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La vida de las palabras es facinante. Algunas, como los hombres de mar, han tenido
una existencia errante, de modo que durante el viaje empiezan significando una cosa y
terminan, al paso de los siglos, significando otra. Y las hay que son tan estables como las
raíces de un árbol robusto.
Imbécil, por ejemplo, es una palabra ahíta de accidentes. La palabra española nació
del latín becillis, que es un diminutivo de baculus; a su vez ésta proviene de la voz griega
baktron, y ambas significan bastón.
Imbécil era un término que describía a las personas viejas o enfermas incapaces de
tenerse en pie por sí mismas y, por lo tanto, demandaban de la asistencia de un bastón.
Estos filólogos recuerdan que el baculus solía ser un atributo de poder y autoridad;
tampoco es desconocido que otra de las acepciones de dicha palabra fue y es "cetro", el
símbolo por excelencia de los reyes.
De lo anterior se deduce que imbécil es aquél que carece bastón, y por consecuencia
de poder, el débil, el marginado, si bien la etimología también admite otro tipo de lectura:
no tiene bastón (apoyo) el joven, el adolescente, desprovisto como está de experiencia y
madurez.
Muy posteriormente, en el siglo XVII d. C., los médicos franceses crean un uso
especializado de la palabra para designar la debilidad mental. Si en Roma los adolescentes
mostraban una debilidad tanto física como intelectual con relación al adulto hecho y
derecho, los médicos se centraron en la debilidad de la mente, por lo que quienes padecían
semejante transtorno fueron llamados imbéciles.
Michel Foucault dedicó algunas de sus mejores páginas al estudio de la medicina de
los siglos XVII y XVIII. En el libro Historia de la locura en la época clásica, Foucault cita
expresiones acuñadas en ese tiempo para referirse a los dementes: "Los 'iluminados' y
'visionarios' corresponden sin duda a nuestros alucinados: 'visionarios que se imaginan
tener apariciones celestiales', 'iluminados con revelaciones', los débiles y algunos alcanzados
por la demencia orgánica o senil probablemente son deginados en los registros como
'imbéciles': 'imbécil por horribles excesos de vino', 'imbécil que habla siempre, diciéndose
emperador de los turcos y papa', 'imbécil sin ninguna experanza de recuperación'...", etc
(yo subrayo).
¡Idiotas, imbéciles, ebrios, drogadictos! Los primeros son disminuidos mentales, los
segundos viciosos pusilánimes. Este era todavía nuestro lenguaje jurídico hace poco menos
de una década. Ya se ve por qué la palabra imbécil se convirtió, rápidamente, en un insulto.
Decirle al otro imbécil nos "sitúa" un peldaño más arriba en la escala de la autoridad.
Este peldaño puede ser informal, cuando el que espeta imbécil a otra persona fundamenta
su agravio en la fuerza bruta o simple estulticia, o formal, cuando el jefe lo llama a usted
imbécil por haber cometido una falta o error.
Libros sobre los imbéciles que no he leído y, muy probablemente, no leeré (imagino
que los autores se refieren al sentido injurioso del vocablo): "El libro de los imbéciles" de
Salvador Sostres, "Producto farmacéutico para imbéciles" de Verónica Bujeiro, "Elogio del
imbécil" de Pino Aprile, "El que no lea este libro es un imbécil" de Oliveiro Ponte de Pino,
que alguna vez, éste sí, intenté leer, y muchos más.
Hay uno que ojearé si hay sol y buen tiempo: "La tiranía de los imbéciles" de C. P.
Weiller, un estudio serio en torno a la producción de imbéciles en las sociedades libres, al
más puro estilo de los totalitarismos del siglo pasado.
Pero una pequeña obra maestra que puedo recomendar porque la he leído una y
muchas veces es "Iván el imbécil" de Lev Tolstói. La traducción a cargo de Víctor
Andresco es soberbia, aunque tiene el desliz de verter el título como "Iván el tonto". En
fin, la accidentada vida de las palabras.
De forma que hasta para llamar imbécil a alguien hay que hacerlo con conocimiento
de causa. Eso o caer en la recurrente paradoja de llamar imbécil al otro cuando, de hecho,
uno es el imbécil que no se entera de nada.