ApoE4 que reciben un golpe en la cabeza, tardan más en recuperarse y tienen
un riesgo mayor de sufrir demencia en el futuro.321
Un estudio llevado a cabo en 1997, determinó que los boxeadores con una
copia del ApoE4 tenían peores puntuaciones en las pruebas de discapacidad
cerebral que los boxeadores con carreras de duración parecida que no eran
portadores de la copia del ApoE4.322 Tres boxeadores del estudio padecían un
deterioro grave de la función cerebral, y los tres tenían una variante del gen
ApoE4. En 2000, un estudio realizado con una muestra de cincuenta y tres
jugadores profesionales de fútbol americano, llegó a la conclusión de que
había tres factores determinantes para que ciertos jugadores tuvieran peores
puntuaciones que sus iguales en las pruebas de la función cerebral: 1) la edad,
2) haber sido golpeados en la cabeza a menudo, y 3) ser portadores de una
variante de ApoE4.323
En 2002, a los cuarenta años, el antiguo linebacker de los Houston Oilers y
los Miami Dolphins John Grimsley empezó a mostrar síntomas de demencia.
Su familia se percató de que repetía las mismas preguntas, de que no era capaz
de recordar lo que tenía que comprar en el supermercado sin una lista y de
que pedía alquilar películas que ya había visto.
Aunque guía de caza experimentado, en 2008 Grimsley se mató al
disparársele accidentalmente una de sus armas mientras la limpiaba. Su
esposa, Virginia, después de preguntarse durante mucho tiempo si las
conmociones cerebrales que había sufrido su marido habrían tenido algo que
ver con su deterioro mental, donó su cerebro al Centro para el Estudio de la
Encefalopatía Traumática de la Universidad de Boston.
Ése fue el primero de los muchos cerebros pertenecientes a antiguos
jugadores de la NFL que los investigadores de la universidad bostoniana
examinarían como medio para ampliar el conocimiento del peligro de los
traumas cerebrales en el deporte. Los investigadores del centro encontraron
una importante acumulación de proteína en el cerebro de Grimsley, algo
característico de la encefalopatía traumática crónica o ETC.324 Esta dolencia
se ha encontrado ya en docenas de cerebros de jugadores de fútbol americano,
tanto profesionales como universitarios. Los científicos de Boston también
hallaron que Grimsley —exactamente igual que el 2 por ciento de la
población— tenía dos copias de la variante del gen ApoE4.325
En el año 2009, los investigadores de la Universidad de Boston ocuparon
los titulares de la prensa nacional (y provocaron dolores de cabeza en la NFL)
cuando informaron de docenas de casos de lesiones cerebrales en boxeadores
y jugadores de fútbol americano.326 Aunque lo que se omitió por completo en
los medios de comunicación, fue que cinco de cada nueve boxeadores y
jugadores de fútbol americano con lesiones cerebrales cuyos datos genéticos
se habían incluido en el informe, eran portadores de una variante del ApoE4.
O lo que es lo mismo, el 56 por ciento, lo que representa entre el doble y el
triple del porcentaje que se da en la población general. El doctor Brandon
Colby de Los Ángeles, que trata a antiguos jugadores de la NFL, dice de estos
pacientes: «Todos y cada uno de los que tienen problemas evidentes
derivados de un traumatismo en la cabeza, son portadores de una copia del
ApoE4». Actualmente, Colby ofrece someter a la prueba del ApoE a los hijos
de aquellos padres que quieren sopesar los riesgos de jugar al fútbol
americano.
El neurólogo Barry Jordan, coautor en 2000 de un estudio de cincuenta y
tres jugadores de fútbol americano y ex director médico de la Comisión
Deportiva del estado de Nueva York, en cierta ocasión llegó a plantearse
imponer a los boxeadores de Nueva York la obligación de someterse a un
examen genético para la detección de la variante ApoE4. «No creo que puedas
impedir competir a un deportista», explica Jordan, «pero esto podría ayudar a
controlarles más a fondo. Ser portador [de una variante del gen ApoE4) no
parece aumentar el riesgo de conmoción cerebral, y no esperaría que lo
hiciera, pero puede influir en tu recuperación posterior».
Al final, Jordan decidió no imponer la obligatoriedad de la prueba
genética, esencialmente porque le preocupaba el uso que se pudiera hacer de
la información. «Incluso con la ley [GINA]», dice, «nunca sabes. La
información todavía se escapa a su control. Creo que las pruebas genéticas es
algo sobre lo que se puede educar a los deportistas. Pero no estoy seguro del
interés de las personas al respecto. Algunas no quieren saber». O como lo
expresa James P. Kelly, neurólogo que perteneció a la Comisión de Boxeo del
estado de Colorado: «Respecto el ApoE4, algunos argumentarían que saber
no es poder».
Nos movemos en un terreno peligroso, aunque la mayoría de los actuales
o antiguos deportistas profesionales a quienes les expliqué en qué consistía la
prueba del ApoE4, parecieron entusiasmados con hacérsela siempre y cuando
los resultados se hurtaran a los equipos, las compañías de seguros y los
futuros patrones potenciales.327 Semanas después de su visita al doctor
Braverman, Ron Duguay se enteró de que en efecto era portador de una
variante ApoE4. Si hubiera conocido este peligro potencial añadido de sufrir
un deterioro cognitivo, Duguay dice que «se habría planteado seriamente
ponerse el casco» en su época de jugador.
Entre otros deportistas a quienes les pregunté por su interés en la prueba
del ApoE, estaba Glen Johnson, boxeador profesional con setenta y una
peleas, inclusión hecha de sus victorias en 2004 sobre Roy Jones Jr. y Antonio
Tarver. Johnson sabía que recibir golpes en la cabeza —y no sólo un gen
determinado— era el principal factor de riesgo de sufrir daños cerebrales,
pero dice: «Jamás me escondería de una información adicional».
El antiguo linebacker de los New England Patriots Ted Johnson, que
sufrió una serie de conmociones cerebrales que le obligaron a retirarse y
posteriormente le llevaron a la adicción a las anfetaminas, a la depresión, a la
pérdida de memoria y a los dolores de cabeza crónicos, dice: «Sería el primero
en apuntarme para que me hicieran una prueba. No dudaría jamás. Sé que no
es seguro por el mero hecho de que tengas ese gen, pero, si es verdad que
potencialmente corres un mayor riesgo que una persona corriente, lo haría en
un abrir y cerrar de ojos. Cuando jugaba no teníamos ninguna información
[…]. Sería increíble tener esta clase de información si eres un jugador en
activo». Otro investigador del Alzheimer del hospital Monte Sinaí de Nueva
York ha señalado que el riesgo de demencia por tener una única copia ApoE4
es más o menos parecido al riesgo de jugar en la NFL, y que los dos juntos
representan un peligro aún mayor.328
Pero dado que el grado exacto de riesgo adicional es imposible de
cuantificar, los médicos con los que hablé se mostraron casi unánimes en su
opinión de que no se debería ofrecer la realización de la prueba del ApoE a los
deportistas. «Éste es un campo muy arriesgado», opina Robert C. Green,
neurólogo de la Universidad de Boston y colaborador del estudio REVEAL,
que analizó las reacciones de las personas que se sometieron voluntariamente
a una prueba de ApoE cuando recibieron malas noticias. «El mundo de la
genética lleva años sugiriendo que no hay razón para dar información
genética a las personas, a menos que haya algo que demuestre que puedes
hacer algo al respecto.» Aunque con lo que se encontró REVEAL fue que al
enterarse de que tenían una variante ApoE4, las personas no mostraban
ningún temor excesivo.329 Antes bien, los sujetos del estudio que recibían las
malas noticias solían aumentar los hábitos de un estilo de vida sano, como
hacer ejercicio, lo que según los médicos podría ayudarles, aunque todavía no
se ha demostrado que haya algún remedio para retrasar la aparición del
Alzheimer.
Sin embargo, las dudas de los médicos son comprensibles. «Si tenemos un
gen que sabemos aumenta el riesgo de que te reviente la rodilla, y si esa
información cae en las manos inadecuadas, alguien podría decidir no fichar a
un jugador», opina Barry Jordan, ex director médico de la comisión deportiva
de Nueva York. «Sería un problema potencial.» (Como es natural, los equipos
ya se toman considerables molestias para adivinar esa misma información
utilizando los exámenes físicos y los historiales médicos.)330
En la actualidad, ya se han identificado genes que parecen modificar el
riesgo de que a uno le estalle la rodilla. Los biólogos de la Universidad de
Cape Town, Sudáfrica, han sido los pioneros en la identificación de los genes
que predisponen a los deportistas a sufrir lesiones en los ligamentos y los
tendones. Los investigadores se centraron en genes como el COL1A1 y el
COL5A1, que codifican las proteínas que producen las fibras colágenas, los
ladrillos esenciales en la formación de los tendones, los ligamentos y la piel. A
veces, se habla del colágeno como del pegamento del organismo, ya que
mantiene a los tejidos conectivos en condiciones.
Las personas portadoras de determinada mutación del gen COL1A1
padecen la enfermedad de los huesos de cristal, lo que provoca que se los
fracturen con facilidad. Una mutación concreta del gen COL5A1 causa el
síndrome de Ehlers-Danlos, que confiere a sus portadores una hiperlaxitud
articular. «Le apuesto a que aquellas personas que en los viejos tiempos del
circo se metían en una caja doblándose, en la mayoría de los casos padecían el
síndrome de Ehlers-Danlos», dice Malcolm Collins, uno de los biólogos de
Cape Town y director del estudio sobre los genes del colágeno. «Eran capaces
de retorcerse el cuerpo hasta adoptar posturas que usted y yo no podemos
porque tenían unas fibras colágenas muy anormales.»
El síndrome de Ehlers-Danlos es una enfermedad rara, aunque Collins y
sus colegas han demostrado que algunas variaciones mucho más frecuentes
de los genes del colágeno influyen tanto en la flexibilidad como en el riesgo
individual de padecer lesiones en los tejidos conectivos, como es la rotura del
tendón de Aquiles.331 Valiéndose de esta investigación la empresa Gknowmix
ofrece la realización de las pruebas del gen del colágeno que los médicos
pueden prescribir a sus pacientes.
«Basándonos en nuestros conocimientos actuales, lo único que podemos
decirle a un deportista con un perfil genético determinado es que corre un
riesgo mayor de lesión», reconoce Collins. «No es muy distinto a decirle a
uno que fumar incrementa el riesgo de que padezca cáncer de pulmón. La
diferencia es que se puede dejar de fumar, pero no se puede cambiar de ADN.
Aunque sí hay otros factores que se pueden cambiar. Uno puede modificar el
entrenamiento que esté realizando para reducir el riesgo, o puede hacer un
entrenamiento de “habilitación previa” a fin de fortalecer la zona que está en
peligro.»
Una manada de jugadores de la NFL ya se han servido de las pruebas para
detectar los «genes de las lesiones» que pueden predisponerles a padecer
lesiones en el tendón de Aquiles o a la rotura del ligamento cruzado anterior
(LCA) de la rodilla.332 El equipo de fútbol americano de la Duke University,
por poner sólo un ejemplo, solicitó el permiso de la universidad para remitir
el ADN de los jugadores a un investigador del campus que buscaría los genes
que predisponen a los jugadores a las lesiones de tendón y ligamentos.
Así que ya se han implicado unos genes concretos en la muerte súbita, los
daños cerebrales y las lesiones en el terreno de juego. Y ahora, los
investigadores han empezado a identificar genes que aseguran otro de los
aspectos desagradables e inevitables del deporte: el dolor. Según parece, los
genes influyen en la manera en que lo percibimos cada uno.

En el declive de una carrera que abarcó trece temporadas de la NFL, 3.479


acciones de carrera, una buena colección de costillas rotas, varias luxaciones
de hombro, un par de conmociones cerebrales, una rotura del aductor, un
hematoma en el esternón y una legión de operaciones en las rodillas y los
tobillos, el running back de 115 kg Jerome Bettis adquirió una costumbre los
lunes por la mañana. Se sentaba en lo alto de su escalera y descendía con el
culo uno a uno los escalones hasta el desayuno.
Los domingos, los Steelers confiaban en que Bettis cruzara «a través» de
los defensas. «Ésas eran mis habilidades», dice. «Era como si no pudiera
escapar de ellas.» En un partido contra los Jacksonville Jaguars, el pulgar de
un defensa se metió a través de su máscara facial y le rompió la nariz. Los
médicos del equipo le vendaron la nariz y se la llenaron de algodón. Aquello
sirvió, pero sólo hasta que, a punto de terminar el partido, un choque frontal
le envió el algodón hasta la garganta vía fosas nasales y de ahí al estómago.
«Pensé: “Eh, tíos, esperad, que el acolchado ha desaparecido”», dice Bettis.
«Eso fue lo peor.»
No es de extrañar que Bettis no pudiera bajar las escaleras los lunes por las
mañanas. El dolor era a veces tan intenso que le parecía que se tendría que
perder el siguiente partido. Pero en cuanto saltaba al césped el domingo,
jamás retrocedía. «Cuando pisas el campo, no tienes ni la menor duda»,
asevera. «Haces tu trabajo por los medios que sean necesarios.»
Bettis era famoso por su dureza, aunque dice que hay deportistas, incluso
en la NFL, a los que les cuesta manejar el dolor. «Me parece que es como si los
cuerpos de algunas personas se apagaran por el dolor, y eso no les permite
seguir teniendo un rendimiento máximo», dice Bettis. «Vi ese problema
varias veces.»
La tolerancia al dolor y el manejo del dolor son tan primordiales para los
deportes de máximo nivel como correr y saltar, y precisamente el porqué de
que algunas personas toleren el dolor mejor que otras es objeto de
investigación en el Laboratorio de la Genética del Dolor de la McGuill
University de Montreal. Una sala del laboratorio está atestada de abajo arriba
de depósitos transparentes que alojan ratones, todos criados para estudiar los
genes que influyen en la manera en que ellos (y los humanos) experimentan el
dolor, y la manera de poder mitigar ese dolor.333
En un depósito están los ratones a los que les fallan los receptores de la
oxitocina. Se les utiliza en el estudio del dolor, pero los ratones también
tienen carencias en el reconocimiento social: póngalos con los ratones con los
que crecieron y no los reconocerán. En otra esquina hay un depósito con
ratones negros como cuervos que se criaron para que sean propensos al dolor
de cabeza, esto es, a las migrañas. Se pasan gran parte del tiempo rascándose
las frentes y temblando, y según parece, en su caso está justificado el uso de la
vieja excusa del dolor de cabeza para evitar aparearse. «Este experimento ha
llevado años», me explica Jeffrey Mogil, director del laboratorio, sobre el
trabajo que pretende ayudar a conseguir tratamientos contra la migraña,
«porque se reproducen francamente mal».
En otro estante hay un depósito de ratones con versiones inoperantes del
gen receptor de la melanocortina 1 o MC1R. En román paladino: son
pelirrojos. Ésta es la misma mutación genética responsable de los mechones
rojizos de la mayoría de los humanos pelirrojos. Mogil descubrió que tanto
las personas como los roedores con la mutación del pelo rojo tienen mayor
tolerancia a determinados tipos de dolor, y necesitan menos morfina para
aliviarlo.334
El MC1R estaba entre los primeros genes que se identificaron con
influencia en la manera en que los humanos experimentamos el dolor. Otro
fue descubierto por unos científicos que siguieron el talento teatral de un
artista callejero paquistaní de diez años.
El personal sanitario de Lahore conocía bien al niño, porque después de
atravesarse los brazos con cuchillos y plantarse encima de carbones ardientes,
solía acudir a ellos para que lo cosieran una vez más. Pero nunca le trataban
por el dolor. El niño no podía sentirlo.
Cuando unos genetistas británicos viajaron a Pakistán para estudiarlo, el
niño había muerto, a la edad de catorce años, después de tirarse desde un
tejado para impresionar a sus amigos. Pero los científicos encontraron la
misma enfermedad en seis individuos de la amplia parentela del muchacho.
«Ninguno sabía lo que era sentir dolor», escribieron los científicos, «aunque
los de más edad eran conscientes de qué acciones debían provocar dolor (e
incluso simularlo después de un placaje de fútbol americano)».335
Los «individuos de más edad» sólo tenían diez, doce y catorce años. Las
personas que nacen con una insensibilidad congénita al dolor no suelen vivir
mucho. Por ejemplo, no cambian el peso de su cuerpo cuando se sientan,
duermen o están de pie, como hacemos el resto de manera instintiva, así que
mueren a causa de las infecciones articulares resultantes.
Cada uno de los parientes paquistaníes con inmunidad al dolor tenían una
mutación muy rara del gen SCN9A. La mutación bloqueaba las señales de
dolor que normalmente viajan a través de los nervios hasta el cerebro. Una
mutación diferente del SCN9A provoca en sus portadores que sean
hipersensibles al dolor, llegándoles a molestar tanto el calor que no se
pondrán zapatos. En 2010, los genetistas británicos se unieron a los
investigadores de Estados Unidos, Finlandia y Holanda para realizar un
estudio que concluyó que otras variaciones mucho más frecuentes del SCN9A
determinan el grado de sensibilidad de los adultos a los tipos habituales de
dolor, como pueda ser el dolor de espalda.336 Según parece, la variación
genética entre individuos garantiza que ninguno podamos «conocer»
realmente el dolor físico de los demás.
El gen más estudiado por su relación con la variabilidad del dolor es el gen
COMT, que está involucrado en el metabolismo de los neurotransmisores del
cerebro, entre ellos la dopamina. Dos versiones frecuentes del COMT son
conocidas como «Val» y «Met», dependiendo de si una parte específica de la
secuencia del ADN del gen codifica el aminoácido valina o el aminoácido
metionina.337
Tanto en los ratones como en los humanos, la versión Met es menos
efectiva en la limpieza de la dopamina, lo que deja mayores niveles en la
corteza frontal. Las pruebas cognitivas y los estudios imagenológicos del
cerebro han encontrado que los sujetos con dos versiones Met —tanto
animales como humanos— tienden a salir más airosos de las tareas cognitivas
y memorísticas, para las que necesitan menos esfuerzo metabólico, aunque
también son más propensos a la angustia y más sensibles al dolor. (La
angustia, o «catastrofismo», es un indicador muy fiable de la sensibilidad al
dolor de un individuo.) Por el contrario, los portadores de un doble Val
parecen salir peor parados de las pruebas cognitivas que exigen una rápida
flexibilidad mental, aunque quizá sean más resistentes al estrés y el dolor. (El
Ritalin, que aumenta los niveles de dopamina en la corteza frontal, también
les estimula más.) Por añadidura, el COMT está involucrado en el
metabolismo de la norepinefrina, una hormona que se libera como respuesta
al estrés y que tiene un efecto protector.
David Goldman, director del Laboratorio de Neurogenética del Instituto
Nacional para el abuso del Alcohol y el Alcoholismo de los NIH de Estados
Unidos, acuñó la expresión «gen de angustia/de lucha» para describir el
aparente intercambio de las dos variantes del COMT. Ambas versiones son
habituales en todas las partes del mundo donde se han estudiado. En Estados
Unidos, afirma Goldman, el 16 por ciento de las personas son Met dobles; el
48 por ciento, Met y Val; y el 36 por ciento, Val por partida doble, lo que le
lleva a sugerir que tanto los luchadores como los angustiados son necesarios
en todas las sociedades, razón por la cual existe una preservación generalizada
de ambas formas del gen. «Jamás hemos hecho el estudio», dice Goldman,
«pero me atrevo a pronosticar que si cogiéramos a un nutrido grupo de
lineman de la NFL en todos se vería la tendencia a ser portadores del genotipo
VAl, ya que estos individuos se encuentran en las trincheras todos los días,
están expuestos al dolor y por fuerza han de tener esa resistencia y dureza
superiores».338
En justicia, hay que decir que los estudios sobre el gen COMT a menudo
han sido contradictorios, y la importancia del gen en cuanto a la sensibilidad
al dolor es objeto de acalorado debate entre los investigadores del dolor. Pero
la idea de que los genes relacionados con la regulación emocional puedan
modificar la sensación del dolor es incontrovertible. Al fin y a la postre, la
morfina no disminuye demasiado la intensidad del dolor, sino que más bien
reduce la molestia emocional fruto del dolor. «El dolor comparte de forma
muy estrecha su sistema de circuitos con las emociones», explica Goldman, «y
también muchos de los neurotransmisores. Cuando modificas la emoción,
modificas contundentemente la respuesta al dolor».
Y los deportes pueden ser unos modificadores eficaces.

