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Pinker, S.

(1995), “Cómo funciona el lenguaje”, El instinto del lenguaje,


Alianza, pp. 87-94.

Los periodistas acostumbran a decir que el que un perro muerda a un hombre no es noticia,
mientras que el que un hombre muerda a un perro sí lo es. Esta es la- esencia del instinto de
lenguaje: el lenguaje transmite noticias. Las ristras de palabras que denominamos «frases»
no son meros acicates de la memoria para que podamos recordar quién es el mejor amigo
del hombre y luego agreguemos el resto de la información, sino que están ahí para decirnos
quién hizo qué a quién. De modo que el lenguaje nos proporciona más información de la
que Woody Allen obtuvo de Guerra y Paz, obra que leyó en un par de horas después de
haber recibido clases de lectura rápida. Lo más que llegó a recordar fue que «trataba sobre
unos rusos». El lenguaje nos permite averiguar cómo se aparean los pulpos, cómo quitar
las manchas de cereza, por qué Tad se quedó desconsolado, si el Real Madrid ganará por
fin la Liga aunque no tenga un goleador en sus filas, cómo fabricar una bomba atómica
casera y cómo murió Catalina la Grande, entre otras muchas cosas.
Cuando los científicos descubren lo que aparenta ser un truco de magia de la naturaleza,
como por ejemplo el hecho de que los murciélagos se dirijan con enorme precisión hacia
un insecto en medio de la más profunda oscuridad o que los salmones regresen cada
primavera a desovar en su arroyo natal, se ponen a buscar los principios de ingeniería que
hay detrás de esos hechos. ¿Cuál es el truco que explica la capacidad del Homo sapiens de
informar a los demás de que un hombre mordió a un perro?
En realidad no se trata de un solo truco, sino de dos, que además están asociados con Tos
nombres de dos grandes pensadores europeos del siglo XIX. El primero de estos
principios. enunciado por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure, es el de la
«arbitrariedad del signo». o sea.. la relación convencional que existe entre sonidos y
significados. La palabra perro no se parece a un perro, ni camina como un perro, ni ladra
como un perro, pero aun así significa «perro», y ello debido a que todos los hablantes del
español han tenido en su infancia una experiencia idéntica de aprendizaje por repetición
que ha servido para asociar esos sonidos con el correspondiente significado. A cambio de
este acto de memorización, los hablantes de una comunidad lingüística reciben un enorme
beneficio: la capacidad para transmitir un concepto casi instantáneamente de una mente a
otra. A veces el maridaje a la fuerza entre sonidos y significados da unos resultados
absurdos. Algún ingenioso comentarista, como Richard Lederer en su libro Crazy English
(«Inglés absurdo»), ha llamado la atención sobre ciertas curiosidades lingüísticas como las
siguientes: que una «cama elástica» no es ningún tipo de cama, el «potro de tortura» no
pertenece a ninguna especie equina, los «sauces llorones» no derraman lágrimas, las
películas «verdes», el cine «negro» o la prensa «amarilla» no son realmente de esos
colores, las «patatas bravas» no embisten y el «pan de, oro» no es comestible. Pero no por
ello debemos dejar de apreciar el hecho más habitual,, aunque no menos asombroso, que
supone recrear un concepto en la mente de un interlocutor con sólo pronunciar una ristra de
sonidos. Curiosamente, esta sencilla habilidad es capaz de poner en evidencia a nuestro
ingenio cuando se nos exige expresar conceptos por medio de la mímica, como en el
popular juego del Pictionary. El segundo truco que esconde el instinto del lenguaje se halla
proverbialmente expresado en una frase de Wilhelm von Humboldt, auténtico precursor de
las ideas de Chomsky: el lenguaje «hace un uso infinito de medios finitos». Apreciamos la
diferencia entre la previsible frase Un perro muerde a un hombre y la sorprendente Un
hombre muerde a un- perro debido, entre otras cosas, al orden en que aparecen
combinadas las palabras perro, hombre y muerde, es decir, empleamos un código para
