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El juego y la clase.

Ensayos críticos
sobre la enseñanza post-tradicional.
Por Daniel Brailovsky.
Editorial Noveduc Libros.
Buenos Aires Argentina.
2014.

La plaza y el pelotero

La plaza es áspera y sus superficies absorben los caprichos del clima. Bajo el sol, el
tobogán se vuelve intocable y por la noche la arena asume una frescura que remite a
los médanos y las playas. Escaleras metálicas, cadenas, canteros de piedra y cemento,
tablas barnizadas y senderos asfaltados se combinan en un paisaje que transmite la
sensación de una cálida solidez, que contrasta con la blandura neutra del pelotero. En
éste, las superficies son siempre acolchonadas, tersas y sin temperatura: suelos de
goma o plástico de distintos tipos, rampas deslizantes, sogas y transparencias, que
conforman más que un paisaje, un entorno, un reducto. Por un lado, emplazamiento
que reúne lo mejor del mundo natural en una especie de oasis de elementos básicos
que invita a transitar su desafiante crudeza; por otro, un submundo de artificios con
aspiraciones mágicas, que invita a extraerse y someterse a una legislación
completamente nueva y extraña.
En la plaza, el juego transcurre a orillas del riesgo. Son previsibles los raspones, las
insolaciones, y otros accidentes en alguna medida inevitables. Por eso a la plaza se
concurre con un atuendo sencillo, cómodo y que pueda sacrificarse, destruirse y
arruinarse. Y por la misma razón, en la plaza las madres vigilan de reojo, constatando,
prohibiendo, dando permiso, retando y haciendo uso de su mayor conocimiento acerca
de las reglas para habitarla: si la plaza es un paisaje natural, el haber estado más
tiempo en este mundo otorga a los adultos mayores facultades para conocerla. El
vestuario propio del pelotero, por el contrario, se corresponde con un juego limpio y
seguro, a salvo de las inclemencias del mundo: ropa de marca y de moda, peinados
elaborados para las niñas, y todo lo que se luciría en una salida al cine o al teatro.
Como en aquéllos espacios del espectáculo, el pelotero se transita según reglas
minuciosamente trazadas y siempre diferentes de las del mundo exterior. La actitud
del adulto no es la de la mirada vigilante, sino la de la espera gozosa, con la compañía
de otras madres, café de por medio y con la imagen del niño innecesariamente
disponible tras un cristal plástico o en el monitor de una cámara. Uno y otro espacio
suponen entonces una relación diferente entre el niño que juega y el adulto a su cargo.
La plaza se erige en un extremo de la polaridad, el pelotero en el otro. Los patios, las
veredas y los parques se aproximan a la plaza; los shopping-center, los aeropuertos y
los salones de juegos de video, al pelotero. Constituyen polos semánticos de los que
pueden reconocerse indicios dispersos en el diseño de otros espacios de referencia del
juego y la experiencia infantil, como el parque de diversiones, la kermese, la feria, el
cumpleaños infantil o el patio escolar.
Los límites de la plaza son porosos. Aunque haya rejas, es posible salir y la relación
adentro-afuera es fluida. Tanto las fuerzas de la naturaleza como las de la ciudad se
adentran en ella constantemente. Los ruidos del tránsito llegan nítidos al espacio de
juego, y los episodios que ocurren afuera son parte del conjunto de acontecimientos
que definen la experiencia de ir a la plaza: un choque, un vendedor ambulante, un
ciruja, un borracho, están dinámicamente integrados y conviven con el juego de los
chicos. Los tiempos de juego de la plaza, entonces, se abren y se cierran con rutinas
vitales propias de la vida - ir a bañarse, tomar la leche – o de la naturaleza – se hizo
muy tarde, ya es casi de noche. En el pelotero, cuyo juego transcurre en el día eterno
de la iluminación artificial, los tiempos son más cortos e intensos, y se rigen por la
segmentación desde la que se comercializa el espacio: en horas o minutos, siempre
números redondos. No hay un afuera perceptible, no atardece ni anochece. Como en el
país de las maravillas, como en la increíble fábrica de chocolate de Willy Wonka o como
en cualquiera de los inframundos disponibles en la literatura fantástica, en el pelotero
es posible congelar el tiempo y transitarlo conforme a reglas completamente ajenas a
las de la vida corriente.

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