La psicóloga de la Haverford College Wendy Sternberg estaba dando una


conferencia sobre la analgesia inducida por el estrés —esto es, la capacidad
del cerebro para bloquear el dolor en situaciones de enorme presión—,
cuando un estudiante le dijo que eso se parecía a lo que les sucedía a los
deportistas en la competición.
Un combate por el título de los pesos pesados del campeonato de lucha
extrema celebrado en 2004 es un ejemplo atroz. El cinturón negro de jiu-jitsu
brasileño Frank Mir inmovilizó con una llave de bloqueo de articulación
llamada barra de brazo, los 2,03 m de Tim Sylvia el Maine-íaco. Mir agarró el
brazo derecho extendido de Sylvia, le apoyó la articulación del codo contra su
cadera, y tiró hacia atrás con tanta fuerza que parecía que estuviera
levantando el freno de un tren.
El estallido del brazo destrozado de Sylvia se oyó por el televisor. El
árbitro Herb Dean se abalanzó para separar a los luchadores y ordenó a gritos
que se detuviera la pelea. Sylvia se puso a jurar en arameo, exigiendo que el
combate continuara. No fue hasta más tarde, sentado en una camilla camino
del hospital, cuando Sylvia empezó a sentir dolor y a darse cuenta de que su
intención de seguir peleando había sido desacertada. Se necesitaron tres
placas de titanio para volver a unirle el brazo. «Probablemente, [el árbitro]
salvó mi carrera», confiesa Sylvia, porque en el ardor de la batalla no había
sentido el dolor.
Sternberg dice: «En una situación de estrés agudo el cerebro inhibe el
dolor, de manera que puedas luchar o huir sin preocuparte de un hueso roto».
En la genética de todos los humanos se desarrolló un sistema de bloqueo del
dolor en situaciones extremas, e incluso en ambientes deportivos cotidianos
se aprovechan de ello.
Movida por la sugerencia de su alumno, en 1998 Sternberg puso a prueba
la sensibilidad al dolor del frío y del calor de los corredores, vallistas y
jugadores de baloncesto de Haverford dos días antes de que compitieran, el
día de la competición, y dos días después.339 De entrada, encontró que los
jugadores de baloncesto y los corredores eran menos sensibles al dolor que
sus iguales no deportistas, y que todos los deportistas era menos sensibles al
dolor el día que competían. «Pienso que la competición puede activar el
mecanismo de lucha o huida», postula Sternberg. «Cuando te metes en una
competición que te importa, lo activas.»

El dolor se puede modificar por una circunstancia competitiva o por las


emociones del deportista, pero el punto de partida genético para el dolor
corporal está codificado en el cerebro, exista o no siquiera ese cuerpo en su
integridad. (Las personas que nacen sin extremidades o a quienes se les han
amputado, no obstante sienten dolor en aquellos «miembros fantasma».)
En la década de 1950, el psicólogo canadiense Ronald Melzack preparaba
su tesis doctoral en la McGill bajo la dirección del psicólogo D. O. Hebb, que
estaba investigando hasta qué punto la experiencia radical de la privación de
la vida afecta al intelecto, para lo cual experimentaba con terrier escoceses.
Los perros estaban bien atendidos, cuidados y alimentados, pero se les
mantenía completamente aislados del mundo exterior. Lo que le interesaba a
Hebb era saber de qué forma aquella circunstancia modificaría la capacidad
de los canes para guiarse en un laberinto. (La respuesta: de forma muy
negativa.) Pero fue en el depósito, antes de llegar al laberinto, donde Melzack
observó lo que le haría emprender el camino hasta convertirse en el
investigador del dolor más prestigioso del mundo. «Las cañerías del agua de la
sala de detención estaban al nivel de las cabezas de los perros», dice Melzack,
«y aquellos maravillosos perros empezaron a correr de aquí para allá y a
golpearse las cabezas contra las cañerías, como si no sintieran nada. Y
siguieron corriendo y golpeando las cabezas contra las cañerías».
En aquel tiempo Melzack era fumador, así que encendió una cerilla. «La
extendí, y los perros acercaron los hocicos a la llama», dice. No retrocedieron,
«y luego volvieron y la olfatearon de nuevo». Era evidente que los perros
tenían un hardware cerebral normal, pero que habían perdido la ventana de
oportunidad del desarrollo crítico para la descarga del software del dolor del
cerebro. Nunca habían aprendido a ser disuadidos por una llama. Al igual que
el lenguaje, o que el bateo en béisbol, aunque cada uno de nosotros pueda
haber nacido con el hardware genético necesario, si perdemos la ventana de
oportunidad para adquirir el software, los genes servirán para poco. Jeffrey
Mogil, del laboratorio de Genética del Dolor de la McGill University, añade:
«El hecho de que algo como el dolor tendría que aprenderse es bastante
sorprendente».

El dolor es innato, pero también tiene que aprenderse; es inevitable, y sin


embargo modificable; es común a todas las personas y todos los deportistas,
pero jamás se experimenta exactamente de la misma manera por dos
individuos cualquiera y ni siquiera por el mismo individuo en dos situaciones
diferentes. Cada uno de nosotros es como un héroe de tragedia griega,
limitado por la naturaleza, pero con permiso para alterar nuestro destino
dentro de unos límites. «Si uno está determinado por el genotipo a ser un
angustiado, puede que sea una buena idea no ser luchador de profesión», dice
Goldman, el neurogenetista. «Por otro lado, es difícil de saber, porque las
personas superan muchas cosas.»
Al igual que la mayoría de los rasgos abordados en este libro, la capacidad
de un deportista para manejar el dolor es un trenzado de educación y
herencia entrelazados de forma demasiado enrevesada como para que se
convierta en una sencilla enredadera. Como uno de los científicos me dijo: sin
los genes ni los entornos, no hay resultados.
Esto refuerza la idea de que cualquier intento de encontrar un «gen del
deportista» era fruto de la imaginación de la época del idealismo que
prevaleció hace un decenio con la primera secuenciación completa del
genoma humano, antes de que los científicos se dieran cuenta de lo mucho
que no comprendían de la complejidad del libro de cocina genético. Qué es
exactamente lo que hacen los genes humanos sigue siendo un misterio. Por
supuesto, es posible que el gen ACTN3 pueda decirle a más o menos mil
millones de personas de la Tierra que no estarán en la final de los 100 metros
de los Juegos Olímpicos, pero eso probablemente ya lo sepan los interesados.
Si se necesitan miles de variaciones del ADN para explicar tan sólo una
parte de las diferencias en la estatura de las personas, ¿qué posibilidades hay
de encontrar alguna vez un único gen que produzca una estrella del deporte?
¿Escasas? ¿O ninguna?
Y sin embargo…

313Las mejores fuentes de información sobre la muerte súbita en los deportistas: Estes III, Mark N. A.,
Deeb N. Salem, y Paul J. Wang, eds., Sudden cardiac death in the athlete, Futura, 1998. Maron, Barry J.,
ed., Diagnosis and management of hypertrophic cardiomyopathy, Futura, 2004.

314En mi artículo de Sports Illustrated «Following the Trail of Broken Hearts» (10 diciembre 2007),
establecía la analogía entre una mutación de la CMH y una errata de la Enciclopedia Británica.
Entonces, comparaba un único cambio de base del ADN con una errata en sesenta colecciones
completas de la Enciclopedia. En este libro he utilizado el símil de trece colecciones completas. En la
revista, consideré cada palabra de la colección de la Enciclopedia Británica como una posible errata
individual; en este libro, considero cada letra individual como una posible errata, un supuesto que me
parece más exacto para compararlo con el ADN.

315Un excelente manual básico sobre la CMH, escrito específicamente para el profano y que contiene
imágenes de las células cardíacas: Maron, Barry J., y Lisa Salberg, Hypertrophic cardiomyopathy: for
patients, their families and interested physicians, Wiley-Blackwell, 2ª ed., 2006.

316El gen MYH7 fue el primero, aunque en la actualidad se han identificado muchas mutaciones que
causan la CMH: Maron, Barry J., Martin S. Maron y Christopher Semsarian, «Genetics of hypertrophic
cardiomyopathy after 20 years», Journal of the American College of Cardiology, 60(8), (2012), 705-15.

317El peso del corazón de Kevin Richards se obtuvo del informe de su autopsia con el permiso por
escrito de sus padres, Gwendolyn y Rupert Richards

318 Una tendencia preocupante en la actividad deportiva de los institutos es el creciente número de
estados que están permitiendo a los profesionales de la salud que tienen poca o ninguna formación
cardiovascular —y por consiguiente ninguna posibilidad de detectar un soplo cardíaco peligroso—
dirigir los chequeos de los deportistas antes de las competiciones. En 1997, once estados permitieron
que los quiroprácticos, los naturópatas y otro personal no médico realizaran los exámenes. En 2005, el
número había aumentado a dieciocho estados, en tres de los cuales —California, Hawai y Vermont— se
permitió que los institutos decidieran quién podía llevar a cabo los reconocimientos. (Un número cada
vez mayor de estados permiten que personal no médico dirijan los exámenes previos a la competición:
Glover, David W., Drew W. Glover, y Barry J. Maron, «Evolution in the process of screening United
States High School student-athletes for cardiovascular disease», American Journal of Cardiology, 100,
(2007), 1709-12.)

319La cita de Alan Milstein apareció originalmente aquí: Litke, Jim, «Curry’s DNA fight with Bulls
“Bigger than sports world”», Associated Press, 29 septiembre 2005.

320Los portadores del ApoE4 tienen Alzheimer con más frecuencia y a edad más temprana: Corder, E.
H., y otros, «Gene dose of apolipoprotein E type 4 allele and the risk of Alzheimer’s disease in late onset
families», Science, 261(5123), (1993), 921-23.

321El ApoE4 influye en la gravedad de las lesiones cerebrales por traumatismos: Jordan, Barry D.,
«Genetic influences on outcome following traumatic brain injury», Neurochemical Research, 32, (2007),
905-15.

322Los boxeadores con ApoE4 tienen peores secuelas: Jordan Barry D., «Apoliprotein E epsilon-4
associated with chronic traumatic brain injury», Journal of the American Medical Association, 278(2),
136-40.

323La edad, los golpes en la cabeza y la ApoE4 influyen negativamente en el funcionamiento del
cerebro: Kutner, K. C., y otros, «Lower cognitive performance of older football players possessing
apolipoprotein E epsilon-4», Neurosurgery, 47(3), (2000), 651-657.

324El centro para el Estudio de la Encefalopatía Traumática de la Universidad de Boston tiene


información sobre la ETC y el cerebro de John Grimsley:
http://www.bumc.bu.edu/supportingbusm/research/brain/cte/.

325El dos por ciento de las personas tiene dos copias de la variante del gen ApoE4: Izaks, Gerbrand J., y
otros, «The association of ApoE genotype with cognitive function in persons aged 35 years or older»,
PLoS ONE, 6(11), (2011), e27415.

326Los investigadores de la Universidad de Boston han recopilado casos de ETC en deportistas: McKee,
Ann C., y otros, «Chronic traumatic encephalopathy in athletes: progressive tauopathy following
repetitive head injury», Journal of Neuropathology & Experimental Neurology, 68(7), (2009), 709-35.

327 No obstante, entre mis entrevistados hubo excepciones, como el antiguo quarterback de la NFL
Sean Salisbury: «No quiero saber lo que me va a pasar cuando tenga ochenta y dos años».
328Sam Gandy, director del Centro para la Salud Cognitiva del hospital Monte Sinaí, equiparó el riesgo
de portar una copia ApoE4 a jugar en la NFL: http://www.alzforum.org/new/detail.asp?id=3264.

329Cuando las personas se enteran de qué versión de la ApoE tienen: Green, Robert C., y otros,
«Disclosure of ApoE genotype for risk of Alzheimer’s disease», New England Journal of Medicine, 361,
(2009), 245-54.

330El soporte técnico sobre la investigacion de los genes que pueden influir en la susceptibilidad a las
lesiones: Collins, Malcolm, y Stuart M. Raleigh, «Genetic risk factor for musculoskeletal soft tissue
injuries», en Malcolm Collins, ed., Genetics and Sports, Karger, 54 (2009), 136-49.

331 Las investigaciones sobre el gen COL5A1 también han encontrado que las personas con una
variante determinada son menos flexibles, y que quizás esto suponga una ventaja a la hora de correr. La
relación podría estar en la rigidez del tendón de Aquiles, lo que permitirá a éste almacenar más energía
elástica —de nuevo, acuérdense del campeón de salto de altura Stefan Holm y su tendón de Aquiles
rígido— y que mejore la economía de carrera. En un novedoso estudio, los deportistas con la versión
«inflexible» del gen fueron más rápidos en la parte de la carrera de una prueba del Ironman, aunque no
así en la de natación ni ciclismo. Esto es, sólo en la parte de la carrera, cuando empleaban a fondo su
tendón de Aquiles, es cuando más rendían. Aunque la variante inflexible del gen también se asocia a un
riesgo mayor de lesiones en el tendón de Aquiles. (El COL5A1 también puede influir en la flexibilidad y
el rendimiento en la carrera a través de la rigidez del tendón de Aquiles: Posthumus, Michael, Martin P.
Schwellnus y Malcolm Collins, «The COL5A1 gene: a novel marker of endurance running
performance», Medicine & Science in Sports & Exercise, 43(4), (2011), 584-89.)

332Numerosos jugadores de la NFL se han realizado la prueba del «gen de las lesiones»: Assael, Shaun,
«Cheating is so 1999», ESPN The Magazine, 8 octubre 2009, 88-97.

333Una excelente fuente —aunque muy técnica— para un vistazo general al panorama de la genética
del dolor: Mogil, Jeffrey S., The genetics of pain, IASP Press, 2004.

334La mutación del «pelo rojo» reduce la sensibilidad al dolor: Mogil, J., y otros, «Melanocortin-1
receptor gene variants affect pain and µ-opioid analgesia in mice and humans», Journal of Medical
Genetics, 42(7), 583-87.

335La cita de los investigadores británicos en relación a la incapacidad de la familia paquistaní para
sentir dolor aparece aquí: Cox, James J., y otros, «An SCN9A channelopathy causes congenital inability
to experience pain», Nature, 444(7121), (2006), 894-98.
336La percepción del dolor se ve alterada por una variante frecuente del SCN9A: Reimann, Frank y
otros, «Pain perception is altered by a nucleotide polymorphism in SCN9A», Proceedings of the
National Academy of Sciences, 107(11), (2010), 5148-53.