traducir combinaciones de ideas a combinaciones de palabras. Este código o conjunto de
reglas se denomina «gramática generativa», y como ya he señalado, no debe confundirse
con las gramáticas pedagógica y estilística que se enseñan en las escuelas.
El principio que rige el funcionamiento de la gramática no es muy frecuente en la
naturaleza. La gramática constituye un ejemplo de «sistema combinatorio discreto», en el
que un número finito de elementos discretos (palabras, en este caso) son objeto de
selección, combinación y permutación para crear estructuras más extensas (frases, en este
caso) que presentan propiedades muy distintas de las de sus elementos constitutivos. Por
ejemplo, el significado de Un hombre muerde a un perro es diferente del de cualquiera de
las palabras que forman esa frase, y también del de esas mismas palabras cuando se
combinan en un orden distinto. En un sistema combinatorio discreto como el lenguaje,
puede darse un número ilimitado de combinaciones completamente distintas con un rango
infinito de propiedades. Otro sistema combinatorio digno de mención que existe en el
mundo natural es el código genético del ADN, en el que cuatro clases de nucleótidos se
combinan para formar sesenta y cuatro tipos de codones que a su vez pueden organizarse
en un número ilimitado de genes diferentes. Muchos biólogos han aprovechado este
paralelismo entre los principios combinatorios de la gramática y de la genética. Así, en el
lenguaje de la genética se dice que las secuencias de ADN contienen «letras» y «signos de
puntuación», que estas secuencias pueden ser «palindrómicas», «carentes de significado» o
«sinónimas», que se pueden «transcribir» y «traducir», y que incluso se pueden almacenar
en «bibliotecas». El inmunólogo Niels Jerne puso a su discurso de recepción del Premio
Nobel el título de «La Gramática Generativa del Sistema Inmunológico».
En cambio, la mayoría de los sistemas complejos que hay en el mundo son sistemas de
fusión, y de ellos podemos hallar ejemplos en campos como la geología o la gastronomía y
en fenómenos como el sonido, la luz o la mezcla de pinturas. En un sistema de fusión, las
propiedades de la combinación se hallan presentes en las de sus elementos constitutivos,
las cuales se pierden al mezclarse unos elementos con otros. Por ejemplo, la combinación
de pintura roja y pintura blanca produce pintura rosa. Así pues, la gama de propiedades que
puede ofrecer un sistema de fusión es mucho más limitada, y sólo es posible distinguir
entre grandes cantidades de combinaciones a base de discriminar diferencias cada vez más
pequeñas. No es coincidencia que los dos sistemas del universo que más nos impresionan
por el carácter abierto de su complejo diseño, la vida y la mente, sean sistemas
combinatorios discretos. Muchos biólogos sostienen que si la herencia no fuera un
fenómeno discreto, la evolución, tal y como la conocemos, no podría haber ocurrido.
En definitiva, el lenguaje consta de un léxico compuesto de palabras y de conceptos que
éstas representan (es decir, un «diccionario mental») y de un conjunto de reglas que
combinan las palabras para expresar relaciones entre los conceptos (o sea, una «gramática
mental»), y ambos se hallan representados en el cerebro de cada hablante. En el próximo
capítulo haremos un recorrido por el mundo de las palabras. Éste va a estar dedicado al
diseño de la gramática.
El hecho de que la gramática sea un sistema combinatorio discreto tiene dos importantes
consecuencias. La primera es la enorme extensión del lenguaje. Si uno va a cualquier
biblioteca y elige al azar una frase de un libro cualquiera, es casi seguro que no logrará
encontrar otra frase exactamente igual a esa por mucho que se empeñe en buscarla. Las
estimaciones del número de frases que una persona normal es capaz de producir alcanzan
proporciones colosales. Si se interrumpe a un hablante en un punto cualquiera de una frase,
hay, por término medio, diez palabras diferentes que podrían insertarse en ese lugar de la
