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LA FUERZA DEL HÁBITO

Viven en situación de calle, se los nombra los Sintecho.

Nos empecinados en identificar a las personas por aquel rasgo del que carecen, por
aquello que carecen y añoran, quizá porque de esta manera despojándolos del contenido
emocional se establece una distancia ideal para objetivarlos e incluirlos dentro de una categoría
social: Sintecho.

Mar del Plata cual urbe turística nos brinda paseos, museos, teatros, restoranes, buena
música e interminables noches en paradores, bares y boliches bailables para algunos y para otros
también interminables noches protagonizadas por el frío, incomodidad física o enfermedad.

En un recorrido céntrico por la Ciudad Feliz, plena de olor a bronceador, de esos espesos,
grasosos de color bronce, se identifican fácilmente los puntos más elegidos por estas personas,
sitios reparados del viento y preferiblemente con altas paredes en derredor: bajo luminosas
marquesinas que solo se iluminan en época estival, en edificios de oficinas que permanecen
cerradas sábados, domingos y feriados, dentro de algunos bancos, en los pórticos de esos
negocios que son de frente abierto a la calle y en las entradas de los locales cerrados que
sostienen el cartel de alquiler o venta.

Paradójicamente creo que estos últimos no añoran su techo sino su hogar; uno de esos en
el que al caer la tarde marplatense, cuando el cielo se torna púrpura y la bajamar arrastra los
últimos resabios de sol, huelen a comida, el horno encendido templa el ambiente y se escucha el
sonido del televisor que anuncia las últimas pero ya antiguas noticias, producto de la globalización
digital.

¿ Qué hay de aquel personaje que Sintecho intenta armar cada noche un hogar?

Aquel que vive en situación de calle pero arma cada noche un escenario similar al que
algún día atesoró cuando lo protegía un techo o mejor dicho un hogar. De aquello hoy no les
queda nada, solo la añoranza o el recuerdo vívido que los impulsa a armar cada atardecer, con un
horario que respetan responsablemente, un escaparate que los aísla de los que tienen todo e
inescrupulosamente se quejan. Bajo la recova del que fuera un aristocrático edificio sobre la
avenida Pedro Luro, el Sintecho ordena minuciosamente cada objeto en un lugar determinado con
dedicación y entrega plena a la tarea, tal como una madre arropa a su niño cada noche.

Cartones, telas plásticas, colchón enfundado en una tela decolorada con un raído
personaje infantil, un carrito de esos que usan las señoras para hacer la compra diaria sin cargar
peso sobre sus desvencijadas espaldas, un bolso de cierre roto reforzado con resistentes bolsas
plásticas retorcidas, completan su patrimonio. Con esos pocos elementos levanta una suerte de
pared del tamaño de su propio cuerpo, pone al costado el carrito como una suerte de mesa de luz
y sobre la ella ubica un reloj redondo de esos antiguos de chapa abollada, despintada, de esos que
hacen tic tac, tic tac y suenan con una chicharra tan fuerte como para despertar a una persona que
para dormir le pide permiso a la muerte.
Este reloj le anunciará con insistencia que empezó un nuevo día, lo conectará cual puente
colgante con un mundo social que tal vez ya no le es suyo, no le pertenece, que le es cruelmente
indiferente, pero no obstante todo ello, él se resiste a perder.

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