337Antecedentes sobre el gen COMT: Goldman, David, «Chapter 13: Warriors and Worriers», Our
genes, our choices: how genotype and gene interactions affect behavior, Academic Press, 2012. Stein, Dan
J., y otros, «Warriors versus Worriers: the role of COMT gene variants», Pearls in Clinical Neuroscience,
11(10), (2006), 745-48.

338 El aumento de la dopamina en la corteza frontal podría ser beneficioso para los bateadores de
béisbol, que necesitan estar «en alerta máxima» y ser mentalmente flexibles, dice Goldman. Las
anfetaminas aumentan los niveles de dopamina y durante años fueron un artículo de primera necesidad
en el béisbol, donde se las conocía coloquialmente como las «verdosas». La MLB prohibió el uso de
anfetaminas en 2006, y de pronto la cantidad de jugadores a los que los médicos prescribían fármacos
para tratar el TDAH, unos estimulantes parecidos a las anfetaminas, se disparó en una sola temporada
de 28 a 103. Un médico al que entrevisté y que trabajaba con las Grandes Ligas, reconoció que había
prescrito Adderall a 8 jugadores profesionales que acudieron a él con síntomas de TDAH. «El
diagnóstico es una entrevista», dice el médico, «y es fácil de fingir». Los 8 jugadores, dice, tuvieron
mejores coeficientes de bateo a la siguiente temporada.

339Los deportistas son menos sensibles al dolor el día del partido: Sternberg, W. F., y otros,
«Competition alters the perception of noxious stimuli in male an female athletes», Pain, 76(1-2), (1998),
231-38.
16

La mutación de la medalla de oro

Estamos en diciembre de 2010, y la civilización humana en el norte de


Escandinavia se reduce momentáneamente a una capa de sedimento bajo la
nieve. La excavación sólo llegará con la primavera. Los últimos días han
asistido a un récord en las nevadas y a unos constantes 26ºC bajo cero en el
Círculo Polar Ártico de Finlandia —el Napapiiri, como lo llaman los fineses
—, donde me encuentro en este momento. No sopla el viento, así que cada
mañana el primer paso sobre la crujiente nieve del exterior resulta
engañosamente plácido, antes de que los pelos de la nariz se transformen en
puñales helados.
Los finlandeses llaman a este período del año la «estación del Kaamos».
No existe una palabra en español que equivalga con exactitud a Kaamos, pero
aproximadamente significa noche polar. Eso quiere decir que es la época del
año en la que el norte de Finlandia se aleja tanto del sol en su inclinación, que
la luz diurna son realmente tres horas de ocaso que a eso de las dos de la tarde
empieza a apagarse con un parpadeo, como si estuviera bajo la influencia de
un apagavelas cósmico.
Me dirijo en coche hacia el norte por la carretera E8 en busca de un
fantasma. Y éste es el lugar perfecto para que viva uno, entre los pinos y
píceas endurecidos por el frío y blanqueados por la nieve; junto a los sorbales
suecos y los olmos blancos europeos; y en medio de los abedules con sus
pieles blancas envueltas en una manta de niebla blanca. Un reno brinca junto
a la carretera y desaparece entre espirales de nieve. Todo es espesura y
blancura, como si una botella de leche celestial se hubiera volcado y yo
estuviera atravesando el charco. Ésta es una tierra de belleza austera, de cielos
y nieves con los blancos más relucientes, de noches con los negros más vacíos.
Pero Iiris Mäntyranta nació no lejos de aquí, y ella es capaz de ver los
colores. Para ella, el cielo tiene un matiz azulado, y los muros de nubes
envuelven el paisaje en una constelación de luces púrpuras.
Antes de que me pusiera en contacto con Iiris hace unos meses, ni tan
siquiera estaba seguro de que mi fantasma —su padre— siguiera vivo. Sus
palabras no habían aparecido en la prensa de habla inglesa que yo pude
localizar desde la década de 1960, cuando había salido de su diminuta aldea
ártica para ganar siete medallas olímpicas, tres de ellas de oro. Y ahora
estamos viajando hacia el norte, juntos, para conocerle.
Después de conducir tres horas desde Luleå, Suecia, donde Iiris trabaja
como administradora del gobierno provincial, nos estamos acercando. Nada
más pasar el Círculo Polar Ártico, atravesamos Pello, un pueblo de cuatro mil
habitantes que es la última muestra de una ciudad que veremos en lo que nos
queda de camino. Mientras salimos de Pello, dejamos atrás un pedestal de
granito sobre el que se asienta la grandiosa estatua de bronce de un hombre a
media zancada de esquí de medio fondo. El hombre en cuestión es el padre de
Iiris.
Media hora más tarde abandonamos la carretera asfaltada y nos metemos
en un estrecho desfiladero que discurre entre pinos. Nos detenemos delante
de una casa color crema en la orilla oeste de un gran lago. Cuando salgo del
coche, soy consciente de estar siendo observado. Me vuelvo hacia el
desfiladero por el que hemos llegado. Un reno del color de la arena ha
doblado el recodo y clavado su mirada en mí, como si estuviera oliendo el
aroma a Brooklyn que desprende mi ropa. Hace un frío glacial y está
nevando, así que me apresuro a entrar en la casa.
No bien he puesto un pie dentro y me sacudo la escarcha de mis botas
sobre la esterilla situada bajo la rejilla de las escopetas, cuando un rostro
curiosamente mediterráneo aparece en la entrada. Es el hombre de la estatua,
el gran Eero Mäntyranta. Estoy desconcertado. En las fotos que había visto de
él de la década de 1960, su piel quizá fuera un poco demasiado oscura para el
Ártico, pero nada que llamara la atención. Pero ahora está más cerca de la
pintura roja que sale del suelo de esta región rica en hierro que de la nieve.
Durante el viaje en coche, Iiris me contó que la singular mutación genética de
su padre había provocado que se le enrojeciera la piel a medida que se hacía
mayor, pero no me esperaba ni por asomo aquella tonalidad rojo carmín
moteada aquí y allá de morado.
El contraste es total cuando la esposa de Eero, Rakel, con sus ojos azul
glaciar y su piel de alabastro, aparece en la entrada. Eero no habla inglés,
aunque me da la bienvenida con una amplia sonrisa. Todo en él da la
sensación de cierta anchura. La bulbosa nariz en medio de un rostro redondo
y dulce; los dedos gruesos, la mandíbula ancha y un tórax en tonel cubierto
por un jersey de punto rojo con un reno de expresión adusta en el centro. Es
un hombre de aspecto impresionante. Lleva el pelo negro meticulosamente
peinado hacia atrás, y sus prominentes pómulos parecen levantarle las
comisuras de los finos labios, confiriéndole un aire permanente de
satisfacción y curiosidad. Todo él desprende también una fuerza
inconfundible, con independencia de que tenga setenta y tres años. El dedo
corazón de su mano derecha está completamente flexionado en la
articulación superior, un periscopio que mira hacia el dedo índice. Sus manos
dan la impresión de poder partir en dos un bastón de esquí, suposición
respaldada por el apretón de manos que me da.
Eero me conduce a la cocina, donde Rakel nos sirve té y café a mí, a Iiris y
al marido sueco de ésta, Tommy, además de al hijo de Iiris, Viktor, de
profesión músico —su orquesta, Surunmaa, toca una especie de fusión de
folk, blues y tango—, y que se aloja en una cabaña propiedad de Eero
mientras filma un documental sobre la vida de su abuelo.
Los amplios ventanales de la cocina dan al bosque nevado. Ésta había sido
una zona sumamente pobre, pero ahora hasta el remoto norte de Finlandia ha
prosperado gracias al comercio nacional de la madera y la informática, y las
viviendas están tan impecablemente conservadas como casas de muñecas.
Estar sentado aquí, bebiendo un té en una diminuta taza de porcelana,
sonriendo al hombre de nariz roja enfundado en un jersey con un reno, me
hace tener la certeza de haber entrado en una bola de nieve navideña.
Después de las presentaciones y el té, sigo a Eero fuera de la casa, donde
da de comer a una docena de renos unos cuantos puñados de líquenes verdes
claros. Los renos son utilizados para las carreras y también como carne.
Cuando me acerco a uno de los animales, Viktor me traduce la advertencia de
Eero de que, al contrario que los caballos, a los renos no les gusta que les
toquen las manos del hombre. Algunos tienen un pelaje marrón oso de
peluche, y otros son blancos como una tiza. Fuera, contra la nieve que cae, el
enrojecimiento del rostro de Eero encuentra su mayor alivio.
La rápida desaparición de la luz diurna aconseja que regresemos dentro.
Durante las siguientes horas, entrevisto a Eero sobre su extraordinaria carrera
deportiva. Iiris, Tommy y Viktor se turnan para traducirme el idioma que en
mis oídos suena como un flujo de graves «ess», salpicados de crepitantes
«kas» y «cox» unidos a ocasionales y retumbantes «erres» que recuerdan al
español.
Cuando el sol desaparezca, descansaremos de la conversación para dar
cuenta de una comida a base de carne de reno y patatas. Y Eero reirá con voz
grave cuando el tenedor que está sujetando haga que su cabeza se remonte a
hace más de cuarenta años, a la época en la que era uno de los mejores
deportistas del mundo.

Era 1964 y Eero Mäntyranta estaba una vez más en la incómoda posición de
invitado de honor. Rodeado por el tintineo del cristal, miró los tres tenedores
que flanqueaban su plato juntando sus pobladas cejas. Acababa de ganar dos
medallas de oro y una de plata en los Juegos Olímpicos de Invierno de
Innsbruck, Austria, dominando la competición de esquí de fondo hasta tal
punto que los medios de comunicación lo llamaron «Señor Seefeld», en
alusión al lugar de la competición. En la carrera de 15 kilómetros, Mäntyranta
acabó cuarenta segundos por delante del siguiente esquiador —un margen de
victoria jamás igualado en esta puebra olímpica ni antes ni después—,
mientras que los siguientes cinco finalistas llegaron con una diferencia de 20
segundos unos de otros. En la carrera de 30 kilómetros ganó por más de un
minuto. Ahora venía la parte difícil: la cena. Convertirse en uno de los
mejores deportistas de todos los tiempos de tu país, necesariamente va a
acompañado de una saturación de banquetes honoríficos.
Después de su primer oro, una carrera de relevos celebrados en los Juegos
de 1960 en Squaw Valley, California, Mäntyranta asistió a una comida de
celebración en Los Ángeles organizada por el comité olímpico finés. En esa
ocasión, ya estaba a punto de beber de un cuenco que había en la mesa
cuando un grupo de invitados cosmopolitas se acercaron y empezaron a
lavarse las manos en el recipiente. Pero los tres tenedores representaban un
nuevo enigma.
Cuando Mäntyranta era un niño que vivía en la rural Lankojärvi,
Finlandia, en la década de 1940, su familia compartía un único tenedor, el
cual iba circulando alrededor de la pieza de 15 metros cuadrados que
constituía el domicilio familiar y que daba al lago del que la ciudad recibía su
nombre. En lugar de cubiertos, los niños utilizaban palos afilados para
arponear los trozos de patatas y las rebanadas de pan.
La prole de los Mäntyranta habría ascendido a doce si todos los hijos
hubieran sobrevivido; así las cosas, quedaron seis. Sin embargo, con Eero, sus
padres, sus hermanos y hermanas y el marido de su hermana mayor, la
habitación única podía llegar a ser un poquito acogedora de más. Sumen a eso
los vecinos que se pasaban para estar de palique y echarse un cigarrillo y no
era nada raro que hubiera una docena de personas en la pieza. En esa
atmósfera, el pequeño Eero empleó por primera vez su admirable capacidad
para la concentración solitaria que andando el tiempo tan útil le sería durante
las solitarias horas de entrenamiento en la pista de esquí, bajo el negro cielo
de la estación del Kaamos. Fue un estudiante excelente, sólo porque era capaz
de aislarse del revuelo de la habitación, acurrucarse por debajo del humo y
hacer sus deberes del colegio con la parpadeante luz de una lámpara de aceite.
Aquellos días en la Finlandia de la posguerra fueron unas fechas de escasez,
con el país prisionero durante dos décadas de la deuda de guerra con la Unión
Soviética.
Eero tenía sólo seis años cuando en el invierno de 1943 la ofensiva de los
soldados nazis se dirigió hacia el norte, y Lankojärvi fue evacuado. Le
metieron en un camión junto con todas las mujeres y niños del pueblo, y un
soldado finlandés les dijo que guardaran silencio para que los soldados
alemanes no les oyeran. El pequeño se estremeció cuando una anciana se
negó a seguir el consejo y se puso a cantar a voz en cuello canciones
comunistas. El camión consiguió finalmente llegar a un ferry que los
transportó al otro lado de la frontera con Suecia, a una población llamada
Overtornea, donde Eero contemplaría maravillado las vainas de los
proyectiles que se desparramaban por el suelo como rociadas por una nevada
de plomo. Él y su familia se quedarían todo el invierno en Sudsvall, Suecia,
hasta que finalmente se les autorizó a regresar a una Finlandia sin nieve y sin
nazis.
La caminata de vuelta a casa en la primavera fue un viaje de esperanza
decreciente. Tuvieron que cruzar los bosques en una carreta tirada por un
caballo porque las carreteras estaban sembradas de minas. El ejército alemán
había salido de Finlandia dejando un rastro de fuego, y en un país donde los
pueblos no son más que claros en medio de los espesos bosques, el suministro
de madera era abundante. Laponia ardía como una inmensa hoguera,
convirtiendo en brasas ardientes lo que otrora habían sido jambas, escaleras y
frontones hechos de pino.
Pero cuando llegaron a su pueblo, los Mäntyranta descubrieron que su
casa era una de las pocas que seguía en pie. Se fueron a vivir a la orilla más
alejada del agua, donde no llegaba ninguna carretera, para que los soldados
nazis no se molestaran en animarse a cruzar caminando el lago y atravesar los
bosques para arrasar las pocas cabañas carentes de interés del otro lado. Así
que el lago salvó su hogar. El mismo lago que puso en marcha la carrera como
esquiador de Eero.
Aunque los alemanes no intentaron cruzar el lago, a muchos de los niños
de Lankojärvi no les quedaba más remedio: el colegio estaba en la otra orilla.
Apenas había aprendido a caminar, cuando Mäntyranta ya sabía esquiar, y al
año de haber regresado de Suecia acompañaba a los demás niños, ya
patinando (una vez se cayó a través del hielo y estuvo a punto de morir
ahogado), ya esquiando, en la travesía del lago hasta la escuela, lo que hacían
sobre unas simples tablas de madera unidas por clavos. Se tardaba alrededor
de una hora en hacer la excursión, que durante el invierno discurría en la más
completa oscuridad, así que los niños ponían rumbo hacia la otra orilla, y a
esperar que no pasara nada.
En Laponia esquiaba todo el mundo por necesidad, pero Mäntyranta no
tardó mucho en destacar. Ya a los siete años ganaría las carreras de esquí de
fondo del colegio; a los diez, empezó a ganar las carreras que congregaban a
los niños de las aldeas de alrededor; y a los once, se despachó la competición
juvenil de todo el municipio de Pello.
Al contrario que los jóvenes del sur de Finlandia, de niño Mäntyranta
jamás soñó con las glorias deportivas. Los deportes habían formado parte de
la identidad de Finlandia desde que el país declarara su independencia de
Rusia en 1917. Se crearon entonces organizaciones deportivas, que pagaban
con palas… y medallas. Los «Fineses voladores», los corredores de fondo
dominaron el mundo en la década de 1920. Después de la Segunda Guerra
Mundial, cuando Helsinki fue premiada con la organización de los Juegos
Olímpicos de 1952, el deporte volvió a convertirse en un faro para la unidad
de todos los finlandeses. Pero la tradición deportiva de Finlandia no
repercutía en el pequeño Eero. En Lankojärvi, sin radio ni periódicos, no
tenía ni idea de quiénes eran los grandes deportistas fineses; no tenía la
menor oportunidad de sentirse estimulado por las palabras del querido
corredor finés Paavo Nurmi, que le dijo al mundo: «La mente lo es todo. Los
músculos, unos trozos de goma. Todo lo que soy, lo soy gracias a mi mente».
La única experiencia de Mäntyranta de los Juegos de Helsinki de 1952 fue la
foto de un triple saltador brasileño que vio en casa de un vecino. Para Eero
Mäntyranta, el esquí era un medio de transporte y una posibilidad de mejorar
laboralmente.
Durante los veinte años siguientes a la terminación de la guerra, el
crecimiento económico finlandés se vio entorpecido por el dinero y los
recursos extras que tenía que enviar a Rusia para liquidar la deuda de guerra,
así que el único trabajo para un joven de Laponia era la tala y acarreo de
madera de los bosques. A los quince años, Mäntyranta vivía en el bosque
rodeado de hombres adultos, muchos de ellos delincuentes que llegaban al
lejano norte para huir de la justicia. Los hombres dedicaban su tiempo libre a
beber, a jugar a las cartas y a pelearse. Mäntyranta dormía con un tarugo de
madera debajo de la almohada por si tenía que atizarle a un asaltante durante
la noche. Para un joven, era una existencia tan desgarradora como
emocionante. Pero al cabo de dos años, se hartó.
Se enteró de que el Estado solía proporcionar a los jóvenes esquiadores de
fondo prometedores cómodos empleos como guardias de frontera, en los que
básicamente se dedicaban a esquiar patrullando a lo largo de la frontera, tanto
como entrenamiento como por trabajo. Así que empezó a entrenar en su
tiempo libre como leñador, y sus progresos fueron asombrosos. Con
diecinueve años viajó a Suiza para competir en una serie de carreras en las
que si tenía un buen rendimiento, le impulsarían hacia el equipo nacional. Las
ganó todas, y poco después llegó el trabajo como guardia de fronteras.
Su madre le aconsejó que era el momento de ahorrar dinero, y no de
perseguir a las chicas. Mäntyranta siguió el consejo al pie de la letra unas dos
semanas, hasta que se pasó toda una noche bailando en Pello con la rubia de
ojos azules que acabaría siendo su esposa. Tiempo más tarde, cuando la pareja
ya tenía hijos, Mäntyranta solía entrenar durante el verano, para lo que
enviaba a Rakel y a los niños en coche a una pequeña casa de campo situada a
unos treinta kilómetros e iba a visitarlos corriendo o caminando.
A pesar del habitual contrabando entre Suecia y Finlandia, la frontera al
norte del Círculo Polar Ártico estaba generalmente tranquila, especialmente
en invierno, así que Mäntyranta disponía de tiempo de sobra para dedicarse
en cuerpo y alma a entrenar. Con su 1,70 m (en calcetines gruesos), era bajo
para el esquí de fondo. Sus negras cejas, que se arqueaban encima de unos
ojos castaño oscuro y una piel ligeramente oscura, más parecía alguien nacido
en una playa italiana que en un pinar del bajo Ártico. Pero ahí estaba,
clavando sus bastones en el manto nevado que cubría la tierra para hacer
ochenta kilómetros diarios. A menudo, entrenaba a la luz de la luna, o si
estaba cerca de la carretera de Pello, aparecía un instante bajo los haces de los
faros de un automóvil para desvanecerse de nuevo en la oscuridad. En las
noches sin luna, le preocupaba meterse de cabeza entre los árboles, aunque
consiguió mantenerse a salvo de accidentes y siguió progresando a una
velocidad considerable.
Con veintidós años ya era a todas luces lo bastante bueno para esquiar
representando a Finlandia en los Juegos Olímpicos de 1960, pero la mayoría
de los mejores esquiadores tenían más edad, y los responsables del equipo no
estaban dispuestos a permitir que un esquiador inexperto pusiera a prueba su
entereza en el mayor de los escenarios. Mäntyranta convenció a los directores
del equipo para que le permitieran realizar una prueba de tiempo interna.
Llegó segundo, por detrás de la leyenda del esquí de treinta y cinco años
Veikko Hakulinen, que ya tenía dos oros olímpicos. La actuación le aseguró
un sitio en el equipo de relevos de 4×10 km en los Juegos, donde se llevaron el
oro a casa.
Aquel título olímpico fue sólo el preámbulo. Siguieron dos oros y una
plata en Innsbruck en 1964, y luego una plata y dos bronces en Grenoble,
Francia, en 1968, y en el ínterin, un montón de medallas en los campeonatos
del mundo. En total, hizo pódium en quinientas carreras, lo que le permitió
reunir suficientes jarras de cristal y cuencos y platos de plata como para llenar
una cacharrería. Aun ahora, se despierta algunos días y le dice a Rakel que
tiene las piernas cansadas porque ha vuelto a soñar que hacía una carrera de
esquí.
Pero el camino de Mäntyranta hacia el panteón del esquí empezó mucho
antes de los Juegos de 1960. Empezó antes del trabajo en el bosque que le
animó a buscar una vida mejor; y antes de empezar a esquiar sobre el lago
para ir al colegio encima de unas tablas deformadas; incluso antes de que se
pusiera de pie encima de unos esquís cuando tenía tres años. Empezó cuando
su bisabuelo viajó a Finlandia.