frase para continuarla de forma correcta y con sentido. (En algunos puntos de la frase sólo
se puede poner una determinada palabra, mientras que en otros, podrían valer miles; el
promedio es de diez.) Supongamos que una persona es capaz de producir frases de una
longitud de hasta veinte palabras. Teniendo en cuenta que el número de palabras que se
pueden insertar en cada punto de cada frase es de diez, la cantidad de frases que esa
persona podría producir y entender sería como mínimo de 1020 (un uno seguido de veinte
ceros o, lo que es lo mismo, cien trillones). A una velocidad de cinco segundos por frase,
esa persona necesitaría una infancia de cien billones de años (sin detenerse a comer ni a
dormir) para memorizarlas todas. Sin embargo, limitar la longitud media de las frases a
veinte palabras es una estimación bastante conservadora. Así, por ejemplo, la frase de
George Bernard Shaw que se transcribe a continuación tiene 110 palabras y es
perfectamente comprensible:
Más extraño aún es que Jacques Dalcroze, como todos estos grandes maestros, es un tirano de pies a
cabeza, de esos que siempre saben lo que está bien, y de los que hay que darles la lección como ellos
quieren, o si no se les rompe el corazón (el suyo, se entiende, no el de otros), y a pesar de todo su
escuela es tan fascinante que todas las mujeres que la ven exclaman: «¡Ay, Dios mío!, ¿por qué no me
educarían a mí de esta manera?», y hasta los ancianos se inscriben en ella como estudiantes y
confunden a los párvulos con sus desesperados intentos de llevar el compás del dos por tres con una
mano y el de tres por cuatro con la otra, y corretean felices por las aulas dando un saltito cada vez que
el Sr. Dalcroze dice «¡Hop!».
Sin tener en cuenta que la esperanza de vida actual se cifra en los setenta y tantos años,
cualquier persona sería capaz de producir un número infinito de frases diferentes. Del
mismo modo que hay un número infinito de números enteros (si uno cree que ha llegado al
final de la cuenta, basta con añadir un 1 para aumentarla), tendrá que haber también un
número infinito de frases. En cierta ocasión, el Libro Guinness de los Récords afirmó haber
encontrado la frase más larga en lengua inglesa: un párrafo de 1.300 palabras en la novela
¡Absalón, Absalónl, de William Faulkner, que comienza así:
Ambos lo llevaban como presas de una flagelante exaltación deliberada...
Me veo tentado de pasar a la posteridad rompiendo ese récord con una frase como
Faulkner escribió: «Ambos lo llevaban como presas de una flagelante exaltación
deliberada...».
Sin embargo, mi fama sería efímera, pues cualquiera podría batir mi propia marca
escribiendo
Pinker escribió que Faulkner escribió: «Ambos lo llevaban como presas de una
flagelante exaltación deliberada...».
Y esa marca, a su vez, caería de inmediato en cuanto alguien escribiera
¿A quién le importa que Pinker escribiera que Faulkner escribió: «Ambos lo llevaban
como presas de una flagelante exaltación deliberada...»?
Y así hasta el infinito. El uso infinito de medios finitos distingue al cerebro humano de la
mayoría de los sistemas artificiales de lenguaje que encontramos habitualmente, como las
muñecas parlantes, los coches que te recuerdan que tienes que cerrar la puerta y las
educadas máquinas de tabaco que te saludan en su tono monocorde «Su tabaco, gracias»,
pues todos estos sistemas utilizan una lista de emisiones prefabricadas.
La segunda consecuencia del diseño de la gramática es que se trata de un código autónomo
con respecto a las demás capacidades cognitivas. Una gramática establece de qué modo
deben combinarse las palabras para expresar significados, y ese modo es independiente de
los significados particulares que solemos comunicar y que esperamos que otros nos
comuniquen. Por ello, a menudo encontramos frases que aun cuando no se ajusten a las
reglas de la gramática, no por ello dejan de tener una interpretación de sentido común. He
aquí unas cuantas frases que son fáciles de interpretar aunque no se hallen correctamente
formadas:

Bienvenido a restaurante chino. Por favor, prueba nuestra deliciosa comida china con
palillos: la tradicional y típica de la gloriosa historia y cultual china.
Es un gorrión voladores, eso son.
El niño parece durmiendo.
Es lloviendo.
Julia esparció la pared con pintura. ¿Sobre quién te impresionó el libro?

Patinazo estrella contra hospital.


Trabajador enciende cigarrillo vapor del bidón ¡bum!

Esta frase no verbo.


Esta frase tiene contiene dos verbos. Esta frase tiene repollo seis palabras.
Esta no es una completa. Esta tampoco lo.

Estas frases son «agramaticales», y no sólo porque transgredan los principios gramaticales
que nos enseñaron en la escuela, sino porque cualquier persona normal que hable el
lenguaje de la calle nota que hay algo raro en ellas, pese a que sean interpretables. La
agramaticalidad no es más que la consecuencia de que haya un código fijo para interpretar
frases. En algunos casos, es posible adivinar el significado, pero aun así dudamos que el
hablante haya empleado el mismo código al producir la frase que el que nosotros hemos
usado al comprenderla. Por parecidas razones, los ordenadores, que no acostumbran a ser
tan clementes como los seres humanos con los errores gramaticales, expresan su disgusto
en diálogos sobradamente conocidos como el siguiente:

> PRINT (X + 1 *****SYNTAX ERROR*****


Sin embargo, también puede suceder lo contrario. Puede haber frases carentes de sentido
que, en cambio, se reconozcan como perfectamente gramaticales. Un típico ejemplo es la
conocida frase de Chomsky
Las verdes ideas incoloras duermen furiosamente.
Chomsky inventó esa frase para mostrar que la sintaxis y el significado pueden ser
mutuamente independientes. No obstante, este argumento ya había sido empleado mucho
antes de Chomsky, puesto que constituye el principio fundamental de la literatura del
sinsentido, que fue muy popular en el siglo XIX. Veamos un ejemplo de Edward Lear, el
reputado maestro del absurdo:
Es un hecho conocido,
Que es más feliz quien no ha nacido.
En cierta ocasión, Mark Twain hizo una parodia de las descripciones románticas de la
naturaleza, que se caracterizan más por su carácter melifluo que por su contenido:
Era una fresca mañana de principios de octubre. Las lilas y los codesos, encendidos con el glorioso
resplandor del otoño, ardían chispeantes en el aire claro, tendiendo un mágico puente a la Naturaleza
para que las blandas criaturas terrestres que tienen su hogar en lo alto de las ramas tuvieran franco el
camino; el alerce y el granado lanzaban alegres llamaradas púrpuras y amarillas, salpicando con
brillantes fogonazos la umbría oscuridad del bosque; la sensual fragancia de innumerables flores
marchitas embriagaba la pálida atmósfera; allá en lo alto del cielo, un solitario esófago dormitaba
impávido sobre alas inmóviles; por doquier reinaban la quietud, la serenidad y la paz de Dios.
¿Y quién no conoce el poema de Lewis Carroll en A través del espejo que termina con
estos versos?
Y estando sumido en irribumdos pensamientos surgió, con ojos de fuego, bafeando,
el Jerigóndor del túlgido bosque, y burbulló al llegar.
¡Zis, zas! ¡Zis, zas! ¡Una y otra vez tajó y hendió la hoja vorpal! Cayó sin vida, y con
su cabeza, emprendió galofante su regreso.
«¿Has matado al Jerigóndor?
Ven a mis brazos, sonrillante chiquillo, ¡Ah, frazoso día! ¡Calós! ¡Calayl,» mientras
él resorreía de gozo.
Cocillaba el día, las tovas agilimosas giroscopaban y barrenaban en el larde. Todos
debirables estaban los burgovos, y silbramaban las alecas rastas.
[Alicia anotada, edición de Martin Gardner, 1960; trad. cast. Francisco Torres Oliver,
Editorial Akal, Madrid 1984.]

Como dijo Alicia, «En cierto modo, parece llenarme la cabeza de ideas... ¡sólo que no sé
exactamente cuáles son!» De todos modos, aunque el sentido común y el conocimiento
ordinario no sirvan de mucho para entender estos versos, cualquier hablante del español
reconocerá que son gramaticalmente correctos, y merced a sus reglas mentales podrá
incluso extraer marcos de interpretación muy precisos, aunque también muy abstractos.
Por ejemplo, Alicia llegó a deducir que «Alguien mató algo, en todo caso, eso está claro».
Y al leer la frase Chomsky, cualquiera podría responder a preguntas como «¿Qué es lo que
dormía y cómo?», «¿era una sola cosa o varias?», «¿qué clase de ideas eran?».

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