Los detalles sobre los orígenes de la familia de Mäntyranta en Finlandia son


oscuros, aunque es seguro que sus parientes estaban ya en Laponia en la
década de 1850. Fue probablemente el bisabuelo de Eero el que llegó desde
Bélgica para trabajar como herrero, falsificando monedas. Su hijo, Isak, se
casó con una mujer llamada Johanna, cuyo padre era lo bastante rico para
poseer una franja de tierra al norte de Lankojärvi. Isak y Johanna se instalaron
en una casita de campo de las tierras a condición de que aquél echara una
mano en las faenas agrícolas. Pero Isak no había nacido para las labores
manuales, y no tardó en convertirse en una molestia.
Eero no heredaría la relajada ética del trabajo de Isak, aunque —a través
de su padre Juho— sí que heredaría una extraña variante de un gen que
afectaba al suministro sanguíneo de su organismo.340
El primer indicio de la alteración en Eero surgió durante un
reconocimiento médico rutinario cuando era adolescente. Un análisis de
sangre mostró que tenía unos niveles extraordinariamente elevados de
hemoglobina, la proteína contenida en los glóbulos rojos que transporta el
oxígeno. Es el hierro de la hemoglobina lo que confiere a la sangre su color
rojo. Dado que Eero estaba completamente sano, sus elevados niveles de
hemoglobina apenas causaron procupación.
Pero eso empezó a cambiar durante su carrera deportiva. Cada vez que le
hacían un análisis, encontraban que Eero tenía la hemoglobina alta y una
cantidad muy por encima de lo normal de glóbulos rojos. Habitualmente, en
un deportista de fondo ésos son indicios de dopaje sanguíneo, a menudo
mediante una versión sintética de la hormona eritroproyetina o EPO. La EPO
envía señales al organismo para que produzca glóbulos rojos, así que
inyectándola se estimula al cuerpo del deportista a fortalecer su suministro de
sangre.
En ocasiones, el extraordinario recuento de glóbulos rojos de Eero —
cuantificados hasta en más de un 65 por ciento de los de un hombre normal—
manchó su excelente carrera. A pesar del hecho de que sus niveles habían sido
documentados desde que era niño, se empezó a especular con que su perfil
sanguíneo era consecuencia del dopaje. No fue hasta veinte años después de
su retirada del mundo del esquí, cuando los científicos descubrieron la
verdad.

De vez en cuando, otros miembros de la familia Mäntyranta descubrían


gracias a un reconocimiento médico rutinario que tenían unos niveles altos
de hemoglobina. Dado que de ello, aparentemente, no se derivaban efectos
dañinos para la salud, los médicos no hacían nada al respecto.
Aunque eso fue suficiente, no obstante, para despertar la curiosidad de
Pekka Vuopio, director de Hematología de la Universidad de Helsinki y
natural de Laponia, que conocía bien las proezas deportivas de Eero
Mäntyranta. En 1990, Vuopio y sus colegas invitaron a Eero a Helsinki para
que se sometiera a una batería de pruebas, con la esperanza de que
examinándole se pudiera arrojar luz sobre una enfermedad llamada
policitemia, la cual se caracteriza por un aumento de los glóbulos rojos que
puede ocasionar una peligrosa coagulación de la sangre y que a veces es
hereditaria.
Una de las primeras teorías de los médicos fue que los glóbulos rojos de
Eero tal vez tuvieran una esperanza de vida mayor de la habitual, de manera
que se producían nuevos glóbulos rojos antes de que los viejos se hubieran
eliminado. Pero resultó que ésa no era la respuesta. Otra posibilidad era que
Eero secretara de forma natural unos niveles elevados de EPO, lo que
ordenaría a su cuerpo que produjera un exceso de glóbulos rojos. Pero resultó
que ésa tampoco era la respuesta: el nivel de EPO en la sangre de Eero era tan
bajo que casi estaba por debajo del límite inferior para un varón adulto sano.
Pero cuando la hematóloga Eeva Juvonen analizó las células de la médula
ósea de Eero en el laboratorio, vio algo asombroso. Para comprobar si las
células de la médula ósea —las cuales producen los glóbulos rojos— eran
especialmente sensibles a la EPO, el protocolo de investigación consistía en
añadir EPO a una muestra celular y hacer el seguimiento de la producción de
los glóbulos rojos. Las células de la médula ósea de Eero empezaron la
producción de glóbulos rojos antes siquiera de que Juvonen tuviera tiempo de
estimularlas con EPO. Fuera cual fuese la diminuta partícula de EPO que ya
estuviera en la muestra, era suficiente para mantener en ebullición las fábricas
de glóbulos rojos. Así que quedó claro que el cuerpo de Eero respondía a la
llamada hasta de cantidades ínfimas de EPO con un vigor extraordinario. Lo
que alumbró la conveniencia de que fueran necesarios más miembros del clan
Mäntyranta.

Albert de la Chapelle se acredita como cazador de genes; y es sumamente


bueno persiguiendo a sus presas. Se trata del genetista que salió en defensa de
María José Martínez-Patiño cuando a ésta se le prohibió competir como
mujer. En la actualidad, De la Chapelle dedica su tiempo en la Universidad
Estatal de Ohio enfocando sus esfuerzos en los genes que predisponen a las
personas a los cánceres más mortíferos jamás conocidos, como la leucemia
mieloide aguda, que afecta a la producción de los glóbulos rojos y puede llevar
a la tumba a un paciente hasta entonces sano en cuestión de semanas.
De la Chapelle pasó la mayor parte de su carrera en la Universidad de
Helsinki, persiguiendo mutaciones genéticas que causan enfermedades que se
presentan en Finlandia con bastante mayor frecuencia que en el resto del
mundo. Estas enfermedades se derivan de las llamadas mutaciones
fundadoras, lo que significa que una mutación se presenta en el miembro de
un pequeño grupo y se va extendiendo entre la población a medida que ésta
aumenta. De la Chapelle formó parte de un equipo que explicó la base
genética de más de veinte enfermedades —múltiples formas de epilepsias y
acondroplasias (enanismo) entre ellas— que son endémicas de Finlandia. (Y a
veces de Minnesota, un estado con abundancia de ciudadanos oriundos de
Finlandia.)
Poco después de que la sangre de Eero Mäntyranta fuera analizada en el
laboratorio, De la Chapelle se desplazó hasta Lankojärvi para conocer a un
grupo de cuarenta miembros de la familia Mäntyranta, que se habían reunido
en casa de Eero para hablar con los investigadores que en ese momento
estudiaban la sangre de todos. Era invierno, y De la Chapelle recuerda el
prodigioso sol de mediodía que besaba la superficie del lago.
Después de comer un reno recién preparado por Rakel, De la Chapelle
empezó a confraternizar en el salón. «Estaba sentado allí en el sofá con
aquellas tres ancianas», recuerda De la Chapelle, «y ya sabía que dos tenían la
enfermedad y una no. Y las tres se pusieron a hablarme de su salud, y resultó
que la que no tenía la enfermedad era la que tenía todos los problemas de
salud, y que las otras dos estaban bastante sanas y no eran conscientes de que
hubiera algo en ellas que las hiciera diferentes».
Aunque no hubiera sido por su tez algo más oscura, De la Chapelle habría
sabido que las dos mujeres tenían la enfermedad de la sangre. Él ya había
revisado sus genomas.
En total fueron analizados noventa y siete miembros de la familia, de los
que veintiuno tenían una hemoglobina notablemente alta, además de ser
ligeramente más rubicundos que la media de los finlandeses. Al contrario que
en el estudio inicial de Eero, este reconocimiento profundizó en más aspectos
que el sanguíneo. De la Chapelle hizo un examen a fondo hasta llegar a un
gen concreto del cromosoma diecinueve, el EPOR, el gen receptor de la
eritropoyetina.341
Este gen concreto le dice al cuerpo cómo desarrollar el receptor de la EPO,
una molécula que encabeza las células de la médula ósea que esperan a la
hormona EPO. Si comparamos el receptor de ésta con una cerradura, la
hormona EPO es la única llave que entra en ella, para la que está
específicamente hecha. Una vez que la llave está en la cerradura, comienza la
producción de glóbulos rojos. El receptor indica a una célula de la médula
ósea que empiece el proceso de producir un glóbulo rojo que contenga
hemoglobina.
De los 7.138 pares de bases que constituyen el gen receptor de la EPO,
había una única base que era diferente en los veintinueve familiares que
presentaban unos niveles extraordinariamente altos de hemoglobina. Cada
uno de los miembros de la familia, al igual que cada ser humano, tenía dos
copias del gen del EPOR. Pero en la posición 6.002, en una única una copia de
cada uno de los dos genes del EPOR de los familiares afectados, había una
molécula de adenina en lugar de una de guanina. Una alteración minúscula,
aunque con un efecto descomunal.
En lugar de añadir información para que la maquinaria celular siguiera
formando el receptor de la EPO, este cambio sintáctico constituía un «codón
de parada», el equivalente genético de un punto al final de la última frase de
un capítulo. Lo que hace esencialmente un codón de parada es decirle al ARN
—el ácido ribonucleico, la molécula que lee el código del ADN para que éste
se pueda traducir en hechos— que las instrucciones se han terminado. Siga
adelante, aquí no hay nada más que leer, dice. Así que en lugar de codificar el
aminoácido triptófano, como haría normalmente esa sección del gen del
EPOR, la mutación de la familia Mäntyranta provocaba que el receptor no
siguiera desarrollándose, dejando alrededor de un 15 por ciento de su
estructura sin terminar. La parte inconclusa en los miembros de la familia
afectados es casualmente un segmento del receptor que se encuentra en el
interior de la célula de la médula ósea. El trozo del receptor que queda fuera
de la célula espera a la llave de la EPO, mientras que la parte interior modula
la respuesta subsiguiente, actuando como un freno para detener la
producción de hemoglobina. En los Mäntyranta afectados, que carecen de ese
freno, la producción de glóbulos rojos está desbocada.
Por suerte para la familia, la superproducción de glóbulos rojos no
derivaba en ningún problema de salud. Salvo por la tez ligeramente oscura,
los miembros de la familia no mostraban indicios visibles de anomalía, así
que generalmente descubrían su afección por casualidad a raíz de un
reconocimiento médico rutinario.
El hallazgo del gen del EPOR de los Mäntyranta resultó ser un
descubrimiento fundamental a principios de la década de 1990.342 La afección
de la hemoglobina alta de los Mäntyranta se transmitía en la familia de una
manera autosómica dominante, lo que significa que sólo se necesitaba una
copia del gen mutante para que un miembro de la familia padeciera la
enfermedad. Antes de ese estudio, se habían descubierto otras mutaciones
genéticas que se heredan de forma dominante, pero generalmente estaban
ligadas a enfermedades graves.
En los artículos que publicaron entre 1991 y 1993, los investigadores
señalaron que los Mäntyranta portadores de la mutación del EPOR de la
familia eran longevos. Según parecía, habían encontrado una mutación
beneficiosa para un deportista que por lo demás conlleva pocas
consecuencias. Aunque De la Chapelle dice que nunca pudo convencer al
propio Eero de que la mutación del EPOR le había ayudado en su cruzada
olímpica. «No paraba de decir que no se trataba de su energía corporal»,
recuerda De la Chapelle, «sino de su determinación y su mente».

Desde que llegué de Brooklyn para conocerle, Eero está impaciente por
hablarme de su visita a Nueva York después de los Juegos Olímpicos de
Invierno de 1960. «De miedo» es como describe su primera impresión del
atolladero de Cadillac, semáforos y asfalto.
También me ha mostrado algunas de sus medallas más preciadas, las siete
de los Juegos y una medalla al honor que el Estado suele reservar a los héroes
militares. Igual que para la noche polar, los fineses tienen una palabra
intraducible, sisu, que más o menos viene a significar la fuerza de la pasión, o
la tranquila determinación frente a los obstáculos. El estado finés decidió que
Eero era la encarnación del sisu.
Iiris, que lleva el pelo rubio cortado a la altura del hombro y unas gafas de
montura negra, me traduce una anécdota de su infancia sobre las
repercusiones de los Juegos de 1964, cuando la compañía eléctrica local
sufragó los gastos para que un helicóptero llevara a Eero de vuelta a casa. La
aeronave aterrizó encima del hielo que cubría el lago, en medio de una
multitud con ganas de jarana que se había congregado para celebrar el
acontecimiento. Iiris era una niña pequeña, y recuerda que echó a correr
entusiasmada hacia el helicóptero. Al principio, Eero había disfrutado de los
agasajos, que entre otras cosas le proporcionaron un empleo en el
ayuntamiento para dar clases de educación física a los niños. Pero la cosa no
tardó en convertirse en una carga.
Hasta mediados de la década de 1960, los periodistas aparecían sin previo
aviso en la puerta de Eero para pedirle que «cuénteme alguna anécdota, pero
no de las que les cuenta a los demás», dice Eero, traducido por Iiris. Antes de
cada competición, los turistas del sur de Finlandia se daban un garbeo por allí
para que les enseñara las medallas y hacerle fotos, peticiones a las que Eero y
Rakel se sentían obligados a acceder. Para Eero esquiar había sido siempre
más una cuestión de ganar para conseguir una mejora laboral, que una pasión
íntima por la actividad, así que tanta atención no buscada fue suficiente para
impulsarle a retirarse de las competiciones de esquí después de los Juegos
Olímpicos de 1968, cuando contaba treinta años.
A requerimiento de una revista del corazón finesa, hizo una fugaz
reaparición antes de los Juegos de Sapporo 1972 en Japón. Llevaba tres años
sin haber dado un paso sobre los esquíes ni haberse entrenado y estaba muy
por encima de su peso de competición. La revista le prometió pagarle los
gastos de entrenamiento, así que Eero se tomó unas vacaciones del trabajo
mientras abría las puertas a la revista para que documentara su regreso. Eero
volvió a las pistas seis meses antes de los Juegos Olímpicos, pero logró
clasificarse y acabó decimonoveno en Japón en la carrera de 30 kilómetros,
antes de volver de nuevo a su retiro, y esta vez para siempre.
Cerca del final de mi visita, todos tomamos posiciones en los sofás y
sillones del salón flanqueados por pinturas de paisajes invernales. Eero me
señala una serie de fotografías color sepia colgadas en las paredes. Son sus
antepasados. Allí está el moreno Isak, en chaleco y con una gorra de
repartidor de periódicos, recostado contra el suelo de un claro del bosque
disfrutando de una comida con Johanna, que se cubre la cabeza con un
pañuelo de colores claros. Y encima está una foto de los padres de Eero, Juho
y Tynne, sentados en unas sillas de madera en un desmonte con varios de sus
hijos.
Aunque Isak y Jugo murieron antes de que empezara a examinar el
genoma familiar, De la Chapelle había analizado a los suficientes miembros
de la familia para poder crear un árbol genealógico genético de la familia y
deducir que tenían la mutación del EPOR. Los dos hermanos de Juho, Leevi y
Eemil, también fueron portadores de la mutación.
Pero la mutación no tardará en extinguirse en el linaje de Eero. Su hijo
Harri, que era portador y un prometedor esquiador de fondo, murió siendo
todavía joven de una enfermedad sin ninguna relación con la mutación del
receptor de la EPO. Iiris no tiene la mutación, y de los otros dos hijos de Eero,
las mellizas Minna y Vesa, sólo la tiene Minna, pero no su único hijo.
Cuando le pregunto a Eero si le supuso un alivio que los médicos de la
Universidad de Helsinki despejaran sus victorias de la sospecha de dopaje
sanguíneo, dice que sí, pero que no está de acuerdo con la sugerencia de que
la mutación le supusiera ventaja alguna. A su modo de ver, la creciente
viscosidad de su sangre pletórica de glóbulos rojos le habría dificultado la
circulación sanguínea, lo que equilibraría cualquier ventaja en su
rendimiento. De la Chapelle no se recata en mostrar su desacuerdo. «Es una
ventaja, eso es incuestionable», me dice, y señala que los niveles de
hemoglobina de Eero son los más altos que haya visto jamás. «Si la sangre no
circulara bien, ésa sería una situación bastante grave y te enterarías.»
En los últimos años, Eero ha sufrido varios episodios de neumonía que sus
médicos creen podrían estar relacionados con la densidad de su sangre, así
que ahora está tomando medicamentos anticoagulantes. Iiris añade que la
rojez de la piel de su marido también es reciente. Durante su época de
competición, Eero no mostró ningún síntoma patológico relacionado con su
mutación del EPOR, y los demás familiares con la mutación han seguido
estando sanos hasta edades avanzadas.
Aunque la extensa documentación científica sobre la mutación de la
familia Mäntyranta es única en el mundo del deporte, sin duda alguna ha
habido otros grandes deportistas con unos niveles de hemoglobina
preternaturalmente altos. Los deportes de resistencia como el esquí de fondo
y el ciclismo han establecido medios mediante los cuales un deportista con
una hemoglobina o unos niveles de glóbulos rojos anormalmente elevados
puedan obtener una dispensa médica para competir, siempre que el
deportista en cuestión puede demostrar que tiene la hemoglobina alta de
forma natural. Son varios los deportistas que han obtenido tales dispensas y
han terminado logrando grandes éxitos.
El ciclista italiano Damiano Cunego fue dispensado por la Unión Ciclista
Internacional, y a los veintitrés años se convirtió en el ciclista en ruta más
joven de la historia en ser considerado el número uno del mundo. Frode Estil,
un esquiador de fondo noruego exonerado por la Federación Internacional de
Esquí, ganó dos medallas de oro y una de plata en los Juegos Olímpicos de
Invierno de Salt Lake City en 2002. Ninguno de esos hombres tenían unos
niveles de hemoglobina tan altos como los de Eero —los normales para los
hombres oscilan entre 14 y 17 gr de hemoglobina por decilitro de sangre, y
Eero lo tenía alto comparado incluso con los miembros de su familia, que
sistemáticamente superaban los 20 gr y llegaban a los 23 gr—, pero Cunego y
Estil tenían unos niveles elevados que no obstante pudieron demostrar eran
naturales y más altos que los de sus compañeros de equipo y adversarios que
entrenaban de manera parecida.
Como aquellos seis entrenados naturalmente del estudio de la York
University, había algo en ellos congénitamente diferente.

Con las tres horas de coche del viaje de vuelta a Luleå in mente, Iiris les dice a
Eero y a Rakel que los volverá a ver pronto, en las Navidades, y me indica que
deberíamos ponernos en camino.
Cuando estamos a punto de irnos, de pronto me reprendo por casi
haberme olvidado de hacer una pregunta evidente. Cuando me dijeron que la
mutación del EPOR no tendrá continuidad en los descendientes directos de
Eero, me decepcionó que no hubiera manera de comprobar si la alteración en
cuestión podría haber impulsado a los más jóvenes de la familia a alcanzar el
éxito deportivo. Pero por el árbol genealógico trazado por De la Chapelle,
sabía que había parientes que eran portadores del gen mutante.
«¿Los hermanos de Eero tienen la mutación?», pregunto. Iiris me dice que
uno de ellos sí. Su hermana Aune y dos de los dos hijos de ésta son
portadores, su hijo Pertti y su hija Elli. «¿Y esquían?», insisto. Esquiaban, me
dice. ¿Y eran buenos?
Elli había sido dos veces campeona del mundo juvenil en los relevos 3×15
kilómetros en 1970 y 1971. Y Pertti, que compitió en el escenario de los
mayores triunfos de su tío, ganó un oro olímpico en los relevos de 4×10
kilómetros en 1976, en los Juegos de Invierno de Innsbruck. En 1980, sumó
un bronce a los que ya tenía en los Juegos de Lake Placid.
En la familia no corre nadie más.

340La primera documentación sobre el patrón hereditario de los niveles altos de glóbulos rojos en la
familia de Mäntyranta: Juvonen, Eeva y otros, «Autosomal dominant erythrocytosis caused by increased
sensitivity to erythropoietin», Blood, 78(11), (1991), 3066-69.

341La primera documentación sobre la mutación del EPOR en la familia Mäntyranta: De la Chapelle,
Albert, y otros, «Familial erythrocytosis genetically linked to erythropoietin receptor gene», Lancet, 341,
(1993), 82-84.

342Un análisis detallado de la mutación del EPOR en la familia Mäntyranta: De la Chapelle, Albert,
Ann-Liz Träskelin y Eeva Juvonen, «Truncated erythropoietin receptor causes dominantly inherited
benign human erythrocytosis», Proceeding of the National Academy of Sciences, 90, (1993), 4495-99.
Epílogo
El deportista perfecto

La historia de la vida de Eero Mäntyranta es el ejemplo clásico del relato de


las 10.000 horas.
Mäntyranta creció en la pobreza y tenía que cruzar esquiando un lago
helado para ir y volver del colegio cada día. De joven, se tomó en serio el
esquí como un medio para mejorar su posición vital, consiguiendo un empleo
como guardia de fronteras que le permitió escapar del peligro y la ingratitud
del trabajo de leñador. Todo lo que necesitó fue paladear levemente el éxito
para emprender el frenético entrenamiento que forjó a uno de los mayores
deportisas olímpicos de una generación. ¿Quién le discutiría su esfuerzo o el
sufrimiento que padeció en soledad en las álgidas noches invernales?
Cambien los esquíes por los pies, y el bosque ártico por el Valle del Rift, y el
cuento de Mäntyranta se adaptaría cómodamente al patrón narrativo de un
maratonista keniano.
De no haber sido por un puñado de científicos curiosos que estaban al
tanto de las hazañas de Mäntyranta y que le invitaron a su laboratorio veinte
años después de haberse retirado, su historia podría haber quedado como la
un mero triunfo de la formación. Pero alumbrado por la luz de la genética, el
relato vital de Mäntyranta asume una apariencia completamente distinta:
ciento por ciento de herencia y ciento por ciento de formación.
Es evidente que Mäntyranta poseía un extraño talento; tan evidente como
que necesitó entrenar asiduamente para obrar el milagro de transmutar ese
talento en oro olímpico. Como el psicólogo Drew Bailey me dijo: «Sin genes
ni entorno, no hay resultados». Ejemplos en los que un único gen tiene un
efecto espectacular, como en el caso de Mäntyranta, son sumamente raros, y
encontrar los genes del deporte resulta extraordinariamente complejo y
difícil. Pero la incapacidad actual para identificar la mayoría de los genes
relacionados con el deporte no significa que éstos no existan y que los
científicos, bien que lentamente, no vayan a encontrar más.
Una de las preocupaciones de Yannis Pitsiladis, el científico que cruzó
África y Jamaica para reunir los ADN de los atletas, es que el descubrimiento
de los genes que influyen en el rendimiento deportivo menoscabe el esfuerzo
de los deportistas, si resulta que esos genes están más concentrados en un
grupo étnico o una región que en otros. Pero ya sabemos que determinados
grupos étnicos poseen genes que los dotan de una superioridad o una
inferioridd en cuanto a unas empresas deportivas determinadas. Por utilizar
el ejemplo del genetista de Yale Kenneth Kidd, podemos admitir que la
población de pigmeos no tenga muchas probabilidades de convertirse en
fuente de estrellas de la NBA, dado que los pigmeos son proclives a tener
pocas variaciones genéticas que se traduzcan en una estatura elevada en
comparación con otras poblaciones.
La altura es a todas luces una ventaja innata en el baloncesto. Pero ¿resta
valor a los logros de Michael Jordan el que tuviera la buena suerte de estar
dotado de unos genes que contribuyeron a que fuera más alto que los
pigmeos y que la mayoría del resto de los humanos del planeta? Si existe un
científico o aficionado al deporte que menospreciara el esfuerzo y aptitudes
de Jordan a causa del evidente don de su altura, no le he conocido durante la
preparación de este libro. De hecho, en el mundo del deporte es mucho más
frecuente encontrarse con el extremo opuesto, a saber, el de ignorar los dones
como si no existieran.
Piensen en el título y subtítulo de un artículo aparecido en Sports
Illustrated: «El fuego interior: el pivot de los Bulls Joakim Noah no tiene el
talento incandescente de sus hermanos de la NBA. Pero aporta al juego un
don igualmente decisivo.» El «don» de Noah es su deseo de ganar. Da igual
que sea el hijo de casi 2,11 m de un campeón de tenis francés, tenga una
envergadura de brazos de 2,16 m y un salto vertical de 95 cm. Si ésos no son
unos dones deportivos incandescentes, entonces, díganme: ¿qué lo son? La
falta de talento de Noah a la que hace referencia el titular —y el propio Noah
en el artículo—, parecería querer indicar que es torpe manejando el balón y
un mediocre tirador en suspensión. Lo que, basándose en la ciencia del
deporte, quizá tenga más que ver con el trabajo específico que ha dedicado a
perfeccionar sus aptitudes de tiro y regate que con sus talentos hereditarios.
Un titular más sincero podría haber rezado así: «El talento exterior: Joakim
Noah no ha conseguido la técnica concreta del baloncesto en la misma
medida que sus compañeros de equipo, pero está en el extremo superior de la
humanidad desde el punto de vista de su talento físico y, por consiguiente,
aun así puede ser un buen jugador de la NBA».
Reconocer la existencia del talento y los genes que influyen en el potencial
deportivo de ninguna manera desluce el trabajo necesario para que ese talento
sea transformado en éxitos. Los estudios emprendidos por K. Anders
Ericsson —el llamado padre de la «ley» de las 10.000 horas— y sus colegas
normalmente no se ocupan de la existencia del talento basado en la genética,
porque su trabajo empieza con sujetos que ya tienen un alto rendimiento en
música o en el deporte. Cuando la mayoría de la humanidad ya ha sido
descartada de un estudio antes de que éste dé comienzo, el estudio
frecuentemente tiene poco o nada que decir sobre la existencia o inexistencia
del talento innato.343 (El ejemplo ocasional de los mismos genes y el mismo
entrenamiento nos cuenta la historia previsible. Me encontraba junto a la
línea de meta en la final de los 400 metros de los Juegos de Londres, cuando
los gemelos belgas y pareja de entrenamiento Kevin y Jonathan Borlée, pese a
correr en las calles de ambos extremos de la pista, terminaron con 2
centésimas de segundo de diferencia.) Esenciamente, los deportistas siempre
se distinguen tanto por sus entornos de entrenamiento «como» por sus genes.
En algunos casos, como ocurre con la capacidad de los bateadores de
béisbol para reaccionar a un lanzamiento, una destreza que parece basada en
unos reflejos sobrehumanos, es en buena medida el resultado de una base de
datos mental aprendida. (Sin embargo, una vez instalada la base de datos, un
deportista que posea un hardware visual espectacular puede sacarle un
rendimiento superior.) En otros, como con la capacidad para responder
rápidamente a un ejercicio de resistencia, los genes intervienen en la mejoría
misma derivada de un entrenamiento duro. Con toda probabilidad, nos
pasamos atribuyendo nuestras capacidades y rasgos tanto al talento innato
como al entrenamiento, dependiendo de lo que mejor se acomode a nuestras
historias personales.
Es bien sabido que Steve Jobs decía que durante mucho tiempo había
pensado que su personalidad era por completo el resultado de sus
experiencias vitales, hasta que, ya de adulto, conoció por primera vez a la
novelista Mona Simpson, la hermana que ignoraba que tenía. Jobs se asombró
de lo mucho que se parecía a Simpson, a pesar de haber crecido en familias
diferentes. «Yo era bastante partidario del componente de la educación, pero
ahora lo soy más del aspecto hereditario», declaró Jobs al New York Times en
1997. «Y es así gracias a Mona y al hecho de tener hijos. Mi hija tiene catorce
meses, y ya está bastante claro cuál es su personalidad.»
A medida que el estudio de los genes madure, iremos descubriendo cada
vez más contribuciones genéticas —algunas grandes, muchas triviales—
detrás de las historias deportivas que contemos. Aunque no es probable que
alguna vez recibamos las respuestas completas sólo de la genética, y no sólo
porque el entorno y el entrenamiento siempre son factores esenciales.
Recuerden que incluso en cuanto a la estatura, un rasgo fácilmente
cuantificable, los científicos necesitaron varios miles de sujetos y cientos de
miles de puntos del código genético para explicar ni la mitad de la variación
en estatura entre los adultos. Cada vez es más evidente que muchos rasgos
están influidos por la interacción de un gran número de variaciones genéticas.
Por lo tanto, los estudios necesitarán cientos o incluso miles de sujetos para
llegar a la raíz genética de tales características. Pero no hay miles de
corredores de élite de los 100 metros en el mundo; además, las variantes
genéticas que influyen en la rapidez de un velocista tal vez sean
completamente distintas de las que influyen en la velocidad de su adversario
de la calle contigua. Recuerden que, respecto de la CMH, la enfermedad que
conduce a la muerte súbita en los deportistas, la mayoría de las distintas
variantes genéticas conocidas que provocan la enfermedad son mutaciones
«privadas». Esto es, que hasta el momento sólo han sido identificadas en una
única familia. El mismo resultado físico a veces se puede alcanzar a través de
muchos caminos genéticos distintos.
No obstante, mientras escribo esto, surgen titulares por doquier dando la
noticia de que unos científicos japoneses han creado óvulos fértiles a partir de
células madre de ratón. En la radio, un científico acaba de especular con el
gran adelanto que conducirá definitivamente a la capacidad para diseñar la
descendencia con unos rasgos específicos, incluidas las facultades físicas.
Podemos construir al deportista perfecto, insinúa el científico. «Esto
proporcionará a los padres la grandiosa facultad de escoger los rasgos
genéticos de sus hijos», declaró a NPR el bioeticista de Stanford Hank Greely.
Aunque, con respecto a los rasgos deportivos, en este momento ni siquiera
tenemos una pista sobre qué versiones escoger de la mayoría de los genes que
codifican la idoneidad atlética. Hay algunos genes raros —como el EPOR, o la
miostatina— que por sí solos pueden tener un impacto significativo en las
aptitudes físicas, pero los genes individuales con un gran impacto se han
revelado como la excepción. En un futuro previsible, no podemos diseñar un
espécimen deportivo genéticamente ideal. Un deportista genéticamente
perfecto simplemente tendría que tener la suerte de dar con las versiones
«correctas» de los genes adecuados para su deporte.
¿Y cuáles son las probabiliades?

A Alun Williams, genetista de la Universidad Metropolitana de Manchester,


Inglaterra, le quitaba el sueño esta cuestión. Así que él y su colega Jonathan P.
Folland peinaron toda la literatura científica en busca de las veintitrés
variantes genéticas que (hasta el momento) se han relacionado de manera
más estrecha con la capacidad de resistencia, y luego reunieron la
información sobre la frecuencia con que se dan estas variantes genéticas en
los humanos.344
Algunas de las variantes se encuentran en más del 80 por ciento de las
personas, y otras en menos del 5 por ciento. Utilizando las frecuencias
genéticas, Folland y Williams hicieron proyecciones estadísticas de la
cantidad de deportistas de resistencia «perfectos» (personas con las dos
versiones «correctas» de los veintitrés genes) que se pasean por el planeta.
Williams suponía que esa perfección —aun basada en el número limitado
de los genes identificados— sería rara; después de todo, un Greg LeMond o
una Chrissie Wellington no son fáciles de encontrar. Pero se quedó
estupefacto cuando metió el algoritmo estadístico en su ordenador y vio que
las probabilidades de que hubiera un solo humano con la serie perfecta de
variantes genéticas era inferior a una cada mil billones. Para ilustrar este
ejemplo: si compran veinte décimos de lotería cada semana, tendrían más
probabilidades de ganar el premio gordo «dos veces seguidas» que de
conseguir ese bote genético. Basándose exclusivamente en el reducido
número de genes que Folland y Williams incluyeron, no hay ningún
deportista genéticamente perfecto en la Tierra. Ni siquiera nos acercamos.
Dados los ridículos siete mil millones de habitantes de nuestro planeta, no
hay ninguna probabilidad de que haya alguien con el perfil de resistencia
ideal con más de dieciséis de los veintitrés genes. Por otra parte, también es
improbable que haya un individuo con sólo unos poquitos de esos genes de la
resistencia. Básicamente, todos estamos, o casi, en el difuso punto medio, con
diferencias de sólo un puñado de genes. Es como si todos jugáramos a la
ruleta genética una y otra vez, moviendo nuestras fichas de aquí para allá, a
veces ganando, en ocasiones perdiendo, pero todos girando en torno a la
mediocridad. «Todos somos relativamente parecidos porque todos
dependemos del azar», dice Williams.
Sin embargo, hay ciertos deportistas de élite que no dependen del azar: los
purasangres. Dado que la capacidad atlética conlleva tener una compleja
mixtura de genes, los caballos de carreras campeones tienden a ser el
resultado de múltiples generaciones de cruces entre caballos atletas. Cuantos
más genes estén implicados en un rasgo atlético, más generaciones de cría de
atletas con atletas serán necesarias probablemente para conseguir una
descendencia que haya reunido las suficientes variantes genéticas correctas
para acceder al círculo de campeones. La única apuesta segura en el
hipódromo es que todos los caballos de primer nivel no sólo tengan por
padres a caballos de carreras, sino también por abuelos y bisabuelos.
Los criadores de caballos de carreras han hecho una labor asombrosa; los
mejores purasangres corren la milla en un minuto y medio. No obstante,
entre muchos de los caballos de carreras superlativos del mundo, la velocidad
de los campeones hace décadas que se ha estancado. Es posible que los
purasangres hayan alcanzado su velocidad terminal fisiológica o
sencillamente que la población de cría se haya quedado sin nuevos genes de
idoneidad atlética. (Los purasangres son relativamente endogámicos, pues
más de la mitad de los genes de los caballos de carreras modernos tienen sus
orígenes en únicamente cuatro caballos individuales —Godolphin Arabian,
Darley Arabain, Byerley Turk y Curwen Bay Barb— que viajaron desde el
norte de África y Oriente Medio hasta Inglaterra a finales del siglo XVII y
principios del XVIII.)345
En palabras de Pitsiladis, para ser un plusmarquista mundial «tienes que
escoger a tus padres con sumo cuidado». Lo decía de broma, claro está,
porque es evidente que no podemos escoger a nuestros padres. Ni tampoco
los humanos tendemos a emparejarnos con un conocimiento consciente
mutuo de las respectivas variantes genéticas. Nuestra forma de emparejarnos
se asemeja más a una bola de ruleta, que rebota en unas cuantas cavidades
antes de instalarse en una de las muchas adecuadas. Williams sugiere
hipotéticamente que para que la humanidad produzca un deportista con más
genes del deporte «correctos», un planteamiento posible es cargar la bola de la
ruleta genética con más linajes en los que los padres y abuelos sean
deportistas destacados, y en consecuencia, albergar probablemente un mayor
número de genes buenos que codifiquen la idoneidad deportiva. Yao Ming —
otrora, con sus 2,26 m, el jugador en activo más alto de la NBA— nació de la
pareja más alta de China, un par de ex jugadores de baloncesto unidos por la
federación China de baloncesto. Como Brook Larmer escribe en Operation
Yao Ming: «Dos generaciones de antepasados de Yao Ming han sido
escogidos por las autoridades por su corpulencia física, y su madre y su padre
fueron introducidos en el sistema deportivo en contra de su voluntad». Sin
embargo, la unión deliberada de deportistas a la búsqueda de una progenie de
superestrellas es algo escaso.
Incluso eso no sería garantía del éxito deportivo para ningún descendiente
individual de unos grandes deportistas. De hecho, cuanto mejores son los
padres, menos probabilidades hay de que el hijo vaya a ser igual de bueno. En
cualquier rasgo que esté influido por muchos genes, es sencillamente
improbable desde el punto de vista estadístico que un hijo vaya a conseguir
ser tan afortunado como unos padres muy afortunados. La expresión
«retroceso al término medio» surgió, en parte, del estudio sobre la estatura.
Como es natural, el hijo de dos progenitores de 2,13 m es probable que sea
más alto que la media, pero no que sea significativamente tan atípico como
sus padres. De igual manera, el hijo de dos deportistas extraordinariamente
dotados, probablemente tendrá más combinaciones genéticas que
contribuyan a la idoneidad deportiva que una persona escogida al azar, pero
se verá en grandes apuros para ser tan afortunado como su madre y su padre.
En buena medida, la humanidad seguirá dependiendo del azar, y los
deportes continuarán proporcionando un escenario espléndido para la
fantástica colección que es la diversidad biológica humana. En medio de la
pompa de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro
de 2016, no se olviden de buscar los extremos de la complexión humana. A las
gimnastas de 1,45 m junto a los lanzadores de peso de 139 kg, que levantan la
mirada hacia los jugadores de baloncesto de 2,08 m cuyos brazos miden de la
punta de un dedo a otro 2,28 m. O al nadador de 1,93 m que entra a grandes
zancadas en el estadio olímpico al lado de su compatriota, el corredor de la
milla de 1,75 m, luciendo ambos el mismo largo de pantalón.
Las historias de nuestra familia étnica, geográfica e individual han
configurado la información genética que transportamos en el núcleo de todas
nuestras células y, a su vez, en nuestros cuerpos. Resulta sobrecogedor pensar
que, en el sentido más auténticamente genético, somos todos una gran
familia, y que los caminos de nuestros antepasados nos han dejado tan
maravillosamente distintos. En el último renglón de su rompedor El origen de
las especies, Charles Darwin dice esto de su revelación de que todas las
variaciones biológicas que ve brotan de una ascendencia común: «[…] de un
principio tan simple han evolucionado, y están evolucionando, hasta el
infinito, las más hermosas y maravillosas formas».
Dado que cada uno de nosotros es único, la ciencia genética seguirá
demostrando que igual que no hay una medicina que sirva para todo,
tampoco hay un programa de entrenamiento idóneo para todos. Si un
deporte o sistema de entrenamiento no da resultado, tal vez no sea por culpa
del entrenamiento. Puede que seas «tú», en el sentido más profundo.
No hay que tener miedo de intentar otra cosa diferente. Donald Thomas y
Chrissie Wellington no lo tuvieron, y después de todo, Usain Bolt tenía su
corazón puesto en el estrellato del cricket.
En los comienzos del siglo XX, antes del Gran Estallido de los tipos
corporales, los profesores de educación física pensaban que el tipo corporal
«medio» era la forma perfecta para todos los empeños deportivos. ¡Qué
equivocados andaban! Y ahora los genetistas y fisiólogos están reforzando las
pruebas de que los planes de entrenamiento correctos podrían ser tan
variados como los individuos que los acometieran.
Al final de 2007, la prestigiosa revista Science presentó en su portada a la
«variación genética humana» como el máximo avance científico del año. A
medida que la secuenciación del ADN se abarata y hace más rápida, «los
investigadores están descubriendo lo verdaderamente distintos que somos
unos de otros», rezaba la portada.
Perseguir la mejora deportiva es embarcarse en una búsqueda del plan de
entrenamiento que se adapte a la biología inimitable de uno. Como el estudio
familiar HERITAGE demostró, un único programa de ejercicios producirá un
margen inmenso e individualizado de mejora para cualquier rasgo físico
particular. Aunque, sorprendentemente, ni siquiera en HERITAGE hubo
quien «no respondiera» a todo. Cierto, hubo sujetos que no experimentaron
ninguna mejora en la capacidad aeróbica, pero quizá su tensión sanguínea
bajara o mejoraran sus niveles de colesterol. Todo el mundo se beneficia del
ejercicio o de la práctica deportiva de alguna manera exclusiva. Participar es
un viaje de autodescubrimiento que, en buena medida, trasciende incluso el
esclarecedor alcance de la ciencia de última generación. Como expresó con
tanta elegancia J. M. Tanner, el eminente experto en crecimiento y vallista de
nivel internacional: «Cada uno tiene un genotipo diferente. Por consiguiente,
para alcanzar un desarrollo óptimo […] cada uno debería tener un entorno
distinto».346
Feliz entrenamiento.

343 No obstante, hay algunas anécdotas interesantes. Las gemelas idénticas y velocistas norteamericanas
de élite Me’lisa y Mikele Barber entrenan cada una por su lado. Sus mejores marcas personales de los
100 metros están separadas por 7 centésimas de segundo.

344Williams, Alun G., y Jonathan P. Folland, «Similiarity of polygenic profiles limits the potential for
elite human physical performance», The Journal of Physiology, 586(punto 1), 113-21.

345Cunningham, Patrick, «The genetics of thoroughbred horses», Scientific American, (mayo 1991).

346La cita de Tanner sobre el desarrollo óptimo aparece aquí: Tanner, J. M., Fetus into Man: Physical
Growth from Conception to Maturity, Harvard University Press, ed. revisada y ampliada, 1990, p. 120.
Epílogo a la edición en rústica

El gen deportivo fue publicado originalmente en agosto de 2013, y el maratón


de Berlín tuvo lugar al mes siguiente. He aquí las nacionalidades de los cinco
primeros finalistas masculinos: keniano, keniano, keniano, keniano y
keniano. En cuanto a las mujeres, las kenianas fueron primera, segunda y
cuarta. En octubre, en el maratón de Chicago, los kenianos acabaron primero,
segundo, tercero, cuarto, octavo y undécimo; las mujeres kenianas ocuparon
la primera y la segunda plaza. Y un mes después de eso, un keniano y una
keniana ganaron sus respectivas categorías en el maratón de Nueva York.
Pero no se dejen engañar por la palabra «Kenia». Como si quisieran poner
unos signos de admiración a los capítulos 12 y 13 de este libro, todos y cada
uno de esos atletas pertenecían a la minoría kalenjin; población: cinco
millones. Ésa es la población de Costa Rica. ¿Se imaginan que los corredores
costarricenses coparan los cinco primeros puestos en una maratón
importante? Con los corredores kalenjin, asistimos a la mayor
sobrerrepresentación de potencia atlética de categoría internacional que la
humanidad haya visto jamás. Sólo para que se hagan una idea: mientras
escribo esto, diecisiete norteamericanos —y catorce británicos— han bajado
de las 2 h 10 (a una velocidad de 4:58 la milla) en toda la historia; setenta y
dos kalenjin lo han hecho sólo «este año». Esto da fe tanto de una fisiología
única como del entorno de entrenamiento de los kalenjin. Y también de cierta
mentalidad ejemplificada por Dennis Kimetto, que no fue un nombre
especialmente destacado en el mundo del atletismo antes de que ganara el
maratón de Chicago de 2013 estableciendo una devastadora plusmarca de la
carrera.
Al cruzar la línea de meta, Kimetto, de veintinueve años, confesó que era
un corredor neófito. «Antes de 2010», dijo, «me dedicaba en cuerpo y alma a
las labores agrícolas y no había corrido nunca. Literalmente, no había corrido
jamás. Cultivaba maíz y cuidaba las vacas».347
Cuando visité Kenia durante la elaboración de este libro, me maravilló la
mentalidad del nunca es demasiado tarde de los corredores kalenjin, además
de la esbeltez de sus cuerpos. Kimetto empezó a correr en serio sólo cuando
ya tenía veinticinco años, después de que un famoso maratonista le conociera
en un centro comercial y le invitara a entrenar. No puedo por menos que
pensar en cómo habría discurrido aquel encuentro si Kimetto hubiera vivido
en Estados Unidos o Europa. Quizá lo habría considerado un instante,
sonriendo para sus adentros ante el quimérico pensamiento de transformarse
de agricultor en atleta profesional; de levantar los brazos al romper la cinta de
llegada en el maratón de una gran ciudad y de volver a casa en el agrícola
Valle del Rift convertido en un héroe con un salario de seis cifras. Y entonces
la fantasía estallaría, y se daría cuenta de que era demasiado tarde. El
momento para aquello ya había pasado. Había muchos más que le sacaban
demasiada ventaja.
Ésta es, después de todo, la a menudo tácita debilidad del pensamiento de
la ley estricta de las 10.000 horas, que dice que lo único que importa para
alcanzar el éxito es la práctica acumulada. Si sólo es la práctica lo que importa,
y tus adversarios han logrado más horas de práctica que tú, el éxito es una
causa perdida. Menos mal, pues, que la «ley» no haya llegado a la provincia
del Valle del Rift occidental. El elemento básico del fenómeno de los
corredores kalenjin está constituido por veintitantos hombres y mujeres que
empezaron a entrenar en serio por primera vez en la suposición de que, si
tenían el talento suficiente, la motivación decisiva y estaban dispuestos a
padecer la dureza del entrenamiento, podían ponerse a la altura de aquellos
que habían acumulado muchas más horas. Ésta es la mentalidad del nunca es
demasiado tarde que proporcionó al mundo del deporte (y a este libro) las
historias maravillosas de atletas como el saltador de altura Donald Thomas y
la triatleta Chrissie Wellington.
Si menciono esto, es porque El gen deportivo ha llegado a más público del
que jamás pude imaginar. (El presidente Barack Obama fue fotografiado
comprando un ejemplar en un festivo sábado.) El éxito del libro hizo que me
reafirmara en la creencia de que los lectores quieren entender los avances de
la ciencia y que no temen a la complejidad. Eso también supuso que apenas se
había secado la tinta de la primera edición, cuando las consecuencias a mi
crítica a la ley de las 10.000 horas se convirtió en tema de amplia cobertura
informativa. Uno de mis críticos más acérrimos fue el periodista británico
Matthew Syed, autor de Bounce, un éxito de ventas sobre el alto rendimiento
que se decanta de manera contundente por la ley de las 10.000 horas (también
conocida por la ley de los diez años) y que busca restarle importancia a los
genes.
Cuando Syed y yo fuimos entrevistados juntos en la radio BBC, él no
discutió la ciencia representada en mi libro, sino más bien lo que se le
antojaban las consecuencias sociales de admitir la existencia de los talentos
innatos. Syed sugería que un mensaje social que incluya cualquier noción de
talento genético limitaría el esfuerzo de la personas y les impediría desarrollar
su potencial.
¿Qué dirían a eso los campeones como Kimetto, Thomas y Wellington?
Wellington, que se hizo profesional a los treinta años y cuya carrera abarcó
cinco años de principio a fin, no sólo se convirtió en una gran campeona, sino
también en una fantástica filántropa. Somos afortunados por tenerla, y éste es
el mensaje que ella extrae de su éxito: «Todos tenemos talentos, y a veces esos
talentos están ocultos y tienes que atreverte a probar algo nuevo, o podrías no
llegar a saber qué es lo que se te da bien».
Lo que yo espero —y de lo que de hecho estoy convencido— es que la
investigación científica sobre la genética y la fisiología que se detalla en este
libro siga avanzando para ayudar a transformar la simple suerte que tuvieron
Thomas y Wellington al encontrar el deporte adecuado, en un sistema de base
científica que contribuya a que más deportistas sean lo que potencialmente
pueden ser.
El problema de la mala interpretación que hacen los periodistas del
estudio original de las 10.000 horas (realizado sobre un pequeño grupo de
violinistas) alcanzó unas cotas tan insospechadas en 2012 —dos decenios
después de la publicación original—, que el psicólogo K. Anders Ericsson, que
había dirigido el trabajo, decidió que era el momento de responder. En un
enlace del sitio web de su facultad, publicó una carta con el título: «El peligro
de delegar la educación en los periodistas», donde tildaba de «invento» la ley
de las 10.000 horas. Por otro lado, en el artículo de una revista científica, el
psicólogo desdeñó la versión popular de su trabajo refiriéndose a ella como
«la versión popular de Internet». En su carta, intentó aclarar algunas de las
interpretaciones erróneas del estudio original de las 10.000 horas. «En
realidad», escribía, «las 10.000 horas era la media del grupo de los mejores
[violinistas, de veinte años]; de hecho, la mayoría de los mejores violinistas
habían acumulado un número sustancialmente inferior de horas de práctica a
los veinte años».348
Esto va a ser una sorpresa de pésimo gusto para el entrenador de fútbol
cuyo plan de entrenamiento analicé minuciosamente el mes pasado, cuando
acudí al Instituto del Deporte australiano a dar una conferencia. El plan
asignaba precisamente 10.000 horas de entrenamiento a los jugadores de
dieciocho años. Como señalo en el capítulo 2, la verdadera naturaleza de la
media del estudio original (realizado con violinistas) oculta la variabilidad
individual que aparece en todos los estudios sobre la capacitación. (Es más,
acuérdense de que el estudio original de los violinistas utilizaba a intérpretes
pertenecientes a un conservatorio de música de prestigio internacional. Los
músicos ya habían pasado por una exhaustiva criba previa. En el deporte, esto
sería lo mismo que restringir un estudio sólo a los centros de la NBA, y luego
reseñar que todos habían practicado mucho, concluyendo en consecuencia
que la práctica es la única razón de que llegaran a la NBA, y no la práctica y el
hecho de medir 2,13 m.)
Lo que más me preocupa de la clase de crítica de Syed es que éste parece
estar sugiriendo que deberíamos eliminar toda la ciencia que no se
compadezca con su mensaje social preferido. Ensalzar las investigaciones que
apoyan un determinado mensaje mientras se banaliza la ciencia que lo
contradice tal vez sea bien intencionado, pero en el mejor de los casos es
engañoso, y en el peor dañino. (Véase el capítulo 11 para un ejemplo de esto
último.) De todos modos, se me antoja presuntuoso pensar que pudiéramos
escoger el mejor mensaje social sin reconocer la amplitud de la ciencia. En
lugar de prescribir un número mágico o una única vía, entender que las
diferencias innatas entre las personas son tan reales como fundamentales
puede facilitar la búsqueda del mejor desenlace para cada individuo. (La
historia de dos saltadores de altura del capitulo 2 atestigua el hecho de que no
hay una única vía hacia la brillantez, ni siquiera entre dos hombres
esencialmente con el mismo nivel de rendimiento en un deporte bastante
sencillo.) Deberíamos esforzarnos en reunir más información sobre la
singularidad individual, y no en adoptar una mentalidad que nos impulse a
ocultarla. Esa mentalidad quedó ejemplificada el día en que, durante la
elaboración de este libro, el director de un departamento de kinesiología de
una importante universidad investigadora me confesó que estaba ocultando
datos sobre la respuesta de los deportistas a un complemento dietético,
porque había encontrado respuestas diferentes entre los blancos y los negros.
Le preocupaba las repercusiones de reconocer públicamente alguna diferencia
entre sujetos de etnias diferentes. Fueran cuales fuesen sus intenciones, la
consecuencia —la ocultación de datos— significa hurtar la información al
público y al resto de la comunidad científica.
La mentalidad de las 10.000 horas también puede perjudicar a los
deportistas más jóvenes al conducirles hacia una híper-especialización
improductiva o inapropiada. Una de las preguntas que con más frecuencia se
me ha hecho después de la publicación: «¿Cuándo debería especializarse mi
hijo en un único deporte?» Si la acumulación de las horas de práctica en un
deporte concreto es un solitario determinante del éxito, entonces, como es
evidente, la respuesta siempre sería: «Lo antes posible». De hecho, si uno mira
sólo la media de horas de práctica deliberada llevada a cabo por los
deportistas adultos de élite y las compara con las de sus camaradas menores
que se quedan en casi-élites, acaba concluyendo que acumular horas de
práctica es a todas luces trascendental:
Sin embargo, cuando los científicos observan el panorama completo,
incluidas las horas de práctica durante la infancia, esto es lo que ven:349
Las futuras élites en realidad practicaron menos por término medio en sus
deportes definitivos que las casi élites a lo largo de la mayor parte de la
infancia. Sólo alrededor de los quince años se concentraron en un único
deporte y empezaron a acumular horas de práctica con entusiasmo.350 Así las
cosas, podría ser que algunas élites ocasionales estuvieran mejor dotadas sin
más y no tuvieran que centrarse en su actividad a una edad temprana. O que
simplemente, y dado el momento próximo a la pubertad de la intersección del
diagrama de arriba, las futuras casi-élites tal vez hayan sido unos practicantes
precoces que dejaron de destacar cuando sus iguales les alcanzaron, y con
posterioridad empezaran a arrojar metafóricamente la toalla. Otra explicación
posible para este patrón es que quizá la especialización precoz impida
realmente el desarrollo en algunos deportes. Acuérdense de lo dicho en el
capítulo 3 acerca de que un entrenamiento precoz de la velocidad que sea
intenso y específico, puede conducir a la temida «meseta de la velocidad». En
Jamaica, el entrenamiento de un estudiante de primer año de un instituto con
una buena formación en atletismo es irrisoriamente ligero —varios días a la
semana de descanso y nada de pesas—, comparado con la de un primerizo
norteamericano sometido a un buen programa de atletismo.351 Los
jamaicanos primero se divierten y buscan su prueba, y sólo se lo toman en
serio cuando son alumnos de los últimos cursos. (Un estudio de los jugadores
de fútbol americano del estado de Oklahoma aparecido un mes después de la
publicación de The Sports Gene, halló unos aumentos considerables en la
fuerza de los deportistas que habían pasado cuatro años en la sala de pesas de
la universidad, pero ningún incremento en la velocidad. Los investigadores
concluyeron que los cazatalentos deberían seleccionar jugadores que ya
fueran rápidos.)352

La especialización temprana también podría agotar prematuramente el


período durante el cual un deportista puede probar una serie de deportes para
buscar el que mejor se adecua a sus condiciones. Aunque los niños prodigios
que se centran específicamente en una actividad nos fascinan y concitan la
atención de los medios de comunicación, resulta que los especializados más
tardíamente son más la norma que la excepción. Miren si no al jugador de
NBA elegido dos veces MVP Steve Nash. Nash creció en una familia de
futbolistas en Canadá y lo primero que quiso ser fue jugador de fútbol
profesional, como acabó siendo su hermano Martin. (Una búsqueda en
YouTube por «Steve Nash juega al fútbol con Eli Freeze» ofrece una muestra
del formidable talento como futbolista de Nash.)
«Empecé a jugar [al baloncesto] cuando tenía doce o trece años», contó
Nash en NBA.com. «Así que debía de tener trece cuando recibí mi primer
balón.» Trece cuando recibió su primer balón. Nash describía el recibir el
balón como algo parecido a encontrar «un nuevo amigo». Probablemente
llevara un retraso de cinco a ocho años con respecto a las hordas de niños
norteamericanos (yo incluido) que participaron en las ligas infantiles o
recibieron algún tipo de adiestramiento reglado en el jardín de infancia. Pero
Nash, que acabaría convirtiéndose en uno de los jugadores más habilidosos de
la historia, a todas luces no tuvo ningún problema en ponerse a la altura. «Si
se te dan bien otros deportes, a esa edad puedes trasladar fácilmente tu
habilidad a cualquier deporte», dijo Nash. «Fue alrededor de los trece o
catorce años cuando me di cuenta de que tenía posibilidad de ser un jugador
[de baloncesto] realmente bueno.»
Nash siguió un patrón que aparece reiteradamente en los estudios sobre la
infancia de los deportistas de élite: pasó por un «período de muestreo» a eso
de los doce años, donde probó una diversidad de deportes, encontró el que
mejor se adecuaba a él —física y psicológicamente— y entonces se centró en
él durante la adolescencia y se puso manos a la obra.
Esto se parece mucho al caso de la superestrella de tenis Roger Federer,
que jugó al bádminton, al baloncesto y al fútbol cuando era niño e hizo honor
a esas experiencias haciéndose un deportista mejor en general. (En el peor de
los casos, es evidente que no le hicieron ningún daño para perfeccionar su
tenis.) En su libro, Strokes of Genius, L. Jon Wertheim describe a los padres de
Federer como alentadores, no como avasalladores. «Si le animaron a algo»,
escribe Wertheim, «fue a que dejara de tomarse el tenis tan en serio». Un
estudio sueco de tenistas de élite y tenistas inferiores a la élite —de los que
cinco estaban entre los quince mejores del mundo—, encontró que estos
últimos habían dejado todos los demás deportes que no fueran el tenis a los
once años, mientras que los que finalmente alcanzaron la élite siguieron
practicando múltiples deportes hasta los catorce años. Sólo a los quince los
futuros jugadores de élite empezaron a practicar más que sus homólogos
inferiores. De las infancias de los futuros jugadores de élite, los investigadores
escriben: «El tenis era sólo uno entre muchos otros deportes. Su participación
en el tenis comenzó en el marco de un entorno de club armónico y nada
sofisticado donde no existían mayores exigencias en cuanto al éxito». La
mayoría de los jugadores que no llegaron a la élite empezaron a sufrir una
disminución en los éxitos después de la infancia. Normalmente, acababan
dejando el deporte por completo cuando todavía eran adolescentes.353
Un estudio sobre las infancias de los músicos muestra una pauta parecida.
En un artículo titulado «Precursores biológicos de la brillantez musical», los
psicólogos John A. Sloboda y Michael J. A. Howe encontraron que los
adolescentes de conservatorios competitivos a los que se consideraba con
unas «aptitudes excepcionales», antes de conseguir entrar en el conservatorio
habían probado varios instrumentos y practicado menos y recibido menos
lecciones que los alumnos que eran considerados con «aptitudes corrientes».
Los alumnos corrientes acumularon 1.382 horas de ejecución y práctica con
sus primeros instrumentos antes de entrar en el conservatorio, en
comparación con las 615 horas de los alumnos excepcionales, que sólo se
centraron en un instrumento y aumentaron sus actividades de práctica más
tarde. Los intérpretes corrientes, escribieron los psicólogos, «dedicaron más
tiempo total a la actividad instrumental, aunque dedicaron la inmensa
mayoría de su esfuerzo al instrumento escogido en primer lugar». Esto es, los
tales alumnos se ciñeron estrictamente a una única vía, en vez de adoptar el
período de muestreo durante el cual los deportistas y los músicos,
aparentemente de forma similar, suelen encontrar el camino que mejor se
adapta a sus cuerpos y mentes inimitables. Sin duda, hay ocasiones —Tiger
Woods, por ejemplo— en que el primer instrumento que un niño acaricia
resulta ser el ideal. Pero por cada Tiger, ¿cuántos niños hay a los que se les
insta a especializarse enseguida —como los tenistas por debajo de la élite o los
alumnos con «aptitudes corrientes» del conservatorio—, en lugar de a que
prueben y se involucren —como hicieron los músicos excepcionales y como
hizo Steve Nash— y se centren sólo una vez que identifiquen lo más
apropiado? «La deducción más sólida de estos datos», escriben Sloboda y
Howe, «es que demasiadas lecciones a una edad temprana tal vez no sean de
ayuda».354
El valor del muestreo temprano no devalúa la importancia de la práctica.
(Cuando pienso en los corredores kalenjin, sé que si la provincia del Valle del
Rift occidental experimentara de pronto un bum económico y hoy se
convirtiera en un centro urbano opulento, las ventajas fisiológicas tendrían
escasa repercusión. Y el fenómeno de los corredores de fondo desaparecería
mañana.) Pero cuanto más sabemos de la variación humana, más claro
tenemos que la práctica por sí sola no es suficiente. Encontrar un cometido
que encaje con los talentos de un individuo es esencial para alcanzar el
máximo rendimiento.
Después de la publicación de El gen deportivo, Malcolm Gladwell se refirió
a mi crítica a la ley de las 10.000 horas en varios lugares,355 siempre
consideradamente, incluso cuando (para mi sorpresa) se unió vía telefónica a
una entrevista radiofónica que yo estaba realizando en la emisora pública
KPCC de California. En dicho programa, Gladwell dijo que la idea de las
10.000 horas no debería aplicarse a los deportes y que sólo había sido pensada
para las actividades «cognitivamente complejas».
Joe Baker, un psicólogo del deporte que se dedica al estudio del
perfeccionamiento del talento, respondió con la siguiente observación: «La
percepción y la acción en el deporte están entre las cosas más complejas que
los humanos pueden hacer. No sólo es compleja la ejecución, sino que a
menudo hay alguien que intenta evitar dicha ejecución». Durante nuestra
entrevista en la KPCC, Gladwell explicó detalladamente que lo que quería
decir era que el aprendizaje de las aptitudes difíciles que exigen una gran
cantidad de conocimientos, como jugar al ajedrez, la música o la
programación informática, requieren mucha práctica, a menudo mucha más
de lo que la mayoría de las personas suponen. A mi modo de ver, supongo
que eso depende de lo que la mayoría de las personas piensen. Si la idea es que
un montón de práctica —y más concretamente la práctica de alta calidad— es
de suma importancia, entonces convengo de todo corazón. Después de que El
gen deportivo resultara ser algo así como una rareza, me encontré convertido
en una especie de portavoz de ciertos tipos de talento, dado que mis amigos
me conocían como el tío que cree que, con seis meses, podría entrenar a
cualquiera con dos piernas —o dos prótesis, o una silla de ruedas de carreras
— y ninguna enfermedad grave para que terminara un maratón. Ojo, no en 2
h 10, porque eso requiere unos dones genéticos concretos, pero sí terminar la
carrera. Cualquiera que no se haya dedicado a la exploración biológica
personal que es un plan de entrenamiento, se está perdiendo una milagrosa,
maravillosa y fascinante transformación, ya sea entrenándose para correr, ya
para un deporte con una difícil técnica motriz como el baloncesto, el cricket o
el tenis.
Y ya que hablamos de destreza motriz, otra pregunta que me hicieron
frecuentemente los lectores es si hay pruebas de que ciertos genes son
trascendentales para dominar las habilidades motrices complejas. Como
escribí en los primeros capítulos, aunque prácticamente no sabemos nada de
los genes concretos que codifican las aptitudes motrices —de la misma
manera que desconocemos en buena medida los genes que codifican la
estatura—, en general los estudios de la adquisición de destreza encuentran
que cuanto más compleja es la técnica, mayores son las diferencias
individuales en la rapidez del aprendizaje. Algunos trabajos antiguos también
han identificado algunas variantes genéticas concretas que tal vez influyan en
las diferencias individuales en la adquisición de la destreza motriz. En el
primer borrador del libro, incluí algunos de estos trabajos. Pero es una ciencia
que está en pañales, así que cuando tuve que revisar la extensión, decidí
dejarla en el suelo de la sala de despiece. También me preocupaba que los
lectores pudieran darle demasiada importancia a los hallazgos. Sin embargo,
si están lo bastante interesados en la ciencia del rendimiento como para haber
llegado hasta aquí en la lectura de El gen deportivo, seguro que tienen la
capacidad suficiente para poder con la complejidad y comprender que los
primeros trabajos científicos sobre cualquier sencillo gen es posible que se
vean reforzados o impugnados en un futuro próximo. Por consiguiente, he
incluido un pasaje relevante que no consiguió superar el primer borrador de
este libro. Es el relativo al gen BDNF, que codifica la proteína homónima: el
factor neurotrófico derivado del cerebro [BDNF en inglés]. El gen aparece en
dos variedades frecuentes, conocidas como «val» y «met», y un estudio del
Instituto Nacional de la Salud Mental de Estados Unidos, encontró que los
individuos con la versión met tenían más dificultades en las pruebas en las
que se les pedía que recordaran unas escenas que se les había mostrado.
Estudios posteriores sugieren que el BDNF también puede influir en el tipo
de «memoria muscular» que interviene en la adquisición del talento
deportivo:356

El nivel de la BDNF aumenta en la corteza motriz del cerebro cuando las


personas adquieren una habilidad motriz, y la BDNF es una de las señales
neuronales que coordinan la reorganización del cerebro cuando se
adquiere una habilidad. Un estudio de 2006 encontró que cuando los
individuos practicaban alguna destreza motriz con la mano derecha —
como la de meter unas pequeñas clavijas en unos agujeros lo más deprisa
posible—, la zona del cerebro que representa la mano derecha, el «mapa
motriz neuronal», aumentaba de tamaño con la práctica sólo en aquellas
personas que no tenían una versión met del gen BDNF. Todos los sujetos
empezaron con unos mapas motrices de tamaño parecido, pero sólo los
no portadores de la versión met experimentaron un cambio con la
práctica.
En 2010, un equipo de científicos dirigidos por el neurólogo Steven C.
Cramer se propuso explícitamente comprobar si el gen BDNF influye en
el tipo de memoria que participa en el aprendizaje de las habilidades
motrices, y sus hallazgos sugieren que sí. En dicho estudio los
participantes condujeron un coche por un recorrido digital quince veces
distintas a lo largo de un día. Todos los conductores mejoraron mientras
aprendían el camino, pero los portadores de la versión met no mejoraron
tanto. Y cuando se les pidió a todos los conductores que volvieran a los
cuatro días e hicieran de nuevo el recorrido una vez más, los portadores
de la versión met cometieron más errores. Cuando los científicos
utilizaron la resonancia magnética funcional para examinar los cerebros
de los conductores mientras practicaban sus habilidades motrices,
descubrieron diferentes pautas de activación en los que tenían la versión
met del gen BDNF.

Los estudios como estos tanto de la activación cerebral como de la


asociación genética que se centran en una única variante genética, deben ser
repetidos antes de ser aceptados como un hecho. Pero este trabajo resulta
conceptualmente intrigante, y sin duda vale la pena no perderlo de vista para
ver si puede ser reafirmado. Si las diferencias en el aprendizaje motriz entre
los portadores de la variante val y la variante met resultaran ser estables y
significativas, entonces esperemos que los estudios de seguimiento busquen
novedosas estrategias de práctica que puedan ayudar al progreso de los
portadores de la variante met.
Al mismo tiempo que los científicos vayan aumentando sus
conocimientos en relación a las diferencias entre los individuos, todos
nosotros iremos teniendo más dificultades para acceder a determinada
información sobre nuestros genes. En noviembre de 2013, el Organismo para
el Control de los Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos ordenó a
23andMe, la mayor empresa de pruebas genéticas ofrecidas directamente al
consumidor, que cancelara parte de su actividad. Concretamente, la
administración indicó que cuando 23andMe —que realiza pruebas de cientos
de variantes genéticas por cliente a razón de 99 dólares— proporciona
información sobre genes relacionados con riesgos para la salud, está
facilitando un diagnóstico médico que debería utilizarse exclusivamente bajo
control médico. En parte, la preocupación por la actividad de 23andMe deriva
de un enigma parecido al que describo en cuanto al «gen de la velocidad»
ACTN3 en el capítulo 9: es posible en efecto que un gen influya en la
velocidad, pero tomar una decisión vital sin saber nada de los muchos otros
genes y factores medioambientales que desempeñan un papel podría ser una
insensatez, algo así como decidir qué es lo que representa un rompecabezas
cuando sólo has visto una de las piezas. (En el caso del ACTN3, es una
insensatez.)
Cuando examino a fondo el tablón de mensajes de 23andMe, resulta
evidente que algunos clientes tienden a sacar más conclusiones de las debidas
de la información que proporciona la empresa, preocupándose por un
determinado riesgo para la salud aunque se sientan bien y aunque la variante
genética que ha dado positivo en las pruebas quizá sea la causa de una
diminuta parte en la varianza del riesgo de padecer la enfermedad en
cuestión. Pero he encontrado muchas notas en el tablón de mensajes de
23andMe —de personas que se han sometido voluntariamente a las pruebas—
que son razonables, y que muestran que se ha comprendido que los resultados
tal vez se basen en una tecnología todavía incipiente en algunos casos y que
los genes por separado no suelen contar una historia completa. (Hasta el
momento, los estudios demuestran que las personas que se someten
voluntariamente a un examen y luego dan positivo en una prueba para la
detección de una enfermedad de alto riesgo, generalmente afrontan la
información bastante racionalmente.)357 23andMe seguirá ofreciendo
pruebas sobre la ascendencia, y continuará —con el permiso de los clientes—
utilizando los datos genéticos primarios con fines investigadores. La empresa
ya no proporcionará información a los clientes sobre las variantes genéticas
como el ApoE4, que (como se detalla en el capítulo 15) aumenta en sus
portadores el riesgo de padecer Alzheimer y les dificulta la recuperación en
caso de una conmoción cerebral. (Esta información seguirá estando
disponible a través de un médico.)
Personalmente, me gusta recibir información de los servicios que se
prestan directamente al consumidor, aunque soy consciente de que he
disfrutado de un acceso exclusivo a los laboratorios de genética y a los
expertos mundiales que me han ayudado a poder situar la información en un
contexto al que el consumidor normal no tiene fácil acceso. En su honor, hay
que decir que 23andMe proporciona en efecto citas de artículos científicos,
gráficos y vídeos con explicaciones de genetistas junto con los resultados de
las pruebas. Sin embargo, puede que no quede suficientemente claro para
muchos clientes que sus perfiles genéticos en cuanto a un rasgo o enfermedad
determinados, podrían verse alterados mensualmente por los avances
científicos.
Lo cierto es que ignoro dónde se sitúa el punto de equilibrio perfecto entre
la prudencia y el acceso ilimitado en lo tocante a nuestra información
genética personal. 23andMe tampoco ha ocultado el hecho de que planea
utilizar los datos globales de los clientes (una vez más, con su permiso) para
otras operaciones, como proporcionar información a la industria
farmacológica para que puedan aconsejar a los clientes con un perfil genético
concreto.
Si las pruebas genéticas ofrecidas directamente al consumidor han de ser
razonables en cuanto a la publicidad, será preciso que la regulación sobre la
privacidad genética vaya más allá de lo prescrito en la Genetic Information
Nondiscrimination Act, ley contra la discriminación por la información
genética, de la que se habla en el capítulo 15. Pero el precio de la
secuenciación del genoma está cayendo más deprisa que las marcas en
natación cada vez que Speedo inventa un nuevo traje de baño, así que el
momento de hacer participar a un segmento de la población más amplio en
las conversaciones sobre la información genética es ahora. Ayer, en realidad.
Pero aun cuando la tecnología genética y la fisiología de vanguardia nos
proporcionen más información sobre en qué nos diferenciamos unos de otros
como deportistas, para un futuro próximo hay una fuente mejor de
información integral. Acometer un programa de entrenamiento con una
mentalidad orientada a la prueba y error y cartografiar el propio progreso, es
una exploración biológica y psicológica personal que está al alcance de todos
y que no tiene parangón. Nunca es demasiado tarde para tener el propio
período de muestreo.
Y por eso, me gustaría terminar esta edición de El gen deportivo de la
misma manera que terminé la primera: ¡Feliz entrenamiento!

DAVID EPSTEIN
Diciembre de 2013

347Dennis Kimetto dice que no había corrido «literalmente» jamás antes de 2010: Eder, Larry,
«Chicago marathon diary: Dennis Kimetto wins in CR of 2:03:45», RunBlogRun, 13 octubre 2013.

348La carta del «Peligro de delegar» de Ericsson se puede descargar desde el enlace «2012 Ericsson’s
reply» de la página web de su facultad: http://www.psy.fsu.edu/faculty/ericsson/ericsson.hp.html Y el
artículo crítico en la revista: Ericsson, K. Anders, «Training history, deliberate practise and elite sports
performance: an analysis in response to Tucker and Collins review-What makes champions?», British
Journal of Sports Medicine, 30 octubre 2012, (ePub previo a la impresión).

349Los gráficos que muestran las horas de práctica utilizan los datos de: Moesch, K., y otros, «Late
Specialization: the key to success in centimeters, grams, o seconds (cgs) sports», Scandinavian Journal of
Medicine & Science in Sports, 21(6), (2011), e282-290.

350 Estos datos pertenecen a los deportes «cgs», aquellos que se pueden medir en centímetros, gramos y
segundos, y que comprenden el ciclismo, el atletismo, el remo, la natación, la vela, el triatlón, la
halterofilia y otros. Se ha observado un patrón parecido en otros deportes, entre ellos el tenis y varios
deportes de equipo. Un estudio de 152 jugadores profesionales de béisbol norteamericanos halló que la
experiencia deportiva más frecuente en el instituto era haber jugado también al fútbol americano y al
baloncesto antes de especializarse. Aunque, en determinados deportes, como la gimnasia femenina —
donde la Gran Explosión de la tipología corporal (véase capítulo 7) ha encogido a la élite, llevándola del
1,60 m de media a casi el 1,45 m en los últimos treinta años, dejando una escueta ventana de
oportunidad a la competitividad— la especialización temprana es inevitable. (Los estudios que
muestran la especialización tardía en tenis, béisbol y varios deportes de equipo: Carlson, Rolf, «The
socialization of elite tennis players in Sweden: an analysis of the players backgrounds and
development», Sociology of Sport Journal, 5, (1988), 241-256. Hill, Grant M., «Youth sport participation
of professional baseball players», Sociology of Sport Journal, 10, (1993), 107-114. Moesch, K., y otros,
«Making it to the top in team sports: start later, intensify, and be determined!», Talent Development &
Excellence, 5(2), (2013), 85-100.)

351 Los campeonatos nacionales escolares de Jamaica están divididos en grupos de edad, lo que permite
que los corredores más jóvenes se desarrollen con más lentitud. En Estados Unidos, un rápido velocista
de catorce años podría estar compitiendo con corredores de dieciocho años en los campeonatos
estatales.

352Los jugadores de fútbol americano del estado de Oklahoma aumentan la fuerza, pero no la
velocidad: Jacobson, B. H., y otros, «Longitudinal morphological and performance profiles for
american, NCAA División I football players», Journal of Strenght and Conditioning Research, 27(9),
(2013), 2347-2354.

353 Neeru Jayanthi, director médico de medicina deportiva de atencion primaria en la Loyola
University de Illinois, ha demostrado que los deportistas jóvenes tienen un índice menor de lesiones si
practican múltiples deportes en lugar de especializarse en uno. Su trabajo no sugiere que los niños
dediquen necesariamente menos tiempo al deporte, sino sólo que diversifiquen las actividades. Piensen:
Federer.

354La especialización tardía entre los estudiantes de música con una «capacidad excepcional»: Sloboda,
John A., y Michael J. A. Howe, «Biographical precursors of musical excellence: an interview study»,
Psychology of Music, 19, (1991), 3-21.

355Gladwell debate sobre The Sports Gene aquí:


http://www.newyorker.com/online/blogs/sportingscene/2013/08/psychology-ten-thousand-hour-rule-
complexity.html, y aquí: http://www.newyorker.com/arts/critics/atlarge/2013/09/09/130909crat_at-
large_gladwell Y aquí está un análisis de su análisis realizado por Alex Hutchinson, doctor en física que
fue corredor de ámbito nacional en Canadá y autor de Which Comes First, Cardio or Weights?:
http://m.runnersworld.com/general-interest/on-malcolm-gladwell-and-naturals

356El BDNF y la adquisición de las aptitudes motrices: Kleim, Jeffrey A., y otros, «BDNF val66met
polymorphism is associated with modified experience-dependent plasticity in human motor cortex»,
Nature Neuroscience, 9(6), (2006), 735-737. McHughen, S. A., y otros, «BDNF val66met polymorphism
influences motor system function in the human brain», Cerebral Cortex, 20(5), (2010), 1254-1262.

357Hasta el momento, los clientes parecen reaccionar racionalmente a las revelaciones sobre la salud de
23andMe: Francke, Uta y otros, «Dealing with the unexpected: consumer response to direct-access
BRCA mutation testing», Peerj, 1, (2013), e8.
Agradecimientos

La lista de los que se merecen que les dé las gracias es demasiado extensa para
este espacio. Por suerte, el nombre de muchos de ellos se puede encontrar a lo
largo del libro. Y entre ellos hay deportistas, científicos y otras personas que
me hicieron partícipe de sus opiniones.
Algunos, como Yannis Pitsiladis, sacó tiempo para docenas de entrevistas.
Cuando le seguí a Jamaica, Pitsiladis procuró que yo pudiera estar en la sala
de operaciones mientras realizaba una biopsia a un antiguo olímpico
jamaicano. Soy una persona más rica por el tiempo que he pasado con él.
Los fisiólogos Stephen Roth y Tim Lightfoot inspeccionaron la totalidad
de las descripciones de la fisiología del ejercicio buscando errores o
imprecisiones. Resumir las descripciones científicas manteniendo la exactitud
no es hazaña baladí, pero en la medida que haya podido conseguirlo, tengo
que agradecer a docenas de científicos su paciencia. También le doy las
gracias a mi correctora de datos, Rebecca Sun, una talentosa guionista en
ciernes. Si persistiera algún error, la culpa sería sólo mía.
Cada cierto tiempo me topo con un libro que me baja los humos por la
profundidad de su investigación y la originalidad de pensamiento con que la
plantea. En dos de tales casos, los autores —J. M. Tanner y Patrick D. Cooper
— habían fallecido. Muy a mi pesar, jamás tendré la oportunidad de
entrevistarlos, pero su esfuerzo y libertad de pensamiento permanecerán en
mi memoria como fuentes de motivación y valentía.
Varios de mis colegas de Sports Illustrated merecen un capítulo especial en
cuanto al agradecimiento. Sin Richard Demak dudo que me ganara la vida
escribiendo sobre la ciencia del deporte; sin Chris Hunt y Craig Neff dudo
que hubiera dispuesto del espacio en SI para el artículo que se convirtió en el
germen de este libro; sin Terry McDonell y Chris Stone dudo que hubiera
dispuesto de la libertad para trabajar en este libro; sin el estímulo inagotable
de L. Jon Wertheim y mi agente, Scott Waxman, con toda seguridad habría
dejado este libro antes de empezarlo. Gracias, Scott, por frustrar mi intento de
echarme para atrás. (Y Gracias a Farley Chase por su trabajo con los derechos
en el extranjero.)
De no haber sido por mi amistad con Kevin Richards, es muy probable
que jamás hubiera empezado a escribir sobre la ciencia del deporte. Kevin
nació en Jamaica y murió en Evanston, en una reunión de atletismo sabatina
hace más de trece años. Confío en que la herida permanezca siempre fresca en
todos aquellos que corrimos a su lado. Le doy las gracias a los padres de
Kevin, Gwendolyn y Rupert, y al entrenador David Phillips, por el apoyo
moral que me han prestado. Y a Kevin Coyne, por enseñarme cómo escribir
sobre la muerte y un amigo.
En Kenia, no habría podido acceder a los lugares y personas (e idiomas) a
los que accedí sin la ayuda de Ibrahim Kinuthia, Godfrey Kiprotich, James
Mwangi y Tom y Christopher Ratcliffe. Sin la de Ibrahim y Harun Ngatia,
podría seguir atascado en el arcén de la carretera que une Nyhururu con
Nairobi, buscando un neumático que se salió y después de botar por encima
de una oveja acabó perdiéndose entre la maleza. (Y gracias a los niños
kenianos que fueron tan amables de recoger las tuercas de entre la hierba
seca.)
Deseo expresar mi agradecimiento al personal de la Universidad
Tecnológica de Jamaica, y en particular a Anthony Davis, director de
deportes, y a Colin Gyles, decano de la Facultad de Ciencias y Deporte.
Vaya mi agradecimiento para Noriyuki Fuku y Eri Mikami, del Instituto
Metropolitano de Gerontología de Tokio, Japón.
De Finlandia, quiero darle las gracias a la familia Mäntyranta, pero
especialmente a Iiris. Y gracias también a Elizabeth Newman por ayudarme
con las conversaciones telefónicas en finlandés, justo cuando empezaba a
desesperar en mi intento de seguirle el rastro a Eero Mäntyranta.
Puss och kram a mi «familia» sueca, en especial a Kajsa Heinemann, por
brindarme su amistad en mis viajes a Suecia, y también por traducir los
artículos en sueco para que pudiera prepararme para el rato que pasé con
Stefan Holm.
Respecto a esto último, quiero dar las gracias a Shiho Takei (japonés),
Alex Von Thun (alemán), y Veronika Belenkaya (rusa), por las traducciones
de conversaciones, artículos o vídeos.
Tal vez sea mi nombre el que aparezca en la portada, pero si se abriera el
telón, quedarían a la vista muchos magos. Gracias al personal que intervino
en la actual edición de Penguin, con especial énfasis al director de marketing
Will Weisser, a la directora de publicidad Allison McLean, a la publicista
Jacquelynn Burke y a Katie Coe. Reservo un agradecimiento especial para los
editores Adrian Zackheim y Emily Angell. La mejor manera de medir su fe en
este proyecto y su paciencia conmigo es en palabras: 40.000. Eso fue a todo lo
que llegué en mi primer borrador. Y también mi agradecimiento para
Matthew Phillips y Louise Court, de Yellow Jersey Press.
Cualquier elogio que hiciera de las contribuciones del psicólogo Drew
Bailey se quedaría corto. Entre ellas, cabe destacar soportar todo tipo de
divagaciones a cualquier hora del día, la ayuda con el análisis de los datos
sobre los cuerpos de la NBA y actuar como sistema de alerta personal para
nuevos hallazgos que pudieran influir en mi obra. La ciencia genética es un
blanco móvil, y no podría haberlo rastreado solo. (Gracias, Will Boylan-Pett,
por tu ayuda en la obtencion de datos de las revistas.)
Hasta donde soy capaz de recordar, mi padre, Mark Epstein, tenía escaso
interés por la genética hasta que se despertó en mí. Ahora, está
permanentemente en el puesto de observación a la búsqueda de escritos sobre
genética, y hasta se ha hecho analizar trozos de su genoma. ¿Qué mayor
ejemplo puede dar un padre? Mi hermana, Charna, y mi hermano, Daniel,
probablemente hayan oído: «Creo que no puedo hacer esto», más veces de las
que me gustaría recordar. Nunca me creyeron. Mi madre, Eve Epstein, parece
haber sabido siempre que yo escribiría un libro. Además de su ayuda en la
traducción del sueco, su aliento me ha hecho seguir adelante. Mientras
trabajaba en este libro, cayó en mis manos una carta enviada por un profesor
de música a los padres de mi madre —los cuales huyeron ambos de Alemania
— cuando su hija tenía siete años. Dice así:

«Deseo informarles de que su hija está haciendo un trabajo excepcional


teniendo en cuenta el tiempo que he podido dedicarle. Tiene un
coeficiente intelectual para la música insólitamente alto y se merece que
un experto le preste una atención especial. Yo apenas dispongo de unos
pocos minutos dispersos para dedicársela, y eso me preocupa. En estos
últimos veinte años de conocer y trabajar con niños, jamás me había
encontrado con nadie más despabilado y excepcional que Eve. Tal vez
podamos hablar de ello pronto.
Atentamente,
HOWARD BAKER.»

Éste es un recordatorio de que la herencia y la educación necesarias no son


nada la una sin la otra.
Por último, quiero darle las gracias a Elizabeth. Me gustaría contarle el
chiste de que la alta tolerancia al dolor de los mutantes del gen MC1R debería
explicar su umbral de aguante de mis payasadas. Si alguna vez escribo otro
libro, estoy seguro de que también estará dedicado a ella.
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